Bodoc.. Cuento
1
Amigos
por el viento
liliana bodoc
Aveces, la vida se comporta como el viento: desordena y
arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo
peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo.
O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los
ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro
lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer.
El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie
sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos trans-
formó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró
detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa
reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas
para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–Me parece bien –mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo estás diciendo muy convencida...
–Yo no tengo que estar convencida.
–¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas
me hizo a lo largo de mi vida.
“Amigos por el viento” de Liliana Bodoc
© “Amigos por el viento”, 2008, Alfaguara
“La mejor luna” de Liliana Bodoc
© “La mejor luna”, 2007, Ed. Norma
Ilustraciones: Paula Salvatierra
Diseño de tapa y colección: Plan Lectura 2008
Colección: “Escritores en escuelas”
Ministerio de Educación
Secretaría de Educación
Unidad de Programas Especiales
Plan Lectura 2008
Pizzurno 935. (C1020ACA) Ciudad de Buenos Aires.
Tel: (011) 4129-1075/1127
planlectura@me.gov.ar - www.me.gov.ar/planlectura
República Argentina, 2008
2 3
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
–Significa que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas
de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese
novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un
peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.
–Se van a entender bien –dijo mamá–. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis
rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a
papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la
biblioteca fueron ocupados con nuevos libros.Y hacía mucho que
yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disi-
muladas como estalactitas en el congelador. Disfrazadas de peda-
citos de cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba
mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y
otras asombrosas hechicerías.
Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando
empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta,
aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las
hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta
porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal
Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas.
Algo que yo no pude conseguir.
–Me voy a arreglar un poco –dijo mamá mirándose las
manos–. Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha
un desastre.
–¿Qué te vas a poner? –le pregunté en un supremo esfuerzo
de amor.
–El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me
quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y
los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados
de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón
cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único
propósito de desmerecer a mi gata.
Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las
zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse
con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la
certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar,
hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de
bomberos, ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá! –grité pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa? –me respondió desde la ducha.
–¿Cómo se llaman esa palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pre-
gunta, la gata dormía y yo esperaba.
–¿Palabras que parecen ruidos?–repitió.
–Sí. –Y aclaré– Pum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
–Por favor –dijo mamá–, están llamando.
No tuve más remedio que abrir la puerta.
–¡Hola! –dijeron las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola! –dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía
4
puesta un remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se
hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul le quedaba muy
bien a sus cejas espesas.
–Podrían ir a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer
que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me
lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio.
Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya esta-
ría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y
que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era
un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también
él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos
de preguntas:
–¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años –contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
–¿Y cómo fue? –volví a preguntar.
Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oir cualquier respuesta, menos la que llegó desde
su voz cortada.
–Fue..., fue como un viento –dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado.
Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por
mi vida?
–¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados?
–pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también susurra...?
–Mi viento susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco entendí. –Los dos vientos se mezclaron en mi
cabeza.
Pasó un silencio.
–Un viento tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso
que los edificios tienen raíces...
Pasó una respiración.
–A mí se me ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí también.
–¿Tu papá cerró las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá también.
–¿Por qué lo habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber sido para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arra-
sa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra;
hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las
costumbres cotidianas.
–Si querés vamos a
comer cocadas –le dije.
Porque Juanjo y yo
teníamos un viento en común. Y
quizás ya era tiempo de abrir las
ventanas.
5
vio el nuevo cuadro que Pedro había pintado, Juan tuvo una idea.
Y aunque se trataba de una luna ni tan grande ni tan redonda,
color de agua con azúcar, podía alcanzar para convencer a Melina
de que un pedacito de mar y una luna quieta se habían mudado
al departamento de enfrente.
Juan cruzó la calle, subió siete pisos en ascensor y llamó a la
puerta de su amigo. Pedro salió a recibirlo con una mano verde y
otra amarilla. Juan y Pedro hablaron durante largo rato y, al fin, se
pusieron de acuerdo. Iban a colgar el enorme cuadro en el balcón
del séptimo piso para que, desde los techos de enfrente, Melina
creyera que la luna estaba siempre en el cielo. Eso sí, tendrían que
colgarlo al inicio de la noche y descolgarlo al amanecer.
Pedro es un pintor muy viejo. Juan es un niño muy niño. La
luna del cuadro no es tan redonda ni tan grande. Y Melina, la gata,
no es tan sonsa como para creer que una luna pintada es la luna
verdadera.
Apenas vio el cuadro colgado en el balcón de enfrente, Melina
supo que esa no era la verdadera luna del verdadero cielo.
También supo que ese mar, aunque era muy lindo, no tenía peces.
Entonces, la gata inclinó la cabeza para pensar qué debía hacer.
¿Qué debo hacer?, pensó Melina para un lado.
¿Qué debo hacer?, pensó Melina para el otro.
"La luna está lejos y Juan está cerca. Juan es capaz de recono-
cerme entre mil gatas manchadas de negro. Para la luna, en cam-
bio, yo debo ser una gata parecida a todas en un techo parecido a
todos. Y aunque la luna del pintor Pedro no es tan grande ni tan
6 7
La mejor luna
Pedro es amigo de Juan. Juan es amigo de Melina. Melina es
amiga de la luna.
Por eso, cuando la luna empieza a perder su redondez, los ojos
alargados de Melina hierven de lágrimas, su tazón de leche se
pone viejo en un rincón, y no hay caricias que la alegren.
Días después, cuando la luna desaparece por completo,
Melina sube a los techos y allí se queda, esperando que la luna
regrese al cielo como aparecen los barcos en el horizonte.
Melina es la gata de Juan. Juan es amigo de Pedro. Pedro es el
dueño de la luna.
La luna de Pedro no es tan grande ni tan redonda, tiene color
de agua con azúcar y sonríe sin boca. Y es así porque Pedro la
pintó a su gusto en un enorme cuadro nocturno, mitad mar,
mitad cielo.
Pedro, el pintor de cuadros, pasa noches enteras en su balcón.
Y desde allí puede ver la tristeza de Melina cuando no hay luna.
Gata manchada de negro que anda sola por los techos.
¿Les dije que Melina es la gata de Juan? ¿Les dije que Juan se
pone triste con la tristeza de Melina?
Juan se pone muy triste cuando Melina se pierde en el extraño
mundo de los techos, esperando el regreso de la luna. Y siempre
está buscando la manera de ayudar a su amiga. Por eso, apenas
redonda es la luna que me dio el amor"
Melina es amiga del Juan. Juan es amigo de Pedro. Pedro es
amigo de los colores.
Juan creyó que un cuadro podía reemplazar al verdadero cielo.
Porque para eso están los niños, para soñar sin miedo.
Melina dejó de andar triste en las noches sin luna, porque para
eso tenía la luna del amor.
Y Pedro sigue pintando cielos muy grandes, porque para eso
están los colores: para acercar lo que está lejos.
8
Comencemos por un asunto muy senci-
llo pero, sin el cual, nada de lo siguien-
te hubiese podido suceder: nací en la
provincia de Santa Fe, en el año 1958.
Cuando tenía seis años, mi familia se
trasladó a Mendoza. Allí mi padre traba-
jó en una enorme fábrica de cemento
rodeada de unas pocas casas y de
muchas montañas de piedra y cal.
En aquel sitio, la siesta resultaba, para
los niños, una penosa obligación. Todos,
de una forma o de otra, buscábamos
pasajes, puertas, o cualquier clase de
abertura que nos permitiese escapar de
esas dos horas silenciosas en que los
adultos, los gatos y los fantasmas dor-
mían. Yo la encontré en los libros. Ésa
fue la puerta secreta que me llevó a otros
tiempos y lugares.
Cuando tenía siete años, murió mi
madre. Recuerdo la tarde de viento calu-
roso porque, según yo imaginé, era él
quien se la había llevado.
Desde entonces, mis tres hermanos y yo
hicimos y deshicimos de tal modo que
nuestra casa debe haber parecido una pista
de circo. Sin embargo, mi padre se esforzó
para que fuésemos felices. Y lo logró.
Me casé a los diecinueve años. Pero
antes de eso, debo decir, había dejado
mis estudios secundarios. Los completé
apenas nacido Galileo, mi primer hijo. Y
luego cursé la Licenciatura en Literaturas
Modernas en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad Nacional de
Cuyo. Para entonces ya había nacido
Romina, mi segunda hija. No voy a decir
que fue fácil. Pero fue posible.
Años después ejercí la docencia dando
clases de Literatura Española y
Argentina. Recién a la edad de cuarenta
años me senté a escribir mi primer libro:
“Los días del venado”. La primera parte
de una trilogía de épica fantástica que se
editó en el año 2000.
Desde entonces, no he dejado de escri-
bir. Tampoco he dejado de agradecer la
posibilidad de trabajar en lo que amo. Y
mucho menos he dejado de pensar un
mundo donde leer y soñar no sea un pri-
vilegio. Sino algo así como el pan de
cada día.
¿Querés leer más de esta autora?
Liliana Bodoc
Ejemplar de distribución gratuita. Prohibida su venta.
Los días del venado, Los días de la Sombra y Los días del fuego; Memorias Impuras. Los
Padres”; Diciembre Súper Álbum; Sucedió en Colores, cuentos para niños;Reyes y
Pájaros; La mejor luna; El mapa imposible; Amigos por el viento.
¿Querés saber más de esta autora?
http://lamadredelosconfines.blogspot.com/
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  • 2. 1 Amigos por el viento liliana bodoc Aveces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma. Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos trans- formó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio. –Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece? –Me parece bien –mentí. Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró: –No me lo estás diciendo muy convencida... –Yo no tengo que estar convencida. –¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida. “Amigos por el viento” de Liliana Bodoc © “Amigos por el viento”, 2008, Alfaguara “La mejor luna” de Liliana Bodoc © “La mejor luna”, 2007, Ed. Norma Ilustraciones: Paula Salvatierra Diseño de tapa y colección: Plan Lectura 2008 Colección: “Escritores en escuelas” Ministerio de Educación Secretaría de Educación Unidad de Programas Especiales Plan Lectura 2008 Pizzurno 935. (C1020ACA) Ciudad de Buenos Aires. Tel: (011) 4129-1075/1127 planlectura@me.gov.ar - www.me.gov.ar/planlectura República Argentina, 2008
  • 3. 2 3 Me vi obligada a levantar los ojos del libro: –Significa que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí. La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá. Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte. –Se van a entender bien –dijo mamá–. Juanjo tiene tu edad. La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena. Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros.Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disi- muladas como estalactitas en el congelador. Disfrazadas de peda- citos de cristal. “Se me acaba de romper una copa”, inventaba mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías. Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar. Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir. –Me voy a arreglar un poco –dijo mamá mirándose las manos–. Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre. –¿Qué te vas a poner? –le pregunté en un supremo esfuerzo de amor. –El vestido azul. Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba. Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi gata. Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones. –¡Mamá! –grité pegada a la puerta del baño. –¿Qué pasa? –me respondió desde la ducha. –¿Cómo se llaman esa palabras que parecen ruidos? El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pre- gunta, la gata dormía y yo esperaba. –¿Palabras que parecen ruidos?–repitió. –Sí. –Y aclaré– Pum, Plaf, Ugg... ¡Ring! –Por favor –dijo mamá–, están llamando. No tuve más remedio que abrir la puerta. –¡Hola! –dijeron las rosas que traía Ricardo. –¡Hola! –dijo Ricardo asomado detrás de las rosas. Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía
  • 4. 4 puesta un remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto. Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas. –Podrían ir a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados. Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya esta- ría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata. No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas: –¿Cuánto hace que se murió tu mamá? Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo. –Cuatro años –contestó. Pero mi rabia no se conformó con eso: –¿Y cómo fue? –volví a preguntar. Esta vez, entrecerró los ojos. Yo esperaba oir cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada. –Fue..., fue como un viento –dijo. Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida? –¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? –pregunté. –Sí, es ese. –¿Y también susurra...? –Mi viento susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía. –Yo tampoco entendí. –Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza. Pasó un silencio. –Un viento tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen raíces... Pasó una respiración. –A mí se me ensuciaron los ojos –dije. Pasaron dos. –A mí también. –¿Tu papá cerró las ventanas? –pregunté. –Sí. –Mi mamá también. –¿Por qué lo habrán hecho? –Juanjo parecía asustado. –Debe haber sido para que algo quedara en su sitio. A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arra- sa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. –Si querés vamos a comer cocadas –le dije. Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas. 5
  • 5. vio el nuevo cuadro que Pedro había pintado, Juan tuvo una idea. Y aunque se trataba de una luna ni tan grande ni tan redonda, color de agua con azúcar, podía alcanzar para convencer a Melina de que un pedacito de mar y una luna quieta se habían mudado al departamento de enfrente. Juan cruzó la calle, subió siete pisos en ascensor y llamó a la puerta de su amigo. Pedro salió a recibirlo con una mano verde y otra amarilla. Juan y Pedro hablaron durante largo rato y, al fin, se pusieron de acuerdo. Iban a colgar el enorme cuadro en el balcón del séptimo piso para que, desde los techos de enfrente, Melina creyera que la luna estaba siempre en el cielo. Eso sí, tendrían que colgarlo al inicio de la noche y descolgarlo al amanecer. Pedro es un pintor muy viejo. Juan es un niño muy niño. La luna del cuadro no es tan redonda ni tan grande. Y Melina, la gata, no es tan sonsa como para creer que una luna pintada es la luna verdadera. Apenas vio el cuadro colgado en el balcón de enfrente, Melina supo que esa no era la verdadera luna del verdadero cielo. También supo que ese mar, aunque era muy lindo, no tenía peces. Entonces, la gata inclinó la cabeza para pensar qué debía hacer. ¿Qué debo hacer?, pensó Melina para un lado. ¿Qué debo hacer?, pensó Melina para el otro. "La luna está lejos y Juan está cerca. Juan es capaz de recono- cerme entre mil gatas manchadas de negro. Para la luna, en cam- bio, yo debo ser una gata parecida a todas en un techo parecido a todos. Y aunque la luna del pintor Pedro no es tan grande ni tan 6 7 La mejor luna Pedro es amigo de Juan. Juan es amigo de Melina. Melina es amiga de la luna. Por eso, cuando la luna empieza a perder su redondez, los ojos alargados de Melina hierven de lágrimas, su tazón de leche se pone viejo en un rincón, y no hay caricias que la alegren. Días después, cuando la luna desaparece por completo, Melina sube a los techos y allí se queda, esperando que la luna regrese al cielo como aparecen los barcos en el horizonte. Melina es la gata de Juan. Juan es amigo de Pedro. Pedro es el dueño de la luna. La luna de Pedro no es tan grande ni tan redonda, tiene color de agua con azúcar y sonríe sin boca. Y es así porque Pedro la pintó a su gusto en un enorme cuadro nocturno, mitad mar, mitad cielo. Pedro, el pintor de cuadros, pasa noches enteras en su balcón. Y desde allí puede ver la tristeza de Melina cuando no hay luna. Gata manchada de negro que anda sola por los techos. ¿Les dije que Melina es la gata de Juan? ¿Les dije que Juan se pone triste con la tristeza de Melina? Juan se pone muy triste cuando Melina se pierde en el extraño mundo de los techos, esperando el regreso de la luna. Y siempre está buscando la manera de ayudar a su amiga. Por eso, apenas
  • 6. redonda es la luna que me dio el amor" Melina es amiga del Juan. Juan es amigo de Pedro. Pedro es amigo de los colores. Juan creyó que un cuadro podía reemplazar al verdadero cielo. Porque para eso están los niños, para soñar sin miedo. Melina dejó de andar triste en las noches sin luna, porque para eso tenía la luna del amor. Y Pedro sigue pintando cielos muy grandes, porque para eso están los colores: para acercar lo que está lejos. 8 Comencemos por un asunto muy senci- llo pero, sin el cual, nada de lo siguien- te hubiese podido suceder: nací en la provincia de Santa Fe, en el año 1958. Cuando tenía seis años, mi familia se trasladó a Mendoza. Allí mi padre traba- jó en una enorme fábrica de cemento rodeada de unas pocas casas y de muchas montañas de piedra y cal. En aquel sitio, la siesta resultaba, para los niños, una penosa obligación. Todos, de una forma o de otra, buscábamos pasajes, puertas, o cualquier clase de abertura que nos permitiese escapar de esas dos horas silenciosas en que los adultos, los gatos y los fantasmas dor- mían. Yo la encontré en los libros. Ésa fue la puerta secreta que me llevó a otros tiempos y lugares. Cuando tenía siete años, murió mi madre. Recuerdo la tarde de viento calu- roso porque, según yo imaginé, era él quien se la había llevado. Desde entonces, mis tres hermanos y yo hicimos y deshicimos de tal modo que nuestra casa debe haber parecido una pista de circo. Sin embargo, mi padre se esforzó para que fuésemos felices. Y lo logró. Me casé a los diecinueve años. Pero antes de eso, debo decir, había dejado mis estudios secundarios. Los completé apenas nacido Galileo, mi primer hijo. Y luego cursé la Licenciatura en Literaturas Modernas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Para entonces ya había nacido Romina, mi segunda hija. No voy a decir que fue fácil. Pero fue posible. Años después ejercí la docencia dando clases de Literatura Española y Argentina. Recién a la edad de cuarenta años me senté a escribir mi primer libro: “Los días del venado”. La primera parte de una trilogía de épica fantástica que se editó en el año 2000. Desde entonces, no he dejado de escri- bir. Tampoco he dejado de agradecer la posibilidad de trabajar en lo que amo. Y mucho menos he dejado de pensar un mundo donde leer y soñar no sea un pri- vilegio. Sino algo así como el pan de cada día. ¿Querés leer más de esta autora? Liliana Bodoc Ejemplar de distribución gratuita. Prohibida su venta. Los días del venado, Los días de la Sombra y Los días del fuego; Memorias Impuras. Los Padres”; Diciembre Súper Álbum; Sucedió en Colores, cuentos para niños;Reyes y Pájaros; La mejor luna; El mapa imposible; Amigos por el viento. ¿Querés saber más de esta autora? http://lamadredelosconfines.blogspot.com/