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Acompanamiento espiritual   jaime fernandez m
ACOMPAÑAMIENTO
ESPIRITUAL
Acompañamiento Espiritual
P. Jaime Fernández Montero
P. Jaime Fernández Montero
Acompañamiento
Espiritual
Prólogo
Estas reflexiones tuvieron su origen en dos talleres sobre pedagogía
pastoral realizados por el autor con un grupo de sacerdotes en
Puerto Rico. Debido al interés que suscitó el tema, algunos señores
obispos pidieron que se elaboraran los apuntes que se habían
ocupado en la conducción de los talleres para presentarlos en forma
de un pequeño manual práctico para ayudar a los sacerdotes en el
acompañamiento espiritual. La generosa iniciativa del Sr. Obispo de
la diócesis de Arecibo, Mons. Miguel Rodríguez, hizo posible que en
agosto de 1988 se publicara la primera edición de este libro con el
nihil obstat de don Bernardino Echeverría Ruíz, cardenal-arzobispo
de Guayaquil. Han transcurrido muchos años desde la primera
edición. Hemos visto conveniente elaborar una nueva versión,
ampliando el ámbito de los destinatarios a fin de abarcar a nuevos
círculos de interesados. Esta reelaboración se debe a que, al
comienzo el libro estuvo pensado sólo para sacerdotes, con el
tiempo se vio la necesidad de abarcar a todas las personas que
prestan un servicio de acompañamiento espiritual. Muchas
religiosas y laicos comprometidos pertenecientes a movimientos y
asociaciones religiosas, aunque sin cumplir las mismas tareas que
el sacerdote, han comenzado a asumir fecundamente la tarea de
acompañar y apoyar espiritualmente a sus hermanos. A ellos
queremos ofrecer especialmente este aporte.
En la Iglesia existen muchas obras clásicas sobre el
acompañamiento espiritual. No nos interesa abundar en los temas
que ya han sido tratados en ellas con mucha erudición, así es que
simplemente nos remitimos a las obras más ampliamente
difundidas.1 El sentido de este libro es ayudar a llenar algunos
vacíos pedagógicos que suele experimentarse en relación al
acompañamiento. Quienes se han interiorizado en el tema
encuentran fácilmente los fundamentos teológicos y las metas
ascéticas, pero no encuentran suficiente material que los oriente
acerca de los caminos pedagógicos que deben seguir para hacer un
acompañamiento fecundo. En efecto, cuando se sienten requeridos
por otros fieles que necesitan una ayuda a través de un
acompañamiento espiritual sistemático, experimentan la carencia de
los fundamentos pedagógicos para responder a tales requerimientos
y se tienen que contentar con aplicar sus criterios e intuiciones. A
ellos quisiéramos entregarles un compendio con algunas de las
bases mínimas sobre la pedagogía del acompañamiento. En los
demás temas, sobre los que ya existe suficiente material, sólo
diseñaremos el marco referencial invitando a quienes quieran
profundizar en esos temas a recurrir a los manuales clásicos.
Estamos conscientes de que en este primer intento apenas
podremos ofrecer una ayuda incipiente en el complejo arte del
acompañamiento espiritual. La limitación auto-impuesta en relación
a la dimensión del libro responde al anhelo de hacerlo práctico,
pero, al mismo tiempo, teniendo consciente que no será posible
evitar el peligro de que el libro resulte poco exhaustivo y profundo.
El contenido fundamental de todo el planteamiento pedagógico que
quisiéramos aportar ha sido extraído de las inagotables arcas de la
Iglesia pero, muy especialmente de la riquísima práctica sacerdotal
del P. José Kentenich, sacerdote alemán fallecido en 1968 y
fundador de la Obra Internacional de Schoenstatt. Muchas de sus
obras han sido traducidas al castellano.
Parte I
Introducción al acompañamiento espiritual en la Iglesia
1. El acompañamiento espiritual a lo largo de la historia
Diversas acentuaciones en el ideal de santidad: ideal de apóstol,
ideal de mártir, el eremita, el monje, etc. El acompañamiento a partir
de san Benito, influencia de las órdenes mendicantes, impulso de
san Ignacio de Loyola, el acompañamiento en la época actual.
2. El sentido del acompañamiento espiritual
El camino de perfección evangélica. El Espíritu Santo en el camino a
la santidad. El arte de ayudar en el camino a la santidad.
3. Aspectos importantes del acompañamiento espiritual
Características del acompañante espiritual. Importancia que se le
atribuye al acompañamiento espiritual. A quiénes corresponde esta
función.
1. Antecedentes históricos del acompañamiento espiritual
El mandamiento de la caridad ha orientado el quehacer de la Iglesia
a lo largo de toda su historia. En virtud de él, los seguidores del
Señor nos sentimos llamados a prestarnos mutua ayuda. Esto se
hace más imperioso cuando se refiere a la salvación eterna y al
camino hacia la perfección cristiana. La exigencia de prestar apoyo,
que es común para todos los discípulos, recae especialmente en los
pastores que el mismo Señor designó.
El telón de fondo del acompañamiento espiritual siempre será el
ideal de santidad como lo irradia la persona de Jesús y las
orientaciones que dejó en el Evangelio. Ese modelo, sin embargo,
es tan amplio y rico, que cada época acentúa algunos rasgos de él.
Junto con eso varia el tipo de ayuda que parece necesario prestar a
los fieles en su caminar hacia la perfección de la vida cristiana,
respondiendo al ideal de santidad imperante en cada época. Aquí
está la raíz de las diversas corrientes ascético-religiosas que
surgieron a lo largo de los siglos.
Al hacer un recuento general, percibimos que al comienzo brillaba el
ideal del apóstol urgido por el anuncio del reino. Era preciso dar a
conocer integralmente a Cristo, el Salvador, hasta el confín de la
tierra. La estupenda novedad de la encarnación del Verbo, de su
muerte y resurrección lo abarcaba todo. Más tarde, cuando
comenzaron las persecuciones, sin olvidar lo anterior, lo que estaba
en juego era la radicalidad de la fe. Para ser cristiano auténtico
había que impregnarse su radicalismo, sabiendo que con eso se
ponía en juego la propia existencia. Así, entonces, el ideal del
cristiano pasó a ser el mártir. En estas dos primeras etapas, siendo
tan simple y fundamental el destino del cristiano, ni siquiera se
plantearon la necesidad de un acompañamiento espiritual. Bastaba
con la evangelización, la catequesis y la celebración sacramental en
comunidad. El anuncio del kerigma y la fortaleza para dar testimonio
eran suficiente.
El Edicto de Milán (313) trajo un cambio radical en la vida de los
cristianos. Salieron de las catacumbas y debieron enfrentarse con la
vida pública y sus tentaciones. Este acontecimiento trajo muchos
problemas vivenciales. Al popularizarse el cristianismo pasó a ser
casi una moda que les conducía fácilmente a la mediocridad. Es así
como muy pronto, aquellos que anhelaban vivir el seguimiento de
Cristo con mayor intensidad, comenzaron a sentir que en ese
ambiente estaba en juego la integridad de la vivencia cristiana. Por
esa razón, muchos, buscando la perfección cristiana, se alejaron de
los centros urbanos y se refugiaron en la vida eremita. Esta práctica,
que comenzó con los Padres del Desierto, poco a poco se fue
consolidando en el mundo de los ermitaños, que más tarde se
constituyeron en cenobios y, por último, surgió la vida monacal. Este
nuevo ideal de santidad quería también ser radical como el martirio;
es una nueva forma de martirio a través de la profesión de los
consejos evangélicos. Es en esta altura cuando la reflexión
silenciosa va haciendo consciente que existen muchos peligros que
acechan al cristiano en su caminar hacia la perfección. Por
entonces, muchos comienzan a buscar consejo en aquellos
hermanos más avanzados en el camino de la perfección y más
sabios. Es así como aparecen, poco a poco, los maestros y
consejeros, reconocibles por su carisma. Éstos inician, a través de
sus consejos espirituales, un auténtico acompañamiento espiritual.
En el ámbito latino, sólo a partir de san Benito, esta forma de apoyo
espiritual, adquirió un carácter institucional. En su Regla el
acompañamiento espiritual aparece como un oficio de gran
responsabilidad. En esa misma línea, también influyó en la difusión
del acompañamiento la introducción de la confesión individual a
través de los monjes irlandeses (600). Sin embargo, el advenimiento
de las Órdenes Mendicantes, especialmente la Orden Menor de los
Franciscanos, tiende a recuperar la antigua práctica de los
consejeros carismáticos. Algunos frailes, que adquirieron fama por
su santidad, fueron procurados por muchos cristianos para recibir de
ellos acompañamiento espiritual. Especialmente influyó en ese
tiempo la síntesis entre vida activa y contemplativa. Los directores
espirituales ya no serán solamente aquellos que se han apartado del
mundo para cultivar la vida contemplativa, sino monjes de gran
actividad apostólica. Es así como poco a poco la historia de la
Iglesia quedará marcada por figuras de grandes directores
espirituales del nuevo corte: san Francisco de Asís, san Ignacio de
Loyola, san Francisco de Sales, etc. Es bueno hacer notar que tanto
los padres del desierto como los primeros abades no eran
sacerdotes. Lo mismo habría que decir de san Francisco de Asís y
de san Ignacio de Loyola antes de 1537. Aunque con el tiempo en la
Iglesia se comenzó a considerar el acompañamiento hecho por
laicos como una excepción, se aceptaba que lo hicieran personas
prudentes y experimentadas. Incluso, las puertas del
acompañamiento espiritual estaban abiertas tanto a hombres como
a mujeres, a sacerdotes, religiosos y laicos. Entre las mujeres se
destacaron especialmente santa Catalina de Siena, santa Teresa de
Ávila e Hildegard von Bingen.
La práctica del acompañamiento espiritual se hizo tan común que,
en la Edad Media, aparecieron muchos manuales para apoyar la
orientación de los que ejercían este delicado oficio. Había también
otros que servían de ayuda directa a los que querían transitar por
los caminos de la perfección. Entre ellos, hasta nuestros días ha
permanecido en vigencia la célebre Imitación de Cristo, de Tomás
de Kempis.
Con el tiempo, serán los jesuitas quienes lleven el acompañamiento
espiritual a su plena institucionalización. Además del ya conocido
maestro de novicios, instituyeron a los así llamados espirituales en
seminarios y colegios. Esta práctica adquirió un carácter jurídico a
través de su influencia en el Concilio de Trento. Más tarde será una
tarea evidente para cada sacerdote acompañar espiritualmente a los
fieles que lo soliciten. Ésta es la práctica usual en la Iglesia en el
advenimiento de la época contemporánea. Sólo en las últimas
décadas pareciera que esa mentalidad se ha ido esfumando. El
sacerdote se considera a sí mismo como liturgo, como animador de
comunidades y evangelizador más que como acompañante
espiritual. Esto ha ido dejando un claro vacío entre los fieles que
aspiran a una vida cristiana más profunda.
Grignion de Montfort pronostica que los santos de la nueva etapa de
la Iglesia serán santos marianos. Son cristianos que, mirando al
Cristo total como ideal de vida, acentúan su relación con María, su
compañera y colaboradora en todo el plan de redención. Esto da un
tinte mariano al ideal de santidad y también, consecuentemente al
acompañamiento espiritual.
En la actualidad, el ideal de santidad que ha de inspirar el
acompañamiento espiritual se ha ido denominando de diversas
maneras. Se habla del hombre nuevo en la nueva comunidad, para
significar un tipo de hombre plenamente libre en Cristo e integrado
en una comunidad que ha superado los grandes desafíos de
masificación y desintegración propios del tiempo. Para muchos, el
ideal de santidad aparece cada vez con mayor claridad en el
hombre que se ha impregnado de los rasgos de María, la
Compañera y Colaboradora de Cristo en todo el plan de redención.
Es el perfecto discípulo del Señor. Las descripciones pueden ser
muy diferentes, sin embargo, el ideal debe responder al seguimiento
del Señor superando las corrientes negativas que afectan al mundo
moderno.
2. Sentido del acompañamiento espiritual
El camino de perfección evangélica
A lo largo de la historia de la Iglesia, se ha conectado el
acompañamiento espiritual con una imitación de Cristo más allá de
lo que es común en un cristiano normal. Concretamente, consiste en
la ayuda que se presta a las personas que aspiran a la santidad,
esforzándose por seguir un camino de perfección según el
Evangelio. No es una instancia de desahogo o de búsqueda de
cobijamiento afectivo.
El acompañamiento no ha de presentarse como necesario para
todos los católicos ni menos aún puede imponerse a nadie. El caso
límite se tiene evidentemente frente al oficio de los maestros de
novicios y los directores espirituales que actúan en el tiempo de la
formación de los consagrados.
El Espíritu Santo y la perfección evangélica
Estrictamente hablando, la Iglesia considera que el único director
espiritual es el Espíritu Santo. Él conduce “a la verdad plena” (Jn
16,13), esto es, es Él quien conduce a la experiencia vital de la
Verdad suprema del “Dios-Amor”. Es esa experiencia la que hace
surgir desde lo profundo una respuesta de amor. La vida de
perfección se juega en el amor, así, en el caminar hacia la
perfección, ayuda sólo aquello que realmente puede hacer surgir el
amor en toda su potencialidad. Sólo el Espíritu puede llegar a las
profundidades del alma para que surja con “gemido inefable” el
“Abbá, Padre”. Al Espíritu Santo se atribuye, según la teología
católica, la obra de la santificación de las almas. El acompañante
espiritual no es sino un humilde cooperador en la obra del Espíritu.
Debe considerarse solamente como su instrumento.
En arte de ayudar como instrumento del Espíritu Santo
Desde la perspectiva instrumental es posible definir más claramente
el sentido del acompañamiento. De partida, habría que decir que
más que una ciencia, es un arte. Es el arte de ayudar a una persona
en su camino hacia la santidad. Royo Marín lo define diciendo que
“es el arte de conducir las almas progresivamente desde el
comienzo de la vida espiritual hasta la cumbre de la perfección
cristiana”.2 Esta definición puede considerarse como clásica.
Evidentemente, el uso de la palabra arte es sólo metafórico, ya que
se trata más bien de una ciencia práctica, que se ejerce bajo la
prudencia natural y sobrenatural a la vez, pero requiere la aplicación
instrumental de ciertos conocimientos adquiridos en base a estudio
y dedicación. Un acompañante espiritual serio tendrá
necesariamente que profundizar en la teología dogmática y moral,
en la ascética y en la mística y, más aun, cada día parece más
necesario el conocimiento de la psico-pedagogía. No en vano
sabemos que la gracia construye sobre la naturaleza y aunque tiene
el poder de elevar, sanar y perfeccionar, nunca prescinde de ella.
Ahora bien, ¿por qué se le llama arte? Simplemente porque cumple
con lo esencial de la definición de arte, “la recta razón de lo que se
puede hacer”. No es una ciencia exacta sino que actúa movida por
la prudencia, ponderando, tanteando las posibilidades y dejándose
inspirar por el Espíritu.
Este arte de ayudar se refiere a una vida ajena. Cuando se define el
acompañamiento como arte de acompañar a las personas, se corre
el riesgo de perder un valor importante, el servicio. Efectivamente,
es por esencia un servicio a la vida ajena. Lo que interesa es la
persona a la que se quiere servir. El acompañante se pone a
disposición de otro, de su originalidad, de su misión de vida, de sus
anhelos y problemas. El mismo es un instrumento y debe dejar de
lado sus proyectos y acentuaciones propias.
Este arte de ayudar tiene además una connotación dinámica. Se
quiere prestar una ayuda eficaz, que sirva a la persona, que se ha
confiado, para solucionar sus problemas y a encontrar el camino
hacia la perfección. La eficacia en la ayuda consiste en que el
acompañante proporciona al que acompaña los medios para que
reconozca y realice el plan de Dios sobre él. Partimos de la base
que Dios tiene un plan para cada persona y que la perfección no es
una simple acumulación de virtudes, sino el desarrollo de ese plan
original de Dios para que llegue a su plenitud. En otras palabras,
conocer y realizar el plan de Dios es la máxima sabiduría humana. A
la idea ejemplar del ser y de la misión original de cada persona, la
denominamos Ideal Personal.
Con estos antecedentes, podemos avanzar un poco más en la
definición de Royo Marín: El acompañamiento espiritual es el arte de
ayudar a una persona a reconocer y a realizar eficazmente su ideal
personal.
Así, entonces, el acompañante es un instrumento del Espíritu Santo
para la realización del plan de Dios en una persona determinada.
Debe ponerse al servicio de ese ideal que impulsa y orienta el
desarrollo de esa criatura. Eso es lo que lo distingue de un
consultorio sentimental o de una simple consejería que alguien
pueda ofrecer a otra persona. Desde esta óptica, el
acompañamiento espiritual adquiere una dimensión trascendental
que ubica en la perspectiva de la eternidad y en el ámbito de la
gracia. Para san Pablo, esto parece evidente. Él se considera un
cooperador del Espíritu Santo: “Porque nosotros somos como
cooperadores de Dios, y ustedes son cultivo de Dios, edificación de
Dios” (1Co 3,9).
El servicio que ha de prestar aparece así más concreto y definido:
ayudar a quien se acompaña a reconocer y a realizar su ideal
personal. El acompañante se preocupa de imprimir a su proceso de
perfeccionamiento una nueva dinámica de manera que sea rápido y
seguro. Su aporte propio será precisamente ése, darle rapidez y
seguridad: mayor celeridad y certeza con la garantía de Dios. Esto
le plantea ya un problema clave: le exige ciertas cualidades
personales y la posesión de instrumentos adecuados. Debe poseer
suficientes conocimientos pedagógicos pero, a la vez, debe estar
profundamente enraizado en el mundo sobrenatural. Lo primero le
permitirá imprimir un fuerte dinamismo al proceso vital. Lo segundo,
le permitirá discernir en la fe los diversos factores que participan en
el proceso, dándole así la seguridad de la fe.
La meta se puede formular también como acompañar al que le pide
ayuda a que adquiera la libertad de los hijos de Dios. Es otra forma
de hablar de la santidad, sólo que destaca más claramente el hecho
de que la vida que sirve es ajena y que su servicio debe ser
desinteresado. Nunca trata de amarrar a sí mismo a una persona, al
contrario, su tarea es ayudarla a ser cada vez más libre, con la
auténtica libertad de los hijos de Dios que es la santidad. Deberá,
por lo tanto, considerarse como instrumento del Espíritu Santo en la
conducción de una persona a la perfección, a la santidad, a la
libertad de los hijos de Dios, es decir, a la realización de su ideal
personal.
3. Aspectos importantes del acompañamiento espiritual
Es en este capítulo donde quisiéramos descansar en las obras
clásicas sobre el acompañamiento espiritual. Señalaremos de paso
sólo algunos aspectos básicos.
Características que ha de tener un acompañante espiritual3
Para describir las características que ha de tener un director
espiritual, bastaría con repetir las palabras de santa Teresa de Ávila
cuando dice que un buen director espiritual debe ser “sabio, discreto
y experimentado”. San Juan de la Cruz coincide con esa
apreciación. En el saber, ciertamente lo más importante se refiere al
Evangelio, que es el manual básico de la perfección cristiana. A eso
conviene agregar al menos los fundamentos doctrinales de la
teología dogmática, moral, ascética y mística. Hoy día, por razón de
los grandes problemas psicológicos que se han originado en una
sociedad llena de distorsiones y presiones, es importante que el
acompañante se adentre en el mundo de la psicopatología. En todo
caso, quien emprende la tarea del acompañamiento debe ser un
hombre de oración, que implora la prudencia que viene de lo alto,
por medio del don de consejo.
La importancia que se le atribuye al acompañamiento espiritual
Al respecto simplemente nos atenemos a la síntesis que presenta
Royo Marín, quien da cinco razones de fondo para aconsejar el
acompañamiento espiritual a quienes desean caminar por un
camino de perfección: 1) Lo que enseña la Escritura, tanto en el
Antiguo como en el Nuevo Testamento. 2) Lo que enseña la
autoridad de la Iglesia a lo largo de los siglos. 3) Una práctica
probada y universal dentro de ella con ejemplos tradicionales de
fecundidad (san Jerónimo y santa Paula; el beato Raimundo de
Capua y santa Catalina de Siena; san Juan de la Cruz y santa
Teresa de Ávila; san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal;
san Vicente de Paul y santa Luisa de Marillac, etc.) 4) La naturaleza
de la Iglesia y su conducción por la autoridad. 5) Las necesidades
de la psicología humana, que muestra que nadie es buen juez de su
propia causa.) San Vicente Ferrer es sumamente drástico para
afirmar su importancia. Muestra que despreciar el apoyo de una
persona capaz de acompañar en el camino de la perfección,
equivale a despreciar la gracia: “nunca Jesucristo le dará su gracia”.
A pesar de lo dicho, el acompañamiento espiritual es una opción
libre por parte de quien lo pide y también por parte de quien acepta
darlo.
A quiénes les corresponde la tarea del acompañamiento.4
Una pregunta que vuelve a ser actual se refiere a si necesariamente
debe ser un sacerdote el que acompañe a un creyente en su
caminar hacia la santidad. Los expertos afirman que es conveniente
que así sea por cuatro razones: 1) Porque en el orden de la gracia
se ha reservado al sacerdote el papel de maestro. 2) Porque
normalmente se une al oficio de confesor. 3) Porque se puede
presuponer que por su ordenación cuenta con la gracia de estado.
4) Porque la Iglesia ha dado normas que identifica a los
acompañantes que no son sacerdotes como una excepción.
No obstante las razones de conveniencia que hemos formulado, la
Iglesia deja abierta la puerta para que religiosas y laicos bien
formados puedan hacer acompañamiento espiritual.
Parte II
Antecedentes para la elaboración de un sistema pedagógico de
acompañamiento espiritual adecuado al tiempo
El respaldo pedagógico del acompañamiento
1. La perspectiva metacrónica del sistema: a partir de la naturaleza
humana
Aspectos inmutables de la naturaleza humana. El hombre puede
rebelarse en contra de su propia naturaleza. El hombre está inserto
en el universo y orientado al Creador. El Creador conduce por medio
de causas segundas. En sí mismo, el hombre es un todo orgánico.
El hombre está naturalmente integrado en la sociedad.
2. La perspectiva dinámica del sistema: considerando los signos de
los tiempos
Las corrientes secularistas de nuestro tiempo. Las corrientes
masificadoras como desafío pedagógico y los anhelos de
originalidad y libertad. Las tendencias a la desintegración: la ruptura
del organismo natural y sobrenatural de vinculaciones.
El respaldo pedagógico del acompañamiento
Después de analizar el acompañamiento espiritual en general, tal
como ha sido concebido en la Iglesia a lo largo de los siglos, nos
abocaremos a un tema central de nuestro estudio: el respaldo
pedagógico del acompañamiento. Nos adentraremos en el tema
considerándolo como proceso de educación en la fe. 5
La pedagogía pastoral no se puede improvisar. Más aún, existen
sistemas más o menos adecuados para ayudar a las personas en su
desarrollo espiritual. El educador en la fe, como conductor de almas,
tiene que discernir esas metodologías que lo pueden ayudar en su
tarea. En nuestra exposición nos apoyaremos en un sistema
concreto, fruto maduro de la labor sacerdotal del P. José Kentenich,
fundador de la Obra internacional de Schoenstatt. A pesar de que es
una síntesis concreta con acentuaciones propias, nos parece que es
amplio y contiene suficientes elementos de juicio como para captar
lo esencial del acompañamiento espiritual, desde la óptica de la
educación individual. Tiene, por lo tanto, una validez universal y una
operatividad probada.
Lo primero que habría que decir es que, en cualquier sistema
pedagógico el punto de referencia debe ser Dios. Él es el educador
por excelencia y, por lo mismo, quien quiera ser eficiente en la
ayuda que presta, debe comenzar por examinar atentamente la
forma cómo Dios hace surgir la vida y la conduce a su plenitud. Es
evidente que estas páginas no permitirían hacer un análisis
exhaustivo del tema, de tal manera que tenemos que contentarnos
con presentar sólo algunos elementos de análisis.
Para la elaboración de un sistema educativo eficaz es preciso tomar
en cuenta dos aspectos: aquello que corresponde a las realidades
permanentes del hombre y aquello que permite una adaptación a las
realidades cambiantes, específicas del tiempo en que se aplica el
sistema. Ambos elementos, lo que proviene de la naturaleza
humana inmutable y lo que ofrece el contexto sociocultural propio
del tiempo en que vive el hombre concreto que se intenta ayudar,
deben estar presentes en cualquier sistema. Ambos elementos son
voces de Dios. Efectivamente, Dios habla por las voces del ser, por
la “naturaleza humana” que él mismo creó y determinó, por su
estructura y por la dinámica espiritual y sicológica que le imprimió.
Ésta es la primera fuente donde podemos descubrir la voluntad de
Dios como orientación del comportamiento humano. A través de las
esencias, Dios no solamente determina la estructura de algo, sino
que también su modo de actuar.
Pero, junto con su lenguaje creacional, Dios tiene otra forma de
hablar; es lo expresado a través de lo que se entiende por los
“signos de los tiempos”. ¿Qué se entendería por eso? Son aquellos
acontecimientos corrientes, valores y desvalores propios de una
época y que, por su importancia, adquieren una dimensión
significativa para la vida del hombre. Esto es, que influyen en los
destinos del hombre real e histórico de una época determinada.
Decimos que son voces de Dios, porque son acontecimientos o
situaciones que, de ninguna manera, escapan a la conducción de
Dios, que es el Señor de la historia. Siendo así, son expresión de su
voluntad y, por lo mismo, auténticas voces de Dios. A través de
estas realidades da indicaciones, muestra caminos y pone tareas y
exigencias.
Profundicemos en estos dos elementos que hemos descrito, antes
de proponer una síntesis de la pedagogía adecuada al tiempo.
1. La perspectiva permanente o metacrónica del sistema
Aspectos inmutables de la naturaleza humana
Si se quiere dar una base sólida para estructurar un sistema
pedagógico, evitando así el subjetivismo y la superficialidad, es
necesario tener en cuenta el conjunto de verdades y valores
inamovibles que emanan del orden de ser o naturaleza del hombre.
Esto constituye el sustrato estable de la pedagogía y ancla el
sistema, por encima de los factores variables y transitorios propios
de una época determinada. Para ubicarnos presentaremos algunos
conceptos básicos.
Si consideramos al hombre en aquello que constituye su realidad
específica, –como persona (un ser racional y social) y como creatura
trascendente, llamada a compartir su vida y llegar a la intimidad con
el mismo Dios–, nos damos cuenta de que es precisamente ahí
donde encontramos la fuente de las verdades y valores que ofrecen
una orientación segura a quien se esfuerce por acompañar los
procesos de vida espiritual de otra persona. Lo metacrónico es lo
que vale para cualquier época y circunstancia. Buscando ese
fundamento recurrimos a una “visión orgánica de la naturaleza
humana”. Esta manera de concebirla acentúa su carácter integral,
es decir, no acepta una visión fragmentaria o mecánica de ella. Esto
sucedería, por ejemplo, si se partiera de una concepción materialista
que desconozca su dimensión espiritual y trascendente, o bien, de
una concepción espiritualista que olvida la realidad corporal. Una
visión parcial influiría en todo el sistema pedagógico. Una
concepción orgánica de la naturaleza humana destaca, además, la
unidad al interior de cada persona y de toda la sociedad, la
ordenación jerárquica de los diversos aspectos de la vida humana,
individual y social, y la interrelación de los diversos factores que
constituyen la persona y la sociedad. Este conjunto de elementos
crea una base sólida para elaborar cualquier sistema pedagógico.
El hombre puede rebelarse en contra de su propia naturaleza.
Al situarnos en la perspectiva del orden de ser, tenemos que hacer
una observación previa de gran importancia práctica. Excepto el
hombre, todos los seres vivos actúan mecánicamente según las
normas que emanan de su naturaleza. El ser humano es la única
criatura que puede subvertir esa ordenación e introducir una
incoherencia en su propia vida. Nos parece evidente que un gato no
pueda sino actuar como gato y, si lo viéramos fumando y diciendo
un discurso, nos chocaría, porque no correspondería a su
naturaleza. Ortega y Gasset decía al respecto: “Un tigre no puede
destigrarse, pero el hombre sí puede deshumanizarse”. Ésa es la
razón por la cual debemos, conscientemente, procurar conocer las
verdades y valores que se desprenden de la naturaleza humana,
tomándolas como base para la educación del hombre. Solamente
así podemos contrarrestar las desviaciones que surgen por su
malicia, que puede destruir su propia imagen.
La visión orgánica del hombre, a partir de una atenta y respetuosa
observación de su naturaleza, ofrece tres líneas de verdades: sobre
la realidad del hombre, sobre el universo en el cual se mueve y
sobre la sociedad que debe conformar con los demás hombres.
Diremos algunas palabras sobre los conceptos que más pueden
influir en el acompañamiento espiritual.
El hombre está integrado en el universo y orientado al Creador.
Concebimos la realidad que rodea al ser humano como un todo
orgánico con unidad y coherencia. A eso lo denominamos universo.
Lo primero que aparece ante nuestros ojos es que el elemento que
da unidad y coherencia al universo es su fuente original y su fin:
Dios, Creador de todo lo que existe. De Él brota la diversidad, la
jerarquía ordenada y la coherencia. El hombre forma parte de esa
realidad y está sometido a las leyes de interdependencia que rigen
todo el universo. El Creador ha dado a cada criatura su originalidad
y una relativa independencia y, a la vez, la integra en el todo, a
través de una cierta interdependencia. Él mismo está presente en
todo en forma inmanente y conduce todo misteriosamente a su fin.
Él es la Causa Primera de todo lo que actúa y el que gobierna todo,
según un plan providente, en el cual están contemplados hasta los
menores detalles. La persona a la que se quiere acompañar en su
proceso de perfeccionamiento está inserta en el universo.
El Creador conduce el universo por medio de causas segundas.
Afirmamos, además, que Dios gobierna al mundo valiéndose de sus
mismas criaturas, pero sin atentar en contra de la autonomía relativa
de cada persona. Éstas deben actuar, unas en otras, según el plan
de Dios, como causas segundas. Dios, entonces, permanece como
la Causa Primera, pero no la única. Esto significa que en la
educación del hombre es necesario orientarlo a tomar conciencia de
su responsabilidad, ya que puede influir bien o mal en los demás. El
ser humano es una causa segunda libre y está llamado a asumir su
responsabilidad en la conducción de la historia.
El P. Kentenich elaboró una explicación de cómo Dios conduce la
historia y el mundo a través de causas segundas. Llegó a formular
dos principios o leyes de gobierno del mundo: la ley de transferencia
y la ley de conducción orgánicas. Según estas leyes, Dios despierta
el dinamismo de la vida de unos a través de otros y lo hace
transfiriendo a aquellos que quiere usar como instrumentos o
causas segundas, algunas de sus perfecciones. Con eso las hace
atractivas y suscita la dinámica del amor, que es la que mueve el
mundo. El ejemplo clásico es el de los padres de familia que reciben
algo del poder, la bondad y la sabiduría de Dios para impulsar la
vida de sus hijos. El amor de los hijos se despierta y se orienta hacia
ellos. Sin embargo, el amor que nace en ellos debe llegar, en último
término, a Dios. Las criaturas no son la estación final. Los padres
deben servir también de puentes hacia Dios. Las criaturas,
entonces, según esta concepción, son una manifestación de las
perfecciones divinas, son huellas de Dios pero, a la vez, deben
actuar como puentes o caminos hacia Él. En último término, cada
uno está llamado a ser no sólo el camino normal, sino incluso un
seguro de la relación con el Creador. Estos principios de
transferencia y conducción, deben actuar en conjunto para que se
respete el orden y la vida se desarrolle en plenitud.
El acompañante fácilmente puede aplicar estos principios generales
en su labor: él tiene que ser una presencia transparente del Padre,
una manifestación del rostro de Cristo para las personas que se le
confían; pero a la vez, debe conducir hacia Dios todo el afecto,
veneración y entrega que se despierte en la persona a quien
acompaña. Tiene que aprender a ser desinteresado y libre para
permitir que la vida llegue a su plenitud.
En sí mismo, el hombre es un todo orgánico.
Este aspecto destaca la integridad que se da en cada persona:
considerando especialmente cuerpo y alma, voluntad y corazón.
Muchas veces, en el acompañamiento espiritual, se cayó en el error
de ver a una persona sólo como alma, olvidando que es espíritu
encarnado y que en ella se integran alma y cuerpo y ambos se
condicionan mutuamente. Un sano proceso espiritual se orienta a
lograr una perfecta armonía entre el cuerpo y el alma entre el
conocimiento y la afectividad. Separar esos factores, que forman
parte de un todo, produce graves distorsiones. Además, los seres
humanos participamos de dos órdenes: natural y sobrenatural. No
crece el uno sin el otro. Se busca la perfecta armonía y la
integración. Esta perspectiva influirá en la manera cómo se concibe
la persona a sí misma; cómo debe entender sus procesos interiores;
cuáles son los diversos medios que debe aplicar según las
necesidades. Por ejemplo, en un momento determinado, según las
necesidades, el acompañante tendrá que aconsejar a quien le pide
ayuda que duerma más, que descanse, que vaya al médico, que se
divierta o que haga gimnasia, en vez de insistir en que rece o se
mortifique más. La consideración del cuerpo y del alma, de lo natural
y de lo sobrenatural con sus respectivas leyes y la necesidad de
armonizarlas, servirá de base a la tarea de orientar la vida de su
acompañado.
El hombre está integrado en la sociedad.
La dimensión social no es una opción sino una condición básica de
la naturaleza humana. Es necesario partir de una visión orgánica de
la sociedad como fundamento de la pedagogía. El modelo
irreemplazable es la Santísima Trinidad. Esa Comunión de Personas
distintas en el Amor, ofrece una perspectiva clara para orientar el
proceso social de las personas. El acompañante tendrá en cuenta
que el impulso fundamental del ser humano es el amor y que éste
se manifiesta en el diálogo y tiende a crear vínculos estables. Verá
cómo el modelo inmediato es la familia y, contemplándola a la luz de
la Trinidad, sabrá cómo orientar al acompañado a que eche raíces y
crezca en su integración comunitaria.
La visión orgánica de la sociedad presentará al acompañante una
meta clara para todo el proceso educativo. Sabrá que todo debe
conducir a la plenitud del amor que integra, que une, que crea
vínculos con Dios, con los hombres y con toda la creación. Su labor
no está cumplida mientras no asegure a la persona que acompaña
en un organismo natural y sobrenatural de vínculos personales, que
alimenten su vida y le den fecundidad en la donación generosa a los
demás.
2. Perspectiva dinámica del sistema
Un sistema educativo, para ser seguro y operante, necesita
orientarse no sólo por la dimensión metafísica, por el orden de ser,
sino también por los aspectos dinámicos de la realidad, por los
signos de los tiempos, las realidades cambiantes de la historia del
hombre sobre la tierra.
Para encontrar pistas para la aplicación de esta perspectiva en el
acompañamiento espiritual, tendríamos que hacer un diagnóstico
del tiempo y puntualizar los aspectos de nuestra época que están
influyendo positiva o negativamente en las personas que
acompañamos espiritualmente. Sabemos que las voces del tiempo
son voces de Dios, es decir, que Dios nos exige mirar, auscultar,
discernir e interpretar su voz en todo aquello que es significativo, en
todo lo que está influyendo en una época determinada. El educador
que quiera dejarse conducir por Dios tendrá que estar atento a esos
signos. Si no lo hace, poco a poco su labor pastoral quedará
desfasada y será inoperante.
En nuestro análisis, tenemos que mirar tanto lo positivo como lo
negativo de las corrientes, valores, desvalores, acontecimientos y
problemas de nuestro tiempo. Es imposible abarcar un campo tan
amplio. Nos contentaremos sólo con hacer un esquemático
diagnóstico de los males de nuestro tiempo, de aquellos aspectos
del mundo moderno que presentan un desafío más claro a nuestra
labor de educadores en la fe. Los aspectos positivos apenas los
nombraremos.
Hay tres problemas que debemos enfrentar conscientemente, si
queremos educar al hombre de nuestro tiempo: el secularismo, la
masificación y la desintegración.
Las corrientes secularistas de nuestro tiempo
Cuando se empezó a predicar el cristianismo, hubo un
enfrentamiento con el hombre pagano. Este enfrentamiento fue
radicalmente diferente al enfrentamiento actual. El pagano primitivo
estaba en un proceso de acercamiento a Dios, tal como se percibe
en la evolución de las corrientes religiosas de ese tiempo, en
especial en los ritos mistéricos. Hoy día, en cambio, el proceso es
inverso: los hombres van alejándose de Dios. El P. Kentenich, al
hacer un diagnóstico del tiempo, decía que su característica más
fundamental era la “fuga de Dios”. Es el hombre el que no quiere
estar en la “casa paterna” y, como el hijo pródigo, se va, se aleja de
todo aquello que le recuerde a Dios. Esta corriente ha penetrado tan
profundamente en el mundo actual que, incluso, deja sentir su
fuerza hasta en las comunidades más íntimas de la propia Iglesia.
Dentro de nuestras filas aparece como un abismo progresivo entre
fe y vida, un auténtico divorcio entre Iglesia y mundo, entre
Evangelio y cultura. Esta realidad de enfriamiento de la fe, de
pérdida del sentido de lo sagrado, de alejamiento del mundo
sobrenatural, pone un serio desafío a quien tenga la tarea de educar
en la fe.
Este problema debe encontrar una respuesta en el acompañamiento
espiritual. Somos testigos de un cambio copernicano en la
orientación fundamental del alma del hombre moderno. Nuestros
antepasados vivieron en un tiempo en que el hombre descubría la
presencia de Dios en toda la realidad: la vida personal y pública se
centraba en él. El hombre teocéntrico quedó atrás, dando paso a un
nuevo tipo de hombre, un hombre antropocéntrico, incapaz de
reconocer la realidad como creación de Dios. La creación se ve
separada del Creador y eso repercute en todos los aspectos de la
vida. El mundo se torna cada vez más profano y rebelde. Tal vez,
éste sea uno de los signos de los tiempos más apremiantes. El que
acompaña a un hermano debe responder a esto jugando un rol de
mediador con el Creador. Ya no basta con indicar el camino, como
antes. Ahora debe servir de puente hacia Dios. Es preciso que esté
profundamente arraigado en el mundo sobrenatural y tome plena
conciencia de su carácter de mediador de la gracia. Debe asumir
conscientemente la teología de las causas segundas, esto es, de la
voluntad de Dios de actuar a través de criaturas libres que se
transforman en sus cooperadores o mediadores. Esto se manifiesta
especialmente en el misterio de la encarnación del Verbo y la
voluntad expresa de Dios de penetrar en toda su creación de una
manera nueva. Es preciso que el acompañante crezca en la mística
de la continuación de la presencia de Cristo en su Cuerpo Místico a
través de personas concretas. Deberá recordar que no solamente
los sacramentos son portadores y mediadores de la gracia, sino
que, si se entiende bien, el mismo acompañante debe considerarse
como un sacramento personal.
Las corrientes masificadoras como desafío pedagógico
Un segundo desafío proviene de la corriente de masificación.
Efectivamente, este fenómeno pareciera ir en aumento, si
consideramos su progreso desde que algunos pensadores, como
Ortega y Gasset, lo hicieron notar en el siglo pasado.6 Pareciera
como si el ambiente, demasiado recargado por estímulos a la
sensibilidad, con un ritmo vertiginoso, con experiencias débiles y
discontinuas de relaciones personales, fuera el caldo de cultivo de
una personalidad sin un núcleo sólido. De hecho, se nota en el
hombre actual una gran dificultad para comprometerse, para adquirir
convicciones, para mantener la coherencia entre el pensamiento y el
comportamiento. Lo más grave es el debilitamiento de la capacidad
de cultivar un amor personal y espiritual profundo. Sin tener un
núcleo integrador de su personalidad, al hombre moderno le resulta
prácticamente imposible echar raíces sólidas. Este es un gran
desafío para el educador actual.
Podemos decir, con toda propiedad, que el hombre moderno tiene
una estructura de alma tan original que se diferencia nítidamente de
todos los hombres de otras épocas de la historia. Posee rasgos tan
propios imposibles de desconocer, si se quiere influir en su proceso
de desarrollo. Hablamos, por eso, del “alma moderna”. Algo que es
común a todos los hombres de nuestro tiempo, más allá de las
diferencias étnicas, religiosas o culturales. En efecto, los hijos
absorben desde su nacimiento las corrientes de valores,
costumbres, inquietudes y anhelos del tiempo. No es posible
abstraerse a esa realidad. Ahora menos que nunca, ya que los
medios de comunicación masiva penetran hasta los ambientes más
recónditos. Es así, entonces, que a un buen educador tendrá que
pedírsele que, además de ser un conocedor del alma humana en su
trascendencia, sea un conocedor de las líneas de fuerza que
impregnan el tiempo actual con todo su dinamismo.
Anhelo de originalidad
Sin dejar de lado lo dicho anteriormente, el anhelo de originalidad es
también un requerimiento del alma moderna que debe ser
escuchado. Ese mismo hombre que, en lo más profundo, necesita
asimilarse a la masa y seguir cada moda y se hace dependiente,
desea ser aceptado en su originalidad. Parece una incongruencia,
pero es una realidad. Es así como, para encender una chispa de
vida original en una persona, –condición sine qua non de todo
proceso de acompañamiento espiritual,–es necesario captar su
perspectiva de intereses y su receptividad original de valores. Esto
obliga al acompañante a dejar de lado todo consejo que parezca
una receta. Tiene que romper cualquier molde y cultivar la vida
única, diferente a cualquier otra, que late en quien acompaña. Esto
significa que el acompañamiento espiritual hoy día debe alejarse
totalmente de la permanente tentación de la estandarización y de los
moldes masificadores. La imagen que suele usarse para esto es la
del jardinero que reconoce y cultiva la originalidad de cada un de
sus plantas.
Anhelo de libertad
Por último, a pesar de la fuerte tendencia a la masificación, está
latente en cada hombre moderno el anhelo de libertad. El
acompañante debe responder a ese anhelo que anida en lo
profundo del corazón de cada persona en nuestro tiempo.
Lo más característico del alma del hombre de nuestro tiempo es su
ansia o anhelo de libertad. Ya desde el siglo XIV 7 y, más
claramente aún, a partir del Renacimiento, se puede constatar una
evolución psicológica en la humanidad en ese sentido. Se va
gestando, más que un movimiento libertario, una auténtica
mentalidad liberalista, que penetra todos los espacios de la cultura.
Desde el liberalismo político, económico y religioso se ha ido
abarcando todos aspectos de la vida social e individual.
Definitivamente, el hombre actual quiere ser libre. Sin duda, muchas
veces entenderá mal la libertad y caerá en un afán de libertinaje,
pero, tenemos que admitirlo, lo más característico de su espíritu es
su anhelo de ser libre. Es así, entonces, como un educador
moderno tendrá necesariamente que enfrentarse, en forma mucho
más consciente que en otros tiempos, con la libertad, ya no sólo
como meta de la educación sino como camino pedagógico.
Este anhelo de libertad se manifiesta de diversas maneras. Se
presenta, en primer lugar, como ansia de autenticidad. La juventud
actual tiene, mucho más acentuado que antes, el anhelo de ser
espontánea. Sólo acepta hacer o decir lo que le brota desde
adentro, sin formas, normas, protocolos, convencionalismos y ritos
impuestos desde el exterior. Actualmente serían inaceptables las
formas de educación con que se nos recargaba antiguamente.
Antes estábamos llenos de lo que “había que decir” o de lo que
“había que hacer” en cada circunstancia. Hoy, cada uno quiere
expresarse a su manera, siguiendo su propia originalidad. Por otra
parte, es evidente un mayor anhelo de autodeterminación. Los
jóvenes, desde muy temprano, adquieren una gran sensibilidad para
seguir caminos propios. Esto los hace celosos de permitir que se les
dé la “vida vivida”; ellos quieren tener sus experiencias y correr sus
riesgos: quieren vivir la vida a su manera. Todo esfuerzo por abrirles
un camino seguro, por muy bien intencionado que sea y por mucho
tacto con que se actúe, se estrella contra esa voluntad y no hace
sino crear conflictos.
Otra forma generalizada que ha tomado el anhelo de libertad es el
deseo de participación. Los jóvenes actuales no toleran ser
espectadores pasivos de lo que les rodean. Antiguamente, se les
negaba la participación en las cosas de los adultos. Era común y
corriente escuchar reprensiones como “¡silencio, los niños no hablan
en la mesa!”, o «no hablan delante de visitas”, o “no se meten en
conversaciones de mayores”. Esas frases, mal que les pese a los
adultos, actualmente carecen de sentido para la juventud. Desde
pequeños quieren ser “protagonistas”, actores y gestores de su
mundo y participar en todo lo que les rodea. La realidad que
acabamos de mencionar trae otra consecuencia: la búsqueda de
información y comunicación. Para la juventud actual resulta
simplemente intolerable la mentalidad de “tabú”. No podrían
entender que hay cosas de las cuales “no se habla” o que son “para
mayores”; ellos lo preguntan todo sin tapujos y quieren tener
respuestas directas y francas. Tampoco admiten “guetos” o
discriminaciones; quieren tener la posibilidad de alternar con
cualquier persona sin exclusiones.
Finalmente, bastaría decir que la mentalidad ha cambiado tan
radicalmente –cortando amarras, desprendiéndose de ritos formales
y dejando de lado prejuicios– que actualmente es imposible
pretender educar sin tomar en cuenta esa realidad. Esto significa
que el quehacer del acompañante espiritual no sólo considera la
libertad como meta del proceso que acompaña, sino que el camino
pedagógico tiene que adaptarse cuidadosamente a esa nueva
mentalidad libertaria.
Las tendencias a la desintegración
La ruptura del organismo natural y sobrenatural de vinculaciones
personales
Para alimentarse y para crecer, para sustentarse y adquirir
estabilidad, cada persona requiere de un mundo orgánico de
relaciones afectivas permanentes. Necesita arraigarse en personas,
lugares, cosas, ideas y fechas. Eso es lo que constituye su “hábitat”
natural, su hogar. Así como una semilla necesita de un ambiente
determinado para germinar, el hombre también necesita de los
vínculos para desarrollarse sanamente. Eso falta al hombre actual.
El hogar natural, la familia, está en crisis y, con ello, todas las
comunidades han perdido fuerza. Esto ha resentido al hombre en
sus vivencias básicas. Al no tener experiencias profundas de un
amor fiel y comprometido, no es capaz de darlo y se siente solo.
Para calmar la soledad y la inseguridad, para evadirse de su
angustia, necesita aturdirse con actividades, con sensaciones, con
sexo, droga, activismo y televisión. Es un ser herido y con pocas
posibilidades de reaccionar por sí mismo.
Tradicionalmente, se ha concebido al acompañante como un simple
cooperador del Espíritu Santo en la obra de la santificación. Sin
embargo, la relación de confianza y cercanía que se gestaba entre
muchos de los acompañantes y sus acompañados, tomaba la forma
de una relación paternal-filial; era común que al acompañante se le
experimentara como un transparente de la paternidad divina. En la
actualidad, este efecto se ha hecho cada vez más necesario, porque
muchas de las personas que buscan un apoyo llegan con grandes
carencias afectivas, están llenas de heridas psicológicas, fruto de
experiencias dolorosas en sus relaciones personales. No cabe duda
de que la experiencia de una profunda orfandad ha pasado a ser un
rasgo característico del tiempo moderno. La carencia de auténticos
padres, acogedores, fuertes y dignos deja un vacío difícil de llenar.
En algunos casos, esta dolorosa realidad hace que muchos
busquen no sólo una persona más madura y sabia que pueda
servirle de maestro y modelo, sino más bien a un “gurú” en quien
puedan depositar una fe patológica, llegando a considerarlo como
una tabla de salvación a la que se aferran con una dependencia
total. Este fenómeno es un aspecto negativo de nuestros días.
Sabemos, sin embargo, que Dios habla a través de los anhelos y
problemas del tiempo. Es así como esta orfandad aparece a la luz
de la fe, como una voz de Dios, como un signo de los tiempos que
es necesario interpretar y al cual hay que responder. Quienes
prestan un servicio de acompañamiento espiritual actualmente
deberán destacar su carácter de transparentes de la paternidad para
responder al anhelo evidente del hombre moderno. Deberán captar
esta fuerte tendencia a la dependencia filial, con el fin de orientarla
hacia arriba, a través de la ayuda que ofrecen. El acompañante ya
no será solamente un simple apoyo, un compañero espiritual, sino
que jugará un rol de padre y maestro.
Todas estas dificultades, propias de nuestro tiempo, significan otros
tantos desafíos para la educación. Surgen las acuciantes preguntas:
¿Cómo hacer que penetren hondo en el hombre moderno los
valores sobrenaturales? ¿Cómo lograr que las verdades de la
Revelación encuentren su camino a la vida y se encarnen? Esto es
lo mismo que preguntarse: ¿Cómo dar al hombre actual una fe
vivencial, que penetre todo su ser y transforme su vida? Igualmente
se presenta la pregunta: ¿Cómo educar al hombre actual para que
sea realmente libre, es decir, capaz de vencer interiormente las
fuertes corrientes de libertinaje y de masificación? Por último, la
pregunta más difícil, debido a su contexto psico-social: ¿Cómo
devolver al hombre, huérfano e inestable, la experiencia radical de
hogar? ¿Cómo ayudarlo a echar raíces que lo sustenten, que le den
estabilidad psicológica y alimento sólido? A estas y similares
preguntas debe responder cualquier sistema educativo que,
partiendo de la orientación metafísica y de las corrientes actuales,
quiera dar una respuesta efectiva a las necesidades del hombre
moderno.
Parte III
Un sistema pedagógico adecuado al tiempo
1. Como pedagogía de ideales
Una pedagogía de actitudes. Una pedagogía de magnanimidad. Una
pedagogía de humildad. Una pedagogía de libertad (libertad toda lo
posible, obligaciones, el mínimo necesario e intenso cultivo de la
dimensión espiritual: el alimento del espíritu; la disciplina del cuerpo:
el trabajo con el ambiente). Una pedagogía de alegría
2. Como pedagogía de vinculaciones
Significación psicológica de vinculación. Significación metafísica de
la vinculación. Significación teológica de la vinculación.
3. Como pedagogía de alianza
La imagen de Dios, Padre providente y su relación personal con
cada uno.
4. Los aspectos metodológicos
Una metodología de confianza. Una metodología de movimiento
Un sistema pedagógico adecuado al tiempo
Un sistema de acompañamiento, para ser efectivo, debe contener
aspectos de contenido y de método que se adecúen a los signos del
tiempo. Creemos que una pedagogía de ideales, de vinculaciones y
de alianza, puede dar una respuesta adecuada. En cuanto al
método, es preciso que se oriente por una metodología de confianza
y de movimiento que contemple una presentación sistemática de los
estímulos espirituales como un proceso activo o un movimiento
progresivo.
1. El acompañamiento a la luz de la pedagogía de ideales
Al referirnos a la pedagogía de ideales, estamos hablando de una
síntesis creadora de diversos factores que han estado presentes en
la pedagogía normal utilizada en la Iglesia a lo largo de los siglos.
Dentro de ella se pueden distinguir diferentes aspectos: el cultivo de
convicciones y de actitudes como la magnanimidad, la humildad, la
libertad y la alegría.
La pedagogía de ideales como pedagogía de actitudes
Tomando como telón de fondo lo que hemos constatado en el
diagnóstico del tiempo, vemos que el hombre moderno sufre de una
gran dispersión interior. No logra integrar lo que piensa, lo que
quiere y lo que siente. Esto no es extraño, si se debilita el núcleo de
su personalidad. Por esa razón, estos diversos aspectos no tienen
ligazón unos con otros; son dispersos. Esto plantea al educador la
exigencia pedagógica de robustecer el núcleo de la personalidad
para dar unidad y coherencia a las personas que acompaña.
Por otra parte, el desarrollo espiritual está íntimamente ligado al
contacto que mantiene cada uno con su medio. De él recibe
continuos estímulos que lo impresionan y dejan huellas en su
interior. Estas impresiones generan reacciones, pasando a así a ser
fuentes de energía. Estos estímulos pueden ser positivos o
negativos. Una alabanza, por ejemplo, ayuda a tomar nuevas
iniciativas; un rechazo o una crítica mal hecha, por el contrario,
puede inhibir. En todo crecimiento sano, estos estímulos, múltiples y
dispersos, se ordenan en el núcleo de la persona y allí son
asimilados, de tal manera que pasan a formar parte coherente de lo
que constituye su propio yo. Para que esto suceda, es necesario
que la persona posea actitudes que permitan no solamente digerir y
asimilar lo que proviene del exterior, sino que también le den unidad
y coherencia a todas sus acciones. Cuando no tiene una actitud
fundamental integradora, la persona se experimenta discontinua e
inconexa.
La psicología enseña que cuando una persona comienza a repetir
en forma sistemática ciertos y determinados actos, - por ejemplo,
lavarse los dientes cada mañana,- termina por adquirir hábitos. Pero
nos enseña también, que para formar las actitudes que enriquecen
el núcleo de la personalidad, no basta la repetición de actos. Se
necesita que esa repetición esté motivada, que tenga un sentido tan
profundo para el sujeto que signifique para él un valor. Se ha dicho
que el hombre es “un animal de costumbres”, lo que es una verdad
a medias y, por lo mismo, peligrosa. El hombre debe ser una
personalidad, debe crecer en sus convicciones y adquirir actitudes
que respalden y den sentido a sus actos. No le basta con tener sólo
costumbres.
En la pedagogía antigua se acentuó demasiado la importancia de
los actos. Todo educador propiciaba actos y trataba de imprimir una
disciplina que asegurara la creación de hábitos y costumbres. En
ese tiempo, esto no traía mayores problemas puesto que se contaba
con un ambiente que estaba saturado de valores. De esta manera,
la repetición de actos, –por ejemplo, ir a misa o rezar el rosario,–
generaba actitudes. Las personas, poco a poco, iban adquiriendo
una actitud litúrgica y mariana lo cual hacía que sus actividades
religiosas no fuesen actos vacíos e incoherentes. Con el tiempo, el
ambiente exterior fue perdiendo esa densidad de valores y la
pedagogía continuó apegada a una metodología de actos y esto
comenzó, poco a poco, a mostrarse insuficiente.
En la actualidad, debido a la cultura laicista, se hace indispensable
pasar de una pedagogía de actos a una pedagogía de actitudes.
Esto pone al acompañante espiritual la exigencia de esforzarse por
formar en quienes le piden ayuda actitudes de fondo. En la práctica,
le exige cuidar que todos los actos, religiosos o ascéticos, que
propicie, estén clarificados, motivados y llenos de valor y sentido.
Dicho en pocas palabras, que sean expresión de un ideal personal
original.
Entendemos por ideal una idea llena de valor; una idea que no toca
solamente al intelecto sino que dice algo al corazón y mueve la
voluntad; una idea que tiene fuerza motivadora, porque es capaz de
conducir a una vivencia íntima. El acompañante debe ayudar a su
gente a superar hábitos puramente devocionales y ritualistas. Su
tarea es encaminarles a formar un conjunto unitario y orgánico de
actitudes que impregnen sus personalidades creando en ellos una
mentalidad. Tiene que orientar hacia una fe viva, a una religiosidad
de fondo y no sólo de formas externas. El elemento clave será,
ciertamente, la formación de convicciones personales. Es a partir de
ellas que ayudará a formar el núcleo de la personalidad. Sobre la
base de esas convicciones, transformadas en actitudes de fondo, su
personalidad adquirirá unidad y coherencia. Es en ese núcleo donde
se integrarán positivamente los estímulos que lo impresionen desde
afuera. Es desde ese núcleo donde brotarán coherentes sus
diversas acciones. Es ese centro el que unificará el pensamiento
con el sentir y la decisión.
Para el acompañante moderno, la educación en la fe no será un
juego de verdades ni la repetición mecánica de actos, sino que será
la presentación progresiva de ideales, un movimiento continuo de
verdades saturadas de valor, es decir, que estén impregnadas del
atractivo propio de las perfecciones que lo llevan a su plenitud de
vida. A través de ellas, creará convicciones, despertará la voluntad
de encarnar las virtudes y valores que le corresponden, la voluntad
de superar los obstáculos y de convertirse siempre que sea
necesario. Esas convicciones profundas y personales le darán un
“motor propio” que lo moverá hacia Dios.
El P. José Kentenich decía al respecto: “Toda pedagogía de
convicciones y actitudes debe ser, a la vez, pedagogía de actos y de
ejercicios. Veamos cómo es, en la práctica: Los actos son el medio
para formar hábitos, los ejercicios son medios para formar una
mentalidad. Así es el orden de ser objetivo. El pedagogo y el
psicólogo modernos agregarían solamente que no basta con los
actos para formar actitudes, sino que tienen que ser actos cargados
de valor. Por medio de repetición de actos saturados de valor
logramos formar actitudes, convicciones y mentalidad”.
Ciertamente, el proceso es un poco más complejo de lo que
acabamos de describir. Para que se forme una mentalidad, es decir,
una manera de pensar, sentir y actuar que impregne la personalidad
hasta expresarse en un estilo original de vida, es necesario crear
actitudes fundamentales. ¿Cómo se logra esto? Se trata de ayudar
a que se arraiguen progresivamente en el acompañado ciertas
verdades y valores centrales que lo ordenan interiormente y le
ayuden a integrar las demás verdades y valores hasta formar un
complejo unitario y coherente. Una persona madura no tiene un
conglomerado de verdades sueltas. Las ha integrado en un todo
orgánico, en una cosmovisión de la realidad. En este todo orgánico
hay verdades que adquieren un valor especial e inspiran su vida. Se
trata de verdades objetivas y, en el caso del acompañamiento
espiritual, se trata de verdades reveladas, que orientan la vida de
santidad, que, al hacerse vivenciales por la experiencia, se
transforman en subjetivas, se interiorizan y asimilan como parte del
propio yo. A eso llamamos convicción: una verdad “para mí”. No
interesa que sea simplemente una verdad objetiva; ahora ha pasado
a ser “mi verdad”. El núcleo de la personalidad se conforma en base
a esas verdades asimiladas subjetivamente, que han pasado a
conformar un complejo unitario y coherente de verdades que dan
una orientación original a la vida. En san Pablo, por ejemplo, la
verdad objetiva que se hizo subjetiva, que se transformó en “su
verdad” y le imprimió todo un estilo y lo impulsó en todo su
apostolado, fue el hecho de que entre Cristo y los cristianos existía
una identificación vital. En el momento de su conversión camino a
Damasco, Jesús le pregunta: “Pablo, ¿por qué me persigues?”. Él
no perseguía a Cristo sino a los cristianos. En ese momento se da
cuenta de que son inseparables. De ahí para adelante el estar “en
Cristo” inspira toda su predicación y le da un impulso irresistible.
Llegará a decir: “Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga
2,20). Esas verdades asimiladas subjetivamente despiertan la vida.
Eso es lo que se tiene que procurar a través de una educación por
actitudes y no sólo por actos.
Un segundo aspecto importante de la pedagogía de ideales es la
magnanimidad.
La palabra idealismo habla de una actitud de alma que aspira a ir
más allá del mínimo. La irrupción de la ética propiciada por la
filosofía de Kant gravitó fuertemente en la pedagogía europea y
repercutió en América Latina. Su influencia se caracterizó por una
acentuación excesiva del deber. Parecía como si todo el afán de la
educación estuviese orientado a la creación de una mentalidad
marcada por el sentido del deber y de la responsabilidad. La
pregunta que debía subyacer a cualquier programa de actividades
de una persona bien educada era: “¿Qué debo hacer?” La
respuesta era “cumplir con el deber”. Eso le mostraba la pauta del
actuar: “¡Debo cumplir con mi deber!” El telón de fondo era siempre
la “obligación”. Eso no basta actualmente. La mentalidad ha
cambiado radicalmente.
En la actualidad, tenemos una gran dificultad para formar hombres
verdaderamente libres. Pareciera ser que el único camino transitable
es despertar el idealismo, es decir, crear una corriente de amor tan
fuerte que haga brotar el idealismo y con ello la magnanimidad. Por
eso, el acompañante espiritual no se esforzará tanto en llevar a
quien solicita su apoyo ante la pregunta “¿Qué debo hacer?” o
“¿Cuál es mi obligación?”, sino más bien, “¿Qué más podría
hacer?”. Es esa pregunta, generosa desde su inicio, la que puede
vencer la mentalidad del hombre mediocre y cómodo.
La pedagogía de ideales es pedagogía de actitudes y de
generosidad e idealismo. Ambos factores constituyen una respuesta
profunda a los desafíos educativos de nuestro tiempo. Ciertamente
estos aspectos presentan una exigencia grande, ya que la
mentalidad actual está marcada por la “ley del menor esfuerzo”. Hay
una tremenda tendencia a la mediocridad moral y ética. La misma
“fuga de Dios”, de que hemos hablado, conduce naturalmente a un
minimalismo religioso y ascético. En todo caso, no podemos olvidar
nunca que, especialmente en la juventud, existe una gran reserva
de idealismo. Sólo poniendo exigencias sublimes podemos vencer la
mediocridad ambiental. Pareciera como si la única fuerza capaz de
llevar a grandes sacrificios fuera la ambición de poder, de placer y
poseer. Es como si el hombre actual fuese impermeable a los
valores superiores. Pero no nos dejemos engañar por las
apariencias: existe un idealismo oculto en cada persona. El
acompañante debe contar con eso e impulsar a lo noble, a lo
grande, a lo más sublime. Si no hace eso, el efecto será lo contrario:
no se despertará fuerza para vencer las tentaciones del ambiente y
se dejará arrastrar con toda facilidad.
La pedagogía de ideales debe abordar también otro problema del
tiempo: el afán de autosuficiencia y la psicosis del éxito. A esta
realidad responde con una pedagogía de humildad.
Para comprender esto tenemos que situarnos en la óptica del
desarrollo de la cultura occidental en los últimos siglos. Las
corrientes liberales impregnaron la mentalidad europea a partir del
Renacimiento y dejaron como residuo un fuerte anhelo de
autonomía e independencia. Como herencia de ellas, el hombre
moderno procura ser autónomo a toda costa. Todo presiona con la
exigencia de llegar a ser autosuficiente. Más aún, crea un clima en
el cual cada uno se siente llamado a auto justificar sus actos y
actitudes. La presión del ambiente en la juventud le hace pensar que
lo más elemental de la propia vida se juega en orientarse a una
carrera y a triunfar en ella. Desde el comienzo del desarrollo
psicológico, se está orientado a la lucha por el éxito. El lado positivo
de esto es el afán de superación, que ha sido una característica
propia de la cultura occidental; pero reviste un evidente peligro: le
quita al hombre el reposo interior, le impide reconocer y aceptar
serenamente los límites y termina por generar personalidades llenas
de complejos y de neurosis. El alma occidental está marcada por el
estigma de la neurosis depresiva y de la angustia.
¿En qué consiste básicamente la pedagogía de humildad? Consiste
en una recta asimilación de los límites de la naturaleza humana y de
la forma de vida actual. Esto, evidentemente presupone una recta
valorización de sí mismo en base a un profundo conocimiento de la
propia verdad. El acompañante espiritual moderno tendrá que
ayudar primero a conquistar esa auto-valorización. Para ese fin,
procurará que su acompañado se redescubra a la luz de Dios, como
criatura, como huella de Él, como hijo. Desde esa plataforma, lo
enfrentará con sus limitaciones.
Hace ya muchos años, el psicoterapeuta Schottländer mostraba que
gran cantidad de enfermedades nerviosas de nuestro tiempo
provenían precisamente de la falta de capacidad actual para aceptar
los límites. Él lo veía especialmente en tres dimensiones: los límites
que provienen del cuerpo, del sexo y de la sociabilidad. A estas
limitaciones expuestas por Schottländer se suma la gravísima
limitación moral. De esta última surgen enormes problemas
psicológicos, especialmente los problemas de una culpabilidad no
comprendida o no aceptada.
En pocas palabras, el hombre nunca podrá dejar de experimentar
sus límites. Los efectos que se produzcan en su interior dependerán
de la actitud con que los asuma: Pueden ayudarle a crecer o lo
destruyen. El ambiente actual, marcado por la experiencia, que
describimos como presión psico-social que impulsa a la
autosuficiencia y al éxito, le hace casi imposible asumir sanamente
la realidad de sus límites. De ahí, entonces, la necesidad de orientar
la educación de la fe hacia la humildad.
El P. Kentenich describía la humildad diciendo: “Es aquella virtud
moral a través de la cual el hombre, en base a un conocimiento
verdaderamente profundo de sí mismo, se reconoce pequeño. Sin
embargo, para que no surja en él un complejo de inferioridad, debe
ubicar la humildad dentro del organismo de las virtudes, agregando
que la humildad es la virtud que nos capacita e inclina a
reconocernos, a raíz de un conocimiento claro y auténtico de
nosotros y de Dios, como pequeños, si nos separamos de él, y
grandes y valiosos, si estamos unidos a él”. En pocas palabras, nos
esboza la humildad como un sentimiento de vida compuesto a la vez
de pequeñez y de grandeza. La sola pequeñez como sentimiento
preponderante, engendra complejo de inferioridad, pero la sola
grandeza, engendra presunción. Se trata, por tanto, de una
polaridad de sentimientos que se gestan en el hombre
psicológicamente religado a Dios. Es aquella parte de la pedagogía
del amor que responde con la humildad a la fuente de conflictos que
brotan de la experiencia existencial de la limitación. El P. Kentenich
decía: “El educador debe tener en cuenta la tragedia del alma
moderna. Debe contar siempre con que el hombre actual tiende a
ser mecanicista en su manera de pensar y que no ha vencido en ella
al iluminismo. Por esta razón, es necesario esclarecer
convenientemente los grandes contextos que eran evidentes para el
hombre del medioevo: la humildad no se da sin el amor”.
La pedagogía de ideales es también una pedagogía de libertad
Se contrapone a una pedagogía que impone desde afuera normas y
formas. Ciertamente la libertad como tal, constituye una pieza clave
en la educación del hombre moderno, ya que el afán de autonomía
forma parte substancial de su mentalidad. Sin embargo, aunque el
sentimiento libertario domina su pensamiento, tal vez, como nunca
antes en la historia, se ha dejado esclavizar. Existe una tremenda
tensión entre el anhelo de libertad y la esclavitud interior. No nos
referimos sólo a las formas extremas de esclavitud, como serían la
drogadicción o el sexualismo desenfrenado, sino a otras mil formas
más sutiles de presión por las que se despoja de su capacidad de
decidir a partir de convicciones y principios. La sociedad actual
tiende a formar un tipo de hombre masificado en el que se ha
debilitado el núcleo de su personalidad. Es un tipo de hombre
gregario, indefinido, inestable, inseguro, que va adoptando tantos
rostros como sea la moda o la presión del ambiente. Frente a este
grave desafío, el P. Kentenich ofrece una fórmula pedagógica
práctica: “Educa dando toda la libertad posible; pon el mínimo
necesario de vinculaciones u obligaciones, pero, por encima de eso,
procura un intenso e integral cultivo de lo espiritual”. Esta fórmula
sintética encierra el contenido de la libertad en la pedagogía de
ideales.
Veamos cómo se entiende en la práctica esta fórmula pedagógica.
Libertad en todo lo posible
Con esta consigna se busca superar la antigua manera de educar
en la que se acentuaba obligaciones, normas y controles. Hubo,
especialmente en el ámbito cultural del Occidente cristiano, un cierto
período de desconcierto pedagógico. A fines del siglo XIX y
comienzos del pasado, se llegó a pensar que, para educar, lo más
importante era crear fuertes protecciones externas. Esto liberaría, a
quienes estaban en proceso de educación, de todo peligro. Junto
con este esfuerzo de prevención se inculcaba muchas formas y
costumbres. Se trataba de llenar de “buenos hábitos”, utilizando el
método de la simple repetición de actos. Los padres y educadores
estimaban que una persona estaba bien educada cuando había
asimilado, por ese camino, muchas normas y formas externas y se
había impregnado de un cierto y determinado estilo de vida, que
venía a ser la comprobación visible de la buena educación. Por este
sistema, la originalidad personal y la creatividad de cada uno corrían
el grave riesgo de perderse. No era raro que se confundiera
educación con adiestramiento. Este sistema llegó a su máxima
expresión a comienzos del siglo XX y también empezó a entrar en
crisis. Era necesario elaborar un nuevo sistema adecuado a los
nuevos tiempos. En esa etapa crítica de la pedagogía el P.
Kentenich elaboró un sistema ascético que rechaza la aplicación
mecánica de normas y formas, y acentúa el cultivo de un criterio
autónomo, que se funda en las convicciones personales. Al acentuar
una “libertad máxima posible”, impulsa a poner permanentemente
en juego la capacidad de decisión. Se parte de la base de que una
capacidad que no se ejercita, se atrofia, y que esa atrofia también se
puede experimentar en la capacidad de opción. Por eso,
recomienda usarla todo lo posible.
Esta metodología pone exigencias concretas: discernir, clarificar,
valorar y optar. Todo el sistema está ordenado a la adquisición de
compromisos y a la realización de un proyecto de vida personal y,
por eso, exige afinar criterios, clarificar valores y crear convicciones
que sirvan de base a un adecuado discernimiento. Así se capacita
para adquirir compromisos cada vez más sólidos, estables, definidos
e intensos. Esos compromisos llevan a la culminación de la libertad,
puesto que ésta se perfecciona en la medida en que se utiliza bien.
Este sistema pedagógico, elaborado en torno a 1912, pareciera
haber llegado a una amplia difusión en nuestros días. Es como si
toda la pedagogía moderna hubiese evolucionado en ese sentido y
lo que aparecía novedoso a comienzos de ese siglo, ahora no lo
fuese tanto. Sin embargo, no hay que engañarse. Lo que se ha
popularizado es sólo una parte del sistema, la eliminación de formas
y de normas, de controles y de obligaciones y el cese de la
repetición interminable de actos. Pero eso no basta para una
educación en y para la libertad. Es necesario equilibrar los tres
elementos que componen el sistema. La mayoría de los educadores
modernos corre el riesgo de pensar que la sola eliminación de los
controles y obligaciones es por sí misma educativa, y eso no es real,
es necesario agregar los otros dos aspectos.
Vínculos u obligaciones necesarias
Destacamos el término “necesarias”. Se trata de aquellas formas,
normas u obligaciones que son necesarias debido a que la
naturaleza humana no puede prescindir de un mínimo de seguros.
La fórmula se podría traducir de otra manera: “Es preciso asegurar
la libertad, protegiéndola de los peligros insuperables”. Si al quitar
las protecciones, controles, normas, obligaciones, vigilancias y
seguros indispensables se perdiese la libertad, en lugar de
robustecerse, el sistema habría fallado.
De esa reflexión brotan algunas preguntas evidentes: ¿Cuáles son
los peligros insuperables para la libertad? y ¿Qué normas, formas o
seguros son indispensables para protegerla?
Para responder a estas preguntas, tenemos que recordar que todo
aquello que atente en contra del ejercicio pleno de las potencias
racionales de la persona, de la inteligencia y la voluntad, atenta en
contra de la libertad. Así, entonces, pueden ser obstáculos
insuperables para la libertad de una persona la ignorancia
invencible, el error craso, el desorden de los instintos y de las
pasiones, los afectos desordenados y las presiones sicológicas y
morales del ambiente. Cuando cualquiera de estos factores excede
las posibilidades de autodefensa de la persona, entonces hay que
usar de los seguros adecuados. Por ejemplo, los papás tienen que
proteger al hijo que quiere imitar al superhombre y volar desde el
balcón, incluso usando la fuerza. Es claro que en la aplicación
práctica de las formas y normas es necesario tener un gran
conocimiento de la naturaleza humana para discernir cuál es el
mínimo de seguros necesarios en la educación y en el
acompañamiento espiritual.
Visto en forma general, podemos hablar de tres seguros para la
educación en libertad.
El primero, es el recurso a la gracia, porque sabemos que sin la
ayuda de Dios no podemos alcanzar ni siquiera las metas naturales
del ser humano; mucho menos aún las sobrenaturales. No podemos
obrar bien ni hacer buen uso de nuestra libertad sin que Dios nos
ayude. Esto significa en la práctica que el acompañamiento
espiritual debe recurrir a los seguros sobrenaturales a través de la
recepción asidua de los sacramentos y de la oración. Ambos
aspectos obran como seguros necesarios dentro del proceso vital
del crecimiento en la fe apoyado por el acompañamiento espiritual.
El segundo, es el apoyo en personas más avanzadas en los
caminos de la perfección, en este caso, el apoyo ordenado y
sistemático en el acompañante. A lo largo de la historia de la Iglesia,
se ha mostrado como un seguro óptimo para un buen desarrollo
espiritual. Este campo abarca lo que podríamos llamar el seguro de
la obediencia como camino de perfeccionamiento. Involucra, por lo
mismo, no solamente al acompañante espiritual libremente elegido,
sino a los superiores y padres de familia. Una relación de confianza
con el acompañante espiritual, con los superiores, con los
educadores y con los padres, resulta ser eficiente ayuda para
desprenderse de caprichos y deformaciones de la voluntad y
enmendar rumbos en los procesos enfermizos.
Por último, lo que parece más evidente: el uso sistemático de los
medios ascéticos. El uso de éstos constituye la forma clásica de la
cooperación con la gracia en la propia santificación. En el sistema
elaborado por el P. Kentenich, estos medios ascéticos se pueden
ordenar en tres elementos fundamentales: el trabajo con el Ideal
Personal, el Examen Particular y el Horario Espiritual.
El Ideal sería la forma de orientación de todo el proceso que
conduce a la libertad de los hijos de Dios, partiendo de un análisis, a
la luz de la fe, de todos los factores estructurales e históricos, que
permiten descubrir la voluntad de Dios para cada uno. Muestran en
qué consiste la cooperación con el plan de Dios para cada uno en
particular.
El Examen Particular o Propósito Particular debe ser como el
caballo de batalla en la lucha por adquirir las perfecciones que nos
corresponden y vencer los defectos. Es el camino ascético orientado
a la ordenación de nuestras fuerzas en el sentido del Ideal propio.
Por último, el Horario Espiritual, que viene a ser un programa diario
de vida. En él aseguramos, a través de puntos neurálgicos y bien
elegidos, la armonía de mi relación con Dios, con el prójimo y con
nuestras tareas cotidianas. Es seguro de nuestra alimentación
espiritual, de la unidad de nuestro proyecto de vida y de la eficacia
de nuestro trabajo espiritual.
Intenso cultivo de la vida espiritual
El sistema pone énfasis en este tercer factor. Es aquí donde
encontramos el sello de la mayor originalidad del sistema. De alguna
manera se concibe la libertad como un triunfo del espíritu sobre la
materia insubordinada y rebelde por causa del pecado original. El
planteamiento es muy simple. ¿Cómo puede subordinar un espíritu
débil y mal alimentado a un fuerte instinto rebelde? Si quiere
ordenar el mundo instintivo y corporal, integrándolo en su proyecto
personal, el espíritu debe recibir un alimento suculento y debe estar
despierto, alerta y vigilante.
El P. Kentenich abre un amplio panorama educativo al llegar a este
punto. En primer lugar, se plantea los objetivos. ¿Qué se pretende?
Que el espíritu sea señor y que el cuerpo, con todo aquello que
aporta su parte instintiva, tendencial y pasional esté a su servicio.
Que el mundo inferior esté subordinado a la razón: que sea
razonable. Esto equivale a decir que se humanice, liberándose de
todo lo que es puramente instintivo y, por lo mismo, compulsivo y
ciego. Se quiere, en último término, alcanzar la unidad y la
coherencia interior, ya que el instinto insubordinado divide la
personalidad.
Dados esos objetivos, es fácil determinar los medios: alimentar
correspondientemente al espíritu para que se robustezca; disciplinar
al cuerpo, para que aprenda a servir dócilmente; y crear un
ambiente adecuado, que ayude a vivir la armonía entre cuerpo y
espíritu.
Veamos por separado el contenido de estos tres medios ascéticos
del cultivo del espíritu.
El alimento del espíritu
Es sorprendente ver cuánta gente mal alimentada espiritualmente
deambula por el mundo: hombres que tiene un espíritu
subdesarrollado y débil; que no son capaces de impregnar su
cuerpo y su instinto, haciéndolo reflejo del espíritu y servidor de la
persona. ¡No están bien alimentados!
Nosotros sabemos de qué se alimenta el cuerpo, pero no siempre
tenemos claro de qué se alimenta el espíritu. Diciéndolo en forma
general, el espíritu del hombre se alimenta con verdades, con
valores y vivencias. Está sediento de conocimientos, aunque
muchas veces, debido a los falsos desarrollos, esto no se note;
necesita de la luz de la verdad, de los horizontes amplios e
interesantes.
Necesita sentirse atraído por valores y vibrar con ellos; apasionarse
por ideales, descubrir lo noble, lo bueno, lo hermoso. No cabe duda
de que el hombre está hecho para volar alto, como un águila, pero
muchas veces se siente condenado a picar el suelo como una
gallina.
Cuando alguien se mantiene en la ignorancia y el error; cuando no
lee, no estudia, no reflexiona; cuando es inculto y sin inquietudes
intelectuales, artísticas o religiosas, ¿qué sucede en su interior? Los
apetitos bajos tienden a desarrollarse con más fuerza. Es un simple
proceso de suplencia: con algo tiene que llenar el vacío. Las
pasiones dominan al hombre sin luz. Procurar tener sensaciones,
buscar el placer como la finalidad de la vida, tratan de llenar el vacío
dejado por las verdades y valores que no se han aquilatado. Así,
entonces, resulta fácil dar una respuesta a la pregunta ¿Cómo
alimentar el espíritu? Simplemente abriéndolo al mundo de la
verdad, llenándolo de luz, conduciéndolo al descubrimiento de los
grandes valores e ideales para que se sienta fascinado por su
atracción. Debe cuidarse de no alimentarlo sólo con ideas,
abusando del intelectualismo. Para captar el corazón e integrar la
personalidad es necesario que las ideas estén saturadas de valor,
que sean atractivas y lleguen a la vida. Aquí habría que hablar del
valor de los símbolos y del sentido de las fiestas, tal como lo
entendió siempre la Iglesia, con su tremenda sabiduría respecto del
hombre. No podemos detenernos más en el capítulo, pero estos
aspectos deben ser motivo de reflexión.
La disciplina del cuerpo
Lo primordial es alimentar el espíritu, pero, así como el jardinero no
se preocupa sólo de alimentar bien las plantas, sino también de
sacar la maleza, así tampoco basta con alimentar al espíritu; hay
que desmalezar a fin de que ésta no supere a la planta. El jardinero
desmaleza, poda, endereza, pone mugrones para evitar las
desviaciones. Así, cada uno debe trabajar en su naturaleza. Es
necesario introducir una disciplina en el cultivo del espíritu. El mayor
peligro proviene de un binomio que es preciso romper: apetito-
satisfacción. Cuando una persona se habitúa a que cada vez que se
despierta un apetito debe encontrar su satisfacción, el cuerpo se
habitúa mal. Es necesario introducir entre ambos factores, entre el
apetito y la satisfacción, lo razonable: comer a la hora, dormir o
trabajar cuando corresponde. Orientarse por valores, verdades e
ideales y no por impulsos que provienen de los instintos. El cuerpo,
herido por el pecado original, es como “el hermano burro” del que
nos habla san Francisco: si no tiene un correctivo permanente se
pone flojo, glotón y sensual. Es preciso domesticarlo para que se
haga amigo del espíritu y se ponga a su servicio. No se trata de
maltratarlo o de reprimirlo, sino que de ordenarlo, dándole aquello
que objetivamente le corresponde. Cada instinto debe obtener lo
suyo en forma ordenada. San Pablo es muy gráfico para expresar
esto. Dice en la Primera Carta a los Corintios: “Castigo mi cuerpo y
lo someto a servir para que no sea que habiendo sido heraldo para
otros, quede yo descalificado”. (1Co 9,27)
La creación de un ambiente adecuado
Aquí nos referimos al cuidado del subconsciente. Sabemos que
muchas cosas en nuestro comportamiento provienen de ese mundo
al margen del control inmediato de la voluntad. Es preciso cuidar lo
que se deposita en él. En gran medida está condicionado por el
ambiente que nos rodea y que normalmente podemos determinar
libremente. Las amistades que seleccionamos, los adornos que
ponemos en nuestro cuarto o en nuestro escritorio, las películas o
programas de televisión que vemos, etc., todo eso va dejando una
huella en nosotros. Esto significa, en la práctica, que es necesario
seleccionar y elaborar todo aquello que forma parte de nuestro
ambiente personal. Sin embargo, no basta seleccionar; es necesario
elaborar. ¿Qué significa eso? Hay que llenarlo de valor, verlo a una
luz superior, de tal manera que sirva de camino hacia Dios y no de
obstáculo. Cada criatura puede ser camino hacia Dios u obstáculo.
Eso depende, en último término, de cada uno.
Por último, la pedagogía de ideales es también una pedagogía de
alegría.
Esto significa simplemente que es necesario quitar a la educación y,
en concreto, al acompañamiento espiritual, ese tono excesivamente
serio y solemne, dándole un carácter más familiar y humano.
Muchos pensaban que educar era sacrificar a la persona. Hoy día
pensamos diferente. Educar es esponjar, liberar, alegrar a la
persona desde lo más profundo.
El P. Kentenich definía la alegría como “el reposo del apetito en el
bien que le corresponde”. Sabemos que existen tantos tipos de
apetitos como aspectos diversos constituyen la naturaleza humana,
sensible, espiritual y sobrenatural. El proceso de acompañamiento
considera los diversos aspectos de la vida en toda su armonía.
Procura que la persona progresivamente llegue al reposo en cada
uno de esos estratos de su naturaleza. Si se profundizan estos
conceptos, se puede ver que, en último término, el reposo del
apetito proviene del “amor gustado”. Son diversas formas del amor.
La pedagogía de ideales como pedagogía de la alegría pretende
hacer consciente que Dios hizo todo por amor y lo conduce con
amor. Detrás de los ideales que se van desplegando, resplandece
una visión optimista de la creación y de la historia. Es necesario
fundamentar muy hondo la alegría del corazón cimentando la
experiencia de sentirse rodeado por el amor de Dios. Hay que
enseñar a gustar y paladear la realidad como manifestación del
amor de Dios. Esto debe experimentarse no solamente en la liturgia,
en la vida comunitaria y en lo religioso, sino que en todos los
detalles cotidianos. La pedagogía de ideales exige el cultivo de
vivencias íntimas y profundas que desplieguen toda la alegría
natural y sobrenatural. El clima de tristeza no favorece al idealismo.
Con toda razón se decía antiguamente que “un santo triste es un
triste santo”. La falta de alegría puede ser fuente de agresividad e
impureza.
2. El acompañamiento espiritual como pedagogía de vinculaciones
Nuevamente vamos al diagnóstico que hemos hecho. La cultura
urbano-industrial parece no dar cabida a la formación de
vinculaciones personales profundas. Es como si todo se hubiese
conjurado en las diversas esferas de la vida humana para
desbaratar el hogar. Existe una preocupación excesiva por lo
económico, una fuerte acentuación de lo científico-tecnológico, una
lucha neurótica por el ascenso profesional, un desenfrenado afán de
placer y de activismo, pero, en cambio, va quedando relegado el
cultivo de los vínculos personales. Una sociedad estructurada según
esos moldes tal vez sea capaz de engendrar buenos empresarios,
gerentes, técnicos y generales, pero se hace del todo incapaz de
entregar padres. Y sin ellos no hay hogar ni familia. Es así como va
imperando poco a poco en todo el mundo, el tipo de hombre
colectivista y masificado.
El P. Kentenich decía al respecto, en 1951: “El problema del hogar
en toda su amplitud y tal como nosotros lo entendemos, constituye
el problema de la cultura de hoy, pues la pérdida del hogar es la
causa principal de la actual crisis cultural. Podemos constatar las
consecuencias de esta pérdida del hogar en el hombre colectivista,
pues el rostro de su alma está marcado por la carencia del hogar. La
pérdida total de hogar puede traducirse, en el pleno sentido de la
palabra, como “castigo del infierno”. En el infierno encontramos una
pérdida total del hogar, una pugna entre el alma y Dios e igualmente
una pugna entre alma y alma. Y ¿En qué consiste, a la inversa, la
felicidad del cielo? La visión beatífica no sólo significa una mutua
compenetración entre el alma y Dios, sino también entre alma y
alma en íntima profundidad. La bienaventuranza eterna profundiza y
perfecciona los encuentros tenidos en la tierra”.
Esto representa un gran desafío pedagógico al acompañamiento
espiritual moderno. Cualquier sistema pedagógico que pretenda
responder a las necesidades actuales, debe responder a la crisis de
vínculos que aqueja la cultura. Debe estar orientado a restaurar las
vinculaciones personales y reconstituir, desde el interior de la
persona, el hogar.
El ser humano tiende naturalmente a vincularse a su ambiente. Es
un fenómeno primario y universal en el hombre. Espontáneamente
tiende a formar su “nido”, es decir, un conjunto de vínculos que lo
arraigan a su ambiente natural. El educador suizo Pestalozzi
comparaba al hombre con una araña en medio de su tela. Decía que
también el hombre es un ser “reticular”, porque su “habitat” propio es
una red de vinculaciones como lo es la tela para la araña. También
se puede comparar con el árbol y sus raíces. Esta última
comparación es aún más sugerente, ya que muestra que las raíces
son base de sustentación del árbol: lo afirman y a la vez lo
alimentan. En el hombre también es así: sus vinculaciones le dan la
estabilidad psicológica, pero, a la vez, le nutren espiritualmente con
todos los estímulos que lo hacen crecer y llegar a su plenitud. Un
hombre sin raíces es como un árbol sin raíces, no resiste los
embates de la vida; no crece sano.
El hombre tiende primero a echar raíces y, más tarde, a ampliar su
radio de acción extendiéndolas. Pero, ¿qué es una vinculación? Se
puede definir como aquella relación estable, que ata a una persona
a alguna realidad con la que ha mantenido un contacto afectivo
prolongado. Esto nos muestra, a simple vista, que es fruto de las
experiencias afectivas prolongadas y positivas. La sede de la
vinculación es lo más profundo del corazón. Los alemanes dirían el
“Gemüt”, ya que no es algo solamente afectivo; toca la conciencia y,
a la vez, las raíces irracionales de la personalidad. Es de por sí un
factor integrador de la personalidad. Aquello que la persona acoge
con su corazón, encontrando una resonancia gratificante, genera un
hábito permanente, una tendencia estable de índole afectiva que
amarra a la persona y produce una clara repercusión en lo estratos
más profundos de los apetitos sensitivos inferiores.
La plena significación de la vinculación se encuentra en los ámbitos
psicológico, metafísico y teológico. Vamos a referirnos a esto, para
acentuar su importancia en la pedagogía.
Significación psicológica de la vinculación
La vinculación es el lazo que arraiga a la persona a su ambiente. Le
ofrece el clima adecuado para su existencia, así como la tela se lo
ofrece a la araña. La experiencia inmediata del medio que la rodea
la familiariza con él, le crea un clima de confianza. Así satisface sus
necesidades básicas de seguridad y de cobijamiento y supera su
inseguridad existencial. Por el contrario, en la medida en que
carezca de este medio familiar, que constituye su “hogar
psicológico”, sufrirá los efectos de la inseguridad y de la
inestabilidad. Se sentirá extranjero y alienado. La medida de su
arraigo al medio determinará la calidad de su personalidad. Lo hará
ciudadano del universo o vagabundo.
En esta vinculación radical encontramos también la clave para
comprender las diversas visiones de la realidad y las actitudes frente
a ella. Visión positiva o negativa; actitud pacífica o agresiva. (El
fenómeno moderno del violentismo y del terrorismo tiene una
relación muy directa con este fenómeno del arraigo en el medio). No
cabe duda de que la experiencia existencial de los vínculos
personales sólidos y cálidos, como experiencia de hogar, crean el
fundamento de la alegría de vivir que, como vimos, no es otra cosa
que la satisfacción del apetito en el bien que le corresponde. El
apetito más originario en el ser humano es el del hogar, el del nido
fundamental, el punto de reposo psicológico. Es esto lo que se
entiende por necesidad de cobijamiento y de seguridad, es decir,
necesidad de ser conocido, aceptado y amado; necesidad de
encontrar respuesta a las inseguridades psicológicas. Con toda
razón, Spranger dice que el hogar es “el afecto raíz del alma”.
Significación metafísica de la vinculación
El espíritu necesita una respuesta en el proceso de arraigo de la
personalidad en su medio. El ambiente fundamental del hombre no
está conformado solamente por lugares, cosas y personas, sino que
necesita también verdades y valores trascendentales. El proceso de
arraigo comienza por los vínculos sensibles, pero, poco a poco, la
persona comenzará a procurar el reposo en verdades y valores. El
filósofo dirá que, siendo el hombre un ser “ab alio”, es decir, que
procede de otro, en su estructura existencial permanecerá siempre
un ser “ad aliud”, es decir, orientado hacia otro, hacia el ser del cual
procede. El hombre directa o indirectamente busca el retorno a su
origen, como meta última de su existencia. Es el anhelo de infinito,
el ansia de lo eterno, el hambre de Dios. Su caminar por la tierra,
hacia la meta, estará jalonada por los encuentros con esa realidad
trascendente a través de las verdades y valores trascendentales.
Si se quiere ir más hondo aún, habría que hablar de un instinto
primario en el hombre, el instinto religioso que lo impulsa en esta
búsqueda de lo eterno. El P. Kentenich dice que este instinto puede
ser reprimido y desviado, pero nunca suprimido. Siempre pugna por
aparecer, aunque sea deformado. Santo Tomás lo denomina ”deseo
natural de ver a Dios”. San Agustín da testimonio de ello en sus
Confesiones cuando dice: “Tú nos creaste para ti e inquieto está mi
corazón hasta descansar en ti”. Es una consideración de tipo
metafísico.
Así observamos entonces, que la persona se va vinculando al
mundo trascendente en la medida en que va teniendo un contacto
cada vez más familiar con las verdades y valores a través de las
cuales va descubriendo algo de Dios. Estas verdades y estos
valores la hacen trascender lo puramente sensible, visible y palpable
para encontrar su “nido” en el mismo corazón de Dios.
Significación teológica de la vinculación
El ser humano no solamente tiene una dependencia ontológica de
Dios y experimenta en lo más hondo de su ser la atracción de lo
eterno, sino que además es depositario de la revelación y conoce el
plan providente de Dios que quiere salvarlo, que quiere orientarlo a
una relación de alianza de amor con Él. Esta salvación que se opera
en Jesucristo, significa un llamado a la incorporación en Él para
hacernos hijos en el Hijo. Teniendo la naturaleza y la gracia un
mismo Autor, están en una íntima consonancia. El mundo
sobrenatural resuena en la fuerza de la gracia, en lo más profundo
del corazón y lo arraiga a Dios, es decir, gesta vinculaciones de tipo
sobrenatural. Es posible, por la gracia, llegar a amar a Dios “con
todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. Es así
como ya aquí en la tierra Dios va respondiendo a los anhelos de
seguridad y cobijamiento, de tal manera que se va constituyendo,
con ayuda de la gracia, en el Hogar definitivo. Ya aquí en la tierra,
se puede llegar a tener una cierta experiencia de ese Hogar. Visto
en esta perspectiva, podríamos decir que el esfuerzo de la
pedagogía católica es hacer coincidir el hogar psicológico originario,
es decir, el propio yo con su fuerte tendencia de amor a sí mismo,
con el hogar teológico, que es Dios. Esto es lo que se obtiene
cuando se logra la perfecta entrega a él.
En resumen, la pedagogía de vinculaciones tiene como objetivo
arraigar fuertemente a la persona en un mundo integral de vínculos.
Quiere ayudarle a echar raíces profundas en el mundo natural a
través de vivencias positivas que lo abran a una profunda relación
con personas, lugares, cosas, fechas, etc. Pero, a la vez, quiere
darle vivencias del mundo sobrenatural para arraigarlo en el Padre,
en el Hijo, en el Espíritu Santo, en la Virgen María, en los santos, en
la Iglesia, en su comunidad, etc. La preocupación de esta pedagogía
no será sólo afianzar los vínculos sino armonizarlos. Procura
conscientemente la armonía entre ambos órdenes, natural y
sobrenatural. Está consciente de que la gracia edifica sobre la
naturaleza, la eleva, la sana y la perfecciona, pero, a la vez,
encuentra en ella un camino y un seguro. Si prescinde de lo natural,
se debilita. Así, la preocupación del acompañante abarcará ambos
órdenes y procurará orientar a vivencias profundas en cada uno de
ellos.
3. El acompañamiento espiritual como pedagogía de alianza
Esta orientación de la pedagogía católica moderna responde a
diversas tendencias distorsionadoras de la imagen de Dios y del
relacionamiento con él. En concreto, quiere ser una respuesta
práctica frente al “deísmo”, al “fatalismo” y al “trascendentalismo”.
Nuestro Dios no es el Dios “aristotélico” que crea y se aleja de la
creación, como si fuera indigno que se preocupara de seres
inferiores. El núcleo central de esta acentuación pedagógica es la
renovación de la imagen de Dios y la búsqueda de la intimidad con
Él. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en la medida
en que distorsiona su propia imagen tiende a crear caricaturas de Él,
Por eso aparece lejano, un Dios que se despreocupa de sus
criaturas dejando que el mundo siga su curso lleno de tragedias.
Muchos piensan que Dios es indiferente a lo que sucede en el
mundo, sino “¿Cómo explicar tanta injusticia? ¿Cómo explicar los
campos de concentración y los hornos crematorios?” Para otros,
Dios se presenta como un “policía” que está atento para castigar
cualquier infracción. Actualmente, muchos lo ven como un “abuelo”,
algo decrépito que sólo sabe dar bombones a los hijos, pero que es
incapaz de educar.
La pedagogía de la alianza se esfuerza por mostrar la verdadera
imagen de Dios como Padre providente, Señor de la historia y de la
vida, que está detrás de cada acontecimiento. El Dios que conduce
con mano fuerte y bondadosa todos los acontecimientos y que
jamás afloja las riendas de la historia. Esa imagen de Dios vence de
raíz el deísmo y el fatalismo y, sin caer en un falso inmanentismo
que confunde al Creador con su creación, tampoco se va al extremo
del trascendentalismo, proyectando a Dios detrás de las nubes,
lejano e inaccesible. Este Dios que se hace íntimo y cercano en
Jesucristo, nos invita a una relación de alianza de amor. Por esta
alianza antigua y nueva, estamos llamados no solamente a ser
semejantes a Él, identificándonos con Jesucristo, sino también
estamos llamados a cooperar en su plan providente. Cada uno debe
asumir, con plena dignidad, su tarea en la historia. Cada uno tiene
su lugar propio y su misión original. La pedagogía de la alianza se
esfuerza por orientar a esa cooperación consciente y responsable.
Ayuda a la persona a descubrirse en relación con Dios y con los
hombres; a asumir su misión de vida adquiriendo su plena dignidad.
4. Aspectos metodológicos de la pedagogía
Para terminar este capítulo, agregaremos una breve mención a los
aspectos metodológicos que sustentan este sistema pedagógico.
Nos referiremos solamente a dos de ellos: la metodología de
confianza y de movimiento.
La metodología de confianza
El optimismo radical está en la base de una metodología de
confianza. En primer lugar es necesario que el acompañante supere
cualquier atisbo de pesimismo sobre el ser humano. Es verdad que
el pecado original dañó la naturaleza humana, sin embargo, aun hay
mucho de bueno en el hombre. Para acompañar fecundamente a
una persona se tiene que partir de una confianza fundamental en
aquello bueno que hay en ella. Sin eso, es imposible crear un
auténtico clima de confianza. Si se cree que la naturaleza humana
está totalmente corrompida, no queda sino defenderse de ella.
Ninguna persona será digna de confianza y, para lograr algo, será
necesario acentuar controles y represiones. La metodología de
confianza parte aceptando como un postulado seguro, que detrás de
cada persona hay mucho de bueno, que hay sólo que descubrirlo y
accionar los resortes de la naturaleza para que eso que es bueno,
reaccione y la persona empiece a aspirar a su propia perfección.
Son más débiles las ataduras del mal que las fuerzas del bien.
La metodología de movimiento
Esto consiste en una presentación progresiva de los ideales, es
decir, de ideas o verdades saturadas de valor. Se trata de impulsar
un movimiento ascensional en la presentación de las metas e
ideales, al modo de un espiral ascendente. Se pretende apoyar todo
el proceso a través de un triple movimiento de ideas, de vida y de
gracia. ¿Qué significa esto en la práctica? Se puede constatar que
las puras ideas y verdades, incluso cuando se presentan como
grandes ideales, no bastan para despertar y encauzar la vida hacia
su plenitud. Las personas necesitan envolverse en una auténtica
corriente vital en que las ideas están en un evidente dinamismo y, a
la vez, se ven apoyadas por encarnaciones vitales y por fuentes de
gracia.
El acompañamiento, según esta metodología, se esforzaría por
poner en contacto a la persona no solamente con una corriente de
ideas e ideales, sino con comunidades vivas y con fuentes de
gracias. Se quiere incentivar un proceso educativo en forma
vigorosa. Al hombre no le bastan las ideas, necesita de ejemplos,
necesita el apoyo de ambientes. En ese conjunto orgánico y
dinámico, el apoyo se hace mucho más eficiente que con una simple
conversación en la que se da consejos y se propone programas de
crecimiento espiritual. La práctica muestra que el ambiente que se
crea a través de una esclarecida piedad mariana es el más eficaz.
Lo que hemos presentado hasta este momento podría considerarse
como una breve síntesis de un sistema de apoyo para un
acompañante espiritual. Ahora es necesario adentrarnos en el
proceso mismo.
Parte IV
Las tareas propias del acompañamiento espiritual
1. Descubrir el impulso espiritual
2. Interiorizar la nueva vida
3. Formarse una clara imagen del acompañado
4. Aplicar las leyes de crecimiento
5. El permanente discernimiento de los espíritus
6. El permanente impulso a la vida
7. Algunas normas prácticas
Las actividades que son propias del acompañamiento espiritual
Tenemos, como telón de fondo, el sistema pedagógico y nos
preparamos para abordar las diversas etapas del proceso de
acompañamiento ¿Qué cosas conviene que haga la persona que
emprende un acompañamiento espiritual?
1. Descubrir el impulso espiritual del acompañado
¿Cómo comienza el proceso de acompañamiento espiritual? El paso
inicial es el interés que se despierta en una persona por adentrarse
más profundamente por el camino de la perfección evangélica y
recurre a otra más adelantada, para que le ayude. Si bien, el
acompañante nunca aborda directamente a una persona invitándola
a un acompañamiento espiritual con él, puede crear en la
comunidad en la que participa una atmósfera que despierte una
inquietud en ese sentido. Se preocupa de incentivar vivencias
espirituales dentro de la comunidad (parroquial, escolar o de
movimiento). Con certeza, una comunidad viva juega un papel
importantísimo en la orientación hacia el acompañamiento espiritual.
Es en las experiencias vivenciales de una comunidad donde mejor
se despiertan los anhelos de ir más en profundidad al encuentro de
Dios y procurar la perfección. La atmósfera comunitaria impulsa y
alimenta idealmente la vida cristiana.
Cuando alguien busca un contacto más profundo con el
acompañante, la primera preocupación de éste será crear un
ambiente de confianza que ayude a manifestarse el impulso vital
latente en ella: inquietudes, experiencias espirituales, acentuaciones
de valores, etc. Más aún, crea un clima que haga posible el surgir de
nuevas inquietudes. Esto significa que trata de penetrar las fuentes
originales de vida de esa persona. Esto tiene una íntima relación
con la paternidad espiritual: despertar vida en otra persona equivale
a engendrar una nueva vida. Es claro que un acompañante
espiritual puede ayudar a cultivar solamente algo que existe. Nunca
podrá suplir a aquella chispa de vida original que brota del interior
del que le pide ayuda. Sin eso su labor será ineficaz.
En la actividad pastoral de un sacerdote la proclamación de la
palabra de Dios le ofrece una oportunidad única para despertar
inquietudes. Si habla con plena convicción sobre ella, si es claro y
profundo en lo que dice, esto es, si el mismo se siente
personalmente comprometido con las verdades que proclama, eso
impactará a su auditorio, despertando vida. El sacerdote o el
diácono debe hacer reflexionar a su audiencia y motivar con su
palabra y su ejemplo. El resto, dependerá del encuentro personal
que se produzca entre él y la persona en la que se han despertado
ciertas inquietudes.
Al atender a la persona que solicita su ayuda, es conveniente que el
acompañante se rodee de un ambiente físico inspirador. Crea una
atmósfera por medio de imágenes y factores locales (orden,
cuadros, crucifijos, etc.) pero también a través de factores
personales. En este último aspecto se pone en juego la capacidad
de irradiar que tenga el acompañante. Esto depende en gran
medida de que él mismo esté lleno de Dios y vacío de sí mismo. Sin
esto le faltará libertad interior para escuchar. Una persona
demasiado llena de sus proyectos, experiencias, intereses y metas,
se hace incapaz de acoger; no logra estar plenamente presente.
Debe tener, por lo tanto, una gran disposición para escuchar y
acoger, junto con un ambiente adecuado para crear la intimidad e
invitar a la persona a salir de sí misma y abrirse comunicando sus
inquietudes.
El paso fundamental en el proceso espiritual se da cuando una
persona se siente requerida y amada por el mismo Dios a través de
un tú personal. Ser requerido como persona por un tú es lo que, en
definitiva, enciende la chispa decisiva hacia la interioridad
sobrenatural. El resto será simplemente la respuesta personal que
se irá dando a través del acompañamiento espiritual. En todo caso,
lo que interesa es que se cultiva la vida latente en la persona que
solicita su apoyo.
2. Interiorizar la nueva vida que le ha sido confiada.
Una vez que ha percibido cuál es la chispa interior que anima
espiritualmente a la persona que busca acompañamiento, o bien,
cuando ha logrado despertar una inquietud espiritual de fondo, el
acompañante se esfuerza por acoger e interiorizar esa nueva vida.
Está consciente de que acompaña una vida ajena que debe
comprender y servir desinteresadamente. Del acogimiento
comprensivo de ese impulso interior dependerá en gran medida el
desarrollo progresivo del acompañamiento. Jugará el rol de buen
pastor. San Lucas al referirse a María utiliza una imagen que
expresa con mucha exactitud la actitud del acompañante en esta
etapa; dice: “Guardaba todas esas cosas meditándolas en su
corazón”. Él tendrá que hacer otro tanto.
Es evidente que hay que contar con las limitaciones humanas. Una
de las que más afecta en este contexto, es la falta de memoria.
Muchas veces, olvidar detalles, confundir nombres, ser negligente
con los compromisos puede cortar una relación incipiente. Sin
embargo, hay que hacer notar que esto depende básicamente del
interés personal que tenga en relación a las personas que lo
abordan y le piden consejo. La falta de interés hace que se pase por
alto los detalles, que son importantes para el confidente; hace que
se olviden cosas importantes y menos importantes. La persona no
se sentirá tomada en serio. Cuando esto se refiere a una
confidencia íntima, produce una gran frustración y cierra el alma.
Nuevamente llegamos a lo mismo: la libertad y el desprendimiento
interior que debe poseer el acompañante. Eso hace fácilmente
comprensible el hecho de que, en la antigüedad, jugasen ese rol
personas auténticamente carismáticas. Mientras menos centrado en
sí mismo el acompañante, tanto mayor será la garantía de que
pueda ocuparse del mundo interior de otra persona y admitirla en su
propio corazón.
3. Formarse una imagen coherente del acompañado
A partir de las confidencias que van surgiendo lentamente, el
acompañante se va formando una imagen del alma de quien solicita
su apoyo. Va captando sus puntos fuertes y débiles, sus anhelos y
experiencias, en pocas palabras, los rasgos de su personalidad
original. Eso es indispensable, porque no le podrá dar ninguna
orientación adecuada sin poseer esa imagen. La persona le
participará cosas muy diversas. No solamente le hablará de su
relación con Dios y de sus progresos en la vida interior. Él
acompañante deberá acogerlo todo. Ninguna cosa es despreciable
para ir construyendo interiormente una imagen de la persona que se
le confía. Cada detalle le servirá para hacer que el diálogo penetre
su vida real. Sería una ayuda pobre la que permite que el diálogo
permanezca en un plano abstracto. Los comentarios, muchas veces
sin un aparente contenido, le servirán para descubrir sus hobbies,
para detectar su sensibilidad, para desentrañar timideces,
complejos, anhelos escondidos y capacidades latentes… Esta
búsqueda incesante anatematizará el peligro de aplicar moldes
prefabricados y entregar recetas. Será testigo de que cada alma es
única. Cada persona posee una experiencia original de fe y su
propio camino espiritual. Le corresponde, por lo tanto, cultivar la
experiencia de fe de su acompañado. Deberá tener la máxima
delicadeza para ayudarle a conservar el sabor original de su
caminar hacia Dios. En su orientación, tendrá cuidado de situarse en
su perspectiva de intereses y lo motivará según su receptividad
original. El acompañamiento se sitúa sobre la base de la experiencia
espiritual que descubre en él y le ayuda a tomar conciencia de su
misión original y de su propia imagen de santidad. En pocas
palabras: a partir de lo que ha descubierto en él, le ayudará a
realizar su ideal personal.
4. Aplicar las leyes propias del crecimiento
El desarrollo de la vida espiritual se opera siguiendo leyes que son
propias de los organismos vivos. Por ejemplo, que todo crecimiento
es lento, que no se puede apurar artificialmente; que es de adentro
hacia afuera, que no se le pueden inducir aspectos extraños; que
sigue un ritmo, que no puede ser alterado; que involucra todos los
aspectos del organismo, porque están relacionados e integrados,
etc. Cuando el acompañante actúa acertadamente, esas leyes
actúan por sí solas. Es algo similar a lo que sucede cuando un
jardinero actúa en forma atinada; las plantas crecen según sus leyes
propias aun cuando el jardinero no tenga conciencia de cuáles son.
En todo caso, las leyes de crecimiento deben ser siempre
respetadas y ojalá el acompañante las conozca bien. Al respecto,
habría que hacer la siguiente observación: Antiguamente, existía la
tendencia a que el acompañante actuase en forma autoritativa,
determinando en forma excesivamente pormenorizada los diversos
aspectos de la vida de su acompañado. En la actualidad, existe la
tendencia contraria, esto es, se tiende a adoptar una postura más
bien pasiva, dejando crecer la vida, tal como nace en absoluta
espontaneidad, sin influir para nada. Un acompañante bien
orientado debe precaverse de caer en cualquiera de estos dos
extremos. La imagen del jardinero sirve para entender
adecuadamente cuál debe ser su actuación. El jardinero tiene
ciertas expectativas respecto de las plantas que cultiva; así también,
el acompañante las tiene en relación a sus acompañados. La
cuestión está en cómo despliega esas expectativas. Lo esencial es
que lo haga adecuándose a su ritmo propio. El jardinero conoce
cuándo deben florecer sus plantas, cuándo pierden la flor y cuándo
dan frutos. Sería falso pensar que el jardinero no hace nada sino
mirar cómo se despliega la vida de sus plantas; hace muchas cosas
frente a ellas, pero siempre las hace siguiendo su ritmo de vida. Así
también, el acompañante espiritual hace muchas cosas en relación
con su acompañado: lo escucha, le da consejo, le ayuda a discernir
e interpretar las voces de Dios, lo amonesta, lo cuestiona, lo ilumina,
le presenta exigencias, etc. Sólo que todo lo hace siguiendo el ritmo
de su vida original. Es como el jardinero que riega, abona, fumiga y
poda, pero todo a su debido tiempo y en su debida forma. Conoce el
ritmo y la originalidad de cada planta y se adecua a ellos. Nunca se
apura ni se atrasa. No permanece pasivo; está siempre impulsando
las iniciativas y dando estímulos, pero dejando en cada ocasión el
campo abierto al ejercicio de la libertad. El modo de reaccionar de
su acompañado le servirá de criterio para orientarlo hacia adelante.
5. Un permanente discernimiento de los espíritus
Éste es un campo importante en todo proceso de acompañamiento.
El discernimiento o discreción de los espíritus consiste en distinguir
a la luz de la fe la procedencia de los impulsos que mueven a un
alma en su desarrollo interior. Sabe que en todo desarrollo interior
de una persona, está interesado no sólo el Espíritu Santo, sino
también el demonio, y ambos influyen. Ciertamente, distinguir cuál
es la procedencia de los impulsos interiores no es nada fácil.
Para entenderlo mejor, vamos a examinar un caso concreto. Juan
ha tenido, desde pequeño, un gran amor a María y como fruto de
ese amor, se acostumbró a rezar siempre el rosario. Poco a poco
éste pasó a ser una rutina. Un día, le cuenta a su acompañante que
está empezando a tener dificultad en esa práctica de piedad. Él, que
lo conoce bien y sabe que no está pasando por un momento de
tibieza, que es obra del demonio, tendrá que discernir y ayudarle a
descubrir de dónde proviene esa dificultad. Después de un profundo
análisis, llegan a la conclusión de que Dios está invitando a Juan a
un avance en su vida de oración. Le está pidiendo aventurarse en
una oración más contemplativa. Juan comienza a caminar por esa
vía y hace progresos evidentes. Era Dios quien estaba llamando a
su puerta y era necesario discernir el espíritu que tocaba
interiormente a Juan.
La discreción de los espíritus, entonces, consiste en encontrar los
criterios que permitan discernir si un impulso proviene del Espíritu
Santo, del demonio, o simplemente de las tendencias naturales e
inclinaciones de la naturaleza. Hay algunas normas simples, por
ejemplo, lo que nos muestra san Ignacio de Loyola: “Los impulsos
del maligno siempre quitan la paz del alma, dejándola inquieta”. Por
el contrario, la huella del Espíritu Santo es “el gozo y la paz”, como
nos dice san Pablo.
Cuando se despierta un impulso demasiado fuerte al sacrificio y a la
penitencia se debe tener cuidado, porque se sabe que el demonio, a
través de las excesivas mortificaciones, crea las condiciones para
que la naturaleza reaccione buscando compensaciones. Por el
contrario, siempre se estará proponiendo como estilo la armonía,
que de ninguna manera puede ser entendida como falta de
heroísmo. El acompañante tendrá que estar muy atento a que sean
las voces de Dor un camino de mayor penitencia.
6. La ayuda para sanar ios las que conducen plas heridas del alma.
La práctica muestra que a lo largo de la historia de cada uno hay
situaciones de contingencia que dejan huellas negativas en el alma.
La vida golpea muchas veces con inusitada dureza. Cada persona
reacciona según su sensibilidad y la situación anímica en que se
encuentra. Es normal que queden muchas heridas en el
subconsciente que es necesario sanar, para que el alma pueda
avanzar. De hecho, cada uno tiene aspectos de su historia que le
son muy difíciles de aceptar y asimilar. Son fuentes de represión y
de pérdida de libertad interior. La apertura del corazón al
acompañante espiritual puede ayudar a superar esas heridas.
Sabemos que una persona puede aceptar con más facilidad las
cosas difíciles de su historia en la medida en que es capaz de
entregarlas a otra persona y compartirlas con ella. En el proceso del
acompañamiento se da un proceso de saneamiento interior en la
medida en que se dan dos momentos: donación y aceptación.
Para que una persona pueda aceptarse a sí misma superando sus
problemas interiores, todas esas cosas desagradables y dolorosas
que pueblan su interior, normalmente necesita experimentar que
alguien la conoce y acepta tal como es. La aceptación de esas
cosas dolorosas y difíciles (sufrimientos, limitaciones, culpabilidad),
presupone un esfuerzo. El acompañamiento debe dar fuerza para
aceptar lo doloroso de la historia. Si una persona no tiene la
suficiente fuerza para asumir y aceptar esas heridas, muchas veces
se inicia en ella un proceso de represión, que es un mecanismo
natural, espontáneo e inconsciente, de aliviar las tensiones
interiores apartando las cosas desagradables del campo consciente.
A través de un sano acompañamiento de los procesos de vida, se
ayuda a que las represiones interiores salgan a flote, surjan hacia la
superficie. Para eso se ayuda a la persona a que se relaje y confíe.
Sólo así estará en condiciones de comunicar sus problemas
profundos. Es claro que no se trata de que solamente entregue una
simple información acerca de su realidad interior, sino de que la
comparta con otra persona. Es importante que la persona relate su
problema, aquella experiencia existencial que la tiene atribulado,
pero esto no es sino un medio para entregar lo que está detrás: la
crisis de valores que está subyacente y que crea la situación
conflictiva. Lo normal es que esos problemas ocultos sean fuente de
desvalorización y que, a su vez, se alcen como una barrera que
impide recibir normalmente el amor o aceptar una alabanza. Cuando
una persona está embargada por un sentimiento de inferioridad,
tiende a desvirtuar todo aquello que podría servirle para robustecer
su alma y, en cambio, tiende a agrandar todo aquello que la debilita.
Así es, entonces, que, mientras más se participa de la vida de quien
busca acompañamiento, se juega más un rol liberador, y tanto más
se llega a ser mediador entre el alma y Dios. Es “patena abierta”
para recibir respetuosamente la vida que se le confía, pero, a la vez,
representante del Dios misterioso que impulsa la vida.
En la actualidad muchas personas acuden al sacerdote buscando
solucionar sus problemas y no tanto movidos por la inquietud de
progresar en la vida de perfección. Es preciso tomar este hecho
como una voz de Dios y aprovechar la coyuntura que se da para
llevar al Señor.
Hay que contar, por lo tanto, con que en el acompañante deberá
enfrentarse con la tarea de ayudar a solucionar conflictos y apartar
los impedimentos psicológicos que actúan como barreras para un
sano desarrollo. Dadas las circunstancias actuales, es normal que
tenga que ayudar a elaborar un pasado no bien asumido, plagado
de impresiones conflictivas no asimiladas. Igualmente tendrá que
ayudar a recuperar y revivir alguna etapa de la vida que no se vivió
en plenitud o que simplemente se saltó.
La multitud de escollos psicológicos para un pleno desarrollo, que
proliferan en el alma moderna, exige que el acompañante se
adentre lo más posible en la psicología. Antes, esto no era tan
necesario, porque la familia estaba más protegida de las influencias
foráneas. Además, antes tampoco existían los avances de la
psicología que están actualmente al alcance de todos. Hoy se
dispone de mucho más medios de apoyo y es necesario que el
acompañante aprenda a usarlos.
¿Cómo se manifiesta esta problemática en el acompañamiento?
Normalmente se presenta así: una persona que ha recibido todos
los estímulos normales para su crecimiento y, sin embargo, no logra
crecer en profundidad; tiene buena voluntad, pero su vida está
anquilosada. Lo normal es que esto se deba a conflictos íntimos que
le impiden desplegar su vitalidad. Es aquí donde debe intervenir el
acompañante para ayudarle a solucionar sus problemas. Es claro
que para eso debe tener conocimientos adecuados. En algunos
casos tendrá que enviarlo a un especialista pero, en muchos otros,
podrá ayudarlo él mismo.
Hay dos casos muy comunes. Los abordaremos en forma muy
sintética, debido al alcance que se le ha querido dar a este libro.
Un caso común es el desvalimiento neurótico
El término fue acuñado por Christa Meves. Se trata del caso de
alguien que no solamente sufre por la falta de un impulso interior
sino que, además, experimenta su alma como desintegrada. Todos
sus intentos y todos los impulsos que recibe van al fracaso:
simplemente no puede crecer. Evidentemente, lo más importante es
que el mismo acompañante no se desanime y comprenda bien cuál
es el proceso que está viviendo su acompañado.
Está tan deprimido y anquilosado que literalmente se aferra al
acompañante, incapaz de sostenerse por sus propias piernas. Sólo
pensar en independizarse de él, le produce angustia. El
acompañante tendrá que ayudarle a sacar a la superficie aquellas
experiencias pasadas que causan esta situación de desvalimiento.
En el proceso de curación es indispensable tocar los puntos
dolorosos. Para sanar las heridas del alma, es necesario llegar a
ellas. Hasta que la persona no recupere su fuerza interior, no podrá
iniciar el proceso de curación. El acompañante deberá comenzar por
infundirle confianza, darle cariño, para que se fortalezca.
Otro caso común es el de las etapas de la vida
que se saltaron.
Es una ley de la psicología el que las etapas que no se vivieron a su
debido tiempo dejan un vacío que se hace sentir a lo largo de toda
la vida. Es un vacío paralizador. Más aún, normalmente esas etapas
de vida que se saltaron fácilmente conducen a represiones y éstas,
a su vez, dan origen a muchas formas diversas de agresividad
(frente a los demás o frente a sí mismo).
Para entender mejor el problema, exponemos algunos ejemplos.
Juan vive en una familia bien estructurada, pero su madre tiene un
carácter dominante y una actitud excesivamente restrictiva con sus
hijos. Juan es tímido y sufre más que sus hermanos este control
excesivo y la represión materna. En la práctica, no es capaz de
tener las amistades que son normales en un chico. Cuando llega la
adolescencia, su vida afectiva es desordenada y esclavizante. El
acompañante le ayuda a entender que está tratando de recuperar
una etapa no vivida y ésa es la razón de esa falta de coherencia que
lo desconcierta y deprime. Cuando entiende qué es lo que le pasa,
se tranquiliza. El acompañante le muestra que es necesario que
pase por la etapa de fascinarse con las chicas para entrar en una
relación tranquila.
Otro ejemplo. Una chica tiene padres obsesivos que la controlan
demasiado. Como reacción a la represión tiene una relación sexual
inmadura, queda embarazada y se ve obligada a casarse. Una vez
casada, comienza a sentirse mal. Se vuelve a experimentar
oprimida. El acompañante le muestra que hubo una etapa de niña y
adolescente que no vivió normalmente. Si no la recupera no logrará
asumir adecuadamente su matrimonio. Le recomienda
reencontrarse con sus antiguas amigas, invitar parejas jóvenes a su
casa y tener una vida social normal, recuperando esa etapa que se
saltó. Cuando lo hace, su relación matrimonial encuentra su cauce.
Los casos más difíciles provienen normalmente de experiencias
sexuales precoces, abusivas y desconcertantes. Especialmente de
los atentados sexuales por parte de parientes próximos
(especialmente por parte del padre). Esto rompe la seguridad y crea
múltiples consecuencias negativas (desvalorización personal, odio
contra sí mismo, un trágico complejo de culpa, rechazo del otro
sexo, sentimiento de inseguridad). En muchos casos, incluso, este
problema lleva hasta la tentativa del suicidio. El acompañante tendrá
que hacer todo lo posible por ganarse la confianza para que la
persona se abra y así llevarla poco a poco, a reconocer y revivir esa
experiencia tremenda de su vida. Es claro que esto hace brotar la
furia de sus sentimientos reprimidos y el mismo acompañante será
el blanco de su agresividad. Sin embargo, poco a poco, se irá
tranquilizando y aceptando la realidad. Sólo a partir de esa
aceptación, sanará sus heridas. Con estos ejemplos, estamos
simplemente mostrando cómo el acompañante tendrá que
ambientarse en el campo de la psicología para dar una ayuda
efectiva a las personas que se le confían o derivarlas a un
especialista.
7. Algunas normas prácticas
La experiencia muestra que hay algunas normas de estilo de vida
del acompañante que conviene hacerlas notar desde el comienzo.
Debido a que la relación que se crea en el acompañamiento es muy
íntima y confidencial, está expuesta a muchas distorsiones. Por esa
razón conviene marcar algunas pautas en relación con el lugar, la
frecuencia y la duración de los encuentros.
Frecuencia. Lo normal es que el diálogo con la persona que busca
apoyo, salvo alguna circunstancia excepcional, no debería
establecerse más de una vez al mes al iniciar el proceso y más
espaciadamente, una vez que la persona ya ha lo ha regularizado.
La confesión y el acompañamiento espiritual. Son dos cosas
distintas, pero muchas veces suelen unirse. El hábito de la
confesión mensual es muy provechoso. Normalmente con esa
ocasión se da cuenta de conciencia y se muestra el horario
espiritual y se tiene un espacio de acompañamiento.
En un espacio accesible por otras personas. Conviene que el
espacio físico de los encuentros sea lo más abierto posible. Ojalá
con puerta con vidrio. Eso evita cualquier suspicacia. En la Iglesia
se ha tenido muy malas experiencias cuando no se respetan estos
resguardos. Se recomienda un ambiente formal de oficina con
escritorio.
La duración. Los encuentros no conviene que excedan a una hora.
El acompañante debe establecer un estilo que mantenga una línea
de objetividad que no se deja de lado, sino en casos muy
excepcionales.
Parte V
Etapas del acompañamiento espiritual
1. Encuentro personal entre acompañante y acompañado
El clima apto para el encuentro personal: confianza, respeto y amor.
La adaptación clarividente del acompañante espiritual a quien
acompaña. El método del acompañamiento espiritual. El arte de
abrir respetuosamente el alma. Dificultades por parte del
acompañante: problemas de carácter, de madurez, etc. Dificultades
por parte de quien busca apoyo: introversión, inseguridad, timidez,
etc.. Dificultades por parte del límite mismo del proceso de apertura.
El modo concreto de abrir el alma: el simple contacto personal, las
palabras dichas en público, las palabras dichas en privado, el arte
de escuchar, el arte de orientar, el arte de preguntar. El ejercicio de
una autoridad con sentido: aplicación del principio de actividad
propia, aplicación del principio de libertad, aplicación del principio
clave de la conducción.
2. Orientación al ideal
Noción de ideal personal. Aporte del acompañante en el
descubrimiento y elaboración del ideal: descubrimiento de los
rasgos originales del alma; interpretación a la luz de la fe. Trabajo
práctico con el ideal: su conquista intelectual; su conquista afectiva;
su encarnación en la vida cotidiana
3. Cultivo del organismo de vínculos
Desarrollo psicológico de las vinculaciones: desarrollo del amor
natural a sí mismo, posibilidad y necesidad. Leyes del desarrollo:
transferencia orgánica y conducción orgánica. La vinculación como
don y tarea. Trabajo con horario espiritual.
Etapas del proceso de acompañamiento espiritual
El proceso de acompañamiento es complejo. No se puede entender
como una simple sucesión ordenada de pasos sucesivos. A pesar
de eso, es útil ordenar sistemáticamente los diversos elementos que
forman parte de él para entenderlos mejor. Aunque la terminología
de las etapas es impropia, ya que no se trata de una sucesión
estricta de acontecimientos, sin embargo, se da una cierta
ordenación de factores que influyen a través del tiempo.
A pesar de que en la pedagogía moderna se hace cada vez más
hincapié en la influencia que tiene el ambiente en el desarrollo de
los procesos de vida y por eso se suele hablar de una “educación
funcional”, en nuestra reflexión sobre el acompañamiento, si bien es
cierto que reconocemos la enorme influencia del ambiente en el
progreso espiritual o en el deterioro del mismo, nos vamos a referir
solamente a las acciones intencionadas del acompañante.
El acompañamiento, visto desde la perspectiva de formación de la
personalidad en la fe, es un proceso que relaciona a dos personas;
es un juego de influencias entre una persona más madura en la vida
espiritual y otra, que está en proceso de desarrollo. Es un proceso
misterioso. La vida siempre lo es. Se trata de una vida que influye
positivamente en otra, despertándola, aceptándola, formándola, en
una permanente donación personal. Aquí está la esencia del
proceso de la educación en la fe. Es esto lo que vamos a tratar de
describir más en detalle.
Es evidente que el acompañante pondrá en movimiento muchos
otros factores al margen de su propia personalidad. Sin embargo, le
corresponderá coordinarlos, destacarlos, ponerlos en movimiento.
Entre los factores que debe movilizar, debe destacarse
especialmente la inserción en una comunidad eclesial viva. En torno
a ella, se crea el “espacio educativo” como un espacio vital de
influencia. Es así, entonces, como el proceso educativo está
impulsado por el contacto personal y, si es posible, por la comunidad
de vida (comunidad eclesial de base, grupo parroquial, grupo de su
movimiento, etc.)
El proceso educativo del acompañamiento espiritual como proceso
de vida, constituye una totalidad orgánica compleja. Reducirlo a una
exposición teórica es casi imposible. Para clarificarlo distinguiremos
tres etapas, advirtiendo de antemano que nunca corresponderá a
una descripción totalmente exacta ni, menos aún, exhaustiva.
1. El encuentro personal entre acompañante y acompañado
Ya decíamos que el proceso del acompañamiento espiritual se
fundamenta en el contacto espiritual recíproco entre dos personas.
A esto lo denominaremos “contacto vital”, para distinguirlo de
muchas otras formas de contacto. Esta fuerza, que despierta vida,
cobra eficacia en la medida en que una persona más madura toma
conciencia de su influencia sobre otra que busca apoyo y decide
conscientemente ejercerla en su beneficio para ayudarlo a crecer.
La existencia o ausencia de esta influencia es, por lo tanto, decisiva
en todo el proceso.
El proceso se inicia cuando la personalidad del acompañante ejerce
una cierta atracción en una persona y ésta busca un encuentro
personal. Este encuentro es como un juego de llamada y respuesta,
un comenzar a estar el uno en el otro. Por un lado, está la
necesidad del que busca ayuda y, por el otro, la plenitud del que
está dispuesto a darla generosamente. El acompañante debe
acogerlo de tal manera que éste tenga la experiencia de estar
cobijado en alguien. De esta experiencia brota una relación cada
vez más profunda. Así se inicia el proceso de vida propio de la
educación. Educar en la fe significa, en último término, mantener un
“contacto vital”. La vida de uno, en razón de la comunión que se ha
producido, enciende la vida en el otro. La condición es que entre
ambos se establezca ese contacto vital.
Existen tres factores fundamentales para que se dé ese encuentro
personal: el clima del encuentro, la adaptación a quien busca ayuda
y el ejercicio de una autoridad esclarecida.
El clima apto para el encuentro personal
El clima que debe tratar de crear el acompañante, básicamente, se
puede describir con tres términos: confianza, respeto y amor.
Clima de confianza
Así como se necesita un ambiente adecuado para que una semilla
despliegue el potencial replegado que guarda en su interior y surja
una planta, así también, para que se despliegue la vida espiritual de
una persona se necesita de un ambiente adecuado. En primer lugar
debe ser un clima de confianza.
La noción de confianza pareciera, a simple vista, ser muy sencilla.
Sin embargo, posee una gran hondura psicológica. Recurriremos a
algunos conceptos de la psicología para comprenderla en su
profundidad.
La vida humana se despliega impulsada por la fuerza fundamental
que está inmersa en su propia naturaleza. Si no existiese una fuerza
que lo impulse, no habría desarrollo. ¿Cuál es esa fuerza
fundamental? Es el amor natural a sí mismo. Todo surge y se
despliega movido por el amor. No en vano, todo fue creado por amor
y para el amor, por un Dios que es Amor. Podemos afirmar, sin
temor a equivocarnos, que la base de toda la psicología humana es
el amor a sí mismo. Es este amor lo que lleva a cada persona a
tratar de conservar, perfeccionar y prolongar su propio ser. Los
antiguos filósofos lo expresaban de una manera más técnica.
Decían que a toda perfección seguía una tendencia. “Omne forma
sequitur inclinato”. La forma o perfección que experimenta cada ser
humano es, en primer término, la propia y, por esa razón, es el
primer amor y el más fundamental. Sirve de base para el desarrollo
de todas las demás formas de amor.
Este amor natural a sí mismo se expresa en el ser humano a través
de lo que se ha denominado instintos primarios. Éstos no son otra
cosa que las manifestaciones de las exigencias que pone al amor a
sí mismo en beneficio de la vida. Hoy día más que de instintos en el
hombre, se habla de comportamientos, sin embargo, conservamos
el término “instinto” por la connotación tendencial que implica. Es
imposible negar que existen en el hombre tendencias naturales
prefijadas que, aunque pueden ser controladas por la razón, están
presentes como un acto previo a ella. Son tendencias
evidentemente instintivas. Se trata del amor que cada uno siente por
sí mismo y que expresa sus requerimientos en forma espontánea a
través de los instintos primarios (conservación, defensa, realización,
valoración, comunicación, exploración, procreación, trascendencia,
etc.). Especialmente se destacan dos tendencias básicas en la
psicología del hombre: la tendencia a encontrar seguridad y
cobijamiento. Cada uno tiende a encontrar en el ambiente que le
rodea una respuesta a estas dos necesidades fundamentales de su
naturaleza. La satisfacción de estas necesidades constituye la
experiencia de hogar psicológico. Cada uno encuentra su hogar, es
decir, se siente en casa, en reposo, allí donde se siente cobijado,
esto es, conocido, aceptado y querido, y seguro, es decir, sin
amenazas fundamentales para su vida, su honor o su realización.
Cuando el hombre no encuentra respuesta a estos requerimientos
fundamentales del amor a sí mismo, entra en conflicto y se cierra,
así como se cierra un caracol cuando no encuentra un ambiente
hospitalario. El caracol se mete en su concha, el hombre se evade o
arremete.
Cuando un hombre encuentra el clima apropiado de seguridad y
cobijamiento, se siente en confianza. La confianza es la suma de
esos factores que responden a sus expectativas. Es el único clima
apto para que la persona se desarrolle sanamente. En la práctica, el
clima de confianza surge cuando el ambiente está saturado de
respeto y de amor.
Retornemos al tema del acompañamiento. Para que exista un
encuentro entre ambas personas, es necesario que se cree un clima
de auténtica confianza. Esto dependerá fundamentalmente del
respeto y del amor del acompañante. En realidad, el clima se forma
de una manera un poco más compleja. Sólo hemos querido
presentar una síntesis. Para abrir los horizontes tendríamos que
agregar: El acompañante responde a las expectativas psicológicas
de quien busca su apoyo a través de las diversas formas de su amor
paternal o maternal. Este amor debe ser respetuoso, comprensivo,
enaltecedor, cobijador, protector y misericordioso. Cada uno de
estos aspectos del amor aporta lo suyo y debería tratarse por
separado, pero esto nos llevaría demasiado lejos, por esa razón,
sólo los mencionamos.
El clima de confianza, junto con la respuesta a las expectativas del
alma, contiene otro ingrediente que no podemos dejar de analizar.
Se trata fundamentalmente de la repercusión que tiene en el
acompañante espiritual su concepción de la naturaleza humana. Es
muy difícil que una persona pueda llegar a querer y respetar
profundamente a un ser que no considera plenamente digno y
valioso. En el cristianismo esto está íntimamente ligado a las
diversas posturas que existen frente a los efectos del pecado
original. Dentro del campo de la ortodoxia existen posiciones tan
extremas como la de san Agustín, que afirma que el pecado original
no sólo nos desposeyó de la gracia, sino que dejó la naturaleza
humana profundamente herida y debilitada. Para Agustín la nuestra
es una naturaleza esencialmente inclinada al mal. Por otro lado,
tenemos a san Belarmino, que opina que por el pecado original, el
hombre sólo fue despojado de la gracia, pero que no está herido
sino desnudo y, por lo mismo, expuesto. Es la postura extrema
optimista frente a la extrema pesimista de san Agustín.
La postura que parece más equilibrada es la de santo Tomás,
elaborada posteriormente por san Francisco de Sales y por el P.
José Kentenich. Esta última posición afirma que el fondo del hombre
es bueno, porque sigue siendo siempre reflejo de Dios, pero la
naturaleza humana está efectivamente herida por el pecado. Esta
herida, sin embargo, de ninguna manera borra lo fundamental.
Santo Tomás dice: “Es imposible que por el pecado se haya
suprimido lo bueno de la naturaleza”. San Francisco de Sales
agrega un aspecto fundamental: “El hombre conserva la capacidad
de amar”. Aquí está la base del optimismo, porque se reconoce la
capacidad que tiene todo ser humano de perfeccionarse. La
naturaleza humana conserva el ansia de Dios y la inclinación al
bien. A pesar del pecado es digna de admiración y de respeto. Esta
postura doctrinal es la que asegura la actitud del acompañante
frente a cada uno de los que lo requieren. Desde esta visión
optimista brotan las actitudes que forman la médula de la relación
entre el acompañante y sus seguidores. Conforman la base de un
auténtico respeto y amor.
El respeto en el acompañamiento espiritual
En una persona psicológicamente sana, el respeto se da en forma
espontánea. Se le puede describir como una actitud de asombro y
admiración ante la grandeza y belleza que hay en el otro. En el
fondo, es la intuición de la huella sublime y misteriosa de Dios en él.
Para iluminar el proceso educativo del acompañamiento espiritual,
conviene profundizarlo en su contenido etimológico. El término
respeto proviene de dos palabras latinas re-spectare. Re, significa lo
real de algo y spectare es el hecho de mirar por dentro, de ser
espectador de esa realidad. Respetar es precisamente eso: mirar
profundamente a una persona, más allá de las apariencias
superficiales. Es ir tan profundo en ella que se pueda descubrir la
huella del Creador, fuente de toda grandeza. De ahí que la actitud
de respeto es una invitación a detenerse y admirar lo realmente
grande que Dios puso en una criatura. Al contrario, cuando la
mirada permanece en la superficie, la persona es incapaz de
admirar; los seres pueden atraer, pero a la larga se vulgarizan. El
movimiento natural del respeto es asombrarse y detenerse.
La persona respetuosa nunca pretende cambiar, modificar, inventar
o utilizar a otra, ya que reconoce lo que hay de Dios en ella. Esta
actitud es básica en el acompañamiento. El acompañante nunca
pretenderá hacer a otro a su “imagen y semejanza”, porque es sólo
obra de Dios. Él sabe que cada criatura es un pensamiento y un
deseo encarnado de Dios. Un pensamiento que expresa una huella
original y un deseo que marca una voluntad expresa y concreta.
Detrás de cada persona hay una elección de amor y una historia
conducida por Dios. No importa los defectos y pecados; por encima
de ellos está lo más real: Dios dejó en ella un rayito de luz que no se
puede borrar. Él la eligió por amor y le tiene un destino de gloria.
Esto es lo que mantendrá siempre una cierta distancia, necesaria,
entre alma y alma. Esto es lo que garantizará el ámbito de
autonomía indispensable para el crecimiento. Sólo podrá educar el
acompañante educado, aquel que está consciente de que su
actividad es un servicio desinteresado a la vida ajena; a una vida
que es de Dios. Ese respeto nunca será debilidad, ya que es
respeto a Dios. Por esa razón nunca se atreverá a aplicar moldes
prefabricados, ni seguirá otros modelos. Cada uno es único e
irrepetible. El propio acompañante será la garantía de que no caiga
en la tentación de imitar y copiar a otro.
El acompañante no debe hacer algo directamente para conquistar el
cariño o para mantener el respeto de quien lo procura. Le tiene que
bastar con su propio esfuerzo por vivir los ideales que predica. Es
eso lo que atrae. La encarnación de los ideales y la expresión de la
confianza que él tiene en lo bueno de las personas bastarán.
Cuando el acompañante está preocupado por conquistar el cariño,
termina por esclavizarse y se le pierde el respeto. Por el contrario,
tendrá que luchar porque la persona que busca su ayuda llegue a
ser, lo antes posible, independiente de él. Si se da cuenta de que
con otra persona puede avanzar mejor, debe impulsarlo para que
vaya a ella.
La actitud respetuosa del acompañante hace posible que el
encuentro humano sea como una vivencia adelantada de Dios.
Especialmente, entra en juego el hecho psicológico de que cada
persona necesita sentirse valorada y, para eso, necesita sentirse
profundamente conocida y aceptada. El respeto no es otra cosa que
ese conocimiento profundo y valorativo de otra persona. Cuando
experimenta que el acompañante, conociéndolo, le tiene un aprecio
sincero, esto da un impulso a su libertad y reposo interior.
El amor en el acompañamiento espiritual
Para entender el rol primordial que juega el amor en todo el proceso
del acompañamiento espiritual y en la educación en general, es
conveniente recordar algunas verdades primarias de la revelación
cristiana.
El hombre fue “hecho a imagen y semejanza de Dios” y “Dios es
amor”. Es así cómo el impulso fundamental en el hombre es el amor.
San Vicente decía que “lo que el alma es para el cuerpo, lo es el
amor para el alma”. La psicología moderna muestra el amor como
una tendencia primaria, la más esencial del alma humana. Esto
significa que el desarrollo integral de un hombre dependerá,
básicamente, del hecho de recibir o no recibir suficiente amor.
Las experiencias efectuadas por el Dr. René Spitz, en París, arrojan
mucha luz en ese sentido. A partir de la observación controlada del
efecto del amor en el desarrollo de los niños, afirma que “las
consecuencias de la falta de amor que se han originado a causa de
la disolución de la familia son caóticas”. No solamente lo constata en
el desconcierto de los jóvenes, sino también en los adultos. Dice
que “en los adultos las consecuencias se advierten por el número
creciente de neuróticos, enfermos psíquicos y una criminalidad
progresiva. Especialmente afectados son aquellos niños que,
durante su primer y segundo año de vida, quedaron excluidos de un
afecto permanente y sólido… Con ello se les cerró el camino a ser
plenamente hombres o, al menos, el camino a la comunidad…” Esto
plantea un desafío fundamental al acompañamiento espiritual como
ayuda personal al desarrollo espiritual de una persona.
Anteriormente se expuso que el amor, en cualquiera de sus formas,
proviene de Dios. Es un don que permite al hombre participar de la
capacidad que tiene el Espíritu divino de aceptar en sí mismo a
otros seres espirituales. Amar es querer bien a otro distinto y, por
eso mismo, es estar en el otro, con el otro y para el otro. El
arquetipo del amor humano es el amor divino. Su huella está tan
profundamente grabada en el interior del hombre, que centra su ser
y abarca todas sus potencialidades, es decir, domina al hombre por
entero. En ningún otro campo de la vida humana se entretejen en
forma tan radicales lo natural y lo sobrenatural.
Todo lo que hemos dicho hasta aquí y mucho más que se podría
abundar en el mismo tema, nos sirve para comprender que no existe
ningún servicio más urgente y necesario para el hombre que el
amor. Si el acompañamiento es un servicio a la vida espiritual de
una persona, para ser eficiente, fácilmente se comprende que debe
darse en un clima de amor. Normalmente la familia ofrece a cada
persona el primer impulso para su desarrollo a través del amor de
los padres. Así se despierta la capacidad de amar y el anhelo de dar
y recibir amor. Brota como una respuesta al amor que se recibió. En
esta base comienza el crecimiento. El acompañante espiritual, si
quiere ayudar a que ese proceso de vida llegue a su culminación,
debe penetrar en el círculo de amor que creó la familia en torno a
quien acompaña.
El P. Kentenich comentaba el concepto de san Juan Bosco, un
educador carismático, acerca de la actitud de cualquier educador.
“Los educadores son personas que aman y nunca dejan de amar”.
En un comentario más amplio agregaba: “Somos maestros en la
educación únicamente si transparentamos a Dios, es decir, si por la
fuerza de nuestro vigoroso amor despertamos a las personas que
nos han sido confiadas. El ideal, raramente logrado, consiste sin
duda, en que nuestro amor de educador sea a la vez instintivo,
natural y sobrenatural… Nuestro amor ha de ser sobrenatural y
orgánico. Esto quiere decir: el amor sobrenatural trasciende a los
demás tipos de amor y los integra. La fusión armónica entre el amor
instintivo, natural y sobrenatural constituye un círculo el amor a
Dios”.8
Ya en la antigua filosofía pagana se decía que el amor poseía una
doble fuerza: unitiva y asemejadora. Este pensamiento tiene una
máxima expresión en la educación. En efecto, el amor del
acompañante adquiere su fuerza perfeccionadora precisamente a
partir de esas dos fuerzas del amor. Origina dos movimientos: el
cobijamiento y la transmisión de los valores. El amor no solamente
hace nacer vínculos, sino que, a la larga, va asemejando a quienes
se vinculan. Ambos movimientos deben estar presentes en un
auténtico acompañamiento espiritual. Más aun, se puede hablar de
una cierta condición previa: no se moviliza la fuerza transformadora,
indispensable en la educación en la fe, si antes no se ha
experimentado suficientemente el cobijamiento personal. El alma de
quien busca ayuda se debe sentir cálidamente envuelta por el alma
de una persona más madura.
Cuando se trata de un adolescente, suele suceder que
aparentemente, rechace el cobijamiento que se le quiere dar. Esto
sucede también en relación con los padres naturales. Sin embargo,
esto responde a una ley normal en el desarrollo del adolescente. Lo
normal es que, aquello que rechazó en sus padres, tienda a
buscarlo en otra persona mayor a quien encuentra importante y
admira. El adolescente normalmente busca un “receptáculo” donde
poder vaciar sus inquietudes, donde reposar su intranquilidad, que
es propia del proceso de maduración que está viviendo tan
intensamente. Necesita un “espejo” en el cual reflejarse para aclarar
su propia imagen y desplegar la esencia de su personalidad. El
amor y el cobijamiento que le ofrece el acompañante espiritual le
debe servir de base para que se comunique y llegue a darle una
libre expresión a su ser original. Necesita de ese amor
desinteresado para cobijar su ser y de esa comprensión para
cristalizar su fisonomía propia.
Si se ha desarrollado bien el proceso de cobijamiento, comenzará a
desplegarse la fuerza transformadora del amor. La vinculación que
se gesta no es puramente racional; tiene un profundo contenido
irracional e inconsciente. Esto hace que la influencia sea más
profunda y repercuta más hondamente en el subconsciente. El P.
Kentenich se refería a este punto diciendo: “La vinculación filial del
educando al educador crea una unión anímica y con ello un
cobijamiento profundo e interior. Este cobijamiento no depende de la
cercanía o lejanía física; perdura aun después de la muerte del
educador y acompaña al educando hasta avanzada edad. En él se
hace efectiva, en forma muy honda, la ley de comunicación de vida.
El educador regala al educando parte de su ser: su pensar, sentir y
querer; su capacidad de juicio, todas sus riquezas de su vida interior
parecen influir en un grado mayor o menor en el educando. Surge
una armonía de corazones e inclinaciones. El educando, en cierto
sentido, asume el ritmo de vida del educador; más aun, la actitud
anímica, la escala de valores, incluso la cosmovisión del educador
llega a ser propiedad del otro; no sólo el orden de las ideas, sino
también el del instinto, en lo cual estriba su gran importancia. Y así
resulta que…, no pocas veces, encuentra solucionados en el
educador sus problemas actuales y futuros. Por esta razón, los
educadores y educadoras que realmente son padres y madres
espirituales de quienes les han sido confiados, pueden preservar a
sus hijos espirituales de un sinnúmero de crisis y luchas morales,
como también de dificultades referentes a la fe”.9
El acompañamiento espiritual llega a ser así una auténtica
generación de vida a partir del amor. El P. Kentenich decía: “Los
actos de generación espiritual desempeñan un papel importante en
la educación… Educar quiere decir despertar vida, recibir vida,
regalar vida”. Más adelante agregaba: “La vida se enciende
solamente con la vida y en la vida. Las ideas aun no son vida. Se
convertirán en vida si se han encarnado en el portador. El acto de
educación es un acto de generación. Cada acto generativo supone
vida. Si yo mismo no soy la personificación de lo que enseño, no
poseo fuerza generativa”.
Dicho en pocas palabras: el amor juega un papel primordial en el
proceso vital del acompañamiento espiritual como educación en la
fe. Tiene la función de despertar la vida y de encauzarla a través de
un proceso de cobijamiento espiritual y afectivo y de una
asemejación por transmisión de aquellos valores encarnados en el
acompañante. Es una generación o comunicación de vida por el
cauce del amor personal. La condición es evidente: que el
acompañante ame y haga sentir su amor y que, a la vez, esté
saturado de los valores que quiere transmitir.
La adaptación clarividente del acompañante al acompañado
El segundo factor importante en esta etapa es la adaptación del
acompañante a quien acompaña. Hablamos de una “adaptación”,
porque es él el que debe aproximarse, en actitud de servicio, a la
esfera de intereses propia del acompañado. Esto, evidentemente,
será fruto de un amor comprensivo, que le permita adentrarse en su
vida y situarse en su perspectiva para captar sus motivaciones.
Tiene que hacer suya su perspectiva de intereses y su receptividad
de valores para, desde ella, ayudarlo eficazmente.
Usamos el término “clarividente”, para significar con él que, al
mismo tiempo que el acompañante se abre a la esfera de intereses
e inclinaciones del acompañado y se entrega desinteresadamente a
servirlos, se orienta inquebrantablemente por los deseos de Dios. Es
una actitud de servicio, pero claramente regulada por la obediencia
de la fe.
En ese proceso, el acompañante debe actuar en forma dinámica y
flexible, manteniendo una ágil y rápida adaptación a la persona que
acompaña. Sólo de esta manera podrá sincronizar los tres
elementos que están en juego en él: su propia persona, con su
originalidad positiva y negativa; el acompañado, también con su
originalidad; y la voluntad de Dios, siempre sorprendente. Esto es un
arte que adquiere el carácter de una genialidad, si el acompañante
se deja conducir dócilmente por el Espíritu Santo. Tiene que
enfrentarse con la difícil tarea de penetrar en el interior del otro y
desde ahí orientar su proceso. Podemos distinguir tres factores
importantes dentro de ese proceso: 1) El arte de abrir
respetuosamente su alma. 2) El arte de escuchar e interpretar
sabiamente lo que descubre en él, y 3) El arte de orientarlo a la luz
de la fe.
El arte de abrir respetuosamente el alma del acompañado
El arte de abrir el alma es indispensable para educar a fondo. Sin
eso, es imposible ofrecer una ayuda eficaz. Si el acompañante no
tiene acceso al interior de la persona, no podrá descubrir su ideal
original ni sus inquietudes ni sus problemas actuales. Una
conducción a ciegas es siempre peligrosa. Es un arte difícil y
delicado. Delicado, porque se está introduciendo en el sagrario
interior de una persona; difícil, porque hay muchos y diversos
impedimentos. Veremos cuáles son los más comunes. Hablaremos
en primer lugar dos palabras sobre las dificultades que se presentan
en este proceso, para luego complementar la idea exponiendo la
modalidad práctica para lograr el objetivo.
Las primeras dificultades las encontramos de parte en el propio
acompañante: por ejemplo, la falta de conocimientos suficientes, los
problemas de carácter y la falta de madurez personal. Cada uno de
esos factores se levanta como una auténtica barrera que hay que
sortear.
El muro de la falta de conocimiento suele elevarse amenazante. La
persona acompañada no necesita solamente sentirse cobijada para
entrar en confianza y mostrar su corazón; necesita, además,
constatar que el educador entiende lo que está sucediendo en su
corazón y lo interpreta bien. Necesita sentirse comprendido o, de
otra forma, se cerrará. Así, entonces, el acompañante deberá llegar
a ser un conocedor del alma humana y de sus procesos vitales. Esto
se hace especialmente difícil cuando se trata de adolescentes.
Durante esta etapa, los procesos son especialmente complejos. Tal
vez lo más complicado sea el paso de la teoría a la práctica, es
decir, aprender a reconocer en la realidad la fisonomía concreta de
un proceso o de una etapa que, tal vez, teóricamente se tenga muy
clara.
También los problemas de carácter suelen erigirse como un muro
entre el acompañante y el que pide su apoyo. Por ejemplo, un
carácter áspero, que afecta más a los jóvenes que a las jóvenes; o
bien, una personalidad excesivamente melancólica o reservada; en
otras ocasiones, puede ser la falta de simpatía natural. Muchas
veces es la severidad excesiva que brota espontánea en aquellos
acompañantes que cometieron muchas faltas en su juventud.
Curiosamente estos suelen ser los más incomprensivos y duros
para juzgar.
Por último, también interfieren los defectos en la madurez de la
personalidad del acompañante. Es común que esa inmadurez se
manifieste como inestabilidad afectiva y emocional, como falta de
sinceridad, como hipersensibilidad y como egocentrismo. Esto
último es muy común y, a la vez, muy sutil: se trata del acompañante
que se centra en sí mismo, que habla mucho de sus proyectos, de
sus vivencias, de sus problemas. Si alguna vez lo hace, tiene que
ser única y exclusivamente para ayudar a crear el clima de
confianza, pero su yo tiene que desaparecer de la esfera del
intercambio. Si no lo logra, cerrará definitivamente a quien le pide
ayuda.
También existen dificultades por parte del acompañado: No basta
con que el acompañante tenga dotes excepcionales para su tarea.
También de parte del que busca ayuda pueden levantarse muros
insalvables. Por ejemplo, las personalidades demasiado
introvertidas, inseguras y tímidas.
El fenómeno de la introversión es normal en la etapa de la
adolescencia, sin embargo, hay casos extremos. Eso dificulta
mucho el acompañamiento. En todo caso, cualquier persona
introvertida que encuentra a alguien que sepa tratarla, tenderá a
abrir su corazón. Existe, incluso, el fenómeno contrario: que se abra
demasiado y tienda a revelarlo todo.
El joven adolescente tiene la impresión de que todos sus vínculos
están rotos. Comienza a sentir el aguijón de la soledad y siente
angustia. Entra en un estado que se ha denominado “confusión del
yo”. Siente su yo metido en una vorágine en la que gira desnudo,
confuso e inseguro. Eso mismo suele llevarlo a la “confusión del tú”.
No entiende a nadie ni se siente comprendido por nadie. En muchos
se despierta una cierta agresividad, especialmente hacia los seres
más cercanos. Para que este estado de confusión pase, poco a
poco, del “descubrimiento del yo”, al “descubrimiento del tú”, la
ayuda de un buen acompañante es especialmente beneficiosa. Más
tarde éste tendrá que orientarlo a la “conquista del yo” y hacia su
enriquecimiento, a través de la apropiación de sus valores
originales.
El fenómeno de la inseguridad también crea problemas en la
apertura del alma. Se trata de personas que no solamente se
sienten inseguras, sino también desvalidas. Tienen la sensación de
haber perdido el núcleo de su personalidad. Muchas veces
aparentan lo contrario y presumen de una seguridad que no poseen.
Esto puede inducir a error al acompañante. También estas personas
necesitan de una ayuda especial para poder abrirse.
El fenómeno de la timidez tiene, normalmente, como causa la
sensación de que las experiencias que se han vivido son únicas:
“Nadie más ha pasado por lo que yo he pasado”. Llegan a pensar:
“Nadie sería capaz de comprenderme”. Cuando sienten que una
persona mayor y sabia puede entender lo que le pasa, esto le ayuda
a abrirse.
Los problemas que hemos descrito se hacen mucho más agudos en
nuestro tiempo, debido a la aguda crisis de autoridad y la ausencia
de personalidades paternales maduras, que se experimenta a todo
nivel. Esto hace que sea más difícil confiarse a una persona a la
cual se le reconoce una cierta autoridad. Es necesario reconquistar
el prestigio de la autoridad.
Por último, existen dificultades por parte del propio límite de la
apertura. No es fácil saber dónde está el límite conveniente en la
apertura. No es difícil encontrar que un acompañante apremiado por
la necesidad de conocer profundamente a quien le pide ayuda,
penetre demasiado en su alma. Es importante que el acompañado
jamás tenga la sensación de estar interiormente desnudo; al
contrario, debe tener la experiencia de una interioridad intocada.
Esto último es una defensa de su valorización personal. Por eso,
identificar el límite no es nada fácil. Por una parte, el que busca
acompañamiento necesita sentirse conocido y aceptado en su
realidad; y, por otra, necesita experimentar la inviolabilidad de su
sagrario interior: mantener su intimidad. Lo que se puede tener en
cuenta como punto de partida es que jamás se debe hurgar en el
interior. Hay que dejar que él mismo revele lo que estime
conveniente. Lo que descansa en su interior, si descansa en reposo,
debe permanecer así, velado e intacto. Sólo se saca a la superficie
aquello que no lo deja vivir en paz.
Terminaremos este capítulo exponiendo algo sobre el modo
concreto de abrir el alma. En pocas palabras, se podría decir que el
arte de abrir el alma es el arte de hacerla sentirse profunda y
sabiamente interpretada. En la medida en que la persona se va
sintiendo bien interpretada, es decir, en la medida en que se da
cuenta de que su acompañante entiende realmente lo que sucede
en su interior, el sentido de su proceso de vida y sus sentimientos y
anhelos, se abrirá sin problema. La cuestión es ¿qué caminos
concretos se pueden usar para lograr eso?
Vamos a exponer tan sólo tres medios:
El simple contacto personal. Ésta es la forma más certera e
ineludible para acceder al mundo interior del acompañado, con la
condición de que experimente en ese contacto a una personalidad
madura, esto es, a un educador educado. El sólo hecho de
encontrarse con una persona bien madura, hace que la persona se
sienta interpretada por ella a través de su manera de ser, de sus
actitudes, de su comportamiento y dignidad. El acompañante no
necesita saber todo. Basta con que la persona se sienta interpretada
en su proceso de vida. Especialmente a los jóvenes no les pasa
desapercibida la calidad interior de las personas que los
acompañan.
Las palabras dichas en público. Cuando el acompañante tiene la
posibilidad de abordar a sus acompañados a través de charlas o
predicación, tiene una oportunidad inigualable para ayudarlos a
abrirse. En el caso de los sacerdotes esto es lo normal. Cuando se
dirige a un público amplio, debe orientarse por sus reacciones y así
puede detectando sus necesidades. Para eso tiene que aprender a
predicar liberándose de sus apuntes y tomando en cuenta a las
personas. En estos casos debe aprender a describir la “geografía
del corazón”, esto es, tiene que aprender a penetrar en los procesos
de vida y no exponer solamente ideas. Esto tiene vital importancia
para el adolescente: cuando se lo describe bien, se abre. El sólo
hecho de entender la causa de sus revolturas interiores, es para
muchos una gran liberación. Es claro que el acompañante, al
penetrar en el mundo de la interioridad a través de su predicación,
debe ser muy sincero. Debe evitar tener un “lenguaje pedagógico” y
, mucho menos aún un “amor pedagógico”, sino real. Tiene que
decir la verdad, adecuada a la comprensión de los oyentes y a sus
necesidades, pero ¡la verdad!
Las palabras dichas en privado. La conversación privada es un
medio primordial. Es aquí donde el acompañante tiene que aplicar
en concreto lo que ha expuesto en público. Lo normal es que la
misma persona que busca ayuda dé espacio para que el
acompañante tome el hilo de su proceso de vida y lo ilumine con su
experiencia. Recordemos que muchas veces la pura actitud con que
lo escucha y acoge no sólo lo tranquiliza, sino que, además, lo
anima a mostrar más a fondo su corazón.
El segundo aspecto de la adaptación clarividente es el arte de
escuchar e interpretar sabiamente. Hace muchas décadas, el
psicólogo Schottländer opinaba que entre mil educadores tal vez
existiese uno que sepa realmente escuchar. Hay un abismo entre el
simple oír y el escuchar. Esto último supone estar como un vaso
vacío y disponible para que el otro vaya depositando lo que desee,
sin encontrar rechazo, escándalo, prisa o aburrimiento.
Además de escuchar, el acompañante ha de interpretar sabiamente
lo que escucha. Esto exige no solamente tener la capacidad para
interpretar aquello que exterioriza quien le pide ayuda, sino que
también aquello que no dice, es decir, lo que ha querido decir, pero
no lo sabe expresar o no puede hacerlo. Un buen acompañante
tiene que saber leer entre líneas, descubriendo el fondo del alma a
través de lo malamente dicho o tímidamente callado.
Escuchar presupone desinterés, paciencia y humildad. El
acompañante debe desaparecer, poniéndose totalmente a
disposición del otro. Tiene que olvidarse del reloj o de otras cosas
que podría hacer en ese momento, por ejemplo, ordenar su
escritorio. Nunca puede dar muestras de nerviosismo o prisa. Tiene
que estar simplemente disponible. Su manera de escuchar se hace
sugestiva a través de la mirada, pequeños gestos y afirmaciones o
frases estimulantes. El interés del acompañante tiene que hacerse
estimulante y liberador. Esto se logra solamente si puede percibirse
que lo único que lo mueve es la bondad y una auténtica disposición
a recibir. Si su actitud de fondo es la paternidad, entonces se
alegrará de cualquier manifestación de vida que su acompañado
manifieste. Si sabe escuchar en ese espíritu, su actitud actuará
sobre el confidente como una liberación y será fuente de verdadera
alegría para él.
El arte de comprenderlo todo leyendo entre líneas, percibiendo aun
aquello que no fue expresado, le permitirá descubrir detrás de lo
defectuoso y aparentemente malo, un germen de lo noble, de lo
bueno, del ansia de superación y de búsqueda del ideal. Muchas
veces en el joven, el afán de conquista lo llevará a extralimitarse. El
acompañante espiritual tendrá que encontrar lo bueno que hay
detrás de eso. Más tarde le podrá ayudar a descubrir carencias, le
expondrá sus objeciones y le hará sus observaciones, pero nunca
cortará de inmediato y en forma brusca un impulso bueno por las
fallas y defectos que conlleve.
Unir bondad y severidad como elementos integrantes de un
acompañamiento sabio es una obra de arte. Los jóvenes son
demasiado sensibles frente a la justicia y al respeto. En cada
reconvención, el acompañante espiritual tendrá que tener muy
presente esto. Nunca lo reconvendrá groseramente o lo hará
humillándolo en público. En privado, podrá muchas veces hacerle
sentir la verdad y eso podrá estar bien y ser justo, pero nunca
delante de los demás.
Por último, tenemos que recordar que el peso en cada parte del
proceso, y también en ésta de escuchar e interpretar, deberá estar
en las vivencias más que en las palabras. Es a través de ellas cómo
se manifiesta el educador educado. Sólo si es realmente maduro,
impresionará. De lo contrario, podrá caer en la tentación de buscar
conscientemente sobresalir hablando mucho. Las palabras impactan
al comienzo, después, cada vez menos. Tendrá, por eso, que ser
parco tanto para elogiar como para reprobar, aunque deberá haber
más elogio que reprobación.
El acompañante acoge todo lo que manifiesta su acompañado,
incluso aquellas intuiciones que expresa confusamente. Todo lo
recoge e interpreta, de tal manera que pueda ayudarlo para calar
más hondo. Abre nuevos horizontes, a la vez que interpreta sus
vivencias y las clarifica. Tendrá que esforzarse por usar un lenguaje
sencillo y claro, especialmente con la mujer, que por naturaleza evita
las especulaciones. Además, tendrá consciente que mientas más
delicada es un alma femenina, tendrá mayores dificultades para
explicar sus vivencias interiores.
La adaptación clarividente comporta, por último, un tercer elemento:
el arte de orientarlo a la luz de la fe. En este capítulo nos
referiremos a la conducción pedagógica del proceso de crecimiento
de una persona. Es propiamente el contendido mismo del
acompañamiento espiritual.
¿Qué tiene que hacer el acompañante para orientar a quien le pide
ayuda? Habría que decir que muchas cosas diversas: mostrarle
líneas de trabajo, ayudarlo a discernir y clarificar sus procesos
interiores, iluminarlo con la doctrina y los principios, apoyarlo en sus
situaciones de inseguridad y decaimiento, podar los brotes insanos
que surgen en él, etc.
Afirmamos que el acompañamiento debe ser hecho a la luz de la fe.
Con eso queremos decir que debe recibir la luz que proviene de
Dios, y que se manifiesta a través de la originalidad de cada
persona. El acompañante tendrá que orientarlo según sus
características de sexo, edad, grado de desarrollo y rasgos
personales. Si este pequeño libro lo permitiera, tendríamos que
abordar las características más significativas del hombre y de la
mujer, de las diversas etapas de la vida y de los diversos tipos de
personalidades. Esto es imposible de abarcar aquí. Nos
contentaremos con clarificar algunos aspectos de la conducción de
adolescentes, a modo de ejemplo, para formarnos una idea de cómo
debería desarrollarse cada uno de los aspectos que fundamentan la
originalidad de cada acompañamiento espiritual.
Para quienes deseen profundizar en el acompañamiento a
adolescentes, los invitamos a consultar el ANEXO 2, al final de este
libro.
El ejercicio de una autoridad plena de sentido
El último aspecto de esta etapa se refiere al modo de ejercer una
auténtica autoridad en el proceso. El tipo de relación que procura
establecer el acompañante con su acompañado no puede ser de un
simple compañerismo. Por el contrario, claramente debe ejercer una
autoridad, pero bien entendida.
El concepto de autoridad
La raíz latina del término “autoridad” es el verbo “augere”, que
significa “hacer crecer”, “propiciar”, “aumentar”. Así, entonces, la
palabra autoridad proviene del hecho de ser autor, esto es, de servir
a la vida haciéndola crecer, propiciándola para que llegue a su
plenitud. La vida proviene de Dios que es su único Autor. Cualquiera
que ejerce una autoridad, la ejerce como su delegado o
transparente. La vida y el orden del universo tienen su fuente en
Dios, y Él gobierna el mundo a través de sus criaturas, como causas
segundas. La autoridad es una representación de Dios para
mantener la vida y el orden.
En la práctica, la autoridad no siempre se ha entendido así. Esto ha
causado una profunda crisis en nuestro tiempo. Por una parte, se
debe distinguir entre autoridad jurídica y moral. La primera proviene
del cargo que se desempeña; la segunda, en cambio, del hecho de
hacer surgir la vida. Es a esta última autoridad a la que aspira todo
acompañante. La persona que busca apoyo lo acepta en la medida
en que experimenta que ha hecho surgir vida en su interior y, por lo
mismo, tiene una cierta autoridad sobre ella.
Modo de ejercer la autoridad
En el ejercicio de la autoridad hay tres orientaciones elementales, tal
como explicamos al referirnos a la pedagogía de ideales: 1) Se
ejerce para conducir hacia la autonomía, procurando formar una
persona libre e independiente. 2) Para afianzar esa libertad, tiene
que preocuparse conscientemente de disminuir todo lo posible las
normas y obligaciones. 3) Para fomentar la responsabilidad
personal, tiene que alimentar su espíritu y darle mucha confianza. A
partir de estas normas básicas se pueden formular ciertos principios:
Un principio de actividad propia. Este principio puede formularse así:
“El acompañante orienta a su acompañado hacia la autonomía
personal fomentando la actividad propia”. Esta formulación es una
explicitación de las palabras de Pestalozzi: “Todo aprendizaje debe
llegar a ser una actividad propia, una producción personal, una
creación viva”. En la práctica, esto se traduce en que el
acompañado no sea un auditor pasivo de las enseñanzas; menos
aun debe contentarse con ser mero ejecutor de directivas. El
acompañante tendrá que fomentar la iniciativa personal. Tendrá que
presentarle campos de acción en los que tenga que actuar con
autonomía, para despertar su creatividad personal en toda su
potencialidad.
Un principio de libertad. Esto se refiere a un principio amplio en toda
la educación. Aplicado al acompañamiento se podría formular así:
“El acompañante dará toda la libertad posible; pondrá sólo el mínimo
de normas y obligaciones y se preocupará especialmente de cultivar
sus fuerzas espirituales”. 10
En la práctica, lo que se pretende con esto es ejercitar al máximo la
capacidad de optar, decidir y realizar; el uso del criterio personal y la
responsabilidad. Al hacerlo, se quiere asegurar aquello que es
indispensable asegurar, debido a las condiciones reales de la
naturaleza humana debilitada por el pecado original. El peso de esta
fórmula pedagógica recae sobre el trabajo espiritual: estimulando el
conocimiento de la verdad, la presentación de ideales, el
descubrimiento de los valores, las vivencias profundas, en fin todo
aquello que haga surgir una vida interior pujante.
Un principio clave en la conducción. Hay un último principio que es
conveniente destacar en relación con el ejercicio de la autoridad.
Este principio, que en otro contexto se denomina principio de
gobierno, dice así: “Somos autoritarios en principio y democráticos
en la aplicación”. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el
acompañante acentúa la autoridad, porque proviene de Dios y
porque es fuente de vida, pero lo hace cuidando el modo
democrático de ejercerla. El término “democracia” está ciertamente
muy desvirtuado y habría que clarificarlo. Se trata de captar cuál es
la última fuente orientadora de la vida, esto es, su origen en Dios. La
pregunta entonces es ¿cómo se escucha la voz de Dios en el
acompañamiento? Es claro que el acompañado debe escuchar la
voz de Dios en lo que le dice su acompañante, así como el pueblo
debe escuchar la voz de Dios en sus dirigentes. Aquí, en cambio, se
acentúa la contrapartida: el acompañante escucha la voz de Dios en
su acompañado.11. Tiene que estar atento para captar la voz de
Dios en las diversas manifestaciones de vida de la persona que se
le confía: sus necesidades, sus cualidades, sus inquietudes y
problemas. Todo lo que percibe en él lo tiene que interpretar en un
discernimiento basado en la fe, como voz de Dios. Solamente así
podrá tener una orientación segura para conducirlo. Eso se llama,
en este sentido, conducción democrática. Tendrá claro, por eso, que
Dios le habla por la originalidad dinámica, por los anhelos y
necesidades reales de la persona que ha recurrido a él. Al inclinarse
ante eso, se inclina ante Dios.
2. La orientación progresiva por un ideal de vida
El proceso vital que se opera en el acompañamiento comienza con
el encuentro personal. Sin embargo, no basta con ese encuentro
estimulante para impulsar la vida a su plenitud; es necesario darle
una orientación clara y definida. En realidad, esto no constituye
propiamente una nueva etapa, sino que un factor importante de todo
el proceso. La tarea del acompañante será ayudar a la persona que
se le confía a que descubra su ideal y se oriente por él.12
La noción de ideal personal
Existen muchas versiones diferentes acerca de lo que es un ideal.
Comenzaremos definiendo cuál es la versión que se debe aplicar
según el sistema pedagógico que hemos descrito. Se debe advertir
que una falsa concepción de ideal puede obrar como un elemento
deformador en el proceso.
Una noción amplia nos dice que el ideal es una meta de perfección
a la cual se aspira alcanzar. La aspiración puede permanecer en un
ámbito puramente terrenal y práctico o puede considerar el fin global
del hombre y, en tal caso, trasciende lo puramente temporal y
terreno. Uno puede decir que su ideal es sacar adelante una
profesión o formar una familia unida o lograr alguna meta económica
o política. Estaría hablando de un ideal terreno. En cambio, cuando
considera la vocación última del ser humano y que para alcanzar la
felicidad necesita realizar aquí en la tierra algo que merezca el cielo:
encarnar valores y realizar servicios, etc., entonces, el ideal es
trascendente, porque la aspiración va más allá de lo sensible y
temporal. En este libro nos referiremos exclusivamente a esta última
versión de ideal personal.
A la primera distinción tendríamos que agregar otra: una persona
puede considerar el fin espiritual general de toda la humanidad y
aplicarlo a sí misma, o bien, puede buscar su fin espiritual individual.
Se puede preguntar qué quiso hacer Dios conmigo; qué valores
debo encarnar yo; qué tareas debo realizar yo. En este texto nos
referiremos a esta última versión del ideal, el mío propio, individual y
concreto; la meta de mi perfección tal como Dios previó para mí.
Se han elaborado muchas definiciones del ideal. Vamos a citar dos,
por ser las más conocidas y porque pueden aportar algo a nuestro
propósito.
Carlos Roger define el ideal diciendo: “Esta noción de yo ideal se
refiere al conjunto de características que el sujeto quisiera reclamar
como descriptivas de sí mismo”. El concepto con el que aquí
trabajamos tiene algo de esto, pero no coincide exactamente. Para
nosotros, no se trata de ciertas características externas a uno
mismo, que se quisiera adquirir, sino de algo que ya está en germen
al interior y que uno tendría que desplegar. Coincidimos en que, de
hecho, cuando se descubre las características o perfecciones que
corresponden a uno, se aspira a ellas. Pero, no es lo que me
gustaría, sino lo que me corresponde a mí, porque forma parte de mi
identidad, según el querer divino.
H. Roth da una definición descriptiva del en el diccionario de
pedagogía. Dice que son “imágenes sublimes, anheladas y
admiradas de los hombres; comportamiento y actitudes que
corresponden a la idea eterna de la humanidad, como están
entregados al hombre en la idea de verdad, de justicia, de fidelidad,
de bondad, de amor, etc., para que él las reproduzca en la vida (…)
Según nuestra actitud y modo de pensar, poseen ellos una realidad
personal”. También hay en esta definición una cierta aproximación a
lo que entendemos por imágenes modelos en la educación. La
diferencia clara es que no se trata de ciertas perfecciones generales
de la humanidad a las que aspiramos, porque corresponden a todo
ser humano, sino que se trata de aquella fuerza perfectiva original
que está replegada en mí y que debo luchar por desplegar. Esa
fuerza se va cristalizando en las perfecciones que me corresponden
a mí, como ser original e irrepetible. Es claramente un proceso de
adentro hacia fuera.
Fundamentos del ideal en el acompañamiento
Cuando el acompañante orienta hacia el ideal, no se refiere a una
fantasía, sino a la idea que Dios tuvo de la persona al crearla.
Precisamente lo que tiene que evitar es cualquier imaginación
arbitraria, por muy sublime y exigente que sea, porque sería
deformar el proceso. Hablamos de una imagen ideal del yo, pero
basándose en el pensamiento creador de Dios. Según la doctrina de
santo Tomás de Aquino, (siguiendo a Aristóteles), “toda criatura es
un pensamiento de Dios encarnado”. Según esta noción, las ideas
en Dios tienen una realidad absoluta y son para las creaturas como
una “idea ejemplar divina”, individual para cada persona. Cada uno
ha existido desde siempre en la mente divina en forma única e
inconfundible. Desde esta perspectiva, el acompañante está llamado
a ayudar al que se le confía a descubrir esa idea y a plasmarla en la
realidad. Es el apoyo a su desarrollo individual ontológico.
A partir de la Revelación cristiana, podemos ir más a fondo aún.
Pablo, en la Carta a los Colosenses, nos revela que el Verbo es el
pensamiento en el que Dios pensó cada cosa. Esto implica que el
ideal personal de cada uno está ya contenido en Cristo, ya que “en
él, por él y para él fue hecho todo. Él es la imagen de Dios invisible y
el primogénito de toda criatura”. (Col 1,15,ss)
Esa idea o pensamiento divino que Él, por amor, quiso traer a la
realidad, creándola, no tendría realidad si no poseyese una fuerza
plasmadora. De hecho, actúa en cada ser al modo de una fuerza
que conduce hasta su realización plena. Es lo que se entiende por
una “entelequia”. En el ser libre actúa invitando desde adentro a dar
los pasos hacia la realización. Si el hombre no tuviese el
impedimento del pecado, se dejaría mover por ese impulso que
naturalmente lo llevaría a su perfección original. Hay, sin embargo,
muchos impedimentos, interiores y exteriores, en el despliegue de
esta fuerza plasmadora de la idea de Dios sobre cada uno. Ésa es
la razón por la cual conviene hacerla consciente para poder
cooperar con ella, substrayéndose a las presiones del ambiente y a
las tentaciones interiores, frutos del pecado original.
Desde la perspectiva filosófica, el ideal personal se define como “la
idea ejemplar preexistente en la mente divina sobre cada uno”. Es
decir, la idea que tuvo Dios al crear a cada uno; su proyecto original.
La teología clarifica la definición del ideal a mayor profundidad. Dice
que “el ideal personal es la imitación y manifestación original de las
perfecciones humano-divinas de Cristo, el Señor”. Esto quiere decir
que todos los ideales confluyen en Cristo como su fuente y meta,
por la razón que da Pablo en la Carta a los Colosenses. Imitar a
Cristo de una manera original es estar con certeza en la línea del
ideal personal.
Desde la perspectiva pedagógica, la definición del ideal se hace un
poco más compleja pero, a la vez, muestra cómo se puede
descubrir esa originalidad dinámica que corresponde a cada uno en
la imitación de Cristo. Muestra la operatividad pedagógica del ideal.
La definición dice así: “El ideal personal es el impulso y la
disposición fundamental que Dios depositó en lo más íntimo del
alma de cada persona”.
Esta definición pedagógica puede expresarse también de otra
manera para aclarar más aun: “Es la tendencia y la disposición
fundamental del alma de cada persona, interpretada a la luz de la fe
y expresada a través de una fórmula motivadora como meta de
santidad y tarea de vida”. Habla de una tendencia psicológica, que
puede ser detectada a través de una observación sistemática, pero
que necesita de una interpretación a la luz de la fe y que debe
formularse de una manera motivadora, presentando un programa de
perfeccionamiento original y una misión o tarea personal.
El aporte del acompañante en la elaboración del ideal
Para iluminar el proceso de acompañamiento sobre la base del ideal
personal, el acompañante tendrá que asumir tres tareas concretas:
1) Ayudar a que el acompañado haga consciente el impulso y la
disposición original de su alma. 2) Ayudarle a interpretar a la luz de
la fe el fundamento de su originalidad. 3) Ayudarle a cultivar su ideal
mostrándole los medios pedagógicos, los caminos ascéticos
necesarios y ayudándole a crecer en la sensibilidad para percibir los
impulsos sobrenaturales del Espíritu.
Descubrimiento de los rasgos originales del alma
Anteriormente expresamos que el fundamento objetivo sobre el que
se puede elaborar un ideal, al margen de cualquier arbitrariedad,
proviene de las disposiciones naturales y de la tendencia
fundamental del alma. Vamos a referirnos a estos tópicos en
particular.
Como “disposiciones” entendemos todo aquello que Dios dispuso
que constituyera el ámbito original de cada uno: estructura
psicológica, las condiciones exteriores que han rodeado la vida
(ambiente, personas, época, etc.), todo lo que determina la realidad
personal. Dios manifiesta su voluntad respecto de esa persona a
través de esos aspectos que él mismo dispuso como condicionantes
de su vida. Hay aspectos que son más determinantes que otros:
para unos será la relación con sus padres; para otros, las
condiciones sociales y culturales que le rodearon, para la mayoría,
las características psicológicas personales, etc. Al analizar el
conjunto, cada uno ve los aspectos que constituyen una clara voz de
Dios sobre su originalidad. Normalmente la voz de Dios se expresa
más claramente a través de las disposiciones interiores de la
persona: cualidades, aptitudes, virtudes naturales e inclinaciones.
Son los “talentos” que Dios concedió a cada uno para que los
trabaje. Es normal que, si Dios ha dado a una persona dotes
intelectuales o musicales, con el sólo hecho de poseerlos, ya tiene
una indicación de Dios respecto de su vida. El acompañante le
ayudará a reconocer y ordenar sus disposiciones exteriores e
interiores como indicativos para descubrir el ideal personal.
Dentro de ese conjunto de aspectos determinantes en la vida de
cada persona destaca especialmente lo que se ha denominado
tendencia fundamental del alma. Ésta corresponde a la fuerza
original que Dios puso en esa persona para desplegar su potencial.
Esta fuerza original se manifiesta espontáneamente en los anhelos
e inclinaciones naturales. De hecho, podemos constatar que en
cada persona, existen afinidades y rechazos naturales; gustos y
desagrados, etc. Estas expresiones ponen de manifiesto una
orientación psicológica original, una tendencia concreta que se irá
manifestando en cada circunstancia de la vida. Cuando la persona
coincide con su tendencia natural, se siente satisfecha; si no
coincide, se siente forzada. Básicamente la autenticidad, como
tendencia a “ser uno mismo”, es la coincidencia con el impulso
fundamental del alma que es el germen vivo de la identidad
dinámica. Nadie puede sentirse realizado y en paz, si pasa a llevar
este impulso psicológico fundamental. El acompañante irá
suavemente conduciendo a reconocer esa originalidad dinámica del
alma.
Interpretación de la originalidad a la luz de la fe
El acompañante muestra que esas disposiciones y fuerzas
originales que ha descubierto el acompañado en sí mismo, tienen,
según el plan de Dios, un objetivo propio: son tendencias y
habilidades para algo. En pocas palabras, podemos decir que se
trata de disposiciones y fuerzas orientadas a una forma original de
santidad y a una tarea original de vida. El ideal personal se le
presentará a la persona, entonces, a partir de su propia realidad,
como un ideal de personalidad o de santidad y, a la vez, como un
ideal de misión o de tarea propia. Será a partir de estos elementos
cómo creará las bases de un estilo original de vida.
El primer paso para interpretar los datos que se ha obtenido por una
introspección orientada, es crear un clima de oración. El
acompañante muestra que las cosas de Dios no pueden ser
comprendidas sin la apertura filial del corazón en la oración. Uno
mismo no se puede entender como obra de Dios, como
pensamiento de Dios encarnado, sin esa actitud. No se trata de un
análisis psicológico, sino de un discernimiento en la fe. Sin oración y
sacrificio, el empeño humano resulta inútil. En la búsqueda del ideal
existe siempre el peligro de entusiasmarse con una idea sin que sea
fruto de la vivencia del núcleo de la personalidad. Normalmente, es
un entusiasmo pasajero, pero puede desorientar. Otras veces,
puede influir algún factor externo que encandile y haga confundir el
ideal con otros valores sublimes. El acompañante estará atento para
ayudar a interpretar correctamente.
En la búsqueda del ideal se trata de llegar a los valores que mueven
más profundamente a la persona. Normalmente, esos valores se
expresan en ideas. Por ejemplo, una persona se da cuenta de que
la solidaridad de Cristo que murió por nosotros libremente le toca
profundamente y le da fuerza para vencer las dificultades o suscita
todo su amor afectivo y agradecimiento frente al Señor. Esa persona
está frente a una verdad llena de valor que se hace fuente de
vivencias en su interior. Lo normal es que esté tocando el núcleo de
su personalidad. Ahí donde se despiertan vivencias profundas, se
está en contacto con el ideal. ¿Cómo se puede percibir? Hay
diversos indicios para discernir estas fuentes de vivencia. Siempre
se tiene como telón de fondo las disposiciones y la tendencia
fundamental, o mejor aun, estas fuentes de vivencias personales
profundas son expresión de la tendencia fundamental del alma. Para
algunas personas esta fuente de motivación interior se expresa en
una jaculatoria preferida. En la repetición de ella, se expresa su
vivencia y la orientación de su alma. Para otro, se centrará en algún
lema que lo atrae especialmente. Otro lo experimentará en la
devoción favorita. Para una gran parte será algún texto del
Evangelio o algún rasgo de Cristo, de María o de algún santo. Todos
estos aspectos apuntan hacia el “pequeño secreto del alma”. Si la
persona tiene vida interior, naturalmente se va anidando dentro de
ella alguna oración con la que se siente identificada. Hay quienes
descubren el núcleo de su alma a través de alguna experiencia
profunda. En todo caso, observando el conjunto de los aspectos
mencionados, (disposiciones interiores y exteriores, tendencia
fundamental, oración preferida, experiencias vivenciales, etc.), cada
uno cuenta con los elementos necesarios para hacer un
discernimiento que lo lleve a descubrir su ideal personal.
¿En qué debería desembocar este discernimiento? En una
expresión verbal o fórmula o en un símbolo que la motive
profundamente. En lo posible, conviene, en primer lugar, expresar el
ideal en una frase o lema. Por ejemplo, “Todo para todos, para
salvarlos a todos”. “En Cristo, vida para el mundo”. “Sí, Padre, sólo
para ti”. “Corredimiendo junto a la cruz”. “En tus manos, Padre,
fuente de paz”. Algunas personas pueden adoptar alguna expresión
más compleja; por ejemplo, una chica toma el cirio como símbolo y
expresa su ideal diciendo: “Me consumo, Madre, dando luz y calor”.
El ideal personal debe estar en contacto con las verdades de la fe.
En el fondo, son verdades reveladas que penetran nuestro ser y lo
dinamizan en su caminar hacia Dios.
Trabajo práctico con el ideal personal
El acompañante tendrá que ayudar a su acompañado a que centre
toda su vida en su ideal y se oriente a partir de él. Expondremos
algunos elementos y etapas de ese trabajo ascético.
El primer momento es la conquista intelectual del ideal
Una vez que se ha hecho el discernimiento y se ha llegado a una
fórmula y, en lo posible, a un símbolo, es necesario que se elabore
el ideal. En primer lugar, conviene ponerlo claramente en el contexto
de la fe: descubrir sus raíces en la Revelación, iluminarlo con la
Escritura. Esto requiere dejarse tiempo de meditación y de reflexión
tranquila. A partir de allí, conviene responder expresamente a tres
preguntas básicas que permiten iluminar la propia vida a la luz del
ideal: 1) ¿Quién soy yo según mi ideal? 2) ¿Cuál es la misión de
vida que Dios me ha confiado? 3) ¿Cuáles son los rasgos de mi
actitud fundamental? Tenemos que advertir que, como fruto de estas
reflexiones, se tiende a reformular el ideal. Es normal que al
profundizarlo se encuentren formulaciones más adecuadas.
El segundo momento consiste en la conquista afectiva
del ideal
Se trata de que el ideal capte la afectividad y mueva la voluntad. El
complejo coherente de verdades ha de llegar a ser un complejo
unitario y coherente de valores. Esto se puede también formular
diciendo que debe llegar a ser una actitud fundamental. Lo normal
es que, a través de la reflexión y de las pequeñas vivencias de
interiorización, la verdad se vaya haciendo convicción, es decir,
“verdad para mí”, y de ahí, se vaya convirtiendo en actitud de vida y,
por último, en sentimiento de vida. Examinemos un ejemplo: Si mi
verdad inspiradora gira en torno a la paternidad divina, el proceso de
desarrollo interior sigue un cierto itinerario. Del conocimiento de la
verdad: “Dios es mi Padre”, en la medida de la experiencia interior
se avanza hacia la convicción: “yo soy hijo de Dios”. Ésta convicción
es una verdad que compromete mi vida personal y toca mi corazón.
Cuando la sigo elaborando a través de la meditación y la oración
personal, se transforma, poco a poco, en una actitud de vida que me
impulsará a esforzarme para actuar como hijo, para estar atento a
su voluntad y dispuesto a hacer siempre lo que es de su agrado. La
culminación del proceso la tengo cuando “me siento hijo”, cuando,
como fruto de mi esfuerzo por encarnar mi ideal, con la ayuda de la
gracia, yo me siento cobijado y seguro en el Padre, comprometido
con Él y anhelo hacer su voluntad y darle alegría.
En esta etapa se utilizan diversos medios. Uno de ellos es
indispensable: la renovación consciente. Es necesario recordarlo
continuamente: pensar, repensar y meditar, poniéndolo al centro de
la vida interior. Hay que clarificarlo y profundizarlo una y otra vez
hasta que se vaya haciendo cada vez más atractivo. Junto a eso, es
bueno elaborar y usar símbolos alusivos a esa verdad central de mi
vida. La oración y los ofrecimientos relacionados con la conquista
del ideal parecen también necesarios. Es importante experimentar el
ideal como regalo de Dios.
El tercer momento consiste en la encarnación del ideal
Se trata de que el ideal inspire la vida, que llegue a la vida cotidiana
motivando toda la actuación personal. Ya no solamente será
atractivo, porque capta la perspectiva personal de interés y la
receptividad original de los valores, sino que será inspirador de la
vida misma. El acompañante tendrá que motivar a su acompañado
para que vaya cuidadosamente examinando a la luz del ideal cada
una de sus relaciones personales: con Dios, con la familia, con los
amigos y el prójimo en general, con su trabajo y consigo mismo. El
ideal deberá dar un toque original y valioso a cada una de esas
relaciones. Es así cómo llegará a ser no solamente inspirador y
motivador en las luchas por la perfección, sino que será la fuente de
su estilo original de vida.
Es necesario orientar al acompañado hacia una síntesis de valores.
¿Qué significa esto? Significa que el valor central de su ideal debe
centrar realmente todos los demás valores creando una síntesis
armónica. Esto juega un papel importantísimo en la formación del
criterio propio. El ideal será la inspiración profunda de las decisiones
y, para eso, necesita tener una escala propia de valores. Una
persona no es una acumulación informe de virtudes y valores, sino
que debe presentar un rostro original. El ideal es fuente de esa
originalidad. Ayuda a ordenar y jerarquizar los valores.
El camino práctico para la encarnación del ideal en la vida es lo que
se llama el propósito particular. 13
Es una metodología que lleva a sublimar las fuerzas naturales
(pasión dominante, temperamento y carácter) poniéndolas al
servicio de la realización del ideal personal. Al analizar mi ideal me
doy cuenta cuáles son los aspectos de mi personalidad que tengo
que cultivar, ya sea porque son valores que se tienen que destacar
en mí, o bien porque son defectos que impiden la realización de mi
ideal. Es así cómo el ideal pasa a ser la inspiración de toda la lucha
ascética, la fuerza que motiva y la línea de programación del trabajo
espiritual. El propósito particular se trabaja escogiendo, a la luz del
ideal, algún punto concreto de conquista. Este punto se trabaja
durante algunas semanas hasta que se logra conquistar, pasando a
ser un elemento integrante de mi personalidad. Por ejemplo,
descubro que la paciencia es indispensable para la realización de mi
ideal. Decido luchar por conquistarla. Me voy proponiendo puntos
concretos para conquistarla. Una vez decido “no quejarme” y lo
trabajo durante dos semanas hasta que siento que cada vez me
resulta más fácil dominarme. Después, tomo el “no expresar mi
desagrado” y hago lo mismo que con lo anterior. Y así, voy tomando
diversos aspectos y los trabajo. Para que esto sea efectivo, debo
renovar el propósito varias veces al día y hacer un balance escrito
en la noche. Estos dos aspectos, junto con la motivación del ideal,
hacen que en la práctica, el ideal se vaya encarnando poco a poco y
no se quede sólo en una idea bonita.
3. La gestación de un organismo de vínculos personales
Al hablar de pedagogía de vinculaciones como parte del sistema
educativo, decíamos que los diversos vínculos con que cada uno se
ata a la realidad eran tan importantes para la persona como lo son
las raíces para un árbol. De hecho constituyen su base de
sustentación, en el doble sentido de la palabra, como base de la
estabilidad y como fuente de alimentación.
Ahora veremos la tarea que corresponde al acompañante al
respecto de la gestación de un organismo de vínculos personales.
Siendo esto tan importante para un desarrollo sano, es evidente que
tendrá que preocuparse de que su acompañado eche profundas
raíces en el mundo sobrenatural y natural.
El desarrollo psicológico de las vinculaciones
El ser humano surge a la vida en un medio plenamente favorable
como es el seno de su madre. Allí experimenta seguridad y
cobijamiento. Esa será su primera experiencia de hogar. Se siente
en casa, porque encuentra respuesta a sus necesidades
primordiales. Cuando nace, pasa por la experiencia traumática del
choque con un ambiente descobijado e inseguro. Sin embargo, a
través de los cuidados y el cariño que recibe, poco a poco,
comienza a recuperar la primera experiencia.
En este proceso juega un rol fundamental la familia, con todos sus
componentes personales y locales. Ella se va constituyendo en su
hogar psicológico. Aquí juega un papel preponderante su madre.
Las experiencias que tiene una persona con su madre se
transformarán en centros de asociación y de sumación de todas las
experiencias futuras. Sobre esta base va expandiéndose su mundo
de relaciones personales. Veamos cómo se da en la práctica este
proceso.
El amor a sí mismo como punto de partida del proceso
Si queremos llegar a la raíz de todas las vinculaciones, a la fuente
misma del hogar psicológico, tenemos que llegar hasta el amor que
cada ser se tiene a sí mismo. Desde allí se puede entender mejor la
génesis de toda relación personal. Todas las demás formas de amor
se fundan en él.
La forma fundamental del hogar es el amor natural, sano e instintivo
al propio yo. Es un amor fontal que tiene no sólo la capacidad sino
también la urgencia de expandirse y desarrollarse. Desde esta
perspectiva, podemos decir que el sentido del acompañamiento
espiritual estriba en la ayuda que se presta a la persona para que el
amor natural e instintivo a sí misma vaya tornándose cada vez más
espiritual y sobrenatural y vaya abarcando todos los seres hasta
fundirse en Dios, la fuente y fin de todo amor.
Tal vez, antes de seguir adelante, conviene hacer una aclaración
para evitar caer en un error. No se debe confundir el amor natural a
sí mismo con el egoísmo. Mientras lo primero es una condición
propia de la vida, lo segundo constituye una desviación de la
dinámica natural del amor. Es precisamente la paralización de su
desarrollo. El amor a sí mismo es el instinto originario de desarrollo
y conservación del ser. El desarrollo del amor a sí mismo consiste
en una progresiva inclusión en el propio yo de todo aquello que
conforma su ambiente: personas, cosas, ideas, costumbres, etc.
Cada persona va creciendo y desarrollando su amor en la medida
en que va incluyendo lo que le rodea en su yo. Dice: “Mi mamá”, “mi
papá”, “mi hermano”, “mi casa”, etc. Va considerándolos suyos, es
decir, como parte de su amor originario. Es eso lo que va
constituyendo el mundo de vinculaciones personales.
El proceso de desarrollo del amor a sí mismo es sano cuando es
orgánico, esto es, cuando se une orgánicamente el yo con las
personas y cosas que le rodean. Este proceso tiene una doble
dimensión, subjetiva y objetiva. Las realidades objetivas se van
internalizando hasta formar parte del propio yo, pero, a la vez, el yo
se va expandiendo, porque todo lo que le rodea va formando parte
de él conformando su hogar. Cuando la relación con el ambiente se
distorsiona y deja de ser sana, surge el egoísmo.
El desarrollo orgánico del amor a sí mismo presupone también la
unión orgánica entre el amor a lo cercano y a lo lejano. En el ser
humano se va haciendo presente cada vez con mayor intensidad lo
que podríamos llamar “nostalgia de lo lejano”, del más allá. Es esto
lo que estimula a cada uno para que su amor rompa los márgenes
estrechos del yo y se proyecte. Es lo que impulsa a la conquista de
nuevos ambientes. Para que una persona se desarrolle sana, es
necesario que se establezca un cierto equilibrio entre el “apego” o
sentimiento de cobijamiento en lo que ha constituido su “nido
original” y el impulso de exploración y conquista del universo. Esto
tiene máxima importancia pedagógica, puesto que es éste el
trampolín que debe aprovechar el acompañante para conducir a
Dios. Cuando, por algún defecto del desarrollo, se bloquea este
impulso de conquista, la persona se transforma en un ser encerrado
y sin horizontes.
Por último, el desarrollo orgánico del amor a sí mismo exige,
también, la integración armónica de las diversas formas de amor
que posee la persona. En la medida en que un ser humano se
desarrolla, va integrando en su personalidad la capacidad de amor
instintivo, afectivo, espiritual y sobrenatural. Es una inclusión que se
establece al modo de una ordenación, esto es, por una integración
de todas las formas de amor en un todo jerárquicamente ordenado.
El amor espiritual debe regular al amor instintivo y el amor
sobrenatural debe elevar y dar sentido a todas las demás formas de
amor. En este proceso estará muy presente la ayuda del
acompañante, ya que las presiones del ambiente actual hacen difícil
lograr una plena integración.
Necesidad del proceso de desarrollo
El proceso de desarrollo del amor comienza por lo instintivo, que es
ciego, y necesita ser cultivado para entrar en un proceso de
humanización o espiritualización. Este proceso debe ser orientado
por la razón iluminada por la fe. En el acompañamiento se habla de
proceso de sublimación del instinto. Un proceso que requiere de
diversos impulsos para clarificarlo, sacándolo del ámbito puramente
tendencial. En primer lugar, se trata de llenar de luz los entretelones
del amor humano. En segundo lugar, es el esfuerzo por poner lo
tendencial y compulsivo bajo el dominio de la razón y de la fe. Es la
lucha por lograr la autodisciplina y el pleno dominio de sí mismo. En
tercer lugar, se debe procurar purificar las huellas negativas que van
quedando en el subconsciente por las malas experiencias que no
han sido suficientemente elaboradas y asimiladas. Y, por último, es
el esfuerzo por elevar aquello que es puramente instintivo hacia
objetivos espirituales y sobrenaturales. En pocas palabras, el
acompañamiento busca elevar todas las formas de amor humano
hacia Dios.
Desde esta perspectiva, el acompañante identificará su labor con
ayudar a su dirigido a lograr hacer coincidir el hogar psicológico
originario, es decir, el propio yo saturado de amor a sí mismo, con el
hogar teológico, es decir, con Dios. Cuando se llega a vencer todas
las reservas y barreras del amor instintivo herido por el pecado
original y se penetra en las profundidades de la entrega total a Dios,
entonces, se llega a esa coincidencia. Cuando esto se logra, la
persona ya no busca la seguridad y el cobijamiento en sí misma y
en su estrecho ambiente próximo, sino en Dios, que será su Hogar
definitivo.
Aplicación de las leyes del desarrollo de los procesos de vinculación
Para ser eficaz en el proceso de la creación de vínculos es
necesario que el acompañante conozca algo de las leyes que lo
rigen. En último término, se trata de desentrañar en algo el modo
cómo Dios mueve a sus criaturas para conducirlas hacia Sí.
Podemos distinguir dos leyes fundamentales: la ley de transferencia
orgánica y la ley de conducción orgánica.
Aplicación de la ley de transferencia orgánica
La raíz última de la vinculación de una creatura a otra está en la
atracción que ejerce el bien. Allí donde podemos percibirlo, nos
sentimos atraídos y nos arraigamos. Sabemos, sin embargo, que
todo aquello que hay de bien en él proviene de Dios, que es el Bien
absoluto. Todos los seres participan de su bien y, por lo mismo, de
su atractivo. Así, entonces, resulta claro que cuando Dios quiere
atraer a una criatura hacia Él, lo hace transfiriéndole algo de su
perfección. Él es la Causa Primera que mueve a todas las criaturas,
pero atrae por medio de criaturas que actúan como causas
segundas subordinadas, que actúan en la medida en que participan
de su perfección. Es la huella de Dios en las criaturas lo que atrae,
aunque ni siquiera la persona se dé cuenta.
Este camino se hace más claro aún cuando se aplica a las
vinculaciones entre los seres humanos y, más todavía, cuando se
trata de personas que ejercen una función de representación del
mismo Dios: papás, sacerdotes, etc. El ejemplo clásico se da en la
vinculación entre padres e hijos. Los padres son representantes de
Dios ante los hijos. Dios se aproxima a ellos a través de sus padres.
Dios transfiere a sus representantes visibles, parte de sus derechos
y de sus atributos (poder, bondad, sabiduría). Lo hace en función de
los hijos. Es así cómo Él se hace representar por ellos y así,
también, los atrae hacia Sí y los arraiga en su corazón. En último
término, las vinculaciones que se crean entre padres e hijos son
vinculaciones que arraigan en Dios.
El hijo reacciona naturalmente ante el amor protector, cobijador y
estimulante de los padres; reacciona ante la experiencia de la
bondad y sabiduría de ellos, entregando su amor. Se arraiga en
ellos en forma espontánea. Es absolutamente natural que el hijo se
haga dependiente afectivamente de los padres. Es a ellos a quienes
entrega lo que, en último término, pertenece a Dios: el amor, la
dependencia, la obediencia. En ellos descansa su necesidad de
cobijamiento y seguridad y, por ello, entrega su respeto y amor filial.
Así nace la vinculación. Es el caso clásico del origen de las
vinculaciones. Lo mismo se da en otros planos y con otras
modalidades, pero, en el fondo, siguiendo el mismo esquema.
La ley de transferencia debe funcionar en un doble sentido: de arriba
hacia abajo, en la medida en que Dios comparte sus atributos y
derechos con sus criaturas y, de abajo hacia arriba, en la medida en
que las personas, sintiéndose atraídas por esas cualidades,
entregan su amor y se vinculan a aquellos en los cuales han
descubierto algo de la perfección de Dios.
Aplicación de la ley de conducción orgánica
Las criaturas son representantes, huellas y transparentes, pero
nunca sustitutos de Dios. El proceso debe seguir su curso normal.
Esto significa que los hijos que se hicieron dependientes de sus
padres y les entregaron todo su amor, con el tiempo deben hacerse
dependientes de Dios, entregándole a Él el amor que le
corresponde.
Cuando las personas con que alguien se vincula están a su vez
cobijadas en Dios, esta conducción hacia Él se realiza fácilmente.
En el caso de los hijos, descubrirán con facilidad en sus padres los
rasgos de Dios, como es el ejemplo clásico de santa Teresita con su
padre. En tal caso, el Espíritu Santo puede depositar fácilmente el
germen del amor divino en ese amor humano. El vínculo natural se
hará camino, expresión y, a la vez, seguro de la vinculación con
Dios. Lo interesante es que el descubrimiento del amor divino no
debilita para nada el amor humano ni destruye la vinculación; por el
contrario, la robustece. Así las personas, con quienes uno se
vincula, contribuyen decisivamente en la conducción hacia el último
fin, hacia el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
Podemos afirmar, entonces, que el sentido de las causas segundas,
de las criaturas con quienes nos vinculamos durante nuestra vida en
la tierra, es ser puentes hacia Dios. Hacen que el camino que
tenemos que recorrer sea más simple y orgánico. Eso es lo que está
detrás del pensamiento de santo Tomás: “Dios gobierna por causas
segundas”. Cada persona en sus vínculos tiene dos opciones:
puede libremente ayudar en el caminar hacia Dios o transformarse
en obstáculo.
Comprendiendo que la dinámica que moviliza hacia el fin último está
dada por esas dos leyes que hemos descrito, el acompañante se
preocupará de que su dirigido tenga vínculos ricos que dinamicen su
caminar hacia Dios y que el proceso de conducción se dé en forma
sana. Todo debe ayudar a echar raíces que, en último término, son
raíces que se establecen y alimentan en Dios. Personas, lugares,
costumbres, principios, ideas, valores, etc., todo, absolutamente
todo, se puede transformar en una atracción que ata el corazón y lo
pone en movimiento hacia Dios o lo amarra, alejándolo de Él.
Las vinculaciones son a la vez don y tarea
Desde la perspectiva que acabamos de describir, las vinculaciones
son auténticos regalos de Dios. Nunca podríamos valorizarlas
debidamente, ya que constituyen auténticos peldaños hacia la
felicidad. Sin embargo, queda siempre la tarea de progresar en esas
vinculaciones. Ese progreso pone en juego la libertad soberana.
Cada uno puede abrirse o cerrarse al perfeccionamiento de sus
vinculaciones: puede decir sí o no. Es en ese progreso donde se
puede recibir una ayuda exterior. Y es aquí donde aparece más
claramente la tarea del acompañante. Ciertamente, en la primera
etapa de la vida, son los padres quienes apoyarán el proceso de
vinculación de sus hijos pero después, cuando los vínculos deben
llegar a ser vínculos de perfección, el acompañante juega un rol
importante. Su tarea fundamental consistirá en ayudar a su
acompañado a llegar al mundo sobrenatural a través de lo natural.
En algunos casos, muy frecuentes en la actualidad, el acompañante
tendrá que suplir los vínculos naturales rotos o deficientes. La gracia
edifica sobre la naturaleza, pero no prescinde de ella. Cada uno
necesita de la experiencia de estar arraigado en un mundo cargado
de afectividad. Sin eso, el proceso se paraliza. Cuando no se tiene
esa experiencia, hay que suplirla y, desde esa plataforma, se va
conduciendo a la persona hacia el orden sobrenatural, a través de
experiencias religiosas. El acompañante ayuda a crear un ambiente
cargado de Dios: muestra la importancia que tiene la comunidad
cristiana, las imágenes, los símbolos y actividades religiosas. Todos
esos factores contribuyen a que el acompañado eche raíces en el
mundo de Dios. Le enseñará a procurar las vivencias de la fe como
un inapreciable valor.
El horario espiritual como seguro 14
El acompañante ofrece caminos prácticos para ayudar a progresar
en el caminar hacia el ideal personal y en la creación de un mundo
de vinculaciones naturales y sobrenaturales. Un camino ideal es la
práctica del horario espiritual. Consiste en confeccionar un programa
de vida en el cual, a través de puntos concretos, bien seleccionados,
se asegura cada una de las vinculaciones fundamentales. Se trata
de hacer consciente y asegurar la vinculación a Dios, por ejemplo,
asegurando ciertos momentos de oración, la lectura del Evangelio,
la recepción de los sacramentos, etc.; asegurar, igualmente, la
vinculación con el prójimo, destacando las vinculaciones más
importantes, por ejemplo, con los miembros de la propia familia o
con la comunidad cristiana en la que se está inserto. Esta
vinculación se puede asegurar privilegiando ciertos momentos de
encuentro o asegurando que, de hecho, sean auténticos encuentros
personales. Muchas veces exigirá escribir cartas o llamar por
teléfono, etc. Tendrá que asegurarse, también, una adecuada
vinculación con el quehacer cotidiano, trabajo, estudio o apostolado.
Hay muchas formas de asegurar esto: destacando la puntualidad, la
preparación de esas actividades, el cumplimiento de esas tareas,
por ejemplo, en el estudio. Incluso, el horario espiritual puede
asegurar la sana vinculación con uno mismo. Muchas veces
necesitamos asegurar el descanso o el esparcimiento, el cultivo del
cuerpo con la gimnasia o tomando los remedios necesarios, leyendo
o informándose, etc.
El horario espiritual es un medio ideal para que el acompañante
pueda tener una referencia objetiva en el acompañamiento, siempre
que se lleve por escrito haciendo un control diario. Este control
escrito, que luego pasará por sus manos, cumple con diversos
objetivos: centrará la atención específicamente en las vinculaciones
que se quiere cultivar, a través de algunos puntos neurálgicos;
ayudará a formarse el criterio a través de una evaluación valorativa;
dejará una bitácora segura para descubrir aquellos aspectos que, de
hecho, influyen en el progreso o en las caídas; encenderá la “luz
roja” cuando la vida espiritual comience una etapa de descenso. Lo
más importante, sin embargo, es el hecho de establecer una
garantía de recibir el alimento espiritual suficiente y así proteger
aquellas vinculaciones que se estiman fundamentales para el
desarrollo integral de la persona.
El propio acompañante podrá encontrar en el horario espiritual un
medio apto para objetivar su ayuda ya que, a través de él, podrá
descubrir las cosas que realmente influyen en la persona que ha
recurrido a su ayuda.
Acompanamiento espiritual   jaime fernandez m
ANEXO 1
El sacerdote como acompañante espiritual
1. Mediación instrumental en la acción del Espíritu Santo
2. El sacerdote, otro Cristo
3. La paternidad sacerdotal
A. A la luz de la teología
B. A la luz de la psicología
– Dignidad paternal
– Sabiduría paternal
– Preocupación paternal
C. A la luz de la pedagogía
El sacerdote como acompañante
Según la práctica de la Iglesia, el acompañamiento espiritual puede
ser ejercido tanto por hombres como por mujeres. Asimismo, no es
necesario haber recibido alguna consagración especial para ello. Sin
embargo, la Iglesia enseña que el sacramento del orden sacerdotal
confiere al sacerdote una gracia especial en ese sentido. Dentro del
cuerpo de la Iglesia, el sacerdote es constituido ex-oficio como
cooperador e instrumento del Espíritu Santo en la conducción de las
personas hacia la perfección evangélica. Las razones de fondo
fueron entregadas en la primera parte de este libro, en la
introducción al acompañamiento.
En este anexo nos hemos propuesto ofrecer una ayuda concreta a
los sacerdotes que, como pastores, deben ejercer la delicada tarea
de educar en la fe y orientar por los caminos de la perfección
cristiana. Aquí, hablaremos exclusivamente del sacerdote como
acompañante espiritual. El orden sacerdotal confiere al oficio de
acompañamiento una tónica original. Sobre eso queremos
extendernos.
1. La mediación instrumental en la conducción del Espíritu Santo
Al hablar de acompañamiento, hemos partido de un fundamento
seguro al afirmar que es el Espíritu Santo, el Santificador, quien
conduce a las personas a la santidad. Cualquier otro que participe
en esta tarea, lo hace como su instrumento subordinado. Ahora
bien, la Escritura se encarga de mostrarnos cómo, según la manera
normal como Dios conduce a su pueblo, siempre ha utilizado
instrumentos humanos para este fin. Examinemos algunos
testimonios.
“Sigue el consejo del prudente, y no desprecies ningún buen
consejo”. (Tob 4,18) “No hagas nada sin consejo, y después de
hecho no tendrás arrepentimiento”. (Ecl 32, 23) “Si uno cae, el otro
le levanta; pero, ¡ay del solo que, si cae, no tiene quién le levante!”.
(Ecl 4,10) “El que a vosotros oye, a mí me oye”. (Lc 10,16) “Somos
embajadores de Cristo, como su Dios los exhortara por medio de
nosotros”. (2Co 5,10)
Esto que aparece tan a menudo en la Escritura, es corroborado
ampliamente por la Iglesia en su doctrina y en su práctica, de tal
manera que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que
corresponde a su sentir.
“Los que tratan de santificarse… necesitan más que los otros, de un
doctor y guía”. 15
La sana psicología también reafirma lo que dice la autoridad.
Muestra que el camino de la perfección cristiana está jalonado de
escollos. El ser humano pasa, necesariamente, por diversas crisis
de maduración a lo largo de su historia. Para todos, es evidente que
“nadie es buen juez en su propia causa”. Los fenómenos
psicológicos que acompañan muchas de estas crisis, fácilmente
pueden conducir a engaños, especialmente cuando la persona se
adentra en el complejo mundo de la mística. Para esto se necesita
de un consejero equilibrado y sabio que haga, como decía León XIII,
de “doctor y guía”.
El Espíritu Santo puede seguir caminos inusitados y que, muchas
veces se encarga directamente de conducir un alma privilegiada por
las sendas de la más alta santidad. Él “sopla donde quiere…” pero
aquí nos interesa saber cuáles son los caminos ordinarios que utiliza
para educar en la fe y llevar a la perfección. Éstos pasan
normalmente por una ayuda espiritual.
2. El sacerdote, otro Cristo
Son muchas las definiciones que se pueden dar para identificar el
sacerdocio. En la carta a los Hebreos, se nos ofrece una que,
ciertamente, entrega un rico material de reflexión: “Todo sumo
sacerdote es tomado de entre los hombres y establecido para ser
representante de Dios” (Heb 5,1). Esta descripción acentúa primero
el hecho de representar al pueblo ante Dios, ofreciendo oraciones y
sacrificios por él, pero se completa diciendo que está asediado por
“su propia debilidad”.
De todas las perspectivas que se pueden proponer para clarificar la
identidad sacerdotal, la más exacta es, ciertamente, la que presenta
el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros en el n. 5: “Dios,
que es Él sólo santo y santificador, quiso tomar a los hombres como
compañeros y ayudadores que le sirvieran humildemente en la obra
de la santificación. De ahí es que los presbíteros son consagrados
por Dios, siendo su ministro el Obispo, a fin de que, hechos de
manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo…” La
Constitución sobre la Iglesia dice lo mismo con otras palabras:
“Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor
y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada
por el espíritu de la unidad y la conducen al Padre por medio de
Cristo en el Espíritu”. (LG 28)
Es así, entonces, que la médula de la mística sacerdotal, el núcleo
de su identidad, radica fundamentalmente en la identificación con
Cristo, tal como decían nuestros antepasados: Sacerdos alter
Christus. Cuando el sacerdote pierde esta perspectiva, su realidad
sacerdotal se agota y su actividad gira en el vacío. Son muchos los
hombres de Iglesia que afirman que el origen de la mayoría de las
crisis sacerdotales y de las múltiples deserciones proviene
precisamente de la pérdida de identidad.
Jesucristo, el modelo del sacerdote, se identifica a sí mismo como el
“Buen Pastor” (Jn 10). Él conoce a sus ovejas, las protege, las lleva
a los pastos suculentos. Cuando quiere resumir el sentido de su
encarnación, lo hará diciendo que para eso vino al mundo, “para que
tengan vida y la tengan abundante”. La gran preocupación del Buen
Pastor es la vida plena de sus ovejas; ésta debe ser también la gran
preocupación de todo sacerdote: “que tengan vida abundante”. No
basta con enseñar algunas verdades o celebrar ritos; la
preocupación es personal, se refiere a cada oveja y se orienta a la
vida plena, que debe llegar a tener según el plan del Padre. Esta
preocupación por engendrar la vida, protegerla, alimentarla y
conducirla es una preocupación directamente paternal. Eso es lo
que da el contenido profundo al sacerdocio del Nuevo Testamento.
3. La paternidad sacerdotal
La actividad propia de un acompañante es el servicio a la vida
ajena, pero la actitud que debe inspirarla es la paternidad. Sin esa
conciencia, su labor no será fecunda. Si preguntamos a muchos
sacerdotes modernos cuál es el sentimiento de vida, cuál es la
relación que tienen con las personas que les son confiadas, nos
damos cuenta de que, por lo general, existe una confusión de
sentimientos. Para muchos, el sentimiento dominante será el de
amistad. Se sienten “amigos” de sus feligreses. En muchos, incluso,
podemos descubrir casi un complejo de inferioridad. Se sienten
burócratas, empleados a sueldo. Es lo que Jesús denomina
“asalariados” o “mercenarios”. Es el sentimiento del que abandona
las ovejas cuando ve venir al lobo, porque no siente a las ovejas
como suyas. Es claro que existe, en este campo, un juego
permanente entre expectativa y frustración. Los fieles buscan “un
padre” y se encuentran con un “burócrata”, que está sometido a un
horario de oficina. Esto es mucho más sutil y grave cuando se trata
de la pastoral con adolescentes. Es más sutil, porque
aparentemente el joven se siente contento de que el sacerdote sea
un “amigo cercano”, sin embargo, sólo más tarde se da cuenta de
que lo que necesita y procura un “padre”, una persona adulta,
cálida, fuerte, que se responsabilice por su vida y sea capaz de
impulsarla vigorosamente hacia su plenitud.
La paternidad sacerdotal se enfrenta en la actualidad con graves
dificultades de orden psicológico. La tremenda crisis de orfandad, la
carencia de auténticos padres, las experiencias frustrantes de
relación filial han hecho que la paternidad esté en crisis. Más aun,
esta crisis de la paternidad ha generado una crisis de autoridad a
todo nivel. El prototipo es la autoridad paternal, y si ésta entra en
crisis, todas las demás formas de autoridad participarán de esa
crisis. A simple vista, podemos percibir la íntima relación que existe
entre las diversas formas de autoridad y la paternidad. Cuando
decimos que el gerente, el general, el jefe es un padre, estamos
diciendo una alabanza. Por el contrario, cuando decimos que el
padre es un gerente, un jefe, un general o un administrador,
estamos diciendo algo peyorativo. Toda forma de autoridad debe
orientarse por la paternidad como su forma más elemental y rica. Es
la forma en que la autoridad como autoría de vida, como servicio, se
da de una manera más nítida.
Si nos preguntamos qué significa ser padre, respondemos que
padre es aquel que engendra una vida nueva, la despierta, la
estimula, la conduce a partir de su propia personalidad como autora
de vida. Es aquel que tiene una verdadera autoridad. La pregunta
que está subyacente en nuestro análisis es: ¿Hasta qué punto es
lícito aplicar este término al sacerdote? ¿Se puede decir que el
sacerdote ejerce una función realmente paternal? O bien ¿Se trata
sólo de una metáfora o de un título honorífico?
Esta pregunta tiene una importancia capital hoy día, un trasfondo
que cala muy profundo en los afanes de la pastoral actual. La
psicología profunda ha demostrado que existe en el hombre un
fenómeno denominado “transferencia de afectos”. Este fenómeno
tiene una clara influencia en el proceso de educación de la fe,
especialmente en el campo que nos interesa profundizar, en el
acompañamiento. Dicho en forma más directa: se ha comprobado
que es muy difícil trasponer un afecto del mundo natural al
sobrenatural si no media una ayuda en el plano natural. El caso más
evidente se da con relación a la paternidad. Cristo revela el rostro de
Dios como Padre e invita a imitarlo a Él amando al Padre con afecto
filial, entregándose confiadamente en sus brazos. Existe un
obstáculo casi insuperable cuando una persona no ha tenido, en el
plano natural, una sana relación filial. Cuando sus experiencias
afectivas han sido frustrantes, difícilmente podrá crecer en una
relación filial con Dios. En general, las vivencias familiares ayudan o
impiden el crecimiento en el mundo de la fe. Actualmente, la
humanidad pasa por experiencias caóticas en ese plano y esto es
un obstáculo para la evangelización y para la conducción hacia la
perfección. Esta reflexión lleva a pensar que es de vital importancia
pastoral destacar la figura del sacerdote como padre. La pregunta
es si hay fundamento suficiente para justificarlo.
A. La paternidad sacerdotal a la luz de la teología
La teología ofrece un fundamento ontológico para comprender la
dimensión paternal del sacerdocio. Entrega varias pistas para
fundamentar esta afirmación: La primera pista es la praxis eclesial
que, desde el inicio, ha dado al sacerdote el tratamiento de padre.
No podemos presuponer que una praxis inveterada y permanente
de la Iglesia, que está inspirada por el Espíritu Santo, proceda de un
simple error. Tiene, necesariamente, que haber algo muy de fondo
para que se haya apartado aparentemente de una recomendación
de Cristo: “En la tierra no llamen a nadie padre…” (Mt 29,9) La
praxis de la Iglesia al respecto es muy clara. A la Cabeza visible de
la Iglesia se le llama oficialmente “Santo Padre”; a todos los
sacerdotes se les llama ”padre”; incluso en la liturgia se usó
oficialmente la expresión. Por ejemplo, en el acto de contrición: “y a
usted, padre…” ¿Por qué ha conservado la Iglesia este tratamiento?
Claramente lo hace para poner de relieve la relación ontológica y
objetiva que se crea entre el sacerdote y los fieles en virtud del
orden sacerdotal.
Es muy probable que, en la actualidad, se esté usando el título de
“padre” desprovisto de su contenido, sin que exista un respaldo de
fe, incluso de parte del mismo sacerdote. Sin embargo, continúa
teniendo sentido porque la ordenación, como siempre, sigue siendo
una participación en la gracia capital de Cristo, Cabeza de la Iglesia.
La fe de la Iglesia hacía que nadie se extrañara al ver a un cristiano
anciano y lleno de dignidad tratar a un sacerdote jovencito, recién
ordenado, como “padre”. La razón está en que el título no se le
confería en consideración a su mérito sino a su realidad ontológica y
a su oficio.
La segunda pista de referencia a la dimensión de paternidad del
sacerdocio la ofrece la misma Escritura Sagrada. Aquí se encuentra
la referencia primordial al reconocer a Dios como Padre por ser el
primer dador y conservador de la vida. Toda paternidad en el cielo y
en la tierra procede del Padre de la misericordia. En el Antiguo
Testamento aparece continuamente este tema: Job 34,36; Sal 68, 6;
Sir 23, 1; Is 63,16. Desde la antigüedad para el pueblo escogido es
claro que Dios utiliza instrumentos para la función de despertar,
proteger y conducir la vida del rebaño. En el Nuevo Testamento el
tema toma aún mayor consistencia debido a la revelación del rostro
paternal de Dios. Pablo expresa este sentimiento con toda claridad
diciendo: “No les escribo esto para avergonzarlos, sino para
amonestarlos como a hijos queridos. Pueden tener mil maestros en
Cristo, pero no tienen muchos padres, porque yo los engendré en
Cristo por el Evangelio llegando a ser padre de ustedes” (1Co 4,14).
No cabe duda de que él se considera padre a causa de su función
sacerdotal y que ve su actividad evangelizadora como un
engendramiento de vida nueva y fundamento de esa paternidad. No
confunde “paternidad” con “paternalismo”; lo primero se refiere al
surgimiento de una nueva vida; lo segundo se refiere solamente a
un tipo de sentimiento de carácter subjetivo. Él tiene sentimiento de
paternidad, precisamente, porque es padre, porque engendra vida;
eso lo hace cercano a su gente y le despierta la responsabilidad por
ellos. En la carta de los Tesalonicenses hace una afirmación
semejante: “A cada uno le fuimos a hablar como de padre a hijo; los
animamos…” (1Tes 2,11). En la carta a los Gálatas, su expresividad
llega a una cierta culminación al comparar su acción pastoral con la
maternidad: “¡Hijitos míos!, de nuevo sufro dolores de parto hasta
que Cristo se forme en ustedes” (Ga 4, 19). Su actividad como
sacerdote al cuidado de la vida de los que le son confiados es un
engendramiento en el Evangelio y un alumbramiento doloroso. En la
Carta a los Efesios pone un elemento que hace más comprensible
aún su imagen de la acción sacerdotal: “Así, pues, Cristo es quien
dio a unos ser apóstoles, a otros, ser profetas… Así preparó a los
suyos para los trabajos del ministerio en vista a la construcción del
Cuerpo de Cristo” (Ef 4,11). La fuerza vital para engendrar esa
nueva vida por el sacerdocio proviene del mismo Cristo, es
simplemente su prolongación en el tiempo. Su preocupación
paternal por los fieles no es un sentimentalismo, no es pura
subjetividad, sino que la consecuencia de algo objetivo y fundado
ontológicamente.
La tercera pista la ofrece la actividad propia del sacerdote. Si
miramos las actividades propiamente sacerdotales, veremos que
están marcadas por los rasgos esenciales característicos de la
paternidad. En efecto, su actividad específica es comunicar y
cultivar la vida sobrenatural. No tiene otro sentido que hacer que los
hombres lleguen a tener la vida de hijos de Dios en plenitud. Esto lo
realizan, fundamentalmente, a través de los sacramentos.
En la actual economía de la salvación, Dios ha querido hacer
dependiente la expansión, realización, mantención y profundización
del reino de Dios de aquellos que han sido llamados y destinados al
anuncio de su palabra. Pablo nos habla de una “fide ex auditu”, una
fe que se recibe por lo que se oye, por la palabra. Si preguntamos
cómo se da esto en la práctica, encontramos que el primer paso es
la ordenación sacerdotal. Por ella, el Obispo genera nuevos
dispensadores de vida. Éste es, propiamente, el fundamento
ontológico de todo el proceso de comunicar su vida divina. El
sacerdote comunicará, a su vez, la vida, a través del bautismo y de
la penitencia y la acrecentará a través de los demás sacramentos.
Sin embargo, en su actividad sacerdotal, la predicación de la
palabra de Dios aparece como lo primordial. Por medio de ella
evangeliza despertando e impulsando la vida. Es el punto de partida
para el nacimiento de nuevos hijos de Dios, ya que es el medio que
sirve para la recepción de la fe. Junto a la predicación y la
sacramentación, el sacerdote debe acompañar su ministerio con su
propia oración y sacrificio, tal como lo hiciera Cristo, de quien él es
sólo representante. Es muy difícil que llegue a tener fecundidad sin
esta participación personal en el proceso de engendrar vida nueva.
Por último, también es una actividad paternal la que ejerce a través
de su oficio de pastor. Por medio de él, debe ejercer el gobierno de
la comunidad cristiana, como un pastor que conduce a sus ovejas, o
como un padre que cuida de su familia. Le corresponde estimular la
vida, encauzarla, protegerla, orientarla y darle normas. Muchas
veces. Incluso, tendrá que purificarla, como un jardinero que poda la
vida para que dé más fruto.
B. La paternidad sacerdotal a la luz de la psicología
La perspectiva psicológica invita a examinar la actitud consciente
con que el sacerdote asume esa función paternal, a la que ha sido
destinado dentro de la Iglesia. Sabemos que debe existir una
correspondencia entre el ser y el actuar. El fundamento en el ser
vimos que era la capacidad de engendrar en la fe; ahora veremos la
actitud correspondiente a ese fundamento de paternidad; de qué
manera el sacerdote debe vivir y expresar en una modalidad propia
esta nueva relación que adquiere frente a los fieles.
En el camino que sigue la apertura de la naturaleza a la gracia se
pasa por un proceso de adaptación psicológica. El sacerdote asume
progresivamente el misterio de su ordenación. Tiene que dejar que
la convicción penetre su mundo afectivo hasta captarlo
vivencialmente. Sólo así impregna su estilo de vida. A este proceso
llamamos maduración sacerdotal.
En la vida cotidiana, tenemos muchos ejemplos que nos permiten
comprender mejor en qué consiste ese proceso de maduración.
Muchas veces vemos a una chica despreocupada y superficial que
se casa. Pronto se tiene que enfrentar con la maternidad y se
produce en ella un cambio radical. Unamuno lo considera “casi
milagroso”. La chica aparece ahora seria, responsable, preocupada
y asentada. Hubo un cambio en su ser que penetró toda su
psicología. Esto suele verse también en un chico sano que toma
conciencia de la paternidad; sólo que esto es menos espontáneo y
radical en el hombre que en la mujer.
Cuando el sacerdote madura como tal, es señal de que aquello que
sucedió en él a través de la ordenación, de una manera misteriosa,
ha penetrado su ser subjetivo hasta el subconsciente y comienza
poco a poco a expresarse en actitudes de vida. Lo más profundo de
este cambio es que se despierta en él una honda responsabilidad
por la vida divina en los hombres. Cuando empieza a surgir este
sentimiento y va poco a poco embargando toda su vida, es señal de
que ha madurado como sacerdote. Desde lo más hondo de su ser,
se despierta el anhelo de hacer nacer una vida nueva, de impulsarla
por todos los medios, de llevarla hacia su plenitud. Si esto no se da
espontáneamente, significa que el sacerdote no ha madurado. Hay
que buscar las causas.
Desde el punto de vista psicológico, podemos decir que el
fundamento natural de la paternidad sobrenatural del sacerdote es
el impulso propio de la naturaleza del varón que, al madurar, lo lleva
a engendrar, desplegar y conducir la vida. Ese impulso natural e
instintivo es elevado por el orden sacerdotal. Por la gracia, el
impulso natural a la paternidad adquiere una nueva dimensión, que
va en el mismo sentido: es paternidad sobrenatural. Nuevamente
constatamos cómo la gracia edifica sobre la naturaleza sin
prescindir de ella. Si una persona no tiene bien asentado este
impulso viril a la paternidad, difícilmente podrá desplegar una
auténtica paternidad sacerdotal. La auténtica virilidad es un punto de
selección básico para la admisión al sacerdocio. La tarea es
educarla para que impregne la personalidad.
La maduración de la actitud paternal confiere tres rasgos
característicos: dignidad paternal, sabiduría paternal y preocupación
paternal. Examinaremos cada uno de estos rasgos.
La conciencia de dignidad paternal
La dignidad proviene del conocimiento y reconocimiento de un valor
real. Cuando hablamos de dignidad y de conciencia de dignidad en
el sacerdote, estamos hablando de la captación subjetiva del valor
excelso del que es portador a partir de su ordenación. Este valor,
que se apoya en la identificación con Cristo, el Buen Pastor, tanto en
el ser como en la tarea de vida, pone exigencias a su
comportamiento.
Si el estilo de vida del sacerdote no estuviese apoyado en la
convicción profunda del valor real de su ordenación, sería una
apariencia engañosa, un vulgar teatro. Al primer obstáculo cedería,
porque sería como un árbol sin raíces. Durante mucho tiempo se
insistió en las formas exteriores del estilo de vida, sin clarificar el
fondo. Se fue perdiendo convicción de la grandeza sacerdotal y eso
generó un tipo de sacerdote incoherente. Más aun, después del
Concilio Vaticano II, surgió una corriente que, aunque tenía buenas
intenciones, hizo mucho daño en el clero. Se pretendía erradicar el
“clericalismo” y vencer los “rasgos triunfalistas” que se habían
anidado en la Iglesia. Esto era ciertamente positivo y loable, sin
embargo, se llevó adelante como una campaña niveladora e
indiscriminada y terminó generando un tremendo complejo de
inferioridad entre los sacerdotes.
El sacerdote supera sus complejos e inseguridades cuando intuye
que en él hay un misterio de Dios. A partir de ese momento no
necesita adoptar un aire paternalista, como una pose exterior y sin
fundamento, sino que surgirá espontáneamente una manera de
darse a la vez personal y cercana, reservada y distante. No se pone
por encima de nadie, se siente un servidor de todos, pero respeta el
misterio que hay en su interior. La fuente de su seguridad no está en
sus conocimientos, cargos o títulos, sino en el respaldo de Cristo
que actúa a través de él. Estando imbuido de esta verdad, nunca
sufrirá de complejos ni de inseguridades; incluso cuando sienta en
su interior la mordedura de la miseria del pecado o cuando se le
hagan dramáticamente presentes sus fallas e incompetencias. Su
sacerdocio está por encima de su miseria, de sus pecados, mañas y
debilidades. Aunque a lo largo de su vida surja de su interior el niño
malcriado, infantilista e inmaduro… él sigue siendo “padre”.
A este respecto son notables los consejos de san Pablo a los
obispos jóvenes que acaba de ordenar. A Tito lo impulsa a enseñar
“con toda autoridad” y le dice “que nadie te menosprecie por tu
juventud” (cfr Ti 1,15; 2Tim 2,22; 1Tim 5, 1). Les pide evitar “los
desórdenes propios de la juventud”, pero mantener su posición de
autoridad. Para Pablo es evidente que el sacerdote, por muy
cercano y personal que sea en su trato, debe mantener una posición
que le permita llegar con autoridad a los suyos y servirlos, pero
como “padre”. En él no tiene cabida la tendencia actual a la
nivelación.
La sabiduría paternal en el sacerdote
La gracia sacerdotal confiere, a quien se abre sin restricciones, una
sabiduría que no es natural ni humana, sino sobrenatural, que le
permite actuar frente a las necesidades de la vida divina en las
almas que le son confiadas. Es la acción del Espíritu Santo que
suple la inexperiencia del sacerdote recién ordenado y le da
profundidad de vida. A largo plazo, nos podemos dar cuenta que lo
que nos permite abrirnos a la sabiduría paternal, que ofrece el
Espíritu, no depende de la juventud o la vejez, sino de la intensidad
de la vida espiritual. Cuando un joven ha sido ordenado sacerdote,
abriéndose al misterio de la configuración con Cristo, surge en él la
necesidad interior de entregarse al Espíritu Santo, que es quien obra
esa configuración con el único Pastor. Él es, entonces, el que nos
hace crecer en la sabiduría paternal. Esta sabiduría tiene dos rasgos
que son característicos: paciencia y prudencia.
La paciencia paternal, por la que el sacerdote, subordinando sus
impulsos puramente naturales, adquiere poco a poco la capacidad
de adaptarse a la pedagogía de Dios. Sabe que es necesario dejar
germinar lentamente la vida. Va, poco a poco, adquiriendo una
paciencia heroica frente a las faltas y debilidades de los que le son
confiados. Nunca presiona, nunca apura, nunca se impacienta. Para
que esto sea posible, tiene siempre ante sí sus propias debilidades.
Sabe que “a él mismo lo asedia su propia debilidad” (Heb 5,2).
La prudencia paternal lo lleva a adquirir un sexto sentido para
discernir lo que debe cultivar cuidadosamente y lo que debe
erradicar de raíz. Para no trocar ambas cosas, debe entregarse
dócilmente al Espíritu, sabiendo que esa dosis grande de sabiduría
que necesita sólo se consigue a través de una sólida vida ascética,
mucha oración y purificación. Necesitará prudencia, también, para
saber encontrar la medida exacta de alabanza y represión. Sabe
que de esto depende, en gran medida, el estímulo necesario para
hacer crecer a las personas que el Señor le confía. Sabe, también,
que para un sacerdote joven es muy fácil dejarse influenciar incluso
por el sacristán… Igualmente, necesitará una gran dosis de
sabiduría para aconsejar. San Vicente de Paul usaba una fórmula
para aconsejar con sabiduría. Decía: “Pido a Dios que me ilumine.
Me pregunto si, en este caso, no será mejor consultar con otra
persona y, por último, nunca hablo en forma categórica, pero sí
suficientemente claro”.
La preocupación paternal es también un elemento importante en la
madurez que el Espíritu va haciendo surgir en el sacerdote
dispuesto a dejarse conducir dócilmente. El sacerdote debe ser el
antípoda de un “burócrata”. El burócrata cumple con su labor de
oficina dejando a la persona contenta con un simple servicio.
Termina su función puntual y se pierde todo contacto personal. No
necesita preocuparse más por la persona. En el sacerdote sucede lo
contrario: su tarea va tomando cuerpo en la medida en que va
conociendo a la persona y ésta se le va confiando. Tiene que
reflexionar y rezar para saber cómo ayudar a esa persona. Sus
consejos nunca serán generales, al modo de una receta
preestablecida, sino personales y adecuados a la realidad concreta,
conocida y reflexionada, rezada y asumida por él como pastor.
La preocupación por la vida que se le ha confiado nunca tiene
vacaciones, su preocupación no cesa nunca. Tiene que estar
siempre alerta para captar la vida que surge, elaborarla, haciéndola
pasar por su corazón y por sus riñones, como decía el P. José
Kentenich.
Ese sacerdote, movido por el Espíritu, nunca predica en el aire, sino
que usa la palabra para dar respuestas concretas a los problemas
del tiempo y a las necesidades reales de su gente. San Clemente
María Hofbauer solía decir que al Evangelio era preciso predicarlo
siempre “como nuevo”. El pastor, preocupado de su rebaño, tiene
que estar siempre dispuesto a luchar cuando ve venir al lobo. Tiene
que saber enfrentar al lobo de la pornografía, del alcoholismo, de las
drogas, de la política violenta y falaz, del sexualismo, de una
televisión masificadora, etc.
Cuando se ha hecho una auténtica elaboración psicológica de la
realidad sacerdotal, surge la convicción íntima: “Yo soy el padre, el
pastor para estas personas que el Señor me ha confiado”. Si se
logra eso, nadie tiene que incentivarlo para que trabaje
incansablemente, con todo su ser, pero, a la vez, sereno y confiado.
Este pensamiento dignificante lo inmunizará frente a cualquier
peligro de burocratismo, nunca tendrá alma de mercenario sino de
pastor.
C. La paternidad sacerdotal a la luz de la pedagogía
Esta tercera dimensión de la paternidad se refiere al modo de llegar
a la actitud paternal a partir del fundamento ontológico que ofrece la
ordenación sacerdotal. Se trata de profundizar en el camino para
llegar a ella. Toca en forma directa a los educadores de sacerdotes.
La primera tarea es la educación para la responsabilidad. Si se
quiere educar al sacerdote para que ejerza una auténtica paternidad
en la fe, es necesario despertar en él la responsabilidad por la vida
divina en personas concretas. Es este sentimiento de
responsabilidad el que sirve de fuente y garantía de la paternidad
como actitud de vida.
Aquí se presenta la cuestión pedagógica de cómo nace el
sentimiento de responsabilidad. ¿Existen técnicas o métodos para
lograrlo? Hay una sola respuesta realista: la responsabilidad por las
almas crece en un sacerdote solamente en la medida en que crece
en él la vida divina. Cuando un sacerdote lucha seriamente por la
perfección evangélica, cuando se esfuerza por la santidad
sacerdotal, entonces se desarrolla en él, en la misma medida, la
responsabilidad por las personas que le han sido confiadas. En
pocas palabras, se hace realmente “padre”. Esto vale para el
sacerdote en cualquiera de las etapas de su vida, sea joven, maduro
o anciano. Esto es lo que quiere decir san Pablo a Timoteo: “Que
nadie desprecie tu juventud. Sé más bien un ejemplo para los fieles
en la palabra, en el amor, en la fe y en la pureza” (1Tim 4,12). No
importa la edad, su actitud paternal cubre las distancias y puede ser
modelo para la comunidad que el pastor le ha confiado.
Psicológicamente, la explicación es simple: en la medida en que un
sacerdote crece en la gracia santificante, se compenetra más
vivencialmente del misterio de la solidaridad que penetra al género
humano, tal como lo muestra la encíclica del Cuerpo Místico de
Cristo, y se da cuenta hasta qué punto Dios nos ha hecho
interdependientes. Se abisma ante el conocimiento de esa verdad
que muestra el realismo con que muchos hombres dependen de su
cooperación para la realización del Reino de Dios en ellos.
Esta reflexión en la fe le hace percibir que a pesar de saber que es
un instrumento miserable, un tesoro divino en un vaso de barro,
puede transformarse en una tabla de salvación o un impedimento
insalvable para muchas personas, precisamente a causa de su
insuficiencia. Ese obstáculo, sabe él, se puede remover a fuerza de
fidelidad en su abandono a la gracia, de apertura al Espíritu Santo.
Resumiendo: la paternidad no es una virtud, en el sentido común de
la palabra, sino que, más bien, es una suma de conocimientos,
convicciones, sentimientos, actitudes, que se van adquiriendo por la
experiencia personal, que se refuerzan con el estudio y el
aprovechamiento de las experiencias de otros sacerdotes, pero que,
en definitiva, encuentra la llave y la fuente en la propia aspiración a
la santidad y el serio cultivo de la vida espiritual; se funda en una
realidad ontológica.
Existe una segunda tarea pedagógica como camino para crecer en
la paternidad sobrenatural. Se trata del esfuerzo por elaborar y
profundizar en la confianza en los medios sobrenaturales. Detrás de
esto está latente una pregunta de fondo: ¿Hasta qué punto creemos
en la eficacia de la gracia? De esto dependerá la modalidad que
adquiera en el ejercicio de su sacerdocio, especialmente en relación
con los medios que utilice en su acción pastoral. En un ambiente
excesivamente profano, muchas veces el sacerdote debe dar un
salto mortal en la fe para no poner el peso de su desempeño en los
medios puramente naturales, técnicos o psicológicos. Aquí se
presenta un problema de criterio. No se trata de exclusión, sino de
acentuación.
¿Cómo podemos abordar este tema crucial? Sabemos que el
sacerdote no se ordena para sí mismo. Es sacerdote para otros. La
orientación esencial de su tarea es hacia los fieles, al modo de un
oficio y una dignidad de carácter social. Ahora bien, precisamente
por eso los fieles dependerán, en su crecimiento, de la eficacia del
ministerio del sacerdote. Su crecimiento espiritual y sobrenatural
estará condicionado por la eficacia de la actividad sacerdotal. La
Escritura nos lo muestra a través de innumerables trozos: “Así que
la fe viene de la predicción” (Ro 10,17). “Quien les escucha a
ustedes a mí me escucha” (Lc 10,16). “…vean en nosotros…
administradores de los ministerios de Dios” (1Co 4,1). Esto lleva al
sacerdote a enfrentarse con una disyuntiva muy nítida: Cuando
quiere aumentar la eficacia ministerial utiliza y aprovecha al máximo
los medios humanos en función de su labor pastoral, o bien, tiende a
prescindir al máximo de ellos para poner de relieve la eficacia de la
gracia. Al respecto se suelen producir dos orientaciones
diametralmente opuestas.
Muchos sacerdotes piensan que su acción sacerdotal, como
paternidad espiritual ante sus fieles, debe apoyarse fuertemente en
los medios humanos; están atentos para aprovechar los contactos
que les permitan utilizar el poder (político, económico, social,
cultural, etc.) en beneficio de la Iglesia. Dan una importancia muy
grande al respaldo económico y recurren marcadamente al uso del
desarrollo intelectual (les parece indispensable acumular títulos
académicos y cursos especiales) para apoyar su anuncio pascual.
El pensamiento que está detrás es evidentemente sano: se trata de
aprovechar las cosas de este mundo para Dios. Nadie podría objetar
la intención.
Un grupo mucho más pequeño de sacerdotes piensa que es
necesario poner el acento más bien en el cultivo heroico de la
paternidad, a partir de la responsabilidad por la vida divina en las
personas. Desde esa perspectiva, seleccionan los medios y juzgan
su adecuación al fin y ven que normalmente no coinciden con los
medios que espontáneamente aplicarían “los entendidos de este
mundo”. Se les hace evidente que para despertar la vida divina en
las personas, para incentivarla y conducirla a su plena madurez en
Cristo, es necesario usar los mismos medios que usó el Señor. La
reflexión es muy simple: si él usó esos medios siendo tan sabio y
poderoso, tienen que ser los más adecuados.
No cabe duda que, en el ejercicio de la paternidad sacerdotal, es
necesario dejarse orientar por Jesucristo, a quien se quiere
representar. Las normas que nos dejó Jesús fueron sumamente
claras. Nos dice directamente: “Busquen primero el Reino de Dios y
su justicia y el resto se les dará como añadidura” (Mt 6,33). Con
esto, el Señor pone una prioridad. ¿Cómo se traduce esta
orientación tan clara de Cristo en la selección de los medios
pastorales? Es claro que la Iglesia como institución y el sacerdote
como individuo, no deben comenzar por preocuparse de ejercer
alguna forma de poder, tratando de tener, a toda costa, influencias
humanas o de tener la disponibilidad de medios humanos, sino que,
por el contrario, deben tener otra preocupación: hacer más presente
a Cristo entre los hombres. El Señor incluso nos da una orientación
muy precisa para vencer las tentaciones culturistas; nos dice: “una
sola cosa es importante” (Lc 10,15). Muchas veces nos afanamos
incesantemente como Marta y nos olvidamos de que es María quien
eligió la mejor parte; unirse personalmente a Cristo y extraer de él la
vida (cfr Lc 10,40 ss.). La cultura se debe cultivar y desplegar, pero
a partir del cultivo de la vida divina y no desde otra perspectiva.
Según estas reflexiones, es claro que el cultivo de la vida interior
tiene que cohesionar todos los demás aspectos del afán del
sacerdote. Todos los recursos y éxitos exteriores deben aparecer
secundarios; son “añadidura”. El pastor a imagen de Cristo
despliega, desde su propio interior, la gracia en toda su
potencialidad y en todas direcciones. Desde ella, se hace fecundo y
se clarifica todo el resto (cultura, medios económicos, influencias,
ética, etc.).
Es conveniente dar un paso más para no dejar dudas peligrosas.
¿Cuándo debe el sacerdote rechazar el uso de los medios
humanos? Cuando se siente incapaz de considerarlos como
secundarios, cuando tiene una marcada tendencia a darle exceso
de importancia.
En un acercamiento positivo, si queremos dejarnos inspirar por el
mismo Jesús, tenemos que sacar conclusiones. ¿Qué vemos en Él?
¿Qué medios usó él? ¿Qué acentuó? A simple vista, nos damos
cuenta de que Jesucristo en su ministerio ejercitó la pobreza, la
humildad, el amor heroico a la cruz y eso mismo se lo recomendó a
sus discípulos. El Señor nos muestra que Él vino para que
tuviésemos vida y la tuviéramos abundantemente. Todo el resto es
secundario. Él destacó como medios, en primer lugar, su propia
persona: su vida, su muerte, su doctrina, su ejemplo. El Espíritu
Santo resume y da sentido a todos los demás medios que aplicamos
en el seguimiento de Jesús. El sacerdote tiene ser continuador de
Cristo, asumir su estilo, aplicar sus medios y, entonces… sólo
entonces, será verdaderamente fecundo, será padre en plenitud.
Para resumir todo lo dicho, afirmamos que la plenitud de la
paternidad sacerdotal y su eficacia pastoral dependen de que los
sacerdotes vivan una íntima vinculación existencial con Cristo,
sacerdote y que, desde Él, tengan una permanente apertura al
Espíritu Santo.
ANEXO 2
El acompañamiento de adolescentes
Rasgos del adolescente y del joven que hay que tener en cuenta en
un proceso de acompañamiento.
1. El idealismo juvenil
2. El radicalismo juvenil
3. El espíritu comunitario
Los rasgos característicos del adolescente
Hay tres rasgos propios del adolescente y del joven que deberá
tener presentes el acompañante: el idealismo, el radicalismo y el
espíritu comunitario. A partir de estas características podrá
comprender mejor muchos de los procesos que se dan en un joven
determinado.
1. El idealismo juvenil
Analicemos, primeramente, el idealismo como factor pedagógico. Es
muy fácil que un acompañante se engañe actualmente al ver a los
jóvenes tan faltos de entusiasmo. Podría pensar que han perdido su
idealismo característico. Sin embargo, esto no es así. Si no toma
conciencia de esto, difícilmente podrá conducir bien. Muy a flor de
piel y, a pesar de todas las apariencias, detrás de cada joven hay un
alma idealista. Para entender el alcance de esta afirmación, la
analizaremos desde dos perspectivas: psicológica y pedagógica.
A la luz de la psicología, podemos distinguir tres aspectos dignos de
consideración: el primero es el origen del idealismo en el joven. El
trasfondo del idealismo es el ansia o descontento o inquietud que lo
presiona desde adentro. Esta inquietud alimenta el fundamento de
su idealismo y, por eso, tiene una gran importancia para el
acompañamiento de jóvenes. San Agustín, al comienzo de sus
Confesiones nos muestra el fondo de esa inquietud vaga en el
hombre: “Tú me creaste para ti, e inquieto está mi corazón hasta
que no repose en ti”. Puede ser que un joven no tenga claro qué hay
detrás de su inconformismo, pero no es otra cosa que la
manifestación de la tendencia a la trascendencia. Esto lo hace
percibir el abismo que existe entre su realidad y lo que vagamente
quisiera alcanzar en el plano individual y social. Esto lo impacienta,
aunque no logre definir qué es lo que quiere. Simplemente se da
cuenta de que “hay que cambiarlo todo…”
Las raíces del idealismo tienen en los jóvenes dos tipos de
manifestaciones: una negativa y otra positiva. Negativamente se
expresa en un descontento general, espíritu crítico y belicoso.
Positivamente se expresa como idealismo y radicalismo: anhelo de
hacer cosas grandes y de sacrificarse por algo noble.
Es a partir del idealismo cómo un joven se esfuerza por encontrar su
camino. Ese mismo idealismo lo lleva a enjuiciar la realidad y a
condenarla drásticamente. Puede, incluso, ser muy duro con sus
padres. El acompañante, que se encuentra ante estas
manifestaciones, tendrá que tener cuidado de no conducir a algún
extremo: no debe aumentar indefinidamente ese idealismo crítico,
pero, tampoco, puede enfriar antes de tiempo su descontento. Sabe
que la educación cristiana se tiene que orientar hacia una humilde y
vigorosa confianza. Para eso irá infundiéndole pocas ideas, pero
muy sólidas y profundas. Muchas veces tendrá que repetirlas y
mostrarlas desde diversos ángulos. Así irá orientando su idealismo.
Estará consciente de que el descontento es la medida del anhelo y
éste, a su vez, es medida del idealismo y del radicalismo.
Otro aspecto que el acompañante tendrá que considerar es la
existencia de diversas causas del enfriamiento del anhelo. Es muy
importante que las tenga presentes, porque a él le corresponde
defender a su dirigido de esos peligros: 1) La saturación de bienes
materiales. Cuando el joven, desde pequeño, encuentra satisfechos
todos sus deseos por el consumismo, y se llena de regalos,
emociones y placeres. El acompañante espiritual tendrá que
ayudarle a ser austero. 2) La lucha desproporcionada por la vida.
Cuando las condiciones de vida son excesivamente duras antes de
que se afirme la personalidad. Evidentemente, en este campo,
puede haber algunas excepciones. 3) El exceso de apertura.
Cuando las condiciones de ambiente hacen que un adolescente
abuse de la confidencia y pierda su interioridad. El acompañante
espiritual tendrá que educarlo a la reserva o pudor espiritual. 4) El
contacto prematuro con el otro sexo. Para que se mantenga sano el
idealismo el joven debe pasar por la etapa de la “fuga de los sexos”;
sin esto, tiende a perder la atracción espiritual y cae en el
sensualismo.
Por otra parte, el idealismo del joven depende básicamente de su
vinculación a una persona adulta. Es característico del adolescente
que se entusiasme por un líder. Esto no tiene nada que ver con
sensualidad, aunque el adulto pueda desviar el curso normal de este
fenómeno. El joven tiende a verse realizado en una persona ideal,
más aún, tiende a idealizar a alguna persona. Lo malo estaría en
que el educador interprete torcidamente esta tendencia natural y él
mismo caiga en una fijación afectiva en relación con él. En esto
existe una diferencia entre el alma masculina y la femenina. La
mujer tiende a mantener para siempre los vínculos adquiridos en la
adolescencia, en cambio, el varón, más tarde, se vincula con más
fuerza a su obra y puede desprenderse del vínculo personal con
quien idealizó de adolescente. Como norma básica, para ayudar a
que estos procesos de vida se mantengan sanos, es bueno
mantener lo que antiguamente se llamaba “regula tactus” o regla de
no tocar al acompañado sin necesidad, ni más de lo necesario. El P.
Kentenich, al referirse a esta regla fundamental del
acompañamiento espiritual decía que el acompañante espiritual
debe permanecer “interiormente libre y exteriormente intangible”,
esto es, sin tocar.
Por último, el idealismo juvenil está muy ligado a la escala de
valores propia de su tiempo. Esto, ciertamente admite matices. Y
pone al acompañante espiritual la exigencia de mantenerse al día en
las corrientes y valores de su época. Tendrá que hacerse un
especialista en el discernimiento de los valores y desvalores del
momento. Nunca puede prescindir de ellos o quedarse rezagado.
Un joven es especialmente sensible frente a las personas
“anticuadas”, “fuera de época” u “obsoletas”. Es claro que la tarea
más difícil será hacer conscientes y destruir los falsos valores y los
ídolos que fascinan a la juventud. El acompañante tendrá que
aclarar continuamente los malos entendidos y equívocos que suelen
presentar las modas ideológicas y de comportamiento que le atraen.
A la luz de la pedagogía, podemos afirmar que una persona que no
tuvo un gran idealismo en su juventud, no tendrá grandes
realizaciones de adulto. Es como un árbol que tuvo pocas flores en
primavera, dará pocos frutos en verano. Por eso, es necesario
cultivar el idealismo conscientemente. Ésa es una tarea primordial
de un acompañante espiritual de jóvenes.
La pedagogía de la fe nos muestra, también, una segunda tarea al
respecto: nos dice que es preciso complementar ese idealismo con
una clara línea sobrenatural. El idealismo normalmente toma tres
expresiones: “Hacer algo grande”; “valer mucho” y “ser grande”.
Éstos son los valores que normalmente fascinan al joven. El
acompañante espiritual debe tomar esta perspectiva y encauzarla. A
través de esto, el joven adquirirá un contrapeso frente a las
presiones de los instintos, especialmente de la sexualidad. Así como
el instinto es fuerte, el idealismo puede serlo también, y sirve para
contrabalancear las tensiones. Pero esto significa que para que el
joven no se pierda en puras fantasías, movido por su idealismo, se
le debe conectar con la vida real. Es necesario educarlo para la
santidad en lo ordinario y en las realizaciones concretas. Sin esa
educación puede llegar a reemplazar los grandes valores por
“ídolos”.
El acompañante cuidará presentar los ideales al modo de un
descubrimiento y de una conquista. Esto vale especialmente cuando
se trata del descubrimiento y la conquista del yo ideal. Estará
íntimamente ligado con la experiencia de descubrir y valorar cosas
tan simples como rezar, confesarse, ayudar en la casa y mantener el
orden. La acentuación es más ética que religiosa, evidentemente sin
excluir lo sobrenatural. De la creación de la mentalidad del
“caballero” se irá, poco a poco, emigrando a la mentalidad del “hijo”.
Ésa es la meta cristiana.
2. El radicalismo juvenil
Otro rasgo típico de la juventud, que debe tener presente el
acompañante, es la tendencia al radicalismo. También esto tiene su
fuente en el anhelo. El acompañante responderá a esta tendencia
natural del joven poniéndole grandes exigencias. En principio,
podemos decir que, si un acompañante no se atreve a poner
exigencias no puede educar; no será apreciado por su gente y, a la
larga, no se le seguirá. Solamente debe tener cuidado con el modo
cómo pone las exigencias: nunca dirá “tú tienes que…”, sino que,
cultivando el clima de respeto y de la generosidad dirá: “tú podrás…”
o “será bueno que…” Él mismo debe respaldar las exigencias que
pone con su propia vida. Los jóvenes tienen que percibir que el
acompañante espiritual también aspira a lo más grande. Entonces,
con certeza, lo seguirán.
3. El espíritu comunitario
Por último, es propio de la juventud también el espíritu comunitario.
Especialmente durante la época de la confusión, el adolescente
siente fuertemente el impulso grupal. El acompañante debería poder
influir en los líderes de esos grupos y tendría un instrumento óptimo
para la conducción espiritual. Cuando no puede hacerlo, debe tratar
de ayudar al joven a integrarse en un grupo y a discernir las
influencias que recibe. Debe estar consciente de que un joven, por
solidaridad con su grupo, es capaz de grandes conquistas y eso es
una fuerza importante en su educación.
A modo de conclusión
Al llegar al final de estas páginas nos damos cuenta de los múltiples
vacíos que quedan. Como la intención es elaborar una simple
introducción al acompañamiento, fue imposible abordar en
profundidad todos los temas pertinentes. Al destacar el valor de
ciertos medios ascéticos para hacer efectivo el acompañamiento
espiritual (Ideal Personal, Horario Espiritual y Propósito Particular),
lo hemos hecho en forma muy sintética, por eso recomendamos
consultar otras obras que permiten profundizar en el tema. El
acompañante debe hacerse, ante todo, un maestro de la oración y
un sabio intérprete de la escritura y deberá saber conducir hacia
“pastos suculentos” llevando a su gente hacia la vida sacramental.
Muchas otras cosas habría que agregar. Por ejemplo, la utilidad
práctica que tiene, en el comienzo del acompañamiento espiritual, el
uso de algo semejante al diario de vida, para ayudar al acompañado
a encontrarse consigo mismo. Junto con eso, habría sido necesario
destacar la importancia de los retiros anuales, las renovaciones
mensuales y los momentos de renovación que deben escalonarse a
lo largo del día, pero todo eso excede a nuestras posibilidades.
Por último, era necesario haber presentado una metodología que
permitiera hacer del examen de conciencia diario una fuente de
alimentación de la relación filial, humilde y entregada a Dios. Son
todos vacíos que cada acompañante debe llenar.
Ofrecemos humildemente esta contribución a los hermanos que
asumen la hermosa tarea del acompañamiento, pidiendo a María,
Madre y Reina, que interceda para que estas páginas se
transformen en un aporte eficaz para la renovación de la vida
espiritual.
1 Teología de la Perfección cristiana de Royo Marín, BAC Art. 5º “La
Dirección espiritual”; “Lecciones de Teología espiritual, de Guibert;
San Juan de la Cruz, II Subida al Monte Carmelo 22,9-11; Sata
Teresa de Ávila, Vida, 13, 26; “Ejercicio de perfección y virtudes
cristianas”, Rodriguez Melgarejo; León XIII, Carta al Card. Gibbons,
Testem benevolentiae; Pio XII, Menti Nostrae; Concilio Vaticano II :
PO 11 a 18; OT 3, 8, 19
2 Teología de la perfección cristiana, BAC, ed. 4ta., p.748.
3 Santa Teresa, Vida 13, 16; 13, 14 y 17; 25,14 Camino Cap. 5. San
Juan de la Cruz insiste en que sea experimentado porque “para
guiar el espíritu, aunque el fundamento es el saber y la discreción, si
no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará
a encaminar el alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo
entenderá”, Llama de Amor Vivo, 3 n. 30
4 Teología Espiritual; De Guibert, n 190
5 Para complementar esta exposición, conviene tener presente
algunas nociones de psicología de la religiosidad. Se puede
consultar los apuntes del Psicólogo Rodolfo Núñez Hernández,
sobre el tema. Ahí se encuentran aspectos interesantes sobre el
ciclo de vida, desde el punto de vista de la religiosidad. Instituto
Profesional, Hogar Catequístico, Av.Miguel Claro 337, Providencia
6 Cfr. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
7 Cfr. Bárbara Tuchman, «Un espejo lejano», Ed. Plaza & Janes.
SA, España, 1990. Corrientes Wyclefitas y Husitas como preludio de
la Reforma.
8 José Kentenich, Postdata de las Jornadas Pedagógicas de 1951.
9 P. Kentenich, Pädagogische Tagung 51, Ibid.
10 Ver capítulo sobre pedagogía de la libertad, p. 51
11 “Vox populi, vox Dei”
12 Cfr. Caminos de autoeducación. P. Jaime Fernández. M. 2007
Editorial Schoenstatt, páginas 27 a 78
13 Cfr. Camino de autoeducación. P. Jaime Fernández M. 2008
Editorial Schoenstatt, páginas 80 a 116
14 Cfr. Caminos de autoeducación. P. Jaime Fernández M. Ed.
Schoenstatt 2008 Páginas 118 a 132
15 León XIII en una carta al cardenal Gibbons, Testem
benevolentiae, 1899.

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Acompanamiento espiritual jaime fernandez m

  • 4. P. Jaime Fernández Montero Acompañamiento Espiritual
  • 5. Prólogo Estas reflexiones tuvieron su origen en dos talleres sobre pedagogía pastoral realizados por el autor con un grupo de sacerdotes en Puerto Rico. Debido al interés que suscitó el tema, algunos señores obispos pidieron que se elaboraran los apuntes que se habían ocupado en la conducción de los talleres para presentarlos en forma de un pequeño manual práctico para ayudar a los sacerdotes en el acompañamiento espiritual. La generosa iniciativa del Sr. Obispo de la diócesis de Arecibo, Mons. Miguel Rodríguez, hizo posible que en agosto de 1988 se publicara la primera edición de este libro con el nihil obstat de don Bernardino Echeverría Ruíz, cardenal-arzobispo de Guayaquil. Han transcurrido muchos años desde la primera edición. Hemos visto conveniente elaborar una nueva versión, ampliando el ámbito de los destinatarios a fin de abarcar a nuevos círculos de interesados. Esta reelaboración se debe a que, al comienzo el libro estuvo pensado sólo para sacerdotes, con el tiempo se vio la necesidad de abarcar a todas las personas que prestan un servicio de acompañamiento espiritual. Muchas religiosas y laicos comprometidos pertenecientes a movimientos y asociaciones religiosas, aunque sin cumplir las mismas tareas que el sacerdote, han comenzado a asumir fecundamente la tarea de acompañar y apoyar espiritualmente a sus hermanos. A ellos queremos ofrecer especialmente este aporte.
  • 6. En la Iglesia existen muchas obras clásicas sobre el acompañamiento espiritual. No nos interesa abundar en los temas que ya han sido tratados en ellas con mucha erudición, así es que simplemente nos remitimos a las obras más ampliamente difundidas.1 El sentido de este libro es ayudar a llenar algunos vacíos pedagógicos que suele experimentarse en relación al acompañamiento. Quienes se han interiorizado en el tema encuentran fácilmente los fundamentos teológicos y las metas ascéticas, pero no encuentran suficiente material que los oriente acerca de los caminos pedagógicos que deben seguir para hacer un acompañamiento fecundo. En efecto, cuando se sienten requeridos por otros fieles que necesitan una ayuda a través de un acompañamiento espiritual sistemático, experimentan la carencia de los fundamentos pedagógicos para responder a tales requerimientos y se tienen que contentar con aplicar sus criterios e intuiciones. A ellos quisiéramos entregarles un compendio con algunas de las bases mínimas sobre la pedagogía del acompañamiento. En los demás temas, sobre los que ya existe suficiente material, sólo diseñaremos el marco referencial invitando a quienes quieran profundizar en esos temas a recurrir a los manuales clásicos. Estamos conscientes de que en este primer intento apenas podremos ofrecer una ayuda incipiente en el complejo arte del acompañamiento espiritual. La limitación auto-impuesta en relación a la dimensión del libro responde al anhelo de hacerlo práctico, pero, al mismo tiempo, teniendo consciente que no será posible evitar el peligro de que el libro resulte poco exhaustivo y profundo. El contenido fundamental de todo el planteamiento pedagógico que quisiéramos aportar ha sido extraído de las inagotables arcas de la Iglesia pero, muy especialmente de la riquísima práctica sacerdotal del P. José Kentenich, sacerdote alemán fallecido en 1968 y fundador de la Obra Internacional de Schoenstatt. Muchas de sus obras han sido traducidas al castellano.
  • 7. Parte I Introducción al acompañamiento espiritual en la Iglesia 1. El acompañamiento espiritual a lo largo de la historia Diversas acentuaciones en el ideal de santidad: ideal de apóstol, ideal de mártir, el eremita, el monje, etc. El acompañamiento a partir de san Benito, influencia de las órdenes mendicantes, impulso de san Ignacio de Loyola, el acompañamiento en la época actual. 2. El sentido del acompañamiento espiritual El camino de perfección evangélica. El Espíritu Santo en el camino a la santidad. El arte de ayudar en el camino a la santidad. 3. Aspectos importantes del acompañamiento espiritual Características del acompañante espiritual. Importancia que se le atribuye al acompañamiento espiritual. A quiénes corresponde esta función.
  • 8. 1. Antecedentes históricos del acompañamiento espiritual El mandamiento de la caridad ha orientado el quehacer de la Iglesia a lo largo de toda su historia. En virtud de él, los seguidores del Señor nos sentimos llamados a prestarnos mutua ayuda. Esto se hace más imperioso cuando se refiere a la salvación eterna y al camino hacia la perfección cristiana. La exigencia de prestar apoyo, que es común para todos los discípulos, recae especialmente en los pastores que el mismo Señor designó. El telón de fondo del acompañamiento espiritual siempre será el ideal de santidad como lo irradia la persona de Jesús y las orientaciones que dejó en el Evangelio. Ese modelo, sin embargo, es tan amplio y rico, que cada época acentúa algunos rasgos de él. Junto con eso varia el tipo de ayuda que parece necesario prestar a los fieles en su caminar hacia la perfección de la vida cristiana, respondiendo al ideal de santidad imperante en cada época. Aquí está la raíz de las diversas corrientes ascético-religiosas que surgieron a lo largo de los siglos. Al hacer un recuento general, percibimos que al comienzo brillaba el ideal del apóstol urgido por el anuncio del reino. Era preciso dar a conocer integralmente a Cristo, el Salvador, hasta el confín de la tierra. La estupenda novedad de la encarnación del Verbo, de su muerte y resurrección lo abarcaba todo. Más tarde, cuando comenzaron las persecuciones, sin olvidar lo anterior, lo que estaba en juego era la radicalidad de la fe. Para ser cristiano auténtico había que impregnarse su radicalismo, sabiendo que con eso se
  • 9. ponía en juego la propia existencia. Así, entonces, el ideal del cristiano pasó a ser el mártir. En estas dos primeras etapas, siendo tan simple y fundamental el destino del cristiano, ni siquiera se plantearon la necesidad de un acompañamiento espiritual. Bastaba con la evangelización, la catequesis y la celebración sacramental en comunidad. El anuncio del kerigma y la fortaleza para dar testimonio eran suficiente. El Edicto de Milán (313) trajo un cambio radical en la vida de los cristianos. Salieron de las catacumbas y debieron enfrentarse con la vida pública y sus tentaciones. Este acontecimiento trajo muchos problemas vivenciales. Al popularizarse el cristianismo pasó a ser casi una moda que les conducía fácilmente a la mediocridad. Es así como muy pronto, aquellos que anhelaban vivir el seguimiento de Cristo con mayor intensidad, comenzaron a sentir que en ese ambiente estaba en juego la integridad de la vivencia cristiana. Por esa razón, muchos, buscando la perfección cristiana, se alejaron de los centros urbanos y se refugiaron en la vida eremita. Esta práctica, que comenzó con los Padres del Desierto, poco a poco se fue consolidando en el mundo de los ermitaños, que más tarde se constituyeron en cenobios y, por último, surgió la vida monacal. Este nuevo ideal de santidad quería también ser radical como el martirio; es una nueva forma de martirio a través de la profesión de los consejos evangélicos. Es en esta altura cuando la reflexión silenciosa va haciendo consciente que existen muchos peligros que acechan al cristiano en su caminar hacia la perfección. Por entonces, muchos comienzan a buscar consejo en aquellos hermanos más avanzados en el camino de la perfección y más sabios. Es así como aparecen, poco a poco, los maestros y consejeros, reconocibles por su carisma. Éstos inician, a través de sus consejos espirituales, un auténtico acompañamiento espiritual. En el ámbito latino, sólo a partir de san Benito, esta forma de apoyo espiritual, adquirió un carácter institucional. En su Regla el acompañamiento espiritual aparece como un oficio de gran responsabilidad. En esa misma línea, también influyó en la difusión del acompañamiento la introducción de la confesión individual a
  • 10. través de los monjes irlandeses (600). Sin embargo, el advenimiento de las Órdenes Mendicantes, especialmente la Orden Menor de los Franciscanos, tiende a recuperar la antigua práctica de los consejeros carismáticos. Algunos frailes, que adquirieron fama por su santidad, fueron procurados por muchos cristianos para recibir de ellos acompañamiento espiritual. Especialmente influyó en ese tiempo la síntesis entre vida activa y contemplativa. Los directores espirituales ya no serán solamente aquellos que se han apartado del mundo para cultivar la vida contemplativa, sino monjes de gran actividad apostólica. Es así como poco a poco la historia de la Iglesia quedará marcada por figuras de grandes directores espirituales del nuevo corte: san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, san Francisco de Sales, etc. Es bueno hacer notar que tanto los padres del desierto como los primeros abades no eran sacerdotes. Lo mismo habría que decir de san Francisco de Asís y de san Ignacio de Loyola antes de 1537. Aunque con el tiempo en la Iglesia se comenzó a considerar el acompañamiento hecho por laicos como una excepción, se aceptaba que lo hicieran personas prudentes y experimentadas. Incluso, las puertas del acompañamiento espiritual estaban abiertas tanto a hombres como a mujeres, a sacerdotes, religiosos y laicos. Entre las mujeres se destacaron especialmente santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila e Hildegard von Bingen. La práctica del acompañamiento espiritual se hizo tan común que, en la Edad Media, aparecieron muchos manuales para apoyar la orientación de los que ejercían este delicado oficio. Había también otros que servían de ayuda directa a los que querían transitar por los caminos de la perfección. Entre ellos, hasta nuestros días ha permanecido en vigencia la célebre Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Con el tiempo, serán los jesuitas quienes lleven el acompañamiento espiritual a su plena institucionalización. Además del ya conocido maestro de novicios, instituyeron a los así llamados espirituales en seminarios y colegios. Esta práctica adquirió un carácter jurídico a través de su influencia en el Concilio de Trento. Más tarde será una
  • 11. tarea evidente para cada sacerdote acompañar espiritualmente a los fieles que lo soliciten. Ésta es la práctica usual en la Iglesia en el advenimiento de la época contemporánea. Sólo en las últimas décadas pareciera que esa mentalidad se ha ido esfumando. El sacerdote se considera a sí mismo como liturgo, como animador de comunidades y evangelizador más que como acompañante espiritual. Esto ha ido dejando un claro vacío entre los fieles que aspiran a una vida cristiana más profunda. Grignion de Montfort pronostica que los santos de la nueva etapa de la Iglesia serán santos marianos. Son cristianos que, mirando al Cristo total como ideal de vida, acentúan su relación con María, su compañera y colaboradora en todo el plan de redención. Esto da un tinte mariano al ideal de santidad y también, consecuentemente al acompañamiento espiritual. En la actualidad, el ideal de santidad que ha de inspirar el acompañamiento espiritual se ha ido denominando de diversas maneras. Se habla del hombre nuevo en la nueva comunidad, para significar un tipo de hombre plenamente libre en Cristo e integrado en una comunidad que ha superado los grandes desafíos de masificación y desintegración propios del tiempo. Para muchos, el ideal de santidad aparece cada vez con mayor claridad en el hombre que se ha impregnado de los rasgos de María, la Compañera y Colaboradora de Cristo en todo el plan de redención. Es el perfecto discípulo del Señor. Las descripciones pueden ser muy diferentes, sin embargo, el ideal debe responder al seguimiento del Señor superando las corrientes negativas que afectan al mundo moderno. 2. Sentido del acompañamiento espiritual
  • 12. El camino de perfección evangélica A lo largo de la historia de la Iglesia, se ha conectado el acompañamiento espiritual con una imitación de Cristo más allá de lo que es común en un cristiano normal. Concretamente, consiste en la ayuda que se presta a las personas que aspiran a la santidad, esforzándose por seguir un camino de perfección según el Evangelio. No es una instancia de desahogo o de búsqueda de cobijamiento afectivo. El acompañamiento no ha de presentarse como necesario para todos los católicos ni menos aún puede imponerse a nadie. El caso límite se tiene evidentemente frente al oficio de los maestros de novicios y los directores espirituales que actúan en el tiempo de la formación de los consagrados. El Espíritu Santo y la perfección evangélica Estrictamente hablando, la Iglesia considera que el único director espiritual es el Espíritu Santo. Él conduce “a la verdad plena” (Jn 16,13), esto es, es Él quien conduce a la experiencia vital de la Verdad suprema del “Dios-Amor”. Es esa experiencia la que hace surgir desde lo profundo una respuesta de amor. La vida de perfección se juega en el amor, así, en el caminar hacia la perfección, ayuda sólo aquello que realmente puede hacer surgir el amor en toda su potencialidad. Sólo el Espíritu puede llegar a las profundidades del alma para que surja con “gemido inefable” el “Abbá, Padre”. Al Espíritu Santo se atribuye, según la teología católica, la obra de la santificación de las almas. El acompañante espiritual no es sino un humilde cooperador en la obra del Espíritu. Debe considerarse solamente como su instrumento. En arte de ayudar como instrumento del Espíritu Santo
  • 13. Desde la perspectiva instrumental es posible definir más claramente el sentido del acompañamiento. De partida, habría que decir que más que una ciencia, es un arte. Es el arte de ayudar a una persona en su camino hacia la santidad. Royo Marín lo define diciendo que “es el arte de conducir las almas progresivamente desde el comienzo de la vida espiritual hasta la cumbre de la perfección cristiana”.2 Esta definición puede considerarse como clásica. Evidentemente, el uso de la palabra arte es sólo metafórico, ya que se trata más bien de una ciencia práctica, que se ejerce bajo la prudencia natural y sobrenatural a la vez, pero requiere la aplicación instrumental de ciertos conocimientos adquiridos en base a estudio y dedicación. Un acompañante espiritual serio tendrá necesariamente que profundizar en la teología dogmática y moral, en la ascética y en la mística y, más aun, cada día parece más necesario el conocimiento de la psico-pedagogía. No en vano sabemos que la gracia construye sobre la naturaleza y aunque tiene el poder de elevar, sanar y perfeccionar, nunca prescinde de ella. Ahora bien, ¿por qué se le llama arte? Simplemente porque cumple con lo esencial de la definición de arte, “la recta razón de lo que se puede hacer”. No es una ciencia exacta sino que actúa movida por la prudencia, ponderando, tanteando las posibilidades y dejándose inspirar por el Espíritu. Este arte de ayudar se refiere a una vida ajena. Cuando se define el acompañamiento como arte de acompañar a las personas, se corre el riesgo de perder un valor importante, el servicio. Efectivamente, es por esencia un servicio a la vida ajena. Lo que interesa es la persona a la que se quiere servir. El acompañante se pone a disposición de otro, de su originalidad, de su misión de vida, de sus anhelos y problemas. El mismo es un instrumento y debe dejar de lado sus proyectos y acentuaciones propias. Este arte de ayudar tiene además una connotación dinámica. Se quiere prestar una ayuda eficaz, que sirva a la persona, que se ha confiado, para solucionar sus problemas y a encontrar el camino hacia la perfección. La eficacia en la ayuda consiste en que el
  • 14. acompañante proporciona al que acompaña los medios para que reconozca y realice el plan de Dios sobre él. Partimos de la base que Dios tiene un plan para cada persona y que la perfección no es una simple acumulación de virtudes, sino el desarrollo de ese plan original de Dios para que llegue a su plenitud. En otras palabras, conocer y realizar el plan de Dios es la máxima sabiduría humana. A la idea ejemplar del ser y de la misión original de cada persona, la denominamos Ideal Personal. Con estos antecedentes, podemos avanzar un poco más en la definición de Royo Marín: El acompañamiento espiritual es el arte de ayudar a una persona a reconocer y a realizar eficazmente su ideal personal. Así, entonces, el acompañante es un instrumento del Espíritu Santo para la realización del plan de Dios en una persona determinada. Debe ponerse al servicio de ese ideal que impulsa y orienta el desarrollo de esa criatura. Eso es lo que lo distingue de un consultorio sentimental o de una simple consejería que alguien pueda ofrecer a otra persona. Desde esta óptica, el acompañamiento espiritual adquiere una dimensión trascendental que ubica en la perspectiva de la eternidad y en el ámbito de la gracia. Para san Pablo, esto parece evidente. Él se considera un cooperador del Espíritu Santo: “Porque nosotros somos como cooperadores de Dios, y ustedes son cultivo de Dios, edificación de Dios” (1Co 3,9). El servicio que ha de prestar aparece así más concreto y definido: ayudar a quien se acompaña a reconocer y a realizar su ideal personal. El acompañante se preocupa de imprimir a su proceso de perfeccionamiento una nueva dinámica de manera que sea rápido y seguro. Su aporte propio será precisamente ése, darle rapidez y seguridad: mayor celeridad y certeza con la garantía de Dios. Esto le plantea ya un problema clave: le exige ciertas cualidades personales y la posesión de instrumentos adecuados. Debe poseer suficientes conocimientos pedagógicos pero, a la vez, debe estar profundamente enraizado en el mundo sobrenatural. Lo primero le
  • 15. permitirá imprimir un fuerte dinamismo al proceso vital. Lo segundo, le permitirá discernir en la fe los diversos factores que participan en el proceso, dándole así la seguridad de la fe. La meta se puede formular también como acompañar al que le pide ayuda a que adquiera la libertad de los hijos de Dios. Es otra forma de hablar de la santidad, sólo que destaca más claramente el hecho de que la vida que sirve es ajena y que su servicio debe ser desinteresado. Nunca trata de amarrar a sí mismo a una persona, al contrario, su tarea es ayudarla a ser cada vez más libre, con la auténtica libertad de los hijos de Dios que es la santidad. Deberá, por lo tanto, considerarse como instrumento del Espíritu Santo en la conducción de una persona a la perfección, a la santidad, a la libertad de los hijos de Dios, es decir, a la realización de su ideal personal. 3. Aspectos importantes del acompañamiento espiritual Es en este capítulo donde quisiéramos descansar en las obras clásicas sobre el acompañamiento espiritual. Señalaremos de paso sólo algunos aspectos básicos. Características que ha de tener un acompañante espiritual3 Para describir las características que ha de tener un director espiritual, bastaría con repetir las palabras de santa Teresa de Ávila cuando dice que un buen director espiritual debe ser “sabio, discreto
  • 16. y experimentado”. San Juan de la Cruz coincide con esa apreciación. En el saber, ciertamente lo más importante se refiere al Evangelio, que es el manual básico de la perfección cristiana. A eso conviene agregar al menos los fundamentos doctrinales de la teología dogmática, moral, ascética y mística. Hoy día, por razón de los grandes problemas psicológicos que se han originado en una sociedad llena de distorsiones y presiones, es importante que el acompañante se adentre en el mundo de la psicopatología. En todo caso, quien emprende la tarea del acompañamiento debe ser un hombre de oración, que implora la prudencia que viene de lo alto, por medio del don de consejo. La importancia que se le atribuye al acompañamiento espiritual Al respecto simplemente nos atenemos a la síntesis que presenta Royo Marín, quien da cinco razones de fondo para aconsejar el acompañamiento espiritual a quienes desean caminar por un camino de perfección: 1) Lo que enseña la Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. 2) Lo que enseña la autoridad de la Iglesia a lo largo de los siglos. 3) Una práctica probada y universal dentro de ella con ejemplos tradicionales de fecundidad (san Jerónimo y santa Paula; el beato Raimundo de Capua y santa Catalina de Siena; san Juan de la Cruz y santa Teresa de Ávila; san Francisco de Sales y santa Juana de Chantal; san Vicente de Paul y santa Luisa de Marillac, etc.) 4) La naturaleza de la Iglesia y su conducción por la autoridad. 5) Las necesidades de la psicología humana, que muestra que nadie es buen juez de su propia causa.) San Vicente Ferrer es sumamente drástico para afirmar su importancia. Muestra que despreciar el apoyo de una persona capaz de acompañar en el camino de la perfección, equivale a despreciar la gracia: “nunca Jesucristo le dará su gracia”. A pesar de lo dicho, el acompañamiento espiritual es una opción libre por parte de quien lo pide y también por parte de quien acepta darlo.
  • 17. A quiénes les corresponde la tarea del acompañamiento.4 Una pregunta que vuelve a ser actual se refiere a si necesariamente debe ser un sacerdote el que acompañe a un creyente en su caminar hacia la santidad. Los expertos afirman que es conveniente que así sea por cuatro razones: 1) Porque en el orden de la gracia se ha reservado al sacerdote el papel de maestro. 2) Porque normalmente se une al oficio de confesor. 3) Porque se puede presuponer que por su ordenación cuenta con la gracia de estado. 4) Porque la Iglesia ha dado normas que identifica a los acompañantes que no son sacerdotes como una excepción. No obstante las razones de conveniencia que hemos formulado, la Iglesia deja abierta la puerta para que religiosas y laicos bien formados puedan hacer acompañamiento espiritual.
  • 18. Parte II Antecedentes para la elaboración de un sistema pedagógico de acompañamiento espiritual adecuado al tiempo El respaldo pedagógico del acompañamiento 1. La perspectiva metacrónica del sistema: a partir de la naturaleza humana Aspectos inmutables de la naturaleza humana. El hombre puede rebelarse en contra de su propia naturaleza. El hombre está inserto en el universo y orientado al Creador. El Creador conduce por medio de causas segundas. En sí mismo, el hombre es un todo orgánico. El hombre está naturalmente integrado en la sociedad. 2. La perspectiva dinámica del sistema: considerando los signos de los tiempos Las corrientes secularistas de nuestro tiempo. Las corrientes masificadoras como desafío pedagógico y los anhelos de originalidad y libertad. Las tendencias a la desintegración: la ruptura del organismo natural y sobrenatural de vinculaciones.
  • 19. El respaldo pedagógico del acompañamiento Después de analizar el acompañamiento espiritual en general, tal como ha sido concebido en la Iglesia a lo largo de los siglos, nos abocaremos a un tema central de nuestro estudio: el respaldo pedagógico del acompañamiento. Nos adentraremos en el tema considerándolo como proceso de educación en la fe. 5 La pedagogía pastoral no se puede improvisar. Más aún, existen sistemas más o menos adecuados para ayudar a las personas en su desarrollo espiritual. El educador en la fe, como conductor de almas, tiene que discernir esas metodologías que lo pueden ayudar en su tarea. En nuestra exposición nos apoyaremos en un sistema concreto, fruto maduro de la labor sacerdotal del P. José Kentenich, fundador de la Obra internacional de Schoenstatt. A pesar de que es una síntesis concreta con acentuaciones propias, nos parece que es amplio y contiene suficientes elementos de juicio como para captar lo esencial del acompañamiento espiritual, desde la óptica de la educación individual. Tiene, por lo tanto, una validez universal y una operatividad probada. Lo primero que habría que decir es que, en cualquier sistema pedagógico el punto de referencia debe ser Dios. Él es el educador por excelencia y, por lo mismo, quien quiera ser eficiente en la ayuda que presta, debe comenzar por examinar atentamente la forma cómo Dios hace surgir la vida y la conduce a su plenitud. Es evidente que estas páginas no permitirían hacer un análisis
  • 20. exhaustivo del tema, de tal manera que tenemos que contentarnos con presentar sólo algunos elementos de análisis. Para la elaboración de un sistema educativo eficaz es preciso tomar en cuenta dos aspectos: aquello que corresponde a las realidades permanentes del hombre y aquello que permite una adaptación a las realidades cambiantes, específicas del tiempo en que se aplica el sistema. Ambos elementos, lo que proviene de la naturaleza humana inmutable y lo que ofrece el contexto sociocultural propio del tiempo en que vive el hombre concreto que se intenta ayudar, deben estar presentes en cualquier sistema. Ambos elementos son voces de Dios. Efectivamente, Dios habla por las voces del ser, por la “naturaleza humana” que él mismo creó y determinó, por su estructura y por la dinámica espiritual y sicológica que le imprimió. Ésta es la primera fuente donde podemos descubrir la voluntad de Dios como orientación del comportamiento humano. A través de las esencias, Dios no solamente determina la estructura de algo, sino que también su modo de actuar. Pero, junto con su lenguaje creacional, Dios tiene otra forma de hablar; es lo expresado a través de lo que se entiende por los “signos de los tiempos”. ¿Qué se entendería por eso? Son aquellos acontecimientos corrientes, valores y desvalores propios de una época y que, por su importancia, adquieren una dimensión significativa para la vida del hombre. Esto es, que influyen en los destinos del hombre real e histórico de una época determinada. Decimos que son voces de Dios, porque son acontecimientos o situaciones que, de ninguna manera, escapan a la conducción de Dios, que es el Señor de la historia. Siendo así, son expresión de su voluntad y, por lo mismo, auténticas voces de Dios. A través de estas realidades da indicaciones, muestra caminos y pone tareas y exigencias. Profundicemos en estos dos elementos que hemos descrito, antes de proponer una síntesis de la pedagogía adecuada al tiempo.
  • 21. 1. La perspectiva permanente o metacrónica del sistema Aspectos inmutables de la naturaleza humana Si se quiere dar una base sólida para estructurar un sistema pedagógico, evitando así el subjetivismo y la superficialidad, es necesario tener en cuenta el conjunto de verdades y valores inamovibles que emanan del orden de ser o naturaleza del hombre. Esto constituye el sustrato estable de la pedagogía y ancla el sistema, por encima de los factores variables y transitorios propios de una época determinada. Para ubicarnos presentaremos algunos conceptos básicos. Si consideramos al hombre en aquello que constituye su realidad específica, –como persona (un ser racional y social) y como creatura trascendente, llamada a compartir su vida y llegar a la intimidad con el mismo Dios–, nos damos cuenta de que es precisamente ahí donde encontramos la fuente de las verdades y valores que ofrecen una orientación segura a quien se esfuerce por acompañar los procesos de vida espiritual de otra persona. Lo metacrónico es lo que vale para cualquier época y circunstancia. Buscando ese fundamento recurrimos a una “visión orgánica de la naturaleza humana”. Esta manera de concebirla acentúa su carácter integral, es decir, no acepta una visión fragmentaria o mecánica de ella. Esto sucedería, por ejemplo, si se partiera de una concepción materialista que desconozca su dimensión espiritual y trascendente, o bien, de una concepción espiritualista que olvida la realidad corporal. Una visión parcial influiría en todo el sistema pedagógico. Una concepción orgánica de la naturaleza humana destaca, además, la unidad al interior de cada persona y de toda la sociedad, la ordenación jerárquica de los diversos aspectos de la vida humana, individual y social, y la interrelación de los diversos factores que
  • 22. constituyen la persona y la sociedad. Este conjunto de elementos crea una base sólida para elaborar cualquier sistema pedagógico. El hombre puede rebelarse en contra de su propia naturaleza. Al situarnos en la perspectiva del orden de ser, tenemos que hacer una observación previa de gran importancia práctica. Excepto el hombre, todos los seres vivos actúan mecánicamente según las normas que emanan de su naturaleza. El ser humano es la única criatura que puede subvertir esa ordenación e introducir una incoherencia en su propia vida. Nos parece evidente que un gato no pueda sino actuar como gato y, si lo viéramos fumando y diciendo un discurso, nos chocaría, porque no correspondería a su naturaleza. Ortega y Gasset decía al respecto: “Un tigre no puede destigrarse, pero el hombre sí puede deshumanizarse”. Ésa es la razón por la cual debemos, conscientemente, procurar conocer las verdades y valores que se desprenden de la naturaleza humana, tomándolas como base para la educación del hombre. Solamente así podemos contrarrestar las desviaciones que surgen por su malicia, que puede destruir su propia imagen. La visión orgánica del hombre, a partir de una atenta y respetuosa observación de su naturaleza, ofrece tres líneas de verdades: sobre la realidad del hombre, sobre el universo en el cual se mueve y sobre la sociedad que debe conformar con los demás hombres. Diremos algunas palabras sobre los conceptos que más pueden influir en el acompañamiento espiritual. El hombre está integrado en el universo y orientado al Creador. Concebimos la realidad que rodea al ser humano como un todo orgánico con unidad y coherencia. A eso lo denominamos universo. Lo primero que aparece ante nuestros ojos es que el elemento que da unidad y coherencia al universo es su fuente original y su fin: Dios, Creador de todo lo que existe. De Él brota la diversidad, la jerarquía ordenada y la coherencia. El hombre forma parte de esa realidad y está sometido a las leyes de interdependencia que rigen todo el universo. El Creador ha dado a cada criatura su originalidad
  • 23. y una relativa independencia y, a la vez, la integra en el todo, a través de una cierta interdependencia. Él mismo está presente en todo en forma inmanente y conduce todo misteriosamente a su fin. Él es la Causa Primera de todo lo que actúa y el que gobierna todo, según un plan providente, en el cual están contemplados hasta los menores detalles. La persona a la que se quiere acompañar en su proceso de perfeccionamiento está inserta en el universo. El Creador conduce el universo por medio de causas segundas. Afirmamos, además, que Dios gobierna al mundo valiéndose de sus mismas criaturas, pero sin atentar en contra de la autonomía relativa de cada persona. Éstas deben actuar, unas en otras, según el plan de Dios, como causas segundas. Dios, entonces, permanece como la Causa Primera, pero no la única. Esto significa que en la educación del hombre es necesario orientarlo a tomar conciencia de su responsabilidad, ya que puede influir bien o mal en los demás. El ser humano es una causa segunda libre y está llamado a asumir su responsabilidad en la conducción de la historia. El P. Kentenich elaboró una explicación de cómo Dios conduce la historia y el mundo a través de causas segundas. Llegó a formular dos principios o leyes de gobierno del mundo: la ley de transferencia y la ley de conducción orgánicas. Según estas leyes, Dios despierta el dinamismo de la vida de unos a través de otros y lo hace transfiriendo a aquellos que quiere usar como instrumentos o causas segundas, algunas de sus perfecciones. Con eso las hace atractivas y suscita la dinámica del amor, que es la que mueve el mundo. El ejemplo clásico es el de los padres de familia que reciben algo del poder, la bondad y la sabiduría de Dios para impulsar la vida de sus hijos. El amor de los hijos se despierta y se orienta hacia ellos. Sin embargo, el amor que nace en ellos debe llegar, en último término, a Dios. Las criaturas no son la estación final. Los padres deben servir también de puentes hacia Dios. Las criaturas, entonces, según esta concepción, son una manifestación de las perfecciones divinas, son huellas de Dios pero, a la vez, deben actuar como puentes o caminos hacia Él. En último término, cada
  • 24. uno está llamado a ser no sólo el camino normal, sino incluso un seguro de la relación con el Creador. Estos principios de transferencia y conducción, deben actuar en conjunto para que se respete el orden y la vida se desarrolle en plenitud. El acompañante fácilmente puede aplicar estos principios generales en su labor: él tiene que ser una presencia transparente del Padre, una manifestación del rostro de Cristo para las personas que se le confían; pero a la vez, debe conducir hacia Dios todo el afecto, veneración y entrega que se despierte en la persona a quien acompaña. Tiene que aprender a ser desinteresado y libre para permitir que la vida llegue a su plenitud. En sí mismo, el hombre es un todo orgánico. Este aspecto destaca la integridad que se da en cada persona: considerando especialmente cuerpo y alma, voluntad y corazón. Muchas veces, en el acompañamiento espiritual, se cayó en el error de ver a una persona sólo como alma, olvidando que es espíritu encarnado y que en ella se integran alma y cuerpo y ambos se condicionan mutuamente. Un sano proceso espiritual se orienta a lograr una perfecta armonía entre el cuerpo y el alma entre el conocimiento y la afectividad. Separar esos factores, que forman parte de un todo, produce graves distorsiones. Además, los seres humanos participamos de dos órdenes: natural y sobrenatural. No crece el uno sin el otro. Se busca la perfecta armonía y la integración. Esta perspectiva influirá en la manera cómo se concibe la persona a sí misma; cómo debe entender sus procesos interiores; cuáles son los diversos medios que debe aplicar según las necesidades. Por ejemplo, en un momento determinado, según las necesidades, el acompañante tendrá que aconsejar a quien le pide ayuda que duerma más, que descanse, que vaya al médico, que se divierta o que haga gimnasia, en vez de insistir en que rece o se mortifique más. La consideración del cuerpo y del alma, de lo natural y de lo sobrenatural con sus respectivas leyes y la necesidad de armonizarlas, servirá de base a la tarea de orientar la vida de su acompañado.
  • 25. El hombre está integrado en la sociedad. La dimensión social no es una opción sino una condición básica de la naturaleza humana. Es necesario partir de una visión orgánica de la sociedad como fundamento de la pedagogía. El modelo irreemplazable es la Santísima Trinidad. Esa Comunión de Personas distintas en el Amor, ofrece una perspectiva clara para orientar el proceso social de las personas. El acompañante tendrá en cuenta que el impulso fundamental del ser humano es el amor y que éste se manifiesta en el diálogo y tiende a crear vínculos estables. Verá cómo el modelo inmediato es la familia y, contemplándola a la luz de la Trinidad, sabrá cómo orientar al acompañado a que eche raíces y crezca en su integración comunitaria. La visión orgánica de la sociedad presentará al acompañante una meta clara para todo el proceso educativo. Sabrá que todo debe conducir a la plenitud del amor que integra, que une, que crea vínculos con Dios, con los hombres y con toda la creación. Su labor no está cumplida mientras no asegure a la persona que acompaña en un organismo natural y sobrenatural de vínculos personales, que alimenten su vida y le den fecundidad en la donación generosa a los demás. 2. Perspectiva dinámica del sistema Un sistema educativo, para ser seguro y operante, necesita orientarse no sólo por la dimensión metafísica, por el orden de ser, sino también por los aspectos dinámicos de la realidad, por los
  • 26. signos de los tiempos, las realidades cambiantes de la historia del hombre sobre la tierra. Para encontrar pistas para la aplicación de esta perspectiva en el acompañamiento espiritual, tendríamos que hacer un diagnóstico del tiempo y puntualizar los aspectos de nuestra época que están influyendo positiva o negativamente en las personas que acompañamos espiritualmente. Sabemos que las voces del tiempo son voces de Dios, es decir, que Dios nos exige mirar, auscultar, discernir e interpretar su voz en todo aquello que es significativo, en todo lo que está influyendo en una época determinada. El educador que quiera dejarse conducir por Dios tendrá que estar atento a esos signos. Si no lo hace, poco a poco su labor pastoral quedará desfasada y será inoperante. En nuestro análisis, tenemos que mirar tanto lo positivo como lo negativo de las corrientes, valores, desvalores, acontecimientos y problemas de nuestro tiempo. Es imposible abarcar un campo tan amplio. Nos contentaremos sólo con hacer un esquemático diagnóstico de los males de nuestro tiempo, de aquellos aspectos del mundo moderno que presentan un desafío más claro a nuestra labor de educadores en la fe. Los aspectos positivos apenas los nombraremos. Hay tres problemas que debemos enfrentar conscientemente, si queremos educar al hombre de nuestro tiempo: el secularismo, la masificación y la desintegración. Las corrientes secularistas de nuestro tiempo Cuando se empezó a predicar el cristianismo, hubo un enfrentamiento con el hombre pagano. Este enfrentamiento fue radicalmente diferente al enfrentamiento actual. El pagano primitivo estaba en un proceso de acercamiento a Dios, tal como se percibe en la evolución de las corrientes religiosas de ese tiempo, en especial en los ritos mistéricos. Hoy día, en cambio, el proceso es inverso: los hombres van alejándose de Dios. El P. Kentenich, al hacer un diagnóstico del tiempo, decía que su característica más
  • 27. fundamental era la “fuga de Dios”. Es el hombre el que no quiere estar en la “casa paterna” y, como el hijo pródigo, se va, se aleja de todo aquello que le recuerde a Dios. Esta corriente ha penetrado tan profundamente en el mundo actual que, incluso, deja sentir su fuerza hasta en las comunidades más íntimas de la propia Iglesia. Dentro de nuestras filas aparece como un abismo progresivo entre fe y vida, un auténtico divorcio entre Iglesia y mundo, entre Evangelio y cultura. Esta realidad de enfriamiento de la fe, de pérdida del sentido de lo sagrado, de alejamiento del mundo sobrenatural, pone un serio desafío a quien tenga la tarea de educar en la fe. Este problema debe encontrar una respuesta en el acompañamiento espiritual. Somos testigos de un cambio copernicano en la orientación fundamental del alma del hombre moderno. Nuestros antepasados vivieron en un tiempo en que el hombre descubría la presencia de Dios en toda la realidad: la vida personal y pública se centraba en él. El hombre teocéntrico quedó atrás, dando paso a un nuevo tipo de hombre, un hombre antropocéntrico, incapaz de reconocer la realidad como creación de Dios. La creación se ve separada del Creador y eso repercute en todos los aspectos de la vida. El mundo se torna cada vez más profano y rebelde. Tal vez, éste sea uno de los signos de los tiempos más apremiantes. El que acompaña a un hermano debe responder a esto jugando un rol de mediador con el Creador. Ya no basta con indicar el camino, como antes. Ahora debe servir de puente hacia Dios. Es preciso que esté profundamente arraigado en el mundo sobrenatural y tome plena conciencia de su carácter de mediador de la gracia. Debe asumir conscientemente la teología de las causas segundas, esto es, de la voluntad de Dios de actuar a través de criaturas libres que se transforman en sus cooperadores o mediadores. Esto se manifiesta especialmente en el misterio de la encarnación del Verbo y la voluntad expresa de Dios de penetrar en toda su creación de una manera nueva. Es preciso que el acompañante crezca en la mística de la continuación de la presencia de Cristo en su Cuerpo Místico a través de personas concretas. Deberá recordar que no solamente los sacramentos son portadores y mediadores de la gracia, sino
  • 28. que, si se entiende bien, el mismo acompañante debe considerarse como un sacramento personal. Las corrientes masificadoras como desafío pedagógico Un segundo desafío proviene de la corriente de masificación. Efectivamente, este fenómeno pareciera ir en aumento, si consideramos su progreso desde que algunos pensadores, como Ortega y Gasset, lo hicieron notar en el siglo pasado.6 Pareciera como si el ambiente, demasiado recargado por estímulos a la sensibilidad, con un ritmo vertiginoso, con experiencias débiles y discontinuas de relaciones personales, fuera el caldo de cultivo de una personalidad sin un núcleo sólido. De hecho, se nota en el hombre actual una gran dificultad para comprometerse, para adquirir convicciones, para mantener la coherencia entre el pensamiento y el comportamiento. Lo más grave es el debilitamiento de la capacidad de cultivar un amor personal y espiritual profundo. Sin tener un núcleo integrador de su personalidad, al hombre moderno le resulta prácticamente imposible echar raíces sólidas. Este es un gran desafío para el educador actual. Podemos decir, con toda propiedad, que el hombre moderno tiene una estructura de alma tan original que se diferencia nítidamente de todos los hombres de otras épocas de la historia. Posee rasgos tan propios imposibles de desconocer, si se quiere influir en su proceso de desarrollo. Hablamos, por eso, del “alma moderna”. Algo que es común a todos los hombres de nuestro tiempo, más allá de las diferencias étnicas, religiosas o culturales. En efecto, los hijos absorben desde su nacimiento las corrientes de valores, costumbres, inquietudes y anhelos del tiempo. No es posible abstraerse a esa realidad. Ahora menos que nunca, ya que los medios de comunicación masiva penetran hasta los ambientes más recónditos. Es así, entonces, que a un buen educador tendrá que pedírsele que, además de ser un conocedor del alma humana en su trascendencia, sea un conocedor de las líneas de fuerza que impregnan el tiempo actual con todo su dinamismo. Anhelo de originalidad
  • 29. Sin dejar de lado lo dicho anteriormente, el anhelo de originalidad es también un requerimiento del alma moderna que debe ser escuchado. Ese mismo hombre que, en lo más profundo, necesita asimilarse a la masa y seguir cada moda y se hace dependiente, desea ser aceptado en su originalidad. Parece una incongruencia, pero es una realidad. Es así como, para encender una chispa de vida original en una persona, –condición sine qua non de todo proceso de acompañamiento espiritual,–es necesario captar su perspectiva de intereses y su receptividad original de valores. Esto obliga al acompañante a dejar de lado todo consejo que parezca una receta. Tiene que romper cualquier molde y cultivar la vida única, diferente a cualquier otra, que late en quien acompaña. Esto significa que el acompañamiento espiritual hoy día debe alejarse totalmente de la permanente tentación de la estandarización y de los moldes masificadores. La imagen que suele usarse para esto es la del jardinero que reconoce y cultiva la originalidad de cada un de sus plantas. Anhelo de libertad Por último, a pesar de la fuerte tendencia a la masificación, está latente en cada hombre moderno el anhelo de libertad. El acompañante debe responder a ese anhelo que anida en lo profundo del corazón de cada persona en nuestro tiempo. Lo más característico del alma del hombre de nuestro tiempo es su ansia o anhelo de libertad. Ya desde el siglo XIV 7 y, más claramente aún, a partir del Renacimiento, se puede constatar una evolución psicológica en la humanidad en ese sentido. Se va gestando, más que un movimiento libertario, una auténtica mentalidad liberalista, que penetra todos los espacios de la cultura. Desde el liberalismo político, económico y religioso se ha ido abarcando todos aspectos de la vida social e individual. Definitivamente, el hombre actual quiere ser libre. Sin duda, muchas veces entenderá mal la libertad y caerá en un afán de libertinaje, pero, tenemos que admitirlo, lo más característico de su espíritu es su anhelo de ser libre. Es así, entonces, como un educador
  • 30. moderno tendrá necesariamente que enfrentarse, en forma mucho más consciente que en otros tiempos, con la libertad, ya no sólo como meta de la educación sino como camino pedagógico. Este anhelo de libertad se manifiesta de diversas maneras. Se presenta, en primer lugar, como ansia de autenticidad. La juventud actual tiene, mucho más acentuado que antes, el anhelo de ser espontánea. Sólo acepta hacer o decir lo que le brota desde adentro, sin formas, normas, protocolos, convencionalismos y ritos impuestos desde el exterior. Actualmente serían inaceptables las formas de educación con que se nos recargaba antiguamente. Antes estábamos llenos de lo que “había que decir” o de lo que “había que hacer” en cada circunstancia. Hoy, cada uno quiere expresarse a su manera, siguiendo su propia originalidad. Por otra parte, es evidente un mayor anhelo de autodeterminación. Los jóvenes, desde muy temprano, adquieren una gran sensibilidad para seguir caminos propios. Esto los hace celosos de permitir que se les dé la “vida vivida”; ellos quieren tener sus experiencias y correr sus riesgos: quieren vivir la vida a su manera. Todo esfuerzo por abrirles un camino seguro, por muy bien intencionado que sea y por mucho tacto con que se actúe, se estrella contra esa voluntad y no hace sino crear conflictos. Otra forma generalizada que ha tomado el anhelo de libertad es el deseo de participación. Los jóvenes actuales no toleran ser espectadores pasivos de lo que les rodean. Antiguamente, se les negaba la participación en las cosas de los adultos. Era común y corriente escuchar reprensiones como “¡silencio, los niños no hablan en la mesa!”, o «no hablan delante de visitas”, o “no se meten en conversaciones de mayores”. Esas frases, mal que les pese a los adultos, actualmente carecen de sentido para la juventud. Desde pequeños quieren ser “protagonistas”, actores y gestores de su mundo y participar en todo lo que les rodea. La realidad que acabamos de mencionar trae otra consecuencia: la búsqueda de información y comunicación. Para la juventud actual resulta simplemente intolerable la mentalidad de “tabú”. No podrían entender que hay cosas de las cuales “no se habla” o que son “para
  • 31. mayores”; ellos lo preguntan todo sin tapujos y quieren tener respuestas directas y francas. Tampoco admiten “guetos” o discriminaciones; quieren tener la posibilidad de alternar con cualquier persona sin exclusiones. Finalmente, bastaría decir que la mentalidad ha cambiado tan radicalmente –cortando amarras, desprendiéndose de ritos formales y dejando de lado prejuicios– que actualmente es imposible pretender educar sin tomar en cuenta esa realidad. Esto significa que el quehacer del acompañante espiritual no sólo considera la libertad como meta del proceso que acompaña, sino que el camino pedagógico tiene que adaptarse cuidadosamente a esa nueva mentalidad libertaria. Las tendencias a la desintegración La ruptura del organismo natural y sobrenatural de vinculaciones personales Para alimentarse y para crecer, para sustentarse y adquirir estabilidad, cada persona requiere de un mundo orgánico de relaciones afectivas permanentes. Necesita arraigarse en personas, lugares, cosas, ideas y fechas. Eso es lo que constituye su “hábitat” natural, su hogar. Así como una semilla necesita de un ambiente determinado para germinar, el hombre también necesita de los vínculos para desarrollarse sanamente. Eso falta al hombre actual. El hogar natural, la familia, está en crisis y, con ello, todas las comunidades han perdido fuerza. Esto ha resentido al hombre en sus vivencias básicas. Al no tener experiencias profundas de un amor fiel y comprometido, no es capaz de darlo y se siente solo. Para calmar la soledad y la inseguridad, para evadirse de su angustia, necesita aturdirse con actividades, con sensaciones, con sexo, droga, activismo y televisión. Es un ser herido y con pocas posibilidades de reaccionar por sí mismo. Tradicionalmente, se ha concebido al acompañante como un simple cooperador del Espíritu Santo en la obra de la santificación. Sin embargo, la relación de confianza y cercanía que se gestaba entre
  • 32. muchos de los acompañantes y sus acompañados, tomaba la forma de una relación paternal-filial; era común que al acompañante se le experimentara como un transparente de la paternidad divina. En la actualidad, este efecto se ha hecho cada vez más necesario, porque muchas de las personas que buscan un apoyo llegan con grandes carencias afectivas, están llenas de heridas psicológicas, fruto de experiencias dolorosas en sus relaciones personales. No cabe duda de que la experiencia de una profunda orfandad ha pasado a ser un rasgo característico del tiempo moderno. La carencia de auténticos padres, acogedores, fuertes y dignos deja un vacío difícil de llenar. En algunos casos, esta dolorosa realidad hace que muchos busquen no sólo una persona más madura y sabia que pueda servirle de maestro y modelo, sino más bien a un “gurú” en quien puedan depositar una fe patológica, llegando a considerarlo como una tabla de salvación a la que se aferran con una dependencia total. Este fenómeno es un aspecto negativo de nuestros días. Sabemos, sin embargo, que Dios habla a través de los anhelos y problemas del tiempo. Es así como esta orfandad aparece a la luz de la fe, como una voz de Dios, como un signo de los tiempos que es necesario interpretar y al cual hay que responder. Quienes prestan un servicio de acompañamiento espiritual actualmente deberán destacar su carácter de transparentes de la paternidad para responder al anhelo evidente del hombre moderno. Deberán captar esta fuerte tendencia a la dependencia filial, con el fin de orientarla hacia arriba, a través de la ayuda que ofrecen. El acompañante ya no será solamente un simple apoyo, un compañero espiritual, sino que jugará un rol de padre y maestro. Todas estas dificultades, propias de nuestro tiempo, significan otros tantos desafíos para la educación. Surgen las acuciantes preguntas: ¿Cómo hacer que penetren hondo en el hombre moderno los valores sobrenaturales? ¿Cómo lograr que las verdades de la Revelación encuentren su camino a la vida y se encarnen? Esto es lo mismo que preguntarse: ¿Cómo dar al hombre actual una fe vivencial, que penetre todo su ser y transforme su vida? Igualmente se presenta la pregunta: ¿Cómo educar al hombre actual para que sea realmente libre, es decir, capaz de vencer interiormente las
  • 33. fuertes corrientes de libertinaje y de masificación? Por último, la pregunta más difícil, debido a su contexto psico-social: ¿Cómo devolver al hombre, huérfano e inestable, la experiencia radical de hogar? ¿Cómo ayudarlo a echar raíces que lo sustenten, que le den estabilidad psicológica y alimento sólido? A estas y similares preguntas debe responder cualquier sistema educativo que, partiendo de la orientación metafísica y de las corrientes actuales, quiera dar una respuesta efectiva a las necesidades del hombre moderno.
  • 34. Parte III Un sistema pedagógico adecuado al tiempo 1. Como pedagogía de ideales Una pedagogía de actitudes. Una pedagogía de magnanimidad. Una pedagogía de humildad. Una pedagogía de libertad (libertad toda lo posible, obligaciones, el mínimo necesario e intenso cultivo de la dimensión espiritual: el alimento del espíritu; la disciplina del cuerpo: el trabajo con el ambiente). Una pedagogía de alegría 2. Como pedagogía de vinculaciones Significación psicológica de vinculación. Significación metafísica de la vinculación. Significación teológica de la vinculación. 3. Como pedagogía de alianza La imagen de Dios, Padre providente y su relación personal con cada uno. 4. Los aspectos metodológicos Una metodología de confianza. Una metodología de movimiento
  • 35. Un sistema pedagógico adecuado al tiempo Un sistema de acompañamiento, para ser efectivo, debe contener aspectos de contenido y de método que se adecúen a los signos del tiempo. Creemos que una pedagogía de ideales, de vinculaciones y de alianza, puede dar una respuesta adecuada. En cuanto al método, es preciso que se oriente por una metodología de confianza y de movimiento que contemple una presentación sistemática de los estímulos espirituales como un proceso activo o un movimiento progresivo. 1. El acompañamiento a la luz de la pedagogía de ideales Al referirnos a la pedagogía de ideales, estamos hablando de una síntesis creadora de diversos factores que han estado presentes en la pedagogía normal utilizada en la Iglesia a lo largo de los siglos. Dentro de ella se pueden distinguir diferentes aspectos: el cultivo de convicciones y de actitudes como la magnanimidad, la humildad, la libertad y la alegría. La pedagogía de ideales como pedagogía de actitudes
  • 36. Tomando como telón de fondo lo que hemos constatado en el diagnóstico del tiempo, vemos que el hombre moderno sufre de una gran dispersión interior. No logra integrar lo que piensa, lo que quiere y lo que siente. Esto no es extraño, si se debilita el núcleo de su personalidad. Por esa razón, estos diversos aspectos no tienen ligazón unos con otros; son dispersos. Esto plantea al educador la exigencia pedagógica de robustecer el núcleo de la personalidad para dar unidad y coherencia a las personas que acompaña. Por otra parte, el desarrollo espiritual está íntimamente ligado al contacto que mantiene cada uno con su medio. De él recibe continuos estímulos que lo impresionan y dejan huellas en su interior. Estas impresiones generan reacciones, pasando a así a ser fuentes de energía. Estos estímulos pueden ser positivos o negativos. Una alabanza, por ejemplo, ayuda a tomar nuevas iniciativas; un rechazo o una crítica mal hecha, por el contrario, puede inhibir. En todo crecimiento sano, estos estímulos, múltiples y dispersos, se ordenan en el núcleo de la persona y allí son asimilados, de tal manera que pasan a formar parte coherente de lo que constituye su propio yo. Para que esto suceda, es necesario que la persona posea actitudes que permitan no solamente digerir y asimilar lo que proviene del exterior, sino que también le den unidad y coherencia a todas sus acciones. Cuando no tiene una actitud fundamental integradora, la persona se experimenta discontinua e inconexa. La psicología enseña que cuando una persona comienza a repetir en forma sistemática ciertos y determinados actos, - por ejemplo, lavarse los dientes cada mañana,- termina por adquirir hábitos. Pero nos enseña también, que para formar las actitudes que enriquecen el núcleo de la personalidad, no basta la repetición de actos. Se necesita que esa repetición esté motivada, que tenga un sentido tan profundo para el sujeto que signifique para él un valor. Se ha dicho que el hombre es “un animal de costumbres”, lo que es una verdad a medias y, por lo mismo, peligrosa. El hombre debe ser una personalidad, debe crecer en sus convicciones y adquirir actitudes
  • 37. que respalden y den sentido a sus actos. No le basta con tener sólo costumbres. En la pedagogía antigua se acentuó demasiado la importancia de los actos. Todo educador propiciaba actos y trataba de imprimir una disciplina que asegurara la creación de hábitos y costumbres. En ese tiempo, esto no traía mayores problemas puesto que se contaba con un ambiente que estaba saturado de valores. De esta manera, la repetición de actos, –por ejemplo, ir a misa o rezar el rosario,– generaba actitudes. Las personas, poco a poco, iban adquiriendo una actitud litúrgica y mariana lo cual hacía que sus actividades religiosas no fuesen actos vacíos e incoherentes. Con el tiempo, el ambiente exterior fue perdiendo esa densidad de valores y la pedagogía continuó apegada a una metodología de actos y esto comenzó, poco a poco, a mostrarse insuficiente. En la actualidad, debido a la cultura laicista, se hace indispensable pasar de una pedagogía de actos a una pedagogía de actitudes. Esto pone al acompañante espiritual la exigencia de esforzarse por formar en quienes le piden ayuda actitudes de fondo. En la práctica, le exige cuidar que todos los actos, religiosos o ascéticos, que propicie, estén clarificados, motivados y llenos de valor y sentido. Dicho en pocas palabras, que sean expresión de un ideal personal original. Entendemos por ideal una idea llena de valor; una idea que no toca solamente al intelecto sino que dice algo al corazón y mueve la voluntad; una idea que tiene fuerza motivadora, porque es capaz de conducir a una vivencia íntima. El acompañante debe ayudar a su gente a superar hábitos puramente devocionales y ritualistas. Su tarea es encaminarles a formar un conjunto unitario y orgánico de actitudes que impregnen sus personalidades creando en ellos una mentalidad. Tiene que orientar hacia una fe viva, a una religiosidad de fondo y no sólo de formas externas. El elemento clave será, ciertamente, la formación de convicciones personales. Es a partir de ellas que ayudará a formar el núcleo de la personalidad. Sobre la base de esas convicciones, transformadas en actitudes de fondo, su
  • 38. personalidad adquirirá unidad y coherencia. Es en ese núcleo donde se integrarán positivamente los estímulos que lo impresionen desde afuera. Es desde ese núcleo donde brotarán coherentes sus diversas acciones. Es ese centro el que unificará el pensamiento con el sentir y la decisión. Para el acompañante moderno, la educación en la fe no será un juego de verdades ni la repetición mecánica de actos, sino que será la presentación progresiva de ideales, un movimiento continuo de verdades saturadas de valor, es decir, que estén impregnadas del atractivo propio de las perfecciones que lo llevan a su plenitud de vida. A través de ellas, creará convicciones, despertará la voluntad de encarnar las virtudes y valores que le corresponden, la voluntad de superar los obstáculos y de convertirse siempre que sea necesario. Esas convicciones profundas y personales le darán un “motor propio” que lo moverá hacia Dios. El P. José Kentenich decía al respecto: “Toda pedagogía de convicciones y actitudes debe ser, a la vez, pedagogía de actos y de ejercicios. Veamos cómo es, en la práctica: Los actos son el medio para formar hábitos, los ejercicios son medios para formar una mentalidad. Así es el orden de ser objetivo. El pedagogo y el psicólogo modernos agregarían solamente que no basta con los actos para formar actitudes, sino que tienen que ser actos cargados de valor. Por medio de repetición de actos saturados de valor logramos formar actitudes, convicciones y mentalidad”. Ciertamente, el proceso es un poco más complejo de lo que acabamos de describir. Para que se forme una mentalidad, es decir, una manera de pensar, sentir y actuar que impregne la personalidad hasta expresarse en un estilo original de vida, es necesario crear actitudes fundamentales. ¿Cómo se logra esto? Se trata de ayudar a que se arraiguen progresivamente en el acompañado ciertas verdades y valores centrales que lo ordenan interiormente y le ayuden a integrar las demás verdades y valores hasta formar un complejo unitario y coherente. Una persona madura no tiene un conglomerado de verdades sueltas. Las ha integrado en un todo
  • 39. orgánico, en una cosmovisión de la realidad. En este todo orgánico hay verdades que adquieren un valor especial e inspiran su vida. Se trata de verdades objetivas y, en el caso del acompañamiento espiritual, se trata de verdades reveladas, que orientan la vida de santidad, que, al hacerse vivenciales por la experiencia, se transforman en subjetivas, se interiorizan y asimilan como parte del propio yo. A eso llamamos convicción: una verdad “para mí”. No interesa que sea simplemente una verdad objetiva; ahora ha pasado a ser “mi verdad”. El núcleo de la personalidad se conforma en base a esas verdades asimiladas subjetivamente, que han pasado a conformar un complejo unitario y coherente de verdades que dan una orientación original a la vida. En san Pablo, por ejemplo, la verdad objetiva que se hizo subjetiva, que se transformó en “su verdad” y le imprimió todo un estilo y lo impulsó en todo su apostolado, fue el hecho de que entre Cristo y los cristianos existía una identificación vital. En el momento de su conversión camino a Damasco, Jesús le pregunta: “Pablo, ¿por qué me persigues?”. Él no perseguía a Cristo sino a los cristianos. En ese momento se da cuenta de que son inseparables. De ahí para adelante el estar “en Cristo” inspira toda su predicación y le da un impulso irresistible. Llegará a decir: “Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Esas verdades asimiladas subjetivamente despiertan la vida. Eso es lo que se tiene que procurar a través de una educación por actitudes y no sólo por actos. Un segundo aspecto importante de la pedagogía de ideales es la magnanimidad. La palabra idealismo habla de una actitud de alma que aspira a ir más allá del mínimo. La irrupción de la ética propiciada por la filosofía de Kant gravitó fuertemente en la pedagogía europea y repercutió en América Latina. Su influencia se caracterizó por una acentuación excesiva del deber. Parecía como si todo el afán de la educación estuviese orientado a la creación de una mentalidad marcada por el sentido del deber y de la responsabilidad. La pregunta que debía subyacer a cualquier programa de actividades de una persona bien educada era: “¿Qué debo hacer?” La
  • 40. respuesta era “cumplir con el deber”. Eso le mostraba la pauta del actuar: “¡Debo cumplir con mi deber!” El telón de fondo era siempre la “obligación”. Eso no basta actualmente. La mentalidad ha cambiado radicalmente. En la actualidad, tenemos una gran dificultad para formar hombres verdaderamente libres. Pareciera ser que el único camino transitable es despertar el idealismo, es decir, crear una corriente de amor tan fuerte que haga brotar el idealismo y con ello la magnanimidad. Por eso, el acompañante espiritual no se esforzará tanto en llevar a quien solicita su apoyo ante la pregunta “¿Qué debo hacer?” o “¿Cuál es mi obligación?”, sino más bien, “¿Qué más podría hacer?”. Es esa pregunta, generosa desde su inicio, la que puede vencer la mentalidad del hombre mediocre y cómodo. La pedagogía de ideales es pedagogía de actitudes y de generosidad e idealismo. Ambos factores constituyen una respuesta profunda a los desafíos educativos de nuestro tiempo. Ciertamente estos aspectos presentan una exigencia grande, ya que la mentalidad actual está marcada por la “ley del menor esfuerzo”. Hay una tremenda tendencia a la mediocridad moral y ética. La misma “fuga de Dios”, de que hemos hablado, conduce naturalmente a un minimalismo religioso y ascético. En todo caso, no podemos olvidar nunca que, especialmente en la juventud, existe una gran reserva de idealismo. Sólo poniendo exigencias sublimes podemos vencer la mediocridad ambiental. Pareciera como si la única fuerza capaz de llevar a grandes sacrificios fuera la ambición de poder, de placer y poseer. Es como si el hombre actual fuese impermeable a los valores superiores. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: existe un idealismo oculto en cada persona. El acompañante debe contar con eso e impulsar a lo noble, a lo grande, a lo más sublime. Si no hace eso, el efecto será lo contrario: no se despertará fuerza para vencer las tentaciones del ambiente y se dejará arrastrar con toda facilidad. La pedagogía de ideales debe abordar también otro problema del tiempo: el afán de autosuficiencia y la psicosis del éxito. A esta
  • 41. realidad responde con una pedagogía de humildad. Para comprender esto tenemos que situarnos en la óptica del desarrollo de la cultura occidental en los últimos siglos. Las corrientes liberales impregnaron la mentalidad europea a partir del Renacimiento y dejaron como residuo un fuerte anhelo de autonomía e independencia. Como herencia de ellas, el hombre moderno procura ser autónomo a toda costa. Todo presiona con la exigencia de llegar a ser autosuficiente. Más aún, crea un clima en el cual cada uno se siente llamado a auto justificar sus actos y actitudes. La presión del ambiente en la juventud le hace pensar que lo más elemental de la propia vida se juega en orientarse a una carrera y a triunfar en ella. Desde el comienzo del desarrollo psicológico, se está orientado a la lucha por el éxito. El lado positivo de esto es el afán de superación, que ha sido una característica propia de la cultura occidental; pero reviste un evidente peligro: le quita al hombre el reposo interior, le impide reconocer y aceptar serenamente los límites y termina por generar personalidades llenas de complejos y de neurosis. El alma occidental está marcada por el estigma de la neurosis depresiva y de la angustia. ¿En qué consiste básicamente la pedagogía de humildad? Consiste en una recta asimilación de los límites de la naturaleza humana y de la forma de vida actual. Esto, evidentemente presupone una recta valorización de sí mismo en base a un profundo conocimiento de la propia verdad. El acompañante espiritual moderno tendrá que ayudar primero a conquistar esa auto-valorización. Para ese fin, procurará que su acompañado se redescubra a la luz de Dios, como criatura, como huella de Él, como hijo. Desde esa plataforma, lo enfrentará con sus limitaciones. Hace ya muchos años, el psicoterapeuta Schottländer mostraba que gran cantidad de enfermedades nerviosas de nuestro tiempo provenían precisamente de la falta de capacidad actual para aceptar los límites. Él lo veía especialmente en tres dimensiones: los límites que provienen del cuerpo, del sexo y de la sociabilidad. A estas limitaciones expuestas por Schottländer se suma la gravísima
  • 42. limitación moral. De esta última surgen enormes problemas psicológicos, especialmente los problemas de una culpabilidad no comprendida o no aceptada. En pocas palabras, el hombre nunca podrá dejar de experimentar sus límites. Los efectos que se produzcan en su interior dependerán de la actitud con que los asuma: Pueden ayudarle a crecer o lo destruyen. El ambiente actual, marcado por la experiencia, que describimos como presión psico-social que impulsa a la autosuficiencia y al éxito, le hace casi imposible asumir sanamente la realidad de sus límites. De ahí, entonces, la necesidad de orientar la educación de la fe hacia la humildad. El P. Kentenich describía la humildad diciendo: “Es aquella virtud moral a través de la cual el hombre, en base a un conocimiento verdaderamente profundo de sí mismo, se reconoce pequeño. Sin embargo, para que no surja en él un complejo de inferioridad, debe ubicar la humildad dentro del organismo de las virtudes, agregando que la humildad es la virtud que nos capacita e inclina a reconocernos, a raíz de un conocimiento claro y auténtico de nosotros y de Dios, como pequeños, si nos separamos de él, y grandes y valiosos, si estamos unidos a él”. En pocas palabras, nos esboza la humildad como un sentimiento de vida compuesto a la vez de pequeñez y de grandeza. La sola pequeñez como sentimiento preponderante, engendra complejo de inferioridad, pero la sola grandeza, engendra presunción. Se trata, por tanto, de una polaridad de sentimientos que se gestan en el hombre psicológicamente religado a Dios. Es aquella parte de la pedagogía del amor que responde con la humildad a la fuente de conflictos que brotan de la experiencia existencial de la limitación. El P. Kentenich decía: “El educador debe tener en cuenta la tragedia del alma moderna. Debe contar siempre con que el hombre actual tiende a ser mecanicista en su manera de pensar y que no ha vencido en ella al iluminismo. Por esta razón, es necesario esclarecer convenientemente los grandes contextos que eran evidentes para el hombre del medioevo: la humildad no se da sin el amor”.
  • 43. La pedagogía de ideales es también una pedagogía de libertad Se contrapone a una pedagogía que impone desde afuera normas y formas. Ciertamente la libertad como tal, constituye una pieza clave en la educación del hombre moderno, ya que el afán de autonomía forma parte substancial de su mentalidad. Sin embargo, aunque el sentimiento libertario domina su pensamiento, tal vez, como nunca antes en la historia, se ha dejado esclavizar. Existe una tremenda tensión entre el anhelo de libertad y la esclavitud interior. No nos referimos sólo a las formas extremas de esclavitud, como serían la drogadicción o el sexualismo desenfrenado, sino a otras mil formas más sutiles de presión por las que se despoja de su capacidad de decidir a partir de convicciones y principios. La sociedad actual tiende a formar un tipo de hombre masificado en el que se ha debilitado el núcleo de su personalidad. Es un tipo de hombre gregario, indefinido, inestable, inseguro, que va adoptando tantos rostros como sea la moda o la presión del ambiente. Frente a este grave desafío, el P. Kentenich ofrece una fórmula pedagógica práctica: “Educa dando toda la libertad posible; pon el mínimo necesario de vinculaciones u obligaciones, pero, por encima de eso, procura un intenso e integral cultivo de lo espiritual”. Esta fórmula sintética encierra el contenido de la libertad en la pedagogía de ideales. Veamos cómo se entiende en la práctica esta fórmula pedagógica. Libertad en todo lo posible Con esta consigna se busca superar la antigua manera de educar en la que se acentuaba obligaciones, normas y controles. Hubo, especialmente en el ámbito cultural del Occidente cristiano, un cierto período de desconcierto pedagógico. A fines del siglo XIX y comienzos del pasado, se llegó a pensar que, para educar, lo más importante era crear fuertes protecciones externas. Esto liberaría, a quienes estaban en proceso de educación, de todo peligro. Junto con este esfuerzo de prevención se inculcaba muchas formas y costumbres. Se trataba de llenar de “buenos hábitos”, utilizando el método de la simple repetición de actos. Los padres y educadores
  • 44. estimaban que una persona estaba bien educada cuando había asimilado, por ese camino, muchas normas y formas externas y se había impregnado de un cierto y determinado estilo de vida, que venía a ser la comprobación visible de la buena educación. Por este sistema, la originalidad personal y la creatividad de cada uno corrían el grave riesgo de perderse. No era raro que se confundiera educación con adiestramiento. Este sistema llegó a su máxima expresión a comienzos del siglo XX y también empezó a entrar en crisis. Era necesario elaborar un nuevo sistema adecuado a los nuevos tiempos. En esa etapa crítica de la pedagogía el P. Kentenich elaboró un sistema ascético que rechaza la aplicación mecánica de normas y formas, y acentúa el cultivo de un criterio autónomo, que se funda en las convicciones personales. Al acentuar una “libertad máxima posible”, impulsa a poner permanentemente en juego la capacidad de decisión. Se parte de la base de que una capacidad que no se ejercita, se atrofia, y que esa atrofia también se puede experimentar en la capacidad de opción. Por eso, recomienda usarla todo lo posible. Esta metodología pone exigencias concretas: discernir, clarificar, valorar y optar. Todo el sistema está ordenado a la adquisición de compromisos y a la realización de un proyecto de vida personal y, por eso, exige afinar criterios, clarificar valores y crear convicciones que sirvan de base a un adecuado discernimiento. Así se capacita para adquirir compromisos cada vez más sólidos, estables, definidos e intensos. Esos compromisos llevan a la culminación de la libertad, puesto que ésta se perfecciona en la medida en que se utiliza bien. Este sistema pedagógico, elaborado en torno a 1912, pareciera haber llegado a una amplia difusión en nuestros días. Es como si toda la pedagogía moderna hubiese evolucionado en ese sentido y lo que aparecía novedoso a comienzos de ese siglo, ahora no lo fuese tanto. Sin embargo, no hay que engañarse. Lo que se ha popularizado es sólo una parte del sistema, la eliminación de formas y de normas, de controles y de obligaciones y el cese de la repetición interminable de actos. Pero eso no basta para una educación en y para la libertad. Es necesario equilibrar los tres
  • 45. elementos que componen el sistema. La mayoría de los educadores modernos corre el riesgo de pensar que la sola eliminación de los controles y obligaciones es por sí misma educativa, y eso no es real, es necesario agregar los otros dos aspectos. Vínculos u obligaciones necesarias Destacamos el término “necesarias”. Se trata de aquellas formas, normas u obligaciones que son necesarias debido a que la naturaleza humana no puede prescindir de un mínimo de seguros. La fórmula se podría traducir de otra manera: “Es preciso asegurar la libertad, protegiéndola de los peligros insuperables”. Si al quitar las protecciones, controles, normas, obligaciones, vigilancias y seguros indispensables se perdiese la libertad, en lugar de robustecerse, el sistema habría fallado. De esa reflexión brotan algunas preguntas evidentes: ¿Cuáles son los peligros insuperables para la libertad? y ¿Qué normas, formas o seguros son indispensables para protegerla? Para responder a estas preguntas, tenemos que recordar que todo aquello que atente en contra del ejercicio pleno de las potencias racionales de la persona, de la inteligencia y la voluntad, atenta en contra de la libertad. Así, entonces, pueden ser obstáculos insuperables para la libertad de una persona la ignorancia invencible, el error craso, el desorden de los instintos y de las pasiones, los afectos desordenados y las presiones sicológicas y morales del ambiente. Cuando cualquiera de estos factores excede las posibilidades de autodefensa de la persona, entonces hay que usar de los seguros adecuados. Por ejemplo, los papás tienen que proteger al hijo que quiere imitar al superhombre y volar desde el balcón, incluso usando la fuerza. Es claro que en la aplicación práctica de las formas y normas es necesario tener un gran conocimiento de la naturaleza humana para discernir cuál es el mínimo de seguros necesarios en la educación y en el acompañamiento espiritual.
  • 46. Visto en forma general, podemos hablar de tres seguros para la educación en libertad. El primero, es el recurso a la gracia, porque sabemos que sin la ayuda de Dios no podemos alcanzar ni siquiera las metas naturales del ser humano; mucho menos aún las sobrenaturales. No podemos obrar bien ni hacer buen uso de nuestra libertad sin que Dios nos ayude. Esto significa en la práctica que el acompañamiento espiritual debe recurrir a los seguros sobrenaturales a través de la recepción asidua de los sacramentos y de la oración. Ambos aspectos obran como seguros necesarios dentro del proceso vital del crecimiento en la fe apoyado por el acompañamiento espiritual. El segundo, es el apoyo en personas más avanzadas en los caminos de la perfección, en este caso, el apoyo ordenado y sistemático en el acompañante. A lo largo de la historia de la Iglesia, se ha mostrado como un seguro óptimo para un buen desarrollo espiritual. Este campo abarca lo que podríamos llamar el seguro de la obediencia como camino de perfeccionamiento. Involucra, por lo mismo, no solamente al acompañante espiritual libremente elegido, sino a los superiores y padres de familia. Una relación de confianza con el acompañante espiritual, con los superiores, con los educadores y con los padres, resulta ser eficiente ayuda para desprenderse de caprichos y deformaciones de la voluntad y enmendar rumbos en los procesos enfermizos. Por último, lo que parece más evidente: el uso sistemático de los medios ascéticos. El uso de éstos constituye la forma clásica de la cooperación con la gracia en la propia santificación. En el sistema elaborado por el P. Kentenich, estos medios ascéticos se pueden ordenar en tres elementos fundamentales: el trabajo con el Ideal Personal, el Examen Particular y el Horario Espiritual. El Ideal sería la forma de orientación de todo el proceso que conduce a la libertad de los hijos de Dios, partiendo de un análisis, a la luz de la fe, de todos los factores estructurales e históricos, que permiten descubrir la voluntad de Dios para cada uno. Muestran en
  • 47. qué consiste la cooperación con el plan de Dios para cada uno en particular. El Examen Particular o Propósito Particular debe ser como el caballo de batalla en la lucha por adquirir las perfecciones que nos corresponden y vencer los defectos. Es el camino ascético orientado a la ordenación de nuestras fuerzas en el sentido del Ideal propio. Por último, el Horario Espiritual, que viene a ser un programa diario de vida. En él aseguramos, a través de puntos neurálgicos y bien elegidos, la armonía de mi relación con Dios, con el prójimo y con nuestras tareas cotidianas. Es seguro de nuestra alimentación espiritual, de la unidad de nuestro proyecto de vida y de la eficacia de nuestro trabajo espiritual. Intenso cultivo de la vida espiritual El sistema pone énfasis en este tercer factor. Es aquí donde encontramos el sello de la mayor originalidad del sistema. De alguna manera se concibe la libertad como un triunfo del espíritu sobre la materia insubordinada y rebelde por causa del pecado original. El planteamiento es muy simple. ¿Cómo puede subordinar un espíritu débil y mal alimentado a un fuerte instinto rebelde? Si quiere ordenar el mundo instintivo y corporal, integrándolo en su proyecto personal, el espíritu debe recibir un alimento suculento y debe estar despierto, alerta y vigilante. El P. Kentenich abre un amplio panorama educativo al llegar a este punto. En primer lugar, se plantea los objetivos. ¿Qué se pretende? Que el espíritu sea señor y que el cuerpo, con todo aquello que aporta su parte instintiva, tendencial y pasional esté a su servicio. Que el mundo inferior esté subordinado a la razón: que sea razonable. Esto equivale a decir que se humanice, liberándose de todo lo que es puramente instintivo y, por lo mismo, compulsivo y ciego. Se quiere, en último término, alcanzar la unidad y la coherencia interior, ya que el instinto insubordinado divide la personalidad.
  • 48. Dados esos objetivos, es fácil determinar los medios: alimentar correspondientemente al espíritu para que se robustezca; disciplinar al cuerpo, para que aprenda a servir dócilmente; y crear un ambiente adecuado, que ayude a vivir la armonía entre cuerpo y espíritu. Veamos por separado el contenido de estos tres medios ascéticos del cultivo del espíritu. El alimento del espíritu Es sorprendente ver cuánta gente mal alimentada espiritualmente deambula por el mundo: hombres que tiene un espíritu subdesarrollado y débil; que no son capaces de impregnar su cuerpo y su instinto, haciéndolo reflejo del espíritu y servidor de la persona. ¡No están bien alimentados! Nosotros sabemos de qué se alimenta el cuerpo, pero no siempre tenemos claro de qué se alimenta el espíritu. Diciéndolo en forma general, el espíritu del hombre se alimenta con verdades, con valores y vivencias. Está sediento de conocimientos, aunque muchas veces, debido a los falsos desarrollos, esto no se note; necesita de la luz de la verdad, de los horizontes amplios e interesantes. Necesita sentirse atraído por valores y vibrar con ellos; apasionarse por ideales, descubrir lo noble, lo bueno, lo hermoso. No cabe duda de que el hombre está hecho para volar alto, como un águila, pero muchas veces se siente condenado a picar el suelo como una gallina. Cuando alguien se mantiene en la ignorancia y el error; cuando no lee, no estudia, no reflexiona; cuando es inculto y sin inquietudes intelectuales, artísticas o religiosas, ¿qué sucede en su interior? Los apetitos bajos tienden a desarrollarse con más fuerza. Es un simple proceso de suplencia: con algo tiene que llenar el vacío. Las pasiones dominan al hombre sin luz. Procurar tener sensaciones, buscar el placer como la finalidad de la vida, tratan de llenar el vacío
  • 49. dejado por las verdades y valores que no se han aquilatado. Así, entonces, resulta fácil dar una respuesta a la pregunta ¿Cómo alimentar el espíritu? Simplemente abriéndolo al mundo de la verdad, llenándolo de luz, conduciéndolo al descubrimiento de los grandes valores e ideales para que se sienta fascinado por su atracción. Debe cuidarse de no alimentarlo sólo con ideas, abusando del intelectualismo. Para captar el corazón e integrar la personalidad es necesario que las ideas estén saturadas de valor, que sean atractivas y lleguen a la vida. Aquí habría que hablar del valor de los símbolos y del sentido de las fiestas, tal como lo entendió siempre la Iglesia, con su tremenda sabiduría respecto del hombre. No podemos detenernos más en el capítulo, pero estos aspectos deben ser motivo de reflexión. La disciplina del cuerpo Lo primordial es alimentar el espíritu, pero, así como el jardinero no se preocupa sólo de alimentar bien las plantas, sino también de sacar la maleza, así tampoco basta con alimentar al espíritu; hay que desmalezar a fin de que ésta no supere a la planta. El jardinero desmaleza, poda, endereza, pone mugrones para evitar las desviaciones. Así, cada uno debe trabajar en su naturaleza. Es necesario introducir una disciplina en el cultivo del espíritu. El mayor peligro proviene de un binomio que es preciso romper: apetito- satisfacción. Cuando una persona se habitúa a que cada vez que se despierta un apetito debe encontrar su satisfacción, el cuerpo se habitúa mal. Es necesario introducir entre ambos factores, entre el apetito y la satisfacción, lo razonable: comer a la hora, dormir o trabajar cuando corresponde. Orientarse por valores, verdades e ideales y no por impulsos que provienen de los instintos. El cuerpo, herido por el pecado original, es como “el hermano burro” del que nos habla san Francisco: si no tiene un correctivo permanente se pone flojo, glotón y sensual. Es preciso domesticarlo para que se haga amigo del espíritu y se ponga a su servicio. No se trata de maltratarlo o de reprimirlo, sino que de ordenarlo, dándole aquello que objetivamente le corresponde. Cada instinto debe obtener lo suyo en forma ordenada. San Pablo es muy gráfico para expresar
  • 50. esto. Dice en la Primera Carta a los Corintios: “Castigo mi cuerpo y lo someto a servir para que no sea que habiendo sido heraldo para otros, quede yo descalificado”. (1Co 9,27) La creación de un ambiente adecuado Aquí nos referimos al cuidado del subconsciente. Sabemos que muchas cosas en nuestro comportamiento provienen de ese mundo al margen del control inmediato de la voluntad. Es preciso cuidar lo que se deposita en él. En gran medida está condicionado por el ambiente que nos rodea y que normalmente podemos determinar libremente. Las amistades que seleccionamos, los adornos que ponemos en nuestro cuarto o en nuestro escritorio, las películas o programas de televisión que vemos, etc., todo eso va dejando una huella en nosotros. Esto significa, en la práctica, que es necesario seleccionar y elaborar todo aquello que forma parte de nuestro ambiente personal. Sin embargo, no basta seleccionar; es necesario elaborar. ¿Qué significa eso? Hay que llenarlo de valor, verlo a una luz superior, de tal manera que sirva de camino hacia Dios y no de obstáculo. Cada criatura puede ser camino hacia Dios u obstáculo. Eso depende, en último término, de cada uno. Por último, la pedagogía de ideales es también una pedagogía de alegría. Esto significa simplemente que es necesario quitar a la educación y, en concreto, al acompañamiento espiritual, ese tono excesivamente serio y solemne, dándole un carácter más familiar y humano. Muchos pensaban que educar era sacrificar a la persona. Hoy día pensamos diferente. Educar es esponjar, liberar, alegrar a la persona desde lo más profundo. El P. Kentenich definía la alegría como “el reposo del apetito en el bien que le corresponde”. Sabemos que existen tantos tipos de apetitos como aspectos diversos constituyen la naturaleza humana, sensible, espiritual y sobrenatural. El proceso de acompañamiento considera los diversos aspectos de la vida en toda su armonía. Procura que la persona progresivamente llegue al reposo en cada
  • 51. uno de esos estratos de su naturaleza. Si se profundizan estos conceptos, se puede ver que, en último término, el reposo del apetito proviene del “amor gustado”. Son diversas formas del amor. La pedagogía de ideales como pedagogía de la alegría pretende hacer consciente que Dios hizo todo por amor y lo conduce con amor. Detrás de los ideales que se van desplegando, resplandece una visión optimista de la creación y de la historia. Es necesario fundamentar muy hondo la alegría del corazón cimentando la experiencia de sentirse rodeado por el amor de Dios. Hay que enseñar a gustar y paladear la realidad como manifestación del amor de Dios. Esto debe experimentarse no solamente en la liturgia, en la vida comunitaria y en lo religioso, sino que en todos los detalles cotidianos. La pedagogía de ideales exige el cultivo de vivencias íntimas y profundas que desplieguen toda la alegría natural y sobrenatural. El clima de tristeza no favorece al idealismo. Con toda razón se decía antiguamente que “un santo triste es un triste santo”. La falta de alegría puede ser fuente de agresividad e impureza. 2. El acompañamiento espiritual como pedagogía de vinculaciones Nuevamente vamos al diagnóstico que hemos hecho. La cultura urbano-industrial parece no dar cabida a la formación de vinculaciones personales profundas. Es como si todo se hubiese conjurado en las diversas esferas de la vida humana para desbaratar el hogar. Existe una preocupación excesiva por lo económico, una fuerte acentuación de lo científico-tecnológico, una lucha neurótica por el ascenso profesional, un desenfrenado afán de placer y de activismo, pero, en cambio, va quedando relegado el
  • 52. cultivo de los vínculos personales. Una sociedad estructurada según esos moldes tal vez sea capaz de engendrar buenos empresarios, gerentes, técnicos y generales, pero se hace del todo incapaz de entregar padres. Y sin ellos no hay hogar ni familia. Es así como va imperando poco a poco en todo el mundo, el tipo de hombre colectivista y masificado. El P. Kentenich decía al respecto, en 1951: “El problema del hogar en toda su amplitud y tal como nosotros lo entendemos, constituye el problema de la cultura de hoy, pues la pérdida del hogar es la causa principal de la actual crisis cultural. Podemos constatar las consecuencias de esta pérdida del hogar en el hombre colectivista, pues el rostro de su alma está marcado por la carencia del hogar. La pérdida total de hogar puede traducirse, en el pleno sentido de la palabra, como “castigo del infierno”. En el infierno encontramos una pérdida total del hogar, una pugna entre el alma y Dios e igualmente una pugna entre alma y alma. Y ¿En qué consiste, a la inversa, la felicidad del cielo? La visión beatífica no sólo significa una mutua compenetración entre el alma y Dios, sino también entre alma y alma en íntima profundidad. La bienaventuranza eterna profundiza y perfecciona los encuentros tenidos en la tierra”. Esto representa un gran desafío pedagógico al acompañamiento espiritual moderno. Cualquier sistema pedagógico que pretenda responder a las necesidades actuales, debe responder a la crisis de vínculos que aqueja la cultura. Debe estar orientado a restaurar las vinculaciones personales y reconstituir, desde el interior de la persona, el hogar. El ser humano tiende naturalmente a vincularse a su ambiente. Es un fenómeno primario y universal en el hombre. Espontáneamente tiende a formar su “nido”, es decir, un conjunto de vínculos que lo arraigan a su ambiente natural. El educador suizo Pestalozzi comparaba al hombre con una araña en medio de su tela. Decía que también el hombre es un ser “reticular”, porque su “habitat” propio es una red de vinculaciones como lo es la tela para la araña. También se puede comparar con el árbol y sus raíces. Esta última
  • 53. comparación es aún más sugerente, ya que muestra que las raíces son base de sustentación del árbol: lo afirman y a la vez lo alimentan. En el hombre también es así: sus vinculaciones le dan la estabilidad psicológica, pero, a la vez, le nutren espiritualmente con todos los estímulos que lo hacen crecer y llegar a su plenitud. Un hombre sin raíces es como un árbol sin raíces, no resiste los embates de la vida; no crece sano. El hombre tiende primero a echar raíces y, más tarde, a ampliar su radio de acción extendiéndolas. Pero, ¿qué es una vinculación? Se puede definir como aquella relación estable, que ata a una persona a alguna realidad con la que ha mantenido un contacto afectivo prolongado. Esto nos muestra, a simple vista, que es fruto de las experiencias afectivas prolongadas y positivas. La sede de la vinculación es lo más profundo del corazón. Los alemanes dirían el “Gemüt”, ya que no es algo solamente afectivo; toca la conciencia y, a la vez, las raíces irracionales de la personalidad. Es de por sí un factor integrador de la personalidad. Aquello que la persona acoge con su corazón, encontrando una resonancia gratificante, genera un hábito permanente, una tendencia estable de índole afectiva que amarra a la persona y produce una clara repercusión en lo estratos más profundos de los apetitos sensitivos inferiores. La plena significación de la vinculación se encuentra en los ámbitos psicológico, metafísico y teológico. Vamos a referirnos a esto, para acentuar su importancia en la pedagogía. Significación psicológica de la vinculación La vinculación es el lazo que arraiga a la persona a su ambiente. Le ofrece el clima adecuado para su existencia, así como la tela se lo ofrece a la araña. La experiencia inmediata del medio que la rodea la familiariza con él, le crea un clima de confianza. Así satisface sus necesidades básicas de seguridad y de cobijamiento y supera su inseguridad existencial. Por el contrario, en la medida en que carezca de este medio familiar, que constituye su “hogar psicológico”, sufrirá los efectos de la inseguridad y de la inestabilidad. Se sentirá extranjero y alienado. La medida de su
  • 54. arraigo al medio determinará la calidad de su personalidad. Lo hará ciudadano del universo o vagabundo. En esta vinculación radical encontramos también la clave para comprender las diversas visiones de la realidad y las actitudes frente a ella. Visión positiva o negativa; actitud pacífica o agresiva. (El fenómeno moderno del violentismo y del terrorismo tiene una relación muy directa con este fenómeno del arraigo en el medio). No cabe duda de que la experiencia existencial de los vínculos personales sólidos y cálidos, como experiencia de hogar, crean el fundamento de la alegría de vivir que, como vimos, no es otra cosa que la satisfacción del apetito en el bien que le corresponde. El apetito más originario en el ser humano es el del hogar, el del nido fundamental, el punto de reposo psicológico. Es esto lo que se entiende por necesidad de cobijamiento y de seguridad, es decir, necesidad de ser conocido, aceptado y amado; necesidad de encontrar respuesta a las inseguridades psicológicas. Con toda razón, Spranger dice que el hogar es “el afecto raíz del alma”. Significación metafísica de la vinculación El espíritu necesita una respuesta en el proceso de arraigo de la personalidad en su medio. El ambiente fundamental del hombre no está conformado solamente por lugares, cosas y personas, sino que necesita también verdades y valores trascendentales. El proceso de arraigo comienza por los vínculos sensibles, pero, poco a poco, la persona comenzará a procurar el reposo en verdades y valores. El filósofo dirá que, siendo el hombre un ser “ab alio”, es decir, que procede de otro, en su estructura existencial permanecerá siempre un ser “ad aliud”, es decir, orientado hacia otro, hacia el ser del cual procede. El hombre directa o indirectamente busca el retorno a su origen, como meta última de su existencia. Es el anhelo de infinito, el ansia de lo eterno, el hambre de Dios. Su caminar por la tierra, hacia la meta, estará jalonada por los encuentros con esa realidad trascendente a través de las verdades y valores trascendentales. Si se quiere ir más hondo aún, habría que hablar de un instinto primario en el hombre, el instinto religioso que lo impulsa en esta
  • 55. búsqueda de lo eterno. El P. Kentenich dice que este instinto puede ser reprimido y desviado, pero nunca suprimido. Siempre pugna por aparecer, aunque sea deformado. Santo Tomás lo denomina ”deseo natural de ver a Dios”. San Agustín da testimonio de ello en sus Confesiones cuando dice: “Tú nos creaste para ti e inquieto está mi corazón hasta descansar en ti”. Es una consideración de tipo metafísico. Así observamos entonces, que la persona se va vinculando al mundo trascendente en la medida en que va teniendo un contacto cada vez más familiar con las verdades y valores a través de las cuales va descubriendo algo de Dios. Estas verdades y estos valores la hacen trascender lo puramente sensible, visible y palpable para encontrar su “nido” en el mismo corazón de Dios. Significación teológica de la vinculación El ser humano no solamente tiene una dependencia ontológica de Dios y experimenta en lo más hondo de su ser la atracción de lo eterno, sino que además es depositario de la revelación y conoce el plan providente de Dios que quiere salvarlo, que quiere orientarlo a una relación de alianza de amor con Él. Esta salvación que se opera en Jesucristo, significa un llamado a la incorporación en Él para hacernos hijos en el Hijo. Teniendo la naturaleza y la gracia un mismo Autor, están en una íntima consonancia. El mundo sobrenatural resuena en la fuerza de la gracia, en lo más profundo del corazón y lo arraiga a Dios, es decir, gesta vinculaciones de tipo sobrenatural. Es posible, por la gracia, llegar a amar a Dios “con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”. Es así como ya aquí en la tierra Dios va respondiendo a los anhelos de seguridad y cobijamiento, de tal manera que se va constituyendo, con ayuda de la gracia, en el Hogar definitivo. Ya aquí en la tierra, se puede llegar a tener una cierta experiencia de ese Hogar. Visto en esta perspectiva, podríamos decir que el esfuerzo de la pedagogía católica es hacer coincidir el hogar psicológico originario, es decir, el propio yo con su fuerte tendencia de amor a sí mismo,
  • 56. con el hogar teológico, que es Dios. Esto es lo que se obtiene cuando se logra la perfecta entrega a él. En resumen, la pedagogía de vinculaciones tiene como objetivo arraigar fuertemente a la persona en un mundo integral de vínculos. Quiere ayudarle a echar raíces profundas en el mundo natural a través de vivencias positivas que lo abran a una profunda relación con personas, lugares, cosas, fechas, etc. Pero, a la vez, quiere darle vivencias del mundo sobrenatural para arraigarlo en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo, en la Virgen María, en los santos, en la Iglesia, en su comunidad, etc. La preocupación de esta pedagogía no será sólo afianzar los vínculos sino armonizarlos. Procura conscientemente la armonía entre ambos órdenes, natural y sobrenatural. Está consciente de que la gracia edifica sobre la naturaleza, la eleva, la sana y la perfecciona, pero, a la vez, encuentra en ella un camino y un seguro. Si prescinde de lo natural, se debilita. Así, la preocupación del acompañante abarcará ambos órdenes y procurará orientar a vivencias profundas en cada uno de ellos. 3. El acompañamiento espiritual como pedagogía de alianza Esta orientación de la pedagogía católica moderna responde a diversas tendencias distorsionadoras de la imagen de Dios y del relacionamiento con él. En concreto, quiere ser una respuesta práctica frente al “deísmo”, al “fatalismo” y al “trascendentalismo”. Nuestro Dios no es el Dios “aristotélico” que crea y se aleja de la creación, como si fuera indigno que se preocupara de seres inferiores. El núcleo central de esta acentuación pedagógica es la
  • 57. renovación de la imagen de Dios y la búsqueda de la intimidad con Él. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en la medida en que distorsiona su propia imagen tiende a crear caricaturas de Él, Por eso aparece lejano, un Dios que se despreocupa de sus criaturas dejando que el mundo siga su curso lleno de tragedias. Muchos piensan que Dios es indiferente a lo que sucede en el mundo, sino “¿Cómo explicar tanta injusticia? ¿Cómo explicar los campos de concentración y los hornos crematorios?” Para otros, Dios se presenta como un “policía” que está atento para castigar cualquier infracción. Actualmente, muchos lo ven como un “abuelo”, algo decrépito que sólo sabe dar bombones a los hijos, pero que es incapaz de educar. La pedagogía de la alianza se esfuerza por mostrar la verdadera imagen de Dios como Padre providente, Señor de la historia y de la vida, que está detrás de cada acontecimiento. El Dios que conduce con mano fuerte y bondadosa todos los acontecimientos y que jamás afloja las riendas de la historia. Esa imagen de Dios vence de raíz el deísmo y el fatalismo y, sin caer en un falso inmanentismo que confunde al Creador con su creación, tampoco se va al extremo del trascendentalismo, proyectando a Dios detrás de las nubes, lejano e inaccesible. Este Dios que se hace íntimo y cercano en Jesucristo, nos invita a una relación de alianza de amor. Por esta alianza antigua y nueva, estamos llamados no solamente a ser semejantes a Él, identificándonos con Jesucristo, sino también estamos llamados a cooperar en su plan providente. Cada uno debe asumir, con plena dignidad, su tarea en la historia. Cada uno tiene su lugar propio y su misión original. La pedagogía de la alianza se esfuerza por orientar a esa cooperación consciente y responsable. Ayuda a la persona a descubrirse en relación con Dios y con los hombres; a asumir su misión de vida adquiriendo su plena dignidad.
  • 58. 4. Aspectos metodológicos de la pedagogía Para terminar este capítulo, agregaremos una breve mención a los aspectos metodológicos que sustentan este sistema pedagógico. Nos referiremos solamente a dos de ellos: la metodología de confianza y de movimiento. La metodología de confianza El optimismo radical está en la base de una metodología de confianza. En primer lugar es necesario que el acompañante supere cualquier atisbo de pesimismo sobre el ser humano. Es verdad que el pecado original dañó la naturaleza humana, sin embargo, aun hay mucho de bueno en el hombre. Para acompañar fecundamente a una persona se tiene que partir de una confianza fundamental en aquello bueno que hay en ella. Sin eso, es imposible crear un auténtico clima de confianza. Si se cree que la naturaleza humana está totalmente corrompida, no queda sino defenderse de ella. Ninguna persona será digna de confianza y, para lograr algo, será necesario acentuar controles y represiones. La metodología de confianza parte aceptando como un postulado seguro, que detrás de cada persona hay mucho de bueno, que hay sólo que descubrirlo y accionar los resortes de la naturaleza para que eso que es bueno, reaccione y la persona empiece a aspirar a su propia perfección. Son más débiles las ataduras del mal que las fuerzas del bien. La metodología de movimiento Esto consiste en una presentación progresiva de los ideales, es decir, de ideas o verdades saturadas de valor. Se trata de impulsar un movimiento ascensional en la presentación de las metas e ideales, al modo de un espiral ascendente. Se pretende apoyar todo el proceso a través de un triple movimiento de ideas, de vida y de gracia. ¿Qué significa esto en la práctica? Se puede constatar que las puras ideas y verdades, incluso cuando se presentan como
  • 59. grandes ideales, no bastan para despertar y encauzar la vida hacia su plenitud. Las personas necesitan envolverse en una auténtica corriente vital en que las ideas están en un evidente dinamismo y, a la vez, se ven apoyadas por encarnaciones vitales y por fuentes de gracia. El acompañamiento, según esta metodología, se esforzaría por poner en contacto a la persona no solamente con una corriente de ideas e ideales, sino con comunidades vivas y con fuentes de gracias. Se quiere incentivar un proceso educativo en forma vigorosa. Al hombre no le bastan las ideas, necesita de ejemplos, necesita el apoyo de ambientes. En ese conjunto orgánico y dinámico, el apoyo se hace mucho más eficiente que con una simple conversación en la que se da consejos y se propone programas de crecimiento espiritual. La práctica muestra que el ambiente que se crea a través de una esclarecida piedad mariana es el más eficaz. Lo que hemos presentado hasta este momento podría considerarse como una breve síntesis de un sistema de apoyo para un acompañante espiritual. Ahora es necesario adentrarnos en el proceso mismo.
  • 60. Parte IV Las tareas propias del acompañamiento espiritual 1. Descubrir el impulso espiritual 2. Interiorizar la nueva vida 3. Formarse una clara imagen del acompañado 4. Aplicar las leyes de crecimiento 5. El permanente discernimiento de los espíritus 6. El permanente impulso a la vida 7. Algunas normas prácticas
  • 61. Las actividades que son propias del acompañamiento espiritual Tenemos, como telón de fondo, el sistema pedagógico y nos preparamos para abordar las diversas etapas del proceso de acompañamiento ¿Qué cosas conviene que haga la persona que emprende un acompañamiento espiritual? 1. Descubrir el impulso espiritual del acompañado ¿Cómo comienza el proceso de acompañamiento espiritual? El paso inicial es el interés que se despierta en una persona por adentrarse más profundamente por el camino de la perfección evangélica y recurre a otra más adelantada, para que le ayude. Si bien, el acompañante nunca aborda directamente a una persona invitándola a un acompañamiento espiritual con él, puede crear en la comunidad en la que participa una atmósfera que despierte una inquietud en ese sentido. Se preocupa de incentivar vivencias espirituales dentro de la comunidad (parroquial, escolar o de movimiento). Con certeza, una comunidad viva juega un papel importantísimo en la orientación hacia el acompañamiento espiritual. Es en las experiencias vivenciales de una comunidad donde mejor se despiertan los anhelos de ir más en profundidad al encuentro de
  • 62. Dios y procurar la perfección. La atmósfera comunitaria impulsa y alimenta idealmente la vida cristiana. Cuando alguien busca un contacto más profundo con el acompañante, la primera preocupación de éste será crear un ambiente de confianza que ayude a manifestarse el impulso vital latente en ella: inquietudes, experiencias espirituales, acentuaciones de valores, etc. Más aún, crea un clima que haga posible el surgir de nuevas inquietudes. Esto significa que trata de penetrar las fuentes originales de vida de esa persona. Esto tiene una íntima relación con la paternidad espiritual: despertar vida en otra persona equivale a engendrar una nueva vida. Es claro que un acompañante espiritual puede ayudar a cultivar solamente algo que existe. Nunca podrá suplir a aquella chispa de vida original que brota del interior del que le pide ayuda. Sin eso su labor será ineficaz. En la actividad pastoral de un sacerdote la proclamación de la palabra de Dios le ofrece una oportunidad única para despertar inquietudes. Si habla con plena convicción sobre ella, si es claro y profundo en lo que dice, esto es, si el mismo se siente personalmente comprometido con las verdades que proclama, eso impactará a su auditorio, despertando vida. El sacerdote o el diácono debe hacer reflexionar a su audiencia y motivar con su palabra y su ejemplo. El resto, dependerá del encuentro personal que se produzca entre él y la persona en la que se han despertado ciertas inquietudes. Al atender a la persona que solicita su ayuda, es conveniente que el acompañante se rodee de un ambiente físico inspirador. Crea una atmósfera por medio de imágenes y factores locales (orden, cuadros, crucifijos, etc.) pero también a través de factores personales. En este último aspecto se pone en juego la capacidad de irradiar que tenga el acompañante. Esto depende en gran medida de que él mismo esté lleno de Dios y vacío de sí mismo. Sin esto le faltará libertad interior para escuchar. Una persona demasiado llena de sus proyectos, experiencias, intereses y metas, se hace incapaz de acoger; no logra estar plenamente presente.
  • 63. Debe tener, por lo tanto, una gran disposición para escuchar y acoger, junto con un ambiente adecuado para crear la intimidad e invitar a la persona a salir de sí misma y abrirse comunicando sus inquietudes. El paso fundamental en el proceso espiritual se da cuando una persona se siente requerida y amada por el mismo Dios a través de un tú personal. Ser requerido como persona por un tú es lo que, en definitiva, enciende la chispa decisiva hacia la interioridad sobrenatural. El resto será simplemente la respuesta personal que se irá dando a través del acompañamiento espiritual. En todo caso, lo que interesa es que se cultiva la vida latente en la persona que solicita su apoyo. 2. Interiorizar la nueva vida que le ha sido confiada. Una vez que ha percibido cuál es la chispa interior que anima espiritualmente a la persona que busca acompañamiento, o bien, cuando ha logrado despertar una inquietud espiritual de fondo, el acompañante se esfuerza por acoger e interiorizar esa nueva vida. Está consciente de que acompaña una vida ajena que debe comprender y servir desinteresadamente. Del acogimiento comprensivo de ese impulso interior dependerá en gran medida el desarrollo progresivo del acompañamiento. Jugará el rol de buen pastor. San Lucas al referirse a María utiliza una imagen que expresa con mucha exactitud la actitud del acompañante en esta etapa; dice: “Guardaba todas esas cosas meditándolas en su corazón”. Él tendrá que hacer otro tanto.
  • 64. Es evidente que hay que contar con las limitaciones humanas. Una de las que más afecta en este contexto, es la falta de memoria. Muchas veces, olvidar detalles, confundir nombres, ser negligente con los compromisos puede cortar una relación incipiente. Sin embargo, hay que hacer notar que esto depende básicamente del interés personal que tenga en relación a las personas que lo abordan y le piden consejo. La falta de interés hace que se pase por alto los detalles, que son importantes para el confidente; hace que se olviden cosas importantes y menos importantes. La persona no se sentirá tomada en serio. Cuando esto se refiere a una confidencia íntima, produce una gran frustración y cierra el alma. Nuevamente llegamos a lo mismo: la libertad y el desprendimiento interior que debe poseer el acompañante. Eso hace fácilmente comprensible el hecho de que, en la antigüedad, jugasen ese rol personas auténticamente carismáticas. Mientras menos centrado en sí mismo el acompañante, tanto mayor será la garantía de que pueda ocuparse del mundo interior de otra persona y admitirla en su propio corazón. 3. Formarse una imagen coherente del acompañado A partir de las confidencias que van surgiendo lentamente, el acompañante se va formando una imagen del alma de quien solicita su apoyo. Va captando sus puntos fuertes y débiles, sus anhelos y experiencias, en pocas palabras, los rasgos de su personalidad original. Eso es indispensable, porque no le podrá dar ninguna orientación adecuada sin poseer esa imagen. La persona le participará cosas muy diversas. No solamente le hablará de su relación con Dios y de sus progresos en la vida interior. Él
  • 65. acompañante deberá acogerlo todo. Ninguna cosa es despreciable para ir construyendo interiormente una imagen de la persona que se le confía. Cada detalle le servirá para hacer que el diálogo penetre su vida real. Sería una ayuda pobre la que permite que el diálogo permanezca en un plano abstracto. Los comentarios, muchas veces sin un aparente contenido, le servirán para descubrir sus hobbies, para detectar su sensibilidad, para desentrañar timideces, complejos, anhelos escondidos y capacidades latentes… Esta búsqueda incesante anatematizará el peligro de aplicar moldes prefabricados y entregar recetas. Será testigo de que cada alma es única. Cada persona posee una experiencia original de fe y su propio camino espiritual. Le corresponde, por lo tanto, cultivar la experiencia de fe de su acompañado. Deberá tener la máxima delicadeza para ayudarle a conservar el sabor original de su caminar hacia Dios. En su orientación, tendrá cuidado de situarse en su perspectiva de intereses y lo motivará según su receptividad original. El acompañamiento se sitúa sobre la base de la experiencia espiritual que descubre en él y le ayuda a tomar conciencia de su misión original y de su propia imagen de santidad. En pocas palabras: a partir de lo que ha descubierto en él, le ayudará a realizar su ideal personal. 4. Aplicar las leyes propias del crecimiento El desarrollo de la vida espiritual se opera siguiendo leyes que son propias de los organismos vivos. Por ejemplo, que todo crecimiento es lento, que no se puede apurar artificialmente; que es de adentro hacia afuera, que no se le pueden inducir aspectos extraños; que sigue un ritmo, que no puede ser alterado; que involucra todos los
  • 66. aspectos del organismo, porque están relacionados e integrados, etc. Cuando el acompañante actúa acertadamente, esas leyes actúan por sí solas. Es algo similar a lo que sucede cuando un jardinero actúa en forma atinada; las plantas crecen según sus leyes propias aun cuando el jardinero no tenga conciencia de cuáles son. En todo caso, las leyes de crecimiento deben ser siempre respetadas y ojalá el acompañante las conozca bien. Al respecto, habría que hacer la siguiente observación: Antiguamente, existía la tendencia a que el acompañante actuase en forma autoritativa, determinando en forma excesivamente pormenorizada los diversos aspectos de la vida de su acompañado. En la actualidad, existe la tendencia contraria, esto es, se tiende a adoptar una postura más bien pasiva, dejando crecer la vida, tal como nace en absoluta espontaneidad, sin influir para nada. Un acompañante bien orientado debe precaverse de caer en cualquiera de estos dos extremos. La imagen del jardinero sirve para entender adecuadamente cuál debe ser su actuación. El jardinero tiene ciertas expectativas respecto de las plantas que cultiva; así también, el acompañante las tiene en relación a sus acompañados. La cuestión está en cómo despliega esas expectativas. Lo esencial es que lo haga adecuándose a su ritmo propio. El jardinero conoce cuándo deben florecer sus plantas, cuándo pierden la flor y cuándo dan frutos. Sería falso pensar que el jardinero no hace nada sino mirar cómo se despliega la vida de sus plantas; hace muchas cosas frente a ellas, pero siempre las hace siguiendo su ritmo de vida. Así también, el acompañante espiritual hace muchas cosas en relación con su acompañado: lo escucha, le da consejo, le ayuda a discernir e interpretar las voces de Dios, lo amonesta, lo cuestiona, lo ilumina, le presenta exigencias, etc. Sólo que todo lo hace siguiendo el ritmo de su vida original. Es como el jardinero que riega, abona, fumiga y poda, pero todo a su debido tiempo y en su debida forma. Conoce el ritmo y la originalidad de cada planta y se adecua a ellos. Nunca se apura ni se atrasa. No permanece pasivo; está siempre impulsando las iniciativas y dando estímulos, pero dejando en cada ocasión el campo abierto al ejercicio de la libertad. El modo de reaccionar de su acompañado le servirá de criterio para orientarlo hacia adelante.
  • 67. 5. Un permanente discernimiento de los espíritus Éste es un campo importante en todo proceso de acompañamiento. El discernimiento o discreción de los espíritus consiste en distinguir a la luz de la fe la procedencia de los impulsos que mueven a un alma en su desarrollo interior. Sabe que en todo desarrollo interior de una persona, está interesado no sólo el Espíritu Santo, sino también el demonio, y ambos influyen. Ciertamente, distinguir cuál es la procedencia de los impulsos interiores no es nada fácil. Para entenderlo mejor, vamos a examinar un caso concreto. Juan ha tenido, desde pequeño, un gran amor a María y como fruto de ese amor, se acostumbró a rezar siempre el rosario. Poco a poco éste pasó a ser una rutina. Un día, le cuenta a su acompañante que está empezando a tener dificultad en esa práctica de piedad. Él, que lo conoce bien y sabe que no está pasando por un momento de tibieza, que es obra del demonio, tendrá que discernir y ayudarle a descubrir de dónde proviene esa dificultad. Después de un profundo análisis, llegan a la conclusión de que Dios está invitando a Juan a un avance en su vida de oración. Le está pidiendo aventurarse en una oración más contemplativa. Juan comienza a caminar por esa vía y hace progresos evidentes. Era Dios quien estaba llamando a su puerta y era necesario discernir el espíritu que tocaba interiormente a Juan. La discreción de los espíritus, entonces, consiste en encontrar los criterios que permitan discernir si un impulso proviene del Espíritu Santo, del demonio, o simplemente de las tendencias naturales e inclinaciones de la naturaleza. Hay algunas normas simples, por
  • 68. ejemplo, lo que nos muestra san Ignacio de Loyola: “Los impulsos del maligno siempre quitan la paz del alma, dejándola inquieta”. Por el contrario, la huella del Espíritu Santo es “el gozo y la paz”, como nos dice san Pablo. Cuando se despierta un impulso demasiado fuerte al sacrificio y a la penitencia se debe tener cuidado, porque se sabe que el demonio, a través de las excesivas mortificaciones, crea las condiciones para que la naturaleza reaccione buscando compensaciones. Por el contrario, siempre se estará proponiendo como estilo la armonía, que de ninguna manera puede ser entendida como falta de heroísmo. El acompañante tendrá que estar muy atento a que sean las voces de Dor un camino de mayor penitencia. 6. La ayuda para sanar ios las que conducen plas heridas del alma. La práctica muestra que a lo largo de la historia de cada uno hay situaciones de contingencia que dejan huellas negativas en el alma. La vida golpea muchas veces con inusitada dureza. Cada persona reacciona según su sensibilidad y la situación anímica en que se encuentra. Es normal que queden muchas heridas en el subconsciente que es necesario sanar, para que el alma pueda avanzar. De hecho, cada uno tiene aspectos de su historia que le son muy difíciles de aceptar y asimilar. Son fuentes de represión y de pérdida de libertad interior. La apertura del corazón al acompañante espiritual puede ayudar a superar esas heridas. Sabemos que una persona puede aceptar con más facilidad las cosas difíciles de su historia en la medida en que es capaz de entregarlas a otra persona y compartirlas con ella. En el proceso del
  • 69. acompañamiento se da un proceso de saneamiento interior en la medida en que se dan dos momentos: donación y aceptación. Para que una persona pueda aceptarse a sí misma superando sus problemas interiores, todas esas cosas desagradables y dolorosas que pueblan su interior, normalmente necesita experimentar que alguien la conoce y acepta tal como es. La aceptación de esas cosas dolorosas y difíciles (sufrimientos, limitaciones, culpabilidad), presupone un esfuerzo. El acompañamiento debe dar fuerza para aceptar lo doloroso de la historia. Si una persona no tiene la suficiente fuerza para asumir y aceptar esas heridas, muchas veces se inicia en ella un proceso de represión, que es un mecanismo natural, espontáneo e inconsciente, de aliviar las tensiones interiores apartando las cosas desagradables del campo consciente. A través de un sano acompañamiento de los procesos de vida, se ayuda a que las represiones interiores salgan a flote, surjan hacia la superficie. Para eso se ayuda a la persona a que se relaje y confíe. Sólo así estará en condiciones de comunicar sus problemas profundos. Es claro que no se trata de que solamente entregue una simple información acerca de su realidad interior, sino de que la comparta con otra persona. Es importante que la persona relate su problema, aquella experiencia existencial que la tiene atribulado, pero esto no es sino un medio para entregar lo que está detrás: la crisis de valores que está subyacente y que crea la situación conflictiva. Lo normal es que esos problemas ocultos sean fuente de desvalorización y que, a su vez, se alcen como una barrera que impide recibir normalmente el amor o aceptar una alabanza. Cuando una persona está embargada por un sentimiento de inferioridad, tiende a desvirtuar todo aquello que podría servirle para robustecer su alma y, en cambio, tiende a agrandar todo aquello que la debilita. Así es, entonces, que, mientras más se participa de la vida de quien busca acompañamiento, se juega más un rol liberador, y tanto más se llega a ser mediador entre el alma y Dios. Es “patena abierta” para recibir respetuosamente la vida que se le confía, pero, a la vez, representante del Dios misterioso que impulsa la vida.
  • 70. En la actualidad muchas personas acuden al sacerdote buscando solucionar sus problemas y no tanto movidos por la inquietud de progresar en la vida de perfección. Es preciso tomar este hecho como una voz de Dios y aprovechar la coyuntura que se da para llevar al Señor. Hay que contar, por lo tanto, con que en el acompañante deberá enfrentarse con la tarea de ayudar a solucionar conflictos y apartar los impedimentos psicológicos que actúan como barreras para un sano desarrollo. Dadas las circunstancias actuales, es normal que tenga que ayudar a elaborar un pasado no bien asumido, plagado de impresiones conflictivas no asimiladas. Igualmente tendrá que ayudar a recuperar y revivir alguna etapa de la vida que no se vivió en plenitud o que simplemente se saltó. La multitud de escollos psicológicos para un pleno desarrollo, que proliferan en el alma moderna, exige que el acompañante se adentre lo más posible en la psicología. Antes, esto no era tan necesario, porque la familia estaba más protegida de las influencias foráneas. Además, antes tampoco existían los avances de la psicología que están actualmente al alcance de todos. Hoy se dispone de mucho más medios de apoyo y es necesario que el acompañante aprenda a usarlos. ¿Cómo se manifiesta esta problemática en el acompañamiento? Normalmente se presenta así: una persona que ha recibido todos los estímulos normales para su crecimiento y, sin embargo, no logra crecer en profundidad; tiene buena voluntad, pero su vida está anquilosada. Lo normal es que esto se deba a conflictos íntimos que le impiden desplegar su vitalidad. Es aquí donde debe intervenir el acompañante para ayudarle a solucionar sus problemas. Es claro que para eso debe tener conocimientos adecuados. En algunos casos tendrá que enviarlo a un especialista pero, en muchos otros, podrá ayudarlo él mismo. Hay dos casos muy comunes. Los abordaremos en forma muy sintética, debido al alcance que se le ha querido dar a este libro.
  • 71. Un caso común es el desvalimiento neurótico El término fue acuñado por Christa Meves. Se trata del caso de alguien que no solamente sufre por la falta de un impulso interior sino que, además, experimenta su alma como desintegrada. Todos sus intentos y todos los impulsos que recibe van al fracaso: simplemente no puede crecer. Evidentemente, lo más importante es que el mismo acompañante no se desanime y comprenda bien cuál es el proceso que está viviendo su acompañado. Está tan deprimido y anquilosado que literalmente se aferra al acompañante, incapaz de sostenerse por sus propias piernas. Sólo pensar en independizarse de él, le produce angustia. El acompañante tendrá que ayudarle a sacar a la superficie aquellas experiencias pasadas que causan esta situación de desvalimiento. En el proceso de curación es indispensable tocar los puntos dolorosos. Para sanar las heridas del alma, es necesario llegar a ellas. Hasta que la persona no recupere su fuerza interior, no podrá iniciar el proceso de curación. El acompañante deberá comenzar por infundirle confianza, darle cariño, para que se fortalezca. Otro caso común es el de las etapas de la vida que se saltaron. Es una ley de la psicología el que las etapas que no se vivieron a su debido tiempo dejan un vacío que se hace sentir a lo largo de toda la vida. Es un vacío paralizador. Más aún, normalmente esas etapas de vida que se saltaron fácilmente conducen a represiones y éstas, a su vez, dan origen a muchas formas diversas de agresividad (frente a los demás o frente a sí mismo). Para entender mejor el problema, exponemos algunos ejemplos. Juan vive en una familia bien estructurada, pero su madre tiene un carácter dominante y una actitud excesivamente restrictiva con sus hijos. Juan es tímido y sufre más que sus hermanos este control excesivo y la represión materna. En la práctica, no es capaz de tener las amistades que son normales en un chico. Cuando llega la
  • 72. adolescencia, su vida afectiva es desordenada y esclavizante. El acompañante le ayuda a entender que está tratando de recuperar una etapa no vivida y ésa es la razón de esa falta de coherencia que lo desconcierta y deprime. Cuando entiende qué es lo que le pasa, se tranquiliza. El acompañante le muestra que es necesario que pase por la etapa de fascinarse con las chicas para entrar en una relación tranquila. Otro ejemplo. Una chica tiene padres obsesivos que la controlan demasiado. Como reacción a la represión tiene una relación sexual inmadura, queda embarazada y se ve obligada a casarse. Una vez casada, comienza a sentirse mal. Se vuelve a experimentar oprimida. El acompañante le muestra que hubo una etapa de niña y adolescente que no vivió normalmente. Si no la recupera no logrará asumir adecuadamente su matrimonio. Le recomienda reencontrarse con sus antiguas amigas, invitar parejas jóvenes a su casa y tener una vida social normal, recuperando esa etapa que se saltó. Cuando lo hace, su relación matrimonial encuentra su cauce. Los casos más difíciles provienen normalmente de experiencias sexuales precoces, abusivas y desconcertantes. Especialmente de los atentados sexuales por parte de parientes próximos (especialmente por parte del padre). Esto rompe la seguridad y crea múltiples consecuencias negativas (desvalorización personal, odio contra sí mismo, un trágico complejo de culpa, rechazo del otro sexo, sentimiento de inseguridad). En muchos casos, incluso, este problema lleva hasta la tentativa del suicidio. El acompañante tendrá que hacer todo lo posible por ganarse la confianza para que la persona se abra y así llevarla poco a poco, a reconocer y revivir esa experiencia tremenda de su vida. Es claro que esto hace brotar la furia de sus sentimientos reprimidos y el mismo acompañante será el blanco de su agresividad. Sin embargo, poco a poco, se irá tranquilizando y aceptando la realidad. Sólo a partir de esa aceptación, sanará sus heridas. Con estos ejemplos, estamos simplemente mostrando cómo el acompañante tendrá que ambientarse en el campo de la psicología para dar una ayuda
  • 73. efectiva a las personas que se le confían o derivarlas a un especialista. 7. Algunas normas prácticas La experiencia muestra que hay algunas normas de estilo de vida del acompañante que conviene hacerlas notar desde el comienzo. Debido a que la relación que se crea en el acompañamiento es muy íntima y confidencial, está expuesta a muchas distorsiones. Por esa razón conviene marcar algunas pautas en relación con el lugar, la frecuencia y la duración de los encuentros. Frecuencia. Lo normal es que el diálogo con la persona que busca apoyo, salvo alguna circunstancia excepcional, no debería establecerse más de una vez al mes al iniciar el proceso y más espaciadamente, una vez que la persona ya ha lo ha regularizado. La confesión y el acompañamiento espiritual. Son dos cosas distintas, pero muchas veces suelen unirse. El hábito de la confesión mensual es muy provechoso. Normalmente con esa ocasión se da cuenta de conciencia y se muestra el horario espiritual y se tiene un espacio de acompañamiento. En un espacio accesible por otras personas. Conviene que el espacio físico de los encuentros sea lo más abierto posible. Ojalá con puerta con vidrio. Eso evita cualquier suspicacia. En la Iglesia se ha tenido muy malas experiencias cuando no se respetan estos
  • 74. resguardos. Se recomienda un ambiente formal de oficina con escritorio. La duración. Los encuentros no conviene que excedan a una hora. El acompañante debe establecer un estilo que mantenga una línea de objetividad que no se deja de lado, sino en casos muy excepcionales.
  • 75. Parte V Etapas del acompañamiento espiritual 1. Encuentro personal entre acompañante y acompañado El clima apto para el encuentro personal: confianza, respeto y amor. La adaptación clarividente del acompañante espiritual a quien acompaña. El método del acompañamiento espiritual. El arte de abrir respetuosamente el alma. Dificultades por parte del acompañante: problemas de carácter, de madurez, etc. Dificultades por parte de quien busca apoyo: introversión, inseguridad, timidez, etc.. Dificultades por parte del límite mismo del proceso de apertura. El modo concreto de abrir el alma: el simple contacto personal, las palabras dichas en público, las palabras dichas en privado, el arte de escuchar, el arte de orientar, el arte de preguntar. El ejercicio de una autoridad con sentido: aplicación del principio de actividad propia, aplicación del principio de libertad, aplicación del principio clave de la conducción. 2. Orientación al ideal Noción de ideal personal. Aporte del acompañante en el descubrimiento y elaboración del ideal: descubrimiento de los rasgos originales del alma; interpretación a la luz de la fe. Trabajo práctico con el ideal: su conquista intelectual; su conquista afectiva; su encarnación en la vida cotidiana 3. Cultivo del organismo de vínculos
  • 76. Desarrollo psicológico de las vinculaciones: desarrollo del amor natural a sí mismo, posibilidad y necesidad. Leyes del desarrollo: transferencia orgánica y conducción orgánica. La vinculación como don y tarea. Trabajo con horario espiritual.
  • 77. Etapas del proceso de acompañamiento espiritual El proceso de acompañamiento es complejo. No se puede entender como una simple sucesión ordenada de pasos sucesivos. A pesar de eso, es útil ordenar sistemáticamente los diversos elementos que forman parte de él para entenderlos mejor. Aunque la terminología de las etapas es impropia, ya que no se trata de una sucesión estricta de acontecimientos, sin embargo, se da una cierta ordenación de factores que influyen a través del tiempo. A pesar de que en la pedagogía moderna se hace cada vez más hincapié en la influencia que tiene el ambiente en el desarrollo de los procesos de vida y por eso se suele hablar de una “educación funcional”, en nuestra reflexión sobre el acompañamiento, si bien es cierto que reconocemos la enorme influencia del ambiente en el progreso espiritual o en el deterioro del mismo, nos vamos a referir solamente a las acciones intencionadas del acompañante. El acompañamiento, visto desde la perspectiva de formación de la personalidad en la fe, es un proceso que relaciona a dos personas; es un juego de influencias entre una persona más madura en la vida espiritual y otra, que está en proceso de desarrollo. Es un proceso misterioso. La vida siempre lo es. Se trata de una vida que influye positivamente en otra, despertándola, aceptándola, formándola, en una permanente donación personal. Aquí está la esencia del proceso de la educación en la fe. Es esto lo que vamos a tratar de describir más en detalle.
  • 78. Es evidente que el acompañante pondrá en movimiento muchos otros factores al margen de su propia personalidad. Sin embargo, le corresponderá coordinarlos, destacarlos, ponerlos en movimiento. Entre los factores que debe movilizar, debe destacarse especialmente la inserción en una comunidad eclesial viva. En torno a ella, se crea el “espacio educativo” como un espacio vital de influencia. Es así, entonces, como el proceso educativo está impulsado por el contacto personal y, si es posible, por la comunidad de vida (comunidad eclesial de base, grupo parroquial, grupo de su movimiento, etc.) El proceso educativo del acompañamiento espiritual como proceso de vida, constituye una totalidad orgánica compleja. Reducirlo a una exposición teórica es casi imposible. Para clarificarlo distinguiremos tres etapas, advirtiendo de antemano que nunca corresponderá a una descripción totalmente exacta ni, menos aún, exhaustiva. 1. El encuentro personal entre acompañante y acompañado Ya decíamos que el proceso del acompañamiento espiritual se fundamenta en el contacto espiritual recíproco entre dos personas. A esto lo denominaremos “contacto vital”, para distinguirlo de muchas otras formas de contacto. Esta fuerza, que despierta vida, cobra eficacia en la medida en que una persona más madura toma conciencia de su influencia sobre otra que busca apoyo y decide conscientemente ejercerla en su beneficio para ayudarlo a crecer. La existencia o ausencia de esta influencia es, por lo tanto, decisiva en todo el proceso.
  • 79. El proceso se inicia cuando la personalidad del acompañante ejerce una cierta atracción en una persona y ésta busca un encuentro personal. Este encuentro es como un juego de llamada y respuesta, un comenzar a estar el uno en el otro. Por un lado, está la necesidad del que busca ayuda y, por el otro, la plenitud del que está dispuesto a darla generosamente. El acompañante debe acogerlo de tal manera que éste tenga la experiencia de estar cobijado en alguien. De esta experiencia brota una relación cada vez más profunda. Así se inicia el proceso de vida propio de la educación. Educar en la fe significa, en último término, mantener un “contacto vital”. La vida de uno, en razón de la comunión que se ha producido, enciende la vida en el otro. La condición es que entre ambos se establezca ese contacto vital. Existen tres factores fundamentales para que se dé ese encuentro personal: el clima del encuentro, la adaptación a quien busca ayuda y el ejercicio de una autoridad esclarecida. El clima apto para el encuentro personal El clima que debe tratar de crear el acompañante, básicamente, se puede describir con tres términos: confianza, respeto y amor. Clima de confianza Así como se necesita un ambiente adecuado para que una semilla despliegue el potencial replegado que guarda en su interior y surja una planta, así también, para que se despliegue la vida espiritual de una persona se necesita de un ambiente adecuado. En primer lugar debe ser un clima de confianza. La noción de confianza pareciera, a simple vista, ser muy sencilla. Sin embargo, posee una gran hondura psicológica. Recurriremos a algunos conceptos de la psicología para comprenderla en su profundidad. La vida humana se despliega impulsada por la fuerza fundamental que está inmersa en su propia naturaleza. Si no existiese una fuerza
  • 80. que lo impulse, no habría desarrollo. ¿Cuál es esa fuerza fundamental? Es el amor natural a sí mismo. Todo surge y se despliega movido por el amor. No en vano, todo fue creado por amor y para el amor, por un Dios que es Amor. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la base de toda la psicología humana es el amor a sí mismo. Es este amor lo que lleva a cada persona a tratar de conservar, perfeccionar y prolongar su propio ser. Los antiguos filósofos lo expresaban de una manera más técnica. Decían que a toda perfección seguía una tendencia. “Omne forma sequitur inclinato”. La forma o perfección que experimenta cada ser humano es, en primer término, la propia y, por esa razón, es el primer amor y el más fundamental. Sirve de base para el desarrollo de todas las demás formas de amor. Este amor natural a sí mismo se expresa en el ser humano a través de lo que se ha denominado instintos primarios. Éstos no son otra cosa que las manifestaciones de las exigencias que pone al amor a sí mismo en beneficio de la vida. Hoy día más que de instintos en el hombre, se habla de comportamientos, sin embargo, conservamos el término “instinto” por la connotación tendencial que implica. Es imposible negar que existen en el hombre tendencias naturales prefijadas que, aunque pueden ser controladas por la razón, están presentes como un acto previo a ella. Son tendencias evidentemente instintivas. Se trata del amor que cada uno siente por sí mismo y que expresa sus requerimientos en forma espontánea a través de los instintos primarios (conservación, defensa, realización, valoración, comunicación, exploración, procreación, trascendencia, etc.). Especialmente se destacan dos tendencias básicas en la psicología del hombre: la tendencia a encontrar seguridad y cobijamiento. Cada uno tiende a encontrar en el ambiente que le rodea una respuesta a estas dos necesidades fundamentales de su naturaleza. La satisfacción de estas necesidades constituye la experiencia de hogar psicológico. Cada uno encuentra su hogar, es decir, se siente en casa, en reposo, allí donde se siente cobijado, esto es, conocido, aceptado y querido, y seguro, es decir, sin amenazas fundamentales para su vida, su honor o su realización. Cuando el hombre no encuentra respuesta a estos requerimientos
  • 81. fundamentales del amor a sí mismo, entra en conflicto y se cierra, así como se cierra un caracol cuando no encuentra un ambiente hospitalario. El caracol se mete en su concha, el hombre se evade o arremete. Cuando un hombre encuentra el clima apropiado de seguridad y cobijamiento, se siente en confianza. La confianza es la suma de esos factores que responden a sus expectativas. Es el único clima apto para que la persona se desarrolle sanamente. En la práctica, el clima de confianza surge cuando el ambiente está saturado de respeto y de amor. Retornemos al tema del acompañamiento. Para que exista un encuentro entre ambas personas, es necesario que se cree un clima de auténtica confianza. Esto dependerá fundamentalmente del respeto y del amor del acompañante. En realidad, el clima se forma de una manera un poco más compleja. Sólo hemos querido presentar una síntesis. Para abrir los horizontes tendríamos que agregar: El acompañante responde a las expectativas psicológicas de quien busca su apoyo a través de las diversas formas de su amor paternal o maternal. Este amor debe ser respetuoso, comprensivo, enaltecedor, cobijador, protector y misericordioso. Cada uno de estos aspectos del amor aporta lo suyo y debería tratarse por separado, pero esto nos llevaría demasiado lejos, por esa razón, sólo los mencionamos. El clima de confianza, junto con la respuesta a las expectativas del alma, contiene otro ingrediente que no podemos dejar de analizar. Se trata fundamentalmente de la repercusión que tiene en el acompañante espiritual su concepción de la naturaleza humana. Es muy difícil que una persona pueda llegar a querer y respetar profundamente a un ser que no considera plenamente digno y valioso. En el cristianismo esto está íntimamente ligado a las diversas posturas que existen frente a los efectos del pecado original. Dentro del campo de la ortodoxia existen posiciones tan extremas como la de san Agustín, que afirma que el pecado original no sólo nos desposeyó de la gracia, sino que dejó la naturaleza
  • 82. humana profundamente herida y debilitada. Para Agustín la nuestra es una naturaleza esencialmente inclinada al mal. Por otro lado, tenemos a san Belarmino, que opina que por el pecado original, el hombre sólo fue despojado de la gracia, pero que no está herido sino desnudo y, por lo mismo, expuesto. Es la postura extrema optimista frente a la extrema pesimista de san Agustín. La postura que parece más equilibrada es la de santo Tomás, elaborada posteriormente por san Francisco de Sales y por el P. José Kentenich. Esta última posición afirma que el fondo del hombre es bueno, porque sigue siendo siempre reflejo de Dios, pero la naturaleza humana está efectivamente herida por el pecado. Esta herida, sin embargo, de ninguna manera borra lo fundamental. Santo Tomás dice: “Es imposible que por el pecado se haya suprimido lo bueno de la naturaleza”. San Francisco de Sales agrega un aspecto fundamental: “El hombre conserva la capacidad de amar”. Aquí está la base del optimismo, porque se reconoce la capacidad que tiene todo ser humano de perfeccionarse. La naturaleza humana conserva el ansia de Dios y la inclinación al bien. A pesar del pecado es digna de admiración y de respeto. Esta postura doctrinal es la que asegura la actitud del acompañante frente a cada uno de los que lo requieren. Desde esta visión optimista brotan las actitudes que forman la médula de la relación entre el acompañante y sus seguidores. Conforman la base de un auténtico respeto y amor. El respeto en el acompañamiento espiritual En una persona psicológicamente sana, el respeto se da en forma espontánea. Se le puede describir como una actitud de asombro y admiración ante la grandeza y belleza que hay en el otro. En el fondo, es la intuición de la huella sublime y misteriosa de Dios en él. Para iluminar el proceso educativo del acompañamiento espiritual, conviene profundizarlo en su contenido etimológico. El término respeto proviene de dos palabras latinas re-spectare. Re, significa lo real de algo y spectare es el hecho de mirar por dentro, de ser espectador de esa realidad. Respetar es precisamente eso: mirar
  • 83. profundamente a una persona, más allá de las apariencias superficiales. Es ir tan profundo en ella que se pueda descubrir la huella del Creador, fuente de toda grandeza. De ahí que la actitud de respeto es una invitación a detenerse y admirar lo realmente grande que Dios puso en una criatura. Al contrario, cuando la mirada permanece en la superficie, la persona es incapaz de admirar; los seres pueden atraer, pero a la larga se vulgarizan. El movimiento natural del respeto es asombrarse y detenerse. La persona respetuosa nunca pretende cambiar, modificar, inventar o utilizar a otra, ya que reconoce lo que hay de Dios en ella. Esta actitud es básica en el acompañamiento. El acompañante nunca pretenderá hacer a otro a su “imagen y semejanza”, porque es sólo obra de Dios. Él sabe que cada criatura es un pensamiento y un deseo encarnado de Dios. Un pensamiento que expresa una huella original y un deseo que marca una voluntad expresa y concreta. Detrás de cada persona hay una elección de amor y una historia conducida por Dios. No importa los defectos y pecados; por encima de ellos está lo más real: Dios dejó en ella un rayito de luz que no se puede borrar. Él la eligió por amor y le tiene un destino de gloria. Esto es lo que mantendrá siempre una cierta distancia, necesaria, entre alma y alma. Esto es lo que garantizará el ámbito de autonomía indispensable para el crecimiento. Sólo podrá educar el acompañante educado, aquel que está consciente de que su actividad es un servicio desinteresado a la vida ajena; a una vida que es de Dios. Ese respeto nunca será debilidad, ya que es respeto a Dios. Por esa razón nunca se atreverá a aplicar moldes prefabricados, ni seguirá otros modelos. Cada uno es único e irrepetible. El propio acompañante será la garantía de que no caiga en la tentación de imitar y copiar a otro. El acompañante no debe hacer algo directamente para conquistar el cariño o para mantener el respeto de quien lo procura. Le tiene que bastar con su propio esfuerzo por vivir los ideales que predica. Es eso lo que atrae. La encarnación de los ideales y la expresión de la confianza que él tiene en lo bueno de las personas bastarán. Cuando el acompañante está preocupado por conquistar el cariño,
  • 84. termina por esclavizarse y se le pierde el respeto. Por el contrario, tendrá que luchar porque la persona que busca su ayuda llegue a ser, lo antes posible, independiente de él. Si se da cuenta de que con otra persona puede avanzar mejor, debe impulsarlo para que vaya a ella. La actitud respetuosa del acompañante hace posible que el encuentro humano sea como una vivencia adelantada de Dios. Especialmente, entra en juego el hecho psicológico de que cada persona necesita sentirse valorada y, para eso, necesita sentirse profundamente conocida y aceptada. El respeto no es otra cosa que ese conocimiento profundo y valorativo de otra persona. Cuando experimenta que el acompañante, conociéndolo, le tiene un aprecio sincero, esto da un impulso a su libertad y reposo interior. El amor en el acompañamiento espiritual Para entender el rol primordial que juega el amor en todo el proceso del acompañamiento espiritual y en la educación en general, es conveniente recordar algunas verdades primarias de la revelación cristiana. El hombre fue “hecho a imagen y semejanza de Dios” y “Dios es amor”. Es así cómo el impulso fundamental en el hombre es el amor. San Vicente decía que “lo que el alma es para el cuerpo, lo es el amor para el alma”. La psicología moderna muestra el amor como una tendencia primaria, la más esencial del alma humana. Esto significa que el desarrollo integral de un hombre dependerá, básicamente, del hecho de recibir o no recibir suficiente amor. Las experiencias efectuadas por el Dr. René Spitz, en París, arrojan mucha luz en ese sentido. A partir de la observación controlada del efecto del amor en el desarrollo de los niños, afirma que “las consecuencias de la falta de amor que se han originado a causa de la disolución de la familia son caóticas”. No solamente lo constata en el desconcierto de los jóvenes, sino también en los adultos. Dice que “en los adultos las consecuencias se advierten por el número creciente de neuróticos, enfermos psíquicos y una criminalidad
  • 85. progresiva. Especialmente afectados son aquellos niños que, durante su primer y segundo año de vida, quedaron excluidos de un afecto permanente y sólido… Con ello se les cerró el camino a ser plenamente hombres o, al menos, el camino a la comunidad…” Esto plantea un desafío fundamental al acompañamiento espiritual como ayuda personal al desarrollo espiritual de una persona. Anteriormente se expuso que el amor, en cualquiera de sus formas, proviene de Dios. Es un don que permite al hombre participar de la capacidad que tiene el Espíritu divino de aceptar en sí mismo a otros seres espirituales. Amar es querer bien a otro distinto y, por eso mismo, es estar en el otro, con el otro y para el otro. El arquetipo del amor humano es el amor divino. Su huella está tan profundamente grabada en el interior del hombre, que centra su ser y abarca todas sus potencialidades, es decir, domina al hombre por entero. En ningún otro campo de la vida humana se entretejen en forma tan radicales lo natural y lo sobrenatural. Todo lo que hemos dicho hasta aquí y mucho más que se podría abundar en el mismo tema, nos sirve para comprender que no existe ningún servicio más urgente y necesario para el hombre que el amor. Si el acompañamiento es un servicio a la vida espiritual de una persona, para ser eficiente, fácilmente se comprende que debe darse en un clima de amor. Normalmente la familia ofrece a cada persona el primer impulso para su desarrollo a través del amor de los padres. Así se despierta la capacidad de amar y el anhelo de dar y recibir amor. Brota como una respuesta al amor que se recibió. En esta base comienza el crecimiento. El acompañante espiritual, si quiere ayudar a que ese proceso de vida llegue a su culminación, debe penetrar en el círculo de amor que creó la familia en torno a quien acompaña. El P. Kentenich comentaba el concepto de san Juan Bosco, un educador carismático, acerca de la actitud de cualquier educador. “Los educadores son personas que aman y nunca dejan de amar”. En un comentario más amplio agregaba: “Somos maestros en la educación únicamente si transparentamos a Dios, es decir, si por la
  • 86. fuerza de nuestro vigoroso amor despertamos a las personas que nos han sido confiadas. El ideal, raramente logrado, consiste sin duda, en que nuestro amor de educador sea a la vez instintivo, natural y sobrenatural… Nuestro amor ha de ser sobrenatural y orgánico. Esto quiere decir: el amor sobrenatural trasciende a los demás tipos de amor y los integra. La fusión armónica entre el amor instintivo, natural y sobrenatural constituye un círculo el amor a Dios”.8 Ya en la antigua filosofía pagana se decía que el amor poseía una doble fuerza: unitiva y asemejadora. Este pensamiento tiene una máxima expresión en la educación. En efecto, el amor del acompañante adquiere su fuerza perfeccionadora precisamente a partir de esas dos fuerzas del amor. Origina dos movimientos: el cobijamiento y la transmisión de los valores. El amor no solamente hace nacer vínculos, sino que, a la larga, va asemejando a quienes se vinculan. Ambos movimientos deben estar presentes en un auténtico acompañamiento espiritual. Más aun, se puede hablar de una cierta condición previa: no se moviliza la fuerza transformadora, indispensable en la educación en la fe, si antes no se ha experimentado suficientemente el cobijamiento personal. El alma de quien busca ayuda se debe sentir cálidamente envuelta por el alma de una persona más madura. Cuando se trata de un adolescente, suele suceder que aparentemente, rechace el cobijamiento que se le quiere dar. Esto sucede también en relación con los padres naturales. Sin embargo, esto responde a una ley normal en el desarrollo del adolescente. Lo normal es que, aquello que rechazó en sus padres, tienda a buscarlo en otra persona mayor a quien encuentra importante y admira. El adolescente normalmente busca un “receptáculo” donde poder vaciar sus inquietudes, donde reposar su intranquilidad, que es propia del proceso de maduración que está viviendo tan intensamente. Necesita un “espejo” en el cual reflejarse para aclarar su propia imagen y desplegar la esencia de su personalidad. El amor y el cobijamiento que le ofrece el acompañante espiritual le debe servir de base para que se comunique y llegue a darle una
  • 87. libre expresión a su ser original. Necesita de ese amor desinteresado para cobijar su ser y de esa comprensión para cristalizar su fisonomía propia. Si se ha desarrollado bien el proceso de cobijamiento, comenzará a desplegarse la fuerza transformadora del amor. La vinculación que se gesta no es puramente racional; tiene un profundo contenido irracional e inconsciente. Esto hace que la influencia sea más profunda y repercuta más hondamente en el subconsciente. El P. Kentenich se refería a este punto diciendo: “La vinculación filial del educando al educador crea una unión anímica y con ello un cobijamiento profundo e interior. Este cobijamiento no depende de la cercanía o lejanía física; perdura aun después de la muerte del educador y acompaña al educando hasta avanzada edad. En él se hace efectiva, en forma muy honda, la ley de comunicación de vida. El educador regala al educando parte de su ser: su pensar, sentir y querer; su capacidad de juicio, todas sus riquezas de su vida interior parecen influir en un grado mayor o menor en el educando. Surge una armonía de corazones e inclinaciones. El educando, en cierto sentido, asume el ritmo de vida del educador; más aun, la actitud anímica, la escala de valores, incluso la cosmovisión del educador llega a ser propiedad del otro; no sólo el orden de las ideas, sino también el del instinto, en lo cual estriba su gran importancia. Y así resulta que…, no pocas veces, encuentra solucionados en el educador sus problemas actuales y futuros. Por esta razón, los educadores y educadoras que realmente son padres y madres espirituales de quienes les han sido confiados, pueden preservar a sus hijos espirituales de un sinnúmero de crisis y luchas morales, como también de dificultades referentes a la fe”.9 El acompañamiento espiritual llega a ser así una auténtica generación de vida a partir del amor. El P. Kentenich decía: “Los actos de generación espiritual desempeñan un papel importante en la educación… Educar quiere decir despertar vida, recibir vida, regalar vida”. Más adelante agregaba: “La vida se enciende solamente con la vida y en la vida. Las ideas aun no son vida. Se convertirán en vida si se han encarnado en el portador. El acto de
  • 88. educación es un acto de generación. Cada acto generativo supone vida. Si yo mismo no soy la personificación de lo que enseño, no poseo fuerza generativa”. Dicho en pocas palabras: el amor juega un papel primordial en el proceso vital del acompañamiento espiritual como educación en la fe. Tiene la función de despertar la vida y de encauzarla a través de un proceso de cobijamiento espiritual y afectivo y de una asemejación por transmisión de aquellos valores encarnados en el acompañante. Es una generación o comunicación de vida por el cauce del amor personal. La condición es evidente: que el acompañante ame y haga sentir su amor y que, a la vez, esté saturado de los valores que quiere transmitir. La adaptación clarividente del acompañante al acompañado El segundo factor importante en esta etapa es la adaptación del acompañante a quien acompaña. Hablamos de una “adaptación”, porque es él el que debe aproximarse, en actitud de servicio, a la esfera de intereses propia del acompañado. Esto, evidentemente, será fruto de un amor comprensivo, que le permita adentrarse en su vida y situarse en su perspectiva para captar sus motivaciones. Tiene que hacer suya su perspectiva de intereses y su receptividad de valores para, desde ella, ayudarlo eficazmente. Usamos el término “clarividente”, para significar con él que, al mismo tiempo que el acompañante se abre a la esfera de intereses e inclinaciones del acompañado y se entrega desinteresadamente a servirlos, se orienta inquebrantablemente por los deseos de Dios. Es una actitud de servicio, pero claramente regulada por la obediencia de la fe. En ese proceso, el acompañante debe actuar en forma dinámica y flexible, manteniendo una ágil y rápida adaptación a la persona que acompaña. Sólo de esta manera podrá sincronizar los tres elementos que están en juego en él: su propia persona, con su originalidad positiva y negativa; el acompañado, también con su originalidad; y la voluntad de Dios, siempre sorprendente. Esto es un
  • 89. arte que adquiere el carácter de una genialidad, si el acompañante se deja conducir dócilmente por el Espíritu Santo. Tiene que enfrentarse con la difícil tarea de penetrar en el interior del otro y desde ahí orientar su proceso. Podemos distinguir tres factores importantes dentro de ese proceso: 1) El arte de abrir respetuosamente su alma. 2) El arte de escuchar e interpretar sabiamente lo que descubre en él, y 3) El arte de orientarlo a la luz de la fe. El arte de abrir respetuosamente el alma del acompañado El arte de abrir el alma es indispensable para educar a fondo. Sin eso, es imposible ofrecer una ayuda eficaz. Si el acompañante no tiene acceso al interior de la persona, no podrá descubrir su ideal original ni sus inquietudes ni sus problemas actuales. Una conducción a ciegas es siempre peligrosa. Es un arte difícil y delicado. Delicado, porque se está introduciendo en el sagrario interior de una persona; difícil, porque hay muchos y diversos impedimentos. Veremos cuáles son los más comunes. Hablaremos en primer lugar dos palabras sobre las dificultades que se presentan en este proceso, para luego complementar la idea exponiendo la modalidad práctica para lograr el objetivo. Las primeras dificultades las encontramos de parte en el propio acompañante: por ejemplo, la falta de conocimientos suficientes, los problemas de carácter y la falta de madurez personal. Cada uno de esos factores se levanta como una auténtica barrera que hay que sortear. El muro de la falta de conocimiento suele elevarse amenazante. La persona acompañada no necesita solamente sentirse cobijada para entrar en confianza y mostrar su corazón; necesita, además, constatar que el educador entiende lo que está sucediendo en su corazón y lo interpreta bien. Necesita sentirse comprendido o, de otra forma, se cerrará. Así, entonces, el acompañante deberá llegar a ser un conocedor del alma humana y de sus procesos vitales. Esto se hace especialmente difícil cuando se trata de adolescentes. Durante esta etapa, los procesos son especialmente complejos. Tal
  • 90. vez lo más complicado sea el paso de la teoría a la práctica, es decir, aprender a reconocer en la realidad la fisonomía concreta de un proceso o de una etapa que, tal vez, teóricamente se tenga muy clara. También los problemas de carácter suelen erigirse como un muro entre el acompañante y el que pide su apoyo. Por ejemplo, un carácter áspero, que afecta más a los jóvenes que a las jóvenes; o bien, una personalidad excesivamente melancólica o reservada; en otras ocasiones, puede ser la falta de simpatía natural. Muchas veces es la severidad excesiva que brota espontánea en aquellos acompañantes que cometieron muchas faltas en su juventud. Curiosamente estos suelen ser los más incomprensivos y duros para juzgar. Por último, también interfieren los defectos en la madurez de la personalidad del acompañante. Es común que esa inmadurez se manifieste como inestabilidad afectiva y emocional, como falta de sinceridad, como hipersensibilidad y como egocentrismo. Esto último es muy común y, a la vez, muy sutil: se trata del acompañante que se centra en sí mismo, que habla mucho de sus proyectos, de sus vivencias, de sus problemas. Si alguna vez lo hace, tiene que ser única y exclusivamente para ayudar a crear el clima de confianza, pero su yo tiene que desaparecer de la esfera del intercambio. Si no lo logra, cerrará definitivamente a quien le pide ayuda. También existen dificultades por parte del acompañado: No basta con que el acompañante tenga dotes excepcionales para su tarea. También de parte del que busca ayuda pueden levantarse muros insalvables. Por ejemplo, las personalidades demasiado introvertidas, inseguras y tímidas. El fenómeno de la introversión es normal en la etapa de la adolescencia, sin embargo, hay casos extremos. Eso dificulta mucho el acompañamiento. En todo caso, cualquier persona introvertida que encuentra a alguien que sepa tratarla, tenderá a
  • 91. abrir su corazón. Existe, incluso, el fenómeno contrario: que se abra demasiado y tienda a revelarlo todo. El joven adolescente tiene la impresión de que todos sus vínculos están rotos. Comienza a sentir el aguijón de la soledad y siente angustia. Entra en un estado que se ha denominado “confusión del yo”. Siente su yo metido en una vorágine en la que gira desnudo, confuso e inseguro. Eso mismo suele llevarlo a la “confusión del tú”. No entiende a nadie ni se siente comprendido por nadie. En muchos se despierta una cierta agresividad, especialmente hacia los seres más cercanos. Para que este estado de confusión pase, poco a poco, del “descubrimiento del yo”, al “descubrimiento del tú”, la ayuda de un buen acompañante es especialmente beneficiosa. Más tarde éste tendrá que orientarlo a la “conquista del yo” y hacia su enriquecimiento, a través de la apropiación de sus valores originales. El fenómeno de la inseguridad también crea problemas en la apertura del alma. Se trata de personas que no solamente se sienten inseguras, sino también desvalidas. Tienen la sensación de haber perdido el núcleo de su personalidad. Muchas veces aparentan lo contrario y presumen de una seguridad que no poseen. Esto puede inducir a error al acompañante. También estas personas necesitan de una ayuda especial para poder abrirse. El fenómeno de la timidez tiene, normalmente, como causa la sensación de que las experiencias que se han vivido son únicas: “Nadie más ha pasado por lo que yo he pasado”. Llegan a pensar: “Nadie sería capaz de comprenderme”. Cuando sienten que una persona mayor y sabia puede entender lo que le pasa, esto le ayuda a abrirse. Los problemas que hemos descrito se hacen mucho más agudos en nuestro tiempo, debido a la aguda crisis de autoridad y la ausencia de personalidades paternales maduras, que se experimenta a todo nivel. Esto hace que sea más difícil confiarse a una persona a la cual se le reconoce una cierta autoridad. Es necesario reconquistar el prestigio de la autoridad.
  • 92. Por último, existen dificultades por parte del propio límite de la apertura. No es fácil saber dónde está el límite conveniente en la apertura. No es difícil encontrar que un acompañante apremiado por la necesidad de conocer profundamente a quien le pide ayuda, penetre demasiado en su alma. Es importante que el acompañado jamás tenga la sensación de estar interiormente desnudo; al contrario, debe tener la experiencia de una interioridad intocada. Esto último es una defensa de su valorización personal. Por eso, identificar el límite no es nada fácil. Por una parte, el que busca acompañamiento necesita sentirse conocido y aceptado en su realidad; y, por otra, necesita experimentar la inviolabilidad de su sagrario interior: mantener su intimidad. Lo que se puede tener en cuenta como punto de partida es que jamás se debe hurgar en el interior. Hay que dejar que él mismo revele lo que estime conveniente. Lo que descansa en su interior, si descansa en reposo, debe permanecer así, velado e intacto. Sólo se saca a la superficie aquello que no lo deja vivir en paz. Terminaremos este capítulo exponiendo algo sobre el modo concreto de abrir el alma. En pocas palabras, se podría decir que el arte de abrir el alma es el arte de hacerla sentirse profunda y sabiamente interpretada. En la medida en que la persona se va sintiendo bien interpretada, es decir, en la medida en que se da cuenta de que su acompañante entiende realmente lo que sucede en su interior, el sentido de su proceso de vida y sus sentimientos y anhelos, se abrirá sin problema. La cuestión es ¿qué caminos concretos se pueden usar para lograr eso? Vamos a exponer tan sólo tres medios: El simple contacto personal. Ésta es la forma más certera e ineludible para acceder al mundo interior del acompañado, con la condición de que experimente en ese contacto a una personalidad madura, esto es, a un educador educado. El sólo hecho de encontrarse con una persona bien madura, hace que la persona se sienta interpretada por ella a través de su manera de ser, de sus actitudes, de su comportamiento y dignidad. El acompañante no
  • 93. necesita saber todo. Basta con que la persona se sienta interpretada en su proceso de vida. Especialmente a los jóvenes no les pasa desapercibida la calidad interior de las personas que los acompañan. Las palabras dichas en público. Cuando el acompañante tiene la posibilidad de abordar a sus acompañados a través de charlas o predicación, tiene una oportunidad inigualable para ayudarlos a abrirse. En el caso de los sacerdotes esto es lo normal. Cuando se dirige a un público amplio, debe orientarse por sus reacciones y así puede detectando sus necesidades. Para eso tiene que aprender a predicar liberándose de sus apuntes y tomando en cuenta a las personas. En estos casos debe aprender a describir la “geografía del corazón”, esto es, tiene que aprender a penetrar en los procesos de vida y no exponer solamente ideas. Esto tiene vital importancia para el adolescente: cuando se lo describe bien, se abre. El sólo hecho de entender la causa de sus revolturas interiores, es para muchos una gran liberación. Es claro que el acompañante, al penetrar en el mundo de la interioridad a través de su predicación, debe ser muy sincero. Debe evitar tener un “lenguaje pedagógico” y , mucho menos aún un “amor pedagógico”, sino real. Tiene que decir la verdad, adecuada a la comprensión de los oyentes y a sus necesidades, pero ¡la verdad! Las palabras dichas en privado. La conversación privada es un medio primordial. Es aquí donde el acompañante tiene que aplicar en concreto lo que ha expuesto en público. Lo normal es que la misma persona que busca ayuda dé espacio para que el acompañante tome el hilo de su proceso de vida y lo ilumine con su experiencia. Recordemos que muchas veces la pura actitud con que lo escucha y acoge no sólo lo tranquiliza, sino que, además, lo anima a mostrar más a fondo su corazón. El segundo aspecto de la adaptación clarividente es el arte de escuchar e interpretar sabiamente. Hace muchas décadas, el psicólogo Schottländer opinaba que entre mil educadores tal vez existiese uno que sepa realmente escuchar. Hay un abismo entre el
  • 94. simple oír y el escuchar. Esto último supone estar como un vaso vacío y disponible para que el otro vaya depositando lo que desee, sin encontrar rechazo, escándalo, prisa o aburrimiento. Además de escuchar, el acompañante ha de interpretar sabiamente lo que escucha. Esto exige no solamente tener la capacidad para interpretar aquello que exterioriza quien le pide ayuda, sino que también aquello que no dice, es decir, lo que ha querido decir, pero no lo sabe expresar o no puede hacerlo. Un buen acompañante tiene que saber leer entre líneas, descubriendo el fondo del alma a través de lo malamente dicho o tímidamente callado. Escuchar presupone desinterés, paciencia y humildad. El acompañante debe desaparecer, poniéndose totalmente a disposición del otro. Tiene que olvidarse del reloj o de otras cosas que podría hacer en ese momento, por ejemplo, ordenar su escritorio. Nunca puede dar muestras de nerviosismo o prisa. Tiene que estar simplemente disponible. Su manera de escuchar se hace sugestiva a través de la mirada, pequeños gestos y afirmaciones o frases estimulantes. El interés del acompañante tiene que hacerse estimulante y liberador. Esto se logra solamente si puede percibirse que lo único que lo mueve es la bondad y una auténtica disposición a recibir. Si su actitud de fondo es la paternidad, entonces se alegrará de cualquier manifestación de vida que su acompañado manifieste. Si sabe escuchar en ese espíritu, su actitud actuará sobre el confidente como una liberación y será fuente de verdadera alegría para él. El arte de comprenderlo todo leyendo entre líneas, percibiendo aun aquello que no fue expresado, le permitirá descubrir detrás de lo defectuoso y aparentemente malo, un germen de lo noble, de lo bueno, del ansia de superación y de búsqueda del ideal. Muchas veces en el joven, el afán de conquista lo llevará a extralimitarse. El acompañante espiritual tendrá que encontrar lo bueno que hay detrás de eso. Más tarde le podrá ayudar a descubrir carencias, le expondrá sus objeciones y le hará sus observaciones, pero nunca
  • 95. cortará de inmediato y en forma brusca un impulso bueno por las fallas y defectos que conlleve. Unir bondad y severidad como elementos integrantes de un acompañamiento sabio es una obra de arte. Los jóvenes son demasiado sensibles frente a la justicia y al respeto. En cada reconvención, el acompañante espiritual tendrá que tener muy presente esto. Nunca lo reconvendrá groseramente o lo hará humillándolo en público. En privado, podrá muchas veces hacerle sentir la verdad y eso podrá estar bien y ser justo, pero nunca delante de los demás. Por último, tenemos que recordar que el peso en cada parte del proceso, y también en ésta de escuchar e interpretar, deberá estar en las vivencias más que en las palabras. Es a través de ellas cómo se manifiesta el educador educado. Sólo si es realmente maduro, impresionará. De lo contrario, podrá caer en la tentación de buscar conscientemente sobresalir hablando mucho. Las palabras impactan al comienzo, después, cada vez menos. Tendrá, por eso, que ser parco tanto para elogiar como para reprobar, aunque deberá haber más elogio que reprobación. El acompañante acoge todo lo que manifiesta su acompañado, incluso aquellas intuiciones que expresa confusamente. Todo lo recoge e interpreta, de tal manera que pueda ayudarlo para calar más hondo. Abre nuevos horizontes, a la vez que interpreta sus vivencias y las clarifica. Tendrá que esforzarse por usar un lenguaje sencillo y claro, especialmente con la mujer, que por naturaleza evita las especulaciones. Además, tendrá consciente que mientas más delicada es un alma femenina, tendrá mayores dificultades para explicar sus vivencias interiores. La adaptación clarividente comporta, por último, un tercer elemento: el arte de orientarlo a la luz de la fe. En este capítulo nos referiremos a la conducción pedagógica del proceso de crecimiento de una persona. Es propiamente el contendido mismo del acompañamiento espiritual.
  • 96. ¿Qué tiene que hacer el acompañante para orientar a quien le pide ayuda? Habría que decir que muchas cosas diversas: mostrarle líneas de trabajo, ayudarlo a discernir y clarificar sus procesos interiores, iluminarlo con la doctrina y los principios, apoyarlo en sus situaciones de inseguridad y decaimiento, podar los brotes insanos que surgen en él, etc. Afirmamos que el acompañamiento debe ser hecho a la luz de la fe. Con eso queremos decir que debe recibir la luz que proviene de Dios, y que se manifiesta a través de la originalidad de cada persona. El acompañante tendrá que orientarlo según sus características de sexo, edad, grado de desarrollo y rasgos personales. Si este pequeño libro lo permitiera, tendríamos que abordar las características más significativas del hombre y de la mujer, de las diversas etapas de la vida y de los diversos tipos de personalidades. Esto es imposible de abarcar aquí. Nos contentaremos con clarificar algunos aspectos de la conducción de adolescentes, a modo de ejemplo, para formarnos una idea de cómo debería desarrollarse cada uno de los aspectos que fundamentan la originalidad de cada acompañamiento espiritual. Para quienes deseen profundizar en el acompañamiento a adolescentes, los invitamos a consultar el ANEXO 2, al final de este libro. El ejercicio de una autoridad plena de sentido El último aspecto de esta etapa se refiere al modo de ejercer una auténtica autoridad en el proceso. El tipo de relación que procura establecer el acompañante con su acompañado no puede ser de un simple compañerismo. Por el contrario, claramente debe ejercer una autoridad, pero bien entendida. El concepto de autoridad La raíz latina del término “autoridad” es el verbo “augere”, que significa “hacer crecer”, “propiciar”, “aumentar”. Así, entonces, la palabra autoridad proviene del hecho de ser autor, esto es, de servir
  • 97. a la vida haciéndola crecer, propiciándola para que llegue a su plenitud. La vida proviene de Dios que es su único Autor. Cualquiera que ejerce una autoridad, la ejerce como su delegado o transparente. La vida y el orden del universo tienen su fuente en Dios, y Él gobierna el mundo a través de sus criaturas, como causas segundas. La autoridad es una representación de Dios para mantener la vida y el orden. En la práctica, la autoridad no siempre se ha entendido así. Esto ha causado una profunda crisis en nuestro tiempo. Por una parte, se debe distinguir entre autoridad jurídica y moral. La primera proviene del cargo que se desempeña; la segunda, en cambio, del hecho de hacer surgir la vida. Es a esta última autoridad a la que aspira todo acompañante. La persona que busca apoyo lo acepta en la medida en que experimenta que ha hecho surgir vida en su interior y, por lo mismo, tiene una cierta autoridad sobre ella. Modo de ejercer la autoridad En el ejercicio de la autoridad hay tres orientaciones elementales, tal como explicamos al referirnos a la pedagogía de ideales: 1) Se ejerce para conducir hacia la autonomía, procurando formar una persona libre e independiente. 2) Para afianzar esa libertad, tiene que preocuparse conscientemente de disminuir todo lo posible las normas y obligaciones. 3) Para fomentar la responsabilidad personal, tiene que alimentar su espíritu y darle mucha confianza. A partir de estas normas básicas se pueden formular ciertos principios: Un principio de actividad propia. Este principio puede formularse así: “El acompañante orienta a su acompañado hacia la autonomía personal fomentando la actividad propia”. Esta formulación es una explicitación de las palabras de Pestalozzi: “Todo aprendizaje debe llegar a ser una actividad propia, una producción personal, una creación viva”. En la práctica, esto se traduce en que el acompañado no sea un auditor pasivo de las enseñanzas; menos aun debe contentarse con ser mero ejecutor de directivas. El acompañante tendrá que fomentar la iniciativa personal. Tendrá que presentarle campos de acción en los que tenga que actuar con
  • 98. autonomía, para despertar su creatividad personal en toda su potencialidad. Un principio de libertad. Esto se refiere a un principio amplio en toda la educación. Aplicado al acompañamiento se podría formular así: “El acompañante dará toda la libertad posible; pondrá sólo el mínimo de normas y obligaciones y se preocupará especialmente de cultivar sus fuerzas espirituales”. 10 En la práctica, lo que se pretende con esto es ejercitar al máximo la capacidad de optar, decidir y realizar; el uso del criterio personal y la responsabilidad. Al hacerlo, se quiere asegurar aquello que es indispensable asegurar, debido a las condiciones reales de la naturaleza humana debilitada por el pecado original. El peso de esta fórmula pedagógica recae sobre el trabajo espiritual: estimulando el conocimiento de la verdad, la presentación de ideales, el descubrimiento de los valores, las vivencias profundas, en fin todo aquello que haga surgir una vida interior pujante. Un principio clave en la conducción. Hay un último principio que es conveniente destacar en relación con el ejercicio de la autoridad. Este principio, que en otro contexto se denomina principio de gobierno, dice así: “Somos autoritarios en principio y democráticos en la aplicación”. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el acompañante acentúa la autoridad, porque proviene de Dios y porque es fuente de vida, pero lo hace cuidando el modo democrático de ejercerla. El término “democracia” está ciertamente muy desvirtuado y habría que clarificarlo. Se trata de captar cuál es la última fuente orientadora de la vida, esto es, su origen en Dios. La pregunta entonces es ¿cómo se escucha la voz de Dios en el acompañamiento? Es claro que el acompañado debe escuchar la voz de Dios en lo que le dice su acompañante, así como el pueblo debe escuchar la voz de Dios en sus dirigentes. Aquí, en cambio, se acentúa la contrapartida: el acompañante escucha la voz de Dios en su acompañado.11. Tiene que estar atento para captar la voz de Dios en las diversas manifestaciones de vida de la persona que se le confía: sus necesidades, sus cualidades, sus inquietudes y
  • 99. problemas. Todo lo que percibe en él lo tiene que interpretar en un discernimiento basado en la fe, como voz de Dios. Solamente así podrá tener una orientación segura para conducirlo. Eso se llama, en este sentido, conducción democrática. Tendrá claro, por eso, que Dios le habla por la originalidad dinámica, por los anhelos y necesidades reales de la persona que ha recurrido a él. Al inclinarse ante eso, se inclina ante Dios. 2. La orientación progresiva por un ideal de vida El proceso vital que se opera en el acompañamiento comienza con el encuentro personal. Sin embargo, no basta con ese encuentro estimulante para impulsar la vida a su plenitud; es necesario darle una orientación clara y definida. En realidad, esto no constituye propiamente una nueva etapa, sino que un factor importante de todo el proceso. La tarea del acompañante será ayudar a la persona que se le confía a que descubra su ideal y se oriente por él.12 La noción de ideal personal Existen muchas versiones diferentes acerca de lo que es un ideal. Comenzaremos definiendo cuál es la versión que se debe aplicar según el sistema pedagógico que hemos descrito. Se debe advertir que una falsa concepción de ideal puede obrar como un elemento deformador en el proceso. Una noción amplia nos dice que el ideal es una meta de perfección a la cual se aspira alcanzar. La aspiración puede permanecer en un ámbito puramente terrenal y práctico o puede considerar el fin global
  • 100. del hombre y, en tal caso, trasciende lo puramente temporal y terreno. Uno puede decir que su ideal es sacar adelante una profesión o formar una familia unida o lograr alguna meta económica o política. Estaría hablando de un ideal terreno. En cambio, cuando considera la vocación última del ser humano y que para alcanzar la felicidad necesita realizar aquí en la tierra algo que merezca el cielo: encarnar valores y realizar servicios, etc., entonces, el ideal es trascendente, porque la aspiración va más allá de lo sensible y temporal. En este libro nos referiremos exclusivamente a esta última versión de ideal personal. A la primera distinción tendríamos que agregar otra: una persona puede considerar el fin espiritual general de toda la humanidad y aplicarlo a sí misma, o bien, puede buscar su fin espiritual individual. Se puede preguntar qué quiso hacer Dios conmigo; qué valores debo encarnar yo; qué tareas debo realizar yo. En este texto nos referiremos a esta última versión del ideal, el mío propio, individual y concreto; la meta de mi perfección tal como Dios previó para mí. Se han elaborado muchas definiciones del ideal. Vamos a citar dos, por ser las más conocidas y porque pueden aportar algo a nuestro propósito. Carlos Roger define el ideal diciendo: “Esta noción de yo ideal se refiere al conjunto de características que el sujeto quisiera reclamar como descriptivas de sí mismo”. El concepto con el que aquí trabajamos tiene algo de esto, pero no coincide exactamente. Para nosotros, no se trata de ciertas características externas a uno mismo, que se quisiera adquirir, sino de algo que ya está en germen al interior y que uno tendría que desplegar. Coincidimos en que, de hecho, cuando se descubre las características o perfecciones que corresponden a uno, se aspira a ellas. Pero, no es lo que me gustaría, sino lo que me corresponde a mí, porque forma parte de mi identidad, según el querer divino. H. Roth da una definición descriptiva del en el diccionario de pedagogía. Dice que son “imágenes sublimes, anheladas y admiradas de los hombres; comportamiento y actitudes que
  • 101. corresponden a la idea eterna de la humanidad, como están entregados al hombre en la idea de verdad, de justicia, de fidelidad, de bondad, de amor, etc., para que él las reproduzca en la vida (…) Según nuestra actitud y modo de pensar, poseen ellos una realidad personal”. También hay en esta definición una cierta aproximación a lo que entendemos por imágenes modelos en la educación. La diferencia clara es que no se trata de ciertas perfecciones generales de la humanidad a las que aspiramos, porque corresponden a todo ser humano, sino que se trata de aquella fuerza perfectiva original que está replegada en mí y que debo luchar por desplegar. Esa fuerza se va cristalizando en las perfecciones que me corresponden a mí, como ser original e irrepetible. Es claramente un proceso de adentro hacia fuera. Fundamentos del ideal en el acompañamiento Cuando el acompañante orienta hacia el ideal, no se refiere a una fantasía, sino a la idea que Dios tuvo de la persona al crearla. Precisamente lo que tiene que evitar es cualquier imaginación arbitraria, por muy sublime y exigente que sea, porque sería deformar el proceso. Hablamos de una imagen ideal del yo, pero basándose en el pensamiento creador de Dios. Según la doctrina de santo Tomás de Aquino, (siguiendo a Aristóteles), “toda criatura es un pensamiento de Dios encarnado”. Según esta noción, las ideas en Dios tienen una realidad absoluta y son para las creaturas como una “idea ejemplar divina”, individual para cada persona. Cada uno ha existido desde siempre en la mente divina en forma única e inconfundible. Desde esta perspectiva, el acompañante está llamado a ayudar al que se le confía a descubrir esa idea y a plasmarla en la realidad. Es el apoyo a su desarrollo individual ontológico. A partir de la Revelación cristiana, podemos ir más a fondo aún. Pablo, en la Carta a los Colosenses, nos revela que el Verbo es el pensamiento en el que Dios pensó cada cosa. Esto implica que el ideal personal de cada uno está ya contenido en Cristo, ya que “en él, por él y para él fue hecho todo. Él es la imagen de Dios invisible y el primogénito de toda criatura”. (Col 1,15,ss)
  • 102. Esa idea o pensamiento divino que Él, por amor, quiso traer a la realidad, creándola, no tendría realidad si no poseyese una fuerza plasmadora. De hecho, actúa en cada ser al modo de una fuerza que conduce hasta su realización plena. Es lo que se entiende por una “entelequia”. En el ser libre actúa invitando desde adentro a dar los pasos hacia la realización. Si el hombre no tuviese el impedimento del pecado, se dejaría mover por ese impulso que naturalmente lo llevaría a su perfección original. Hay, sin embargo, muchos impedimentos, interiores y exteriores, en el despliegue de esta fuerza plasmadora de la idea de Dios sobre cada uno. Ésa es la razón por la cual conviene hacerla consciente para poder cooperar con ella, substrayéndose a las presiones del ambiente y a las tentaciones interiores, frutos del pecado original. Desde la perspectiva filosófica, el ideal personal se define como “la idea ejemplar preexistente en la mente divina sobre cada uno”. Es decir, la idea que tuvo Dios al crear a cada uno; su proyecto original. La teología clarifica la definición del ideal a mayor profundidad. Dice que “el ideal personal es la imitación y manifestación original de las perfecciones humano-divinas de Cristo, el Señor”. Esto quiere decir que todos los ideales confluyen en Cristo como su fuente y meta, por la razón que da Pablo en la Carta a los Colosenses. Imitar a Cristo de una manera original es estar con certeza en la línea del ideal personal. Desde la perspectiva pedagógica, la definición del ideal se hace un poco más compleja pero, a la vez, muestra cómo se puede descubrir esa originalidad dinámica que corresponde a cada uno en la imitación de Cristo. Muestra la operatividad pedagógica del ideal. La definición dice así: “El ideal personal es el impulso y la disposición fundamental que Dios depositó en lo más íntimo del alma de cada persona”. Esta definición pedagógica puede expresarse también de otra manera para aclarar más aun: “Es la tendencia y la disposición fundamental del alma de cada persona, interpretada a la luz de la fe y expresada a través de una fórmula motivadora como meta de
  • 103. santidad y tarea de vida”. Habla de una tendencia psicológica, que puede ser detectada a través de una observación sistemática, pero que necesita de una interpretación a la luz de la fe y que debe formularse de una manera motivadora, presentando un programa de perfeccionamiento original y una misión o tarea personal. El aporte del acompañante en la elaboración del ideal Para iluminar el proceso de acompañamiento sobre la base del ideal personal, el acompañante tendrá que asumir tres tareas concretas: 1) Ayudar a que el acompañado haga consciente el impulso y la disposición original de su alma. 2) Ayudarle a interpretar a la luz de la fe el fundamento de su originalidad. 3) Ayudarle a cultivar su ideal mostrándole los medios pedagógicos, los caminos ascéticos necesarios y ayudándole a crecer en la sensibilidad para percibir los impulsos sobrenaturales del Espíritu. Descubrimiento de los rasgos originales del alma Anteriormente expresamos que el fundamento objetivo sobre el que se puede elaborar un ideal, al margen de cualquier arbitrariedad, proviene de las disposiciones naturales y de la tendencia fundamental del alma. Vamos a referirnos a estos tópicos en particular. Como “disposiciones” entendemos todo aquello que Dios dispuso que constituyera el ámbito original de cada uno: estructura psicológica, las condiciones exteriores que han rodeado la vida (ambiente, personas, época, etc.), todo lo que determina la realidad personal. Dios manifiesta su voluntad respecto de esa persona a través de esos aspectos que él mismo dispuso como condicionantes de su vida. Hay aspectos que son más determinantes que otros: para unos será la relación con sus padres; para otros, las condiciones sociales y culturales que le rodearon, para la mayoría, las características psicológicas personales, etc. Al analizar el conjunto, cada uno ve los aspectos que constituyen una clara voz de Dios sobre su originalidad. Normalmente la voz de Dios se expresa más claramente a través de las disposiciones interiores de la
  • 104. persona: cualidades, aptitudes, virtudes naturales e inclinaciones. Son los “talentos” que Dios concedió a cada uno para que los trabaje. Es normal que, si Dios ha dado a una persona dotes intelectuales o musicales, con el sólo hecho de poseerlos, ya tiene una indicación de Dios respecto de su vida. El acompañante le ayudará a reconocer y ordenar sus disposiciones exteriores e interiores como indicativos para descubrir el ideal personal. Dentro de ese conjunto de aspectos determinantes en la vida de cada persona destaca especialmente lo que se ha denominado tendencia fundamental del alma. Ésta corresponde a la fuerza original que Dios puso en esa persona para desplegar su potencial. Esta fuerza original se manifiesta espontáneamente en los anhelos e inclinaciones naturales. De hecho, podemos constatar que en cada persona, existen afinidades y rechazos naturales; gustos y desagrados, etc. Estas expresiones ponen de manifiesto una orientación psicológica original, una tendencia concreta que se irá manifestando en cada circunstancia de la vida. Cuando la persona coincide con su tendencia natural, se siente satisfecha; si no coincide, se siente forzada. Básicamente la autenticidad, como tendencia a “ser uno mismo”, es la coincidencia con el impulso fundamental del alma que es el germen vivo de la identidad dinámica. Nadie puede sentirse realizado y en paz, si pasa a llevar este impulso psicológico fundamental. El acompañante irá suavemente conduciendo a reconocer esa originalidad dinámica del alma. Interpretación de la originalidad a la luz de la fe El acompañante muestra que esas disposiciones y fuerzas originales que ha descubierto el acompañado en sí mismo, tienen, según el plan de Dios, un objetivo propio: son tendencias y habilidades para algo. En pocas palabras, podemos decir que se trata de disposiciones y fuerzas orientadas a una forma original de santidad y a una tarea original de vida. El ideal personal se le presentará a la persona, entonces, a partir de su propia realidad, como un ideal de personalidad o de santidad y, a la vez, como un
  • 105. ideal de misión o de tarea propia. Será a partir de estos elementos cómo creará las bases de un estilo original de vida. El primer paso para interpretar los datos que se ha obtenido por una introspección orientada, es crear un clima de oración. El acompañante muestra que las cosas de Dios no pueden ser comprendidas sin la apertura filial del corazón en la oración. Uno mismo no se puede entender como obra de Dios, como pensamiento de Dios encarnado, sin esa actitud. No se trata de un análisis psicológico, sino de un discernimiento en la fe. Sin oración y sacrificio, el empeño humano resulta inútil. En la búsqueda del ideal existe siempre el peligro de entusiasmarse con una idea sin que sea fruto de la vivencia del núcleo de la personalidad. Normalmente, es un entusiasmo pasajero, pero puede desorientar. Otras veces, puede influir algún factor externo que encandile y haga confundir el ideal con otros valores sublimes. El acompañante estará atento para ayudar a interpretar correctamente. En la búsqueda del ideal se trata de llegar a los valores que mueven más profundamente a la persona. Normalmente, esos valores se expresan en ideas. Por ejemplo, una persona se da cuenta de que la solidaridad de Cristo que murió por nosotros libremente le toca profundamente y le da fuerza para vencer las dificultades o suscita todo su amor afectivo y agradecimiento frente al Señor. Esa persona está frente a una verdad llena de valor que se hace fuente de vivencias en su interior. Lo normal es que esté tocando el núcleo de su personalidad. Ahí donde se despiertan vivencias profundas, se está en contacto con el ideal. ¿Cómo se puede percibir? Hay diversos indicios para discernir estas fuentes de vivencia. Siempre se tiene como telón de fondo las disposiciones y la tendencia fundamental, o mejor aun, estas fuentes de vivencias personales profundas son expresión de la tendencia fundamental del alma. Para algunas personas esta fuente de motivación interior se expresa en una jaculatoria preferida. En la repetición de ella, se expresa su vivencia y la orientación de su alma. Para otro, se centrará en algún lema que lo atrae especialmente. Otro lo experimentará en la devoción favorita. Para una gran parte será algún texto del
  • 106. Evangelio o algún rasgo de Cristo, de María o de algún santo. Todos estos aspectos apuntan hacia el “pequeño secreto del alma”. Si la persona tiene vida interior, naturalmente se va anidando dentro de ella alguna oración con la que se siente identificada. Hay quienes descubren el núcleo de su alma a través de alguna experiencia profunda. En todo caso, observando el conjunto de los aspectos mencionados, (disposiciones interiores y exteriores, tendencia fundamental, oración preferida, experiencias vivenciales, etc.), cada uno cuenta con los elementos necesarios para hacer un discernimiento que lo lleve a descubrir su ideal personal. ¿En qué debería desembocar este discernimiento? En una expresión verbal o fórmula o en un símbolo que la motive profundamente. En lo posible, conviene, en primer lugar, expresar el ideal en una frase o lema. Por ejemplo, “Todo para todos, para salvarlos a todos”. “En Cristo, vida para el mundo”. “Sí, Padre, sólo para ti”. “Corredimiendo junto a la cruz”. “En tus manos, Padre, fuente de paz”. Algunas personas pueden adoptar alguna expresión más compleja; por ejemplo, una chica toma el cirio como símbolo y expresa su ideal diciendo: “Me consumo, Madre, dando luz y calor”. El ideal personal debe estar en contacto con las verdades de la fe. En el fondo, son verdades reveladas que penetran nuestro ser y lo dinamizan en su caminar hacia Dios. Trabajo práctico con el ideal personal El acompañante tendrá que ayudar a su acompañado a que centre toda su vida en su ideal y se oriente a partir de él. Expondremos algunos elementos y etapas de ese trabajo ascético. El primer momento es la conquista intelectual del ideal Una vez que se ha hecho el discernimiento y se ha llegado a una fórmula y, en lo posible, a un símbolo, es necesario que se elabore el ideal. En primer lugar, conviene ponerlo claramente en el contexto de la fe: descubrir sus raíces en la Revelación, iluminarlo con la Escritura. Esto requiere dejarse tiempo de meditación y de reflexión
  • 107. tranquila. A partir de allí, conviene responder expresamente a tres preguntas básicas que permiten iluminar la propia vida a la luz del ideal: 1) ¿Quién soy yo según mi ideal? 2) ¿Cuál es la misión de vida que Dios me ha confiado? 3) ¿Cuáles son los rasgos de mi actitud fundamental? Tenemos que advertir que, como fruto de estas reflexiones, se tiende a reformular el ideal. Es normal que al profundizarlo se encuentren formulaciones más adecuadas. El segundo momento consiste en la conquista afectiva del ideal Se trata de que el ideal capte la afectividad y mueva la voluntad. El complejo coherente de verdades ha de llegar a ser un complejo unitario y coherente de valores. Esto se puede también formular diciendo que debe llegar a ser una actitud fundamental. Lo normal es que, a través de la reflexión y de las pequeñas vivencias de interiorización, la verdad se vaya haciendo convicción, es decir, “verdad para mí”, y de ahí, se vaya convirtiendo en actitud de vida y, por último, en sentimiento de vida. Examinemos un ejemplo: Si mi verdad inspiradora gira en torno a la paternidad divina, el proceso de desarrollo interior sigue un cierto itinerario. Del conocimiento de la verdad: “Dios es mi Padre”, en la medida de la experiencia interior se avanza hacia la convicción: “yo soy hijo de Dios”. Ésta convicción es una verdad que compromete mi vida personal y toca mi corazón. Cuando la sigo elaborando a través de la meditación y la oración personal, se transforma, poco a poco, en una actitud de vida que me impulsará a esforzarme para actuar como hijo, para estar atento a su voluntad y dispuesto a hacer siempre lo que es de su agrado. La culminación del proceso la tengo cuando “me siento hijo”, cuando, como fruto de mi esfuerzo por encarnar mi ideal, con la ayuda de la gracia, yo me siento cobijado y seguro en el Padre, comprometido con Él y anhelo hacer su voluntad y darle alegría. En esta etapa se utilizan diversos medios. Uno de ellos es indispensable: la renovación consciente. Es necesario recordarlo continuamente: pensar, repensar y meditar, poniéndolo al centro de la vida interior. Hay que clarificarlo y profundizarlo una y otra vez
  • 108. hasta que se vaya haciendo cada vez más atractivo. Junto a eso, es bueno elaborar y usar símbolos alusivos a esa verdad central de mi vida. La oración y los ofrecimientos relacionados con la conquista del ideal parecen también necesarios. Es importante experimentar el ideal como regalo de Dios. El tercer momento consiste en la encarnación del ideal Se trata de que el ideal inspire la vida, que llegue a la vida cotidiana motivando toda la actuación personal. Ya no solamente será atractivo, porque capta la perspectiva personal de interés y la receptividad original de los valores, sino que será inspirador de la vida misma. El acompañante tendrá que motivar a su acompañado para que vaya cuidadosamente examinando a la luz del ideal cada una de sus relaciones personales: con Dios, con la familia, con los amigos y el prójimo en general, con su trabajo y consigo mismo. El ideal deberá dar un toque original y valioso a cada una de esas relaciones. Es así cómo llegará a ser no solamente inspirador y motivador en las luchas por la perfección, sino que será la fuente de su estilo original de vida. Es necesario orientar al acompañado hacia una síntesis de valores. ¿Qué significa esto? Significa que el valor central de su ideal debe centrar realmente todos los demás valores creando una síntesis armónica. Esto juega un papel importantísimo en la formación del criterio propio. El ideal será la inspiración profunda de las decisiones y, para eso, necesita tener una escala propia de valores. Una persona no es una acumulación informe de virtudes y valores, sino que debe presentar un rostro original. El ideal es fuente de esa originalidad. Ayuda a ordenar y jerarquizar los valores. El camino práctico para la encarnación del ideal en la vida es lo que se llama el propósito particular. 13 Es una metodología que lleva a sublimar las fuerzas naturales (pasión dominante, temperamento y carácter) poniéndolas al servicio de la realización del ideal personal. Al analizar mi ideal me doy cuenta cuáles son los aspectos de mi personalidad que tengo
  • 109. que cultivar, ya sea porque son valores que se tienen que destacar en mí, o bien porque son defectos que impiden la realización de mi ideal. Es así cómo el ideal pasa a ser la inspiración de toda la lucha ascética, la fuerza que motiva y la línea de programación del trabajo espiritual. El propósito particular se trabaja escogiendo, a la luz del ideal, algún punto concreto de conquista. Este punto se trabaja durante algunas semanas hasta que se logra conquistar, pasando a ser un elemento integrante de mi personalidad. Por ejemplo, descubro que la paciencia es indispensable para la realización de mi ideal. Decido luchar por conquistarla. Me voy proponiendo puntos concretos para conquistarla. Una vez decido “no quejarme” y lo trabajo durante dos semanas hasta que siento que cada vez me resulta más fácil dominarme. Después, tomo el “no expresar mi desagrado” y hago lo mismo que con lo anterior. Y así, voy tomando diversos aspectos y los trabajo. Para que esto sea efectivo, debo renovar el propósito varias veces al día y hacer un balance escrito en la noche. Estos dos aspectos, junto con la motivación del ideal, hacen que en la práctica, el ideal se vaya encarnando poco a poco y no se quede sólo en una idea bonita. 3. La gestación de un organismo de vínculos personales Al hablar de pedagogía de vinculaciones como parte del sistema educativo, decíamos que los diversos vínculos con que cada uno se ata a la realidad eran tan importantes para la persona como lo son las raíces para un árbol. De hecho constituyen su base de sustentación, en el doble sentido de la palabra, como base de la estabilidad y como fuente de alimentación.
  • 110. Ahora veremos la tarea que corresponde al acompañante al respecto de la gestación de un organismo de vínculos personales. Siendo esto tan importante para un desarrollo sano, es evidente que tendrá que preocuparse de que su acompañado eche profundas raíces en el mundo sobrenatural y natural. El desarrollo psicológico de las vinculaciones El ser humano surge a la vida en un medio plenamente favorable como es el seno de su madre. Allí experimenta seguridad y cobijamiento. Esa será su primera experiencia de hogar. Se siente en casa, porque encuentra respuesta a sus necesidades primordiales. Cuando nace, pasa por la experiencia traumática del choque con un ambiente descobijado e inseguro. Sin embargo, a través de los cuidados y el cariño que recibe, poco a poco, comienza a recuperar la primera experiencia. En este proceso juega un rol fundamental la familia, con todos sus componentes personales y locales. Ella se va constituyendo en su hogar psicológico. Aquí juega un papel preponderante su madre. Las experiencias que tiene una persona con su madre se transformarán en centros de asociación y de sumación de todas las experiencias futuras. Sobre esta base va expandiéndose su mundo de relaciones personales. Veamos cómo se da en la práctica este proceso. El amor a sí mismo como punto de partida del proceso Si queremos llegar a la raíz de todas las vinculaciones, a la fuente misma del hogar psicológico, tenemos que llegar hasta el amor que cada ser se tiene a sí mismo. Desde allí se puede entender mejor la génesis de toda relación personal. Todas las demás formas de amor se fundan en él. La forma fundamental del hogar es el amor natural, sano e instintivo al propio yo. Es un amor fontal que tiene no sólo la capacidad sino también la urgencia de expandirse y desarrollarse. Desde esta perspectiva, podemos decir que el sentido del acompañamiento
  • 111. espiritual estriba en la ayuda que se presta a la persona para que el amor natural e instintivo a sí misma vaya tornándose cada vez más espiritual y sobrenatural y vaya abarcando todos los seres hasta fundirse en Dios, la fuente y fin de todo amor. Tal vez, antes de seguir adelante, conviene hacer una aclaración para evitar caer en un error. No se debe confundir el amor natural a sí mismo con el egoísmo. Mientras lo primero es una condición propia de la vida, lo segundo constituye una desviación de la dinámica natural del amor. Es precisamente la paralización de su desarrollo. El amor a sí mismo es el instinto originario de desarrollo y conservación del ser. El desarrollo del amor a sí mismo consiste en una progresiva inclusión en el propio yo de todo aquello que conforma su ambiente: personas, cosas, ideas, costumbres, etc. Cada persona va creciendo y desarrollando su amor en la medida en que va incluyendo lo que le rodea en su yo. Dice: “Mi mamá”, “mi papá”, “mi hermano”, “mi casa”, etc. Va considerándolos suyos, es decir, como parte de su amor originario. Es eso lo que va constituyendo el mundo de vinculaciones personales. El proceso de desarrollo del amor a sí mismo es sano cuando es orgánico, esto es, cuando se une orgánicamente el yo con las personas y cosas que le rodean. Este proceso tiene una doble dimensión, subjetiva y objetiva. Las realidades objetivas se van internalizando hasta formar parte del propio yo, pero, a la vez, el yo se va expandiendo, porque todo lo que le rodea va formando parte de él conformando su hogar. Cuando la relación con el ambiente se distorsiona y deja de ser sana, surge el egoísmo. El desarrollo orgánico del amor a sí mismo presupone también la unión orgánica entre el amor a lo cercano y a lo lejano. En el ser humano se va haciendo presente cada vez con mayor intensidad lo que podríamos llamar “nostalgia de lo lejano”, del más allá. Es esto lo que estimula a cada uno para que su amor rompa los márgenes estrechos del yo y se proyecte. Es lo que impulsa a la conquista de nuevos ambientes. Para que una persona se desarrolle sana, es necesario que se establezca un cierto equilibrio entre el “apego” o
  • 112. sentimiento de cobijamiento en lo que ha constituido su “nido original” y el impulso de exploración y conquista del universo. Esto tiene máxima importancia pedagógica, puesto que es éste el trampolín que debe aprovechar el acompañante para conducir a Dios. Cuando, por algún defecto del desarrollo, se bloquea este impulso de conquista, la persona se transforma en un ser encerrado y sin horizontes. Por último, el desarrollo orgánico del amor a sí mismo exige, también, la integración armónica de las diversas formas de amor que posee la persona. En la medida en que un ser humano se desarrolla, va integrando en su personalidad la capacidad de amor instintivo, afectivo, espiritual y sobrenatural. Es una inclusión que se establece al modo de una ordenación, esto es, por una integración de todas las formas de amor en un todo jerárquicamente ordenado. El amor espiritual debe regular al amor instintivo y el amor sobrenatural debe elevar y dar sentido a todas las demás formas de amor. En este proceso estará muy presente la ayuda del acompañante, ya que las presiones del ambiente actual hacen difícil lograr una plena integración. Necesidad del proceso de desarrollo El proceso de desarrollo del amor comienza por lo instintivo, que es ciego, y necesita ser cultivado para entrar en un proceso de humanización o espiritualización. Este proceso debe ser orientado por la razón iluminada por la fe. En el acompañamiento se habla de proceso de sublimación del instinto. Un proceso que requiere de diversos impulsos para clarificarlo, sacándolo del ámbito puramente tendencial. En primer lugar, se trata de llenar de luz los entretelones del amor humano. En segundo lugar, es el esfuerzo por poner lo tendencial y compulsivo bajo el dominio de la razón y de la fe. Es la lucha por lograr la autodisciplina y el pleno dominio de sí mismo. En tercer lugar, se debe procurar purificar las huellas negativas que van quedando en el subconsciente por las malas experiencias que no han sido suficientemente elaboradas y asimiladas. Y, por último, es el esfuerzo por elevar aquello que es puramente instintivo hacia
  • 113. objetivos espirituales y sobrenaturales. En pocas palabras, el acompañamiento busca elevar todas las formas de amor humano hacia Dios. Desde esta perspectiva, el acompañante identificará su labor con ayudar a su dirigido a lograr hacer coincidir el hogar psicológico originario, es decir, el propio yo saturado de amor a sí mismo, con el hogar teológico, es decir, con Dios. Cuando se llega a vencer todas las reservas y barreras del amor instintivo herido por el pecado original y se penetra en las profundidades de la entrega total a Dios, entonces, se llega a esa coincidencia. Cuando esto se logra, la persona ya no busca la seguridad y el cobijamiento en sí misma y en su estrecho ambiente próximo, sino en Dios, que será su Hogar definitivo. Aplicación de las leyes del desarrollo de los procesos de vinculación Para ser eficaz en el proceso de la creación de vínculos es necesario que el acompañante conozca algo de las leyes que lo rigen. En último término, se trata de desentrañar en algo el modo cómo Dios mueve a sus criaturas para conducirlas hacia Sí. Podemos distinguir dos leyes fundamentales: la ley de transferencia orgánica y la ley de conducción orgánica. Aplicación de la ley de transferencia orgánica La raíz última de la vinculación de una creatura a otra está en la atracción que ejerce el bien. Allí donde podemos percibirlo, nos sentimos atraídos y nos arraigamos. Sabemos, sin embargo, que todo aquello que hay de bien en él proviene de Dios, que es el Bien absoluto. Todos los seres participan de su bien y, por lo mismo, de su atractivo. Así, entonces, resulta claro que cuando Dios quiere atraer a una criatura hacia Él, lo hace transfiriéndole algo de su perfección. Él es la Causa Primera que mueve a todas las criaturas, pero atrae por medio de criaturas que actúan como causas segundas subordinadas, que actúan en la medida en que participan de su perfección. Es la huella de Dios en las criaturas lo que atrae, aunque ni siquiera la persona se dé cuenta.
  • 114. Este camino se hace más claro aún cuando se aplica a las vinculaciones entre los seres humanos y, más todavía, cuando se trata de personas que ejercen una función de representación del mismo Dios: papás, sacerdotes, etc. El ejemplo clásico se da en la vinculación entre padres e hijos. Los padres son representantes de Dios ante los hijos. Dios se aproxima a ellos a través de sus padres. Dios transfiere a sus representantes visibles, parte de sus derechos y de sus atributos (poder, bondad, sabiduría). Lo hace en función de los hijos. Es así cómo Él se hace representar por ellos y así, también, los atrae hacia Sí y los arraiga en su corazón. En último término, las vinculaciones que se crean entre padres e hijos son vinculaciones que arraigan en Dios. El hijo reacciona naturalmente ante el amor protector, cobijador y estimulante de los padres; reacciona ante la experiencia de la bondad y sabiduría de ellos, entregando su amor. Se arraiga en ellos en forma espontánea. Es absolutamente natural que el hijo se haga dependiente afectivamente de los padres. Es a ellos a quienes entrega lo que, en último término, pertenece a Dios: el amor, la dependencia, la obediencia. En ellos descansa su necesidad de cobijamiento y seguridad y, por ello, entrega su respeto y amor filial. Así nace la vinculación. Es el caso clásico del origen de las vinculaciones. Lo mismo se da en otros planos y con otras modalidades, pero, en el fondo, siguiendo el mismo esquema. La ley de transferencia debe funcionar en un doble sentido: de arriba hacia abajo, en la medida en que Dios comparte sus atributos y derechos con sus criaturas y, de abajo hacia arriba, en la medida en que las personas, sintiéndose atraídas por esas cualidades, entregan su amor y se vinculan a aquellos en los cuales han descubierto algo de la perfección de Dios. Aplicación de la ley de conducción orgánica Las criaturas son representantes, huellas y transparentes, pero nunca sustitutos de Dios. El proceso debe seguir su curso normal. Esto significa que los hijos que se hicieron dependientes de sus padres y les entregaron todo su amor, con el tiempo deben hacerse
  • 115. dependientes de Dios, entregándole a Él el amor que le corresponde. Cuando las personas con que alguien se vincula están a su vez cobijadas en Dios, esta conducción hacia Él se realiza fácilmente. En el caso de los hijos, descubrirán con facilidad en sus padres los rasgos de Dios, como es el ejemplo clásico de santa Teresita con su padre. En tal caso, el Espíritu Santo puede depositar fácilmente el germen del amor divino en ese amor humano. El vínculo natural se hará camino, expresión y, a la vez, seguro de la vinculación con Dios. Lo interesante es que el descubrimiento del amor divino no debilita para nada el amor humano ni destruye la vinculación; por el contrario, la robustece. Así las personas, con quienes uno se vincula, contribuyen decisivamente en la conducción hacia el último fin, hacia el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Podemos afirmar, entonces, que el sentido de las causas segundas, de las criaturas con quienes nos vinculamos durante nuestra vida en la tierra, es ser puentes hacia Dios. Hacen que el camino que tenemos que recorrer sea más simple y orgánico. Eso es lo que está detrás del pensamiento de santo Tomás: “Dios gobierna por causas segundas”. Cada persona en sus vínculos tiene dos opciones: puede libremente ayudar en el caminar hacia Dios o transformarse en obstáculo. Comprendiendo que la dinámica que moviliza hacia el fin último está dada por esas dos leyes que hemos descrito, el acompañante se preocupará de que su dirigido tenga vínculos ricos que dinamicen su caminar hacia Dios y que el proceso de conducción se dé en forma sana. Todo debe ayudar a echar raíces que, en último término, son raíces que se establecen y alimentan en Dios. Personas, lugares, costumbres, principios, ideas, valores, etc., todo, absolutamente todo, se puede transformar en una atracción que ata el corazón y lo pone en movimiento hacia Dios o lo amarra, alejándolo de Él. Las vinculaciones son a la vez don y tarea
  • 116. Desde la perspectiva que acabamos de describir, las vinculaciones son auténticos regalos de Dios. Nunca podríamos valorizarlas debidamente, ya que constituyen auténticos peldaños hacia la felicidad. Sin embargo, queda siempre la tarea de progresar en esas vinculaciones. Ese progreso pone en juego la libertad soberana. Cada uno puede abrirse o cerrarse al perfeccionamiento de sus vinculaciones: puede decir sí o no. Es en ese progreso donde se puede recibir una ayuda exterior. Y es aquí donde aparece más claramente la tarea del acompañante. Ciertamente, en la primera etapa de la vida, son los padres quienes apoyarán el proceso de vinculación de sus hijos pero después, cuando los vínculos deben llegar a ser vínculos de perfección, el acompañante juega un rol importante. Su tarea fundamental consistirá en ayudar a su acompañado a llegar al mundo sobrenatural a través de lo natural. En algunos casos, muy frecuentes en la actualidad, el acompañante tendrá que suplir los vínculos naturales rotos o deficientes. La gracia edifica sobre la naturaleza, pero no prescinde de ella. Cada uno necesita de la experiencia de estar arraigado en un mundo cargado de afectividad. Sin eso, el proceso se paraliza. Cuando no se tiene esa experiencia, hay que suplirla y, desde esa plataforma, se va conduciendo a la persona hacia el orden sobrenatural, a través de experiencias religiosas. El acompañante ayuda a crear un ambiente cargado de Dios: muestra la importancia que tiene la comunidad cristiana, las imágenes, los símbolos y actividades religiosas. Todos esos factores contribuyen a que el acompañado eche raíces en el mundo de Dios. Le enseñará a procurar las vivencias de la fe como un inapreciable valor. El horario espiritual como seguro 14 El acompañante ofrece caminos prácticos para ayudar a progresar en el caminar hacia el ideal personal y en la creación de un mundo de vinculaciones naturales y sobrenaturales. Un camino ideal es la práctica del horario espiritual. Consiste en confeccionar un programa de vida en el cual, a través de puntos concretos, bien seleccionados, se asegura cada una de las vinculaciones fundamentales. Se trata de hacer consciente y asegurar la vinculación a Dios, por ejemplo,
  • 117. asegurando ciertos momentos de oración, la lectura del Evangelio, la recepción de los sacramentos, etc.; asegurar, igualmente, la vinculación con el prójimo, destacando las vinculaciones más importantes, por ejemplo, con los miembros de la propia familia o con la comunidad cristiana en la que se está inserto. Esta vinculación se puede asegurar privilegiando ciertos momentos de encuentro o asegurando que, de hecho, sean auténticos encuentros personales. Muchas veces exigirá escribir cartas o llamar por teléfono, etc. Tendrá que asegurarse, también, una adecuada vinculación con el quehacer cotidiano, trabajo, estudio o apostolado. Hay muchas formas de asegurar esto: destacando la puntualidad, la preparación de esas actividades, el cumplimiento de esas tareas, por ejemplo, en el estudio. Incluso, el horario espiritual puede asegurar la sana vinculación con uno mismo. Muchas veces necesitamos asegurar el descanso o el esparcimiento, el cultivo del cuerpo con la gimnasia o tomando los remedios necesarios, leyendo o informándose, etc. El horario espiritual es un medio ideal para que el acompañante pueda tener una referencia objetiva en el acompañamiento, siempre que se lleve por escrito haciendo un control diario. Este control escrito, que luego pasará por sus manos, cumple con diversos objetivos: centrará la atención específicamente en las vinculaciones que se quiere cultivar, a través de algunos puntos neurálgicos; ayudará a formarse el criterio a través de una evaluación valorativa; dejará una bitácora segura para descubrir aquellos aspectos que, de hecho, influyen en el progreso o en las caídas; encenderá la “luz roja” cuando la vida espiritual comience una etapa de descenso. Lo más importante, sin embargo, es el hecho de establecer una garantía de recibir el alimento espiritual suficiente y así proteger aquellas vinculaciones que se estiman fundamentales para el desarrollo integral de la persona. El propio acompañante podrá encontrar en el horario espiritual un medio apto para objetivar su ayuda ya que, a través de él, podrá descubrir las cosas que realmente influyen en la persona que ha recurrido a su ayuda.
  • 119. ANEXO 1 El sacerdote como acompañante espiritual 1. Mediación instrumental en la acción del Espíritu Santo 2. El sacerdote, otro Cristo 3. La paternidad sacerdotal A. A la luz de la teología B. A la luz de la psicología – Dignidad paternal – Sabiduría paternal – Preocupación paternal C. A la luz de la pedagogía
  • 120. El sacerdote como acompañante Según la práctica de la Iglesia, el acompañamiento espiritual puede ser ejercido tanto por hombres como por mujeres. Asimismo, no es necesario haber recibido alguna consagración especial para ello. Sin embargo, la Iglesia enseña que el sacramento del orden sacerdotal confiere al sacerdote una gracia especial en ese sentido. Dentro del cuerpo de la Iglesia, el sacerdote es constituido ex-oficio como cooperador e instrumento del Espíritu Santo en la conducción de las personas hacia la perfección evangélica. Las razones de fondo fueron entregadas en la primera parte de este libro, en la introducción al acompañamiento. En este anexo nos hemos propuesto ofrecer una ayuda concreta a los sacerdotes que, como pastores, deben ejercer la delicada tarea de educar en la fe y orientar por los caminos de la perfección cristiana. Aquí, hablaremos exclusivamente del sacerdote como acompañante espiritual. El orden sacerdotal confiere al oficio de acompañamiento una tónica original. Sobre eso queremos extendernos. 1. La mediación instrumental en la conducción del Espíritu Santo
  • 121. Al hablar de acompañamiento, hemos partido de un fundamento seguro al afirmar que es el Espíritu Santo, el Santificador, quien conduce a las personas a la santidad. Cualquier otro que participe en esta tarea, lo hace como su instrumento subordinado. Ahora bien, la Escritura se encarga de mostrarnos cómo, según la manera normal como Dios conduce a su pueblo, siempre ha utilizado instrumentos humanos para este fin. Examinemos algunos testimonios. “Sigue el consejo del prudente, y no desprecies ningún buen consejo”. (Tob 4,18) “No hagas nada sin consejo, y después de hecho no tendrás arrepentimiento”. (Ecl 32, 23) “Si uno cae, el otro le levanta; pero, ¡ay del solo que, si cae, no tiene quién le levante!”. (Ecl 4,10) “El que a vosotros oye, a mí me oye”. (Lc 10,16) “Somos embajadores de Cristo, como su Dios los exhortara por medio de nosotros”. (2Co 5,10) Esto que aparece tan a menudo en la Escritura, es corroborado ampliamente por la Iglesia en su doctrina y en su práctica, de tal manera que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que corresponde a su sentir. “Los que tratan de santificarse… necesitan más que los otros, de un doctor y guía”. 15 La sana psicología también reafirma lo que dice la autoridad. Muestra que el camino de la perfección cristiana está jalonado de escollos. El ser humano pasa, necesariamente, por diversas crisis de maduración a lo largo de su historia. Para todos, es evidente que “nadie es buen juez en su propia causa”. Los fenómenos psicológicos que acompañan muchas de estas crisis, fácilmente pueden conducir a engaños, especialmente cuando la persona se adentra en el complejo mundo de la mística. Para esto se necesita de un consejero equilibrado y sabio que haga, como decía León XIII, de “doctor y guía”. El Espíritu Santo puede seguir caminos inusitados y que, muchas veces se encarga directamente de conducir un alma privilegiada por
  • 122. las sendas de la más alta santidad. Él “sopla donde quiere…” pero aquí nos interesa saber cuáles son los caminos ordinarios que utiliza para educar en la fe y llevar a la perfección. Éstos pasan normalmente por una ayuda espiritual. 2. El sacerdote, otro Cristo Son muchas las definiciones que se pueden dar para identificar el sacerdocio. En la carta a los Hebreos, se nos ofrece una que, ciertamente, entrega un rico material de reflexión: “Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y establecido para ser representante de Dios” (Heb 5,1). Esta descripción acentúa primero el hecho de representar al pueblo ante Dios, ofreciendo oraciones y sacrificios por él, pero se completa diciendo que está asediado por “su propia debilidad”. De todas las perspectivas que se pueden proponer para clarificar la identidad sacerdotal, la más exacta es, ciertamente, la que presenta el Decreto sobre el ministerio de los presbíteros en el n. 5: “Dios, que es Él sólo santo y santificador, quiso tomar a los hombres como compañeros y ayudadores que le sirvieran humildemente en la obra de la santificación. De ahí es que los presbíteros son consagrados por Dios, siendo su ministro el Obispo, a fin de que, hechos de manera especial partícipes del sacerdocio de Cristo…” La Constitución sobre la Iglesia dice lo mismo con otras palabras: “Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada por el espíritu de la unidad y la conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu”. (LG 28)
  • 123. Es así, entonces, que la médula de la mística sacerdotal, el núcleo de su identidad, radica fundamentalmente en la identificación con Cristo, tal como decían nuestros antepasados: Sacerdos alter Christus. Cuando el sacerdote pierde esta perspectiva, su realidad sacerdotal se agota y su actividad gira en el vacío. Son muchos los hombres de Iglesia que afirman que el origen de la mayoría de las crisis sacerdotales y de las múltiples deserciones proviene precisamente de la pérdida de identidad. Jesucristo, el modelo del sacerdote, se identifica a sí mismo como el “Buen Pastor” (Jn 10). Él conoce a sus ovejas, las protege, las lleva a los pastos suculentos. Cuando quiere resumir el sentido de su encarnación, lo hará diciendo que para eso vino al mundo, “para que tengan vida y la tengan abundante”. La gran preocupación del Buen Pastor es la vida plena de sus ovejas; ésta debe ser también la gran preocupación de todo sacerdote: “que tengan vida abundante”. No basta con enseñar algunas verdades o celebrar ritos; la preocupación es personal, se refiere a cada oveja y se orienta a la vida plena, que debe llegar a tener según el plan del Padre. Esta preocupación por engendrar la vida, protegerla, alimentarla y conducirla es una preocupación directamente paternal. Eso es lo que da el contenido profundo al sacerdocio del Nuevo Testamento. 3. La paternidad sacerdotal La actividad propia de un acompañante es el servicio a la vida ajena, pero la actitud que debe inspirarla es la paternidad. Sin esa conciencia, su labor no será fecunda. Si preguntamos a muchos sacerdotes modernos cuál es el sentimiento de vida, cuál es la
  • 124. relación que tienen con las personas que les son confiadas, nos damos cuenta de que, por lo general, existe una confusión de sentimientos. Para muchos, el sentimiento dominante será el de amistad. Se sienten “amigos” de sus feligreses. En muchos, incluso, podemos descubrir casi un complejo de inferioridad. Se sienten burócratas, empleados a sueldo. Es lo que Jesús denomina “asalariados” o “mercenarios”. Es el sentimiento del que abandona las ovejas cuando ve venir al lobo, porque no siente a las ovejas como suyas. Es claro que existe, en este campo, un juego permanente entre expectativa y frustración. Los fieles buscan “un padre” y se encuentran con un “burócrata”, que está sometido a un horario de oficina. Esto es mucho más sutil y grave cuando se trata de la pastoral con adolescentes. Es más sutil, porque aparentemente el joven se siente contento de que el sacerdote sea un “amigo cercano”, sin embargo, sólo más tarde se da cuenta de que lo que necesita y procura un “padre”, una persona adulta, cálida, fuerte, que se responsabilice por su vida y sea capaz de impulsarla vigorosamente hacia su plenitud. La paternidad sacerdotal se enfrenta en la actualidad con graves dificultades de orden psicológico. La tremenda crisis de orfandad, la carencia de auténticos padres, las experiencias frustrantes de relación filial han hecho que la paternidad esté en crisis. Más aun, esta crisis de la paternidad ha generado una crisis de autoridad a todo nivel. El prototipo es la autoridad paternal, y si ésta entra en crisis, todas las demás formas de autoridad participarán de esa crisis. A simple vista, podemos percibir la íntima relación que existe entre las diversas formas de autoridad y la paternidad. Cuando decimos que el gerente, el general, el jefe es un padre, estamos diciendo una alabanza. Por el contrario, cuando decimos que el padre es un gerente, un jefe, un general o un administrador, estamos diciendo algo peyorativo. Toda forma de autoridad debe orientarse por la paternidad como su forma más elemental y rica. Es la forma en que la autoridad como autoría de vida, como servicio, se da de una manera más nítida.
  • 125. Si nos preguntamos qué significa ser padre, respondemos que padre es aquel que engendra una vida nueva, la despierta, la estimula, la conduce a partir de su propia personalidad como autora de vida. Es aquel que tiene una verdadera autoridad. La pregunta que está subyacente en nuestro análisis es: ¿Hasta qué punto es lícito aplicar este término al sacerdote? ¿Se puede decir que el sacerdote ejerce una función realmente paternal? O bien ¿Se trata sólo de una metáfora o de un título honorífico? Esta pregunta tiene una importancia capital hoy día, un trasfondo que cala muy profundo en los afanes de la pastoral actual. La psicología profunda ha demostrado que existe en el hombre un fenómeno denominado “transferencia de afectos”. Este fenómeno tiene una clara influencia en el proceso de educación de la fe, especialmente en el campo que nos interesa profundizar, en el acompañamiento. Dicho en forma más directa: se ha comprobado que es muy difícil trasponer un afecto del mundo natural al sobrenatural si no media una ayuda en el plano natural. El caso más evidente se da con relación a la paternidad. Cristo revela el rostro de Dios como Padre e invita a imitarlo a Él amando al Padre con afecto filial, entregándose confiadamente en sus brazos. Existe un obstáculo casi insuperable cuando una persona no ha tenido, en el plano natural, una sana relación filial. Cuando sus experiencias afectivas han sido frustrantes, difícilmente podrá crecer en una relación filial con Dios. En general, las vivencias familiares ayudan o impiden el crecimiento en el mundo de la fe. Actualmente, la humanidad pasa por experiencias caóticas en ese plano y esto es un obstáculo para la evangelización y para la conducción hacia la perfección. Esta reflexión lleva a pensar que es de vital importancia pastoral destacar la figura del sacerdote como padre. La pregunta es si hay fundamento suficiente para justificarlo. A. La paternidad sacerdotal a la luz de la teología La teología ofrece un fundamento ontológico para comprender la dimensión paternal del sacerdocio. Entrega varias pistas para
  • 126. fundamentar esta afirmación: La primera pista es la praxis eclesial que, desde el inicio, ha dado al sacerdote el tratamiento de padre. No podemos presuponer que una praxis inveterada y permanente de la Iglesia, que está inspirada por el Espíritu Santo, proceda de un simple error. Tiene, necesariamente, que haber algo muy de fondo para que se haya apartado aparentemente de una recomendación de Cristo: “En la tierra no llamen a nadie padre…” (Mt 29,9) La praxis de la Iglesia al respecto es muy clara. A la Cabeza visible de la Iglesia se le llama oficialmente “Santo Padre”; a todos los sacerdotes se les llama ”padre”; incluso en la liturgia se usó oficialmente la expresión. Por ejemplo, en el acto de contrición: “y a usted, padre…” ¿Por qué ha conservado la Iglesia este tratamiento? Claramente lo hace para poner de relieve la relación ontológica y objetiva que se crea entre el sacerdote y los fieles en virtud del orden sacerdotal. Es muy probable que, en la actualidad, se esté usando el título de “padre” desprovisto de su contenido, sin que exista un respaldo de fe, incluso de parte del mismo sacerdote. Sin embargo, continúa teniendo sentido porque la ordenación, como siempre, sigue siendo una participación en la gracia capital de Cristo, Cabeza de la Iglesia. La fe de la Iglesia hacía que nadie se extrañara al ver a un cristiano anciano y lleno de dignidad tratar a un sacerdote jovencito, recién ordenado, como “padre”. La razón está en que el título no se le confería en consideración a su mérito sino a su realidad ontológica y a su oficio. La segunda pista de referencia a la dimensión de paternidad del sacerdocio la ofrece la misma Escritura Sagrada. Aquí se encuentra la referencia primordial al reconocer a Dios como Padre por ser el primer dador y conservador de la vida. Toda paternidad en el cielo y en la tierra procede del Padre de la misericordia. En el Antiguo Testamento aparece continuamente este tema: Job 34,36; Sal 68, 6; Sir 23, 1; Is 63,16. Desde la antigüedad para el pueblo escogido es claro que Dios utiliza instrumentos para la función de despertar, proteger y conducir la vida del rebaño. En el Nuevo Testamento el
  • 127. tema toma aún mayor consistencia debido a la revelación del rostro paternal de Dios. Pablo expresa este sentimiento con toda claridad diciendo: “No les escribo esto para avergonzarlos, sino para amonestarlos como a hijos queridos. Pueden tener mil maestros en Cristo, pero no tienen muchos padres, porque yo los engendré en Cristo por el Evangelio llegando a ser padre de ustedes” (1Co 4,14). No cabe duda de que él se considera padre a causa de su función sacerdotal y que ve su actividad evangelizadora como un engendramiento de vida nueva y fundamento de esa paternidad. No confunde “paternidad” con “paternalismo”; lo primero se refiere al surgimiento de una nueva vida; lo segundo se refiere solamente a un tipo de sentimiento de carácter subjetivo. Él tiene sentimiento de paternidad, precisamente, porque es padre, porque engendra vida; eso lo hace cercano a su gente y le despierta la responsabilidad por ellos. En la carta de los Tesalonicenses hace una afirmación semejante: “A cada uno le fuimos a hablar como de padre a hijo; los animamos…” (1Tes 2,11). En la carta a los Gálatas, su expresividad llega a una cierta culminación al comparar su acción pastoral con la maternidad: “¡Hijitos míos!, de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en ustedes” (Ga 4, 19). Su actividad como sacerdote al cuidado de la vida de los que le son confiados es un engendramiento en el Evangelio y un alumbramiento doloroso. En la Carta a los Efesios pone un elemento que hace más comprensible aún su imagen de la acción sacerdotal: “Así, pues, Cristo es quien dio a unos ser apóstoles, a otros, ser profetas… Así preparó a los suyos para los trabajos del ministerio en vista a la construcción del Cuerpo de Cristo” (Ef 4,11). La fuerza vital para engendrar esa nueva vida por el sacerdocio proviene del mismo Cristo, es simplemente su prolongación en el tiempo. Su preocupación paternal por los fieles no es un sentimentalismo, no es pura subjetividad, sino que la consecuencia de algo objetivo y fundado ontológicamente. La tercera pista la ofrece la actividad propia del sacerdote. Si miramos las actividades propiamente sacerdotales, veremos que están marcadas por los rasgos esenciales característicos de la paternidad. En efecto, su actividad específica es comunicar y
  • 128. cultivar la vida sobrenatural. No tiene otro sentido que hacer que los hombres lleguen a tener la vida de hijos de Dios en plenitud. Esto lo realizan, fundamentalmente, a través de los sacramentos. En la actual economía de la salvación, Dios ha querido hacer dependiente la expansión, realización, mantención y profundización del reino de Dios de aquellos que han sido llamados y destinados al anuncio de su palabra. Pablo nos habla de una “fide ex auditu”, una fe que se recibe por lo que se oye, por la palabra. Si preguntamos cómo se da esto en la práctica, encontramos que el primer paso es la ordenación sacerdotal. Por ella, el Obispo genera nuevos dispensadores de vida. Éste es, propiamente, el fundamento ontológico de todo el proceso de comunicar su vida divina. El sacerdote comunicará, a su vez, la vida, a través del bautismo y de la penitencia y la acrecentará a través de los demás sacramentos. Sin embargo, en su actividad sacerdotal, la predicación de la palabra de Dios aparece como lo primordial. Por medio de ella evangeliza despertando e impulsando la vida. Es el punto de partida para el nacimiento de nuevos hijos de Dios, ya que es el medio que sirve para la recepción de la fe. Junto a la predicación y la sacramentación, el sacerdote debe acompañar su ministerio con su propia oración y sacrificio, tal como lo hiciera Cristo, de quien él es sólo representante. Es muy difícil que llegue a tener fecundidad sin esta participación personal en el proceso de engendrar vida nueva. Por último, también es una actividad paternal la que ejerce a través de su oficio de pastor. Por medio de él, debe ejercer el gobierno de la comunidad cristiana, como un pastor que conduce a sus ovejas, o como un padre que cuida de su familia. Le corresponde estimular la vida, encauzarla, protegerla, orientarla y darle normas. Muchas veces. Incluso, tendrá que purificarla, como un jardinero que poda la vida para que dé más fruto. B. La paternidad sacerdotal a la luz de la psicología La perspectiva psicológica invita a examinar la actitud consciente con que el sacerdote asume esa función paternal, a la que ha sido destinado dentro de la Iglesia. Sabemos que debe existir una
  • 129. correspondencia entre el ser y el actuar. El fundamento en el ser vimos que era la capacidad de engendrar en la fe; ahora veremos la actitud correspondiente a ese fundamento de paternidad; de qué manera el sacerdote debe vivir y expresar en una modalidad propia esta nueva relación que adquiere frente a los fieles. En el camino que sigue la apertura de la naturaleza a la gracia se pasa por un proceso de adaptación psicológica. El sacerdote asume progresivamente el misterio de su ordenación. Tiene que dejar que la convicción penetre su mundo afectivo hasta captarlo vivencialmente. Sólo así impregna su estilo de vida. A este proceso llamamos maduración sacerdotal. En la vida cotidiana, tenemos muchos ejemplos que nos permiten comprender mejor en qué consiste ese proceso de maduración. Muchas veces vemos a una chica despreocupada y superficial que se casa. Pronto se tiene que enfrentar con la maternidad y se produce en ella un cambio radical. Unamuno lo considera “casi milagroso”. La chica aparece ahora seria, responsable, preocupada y asentada. Hubo un cambio en su ser que penetró toda su psicología. Esto suele verse también en un chico sano que toma conciencia de la paternidad; sólo que esto es menos espontáneo y radical en el hombre que en la mujer. Cuando el sacerdote madura como tal, es señal de que aquello que sucedió en él a través de la ordenación, de una manera misteriosa, ha penetrado su ser subjetivo hasta el subconsciente y comienza poco a poco a expresarse en actitudes de vida. Lo más profundo de este cambio es que se despierta en él una honda responsabilidad por la vida divina en los hombres. Cuando empieza a surgir este sentimiento y va poco a poco embargando toda su vida, es señal de que ha madurado como sacerdote. Desde lo más hondo de su ser, se despierta el anhelo de hacer nacer una vida nueva, de impulsarla por todos los medios, de llevarla hacia su plenitud. Si esto no se da espontáneamente, significa que el sacerdote no ha madurado. Hay que buscar las causas.
  • 130. Desde el punto de vista psicológico, podemos decir que el fundamento natural de la paternidad sobrenatural del sacerdote es el impulso propio de la naturaleza del varón que, al madurar, lo lleva a engendrar, desplegar y conducir la vida. Ese impulso natural e instintivo es elevado por el orden sacerdotal. Por la gracia, el impulso natural a la paternidad adquiere una nueva dimensión, que va en el mismo sentido: es paternidad sobrenatural. Nuevamente constatamos cómo la gracia edifica sobre la naturaleza sin prescindir de ella. Si una persona no tiene bien asentado este impulso viril a la paternidad, difícilmente podrá desplegar una auténtica paternidad sacerdotal. La auténtica virilidad es un punto de selección básico para la admisión al sacerdocio. La tarea es educarla para que impregne la personalidad. La maduración de la actitud paternal confiere tres rasgos característicos: dignidad paternal, sabiduría paternal y preocupación paternal. Examinaremos cada uno de estos rasgos. La conciencia de dignidad paternal La dignidad proviene del conocimiento y reconocimiento de un valor real. Cuando hablamos de dignidad y de conciencia de dignidad en el sacerdote, estamos hablando de la captación subjetiva del valor excelso del que es portador a partir de su ordenación. Este valor, que se apoya en la identificación con Cristo, el Buen Pastor, tanto en el ser como en la tarea de vida, pone exigencias a su comportamiento. Si el estilo de vida del sacerdote no estuviese apoyado en la convicción profunda del valor real de su ordenación, sería una apariencia engañosa, un vulgar teatro. Al primer obstáculo cedería, porque sería como un árbol sin raíces. Durante mucho tiempo se insistió en las formas exteriores del estilo de vida, sin clarificar el fondo. Se fue perdiendo convicción de la grandeza sacerdotal y eso generó un tipo de sacerdote incoherente. Más aun, después del Concilio Vaticano II, surgió una corriente que, aunque tenía buenas intenciones, hizo mucho daño en el clero. Se pretendía erradicar el “clericalismo” y vencer los “rasgos triunfalistas” que se habían
  • 131. anidado en la Iglesia. Esto era ciertamente positivo y loable, sin embargo, se llevó adelante como una campaña niveladora e indiscriminada y terminó generando un tremendo complejo de inferioridad entre los sacerdotes. El sacerdote supera sus complejos e inseguridades cuando intuye que en él hay un misterio de Dios. A partir de ese momento no necesita adoptar un aire paternalista, como una pose exterior y sin fundamento, sino que surgirá espontáneamente una manera de darse a la vez personal y cercana, reservada y distante. No se pone por encima de nadie, se siente un servidor de todos, pero respeta el misterio que hay en su interior. La fuente de su seguridad no está en sus conocimientos, cargos o títulos, sino en el respaldo de Cristo que actúa a través de él. Estando imbuido de esta verdad, nunca sufrirá de complejos ni de inseguridades; incluso cuando sienta en su interior la mordedura de la miseria del pecado o cuando se le hagan dramáticamente presentes sus fallas e incompetencias. Su sacerdocio está por encima de su miseria, de sus pecados, mañas y debilidades. Aunque a lo largo de su vida surja de su interior el niño malcriado, infantilista e inmaduro… él sigue siendo “padre”. A este respecto son notables los consejos de san Pablo a los obispos jóvenes que acaba de ordenar. A Tito lo impulsa a enseñar “con toda autoridad” y le dice “que nadie te menosprecie por tu juventud” (cfr Ti 1,15; 2Tim 2,22; 1Tim 5, 1). Les pide evitar “los desórdenes propios de la juventud”, pero mantener su posición de autoridad. Para Pablo es evidente que el sacerdote, por muy cercano y personal que sea en su trato, debe mantener una posición que le permita llegar con autoridad a los suyos y servirlos, pero como “padre”. En él no tiene cabida la tendencia actual a la nivelación. La sabiduría paternal en el sacerdote La gracia sacerdotal confiere, a quien se abre sin restricciones, una sabiduría que no es natural ni humana, sino sobrenatural, que le permite actuar frente a las necesidades de la vida divina en las almas que le son confiadas. Es la acción del Espíritu Santo que
  • 132. suple la inexperiencia del sacerdote recién ordenado y le da profundidad de vida. A largo plazo, nos podemos dar cuenta que lo que nos permite abrirnos a la sabiduría paternal, que ofrece el Espíritu, no depende de la juventud o la vejez, sino de la intensidad de la vida espiritual. Cuando un joven ha sido ordenado sacerdote, abriéndose al misterio de la configuración con Cristo, surge en él la necesidad interior de entregarse al Espíritu Santo, que es quien obra esa configuración con el único Pastor. Él es, entonces, el que nos hace crecer en la sabiduría paternal. Esta sabiduría tiene dos rasgos que son característicos: paciencia y prudencia. La paciencia paternal, por la que el sacerdote, subordinando sus impulsos puramente naturales, adquiere poco a poco la capacidad de adaptarse a la pedagogía de Dios. Sabe que es necesario dejar germinar lentamente la vida. Va, poco a poco, adquiriendo una paciencia heroica frente a las faltas y debilidades de los que le son confiados. Nunca presiona, nunca apura, nunca se impacienta. Para que esto sea posible, tiene siempre ante sí sus propias debilidades. Sabe que “a él mismo lo asedia su propia debilidad” (Heb 5,2). La prudencia paternal lo lleva a adquirir un sexto sentido para discernir lo que debe cultivar cuidadosamente y lo que debe erradicar de raíz. Para no trocar ambas cosas, debe entregarse dócilmente al Espíritu, sabiendo que esa dosis grande de sabiduría que necesita sólo se consigue a través de una sólida vida ascética, mucha oración y purificación. Necesitará prudencia, también, para saber encontrar la medida exacta de alabanza y represión. Sabe que de esto depende, en gran medida, el estímulo necesario para hacer crecer a las personas que el Señor le confía. Sabe, también, que para un sacerdote joven es muy fácil dejarse influenciar incluso por el sacristán… Igualmente, necesitará una gran dosis de sabiduría para aconsejar. San Vicente de Paul usaba una fórmula para aconsejar con sabiduría. Decía: “Pido a Dios que me ilumine. Me pregunto si, en este caso, no será mejor consultar con otra persona y, por último, nunca hablo en forma categórica, pero sí suficientemente claro”.
  • 133. La preocupación paternal es también un elemento importante en la madurez que el Espíritu va haciendo surgir en el sacerdote dispuesto a dejarse conducir dócilmente. El sacerdote debe ser el antípoda de un “burócrata”. El burócrata cumple con su labor de oficina dejando a la persona contenta con un simple servicio. Termina su función puntual y se pierde todo contacto personal. No necesita preocuparse más por la persona. En el sacerdote sucede lo contrario: su tarea va tomando cuerpo en la medida en que va conociendo a la persona y ésta se le va confiando. Tiene que reflexionar y rezar para saber cómo ayudar a esa persona. Sus consejos nunca serán generales, al modo de una receta preestablecida, sino personales y adecuados a la realidad concreta, conocida y reflexionada, rezada y asumida por él como pastor. La preocupación por la vida que se le ha confiado nunca tiene vacaciones, su preocupación no cesa nunca. Tiene que estar siempre alerta para captar la vida que surge, elaborarla, haciéndola pasar por su corazón y por sus riñones, como decía el P. José Kentenich. Ese sacerdote, movido por el Espíritu, nunca predica en el aire, sino que usa la palabra para dar respuestas concretas a los problemas del tiempo y a las necesidades reales de su gente. San Clemente María Hofbauer solía decir que al Evangelio era preciso predicarlo siempre “como nuevo”. El pastor, preocupado de su rebaño, tiene que estar siempre dispuesto a luchar cuando ve venir al lobo. Tiene que saber enfrentar al lobo de la pornografía, del alcoholismo, de las drogas, de la política violenta y falaz, del sexualismo, de una televisión masificadora, etc. Cuando se ha hecho una auténtica elaboración psicológica de la realidad sacerdotal, surge la convicción íntima: “Yo soy el padre, el pastor para estas personas que el Señor me ha confiado”. Si se logra eso, nadie tiene que incentivarlo para que trabaje incansablemente, con todo su ser, pero, a la vez, sereno y confiado. Este pensamiento dignificante lo inmunizará frente a cualquier
  • 134. peligro de burocratismo, nunca tendrá alma de mercenario sino de pastor. C. La paternidad sacerdotal a la luz de la pedagogía Esta tercera dimensión de la paternidad se refiere al modo de llegar a la actitud paternal a partir del fundamento ontológico que ofrece la ordenación sacerdotal. Se trata de profundizar en el camino para llegar a ella. Toca en forma directa a los educadores de sacerdotes. La primera tarea es la educación para la responsabilidad. Si se quiere educar al sacerdote para que ejerza una auténtica paternidad en la fe, es necesario despertar en él la responsabilidad por la vida divina en personas concretas. Es este sentimiento de responsabilidad el que sirve de fuente y garantía de la paternidad como actitud de vida. Aquí se presenta la cuestión pedagógica de cómo nace el sentimiento de responsabilidad. ¿Existen técnicas o métodos para lograrlo? Hay una sola respuesta realista: la responsabilidad por las almas crece en un sacerdote solamente en la medida en que crece en él la vida divina. Cuando un sacerdote lucha seriamente por la perfección evangélica, cuando se esfuerza por la santidad sacerdotal, entonces se desarrolla en él, en la misma medida, la responsabilidad por las personas que le han sido confiadas. En pocas palabras, se hace realmente “padre”. Esto vale para el sacerdote en cualquiera de las etapas de su vida, sea joven, maduro o anciano. Esto es lo que quiere decir san Pablo a Timoteo: “Que nadie desprecie tu juventud. Sé más bien un ejemplo para los fieles en la palabra, en el amor, en la fe y en la pureza” (1Tim 4,12). No importa la edad, su actitud paternal cubre las distancias y puede ser modelo para la comunidad que el pastor le ha confiado. Psicológicamente, la explicación es simple: en la medida en que un sacerdote crece en la gracia santificante, se compenetra más vivencialmente del misterio de la solidaridad que penetra al género humano, tal como lo muestra la encíclica del Cuerpo Místico de Cristo, y se da cuenta hasta qué punto Dios nos ha hecho interdependientes. Se abisma ante el conocimiento de esa verdad
  • 135. que muestra el realismo con que muchos hombres dependen de su cooperación para la realización del Reino de Dios en ellos. Esta reflexión en la fe le hace percibir que a pesar de saber que es un instrumento miserable, un tesoro divino en un vaso de barro, puede transformarse en una tabla de salvación o un impedimento insalvable para muchas personas, precisamente a causa de su insuficiencia. Ese obstáculo, sabe él, se puede remover a fuerza de fidelidad en su abandono a la gracia, de apertura al Espíritu Santo. Resumiendo: la paternidad no es una virtud, en el sentido común de la palabra, sino que, más bien, es una suma de conocimientos, convicciones, sentimientos, actitudes, que se van adquiriendo por la experiencia personal, que se refuerzan con el estudio y el aprovechamiento de las experiencias de otros sacerdotes, pero que, en definitiva, encuentra la llave y la fuente en la propia aspiración a la santidad y el serio cultivo de la vida espiritual; se funda en una realidad ontológica. Existe una segunda tarea pedagógica como camino para crecer en la paternidad sobrenatural. Se trata del esfuerzo por elaborar y profundizar en la confianza en los medios sobrenaturales. Detrás de esto está latente una pregunta de fondo: ¿Hasta qué punto creemos en la eficacia de la gracia? De esto dependerá la modalidad que adquiera en el ejercicio de su sacerdocio, especialmente en relación con los medios que utilice en su acción pastoral. En un ambiente excesivamente profano, muchas veces el sacerdote debe dar un salto mortal en la fe para no poner el peso de su desempeño en los medios puramente naturales, técnicos o psicológicos. Aquí se presenta un problema de criterio. No se trata de exclusión, sino de acentuación. ¿Cómo podemos abordar este tema crucial? Sabemos que el sacerdote no se ordena para sí mismo. Es sacerdote para otros. La orientación esencial de su tarea es hacia los fieles, al modo de un oficio y una dignidad de carácter social. Ahora bien, precisamente por eso los fieles dependerán, en su crecimiento, de la eficacia del ministerio del sacerdote. Su crecimiento espiritual y sobrenatural
  • 136. estará condicionado por la eficacia de la actividad sacerdotal. La Escritura nos lo muestra a través de innumerables trozos: “Así que la fe viene de la predicción” (Ro 10,17). “Quien les escucha a ustedes a mí me escucha” (Lc 10,16). “…vean en nosotros… administradores de los ministerios de Dios” (1Co 4,1). Esto lleva al sacerdote a enfrentarse con una disyuntiva muy nítida: Cuando quiere aumentar la eficacia ministerial utiliza y aprovecha al máximo los medios humanos en función de su labor pastoral, o bien, tiende a prescindir al máximo de ellos para poner de relieve la eficacia de la gracia. Al respecto se suelen producir dos orientaciones diametralmente opuestas. Muchos sacerdotes piensan que su acción sacerdotal, como paternidad espiritual ante sus fieles, debe apoyarse fuertemente en los medios humanos; están atentos para aprovechar los contactos que les permitan utilizar el poder (político, económico, social, cultural, etc.) en beneficio de la Iglesia. Dan una importancia muy grande al respaldo económico y recurren marcadamente al uso del desarrollo intelectual (les parece indispensable acumular títulos académicos y cursos especiales) para apoyar su anuncio pascual. El pensamiento que está detrás es evidentemente sano: se trata de aprovechar las cosas de este mundo para Dios. Nadie podría objetar la intención. Un grupo mucho más pequeño de sacerdotes piensa que es necesario poner el acento más bien en el cultivo heroico de la paternidad, a partir de la responsabilidad por la vida divina en las personas. Desde esa perspectiva, seleccionan los medios y juzgan su adecuación al fin y ven que normalmente no coinciden con los medios que espontáneamente aplicarían “los entendidos de este mundo”. Se les hace evidente que para despertar la vida divina en las personas, para incentivarla y conducirla a su plena madurez en Cristo, es necesario usar los mismos medios que usó el Señor. La reflexión es muy simple: si él usó esos medios siendo tan sabio y poderoso, tienen que ser los más adecuados.
  • 137. No cabe duda que, en el ejercicio de la paternidad sacerdotal, es necesario dejarse orientar por Jesucristo, a quien se quiere representar. Las normas que nos dejó Jesús fueron sumamente claras. Nos dice directamente: “Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y el resto se les dará como añadidura” (Mt 6,33). Con esto, el Señor pone una prioridad. ¿Cómo se traduce esta orientación tan clara de Cristo en la selección de los medios pastorales? Es claro que la Iglesia como institución y el sacerdote como individuo, no deben comenzar por preocuparse de ejercer alguna forma de poder, tratando de tener, a toda costa, influencias humanas o de tener la disponibilidad de medios humanos, sino que, por el contrario, deben tener otra preocupación: hacer más presente a Cristo entre los hombres. El Señor incluso nos da una orientación muy precisa para vencer las tentaciones culturistas; nos dice: “una sola cosa es importante” (Lc 10,15). Muchas veces nos afanamos incesantemente como Marta y nos olvidamos de que es María quien eligió la mejor parte; unirse personalmente a Cristo y extraer de él la vida (cfr Lc 10,40 ss.). La cultura se debe cultivar y desplegar, pero a partir del cultivo de la vida divina y no desde otra perspectiva. Según estas reflexiones, es claro que el cultivo de la vida interior tiene que cohesionar todos los demás aspectos del afán del sacerdote. Todos los recursos y éxitos exteriores deben aparecer secundarios; son “añadidura”. El pastor a imagen de Cristo despliega, desde su propio interior, la gracia en toda su potencialidad y en todas direcciones. Desde ella, se hace fecundo y se clarifica todo el resto (cultura, medios económicos, influencias, ética, etc.). Es conveniente dar un paso más para no dejar dudas peligrosas. ¿Cuándo debe el sacerdote rechazar el uso de los medios humanos? Cuando se siente incapaz de considerarlos como secundarios, cuando tiene una marcada tendencia a darle exceso de importancia. En un acercamiento positivo, si queremos dejarnos inspirar por el mismo Jesús, tenemos que sacar conclusiones. ¿Qué vemos en Él?
  • 138. ¿Qué medios usó él? ¿Qué acentuó? A simple vista, nos damos cuenta de que Jesucristo en su ministerio ejercitó la pobreza, la humildad, el amor heroico a la cruz y eso mismo se lo recomendó a sus discípulos. El Señor nos muestra que Él vino para que tuviésemos vida y la tuviéramos abundantemente. Todo el resto es secundario. Él destacó como medios, en primer lugar, su propia persona: su vida, su muerte, su doctrina, su ejemplo. El Espíritu Santo resume y da sentido a todos los demás medios que aplicamos en el seguimiento de Jesús. El sacerdote tiene ser continuador de Cristo, asumir su estilo, aplicar sus medios y, entonces… sólo entonces, será verdaderamente fecundo, será padre en plenitud. Para resumir todo lo dicho, afirmamos que la plenitud de la paternidad sacerdotal y su eficacia pastoral dependen de que los sacerdotes vivan una íntima vinculación existencial con Cristo, sacerdote y que, desde Él, tengan una permanente apertura al Espíritu Santo.
  • 139. ANEXO 2 El acompañamiento de adolescentes Rasgos del adolescente y del joven que hay que tener en cuenta en un proceso de acompañamiento. 1. El idealismo juvenil 2. El radicalismo juvenil 3. El espíritu comunitario
  • 140. Los rasgos característicos del adolescente Hay tres rasgos propios del adolescente y del joven que deberá tener presentes el acompañante: el idealismo, el radicalismo y el espíritu comunitario. A partir de estas características podrá comprender mejor muchos de los procesos que se dan en un joven determinado. 1. El idealismo juvenil Analicemos, primeramente, el idealismo como factor pedagógico. Es muy fácil que un acompañante se engañe actualmente al ver a los jóvenes tan faltos de entusiasmo. Podría pensar que han perdido su idealismo característico. Sin embargo, esto no es así. Si no toma conciencia de esto, difícilmente podrá conducir bien. Muy a flor de piel y, a pesar de todas las apariencias, detrás de cada joven hay un alma idealista. Para entender el alcance de esta afirmación, la analizaremos desde dos perspectivas: psicológica y pedagógica.
  • 141. A la luz de la psicología, podemos distinguir tres aspectos dignos de consideración: el primero es el origen del idealismo en el joven. El trasfondo del idealismo es el ansia o descontento o inquietud que lo presiona desde adentro. Esta inquietud alimenta el fundamento de su idealismo y, por eso, tiene una gran importancia para el acompañamiento de jóvenes. San Agustín, al comienzo de sus Confesiones nos muestra el fondo de esa inquietud vaga en el hombre: “Tú me creaste para ti, e inquieto está mi corazón hasta que no repose en ti”. Puede ser que un joven no tenga claro qué hay detrás de su inconformismo, pero no es otra cosa que la manifestación de la tendencia a la trascendencia. Esto lo hace percibir el abismo que existe entre su realidad y lo que vagamente quisiera alcanzar en el plano individual y social. Esto lo impacienta, aunque no logre definir qué es lo que quiere. Simplemente se da cuenta de que “hay que cambiarlo todo…” Las raíces del idealismo tienen en los jóvenes dos tipos de manifestaciones: una negativa y otra positiva. Negativamente se expresa en un descontento general, espíritu crítico y belicoso. Positivamente se expresa como idealismo y radicalismo: anhelo de hacer cosas grandes y de sacrificarse por algo noble. Es a partir del idealismo cómo un joven se esfuerza por encontrar su camino. Ese mismo idealismo lo lleva a enjuiciar la realidad y a condenarla drásticamente. Puede, incluso, ser muy duro con sus padres. El acompañante, que se encuentra ante estas manifestaciones, tendrá que tener cuidado de no conducir a algún extremo: no debe aumentar indefinidamente ese idealismo crítico, pero, tampoco, puede enfriar antes de tiempo su descontento. Sabe que la educación cristiana se tiene que orientar hacia una humilde y vigorosa confianza. Para eso irá infundiéndole pocas ideas, pero muy sólidas y profundas. Muchas veces tendrá que repetirlas y mostrarlas desde diversos ángulos. Así irá orientando su idealismo. Estará consciente de que el descontento es la medida del anhelo y éste, a su vez, es medida del idealismo y del radicalismo.
  • 142. Otro aspecto que el acompañante tendrá que considerar es la existencia de diversas causas del enfriamiento del anhelo. Es muy importante que las tenga presentes, porque a él le corresponde defender a su dirigido de esos peligros: 1) La saturación de bienes materiales. Cuando el joven, desde pequeño, encuentra satisfechos todos sus deseos por el consumismo, y se llena de regalos, emociones y placeres. El acompañante espiritual tendrá que ayudarle a ser austero. 2) La lucha desproporcionada por la vida. Cuando las condiciones de vida son excesivamente duras antes de que se afirme la personalidad. Evidentemente, en este campo, puede haber algunas excepciones. 3) El exceso de apertura. Cuando las condiciones de ambiente hacen que un adolescente abuse de la confidencia y pierda su interioridad. El acompañante espiritual tendrá que educarlo a la reserva o pudor espiritual. 4) El contacto prematuro con el otro sexo. Para que se mantenga sano el idealismo el joven debe pasar por la etapa de la “fuga de los sexos”; sin esto, tiende a perder la atracción espiritual y cae en el sensualismo. Por otra parte, el idealismo del joven depende básicamente de su vinculación a una persona adulta. Es característico del adolescente que se entusiasme por un líder. Esto no tiene nada que ver con sensualidad, aunque el adulto pueda desviar el curso normal de este fenómeno. El joven tiende a verse realizado en una persona ideal, más aún, tiende a idealizar a alguna persona. Lo malo estaría en que el educador interprete torcidamente esta tendencia natural y él mismo caiga en una fijación afectiva en relación con él. En esto existe una diferencia entre el alma masculina y la femenina. La mujer tiende a mantener para siempre los vínculos adquiridos en la adolescencia, en cambio, el varón, más tarde, se vincula con más fuerza a su obra y puede desprenderse del vínculo personal con quien idealizó de adolescente. Como norma básica, para ayudar a que estos procesos de vida se mantengan sanos, es bueno mantener lo que antiguamente se llamaba “regula tactus” o regla de no tocar al acompañado sin necesidad, ni más de lo necesario. El P. Kentenich, al referirse a esta regla fundamental del acompañamiento espiritual decía que el acompañante espiritual
  • 143. debe permanecer “interiormente libre y exteriormente intangible”, esto es, sin tocar. Por último, el idealismo juvenil está muy ligado a la escala de valores propia de su tiempo. Esto, ciertamente admite matices. Y pone al acompañante espiritual la exigencia de mantenerse al día en las corrientes y valores de su época. Tendrá que hacerse un especialista en el discernimiento de los valores y desvalores del momento. Nunca puede prescindir de ellos o quedarse rezagado. Un joven es especialmente sensible frente a las personas “anticuadas”, “fuera de época” u “obsoletas”. Es claro que la tarea más difícil será hacer conscientes y destruir los falsos valores y los ídolos que fascinan a la juventud. El acompañante tendrá que aclarar continuamente los malos entendidos y equívocos que suelen presentar las modas ideológicas y de comportamiento que le atraen. A la luz de la pedagogía, podemos afirmar que una persona que no tuvo un gran idealismo en su juventud, no tendrá grandes realizaciones de adulto. Es como un árbol que tuvo pocas flores en primavera, dará pocos frutos en verano. Por eso, es necesario cultivar el idealismo conscientemente. Ésa es una tarea primordial de un acompañante espiritual de jóvenes. La pedagogía de la fe nos muestra, también, una segunda tarea al respecto: nos dice que es preciso complementar ese idealismo con una clara línea sobrenatural. El idealismo normalmente toma tres expresiones: “Hacer algo grande”; “valer mucho” y “ser grande”. Éstos son los valores que normalmente fascinan al joven. El acompañante espiritual debe tomar esta perspectiva y encauzarla. A través de esto, el joven adquirirá un contrapeso frente a las presiones de los instintos, especialmente de la sexualidad. Así como el instinto es fuerte, el idealismo puede serlo también, y sirve para contrabalancear las tensiones. Pero esto significa que para que el joven no se pierda en puras fantasías, movido por su idealismo, se le debe conectar con la vida real. Es necesario educarlo para la santidad en lo ordinario y en las realizaciones concretas. Sin esa
  • 144. educación puede llegar a reemplazar los grandes valores por “ídolos”. El acompañante cuidará presentar los ideales al modo de un descubrimiento y de una conquista. Esto vale especialmente cuando se trata del descubrimiento y la conquista del yo ideal. Estará íntimamente ligado con la experiencia de descubrir y valorar cosas tan simples como rezar, confesarse, ayudar en la casa y mantener el orden. La acentuación es más ética que religiosa, evidentemente sin excluir lo sobrenatural. De la creación de la mentalidad del “caballero” se irá, poco a poco, emigrando a la mentalidad del “hijo”. Ésa es la meta cristiana. 2. El radicalismo juvenil Otro rasgo típico de la juventud, que debe tener presente el acompañante, es la tendencia al radicalismo. También esto tiene su fuente en el anhelo. El acompañante responderá a esta tendencia natural del joven poniéndole grandes exigencias. En principio, podemos decir que, si un acompañante no se atreve a poner exigencias no puede educar; no será apreciado por su gente y, a la larga, no se le seguirá. Solamente debe tener cuidado con el modo cómo pone las exigencias: nunca dirá “tú tienes que…”, sino que, cultivando el clima de respeto y de la generosidad dirá: “tú podrás…” o “será bueno que…” Él mismo debe respaldar las exigencias que pone con su propia vida. Los jóvenes tienen que percibir que el acompañante espiritual también aspira a lo más grande. Entonces, con certeza, lo seguirán.
  • 145. 3. El espíritu comunitario Por último, es propio de la juventud también el espíritu comunitario. Especialmente durante la época de la confusión, el adolescente siente fuertemente el impulso grupal. El acompañante debería poder influir en los líderes de esos grupos y tendría un instrumento óptimo para la conducción espiritual. Cuando no puede hacerlo, debe tratar de ayudar al joven a integrarse en un grupo y a discernir las influencias que recibe. Debe estar consciente de que un joven, por solidaridad con su grupo, es capaz de grandes conquistas y eso es una fuerza importante en su educación. A modo de conclusión Al llegar al final de estas páginas nos damos cuenta de los múltiples vacíos que quedan. Como la intención es elaborar una simple introducción al acompañamiento, fue imposible abordar en profundidad todos los temas pertinentes. Al destacar el valor de ciertos medios ascéticos para hacer efectivo el acompañamiento espiritual (Ideal Personal, Horario Espiritual y Propósito Particular),
  • 146. lo hemos hecho en forma muy sintética, por eso recomendamos consultar otras obras que permiten profundizar en el tema. El acompañante debe hacerse, ante todo, un maestro de la oración y un sabio intérprete de la escritura y deberá saber conducir hacia “pastos suculentos” llevando a su gente hacia la vida sacramental. Muchas otras cosas habría que agregar. Por ejemplo, la utilidad práctica que tiene, en el comienzo del acompañamiento espiritual, el uso de algo semejante al diario de vida, para ayudar al acompañado a encontrarse consigo mismo. Junto con eso, habría sido necesario destacar la importancia de los retiros anuales, las renovaciones mensuales y los momentos de renovación que deben escalonarse a lo largo del día, pero todo eso excede a nuestras posibilidades. Por último, era necesario haber presentado una metodología que permitiera hacer del examen de conciencia diario una fuente de alimentación de la relación filial, humilde y entregada a Dios. Son todos vacíos que cada acompañante debe llenar. Ofrecemos humildemente esta contribución a los hermanos que asumen la hermosa tarea del acompañamiento, pidiendo a María, Madre y Reina, que interceda para que estas páginas se transformen en un aporte eficaz para la renovación de la vida espiritual.
  • 147. 1 Teología de la Perfección cristiana de Royo Marín, BAC Art. 5º “La Dirección espiritual”; “Lecciones de Teología espiritual, de Guibert; San Juan de la Cruz, II Subida al Monte Carmelo 22,9-11; Sata Teresa de Ávila, Vida, 13, 26; “Ejercicio de perfección y virtudes cristianas”, Rodriguez Melgarejo; León XIII, Carta al Card. Gibbons, Testem benevolentiae; Pio XII, Menti Nostrae; Concilio Vaticano II : PO 11 a 18; OT 3, 8, 19 2 Teología de la perfección cristiana, BAC, ed. 4ta., p.748. 3 Santa Teresa, Vida 13, 16; 13, 14 y 17; 25,14 Camino Cap. 5. San Juan de la Cruz insiste en que sea experimentado porque “para guiar el espíritu, aunque el fundamento es el saber y la discreción, si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar el alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá”, Llama de Amor Vivo, 3 n. 30 4 Teología Espiritual; De Guibert, n 190 5 Para complementar esta exposición, conviene tener presente algunas nociones de psicología de la religiosidad. Se puede consultar los apuntes del Psicólogo Rodolfo Núñez Hernández, sobre el tema. Ahí se encuentran aspectos interesantes sobre el ciclo de vida, desde el punto de vista de la religiosidad. Instituto Profesional, Hogar Catequístico, Av.Miguel Claro 337, Providencia 6 Cfr. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas.
  • 148. 7 Cfr. Bárbara Tuchman, «Un espejo lejano», Ed. Plaza & Janes. SA, España, 1990. Corrientes Wyclefitas y Husitas como preludio de la Reforma. 8 José Kentenich, Postdata de las Jornadas Pedagógicas de 1951. 9 P. Kentenich, Pädagogische Tagung 51, Ibid. 10 Ver capítulo sobre pedagogía de la libertad, p. 51 11 “Vox populi, vox Dei” 12 Cfr. Caminos de autoeducación. P. Jaime Fernández. M. 2007 Editorial Schoenstatt, páginas 27 a 78 13 Cfr. Camino de autoeducación. P. Jaime Fernández M. 2008 Editorial Schoenstatt, páginas 80 a 116 14 Cfr. Caminos de autoeducación. P. Jaime Fernández M. Ed. Schoenstatt 2008 Páginas 118 a 132 15 León XIII en una carta al cardenal Gibbons, Testem benevolentiae, 1899.