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Extracto de Graceling
Graceling
        Kristin Cashore



Traducción de Mila López Díaz-Guerra
Título original: Graceling
© 2008 by Kristin Cashore

Primera edición: marzo de 2009

© de la traducción: Mila López Díaz-Guerra
© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.
Marquès de la Argentera, 17, Pral.
08003 Barcelona
info@rocajuvenil.com
www.rocajuvenil.net

Impreso por Brosmac, S.L.
Carretera de Villaviciosa - Móstoles, km 1
Villaviciosa de Odón (Madrid)

ISBN: 978-84-92.429-81-3
Depósito legal: M. 1.855-2009

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas,
sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos
la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución
de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.
Para mi madre,
              Nedda Previtera Cashore,
      por su gracia especial con las albóndigas,
                   y para mi padre,
                 J. Michael Cashore,
dotado con la gracia de perder (y encontrar) sus gafas
Nordicia




                                                                                                        burgo de
                                                                                                        drowden


                                                                                                                    elestia
                                                                                                                             burgo

                                     oestia                                                                                  de thigpen


                                                                                     terramedia
                                                      burgo
                                                      de birn
                                                                                                      burgo
                                                                                                      de randa

                                                                                                                                          burgo de leck
                                                                                                                 burgo
           porto oeste
                                                                               meridia                           de murgon



                                                                            abra del sur
                                                                                                        porto sol

     castillo de po

                                                                                                                      cantil
                                                                                                                                          monmar
                                  burgo de ror                                                                         del
                                                                                                                     solejar


lenidia
                                                                                                                                               porto mon




 burgo
   de
                  elestia
 randa


             burgo de
              murgon                    desfiladero
                                                                                río alto

meridia


                                                                                                                                    siete
                                                                            burgo
             ca




                                                                            de             río bajo

                                                                                                                         los
               lz




                                 desfiladero
                                                                            leck
                  ad




                                  de grella
                     a
                    de




                                                                                                                         r einos
                         m




          porto
                         ur
                         go




          sol
                             n




                                                                   puerto




                                                                               monmar
             cantil de
                                                                                                                         clave
                                                       calzada del




              solejar


                                                                                                                                      lago

                                                                              porto
                                                                                                                                      colina
                                                                              mon
                                                                                                                                      montañas
                                                                                                                                      bosque
                                                                                                                                      planicie
                                                                                                                                      río
                                                                                                                                      calzada
Capítulo 1


En las mazmorras reinaba la más absoluta oscuridad, pero
Katsa se guiaba por un plano aprendido de memoria, plano que
había resultado ser correcto hasta ese momento, como solía
pasar con todos los que trazaba Oll. A medida que avanzaba,
Katsa deslizaba la mano por los fríos muros, contaba puertas y
pasadizos y giraba cuando debía hacerlo, hasta que al fin se
detuvo delante de un vano en el que debería haber una escalera
que descendía. Se agachó y tanteó el suelo; había un escalón de
piedra húmedo y resbaladizo por el verdín, y otro escalón a con-
                                                                       5
tinuación. Así pues, ésa era la escalera indicada por Oll. Esperaba
que cuando éste y Giddon llegaran por el mismo camino que
ella provistos de antorchas, se fijaran en el musgo baboso y fue-
ran con cuidado para no rodar escalera abajo ni despertar a los
muertos con el estrépito.
    Sigilosa, bajó los peldaños y giró una vez a la izquierda y dos
veces a la derecha. Oyó voces al internarse en un corredor, donde
la luz titilante de una antorcha colocada en la pared teñía la oscu-
ridad con brillos anaranjados. Frente a la antorcha se iniciaba
otro corredor, en el que, según Oll, podía haber entre dos y diez
guardias vigilando una celda situada al final del pasadizo.
    Ocuparse de esos guardias era el cometido de Katsa y la
causa de que se hubiera adelantado a sus compañeros.
    Se aproximó despacio hacia la luz y a las cercanas risas. Si se
detenía a escuchar, detectaría con mayor precisión a cuántos
hombres tendría que enfrentarse, pero no quedaba tiempo para
ello. De modo que se caló más la capucha y dobló la esquina.
    Casi tropezó con sus primeras cuatro víctimas. Sentados en
el suelo unos delante de otros, los guardias se recostaban en la
pared con las piernas estiradas. El corredor apestaba a algún tipo
k r i st i n c as h o r e

    de licor que habían llevado a las mazmorras para pasar el rato
    durante la vigilia. La mujer asestó punterazos a sienes y cuellos,
    y los cuatro hombres se desplomaron en el suelo antes incluso
    de que sus ojos acusaran la sorpresa.
        Sólo quedaba otro guardia más, quien, también sentado, se
    hallaba junto a los barrotes de la celda situada al final del corre-
    dor. Se incorporó precipitadamente y desenvainó la espada.
    Katsa se le aproximó, teniendo la certeza de que la luz que des-
    pedía la antorcha detrás de ella impedía que el hombre le viera
    la cara y en especial los ojos. Sopesó la talla del guardia, la
    manera de moverse y la firmeza del brazo que sostenía la espa-
    da que le apuntaba.
        —Alto ahí. Está bien claro lo que eres. —La voz sonaba
    impasible; era valiente, ese hombre. Segó el aire con la espada en
    un gesto de advertencia—. No me das miedo.
        Arremetió contra Katsa, que se agachó y esquivó la estoca-
    da; acto seguido, giró sobre sí misma y le propinó un golpe en la
    sien. El guardia se desplomó en el suelo.
        La joven saltó por encima de él y echó a correr hacia la celda
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    para escudriñar el oscuro interior a través de las rejas.
    Distinguió una figura acurrucada contra el muro del fondo, una
    persona demasiado cansada o aterida para que le importara la
    lucha que acababa de tener lugar; metida la cabeza entre las
    piernas, se ceñía las piernas con los brazos; tiritaba… Lo notaba
    por el modo de respirar. Katsa se hizo a un lado, y la luz dio de
    pleno sobre el prisionero, de cabello blanco y muy corto; un des-
    tello de oro le brilló en la oreja. El plano de Oll había cumplido
    con su finalidad a la perfección, porque ese hombre era un leni-
    ta. El hombre que buscaban.
        Tiró del cerrojo de la celda. Estaba echado. Bien, eso no le
    sorprendió, aunque tampoco le incumbía. Lanzó un silbido flo-
    jito, como el de un búho, tumbó de espaldas al valeroso guardia
    y le echó en la boca una de las píldoras que guardaba. A conti-
    nuación, volvió sobre sus pasos por el corredor, y, dándoles la
    vuelta a los otros cuatro infortunados centinelas, los tumbó de
    espaldas en hilera para echarles también una píldora en la boca.
    Se estaba preguntando si Oll y Giddon se habrían perdido en las
    mazmorras cuando ambos doblaron el recodo del corredor, y
    pasaron por su lado con presteza.
graceling

    —Un cuarto de hora, nada más —indicó la joven.
    —Un cuarto de hora, mi señora. —La voz de Oll sonó caver-
nosa—. Vaya con cuidado.
    Las antorchas de los dos hombres iluminaron los muros
mientras se encaminaban hacia la celda. El lenita gimió y se ciñó
las piernas con más fuerza. Katsa atisbó las ropas desgarradas y
sucias del prisionero, y oyó el tintineo del juego de ganzúas al
entrechocar entre sí. Le habría gustado quedarse para ver cómo
abrían la puerta, pero tenía cosas que hacer en otra parte, así que
se guardó la cajita de píldoras en la manga y echó a correr.


    Los guardias apostados en las celdas daban parte al oficial de
guardia de las mazmorras, que pasaba la información a la guar-
dia de retén. Ésta, a su vez, la transmitía al oficial de guardia del
castillo, a quien también informaban tanto la guardia nocturna,
como la guardia real, la de las murallas y la de los jardines. En
el momento en que uno de los oficiales notara la ausencia del
otro, se daría la voz de alarma, y todo saldría mal si para enton-
                                                                        7
ces Katsa y sus hombres no se habían alejado lo suficiente. Los
perseguirían y habría derramamiento de sangre; le verían
los ojos y la reconocerían. Así que tenía que librarse de todos los
guardias, del primero al último. Oll calculó que serían unos
veinte, pero el príncipe Raffin le preparó treinta píldoras, por si
acaso.
    La mayoría de los guardias no le causaron dificultades.
Cuando conseguía acercarse sigilosamente a ellos o si estaban
reunidos en grupos pequeños, ni siquiera se percataban del ata-
que. Sin embargo, enfrentarse a la guardia del castillo fue un
poco más complicado porque había cinco hombres de servicio
defendiendo la estancia. Girando sobre sí misma, la joven se coló
entre ellos asestando patadas, rodillazos y golpes; por su parte,
el oficial se levantó de un salto del escritorio, cruzó la puerta
como una exhalación y se sumó a la refriega.
    —Sé distinguir a un graceling cuando lo tengo delante.
—Arremetió con la espada, y la joven se dio la vuelta para
esquivar la agresión—. Deja que te vea el color de los ojos, chico.
Te los arrancaré, no creas que no lo haré.
    A Katsa le causó cierto placer golpearle en la cabeza con la
k r i st i n c as h o r e

    empuñadura del cuchillo. Después lo agarró por el pelo, lo tiró
    de espaldas y le echó una píldora en la boca. Cuando desperta-
    ran con dolor de cabeza y avergonzados, todos dirían que el cul-
    pable había sido un chico graceling, dotado para la lucha, que
    actuaba solo; darían por hecho que se trataba de un varón por-
    que eso era lo que parecía gracias a los sencillos pantalones y a
    la capucha que usaba, y porque a nadie se le pasaba por la cabe-
    za que una mujer perpetrara un asalto semejante. Y en cuanto a
    Oll y a Giddon, ya se había preocupado de que nadie los viera.
        No sospecharían de ella, no. La graceling lady Katsa sería lo
    que fuera, pero no era una criminal que, disfrazada, anduviera al
    acecho por tenebrosos patios en plena noche. Además, se supo-
    nía que estaba de camino hacia el este. Su tío Randa, rey de
    Terramedia, había ido a despedirla esa mañana ante toda la ciu-
    dad; la escoltaban el capitán Oll y Giddon, señor feudal al servi-
    cio de Randa en la corte. Tuvieron que cabalgar sin descanso un
    día entero en otra dirección, hacia el sur, para llegar a la corte del
    rey Murgon.
        Katsa cruzó el jardín a la carrera pasando de largo parterres,
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    fuentes y estatuas de mármol del palacio de Murgon. A decir
    verdad era un jardín muy grato para pertenecer a un rey tan
    desagradable; olía a hierba, a tierra fértil, al dulce aroma de flo-
    res cargadas de rocío. Dejando tras de sí un largo rastro de guar-
    dias narcotizados, corrió a través del manzanal. Guardias droga-
    dos, que no muertos; una diferencia importante. Oll y Giddon,
    así como la mayor parte de los restantes miembros del Consejo
    secreto, querían que los matara, pero en la reunión celebrada
    para planear esa misión, la joven argumentó que quitándoles la
    vida no ahorrarían tiempo.
        —¿Y si despiertan? —inquirió Giddon.
        —Pones en duda la efectividad de mi fármaco —se ofendió
    el príncipe Raffin—. No despertarán.
        —Sería más rápido matarlos —reiteró Giddon, de ojos cas-
    taños, mirándolo con insistencia. En la oscura habitación quie-
    nes eran de su mismo parecer asintieron.
        —Puedo hacerlo en el tiempo asignado —aseguró Katsa, y
    cuando Giddon intentó protestar, la joven alzó la mano—. Basta.
    No los mataré. Si los queréis muertos, encargadle la misión a
    otro.
graceling

    —Piense que así nos divertiremos más, lord Giddon —ase-
guró sonriendo Oll, y palmeó la espalda del joven noble—. Un
robo perfecto en el que se burla a toda la guardia y nadie sale
herido. Pasaremos un rato muy entretenido.
    La habitación retumbó con las carcajadas, pero Katsa ni
siquiera esbozó una sonrisa. No mataría a nadie si estaba en su
mano evitarlo. Una muerte era algo irremediable, y ya había
matado demasiadas veces, casi siempre en beneficio de su tío. El
rey Randa la consideraba muy útil. Porque, ¿para qué mandar
un ejército contra los malhechores que provocaban incidentes
en la frontera, si podía enviarla a ella como única representan-
te? Resultaba mucho más económico. La joven también había
matado por orden del Consejo cuando no tuvo más remedio,
pero esta vez era posible eludirlo.
    Al otro extremo del manzanal se topó con un guardia viejo,
quizá tanto como el lenita. Apoyándose en la espada, encorvado
y de espaldas a ella, el hombre se hallaba en una arboleda de
plantones de un año. Katsa se le acercó con sigilo y se detuvo.
Pero advirtió que las manos que descansaban en la empuñadura
                                                                      9
del arma le temblaban un poco.
    No tenía buena opinión de un rey que no facilitaba una jubi-
lación desahogada a sus guardias cuando eran ya demasiado vie-
jos para sostener una espada con firmeza.
    Pero si no lo reducía, el individuo encontraría a los soldados
que ella ya había derrotado y daría la alarma. Lo golpeó con con-
tundencia una vez, en la parte posterior de la cabeza, y el hom-
bre se desplomó resollando. Lo sostuvo y lo depositó en el suelo
con mucho cuidado, tras lo cual le puso una píldora en la boca y
tanteó con rapidez el chichón que ya empezaba a formársele.
Confiaba en que el viejo tuviera la cabeza dura.
    La muchacha ya había matado en una ocasión de forma acci-
dental, y siempre tenía presente ese recuerdo. Fue así como la
naturaleza de su gracia se dio a conocer. De ese acontecimiento
hacía más o menos una década; por aquel entonces era una chi-
quilla de apenas ocho años. Sucedió que en la corte recibieron la
visita de un pariente, un primo lejano. Pero a ella no le cayó bien
ni le gustó el perfume penetrante que usaba, ni las miradas las-
civas que echaba a las criadas que lo atendían mientras le arre-
glaban la habitación, ni la forma lujuriosa de tocarlas cuando
k r i st i n c as h o r e

     creía que nadie lo veía. Y cuando empezó a prestarle atención a
     ella, Katsa receló.
         —Qué criatura tan preciosa —dijo el noble—. Suelen ser
     tan poco atractivos los ojos de un graceling… Pero en tu caso,
     niña, realzan tu hermosura. Veamos, ¿cuál es tu gracia, encan-
     to? ¿La narrativa? ¿El mentalismo? ¡Ah, ya sé, ya sé: la danza!
         Katsa no sabía qué gracia poseía, pues algunas de ellas tar-
     daban más que otras en manifestarse. Y aunque lo hubiera sabi-
     do, no le apetecía hablar de ese tema con su primo, a quien miró
     ceñuda y se alejó de él. Pero entonces el hombre le acarició una
     pierna, y la mano de la chiquilla se disparó y lo golpeó en la cara.
     Fue un gesto tan veloz y tan potente que le hundió los huesos
     de la nariz en el cerebro.
         Las damas de la corte chillaron y una de ellas se desmayó.
     Cuando lo levantaron del charco de sangre que se formó en el
     suelo y se descubrió que había muerto, el silencio se adueñó del
     salón y todos se apartaron de la niña. Miradas atemorizadas, ya
     no sólo de las damas, sino también de los soldados y de los
     nobles vasallos armados, se centraron en ella. Era estupendo dis-
10
     frutar con las comidas del cocinero del rey que tenía el don de
     cocinar, o enviar a los caballos al albéitar de las cuadras reales,
     tocado asimismo por la gracia, pero ¿una chica dotada para
     matar...? Era un peligro.
         Otro monarca que no fuera Randa la habría desterrado o
     ejecutado, aunque se tratara de la hija de su hermana, pero él era
     listo y se dio cuenta de que, con el tiempo, su sobrina le serviría
     para sus propósitos. De modo que la castigó a permanecer en sus
     aposentos y no permitió que los abandonara durante semanas,
     pero eso fue todo. Cuando salió, la gente se separaba de ella a
     toda prisa; nunca les había caído bien, ya que a nadie le gusta-
     ban los graceling, pero al menos toleraban su presencia. No obs-
     tante, ni siquiera fingían una actitud cordial, y cuando había
     invitados, les susurraban:
         —Cuidado con la que tiene un iris azul y otro verde, porque
     mató a su primo de un golpe sólo porque le dijo que tenía unos
     ojos hermosos.
         Incluso Randa mantenía las distancias con ella. Un perro ase-
     sino le sería de utilidad a un rey, pero no lo querría durmiendo a
     sus pies. El príncipe Raffin era el único que buscaba su compañía.
graceling

    —Mi intención no fue matarlo.
    —Explícame qué ocurrió.
    Katsa evocó aquellos instantes:
    —Tuve la sensación de que corría peligro, así que lo golpeé.
    —Hay que saber controlar una gracia, Katsa; sobre todo si
consiste en la habilidad de matar. Tienes que conseguirlo, o mi
padre no permitirá que sigamos viéndonos.
    —No sé cómo hacerlo. —La mera idea de no ver más a su
primo la asustaba.
    Raffin se quedó pensativo y añadió:
    —Podrías pedirle a Oll que te ayude. Los espías del rey
saben cómo hacer daño sin matar; así es como consiguen infor-
mación.
    Raffin tenía entonces once años, tres más que Katsa; y como,
según los esquemas infantiles de la chiquilla, lo consideraba
muy inteligente, siguió su consejo y fue a hablar con Oll, el
canoso capitán del rey Randa y jefe de sus espías. El capitán no
tenía nada de necio, y aunque temía a la silenciosa chiquilla —de
un ojo verde y otro azul—, también era muy imaginativo. Así
                                                                        11
que se hizo una pregunta que a nadie más se le ocurrió plantear-
se: ¿La muerte del primo de Katsa le impactó tanto a la niña
como a los demás? Cuanto más pensaba en ello, más curiosidad
sentía por el potencial de la chiquilla.
    Así pues, empezó el entrenamiento estableciendo unas
reglas: no practicaría con él ni con ninguno de los hombres del
rey. Por lo tanto, los ejercicios los realizó con bausanes rellenos
de grano, que ella misma preparaba con sacos cosidos entre sí, y
con los prisioneros que Oll le proporcionaba, hombres condena-
dos a muerte.
    La chiquilla se ejercitó a diario y aprendió a controlar su rapi-
dez y su fuerza fulminantes, a calcular el ángulo y la posición, así
como la intensidad de un golpe mortal para distinguirlo de aquel
otro con el que sólo causaría una lesión; aprendió también a desar-
mar a un hombre, a romperle una pierna, o a retorcerle un brazo
de tal manera que cesara de forcejear y le suplicara que lo solta-
ra, y se adiestró en la lucha con espada, cuchillos y dagas. Se con-
centraba tanto en lo que hacía, y era tan veloz y creativa que
incluso teniendo los brazos sujetos a los costados, lograba dejar
inconsciente a un hombre. Tal era su don.
k r i st i n c as h o r e

         Con el tiempo mejoró el control y practicó con soldados de
     Randa —ocho o diez a la vez—, equipados con armadura comple-
     ta. Sus ejercicios resultaban espectaculares: por una parte, hom-
     bres hechos y derechos que gruñían y luchaban con torpeza
     metiendo mucho ruido; por otra parte, una chiquilla desarmada
     que se colaba entre ellos, girando como una peonza, y los derriba-
     ba con el movimiento de una rodilla o de una mano sin que la vie-
     ran llegar hasta que ya estaban en el suelo. A veces acudían miem-
     bros de la corte para presenciar los entrenamientos, pero si la niña
     los miraba a la cara, bajaban la vista y se alejaban a buen paso.
         Al rey Randa no le importó renunciar al servicio de Oll
     durante el tiempo que dedicaba a esos entrenamientos; lo consi-
     deraba necesario porque Katsa no le sería útil hasta que contro-
     lara su habilidad.
         Pero ahora, en el jardín del palacio del rey Murgon, nadie
     habría puesto reparos al control que la joven ejercía sobre su
     gracia. Rápida y silenciosa, caminó por la hierba hasta el borde
     del camino de grava. Para entonces, Oll y Giddon debían de
     estar a punto de llegar al muro del jardín, donde dos criados del
12
     rey, partidarios del Consejo, cuidaban de sus caballos. También
     ella se hallaba ya muy cerca; divisó al frente el oscuro límite del
     muro, negro contra el negro cielo.
         Divagaba, pero no estaba en las nubes; por el contrario, se le
     habían aguzado los sentidos: percibía la caída de cada hoja en el
     jardín, el susurro de cada rama… Y por ello se sorprendió sobre-
     manera cuando un hombre salió de la oscuridad y la asió por
     detrás; le rodeó el torso con el brazo y le puso un cuchillo en la
     garganta. El hombre dijo algo, pero, en un visto y no visto, la
     joven le dejó el brazo insensible, lo desarmó y le tiró el cuchillo
     al suelo. Acto seguido, lo volteó hacia delante y lo hizo volar por
     encima de sus hombros.
         El asaltante cayó de pie.
         Katsa discurrió a gran velocidad: aquel individuo estaba
     dotado con un don, era un luchador, de eso no cabía duda; y a
     menos que careciera de tacto en la mano con la que la había
     sujetado por el pecho, sabría que ella era una mujer.
         El intruso se dio la vuelta para hacerle frente, y ambos se
     observaron con cautela, alerta, aunque tanto el uno como el otro
     no eran más que una mera silueta.
graceling

     —He oído hablar de una dama poseedora de esta gracia en
particular —dijo al fin el hombre.
     El timbre de voz era grave, profundo, con un ligero dejo al
pronunciar las palabras; era un acento que Katsa no supo iden-
tificar. Tenía que descubrir quién era para saber cuál debía ser su
actitud.
     —No se me ocurre qué puede estar haciendo esa dama tan
lejos de su casa, cruzando el jardín del castillo del rey Murgon a
media noche —añadió él mientras se desplazaba un poco para
situarse entre la joven y el muro. Era más alto que ella y se
movía con la agilidad de un gato, engañosamente relajado, pres-
to para saltar. A la luz de una antorcha del cercano camino, le
relucieron por un instante los aretes de oro de las orejas; ade-
más, no llevaba barba, como los lenitas.
     Katsa se balanceó con suavidad, presta para actuar, como él.
Sin embargo, no debía demorarse en decidir. El hombre la había
reconocido, pero si él era un lenita, la joven no quería matarlo.
     —¿No tiene nada que decir, señora? No creerá que voy a
dejarla pasar sin que me dé una explicación, ¿verdad?
                                                                      13
     En la voz se advertía un deje juguetón, y Katsa lo miró en
silencio. El hombre extendió los brazos con donaire, y la joven
atisbó el brillo de oro en los dedos. Fue suficiente: aretes en las
orejas, anillos, el acento… No necesitaba más pistas.
     —Usted es lenita —afirmó.
     —Buena vista —repuso él.
     —No tan buena como para distinguirle el color de los ojos.
     —Pues yo creo que sé de qué color son los suyos —rio el
hombre.
     El sentido común le aconsejaba matarlo.
     —¿Y usted habla de estar lejos de casa? —ironizó Katsa—.
¿Qué hace un lenita en la corte del rey Murgon?
     —Le diré mis razones si me explica las suyas.
     —No pienso explicarle nada. Y debe dejarme pasar.
     —¿De veras?
     —En caso contrario, lo obligaré.
     —¿Se cree capaz de conseguirlo, señora?
     La joven amagó a la derecha y él la esquivó sin esfuerzo.
Hizo un segundo amago, éste más rápido. Por segunda vez, la
eludió con facilidad. Era muy bueno. Pero ella era Katsa.
k r i st i n c as h o r e

         —No, no lo creo, lo sé —le respondió.
         —¡Ah, vaya! —Su tono era divertido—. Pero tardaría horas.
         ¿Por qué jugaba con ella? ¿Por qué no había dado la alarma?
     A lo mejor él también era un criminal... Un graceling criminal.
     En tal caso, ¿esa particularidad lo convertía en aliado o en ene-
     migo? ¿Vería un lenita con buenos ojos el rescate del prisione-
     ro? Suponía que sí, a menos que fuera un traidor, o a no ser que
     este lenita ni siquiera supiera qué había en las mazmorras de
     Murgon. El rey había guardado muy bien el secreto.
         El Consejo le recomendaría que lo matara, porque los pon-
     dría en peligro si dejaba con vida a un hombre que conocía su
     identidad. Pero es que no se trataba del característico secuaz, ni
     se parecía en nada a los matones con los que se había topado en
     otras ocasiones; no daba la impresión de ser brutal ni estúpido
     ni amenazador.
         No era lógico matar a un lenita al mismo tiempo que resca-
     taba a otro de sus paisanos.
         Era una necia, y seguramente acabaría lamentándolo, pero
     no tenía intención de hacerlo.
14
         —Me fío de usted —dijo el hombre de improviso. Se apartó
     del camino y le indicó con un ademán que continuara su cami-
     no. A Katsa le pareció una reacción muy extraña e impulsiva,
     pero observó que había bajado la guardia, y ella no desaprove-
     chaba una buena oportunidad. En un santiamén alzó la pierna y
     lo golpeó con el pie en la frente. El hombre abrió muchos los
     ojos, sorprendido, y se desplomó.
         «A lo mejor no tendría que haber hecho esto. —Lo tendió
     cuan largo era en el suelo; el cuerpo desmadejado pesaba
     mucho—. Pero no sé qué pensar de él y ya me arriesgo bastan-
     te al dejarlo con vida.»
         Sacó las píldoras de la manga y le metió una en la boca.
     Entonces le giró la cara hacia la luz de la antorcha. Era más joven
     de lo que había supuesto, poco mayor que ella —diecinueve o
     veinte años—, como mucho; un hilillo de sangre le resbalaba por
     la frente hasta más abajo de la oreja, y como llevaba abierto el
     cuello de la camisa, la luz le dio de lleno sobre la clavícula.
         Qué tipo tan extraño... Quizá Raffin supiera quién era.
         Se esforzó en salir de sus reflexiones y echó a correr.
     Estarían esperándola.
graceling

                               ϒ

    Cabalgaron sin descanso. Habían atado al anciano al caballo,
porque se encontraba demasiado débil para sostenerse erguido,
y sólo se detuvieron una vez para envolverlo con más mantas.
Katsa estaba impaciente por reanudar la marcha.
    —¿Es que no sabe que estamos en pleno verano?
    —Aun así, está helado, mi señora —replicó Oll—. No cesa
de temblar y parece enfermo. El rescate no serviría de nada si se
nos muere.
    Debatieron si hacer un alto y encender lumbre, pero no
había tiempo para eso. Debían llegar a Burgo de Randa antes de
rayar el alba, o los descubrirían.
    «Quizá tendría que haberlo matado —pensó Katsa mientras
atravesaban tenebrosos bosques a galope tendido—. Quizá no
debí dejarlo con vida. Sabe quien soy.»
    Pero aquel personaje no se había mostrado receloso ni ame-
nazador, sino más bien curioso... Y, además, había confiado en
ella.
                                                                    15
    Claro que ignoraba el rastro de guardias desmayados que la
muchacha había ido dejando a su paso. Y no volvería a fiarse de
ella cuando se despertara con un buen verdugón en la cabeza.
    Si le contaba al rey Murgon el encuentro que había tenido,
y si Murgon se lo decía al rey Randa, las cosas podían ponerse
muy difíciles para lady Katsa. Porque Randa no sabía nada acer-
ca del prisionero lenita, y ni siquiera imaginaba que su sobrina
llevaba a cabo trabajos extra como rescatadora.
    La joven se sentía frustrada. Pensar esas cosas no servía de
nada; además, lo hecho, hecho estaba. Debían llevar al anciano a
un sitio seguro y cálido, con Raffin. De modo que se inclinó más
sobre la silla y espoleó al caballo hacia el norte.
Otros títulos de esta colección:


                       BRISINGR
                   Christopher Paolini

                        ELDEST
                   Christopher Paolini

                       ERAGON
                   Christopher Paolini

                       EL MAGO
                      Michael Scott

                    EL ALQUIMISTA
                      Michael Scott

               EL VUELO DEL DRAGÓN
                   Anne McCaffrey




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Extracto de Graceling

  • 2. Graceling Kristin Cashore Traducción de Mila López Díaz-Guerra
  • 3. Título original: Graceling © 2008 by Kristin Cashore Primera edición: marzo de 2009 © de la traducción: Mila López Díaz-Guerra © de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L. Marquès de la Argentera, 17, Pral. 08003 Barcelona info@rocajuvenil.com www.rocajuvenil.net Impreso por Brosmac, S.L. Carretera de Villaviciosa - Móstoles, km 1 Villaviciosa de Odón (Madrid) ISBN: 978-84-92.429-81-3 Depósito legal: M. 1.855-2009 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.
  • 4. Para mi madre, Nedda Previtera Cashore, por su gracia especial con las albóndigas, y para mi padre, J. Michael Cashore, dotado con la gracia de perder (y encontrar) sus gafas
  • 5. Nordicia burgo de drowden elestia burgo oestia de thigpen terramedia burgo de birn burgo de randa burgo de leck burgo porto oeste meridia de murgon abra del sur porto sol castillo de po cantil monmar burgo de ror del solejar lenidia porto mon burgo de elestia randa burgo de murgon desfiladero río alto meridia siete burgo ca de río bajo los lz desfiladero leck ad de grella a de r einos m porto ur go sol n puerto monmar cantil de clave calzada del solejar lago porto colina mon montañas bosque planicie río calzada
  • 6. Capítulo 1 En las mazmorras reinaba la más absoluta oscuridad, pero Katsa se guiaba por un plano aprendido de memoria, plano que había resultado ser correcto hasta ese momento, como solía pasar con todos los que trazaba Oll. A medida que avanzaba, Katsa deslizaba la mano por los fríos muros, contaba puertas y pasadizos y giraba cuando debía hacerlo, hasta que al fin se detuvo delante de un vano en el que debería haber una escalera que descendía. Se agachó y tanteó el suelo; había un escalón de piedra húmedo y resbaladizo por el verdín, y otro escalón a con- 5 tinuación. Así pues, ésa era la escalera indicada por Oll. Esperaba que cuando éste y Giddon llegaran por el mismo camino que ella provistos de antorchas, se fijaran en el musgo baboso y fue- ran con cuidado para no rodar escalera abajo ni despertar a los muertos con el estrépito. Sigilosa, bajó los peldaños y giró una vez a la izquierda y dos veces a la derecha. Oyó voces al internarse en un corredor, donde la luz titilante de una antorcha colocada en la pared teñía la oscu- ridad con brillos anaranjados. Frente a la antorcha se iniciaba otro corredor, en el que, según Oll, podía haber entre dos y diez guardias vigilando una celda situada al final del pasadizo. Ocuparse de esos guardias era el cometido de Katsa y la causa de que se hubiera adelantado a sus compañeros. Se aproximó despacio hacia la luz y a las cercanas risas. Si se detenía a escuchar, detectaría con mayor precisión a cuántos hombres tendría que enfrentarse, pero no quedaba tiempo para ello. De modo que se caló más la capucha y dobló la esquina. Casi tropezó con sus primeras cuatro víctimas. Sentados en el suelo unos delante de otros, los guardias se recostaban en la pared con las piernas estiradas. El corredor apestaba a algún tipo
  • 7. k r i st i n c as h o r e de licor que habían llevado a las mazmorras para pasar el rato durante la vigilia. La mujer asestó punterazos a sienes y cuellos, y los cuatro hombres se desplomaron en el suelo antes incluso de que sus ojos acusaran la sorpresa. Sólo quedaba otro guardia más, quien, también sentado, se hallaba junto a los barrotes de la celda situada al final del corre- dor. Se incorporó precipitadamente y desenvainó la espada. Katsa se le aproximó, teniendo la certeza de que la luz que des- pedía la antorcha detrás de ella impedía que el hombre le viera la cara y en especial los ojos. Sopesó la talla del guardia, la manera de moverse y la firmeza del brazo que sostenía la espa- da que le apuntaba. —Alto ahí. Está bien claro lo que eres. —La voz sonaba impasible; era valiente, ese hombre. Segó el aire con la espada en un gesto de advertencia—. No me das miedo. Arremetió contra Katsa, que se agachó y esquivó la estoca- da; acto seguido, giró sobre sí misma y le propinó un golpe en la sien. El guardia se desplomó en el suelo. La joven saltó por encima de él y echó a correr hacia la celda 6 para escudriñar el oscuro interior a través de las rejas. Distinguió una figura acurrucada contra el muro del fondo, una persona demasiado cansada o aterida para que le importara la lucha que acababa de tener lugar; metida la cabeza entre las piernas, se ceñía las piernas con los brazos; tiritaba… Lo notaba por el modo de respirar. Katsa se hizo a un lado, y la luz dio de pleno sobre el prisionero, de cabello blanco y muy corto; un des- tello de oro le brilló en la oreja. El plano de Oll había cumplido con su finalidad a la perfección, porque ese hombre era un leni- ta. El hombre que buscaban. Tiró del cerrojo de la celda. Estaba echado. Bien, eso no le sorprendió, aunque tampoco le incumbía. Lanzó un silbido flo- jito, como el de un búho, tumbó de espaldas al valeroso guardia y le echó en la boca una de las píldoras que guardaba. A conti- nuación, volvió sobre sus pasos por el corredor, y, dándoles la vuelta a los otros cuatro infortunados centinelas, los tumbó de espaldas en hilera para echarles también una píldora en la boca. Se estaba preguntando si Oll y Giddon se habrían perdido en las mazmorras cuando ambos doblaron el recodo del corredor, y pasaron por su lado con presteza.
  • 8. graceling —Un cuarto de hora, nada más —indicó la joven. —Un cuarto de hora, mi señora. —La voz de Oll sonó caver- nosa—. Vaya con cuidado. Las antorchas de los dos hombres iluminaron los muros mientras se encaminaban hacia la celda. El lenita gimió y se ciñó las piernas con más fuerza. Katsa atisbó las ropas desgarradas y sucias del prisionero, y oyó el tintineo del juego de ganzúas al entrechocar entre sí. Le habría gustado quedarse para ver cómo abrían la puerta, pero tenía cosas que hacer en otra parte, así que se guardó la cajita de píldoras en la manga y echó a correr. Los guardias apostados en las celdas daban parte al oficial de guardia de las mazmorras, que pasaba la información a la guar- dia de retén. Ésta, a su vez, la transmitía al oficial de guardia del castillo, a quien también informaban tanto la guardia nocturna, como la guardia real, la de las murallas y la de los jardines. En el momento en que uno de los oficiales notara la ausencia del otro, se daría la voz de alarma, y todo saldría mal si para enton- 7 ces Katsa y sus hombres no se habían alejado lo suficiente. Los perseguirían y habría derramamiento de sangre; le verían los ojos y la reconocerían. Así que tenía que librarse de todos los guardias, del primero al último. Oll calculó que serían unos veinte, pero el príncipe Raffin le preparó treinta píldoras, por si acaso. La mayoría de los guardias no le causaron dificultades. Cuando conseguía acercarse sigilosamente a ellos o si estaban reunidos en grupos pequeños, ni siquiera se percataban del ata- que. Sin embargo, enfrentarse a la guardia del castillo fue un poco más complicado porque había cinco hombres de servicio defendiendo la estancia. Girando sobre sí misma, la joven se coló entre ellos asestando patadas, rodillazos y golpes; por su parte, el oficial se levantó de un salto del escritorio, cruzó la puerta como una exhalación y se sumó a la refriega. —Sé distinguir a un graceling cuando lo tengo delante. —Arremetió con la espada, y la joven se dio la vuelta para esquivar la agresión—. Deja que te vea el color de los ojos, chico. Te los arrancaré, no creas que no lo haré. A Katsa le causó cierto placer golpearle en la cabeza con la
  • 9. k r i st i n c as h o r e empuñadura del cuchillo. Después lo agarró por el pelo, lo tiró de espaldas y le echó una píldora en la boca. Cuando desperta- ran con dolor de cabeza y avergonzados, todos dirían que el cul- pable había sido un chico graceling, dotado para la lucha, que actuaba solo; darían por hecho que se trataba de un varón por- que eso era lo que parecía gracias a los sencillos pantalones y a la capucha que usaba, y porque a nadie se le pasaba por la cabe- za que una mujer perpetrara un asalto semejante. Y en cuanto a Oll y a Giddon, ya se había preocupado de que nadie los viera. No sospecharían de ella, no. La graceling lady Katsa sería lo que fuera, pero no era una criminal que, disfrazada, anduviera al acecho por tenebrosos patios en plena noche. Además, se supo- nía que estaba de camino hacia el este. Su tío Randa, rey de Terramedia, había ido a despedirla esa mañana ante toda la ciu- dad; la escoltaban el capitán Oll y Giddon, señor feudal al servi- cio de Randa en la corte. Tuvieron que cabalgar sin descanso un día entero en otra dirección, hacia el sur, para llegar a la corte del rey Murgon. Katsa cruzó el jardín a la carrera pasando de largo parterres, 8 fuentes y estatuas de mármol del palacio de Murgon. A decir verdad era un jardín muy grato para pertenecer a un rey tan desagradable; olía a hierba, a tierra fértil, al dulce aroma de flo- res cargadas de rocío. Dejando tras de sí un largo rastro de guar- dias narcotizados, corrió a través del manzanal. Guardias droga- dos, que no muertos; una diferencia importante. Oll y Giddon, así como la mayor parte de los restantes miembros del Consejo secreto, querían que los matara, pero en la reunión celebrada para planear esa misión, la joven argumentó que quitándoles la vida no ahorrarían tiempo. —¿Y si despiertan? —inquirió Giddon. —Pones en duda la efectividad de mi fármaco —se ofendió el príncipe Raffin—. No despertarán. —Sería más rápido matarlos —reiteró Giddon, de ojos cas- taños, mirándolo con insistencia. En la oscura habitación quie- nes eran de su mismo parecer asintieron. —Puedo hacerlo en el tiempo asignado —aseguró Katsa, y cuando Giddon intentó protestar, la joven alzó la mano—. Basta. No los mataré. Si los queréis muertos, encargadle la misión a otro.
  • 10. graceling —Piense que así nos divertiremos más, lord Giddon —ase- guró sonriendo Oll, y palmeó la espalda del joven noble—. Un robo perfecto en el que se burla a toda la guardia y nadie sale herido. Pasaremos un rato muy entretenido. La habitación retumbó con las carcajadas, pero Katsa ni siquiera esbozó una sonrisa. No mataría a nadie si estaba en su mano evitarlo. Una muerte era algo irremediable, y ya había matado demasiadas veces, casi siempre en beneficio de su tío. El rey Randa la consideraba muy útil. Porque, ¿para qué mandar un ejército contra los malhechores que provocaban incidentes en la frontera, si podía enviarla a ella como única representan- te? Resultaba mucho más económico. La joven también había matado por orden del Consejo cuando no tuvo más remedio, pero esta vez era posible eludirlo. Al otro extremo del manzanal se topó con un guardia viejo, quizá tanto como el lenita. Apoyándose en la espada, encorvado y de espaldas a ella, el hombre se hallaba en una arboleda de plantones de un año. Katsa se le acercó con sigilo y se detuvo. Pero advirtió que las manos que descansaban en la empuñadura 9 del arma le temblaban un poco. No tenía buena opinión de un rey que no facilitaba una jubi- lación desahogada a sus guardias cuando eran ya demasiado vie- jos para sostener una espada con firmeza. Pero si no lo reducía, el individuo encontraría a los soldados que ella ya había derrotado y daría la alarma. Lo golpeó con con- tundencia una vez, en la parte posterior de la cabeza, y el hom- bre se desplomó resollando. Lo sostuvo y lo depositó en el suelo con mucho cuidado, tras lo cual le puso una píldora en la boca y tanteó con rapidez el chichón que ya empezaba a formársele. Confiaba en que el viejo tuviera la cabeza dura. La muchacha ya había matado en una ocasión de forma acci- dental, y siempre tenía presente ese recuerdo. Fue así como la naturaleza de su gracia se dio a conocer. De ese acontecimiento hacía más o menos una década; por aquel entonces era una chi- quilla de apenas ocho años. Sucedió que en la corte recibieron la visita de un pariente, un primo lejano. Pero a ella no le cayó bien ni le gustó el perfume penetrante que usaba, ni las miradas las- civas que echaba a las criadas que lo atendían mientras le arre- glaban la habitación, ni la forma lujuriosa de tocarlas cuando
  • 11. k r i st i n c as h o r e creía que nadie lo veía. Y cuando empezó a prestarle atención a ella, Katsa receló. —Qué criatura tan preciosa —dijo el noble—. Suelen ser tan poco atractivos los ojos de un graceling… Pero en tu caso, niña, realzan tu hermosura. Veamos, ¿cuál es tu gracia, encan- to? ¿La narrativa? ¿El mentalismo? ¡Ah, ya sé, ya sé: la danza! Katsa no sabía qué gracia poseía, pues algunas de ellas tar- daban más que otras en manifestarse. Y aunque lo hubiera sabi- do, no le apetecía hablar de ese tema con su primo, a quien miró ceñuda y se alejó de él. Pero entonces el hombre le acarició una pierna, y la mano de la chiquilla se disparó y lo golpeó en la cara. Fue un gesto tan veloz y tan potente que le hundió los huesos de la nariz en el cerebro. Las damas de la corte chillaron y una de ellas se desmayó. Cuando lo levantaron del charco de sangre que se formó en el suelo y se descubrió que había muerto, el silencio se adueñó del salón y todos se apartaron de la niña. Miradas atemorizadas, ya no sólo de las damas, sino también de los soldados y de los nobles vasallos armados, se centraron en ella. Era estupendo dis- 10 frutar con las comidas del cocinero del rey que tenía el don de cocinar, o enviar a los caballos al albéitar de las cuadras reales, tocado asimismo por la gracia, pero ¿una chica dotada para matar...? Era un peligro. Otro monarca que no fuera Randa la habría desterrado o ejecutado, aunque se tratara de la hija de su hermana, pero él era listo y se dio cuenta de que, con el tiempo, su sobrina le serviría para sus propósitos. De modo que la castigó a permanecer en sus aposentos y no permitió que los abandonara durante semanas, pero eso fue todo. Cuando salió, la gente se separaba de ella a toda prisa; nunca les había caído bien, ya que a nadie le gusta- ban los graceling, pero al menos toleraban su presencia. No obs- tante, ni siquiera fingían una actitud cordial, y cuando había invitados, les susurraban: —Cuidado con la que tiene un iris azul y otro verde, porque mató a su primo de un golpe sólo porque le dijo que tenía unos ojos hermosos. Incluso Randa mantenía las distancias con ella. Un perro ase- sino le sería de utilidad a un rey, pero no lo querría durmiendo a sus pies. El príncipe Raffin era el único que buscaba su compañía.
  • 12. graceling —Mi intención no fue matarlo. —Explícame qué ocurrió. Katsa evocó aquellos instantes: —Tuve la sensación de que corría peligro, así que lo golpeé. —Hay que saber controlar una gracia, Katsa; sobre todo si consiste en la habilidad de matar. Tienes que conseguirlo, o mi padre no permitirá que sigamos viéndonos. —No sé cómo hacerlo. —La mera idea de no ver más a su primo la asustaba. Raffin se quedó pensativo y añadió: —Podrías pedirle a Oll que te ayude. Los espías del rey saben cómo hacer daño sin matar; así es como consiguen infor- mación. Raffin tenía entonces once años, tres más que Katsa; y como, según los esquemas infantiles de la chiquilla, lo consideraba muy inteligente, siguió su consejo y fue a hablar con Oll, el canoso capitán del rey Randa y jefe de sus espías. El capitán no tenía nada de necio, y aunque temía a la silenciosa chiquilla —de un ojo verde y otro azul—, también era muy imaginativo. Así 11 que se hizo una pregunta que a nadie más se le ocurrió plantear- se: ¿La muerte del primo de Katsa le impactó tanto a la niña como a los demás? Cuanto más pensaba en ello, más curiosidad sentía por el potencial de la chiquilla. Así pues, empezó el entrenamiento estableciendo unas reglas: no practicaría con él ni con ninguno de los hombres del rey. Por lo tanto, los ejercicios los realizó con bausanes rellenos de grano, que ella misma preparaba con sacos cosidos entre sí, y con los prisioneros que Oll le proporcionaba, hombres condena- dos a muerte. La chiquilla se ejercitó a diario y aprendió a controlar su rapi- dez y su fuerza fulminantes, a calcular el ángulo y la posición, así como la intensidad de un golpe mortal para distinguirlo de aquel otro con el que sólo causaría una lesión; aprendió también a desar- mar a un hombre, a romperle una pierna, o a retorcerle un brazo de tal manera que cesara de forcejear y le suplicara que lo solta- ra, y se adiestró en la lucha con espada, cuchillos y dagas. Se con- centraba tanto en lo que hacía, y era tan veloz y creativa que incluso teniendo los brazos sujetos a los costados, lograba dejar inconsciente a un hombre. Tal era su don.
  • 13. k r i st i n c as h o r e Con el tiempo mejoró el control y practicó con soldados de Randa —ocho o diez a la vez—, equipados con armadura comple- ta. Sus ejercicios resultaban espectaculares: por una parte, hom- bres hechos y derechos que gruñían y luchaban con torpeza metiendo mucho ruido; por otra parte, una chiquilla desarmada que se colaba entre ellos, girando como una peonza, y los derriba- ba con el movimiento de una rodilla o de una mano sin que la vie- ran llegar hasta que ya estaban en el suelo. A veces acudían miem- bros de la corte para presenciar los entrenamientos, pero si la niña los miraba a la cara, bajaban la vista y se alejaban a buen paso. Al rey Randa no le importó renunciar al servicio de Oll durante el tiempo que dedicaba a esos entrenamientos; lo consi- deraba necesario porque Katsa no le sería útil hasta que contro- lara su habilidad. Pero ahora, en el jardín del palacio del rey Murgon, nadie habría puesto reparos al control que la joven ejercía sobre su gracia. Rápida y silenciosa, caminó por la hierba hasta el borde del camino de grava. Para entonces, Oll y Giddon debían de estar a punto de llegar al muro del jardín, donde dos criados del 12 rey, partidarios del Consejo, cuidaban de sus caballos. También ella se hallaba ya muy cerca; divisó al frente el oscuro límite del muro, negro contra el negro cielo. Divagaba, pero no estaba en las nubes; por el contrario, se le habían aguzado los sentidos: percibía la caída de cada hoja en el jardín, el susurro de cada rama… Y por ello se sorprendió sobre- manera cuando un hombre salió de la oscuridad y la asió por detrás; le rodeó el torso con el brazo y le puso un cuchillo en la garganta. El hombre dijo algo, pero, en un visto y no visto, la joven le dejó el brazo insensible, lo desarmó y le tiró el cuchillo al suelo. Acto seguido, lo volteó hacia delante y lo hizo volar por encima de sus hombros. El asaltante cayó de pie. Katsa discurrió a gran velocidad: aquel individuo estaba dotado con un don, era un luchador, de eso no cabía duda; y a menos que careciera de tacto en la mano con la que la había sujetado por el pecho, sabría que ella era una mujer. El intruso se dio la vuelta para hacerle frente, y ambos se observaron con cautela, alerta, aunque tanto el uno como el otro no eran más que una mera silueta.
  • 14. graceling —He oído hablar de una dama poseedora de esta gracia en particular —dijo al fin el hombre. El timbre de voz era grave, profundo, con un ligero dejo al pronunciar las palabras; era un acento que Katsa no supo iden- tificar. Tenía que descubrir quién era para saber cuál debía ser su actitud. —No se me ocurre qué puede estar haciendo esa dama tan lejos de su casa, cruzando el jardín del castillo del rey Murgon a media noche —añadió él mientras se desplazaba un poco para situarse entre la joven y el muro. Era más alto que ella y se movía con la agilidad de un gato, engañosamente relajado, pres- to para saltar. A la luz de una antorcha del cercano camino, le relucieron por un instante los aretes de oro de las orejas; ade- más, no llevaba barba, como los lenitas. Katsa se balanceó con suavidad, presta para actuar, como él. Sin embargo, no debía demorarse en decidir. El hombre la había reconocido, pero si él era un lenita, la joven no quería matarlo. —¿No tiene nada que decir, señora? No creerá que voy a dejarla pasar sin que me dé una explicación, ¿verdad? 13 En la voz se advertía un deje juguetón, y Katsa lo miró en silencio. El hombre extendió los brazos con donaire, y la joven atisbó el brillo de oro en los dedos. Fue suficiente: aretes en las orejas, anillos, el acento… No necesitaba más pistas. —Usted es lenita —afirmó. —Buena vista —repuso él. —No tan buena como para distinguirle el color de los ojos. —Pues yo creo que sé de qué color son los suyos —rio el hombre. El sentido común le aconsejaba matarlo. —¿Y usted habla de estar lejos de casa? —ironizó Katsa—. ¿Qué hace un lenita en la corte del rey Murgon? —Le diré mis razones si me explica las suyas. —No pienso explicarle nada. Y debe dejarme pasar. —¿De veras? —En caso contrario, lo obligaré. —¿Se cree capaz de conseguirlo, señora? La joven amagó a la derecha y él la esquivó sin esfuerzo. Hizo un segundo amago, éste más rápido. Por segunda vez, la eludió con facilidad. Era muy bueno. Pero ella era Katsa.
  • 15. k r i st i n c as h o r e —No, no lo creo, lo sé —le respondió. —¡Ah, vaya! —Su tono era divertido—. Pero tardaría horas. ¿Por qué jugaba con ella? ¿Por qué no había dado la alarma? A lo mejor él también era un criminal... Un graceling criminal. En tal caso, ¿esa particularidad lo convertía en aliado o en ene- migo? ¿Vería un lenita con buenos ojos el rescate del prisione- ro? Suponía que sí, a menos que fuera un traidor, o a no ser que este lenita ni siquiera supiera qué había en las mazmorras de Murgon. El rey había guardado muy bien el secreto. El Consejo le recomendaría que lo matara, porque los pon- dría en peligro si dejaba con vida a un hombre que conocía su identidad. Pero es que no se trataba del característico secuaz, ni se parecía en nada a los matones con los que se había topado en otras ocasiones; no daba la impresión de ser brutal ni estúpido ni amenazador. No era lógico matar a un lenita al mismo tiempo que resca- taba a otro de sus paisanos. Era una necia, y seguramente acabaría lamentándolo, pero no tenía intención de hacerlo. 14 —Me fío de usted —dijo el hombre de improviso. Se apartó del camino y le indicó con un ademán que continuara su cami- no. A Katsa le pareció una reacción muy extraña e impulsiva, pero observó que había bajado la guardia, y ella no desaprove- chaba una buena oportunidad. En un santiamén alzó la pierna y lo golpeó con el pie en la frente. El hombre abrió muchos los ojos, sorprendido, y se desplomó. «A lo mejor no tendría que haber hecho esto. —Lo tendió cuan largo era en el suelo; el cuerpo desmadejado pesaba mucho—. Pero no sé qué pensar de él y ya me arriesgo bastan- te al dejarlo con vida.» Sacó las píldoras de la manga y le metió una en la boca. Entonces le giró la cara hacia la luz de la antorcha. Era más joven de lo que había supuesto, poco mayor que ella —diecinueve o veinte años—, como mucho; un hilillo de sangre le resbalaba por la frente hasta más abajo de la oreja, y como llevaba abierto el cuello de la camisa, la luz le dio de lleno sobre la clavícula. Qué tipo tan extraño... Quizá Raffin supiera quién era. Se esforzó en salir de sus reflexiones y echó a correr. Estarían esperándola.
  • 16. graceling ϒ Cabalgaron sin descanso. Habían atado al anciano al caballo, porque se encontraba demasiado débil para sostenerse erguido, y sólo se detuvieron una vez para envolverlo con más mantas. Katsa estaba impaciente por reanudar la marcha. —¿Es que no sabe que estamos en pleno verano? —Aun así, está helado, mi señora —replicó Oll—. No cesa de temblar y parece enfermo. El rescate no serviría de nada si se nos muere. Debatieron si hacer un alto y encender lumbre, pero no había tiempo para eso. Debían llegar a Burgo de Randa antes de rayar el alba, o los descubrirían. «Quizá tendría que haberlo matado —pensó Katsa mientras atravesaban tenebrosos bosques a galope tendido—. Quizá no debí dejarlo con vida. Sabe quien soy.» Pero aquel personaje no se había mostrado receloso ni ame- nazador, sino más bien curioso... Y, además, había confiado en ella. 15 Claro que ignoraba el rastro de guardias desmayados que la muchacha había ido dejando a su paso. Y no volvería a fiarse de ella cuando se despertara con un buen verdugón en la cabeza. Si le contaba al rey Murgon el encuentro que había tenido, y si Murgon se lo decía al rey Randa, las cosas podían ponerse muy difíciles para lady Katsa. Porque Randa no sabía nada acer- ca del prisionero lenita, y ni siquiera imaginaba que su sobrina llevaba a cabo trabajos extra como rescatadora. La joven se sentía frustrada. Pensar esas cosas no servía de nada; además, lo hecho, hecho estaba. Debían llevar al anciano a un sitio seguro y cálido, con Raffin. De modo que se inclinó más sobre la silla y espoleó al caballo hacia el norte.
  • 17. Otros títulos de esta colección: BRISINGR Christopher Paolini ELDEST Christopher Paolini ERAGON Christopher Paolini EL MAGO Michael Scott EL ALQUIMISTA Michael Scott EL VUELO DEL DRAGÓN Anne McCaffrey Para más información consulta nuestra web www.rocajuvenil.com