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Era una de las manzanas de
Central Avenue donde todavía no todos
los habitantes son negros. Yo acababa
de salir de una peluquería de cierta
importancia en la que una agencia de
colocaciones creía que podía estar
trabajando un barbero suplente llamado
Dimitrios Aleidis. Era un asunto de
poca monta. Su mujer estaba dispuesta a
gastar algún dinero para conseguir que
volviera a casa.
No llegué a encontrarlo, pero la
verdad es que la señora Aleidis tampoco
me pagó por el tiempo empleado.
Era un día tibio, casi a finales de
marzo, y, delante de la peluquería, me
paré a mirar un prominente cartel
luminoso que anunciaba, en el piso de
arriba, un emporio de comidas y juego
de dados llamado Florian's. Otra
persona miraba también el anuncio.
Contemplaba las polvorientas ventanas
con una fijeza en la expresión cercana al
éxtasis, como un robusto inmigrante que
divisara por vez primera la Estatua de la
Libertad. Era un hombre grande, aunque
no medía más allá de un metro noventa
y cinco ni era mucho más ancho que un
camión de cerveza. Se hallaba a una
distancia de unos tres metros, con los
brazos completamente caídos y un
humeante cigarro olvidado entre los
enormes dedos de su mano izquierda.
Negros esbeltos y silenciosos
iban y venían por la calle y lo miraban
de reojo porque era todo un espectáculo.
Llevaba el sombrero de fieltro típico de
un gánster, una chaqueta gris de sport
con bolas de golf en miniatura a modo
de botones, una camisa marrón, una
corbata amarilla, pantalones grises de
franela con la raya muy marcada y
zapatos de piel de cocodrilo con las
punteras de color blanco. Del bolsillo
del pecho le caía en cascada un pañuelo
que hacía juego con el amarillo brillante
de la corbata. También llevaba dos
plumas de colores metidas en la banda
del sombrero, pero hay que reconocer
que no las necesitaba. Incluso en
Central Avenue, que no es la calle más
discreta del mundo en materia de
vestimenta, pasaba tan inadvertido
como una tarántula en un trozo de
bizcocho.
Estaba
demasiado pálido y
necesitaba un afeitado.
Pensándolo bien,
siempre daría la
impresión de necesitar
un afeitado. Pelo negro
rizado y cejas muy
tupidas que casi se
unían por encima de su
nariz porruda. Las
orejas, en cambio,
resultaban pequeñas y
delicadamente
dibujadas para un
individuo de su tamaño,
y sus ojos tenían un
brillo similar al que
otorgan las lágrimas y
que a menudo parece
una característica de los
ojos grises. Durante un
rato conservó la
inmovilidad de una
estatua y, finalmente,
sonrió.
Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la
escalera por la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó
desapasionadamente la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un
tipo menos gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá
habría pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con
aquella ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto.
(Adiós muñeca. Raimond Chandler)

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  • 1. Era una de las manzanas de Central Avenue donde todavía no todos los habitantes son negros. Yo acababa de salir de una peluquería de cierta importancia en la que una agencia de colocaciones creía que podía estar trabajando un barbero suplente llamado Dimitrios Aleidis. Era un asunto de poca monta. Su mujer estaba dispuesta a gastar algún dinero para conseguir que volviera a casa. No llegué a encontrarlo, pero la verdad es que la señora Aleidis tampoco me pagó por el tiempo empleado. Era un día tibio, casi a finales de marzo, y, delante de la peluquería, me paré a mirar un prominente cartel luminoso que anunciaba, en el piso de arriba, un emporio de comidas y juego de dados llamado Florian's. Otra persona miraba también el anuncio. Contemplaba las polvorientas ventanas con una fijeza en la expresión cercana al éxtasis, como un robusto inmigrante que divisara por vez primera la Estatua de la Libertad. Era un hombre grande, aunque no medía más allá de un metro noventa y cinco ni era mucho más ancho que un camión de cerveza. Se hallaba a una distancia de unos tres metros, con los brazos completamente caídos y un humeante cigarro olvidado entre los enormes dedos de su mano izquierda. Negros esbeltos y silenciosos iban y venían por la calle y lo miraban de reojo porque era todo un espectáculo. Llevaba el sombrero de fieltro típico de un gánster, una chaqueta gris de sport con bolas de golf en miniatura a modo de botones, una camisa marrón, una corbata amarilla, pantalones grises de franela con la raya muy marcada y zapatos de piel de cocodrilo con las punteras de color blanco. Del bolsillo del pecho le caía en cascada un pañuelo que hacía juego con el amarillo brillante de la corbata. También llevaba dos plumas de colores metidas en la banda del sombrero, pero hay que reconocer que no las necesitaba. Incluso en Central Avenue, que no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho. Estaba demasiado pálido y necesitaba un afeitado. Pensándolo bien, siempre daría la impresión de necesitar un afeitado. Pelo negro rizado y cejas muy tupidas que casi se unían por encima de su nariz porruda. Las orejas, en cambio, resultaban pequeñas y delicadamente dibujadas para un individuo de su tamaño, y sus ojos tenían un brillo similar al que otorgan las lágrimas y que a menudo parece una característica de los ojos grises. Durante un rato conservó la inmovilidad de una estatua y, finalmente, sonrió. Luego cruzó despacio la acera hacia la doble puerta batiente que cerraba la escalera por la que se subía al piso de arriba. La empujó para abrirla, examinó desapasionadamente la calle a izquierda y derecha, y acabó entrando. Si hubiera sido un tipo menos gigantesco y hubiese ido vestido de manera un poco menos llamativa, quizá habría pensado yo que se disponía a perpetrar un atraco a mano armada. Pero no con aquella ropa; no con aquel sombrero y todo aquel conjunto. (Adiós muñeca. Raimond Chandler)