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EN EL TEMPLO Luis Tamargo.
Desde que El Montañés llegó a la costa pudo comprobar que las aguas verdes del Mar Menor escondían más secretos de lo que a simple vista pudieran ofrecer. Observó también la estrecha senda de arena que las olas descubrían al apartarse y que comunicaba con el Palacio de Morjor, horadado en las entrañas del islote del mismo nombre.
Aprovechó para reponer fuerzas y aguardó confundido entre las rocas del acantilado como otra sombra más, recortado entre los rojos y amarillos del crepúsculo. Aquella era la noche. Por eso, cuando el mar retrocedió El Montañés avanzó a pie por la orilla de aquella lengua de arena, para no dejar huella. Ya en la entrada se topó con el guardián, sorprendido en el primer sueño. Cuando el amanecer llegase lo encontraría así, dormido para siempre en la herida abierta de su cuello. El Montañés cruzó los amplios corredores con la daga del guardián. A través del enrejado pudo observar a las vírgenes en inquieto revuelo, nerviosas, quizás por las novedades que se presentían. Algunas aún sin velo acercaban su hermoso rostro al enrejado, curiosas.
Del fondo del pasillo, apresurado, surgió el otro guardián que custodiaba la puerta del santuario, pero antes de que desenvainara la daga del Montañés silbó una canción de muerte al clavarse en su pecho. No había tiempo que perder, así que exploró cada rincón del recinto hasta dar con lo que andaba buscando, justo sobre el altar. Luego, empuñando el vaso sagrado de Rankha, abandonó el Palacio por el pasillo de arena que se abría entre las olas. Se dirigía al lugar donde le aguardaba su montura cuando algo hizo que se agazapara, inmóvil. Siempre ataba a su yegua con media vuelta, estaba enseñada a soltarse ella misma en caso de peligro, por lo que aquel resoplido impotente solo auguraba imprevistos. No tardó en distinguir al grupo de soldados del relevo de la guardia, apostados a la espera entre los árboles.
Con sigilo, se arrastró en dirección al acantilado para ocultarse. Desde allí, podía observar el trajín de caballería que atravesaba el pasaje de arena hacia el islote del Palacio; habían dado ya la señal de alerta. Especialmente se fijó en aquel jinete de capa larga y turbante malva, parecía algo más que un cabecilla. Dos cadenas doradas le pendían del pecho y sus gestos eran enérgicos al impartir las órdenes. A El Montañés le dio la impresión de que ocurría algo más que la precipitada organización de su captura, sobre todo, cuando el grueso de los jinetes marchó en su busca y el otro grupo que lideraba el de la capa permaneció en el islote.
Enseguida obtuvo la respuesta. No era de extrañar que para un grupo de desalmados también resultaba tentador el bello tesoro que guardaban las paredes del Templo sagrado... Iban sacando a las vírgenes ultrajadas, después de satisfechos los instintos de su apetito más primitivo y, una a una, eran degolladas a la entrada del templo antes de caer al mar. La oportunidad era propicia para posteriormente echar la culpa al extranjero y proclamar la guerra a los profanadores. Supo que la diversión había terminado cuando los gritos cesaron y salió el jefecillo con su melena cana al aire, sin turbante. Antes de que comenzaran a explorar cada rincón de entre las rocas El Montañés debía abandonar aquel acantilado.
Entonces se acordó de que El Pierjel no quedaba lejos y que de su puerto partían de continuo bajeles con destino a los mercados del Este, donde no le resultaría difícil intercambiar el tesoro de Morjor por otros bienes más útiles. Apretó el vaso de oro bajo el cinturón y echó a nadar. Pero antes, de un último vistazo, se despidió de la triste belleza del islote sagrado... Los cuerpos de las vírgenes flotaban desnudos, tiñendo de sangre las olas que circundaban el templo.
*Es Una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo. El autor: http://leetamargo.blogspot.com

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MAS ALLA DEL BOSQUE
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LA TRAVESÍA
JUSTA VENGANZA
OJOS DE GATO

EN EL TEMPLO

  • 1. EN EL TEMPLO Luis Tamargo.
  • 2. Desde que El Montañés llegó a la costa pudo comprobar que las aguas verdes del Mar Menor escondían más secretos de lo que a simple vista pudieran ofrecer. Observó también la estrecha senda de arena que las olas descubrían al apartarse y que comunicaba con el Palacio de Morjor, horadado en las entrañas del islote del mismo nombre.
  • 3. Aprovechó para reponer fuerzas y aguardó confundido entre las rocas del acantilado como otra sombra más, recortado entre los rojos y amarillos del crepúsculo. Aquella era la noche. Por eso, cuando el mar retrocedió El Montañés avanzó a pie por la orilla de aquella lengua de arena, para no dejar huella. Ya en la entrada se topó con el guardián, sorprendido en el primer sueño. Cuando el amanecer llegase lo encontraría así, dormido para siempre en la herida abierta de su cuello. El Montañés cruzó los amplios corredores con la daga del guardián. A través del enrejado pudo observar a las vírgenes en inquieto revuelo, nerviosas, quizás por las novedades que se presentían. Algunas aún sin velo acercaban su hermoso rostro al enrejado, curiosas.
  • 4. Del fondo del pasillo, apresurado, surgió el otro guardián que custodiaba la puerta del santuario, pero antes de que desenvainara la daga del Montañés silbó una canción de muerte al clavarse en su pecho. No había tiempo que perder, así que exploró cada rincón del recinto hasta dar con lo que andaba buscando, justo sobre el altar. Luego, empuñando el vaso sagrado de Rankha, abandonó el Palacio por el pasillo de arena que se abría entre las olas. Se dirigía al lugar donde le aguardaba su montura cuando algo hizo que se agazapara, inmóvil. Siempre ataba a su yegua con media vuelta, estaba enseñada a soltarse ella misma en caso de peligro, por lo que aquel resoplido impotente solo auguraba imprevistos. No tardó en distinguir al grupo de soldados del relevo de la guardia, apostados a la espera entre los árboles.
  • 5. Con sigilo, se arrastró en dirección al acantilado para ocultarse. Desde allí, podía observar el trajín de caballería que atravesaba el pasaje de arena hacia el islote del Palacio; habían dado ya la señal de alerta. Especialmente se fijó en aquel jinete de capa larga y turbante malva, parecía algo más que un cabecilla. Dos cadenas doradas le pendían del pecho y sus gestos eran enérgicos al impartir las órdenes. A El Montañés le dio la impresión de que ocurría algo más que la precipitada organización de su captura, sobre todo, cuando el grueso de los jinetes marchó en su busca y el otro grupo que lideraba el de la capa permaneció en el islote.
  • 6. Enseguida obtuvo la respuesta. No era de extrañar que para un grupo de desalmados también resultaba tentador el bello tesoro que guardaban las paredes del Templo sagrado... Iban sacando a las vírgenes ultrajadas, después de satisfechos los instintos de su apetito más primitivo y, una a una, eran degolladas a la entrada del templo antes de caer al mar. La oportunidad era propicia para posteriormente echar la culpa al extranjero y proclamar la guerra a los profanadores. Supo que la diversión había terminado cuando los gritos cesaron y salió el jefecillo con su melena cana al aire, sin turbante. Antes de que comenzaran a explorar cada rincón de entre las rocas El Montañés debía abandonar aquel acantilado.
  • 7. Entonces se acordó de que El Pierjel no quedaba lejos y que de su puerto partían de continuo bajeles con destino a los mercados del Este, donde no le resultaría difícil intercambiar el tesoro de Morjor por otros bienes más útiles. Apretó el vaso de oro bajo el cinturón y echó a nadar. Pero antes, de un último vistazo, se despidió de la triste belleza del islote sagrado... Los cuerpos de las vírgenes flotaban desnudos, tiñendo de sangre las olas que circundaban el templo.
  • 8. *Es Una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo. El autor: http://leetamargo.blogspot.com