SlideShare una empresa de Scribd logo
1
2




   INDELEBLE
     Y OTROS RELATOS
 DEL MILITARISMO GENOCIDA
    Y LA ESCLAVIZACIÓN
     LATINOAMERICANA




GUILLERMO AMILCAR VERGARA
3

                          A Monseñor Enrique Angelelli
Y todos aquellos, que abonaron con su sangre generosa,
 el venerable sueño de una América, con amor y libertad




             17/06/1923 – 4/08/1976
4

             LAS BÚSQUEDA DE LA VERDAD ES UN CAMINO
              EL TRIUNFO DE LA VERDAD, UNA ESTRATEGIA

Nuestra Argentina ha vivido, a través de su frondosa historia, holocaustos de
barbarie, donde los responsables, individual ó colectivamente, jamás se
arrepintieron, no tuvieron, atisbos de remordimiento, la mínima autocrítica, ni
una pizca de pena ó tristeza por tantas vidas tronchadas, en honor a la nada.
“Indeleble” es una falacia acerca del arrepentimiento de un conocido general,
defendiéndose de los embates de su propia conciencia.
“Noctiluca” es la añoranza de la lejana niñez, siempre tan grabada en lo más
recóndito de nosotros.
“Pienso, luego existo”, es una paradoja que intenta transitar los límites sutiles,
casi inexistentes, entre las presuntas realidades de nuestra estancia.
Quizás el espíritu humano tiene sellos inmanentes que lo amalgaman a
realidades donde no se respetan las libertades individuales, y la “democracia”
(¿cuál democracia?) es un burdo disfraz que mimetiza la megalomanía, las
ambiciones, la fiebre del poder, por el poder mismo. “El Secuestro” intenta
narrar otro eventual camino, en la búsqueda de la verdad.
“Mi alumno” es la incógnita del sentido de la vida al enfrentar el cataclismo,
inevitable, de la muerte. Sólo el conocimiento superador promoverá una
aproximación a la verdad.
“Francotirador” es un relato que concluye posibilidades de superación de los
dramas vivenciales y psicológicos que perturban nuestra vida
Trabajando en el desierto de La Rioja me detuve, muchas veces, en algún
ranchito, a pedir agua fresca, ó sentarme con los llanistos a tomar algún
matecito. Era tan mezquina y precaria la vida de estos viejitos, a los que sus
hijos, todos emigrados a las urbes, les traen sus nietos “para que los críen”.
“Larga sed de María” pretendió ser un cuento ortodoxo, con planteo, trámite y
desenlace, plagiando un poco la genial técnica de Horacio Quiroga (con el
universo de saber y dolor que nos separan). Pretendía ser una fantasía, y
terminó, graciosamente, esbozando un fiel correlato de la vida de tantos
riojanos pobres.
 “Futuro imperfecto” es un ensayo sobre un mundo que se auto fagocita, que ya
no se soporta a sí mismo...Nuestro mundo.
  “Cuchiyo del mishmo palo” es una fugaz ingresión a la marginalidad, su
antítesis de vida, y la carencia de salidas posibles ante la normalidad de la
barbarie. La existencia es un tormento, y la muerte, en espirales de violencia,
sólo un lógico desenlace.
Hurgando el arcón de los recuerdos surgió “Maikel”, uno de esos incidentes de
la incipiente juventud, tan remota que parece ajena, que, no obstante, nos
marcan para siempre. Un jovencito y un anciano conviven parajes de ensueño
y pesadilla.
“Ignota muerte de Ernesto Rojas, un montonero” un breve enfoque a la derrota
del Chacho, en Caucete, las desbandada y la muerte del aguerrido ejército
riojano.
“Caída libre” es un grotesco, pequeñas digresiones que ofrece la estancia.
“Los del 60” inicia una serie de relatos, con los tres siguientes, que permite
conocer, desde mi humilde punto de vista, la historia del calvario de una
generación, lúcida e irreverente, de nuestra, hoy, devaluada, Argentina.
5

“Pérdida de la Santidad” relata una modesta experiencia, que señala un rumbo
eventual hacia una comunidad organizada.
 “Juramento Hipocrático” intenta llevarnos a una situación límite, la relación
entre el torturador y su víctima. La necesidad de satisfacer patologías sádicas
El eventual triunfo de la fuerza, de quien se sabe carente de la verdad, sobre
quien la detenta.
 “Contrainteligencia” relata la vida de los presos políticos, hostigados, hasta el
hartazgo, por los agentes encubiertos, de los servicios de inteligencia, de la
dictadura militar.
“Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!” es una crónica del patético mundo
de los avaros. Muchas veces nos preguntamos cómo gente tan despreciable
pueden acuñar inmensas fortunas. Es sencillo: son miserables.
Laberinto intenta descubrir las interacciones entra las culturas incaicas y
calchaquíes, la conquista de los metales, y la explotación imperialista para la
sóla satisfacción de poseer el oro. Todo ello en una realidad con la barbarie al
acecho.
Aurelio del Pehuén es una fantasía, casi real, de la zaga defensiva de la
Nación Araucana ante la autodenominada “conquista del desierto”.
“No hay enemigos pequeños” pretende interpretar la súbita desaparición de los
culturas militaristas genocidas (Mayas y Toltecas), precursoras de la decadente
barbarie Azteca.
                                                 Guillermo Amilcar Vergara/2010.
6

                                  INDELEBLE

  Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José Hernández.

Siempre lo habían exasperado los preparativos para las fiestas de gala. Se
sumaban la lentitud crónica de su esposa, para acicalarse, a la ridiculez que
siempre sentía al vestir el atuendo militar ciudadano. La única indumentaria
digna y cómoda, para su concepto profesionalista, era el equipo de sarga verde
oliva – de combate - ; que le hacían sentir holgado, cómodo, y con facilidad
para cargar las armas y correajes de guerrero. Afortunadamente, era un
hombre meticuloso, ordenado hasta el hartazgo; para satisfacción personal y
engorro de quienes lo rodeaban. Tomó la funda de cuerina, abrió el cierre, y
extrajo con cuidado la chaqueta de hilo blanco, con brillantes botones dorados.
A pesar de haber superado – con holgura – los sesenta, el entalle ceñía su
cintura como veinte años atrás. Buscó sus medallas en una caja de caoba y
enfrentó el espejo para acomodar sus distinciones laborales. ¡Tantos honores y
ningún combate¡ - comentó esa vocecita impertinente que, últimamente,
opinaba con total libertad sobre todos sus asuntos -. Repentinamente, con
horror, advirtió una impactante mancha bermellón en la pechera izquierda de la
prenda. Era un círculo rojizo, de aproximadamente cinco centímetros de
diámetro, de aspecto rezumante. Apoyó un dedo en la mancha y la percibió
tibia y mojada. Su índice quedó enrojecido.
No quiso indagar la causa de la anomalía, sólo le preocupaba, de momento,
tener una chaqueta en condiciones para concurrir al casamiento de la hija de
su camarada Pérez Battaglia. Con firmeza y precisión cepilló la irregularidad,
usando agua tibia y jabón. Por fin quedó sólo una tenue aureola rosada, casi
imperceptible. Llamó a la mucama, requiriendo que, prestamente, la repase con
la plancha. En contados minutos le fue reintegrada, todavía humeante y con el
agradable aroma a vapor y aprestos.
Calzó la prenda con impaciencia, no exenta de una creciente dosis de
inexplicable angustia. Enfrentó, nuevamente, al espejo, sintiendo el corazón
galopar, descontrolado, en su pecho. Si, no era ilusión, la mancha había
reaparecido y parecía latir, sanguinolenta, burlona y desafiante, al compás de
su aterrado ritmo cardíaco. Cayó, derrumbado, sobre su amplio sillón de pana
verde; a los manotazos se arrancó la chaquetilla, y, con un sordo ronquido,
llamó a su mujer:
    - Clara
    - ¿Qué necesitas? Ingresó, presta, elegante en su largo vestido negro,
con esa distinción característica de las “mejores familias”. Recordó el lejano
diálogo con su difunto suegro: “Sos un triste hijo de inmigrantes, con mi dinero
y prestigio tendrás una brillante carrera militar. Una sola condición te impongo,
no quiero que hagas infeliz a mi hija, sé que sos mujeriego, por lo tanto tu vida
deberá ser en lo público, un ejemplo, o irás a la ruina...”.
    - No puedo concurrir al casamiento, hazlo en nombre de los dos, y
discúlpame por una indisposición pasajera.
    - Pero, realmente, ¿qué te sucede...?
    - Mejor mañana conversamos...
    Algunas noches parecen eternas, y ésta la fue. En meticulosa requisa de su
amplio placard comprobó que todos sus sacos, camisas, cardigan y pulloveres
7

habían adquirido la mancha roja. ¡Es sangre!, repetía en forma monótona la
vocecita punzante.
   - Cállate, por favor, es imposible, no puede ser sangre...
   - Está bien, seamos lógicos y busquemos una salida a este problemita.
       Hagamos memoria y escarbemos en el pasado.
   - De acuerdo, concedió, impotente de contradecir a este fantasma
       engorroso y vocinglero.
   - ¿Te acuerdas, en 1976, en el Batallón de Arsenales...?
   - ¡Cómo no hacerlo!, era gobernador y jefe militar en la Provincia...
   - ¿Recuerdas las órdenes del Comando del III Cuerpo, sobre ejecución
       de detenidos, donde se estableció el código de sangre y de silencio, por
       el cual, los jefes máximos siempre apretaban primero el gatillo?
   - Tengo todo presente, pero no sé, adonde pretendes llegar...
   - Había una detenida, una rubita, estudiante del primer año de Medicina.
   - Si, recuerdo que le encontramos un póster del Che Guevara.
   - Si, era peligrosísima...
   - Bueno, no para tanto, era sólo una “zurdita” no encuadrada. Pero con el
       tiempo llegarían a lavarle el cerebro a nuestra juventud.
   - Seguro que vos serías mejor referente para los jóvenes. Al menos el
       Che cayó en combate...
   - No advierto que todo esto tenga alguna relación con mi problema.
   - Veremos... ¿Recordás que esta chica, en una sesión de tortura, a la que
       concurriste, rogaba por favor, que la maten, pero que no la violen más...
       ¿ y los comentarios que te hicieron los integrantes del grupo de tareas?
       (“era una virgencita cuando llegó...”).
   - Yo jamás violé a una detenida.
   - Pero consentiste que lo hicieran, siendo el jefe máximo, da lo mismo...
   - Ahora te empeñas en transformarme en el Anticristo...
   - Si no querés aclarar las cosas, irá sólo en tu perjuicio...
   - Prosigamos, ya no me quedan alternativas; todos mis caminos, mal o
       bien, ya fueron recorridos...
   - Era una noche de otoño, había órdenes, del Comando, de ejecutar a
       diecisiete detenidos; y, tal como era costumbre, tú debías iniciar el ritual
       con el primer fusilamiento. Debes recordar, nítidamente, cuando al
       inclinar hacia delante la nuca de la detenida, por el borde trasero de la
       capucha asomaba su cabello rubio pajizo. Pensaste unos segundos
       ¿por qué esta criatura? ¿qué hizo para que la matemos...?. Pero debías
       dar el puntapié inicial, apoyaste el caño de la 9 milímetro sobre la nuca,
       y apretaste el gatillo. Un buen soldado no piensa, sólo obedece. Ingresó
       a tu mente la figura de su madre, durante una audiencia que, a las
       cansadas, le otorgaste en el Comando; “por favor General, devuélvame
       a mi hija” sollozaba la pobre mujer de rodillas... Y tus respuestas eran
       los lugares comunes,”su hija jamás ha sido detenida por el Ejército”...
       “Quizás se la llevaron sus compañeros de la subversión...” “Nada sé de
       su hija...”. Te retirabas, tratando de disimular un incipiente malestar,
       cuando te detuvo el Cabo Primero, el correntino...
   - Mi general, ¿me permite?
   - ¿Qué le pasa, Ramírez?
   - Su chaqueta está manchada de sangre...
8

Y miraste, y tocaste, un enorme lamparón rojo en tu pechera izquierda. Y te
quitaste el blusón verde oliva y se lo entregaste al “zumbo”.
- Por favor, quémelo...
- Como usted ordene, mi General.
Mientras conducías el Falcon verde, recorriendo el breve tramo entre el
campo de detenidos y tu residencia, algo te carcomía el cerebro. Toda tu
experiencia en balística indicaba, que era imposible que la sangre salpique,
con tal intensidad, en contra del sentido del impacto del plomo. Por la
mañana, el Cabo Primero se presentó al comando, solicitando verte. “¡Qué
impertinencia!”, pensaste, ordenando que”no se te moleste...”. Es que
parecía retumbar en tu mente la explosión del disparo y el seco crujido de
los huesos del cráneo al reventar...”es mi única hija... se lo ruego, General”.
A primera hora de la tarde, tu asistente, el Mayor Gruber, te informó:
- Se suicidó el correntino Ramírez, colgándose con su cinto de una viga, y
dejó una carta para usted, mi General. Depositó un sobre blanco con tu
nombre sobre el vidrio impecable, brillante, del escritorio. Lo abriste a solas.
Era un trozo de sarga, manchada con sangre, aún fresca. Los bordes de la
tela parecían chamuscados. Una breve esquela decía: “Mi General, la tela
manchada parece incombustible, la impregné con kerosén, pero no se
quiere quemar. Dios me perdone”. Desde tu helicóptero personal, a una
altitud de varios miles de metros sobre la selva, arrojaste el trocito de tela
manchada. Y todo quedó olvidado, hasta hoy.
- ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora?
- Ignoro esas respuestas, son sólo patrimonios de Dios...
- Pero, acaso ¿tú no eres Dios?... ¿Quién eres, entonces...?
- Infeliz, ¿crees que Él se rebajaría hablando un instante con alguien
     como tú?
Y las carcajadas, impertinentes, retumbaron en las paredes de su alcoba.
El amanecer, en su claridad, parece alejarnos del dolor de las sombras y el
oprobio de tantos recuerdos horribles. Con delicadeza cortó un trozo de tela
enrojecida de una vieja, casi inservible, camisa blanca. Buscó en la guía
telefónica un laboratorio bioquímico, cualquiera, al azar, y llevó la muestra,
solicitando la analicen:
- ¿Qué quiere usted saber Señor...?
- González – mintió- por favor, necesito saber grupo sanguíneo y Rh, le
     dejaré pagado por anticipado, así, simplemente, indago el resultado
     telefónicamente.
- Llame después de las 18 horas, repuso el sorprendido facultativo.
No quiso regresar a su casa, era imposible ofrecer explicaciones sobre lo
insondable. Caminó toda la tarde por la ciudad, recorrió los bosques de
Palermo, admirado y extasiado por el juego de los niños y el abrazo
amoroso de los adolescentes. Algunas chicas eran rubias “¿qué hizo para
que la matemos?”. Se hicieron las seis de la tarde, y del teléfono público de
un bar, llamó al Laboratorio. El bioquímico, estupefacto, lo indagó:
- ¿Qué me trajo usted, Señor González?
- ¿Por qué me lo pregunta, acaso no es sangre...?
- Mejor diría son sangre, es una mezcla de todos los grupos sanguíneos y
     Rh posibles. Cada vez que repito el análisis, da resultados diferentes.
     Como broma, es de muy mal gusto.
9

Cortó la llamada, temeroso de dar explicaciones incoherentes, impotente de
penetrar, -aún más si cabe- en el tenebroso misterio que invadía,
abruptamente, su existencia. Regresó a su casa, e inmediatamente se
encerró, con doble cerrojo, en el estudio. Monologaba.
- ¿Dónde estás,... por qué no vuelves? Por favor, necesito hablar
    contigo...
Pero nada respondía a sus desesperadas súplicas. Repentinamente, en un
rincón del cielorraso fue surgiendo una mancha roja, y más allá otra, y otra
más... Y las gotas escarlatas caían sobre el parquet, sobre los acolchados y
los muebles. Las gotas de sangre también caían sobre el rostro dolido y
aterrado del General. Abrió el secreter en la consola de su cómoda, y sacó
su vieja nueve milímetros. Era una hermosa Browning, cromada, con
cachas de nácar. Una joya que muchos le envidiaron. Una perla con triste
historial. ...Remontó la pistola, introdujo el caño en su boca, apoyó el
extremo en su paladar, y, sin dudarlo, disparó.
10

                                   NOCTILUCA
Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una tenue
brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que guarda la gran
panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era esquiva, si
teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos primos, gran
ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para querernos y para
pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es bueno resistir, cuando
se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En una noche cualquiera,
algún primo te tapaba la boca, mientras dormías. “Despertate, boludo”, te
susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos en la esquina, descalzos,
cuchicheando los secretos de nuestro placer clandestino. Corríamos como
desaforados las tres cuadras que nos separaban de la playa. Ella nos
esperaba impaciente, como una virgen seductora de niños. Sabía que
vendríamos, y podría acariciarnos las tersas pieles, y adherirse a nosotros, y
correr por la playa, y rodar por los médanos. Una cuadra antes de la costa ya
veíamos el mar brillante. Si, allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba
con su manto de plata, para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin
luna. Aullando como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos
en el mar, hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores,
seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su milagro,
nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la ribera. “A los
médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos rodábamos
feroces como demonios, complacientes como querubines, intolerantes como
adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y volvíamos a zambullirnos
entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra exclusiva familia, de nuestro
exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en la costa, a recibir mantos de
sombras, con los cuerpos cubiertos por miríadas de algas fluorescentes.
Éramos semidioses que brillaban en la oscuridad. Sabíamos que estaban
formadas por organismos microscópicos, que eran plural, pero siempre le
decíamos “ella”. Por las mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas,
reclamaban “¿por qué no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan
bañarse desnudas”. “A ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil,
porque queremos” ¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las
excluían? “Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a
pillar alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante
horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un ritual
digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la cabeza.
“Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena merienda, con
pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se quejó a la policía,
llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y presentarse a declarar
Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los viejos recorría la bahía “¿Qué
podía responderme cuando le preguntaba qué delito era mear a las ovejas?”.
Noctiluca era el alga, nuestra hermosa niñez perdida, el mar y los médanos.
Cosas de chicos.
11

                        PIENSO…¿LUEGO EXISTO?

 Conducir de noche ejerce, en mi, un magnetismo especial,. Esta circunstancia
se potencia si tiene lugar por carretera montañosa. Siempre he observado, con
insistencia, a otros conductores, así puedo clasificarlos en dos grandes grupos:
los estructurados y los instintivos. Los primeros realizan la tarea de una forma
“racional”, en la que hasta los mínimos movimientos semejan una sesión
ininterrumpida de actos “pensantes” en relación a los estímulos “causa-efecto”
que les plantea el problema.
        Así establecen condiciones de prudencia esquemática sobre
velocidades, ángulos de giro, estado del pavimento, en fin, todas y cada una de
las variables que impone el sistema. En esa realidad la conducción se realiza
con el cerebro, las manos y los pies.
        El segundo estilo de manejo es el “instintivo” donde el gobierno del
automotor esta sujeto al mandato de todo nuestro sistema orgánico y las
eventuales órdenes cerebrales son imperceptibles. Así, las condiciones de
gobernabilidad del rodado están monitoreadas por los músculos dorsales, de
acuerdo a su percepción de intensidad relativa de fuerzas centrífugas y
centrípetas. Esta sensación es transmitida a manos y pies con una fugaz, casi
indetectable, participación cerebral.
        Bajo estas circunstancias, nuestro sistema nervioso central es, mas un
eslabón de tránsito, que un procesador de acciones.
        Los instintivos jamás racionalizamos nuestra conducción, no nos
interesan los ángulos ni peraltes de las curvas. El cuerpo, sólo ira resolviendo
los problemas, mas, no obstante, un acto tan escasamente intelectual abre un
amplio abanico de dudas sobre su realismo, son tan sutiles los límites entre
paradoja y fantasía.
        Bajábamos, transitando desde la Puna de Salta, cuando, a la altura de
Santa Rosa de Tastil, Enrique, mi ocasional copiloto, increpó.
        -¿No te parece que tomaste demasiado rápido esa curva?
        Mis sistemas ingresaron en una veloz disfunción ante lo inesperado de la
circunstancia, puesto que mi cerebro estaba profundamente comprometido en
dos tareas:
          - Reflexionar sobre todos y cada uno de los pormenores del último
          viaje, ordenando y sopesando la información recibida.
          - Conversar nimiedades con Enrique, reprimiendo las eventuales
          disputas entre mis dos hijos menores, que ocupan el asiento trasero.
En ese instante percibí, con horror, que mi yo consciente no estaba
participando en absoluto del control del automotor que, rugiendo raudo,
recorría, eufórico, la difícil cuesta.
        Entonces ¿quien era el responsable de las vidas de los cuatro ocupantes
de esa cápsula de metales, plástico y cristal que, eventualmente, nos
trasladaba?
        Respondí, cauto, “quédate tranquilo hermano, todo esta bajo control...”
        Comencé a reflexionar, si el patrón de velocidad-estabilidad del rodado
estaba gobernado por las masas musculares localizadas entre los hombros y el
hueco lumbar; y estas “ordenaban” las diversas acciones a brazos y piernas...
¿no estaban, acaso, asumiendo un rol “cerebral” oportunamente delegado por
el contenido de nuestra caja craneana? Después de todo, muchos dinosaurios
tenían un hemicerebro por ensanchamiento de la médula en la zona lumbar.
12

       Pero este “cerebro alternativo” no tiene facultades intelectuales, solo
recibe estímulos y emite órdenes. Es inhábil para responderle a Enrique que la
velocidad imprimida era la adecuada. Imbuido del placer lúdico de las
circunstancias paradojales comencé a explicarle, a mi circunstancial
interlocutor, una nueva dimensión posible acerca de la ambigua traslación por
carretera entre dos puntos, eventualmente, identificables del espacio.
       Las luces del automóvil dibujan una cúpula luminosa en la negrura
ominosa de la noche. A través de esa mágica semiesfera fluye la cinta de
asfalto por nuestros ojos, invadiendo nuestro cerebro con sensaciones de
traslación y movilidad. Todo esto es ilusorio, porque, en realidad, estamos
inmóviles, en un grado de estanqueidad rotunda y absoluta. Los centros
neuronales, entonces, absorben esta emisión perpetua, transmitida por la
cúpula lumínica, donde transcurre la ondulada cinta asfáltica. Las sinapsis
sensitivas, entonces, generan nuestro sueño de traslación desde la Puna a
Salta. En realidad, jamás hemos estado en la altiplanicie, y nunca llegaremos
al Valle de Lerma. Estos lugares no existen, nosotros tampoco, y nuestros
cuerpos son meras falacias.             Quizás sólo seamos ordenadores
interconectados, donde, los jugadores supremos, insertan discos compactos de
ilusiones, plagados de cúmulos de sensaciones que otorgan credibilidad a
estas fantasías...
       Enrique, incapaz de soportar por mas tiempo tanto, aparente, desatino,
me interrumpió, esgrimió un trozo de lava basáltica y alegó.
       “Tengo en mis manos la prueba de que estuvimos en el volcán, puedes
sentir su aspereza, su peso,...”
       “Estimado colega”, le espeté, “quien puede crear la ilusión de vida
encontrará un juego de niños poner en tus manos pruebas que te convenzan
que eres algo mas que un disco rígido. Si tuviéramos, tan pretendido albedrío
¿en qué consistiría el juego?”.
       Así como ignoramos la esencia y propósito de la movilidad, las razones
de nuestra circunstancial esencia y la proximidad de nuestro eventual fin,
¿podemos concebir, en tanto orden, la contingencia del azar? ¿Podrá ser
aleatorio el encuentro de dos “existencias” para promover un resultado
conjunto?
       Mientras tanto, ante cada alternativa de eventual elección, imaginemos,
aunque solo sea un instante, qué respuesta será la trascendente. Quizás, más
allá de las semiesferas lumínicas y las cintas asfálticas, nos dejen entrever
algunos someros atisbos de realidad.
13

                               EL SECUESTRO

Era una reunión “muy importante” convocada por la plana mayor. Mi hastío,
aún antes de comenzar, ya era insostenible. Volver a escuchar las mismas
pavadas de las bocas de los figurones de turno, y reprimir mi insana y
patológica necesidad de interrumpirlos con mis, a veces ingeniosos,
sarcasmos. “No sé para que m… te invitamos, siempre salís cargándonos a
todos”. Debía ser porque me necesitaban, ¡que angustiante percibir que tantos
te necesitan, sin poder confiar en ninguno! Comenzó a hablar Roberto, bueno,
se hacía llamar Roberto, y mantenía la falacia, a pesar de que sabíamos que
era, simplemente, “el flaco Marcelo”. Una vez le pregunté por qué su alias, y
me dijo que era de apariencia formal; “peor vos que nadie puede identificarte,
ni nosotros, ni los negros malos, ni aún las autoridades con quienes
negociás…”. “Decime la verdad flaco, no será que marcelito te parece algo
afeminado para lo que querés representar en esta comedia, de violento
supermacho implacable”. Siempre terminaban mal nuestras charlas, por
exclusiva culpa mía, pero tengo la certidumbre que ocupaba un lugar de
privilegio en el rango de sus escasos afectos, lo que, ciertamente, no era poco.
Las palabras del dirigente me llegaban como desde neblinosas penumbras,
mientras distraía mi vista en la detallada observación de los lujosos muebles,
de madera tallada, que ornamentaban el recinto.                  Eran de roble
norteamericano, en un estilo eo-escandinavo. Siempre me enorgulleció mi
sapiencia sobre las maderas, a pesar de no haberlas estudiado (mi vida fueron
las rocas), disfrutaba observando sus tonos, texturas, bandeado y nudos. El
disertante describía el malestar de los negros malos por nuestros supuestos
abusos, apañando las erróneas decisiones de la burocracia. Estábamos junto a
un amplio ventanal, en el primer piso, que daba un perfecto panorama del
parque, los canteros y las sofisticadas fuentes. Sólo el lejano alambrado
olímpico, electrificado, me recordaba el clima de beligerancia donde estábamos
inmersos. “Mirá, flaco”, le dije, “los negros de malos no tienen nada, hace años
que soportan consumir lo que le damos, viviendo en condiciones de “menores
recursos”, viendo pasar nuestros BMW.”(Siempre disfruté con la exageración
de la falaz demagogia barata) Una mirada de reojo me hizo percibir que, en el
parque, se movían en carrera, ágil y zigzagueante, varios centenares de negros
malos. “Zás”, grité, “cagaron todas nuestra defensas, redujeron nuestra guardia
periférica de élite” No entendí cómo superaron la cerca electrizada. Nada tenía
sentido hasta que la palabra “traición” aulló en mi cerebro. “Todos al suelo”
vociferé, “no ofrezcan resistencia”. Nada más oportuno, hubiera sido una
verdadera masacre, y, quizás el objetivo primigenio de la mejicaneada. Alguno
de los nuestros, un resentidito, seguramente, nos prefería muertos para ganar
alguna pulseada de poder interno. Son inescrutables los caminos del Señor.
Entraron al salón como una oleada oscura y abyecta, todos con sus Uzzi
moviéndose en abanico para derrumbar cualquier acto sospechoso. Tenían el
pasamontañas negro bajado, salvo el “comandante gordo” que operaba a cara
descubierta. Su sonrisa blanca e impecable desbordaba la felicidad de
tenernos, por única vez en su vida, a su merced. Se acercó y me tocó con la
punta de su botín, recién lustrado. Su blusón de combate, verde oliva, regalo
mío en su último cumpleaños, estaba impecable de tan lavado y planchado, sin
manchas de tuco ni de vino tinto. “Vos parate, pelao”, me dijo. Señaló a seis de
los participantes, integrantes de la mesa chica, “espósenlos a esos, van con
14

nosotros”. “Gordo” le dije débilmente, “esto es grave, es como un golpe de
Estado…”. Nuestra férrea organización sociopolítica, estable en medio de su
volatilidad, tenía un parlamento donde, equitativamente estaban representados
los negros malos, dominantes territoriales y militares de los asentamientos de
emergencia, las autoridades, ejercidas por la burocracia política y la OES
(organización para el equilibrio social), representante de la clase media, más ó
menos ilustrada, con sólida conformación político-militar y responsable de la
seguridad, la justicia, la educación, la salud pública, la organización productiva
y el equilibrio entre las otras partes. Cada sector tiene treinta representantes en
el parlamento, elegidos democráticamente, por sus pares, cada cuatro años, y,
sin posibilidad alguna de reelección, ni discontinua, ni alternadamente. La
autoridad gobernaba a su antojo el núcleo urbano (en la realidad, porque en los
papeles regía a todo el territorio) donde habitaba la burocracia y el comercio
(interior y exterior). Por su parte, los negros malos intercambiaban servicios y
prestaciones con los capitanes de la industria y los administradores de los
fundos agropecuarios. Nosotros proveíamos la convivencia, nos identificaba el
cóndor de oro bordado en la indumentaria y la desembozada ostentación de
armamento. Éramos inimputables hasta por la ejecución misma de quien
interpretáramos ponía en riesgo la paz social. La burocracia se sustentaba con
el comercio interior y exterior. Los negros malos de la producción
agroindustrial, hasta los niveles medios, aún cuando subsistieron al fuego
revolucionario grandes fundos agropecuarios y multinacionales de la industria
que empleaban como mano de obra negros malos, en condiciones más ó
menos decorosas. Estos capitanes de la industria y el agro tributaban a la
burocracia, y con ella entendían las condiciones de comercialización y/o
exportación del producido. En numerosas ocasiones financiaban nuestros
proyectos para autogestión de los negros malos. Nosotros vivíamos de la gran
minería, la tecnología nuclear y electrónica de punta, desde celulares hasta
aviones de combate, el petróleo y la generación energética. La pequeña y
mediana minería (materiales de construcción, refractarios, bentonita, baritina,
etc.) era potestad de los negros malos. La salud y educación de los negros
malos eran nuestra responsabilidad. La burocracia tenía su propio sistema
educativo, del que estaban excluidas la ciencia y la técnica. La infraestructura
vial y ferroviaria, y los medios de transporte eran actividades consensuadas en
el parlamento. La burocracia comprendía entre el 20 y el 30% de la población,
nosotros no podíamos exceder el 1%, y los negros malos, que jamás aceptaron
estas pautas, se reproducían como conejos, para trastorno del conjunto.
Nuestros cuadros se seleccionaban de los negros malos, entre los mejores del
ciclo primario, empero se sometían a un duro aculturamiento, incluyendo
capacitación hasta posgrado, para insertarse, orgánicamente, luego de los 35
años.
“Estamos hartos, hermano”, dijo el gordo, “tus jerarcas y la burocracia cada vez
viven mejor, y nuestra gente, literalmente, come mierda…”.
Me llevaron a un Jeep negro blindado con tres guardias, cargando a Roberto y
los demás “responsables” en la caja de un furgón azul. Estaban graciosos
apilados como cigarrillos en un paquete…
Cuando llegamos a la portería el espectáculo era dantesco, todos nuestros
guardias férreamente atados con precintos de fibra y encapuchados. Allí nos
esperaba el gordo “¿Qué hacés, animal?” le recriminé, “si nos matás rompés tu
15

inserción al sistema, te convertís en un paria con graves perjuicios para los
tuyos”
El gordo rió, estruendosamente “la única vida que no tocaré es la tuya, si pude
tomar tu cuartel general, ¿qué no podría hacerle a la autoridad?” “Una sola
pregunta ¿cómo entraron?”. El gordo infeliz seguía riendo “con gas paralizante
que me vendió un ruso, ex KGB”. Indicó a los guardias “llévenlo a su casa, y
esperen con él, es nuestro garante” y luego, dirigiéndose a mí “¿puedo contar
con que no dañarás a mis muchachos?”. “Los conozco desde que nacieron…”.
El Jeep vivoreaba en el intenso tráfico vespertino, era un excelente conductor,
acostumbrado a la difícil subsistencia de los asentamientos, donde un celular
vale más que una vida. Yo iba sentado atrás, entre los nerviosos guardias.
Llevaban al poder sobre todo, al padre que los alimentaba, al único que velaba
por sus derechos. Hay tabúes que no pueden violarse, éste era uno de ellos.
Desconecté cinco minutos las alarmas, y transcurrimos la calzada de piedra
que llevaba a la cima de la colina, donde estaba mi refugio. Ningún negro malo,
jamás, pisó mi propiedad, sentía particular afecto por ellos, pero, cada quien en
su lugar. Cuando se abrió la puerta blindada, tras mi identificación retinal, el
ordenador vociferó “los tres extraños no deben entrar”. “Está bien madre, los
autorizo…” La máquina pensó casi diez segundos, y respondió “su proceder es
inusual… ¿no habrá ingerido algún tóxico?” “Estoy bien, es largo de explicar,
ya informaré cuanto corresponda”.
Mi habitáculo es un círculo de vidrio, blindado y polarizado, con disimulados
paneles corredizos que conectan con sanitarios, dormitorio y cocina comedor.
Una vivienda inteligente, funcional y segura, carente de lujos innecesarios.
Conecté el panel de la TV, en los canales de las noticias ocupábamos los
primeros planos. Mis custodios guardaban un tenaz silencio, apagué las
noticias que nada nuevo aportarían para mí, me senté al piano y los obsequié
con las versiones de jazz moderno de Para Elisa, Naranjo en Flor y Concierto
de Aranjuez. Durante el, por mi pergeñado, proceso de asimilación cultural de
los negros malos corroboré la importancia que tiene la música en sus vidas, y,
persistentemente exploté esa tendencia para desarrollarles un sentido artístico
de la existencia. Esta premisa los transmutó hacia un buen gusto global en la
arquitectura, el diseño urbano y la prevención permanente de todo tipo de
contaminación. Sus asentamientos eran fiel reflejo de una visión colorida y
dinámica de la vida, contrastando con los grises edificios de los burócratas y
las parquizadas residencias nuestras, donde cada quien tiene un diseño
arquetípico personal, regido por mimetización con los ancestros (colonial,
morisco, francés, etc.). Cuando terminé de tocar, copiosas lágrimas brotaban
de los ojos de mis guardianes, y empecé a hablar. “Nuestra sociedad es justa,
con resabios de privilegios, pero abiertamente participativa. Hace pocas
décadas ustedes eran parias, que comían poco y mal, estaban desvastados
por la droga y el alcohol. Hoy son hombres libres, con salud, educación, y
hasta los autorizamos a portar las armas, para defenderse de los parias, las
mismas con que hoy me amenazan. Sé que toda obra humana es imperfecta,
pero si hay alguna verdad es que siempre tuve gran preferencia por los negros
malos y notorio desprecio por los políticos. Antes que Dios me castigara con
esta horrorosa enfermedad (diabetes) pasaba noches enteras, con tinto,
gruyere y aceitunas, coloquiando con el gordo para el mejoramiento de las
condiciones de subsistencia, la gestión de financiaciones de obras y el misterio
mismo del sentido de la existencia. Hoy los negros malos son quienes tiene
16

vida más saludable, vuestros asentamientos suburbanos y subrurales están
entre granjas modelo, trabajan en contacto directo con la naturaleza,
consumen los alimentos más sanos y frescos, producen en sistemas
cooperativos de autogestión, privilegiados con fenomenales impuestos que
sustraemos al bolsillo de los burócratas. Ustedes son transgresores, no
controlan la natalidad, y luego se quejan de falta de celeridad en la generación
de empleo. Siempre termino sacándoles las castañas del fuego. Hoy mis hijos
dilectos me apresan como un paria. Sé que muchos jerarcas de la autoridad y
la OES distan mucho de la perfección, pero ustedes saben que el poder tiene
un oculto accionar degradante. El gordo, sin ir más lejos, vive como un jeque
árabe”. Mi parloteo incesante los fue relajando, y, consecuentemente, bajaron
sus defensas. De un panel oculto, bajo el teclado del piano, saqué mi espada
de cromo-níquel, y arremetí contra ellos. “Uydió”, se quejó el más joven, “ahora
nos mata…” Marcos, el oficial a cargo, cuyo padre era gran amigo personal
mío, desenfundó veloz su Browning 9 mm, me apuntó y gatilló. Hubo un
chasquido seco de bala fallada, y no tuvo más tiempo, de un planazo su arma
voló por los aires. Los tres se arrojaron al piso: “No nos mate maestro, sólo
obedecimos órdenes”. Marcos puteaba descontrolado contra el gordo y la
corrupción imperante que favorecía que los fondos de los recambio de balas
terminen en el bolsillo de sus jefes. Fue la única vez que salvé mi vida por
acciones ilícitas ajenas. “Las culpas las tienen ustedes y las autoridades, de
quienes copiamos tanto accionar indebido”, protestaba, El absurdo en medio de
tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo mismo
pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con liga sintética
las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos de menos de
veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de apertura en cinco
horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi vehículo había quedado en
nuestro cuartel general, ahora en poder de los negros malos, el Jeep corroboré
tenía GPS blindado, por lo que siempre traicionaría mi posición. Debía,
entonces huir a pié. Introduje a los dos jóvenes en su vehículo, calcé unos
botines trekking y emprendimos con Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro
raid al burgo. Portada una discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja,
trescientos tiros en bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor
audiovisual GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y
agua. Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera
recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino porque
en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a tirar los
hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el territorio de la
OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por desconocidos
totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la cima de la pirámide a
través de complejas redes celulares. No había peatones, y los escasos
automotores pasaban raudos e indiferentes. No podía esperar ayuda posible.
Ignoraba las raíces del complot, quien lo promovía, contra quien era, si me
quedaban amigos, donde estaban mis noveles oponentes. Alguien dispuso
guardarme inactivo en mi casa, entonces, inicialmente, no tenían intención de
matarme, pero estas circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca
se sabe. Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas
en las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo
averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron
suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían leales. .En
17

una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su típico traje
gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un pase, colgando
del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para estar en nuestro
territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un trasmisor, que terminó
aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente, seguro que su vida no valía,
en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo maestro” me dijo Marcos al oído,
“es lo más seguro...”. Le hice abrazar un árbol, sunché juntas sus manos, y,
descubriéndole su brazo le inyecté concentrado de LSD con morfina. Cuando
despertara, en unas 12 horas, habría tenido tantos delirios que jamás
recordaría qué había pasado. “Probable que era un buchón, maestro, siempre
es mejor matarlos”. “No importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo
sinfónico…” En la OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva
gris para acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a
alguien, para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era
caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un poco
más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en un par de
horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y luminoso, que me
recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al linde cuando el
crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del territorio, el burgo
oponía su bullicio enmarañado. Una pizzería llena de comensales me tentó,
tenía hambre y la ansiedad la potenciaba. Mis raciones, si bien nutritivas,
tenían un soberano gusto a bosta. Cuando entramos se hizo un silencio
sepulcral, presurosos todos nos abrieron paso. “Una especial y dos cervezas,
para llevar”, le pedí al cajero, quien se negó a cobrarme y presto nos trajo el
pedido. Mientras caminábamos, estirando los hilos de la muzzarella, Marcos
me recriminó “Maestro, está jodiendo su dieta…”. “Callate huevón, que entre la
adrenalina que me hicieron segregar ustedes y la caminata, estoy realmente
hipoglucémico”. Consultamos qué nos llevaría a destino y un canillita nos dijo
“el 23, para en la esquina…” En pocos instantes ascendíamos al bus, para
terror de su conductor distraído, quien al verme, informó a los gritos “Este
vehículo ha sido interdicto por la OES, nadie puede bajarse hasta que se lo
disponga”, y, dirigiéndose a mí “¿adónde lo llevo, maestro?”. “A Lacroze,
urgente”, fue mi lacónica respuesta. Nos sentamos en el primer asiento,
mientras los burócratas se apretujaron, aterrorizados, en el tercio final del
vehículo Giré la cabeza, y entre todos los rostros blanquecinos y mustios por el
encierro, distinguí una rubita de ojos glaucos, con alguna chispa de perspicacia
en la mirada. La señalé “Señora, por favor, acérquese”.. El 23 bramaba
acelerado, esquivando vehículos, por lo que su paso fue tambaleante y penoso,
tomándose de los asientos en cada paso. Le indiqué que se sentara frente mío,
en un asiento pasillo por medio, y, apuntando su TV portátil, sugerí: “Por favor,
cuénteme las últimas noticias”. “¿No me hará daño, maestro?” “¿Por qué debía
hacerlo?”. “Se dicen tantas cosas…” “Efectivamente, se dicen tantas cosas…
ahora me cuenta las noticias”. Lo único que difundían los canales, dijo,
mientras llovían translúcidas trenzas de lágrimas por sus mejillas, es la trágica
muerte de seis jerarcas de la OES en manos desconocidas, sus cuerpos
habían sido tirados en la Costanera, mutilados totalmente por la tortura. Le
agradecí y le indiqué que volviera con los suyos. Sentí gran dolor por el flaco,
un payaso demagogo, pero honesto y bien intencionado. La muerte era cosa
de todos los días, pero la tortura ¿para qué? ¿Qué necesitaba conocer el gordo
de nosotros, que ya no supiera? Era muy probable que la movida sea
18

desmantelar nuestra organización y apropiarse de nuestros bienes (Fábricas y
Plantas con Tecnología de Punta, electrónica, energética, nuclear y bélica).
Evidentemente, no conocían ¿cómo podrían? nuestros sistema de anticuerpos.
En el fondo era una pendejada insensata, los jefes asesinados no sabían nada,
nuestro patrimonio operativo eran los diez mil mandos medios,
estratégicamente distribuidos, con autoridad suficiente para emerger en cada
hipótesis de conflicto y masacrar todo a su paso. Éramos los maestros de la
muerte, erigidos en salvaguarda de la paz. Poco tiempo después llegamos a
Lacroze, el conductor nos abrió la puerta delantera, y, antes de descender
fotografié, ostensiblemente, su número de identificación personal (impreso en
la camisa) y le advertí “Nadie baja antes de diez minutos”. “Si señor, así se
hará”. Era ya noche oscura, y una pertinaz llovizna protegió nuestro anonimato,
en medio de una marejada de peatones que volvían a sus casas. Envuelto en
una capa negra para agua, era como cualquier otro del rebaño. Recorrimos dos
cuadras, y llegamos a nuestro bunker, un edificio con frentes de granito negro y
un solo portón de acero blindado, donde brillaba, con luz verde el codificador
de alarma. Tranquilo, porque no había habido violaciones al sistema, marqué
los cuatro números y seis letras de mi código, y emergió un periscopio
identificador de retinas, mientras la máquina, por un oculto parlante, me
ordenaba someterme a la prueba. Luego la puerta se abrió sin ruido, dejando
salir un tenue haz de luz, cerrándose prestamente, tras nuestro. “¿Quién es su
prisionero?” Indagó el ordenador. “Un negro malo que debo interrogar”. “Apoye
su mano derecha en la pantalla”. Se abrió, entonces la segunda puerta, y
accedimos a un largo pasillo que finalizaba en una rampa. Al fin de la misma
había otra puerta, y, al pulsar el botón “open”, el ordenador emitió nuevas
instrucciones “Espose y engrille al detenido con piezas de metal, para
seguridad de todos”. Así lo hice, pues éstas emiten una señal codificada que
jamás le permitirán salir sólo, con vida, del edificio. En el panel general de
nuestro mega-ordenador pedí acceso a la sala de interrogatorios. La máquina
requirió motivo de la encuesta. Detallé, sucintamente, referente a homicidio de
seis agentes jerárquicos de nuestra organización. La pantalla me ofreció
información original, detallando acciones de represalias preventivas. La primera
fue en un enclave de los negros malos, donde un misil térmico quemó un
asentamiento industrial completo, incluyendo urbanización periférica,
destacando mortandad efectiva superior a los tres mil individuos. En el burgo
burocrático un cohete transformó en cenizas al Ministerio del Interior, en su
hora pico de trabajo, con más de diez mil muertes. Los anticuerpos estaban
ferozmente activados. Indagué responsabilidades del ataque contra nosotros, y
me informó que “fueron negros malos con apoyo de burócratas”. A la pregunta
“¿Quiénes de los nuestros estaban en la conjura?” Sólo una insulsa “sin
información disponible”. Enfermo de impotencia, informé a Madre que estaba a
cargo y ordené suspender toda represalia hasta obtener información detallada
y objetiva, preventivamente sólo salvaguardar la vida de parlamentarios e
integrantes del ejecutivo. Como siempre, sería muy difícil conocer quién tiró la
piedra y escondió la mano. Pedí acceso a la sala de interrogatorios, y me fue
concedida, a través de un ascensor de acero blindado, que me condujo hasta
algún profundo subsuelo. Constaba de una mesa redonda con sillas
acolchadas a la vuelta, paneles corredizos que comunicaban con sanitario y
kitchenette, y un gran armario metálico repleto de drogas de todos tipo y
variados modelos de jeringas. Apretando botones se desplegarían cómodas
19

cuchetas. El habitáculo estaba preparado para subsistir meses sin necesidad
de comunicación al exterior. El acceso al mismo también estaría vedado, hasta
que yo decida retirarme. “Bueno, Marquitos, lo primero es lo primero, debemos
alimentarnos y descansar, por lo menos, dos horas… ¿Te gustan las pastas?”.
Calenté una lasaña hipocalórica al microondas y abrí un jugo de frutas.
Comimos en silencio, cada uno absorto en sus dramas y ansiedades. “Maestro,
si me tiene que matar, hágalo, por más que me torture no voy a hablar, usted
me programó...” “Hijo, no te voy a matar ni mucho menos quemarte los sesos
con estas falopas demoníacas, vamos a conversar de qué nos conviene, sólo
te traje para poder circular tranquilo por vuestros asentamientos…Tu seguridad
será la mía, y viceversa…” Arrojé los desechos al incinerador, e, instalados en
nuestras mullidas adormideras, nos dispusimos a descansar. Conecté los
auriculares en alguna radio burócrata, son tan aburridas e imbéciles sus
mentiras, que enseguida conseguí abrazar a Morfeo. Soñé con Roberto,
mientras pescábamos dorados en algún lugar del Paraná. Tenía puesto su
raído panamá de paja toquilla; y, como siempre, estaba enojado conmigo por
alguna burla con que lo victimaba. Freud se hubiera hecho un banquete con el
significado subconsciente de mis bromas. Bueno, somos lo que somos…A las
dos horas sonó la alarma (Para Elisa, ¡qué cursi que soy!), y noté las mejillas
todavía húmedas por las lágrimas; nunca pensé que pudiera sentir tanto afecto
por algunas personas…Claro está, él era mi imagen y semejanza, buena parte
de mi historia se fue con él, si es que vamos a algún lugar, evento más que
discutible. Cargué el termo en el dispenser, lo engañé con ciclamato, y
encendí, ansioso, un cigarrillo, que saboreé con deleite antes de despertar a
Marcos. Los primeros mates saben a gloria, y los sorbimos en silencio. Mi
interrogatorio no se hizo esperar: “¿Por qué no me mataron?”. “Porque
necesitábamos una garantía de continuidad de lo bueno del sistema” “¿Qué
tenían de malo los muchachos?” “Su aburguesamiento era tal que ya no
servían a nadie, más que a sus estúpidos intereses, algunos tenían hasta tres
amantes, cuentas en Suiza, actuaban como autoridades, zafaron del mundo
real…”. “¿Por qué mataron a las dos compañeras del grupo de los seis? Eran
personas correctas…”Estaban en el lugar equivocado…” “¿Y Roberto?” grité,
“¿Por qué Roberto?”. “Para que entiendas que va en serio, que aquí no hay
joda, que no es un reclamo más”. “Entonces todo esto es para mí... ¿Qué
carajos es lo que debo entender?” “Que el sistema no da para más, que alguna
vez iba a reventar” “Tenemos un parlamento, donde ustedes tienen
participación igualitaria, las cosas se plantean allí, todo es perfectible” “No
tenemos mayoría propia, a pesar de representar el 70% de la población, y las
autoridades, a cambio de que se toleren sus corruptelas, votan
sistemáticamente por ustedes, los cagados somos siempre nosotros…” “¿de
qué te recibiste en la Universidad?” “Ciencias Políticas”. “Hijo, la política es el
arte del buen gobierno, no de los golpes de estado, aunque ustedes, para
masturbación mental lo disfracen de revolución ¿o no?” “Bueno…si, algo de
eso hay…” “Te voy a preguntar un solo nombre, nada más, ¿Cuál de los míos
está con esto?” Marcos me miró con cara de vaca triste, y clavó los ojos en el
piso brillante. Apreté un botón y gruesos flejes de acero lo ciñeron a su asiento.
Los dos sabíamos que un segundo botón ajustaría más las sujeciones, y que el
quinto era la muerte luego de transformar su esqueleto en papilla de bebé,
mediante un proceso lento de hasta un día de duración. Caminé en silencio,
como un tigre enjaulado. Cada cinco minutos imprecaba, “el nombre, Marcos,
20

el nombre…, sólo así pararemos la masacre, nos pondremos a conversar,…
todo va a salir bien, si no tengo la salida no puedo parar la contrainsurgencia…
¡el nombre de ese mal nacido!!!” Por fin, Marcos, musitó “¿Qué garantías
tenemos de poder negociar?”. “Te aseguro la vida del gordo y treinta días de
autocrítica conjunta para hallar la salida satisfactoria” “Seguramente los negros
malos pagaremos el pato por lo de Roberto” “La vida del traidor será suficiente,
aunque supondrás que no pienso matarlo…” Marcos no pudo evitar un
estremecimiento de horror de sólo pensar lo que pudiera llegar a ser la
subsistencia de ese infeliz en un programa de veinte años de reeducación. En
nuestra sociedad, casi sin crímenes, los OES éramos policías y jueces. Ese
poder sobre la vida y la muerte garantizaba la subordinación a la condena, su
carácter de inapelable y lo innecesario de estructuras carcelarias. Robos,
asesinatos y violaciones ameritaban la muerte. Cualquier forma de corrupción
ó sedición conllevaba procesos de reeducación en campos auto sustentables
de trabajos forzados. Daños menores, lesiones en riña, infracciones de tránsito
se penaban con trabajos comunitarios. Los interrogatorios se ejecutaban en
recintos con ordenadores conectados a Madre, se investigaban los
antecedentes familiares, educacionales y la inserción social de los imputados
Las máquinas decidían sobre el valor de las pruebas y emitían la condena. Los
delitos flagrantes los reprimíamos según la coyuntura, si los reos estaban
armados, lo más probable es que terminen muertos. Los menores de 21 años
siempre eran reeducados, circunstancia que, acorde a la severidad del delito,
se hacía extensiva a padres y hermanos. En nuestro modelo estructuralista era
prioritario detectar las fallas del sistema para promover su investigación
superadora. Si el trauma era familiar, tenía sus tratamientos, si era social,
también.”¿Que edad tenés, Marquitos?”. “Treinta” “¿Hijos?” “Tres” “Decime la
verdad, soberano pelotudo… ¿Pensás que nuestros archivos son en joda?”
“Bueno, cinco”. “Sos consciente que el número máximo sugerido son dos,
óptimo uno, sos un dirigente, un hombre culto, ¿ves la mierda que es lidiar con
ustedes? Son”Light”, hacen lo que se les ocurre. Naciste con la revolución, sos
uno de sus hijos dilectos, tus viejos eran de una villa de Matanza y vos sos
ahora un profesional calificado, especializado en La Sorbona, según veo…
Estuvimos seis meses para redactar los estatutos, dos mil representantes,
electos democráticamente, firmaron el acuerdo. Ustedes transgredieron
siempre el compromiso básico de estacionar la población para ponerla en
consonancia con la posibilidad productiva, como premisa básica para derrotar
a la miseria…” “Maestro, ¿cuantos hijos tuvo usted?” “Cinco”, repuse, y un
nudo en la garganta ahogó mis penas reprimidas ¿Dónde estarían? ¿Cómo
serían mis nietos? ¿Alguna vez cabalgarían en mis rodillas? Tantas cosas
quedaron en el camino de los sueños, en esta burla grotesca que fue mi vida,
mi delirio de un mundo mejor, para tener una existencia alienada, sólo y sin
poder confiar más que en mi sombra. Sin saber quién es ni qué hace, ni tan
siquiera mi vecino, un colorado silencioso al que sorprendí, algunos
atardeceres, sentado a la sombra de un sauce, quizás escuchando el repique
de algún jilguero. Una soledad densa, pesada y viscosa, comparada a la de un
monje benedictino, el que, por lo menos, se hace pajas mentales creyendo
haber encontrado el camino a Dios. Nuestra jornada de doce horas de trabajo
emitiendo y recibiendo instrucciones de Madre, dos horas de interacción con
los contactos inferiores y superiores, dos horas de ejercicios y entrenamiento
con armas y el resto de esparcimiento solitario frente al panel (películas,
21

deportes, noticias); a veces los dioses me permitían dormir un poco. Madre
controlaba mi sueño, interrumpiéndolo en mis frecuentes pesadillas; por la
mañana me preguntaba “¿Qué pasó ahora?” “Los muertos no dejan de
molestarme”. Mi terapeuta, y única amiga confiable era una máquina.
“Marquitos”, volví a la carga “tenés que hablar, sólo un nombre y en un mes
estás en tu casa, no le debés fidelidad a un extraño que, ni siquiera es de los
tuyos. Pensá que el traidor es inconfiable, hoy me traiciona a mi, mañana a
vos…Me gustaría saber algo más, ¿ustedes lo apresaron y torturaron?” “No
Maestro, el concurrió espontáneamente a ofrecernos su plan.”. Mil conjeturas
se revolvían en mi cerebro:
     - Era amigo de los negros malos y había mutua confianza.
     -   El Gordo le tenía tanto respeto que se jugó el culo en una patriada muy
        difícil.
     - Tenía contactos fluídos con la burocracia.
     - Manejaba mucha información interna de la organización.
  En medio de las nebulosas fue apareciendo claro el rostro de Hans –el
alemán- que, a pesar de nuestras reservas, insistió, pertinaz, y consiguió
autorización para radicar su refugio en un asentamiento de los negros malos.
De esto hacía más de diez años, una década de conspiración ininterrumpida.
Tenía un primo Secretario de Estado en la autoridad. Las evidencias lo
condenaban. Escarbé mis recuerdos sobre su origen…ciertamente no era de la
primera hora, fue de los muchos que se arrimaron luego de que tomamos el
poder. “Advenedizos” al decir de Roberto. Era doctor en Física, especializado
en energía nuclear. Tuvo dos proyectos en que lo compliqué, el primero era
una planta de Torio, energética, sobre el Paraná, que mereció mi encarnizado
repudio, a pesar de sus garantías de diseño ultra-confiable.”Si, tan confiable
como el de los rusos en Chernobyl” comenté al auditorio en medio de las
carcajadas unánimes. El segundo fue, lo que ahora interpreto, configuró una
agresión encubierta de su parte. Sabiendo que estábamos desarrollando
tecnología bélica efectiva, de bajo costo, presentó un proyecto sobre Torio en
bruto. Hacía dos años que estudiábamos yacimientos de Cesio para fabricar
“bombas blancas”, sin productos radiactivos peligrosos para la vida. Su
principio tan sencillo: el Cs en contacto con el Oxígeno de la atmósfera arde
espontáneamente, con residuos alcalinos inocuos, le dio prioridad a nuestra
ponencia, y construimos centenares de misiles que vendimos con gran
beneficio en todo el planeta. Si, tenía algunos motivos para odiarme, yo
también lo odiaba, porque tengo la certidumbre que alemanes, eslavos y rusos
se creen los reyes de los bananas y sólo son unos giles esquemáticos,
carentes de humor y creatividad. Venía a las reuniones del consejo tecnológico
con su camisa planchada, el cabello bien peinado, y se sentaba derecho en su
silla. ¿A quién quería impresionar? ¿A los que vivaqueábamos en las selvas,
soportando el barro, las víboras y los mosquitos? ¿A los que trepábamos el
Ande, buscando minerales? Presenté, cierta vez, un proyecto para radicar un
secundario tecnológico sobre usufructo de la piedra en La Toma, San Luis,
aprovechando la abundancia de ónix y mármoles de la zona. El bastardito pidió
copia y tres días para analizarlo, a fin de emitir dictamen. ¿Tres días para
entender cuarenta páginas de mierda, y, cuya factibilidad caía por su propio
peso? En la nueva reunión informó que nuestro proyecto pecaba de “muy
imaginativo”. “¿No será de lo que vos carecés, teutón, cuadrado y soberano
pelotudo?” Grité mientras, saltando entre los bancos, me aproximé hasta
22

ponerle la Browning en el cuello. Ríos de transpiración corrían por sus sienes
empalidecidas. Debí matarlo en ese momento, hoy Roberto seguiría vivo…Fui
severamente amonestado, y postergaron mi proyecto por seis meses. Los
pobres puntanos perdieron, gratuitamente, por mi descontrolada torpeza.
Javier, compañero de tantas lides, me tranquilizó “No te calentés, hermano, por
este pejerto ni vale la pena…”. Introduje los códigos reservados en madre, y el
rostro de Hans ocupó toda la pantalla. Marcos estaba atónito, mirando con ojos
desorbitados. “Si sospechaba en forma fehaciente, ¿para qué me interrogó?”.
“Necesitaba saber si podía confiar en vos, ahora sé que no. ¿Qué les habrá
prometido esta rubia sanguijuela, que sea más importante que nuestra
amistad, la historia y toda una vida trabajando para ustedes? Necesito
procesar, debo llevarte a tu celda, la máquina te brindará comida y agua por
varios meses. Cuando envíe una señal de microonda se abrirá una puerta,
hacia un pasillo largo y oscuro, luego de días u horas de caminata, ¿Quién
sabe?, llegarás a un embarcadero a orillas del río color de león, habrá una
lancha a motor, con combustible suficiente para llegar a Montevideo, en la
guantera hallarás algunos dólares y un cuchillo. Si erraras el camino al norte,
morirás como un perro, en medio de la nada. Si intentas volver, tu puta vida no
valdría una mierda”. “Pero Maestro, es el exilio...” “Te dejo sin patria, sin
familia, sin amigos y sin pueblo, tu identidad ya no existe. Para los tuyos
habrás muerto, como un héroe, en combate, sólo madre y yo sabremos la
verdad. No estás muerto, simplemente, por el amor que me inspira tu familia”
“Prefiero la muerte, Maestro” “La muerte nos libera del dolor y la culpa.
Tendrás toda tu vida para reflexionar sobre la lealtad y la traición. Nunca
podrás saber cuánto tiempo estuviste recluído, sin noches ni días. Varias horas
por jornada Madre te leerá tratados de ética y moral. Si hay un Dios, que él te
perdone…” Madre abrió un panel hacia un ascensor, donde introduje a Marcos.
La máquina sabría cómo llevarlo a su patético destino. “Madre” indagué
“¿tendrá algún beneficio, videos, radio, TV?” “Ninguno” respondió. Abrí el
expediente de Hans, imprimiendo los datos de sus contactos y sus
movimientos de los últimos noventa días. Entre tantos, morirían ciento
veintisiete integrantes de la organización, sólo por haber hablado,
recientemente, con él. Contacté la guardia pretoriana de los anticuerpos,
mandé por mail la información con una posdata “A Hans lo quiero vivo” Solicité
a Madre actualizar información sobre el conflicto, paradero del gordo y
vinculación con personas en la última semana, a excepción de su familia.
“Acciones bélicas paralizadas según instrucciones, gordo con ubicación
desconocida”. Abrí la carpeta del gordo y repliqué el pedido de informes, que
reenvié a los anticuerpos, solicitando eliminación de los contactos y detener al
gordo totalmente ileso. El ordenador informó “según lo pautado, en pocas
horas habrá seiscientas treinta y cuatro ejecuciones sumarias”. Abrí la carpeta
del funcionario pariente de Hans, Jesús Schoederer, seleccioné el listado de
sus subordinados, directores incluidos, y el del ministro que lo conducía, y
requerí su eliminación. Ni los peores psicópatas de la historia mataron tantas
personas, en menos de cuatro horas. Hasta el kiosquero donde el gordo se
proveía de cigarros, resultó ajusticiado. Nuestras cámaras y archivo todo lo
ven, conservan y procesan... Oprimí el botón que me abrió una cucheta,
encendí un cigarro mirando el oscuro cielorraso a través de las azules volutas
de humo, y me dormí pensando en los rostros difusos de mis nietos
desconocidos. Un par de horas después, Madre me despertó con una
23

grabación mía de Los mareados, informando: “Javier está en la entrada, trae
detenidos a Hans y el gordo, corroboré identidades por todos los medios” “Que
entre Javier con los insurrectos, y aloja a los milicianos en un área de
esparcimiento.” Madre se encarnizó con Hans, le hizo poner cadenas por todos
lados, mientras que el negro malo traía sólo las reglamentarias. El gordo
lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate, estúpido”, le grité “seguro
que te reías cuando trituraste a Roberto” “No, maestro, sólo los entregué a un
grupo de tareas de la autoridad” “Vos rubito, ¿estuviste cuando los mataron?”
“No tuve nada que ver con nada, no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás
por todo este abuso…” “Ya veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos
en un fuerte abrazo, le agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al
oído “Hay que limpiar al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las
circunstancias...” Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte.
Senté al gordo y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor
permanente sin daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD,
cafeína y suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y
deseosos de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el
gordo me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que
hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera del
bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en vida, nada
nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra no hay
triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme tristeza, ofendimos
la vida, tronchamos historia, privamos de futuro… ¿Acaso tenemos un perdón
posible?
Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto las
falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías mejor que
yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con tus sarcasmos,
tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con la tuya!” “¿No era
preferible que limes tus resentimientos conmigo discutiéndolo personalmente ó,
en todo caso matándome. ó muriendo en el intento? Hubiera habido un solo
muerto, no más de quince mil como ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las
confesiones remitidas por los anticuerpos, donde tus difuntos cómplices
narraron en detalle toda la planificación del golpe para adueñarse de la OES.
Este es un problema de ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las
jodas imbéciles que a veces puedan molestar a alguno. No analicemos los
errores míos y de Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción
con vos mismo. Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar
era exitoso en la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los
treinta hombres que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una
mansión edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador
principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto
congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos prestigio y
honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el presidente?” “El
futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón “uno” de los sunchos,
para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los gritos, durante largos
minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo, y, fundamentalmente por
mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis manos, y las percibí rojas de
tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios inmolados por el absurdo!…Madre me
ordenó acostarme en una litera, sentí un pinchazo en el muslo, un fuego
invadió mi cuerpo y me envió al salvador país de los sueños.
24




                                 MI ALUMNO

       Todo fue idea de quien, en aquel entonces, oficiaba como mi novia. Yo
debía trabajar, para “ahorrar para nuestro casamiento”.
       Con mi carrera técnica avanzada, y muy jugado por los horarios de
prácticos y teóricas, era impensable alguna tarea con relación de dependencia,
por lo que lo único factible era la autogestión.
       Entonces decidí dar clases particulares a alumnos primarios y
secundarios. A tal fin puse cartelitos en el almacén, la panadería y el kiosco
del barrio.
         La decisión, para mi madre, era incongruente (hoy así también lo
reconozco), mi situación personal era de clase media acomodada, teníamos
renta de alquiler de propiedades y ella era modista de señoras burguesas. Yo
podía, tranquilamente, estudiar sin trabajar, mi vida era razonablemente buena,
tenía la carrera más que al día y mi promedio era distinguido.
       Al poco tiempo llamó a mi puerta el padre de mi alumno. “Necesito que
lo apuntale dos ó tres horas por día”... Convenimos una retribución. Pensando
que, por tratarse de un niño de primaria, si necesitaba tanto apoyo, debía tener
problemas de aprendizaje, mis aranceles superaron lo razonable.
         El educando resultó un niño de diez años, con ojos marrones,
expresivos, inteligentes y, a la vez, profundos. Me tomó media hora de
interrogatorio, con sus carpetas como patrón, para corroborar que el jovencito
no requería apoyo de ningún tipo. “¿Cómo son tus notas?” lo indagué,
sabiendo las respuesta de antemano. “Todas excelentes”. Fue su respuesta.
Telefoneé al padre, manifestándole que “estaba tirando su dinero”. Me
contestó que “su esposa estaba muriendo de cáncer, y necesitaba al niño
fuera de casa esas dos horas, porque los efectos del tratamiento eran muy
penosos”.
         Media hora diaria dediqué a sus obligaciones escolares, otro tanto a
perfeccionar su estilo de lectura, y el resto a comentar textos. Al poco tiempo
comprobé que estaba en presencia de una mente privilegiada. La fugaz lectura
de un párrafo era suficiente, no sólo para su comprensión sino para una
síntesis conceptual que, por lejos, excedía la madurez eventual de su corta
edad.
         Decidí, entonces, ingresarlo al mundo mágico de los iniciados. Eludí a
Poe y Quiroga, por su obstinada obsesión por la muerte, por razones obvias.
Recorrimos Dostoievski, Chejov, Borges, Bioy Casares, Bradbury, Ballard,
Asimov, Sábato, Marechal y Cortázar, cuento a cuento. El párvulo comenzó a
sentir una imperiosa necesidad de más y más lectura, entonces modifiqué
algunas pautas: leeríamos cuentos en nuestras clases, reservando novelas
para que lo haga en su casa.
         En nuestro análisis no dejábamos temas sin discutir; en esas instancias
mis impresiones eran las de departir con un adulto, con mayor ductilidad y
aprehensión que la mayoría de mis conocidos.
25

         Su única ignorancia, lógica por cierto, eran la ciencia y la técnica. Una
vez me contó que a su madre le estaban aplicando “inyecciones de oro”. ¿Será
por el precio?, le pregunté. “No”, respondió, “son de oro”. ¿Quién lo dice? “Mi
padre...”. Le contesté que era una obvia alusión a su costo, y un comentario
poco feliz hacia el sufrimiento de un ser querido. Me llevó, graciosamente,
hacia su terreno: “¿Usted piensa que la curarán a mi madre?” Eludí, la
comprometida respuesta con lugares comunes, “es cosa de los médicos”...”por
algo se las aplicarán...” etc. Él insistió “¿Usted, qué piensa?” Pienso que me
gustaría que se curase, a pesar de no conocerla, pero que, por lo poco que
sabía, era muy difícil. “Mamá es una buena persona”... comenzó, “está
sufriendo mucho, se le cayó todo el pelo, y quedó piel y huesos... ¿Por qué?”,
indagó. Me tomé mi tiempo para intentar elaborar razones para lo ininteligible,
expuse que quizás yo no fuera el protagonista ideal para disquisiciones
teológicas, por mi eventual ateísmo, pero comencé a dar explicaciones que,
aún hoy, ignoro de qué recónditas fuentes de mi conciencia procedían.
Muchas vidas son como aerolitos, brillan mucho y perduran poco. En su corta
estancia brindaron amor, perfeccionismo, creación; tomemos como ejemplo
Cristo, el “Che”, Mozart. Interesa saber para qué vivimos, más que cuánto
vivimos. Hay tantas existencias prolongadas inútiles, dañinas y perniciosas,
que disfrutan éxitos rotundos en este sistema. Le expliqué que nuestro medio
premia a los mediocres, a los deshonestos, a los obsecuentes, y, de cualquier
forma, inexorablemente, castiga a los idealistas y creativos. En síntesis, tener
conciencia es una desgracia que permite descubrir, como pústulas, las
imperfecciones del universo. Ahora, meditemos un poco, si Dios existiera,
¿sería tan grande su despropósito de brindarle una existencia tan horrorosa a
los trascendentes...?. Una reiterada explicación de Sábato es que el universo
(así como las cargas de un átomo) se divide en mitades positivas y negativas.
Unas manejadas por Dios y otras por el demonio. Que la nuestra la maneja
éste último que es tan astuto, que se hace pasar por Dios, para
desacreditarlo... ”Entonces, usted cree en Dios”, dijo. En todo caso, no creo en
las religiones, respondí. Transitamos juntos, mi alumno y yo, durante varios
meses, el áspero camino al conocimiento cabal de cuántas y cuán difíciles de
resolver eran nuestras dudas, de las falacias, de la verdad, de la luz y las
tinieblas. Dios, si existe, puso fin a las agonías de su madre. Pocos días
después vino a despedirse, su mano, pequeña y firme, estrechó la mía, “quiero
agradecerle todo lo que me enseñó”. “Tal vez, algún día, me odies por eso”.
“No lo creo”, afirmó, “maneje quien maneje la cosa, no es lo mismo conocer
que ignorar”. Me quedé viendo como se marchaba, entre las oleadas doradas
de las hojas de plátanos, arremolinadas en la ventisca del otoño.
26




                                  FRANCOTIRADOR

Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos, que
terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este tormento de
matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban de su pérdida
más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me integré a ningún
equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la política, ó se retiraban, ó
morían en algún asilo para dementes, ó eran asesinados por alguien como yo.
Que más daba. Me indicaban algún blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios
períodos de paz, tan irreales como muestra la historia. Somos belicosos e
intolerantes. Siempre hay a quien ejecutar para el poder, ó para que siempre
esté en las mismas manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal,
tenía menos sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A
veces los frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me
negué a un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte
días en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio.
Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran doce,
ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo dulzona) y
desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi oficina. Mi jefe, sin
poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó:
    ¿Cómo estás?
    Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la
    pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20 gramos
    de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros, podía haberle
    pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía de dos años,
    mientras el veneno le destruía pulmones, riñones, hígado…?.
  Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente,
aburrido.
   ¿Te gusta tu trabajo?
   ¿Adónde quiere llegar?
   Si disfrutas con lo que haces.
   Jamás, de ninguna manera…odio matar.
   ¿Por qué lo haces?
    Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un
    capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo, y
    aquí estoy. No sé hacer otra cosa.
   ¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico?
   Manejar un camión.
   ¿Por qué?
   Me gusta estar solo…
Y aquí estaba, solo, en la punta de un peñón. Ubicación estratégica para vigilar
los tres pasos, en medio de aguzados paredones, por donde,
indefectiblemente, debía pasar el enemigo. El refugio era una torre blindada,
con cristales polarizados, resistentes al impacto de un obús. La energía estaba
provista por una turbina eólica y paneles solares, ambos delicadamente
27

encapsulados en acero blindado, inaccesibles desde el exterior. La dotación de
agua era un sofisticado sistema de captación de la humedad atmosférica, por
cierto abundante en esta escarpada ladera del Himalaya. Los alimentos
deshidratados me proveerían sustento por más de dos años. Tenía, asimismo,
cinco mil tiros de reserva y cien cohetes teleguiados.
    Háblame de tu niñez
    Mi padre se fue de casa cuando tenía cinco años, a partir de allí nos
    sustentábamos con el trabajo de mi madre, como modista, y mis pequeñas
    colaboraciones vendiendo diarios, repartiendo pan en bicileta. Con muchas
    limitaciones, subsistíamos.
   ¿Hasta donde llegaron tus estudios?
    Terminé el secundario en una escuela técnica noctuna, en el tiempo normal
    necesario para el caso.
   ¿Qué materia te gustaba?
   Matemáticas, siempre tuve muy buenas notas, me resultaba fácil encerrarme
    en las ecuaciones, jugar con las posibilidades, resolverlas…
  ¿Qué pensás de tu padre?
    Fue un desgraciado. Una vez me interpuse cuando le quiso pegar a mi
    madre, y me reventó de una trompada contra la pared, luego la dejó tirada
    en el piso, en un charco de sangre.
   ¿Qué opinás de los políticos?
   Son una porquería mentirosa.
   ¿Por qué?
    Se llenan la boca hablando de ética y moral, sin tener contemplaciones en
   destruir, matar a quien sea, con tal de satisfacer sus ansias de poder ó
   beneficios económicos.
   ¿Y tus jefes?
   Para llegar a la cúspide de los servicios especiales hay que producir tanta
   basura moral que no se concibe un infierno coherente para tanto escarnio.
Mi misión era sencilla, tenía sensores infrarrojos cubriendo tres portezuelos,
pasos obligados para el enemigo. Éstos se ubicaban a 1.800, 1.050 y 600
metros de distancia. Si alguien pasaba el primero, lo bajaba en el segundo. Si
se rebasaba el tercero, estaba en problemas…Los rifles eran ultra sofisticados,
delicadas máquinas de matar, con miras GPS, infrarrojas-telemétricas, y
corrección automática al viento y la temperatura. Los sensores térmicos
estaban conectados a alarmas, que me despertaban, si era el caso, y a
monitores guiados por GPS, con precisión (ó rango de error) de un centímetro,
para los objetivos más distantes. Por seguridad, las balas para los 1,8 Km.
tenían una carga de 0,5 cm3 de digitalina, en una microcápsula explosiva,
puesto que, de no ser mortal la herida, el blanco quedaba igual asegurado. Los
árabes atacaban envueltos en túnicas de lana rojinegras, y brindaban una
visión privilegiada en la nieve y el hielo de los glaciares. Podía más su
fanatismo que una razonable mimetización. Quizás, en el fondo, creyeran ir al
paraíso. Los cohetes se reservaban para grupos de más de cinco.
      ¿Por qué no seguiste estudiando?, veo en el expediente que tus notas
      eran muy buenas…
      Mi madre enfermó de un cáncer fulminante durante mi último año del
      secundario. Luego me enrolé en el ejército, y, aquí estoy.
      Entonces podrías haber sido algo más que un camionero.
      Y…si, algo en matemáticas, pero no tuve suerte.
28

     El sistema tampoco te fue favorable.
     Ni la fortuna, ni el sistema…
     ¿Cuál fue tu peor enemigo dentro del sistema?
     Obvio, mi padre
No sé por qué la soledad, en esta torre aislada del mundo y la vida, me
removía todas las conversaciones con mi terapeuta del servicio. Quizás este
encuentro, conmigo mismo fuera conducente para el replanteo de una vida
poco satisfactoria, sólo matando ilustres desconocidos, en nombre de la
democracia, y quién sabe qué otros falaces valores…Tenía un cajón de vodka
entre mis pertenencias, no para el frío, pues mi habitáculo era climatizado
(afuera, el termómetro marcaba entre -15 y -24ºC) sino, como me dijo un
comandante, me serviría para matar algunos de los fantasmas, inevitables, que
irían apareciendo. Cuando maté mi víctima número 500, en el primer
portezuelo, abrí una botella, y me serví medio vaso. No para brindar por
tamaño estropicio, sino en honor a tantos valientes que escalaron esta
inexpugnable cordillera, sólo amparados en valores e ideales. Nunca quise a
los árabes, e influyó en ello la prédica de Louis, mi instructor francés, veterano
de Argelia. Las barbaridades que me contó de su inhumanidad y ferocidad en
guerra, las fui corroborando, poco a poco, durante mi vida. Sólo en algunas
tribus africanas advertí tan poco apego a la vida, acompañado por execrable
crueldad. Siempre tuve la certeza que era mil veces preferible morir a caer en
sus manos. No obstante les envidiaba su irrestricta fe religiosa. Ni mi madre ni
yo, jamás entramos a un templo. Creo que la vida nos parecía tan dura y
despiadada, como para confiar en la bondad de un ser supremo. No obstante,
morir por nada, ó creer hacerlo siguiendo un mandato místico, lógicamente
debe tener alguna diferencia.
El paso del tiempo, y la terapia con alcohol, me condujeron al descuido, y, una
noche, pasaron doce indemnes el primer portezuelo (“collado”, según los
tibetanos). Por su movilidad y organización supe que ya no eran cazadores
solitarios, sino un grupo comando. Sus aviones espía comenzaron a sobrevolar
el área, buscando mi refugio, alentados por su primer éxito eventual. El
mimetismo con que fue concebido mi mangrullo, excavado en la roca de una
ladera escarpada, hizo fracasar esta tarea. Pude bajar los aviones, tripulados ó
no, de un cohetazo, pero sabía que todo lo filmaban y retransmitían, con grave
riesgo a mi seguridad. Esperé paciente la llegada del pelotón al segundo paso.
Venían en fila india, separados por cinco metros entre sí. Me forzaron a gastar
dos valiosos cohetes en serie. Ninguno quedó para contarlo. No tenía a quien
relatar la proeza, por razones de indetección no había radio ni comunicaciones
de ninguna índole. Grabé con detalle el incidente, los árabes habían demorado
sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo, a más de cinco
mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos mínimos previos de
quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en marcha rápida. Fueron
verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio espíritu de combate a pesar
del caos funcional.de su propia existencia. Arreciaron los sobrevuelos audaces
de aviones, algunos pasaban muy cerca, pero, al no impactarme ningún misil
nuclear, supe que todo seguía bien. Agradecí a los chinos por su delicada
eficiencia, recordando las prolongadas sesiones de entrenamiento a que me
sometió un comandante y su equipo, responsables del proyecto.
        Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro
        territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
29

        acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con tropas
        de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado nuestro en
        estas circunstancias, nos facilitó sus tareas especializadas, por su
        aptitud en el manejo de este armamento, su habilidad para subsistencia
        solitaria y conocimiento fehaciente del enemigo.
 Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las reparaciones y
el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser operada con eficiencia.
Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera amistad,
fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis jefes. En una
práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10 cm. El comandante,
gratamente sorprendido, me dijo:
        Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros para
        instructor de nuestros soldados?
        Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con la
        muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes, trabajar
        como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre normal. Entre
        los míos jamás me permitirían serlo.
        Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en
        combate….
Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi trabajo.
El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red organizada
de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el otoño, en grupos ó
aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que llegaron cinco al tercer
collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más de treinta horas, buscando
algún descuido de mi parte. Escudado tras tres termos de café los esperé,
paciente. Corrían juntos, veloces como antílopes, pero tenían la desventaja de
la longitud que atravesaban en descampado, superior a los trescientos metros.
No habían hecho la tercera parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que
ni tan siquiera llegan a escuchar el silbido del cohete cortando el aire.
El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver
películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para
nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo, algunos
atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su nuevo
Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios chinos con
ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores
desestabilizaciones. China tiene un problema (entre tantos) y es la extensión
de sus fronteras, que las transforma en áreas vulnerables. Es un país difícil de
defender, y, por ello procura buenas relaciones con sus vecinos. El Tibet, por
ser víctima de la invasión china, garantizó a los árabes la neutralidad, ó secreto
apoyo, de su población a cambio de la futura libertad. Me divertía la ingenuidad
de los tibetanos, pensando que los árabes conquistarían las mayores reservas
de agua dulce del planeta, para luego cederlas, graciosamente. Nada menos
que ellos, que han pasado milenios sobreviviendo entre bocanadas de arena
del desierto. Las presas chinas en el Himalaya proveen agua para sustento
(potable y de riego) de más de cien millones de pobladores. Volarlas por el aire
era el sueño celestial del cualquier fundamentalista. Y los creía capaces de
ello, y mucho más. Louis me narraba que, durante su experiencia en Argelia,
primero como ingeniero en petróleo y luego como comandante del ejército
francés, los colonos sembraron naranjos a la vera de todos los caminos, para
proveer de frutos y sombra al viajero. Se regaban por goteo, con la escasa
30

agua disponible, muy bien administrada. Una vez se cruzó con un beduino, que
se detuvo ante un esbelto naranjo de diez años, con su orgulloso tronco de
cinco centímetros de diámetro. Sacó su cuchilla, y de dos tajos lo cortó al ras y
le eliminó la copa, “creando” un bastón.
        Lo dejé alejarse unos diez metros, saqué mi pistola y le di un solo tiro en
la nuca… ¿entiendes por qué?
        Para vos la vida de un árabe vale menos que un árbol en el desierto.
No sólo eso, que es éticamente discutible, sino que se me hizo la luz sobre que
todo cuanto construyamos de buenas obras, ejemplos de vida y trabajo,
respeto entre los hombres, mejoría del medio ambiente, será, inexorablemente,
blanco de destrucción para estos dementes que quieren vivir como hace
quince siglos. Que dicen ser los elegidos de Alá para conquistarnos, de
cualquier forma y a cualquier precio. En Argel había un solo hotel, y, en la
mañana del domingo, las mujeres e hijos de colonos y soldados franceses,
luego de la misa, concurrían a tomar un refresco, en su “café”, al filo del
mediodía. Cercaron el establecimiento con gelamón, y lo redujeron a
escombros, matando, entre mujeres y niños, más de doscientos. ¿Entiendes
ahora por qué perdimos la guerra? No fue por inferioridad militar, ni falta de
valor. Simplemente por límites éticos. Nosotros, cuna de la cultura de
occidente, no podíamos hacer lo mismo que estos salvajes…
Las lágrimas cubrían el rostro de mi amigo, mientras me mostraba la foto de su
hija, que, al morir, tenía sólo diez años.
Las nevadas fueron intensas, y más de cinco metros de espesor cubría las
ásperas laderas, impidiendo todo tránsito humano. Sólo cabras y antílopes de
la montaña, eran mis ocasionales vecinos; en tanto que un guepardo de las
nieves, intentaba, infructuosamente, cobrar alguna pieza para alimentar a su
cría. El invierno fue mi bien ganado descanso. Puede ver películas, canales de
noticias, algo de deportes; en fin, descargar mi agobiado sistema biológico de
todas las tensiones de los últimos siete meses. Entre los archivos de la CPU
los chinos grabaron un curso de matemáticas completo, desde la elemental
hasta especializaciones de posgrado. Ese invierno fue el más provechoso de
mi vida, puesto que avancé mis conocimientos hasta el nivel medio habitual de
un graduado universitario en exactas. Algo me hacía feliz, en los últimos veinte
años. Comprendí que no podría seguir siendo un especialista en matar, si
quería conservar algún atisbo de lucidez, sólo un poco de humanidad, un
mínimo acceso a una vida, cuanto menos, razonable.
Con el deshielo de primavera comenzó mi trabajo. Las noticias no eran
demasiado explícitas, pero sugerían un notable estancamiento por parte de las
hordas invasoras. Hice un balance de mis reservas, conté treinta y ocho
cohetes y casi dos mil proyectiles. Debía modificar mi estrategia, por lo que
cambié mi rifle de larga distancia, de alta precisión, por un automático de hasta
tres tiros por segundo, reservando las balas explosivas con veneno para el
tercer, y último, collado. Nada más oportuno, comenzaron a llegar en grupos de
tres a doce, y, nuevamente, ninguno superó el segundo portezuelo. Había
alcanzado los mil blancos en el verano, cuando, en los primeros fríos del otoño,
enviaron una compañía completa. Trescientos arremetieron el primer paso,
setenta y seis el segundo, donde gasté mis últimos misiles, y un comando
solitario sobrepasó el tercero. Desde la torre era invisible la abrupta ladera
rocosa adyacente que debía superar el enemigo, para alcanzar mi posición.
Una carga de explosivo plástico, colocada por expertos (y éste seguramente lo
31

era), destruiría, al menos funcionalmente, mi refugio. Debía salir a su
encuentro, y el terreno, tan irregular, impedía el uso razonable de rifles. Cargué
una browning 9 mm con doscientos proyectiles, mi cuchillo especial de la I.M. y
tres libras de chocolate, para mitigar el frío. Era él o yo, en este último combate.
Blindé el acceso al refugio con su codificación, cargué en un bolsillo de la parca
una cápsula de cianuro (no me tomaría con vida) y comencé el lento y
cauteloso descenso del peñascal que revestía la empinada falda montañosa.
Desde la punta de una roca estudié con mis prismáticos, en detalle, todo al
faldeo, durante horas, y no pude ver nada. Era un experto, como yo, avanzaría
lenta y despaciosamente, arrastrándose cual una serpiente, por la nieve.
Ambos sabíamos que la única posibilidad de subsistencia era la invisibilidad
total. Un mínimo descuido marcará la diferencia entre la vida y la muerte.
Esperé, totalmente enterrado en la nieve, durante horas interminables. Sólo el
lente del anteojo cateando el terreno. El mordisco ardiente de un balazo me
atenazó el brazo izquierdo. Me había visto, seguramente el vapor producido por
la respiración, en el frío ambiental, había delatado mi presencia. Lo ubiqué cien
metros más abajo, y comenzó la balacera. Tuve la buena fortuna de acertarle
el hombro derecho, emparejando la partida. Siguió disparando como
endemoniado, hasta que quedó sin proyectiles. Arrojó tres inútiles granadas
que hicieron ruido, veinte metros más abajo de mi posición. Gasté mis últimos
tiros sin poder acertarle, y lo esperé, en un pequeño plano entre las peñas.
Llegó puntual a su cita, nos miramos con curiosidad, no exenta de genuina
admiración. En lugar de su rostro, vi el detestado de mi padre. Portaba un
temiblemente filoso sable corvo, yo esgrimía mi gran cuchilla. Arremetí con
furia suicida, y recibí un profundo tajo en mi pierna, pero nada me detuvo, y
levanté a mi oponente por el aire, cuando lo ensarté en el estómago, en una
herida fatal. Cayó al suelo entre espasmos y estertores, y, piadosamente, lo
degollé, para poner fin a su agonía. Estaba a mis pies, en un charco de sangre,
y volví a mirar sus facciones, que ya no eran las de mi padre, sino un hombre
delgado de tez mate, de más ó menos mi edad. Supe, con inmensa tristeza,
que había matado el mal recuerdo de mi progenitor, y comprendí que ninguna
muerte, real ó ficticia, soluciona nada. Que a nadie debía culpar por el
despropósito de mi vida. Que había sido mi propio artífice, para bien ó para
mal. Regresé, en penoso ascenso, al refugio. Curé mis heridas. Por fortuna el
proyectil atravesó limpio el brazo, sin tocar el hueso. El tajo en el muslo, si bien
sangró en abundancia, no interesó la arteria femoral, y pude restañar la
hemorragia con compresas e inyecciones de coagulante. Cosí la pierna,
prolijamente, entre vómitos y mareos, ingerí una fuerte dosis de antibióticos y
morfina, y caí desmayado, no se durante cuántas horas ó días. Al despertar
estaba mejor, me animé con un jarro de café con generosa ración de vodka, e
impaciente, consulté el monitor. Nadie más había ingresado al área bajo
control, y habían pasado tres días. Un mes después, sin novedades, un
mensaje apareció en la pantalla: “abandone su posición y regrese, todo bien”.
Las noticias difundían la retirada de los árabes del Tibet, y su rendición
incondicional. Dos mil cuatrocientos treinta y siete de ellos quedaron en mis
portezuelos. Cargué mi mochila con vituallas e introduje la codificación que
permitió que gruesos paneles de roca cubran totalmente el refugio. Comencé
el difícil descenso en medio de una ventisca, la primera del otoño. Todo era
grato, exultante, aún en medio del intenso frío imperante. Soñaba despierto que
conducía mi camión, por una verde campiña en una tarde soleada, o leía
32

nuevos tratados de álgebra, que me irían develando sus secretos. Si, había
una vida, que merecía ser vivida.

                                LARGA SED DE MARÍA

            La oprobiosa sinrazón del hambre atenazaba sus huecas vísceras.
  Nada ofrecía la vileza del desierto. Tierra roja, greda estéril cuarteada por la
sequía. Las chacras sólo un derrumbe parduzco crujiente, muerto sin fructificar.
Las pocas cabras, espectros huesudos que, por debilidad abortaban, ó por falta
 de leche, dejaban morir de hambre, a sus crías. El aire, hirviente, ascendía en
  terrosos remolinos; y las matas espinosas rodaban, sin rumbo, por el mustio
barreal, que otrora fue su huerta. Las acequias de riego se colmaban de arena
 por el empuje de los médanos. Las vertientes, lloronas de agua cantarina con
    dulce frescor, al fin callaron, agotadas sus ignotas fuentes del enigmático
    subsuelo. El sol fundía plomo, en un cielo azul rabioso, sin nubes; glauca
                    tristeza de la seca, muerte azul, sedienta...
       Por años de hábito al trabajo, día tras día desobturaba los canales,
             en muda súplica, ó críptico mensaje, al agua inexistente.
           Desahuciado ó escéptico, su mirada jamás recorría el cielo,
                            que había olvidado al hombre.
                 Repentinamente, el viento se tornó más fresco,
                       más no quiso contemplar, ni ilusionarse,
                   con el gris crepuscular de los eventuales nubarrones.
                        Dios, al que tanto había rogado, seguramente,
                                    era otra falacia del curita.
                Pobre crédulo, en este universo, donde el amor no recala.
                   Un vendaval, ahora casi frío, levantó nubes de polvo.
               Su mirada, indiferente, seguía clavada en el filo de la azada,
                           cavando zanjas de muertas esperanzas.
                 Un grueso goterón cayó en su cuello –ó así lo percibió-;
                                    luego otro, y otro más...
                            Sus oídos se ocluyeron, para no captar
                 los truenos retumbantes en el extenso páramo del erial.
                         Nada era cierto, sólo demonios impostores,
                             jugando a ser dioses; una estafa más.
                    Hubo una última esperanza, que levantó su rostro,
                               y su piel, agrietada y polvorienta,
                          reía al ser surcada por la magia del agua.
                                ¿Serían, tan sólo, sus lágrimas?
                        Corrió hasta la casa, gritando: “María... llueve,
                                   mira mujer, por fin llueve...”
                         Y vio la cruz, en la loma, donde yacía María,
                                 muerta tras troces privaciones.
                               Y recordó a sus hijos, emigrando.
                     “”Vamos, padre” -dijo el menor- “huyamos de aquí,
                                   esta sequía no tiene fin...”
                        Evocó todos esos meses de oscura soledad,
                                 y un puñal le aserró el pecho;
                       su débil corazón, colmado se sufrir, dijo basta…
                            Seguía impasible, el cielo azul, burlón,
33

                       y oleadas de tierra seca, fueron cubriendo,
                              al pardo sediento de sus ojos


                            FUTURO IMPERFECTO

FINAL PREDECIBLE
La tierra estaba superpoblada. El hombre no había decidido detener su
crecimiento reproductivo. Los recursos naturales para su vida, agua y suelos,
se agotaron y las hambrunas depredaron la población mundial. África, ya
destruida por el SIDA, y en agonía perpetua por la falta de recursos naturales,
tenía drásticamente reducida su población.
Europa, con tasa de crecimiento negativa por la falta de productos primarios,
tenía un brutal crecimiento poblacional por las emigraciones desde todos los
demás continentes.
Las guerras convencionales no hacían mella en la reproducción, casi
geométrica, de los humanos. Como agravante, cuanto más pobres eran las
comunidades más hijos nacían, incrementando el hambre y la desnutrición.
Los líderes mundiales comenzaron a coordinar ideas, para frenar, si cabía este
futuro apocalíptico.
La única salida posible, para decrecer, drásticamente la población, era la
guerra. Todas las políticas de control de natalidad sucumbían ante la prédica
oscurantista de las religiones. El hombre no se resignaba a la muerte, y quería
seguir esperanzado en un más allá, esta vida tan atroz, no podía ser la única e
irrepetible causa de nuestra estancia.
La guerra era la alternativa perfecta para la agonía y el hambre.
La guerra, para ser eficiente, debía ser masiva. Había que destruir, cuanto
menos, el 75% de la población mundial. Pero la energía nuclear dejaría
residuos que harían imposible la continuidad de la vida en el planeta.
Un científico dudó mucho antes de brindar su sencilla solución. Toda su
formación ética frenó, casi un lustro, el esbozo de su propuesta. Sus fantasmas
interiores le decían que el se había preparado para mejorar la vida del hombre,
y no para ser ideólogo del holocausto. Al fin, decidió que el hombre merecía
(¿merecía?) una nueva oportunidad. Y desarrolló su propuesta. El Cesio, en
contacto con el oxígeno del aire, arde explosivamente. No deja residuos
radiactivos, sólo óxidos de litio, sodio y potasio, inocuos para la continuidad de
la vida. El Cesio era abundante en una recóndita provincia (Tucumán) de un
ignorado país bananero (Argentina). Los argentinos sólo se destacaron por ser
muy corruptos y, a veces, jugar bien al fútbol. Una fuerza multinacional, sin dar
mayores explicaciones, ocupó las zonas mineralizadas, y, en tres años,
juntaron y purificaron más de dos mil toneladas de Cesio. Era suficiente para
la lluvia de fuego.
Murieron muchos chinos, porque, sencillamente, eran más. De cada raza
dejaron enclaves, empero, por consenso, decidieron extinguir a los árabes.
Era deseable un futuro sin personas tan belicosas, y su propia historia de
guerras santas recurrentes y barbarismo congénito, los condenó.
Obviamente, la quemazón se hizo intensa en las zonas urbanas, donde se
concentraba, además del monopolio delictivo del alcohol, la droga y la
promiscuidad absoluta, un poco de arte, cultura, y, la mayoría de la ciencia.
El hombre retornaba a su vida pastoril de cincuenta mil años atrás.
34




LOS HEREDEROS
Los animales heredamos el planeta, los que quedamos. ..Y aquí comienza mi
historia, soy un león, nacido mucho después del fuego purificador. Los hombres
hablaron de la ira de Dios, ellos ignoraban que fueron sus propios verdugos, e,
históricamente, siempre prefirieron achacarle las peripecias de sus patéticas
vidas a los poderes supremos. Es más sencillo buscar responsables foráneos,
y, para eso, están los dioses. Los leones no conocíamos a los dioses, ni, en
realidad, nos interesaban. Tuvimos una rápida evolución en un medio sin
competencias. Desaparecido nuestro principal depredador, nuestra vida se
hizo sencilla, y tuvimos una notoria expansión, sólo limitada al desarrollo de
nuestro sustento, los mamíferos herbívoros.
Nuestro porte creció más del 50%, y se incrementó, consecuentemente,
nuestro desarrollo cerebral y el potencial de cazador, ya históricamente
notable.
Otro tanto ocurrió con los tigres en Asia y los pumas en América. Pero nada
sabíamos los unos de los otros. Insalvables masas de agua salada separaban
nuestras vidas paralelas.
Los leones no teníamos ética ni moral, carecíamos de sensibilidad ante la
belleza y de emociones que bastardearan nuestra existencia. Sólo vivíamos
porque estábamos, así de sencillo (ó de complejo).
Nuestra manada era de estructura sencilla, un macho adulto, una decena de
leonas y casi veinte cachorros. El macho adulto, un irascible padre de melena
negra, protegía a la comunidad, de otros machos adultos... Las leonas cazaban
y los cachorros jugábamos a entrenarnos para la vida. Tempranamente los
machos éramos librados a nuestra suerte. Las jóvenes hembras siempre
tenían primacía, para la comida, el agua ó la protección de los adultos. Sólo
tenía seis meses, cuando fui, bestialmente, atacado por melena negra, quien
me impidió alimentarme de un búfalo recién cazado. Trepé, ágilmente a un
árbol de escaso porte, inaccesible para los adultos, y estuve un día esperando
que el sueño venza a mi cobarde progenitor. Concluí que la manada era un
lugar insano y peligroso para mi futuro, y, cuando pude, bajé de mi refugio y huí
a la soledad de la sabana. Mi vida dependía de mí, y eso era bueno...
De muy temprana edad observé al leopardo, que cuando obtenía una presa, la
subía a un árbol, donde comía hasta hartarse. La necesidad hizo que se
potenciara mi habilidad cazadora, y adquiriera una notable facilidad para trepar.
Comprendí que era muy fácil defenderse en las alturas, y que en el suelo, por
mi corta edad, era vulnerable. Al principio mi dieta eran conejos ó crías de
antílopes. En pocos meses tuve una elevada velocidad y una notable eficiencia
para trepar, aún los árboles más altos de la selva. Pude haber sido un cazador
de monos, pero me gustaba observar las inteligentes maniobras y la aceitada
organización de sus tribus.         Me pareció insensato destruir seres tan
interesantes, sólo para comerlos. Mi alimentación no fue nunca un problema,
por lo que mi vida tenía otros sentidos ocultos. Observaba mi entorno, sacaba
conclusiones y construía una red de códigos.
El primero de ellos fue el respeto por la vida. Este absurdo, en la supervivencia
de un cazador, le dio trascendencia a mis actos. Nunca cacé más que lo
estricto para alimentarme. Aprendí que los frutos silvestres son muy nutritivos,
y diversifiqué mi dieta, mejorando mi óptima masa muscular.
35

Protegí a los monos de los embates de los leopardos, y, cuando dormía en
alguna inaccesible horqueta del gigante de la selva, no me faltaba nunca su
bullanguera compañía.
Era una formidable ejemplar de mi especie, a los dos años pesaba más de
doscientos kilogramos.
Era el único macho superviviente de la paranoia de melena negra.
Hubo una intensa sequía, y tuve que ir a abrevar a una lejana laguna, formada
por un manantial.
Conocí, abruptamente al hombre. El espejo de agua tenía poco diámetro, y, en
despreocupado silencio, me incliné a beber, cuando lo vi, frente a mí. Era poca
distancia para la coexistencia de dos seres tan feroces. Lo miré, fijamente, era
oscuro y brillante, como un alto y delgado mono sin pelos. En sus manos
brillaban finas varillas, que supuse amenazaban mi seguridad, y gruñí
sordamente, amenazando, advirtiendo.
El hombre vio al león, y, aún armado de su ballesta de acero (reciclado de las
ruinas de las ciudades) tuvo miedo. El espectacular porte del felino intimidaba,
pero su serena mirada era más curiosa que agresiva. El hombre no comía
leones, y al león no parecía tentarlo el hombre. No había ni odios ni simpatías
entre ellos. Sólo saciaron su sed, y se fueron cada cual por su rumbo. Quizás
en unos milenios debieran competir por la supremacía en el ecosistema. Pero
quedaron tan escasos hombres, y se reproducían tan poco...La principal ley
escrita legada del pasado era una pareja-un hijo, y, quienes la infringían se
condenaban a muerte. Este hombre era sólo un joven explorador que buscaba
los confines del mundo, en pos de aventuras que rompieran la monotonía de su
vida pastoril. Seguramente sería, tarde ó temprano, devorado por algún
leopardo.


LOS HUMANOS ¿ANIMALES PENSANTES?
Programar la cuasi destrucción de la vida humana, fue objeto de múltiples
debates entre los responsables del planeta. Veinte hombres decidiendo el
futuro de seis mil millones es cosa ardua. Deberían sentirse semidioses, ó
semidemonios...No importa, pusieron su mejor voluntad en planificar qué valía
la pena salvar, hasta dónde penetraría el bisturí que dibujaría los límites. Se
debió decidir qué pautas heredarían los supervivientes, y cual sería su legado
tecnológico. En las áreas rurales dejaron cultivos básicos (soja-trigo-maíz) con
los mejores programas genéticos de productividad y adaptabilidad a las
condiciones climáticas y edafológicas más diversas posibles. En los climas
templados y fríos quedaron los frutales más productivos y exitosos (manzanas,
peras, uvas, nueces, almendras, etc.). El ganado más resistente y rentable (la
cabra) quedó, adaptado a la vida silvestre, en híbridos multipropósito. Estos
descendientes de la raza Anglo-Nubean producían carne precoz, leche, pelo y
cuero y no rechazaban ningún alimento que provea el entorno. Depósitos de
herramientas, abundantes como para varios siglos de supervivencia,
permitirían las labores agrícolas manuales, no habría energías ni combustibles
para solventar otro confort que no sea la existencia. Con el tiempo volvería a
desarrollarse la minería, pero la experiencia pasada serviría para planificar una
vida más racional.       Se prepararon conductores-maestros que sabrían
aconsejar a las comunidades en pautas de vida acordes al no retorno a
situaciones de barbarie. Se enseñaría una religión única, “Dios no existe, tú
36

eres tu propio destino”, consecuentemente se educaría sobre el respeto
fanático e irrestricto sobre toda forma de vida y recurso natural. La segunda
pauta insertada fue “un hombre, una mujer, un hijo”, quienes la infringían eran
criminales contra la humanidad.
Obviamente, no se empezaría de cero, pero sería arduo recuperar un planeta
hipercontaminado, hacer agrícolas suelos agotados, no obstante, se disponía
de todo el tiempo posible...

MI VIDA ENTRE LOS LEONES
Crecí aislado de mi especie, alimentándome la mitad del año con frutas y bayas
silvestres, hasta que pude matar al primer búfalo. Este animal formidable era
un verdadero depredador de los pastizales, su hábito lo transformó en mi ideal
de presa, voluminoso y abundante. Era un macho joven, como yo, expulsado
por el líder de la manada. Estudié sus costumbres, y, cuando pasaba para el
arroyo, salté sobre él desde una rama baja. El impacto le partió el espinazo,
esta muerte trajo consigo muchas muertes inútiles, fruto de mi inexperiencia.
Más de una veintena de hienas y dos leopardos sucumbieron al intentar
despojarme del botín. Harto de la vigilia, advertí que debía trozar la presa, y
llevarme sólo el sustento para unos pocos días. Con paciencia desgarré un
cuarto trasero y lo subí a un árbol. Mientras me saciaba con la mejor carne
observé a la cadena de herederos (leopardos-hienas-buitres e insectos) dar
cuenta de los restos. Había para todos, eso era bueno. Cuando debía
alejarme para beber nadie se atrevió a tentarse con mi porción. La muerte era
el castigo, y, esto, también era bueno...Aprendí a coexistir con el entorno, y,
aprendieron a respetarme...
Mis contactos con congéneres eran fortuitos, en general indeseados. Nuestro
incremento de tamaño, la falta de dificultades para subsistir y la carencia de
competidores promovieron una notoria longevidad de la especie, acompañada
por una más tardía madurez sexual. Por ello, a los tres años de edad,
superando el cuarto de tonelada de peso, aún no sentía las pulsiones
reproductivas de un macho adulto. Las hembras me resultaban indiferentes, y
otro tanto los machos, en tanto no estorben mi territorio,
Quiso la fatalidad, ó el infortunio ó los Dioses que me encontrara con melena
negra. Recordaba el terror que sufrí con su feroz persecución, un día entero
colgado en una rama temblando de sólo presentir que podía caer en sus
garras. Evoqué la insensata matanza de todos mis hermanos machos de la
camada. Acababa de cazar un gnu, y se presentó a cobrar su tributo, rugiendo
entre los matorrales. Las leonas, ignoro por qué misterioso mandato, se
detuvieron a contemplar. Yo era hijo de alguna de ellas, y sobrino de la
mayoría. Me quedé mirándolo con las zarpas hundidas sobre mi presa, no
pensaba cederle el fruto de mi trabajo... Era más pequeño que él, no sólo en
edad sino en porte. Pero melena negra era un parásito que vivía del ocio ó
rechazando algún eventual pretendiente a las leonas de la manada. Yo tenía
nuevas aptitudes, una pasmosa agilidad y una inteligencia aportada por mi
dificultad en la supervivencia y adaptabilidad a las circunstancias. Tenía
hambre, era un invierno seco y hacía una semana que seguía, paciente, a mi
comida. El viejo león no entendía cómo me atrevía a hacerle frente, a él,
superviviente de decenas de luchas mortales. Su propia soberbia menoscabó
mi habilidad, y su riesgo real. Y ese fue su fin. Confió que, al menor amague,
yo cedería. Indiferente, yo lamía la sangre del gnu, brotando tibia de su
37

seccionada yugular. Todos mis músculos estaban tensos. El se acercó
lentamente y sin pausa, y la sorpresa lo desbarató. Cuando estaba a menos
de tres metros, mi cuerpo se extendió, flexible y eficiente, y caí sobre su lomo.
Con tres golpes certeros de mi zarpa derecha lo desnuqué. Antes que pudiera
tomar conciencia estaba muerto.
Con paciencia arranqué un cuarto trasero al herbívoro, motivo de esta lucha
parricida, y me alejé con ella. Cedí el resto de la comida a las leonas y sus
crías. Nada me vinculaba a ellas, ya muertas las fibras del odio que, en mi
lejano recuerdo vivieron los deleznables actos de mi padre. Era bueno, yo
jamás mataría a las crías, bastaba que, cuando tengan edad para procrear, las
expulse de la manada, que puedan elegir una vida.
Comencé a percibir que era bueno tener una vida, una vida buena para todos.
Aprendí que eran importantes los códigos, que las experiencias dejaban
mensajes, y éstos tenían un fin. Adquirí mandatos éticos, producto de mi
mutación, desde un salvaje sanguinario a un superviviente racional.
El gnu me supo sabroso, porque supe cazarlo, defenderlo y compartirlo. Me
sacié con su carne sabrosa, en la copa frondosa de un gigante de la selva, y
me revolqué en la hojarasca, jugando con los monos. Desde un árbol, no muy
lejano, un leopardo observaba, estupefacto, mi extraña conducta.

SOBREVIVIENDO, SOBRE ESTA TIERRA...
Éramos una cincuentena, hombres, mujeres y unos pocos niños, vagando
desesperados por las campiñas. Teníamos temor de entrar a cualquier ciudad
quemada, por los eventuales residuos nucleares. Nada sabíamos de las
causas de esta atroz guerra de exterminio, entre quienes se disputó, quien
ganó si hubo ganador, y qué armas desataron la horrenda lluvia de fuego que
destruyó todas las ciudades conocidas.           Donde antes hubo ciclópeos
rascacielos había sólo terrones de carbón, sílice y hierro fundido. Una avioneta
tiraba volantes que convocaban “busca un refugio” con un símbolo de
identificación: un círculo atravesado por una cruz.
A los pocos meses de caminata, alimentándonos de animales del campo y
frutos silvestres (extrañamente abundantes) hallamos un refugio. Carteles
orientatorios indicaron, durante kilómetros, su ubicación. Nos recibió un
maestro, canoso y delgado, próximo a la cincuentena. Nos acomodaron en un
tinglado, con separaciones aptas para familias, hombres ó mujeres.
La instrucción permanente a que nos sometieron incluía diez horas diarias de
trabajo en la granja modelo, seis horas de estudios sobre actividad
agropecuaria intensiva, esparcimiento (juegos y deportes) y descanso.
Durante los primeros tiempos debimos cazar las cabras, dispersas en el
campo, que serían la base de nuestro rebaño.
Había almacenadas semillas de todo tipo, herramientas, fertilizantes,
plaguicidas y medicamentos para varios siglos. Una enciclopedia muy
frondosa sería la obra de consulta permanente sobre cómo subsistir en el
futuro. Cuando las granjas trabajen a plenitud, el guano y el desecho orgánico
humano reciclado servirían para activar generadores eléctricos a metano.
Mientras tanto usaríamos velas de sebo.
La décima parte de la población se transformó en guardias armados, para
proteger la colonia de los depredadores.           Éstos eran grupúsculos de
inadaptados que pretendían vivir del saqueo. Pero su número era cada vez
38

menor, y las colonias crecieron notoriamente, con limitaciones de mil
habitantes cada una.
Los maestros evitaban hablar del gran fuego, alegando desconocer sus
causas. Muchos sospechábamos que sabían bastante más del tema.
La enciclopedia centraba su prédica en la labor solidaria. Unos pocos maestros
eran médicos, y comenzaron a formar sus sucesores.
La organización política interna, una vez cumplidos los horarios de trabajo y
capacitación, eran responsabilidad exclusiva de cada comunidad, atendiendo a
las normales diferencias de etnia, aptitudes, cultura remanente e historia.
Las religiones fueron drásticamente prohibidas, la sola invocación de algún
Dios era severamente reprimida. Los planificadores del fuego estaban
convencidos que la esperanza de una vida eterna, ó el rol de dispensadores de
paraísos de sus hechiceros, disminuían notablemente la fuerza creativa del
hombre. La vida era el objetivo. El respeto a los demás seres vivos y al
ambiente eran continentes esenciales para la vida. La vida era un proceso
controlable en su desarrollo y perfeccionamiento. Los niños debían ser criados
por la familia y educados por los maestros de cada colonia. Del pasado había
que recuperar aspectos positivos, eliminando los que causaron el holocausto.
La energía era un don escaso de la naturaleza, y debía ser cuidada. No había
bienes que acopiar, sólo instrumentos para un razonable bienestar. Se
diseñaron sistemas de baterías de Cesio, de altísima duración, recargables con
turbinas accionadas por bicicletas. Si alguien quería leer de noche, debía
pedalear media hora para restituir su consumo.
Todos los códigos y leyes, ciencia y técnica, del planeta estaban copiados en
la enciclopedia, cuyas hojas, de acetato especial, eran indestructibles por los
agentes naturales y por el fuego. Los problemas legales eran resueltos en
consejos asesores, que mediaban en los conflictos.
Aquellos que se capacitaban en bien de la colonia tenían mejores viviendas y
raciones. Los administradores políticos trabajaban ad-honorem, y no gozaban
de ninguna prebenda.
Era un futuro imperfecto. En pos de la preservación de la especie se
sacrificaron la ciencia, las artes y la cultura. Pero había una nueva oportunidad

CAMBIA, TODO CAMBIA...
Llegó la primavera, y me extasiaba comiendo frutos de los árboles, ó aquellos
que los monos dejaban caer para su amigo y protector. Saboreaba una drupa
jugosa, una diáfana mañana de la selva, cuando los monos comenzaron a
chillar, indicando peligro. Me puse alerta, y, a un centenar de metros, había un
leopardo sólo, comiendo frutos, indiferente a los chillidos de los primates y a mi
presencia amenazadora. No parecían interesarle los monos ni el león, sólo
gozar, con parsimonia, su nuevo sustento. Lo vigilé todo el día, pero no
manifestó inquietudes ajenas a sus meras ocupaciones. Un grupo de monos
jóvenes, atrevidos por la novedad, se le acercaron peligrosamente y le
arrojaron carozos. El gato grande se erizó y bufó amenazador. “No molestar”,
parecía la consigna, “no soy enemigo, pero tampoco gozan de mi simpatía...”.
Se me ocurrió, por un momento, que, mis actos pudieran ser imitados, sino por
buenos, al menos por funcionales. Los felinos nada sabemos del bien ó el mal,
estamos más allá de todo. En realidad sobraba la fruta, y era difícil atrapar
algún mono. Evolucionamos para ser mejores, ni más buenos ni más malos,
sólo mejores. Si la vida tiene un sentido práctico, eso era bueno.
39

Los monos comenzaron a dar señales de organización interna superadora al
“macho fuerte dominante”. Algunos usaron raspadores de piedra, como
herramientas, y ahuecaron un tronco seco, para dormir abrigados y protegidos.
En poco tiempo fueron imitados por toda la tribu. Un año antes dormían en las
ramas, y numerosas crías morían al caer, ó al ser presas de los pequeños
felinos.
Los leones ignoramos qué es la cultura, pero me pareció bueno que se
organicen los monos. Yo había probado ser más capaz y astuto que melena
negra, y, el jaguar, que me espiaba, quería ser tan perspicaz como yo.
Me dirigí al arroyo, y, en un recodo de la senda, fui atacado por tres jabalís.
Herido de poca gravedad, trepé un árbol, y esperé a que se fueran. Comprendí
que mi olor atemoriza a todos los herbívoros, y que eso no era bueno, pero sí
inevitable. No debemos esperar que el mundo cambie a nuestro albedrío, las
cosas son como son...

El TOQUE DE DIOS.
El hombre joven se sentía inquieto y desasosegado. Todos los días la misma
rutina de trabajo y perfeccionamiento. Tras de las colinas vegetadas con
frutales y los valles explotados para cereales, había un mundo. Con la sutil
belleza de lo desconocido. Fue armando, con meticulosidad, un equipo de
supervivencia, pedernal y yesca, para hacer fuego, abrigo, soga, un gran
cuchillo, muy bien afilado, y una punta de acero duro para una lanza. Reforzó
su calzado con planchas de caucho duro, si quería conocer el mundo, sus pies
eran fundamentales. No quiso discutir con nadie qué ocultas razones lo
impulsaban. Partió en las sombras de la noche, hacia la nada ó hacia una
nueva vida. La selva se llenó con los ritmos bullangueros del amanecer. Los
monos le gritaban desde las altas copas de los árboles, las aves trinaban,
melodiosas y la grama, perlada de rocío, brillaba con intensidad bajo los
primeros rayos del sol. Descansó, un breve tiempo, sentado en una piedra, y
pensó “soy dueño de mí, de mis actos” y saboreó la hermosa quimera de la
libertad. Los primeros días se alimentó de frutos silvestres, que fueron
insuficientes. Cuando el hambre dificultó su descanso nocturno, comprendió
que debía cazar, que no era tan fácil sobrevivir en soledad. Disponía de tiempo
y estudió, agazapado en la fronda, las costumbres de los conejos. Construyó
una buena lanza, y, al segundo día de infructuosos intentos, pudo cazar uno.
Comprendió que buena parte de su tiempo se insumiría en la supervivencia,
pero ¿no era eso lo que estaba buscando?
Durante su transcurso con la naturaleza observaba los diversos
comportamientos de ese todo interconectado. Nada era perfecto, todo se
complementaba. En la comunidad había una palabra tabú: Dios. Una vez le
preguntó a su maestro el por qué de la negación de algo más allá de nuestras
estrechas vidas. El le respondió que los dioses eran los artilugios de los
antiguos para solucionar el temor a la muerte, y que ésta era sólo un lógico
desenlace. La muerte no nos debe dar pena ni alegría, es algo natural, ocurre,
está. El muchacho volvió a indagarlo ¿cuál es, entonces, el sentido de nuestras
vidas? El anciano replicó que una adecuada subsistencia ¿acaso no te
alcanza? No, es muy poca cosa...
En la comunidad se realizaron numerosas asambleas para debatir la deserción
del muchacho: Si la organización era perfecta ¿por qué había ocurrido este
hecho tan inesperado? ¿Qué sentido tenía huir del amparo y la seguridad de la
40

colonia, y buscar su propia desventura? Los ancianos se preguntaban en qué
estaban fallando. Otros, más necios, acotaban que “una golondrina no hace
verano”, que “ya volvería arrepentido”. El hombre lleva en sus genes la
vocación de cambio, el afán de aventura, por ello, los “modelos perfectos” de
sociedades tienden a abrumar sus pulsiones naturales. Cuando le preguntaron
al primer escalador del Monte Everest, Sir Edmund Hillary, por qué asumió
tanto riesgo y sacrificio para subir esa difícil montaña, sólo contestó “porque
estaba allí”. Ese particular magnetismo que tiene lo desconocido es una
herencia arquetípica insoslayable para algunos humanos. Ese gen oculto en su
ADN es la mágica impronta que garantiza su vocación transgresora-
transformadora. Sus portadores, unos pocos en millones, vehiculizan el
cambio, son los iconoclastas que desconocen normas, tabúes, religiones ó
verdades indemostradas. Tienen el “toque de Dios”.

EL JUEGO DEL DEMONIO
Las colonias humanas fueron expandiendo sus fronteras agrícolas. El agua era
un bien preciado, se captaba con ingenio y se conducía con dificultad. En una
instancia la expansión de una comunidad se hizo tangente a una vecina. En el
límite justo entre ambas quedó una vertiente. El agua brotaba, gentil y
bullanguera, por una grieta en las rocas, y llenaba una depresión formando una
cristalina laguna, donde hasta hacía poco tiempo, abrevaban en paz los
animales salvajes.
Se iniciaron arduas y complejas negociaciones entre las comunidades por la
propiedad de la fuente. La ubicación misma de la vertiente, en una altura
entre elevadas lomadas, la hacían apta para conducirla por gravedad y
distribuirla eficazmente.
En ambas comunidades fueron generándose tendencias internas, las primeras,
ó “palomas”, proponían compartir equitativamente el recurso, otros (los
“halcones”) promovían lograr el dominio exclusivo de la fuente.
El tiempo agudizó las diferencias, hasta que se interrumpieron todas las
negociaciones. Los halcones pregonaban la dignidad y la soberanía de la
posesión del agua. Las palomas, cada vez más debilitadas en número,
pregonaban los supremos beneficios de la paz.
El detonante pudo ser cualquiera, cuando los resortes sociales se comprimen,
un imperceptible evento los colapsa.
Un joven cazador perseguía un conejo, y la presa, despavorida, cruzó un
cerco; la siguió, pensando en el sabroso estofado, cuando una flecha de
ballesta, sagaz, brillante y plateada, le atravesó el cuello.         Antes de
comprender qué ocurría, estaba muerto.
Fue encontrado junto a la cerca. Su viuda, desconsolada, pedía venganza a
los gritos. Los halcones, indetenibles, afilaron sus armas, mientras sepultaban
a su hombre.
La religión, cuestionada por tantos, inserta normas morales al sistema.
Establece códigos, pone límites, resguarda un marco de convivencia. La
negativa a aceptar siquiera un Dios favorece el caos y promueve conductas
gravemente transgresoras. El opio de los pueblos quizás sea, en definitiva, un
mal necesario. En última instancia quienes más fallan son los intérpretes, sus
falsas vocaciones de castidad, sus farsas e imposturas. Entonces, si la
palabra de Dios es buena, pierde sustento en la corrupta boca de los
hechiceros.
41

Las leyes convocan a la reflexión sobre “crimen y castigo”. Esta falta de
normas, en una sociedad pregonada “casi perfecta” por los tecnócratas que las
fundaron, no tuvo presente la agresividad natural del hombre.
Un grupo organizado de halcones cruzó, una noche, el cercado limítrofe entre
los pueblos y asaltó una granja, masacrando en forma horrenda un grupo
familiar numeroso. La matemática falló, por un muerto inicial pagaron ocho,
hombres, mujeres y niños.
Las matanzas se hicieron comunes, en forma cotidiana. En pocas semanas
sólo quedaban decenas de habitantes en cada pueblo. Cuando asumieron la
realidad era tarde, estaban indefensos, y fueron invadidos por bandidos
saqueadores, que esclavizaron a los supervivientes y se apoderaron de las
viviendas y los cultivos.
Estos bandoleros eran bárbaros, que sin orden social alguno, se adueñaban
por la fuerza de cuanto podían.
A partir de la ciudadela tomada, fueron invadiendo colonias vecinas,
esclavizando a los prisioneros.
Algún oportunista vendió sus presuntas videncias y creó una religión, con un
Dios de la guerra, sediento de sacrificios humanos.
Y la barbarie se hizo imperio, y el hombre retrocedió a la edad de piedra.
Y todo volvió a empezar.
42

                        CUCHIYO DEL MISHMO PALO

Los efectos de la droga ingerida le dificultaban el control de la Honda cross,
robada pocas horas atrás... Si bien, en otras circunstancias, hubiera disfrutado
el manejo, la visión se le dificultaba por las alteraciones sensoriales, y debió
disminuir la velocidad porque casi vuela de la calzada, en una curva.
Transitaba una ruta muy poco concurrida, que conducía a un pueblo
mayoritariamente habitado por ganaderos. El blanco ideal era asaltar en la ruta,
algún desprevenido. El método, cubrir con su cuerpo una calzada de
circulación vehicular, y con la moto la otra, simulando un accidente. Si, algún
alma piadosa se detenía a auxiliarlo, amenazarlo con el revólver, secuestrarlo,
y desvalijar sus cuentas bancarias en varios cajeros automáticos. Hacía pocas
semanas la “yuta” había apresado a “Choco” su compañero de andanzas,
quien era el cerebro de sus depredaciones. Él era acompañante, cubría en los
asaltos y dejaba toda la inteligencia en manos de Choco, qué robar, dónde, los
reducidores, los precios… Era todo tan complejo para su cerebro destruido por
drogas y alcohol…No se le ocurría qué hacer. Lo del motociclista fue un golpe
de suerte, en medio de la desesperación. Sintió la moto acercarse, mientras
aspiraba de la bolsa. Pensó “revólver mucho ruido…” tomó una baldosa suelta,
y, cuando pasaba por el medio de la calle, arrojó el proyectil, que acertó en la
espalda. El joven cayó pesadamente, rodando sobre si mismo, y la moto se
deslizó, horizontal, casi media cuadra. Se acercó é intentó desvalijarlo. El
muchacho, aún totalmente maltrecho se resistía, entonces sacó la navaja y de
un solo tajo le cortó el cuello (“láshtima por la camisa, tan linda…”, pensó). Le
quitó riñonera, vaqueros y zapatillas, corrió hacia la moto y emprendió la huída,
enfilando hacia la provincia…En medio de la neblina que ondulaba su mente,
recordó la narración de un “pesado” en el patio de la cárcel (no recordaba cual,
alguna de las tantas…) sobre la “ruta de los chacareros”, una vía poco
frecuentada por la “cana” por la que circulaban los ganaderos. Una verdadera
“mina de oro”. Claro que desde que le pasaron el dato habrían pasado veinte
años, ó más, pero, en sus neuronas depredadas, ya no se atendía el tema
“circunstancias”. Para él el tiempo no transcurría, la vida no existía, todo
estaba nublado y confuso. Buscó un lugar propicio, unos cincuenta metros
después de una curva, cuando deberían reducir su velocidad. Pasaron cuatro
vehículos, tres camionetas y un auto. Nadie se detuvo. Simplemente lo
esquivaban, a gran velocidad por la banquina. ¿Es que ya no hay piedad?
Pensaba. Un pobre infeliz, accidentado en la ruta, y todos huían presurosos. Lo
que su obtusidad le impedía racionalizar es que la gente ya “estaba de vuelta”
de tantos ardides para desvalijarla, nadie creía en nada. Pero, ¿y si estuviera
verdaderamente accidentado?...Lo dejarían morir sin más.
Venían exultantes, eufóricos, cuatro asaltantes en una 4x4, nuevita, flamante.
Un nuevo “trabajo” exitoso, en San Isidro, dólares, pesos, joyas, plasmas,
computadoras, juntando con la venta de la camioneta, dispondrían de más de
cincuenta mil pesos. Y ningún problema, el dueño de casa, con frialdad e
inteligencia cedió todas sus armas y colaboró entregando sus valores. Hasta
abrió su caja fuerte. Quedó contento el infeliz, porque no violaran a su mujer ó
las niñas. Muy sencillo, eran “choros”, no “violetas”, “locódigo shon locódigo,
viejo”. Ahora venían a aprovechar el domingo, asaltando las fincas de varios
chacareros, luego reducirían la camioneta, y derecho al aguantadero. Traían
dos cajones de champagne, entre el botín, y habían dado cuenta ya de cinco
43

botellas. Tomaron la curva y vieron al accidentado. Se detuvieron a escasos
veinte metros de la víctima. “La moto está nuevita, la quiero” dijo uno desde al
asiento trasero. “Caiate, pelotudo”, dijo el jefe, “lajugamo al truco y lishto”.
“Bueno, rematemo al güevón y carguemo la moto”.
 La “víctima” estaba tensa, había parado una camioneta negra, en medio de la
ruta, pero nadie bajaba. “Tal vez estén indecisos”, pensó. De pronto sintió la
acelerada, y la realidad se hizo sombras, lo iban a embestir. Su cuerpo estaba
entumecido por la inmovilidad. Alcanzó a incorporarse a medias, pero era
tarde. Las defensas adicionales que protegían la parrilla, gruesos caños de
acero cromado, le impactaron de lleno en el pecho, tirándolo unos diez metros
más adelante. Debía tener casi todas las costillas rotas, los pulmones
colapsados, apenas podía respirar. Su mente repetía monocorde “jos deputa…
¿por qué? ¿Por qué?.... ¿por una guacha moto que ni siquiera era suya?”.
Recordó que él había matado por ella, bastante rápido lo estaba pagando…
Fueron muchos, demasiados, los infelices a quienes robó y mató, en su imbécil
vida…Por el rabillo del ojo vio que bajaban cuatro de la camioneta, mientras
dos cargaban la moto, los otros se le acercaron, lentamente. “Quitale la
rinionera”, dijo el jefe, mientras sacaba el 38 de su cintura. Entre suspiros
ahogados por bocanadas de sangre pedía, rogaba, imploraba “No, no, no…”.
Vió el caño apuntándole a la frente, y supo que era el fin. “Oi noes tu día de
shuerte, viejo”, dijo el jefe, y la explosión, y la oscuridad final. Tiraron su
cuerpo en la banquina, y, entre bromas y risotadas, siguieron la ruta de la plata
fácil. “Total eshos kajetudos tienen mushas vaquitas, y noshotroj shiempre, tan
pobres…”.
44

                                    MAIKEL

        El mar fue parte sustancial de mi niñez. Lo visitaba todos los años, entre
diciembre y marzo. Aprendí a nadar como a hablar, caminar, ò entender el
dialecto veneciano de mis tíos.
Adentrarse tras los rompientes era, para muchos una insensatez, por las
corrientes ocultas de la marejada, y los peligros desconocidos. Escurrirme en el
mar, aún más de mil metros, siempre fue mi secreta pasión e ineludible
obsesión. Nuestra playa era suburbana, no había bañeros ni controles, por lo
que esta transgresión se transformó en mi costumbre cotidiana. Practicaba
buceo, fuera de la incomodidad del oleaje, ayudado por mis patas de rana y
escafandra, lo que me permitía disfrutar la visión próxima de grandes peces y
delfines.
Un matrimonio de “gente grande” compró la casa vecina a la nuestra. Eran
vascos, el un marino retirado, ella artista plástica.          Eran atractivos y
pintorescos, fríamente corteses ó elusivos distantes. Ella, menuda y delgada
se llamaba Maité (“querida” en vasco según supe más tarde). Iba a la costa con
un gran sombrero de paja y una larga túnica blanca suelta. Clavaba y nivelaba
cuidadosamente su caballete en la arena, y pintaba sus acuarelas marinas,
todas de colores suaves, todas diferentes, casi tan hermosas como sus
apacibles ojos turquesas. El viento jugaba con sus cabellos blancos, mientras
inmutable, deslizaba, hábilmente, el pincel por la tela. Pintaba siempre desde
el mismo lugar, pero todas sus obras eran distintas, el amarillo intenso del sol
naciente, el gris plomo del mediodía, el rojo-naranja-índigo del ocaso y los
varitonales en gris de las tormentas. Nada escapaba de su visión inquisidora ó
sus manos creadoras. Horas me pasaba, sentado unos discretos metros por
detrás, embelesado en los juegos de colores surgidos de la nada.
Él era un hombre robusto, musculoso, dorado por mil soles. Su rostro tosco
parecía labrado en granito, y los cabellos cenicientos se adentraban por una
extraña calvicie, dejando una franja central pilosa parecida al jopo de los
mohicanos. Su rasgo distintivo era la mirada, irónica, juguetona, burlesca, que
acompañaba a una lengua mordaz, siempre dispuesta al comentario agudo.
Se llamaba Maikel.
Volvía con un balde lleno de mi trabajosa cosecha de almejas, y, buscando el
camino a casa, cruzaba la playa oblicuamente a una veintena de metros de la
pareja, cuando él me detuvo: “espérame, por favor”. Y se acercó trotando en la
arena blanda e hirviente del mediodía. “Pero ¡Qué hermosas almejas!, son
realmente enormes… ¿De dónde las sacas? ¡Aquí todas son muy pequeñas!
…”. Le dije mi nombre, extendiendo la mano, y el la estrechó “Soy Maikel”,
repuso. Así sellamos una amistad que duraría los tres meses de ese verano.
Un sexagenario y un jovencito de sólo doce años. “Si querés mañana te llevo,
pero, hay que salir muy temprano”. “Hecho”, dijo, “nos encontramos aquí
cuando amanezca…”
Con los primeros rayos del sol, me esperaba, traía una caña de grueso bambú
-de unos tres metros de largo-, un balde grande, una soga y una palita
“linneman” roja y amarilla, con los colores de “su España”. Durante la
prolongada marcha por la arena (más de diez kilómetros, según calculó),
insistió que camináramos por la blanda y dificultosa, no por la húmeda y
consistente de la playa mojada. “Hace bien a las piernas”, me dijo. Le
manifesté que las mías no tenían problemas. Y riendo, me dijo “siempre hace
45

bien recordarles a los músculos para qué están”. Durante la hora y media de
marcha forzada le pregunté sobre España. “Yo no soy de España, soy
vasco…”. Cuando le dije que para mí era la misma cosa, que mi padre también
lo era, y de Guipúzcoa, me repuso “Para un vasco es un insulto llamarlo
español”
Y me contó toda la historia del “ijoeputa de Franco”, de la guerra civil, de todos
sus amigos muertos, y su huída, tras la derrota “republicana” cruzando el
mediterráneo en un viejo esquife que hacía agua por todos lados.
Llegamos al barco hundido en plena marea alta. Los mástiles y parte del casco
del viejo navío se erguían amenazadores. Los viejos pescadores de la zona
dicen que no hay que acercarse al barco, porque grandes tiburones acechan
entre las ruinas de sus oscuros maderos. Siempre me sumergí, a la vuelta del
barco, y nunca vi ninguno. Quienes pescan en el espinel, doscientos metros
adentrados en el mar, sólo sacan tiburones de menos de un metro, que, en
realidad, a nadie espantan.
“Allá están, corra”, le indiqué. En una pequeña ensenada, la marea arrojaba
miles de grandes almejas. Juntamos medio balde en pocos minutos. Y, nada
más…” ¿Y ahora...?”, indagó. “Mire con atención”, le indiqué. Una almeja
solitaria fue llevada por el agua a la costa, y le mostré como el bivalbo sacaba
su pie musculoso y presto se enterraba en la arena, cavando con rapidez.
Excavé con la mano, la extraje y la abrí con la navaja, mostrándole sus partes.
“Ve este pie blanco, con él excava; estos dos tubitos rojos son el aparato
respiratorio. Cuando se entierran comienzan a respirar aire, entonces arrojan
agua a presión por los sifones, quedando en la arena estos dos orificios juntos.
Allí, abajo, a menos de quince centímetros, hay una almeja. Cuanto más
grandes los respiraderos, mayor la almeja. …”
En poco tiempo llenamos el balde, era galvanizado, de doce litros, y estaba
muy pesado, hay que llevarlas con agua de mar y arena, para que no mueran.
Entonces tuvo sentido la caña y la soga que trajo, ubicó la manija del balde en
la mitad de la caña, y la ató, firmemente, con nudos de marino. La carga no se
deslizaría y el peso sería parejo. Apoyar la caña en el hombro era reducir
drásticamente el esfuerzo que significaba llevarlo, como hacía yo, con la mano.
Nunca supe cual era mi “negocio” de las almejas. Los tíos me pagaban tres
pesos por el balde, con ellos solventaba, por la tarde, dos horas de alquiler de
un caballo. Eran tres horas de caminata, una hora de recolección, y la vuelta
con los dos brazos, alternadamente, acalambrados por el peso. Después, la
vida me fue enseñando, que los sacrificios pueden ser mayores y los placeres
aún más esporádicos. Durante el regreso le pedí que me contara sobre los
países que conoció. Fue marino de todos los mares, con gran capacidad
narrativa para transmitir imágenes destacables de Oslo y Bangcock, pintando
los colores y aromas de todos los puertos. Esta costa era su playa terminal, su
último hálito de espuma y sal.
Todos los días salíamos a nadar mar afuera, con el viejo. En ocasiones
dejábamos tan atrás la ribera, que llegaba a tornarse invisible, en
oportunidades de fuerte oleaje. Al retornar, agotados nos tendíamos en la
arena mojada, a compartir las vicisitudes vividas. Cómo variaban las corrientes
costeras, los juegos de los delfines, las corvinas negras depredando los bancos
de almejas. En algún buceo prolongado descubrimos un depósito de
conchillas. Colindaba, mar afuera, con el segundo banco de arena, donde
surcaban con más intensidad los flujos y reflujos de las mareas. Era una media
46

luna, convexa hacia el Atlántico, de unos treinta metros de largo, con un
espesor de medio metro. Las conchillas estaban, mayoritariamente, rotas, pero
no eran escasos los especimenes sanos, coloridos y variados, de pectínidos,
gasterópodos y bivalbos. Tuvimos que perfeccionar un sistema de recolección,
se acopiaría en bolsas de redecilla plástica, atadas a la cintura. Al ser el
cascajo de bordes filosos y puntiagudos, debimos protegernos las manos con
guantes sintéticos de malla gruesa, usados por algunos conductores de autos
deportivos. Asimismo, cambiamos las patas de ranas convencionales por otras
de gran tamaño, que nos brindarían rapidez en el movimiento.                    Nos
sumergíamos durante un minuto y medio, descansábamos el doble, flotando, y,
vuelta a la tarea. Los delfines, confianzudos, en oportunidades jugaban con
nosotros, mientras se alimentaban con el cardúmen de anchoitas. Una vez uno
me seguía al fondo y observaba, quizás atónito, mi extraña actividad.
Luego de diez días de trabajo, nuestra colección era, sencillamente,
sorprendente. No teníamos donde comercializarla, pero, vueltos a la capital, al
fin del verano, su venta nos compensaría con creces.
Un día calmo, a pleno sol, como cualquier otro, llegamos al segundo atolón, y
antes de sumergirnos, me sorprendió la ausencia de delfines, transmitiéndole a
Maikel: “Mire, viejo, no hay toninas… ¿raro no?”. El marino quedó pensativo,
desconfiado. “Es muy extraño”, dijo. Intranquilos iniciamos la cosecha. Cada
descanso miraba en torno con avidez, con miedo…Recordé la máxima de un
tío viejo “si algo se sale de lo común, alguna razón habrá…”, convencido que,
mis breves doce años de vida, podrían abonarse con la experiencia ajena. Y vi
la gran aleta negra triangular, surcando rauda el mar, hacia nosotros. Me hundí
y tiré a Maikel de sus escasos cabellos. Emergió, y le señalé el tiburón, ya a
escasos diez metros de distancia. Rápidamente, como la última pulsión de la
vida (y, ciertamente, lo era), nadamos hacia el atolón contra el reflujo del
bajamar. Quedamos con el agua en las rodillas, cuando el gran escualo
impactó en la arena. Nunca vi uno tan grande, con la panza tan blanca. Se
revolcó, furioso, desbordando odio e impotencia, con medio cuerpo fuera del
agua, mirándonos con sus grandes ojos redondos, fríos e inexpresivos como la
misma muerte. Retrocedió y volvió a intentarlo, cinco veces, y quedó nadando
en círculos, buscando una pasada a la hondonada, para cortarnos la huída.
“Debemos ir a la costa”, dijo el marino, “nuestra situación, si llega a pasar, será
muy precaria…”. “Vamos, con la próxima ola”. Y saltamos a su cresta, y
nadamos con ímpetu y desesperación, hasta que clavamos las uñas en el
primer banco de arena, y miré hacia atrás, y, allí venía, con su hambre y sed de
desgarrar y triturar. Maikel me apretó el cuello, y me gritó: “A la costa,
muchacho, sin parar”. Al caminar por la arena me temblaban las rodillas,
faltaba el aire, y todo giraba en derredor. Al abrir los ojos vi el rostro del viejo.
Me señaló el tiburón, rondando próximo a la orilla. Los bañistas, despavoridos,
habían abandonado el agua. “Es de los blancos, inusual en estas latitudes, un
bicho grande, muchacho”, dijo, “más de cuatro metros…”
Al verano siguiente volví al mar, pero el viejo ya no estaba. Un matrimonio
joven, con dos hijos pequeños, ocupaba la casita. Cuando pregunté por él, me
dijeron “Creemos que falleció en julio, su viuda nos vendió la propiedad, hace
un par de meses, ella no quiere volver al mar…”
Imaginé a Maikel, muriendo en una cama seca, sin oleaje, ni sabor a espuma
salada, sin caracoles ni delfines… ¿Habrá tenido algún pensamiento final, con
este gran tiburón, que nos hermanó por siempre?
47



                                    CAÍDA LIBRE
Al realizar el trabajo final de licenciatura disponíamos un presupuesto para las
tareas de campaña. Estos fondos, exiguos, permitían solventar un accionar de
bajo perfil, por lo que, mi ayudante (José) y yo debíamos pernoctar en carpa. El
pueblo más cercano a la zona de trabajo era Villa Mazán, en el noreste de La
Rioja. Por seguridad de las pertenencias, solicitamos autorización para
acampar en la comisaría, y trabamos gran amistad con el comisario. A este
señor le gustaba el truco, y, para mantener las buenas relaciones humanas,
nos dejábamos ganar a fin de conservar las cosas en un “empate técnico”.
Yendo hacia el oeste por la ruta, atravesando la quebrada de Mazán, nos
quedaba un fácil acceso a la zona de trabajo. La carretera era sinuosa,
bordeando una profunda quebrada. En una de sus curvas, sobre una delgada
pirca, había una cruz con una leyenda “Custodio Bazán – 16/03/1968”.
Pensamos que había ocurrido una muerte en un accidente de tránsito. Por la
noche consultamos al comisario “¿Cómo fue el accidente en la quebrada, el
año pasado?” “¿Cuál accidente?” indagó. “Ese, donde hay una cruz”. “Ah, ese,
verán muchachos, Custodio era un mamado incorregible. Venía desde Tinocán,
de un beberaje, un sábado por la noche. Aparentemente se sentó en la pirca a
descansar, y, por el mareo cayó hacia atrás. Habrán visto que el murete que
bordea el camino es angosto, y que la barranca es vertical, de un centenar de
metros. Bueno, literalmente, quedó apoltronado contra las peñas del fondo de
la quebrada. En la comisaría estaba de turno un oficial jovencito, estudiante
avanzado de derecho. Un muchacho muy culto. Cuando redactó los
entretelones del incidente escribió: “causa del deceso: caída libre…”
48

                            LOS “DEL SESENTA”
Introducción
Los argentinos vivimos inmersos en un mar de falacias. No asumimos nuestra
realidad, ignoramos nuestra historia, y, consecuentemente, carecemos de
vocación de futuro. Internalizamos, como postulados reales, mentiras
degradantes, aceptando como cierto que “el incremento del PBI producirá un
derrame de riqueza hacia los pobres”. Y convalidamos como normales las más
infames corrupciones. Los políticos, sin distinciones de banderías ó
inclinaciones, tienen como único objeto de bienestar su acelerado
enriquecimiento. La carencia de ética y moral, en cada proyecto de poder
individual, genera desembozados saqueos del Estado, en la cosa pública.
Achacamos, entonces, a nuestros “políticos” el patrimonio de las desgracias,
intentando eludir nuestras culpas y responsabilidades reales. Nada, de cuanto
nos rodea, es recuperable, agravado por un vacío científico, técnico y cultural,
simplemente espeluznante. Sólo la ignorancia conculca nuestra impotencia de
adecuada lectura de la realidad: que el presente es, certeramente perfectible, y
el futuro es arcilla modelable a nuestro exclusivo arbitrio. Nuestro pasado, aún
el inmediato, es penumbra tenebrosa deseando ser alcanzada por la luz.
Creemos cuanto nos dicen, impostores disfrazados de competentes
informadores. Nos referenciamos en personajes deleznables, masivamente
promovidos por la acción mediática, sin reflexionar en los menguados valores
éticos y morales que representan. Mientras tanto, nuestros héroes reales y
cotidianos, como René Favaloro, se vuelan los sesos en la impotencia de ser
escuchados ó sintonizados por un país, decididamente autista. Queremos
creer, porque, decisivamente lo necesitamos, que heredamos doctrinas lúcidas
y trascendentes de oportunistas que medraron con nuestra buena fe. Y
sustentaron ser creadores de una “tercera posición equidistante de yanquis y
marxistas”. Cuando jamás, los unos ni los otros nos tuvieron siquiera en
cuenta. Ó a lo sumo nos destinaban una tímida sonrisa de soslayo, divertidos
ante nuestra sobrevaluada soberbia y desenfrenada corruptela. Así somos, la
Argentina discepoliana, un desafinado coro de perdedores con pretensiones de
lucidez. Y donde un hartazgo de seudo sociólogos y politicólogos desarrolla la
parodia de investigar nuestros males endémicos, en una farsa sadomasoquista
que, sin aportar construcciones ni propuestas, descubre lo que siempre
supimos: Que somos un pueblo mediocre y carente de valores ponderables.
Pero si la verdad no surge de estos pseudomesías, ni mucho menos de los
políticos de turno, tampoco es cierto que sea inexorable el imperio del horror.
Nuestro voto ciudadano es el despilfarro de elegir el menos horrendo de los
candidatos. Un canto ingenuo a la esperanza “lo apoyo porque creo que es
honesto”. Algo es irrefutable: debemos conocernos a nosotros mismos, y entre
nosotros mismos, para superar nuestras limitaciones comunes. Y proveer las
confluencias fundadas en la amalgama de las sanas aspiraciones. Sólo asi
podremos construir un presente algo más digno, y un futuro, cuanto menos
coherente y decoroso. Y debemos explorar el pasado, para capitalizar los
errores, y rescatar sus aciertos.
49

El legado hispanoamericano
Latinoamérica es heredera de los usos y costumbres de sus colonizadores
procedentes de la península ibérica. Y su destino quedó, inevitablemente,
signado. Si analizamos la historia comparativa de la América anglosajona, con
nosotros, transcurridos cinco siglos de la conquista, las diferencias entre
economía, desarrollo y crecimiento son abismales. Y es esa suerte de
“mandato genético” que nos condenó a “ser como somos”. Los españoles y
lusitanos, eran poco afectos al trabajo y la producción, centrando su vida en la
renta del esfuerzo ajeno. Este “quebranto moral”, no es atribuíble a los nativos,
que demostraron, en forma fehaciente, su vocación de trabajo en beneficio
propio. Si tomamos como ejemplo el Valle de Tafí (Tucumán) antes de la
“conquista” surtía, en su nicho agroecológico, fuentes de vida para más de
30.000 calchaquíes. Hoy, sus escasos cinco mil pobladores permanentes,
deben vivir de planes sociales ó emigrar por trabajo a otros destinos. El
Paraguay, con la gesta jesuita, llegó a formar un milagro agroindustrial, que
debió ser destruído por la guerra de “La Triple Alianza”, a instancia de los
intereses ingleses. Paraguay “indigenista” competía, exitosamente, con las
industrias europeas.
Las claves de la tragedia latinoamericana la brinda Teresa Piossek Prebisch,
en “El Inca en Tucumán” (1976):

“En 1630, el cacique Chelemín, de los hualfines, fue quien elevó el grito de
guerra al cielo. El origen de esta guerra fue muy significativo: el encomendero
Juan de Urbina descubrió una mina de oro a la entrada de calchaquí, por el
lado del valle de Catamarca, y los indios temerosos de que se los obligara a
trabajarla, lo mataron junto con toda su familia. Los españoles reaccionaron
violentamente y esto desencadenó una lucha que duró siete años, y costó la
pérdida de dos ciudades más: Londres II, ubicada cerca de la primera y
Nuestra Señora de Guadalupe, en el calchaquí. Para los calchaquíes significó
la derrota total, con la ejecución de Chelemín y el desarraigo de las tribus que,
según la costumbre incaica, fueron reducidas al yanaconazgo, arrancados de
sus solares nativos y repartidos por tierras lejanas”.

La tragicomedia resume la historia de Hispanoamérica, un hidalgo Juan de
Urbina, descubre oro, que pretende, producir en su beneficio, merced al trabajo
gratuito de los nativos. Concisamente, planificaba enriquecerse con el fruto del
esfuerzo ajeno. El calchaquí tenía una ética particular, prefería la muerte a la
esclavitud.
.Con el desarrollo poblacional, los descendientes de la “gloriosa conquista”
hegemonizaron el poder económico, en primera instancia a favor de la feroz
explotación de los indígenas, en sistemas de esclavitud (mita y yanaconazgo)
bestiales e inhumanos. Esta forma de vida, formando la burocracia gobernante
de la “ciudad puerto” y señores feudales en los asentamientos agrícola-
ganaderos, era posible, a favor de la inmensa renta, producto de la plusvalía
del trabajo, inicialmente de los nativos conquistados, luego de los “criollos”
descendientes de la cruza de éstos con soldados y “peones” de estancias.
Las emancipaciones latinoamericanas cambiaron los “patrones”. Ya no eran
explotados en nombre del rey de España, sino por una “oligarquía” local que,
igualmente, los privaba de todos sus derechos elementales. Hacia mediados
del siglo XX éste era el statu quo vigente en Latinoamérica. Lógicamente
50

variaban los matices. En Ibero América los factores dominantes “negociaban”
las radicaciones de inversiones norteamericanas (United Fruit Company,
Standard Oil). Los gobernantes enajenaban, como propia, la riqueza de los
territorios, bajo su dominio político y militar: el estaño y plata en Bolivia, el
cobre en Chile, el Oro en Perú, Bolivia y Argentina, el petróleo en Venezuela y
Méjico, el plátano en Guatemala, el caucho en Brasil, el café en Colombia, etc.
etc. etc. Para poder “regalar impunemente” nuestras riquezas y “alquilar” a bajo
precio las manos de obra locales, las oligarquías y las burocracias económicas
organizaron fuerzas armadas, siempre sobredimensionadas a las reales
necesidades de la “defensa nacional”. Éstas eran fieles custodios de los
intereses Anglo-americanos y los de las minorías cipayas locales. Lógicamente,
debía asegurarse la continuidad del modelo de explotación fundado en
perpetuar “mano de obra barata”. El país quedó en manos de un liberalismo
proinglés, en su primera instancia y pronorteamericano hasta el advenimiento
del peronismo. Custodia permanente de los intereses anglosajones, y su
oligarquía dependiente, en Argentina, fueron nuestras fuerzas armadas y de
seguridad. La cultura y la historia, totalmente tergiversadas por el liberalismo
dominante, lavaron, durante generaciones, los cerebros de todo un pueblo.
Actualmente, si a cualquier argentino de cultura “media” (nivel secundario) le
preguntamos quiénes fueron Manuel Dorrego, Ángel Vicente Peñaloza, Severo
Chumbita, Juan Facundo Quiroga ó Felipe Varela, seguramente, no tendrán
idea. Asi, la lucha, durante décadas, del interior empobrecido contra el puerto
exportador-explotador se disfrazó como “federales” contra “unitarios”. Nada tan
falaz, era la rebelión armada de todo un pueblo contra el dominio inglés y sus
cipayos oligárquicos locales. Nuestros caudillos, tildados de “bárbaros” por los
sarmientos, mitres y rocas, emprendieron su gesta armada contra los “ricos”
dominantes. Cien años después, quienes tomamos las banderas de
“independencia económica, soberanía política y justicia social” éramos
“subversivos”. Sólo porque luchábamos contra la injusticia y sus privilegios. No
necesitábamos “ejemplos foráneos”, como proponían las patéticas “fuerzas del
orden”. Demasiados genocidios sufrió nuestra Argentina, ¡tantos próceres
reales y concretos abonaron nuestro suelo con su sangre generosa! La última
dictadura nacional, por lejos, la más sanguinaria, tenía un ideólogo admirador
de la “generación del 80” (Díaz Bessone), con el sueño de la “gran estancia” de
José Alfredo Martínez de Hoz (lógicamente, gran estancia de su propiedad).



Los orígenes: Nacionalismo Revisionista y Caudillismo Federal
Nos conocieron como la generación del ’70, pero, nuestras historias
individuales y colectivas surgen pocos años antes. Según comentaristas legos
actuales (poco versados, por cierto) éramos “iconoclastas, rebeldes y
violentos”. En medio de la anacrónica mediocridad presente, me permito
reconstruir vivencias personales, grupales y colectivas que, objetivamente,
aportarán datos certeros para una caracterización de la realidad, cuanto
menos, mínimamente aproximativa. Nuestras raíces ideológicas surgen desde
la adolescencia, cuando algunos profesores de historia (e historiadores)
difundieron la doctrina del “revisionismo histórico”. Este movimiento de
resistencia a la prédica de la “historia convencional” del liberalismo mitrista en
Argentina, reivindicaba y potenciaba la figura de Juan Manuel de Rosas.
51

Surgieron, entonces, movimientos “nacionalistas”, entre ellos Tacuara y
Guardia Restauradora Nacionalista. Sus idearios reconocían una fuerte
raigambre ultracatólica, influída por el Opus Dei, y de estricto perfil
Nazifascistafalangista. De allí se cimentaron fuertes tendencias antisemitas, y
de apoyo global a movimientos de ultraderecha antipopulares, sustentados por
importantes religiosos (Julio Menvielle) que, a nivel internacional, por ejemplo,
adherían a grupos paramilitares franceses (OAS), quienes realizaron acciones
espeluznantes, contra el pueblo de Argelia. Los adherentes a este movimiento
de derecha eran jóvenes de clase media acomodada, muchos de ellos
asesorados por el agente de la CIA Guillermo Patricio Kelly (Tacuara) ó
“servicios” locales, como Juan Carlos Coria (GRN). Escasas repercusiones
tenían grupos pronorteamericanos (“Trinchera Anticomunista”) promovidos por
el agente estadounidense John Charles Jahnsson. Todos estos activistas
estudiantiles tenían un denominador común, el anticomunismo-antisionismo.
Ello motivó que, como autodefensa, muchos jóvenes hebreos, con inquietudes
intelectuales, se enrolaran en la Federación Juvenil Comunista. Las
discusiones internas referentes a la figura de Rosas, y su relación con los
caudillos del interior replantearon, en el seno de los grupos nacionalistas, las
verdaderas esencias del federalismo y el ser nacional. Surgen, entonces,
reivindicaciones a las epopeyas de los caudillos genuinamente federales que,
en sus derrotas, amalgamaron la esencia del ideario de la “patria grande
federal”. Lógicamente, contrapuestos a los intereses que defendió Rosas., los
de la oligarquía de la pampa húmeda. La lucha y derrota de los caudillos del
interior por parte del puerto agroexportador signó el perfil de un país, donde los
pobres fueron excluidos

El rol tutelar de las Fuerzas Armadas
. Custodia permanente de los intereses foráneos, en Argentina, fueron
nuestras fuerzas armadas y de seguridad. En esa instancia, cualquier intento
de desviación ideológica de las miras del mitrismo liberal (Domingo Faustino
Sarmiento, Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Juan Galo De Lavalle, etc.)
era interrumpido, por la fuerza, por las armas nacionales.

Luces y sombras del peronismo en nuestra historia contemporánea
El peronismo, como movimiento de masas, de neto corte bonapartista, liquidó
el dominio anarco-socialista, del gremialismo combativo, resabio de los
activistas de la década infame. Se crearon, entonces, estructuras
“dirigenciales” con cuadros dóciles y negociadores con el “establishment” y
obreros mansos y complacientes. Surge, dentro de este esquema de poder una
Burocracia Sindical, cuyo lema esencial era “ni yanquis ni marxistas,
peronistas”. En realidad, las inquietudes intelectuales de estos sindicalistas era
un irrestricto servilismo hacia el líder carismático, con el sólo objeto de medrar
con sus prebendas (Augusto Timoteo Vandor, Lorenzo Miguel, Herminio
Iglesias, Juan Carlos Calabró, José Ignacio Rucci). El peronismo, por su
esencia personalista, no comulgaba con el crecimiento intelectual del pueblo,
combatiendo los movimientos estudiantiles y segregando a todo aquel que
manifieste criterio propio. No obstante, modifica el modelo social de factoría
agro exportadora a incipiente país industrial. Instaura avances irreductibles a
favor de los sectores, hasta entonces, desposeídos, otorgándoles una mayor
participación en la renta nacional. El proletariado comienza a percibir
52

aguinaldo, jubilación, vacaciones pagas, legítima representatividad gremial,
posibilidad de discusión salarial en reuniones paritarias, acceso a la salud,
vivienda digna y educación. Por primera vez en la historia argentina, hijos de
trabajadores acceden a los claustros universitarios. Uno de sus slogans fue
“plena producción, plena ocupación y pleno consumo”. En medio de tantos
aciertos, cometió errores que, la historia demostró, fueron irreparables.
Radicaron las industrias en los alrededores de la Capital Federal y de Rosario,
cuando lo expectable era un desarrollo regional argentino sin despoblar,
comparativamente, el interior. Se produjo, entonces, un importante flujo
poblacional desde el interior a la capital, del campo a la ciudad. Este fenómeno
“vació” las áreas rurales, y conculcó la posibilidad de radicaciones industriales
en los territorios donde se localizaba la producción, óptima deseabilidad de
toda planificación seria. Ratificó, entonces, el modelo de país centrípeto de la
mega-ciudad-puerto, auspiciada por los unitarios (Rivadavia), los
pesudofederales (Rosas) y la Generación del ’80. Se sindicalizó, casi
totalmente, al proletariado, formando una corporación que, ni las más
represoras dictaduras, pudo neutralizar. Los sindicatos adquirieron notable
poder económico, a favor de las cuotas sindicales y el manejo de las obras
sociales. A cambio, garantizaban, en las mesas de discusión salarial, la
presencia de “representantes dóciles al establishment”, circunstancia vigente a
la fecha. Fue tan notable su poder real que, a pesar de haber estado el
peronismo fuera del gobierno durante 18 años, la participación de los
trabajadores en el renta del país llegó a superar, en 1975, el 50%, circunstancia
que jamás hubo de repetirse, ni aún luego de los actuales 25 años
ininterrumpidos de “democracia”.
Es innegable la importancia histórica del peronismo en nuestra historia
institucional. Junto con Paz Estenssoro en Bolivia y con Ahrbenz en Guatemala
caracterizó la trilogía latinoamericana de las “revoluciones inconclusas”. No
obstante, debe caracterizarse, debidamente, a estos líderes populistas, en su
real contexto. Ellos, ciertamente, fueron “reformistas”, no “revolucionarios”.
El peronismo no fue “el hecho maldito de la sociedad argentina”, al decir de
Jorge Luis Borges, ni “el tránsito natural al socialismo nacional” como citaba
Hernández Arregui, el más lúcido intérprete de la “juventud maravillosa”.
Perón fue un fiel ejecutor de la necesidad de “aggiornar” la situación de la clase
obrera argentina, procurando un orden social más justo. Intentó, y logró
introducir reformas irreversibles en la dignificación de los menesterosos. Ello le
valió el odio de sus camaradas de armas, más consustanciados en consolidar
el poder omnímodo de la oligarquía agro exportadora, sin poder disimular sus
notorias simpatías pro-inglesas y pro-norteamericanas. Para las ultra
conservadoras fuerzas armadas argentinas, el fue, sencillamente, un traidor.

La clase media: Soporte del radicalismo y los movimientos
revolucionarios
La megalomanía y demagogia del líder carismático le valió el desprecio y la
ferviente oposición de la amplia mayoría de la clase media argentina y de
algunos sectores proletarios-estudiantiles ilustrados, neoanarquistas, trotskistas
y marxistas-leninistas. El único intelectual visible del peronismo fue John
William Cooke, quizás dos siglos avanzado a las ideas del líder carismático. Es
importante la evaluación sociológica de nuestra clase media, formada
mayoritariamente por hijos de inmigrantes, cuya siguiente generación eran
53

profesionales (M’hijo, el doctor…), pequeños y medianos comerciantes,
empresarios urbanos, artesanos, cuentapropistas y productores agropecuarios.
De allí surgieron y se nutrieron el Radicalismo, la Juventud Peronista, y una
miríada de pequeños movimientos estudiantiles universitarios que abarcaban
todas las gamas de la izquierda (maoísmo, trotskismo, marxismo-leninismo,
etc. etc. etc.).Párrafo aparte merece el Socialismo cuya máxima expresión,
Alfredo L. Palacios, fue uno de los dirigentes políticos más queridos y
admirados por la clase media argentina. La pequeña burguesía argentina fue,
es y será antiperonista, no por capricho sino porque, para ella, desde siempre,
la ocupación de un lugar en el mundo debía ser fruto del trabajo, el sacrificio, el
ahorro y la ética. Los liderazgos bonapartistas compran al pueblo con la dádiva,
sus beneficiarios no se sacrificaron para tener esos ladrillos, los pagó todo el
pueblo con su esfuerzo y los regala el “general” con su natural generosidad “Mi
general, cuánto valés, Perón, Perón, ¡qué grande sos! Sos el primer
trabajador”.

Las Juventudes Revolucionarias: Diferenciación cultural con el
peronismo
Una característica distintiva de la “Juventud de los 60” fue su profunda avidez
intelectual. Éramos voraces lectores, en amplia mayoría consumimos varios
cientos de libros de historia, economía, política, filosofía, ciencia y técnica. En
ese entonces había varios cines-arte (Lorraine, Lorca, Losuar, Arte) que
cobraban un peso la entrada a estudiantes, donde había ciclos completos de
creadores realmente insuperables. Disfrutamos, entre nuestros compañeros, a
numerosos profesionales, algunos de ellos doctorados en planeamiento en La
Sorbona, otros sociólogos de Berkeley, psicólogos estructuralistas de la
escuela de Pichón-Rivière, brillantes periodistas y lúcidos escritores. Una sóla
era nuestra búsqueda, la de un país mejor…La Juventud fue, a no dudarlo, la
élite política, cultural, intelectual y tecnológica encauzada a aquellas
transformaciones que conduzcan a la utilización plena y racional de los
recursos naturales, en un orden social justo, con igualdad de oportunidades. Se
anhelaban profundos enriquecimientos culturales y tecnológicos en los usos y
costumbres del pueblo argentino. Se pregonaba el crecimiento y capacitación
permanente de los sectores marginados a través de la gestión cooperativa. Se
extendía el rol del Estado a los sectores estratégicos de la economía (comercio
exterior, fortalecimiento de la banca oficial, radicación de crédito interno real
para Pymes, generación energética, petróleo, gran minería, agua y
comunicaciones). Se formulaba la acción cooperativa en autogestión y
cogestión. Se pregonaba el imperio de la ética y la moral en la cosa pública,
creando modelos de solidaridad y justicia distributiva.
Sólo podrá haber transformaciones sociales valederas donde se vierta
generosa cultura e inclaudicable vocación superadora de sus intérpretes.

Surgimiento del movimiento revolucionario. El Che Guevara y la Iglesia
para el Tercer Mundo.
Quienes al filo de 1960 participaban de un activismo nacionalista fueron
viviendo la mutación que sufrió la juventud de todo el planeta. Los franceses,
influidos en los principios existencialistas de Jean Paul Sartre y Simone de
Beauvoir, y en la prédica de “cristianismo y revolución” de Herbert Marcusse,
iniciaron un viraje hacia la izquierda. En Latinoamérica, con aún mayor
54

raigambre católica, fueron decisivos la Encíclica Vaticano II y el Concilio de
Medellín. Considerables sectores de la iglesia pregonaban el rol de los
“pastores de los pobres” y promovieron la confluencia ideológica al
progresismo, de muchos militantes nacionalistas. Hubo una amalgama,
profunda y enriquecedora entre la “Iglesia del Tercer Mundo” (De Nevares,
Angelelli, Mugica y muchos cientos de sacerdotes de las capillas más dispersas
y perdidas del mapa nacional) con los sectores progresistas de la juventud. La
figura del “Che” Guevara, sutilmente expulsado de cuba por el castrismo, y
entregado a la CIA por el Partido Comunista Boliviano, fue el eje paradigmático
de los movimientos revolucionarios de América Latina. El acceso al poder se
lograría mediante la lucha armada. La realidad argentina de concentración
urbana de la población transformaba el paisaje del territorio de batalla, ya no
serían las selvas cubanas sino las calles de las ciudades. Surge, entonces, la
“guerrilla urbana”. Dos grupos diferenciados se distinguen desde sus inicios: el
Partido Revolucionario de los Trabajadores (ERP-PRT) cuya raigambre era
trotskista-leninista, para quienes Perón era “un viejo político burgués” y
aquellas que, el líder carismático en el exilio, denominaba sus “Formaciones
Especiales”, luego, mayoritariamente, agrupadas en Montoneros. Su órgano de
difusión fue “El Descamisado”, dirigida por Dardo Cabo, asesinado por las
FFAA.

Apogeo de la “Tendencia Revolucionaria”
El líder populista, desde su forzoso retiro en Madrid, al haber sido desplazado
del poder, en 1955, por sus camaradas de armas, recibía en su Mansión de
“Puerta de Hierro” a cuanto político ambicioso intentara, aún el más
descabellado, proyecto de poder, para así cumplir su ansiado retorno. Su
desquite con esa Argentina que, durante 18 años, le privó disfrutar el amor y la
adulación de amplios sectores de la sociedad argentina. Así alentó los escritos
sobre peronismo y revolución de J.W. Cooke, que hacían aparecer a Perón aún
a la izquierda del mismísimo Lenín. En el film “La Hora de los Hornos”,
convoca, en forma explícita, a la guerra revolucionaria para promover su
retorno al gobierno.
La historia demostró que el líder bonapartista no quería retornar a su patria
para completar la revolución inconclusa, tal como era el sueño de su “juventud
maravillosa” sino para desquitar sus ansias de megalomanía, y acceder,
nuevamente, a la Presidencia de la República. “Le cueste a quien le cueste, y
caiga quien caiga” repetía incesante a quienes lo escuchaban. Volver a
gobernar Argentina era, evidentemente, su revancha personal.
Cuando la juventud se radicalizó, y estructuró como organización guerrillera, se
implantó la consigna “Perón o Muerte”. El viejo general los alentaba,
prometiéndoles, no sólo coparticipación en el poder, sino la construcción del
“socialismo nacional”. Sólo una sutil inversión de palabras las separaban del
“nacional socialismo”.que siempre anidó, explícito, en un amplio rincón de su
corazón.
Esta simbiosis entre quienes necesitaban un frente popular donde hacer
realidad sus ideas de avanzada, y quien requería desestabilización armada
para forzar su reintegro al poder, duró el tiempo necesario para cumplir los
deseos del líder carismático. En las numerosas reuniones que sostuvo con los
enviados del entonces Presidente de la Nación, Gral. Alejandro Agustín
55

Lanusse, asustaba a sus camaradas gobernantes diciéndoles “ya no puedo
contener más a los muchachos de las formaciones especiales”.
Convocadas en marzo de 1973 las elecciones en las que, después de 18 años,
el peronismo no estaba proscrito, ganó por amplia mayoría la presidencia el Dr.
Héctor J. Cámpora, hombre afín a las ideas de la juventud, quienes,
afectuosamente, lo llamaban “el tío”. Cuando Cámpora asumió su muy breve
mandato, centenares de miles de jóvenes cantaban por las calles, de todo el
país: “socialismo nacional, como manda el general…”. Desde ese mismo
instante, el aceitado proceso contrarrevolucionario estaba en marcha…


La escisión de la Juventud del peronismo
En un gabinete de ministros, mayoritariamente montonero, Perón impuso su
hombre en Bienestar Social, el ex-cabo de la Policía Federal José López Rega.
Desde allí organizó la Asociación Anticomunista Argentina (triple A),
organización paramilitar integrada por grupos de ultraderecha del SIDE, la
Policía Federal y demás fuerzas de seguridad. Por este canal se amenazó y
asesinó a cuanto militante de izquierda se pudiera detectar, de gobernadores
hacia abajo. Montoneros, en primera instancia culpaba al “brujo” López Rega
de estos desmanes, aún sabiendo que, el único responsable real era el
mismísimo “General”. La represión a los activistas populares fue atribuida a un
supuesto “entorno” de Perón, eventualmente formado por López Rega,
Isabelita, y otros personajes menores (Lastiri, Osinde, Calabró, Rucci, etc.). No
obstante, el nivel de planificación de los grupos parapoliciales y la ejecución de
sus atentados excede, en mucho, la medianía intelectual de estos “personajes”.
Es bastante más razonable atribuirlos al genio maquiavélico del “líder
carismático”, cuanto menos su orquestación y puesta en marcha. No sería
descartable la participación directa de la CIA en la formulación y financiación de
estos grupos de asesinos mercenarios. .La Juventud no quería ver la traición
que los victimó, ó, cuando la palparon, ya era tarde. Probablemente, hubo
cierta “candidez” de su dirigencia, que evidenciaron credulidad, fruto de su
inexperiencia política. Se habían dormido con la serpiente de cascabel entre
las sábanas. Informaciones objetivas estiman en 1.500 los muertos por la AAA,
concretadas en múltiples atentados. Dentro de esta política, abiertamente
maccartista, se ordenó la intervención de todos los distritos del Partido
Justicialista, reemplazando los dirigentes naturales por agentes de ultraderecha
de los servicios de inteligencia. Su primera medida “administrativa” fue la
expulsión del PJ de los “infiltrados”, integrantes, afines y aún simpatizantes de
la “tendencia revolucionaria”. Se quemaron, en el patio de las sedes del PJ,
millares de fichas de afiliación partidaria, cuyos maltrechos padrones, merced a
esta caza de brujas, ya a nadie representaban Poco tiempo después se
remitieron “listas negras” a gobiernos y municipios, ordenando la cesantía de
los militantes de la Juventud Peronista, con especial énfasis en sus cuadros
graduados universitarios. Meses antes de las elecciones de 1973, y, en
acuerdo con los gobernantes militares de la denominada “Revolución
Argentina” (1966-1973) se habían convocado expertos de todo el país
designándolos en el Estado. Formaron, con profesionales de las distintas
provincias, “Consejos Tecnológicos”. Se diseñaron, por primera vez en
Argentina, planes de gobierno con varias décadas de proyección. Estas
verdaderas obras maestras en planificación y desarrollo, fueron destruídas y
56

olvidadas. Perón usó bastardamente a la denominada “tendencia
revolucionaria” para retornar al gobierno. Autócrata por autonomacia, no
compartía el poder con nadie. El líder carismático, con su salud exangüe,
designó (en elecciones convocadas luego de desplazar del gobierno a
Cámpora y a los “muchachos”) como su candidata a Vicepresidente de la
Nación a su “compañera” de exilio, a quien había conocido en un cabaret de
Venezuela, María Estela Martínez (“Isabelita”). A su muerte, el viejo general,
dejó como Presidenta de los argentinos a una cabaretera. El líder carismático
ejecutó con minuciosidad su venganza, humillando y degradando a todo el
pueblo de la Nación Argentina. El “primer trabajador” reiría a los gritos desde el
infierno. Perón se sacó la careta, expulsando de la plaza de mayo “a esos
imberbes imbéciles que gritan”. El confusionismo imperante en la “tendencia”
era evidente con su masiva consigna “qué pasa general, que está lleno de
gorilas el gobierno popular…”, que hacen aflorar las contradicciones de la
falacia. En el gobierno de Perón había sólo adictos incondicionales y
obsecuentes al líder carismático. No sumaba (¿por qué debería hacerlo?)
auténticos representantes de los intereses del pueblo argentino, ni mucho
menos dirigentes proclives a mínimas transformaciones del injusto statu quo
social. Los caudillos bonapartistas, reiteramos, sólo dejan crecer obsecuentes a
su sombra, al ser su objetivo “el poder, por el poder mismo”, siempre
traicionarán toda alianza que comprometa alguna mínima porción de su manejo
autocrático. La “juventud” chocó contra la verdad inclaudicable, el general los
usó y desechó, y montó un aparato parapolicial para procurar su exterminio. La
“tendencia” se tomó revancha con la ejecución del dirigente sindical José
Ignacio Rucci, hombre de total confianza y, en apariencia, de real afecto por
parte del “primer trabajador”.




El principio del fin
La organización Montoneros, vuelve entonces a la clandestinidad, comenzando
a transitar el difícil sendero del ocaso. Es destacable que, de una forma u otra,
su extirpación estaba decretada, porque la Triple A asesinaba a mansalva a
sus más conspicuos dirigentes. El retorno a las sombras del anonimato era
paradojal para quienes, durante más de un año, trabajaron a cara descubierta.
Eran personas públicas, la mayoría fichadas por los servicios, en obvia
situación de elevada vulnerabilidad. Secretamente se proclamaron marxistas-
leninistas. Se concretó una escisión formal cuando unos pocos integrantes
formaron la “JP-Lealtad”, en su vocación utópica de seguir perteneciendo al PJ.
El Peronismo de Base, cuyo brazo clandestino eran las Fuerzas Armadas
Peronistas, se expresaba en la publicación “Militancia Peronista para la
Liberación”, cuyos directores eran Jorge Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde,
el primero asesinado por la Triple A. Este grupo pregonó, en esta instancia un
“peronismo sin Perón”. Todos los militantes populares del peronismo, tenían
una convicción “el viejo era el rey de los traidores”. Esta verdad a gritos, sólo se
susurraba en voz baja.
En la práctica, debieron abandonar un trabajo político de bases que le valió la
adhesión de más de dos millones de jóvenes argentinos. Ahora estaban solos,
quizás no más de veinte mil cuadros, enfrentando a un aparato de más de
57

doscientos cincuenta mil integrantes de las fuerzas de seguridad. Intentar un
demencial triunfo, en esas condiciones, fue, inexorablemente suicida.
Lógicamente, se repitió, en nuestra Argentina, la autoinmolación del “Che” en
Bolivia. La diferencia es que en Bolivia cayeron, solamente, el referente y una
treintena de milicianos. El foquismo revolucionario aisló a la “Tendencia” de sus
inserciones naturales, tenazmente construidas, dentro del contexto del pueblo
argentino. Los frentes sindicales y estudiantiles murieron por inanición. Algunos
operativos “militares” fracasaron por infiltraciones de los “servicios” en la
organización. La mayoría del pueblo quedó aislada de los métodos y la doctrina
de Montoneros. El mesianismo, suicida en la práctica, no sólo se sustenta en
pretender tener el patrimonio de la verdad, sino en soñar con el triunfo de unos
pocos militantes contra un fenomenal aparato represivo, ante un pueblo no
comprometido, en la realidad, con nadie. La búsqueda de la verdad es un
camino, el triunfo de la verdad una estrategia. No todos acompañamos este
sendero a la autodestrucción. Numerosos compañeros pregonamos la
organización de un partido político fuera del peronismo, y trabajar, desde el
llano, por un país mejor. Los dirigentes de la “Tendencia Revolucionaria”
cerraron sus oídos a las sugerencias y las críticas, e hicieron la suya. Con
ellos llevaron a la muerte a algunas decenas de miles de argentinos.
Si analizamos las causales del genocidio, ingresamos a un oscuro universo de
psicopatologías. Las conducciones de Montoneros comprometidas a una
patética autoinmolación (con mucho de imbécil y nada de heroica) combinadas
con unas fuerzas armadas psicópatas, sádicas y criminales, coherentizan un
solo resultado: matanza, tras matanza… En ninguno de ambos bandos en
pugna primó la cordura ó la razón. Nadie se detuvo a pensar, a buscar una
salida racional, lógica. La muerte no es un fin, ni un medio. No soluciona nada.
El Ejército Revolucionario del Pueblo tuvo un perfil más coherente, al menos
para ellos, Perón era sólo otro enemigo (“un viejo fascista”, decían). Los
“erpianos” se pusieron una sóla camiseta, con ella mataron y murieron en su
ley…Conversando mientras jugábamos al ajedrez, en el patio de la prisión que,
forzosamente, compartimos, uno de sus militantes, me dijo: “Perón era una
carta reservada por la CIA para volver a neutralizar los movimientos
revolucionarios en Argentina”. Muchos años después, esta frase me sigue
retumbando en el cerebro…

En carácter de epílogo
Hemos sufrido pavorosas paranoias xenofóbicas. Siempre nos pareció lógico
achacar las culpas de nuestros males a los “intereses foráneos”.Hoy pocos
dudan que los principales enemigos de la Argentina, somos nosotros mismos.
Analizar los hechos, treinta años después, tiene por único fin comprenderlos,
capitalizarlos y superarlos. ¿Fue Perón un traidor a las Fuerzas Armadas
argentinas y a la Juventud Peronista? Los indicios apuntan, inexorables, en ese
sentido. Cada cual buscará en su corazón las respuestas. Muchos argentinos
aún lloramos nuestros muertos. Una muy valiosa juventud, sencillamente
suprimida de la historia. Recordemos a Ernest Hemingway “Cuando un hombre
muere es como un pedazo de Europa que devora el Mediterráneo….Por eso no
preguntes ¿Por quién doblan las campanas?...Lo están haciendo por ti.” Ó a
Herman Hesse: “Cada ser humano es un universo, único e irrepetible”.
En Argentina se exterminó una generación entera de dirigentes capaces,
honestos e idealistas, se torturó la vocación de justicia, se violó al sueño de un
58

mundo mejor, se asesinó la creatividad y el intelecto, se fusilaron todos los
anhelos de libertad, en el marco de una verdadera democracia. Treinta mil
jóvenes que soñaron una patria libre, justa y soberana, murieron en honor a la
nada. Porque es una infame y denigrante mentira que “con la democracia se
come y se educa”. Porque si estuvieran con nosotros, todos aquellos, que, ni
tan siquiera tienen una tumba, donde poner una flor, no tendríamos tanta
pobreza, desamparo y marginalidad, y disfrutaríamos una Argentina más justa
y solidaria. Porque, como dijera nuestro insigne Padre de la Patria, Don José
de San Martín, “SERÁS LO QUE DEBAS SER, O SINO NO SERÁS NADA”.

Hay otros caminos posibles.
 Me tocó entablar diálogos, desde mediados de la década del ’90, con un lúcido
y conspicuo dirigente de un partido “militarista” en Tucumán, el Ing. Franco
Augusto Fogliata. Pudimos discutir y analizar, todos y cada uno de los
problemas nacionales, en un total marco de respeto y vocación constructiva.
Fui leyendo sus libros, minuciosos y detallados, donde articula propuestas de
estrategias de los países en desarrollo, para neutralizar el proteccionismo del
primer mundo. Coincidimos, totalmente, en la necesidad de establecer fuertes
contralores del Estado en el funcionamiento más intimo de la economía.
Recitamos el mismo verbo referente al “combate a cualquier costo de la
marginalidad y la pobreza en Argentina”. Pregonamos juntos un orden social
de “plena producción, plena ocupación y pleno consumo”. En un momento del
diálogo le pregunté “Si usted piensa exactamente lo mismo que yo… ¿por qué
nos matábamos, hace veinte años?” Hay un solo camino para construir un
futuro coherente, el consenso y el diálogo, conducidos por el imperio de la
razón. Uno sólo es el escollo a superar, y es el logro del imperio de la ética y la
moral en la administración de la vida y la Patria de los argentinos. Sin
gobernantes honestos, jamás tendremos ni aún el esbozo de un país posible.
Los políticos son nuestro engendro, a nuestra imagen y semejanza. La decisión
de suprimir la pobreza, formar argentinos éticos, fundar una sociedad sobre
cimientos morales, es demasiado importante para dejarla en manos de los
autodenominados “dirigentes”. Es un sendero que transcurre de lo individual a
lo colectivo. Una conjunción de miríadas de minúsculos vectores concurrentes
a formar la fuerza superadora: “la instrumentación del cambio necesario”.
59

                              PÉRDIDA DE LA SANTIDAD

Paso de San Isidro es un paraje ubicado al oeste de La Rioja, entre Villa Unión
y Pagancillo, a orillas del río Bermejo. Su población no llegaba a mil habitantes,
y vivían, exclusivamente, de la agricultura. La intensa insolación y la tierra fértil
eran propicias a tal fin, la carencia de agua era la limitante. Producían,
principalmente, uva torrontés, subsidiariamente nueces, pasas de uva, pasas
de higo, vinos “pateros”, y trigo-hortalizas para el consumo propio. Cuando me
fue asignada la “Zona Oeste” de la provincia para atender las dotaciones de
agua subterránea, el legislador territorial, “Tito Garrot” me pidió “arrancá
resolviendo el problema de El Paso”, y eso hice.
Resolví encarar el tema a través de todas las aristas que conforman la realidad
productiva, de acuerdo a la problemática global que constataron nuestros
estudios de planeamiento de las formas y estilos de vida del campesinado
riojano:
    - superficie cultivable
    - disponibilidad y administración del agua
    - sistema de tenencia y explotación de la tierra
    - comercialización del producido
    - forma de compra de proveeduría e insumos
La superficie de tierras disponibles para su explotación era suficiente para una
vida digna de sus pobladores. El agua era escasa para el método de regadío
empleado. Las parcelas eran de exigua superficie, constituyendo un
“parvifundio”.
Hable el tema con “Carlitos” (el gobernador) y le informé que tenía solución,
pero que había que invertir en obras de regadío y capacitación de los
pobladores. Éste me dijo “Hacé todo lo necesario, dispondrás de los fondos.
Contactá con la referente del pueblo, Felisa de Ormeño, y coordina todo con
ella, es muy buena persona…”.
Conocí a Felisa, una mujer delgada, de tez muy blanca, pero curtida y muy
arrugada por el clima del desierto. El entusiasmo la embargó, no podía creer
que alguien, se acordara de ella.
Traje un experto en riego, y me diagnosticó:
    - Había que reparar la toma de agua de una vertiente, y sellar las
        abundantes roturas de los canales.
    - Debía construirse una represa para acopiar el agua.
    - Era imprescindible modificar el sistema de riego, utilizando “goteo” para
        las viñas y los frutales.
    - Numerosas parras estaban envejecidas, y diseñamos un plan de
        recambio en tres años, para no colapsar su economía.
    - Se introducirían nuevos frutales de óptima productividad en la comarca
        (damascos y duraznos) ocupando los potreros destinados a trigo que, en
        la zona, era antieconómico.
Pedí a Felisa que reúna a todo el pueblo, eran “gente grande” (de más de
cuarenta y cinco años) o muy jóvenes. Los mayores de dieciocho años
emigraron todos en busca de trabajo, por la carencia de futuro del paraje.
Había un tronco de algarrobo, tallado a mano, de casi un metro de diámetro,
por dos de largo, que formaba una suerte de banco en la capilla donde nos
juntamos. “¿Quién es el más fuerte del pueblo?”, pregunté. Y un denso silencio
fue la respuesta. Elegí a un hombrón fornido y le pedí: “Quiero que corra ese
60

tronco sólo diez centímetros hacia atrás”. Me miró sorprendido y contestó “No
puedo, es muy pesado”. “Por favor, inténtelo”. Apoyó su hombro inclinándose
sobre el tronco, y a pesar de su denodado esfuerzo, no lo movió un solo
milímetro. Entonces le indiqué: “Elija los tres hombres más fuertes del pueblo, y
pruebe con su ayuda”. Así lo hicieron, y corrieron el madero de inmediato.
Comencé a arengarlos. “Como vieron, sólo la unión hace la fuerza. Ustedes
viven en la miseria por su individualismo. Si se juntan y suman sus fuerzas,
pueden hacer milagros. El gobernador quiere para ustedes una vida digna, y
me encomendó para ayudarlos en la empresa. Es una tarea difícil pero posible,
pero sólo tendrán logros si empujan todos juntos”.Y recorrimos el sistema de
riego, estudiamos cómo limpiar y mejorar la toma, cómo reparar todas las
roturas del canal que drenaba el oro líquido en los médanos del desierto.
Aforamos la conducción, y comprobamos que el 55% del agua se perdía en el
camino. En dos días volví con quinientas bolsas de cemento. Comenzamos con
la limpieza y reparación de la toma, mientras mejoré el rendimiento del
manantial, excavándolo con algunas voladuras de las rocas. Allí, no más, se
duplicó al agua disponible. Limpiamos, desmalezamos y sellamos todas las
roturas del canal, y el agua obtenida volvió a duplicarse. Teníamos ya cuatro
veces más agua, en sólo un mes de trabajo…Viajé a Buenos Aires y contacté
con todos los proveedores de riego presurizado. Seleccioné, en la compulsa de
calidad y precio, una empresa israelí. Me ofrecieron una suculenta “comisión” si
les compraba sus equipos. “No quiero plata, quiero precio”, les dije. No
conforme con el costo final telefoneé a “Carlitos”. Una llamada suya y tuvimos
un 15% adicional de descuento. Me dieron un instructivo detallado de la
instalación de los depósitos, conducciones, válvulas y goteros. Pero
necesitábamos un sistema de almacenaje, para la correcta distribución. La
vertiente afloraba en medio de compactas rocas del terciario, por lo que,
excavarlas manualmente era una tarea casi imposible. Contacté, entonces, con
el administrador de una mina de arcillas refractarias en Amaná (cerca de
Paganzo), y le pedí que, por favor, me acompañara, un día no laboral, para
asesorarme sobre un tema de excavación en roca. Fuimos al domingo
siguiente, y le mostré todas las obras de riego realizadas, describiendo los
resultados obtenidos. Le indiqué donde debíamos excavar una cisterna para
acopio del agua. Me explicó que se necesitaría un compresor, seis martillos
neumáticos y x cantidad de explosivos. Le pregunté si los disponían.
Respondió afirmativamente. “¿en cuánto tiempo se realiza?” “En dos días con
una cuadrilla de seis perforadores y diez ayudantes”. Le informé que disponía
de más de cien ayudantes, de la comida y alojamiento para los perforadores, y
le pagaría combustible y explosivos. “¿Cuál es la ganancia de mi empresa?”,
preguntó. “Hacer una obra de bien, nada menos...”. Lo pensó unos minutos, y
me dijo. “el fin de semana que viene espéreme, con todo listo”. Mis campesinos
trabajaron como esclavos egipcios, barreteando pesados bloques de roca fuera
de la excavación, yo pujaba con ellos. A los diez días la represa se estaba
llenando, y era casi el doble volumen al previsto. Me abracé con el minero, y le
agradecí, desde el alma. “Sos geólogo”, contestó, “seguramente voy a precisar
algo de vos, hoy por ti, mañana por mi´…”. Y, así fue…En menos de veinte
días instalamos el sistema de riego. Era pleno invierno, y las viñas estaban
embriagadas de tanta agua. Con las primeras tibiezas del aire, estaban
henchidas de brotes. La cosecha triplicó los máximos que recordaban los
viejos. “¿A quién venden la uva?” pregunté a Felisa. “Al Ñato Vergara, es el
61

terrateniente, dueño de la bodega y caudillo comarcano”. “¿Y cómo les paga?”.
“En diez cuotas mensuales”. “¿Y cómo acuerdan el precio?”. “No hay acuerdo,
paga lo que él quiere”. Viajé a San Juan, conocedor que, las torrontés del oeste
riojano, son muy preciadas por sus aromáticos y elevado contenido etílico (por
la fuerte insolación del desierto). Conseguí, para la uva, el 40% más de lo que
ofreció el “Ñato”. La vendimos al contado, y los sanjuaninos se hicieron cargo
de flete y cosecha.”¿Cómo compran la proveeduría?”, indagué a la dirigente.
“Le entregamos pasas de uva, de higo y nueces al turco de ramos generales, y
nos paga con los víveres. Fui a averiguar al comerciante sus precios, y eran el
doble a los de La Rioja, que, a su vez, eran un 50% más que en Córdoba. Pedí
al gobierno un camión, nos encargamos del combustible y viáticos del chofer, y
compramos toda la mercadería, para un año, en un mayorista cordobés. Con
escasa inversión, y mucho trabajo, mis campesinos tenían los bolsillos llenos.
Las pasas y las nueces las vendimos, ventajosamente, a un fuerte acopiador
porteño. El gobierno organizó, para todos los campesinos del interior, un curso
de cooperativismo. Al mes estaba constituida la “Cooperativa de Consumo,
Producción y Trabajo de Paso de San Isidro”.Mientras tanto, la política del
peronismo había rotado, desde una posición progresista al maccartismo
desembozado de los esbirros de López Rega. Fui denunciado, por el “Ñato”,
como “infiltrado”, me trasladaron a la Capital, y, al poco tiempo, me declararon
“prescindible”. Subsistí de la actividad privada. Hice un balance de costos
versus beneficios y dio:
    - mil personas humildes beneficiadas por la organización y el progreso.
    - dos ricos “perjudicados” (el Ñato oligarca-explotador y el turco usurero)
        que no pudieron seguir esquilmando a los pobres.
    - Un dirigente “sacrificado” en la causa.
Concluí que no había qué lamentar, y mucho para congraciarse. Unos meses
después apareció Felisa, en la puerta de casa. Mientras tomábamos un café
que serví, me dijo: “El domingo festejamos al santo patrono del pueblo (San
Isidro Labrador) y me pidieron que te invite a la procesión, que durará todo el
día con los peregrinajes”. “Sabes bien que no practico religión alguna, no me
interesan los santos y los festejos, no cuenten conmigo”. Las lágrimas corrían
por la mejillas arrugadas de Felisa, “El pueblo quiere agradecerte, en su día, él
es nuestro patrono, vos, nuestro benefactor...”. “Si querés agradecerme dame,
simplemente, un beso y decime gracias, para mí es suficiente…”. “Para
nosotros no, queremos que veas todo lo que construímos, más de cuarenta
jóvenes han vuelto a vivir en el pueblo, estamos recomponiendo nuestras
familias disgregadas, compramos tractor y arados, construímos un galpón
grande para acopiar la producción y proveeduría, tienes que venir. Nunca más
te molestaremos”. Accedí, y el sábado por la tarde estaba en “El Paso”.
Recorrimos con Felisa y sus hijos los viñedos, todos nuevos e impecables. Un
sinfín de hectáreas de frutales, con riego presurizado.Los nuevos galpones, la
capilla reconstruída a nuevo, el “santito” envuelto en flores, con su mano
extendida ofreciendo un ramillete de espigas de trigo. Los jóvenes me invitaron
a una peña, durante la noche, y cantamos chayas y vidalitas, mientras los
cabritos se doraban al fogón. Un sobrino de Felisa, me dijo:”habrá visto que
sacamos los alambrados, como usted quería, hoy la tierra es de todos, somos
una verdadera cooperativa”. Supe que algo llegó, para quedarse, que mis
campesinos crecieron para ser hombres. Por la mañana iniciamos la
peregrinación, cargando al santito en una angarilla, y, uno por uno,
62

recorreríamos, llevando la bendición, todos los puestos hasta Aicuña, en la
falda oeste del Famatina. Adelante iban las mujeres rezando interminables
rosarios, las seguíamos los varones cargando el santo y las damajuanas de
torrontés patero. Yo llevaba en mi morral casi tres kilos de exquisitas pasas de
higo blanco. La senda serpenteaba por paredones de areniscas rojas, con
paisajes indescriptibles por su belleza. Nos fuimos distanciando en tres grupos,
adelante las mujeres, en el medio yo con los jóvenes, y atrás los viejitos con el
santo y las damajuanas. En un abra nos esperaban las rezadoras, y Felisa me
increpó “¿dónde está el santo?”. Miré hacia abajo y no se veía rastro de los
viejos. Felisa se persignó “¡Dios mío, hemos perdido la santidad!”. Señaló a
media docena de jóvenes y les ordenó “vayan a buscarlos del fondo de la
quebrada”. A la hora aparecieron, traían al santito y a los viejos, arreándolos
entre risas. Estaban borrachos perdidos. “Nos dio calor” dijo uno, “y el vinito
estaba tan sabroso”. Ayudé a cargar la angarilla en una difícil cuesta, e
inexplicablemente, no sentí su peso, de tan liviano que llevaba el espíritu.
Volvimos al atardecer, y, uno por uno, vino a abrazarme. Un viejito,
inesperadamente, se arrodilló y besó mi mano. Lo alcé de inmediato, y le dije,
“¡Qué hacés!, dejate de joder”. “No sé como pagarte lo que hiciste por mis
hijos…”
En la ruta del retorno, a cada rato lagrimeaba, de alegría por las cosas buenas
que pasan, de tristeza, porque algo me decía que jamás volvería a ver a mis
amigos. No sólo habían crecido para ser hombres, ¡eran hombres libres!




                        JURAMENTO HIPOCRÁTICO
63

Estaba en el fondo de un oscuro calabozo, esperando que me toque el turno
para los “hábiles interrogatorios”. El método era particular, nos sacaban, los
ojos vendados y los brazos atados a la espalda, nos metían en la caja de una
“Estanciera” vieja y nos hacían dar vueltas por un camino interno de la cárcel.
Después, cuando tuve algún equilibrio para discernir, pensé que querían que
nos pareciera que las torturas se concretaban fuera del establecimiento (por
problemas legales, qué delicadeza…). Nos llevaban a una suerte de vestuario
al lado de una cancha de fútbol, construido para los detenidos “comunes”
habituales.      Allí, nos “pasaban” de un recinto a otro. Este lugar fue,
originalmente bautizado, por un campesino del ERP, como el “Luna Park”.
“¿Por qué?” le pregunté. “Allí te hacen cagar”…
 En una dependencia estaba el tratamiento “hídrico”, donde había un tambor de
200 litros, casi lleno de agua, donde flotaban “soretes”. Del techo colgaba una
soga que pasaba por una roldana, cuyo extremo ataban a nuestros pies. Nos
izaban por el aire, y nos sumergían, el tiempo que estimaban necesario para
que la desesperación de la asfixia quebrara nuestra reticencia al diálogo. Este
“ingenioso” dispositivo se conocía como “el submarino”.
Tenía grabadas a fuego las premisas de mis obligaciones ante la tortura, que,
pacientemente, me inculcó el “negro Rubén”, socio “fundador” de las FAR
    - Tu resistencia al dolor es infinita, sacá la mente de la angustia y llevala a
        cualquier recuerdo divertido, por más banal que sea.
    - Sos mucho más inteligente que cualquier “milico”. La tortura no es más
        que un juego de inteligencia, como el ajedrez. Cada pregunta de él es
        una movida, que pondrá en evidencia sus intenciones.
    - Hay que estar muy atento al argumento, puesto que, de acuerdo al tenor
        del interrogatorio, sabrás quiénes hablaron de vos.
    - Ellos trabajan sólo ocho horas al día, tendrás, entonces, dieciséis horas
        seguidas para reflexionar y reconstruir en detalle todas las
        circunstancias, lugares, hechos, diálogos, etc., que tuviste con esas
        personas.
    - Prepararás, entonces las “minutas” que son tus respuestas no
        comprometedoras referentes a cada pregunta posible. No dudes,
        contesta siempre con frases claras, lógicas, seguras.
Por ser veterano nadador, el tratamiento con agua, más allá del asco a la
mierda, aparentemente, no les dió mayores resultados. Pasamos, entonces, a
la segunda etapa del suplicio: era una cama metálica, donde te ataban,
entendido, con brazos y piernas abiertos, luego de dejarte en paños menores, y
aplicaban la picana eléctrica. Este método de indagación se conocía como “la
parrilla” Probaban, concienzudamente, tus sectores más sensibles y
vulnerables. Como, siempre, hay que demostrar más dolor que el real, aullaba
como un demente, apenas me tocaban. Cansados de tanto kilombo, me
tocaron sin corriente. Grité como un moribundo. “Está jodiendo” dijo el gordo
Alfredo Eugenio Marcó (entonces teniente del ejército), “dale con 220, así
aprende…”. Y aplicaban un “magiclik” (de esos para encender la cocina) y al
tercer toque me desmayé. Pasó el segundo día, y, honestamente, era más
bien “difícil”, pero no imposible. Transcurrió una semana, sin avances notorios,
y, lo que era más importante, sin perceptible retroceso de mi parte. Fueron
perdiendo la paciencia, gritaban “Te voy a quemar los huevos” ó “No se te va a
parar más”. Después la emprendieron con la familia “vamos a reventar a tus
hijas”, ó “tiraremos a la bebé por un barranco”. Luego, recurriendo a lo que
64

podían, detuvieron a Felisa. Era, entonces, una viejita, de más de sesenta, de
un pueblito perdido en medio de la nada, donde organicé una cooperativa rural.
Me recomendaron escuchar en silencio y la interrogaron “¿no es cierto que el
geólogo es marxista?” “Nunca me habló de marchismo”, dijo ella “¿Qué era
entonces?” “Debe ser que era peronista, porque una vez nos visitó con Carlitos
Menem, pero nunca nos habló de política”. “¿De qué hablaban, entonces?”.
“Y.., de dónde sacar el agua para regar, qué tipo de semillas comprar”. “Llévate
a esta vieja de mierda...”, dijo el gordo “no nos sirve para nada”.
Después trajeron a un “buchón”, un pendejo de la JP de apellido Manganelli, y
una mañana entera debí escuchar sus sartas de mentiras, risibles de tan
inauditas. Al final grité: “¡Saquen de aquí a este mentiroso hijo de puta…!”. Se
lo llevaron, y zapatearon tres malambos en mis costillas. Cambiaron el
método, comenzaron los golpes. A veces eran con garrotes de goma, otras con
un palo de escoba. El gordo Marcó se ponía a un costado mío y me golpeaba,
primero en el estómago, cuando me agachaba impactaba la espalda, al
enderezarte, vuelta a pegar en la panza, y así, sucesivamente, hasta que caías
al piso. Ése era el “Knock.-out” de los boxeadores, cuando tu cerebro,
piadosamente, cortaba el martirio y te mandaba a otra dimensión. Una semana
de este tratamiento, y conocí al “galeno”, el Capitán Médico Moliné. Yo ya era
una morcilla ambulante, y él asesoraba cómo continuar la tortura, sin matarme
en el camino. Me revisaba concienzudamente, y, una vez le dije “Párelos,
doctor, ya no doy más…”. “Vamos, geólogo” contestó, “vos sos un tipo fuerte y
podés aguantar mucho más…”. “Pero doctor, usted al recibirse, hizo un
juramento hipocrático…”. “Yo no tengo la culpa de que estés aquí.”.
Una noche (sabía que era de noche por el canto de los grillos), vino Marcó,
sólo, a visitarme. Estaba tirado de costado en el piso mojado de una ducha.
No me saludó, empezó a patearme, sin ton ni son: “parate, guacho de mierda”,
gritaba con su voz chillona (en el límite con lo afeminado). Me incorporé,
dificultosamente, en medio de la feroz paliza. Percibí, a través de mi capucha,
su fuerte hedor a vino. Y comenzó a garrotearme en silencio. “¿Por qué me
pega, si no pregunta nada?”. “¿Qué querés que haga, basura, si cada vez que
hablás, decís boludeces, y lo embarullás todo?”. Me dejó tan estropeado, que,
al día siguiente, no pudieron tocarme. Cuando me revisó Moliné, sin ningún
decoro, lo mandé en “cana”. “¿Qué te pasó?”. “Anoche vino el infeliz, en un
pedo atroz, y me hizo recagar, sin comerla ni beberla, capaz que la señora no
le prestó…”. Se putearon largo rato, y, parece, que el gordo no sacó la mejor
parte.
Tiempo después, en medio de tanto desatino, apareció un sacerdote, me
sacaron la capucha y me desataron las manos. Fue una sensación de “Dios
viene a mí, por fin...”. Nos abrazamos, y me puse a llorar (no sé por qué, de
alegría, ilusión, ¿quién sabe?). Se identificó como el padre Pelanda, capellán
del ejército, y me dijo “hablá hijo, te estás haciendo matar…”. “Padre, yo no sé
de qué me están hablando…”.Nunca más, en toda mi vida, volví a entrar a una
iglesia.
Un domingo (los torturadores descansan) tomé la decisión. Todo tiene un punto
final, entonces, debía armar una historia lógica, coherente, que no joda a nadie
que estuviera libre. El lunes, cuando llegó “la patota”, hablé de un par que,
antes del golpe, rajaron a Europa, (tenían la guita para hacerlo), lo adorné con
algunos condimentos, pajeros, pero creíbles. Total, La Rioja, nunca sufrió actos
violentos, sólo organizar cooperativas, para que los pobres vivan mejor.
65

Cuando, prolijo, recité el repertorio, el gordo deliraba de contento, no analizaba
verosimilitud ni lógica, sólo reía a carcajadas, diciéndoles a sus perros falderos
(gendarmes) “vieron, muchachos, que, al final, lo íbamos a quebrar…”. Bajo mi
capucha me reía, y lo seguí haciendo en el fondo del calabozo donde me
tiraron, No había parte de mi cuerpo que no me doliera, ¡Y cómo! Moliné me
traía pastillas y pomadas. Cuando me pude parar, los gendarmes me afeitaron,
me pusieron una camisa limpia, sacaron fotos de frente y perfil, y me pintaron
los dedos: “Ahora estás a disposición del PEN, vas a vivir, geólogo”, me
dijeron. Allí supe que muchos, no sé cuántos, quedaron en el camino.
Un año después girábamos caminando en círculos en el patio de recreos de la
Unidad 9, de La Plata. Había un petizo morrudo y narigón sentado en un
banco, que se miraba los dedos, y lagrimeaba. Era Néstor Pradeiro, médico
cirujano. Estaba de guardia en el hospital, y le trajeron una piba, de no más de
veinte años, con una bala en el estómago. Entraron al quirófano con los fusiles
en la mano. Córtele la hemorragia, pero no le saque la bala, queremos que viva
sólo para interrogarla (“Los argentinos somos derechos y humanos”). “La
operación fue difícil”, me contaba, “la bala perforó intestinos y se alojó junto a la
columna, pegada a los nervios espinales. Tuve que sacarla, no había otra
alternativa, clínicamente aconsejable”. “Cuando vieron el proyectil en la
bandeja, me llevaron secuestrado con ella…”. “Te vamos a enseñar a
obedecer, hijo de puta, después de este tratamiento, no volverás a operar en tu
perra vida…”... “Y durante días me dieron corriente, en la punta de todos los
dedos. Miralos, apenas puedo doblarlos…” “Vamos, doctorcito”, le dije, “cuando
salgas, con fisioterapia y ejercicio, tus manos quedarán nuevas, y serás el gran
cirujano de siempre. Además, tenés, por sobre todo, una gran ventaja: sos un
buen tipo...y ¿quién te puede sacar eso?”. Todos los médicos, cuando reciben
su diploma, hacen el “juramento hipocrático” que los obliga a proteger, por
sobre todo, la salud de sus pacientes. Néstor Pradeiro lo cumplió. ¿En qué
recóndito horno del infierno se quemará Moliné? Seguro que va a ser en el
mismo que Marcó, y “a fuego lento…”

                               EL DESCONOCIDO
Durante la etapa del tormento, fui visitado, todas las noches, por un gendarme
ó militar, nunca lo supe. Lo reconocía por su murmullo suave, y un sempiterno
olor a limpio. Usaba lo que, después me contó, era una colonia para después
de afeitarse, que se distinguía, aún con mi escaso olfato, de todos los olores
horrendos del recinto de tortura.
Me aflojaba las ligaduras, me permitía hacer mis necesidades, me daba de
comer en la boca un sándwich de fiambre y queso, con un vaso de jugo, y me
dejaba fumar dos cigarrillos. Una vez le pregunté: “¿Le ordenan hacer esto?”.
“No, de ninguna manera, si se enteran son capaces de matarme”. “¿Por qué lo
hace, entonces?”. “Me causa mucha pena y dolor lo que está pasando, lo
conozco a usted de “afuera”, y sé que es buena persona, que Dios nos perdone
por lo que estamos haciendo…”. “Pero, ¿de dónde me conoce?”. “Por favor, no
pregunte más”. “Si hay un Dios, que él lo bendiga”. “Seguro que lo hay,
geólogo, seguro que lo hay…”.



                            CONTRAINTELIGENCIA
66

   …en medio de todo, siempre estamos, indeciblemente solos. Rainier
                                Rilke

La cárcel como instrumento de Justicia
El equilibrio del universo se concreta según normas teóricas que rezan que, “a
una fuerza determinada siempre se opone otra igual y de sentido contrario”. El
Estado se nutre de redes de información que forman sus “servicios de
inteligencia”. La cárcel, situación límite de despojo y degradación a que puede
someterse un ser humano (cual es la pérdida de la libertad) ejerce diferentes
acciones sobre la mente de las “víctimas”. Sin entrar en delitos aberrantes, que
seguramente son merecedores de instituciones psiquiátricas, y muchos de sus
casos insolubles jamás deberían volver a medrar en el cuerpo social, es
indiscutible que, todos aquellos que son encarcelados son chivos expiatorios
del “sistema”. Aunque parezca un lugar común, debe citarse, es una verdad a
gritos que, cuando un pobre roba es encarcelado, y cuando lo hace un rico, ni
tan siquiera es apercibido. La vocación de justicia pareciera un condimento
inconcebible en el género humano. Es imposible, entonces esbozar análisis
serios de las problemáticas, que atentan contra la libertad individual, sin
cuestionar severamente todas y cada una de las severas falencias que
componen nuestras organizaciones sociales conocidas. No son problemas de
sistemas políticos, en todos los experimentados, hasta ahora, hubo grupos que
detentaron el poder, que, de una forma u otra, victimaron a amplios estamentos
del cuerpo social. Al ser, como dijimos, situaciones extremas de ultraje, las
instituciones “penitenciarias” vulneran de diferente forma el psiquismo de los
“penitentes”.

El delincuente “común” y su sistema carcelario
Aquel que denominamos “el preso común” conoce fehacientemente las reglas
del juego. Por mínima sea su dialéctica, afirmará con total certidumbre “estoy
aquí por ser pobre”. Los jueces sociales le responderán “pudiste elegir otro
camino”. ¿Qué otro camino pudo elegir, el hijo de un ladrón y una prostituta,
criado en la calle y soportando sus desventuras con el consumo de drogas? Sin
profundizar demasiado, el sistema se vale de sus artimañas para dejar las
cosas en claro, la primera de ellas es “convencer” al delincuente de la
necesidad de “reconocer su culpa” como un objeto real y tangible. Es
fundamental poder achacarle la responsabilidad al pobre, para poder deslindar
la de la sociedad. Luego, el “reo” debe convocarse a un “arrepentimiento”, tener
“místicas conversiones” religiosas, ser genuflexo con las autoridades, y llegar a
límites como ser informante (“buchón” en argot carcelario) de las mismas.
Todo ello a cambio de tener “beneficios” que concurran a una mejor
subsistencia durante su condena, y a un sustancial recorte de la misma.
Existen, lógicamente, sus riesgos, y, en las cárceles de “delincuentes
comunes”, muchos de estos alcahuetes, no llegan vivos a disfrutar de “los
beneficios de la libertad”.
67




Los detenidos por razones políticas
Los “presos políticos”, tal como nos autodenominábamos, teníamos claro el
por qué de nuestro confinamiento. Los militares, obviamente, no compartían
nuestras definiciones, para ellos éramos “delincuentes subversivos”,
“terroristas”, y una amplia gama de sinónimos con el que ocultaban la realidad
de nuestra prisión. Hasta llegaron a decir “que en la Argentina no hay presos
políticos”, cuando más de cincuenta mil poblábamos sus cárceles y campos de
concentración. Lógicamente, cuanto más injusto, en términos sociales, sea el
sistema que se quiera imponer, más despiadado debe ser el ejercicio del
poder. Para llevar a cabo su propuesta de “factoría agroexportadora” y
retrotraer nuestra Argentina noventa años atrás en su evolución sociológica,
debieron concretar un “baño de sangre” que destruyó los líderes intelectuales
de toda una generación. Es convicción unánime que la injusticia social y
distributiva de todos los países latinoamericanos, en menor ó mayor medida,
alzó en armas sus sectores esclarecidos, con compromiso social, contra las
minorías oligárquicas, y sus fuerzas de seguridad, que oprimían al pueblo en su
beneficio. Estos movimientos contra dictaduras, la mayoría represoras y
sanguinarias, eran de liberación nacional. Cuando la institucionalidad no
representa los valores de Igualdad ante la Ley y Democracia, la rebelión no es
un hecho “subversivo”, es, simplemente JUSTICIA.
Puestos en la cárcel, debíamos subsistir, y esa supervivencia dependía de las
“reglas del juego”. Conocer las pautas de un sistema desconocido, hasta
entonces, requirió, de todos nosotros, de paciencia, capacidad de observación
y un tácito bloqueo cerebral que ocluya nuestras angustias. Los militares tenían
un problema, (entre muchos), y era que, lo que denominaban “la subversión”,
en cuanto a su operatividad en hechos “armados”, estaba realmente aniquilada
hacia fines de 1975. Y ellos dieron un golpe de estado el 24 de marzo de 1976.
Ese accionar, que fundaron en la necesidad del desmantelamiento de la
guerrilla, no tenía, en el plano de la lógica, verdadera dimensión de ser, carecía
de convalidación coherente. Por ello, la amplísima mayoría de los detenidos
luego de la asonada militar, fuimos apresados no por hechos penalmente
cuestionables, sino por nuestra forma de pensar. Porque nuestros cerebros
sintonizaban una onda diferente a la de ellos. Porque concebíamos que el
planeta tenía una realidad distinta en 1976 a la que imperaba en 1880. Ellos
tenían vigente, en sus patéticos cerebros (por llamarlos de alguna forma sin
ofender la naturaleza humana) el sueño del “patrón de estancia”, gobernando
los destinos de todos sus siervos. Sus megalomanías los amalgaman más con
las figuras de los “señores feudales”, por lo que retrocedían a los métodos
“religiosos” (sanguinaria tortura y asesinato ideológico) de la inquisición, y las
estructuras políticas del feudalismo. Nótese que, la perversidad de este
mandato, castratorio del intelecto, es tan atroz, que se pena no sólo escribir,
difundir, propagandizar ó adherir a tal ó cual doctrina. Se pretendió reprimir, un
acto inevitable del cerebro. Se conculcó el derecho a pensar libremente. Tal es
así que, luego de mi concienzuda tortura, los “hábiles interrogadores”, al no
poder probarme ningún delito que conlleve prisión, me acusaron de “ideólogo”,
Cuando le pregunté “adónde quería llegar”, respondió: “no me gusta cómo
pensás”. Tan abstracto y absurdo fue el cargo imputado, que, cuando mi
abogado ante la Cámara Federal en lo Penal de Córdoba demostró,
68

cabalmente, que en mi contra no sólo no había pruebas, sino tampoco
acusaciones, para “tranquilizarlo” un poco le volaron la mitad delantera de su
casa. Afortunadamente, sólo daños materiales.

La inteligencia del aparato militar y los presos políticos
Puestos los presos políticos en la cárcel, y sin mayores problemas para
contener una agónica guerrilla en las calles, el fenomenal aparato represivo
creado necesitaba tener, no sólo un justificativo, sino una mera razón de ser.
El sofisticado engendro de inteligencia, destinado a perpetuar el Terrorismo de
Estado debía permanecer, a cualquier costo, activo, para justificar el “gran
negocio” que implicaba administrar el sideral presupuesto (y las consabidas
ganancias) asignados al proyecto de “poder indefinido” que enfebrecía las
mentes de gusanos de estos psicópatas.
La “inteligencia interna” de las cárceles mereció un armado que se sustentaba
en el aporte de dos fuentes:
    a) De presos políticos “quebrados”.
    b) De presos comunes adiestrados al efecto.
En los primeros pude distinguir, sin mayores problemas, que las principales
fuentes se nutrían de los extremos, aquellos que tenían gravísimas condenas
por “Consejos de Guerra”, todos detenidos antes del golpe militar, es decir,
efectivos partícipes de actos de violencia, pero, con una salvedad, la
supervivencia. En este contexto es diferenciable que, si un militante fue
aprehendido “con las manos en la masa”, y permanece vivo, hay una sóla
respuesta posible: que “colaboró” con los militares, La única forma viable de
prestar ese “servicio” es entregando a sus compañeros. Luego, para aliviar su
“causa pesada”, debían servir, en el ámbito carcelario, como “buchones”. No
obstante, destaco que me tocó bregar, en mis tres años de prisión, con sólo
uno de ellos. La mayoría de los informantes de los militares, nutridos del arco
político, eran los conocidos, en el léxico penitenciario, como “garrones”. Éstos
son personajes que, en honor a la verdad, era incomprensible estén detenidos
por ningún sistema político. Su “peligrosidad” era la de corderos y su “hombría”
de cucarachas. Tenían un denominador común, formaban una “izquierda
institucional”, genialmente pintada por Leopoldo Marechal en “El banquete de
Severo Arcángelo”. Integraban el Partido Comunista Revolucionario (maoísta),
el Partido Comunista (stalinista) y el Frente de Izquierda Popular (un
cachivache ideológico, poco comprensible, que pregonaba el “socialismo
criollo”). La amplísima mayoría de los detenidos por causas político-ideológicas
hizo la suya, sobrevivir, hablar huevadas en los recreos, muy poco de política,
y, absolutamente nada de por qué causa estaba confinado.
Llevado a instancias porcentuales, aproximadamente sólo el diez por ciento de
los presos, por causales ideológicas, era “colaborador”.
En cuanto a los “detenidos por causas comunes”, mimetizados como “políticos”
eran “pesados”, indudablemente con condenas frondosas, que intentaban
alivianar a cualquier costo. Era una materia prima, intelectualmente, muy
limitada, mayoritariamente proveniente de villas de emergencia.
Indudablemente los servicios que prestaron, como veremos, resultaron muy
acotados.       No obstante, se autoproclamaban integrantes de causas
“subversivas” muy publicitadas, tal como el asesinato del Gral. Cáceres Monié.
El por qué de las falencias de estos grupos de “comunes políticos”, como los
69

llamábamos, entre compañeros de estricta confianza, los buceo en dos
fundamentos principales:
    a) Si los servicios de inteligencia “formales” son patéticamente
       “analfabestias”, a pesar de su notable perfeccionamiento en
       alcahueterías, qué nos queda para pobres ladrones de las villas. Los
       ladrones “inteligentes” jamás caen presos.
    b) Era tan contrastado su nivel de cultura con el del de un dirigente
       nacional y popular, que saltaba a la vista que eran “sapos de otro pozo”.
Concluyendo, ¿qué servicio de inteligencia puede esperarse de aquellos que
pregonaban un retorno a la edad media?
Hablemos ahora de “contrainteligencia”, intentando definirla, desde una óptica
pragmática, eran todas y cada una de las conductas utilizadas, por los
detenidos políticos, para subsistir, y pasar desapercibido, en un entorno
carcelario. Desde una mirada más ortodoxa, son métodos planificados para
detectar, identificar y neutralizar agentes encubiertos del enemigo. Obviamente,
esto sucede cuando los intérpretes son Estados. Para los presos políticos,
entidad caótica e inorgánica, eran, sencillamente, los “anticuerpos psicológicos”
diseñados sin ejemplos ni patrones, que impelían una incomunicación forzosa,
ante la realidad de no poder confiar en nadie. Lindaba, concretamente, con
actos instintivos, más ligados a la pulsión primaria de preservación. Y no nos
preocupaba lo que cualquier preso pudo ó no confesar, bajo el apremio de la
tortura. Algo es seguro, siempre fue un mínimo que le permitió “zafar”, vale
decir terminar con el tormento y seguir con vida. El nudo del problema eran los
secretos, sutilmente guardados, en general con meritorio esfuerzo, que
permitieron a muchos compañeros salvarse de la depredación. Si algunos, ó
numerosos militantes pudieron guardar información, que, de hecho, me
consta… ¿sería tan imbécil como para transmitirle, a un “buchón”, sus
confidencias?

Los dirigentes “quebrados”.
G., La Rioja, ERP.
Pido perdón a Dios, por juzgar a alguno de sus hijos, sin ser Juez. Busco
alcanzar la piedad de la comprensión, en este infierno árido que es la vida. Si
cuento estas historias, con su nombre, no es con afán de denigrar ó vilipendiar.
Todos tenemos algo por qué arrepentirnos. Si estas pobres letras dispersas
alguna vez me trascienden, les pido a estos “equivocados” que intenten
perdonarse a sí mismos, y que mueran pudiéndose mirar al espejo.
Quienes fuimos detenidos en La Rioja, y alojados en su cárcel, tuvimos una
breve etapa de transición, entre la tortura y la incomunicación, total de las
primeras instancias, y nuestro traslado a la Unidad 9 de La Plata. Durante el
transcurso de esos escasos tres meses (de diciembre de 1976 a marzo de
1977) tuvimos el beneficio de poder hablar entre nosotros, por el milagro de
dos horas diarias de recreo. Yo ocupaba una celda en el extremo NE del
pabellón, frente a un corto pasillo ciego que daba a una ventilación, diseñada
como un panal de abejas en la pared. Por allí veía pedacitos de campo. A mi
izquierda    vivía un muchacho pecoso, de ojos saltones, con la piel
profusamente manchada por falta de melanina, cuyo apellido era G. Por el
calor tórrido de La Rioja, las celdas tenían, en sus puertas, ventilaciones
inferiores. En la calma de las siestas era posible hablar, con voz queda con el
vecino, sin ser descubierto. Allí me enteré que era, según él, una pieza
70

importante del ERP en la provincia. Los militares lo habían convencido que,
merced a su “peligrosidad”, purgaría una prolongada pena en prisión. Su humor
era muy ciclotímico, a veces quería conversar, a veces no. Una siesta lo
escuché llorar despacito, y lo llamé, repetidas veces: “¿qué te pasa?”,
“contestame”, sin conseguir respuesta. Al poco tiempo, por una rendija, vi un
charco de sangre que se extendía por el pasillo. Llamé a la guardia, a los
gritos, urgente lo llevaron y lo cosieron. El jefe de nuestra custodia, un
gendarme rubio que se hacía llamar “el alférez Brito” (quien me tenía de hijo
“verdugueándome” a cada rato) anunció con gritos destemplados que, por la
cagada que se mandó G., permaneceríamos una semana sin recreos. En
medio de tantas “psicopatologías”… ¿qué le hacía una mancha más al tigre? Al
día siguiente, y al otro, y al otro, se llevaron a G., para seguir, según él,
“torturándolo”. Como nos bañábamos juntos, en grupos de cuatro (había cuatro
duchas), todos los días lo veía desnudo, y jamás advertí en él ninguna
marquita, ni hematoma. Recuerdo que pensé:
    a) Éste se quebró para llamar la atención de los milicos, porque quería
        seguir hablando, para “colaborar” y morigerar su difícil causa.
    b) Si se hubiera querido matar “en serio” lo hace de noche, no una siesta,
        una hora antes del recreo, donde, inevitablemente, lo hubieran
        descubierto, como, efectivamente, sucedió.
A las dos semanas, día más ó día menos, trajeron, “comunicados” (habían
finalizado sus “interrogatorios”), a quienes llamamos “los hijos de G.”. Eran
como quince, con edades variables entre catorce y sesenta años.

K., La Plata, Montoneros.
Al poco tiempo de estar en la cárcel de La Plata, instalados en el pabellón 16
“A”, instauraron un sistema de “galones”, que eran tirillas que, como grados
militares, se cosían en el brazo de las casacas. Éstas definían las conductas:
tres tirillas, perfecta, dos tirillas buena, una sóla regular, y, carencia de insignia
“rebelde”. La degradación en el régimen de tirillas se hacía mediante el sistema
de “castigos” donde, por lapsos de tiempo tan variables como antojadizos, te
llevaban al “chancho” (los calabozos), y aplicaban, diariamente, feroces
golpizas. Las faltas, simplemente, eran transgresiones al sistema carcelario:
    - Hacer gimnasia.
    - Cantar en voz alta.
    - No pararse en la puerta de la celda en los recuentos diarios.
    - Tener miradas ó actitudes que interpreten como “desafiantes”, etc. etc.
         etc.
Me propuse, fervientemente, no promoverme mayores problemas, a los ya
vividos, por lo que, sencillamente no los busqué.
Un antropólogo social, “el flaco” Alejandro Islas del Peronismo de Base, y yo,
fuimos elegidos, entre los de mejor conducta, para hacer de
“limpiezas”.Limpiábamos el pabellón, repartíamos la comida, celda por celda, y,
cuando el humor de la guardia lo permitía, hacíamos mandados llevando
diarios, revistas y libros, de celda en celda. Nuestro jefe de guardia era un
“pendejo” sádico, carnicero y verdugo apellidado Guerrero. Entre su frondoso
prontuario, ostentaba haber matado a golpes, a un detenido, en los calabozos.
Cualquier falta, por mínima que sea, equivalía al castigo. Mi compañero de
tareas interpretaba que nos pusieron en esos menesteres por ser de los pocos
profesionales universitarios del pabellón, para humillarnos e intentar
71

degradarnos, aún más, si cabe. “Mirá, flaquito”, le dije, “estamos buena parte
del día fuera de las celdas, hacemos ejercicio, nos bañamos con agua caliente,
y, por las noches, cansados, dormimos mejor. ¿Y si miramos el lado bueno de
las cosas?”. Lo pensó un poco, sonrió, y dijo “claro, ¿por qué no?”. La guardia
nos controlaba férreamente sobre la equidad de las raciones, previendo
detectar que, por afinidad política, otorgáramos prebendas diferenciadas. El
“puchero” de los martes constaba de un pedazo de carne hervida (“tumba” en
la jerga) con dos papas. Estaban, según los guardias, rigurosamente contados.
No se podía dar más de un trozo de carne por compañero. Una vez, poco antes
de llegar al fin del pabellón, nos quedamos sin carne. Contamos y faltaban
diez raciones. Nos llevaron, con el “flaco”, a un cuartito cerrado, cerca de la
entrada. Nos dieron una paliza, pero, argumentando “en su propia ley” los
convencimos. “Oficial” le dijo Islas a Guerrero, “como los guardias vigilaban,
celosamente cada ración que repartíamos, es imposible que le demos algo de
más a cualquiera. Alguien contó mal, es todo”.Afortunadamente, el guardia, que
tampoco quería problemas, ratificó sus dichos, trajeron más comida y todo
terminó. Nos dolieron un par de días los golpes, con la alegría de saber que “la
pelota rozó el travesaño”, y por poco no fue gol… Los mandados sólo podían
hacerse en sentido Norte-Sur, y cualquier alteración debía consultársele a la
guardia, quedando a su arbitrio el autorizarlo. No obstante, el equilibrio del
sistema era tan inestable, que era mejor no desafiar al demonio, porque,
inevitablemente, te calcina. Y llegó K. al pabellón. Era, según versiones
difundidas por los “buchones”, un “importante jefe montonero” de Mendoza.
Payo, flaco y alto, era estudiante de medicina. Tenía un aire de perdonavidas,
de “supremo”, y nos miraba a todos como si fuéramos basura. Un día, durante
el recreo, me llamó, para conversar, diciéndome:”Mirá, vos sos de los míos, y el
diario que me compro es con plata de la “orga” (organización, en el argot
militante), y debés llevarlo en el día a las celdas número tal y cual”
(casualmente donde vivían los por mí sospechados de buchones). Obviamente,
su imprudencia erizó mis sistemas defensivos:
     a) ¿Por qué medios conocía mi presunta “pertenencia política”?.
     b) ¿Cómo podía él, confiar temas tan reservados, con un olímpico
        desconocido, cual era mi persona?
Presto, le contesté, “Pibe, no me interesa que sos, ni vos ni nadie, ni quien
mierda paga tu diario, el mío la paga mi vieja. Los mandados los voy a seguir
haciendo en el sentido que indican las normas, y cualquier problema hablalo
con la guardia”. En los recreos, en los pocos cruces que tuve con él, escuché
que le hablaba, a cualquiera, de “la orga”. Los boludos no le sirven a nadie, y
este imbécil ni para buchón servía. Junto con él vino un gordito, morocho,
petizón, con cabello entrecano, parado como púas, de apellido Salinas. Vivía
hablando macanas, y, tenía un excelente sentido del humor, mordaz y
chispeante, conversaba de cualquier cosa, hasta del Kama Sutra, menos de
política. Una mañana el “Clarín” (oficialista durante la infame dictadura)
difundió las condenas emitidas por un Consejo de Guerra, y le habían dado 9
años (reconociéndole los tres cumplidos). En el patio tuvimos una breve
charla:”Parece que te quisieron cagar, viejo”, le dije. Sonriendo, contestó:”Me
pillaron con 12.000 proyectiles, si hubiera sido un año de cárcel por cada mil
balas, eran doce años. Gracias a Dios fueron piadosos, y me descontaron tres,
menos tres que tengo adentro, me quedan sólo seis. ¿Vos pensás que estos
hijos de puta durarán más de seis años en el poder?” “No más de cuatro,
72

papá”, aseguré, y, no sé cómo, acerté. Salinas fue un preso ejemplar, un buen
compañero, que soportó con hidalguía y entereza los avatares de su,
seguramente, muy difícil experiencia.

Alderete, La Rioja, un “común político” “poco común”.
Durante el breve lapso de “presos comunicados” en La Rioja, trajeron a nuestro
pabellón a un detenido común. Se apellidaba Alderete, y, en los recreos,
caminaba sólo por el patio, porque nadie confiaba en él. Una vez lo invité a
caminar conmigo. Y conversé con él de temas comunes, el calor insoportable
en ese terrible verano 1976-1977. De pronto me pregunta “¿Sabés por qué
estoy aquí, con ustedes?”. “Ni idea”, respondí. “Yo me estaba rajando, de un
trabajo pesado, desde Rosario. Acorralado, caí en esta mierda de La Rioja.
Aquí, en esta cárcel son todos “perejiles”, y la yuta me hace la vida imposible,
todas las semanas en al “chancho”, y meta hacerme cagar. Me ofrecieron que,
a cambio de dejarme en paz y darme buena comida, trabaje de “buchón”, para
ellos. Acepté, enseguida, como ves, todos los días me dan bifecito con puré y
me tratan como una señorita. El único favor que te pido es que, de vez en
cuando, camines conmigo, y me cuentes boludeces no comprometidas de tu
vida. Qué sos, qué hacés, cualquier huevada es bienvenida. Lógico, no me
hablarás, ni te preguntaré de tu causa…Y todos contentos”. Poco a poco me
contó la historia de sus 35 años de vida, la mitad en cárceles y reformatorios, el
resto, robos a mano armada. Me describió en detalle su infancia, la vida en las
cárceles, las tipologías de delincuencia, los códigos y las dificultades en la
supervivencia. Me abrió la mente a un nuevo universo, desconocido para mí,
enriqueciéndolo con sus vivos matices. Su cuerpo era una trama de cicatrices
de riñas y balazos. Ambos cumplimos el pacto, y jamás tuvimos problemas. Yo
aprendí mucho de él, y, a la vez, contribuí a su precario bienestar. Alderete,
sólo un delincuente común, condenado, por la vida, a una muerte “a plazo fijo”.

“Patilla”, un “común político”
Me trasladaron al pabellón 16 “B”, donde perdí un montón de beneficios. Ya no
nos autorizaban leer diarios, sólo la revista Esquiú, de la ultraderecha católica,
oficialista y antipopular a ultranza. Estaba en un “pabellón de la muerte”, así
designado porque, si había algún atentado en “la calle”, sacaban a cualquiera y
lo asesinaban, en represalia. En el ala de enfrente, que salía al recreo
separada de nosotros, estaba Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nóbel de la Paz
con el advenimiento de la democracia. Las cosas se pusieron mal para mí,
cuando me metieron en una celda con un buchón. Le decían “patilla”, y, su
apellido ni tan siquiera vale la pena intentar recordarlo, porque, seguramente,
era “trucho”. Se autoadjudicaba pertenencia a Montoneros y formar parte de los
imputados por volar por los aires a Cáceres Monié. Sólo dejándole hablar, en
pocos minutos comprobé que provenía de una villa de emergencia próxima a
Santa Fe. Su preocupación medular era el equipo de fútbol Unión de Santa Fe,
y se definía como “tatengue”. Viendo las cosas en perspectiva no tenía
psiquismo ni tan siquiera para preparar un buen asalto. “Hermano”, le dije, “vas
a tener que cambiar de profesión cuando salgas” “¿Por qué?” dijo, confundido,
“Porque no tenés pasta de choro, para eso hay que tener huevos e inteligencia,
y vos parecés un flancito con dulce de leche”. “En La Rioja”, le conté, “pude
conocer a un “pesado” de verdad, que si te agarra a vos te come en el
desayuno…”. Con argumentaciones concretas le demostré mi firme convicción
73

que no era un preso político. Pero igual, de la noche a la mañana, me
interrogaba, no podía leer ni escribir, ni practicar aperturas de ajedrez, que eran
mis divertimentos solitarios, con que pasaba los días. Comenzaban sus
preguntas imbéciles, salidas del mismo repertorio grotesco al de mi torturador.
“Vos sos inteligente, seguro que eras un jefe”. Al poco rato, superando mi
impaciencia, lo llevaba adonde quería, por las técnicas del silogismo y el
absurdo “¿qué problema hay en ser inteligente?”. “Y, los jefes son los más
inteligentes” “¿Estás seguro?, yo creo que no, siempre mis jefes, en el laburo,
eran unos giles de cuarta”. Le conté el refrancito “el que sabe trabaja, el que no
es jefe”. Y se quedaba pensando toda la tarde, y podía leer un rato, hasta que,
intempestivamente preguntaba “y si sos más inteligente ¿por qué no eras
jefe?”. “Primero no te dije que fuera más inteligente que nadie, segundo que te
expliqué que los inteligentes, raramente son jefes, concluyendo, yo no era jefe
de nadie, ni más inteligente, ¡ni un reverendo carajo! Decime, boludo, por qué
no me atendés cuando te hablo. A ver, comencemos de nuevo… jefe es el que
te da el repertorio para que me preguntes si soy jefe. El, como no es
inteligente, es jefe, pero, como no la ve ni cuadrada, te dice que yo también soy
jefe. Como yo no soy jefe, sólo te confunde con consignas equivocadas. Y,
mirate la cara de angustia que tenés, se te van a quemar los sesos ¿no querés
que te cuente cuando crucé la cordillera?, es muy divertido”. “Bueno, mientras
tanto hago un budín de pan, con el que sobró de ayer”. Y le hablaba de los
glaciares y los flamencos, del vuelo pausado del cóndor, el galope de las
vicuñas. Escuchaba con los ojos muy abiertos, con la curiosidad de un niño,
con el candor de los inocentes… ” ¿Y cómo son las vicuñas?”, preguntaba. Y
se las describía, la suavidad de su vellón, que con cien gramos hacen un
poncho más abrigado que cualquier campera, aún las más acolchadas”. “Con
cien gramos, ¿nada más?, me estás jodiendo…”·”Te juro por lo que más
quieras, aparte, vos sabés que no miento…”. Ya en la cama, en el silencio
sepulcral de la noche carcelaria, se quejaba: “Nunca voy a saber si sos jefe…”.
“Tranquilizate, viejo, ¿cómo podés saber de mí, lo que ni siquiera yo sé?”. Y le
costaba dormirse, oprimido por una dialéctica falaz e incomprensible. La lógica
es un engendro mutante que te lleva a cualquier lado, raramente a la verdad…
Por la mañana se juntaba todo el recreo a conversar con su “jefe”, quien, en
medio de tanto despelote, debía tratar de darle alguna consigna. Pero yo tenía
mis angustias, y no estaba dispuesto a conversar, era un “día malo”, entre los
muchos que pasamos en prisión. Cuando quiso empezar a parlotear, le
inmovilicé los brazos y oprimí su cuello con fuerza, cada tanto lo dejaba
respirar un poco, mientras le murmuraba al oído “hoy los presos no hablan,
sólo descansan, esta es la colonia de vacaciones, donde venimos a pensar…
¿estás de acuerdo?”.Sacudió la cabeza afirmativamente y estuvo callado toda
la tarde, hizo un budín de chocolate y trepó hasta la lejana banderola, para que
el viento del invierno lo enfríe bien. A la noche, en prenda de paz, me sirvió
más de la mitad, y, siempre en silencio, se acostó. En la oscura quietud del
infierno lo sentí llorar, quedamente, largo rato. Me dio impotencia mi barbarie,
pues casi lo mato. Me dio pena por él, porque no cumplía sus mandatos, y, por
poco, no la cuenta más. Comprendí que la tomé con el instrumento, y no con la
cobarde mano que lo maneja, cuyo objetivo inequívoco era cagarme la vida
(¿más todavía?). Por la mañana le hablé “perdoname, viejo, hace varios meses
que no veo a mis hijas, y, con todos mis kilombos de cárcel, mi vieja anda
jodida de salud”. Sonrió, y quedó aliviado, entreviendo la posibilidad de obtener
74

alguna información valiosa, y no los comentarios polifacéticos que le enredaban
las neuronas. Y siguieron sus interrogatorios, y mis laberintos sin salida. Un
día, enfermo de impotencia, me dijo “Digas lo que digas, no nos importa,
sabemos que no podés ser otra cosa, que ser jefe”. Reí, para mis adentros,
patilla estaba hablando mi lenguaje, su cerebro estaba amasado a los antojos
de mi perversidad. Pero yo estaba cansado, la cárcel va minando, sin pausa,
las fibras de tu equilibrio emocional. Entonces decidí tomar la iniciativa, y, en un
sorpresivo gambito de caballo, comencé a hablar. “Mirá, patilla, vamos a
comunicarnos con claridad, tengo que contarte que, en realidad, sí soy jefe,
pero no de lo que vos creés, yo soy un patriota, soy capitán del ejército, estoy
aquí, trabajando encubierto, ejecutando verdaderas tareas de inteligencia. Y
vos, lo único que estás haciendo es entorpecerme el laburo, sin darte cuenta te
ponés en peligro vos y tu familia. ¿Querés que, para demostrarte que es cierto,
haga matar un familiar tuyo? ¿Tu vieja ó algún hijo? Avisame nomás, y le
metemos” Patilla estaba despavorido “¿Y cómo pasás la información?, no te
veo hablar con nadie…” “A mi madre, durante las visitas, y ella le traslada todo
a un Coronel…”. “Jaque al rey” me murmuré entre carcajadas, para mis
adentros.
Pasaron dos días y Patilla estaba silencioso como una tumba. En los recreos
se turnaba para poder conversar con todos y cada uno de los integrantes de la
“pandilla de Cáceres Monié”. La confusión reinaba por doquier, mientras yo
jugaba al ajedrez, con un viejo zorro, afecto a las celadas. Intempestivamente
me buscó un guardia, “póngase la chaqueta y venga conmigo…”. Comenzamos
a cruzar rejas, para mí, desconocidas, hasta que llegamos a un “hall” de
mármol blanco, a su izquierda había una puerta lustrada, imponente, con un
letrero (“Dirección”) en letras doradas. Al frente, tras una reja, se veía la calle,
tan cerca, pero tan lejos. Me hicieron pasar y me recibió un general de brigada,
en uniforme de calle. Me tendió la mano, y, se la estreché, me indicó un mullido
sillón, diciendo:”Siéntese por favor, licenciado”, lo hice, agradeciendo, (de
pronto era de nuevo licenciado, no el guacho terrorista de estos tres años).
“¿Gusta un café?” “¿Si no es molestia?” “¡Por favor!”, y lo ordenó por un
intercomunicador. “Quiero pedirle dos gauchadas… ¿Cree que podrá
ayudarme?” “Espero que sí”, contesté, con severas dudas para mis adentros.
“La primera es que le diga a su madre que deje de joder por todas las
embajadas. No lo vamos a dejar irse del país. Ustedes salen y no se cansan de
tirarnos mierda por todo el planeta. Va a ser liberado en Argentina, y no falta
mucho”. El corazón me retumbaba en el pecho. Sacó un atado, y me invitó un
“Parisienne” “Éstos le gustan ¿no?” “Si, gracias” “Bueno, le regalo el paquete”
Lo recibí, mirándolo expectante. “Se cometen graves errores, a veces”
prosiguió “el suyo fue uno de ellos… ¿Siente algún rencor hacia nosotros?” Lo
contemplé pensativo “¿No sería una pérdida de tiempo y de esfuerzo, mientras
intento recomponer mi vida?” “Y…creo que sí…” “Entonces, mejor, cada uno en
lo suyo, ¿verdad?” “Ahora le pido el segundo favor, no hable con nadie, pero,
absolutamente con nadie, de política, de aquí en más…” “Si, señor, tiene mi
palabra”, dije, mientras tendía mi diestra, que estrechó sonriente.
Al poco tiempo vino la inspección de la Cruz Roja Internacional, que nos
entrevistaba uno por uno. Allí tuve la última oportunidad, insoslayable, de
rematar al “jefe”, si, al jefe, de Patilla. Cuando el suizo me preguntó cómo
estaba, le dije “Mire, señor, si uno no se busca problemas no los tiene, comida
hay, médico también, pero, ya llevo tres años, soporté terribles tormentos,
75

ahora ya estoy en la cárcel. Pero me siguen molestando, han puesto un
informante de los servicios en mi celda, y me interroga todo el día. No puedo
leer, ni estudiar ajedrez, nada. ¿Usted no podría gestionar para que me metan
en otra celda con alguno que no hable? ¿Acaso sería mucha molestia?” “Eso
¿nada más?” indagó el pelirrojo. “Nada más, por el amor de Dios”. Se paró, me
abrazó y dijo “Vaya tranquilo…”. “Dama-siete-torre-rey-mate” repetía mi imbécil
cerebro, mientras retornaba al pabellón. Me esperaban para trasladarme. Fui a
parar con un pibe que era genial. Le expliqué mis códigos “mis provisiones son
tuyas, mis cigarros, libros y revistas también, sólo me gusta el silencio, soy
medio loco y quiero escucharme a mi mismo ¿Te molesta?” “Para nada, no hay
problema”. Y mis últimos tres meses de cárcel los pasé en paz, con la mejor
compañía, Dante Alighieri contándome “La Divina Comedia” y Howard Phyllis
Lovecraft haciendo lo mismo con “Los mitos de Ctulhu”. Un poco con Dios y
otro con el diablo, para romper la monotonía.
Cuando comencé a escribir esta crónica, injustamente, tenía recuerdos odiosos
de Patilla. En estas últimas palabras, lo evoco con sincera pena. Odio, sin
dudas, al cabrón que lo usaba, sin contemplaciones, para lograr sus bastardos
fines La infamia de la manipulación transformó, al pobre ladronzuelo, en el
peón “sacrificable” en un terrorífico partido de ajedrez, donde el demonio,
teniendo todas las chances a su favor mordió el polvo de la derrota, por el
inesperado “gambito de caballo”. Treinta años después, no logro ponerme de
acuerdo referente a si fui, ó no, jefe de algo…pero, ahora, ¿a quién le importa?

Epílogo
El paso de los años nos da la sabiduría que nace del ejercicio pleno del amor.
Por él nos comprendemos a nosotros mismos, para empezar a entender,
cuanto menos un mínimo del universo. Tuve una vida plena, y no me arrepiento
de nada, porque volvería a cometer todos y cada uno de los errores, que me
enseñaron a lograr unos pocos aciertos. Aprendí la difícil coexistencia del bien
y el mal, no como hechos abstractos, sino como entidades perfectamente
discernibles, que nos brindan posibilidad de elección. Sufrí, en nombre de la
ética importantes retrocesos laborales y económicos, disfrutando la alegría de
ser “diferente”, sin que ello implique ser mejor ni peor que nadie. Enfrenté a
poderes demasiado consistentes, para mí, y con perseverancia e ingenio logré
éxitos que me solazan. Sé que “nada es fútil ni inconsecuente, y nuestras vidas
labran huellas en la estepa sin fin del universo…”
76

              PEDIME LA SANGRE, ¡PERO NO ME PIDAS PLATA!
Cuando salí de la cárcel, todo trabajo oficial me estaba vedado. Luego de
peregrinar por tantas puertas que se me cerraron, a pesar de mis indudables
aptitudes profesionales, concurrí a visitar a un conspicuo dirigente peronista (ex
gobernador en la última gestión). Nos conocimos una década atrás en la casa
de José Ber Gelbard, en reuniones donde planificábamos la vuelta del general,
y propuestas para la futura acción de gobierno. Tenía la memoria del buen
político “Hola, Guillermo, ¿cómo estás? Gracias a Dios vivo para contarme...”
“Bien, Don Antonio, gracias.” Conversamos largo rato sobre la demencia de los
militares, y la barbarie que estaba asolando nuestro país. Luego entré al tema
que me aquejaba. “Estoy buscando trabajo, no consigo”. Pensó un rato. Discó
el teléfono: “Hola Domingo, mi viejo querido, tengo un compañero geólogo que
busca trabajo…Si, si sabe de perforaciones para agua…Bueno, allí va a
presentarse”. Colgó y me dijo: “Te esperan en dos días en Tucumán, en esta
dirección”. Nos despedimos con un fuerte abrazo. A pesar de nuestros crónicos
canibalismos, a veces los peronistas nos ayudamos. Era, en ese entonces, una
firma ponderable, entre las más importantes en el rubro. Me hice cargo de una
licitación en Güemes, Salta. La empresa estaba a punto de ser echada de la
obra, por su incumplimiento, en tanto que el gerente regional y el jefe de obra
robaban a manos llenas. Con tesón reencaucé los trabajos, y, en poco tiempo
era “el niño mimado” de Techint, contratista administradora del consorcio. . A
los tres meses ya facturaba, con los quince obreros que me acompañaban,
más de trescientos mil dólares de ganancia mensual. Fui citado por el
presidente a Mendoza. Hasta había un pasacalle de bienvenida, dedicado a mí,
en el acceso a la fábrica. Conocí a Domingo Dúo (“Don Domingo”), el
propietario. Era un sesentón de cabellos blancos, con la piel ligeramente rojiza
(por eventual afición alcohólica), facciones enérgicas, y negros ojos duros que
reflejaban su alma. Me felicitó por la gestión y analizamos el futuro rumbo de la
obra. Planteé mi pretensión salarial, y, sin muchos regateos, nos pusimos de
acuerdo. Fuimos interrumpidos por su secretaria “Don Domingo, Roque
Benegas necesita verlo”. Después supe que era un tornero con 22 años
trabajados en la empresa. Entró, con su mameluco engrasado, tenía cabello
entrecano, mirada mansa y manos cubiertas de callos y cicatrices, de tanto
manipular caños de grandes diámetros. “Don Domingo” saludó, sin atreverse a
sentarse, “interné a mi señora grave y debe operarse, necesito que me
adelante unos pesos sobre la quincena que tengo para cobrar en sólo dos
días…”. “Hijo” contestó el potentado, “si a tu señora la operan puedo darle mi
sangre… Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!”. El operario se retiró, con
los hombros derrumbados. Cuando me despedía, Don Domingo me dijo: “Hijo,
cuando quieras aumento, vení a hablar conmigo a Mendoza, pero no me
robés...”. Retiré de contaduría una “caja” para gastos de la quincena, y
averigüé dónde vivía Benegas. Concurrí a su vivienda, humilde pero pulcra,
con un jardincito desbordante de flores. Me abrió la puerta, sorprendido
“Licenciado ¿qué lo trae por aquí?, pase, por favor, siéntese”. Y me invitó una
copa de exquisito Jerez añejo. “¿Cuánto necesita para su problema?”. Me dijo
la cifra, saqué un fajo de billetes del bolsillo y cubrí su requerimiento. “Por
favor, déme su número de cuenta en Tucumán, apenas cobro se lo giro”. “No
me devuelva nada, Benegas, ni le cuente a nadie, lo que importa es la salud de
su señora”.
77

Regresé a mi trabajo en Güemes un viernes por la tarde, todo andaba sobre
rieles. Subí a Salta, a ver un repuestero amigo, y conseguí una factura por la
reparación de una caja de transferencia original. Anoté en el libro de
novedades “rotura de caja de transferencia, equipo parado en reparación”. El
dinero “enajenado” sobrepasaba el “subsidio” otorgado a Benegas, y, de
inmediato, decidí en qué invertirlo. El sábado a la noche, ordené que se pare el
equipo, y que todos los trabajadores se pongan de punta en blanco. “Esta
noche vamos todos al prostíbulo, la empresa paga…”. Al amanecer estábamos
tomando un café con mis dos maquinistas, y uno de ellos preguntó “¿Es cierto
que Don Domingo nos pagó esta joda?”. Reí a carcajadas “¿ustedes creen
que este viejo, avaro del demonio, nos regalaría algo?, si se entera sufre un
derrame…” Fue la única vez que le robé a Don Domingo…
78



                                 LABERINTO

Un repentino estadio de conciencia me fue invadiendo. Ignoraba qué era, ó
donde estaba, siéndome imposible discernir presencia de continente y
contenido. Supuse estar en un ámbito oscuro, pero desconocía mis facultades
eventuales para captar luz. . Cautamente, fui enumerando breves acertijos, no
tenía hambre, frío, sed ni calor. Era coherente suponer que carecía de cuerpo,
ó manifestación física similar. Pero estaba pensando, por ende “algo” cumplía
esa misión. Mi prematuro esfuerzo me agotaba, y me dejé caer en un pozo
calmo, oscuro y silencioso...Mis pensamientos emergieron de la nada, y percibí
una pulsión, tan imperiosa como inevitable: investigar mi entorno, para,
eventualmente, poder deducir mi esencia. .Sorprendentemente, desarrollé
aptitudes que, sin ser táctiles ni visuales, me permitieron descifrar, en
dolorosos, fugaces y, cada vez más nítidos enfoques de huesos humanos
pulverulentos, ropaje de lana, muy deteriorado por el paso del tiempo, un puñal
de bronce y un medallón con forma de astro. Salí del receptáculo que me
envolvía, era una urna de barro cocido, con criptogramas y dibujos en negro y
rojo. Luego de un denodado esfuerzo puede interpretar los ideogramas: Caán
(“Luz del Sol”), valeroso guerrero y hombre justo, descansa entre los filosos
hielos del Cachi, para que los vientos de los cuatro rumbos le aúllen y
murmuren a los hombres tu sacrificio para la unidad de la Nación Kalchakí.
Si, era yo, con mi nombre del Dios, sería recordado como mito en las leyendas
de generaciones de guerreros que vivieron en la falda del Ande.
Me perturbó comprender que estaba muerto, que era sólo un algo que fue un
alguien. Los recuerdos comenzaron a bullir en mí, emergiendo de una fuente
inagotable. Absorberlos, ordenarlos, procesarlos y asimilarlos me generaron
una sensación de plenitud y expansión, de fortaleza y bienestar. Estaba en la
cumbre de una altísima montaña, que reconocí era el Nevado del Cachi, en
cuyas extendidas faldas transcurrió buena parte de mi vida. Quedé en
suspenso contemplando la inmensidad de las cordilleras, la gigantesca
altillanura ondulante de la puna, la policromía de los volcanes. Un mensaje de
fuentes ignotas me imponía que había llegado a su fin la yacencia en el frío
sepulcro, y su quietud de la nada. Mis sensaciones fueron tornándose cada vez
más nítidas y agudas, más dulces y continuas. Podía oír con claridad, el ulular
incansable del fuerte viento, mientras miríadas de evocaciones fluían como
continuos filetes en mi memoria, procediendo de ignotas fuentes. Por
secuencias reconstruía lo que parecía ser mi historia personal, otras las
injustas y oprobiosas penurias de mi pueblo, rebelándose, siempre con fuerzas
disminuidas, contra sus opresores. Otras voces eran pueblos más antiguos,
cuya cultura se remontaba al umbral de las eras. Las estrellas y el astro
recorrieron los numerosos días que permanecí, en mágica fusión con mis
arquetipos, en una sucesión de ráfagas de plenitud, a veces fugaces, otras
incesantes. Algún orden supremo dio fin a mis digresiones, entonces comencé
a vivenciar mi historia.
Fui un Kalchakí, y vivía con mis hermanos en los altivalles subandinos. Siendo
mi padre niño la tribu fue invadida por filosas falanges incas. El número y la
sorpresa dieron contundencia al ataque. Los jefes y los viejos consejeros
fueron ejecutados de inmediato, los demás esclavizados. La larga caravana de
derrotados fue llevada a la altiplanicie puneña, para trabajar las minas de oro
79

del Inca. Ascendieron empinados cerros cargando pesados sacos de cuero,
llenos de tierra fértil, hasta el asentamiento, una extensa hollada rodeada de
vertientes. Construyeron las casas de piedra con argamasa, labraron las
terrazas de cultivo y las acequias de riego esculpiéndolas en la roca. Llenaron
las cavidades con la tierra orgánica, y sembraron unos extraños tubérculos,
que serían la base alimentaria de la mina. Los niños cuidaban los rebaños, de
llamas y alpacas, junto con los viejos y enfermos, las mujeres atendían las
tareas agrícolas y los hombres se enterraban en la mina. Los capataces eran
kollas, serviles y obsecuentes de los guerreros incas. Su látigo capanga se
exacerbaba en la espalda de los mineros, el Inca tenía una insaciable sed de
oro. La ciudadela estaba gobernada por un administrador Inca, primo hermano
del rey-sol, enviado, casi al exilio, por las intrigas palaciegas. Lejos de los
lujos, los lechos suaves, la comida sabrosa y abundante. Ay, los avatares de la
política, dos años guardó la frontera norte del imperio, peleando contra salvajes
semidesnudos, en selvas inextricables repletas de alimañas venenosas. Ahora
esta `planicie irreverente, con su frío, soroche y falta de alimentos. Más le
rebelaba la situación de sus esclavos, un pueblo de valientes y laboriosos
degradados a juntar unos pocos puñados de oro para la vanidad enferma del
emperador.
¡Ay, Kalchakí, la negrura del eterno socavón! Sólo los trabajadores más fuertes
podían resistir este infierno, oscuro y eterno, excavando más y más, sin ver el
astro rey. ¡Cuantos quedaron sin fuerzas y murieron bajo el látigo capanga!
Otros, como mustia greda invernal, se secaban tosiendo sangre por la
enfermedad del polvo. Mi padre era un hombre fuerte, y subsistía alimentando
un odio sordo al invasor.
Dos veces por año las llamas viajaban hacia el norte, portando el oro para el
Dios-Sol, rojo por ser amasado con tanta sangre Kalchakí.
Mi padre desposó a mi madre, esclavizada de una tribu vecina, cuando éramos
la orgullosa etnia Kalchakí. Nací de esta unión. Cuando crecí mi cabello tomó
tintes rojizos, y los augures dijeron que era bueno, que representaba la sangre
y el dolor de mi pueblo, y sus irredentas ansias de libertad. No tuve hermanos,
todo el amor de mis padres fue mío, me llamaron Caán (Luz del Sol). Disfruté la
suave dulzura de mi madre, la ternura de sus ojos de almendra, la calidez de
su voz y el tibio refugio de su regazo. Hice mío, también, el inagotable odio de
mi padre por el explotador Inca. Me enseñó a cazar guanacos, a manejar la
honda, el arco, la canana y la lanza. Tenía sólo ocho años cuando me llevó al
cerro, portando sólo un morral con charki. Caminamos sin cesar, noche y día
sin descanso. Era un ascenso interminable, y, mis pies sangrantes, calzados
con delgadas ushutas, se enterraban pesadamente en la nieve. Cada vez que
resbalaba por el hielo, y caía, mi padre me miraba severamente, aguardando
impaciente, sin tenderme una mano. Le pregunté dónde íbamos, “a la cumbre
del Cachi, la morada de nuestros Dioses”. El soroche me hacía reventar de
dolor, clavando agudas punzadas en mi frente, y el viento helado me horadaba
los flancos como filosas espinas. Sólo quería echarme a dormir en el hielo, y
terminar con todo ese suplicio...Mil lenguas de fuego, desde las pupilas de mi
padre, me empujaban sin pausas a la lejana cima del coloso andino.
Llegamos, al fin, todo me parecía irreal, como si estuviera en la cúspide del
mundo...En derredor todo era cielo azul intenso y paisaje. Al naciente, lejanas
selvas, el resto altivalles, ásperas planicies y volcanes encapuchados de hielo.
80

Mi padre habló: “Cuanto ven tus ojos fue nuestro país, éstas eran tus tierras,
hasta que llegó el usurpador, eres un Kalchakí, nunca lo olvides...” Luego abrió
sus brazos en cruz, alzó su vista al cielo y gritó. Sus voces, sin palabras,
contaban a los dioses del dolor de nuestro pueblo, su injusta esclavitud, tantos
golpes de látigo y muerte absurda, en el fondo del socavón. Vibraba en su
garganta el viento cumbrero del Ande, la verde yareta, el remanso de las vegas
y los puñales de hielo del glaciar. Respondieron las interminables ondulaciones
de la puna, en cuyas apachetas, se retorcían, de vergüenza y furia, los huesos
de nuestros lejanos abuelos.
Bajamos la cumbre en silencio, ya no sentía ningún cansancio, mi cuerpo
estaba impregnado de una misteriosa energía, me sentía fuerte, exultante,
poderoso...Entonces supe que mis dioses me transmitieron la claridad y
templanza necesaria para cumplir con el cometido para el que me dieron vida.
Mi padre entrenaba, con fiera constancia, todas las fibras de mi cuerpo. Noches
enteras, soporté en mis hombros, rocas tan pesadas como el prolongado dolor
de los míos. Cada vez que un Kalchakí era castigado, debía contemplar su
martirio desde la primera fila de espectadores. Desde niño me hizo cargar,
sobre la espalda, el aberrante tormento de mi pueblo. Cada gota de nuestra
sangre vertida, hervía como fuego en el fondo de mis pupilas.
La exacerbada disciplina de mi padre me brindó, precozmente, una notoria
masa muscular. Mi altura era excesiva para el promedio de mi pueblo. Madre
afirmaba que era herencia de su abuelo, prisionero en una de las tantas
confrontaciones del Kalchakí con los Huarpes, belicosos aborígenes del lejano
sur.
Visto en perspectiva era lógico, el pie del Ande era compartido entre los
huárpidos (hombres muy altos de raza mapuche), al sur, y nosotros al norte.
Mi padre y los augures preferían pensar que era un elegido. Es frecuente
canalizar las esperanzas hacia lo irreal, la “componente teológica” de la vida, la
bienamada esperanza, más aún, cuando el presente, nos abruma sin
posibilidades de un devenir mejor.
El Inca a cargo de la ciudadela informó estos menesteres al emperador, quien,
cuando cumplí diez años, ordenó llevarme al Cuzco, para brindarme
“educación”. Mi madre gemía, con dolor inconsolable, “déjenlo”, rogaba, “es
sólo un niño”. Con una calma, que aún se torna inexplicable, la abracé, y me
separé de ella, sin poder decirle cuanto la amaba. Me aproximé a mi padre, con
la cabeza gacha, quien me tomó el rostro, y lo elevó, para permitirme mirarlo a
los ojos. En los ocultos mensajes de sus pupilas, comprendí que jamás
volveríamos a vernos, con vida, en este mundo...
La corte del Inca me invadió de confusión y sorpresas, las ciclópeas
construcciones de piedra, las gigantescas acequias de regadío, y el prolijo
revestimiento de calzadas y pisos con distribuciones geométricas de las lajas.
Maravillaba el perfecto biselado en el corte de las rocas, resultando un delicado
y preciso ajuste. Todo sugería orden, armonía e intención. Fui bañado,
concienzuda y minuciosamente, y reemplazaron mi grueso poncho de lana por
una túnica de suave tela blanca, bordada con hilos de oro y plata.
Tuve que esperar tres jornadas hasta que me recibiera el Inca. Mientras tanto
disfruté una impensada libertad, puesto que, con muy leves restricciones, iba y
venía a mi antojo, y comía cuanto quería de las numerosas bandejas colmadas,
distribuidas por doquier. Era un brusco contraste con mi pueblo, donde la
alimentación era una austera necesidad, a cubrir con moderación. Para el
81

Kalchakí, cada mazorca de maíz era producto de mucho sacrificio, y como tal
debía valorarse. A pesar de mi temprana edad, comencé a elaborar que esta
vida dispendiosa sólo era posible merced al tenaz trabajo de miles de esclavos
que sustentaban el imperio.
Me visitó un anciano delgado que se identificó como mi guía. Intentó tocarme el
rostro. Retrocedí, agazapado, esgrimiendo mi puñal de cuarzo. El hombre reía,
a carcajadas.
    - ¿Qué te ocurre, niño?, indagó.
    - Sólo mis padres pueden tocarme...
    - Deberás adaptarte a nuestras costumbres; a pesar de ello, intentaré
        respetar las tuyas. Vienes aquí a aprender, y eso harás. Exigiré tu
        esfuerzo como recompensa, al tiempo que te daré. No obstante, para
        aproximarse al saber es necesario ser dócil, abrir los sentidos y brindar
        el corazón. Tienes la oportunidad de muy pocos; estudiar bajo la tutela
        del Inca, pero aquí no hay lugar para fracasos.
    - Quiero volver con los míos, repuse, lacónicamente.
    - Es imposible, respondió las órdenes deben ser cumplidas; además,
        queremos saber por qué tu tribu te llama “el elegido”. Dime, ¿acaso eres
        mago? ¿tienes poderes...?
    - Mi único poder es la fuerza.
    - ¿Y de dónde procede esa fuerza?
    - Me la otorgan los Dioses, y yo la cultivo con mi esfuerzo...
    - Me sorprende tu humildad, acotó finalmente el preceptor.
Yo no me daba por aludido, pretendiendo ignorar su burla, que parecía más
emergente de una sincera sorpresa, que de real vocación por humillarme.
Por fin, me llevaron al palacio del Inca. La fastuosidad era indescriptible, y mis
ojos no podían creer cuanto veían. El oro y la plata abundaban por doquier, en
bajorrelieves y murales, representando animales y seres humanos en actitudes
que, por mi niñez, sólo percibía remotamente.
El Inca, y la familia real que lo rodeaba, eran aún más extraños, para nada
semejantes a los dioses que decían representar. Eran seres pequeños,
delgados, con ojos grandes y mirada inquisidora. El guía tiraba mi codo, hacia
abajo, ordenándome en voz baja que me incline ante el Dios-Sol; pero algo,
dentro de mí, me mantenía erguido.
    - Déjalo, ordenó el monarca; y, encarándome: ¿Así que tú eres el
        elegido?; y dime... ¿qué Dios te envía y cual es tu misión?
    - Desconozco el nombre de mis Dioses, si es que lo tienen, están de
        mucho antes que nuestra llegada al Ande. Sus voces cantan y lloran con
        el viento de la cumbre, y sólo me piden que te destruya, para liberar a mi
        pueblo.
Un denso silencio siguió a mis palabras; el rey me miró muy serio, podía verse
un atisbo de pena en la cálida luz de sus ojos; al fin, repuso:
    - Así será, si es la voluntad de los poderes. Mientras tanto tendrás que
        aprender todos los secretos de nuestra ciencia. Entonces, si liberas a tu
        pueblo, serás un buen rey, darás a los tuyos alegría y trabajo, y sabrás
        proteger a tu tierra de la codicia de los bárbaros. Mi casa es tuya, y aquí
        vivirás hasta que tengas madurez y criterio para elegir, por ti mismo, tu
        propio camino.
82

El Inca se aproximó, y apoyó su delgada mano en mi frente; y luces de vívidos
colores fluyeron por mis sentidos, y una grata sensación de paz y alegría
invadió todo mi ser.
El maestro vivía sólo para mí. El día se hacía corto para elaborar tantas
enseñanzas; más su paciencia y cordialidad no conocían límites. Era un
hombre muy sabio, y dominaba, desde complejas artes medicinales, hasta
estrategias bélicas. Aprendí que las palabras pueden registrarse y guardarse.
En poco tiempo los quipus no tenían secretos para mí, y pude leer y
compenetrarme de toda la historia del imperio. Sus orígenes me resultaban de
muy costosa interpretación. Indagaba, entonces, a mi guía:
    - Dicen las crónicas que Manco Capac y Mama Oello descendieron del
       Sol. Me enseñaste que el astro rey es una estrella incandescente, que
       no alberga vida alguna. Todo es contradictorio...
    - Toda doctrina alberga simbolismos; el sol es fuerte y poderoso, y a él
       adscriben su origen los Incas. Debes comprender que nada es
       rigurosamente cierto; son ideas, abstracciones, sugerencias; forman
       parte de los mitos y las leyendas.
    - Debo entender que todo cuanto dicen las leyendas son mentiras...
    - La verdad, jovencito, no es pulsión absoluta ni concreta; es más, en gran
       diversidad de circunstancias es enteramente subjetiva; vale decir que
       cuanto es cierto para un individuo es falso para otro. A título de ejemplo,
       tú piensas que el Inca esclaviza y trae dolor a tu pueblo; más vosotros,
       antes de nuestra llegada, vivíais en la edad de piedra. Gracias a
       nosotros conocéis los metales –y las técnicas para su obtención-. La
       agricultura bajo riego en terrazas ya no tiene secretos para el Kalchakí,
       que también elabora finos hilados y manejas las tinturas minerales y
       vegetales. Hemos respetado vuestra organización social, jamás tocamos
       ni maltratamos vuestras mujeres. Sólo retiramos los metales y el diez
       por ciento de los granos. Cuando vivas muchas lunas, comprenderás
       que gana más tu pueblo que el Inca; para ello deberás asumir tu
       existencia sin odios ni rencores, y escuchar la voz de los Dioses, que te
       enseñen a ser mesurado y tolerante.
El Inca me recibía con mucha frecuencia, me hacía sentar a la vera de su trono
y pedía que hable de mi pueblo. Le interesaban nuestras costumbres, y la
figura de mi padre despertaba especial admiración al monarca; cuando le narré
nuestro ascenso al Nevado de los Dioses, acotó:
    - Los Dioses hablan, pero pocos mortales perciben sus señales. Tu padre
       es uno de ellos. Quizás no deba contarte, pero él ahora es jefe de tu
       pueblo. Hemos construido una importante ciudad-pucará en la mina
       donde naciste, y los calchaquíes comparten la custodia con nuestros
       guerreros.
Acompañé al Rey en muchos viajes por el imperio, y juntos recorríamos las
ásperas laderas, buscando hierbas medicinales y prospectando minerales. La
guardia imperial nos custodiaba cerca; muchos no parecían entender la
amistad del Dios-Sol con el joven salvaje. Departíamos como viejos amigos, y
aprendí, de su fuente inagotable, muchos secretos de la naturaleza y los
hombres.
El cuidado del cuerpo persistía, como obsesión, en mí. Dedicaba largas horas
por jornada al veloz ascenso de empinadas laderas. El maestro estimulaba
todas mis inquietudes, escuchando, con sumo interés, mis narraciones de los
83

viajes con el Inca. Le interesaba urdir elucubraciones de cuanto fenómeno
influyera mi existir. Siempre estaba presto a orientar cualquier confusión que
enturbiara las ideas. Explicaba todo en función del amor, como síntesis
integradora de la esencia universal. Así, interpretaba a quienes destruían vida ó
materia fútilmente como “pobres espíritus faltos de amor”. En ese contexto, el
odio, la envidia y la mentira eran continentes vacuos que se transmutarían al
ser colmados de afecto y comprensión. Los consejos de este espíritu exquisito
me conducían a profundas reflexiones y sólidas comprensiones acerca de los
sentidos y objetos reales de la vida. “Tu mayor fortaleza será ser piadoso y
solidario con los más débiles –decía- crecerás, entonces con tu generosidad, y
te harás pequeño con tus bajezas”...
El hijo menor del Inca enfermó de gravedad. Mi maestro se abocó totalmente a
los cuidados del pequeño. Yo vagaba, perdido por el palacio, sin saber qué
hacer ó cómo ayudar. Pedí, entonces un grueso poncho y un morral con tasajo,
y, sin pensarlo más, ascendí las nevadas laderas del Huáscar. Nada parecía
oponerse a mi designio, las filosas lenguas de hielo se allanaban a mi paso, y
las paredes, de áspera roca, se doblegaban con facilidad a mis dedos tenaces.
Hice cumbre por la noche, y la cúpula estrellada del universo me
empequeñeció al punto de hacerme sentir un insignificante insecto. Alcé, sobre
mi cabeza, una pesada roca, y ofrendé a los Dioses mi vida por al del pequeño.
Una nieve tibia comenzó a caer sobre la cumbre del gigante andino. Mi cuerpo
no sentía frío, ni hambre ni sed, y habían pasado dos días con sus noches...Y
los Dioses hablaron...El fiero viento blanco comenzó a aullar, izando hacia los
cielos interminables oleadas de nieve; los truenos bramaban haciendo temblar
al Ande, con su furia estremecedora. “Tu vida no te pertenece, nosotros
daremos sentido y oportunidad a tu ser, y elegiremos tu fin...” rugía la
tormenta,...Una voz suave fluyó en mis sentidos: “aceptamos tu sacrificio, como
prueba de amistad, puedes volver, el niño ha curado su dolor...”
Al llegar a palacio, todo era fiesta y alegría, y el pequeño, sonriente, estaba en
brazos de su padre. Nadie nunca preguntó dónde había estado, pero, por la
mañana siguiente, un grueso medallón de oro, que representaba a Inti-Dios,
me fue entregado por el rey.
Los estudios de las artes de la guerra, la agricultura bajo riego, la minería y la
metalurgia fueron cada vez más exigentes, “corren tiempos difíciles”, me
explicaban, “y debemos estar preparados”.
Por mis observaciones de la historia fui advirtiendo que la humanidad alternaba
ciclos de paz y prosperidad, con otros de guerra y atrasos. El maestro
explicaba que eran avances y retracciones en la aptitud de los hombres para
impulsar sus fuerzas creativas. Que el dolor, el odio y la destrucción eran
siempre consecuencia de la ignorancia. “Siempre verás –explicaba-que los
hombres sabios están muy por encima de estos insignificantes menesteres”.
Cuando ingresé a la pubertad era casi un gigante, una pequeña mole de
músculos. Mi aspecto diferente me avergonzaba, y el maestro, conocedor de
mis conflictos, decía “debes estimar a tu cuerpo, él es tu instrumento y vehículo
de este tránsito entre los hombres, sin ser mejor ó peor que el de nadie, es
bueno para ti”.
Me brindaron instrucción militar en una falange selecta, guardia personal del
Inca,    Con prontitud me destaqué en la tarea. Las armas semejaban
prolongaciones naturales de mi cuerpo, y, para éste, parecían diseñadas en
forma exclusiva. La celeridad y certeza de mis golpes eran motivo de elogios
84

entre los jefes militares del imperio. Fui enviado, en una reducida escuadra, a
sofocar una revuelta en una levantisca tribu aymará. Los rebeldes nos
aguardaban en la boca de una estrecha quebrada; en posición fácil de guardar
y penosa de quebrar. Nuestra primera fila eran lanceros con altos escudos de
bronce. Me ubicaron en la segunda línea, con hacha. Apenas chocaron las
formaciones, salté sobre mi vanguardia, cayendo sobre los oponentes cual un
remolino de muerte, cortando brazos, hundiendo cráneos y desgarrando
pechos enemigos. Los incas me seguían, como imparable aluvión, impelidos a
protegerme y desconcertados por mi temeridad. En poco tiempo, literalmente
aplastamos la rebelión, y los supervivientes huían a los montes en
desbandada. Con serenidad nos trasladamos a la aldea, y el general convocó
al pueblo: “es una jornada de dolor por nuestros muertos, en esta absurda
pelea entre hermanos...Por mi intermedio el Inca os hace llegar todo su amor y
comprensión, y llora con vosotros por los valientes aimaráes caídos en
combate. Como compensación, mi señor, el emperador, os exime por un año
del tributo de granos y oro”.
El pueblo, entre el desconsolado llanto por sus hermanos perdidos, y la
clemencia del rey, no salía de su estupor.
En la primera oportunidad que tuve, indagué a mi jefe:
    - ¿Cuáles fueron las causas de esta revuelta?
    - Obtener las concesiones que le hemos otorgado.
    - Entonces... ¿por qué la guerra?
    - Ellos no han querido dialogar, simplemente se rebelaron.
    - Y si fueron derrotados, ¿por qué los beneficias?
    - Sus reclamos son justos, han tenido mala cosecha, y nevó en
        abundancia en los cerros donde están las minas, malogrando el trabajo.
        La fuerza armada fue contra la rebelión, ellos eligieron la violencia al
        diálogo. Por ello, aplastamos la sedición con la fuerza, y atendemos los
        problemas con la razón.
    - Pero, ¿acaso la victoria no te habilita para imponer las condiciones más
        ventajosas a los intereses del Inca?
    - Debemos diferenciar derrota de humillación. Es decoroso caer frente a
        un gran oponente, pero el triunfo no habilita a pisotear a los caídos.
        Como verás, nuestra acción es satisfactoria para las partes, y estos
        pueblos, convencidos de nuestra vocación de justicia, permanecerán
        como aliados del imperio.
Nuestro cirujano curó, con igual devoción, heridos incas y aimaráes, y
retornamos al Cuzco.
Mucho tiempo cavilé, cuánto tenía que aprender sobre los hombres, sus
guerras y la paz.
A partir de entonces he intervenido en numerosas escaramuzas, y fui tomando
conciencia que, un buen ejército, puede ser, también, garantía para una
tranquilidad duradera.
Crecía continuamente mi amistad con el emperador, quien me instruía sobre
los hombres y el Estado. Yo le narraba mis experiencias en cada combate y
mis impresiones sobre los pueblos y sus costumbres, aún en los más
recónditos linderos del imperio.
Recuerdo, claramente, que una vez me comentó:
    - Dicen que eres imbatible en la lucha...No quisiera ser tu enemigo.
    - Jamás lo serás, te amo como el hermano que no tuve.
85

Poco tiempo después concurrimos a repeler una invasión en la frontera con las
grandes selvas del naciente. Una vez más retornábamos victoriosos, decididos
a transformar nuestro regreso en un largo paseo por las ciudadelas del Ande,
cuando un chaski, desfalleciendo por el agotamiento detuvo la marcha de la
columna, diciendo:
    - Caan, el Dios-Sol te requiere con urgencia en el Cuzco.
    - Que cuatro lo acompañen, ordenó el general, señalando con su índice a
        otros tantos guerreros.
Con los pies despellejados por la feroz carrera, el cuerpo cubierto por la roja
greda del camino, y el ánimo ensombrecido por oscuros vaticinios; ingresé al
palacio imperial. El Inca, apenas me vio, corrió a abrazarme, y, cuando pudo
serenarse, habló:
    - Ha caído en manos enemigas la ciudadela comandada por tu padre.
        Salvajes de la llanura atacaron de improviso y masacraron a todos los
        habitantes. No sabes cuánto lo siento...ordenaré de inmediato una
        expedición punitiva.
    - No, por favor –repuse- ya nada me devolverá a los míos.
Varios días lloré en soledad, por mis fuentes y raíces perdidas; y por el destino
fatal, encarnizado en quienes había visto sufrir tanta injusticia.
El maestro compartió mi dolor, y una tarde, manifestó:
    - El Inca me había confidenciado, poco tiempo atrás, que era el momento
        propicio para tu regreso con los tuyos, cuando nos ganó la desgracia;
        debes pensar que otros designios estaban previstos.
    -    Parecen oscuros los caminos que me tienen trazados los Dioses,
        pérdidas y muerte.
    - Es menester que descanses y te serenes. Irás al palacio de descanso
        del emperador, en la costa del mar. En unas semanas volveremos a
        conversar.
Siempre había visto el mar como una franja azul, lejana. Una nueva emoción
me embargó al sumergirme en sus aguas claras, frescas y bravías. Trepaba los
acantilados y corría, durante horas, por la arena. Comía sólo, apartado,
eludiendo cualquier contacto humano..
Una tarde, mientras contemplaba el hundimiento del sol en las doradas aguas,
oí pasos, detrás de mí, entre las rocas de la escarpa. Giré, como una fiera en
acecho, y me sorprendió la visión de Mayllú, hermana menor del Inca. Llevaba
varios años de guerrear, y la última vez que la vi era una dulce niña, ahora
transformada en hermosa mujer.
    - No temas, Caan, no vengo a hacerte daño, sonreía con gracia burlona.
    - No te temo, luz de otoño, no esperaba a nadie en este roquedal, aislado
        de todo.
    - En realidad te buscaba, el Inca ha llegado, y quiere verte.
    - Pudo mandar un siervo, para avisarme.
    - Yo me ofrecí, te veo tan triste y solitario, hace tiempo que deseaba
        hablar contigo. Hace un mes que estoy aquí, más no compartes nuestra
        mesa. Todos te queremos bien, y tu dolor es nuestro...
Toda mi aspereza de guerrero se desarmó ante su lenguaje, simple y llano. Su
presencia me embargó de una nueva turbación, y bullían en mí emociones
desconocidas.
86

La llegada del rey resocializó mi vida, tuve que cumplir con todo el protocolo de
la corte, comer con el soberano, acompañarlo en prologados paseos y
extendidas tertulias.
    - Tu aspecto mejora, Caan – decía el Inca – tendrás dos lunas más de
        reposo y subirás al Cuzco.
Quise protestar, pero, en cordial y enérgico ademán, indicó que era decisión
incuestionable.
El emperador retornó a la metrópolis, y quedé con Mayllú. Días enteros
platicábamos, incansables, jugábamos en el mar y disfrutábamos el sereno
goce de contemplarnos. Las noches se hacían interminables, aguardando el
júbilo de verla, nuevamente, por la mañana. Los dos meses pasaron como
instantes fugaces., y la guardia estaba lista para acompañar mi retorno al seno
del gobierno. La despedida con Mayllú fue un feroz tormento que atenazaba
mis sentimientos. Nos abrazamos con desesperación, y me fui, cabizbajo,
hacia el Ande, dejando en la costa mi corazón.
Mantuvimos permanentes reuniones con el Inca y el maestro, donde el primero
buscaba una confluencia de los problemas de administración del Estado, con
mis experiencias militares y conocimiento territorial del imperio. El monarca
estaba realmente preocupado por la endeble lealtad de los cuatro apos –
responsables provinciales- y decenas de tutrikuk y curacas.
    - Mi familia no es tan grande como para cubrir territorialmente; y, en
        numerosas oportunidades, aún mis parientes más cercanos se
        corrompen, roban ó mal-administran sus responsabilidades. Debo
        mantener un costoso ejército bajo mi tutela, para intervenir,
        permanentemente en la defensa territorial, por invasiones externas ó
        insurrecciones, y, como si fuera poco, de los turbios manejos de algunos
        curacas. Si, harto de los abusos relevo algún traidor, quizás el nuevo
        funcionario resulte peor...
A pesar de mis sentimientos, ocupados en otros menesteres, aporté cuanto
estaba a mi alcance para proveer soluciones. Las discusiones eran, para mí,
muy esclarecedoras. Fui, así, aprendiendo muchos secretos del arte del buen
gobierno, de las justicias y lealtades, del cinismo y las traiciones.
Apenas despuntada el alba, de un día, como cualquier otro; realizaba intensos
ejercicios matinales, me bañaba en las heladas aguas del río, y me tendía a
meditar en un suave cojín de grama, cuando los cascabeles de una risa, bien
conocida, atrajeron mi atención. Si, era Mayllú, lo más importante para mi
existencia, había vuelto...
    - Desde temprano descansas, Caan...
    - No descanso desde que te dejé en el mar. No tengo sosiego si no estoy
        contigo.
No estrechamos en un prolongado abrazo, una nueva paz me invadió, por la
sola magia de su proximidad. “Te quiero con todo mi ser” musitó, “le conté al
Inca sobre nosotros”... Y marchó con veloz carrera entre las peñas, graciosa,
tenue y veloz, como una corza.
Cuando ingresé a la sala de reuniones, ya todos trabajaban, y, el emperador
me espetó, severo:
    - Pareciera que Caan elude sus responsabilidades; quizás necesite más
        vacaciones marinas...
Avergonzado, como un niño en falta, farfullé una ininteligible excusa, y ocupé
mi lugar en la ronda. Luego de analizar y discutir, arduamente, todos los
87

conflictos, el monarca fue asignando responsabilidades a cada uno de los
presentes, quienes se iban retirando, a cumplir sus cometidos. Al final quedé,
extrañamente a solas, con el soberano. La ansiedad me traicionaba, y cien
tambores golpeaban al unísono dentro de mi pecho. El Inca me contemplaba,
con mirada severa y labios risueños. Debí tomar la iniciativa, para romper el
viscoso silencio.
    - Luz del Impero, espero sepas ser tolerante con mi atrevimiento...
    - Lo único que no seré capaz de tolerarte es que hagas infeliz a mi
        hermana.
    - Entonces apruebas mi unión con Mayllú.
    - Más de diez años compartimos alegrías y sinsabores, te estimo como un
        hermano, has sido más leal e incondicional que mis propios parientes.
        Es un honor que nuestras sangres se unan, el mejor premio a nuestra
        amistad.
Los festejos de los esponsales engalanaron al Cuzco por media luna. Nos fue
obsequiada una amplia estancia que colindaba al sur con el palacio; y, cuando
hice notar la coincidencia, el soberano, aclaró:
    - Lo fortuito no existe, todo está previsto, tú sumas desde el sur a la
        fuerza de nuestro imperio. Es mi voluntad que, a mi muerte, tú co-
        gobiernes con mi hijo, como regente. Tu lealtad y rectitud nos serán
        imprescindibles...
    - Eres un hombre joven, señor –interrumpí- puedo morir aún antes que
        vos.
    - No es mi deseo morir, amo la vida, disfruto la magia de mi imperio,
        desde el hielo del Ande al bullente fragor del océano. Vivo la naturaleza
        con plenitud, me fascinan el etéreo vuelo del cóndor y la inteligente
        laboriosidad de la hormiga. Alienta mi espíritu el suave murmullo de la
        brisa jugando entre las hojas. Adoro a mi mujer y mis hijos. Venero
        nuestra amistad. Pero también tengo la certeza de la infalibilidad de
        nuestros sabios augures. Si Caan, mi fin se acerca, moriré bajo el filo de
        un puñal traidor.
    - Pero, Luz del Cielo, ¿cómo puedes estar seguro?. Las predicciones son
        meras conjeturas...Eres un ser racional estudioso de las ciencias, por
        favor, no creas estar charlatanerías de viejas supersticiosas.
    - Ellos me dijeron, antes que nacieras, que vendría un joven guerrero, con
        cabellos de fuego que, al principio sería mi enemigo, luego mi mejor
        aliado...Aquí estás, ¿Acaso no eres tú? Ojalá sea como piensas, Caán,
        que los Dioses te escuchen...
El Inca me estrechó, con un fuerte abrazo, y se retiró, dejándome sumido en
profundas cavilaciones.
Mi vida con Mayllú era un dulce refugio, de amantes, amigos y confidentes. Al
año nació Illí, nuestra hija. Una dulce criatura con los ojos de miel y los
delicados labios rosados de su madre. El Inca estaba exultante con nuestra
pequeña, y gustaba tenerla en brazos, aún cuando atendía problemas de
Estado.
Mis tareas en el ejército crecían en jerarquía y responsabilidad, siempre por
mérito propio. Todo combate me hallaba en el frente, y mi cuerpo era una red
de cicatrices, ganadas peleando codo a codo con mis hombres. Me gané el
respeto y afecto de mis pares y jefes, y jamás usé mi parentesco con el
88

emperador para lograr algún beneficio personal. Cada espacio ganado era con
méritos y trabajo, no a favor de intrigas palaciegas.. El Inca me recriminaba:
  - Eres mi hermano político, deberías estar a cargo de los ejércitos.
  - Soberano, tú sabes que hay hombres más capaces y experimentados
      en esas funciones. De ellos tengo todavía, mucho que aprender. Las
      circunstancias marcarán los tiempos precisos.
  Las fronteras norte y este del imperio eran, por ese entonces, las más
  inestables. Los pueblos de salvajes selváticos vivían del saqueo a nuestras
  ciudadelas. Los cuatro años siguientes fueron mi escenario casi cotidiano.
  En varias oportunidades el frente fue visitado por el Inca, siempre
  acompañado por Mayllú y mi hija. Cada despedida de mi familia me
  desgarraba en lo más íntimo. Quizás por la experiencia con mis padres se
  acentuaron en mí los temores a las pérdidas.
  Lentamente, me fui transformando en el hombre más prestigioso de los
  ejércitos imperiales. Mi sagacidad y arrojo en las lides fueron harto
  conocidas, por aliados y oponentes. Nadie comprendía cómo me era tan
  esquiva la pesada sombra de la muerte, aún en medio de las más riesgosas
  acciones. La soldadesca –y mis enemigos- comenzaron a urdir leyendas
  sobre mi inmortalidad. Yo sólo respondía, sonriendo, “¿acaso no sangran
  mis heridas? ¿No envejezco?...” Realidad o mito, mi suerte también me
  parecía sobrenatural; y me horrorizaba ver a nuestros contendientes huir
  despavorido, cuando acometía sus filas, sin escudo y blandiendo el hacha.
  Acampábamos a orillas del gran lago, en el país Aymará, cuando llegó un
  chaski, con un mensaje para mí. Era del maestro, y decía: “Huye rápido, y
  acompaña al mensajero. El Inca fue asesinado en una conjura palaciega.
  Su primo asumió el poder y ordenó tu captura y ejecución, afortunadamente
  pude ocultar a tu familia”. Cuando quise emprender la marcha, advertí,
  tardíamente, que estaba rodeado por guerreros.
  Empuñé el hacha, decidido a vender cara mi vida, cuando surgió el jefe de
  los ejércitos, advirtiéndome:
  - Ten calma, Caan, nadie entre nosotros te hará daño. Jamás
      traicionaríamos un camarada de tantas batallas. Sabemos lo ocurrido en
      el Cuzco, pero he hecho ejecutar al emisario. Tendrás una guardia que
      te acompañe hasta la frontera.
  Nos fundimos en un fuerte abrazo con el general; y, en ningún momento
  dudé que este gran hombre arriesgara su vida por salvarme.
  Seguimos a mi chaski, en compañía de veinte guerreros. En un abra
  escarpada, a un día de marcha, me aguardaban el maestro y mi familia.
  - Debes retornar a tu tierra, Caán, entre los incas hoy tu vida es imposible.
  - Todo esto es absurdo e incomprensible para mí, maestro. Sabes bien
      que soy tan inca como cualquiera.
  - Siempre lo has sido, nadie lo duda...
  - ¿Y tú? Vendrás con nosotros, supongo...
  - Soy muy viejo para huir; he visto nacer al Cuzco, he abonado el germen
      de este imperio. Uno tras otro he moldeado emperadores, pero tú,
      salvaje Kalchakí, eres mi hijo, y te he brindado cuanto necesitas saber
      para ser un gran rey. Vuelve, entonces a tu pueblo, y ayúdalos.
  - Pero, maestro, te matarán –repuse con los ojos desbordando lágrimas- y
      caí de rodillas abrazando sus delgadas piernas, mientras brotaban de mi
      garganta gemidos incontenibles. El maestro apoyó su mano en mi frente,
89

    y me transmitió la luz de su amor profundo, generoso,
    interminable...Miramos nuestros rostros largos minutos, en ésta, nuestra
    última despedida. En el silencio del adiós, mi forjador me decía que
    viajaríamos juntos en el gran viento de las cumbres, y flotaríamos entre
    los volcanes entre el vuelo de pausados cóndores, y trotando con las
    tímidas vicuñas, para reposar en la orgullosa cumbre del Ande, donde,
    otra vez juntos, hablaríamos del hombre y su universo, buscando el
    amor que llene el árido vacío de nuestros corazones.
Clavé mis ojos en el sur, dejando al Cuzco, maestro y quince años de vida a
mis espaldas.
Emprendimos la marcha, y, cada tanto, volvía la mirada sobre el hombro,
para grabar en mis retinas la quieta figura de mi guía; hasta que, al fin, la
distancia la empequeñeció como una minúscula mota de polvo, ahogada en
la inmensidad del Ande.
Un tercio de la guardia me acompañaba, el resto se repartía entre
vanguardia y retaguardia, casi en el límite de la visión, para evitar ser
descubiertos por ojos indiscretos. En siete días arribamos a la frontera.
La pequeña Illí tomaba todo como un juego, viajaba sobre mis hombros ó
en las llamas cargueras, donde portábamos las pertenencias. Mayllú
conversaba y hacía bromas sin cesar, aparentando no afligirla nuestro
incierto destino. Al fin, secamente, la interrumpí:
- Mujer, pareces no darte cuenta cabal de nuestras circunstancias.
- Estamos juntos, a salvo, y así compartiremos el devenir, nada más
    puede preocuparme. Enfrentaremos la fortuna, si es buena, mejor, si no,
    sabremos soportarlo.
Su practicidad contundente, común a la mayoría de las mujeres,
nuevamente me dejaba sin argumentos.
En la frontera los guerreros, de a uno, me abrazaron trasmitiéndome sus
buenos deseos, -“Larga vida a Caán, Dios guerrero de los Incas”. Frente
mío estaba la puna, desierto de nieve y sal, con aguas amargas y distancias
interminables, que aplastan y empequeñecen al hombre. En una vertiente
dulce, cargué con agua mis sacos de cuero, y los llevé al hombro, puesto
que las llamas estaban muy cargadas y sería larga la travesía. En una luna,
con suerte, estaría en los valles del pueblo Kalchakí. La altiplanicie es un
paisaje desnudo y feroz, donde las distancias parecen estáticas, y todo es
inmenso, lejano...En este seco erial, olvidado por los Dioses, son grises las
arenas, las andesitas de los volcanes, las salinas y los ciénagos. Sólo muy
de tanto en tanto, una vega verde esmeralda, me permitía acampar, para
pastaje de mi exhausta tropilla. Era risible, de ser uno de los hombres más
poderosos del imperio, mis pertenencias se limitaban a ocho llamas
cargadas con víveres, abrigo y mis preciadas armas de bronce. Todo el oro
que tenía era el medallón que me obsequiara el Inca. En realidad, jamás me
había inquietado el acopio de bienes, a diferencia de muchos cortesanos,
vivía en forma austera, sin que nada me falte. Cuando comencé a influir en
la política exterior del Inca, acudí en defensa de los pueblos conquistados,
contra las costumbres esclavistas del imperio. Con mis triunfos en tantas
guerras, puede haber llenado mi residencia de oro, con los premios del
emperador; más, conocedor del sufrimiento humano necesario para obtener
cada brizna de metal, siempre rechacé su posesión. Fui, entonces, un Inca
pobre, pero, y recién ahora lo comprendía, tuve una gran riqueza influyendo
90

sobre el emperador, para garantizar mejor vida a varios millones de
conquistados. Era hoy, en mi exilio, más menesteroso que cualquier
humilde pastor del Ande, pero el maestro, el Inca y los Dioses hicieron
posible crecer mi espíritu. Ahora, mientras meditaba durante mi marcha
lenta, por este techo sombrío del mundo, comencé a recordar a mi padre,
cuya mayor enseñanza fue hacerme odiar el dolor ajeno. Gracias al maestro
conocí la importancia sustancial que detenta el amor en la vida del hombre.
Con el Inca aprendí el valor de la amistad y la lealtad. Volvía del imperio con
una hermosa familia. Entonces comprendí, que, a final de cuentas, era uno
de los hombres más ricos, entre tantos que había conocido.
El viento seco y helado de la altura nos cortajeaba la piel; los víveres
escaseaban, cada vez más, y la escasa agua dulce que teníamos era un
bien preciado, para humanos y bestias.
Tuve suerte al atravesar, con mi flecha, a una joven vicuña que pastaba en
una hondonada. Junté su sangre y le di de beber a Mayllú y a Illí, mojando
con suavidad sus labios resecos y partidos. La asé al fuego de una yareta, y
nos supo a gloria, luego de tanta privación.
Pasaba el tiempo y las distancias eran esquivas e insoportables. Tuve que
sacrificar dos llamas para comer, con el único consuelo que serían dos
bocas menos para compartir el agua. Mayllú se bamboleaba por los
médanos como un saco de huesos, y la niña, de tan desnutrida, dormía
todo el día en mis brazos. Una noche nos detuvimos a reponer fuerzas en
un áspero pedregal, cargueras y personas desfallecientes, de hambre y
sed. Por primera vez, en mi existencia, me sentí derrotado, sin esperanzas.
Subí a una alta peña, abrí mis brazos, y les rogué a los Dioses por nuestras
vidas... Nada respondía en el silencio, hueco e inmensurable, de esa
oscuridad densa y final. Sólo el viento silbaba, burlón e incoherente. Por la
mañana nos despertó el sol hirviente; las llamas no estaban, y trepé una
roca, para intentar avizorarlas. Las cargueras comían y bebían en una
extensa vega, a escasa distancia de donde pernoctamos. En cristalinas
lagunas nadaban centenares de patos y flamencos, y tropillas de guanacos
y vicuñas pululaban por doquier. Comimos, bebimos y descansamos hasta
saciarnos. Hubiésemos querido permanecer por siempre en la fértil hollada.
Más yo sabía que, en el invierno, todo estaría congelado.
Cruzamos las últimas estribaciones de la Puna, y apareció el Cachi,
enhiesto y soberbio, en sus casquetes de hielo. Bajamos dos días,
siguiendo una profunda quebrada; el aire se hizo tibio, y los cerros verdes.
Una mañana, al abrir los ojos, descubrí que estábamos rodeados de
guerreros calchaquíes, que nos apuntaban con sus flechas. Un hombre
robusto, de cabellos grises, se acercó para indagarme:
- ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?
- Soy Kalchakí, vengo del Cuzco.
- No hablas ni vistes como nosotros; y el Cuzco dista mucho de nuestros
    dominios...
- Es una larga historia, quise argüir, pero me interrumpió secamente.
- Ya habrá tiempo para escucharla, mientras tanto vendrán a nuestra
    aldea como prisioneros.
Antes de ingresar el sol al cenit arribamos al caserío. Acostumbrado a
nuestras ciudadelas, todo cuanto veía se me antojaba sucio y primitivo. Las
calles eran de tierra, barrosas por las aguas servidas, no había cercas,
91

aceras ni acequias de riego ó drenaje. Las chozas eran de barro y paja, y
los insectos pululaban por doquier. Con horror, corroboré, cuánto me
desagradaba la forma de vida de mi raza, puesto que mi pueblo, en
realidad, era el inca, así como mi cultura, educación, vestimenta, armas, y
los conceptos referentes a un modelo apropiado de existencia.. Estos
salvajes incultos eran mi sangre, las oscuras raíces donde debía
reinsertarme para volver a crecer.
Nos llevaron a la plaza del pueblo, manteniéndonos custodiados por
guerreros, mientras nos estudiaban con curiosidad, y, descaradamente,
hurgaban nuestras pocas pertenencias. Un guerrero quiso tocar mi
medallón, y esgrimí el hacha, mirándolo en silencio. No le agradó el riesgo
que debía asumir, y se alejó, insultándome en voz baja.
La aldea albergaba menos de tres mil nativos, y veía pocos guerreros, y mal
armados. Una pequeña invasión inca haría estragos en esta chusma
desorganizada.
Por fin, se reunió el consejo de ancianos, dispuestos a escuchar nuestra
historia. Hablé de los recuerdos de mi niñez, de mi padre, nuestro pucará en
la puna y mi vida entre los incas. Frecuentemente era interrumpido,
pidiendo aclaraciones, las que, inevitablemente, arrancaban murmullos de
admiración ó incredulidad. Cuando me preguntaron sobre los ejércitos
imperiales fui puesto en apuros por un anciano tuerto, que preguntó:
- ¿Cuántos guerreros tienen los incas?
- La guardia imperial –ó ejército centralizado- tiene algo más de cuarenta
    veces vuestra población, pero las provincias también poseen fuerzas
    propias...Sumando la totalidad rondarían los doscientos mil hombres.
- ¡Mientes! –replicó el viejo encolerizado- lo que dices es imposible...
Otro, más mesurado, indagó:
- ¿Cuál es la población total del imperio?
- Cerca de los doce millones, repuse.
El último interlocutor parecía ser muy influyente en la tribu, y,
aparentemente me creía –ó al menos más que los otros- por lo que
comenzó a concretar el tema.
- ¿Qué pretendes de nosotros?
- Que me permitan vivir aquí, con mi familia.
- Puedes retirarte, debemos deliberar.
Me reuní con los míos y me tranquilizó advertir que no estábamos
custodiados, pudiendo transitar sin dificultad. Illí jugaba con niños de su
edad, mientras Mayllú parloteaba, alborozada, intentando quebrar mi
pesimismo-
- Es un hermoso valle, alegaba, la tierra parece muy fértil.
Yo respondía con monosílabos elusivos; pero, íntimamente, agradecía el
temple de mi compañera, capaz de encontrar el aspecto más positivo, a la
circunstancia más difícil.
Por fin terminaron las charlatanerías y fui convocado al consejo.; quien
después supe era el cacique, habló:
- Podrás permanecer entre nosotros, trabajarás para tu consumo y
    pagarás el tercio del tributo para la tribu. Se te asignará lugar para
    construir tu vivienda y tierra para el cultivo. Podrás retener tus llamas,
    pero el cuarto de las crías será para la comunidad.
92

   -    Agradezco al sabio consejo la oportunidad que me otorga-respondí_, me
        incliné con respeto y fui a darle la nueva a Mayllú. Mi mujer estaba
        eufórica, y no paraba de hablar un momento.
    - - Acamparemos junto al río hasta que construyamos la casa. He probado
        el agua, es dulcísima, regando bien nada nos faltará.
    A diferencia de los incas, el tributo que me exigían los calchaquíes era para
    el sustento de las viudas, huérfanos, enfermos ó ancianos sin familia. Los
    jefes y consejeros subsistían de su trabajo, como cualquier integrante de la
    comunidad.
    Instalamos nuestro campamento en las afueras, nos bañamos y retozamos
    en el río, como criaturas. Encendí fuego para cocinar charke de guanaco,
    que traía en las alforjas del viaje. De pronto se presentó un alto guerrero, de
    más ó menos mi edad, trayendo en sus brazos un venado recién cazado, y
    una bolsa de maíz molido; y dijo:
    - Aquí tienes comida fresca; quiero que sepas que puedes contar con mi
        ayuda, mi nombre es Nahuán Ká –tigre feroz- y su rostro dibujó una
        amplia y franca sonrisa.
    - Te agradezco, hermano, tu hospitalidad me llena de alegría.
    Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró, discretamente,
    diciendo:
    - Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos
        conozcamos.
            Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró
discretamente, diciendo:
- Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos conozcamos.
            La profundidad de la noche me encontró abrazado a Mayllú, mirando
las brasas y planeando el futuro. Promediaba la primavera, por lo que urgía
construir la vivienda, para desocuparme de ese menester, encarar tranquilo la
siembra y cosechar a término. Lamentaba haber comido todas las papas en el
viaje, pues eran variedades de alta productividad, obtenidas, con esfuerzo, por
los incas.
            No obstante era indudable que debía asumir mi realidad, y en ellas la
opulencia inca era sólo parte del pasado.
            Al amanecer recorrí las parcelas cultivadas. Tal como suponía, las
tierras fácilmente irrigables – localizadas a vera del río. – estaban en su
totalidad ocupadas. Recorrí los terrenos elevados, constatando su excelente
aptitud agrícola. Remonté la pendiente hasta una boscosa quebrada que, al
ingresar al cerro, estaba surcada por un hilo de agua. Mi subsistencia, al
menos en teoría, estaba resuelta.
            Regresé al poblado, donde, Nahuán Ká me indicó la ubicación de mi
futura vivienda. Era la más lejana a la plaza, pero mi condición de asilado me
privaba de margen para protestas. Debía acatar cuanto se me indique; luego
iría labrando mi propio camino.
            La vivienda tipo de la comarca era poliédrica – más frecuentemente
hexagonal – con una sola abertura para acceso y ventilación central para salida
del humo generado en la cocción de alimentos y calefaccionado invernal del
habitáculo. A pesar de ser un diseño funcional, y que garantiza buena
conservación de calor – fundamental para el gélido clima – toda la familia
compartía una sola habitación, en un ámbito de total promiscuidad. A pesar de
la conspicua liberalización de los hábitos sexuales en la corte del Inca (podían
93

tener decenas de concubinas, amén de su esposa oficial), los contactos físicos
tenían lugar en estricta intimidad. Consecuentemente las viviendas tenían
habitaciones donde dormían separados el matrimonio de sus hijos.
          Desmalecé y nivelé cuidadosamente el lote; construí una escuadra
de madera, una plomada y un nivel a péndulo. En la roja tosca comenzamos a
dibujar la distribución de la casa. Los curiosos comenzaron a agolparse, y
varios estallaron en incrédulas carcajadas ante las protestas de Illí por la
reducida dimensión asignada a su habitación. Las risas comenzaron a
disiparse cuando Mayllú comenzó a excavar los rectos cimientos, y me veían
cargar pesados bloques de arenisca roja, y acopiarlos en el frente. Educado
como noble en la corte imperial, desconocía la verdadera magnitud del trabajo
encarado, pero mi tenacidad no tenía límites. El primer día mis manos se
ampollaron por completo. El brujo sonreía, sarcástico, mientras me aplicaba
una compresa cicatrizante. Luego, paulatinamente, donde hubo llagas
crecieron callos. A pesar de todas las penurias las rocas formaron una pequeña
montaña. Armé una maza y un hacha de cuarzo, pues no quería estropear mis
preciadísima armas de bronce en estas tareas. Con una paciencia digna de
causas mucho más nobles fui formatizando los bloques y pude suplir mi cabal
inexperiencia recordando un diálogo con maestro:
- ¿Cómo parte los constructores la piedra con tal facilidad?
- Todas las rocas son inhomogéneas, y en ellas coexisten direcciones de
mayor dureza relativa, con otras, donde la partición en planos paralelos es
preferencial. Es un problema de ensayo, hasta que el material descubre sus
íntimos secretos. . .
          Los bloques que fui obteniendo, del cubo de un palmo, si bien no
eran perfectos, a mí me parecían bellísimos. Mayllú los retocaba con fanática
devoción hasta que sus caras tenían la suavidad del hielo. Illí aún protestaba
por su reducida alcoba. Las paredes comenzaron a crecer notoriamente, y casi
todo el pueblo asistía, estupefacto, ante mis persistentes progresos. Un
anciano del consejo intentó introducir una delgada pluma de pato en las juntas
de los bloques. Ante su impotencia me indagó:
- ¿Qué clase de brujería es ésta?
          Construí el techo con caída uniforme. Las vigas eran gruesos troncos
labrados a mano, colocados uno junto a otro, luego venía una capa de
argamasa de arcilla alivianada con guano de llama. La cubierta la hice de laja
gris, que traje de una quebrada cercana, y que demostró ser más fácilmente
trabajable que la arenisca. Las juntas las tomé con tosca, previamente
calcinada en caldero cerámico; adoptando idénticos materiales para el
revestimiento de pisos. Donde caía la inclinación construí un gran depósito
hermético. En esta circunstancia, la curiosidad llegó al paroxismo, y Nahuán Ká
preguntó:
-¿Para qué sirve este lugar? Es muy pequeño para ser habitado. . .
- Para juntar el agua de las lluvias, le indiqué, mostrándole el juego de
pendientes que recorrería el fluido hasta almacenarse en el aljibe.
          Por fin, mi vivienda estuvo terminada; si bien distaba mucho de la
que tuve en mi vida con el Inca; ésta era fruto de mis manos e ingenio. Su
aspecto era tan bello que me llovían las ofertas.
- Te daré quince llamas si me hace una igual, propuso un jefe.
Por fin establecí una retribución de cuatro llamas por dirigir las construcciones
requeridas. Empero, la obtención del durísimo cemento a partir de la
94

calcinación de la tosca, lo mantuve secreto hasta que fui dueño de la mayor
majada de la aldea. Aquellos que imitaban todo, pero carecían del ligante,
sufrían al ver caer los techos y desprenderse los pisos.
             Llegaba la época de la siembre, y reuní a Nahuán Ká y seis jóvenes
guerreros:
- Si me ayudan, al comenzar el invierno tendrán cuatro veces más maíz que la
cosecha habitual. Les ofrezco que cultivemos juntos una parcela, en las tierras
altas, cerca de la boca de la quebrada. “Allí no hay agua para regar”, repitieron
casi al unísono.
- La traeremos en cantidad adecuada – repuse -, si quieren mañana
recorremos el lugar, y todo se hará más comprensible.
             El entusiasmo era tal que al amanecer estábamos en la quebrada. Al
ver el hilito de agua, un guerrero manifestó, burlón:
- Parece que nuestro inca milagroso no podrá obtener más de dos mazorcas
con este riego. . .
 - Sacaré de aquí tanta agua, que nadie podrá creerlo. . .
- ¿De dónde vendrá el agua que ofreces?
- De debajo de la tierra.
- ¿Y cómo conoces su existencia?
             Pude explicar mis conocimientos hidráulicos, pero preferí alimentar el
mito y mi creciente megalomanía.
- Los Dioses me dieron la visión; por esta quebrada corre un inmenso río
subterráneo, excavemos y veréis.
             Comenzamos a labrar una zanja en el saturado subálveo, y el agua
afloraba a raudales incontenibles; mis socios aullaban de emoción. Pusimos
mano a la obra, un grupo se haría cargo de la captación y conducción del agua,
el otro desmontaría y nivelaría las parcelas, siguiendo mis precisas
instrucciones. Construimos una inmensa galería filtrante, llenando la
excavación con gravas permeables. El agua corría por una ancha acequia,
revestida con lajas y juntas tomadas por cemento. Al mes nuestra colonia era
un vergel, y las chacras tenían ya mayor altura y robustez que cualquier otra
sembrada hasta con tres semanas de antelación.
             Un atardecer llegó un cazador, exhausto por la carrera, avisando a
los gritos:
- Suben salvajes Lules, son centenares de guerreros, están a un día de
marcha. . .
             Se reunió el consejo de ancianos, y un jefe propuso:
- Nos refugiamos en el pucará, y resistamos el asedio.
- Permíteme noble anciano – intervine – cuando se nos agote el agua
estaremos a su merced. . .
- ¿Qué propones, entonces. . .?
 - Salgamos a su encuentro y los embosquemos; ¿acaso no vienen por una
quebrada?
- Así es, contestó el cacique.
- Entonces busquemos algún pasaje angosto; allí el peso del número tiene
poca consistencia; pondremos lanceros en el fondo de la quebrada, arqueros
en la falda y aún podremos llevar a las mujeres jóvenes que ayuden con honda.
Que el poblado quede sólo con niños pequeños y ancianos.
             Mi prestigio en la comunidad era ya contundente, por lo que fue
adoptado el plan. Amanecía y los invasores subían confiados por un estrecho
95

cañadón, cuando fueron aplastados por nubes de flechas y cascadas de
piedras. No se habían repuesto de la sorpresa cuando les caímos encima
formados en estrecha falange. Mi pesada y filosa hacha de bronce hizo
estragos; era el rojo Dios de la muerte, nuevamente sediento de sangre
enemiga. Al poco tiempo, los predadores huían en desbandada. Matamos a
todos los prisioneros, menos a uno que fue aterrado espectador, y al que le
dije:
- En este cerro hay sólo muerte para ustedes, sólo muerte. . .
Lo liberamos y huyó a la carrera, incrédulo aún de su propia suerte.
Un día entero duraron los festejos. Por la tarde siguiente, mientras
trabajábamos con Mayllú, con el riego de la chacra, fui, repentinamente,
visitado por el jefe:
- Están hermosos tus cultivos, Caan, saludó.
- Nada hubiera sido posible sin tu apoyo, señor; contesté.
- ¿Te molestaría responderme algunas preguntas?
- Lo haré con todo gusto.
-¿Quieres, acaso, ser jefe de esta tribu?
- Señor, tú me recibiste en mi exilio, gracias a tu hospitalidad estoy vivo y tengo
un hogar, jamás haré nada que ponga en tela de juicio tu jefatura. Sin contar
con que eres un hombre justo, mesurado y criterioso. . .
- No me adules, inca, interrumpió, todos conocemos el gran prestigio que has
ganado entre mi gente. Dime, pues, tus planes, si los tienes.
- La Nación Kalchakí debe unirse, todas las tribus deben ser una, respetando
las propiedades individuales, debemos hacer minería de cobre y estaño para
tener bronce para construir armas y útiles de labranza. Además, no te engañes,
señor, si los incas decidieran volver a esclavizarnos, estamos totalmente
indefensos ante cualquier ataque. Debemos tener un importante ejército para
defendernos y garantizar la paz.
- ¿Cómo piensas unir a los Calchaquíes?
- Invitando a todas las tribus que envíen delegados, uno por cada poblado, allí
haremos la propuesta.
- ¿Quién gobernará a todas las tribus?
- Un consejo de representantes, del que tú formará parte.
- ¿Y cuáles son tus aspiraciones?
- Sólo el tiempo y las circunstancias lo dirán.
            Las reuniones del consejo de representantes tribales fueron arduas;
había mucha desconfianza e individualismo. Cuando las discusiones parecían
encaminadas a destinos inciertos, el jefe de mi tribu tuvo una intervención
decisiva. Habló de los peligros de invasiones del norte y del este, de nuestra
indefensión –producto de la desunión-; recalcando que las mezquindades
personales podrán ser causa certera de una inevitable ruina. Su alocución, a
pesar de la sencillez de la forma fue un canto a la unión y el progreso. También
invitó a los presentes a visitar las nuevas viviendas y las colonias del alto.
Habló de los planes de repartir agua para consumo y construir redes para
expulsar desechos sanitarios y pluviales. Al fin, levantó mi hacha y la clavó
profundamente en un tocón de algarrobo: “necesitamos metal” –gritó- “con él
tendremos las mejores armas y herramientas”, “así podremos defendernos y
trabajar mejor” en conclusión se designó un triunvirato con amplias facultades
decisionales, para organizar un gobierno centralizado, que respete la
individualidad de las tribu, propendiendo a formar un ejército estable y explotar
96

metales. Mi jefe tribal comandaba, de hecho, esta terna, y fui designado
general de los ejércitos Kalchakiés. Recluté, promedio, doscientos jóvenes
solteros de cada tribu, consolidando una fuerza de casi cinco mil hombres. Era
poco, pero bastaba para empezar. Construimos un pucará fortalecido en la
hoyada de la vega grande, donde acampé con mi familia luego de cruzar la
puna. Solicité – y me fue otorgado – se establezca un tributo del diez por ciento
para mantener al ejército. Nuestra acción de dominio territorial se desplegó por
patrullas, que rastrillaban, hacia el norte y poniente, toda la puna y sierras
aledañas. Pudimos así localizar explotaciones mineras de los incas, por cobre
en el borde occidental puneño, y por estaño en grandes aluviones, a sólo cinco
jornadas del pucará, al norte directo del Cachi.
            El ejército tenía un comando –donde se debatían los problemas de
importancia- en cuyo seno se analizaron dos alternativas. La primera proponía
tomar por la fuerza los yacimientos, degollar a los incas y adueñarnos de las
explotaciones. La otra proponía ofrecerle a los incas carne y granos a cambio
de metal. Se decidió adoptar una tesitura intermedia, tomando un yacimiento
por la fuerza, y luego negociando. Luego de un año de feroz entrenamiento,
nuestros jóvenes querían su bautismo de sangre. En una rápida acción
rodeamos la mina de estaño; la sorpresa fue decisiva y no hubo que lamentar
una sola baja, trasladamos la guardia inca a nuestro pucará, donde podían ser
fácilmente custodiados. El jefe de la explotación era un kolla, que más sabía de
minerales, que de guerra y diplomacia; con el que tuve el siguiente diálogo:
- Como tú sabes, esta explotación se encuentra en territorio Calchaquí, y, a
partir de ahora, deberán pagar un tributo para explotar nuestros minerales.
- El Inca te hará degollar por esto, salvaje, respondió.
- No estás en condiciones de amenazar a nadie, menos a mí, pues tu vida está
en mis manos, pero seré magnánimo por respeto a tu ignorancia. Seguiréis
trabajando la mina normalmente, bajo nuestra supervisión; os proveeremos de
alimentos. La disciplina interna será resguardada por nuestros guerreros.
Estarán prohibidos los azotes y el tormento a los esclavos.
Preparé un mensaje de quipus para el Inca, y designé un guerrero de mi
confianza para hacerlo llegar al Cuzco. La patrulla estaba formada por seis
hombres. La misiva decía:
“Noble señor, el Gobierno de la Nación Kalchakí ha decidido fijar un tributo del
veinte por ciento del producido en cada explotación minera realizada en su
territorio. En caso de reticencia de vuestra parte en cumplir la obligación
impuesta, deberemos, lógicamente, usar la fuerza para darle sustento al
reclamo. Inti alumbre tus actos para una sabia decisión. Encomiéndote
nuestros mensajeros, pues, de sufrir algún percance, nuestros rehenes incas
perderán sus cabezas. Te saluda Caan”
            En menos de una luna retornaron nuestros chaskis, junto a un
emisario del emperador, al que taparon los ojos para que no pudiera determinar
la magnitud de nuestras fuerzas. En una tienda cerrada tuvo lugar la reunión. Al
quitarle la venda reconocí a un pariente cercano del Inca, con gran formación
en problemas de Estado, y, con quien tuve que compartir largos debates en el
seno del gobierno.
- Salve, Caan –saludó- ¿acaso quieres guerrear con el Imperio. . .?
- Salve, Haykín –respondí-; nada más lejos de nuestra intención que una
guerra, ocurre que necesitamos metales, y, como las minas están en nuestro
97

territorio, nos pareció razonable negociar con el Inca el reconocimiento de un
tributo, a cambio de poder trabajar tranquilo.
- ¿Qué porcentaje de metal pretendes?
- Sólo el veinte por ciento del estaño y el cobre.
- Pides demasiado, Caan, amén de ello tú sabes que es una falacia que el débil
pretenda tributo al más fuerte. . .
- Como contrapartida podríamos proveer sin cargo los alimentos necesarios
para las explotaciones y la custodia militar para su protección. El Inca ahorraría
costosísimo traslado de víveres. Es un acuerdo beneficioso para las partes.
- ¿Y en caso contrario. . .?
- Guerra, muerte, desolación, nada en provecho del imperio. . .
- Tú hablas de una nación Kalchakí –que yo desconozco- ¿cuáles serían sus
límites precisos?
- Hacia el norte el linde sur del País Aymará.
- Tienes todo pensado, Caan, han de ser grandes tus fuerzas para avalar tus
pretensiones.
- No mayores que las vuestras, pero suficientes a nuestros fines. Piensa que si
destacas un ejército en este desierto descuidarás otras fronteras, seguramente
más hostiles. No tendrá garantía de triunfo, y, es más, te auguro muchas
pérdidas materiales. Nuestra presencia te da seguridad en el linde sur del
imperio; por allí jamás tendrán ingreso de salvajes nómades, pues éstos serán
nuestro problema.
- En términos generales estoy de acuerdo, sólo hay un punto que propondría
modificar.
- ¿Cuál es?
- Que las fuerzas que protejan los yacimientos sean mitad inca mitad Kalchakí.
- No habrá problemas, siempre y cuando fijemos mínimos contingentes en cada
pucará.
- Así se hará, repuso Haykín, tendiéndome su mano en son de paz.
- Otra cosa quiero preguntarte; ¿qué sabe de mi maestro?
- Allí donde se despidió de ti, se sentó y dejó morir. Un chaskí lo encontró
media luna después. El Inca mandó una delegación para enterrarlo .Me tocó
integrar la comitiva para tan dolorosa tarea. Cuando llegamos, su cuerpo sin
vida tenía la espalda reclinada sobre una roca, y los ojos abiertos mirando al
sur. Su carne, ignoro por qué mágico designio, estaba incorrupta; parecía un
ser vivo. Lo sepultamos rindiéndole honores como a un Dios.
            No pude evitar lágrimas rebeldes fluyendo de mis ojos. Pedí
disculpas a Haykín, con la promesa que, en breves momentos, seguiríamos el
debate. Caminé por los alrededores del campamento, sin poder resignarme a l
muerte de maestro; a quien, en mi fuero íntimo, siempre soñaba volver a ver.
Me consolé deseando que, si hubiera un más allá que trascienda el sufrimiento
vano de la vida, quizás, desde allí pudiera ver los progresos de mi pueblo, fruto
exclusivo de sus enseñanzas. Si así fuera, al fin de mi tiempo, estaríamos
juntos en el blanco viento de las cumbres.
            En las conversaciones ulteriores con Haykín convenimos que las
fuerzas de guerra totales, en la puna, serían mil hombres, la mitad por bando.
            Nos dimos un plazo de una luna para implementar lo convenido; y, al
despedirnos, dijo:
- El Inca manda su saludo a su prima Mayllú. ¿Cómo se encuentra?
98

- Muy bien, repuse, ya es madre de dos hijos, el menor un varón. Le transmitiré
vuestro deseo.
           Nos abrazamos con Haykín, ambos seguros de haber logrado un
excelente arreglo para los suyos. Mientras volvía a mi aldea, recordé un
pensamiento del maestro: “los hombres sabios están por encima de la
mezquindades”. Y me reconforté por el cauce de los acontecimientos, pues los
kalchakíes unidos, y con metal a disposición, veríamos con otros ojos el
devenir.
           Nuestra población parecía más una ciudadela incaica que el grupo
de chozas de otrora; las calles estaban revestidas; el agua potable se distribuía
por cubiertas acequias impermeables y los desechos fluían, subterráneamente
a un pozo de vertido. Las viviendas eran totalmente de piedra, y el perímetro
del pucará estaba fortificado con un muro con torres de vigilancia. Nuestra
única dificultad eran las eventuales invasiones de los salvajes de las selvas y
llanuras del naciente. Considerando que mi ejército estaba ocioso, decidimos
encarar la campaña de erradicación de los pueblos nómades –que vivían del
pillaje- del pie oriental del Ande. Durante seis lunas estudiamos sus
movimientos con persistencia. Luego concentramos nuestras fuerzas y
comenzó el ataque a la tribu más numerosa; que contaba con una población de
casi diez mil personas y más de mil guerreros. A pesar de la velocidad de
nuestra acción, el enemigo pudo alertarse a tiempo. Es difícil que una escuadra
de más de cuatro mil kalchakís, armados hasta los dientes, pueda pasar
inadvertida. El choque fue feroz, pues los salvajes defendían sus lares con
uñas y dientes. Tuve que luchar casi todo el combate con una flecha
atravesando mi hombro, pero mi hacha fue, otra vez, solvente. Ni un solo
oponente se rindió, pelearon como valientes, hasta morir. Las mujeres y los
niños fueron trasladados a nuestra ciudadela, necesitaríamos más fuerza de
trabajo, y, con el tiempo, se irían asimilando a formar familia con los nuestros.
Durante tres años luchamos para limpiar de salvajes la región.
           Con herramientas de bronce nuestros cultivos ganaron abruptamente
en rendimiento.
           Advirtiendo las ventajas de la alianza, comenzaron a sumarse tribus
del Ande meridional a nuestra nación. Para recorrer nuestro territorio, de norte
a sur, eran necesarias más de dos lunas; al oeste nos guardaba el Ande, y al
este ningún salvaje se atrevía a penetrar nuestros dominios. Las relaciones con
el Inca eran normales, ambas partes respetaban el acuerdo, y nuestras
fuerzas, que rondaban los diez mil hombres, no eran presa fácil para ningún
ambicioso.
           Nahuán Ká era mi mejor amigo y consejero; el organizó la escuela de
agricultores, donde formábamos a los jóvenes en las técnicas de regadío y del
buen cultivo. Luego, éstos viajaban de aldea en aldea, enseñando a sus
congéneres.
           Mi hijo varón, Inti Ahuacán – Sol de Invierno – unía las delicadas
facciones de Mayllú a mis duros rasgos, en un cuerpo fornido. Le transmití, con
desesperación, cuanto sabía. A diferencia de mi actitud permeable con mis
mayores, el pequeño era cuestionador, y disfrutaba poniendo en tela de juicio
cuanto le sugería. Cuando tuvo edad suficiente lo llevé, pese a las protestas de
Mayllú, a la cumbre del Cachi. Si se cansaba, su orgullo lo ocultaba, y seguía,
pertinaz, mis pasos por los abruptos hielos del alto espolón rocoso. En un
descanso, me indagó:
99

- Padre, ¿acaso me llevas para probar mi resistencia?
- No, quiero que conozcas a nuestros Dioses.
           Accedimos, finalmente, a la enhiesta y dificultosa cumbre. Un viento
helado soplaba desde la puna, y el sol del mediodía yacía tibio en el cenit. Alcé
mis brazos, adorando a los Dioses. El cielo se puso tan azul como una laguna
de hielo, el tiempo se detuvo, acallando los vientos fragorosos. Toda mi vida
pasó, en instantes, ante mí; la amargura de los dolores pasados se endulzó
como miel al descubrirme útil. La Pequeña luz de mi existencia, en su lucha
pertinaz, había alumbrado la difícil historia de mi pueblo.
           El pequeño Ahuacán estaba extasiado.
- ¿Has hablado con los Dioses?, le indagué.
- Si, padre, repuso.
- Cuando muera, sería mi deseo descansar en esta cumbre.
- Haré cuanto esté a mi alcance por cumplirlo; me aseveró.
           Sin más palabras, descendimos. Sabía que –como yo – mi hijo tenía
los caminos trazados. Debía darle la luz del conocimiento que le permita
forjarse con ideales constructivos y trascendentes, y tener la fortaleza y
ecuanimidad para transitar con entereza los oscuros laberintos de los Dioses.
           El Consejo decidió abrir una mina de cobre en el extremo sur de
nuestros dominios.
           Me pidieron que analice dónde convenía localizar el pucará, su
provisión de agua y la factibilidad de cultivos en la zona. Pedí a Nahuán Ká que
me acompañe, e iniciamos la travesía con una patrulla de cinco guerreros. A la
media luna de viaje, en un boscoso vallecito, apresamos un robusto venado.
Por la noche hicimos fuego, y, mientras se doraba lentamente la carne en las
brasas, entonábamos, felices, las viejas canciones de nuestro pueblo. De
pronto, una nube de flechas surcó la espesura. Dos jóvenes guerreros cayeron
muertos al instante, y yo fui atravesado totalmente en un pulmón. Nos
arrastramos, cautelosos, por la hierba, y arranqué una flecha clavada en un
tronco, tenía punta de cuarzo. Eran salvajes. Seguramente querrían matarnos
para apropiarse de nuestras valiosas armas de metal. La paradoja era risible;
toda mi vida trabajé para darle el bronce a mis hermanos; ahora, por poseerlo,
estaba herido de muerte. Los supervivientes pudimos agruparnos al abrigo de
las sombras. Nahuán Ká sugirió: “los rodeemos y cacemos por la grupa”.
Fuimos reptando por la maleza hasta que ubicamos la distribución del enemigo.
Eran sólo ocho guerreros, que se atrevieron a atacarnos por la artera ventaja
de la sorpresa. Caímos sobre ellos como un aluvión de muerte; tres pude
abatir, bajo el filo de mi hacha; cuando una flecha, certera, me atravesó el
cuello. Me sentí caer con lentitud; mi cuerpo, agonizante, parecía flotar en el
aire. Mis compañeros pronto dieron cuenta del oponente; me cargaron hasta la
vera del fuego, y Nahuán Ká me hablaba, intentando tranquilizarme.
- Todo estará bien, Caan, pronto sanarás.
- No perdamos mi escaso tiempo hablando estupideces. Sabes bien que
cualquiera de mis dos heridas es mortal. Aferré con fuerza su mano, intenté,
con mi empobrecida visión mirar sus ojos, y pude decirle.
- Adiós, mi hermano, cuida a los míos. Su respuesta me llegó como a través de
una infinita distancia.
- Descansa tranquilo, Caan, tu familia es la mía.
           Mi último pensamiento fue para Mayllú, me dió pena no poder
agradecerle la hermosa vida que me había dado, y su apoyo inclaudicable en
100

mis penosas circunstancias. Pero padre, maestro y el Inca me llevaban,
arrastrándome de mis carnes muertas, hacia un cono de luz, apacible y
silencioso.
             Y aquí estoy, en esta cúspide donde me trajo mi hijo que, ahora lo
sé, cumplió así mi último deseo. Ignoro qué me envió de nuevo al Ande; y ese
misterioso calidoscopio que me hizo rever mi última existencia, aseguraba que
no era la única, ni tampoco la final. Ese hondo misterio que latía en mí me hizo
ver mi tránsito en Caan, para darme la certeza que la vida no es un accidente
inútil y fortuito. Por momentos latía, en mi seno insustancial, la voz del maestro,
indicándome que debía volver a dar amor y solidaridad a los débiles, que sólo
así crecería con rumbo trascendente. Siento expandir la percepción, el
microcosmo adquiere dimensiones insondables, y, como sombra en el viento
recorro las desvastadas ruinas que fueron nuestros orgullosas ciudadelas. Y
siento gran pena por este tiempo implacable que destruye el hombre y sus
obras; y devora inexorable los sueños, el amor y el odio. Escucho voces, en mi
sueño de vigilia, que me repiten, en lento susurrar que no todo es fútil e
inconsecuente, que nuestros actos dejan impronta y nuestras vidas labran
huellas en la estepa sin fin del universo.
101



                            AURELIO DEL PEHUEN
Fui Aurelio Sayhueque, araucano, y mapuche como el piñón de los bosques
de araucarias. Indio como el frío viento de las bardas amarillas y el magro
pajonal de mi tierra.
Desde los remotos umbrales de los tiempos mi gente habitaba al sur del
Coleleuvú (Río Colorado), a ambos lados del Ande, en un extenso dominio que
llegaba a los hielos continentales. Nuestro poderío militar convocaba la
sumisión de hermanos que poblaban entre Carahué y las Salinas Grandes.
Éramos un pueblo esencialmente guerrero, estratégicamente belicoso, e
infundíamos respeto y temor en nuestros vecinos. Nos sustentábamos en la
ganadería, agricultura, caza y pesca; amen de ser hábiles hilanderos y
delicados orfebres del oro, la plata y el estaño. Valorábamos el honor y la
verdad, pero el respeto trascendente se ganaba con el valor, la destreza y la
astucia en combate. Entre araucanos no había lugar para cobardes,
prefiriendo, en cualquier caso, morir guerreando que ser humillados en la
derrota. En esa escala de valores, los dones de mando se ganaban por mérito.
Mucho antes de la llegada del cristiano, ensanchábamos y soportábamos las
fronteras de nuestra extensa nación con un delicado balance entre fuerza y
diplomacia. Los caciques comandaban nuestras numerosas tribus, ramillete de
pueblos que poblaban las extensas pampas, estériles salinas ó fértiles valles
peri cordilleranos.
Los territorios araucanos, con helados inviernos, no se comparaban a las tibias,
fértiles y extensas llanuras aledañas al mar dulce, donde concentró sus
dominios el hombre blanco. Amigos de lo ajeno, fijaron sus ansias codiciosas
en nuestro país. Enviaron como adelantados a sacerdotes que, adentrados a la
patria mapuche, fundaron pequeñas misiones que toleramos con atenta
desconfianza. Mi madre, Corza Veloz, me envió a una de ellas, siendo niño,
alegando a mi desconfiado progenitor -el Cacique Painé Sayhueque – “que
ningún daño me causaría entender la lengua, religión y costumbres de otro
pueblo”. El machí de la tribu insistía que la relación del príncipe araucano con
los huincás era "gualichú" y de mal agüero para las gentes del pehuén.
El fraile Bertrán me tomó bajo su férula; y, en poco tiempo hablaba y escribía
castellano con fluidez. A pesar de mis breves siete años de vida era un
apasionado buceador de los misterios de la fe católica. Tan considerables
progresos indujeron al religioso al trasmitirle la nueva -en una esquela- al
Obispo de Buenos Aires; quien sugirió continúe mis estudios en la metrópoli. El
tema fue ampliamente debatido entre los míos. Mi padre, feroz xenófobo, se
oponía tenazmente, alegando que "demasiado feliz debía estar el sacerdote
por no haber sido, todavía, degollado...". Madre, inflexible, astuta y persistente,
le hizo tomar conciencia que el mejor argumento defensivo era conocer al
enemigo "desde adentro". Un largo mes viajé desde mis tierras del
Huechulaufquen hasta la gran aldea de los argentinos. Debí superar
numerosos contrastes para adaptarme a su forma de vida. La vestimenta,
ridículamente ajustada, me agobiaba, coartando mi libertad de movimientos; y
dormir en plataformas separadas del suelo hasta se me ocurría peligroso.
Largo e inconducente, sería detallar mi crisis de adaptación, y puse lo mejor de
mí para no defraudar a madre. Estudiábamos historia, geografía, lenguas,
102

ciencias y teología, de todo lo que fui entusiasta partícipe. Los cristianos eran
ampliamente ignorantes de la realidad física, humana, y de la rica historia de la
Nación Araucana y sus extintos ancestros. Para ellos, quienes habitábamos al
Sur de Bahía Blanca éramos, simplemente, "salvajes".
En mi estadía inicial de interno en el convento me empapé de los complejos
eventos de la extensísima historia del hombre blanco. Sorprendía la riqueza de
su cultura, aparejada a su inhumana barbarie e incontrolable pulsión de
apropiamiento y poder. La religión del Cristo me emocionaba profundamente,
despertándome admiración su generosa existencia. Aprendí que los grandes
de la historia terminaron casi todos vilipendiados, torturados ó asesinados. Uno
de mis compañeros era Segundo Valdez, hijo de una acaudalada familia de
hacendados, que evidenciaba una férrea inclinación por la carrera militar.
Narraba, durante horas, sus viajes al viejo continente, en ciclópeas naves de
guerra, armadas con poderosos cañones. Y una creciente angustia me
embargaba, al tomar plena conciencia de cuan poderoso era el hombre blanco,
y la debilidad comparativa de mi raza. Otro estudiante del internado era Fermín
Álvarez, huérfano oriundo del Alto Perú, protegido por los religiosos, y cuyo
sueño más apreciado era poder servir a Dios, Fue mi compinche de juegos y
confidencias, y nuestra amistad hacia más llevadera la hostilidad del medio, a
Fermín por su orfandad y a mi por mi etnia salvaje. Funcionábamos como
parias y éramos objeto frecuente de bromas pesadas a cargo de nuestros
compañeros, la gran mayoría de familias de abolengo. En una oportunidad
Valdez ideó la parodia del fusilamiento del salvaje, luego de hacerme objeto de
un juicio sumarísimo.
Concluidas las clases regulares, hice conocer a Sayhueque la fecha en que
aguardaría la escolta, en la Posta de Dolores. Me apeé del carruaje, cubierto
del polvo del camino. Ocho conás me esperaban. En instantes me despojé de
la vestidura "civilizada", de un salto trepé al caballo que me ofrecía uno de mis
hermanos, y soltamos un sostenido galope por la inmensidad de la pampa, en
holladas rastrilladas de las picadas meridionales trazadas por los arreos de
nuestra sangrienta maloca. Revivía mi nostalgia por los lejanos toldos sureños
oliendo el sudor de mi potro mezclado al fresco aroma de la gramilla arrancada
por los cascos de las bestias. El poncho rezumaba el humo nocturno del fogón
familiar, velando el asado de cordero, yeguarizo ó huanaco, entre bromas ó
cuentos narrados por los viejos a la rosácea luz de las brasas. En estas
leyendas se fundía el origen del universo, con zagas de diosas adúlteras y
dioses vengativos; lanzazos arquetípicos que abrían profundos surcos en la
tierra, donde brotaban ríos caudalosos, entre llantos interminables que
colmaban lagos adormecidos a la vera de los eternos hielos cordilleranos.
O, quizás, el rabioso golpeteo oceánico contra los acantilados del poniente, tras
la glauca y majestuosa fibra pétrea del Ande. Plana y burlona, la esquiva
distancia era devorada por mi briosa cabalgadura, entre el ramillete de
aguzados colihues de los lanceros, retumbando el ahogado bombo de la
llanura al rítmico son del sostenido galope. Sembrábamos estelas de polvo,
e insondables ecos de nuestros desafiantes aullidos. Pampa interminable,
ombú y fachinal, médano y lomadas alternando con lagunas, bañados y pardos
cangrejales. Chajás y teros alertaban al desierto de nuestro curso indiferente.
En un bajo topamos un grupo de suris y charabones; clavé los talones en los
ijares del equino, arrancando veloz carrera. Desprendí las bolas del cinto y las
103

hice zumbar en cantarino remolineo; y elegí un macho joven, dejando de existir
el entorno, borrado tras la persistente imagen del avestruz, huyendo
desesperado entre ágiles gambetas, y abriendo sus vistosas alas para girar en
seco, intentando burlar la muerte. Volaron, al fin, las piedras y cayó mi presa
maneada. Quiso incorporarse, pero mi faca le seccionó el cuello, y bebí,
presuroso, la tibia sangre. El corazón agonizante era una pulsátil arteria,
latiendo al unísono con la esencia animada de mi patria araucana, extenso país
que cantaba con el viento en las piñas de los pehuenes ó bramaba incoherente
en los rumorosos rápidos del Limay.
Transcurrían inconsistentes las jornadas, y nuestra marcha sólo se interrumpía
para dar resuello, abrevar ó alimentar la caballada, rotando la monta entre los
dos animales que usaba el guerrero mapuche en sus largas travesías.
Vadeamos el Cololeuvú, crecido y rabioso, nadando de la brida, y junto a los
hocicos emergentes, de nuestra aguerrida tropilla; en trabajosa flotación, y
lento avance, hacia la ribera sur, que se nos ocurría lejana, inalcanzable.., El
fuerte oleaje nos golpeaba con troncos y animales muertos. El majestuoso
drenaje del Ande, feroz e indómito, se lanzaba hacia el este, marcando la linde
de nuestra querida patria de las manzanas- Al fin hicimos tierra, helados y
trémulos, cuerpos y vestidos teñidos con la roja greda arrastrada por las aguas.
Lejos aún, el Auca Mahuida emergía entre las bardas, y los primeros cóndores
saludaban nuestro arribo al país del pehuén. Las extensas mesetas bayas,
coronadas por negros basaltos, trazaban planos interminables hacia la aún
lejana cordillera. Nuestra ruta, ocasionalmente, cruzaban escuadras de
guerreros, en ida ó retomo del maloqueo. Todos saludaban, con reverencia, al
joven príncipe que tornaba a sus toldos. Los bosques de pinos y araucarias,
poco después de los vados del Neuquén y Limay, al poniente de Cutral-Có,
señalaban la llegada al valle habitado por mi pueblo, cerca de las eternas
nieves del volcán Lanín. Caía el sol, dorando la cúspide del bosque, cuando
arribamos a la toldería. Los perros, primero, y los niños después, saltaban
eufóricos, acompañando la marcha de cada coná hasta su vivienda. Mi madre
dejó caer un pesado leño, y corrió a estrujarme entre sus brazos. "Ha vuelto el
pequeño", gritaba entre sollozos. Me atiborró a preguntas, sin darme tiempo
siquiera a responderlas, encontrándome "flacucho y pálido", que atribuyó a mi
presunta mala alimentación, pero "algo más alto", consecuencia indudable del
tiempo transcurrido. Posteriormente padre me indagó respecto a los blancos.
Cuando describí sus ejércitos y armamentos, quedó sumido en profundas
cavilaciones. Frescas aún estaban las derrotas sufridas por la Dinastía Piedras
(Callvucurá y Namuncurá) una década atrás. El cacique contemplaba inmóvil el
jugueteo de las lenguas de fuego entre los leños, en la gélida quietud de la
noche sureña; finalmente acotó: "Sólo esperarán el momento oportuno para
invadirnos debemos, pues, organizarnos reflotando la confederación de tribus,
y recabando apoyo de nuestros hermanos allende el Ande..."
Poco después, en áspero consejo de caciques, se decidió, por enésima vez, la
expulsión de todos los religiosos de las misiones asentadas en la nación
araucana.
Fue una decisión desafortunada, y la historia es testigo que los sacerdotes y
obispos argentinos fueron los únicos amigos que tuvieron los mapuches entre
los blancos.
104

En los albores de la madurez, me .surgió inquietud por escudriñar mi ancestro
aborigen, conocer sus glorias y dolores, sus sueños, frustración y muerte. En la
azul ribera del Huechulaufquen evoqué las narraciones de abuela Rosa Pura,
hija del araucano Aurelio Sayhueque, jefe de conás rebeldes alzados contra la
dominación blanca argentina Apoltronando en el suave cojín de musgo, a la
sombra de los espesos arrayanes y las enhiestas araucarias, huelo la acritud
de mi sudor mezclando a la grasa de los correajes de la mochila y las tenues
fragancias de la hojarasca. Contemplo, ensimismado, las pausadas
ondulaciones que recorren las truchas entre los rodados multicolores que
tapizan el fondo del lago. Quebraba cristales el flujo del agua cantarína,
mientras el zumbido del viento silbaba distantes letanías en las acículas de los
pinares. Hay instantes en que nuestro espíritu se anima de magia y misterio,
en extraña mezcla de despertar e inspiración En esos momentos comenzó,
demente y rabiosas, a rebullir la sangre mapuche en mis venas. Una nueva e
inexplicable conciencia se adueñó de mis actos, que así confluyeron a
laberintos sin retorno con una existencia estigmatizada por la suerte fatal de
mis arquetipos. .En consecuencia, jamás pude guerrear en el bando blanco de
los triunfadores, fui siempre un indio rebelde derrotado y huidizo, aguerrido e
indómito. Aquí, junto a este lago, abandonado por los glaciares, mi gente nació
y murió, suyo fue el valor y la barbarie, mía su herencia mística, aullando al
galope entre aguzados colihues, con la frente orlada con la vincha roja del
guerrero, impelidos a matar, por no morir. Invadían, inflexibles, los recuerdos
de abuela, última princesa de los hombres del Pehuén describiendo las
tratativas tenaces de Fray Beltrán y Corza Veloz, ante el Cacique, promoviendo
la continuidad de los estudios de Aurelio en Buenos Aires. El sacerdote
empeñó su palabra que la estadía de! joven príncipe fuera de su territorio seria
un secreto custodiado por la iglesia.
Tras cuatro meses en la tierra de las manzanas retorné a la Capital Argentina.
Tres años continuos de exigentes estudios me colmaban de congoja en la
persistente evocación de las pampas abiertas que, cada día, parecían
convocarme con el susurro de la brisa entre las glicinas, y secretos ecos de
relinchos que invadían mis sueños en las tibias noches del Plata. Los
padrecitos me llevaron a un largo viaje a través de la Amazonia. "Es importante
que conozcas otros paisajes de nuestra extensa América", argüían. La breve
travesía marina, entre Buenos Aires y San Salvador de Bahía, me colmó de
sensaciones mágicas; hora tras hora. Me embriagaba la singular belleza del
mar... Contemplaba extasiado la majestuosidad del oleaje, las piruetas de
gaviotas, petreles y cormoranes y el incesante jugueteo de los delfines. Esta
nueva realidad catalizó mis sueños de conocer el ancho mundo, apenas
vislumbrado en las prolongadas lecturas a que me habían acostumbrado los
religiosos.
El lujuriante derrame vegetal de la selva me llenó de sorpresa y solaz, en el
lento viaje en barcazas por el río de aguas bayas donde descubrí millares de
especies de aves, de coloridos guacamayos a tímidos colibríes; y también,
numerosos monos chillando bullangueros en las espesas copas de los
gigantescos árboles.
Conocí otras etnias aborígenes, la mayoría viviendo en estado de verdadero
salvajismo, errando semidesnudos por la fronda, subsistiendo de la caza y la
pesca e ignorando las mínimas nociones de agricultura y ganadería.
105

La misión que visitábamos, estaba enclavada a orillas de un río turbulento,
próximo a las fuentes del Amazonas. Las tareas de evangelización se me
ocurrían tan estériles como inoportunas. Los salvajes concurrían a misa
atraídos por obsequios de golosinas y baratijas que brindaban los religiosos, se
hincaban, dócilmente, toda vez que se lo indicaran, y, cual más, cual menos,
seguían los incidentes del ritual como sincero esfuerzo para retribuir las
ofrendas recibidas. Nada era perceptible en el plano de la identificación con la
creencia en el Dios de los blancos. Entre señas y monosílabos me comunique
con un joven de mi edad, quien me manifestó que creían en el espíritu como
una esencia que colmaba los dones de la tierra, en los peces y el follaje, la
timidez del gamo y la ferocidad del nahuel. En síntesis, la buena cacería sería
evidencia de satisfacción de los supremos; y las circunstancias adversas sólo
cólera de los Dioses, contra la que nada podía hacerse. Tal fatalismo
anacrónico era inaceptable entre mis hermanos araucanos, que no titubean en
morir esgrimiendo la lanza, antes que aceptar imposiciones arbitrarias, a
nuestros juicios humillantes. Éramos una raza de valientes, temerarios que
amábamos la compulsa; y, como todos los héroes, signados por la fatalidad-
Todas las alternativas del viaje se grabaron en forma indeleble en mi memoria
Bullían en mí deseos de un futuro que permitiera conocer mundo, nuevas
culturas y tierras lejanas... Otros designios diferentes habrían de trazar las
inextricables voluntades de Ios Dioses. A poco de retornar del Brasil, los
sacerdotes manifestaron sus intenciones de integrarme a los servidores de la
iglesia de Roma, todo se me ocurrió como un suceso demasiado bueno para
ser cierto. Inesperadamente, un mensajero de mi padre informa que debía
retornar, prestamente, con los míos, más ahora viajando desde Cuyo, pues la
pampa era "tierra de nadie", con frecuentes actos de hostilidad entre indio y
blanco. Realicé un penoso viaje en carruajes y carretas hasta Tunuyán, donde,
ocultos en una misión, aguardaban dos bravos, mi exigua escolta, con seis
potros. Faldeamos el pie de la cordillera, entre Malargüe y Buta Ranquil,
concretando una penosa travesía invernal, con heladas ventiscas y espesos
mantos de nieve dificultando la marcha. Mi cuerpo volvió a amalgamarse con
los caballos, en sólida comunión de fuerza e ingenio, que nos caracterizó como
los mejores jinetes de la historia.
Los grandes bosques de pino y pehuén estaban cubiertos de hielo, y
gigantescas estalactitas translúcidas daban un aspecto irreal a la gélida belleza
del paisaje. La cacería se tornó escasa, sólo alguna descuidada perdiz, ó algún
corzo enflaquecido fueron el magro y esporádico sustento que tuvimos por
algunas semanas, tras agotar nuestras reservas de charki; El hambre nos
desesperaba, tenaz, insistente... Tanto desamparo motivó que comiéramos
crudos dos yeguarizos, por lo que, sin monta de refresco, y con una sola
carguera, la marcha se tornó mortíferamente lenta. Los caballos fueron
muriendo de hambre y frío. La travesía en la blanda nieve era un tormento,
manos, pies, y rostro semícongelados por el viento que levantaba, enfurecido,
espesas oleadas de nieve. Sólo nos motorizaba una críptica e inexplicable
pulsión de vivir, cuando, agotadas las últimas reservas de energía, y más allá
de la acción consciente e impelidos por la fiereza instintiva, arribamos a los
toldos.
La magia del fuego, y una hirviente sopa, bebida en escudilla de madera,
fueron volviéndome a la vida. Padre hablaba, con su voz grave y pausada,
106

mientras la luz pulsátil de las llamas le brindaban un aspecto sobrenatural:
Nuestras tribus, al Norte del Cololeuvú, han sucumbido a la invasión de los
blancos. Estos lagos, los bosques y las bardas que separan los grandes ríos
del Neuquén y el Limay, hasta su unión formando el Negro, son nuestras
tierras. Aquí nacimos nosotros, nuestros padres y abuelos, y sus ancestros
hasta donde alcanza la memoria y comienza el arbitrio de las leyendas. No
pretendemos otro territorio, pero defenderemos el nuestro. Si el huincá ataca,
pelearemos, con sangre y fuego defenderemos este suelo que Dios nos ha
brindado, y al que nos unen sentimientos más profundos que el amor, el odio, ó
la hueca e insensible ambición de algunos argentinos que solventan con su oro
esta barbarie... Nuestros hermanos de Chile nos invitan para hacernos fuertes
a su lado, tras el Ande. Yo no abandonaré estos bosques, soy corteza de
pehuén, y entre ellos tornaré a ser parte de mi tierra La guerra es un hecho tan
cierto como inevitable...
El cacique clavó en mí su mirada inquisidora.
- Padre -repuse- nada que no sepas podría decirte,         pero muy despareja
será nuestra lucha, si no tienes rifles...
- Aquí entras tú, joven príncipe de los araucanos, conoces al blanco y su
lengua, sabrás desempeñarle y pasar desapercibido entre ellos. Tenemos oro
que lavamos en los placeres de Andakollo y Huitrín. Irás con una discreta
escolta, contactarás mercaderes confiables y comprarás rifles modernos y
municiones, en cantidad adecuada. El invierno impide el ingreso de soldados,
lo que te da tiempo hasta la primavera para cumplir el mandato. Retornarás,
entonces, por las nieves que te han traído. Los Dioses protejan vuestra
marcha, nuestra supervivencia depende de tu éxito en la gestión...
- Sea como tú dices -repuse con voz trémula, impelido a sobrevivir para
colaborar en la defensa de mi pueblo-. Un día de descanso y abundante
ingesta, parecieron demasiado exiguo, para cuanto deseaba contarle a mi
madre. En mi conciencia iba gradualmente clarificando que mi futuro, como
ministro de Cristo, habíase tornado oscuro e incierto.
Con la suerte de nuestra parte, a comienzos de la primavera retorné a
Huechulaufquen encabezando una caravana de carros colmados con flamantes
Winchester y abundante munición. Me acompañaba el proveedor, un árabe
dueño de una importante pulpería y canteras de mármol verde al norte de las
Salinas Grandes.
La estación de la tibieza enciende de belleza al país de las manzanas,
tapizando de colores el bosque, y poblándolo de aromas salvajes. Los
abundantes huertos de frutales, traídos hacía más de un siglo por ¡os
sacerdotes, y que proliferaron en el alto valle mucho más exuberante que en su
Europa original, lucían totalmente floridos; blancas y rosadas las lomas que
cultivamos los mapuches con las directivas de los hombres de la iglesia. Los
jóvenes entrenábamos el cuerpo en la cacería del corzo, y fogueábamos las
cabalgaduras persiguiendo al huidizo y veloz huanaco. En las tolderías
araucanas todo era bullicio y movimiento; la vida brotaba por doquier... Pero
llegó la guerra... No había tiempo para iniciar nuevos guerreros con pruebas,
rituales y festejos; y mi frente púber se vio cubierta por la ancha vincha roja de
los hombres. Aún faltaba tiempo para que pudiera conocer una mujer, con
quien beber las mieles del amor. Antes debía convivir con el oscuro y seco
107

espectro de la muerte que, en reluciente potro negro, comenzó a herir con
cascos filosos nuestras fecundas tierras. Venia el cristiano, desde las planicies
del noroeste, del mismo corazón del Carahué que fuera capital araucana en
épocas de Callvucurá. Iríamos a recibirlos en los confines mismos del dominio
mapuche. Nuestros bomberos seguían, paso a paso, la pesada marcha del
Ejército Argentino. Los informes nos llenaban de zozobra y sorpresa, la
columna traía más de veinte cañones, sacerdotes y cuarteleras acompañaban
a la nutrida tropa, impecable en su flamante uniforme y moderno armamento.
Los blancos, orientados por capangas baquianos sometidos enfilaban el vado
del Cololeuvú en Paso de tas Bardas. Sayhueque diseñó la defensa para
presentar combate antes que ingresen a nuestras tierras. Mimetízamos con
arena una barricada de troncos y rocas, construida en la misma playa del
Colorado. Allí se apostaron aquellos conás que mayor ductilidad mostraron en
el manejo del rifle; junto a ellos trescientos arqueros tensaban sus armas,
prestos a lanzar una lluvia de saetas sobre quien ose pisar la ribera meridional.
Tras los médanos costeros, más de dos mil lanceros conformaban el más
formidable ejército indoamericano, desde la derrota de Namuncurá, padre del
infortunado Ceferino. No enviaban emisarios con banderas blancas y regalos
para comprar nuestra confianza; era una poderosa máquina bélica, decidida a
borrarnos de la faz de la tierra... El Coronel Mariano Echagüe comandaba la
brigada que tenia por objeto “limpiar de salvajes los valles peri cordilleranos
hasta el linde con Chubut. Estos pocos miles de nativos ya no constituían un
peligro militar para las fronteras realmente ocupadas por el argentino, bastante
al Norte del Cololeuvú, apenas diez leguas al sur de la histórica línea de
fronteras Azul - Tapalquén - San Rafael -. El alto oficial era veterano de mil
lides, desde la genocida guerra de la Triple Alianza hasta los feroces combates
contra la dinastía Curá; sentía intensa desazón por el cruce del Colorado; la
columna debía concentrar su atención en el dificultoso vado y sería punible a
cualquier hostigamiento indígena. Mientras armaba, despaciosamente, un
cigarro, transmitía su inquietud al joven Teniente Gómez Fuertes, graduado de
la primera generación del Colegio Militar de la Nación, bisoño e inexperto en la
sucia guerra de la frontera. Los soldados inflaron grandes vejigas de cuero,
sobre las que amarraron, cuidadosamente, cañones y barriles de pólvora.
Comenzaron el cruce... mientras el Coronel oteaba la orilla opuesta con sus
prismáticos. La calma era "excesiva", no había patos ni otros animales
frecuentes en la desierta ribera sur. Previendo alguna eventualidad engrosó la
formación a un frente de doce hombres. Los soldados flotaban siguiendo el
pausado nadar de sus baquianas cabalgaduras, los rifles sobre el cuello de los
corceles. A pocos metros de ganar el objetivo y con el río lleno de cristianos
inertes, numerosas detonaciones y una lluvia de flechas sembraron muerte y
confusión en las filas del ejército. Los caballos se hundían, alcanzados por los
proyectiles, o aterrados por los relinchos de las bestias heridas y los
desesperados aullidos de los blancos, impotentes para defenderse en las
aguas correntosas que los cubrían en profundidad. El reciente deshielo daba
furia al imponente torrente patagónico. El araucano atizó, a flecha y plomo, la
vanguardia nacional, lejos, inaudible desde el infinito de la segura orilla norte, el
trompa tocaba retirada. Y cargaron los lanceros, a feroz galope. La más bizarra
y aguerrida caballería de la historia de la humanidad, arribó al borde de las
aguas, y los conás treparon al anca de los potros, y haciendo gala de
108

impecable equilibrio, irrumpieron sobre la desmantelada columna, cazando
huincás a lanzazos.
Echagüe asistía impotente a la inexorable matanza de sus hombres, sin poder
siquiera disparar un sólo tiro, para no herir a sus fuerzas. Los restos de la
columna, en total desbande, retornaban desesperados... Numerosos cadáveres
derivaban río abajo, para hundirse al poco trecho. Pocos minutos duró la
refriega, y el recuento evidenció seiscientos veintiocho muertos y más de mil
heridos de la civilización. Formada quieta, frente al río, con los enhiestos
pendones de las chuzas flotando al viento, la caballería araucana cubría,
desafiante, medio kilómetro de ribera. Con las manos atadas a la espalda
estaba arrodillado un prisionero con anchas charreteras de sargento. Echagüe
bajó los prismáticos para espantar un tábano encarnizado en su rostro. "Lo
tienen al Correntino Jiménez, hijos de mil puta..." murmuró ahogado por la
rabia contenida.
Pincén "el zorro" Sayhueque apretó el nudo del coligue. Lucía un rojo poncho
federal, regalo personal del General Urquiza en aquella lejana juventud en que
los mapuches eran llamados "hermanos" por el cristiano, que los usó de carne
de cañón en todas las guerras civiles argentinas. ¿Hermanos? pensó el
cacique- ¡hermanos para morir! El gran rey del país de las manzanas clavó los
talones en los ijares de su caballo, que partió a raudo galope; lanceó al
infortunado soldado, bajó de su monta, cortó la cabeza del blanco y la ofreció a
su tropa... Luego, mirando hacia el norte, donde estaba el comando de la
fuerza nacional, gritó:-"Vuelvan al Plata, huincás, aquí sólo tendrán muerte en
nuestras manos..."- El Yáyayáaa de la indiada era sobrecogedor; y, en
contados segundos y en total orden, como habían atacado, los conás se
esfumaron, y sólo las rubias dunas costaneras acompañaban los restos
macabros del desigual combate. Se sucedieron las embocadas, en perpetuo
tormento a las fuerzas de la civilización, donde las caballerías de Sayhueque
aterraban a las desmoralizadas tropas de Echagüe. En un respiro de la retirada
al norte de Lihué Calel, el Coronel se confidenció con su joven subalterno,
Gómez Fuertes.
- Estoy pagando viejas culpas, que caen como brasas en mi dolida conciencia.
Mire, mi teniente, soy un convencido que nada es gratuito-.. La luz rojiza del
fuego remarcaba, tétricamente, las profundas arrugas del veterano luchador, y
relumbraba en los ojos vidriosos por lejanas penas y eternos desencuentros.
Con voz aguardentosa, prosiguió su relato
. -Habíamos rendido y ajusticiado al Chacho Peñaloza. Cortamos su cabeza y
durante dos semanas, como escarmiento la exhibimos en Olía (su pueblo
natal). La montonera federal estaba en plena desbandada por la muerte del
veterano caudillo. Sólo uno de sus laderos, Severo Chumbita -nativo de
Aimogasta-, con un puñado de hombres, nos emboscaba y huía como
relámpago en esos hirvientes arenales. Mi Jefe era el Mayor Pablo Irrazábal,
del que era asistente siendo más joven que usted. Todo parece ahora una
lejana e irreal pesadilla, un evento ocurrido en una dimensión ajena a mi
persona… pero tenaz e inflexible se reitera en mis sueños... El Jefe me ordena
que, con diez hombres, embosque -en el Bordo de Talacán- el hogar del tal
Chumbita, para apresarlo en cuanto visite a su familia. Luego de diez días, de
infructuoso espionaje, llegó Irrazábal con cien hombres, indagando:
109

- ¿Y... pasó algo?
-Nadie ha venido, señor -respondí- sólo están la mujer y los siete hijos del
rebelde...
El mayor mitrista estaba verdaderamente exasperado.
-Rodeen el rancho- bramó, furioso. Un vallado humano cercó la humilde tapera,
y dos soldados trajeron a la joven mujer de Chumbita. Sus pequeños hijos -la
mayor de ocho años miraban con sus grandes ojos despavoridos. Maniataron a
la prisionera, colgándola de la horqueta de un robusto olivo, y el jefe la
apremiaba, quemándola con la brasa de un cigarro. -¿Dónde está Severo,
perra? -indagaba la fiera- decímelo y dejas de sufrir... La infeliz aullaba de
dolor, pero sus labios estaban sellados para cualquier confidencia. Era casi
de madrugada cuando la bajaron para violarla, hasta el hartazgo, todos los
cuadros de la compañía,
Fue, luego, encerrada, con sus hijos, en el rancho. El Jefe hizo tapiar puertas y
ventanas, e indicó que trajeran mucha leña, que fue, prolijamente apilada sobre
las paredes de la tapera de Chumbita. "Echagüe", ordenó mi mayor, "prenda el
fuego...". "Pero, señor..." intenté resistir, "cállese y obedezca..." dijo el Jefe.
Encendí la pira, y, en pocos minutos, las llamas alcanzaron varios metros de
altura. Los gritos de esa pobre mujer y sus desventurados hijos, quemándose
vivos, se mezclaron al crepitar del fuego de esa bárbara ofrenda demoníaca...
Los aullidos araucanos nos llegaban, desafiantes y amenazadores.
"¿Escuchas, teniente...? ...Son las voces de la familia Chumbita, y tantas otras
que hemos exterminado sirviendo Dios sabe qué intereses... Porque los amigos
de Mitre, ingleses, mi teniente, sólo ingleses...
La voz del Coronel fue decayendo, y sólo los grillos y la cada vez más lejana
gritería indígena despertaban ecos espectrales en los extensos medanales de
la pampa y marcaban el ritmo de un país desmembrado. Por fin, sólo los
quejidos de los heridos y los aislados gritos de los centinelas fueron bajando un
telón silente al nuevo hito que se trazaba en la historia de nuestra América, con
poco brillo y mucha sangre...
Las columnas indo americanas siguieron emboscando -y haciendo estragos- a
la brigada Nacional. Ora el ala de Curú Nahuel -tigre negro- vieja estirpe
salinera con amplia experiencia en la frontera bajo el mando de los Curá; o los
picunches de Sayhueque, cuyas raíces estaban en Mulú Mapú, el fértil país de
la humedad al sur de Chile... El retomo del ejército huincá dejó una estela de
muertos, abandonando pertrechos en una huida agónica hacia un norte lejano,
a las inalcanzables riberas del Plata.
Dos años llevó a la legislatura argentina tramitar nuevos fondos para solventar
otra invasión a! lejano país de las manzanas. Estaba adentrada la última
década del siglo XIX. Las tropas indias debían seguir en pie de guerra, para no
bajar la guardia. Para ello asolaron el sur de Cuyo, La Pampa y Buenos Aires.
Volvieron arreando más de cien mil cabezas de vacunos y yeguarizos, más un
importante contingente de cautivos. Aurelio mantuvo ásperas discusiones con
su padre en relación al trato que debía dársela a los cristianos, para los que
solicitaba comprensión y deferencia. El Vicha Loncó estaba estupefacto. "Pero
hijo", alegaba, "son esclavos, están en nuestras manos; ó acaso ignoras en
que condiciones guarda el huincá nuestros conás cautivos; los que no mueren,
110

enfermos, terminan locos de horror; nosotros, apenas los azotamos un poco
para que no duden de nuestra autoridad..."
- Padre, violas a sus mujeres y quemas sus pies para que no huyan,         tratas
mejor tu tropilla que a estos infelices.
- Lógico, Aurelio, mi vida depende de los caballos, y estos cristianos -como
ellos se dicen- gustosos me enviarían a conversar con mis antepasados.
- Si quieres ser algo más que el caudillo de una turba feroz, actúa como
hombre, recuerda Sayhueque no hay justicia sin piedad.
Lo cierto es que jamás cautivos de mapuches han tenido trato más humanizado
que los custodiados por el rey de los pinares.
Aurelio desarrolló imponente humanidad, era excepcional jinete y su cultura le
dio beneficios en el campo de la política Con frecuencia cruzaba el Ande y
reuníase con sus hermanos de Chiloé, para mantener “vivo el fuego de ¡a
alianza”. Cambió armas y ganado por los servicios de mil lanceros para no
dejar de asolar los campos allende la línea de fortines. Ni un sólo
destacamento fronterizo salvó del degüello de las hordas que comandaba
Aurelio ("el curita" entre sus hermanos pampas). El rojo poncho federal de
Urquiza -cedido por su padre- era sinónimo de muerte y desolación en la
dilatada llanura pampeana El ala oeste -cuyana- de la frontera era rastrillada
por Curú Nahue! y Milla Leuvú -"Río de Oro"-, cuyos ranculches eran centauros
feroces que combatían a matar ó morir. Estaba el ánima de Callvucurá en el
filo de cada chuza en esta postrer vanguardia de una guerra con mucho
heroísmo y pocas esperanzas.
Yo contaba apenas seis años; estábamos en el viejo casco de nuestra estancia
de Pergamino, a la tenue luz de las brasas, en una quieta noche, sólo sesgada
por chistidos de las lechuzas y el apagado chillido de los murciélagos.
Escuchaba, atento, su interminable relato, extasiado de miedo e indignación.
"Yo soy Rosa Pura, hija de Aurelio y nieta de Painé Sayhueque; tu sangre es el
cuarto de la mía, y eres indio por derecho, último varón de nuestra estirpe. Tu
vida estará por siempre signada por el fuego arrogante de tus antepasados,
quienes jamás retrocedieron y murieron dando combate. Me parece verlos,
hombres y caballada, una sola cosa, galopando en la suelta arena de los
médanos, vadeando fragorosos ríos del deshielo, al compás de los inexorables
tambores de los cambios que llegaban, donde era imposible la coexistencia de
los dos mundos. El nuestro, de honor y valentía, el huincá, prometiendo paz y
amor, bajo el signo de la cruz, pero degollando a pura espada a los rendidos.
Quiero que sepas, mi pichi, que los araucanos jamás torturamos al soldado
vencido...


La Nación envió un nuevo ejército al sur; cinco mil hombres, y abundantes
pertrecho era la fuerza aniquiladora ante la que no podríamos oponer combate
frontal. A galope tendido crucé a Chile, buscando el auxilio de nuestros aliados;
pero éstos estaban empeñados en feroz combate con los santiaguinos, y cada
coná se multiplicaba por diez, para no cederle tierras al huincá. Abandonada,
raudamente, el desierto, enfilando el testuz de mi bestia hacia el globoso morro
del Auca Mahuida Retumbaban en mi conciencia las palabras del Pichí
Laufquen, nieto de Carriel, custodio de las fronteras nororientales: "Mi gente
111

está cansada de luchas y muertes, Aurelio, la Nación me ha ofrecido una paz
ventajosa, muchas tierras con buenos pastos en el país del Pehuén; todo ha
terminado para nosotros. Dile a tu padre que mantendremos una conducta
neutral...". Harto conocía la vocación guerrera de nuestra gente, para
conformarme su respuesta. "Muy torcida es tu lengua, salinero, como
desviadas son tus intenciones" -repuse- "sabes que nuestro es el país del
Pehuén, y para tenerlo cosecharás muerte, y serás, al fin, un cobarde más,
traidor a tu gente..." "Creerle al blanco será tu ruina; los hermanos de Chiloé
nos apoyan, si no estás con nosotros, tu ruca será la costa del Atlántico." El
catrielino sonrió, suficiente, y concluyó: "grandes son los problemas de
nuestros parientes de Chile, como para preocuparse por el futuro del Pehuén;
sueñas en voz alta, Aurelio, negocia cuando aún sea tiempo, estás llevando a
tu gente a la muerte segura" "Moriré como hombre antes que vivir como rata" le
grité descontrolado, la vista nublada por la rabia. Me encaramé de un salto en
el tordillo, y el grito de guerra brotó de mi garganta, vibrando desde cada
poro .de mi piel "Yáyayáaa..." respondían los fachinales de la costa del
Cololeuvú, mientras aferré la tacuara de mi chuza. De la quietud arrancó mi
dócil servidor en veloz carrera hacia el oeste, como sí enfilara a nuestro
reducto en Paso de las Bardas. A menos de una hora de marcha me detuve, y
trepé, a rastra sigilosa, un alto médano, para observar mi retaguardia. Si, me
seguían, cuatro conás avanzaban al trote largo tras mis huellas. Sólo había dos
alternativas, ó querían matarme fuera de los toldos salineros -para que su
gente no sea testigo de la infamia-, ó querían ubicar nuestro lar, para
congraciarse con la Nación. Decidí que mi vida valía mucho menos que la
segunda alternativa. Baje lentamente la falda arenosa, y en un filo alto, bien
visible a mis seguidores, esperé paciente. Revisé la carga del bien aceitado
"Smith y Wesson", y, acariciando sus cachas nacaradas con mis manos
evoqué la historia de mí arma. Habíamos maloqueado estancias puntanas, y
arrasando el Fortín de El Morro; yo cerraba la marcha del arreo, cuando advertí
que, lejano, a mis espaldas, un uniformado nos seguía. Lo esperé sólo, como
corresponde a los hombres bien nacidos; y en su proximidad advertí debía
tener más o menos mi edad. Las estrellas de plata de su grado brillaban en la
creciente penumbra del ocaso.
Se detuvo a unos veinte metros de donde yo aguardaba, parado en el anca del
caballo y apoyado indiferente en mi lanza.
- Indio -gritó- han matado a toda mi familia y quiero venganza.
A más de una legua, la polvareda del malón señalaba el sur de la rastrillada...
- Huincá -repuse- nada te devolverá más muerte, pero aquí estoy.
Empuñó el sable con lentitud amorosa, como si acariciara alguna mística diosa
de la muerte. Alcé las bolas aferrando el tiento oblicuamente a la vertical, y las
hice silbar amenazantes- Los caballos, criollos de baquía, arremetiéndose
raudos. Erré el bolazo, y el sable pasó lamiendo mi parieta! derecho. En la
segunda arremetida, boleadoras y acero eran un inservible amasijo, inutilizados
por la fuerza del impacto que quebró la hoja y seccionó tientos. Salté a tierra,
esgrimiendo el facón, mientras aullaba yáyayáaa... Mi caballo trotó unos pocos
metros, y se detuvo a contemplar la suerte de su amo. El blanco saltó de su
zaino malacara, envolvió su brazo izquierdo con el poncho y desenvainó su
puñal. Girábamos en silencio, como fieras rabiosas, contemplándonos con
112

violencia reprimida. El corazón quería reventarme el pecho, y me costaba
contener la agitación, para poder respirar, con la pausa justa, que regulara mis
reflejos. Varias veces chocaron nuestros aceros, mezclándose los resuellos, no
hubo gritos ni insultos; éramos dos caballeros apostando sus vidas, en el
tapete del destino. En una topada hincó profundo mi hombro izquierdo, y una
lengua de fuego me inmovilizó el brazo. Se agrandó y menospreció el rival.
Imprudente, descuidó su guardia, y arremetió a fondo, para encontrar mi
cuchillo escarbando sus tripas. Cayó de rodillas, mirándome incrédulo...
-¡A la puta! -musitó calmo- me estoy muriendo...
-Que Jesús te guarde- dije degoyándolo para poner fin a su dolor. El cielo era
bermellón veteado en ocre, en un ocaso estival donde las chicharras
ensordecían con su despedida al día de polvo y fuego de las estériles salinas.
Como trofeo de guerra me apoderé de su revólver y cartuchera Entonces
advertí a Curú Nahuel que, junto a diez bravos, había contemplado la lid desde
la cúspide de un médano. Agité mi cabeza para ahuyentar los recuerdos, y
clavé la vista en los conás de Pichí Laufquén ("cobarde, nieto de valientes",
pensé). Los catrielinos separaron sus rumbos unos tres metros entre sí, para
formar un abanico, y venían al paso a cobrar su -en apariencia- fácil cometido.
Apenas veinte metros nos separaban, y hundí los talones en los ijares de mi
caballo de guerra, que arremetió hacia el enemigo. Esgrimí el revólver
plateado, y, con tres tiros, bajé otros tantos guerreros. El cuarto se espantó, y
quiso huir, pero mi envión cuesta abajo fue más veloz que la premura de su
escape. Mi chuza se hundió entre los omóplatos y salió, enrojecida, por e!
pecho. Con rabia lanceé al salinero hasta cansarme, y retorné a sacrificar a los
agonizantes. Reuní sus caballos por botín y enfilé hacia mi ruca de! pehuén,
cuidando en borrar las huellas, durante buen trecho de mi marcha, para
prevenir indiscreciones. Era noche cerrada, cuando comencé el faldeo del Auca
Mahuida, con laderas arenosas plagadas de alacranes. Los cuatro potros de
refuerzo me permitían viajar con rapidez hacia el territorio de los lagos, para
llevar mis novedades, demasiado malas como para demorarlas. Nuestra
frontera del este estaba abierta al paso de la Nación, comprándose con traición
y cobardía cuanto no se pudo doblegar en combate. Nuestro país decrecía un
tercio y la caballería perdía mil lanceros. ¡Qué traidores y serviles pueden ser
los hombres, buscando la tibia luz del sol!!... ¿Ignoraban que los pensamientos
profundos y consistentes se presienten desde las tinieblas? Dios no está en las
mesas plagadas de manjares, sino en los helados cañadones donde se cobijan
los pobres.
Todo nuestro pueblo vivía para la guerra. Las tareas de los lanceros las hacían
las chinas y los niños. Investíamos guerreros de sólo doce años para
reemplazar a nuestros muertos, tantas veces abandonados en el blanco
desierto de salitre, para alimento de cuervos y caranchos. Hoy, la última
confederación araucana se debilitaba exangüe en agónico final. Más, luego de
un milenio de vida digna, nuestra estirpe no caería indiferente, relegada a estos
helados valles del pino y la araucaria. Trescientos años luchamos contra el
blanco invasor, y como cuña metida en la pampa, fijamos nuestras fronteras
hasta el río Cuarto. Desde las Salinas Grandes, Capital de los Curá,
dominamos todo el centro del cono sur de América.
113

Las cerradas sombras del bosque, densas e hieráticas, nublaban mi visión,
imposibilitando la marcha. Maneé, entonces, las bestias, y dormí medía noche
sobre el lomo del tordillo. Jamás me había parecido más triste la toldería de mi
ruca. Mi agobiado corazón guardaba la certeza que pronto debíamos
abandonarlo todo. Las formas y colores que referenciaban mi vida, los negros
peñones, las lenguas de hielo y las gigantescas araucarias del bosque colmado
de misterio y murmullos. Mi niñez, ahumando panales ó siguiendo incansable
las huellas de algún venado inaccesible. Dejar la tierra era abandonar los
túmulos de la tumba del ancestro, toda esa misteriosa confluencia de remotos
pasados hacia futuros inexpugnables. Mi padre escuchó mi relato con atenta
gravedad. Contemplé las cenizas de sus cabellos, aflorando, como verdad
inapelable, que el envejecimiento del cacique de la confederación me
promovería a difíciles cometidos al corto plazo. Sayhueque envió chasques a
los confines de los dominios, y patrullas de bomberos para tantear las
novedades en las tierras enemigas. Convocó al consejo de capitanejos y se
evaluaron las posibilidades, decidiéndose trasladar nuestros toldos al país de
los alerces, en algún lugar oculto entre Puelo y Futalaufquén para resguardar
las familias de las garras enemigas... Los conás en su totalidad saldrían al
maloqueo, para hostigamiento e inestabilidad de las fronteras al Norte del
Colorado. Así cortaríamos la conexión entre la Nación y nuestros hermanos
proclives a torcidas negociaciones. Sorprendimos, así, un arreo de treinta mil
cabezas que enviaba el ejército a los "catrieleros". La suerte y la sorpresa
jugaron a nuestro favor; de los doscientos soldados de la escolta no quedaron
sobrevivientes para contarlo.
Los frecuentes ataques de nuestros dos mil lanceros sembraron terror y
muerte, y en su devastación nos suplieron de alimentos para dos años. Muchos
italianos, recientemente asentados en la pampa como inmigrantes, cayeron en
la volteada, y huían, despavoridos ante cualquier polvareda cargando solo
minúsculos boyitos para correr veloces y no caer en nuestras manos. En
Tapalquén hicimos un cautivo con cabellos dorados y ojos azules, los
guerreros lo estaquearon para divertirse y el hombrón: lloraba a gritos,
berreando como una criatura: "Piachere”, aullaba, “piachere..,".
Me le acerqué y lo miré a los ojos:
-¿Qué haces en nuestras tierras, infeliz?
-Ma, ío non sapo...
Curú, enardecido, me murmura al oído:
- "Te trata de sapo el pelotudo".
.- No, no es así, lo tranquilicé.
- Reza el padrenuestro y le vas, le dije, hundiendo apenas la chuza en su
pierna.
-lo non sapo, lo sono annarco, non voglio de dío.
Curú le pateó los huevos:
-"Seguí con el sapo, hijo de puta...”
-Si no crees en Dios, ¿en quién lo haces? le pregunté estupefacto y confuso
con esta nueva religión sin Dioses.
114

-lo credo en I 'huomo, repuso, mirándome suplicante.
Le hice desatar y entregar una yegua vieja.
-“Ándate”, le dije, “sos libre”...
Miró, sorprendido, el animal, y repuso.
-lo non sapo...
-“Sigue con el sapo, terco el infeliz”, dijo el tigre negro, mirándome con mal
simulada ferocidad.
-Bueno, ándate a pie entonces, antes que me arrepienta...
Los mapuches se abrieron dándole paso. No faltó quien de despedida le diera
un patadón en sus mullidas nalgas. Miré a mis hermanos de tantas luchas, y
reflexioné en voz alta:
-Con esta porquería nos quiere reemplazar el huincá argentino.
 -Pero, si no sirve para nada, es blando y llorón ¿qué puede hacer un hombre si
no sabe cabalgar? acotó un bravo.
- Tienes toda la razón, pero son sumisos, obedientes, fáciles de gobernar,
obedecerán todo sin preguntar porqué.
A los pocos días, cuando rastrillábamos un arreo, descubrimos el cadáver del
gringo, en un bajo entre el medanal. Se había perdido y muerto de hambre y
sed, la pampa era dura e inflexible. Una extraña piedad me embargó, y lo hice
sepultar. Sobre la tumba puse una cruz.
"Ahora tenés Dios, sapo..." pensaba al pausado paso de mi tordillo hacia el
lejano sur de mi destino.
Fueron de tal virulencia nuestros malones que la Nación sobrevaluaba nuestras
reservas de guerreros y entorpecía la maraña burocrática de quienes
apostaban a nuestro exterminio. Los chasquis de Chile traían noticias
desalentadoras, nuestros hermanos eran, literalmente, aplastados por el
ejército, y se estaba negociando una capitulación honrosa. Nuestra etnia, tras
el Ande, estaba diezmada, ta! como había sucedido con nosotros diez años
antes. Sólo dos columnas, la de Curú Nahuel con mil doscientos lanceros y la
mía, de ochocientos eran la última fuerza coherente de nuestro pueblo. Arribó
un mensajero del país de los alerces, mi padre requería mi urgente presencia
en sus toldos. Partí con diez lanceros y veinte caballos para recorrer las casi
doscientas leguas que me separaban del nuevo hogar mapuche.
Acostumbrando a los espesos bosques de Lanín, no debía sorprenderme la
porfía vegetal; pero los milenarios alerces del Chubut desafiaban, ciertamente,
la imaginación. Sus troncos de casi tres metros de diámetro, por un centenar
de altura, más un soto monte de tacuaras, musgos y helechos, tapizados por
una hojarasca de espesor cercano al medio metro; brindaban en conjunto una
imagen de irrealidad. La mayor parte del tiempo que atravesamos el país de los
lagos de siete colores (del verde esmeralda al gris plomo) transcurría bajo una
lluvia torrencial, y, lo áspero del terreno, el barro y la picada formando
verdaderos arroyuelos, obligaban a marchar a pie, llevando la caballada por las
bridas. ¡Qué país más confuso el nuestro!, entre desiertos salinos a vergeles
tan exuberantes como la Amazonia que conocí de niño. El clima hacía de la
suyas, y nuestras viviendas ya no eran toldos sino paredes de piedra pircadas,
115

tomadas con argamasa, y techos de paja y barro sobre gruesos horcones y
vigas.
Padre salió a recibirme, sus cabellos eran blancos de nieve, y estaba
empequeñecido de su colosal estatura, encorvado por la vejez y el dolor. Nos
fundimos en fuerte abrazo. "Te hice venir", dijo Sayhueque, “porque tu madre
se muere y quiere verte...”. La gelidez invernal, del Ande meridional, quebraron
la salud de la seca y fuerte mujercita, transformada en un saquito de huesos
que acariciaba mi rostro. "Aurelio, mi pichi... "-musitaba con voz entrecortada -
"ya eres hombre, no quería partir, sin decirte cuanto te quiero...".
-"Calla, madre”, repuse, “te agitas por demás”. Corza Veloz sonrió, apacible,
una inmensa calma colmaba sus facciones, más allá de la agonía de la muerte
que invadía su ser con rapidez. -"Hubiese querido descansar entre nuestros
pehuenes de Huechulaufquén. Con sus primaveras tibias y floridas, no en estos
duros hielos que me quemaron los pulmones… pero, estaba escrito que no
conocería a mis nietos...toma, Aurelio, -dijo colocando una gruesa cadena de
plata con un crucifico en mi mano- “dásela a la que sea tu esposa, y
prométeme que harás a tus hijos cristianos, como tú...” Quise replicarle que
estaban masacrando nuestra raza en el nombre de Cristo, pero me acalló con
firme dulzura, apoyando su dedo en mis labios. -"Debes irte, ahora tengo que
descansar...". El fuego que animaba su cuerpo partió en la noche, mientras
madre dormía. Se alejó en paz y silencio, trotando hacia sus amadas
araucarias del Neuquén, en el país de las manzanas que la vio nacer princesa
araucana, bella y altiva, dulce y piadosa. Era, por sobre todo, un guerrero duro
y despiadado, más, cuanto atesoro de respetuoso por el inútil dolor ajeno, es
herencia de madre. No elegí la guerra, menos pertenecer al bando más débil,
pero debía ser consecuente con mi responsabilidad de heredero del reino, del
último araucano libre, peleando contra el dominio blanco.
-"Aurelio, debes casarte"-dijo Sayhueque- es menester que tengas hijos que
continúen nuestra estirpe”.
-"Padre, repuse, para ello precisaría con quien...".
- Curú me manifestó lo gratificaría desposes a su hija menor, siente gran afecto
por ti, y ha sido, durante estos difíciles años, nuestro mejor aliado, peleando
codo a codo con sus lanceros, guardando nuestra extensa frontera...".
No me dejó opción, pues, a pesar de no conocer a mi futura cónyuge, las
conveniencias políticas forzaban mi unión con Callvuhué -Lugar Azul- y debí
acceder, sin más trámite, a este enlace, por las ineludibles ventajas que le
ofrecía a mi padre. Sepultamos a Corza Veloz donde el Lago Verde da sus
aguas al Río Arrayanes, que a Sayhueque le sugería la generosidad con que
simbolizó la vida su compañera.
Los mapuches siempre referenciábamos nuestra caracterología a fenómenos
de la naturaleza que nos rodeaba. Un día acompañé su sepulcro mientras le
narraba las circunstancias vividas en los últimos cuatro años que transcurrieron
sin vernos. Evoqué sus sueños de verme siguiendo la causa de Cristo, y la
paradoja del destino que me forzó a la servidumbre de los demonios de la
muerte, abriéndome paso entre mi conás, a sangre y fuego, en feroz maloca
por nuestra frontera de sal y arena. Entre quienes concurrieron, a presentarme
sus condolencias, conocí a Callvuhué, mi futura esposa. Era una joven
116

agraciada con grandes ojos, mirada expresiva y contrariando las costumbres
de mi pueblo, sostuvo, impasible, mi mirada, sonriendo abiertamente.
Cargaba cansinamente, mi pesada mochila, bajando sin prisa la ruta que une
Futalaufquén con Esquel, en el país de los alerces. Terminaban mis tres meses
de recorridas por las riberas de los lagos de siete colores, viviendo de la pesca
de “arco iris” que permutaba por comestibles con los acampantes. De pronto se
detiene una "Ford" blanca y me hace señas. Un pelirrojo, cubierto de pecas
(galés, sin duda) de más ó menos mi edad, me ofrece:
-"¿Te llevo?".
-"No, gracias "-repuse-"estoy muy sucio”
-"Déjate de joder-agregó- yo vengo de esquilar y no me aguanto el tufo..."
Accedí, finalmente, acomodando la mochila en la caja y entrando a la cabina
- Melchor Hughes, se presentó con franca sonrisa.
Me identifiqué, estrechando su diestra.
-Estudio veterinaria en La Plata, somos ovejeros.
-Yo geología en Buenos Aires.
--¿Adónde le diriges? –indagó
-No lo sé, repuse;
-Algo tendrás pensado- agregó inquisidor.
-Sí, respondí vagamente, estoy buscando los restos de mis bisabuelos.
-¿Quiénes eran?
-Sayhueque, aclaré.
- Puedo ayudarte más de lo que supones, pero deberás aceptar compartir
nuestra casa.
Farfullé un esbozo de protesta, que acalló, tajante.
-Necesitas un buen baño, buena cama y, ¿por qué no? una mesa bien servida,
los galeses somos gente divertida.
 Los Hughes tenían siete hijos, y eran, en los albores del '70 una familia
expansiva y muy hospitalaria. Las dos hijas mayores ya eran casadas y vivían
en Esquel con sus familias, tres estaban rindiendo exámenes en sus
facultades, y en el hogar quedaban sólo Melchor y su hermanita menor, de
quince años, que, a pesar de un leve mogolismo, promediaba el secundario
con excelente rendimiento. Se llamaba Clarisse, y, luego de cenar
opíparamente, mientras degustábamos sabrosas tortas galesas, con bien
ganada fama, ella tocaba el piano y yo pretendía disimular mi escasa afinación,
cantando: " Manuelita vivía en Pehuajó" con fuerte voz de barítono.
Compartí la habitación con Melchor, y, una vez acostados, mientras
pasábamos la petaca de ginebra de mano en mano, le pedí:
-Háblame de Sayhueque.
117

-El último vive en La Carlota, cerca de Tecka, camino a General Sarmiento.
Tiene varios hijos, pero creo que todos emigraron, no sé donde, tal vez
Comodoro, quizás Bahía Blanca. ¿Quién sabe?
Me indicó cómo llegar, y nos dormimos hablando de cosas de nuestra edad,
estudio, minas...
Por la mañana, antes de partir la señora Hughes me entregó un paraguas y un
papelito, donde, con letra redondita, escribió "Gastón" junto con un número
telefónico...Por favor, llévale a mi hijo, es que llueve tanto en Buenos Aires, no
sea cosa que se enfríe...". El mandado recorrió medio país e infinidad de
transportes, hasta que, un día ventoso de abril, me cité con Gastón en un
barcito bohemio de la Avenida Corrientes.
- "Madre hay una sola..." comentó acariciando el mango de caña del paraguas.
Un camioncito destartalado      accedió llevarme a Tecka, a orillas del Río
homónimo.
Mientras deglutía una cremosa torta de chocolate, cortesía galesa,
contemplaba a unos niños pescar salmones con cucharita, arrastrando la tansa
con latas vacías de duraznos. El método era singular, tiraban el cebo a mitad
del cauce y corrían río arriba por la orilla.
Un gurrumino de unos seis años me ofreció.
- ¿Quiere pescado, señó...?
Pactado el precio, envolví dos hermosos ejemplares, para presentarme a
Sayhueque con algo en las manos. La huella que lleva a La Carlota recorre dos
leguas, subiendo y bajando bardas, cruzando fértiles vallecitos. Casi veinte
bullangueros perritos pastores me salieron al encuentro, y un gigante de casi
un metro noventa hizo callar a los chocos, y me autorizó con cierta reticencia a
ingresar al predio. Le entregué los salmones, comentándole la razón de mi
visita.
-Soy Pastor Sayhueque- se presentó, tendiéndome la mano, vino usted al
lugar adecuado para aclarar sus dudas,
- Deje el bulto -dijo refiriéndose a la mochila- y acompáñeme.
Ingresamos a un corral cercado de maderos. Con tenue suavidad, acarició un
gordo cordero; y, con imperceptible deferencia, seccionó su aorta con una
filosa faca.
-No hay que hacerlos correr -aclaró- porque se ponen duros.
Mientras cuereaba el animalito, indagó.
-¿Cómo se llama nuestro pariente común?
-Rosa Pura Saihueque, mi abuela, hija de Aurelio, nieta de Painé.
El conocía, mucho más que yo, las ramas de nuestra parentela mapuche, y,
paciente, me fue explicando la historia de cada uno de los compartimientos,
mientras encendía el fuego, y, lentamente se iban dorando los costillares al
calor de las brasas. Su señora, alta, robusta y conversadora me contaba que
sus cinco hijos -tres mujeres- estaban todos casados.
118

-"A ver, tengo.(mientras contaba con los dedos) dieciséis nietos, el menor de
días. Los chicos trabajaban en Comodoro – en petróleo y en la construcción-,
una de las nenas tiene el marido que gana bien, y las otras dos son operarías
en fábricas. El rojo titilante de las brasas alumbraba la prolongada sobremesa
de nuestra opípara cena. Pastor armó, prolijo, nuestros lazos familiares,
definiendo cómo mi abuela era prima hermana de su padre. Su casa era de
robustos muros de pircas, techada con chapas que, junto con una radio a dos
bandas, eran el único tributo a! modernismo. Era puestero de una gran
propiedad de Menéndez Behety. Suponiendo las respuestas, indagué los
orígenes de la propiedad. Manifestó que cuanto rodeaba la estancia, y las
colindantes, era una pequeña porción del dominio de mis bisabuelos. Millones
de hectáreas despojadas en las primeras décadas de este siglo. Los
araucanos "dóciles", como los padres de Pastor fueron conchabados por los
nuevos propietarios. Los levantiscos fueron aniquilados sin misericordia por los
ejércitos nacionales,
Me dormí, arrebujado en mi bolsa de plumón, mientras e! fuerte viento aullaba
en las bardas, burlón y despiadado.
Galopaba, incesante, hacia el lejano norte de la frontera de nuestra patria
moribunda Debía encontrarme en Buta Ranquil con las fuerzas de Curú
Nahuel, quien estaba presto a cruzar un importante arreo a Chile. Llegué,
cerrada la noche, y, envuelto en mi poncho me tiré en la grama. Mi tordillo y su
tropa, abrevaban, pausados, las gélidas aguas del Cololeuvú. Aún no
despuntaba el alba, cuando me despertó el olor a humo de la hoguera. Abrí los
ojos y descubrí a mi futuro suegro cebando mate con una pava ennegrecida
por el tizne. Me dirigí a la ribera, enjuagué mi rostro y me senté a matear con el
cacique... Me preguntó del viaje, la familia, la tribu...Lo interioricé de todas las
nuevas, hasta que, al abordar el tema de las nupcias lo indagué sobre la dote.
Luego de muchos cabildeos convenimos le cedería mi tordillo y su tropa de un
pelo, más el pecto de plata de mi madre, que las leyendas atribuían que había
sido propiedad de Caupolicán. Fijamos, como fecha tentativa para el evento,
hacia comienzos de noviembre, vale decir en medio año. Convenimos en que
yo pasaría la hacienda a Chile, mientras él regresaba a las salinas. El cruce del
Ande, áspero y helado, no deparó mayores dificultades a nuestros baquianos
guerreros. El volcán Caviahue, con laderas cubiertas de araucaria, abundaba
pasturas para el arreo. Bañarnos en sus lagunas termales, en pleno invierno,
nos daba un último aliento antes de los largos y penosos días de lento avance
por riesgosas faldas cubiertas de nieve. Al pie occidental de la Cordillera nos
esperaban quinientos conás con una delegación del ejército chileno, que quería
parlamentar con nosotros. Me ofrecí a escucharlos, destacándoles que carecía
de poder decisorio, que estaba concentrado en el Consejo de Caciques,
presidido por Painé. Comenzarnos las discusiones, mientras una tambera se
doraba en las brasas. Los chilenos, habiendo obtenido un satisfactorio tratado
de paz con nuestros hermanos, tenían la intención de ofrecernos sus ejércitos,
tres mil, entre soldados y conás, para ayudarnos a resistir la poderosa
embestida argentina, en incipiente gestación. Las tierras serían custodiadas por
ejércitos conjuntos, bajo bandera chilena.
Esta condición me produjo severo desagrado, yo soñaba con la gran nación
araucana, en buenas relaciones con argentinos y chilenos. De todas formas,
prometí trasladar su inquietud a mi gente, y enviar respuesta a la brevedad.
119

Uzandivaras, e! Coronel chileno, me insistía, recriminándome: - Aurelio, sos un
hombre instruido, déjate de joder hermano, no debes resistir el progreso,
nuestra alianza respetará vuestras costumbres, garantizará la seguridad de tu
gente en igualdad de derechos con los criollos chilenos. Los argentinos jamás
te harán ofertas semejantes. Sólo promesas vacías, que nunca cumplirán. La
Nación mapuche, como tal, está muerta, fue sólo un delirio de los Piedras,
Namuncurá y tu padre. Debes retornar a la realidad y entablar alianzas que
garanticen la paz en la región- Vuestra debilidad actual sólo servirá para
sembrar la avaricia de aventureros argentinos. Que movilizarán ejércitos para
robarte tus dominios. Cede un poco, antes de perderlo todo.
-Olvidas, Coronel, que el imperio de Callvucurá y los piedras, se cimentó sobre
la sangre de mis hermanos asesinados artera y cobardemente en el Médano
de Masallé. Y que, ese crimen para despojarnos de nuestras tierras fue obra de
conás chilenos, apoyados por vosotros. En realidad y no puedes negarlo
vuestro sueño no es la paz con los araucanos, sino las grandes riquezas de
nuestra Patagonia Chilenos y argentinos pretenden usarnos a un sólo fin y
postrer objetivo: apropiarse de nuestra Nación.
Retornando a mí tierra, atribulado por tantas presiones, sin aparente solución,
concluí que a pesar de la razonabilidad de la propuesta transandina, seríamos
igualmente deglutidos por la voracidad de los cristianos; variarían las formas,
pero jamás el desenlace. Malos vientos soplaban en mi país de las manzanas,
la columna de lanceros de Curú Nahuel había sufrido una severa derrota a
manos del entonces Teniente Coronel Segundo Valdez, viejo conocido mío del
internado porteño. Nuestra fuerza se había debilitado, forzosamente, con el
viaje a Chile del imponente arreo. Perdimos cerca de cuatrocientos guerreros, y
doscientos conás estaban heridos, algunos de gravedad. Hicimos marchar en
vanguardia los heridos portando las provisiones traídas de occidente (azúcar,
arroz, fideos, yerba, y harina, truecadas por los vacunos), y nos demoramos,
haciendo tiempo para enfrentar al huincá. Así daríamos más posibilidad de
supervivencia a las bajas, y que las provisiones lleguen al Futalaufquén, a
nuestras familias. Adelantamos chasquis para poner en conocimiento de
Sayhueque cuanto ocurría en la conflagración. Desde una alta barda de
basalto, en los Chihuidos de la Sierra Negra, bombeaba sobre las ancas de mi
tordillo, a escasos quinientos metros de la columna nacional, flameando mi
poncho rojo al viento neuquino. Enfurecidos disparaban sus rifles plomos que
caían por doquier. Finalmente, la columna se detuvo; y Valdez me contemplaba
con sus prismáticos.
-"Es Aurelio en persona, -dijo a su lugarteniente- la suerte nos es favorable...”.
Ató un trapo blanco al cañón de su rifle, y galopó hacia mí, solo, muy seguro de
sí mismo. Detuvo su flete en seco, al estilo pampa, a escasos diez pasos de
distancia.
-Salud, Aurelio, mucho tiempo pasó.
-Salve. Valdez no puedo darte bienvenidas.
-No quiero que mueras, amigo, te ofrezco una rendición con todos los honores
y garantías para tu familia.
  -Te esperaba para ofrecerte una retirada decorosa, ningún soldado saldrá
lastimado, en tanto abandonen nuestras tierras en menos de siete días.
120

  -No estás en condiciones de imponer condiciones, y mucho menos,
provocarme, indio, éste es tu fin...
-Que así sea, le contesté, sonriendo. Dio media vuelta, y retorno con su tropa,
yo hice otro tanto, pues, tras el médano, las mejores quinientas lanzas de la
Nación araucaria, esperaban mis órdenes.
Partimos al galope hacia el norte, bordeando la fuerza cristiana fuera de su
visión, hasta colocarnos a su grupa.
Escasa distancia me separaba de mi amigo Aurelio, y lo veía inmóvil,
parlamentando con Valdez. Evoqué, cuando niños en el internado, ambos
soñábamos con ser sacerdotes. Mi sueño se cumplió, en parte, pues era
capellán del ejército, comisionado en esta bárbara guerra contra quien fue mi
amigo. El hermano araucano había ganado fama de feroz sanguinario, en
versiones cuya veracidad siempre puse en duda. Muchos trascendidos eran
pura cháchara, para justificar esta sangrienta invasión al Neuquén. Tuve
oportunidad de conversar con una cautiva, luego liberada, de Sayhueque, y
sólo alabanzas ofrecía de los "salvajes" dejando bien sentado que, ni ella ni su
bebé habían sufrido agravios de ninguna índole. Empero, la administración
había cuidado que su narración no se difunda por la prensa.
-"Fermín", me decía cuando niños, "debes conocer mi país del piñón, los
corzos y los salmones"... "En ningún lugar el cielo es tan azul, el bosque tan
verde y frondoso ni tan glauco el hielo como en Huechulaufquen." La vida
ofrece muchas burlas, y el presente era una de ellas; yo conocería el país de
las manzanas actuando de sostén espiritual de aquellos con cometido de
destruir todo cuanto sea mapuche, en nombre de Dios y la Patria: y unos
cuantos picaros que se apropiarían del territorio para su solaz y beneficio.
Era el atardecer de aquella jornada en que Aurelio conversara con nuestro jefe
militar y repentinamente, cuando atravesábamos un angosto cañón, una lluvia
de disparos y un violento ataque de lanceros a nuestra retaguardia nos llenaron
de confusión y terror. En pocos minutos concluyó la emboscada,
subrepticiamente como se originó. Perdimos casi mil hombres, entre muertos y
heridos graves; y Valdez blasfemaba como un desaforado: -"Indio traidor, hijo
de puta, ya vas a ver, cuando te tenga a mano..." Ayudé a curar a numerosos
heridos, y di los sacramentos a una decena de agonizantes que no vieron el
siguiente día.
Un par de horas antes del amanecer, una lluvia de flechas encendidas,
rezumando asfaltita, cayeron sobre nuestras carretas de comestibles y
municiones. Nuestros soldados ignoraban que el alquitrán se apagaba con
arena, no con agua. En minutos, e infructuosamente, consumieron todas
nuestras reservas de agua. La luz de las llamas como agravante, hacía visibles
nuestros hombres a los francotiradores indios. Los daños humanos y físicos
fueron cuantiosos, más de cien carretas destruidas, toneladas de pólvora y
munición explotaron, encendiendo la noche austral. Lo poco salvado debía ser
transportado sobre caballos. En síntesis, trescientos cincuenta coraceros
quedaron a pie, transformados en infantes.
Valdez reunió a los oficiales e inició un encendido debate para analizar la
situación.
121

- Señores, estamos prácticamente sin agua, con escasas carretas y
menguados sensiblemente víveres y municiones. Ignoro cuánto falta para el
próximo abrevadero, por lo que sugiero retomemos hasta la anterior aguada,
donde acamparemos para planificar la futura estrategia.
-Disculpe jefe, intervino un Sargento -veterano de la frontera- sugiero enviemos
una patrulla a Carriel y solicitarle a Pichi Laufquén -que se dice nuestro aliado-
trescientos lanceros que nos sirvan de guías, bomberos y protección de los
flancos de la columna.
-Excelente idea. Robles, paría de inmediato con una docena de hombres.
Pocas horas después, un coná se detuvo en nuestro sendero, dejando un flete
atado al pastizal, partiendo luego a la carrera. A! arribar al punto, advertimos
que era un caballo nuestro, con marca y montura "EA", en su lomo cargaba dos
voluminosos sacos de cuero. Al bajarlos y abrirlos comprobamos que contenían
las cabezas de nuestra patrulla a Carriel Los salvajes, cuyo número era un
quinto del nuestro, nos tenían virtualmente cercados. Cuando arribamos al
arroyuelo donde preveíamos acampar, advertimos que había sido transformado
en un barrial por la pisada de los indios. La caballada y unos cuantos soldados
desesperados lamían el barro, o bebían con fruición de pequeños piletoncitos,
donde el agua se veía menos turbia. -"Está algo amarga, pero es tomable",
comentaron algunos hombres. A los pocos minutos, los infortunados que
habían saciado su sed corrían al pastizal, presas de fulminantes diarreas.
Valdez ascendió por la fuente aguas arriba, hasta encontrar sacos rotos, con
restos de polvo grisáceo. "Sulfatos" -comentó -"Estos mierdas nos reventaron
como a criaturas." Solo dos centenas de caballos, y unos pocos vacunos, era
cuanto quedaba del sideral apoyo logístico que movilizó la Nación en esta
campaña. Cuarenta y tres soldados fallecieron en atroz agonía, deshidratados,
sin que nuestro médico pudiera hacer nada para impedirlo.
Emprendimos una veloz y desprolija retirada hacia el Norte, enloquecidos de
sed y fustigados por el terror permanente a las sangrientas emboscadas que
diezmaban nuestra retaguardia. Durante el cruce del Colorado, en Rincón de
los Sauces, Aurelio cargó furiosamente, la grupa de nuestra columna, y sus
lanceros, una vez más, hicieron estragos en nuestras filas. Valdez se agrupó
con sus hombres, y se batió como un valiente en medio del río. Un bolazo le
quebró el brazo derecho, y, colgado del cuello del caballo, ganó, agónicamente
la ribera norte. Menos de mil soldados, la mayoría heridos y a pie, era cuanto
quedaba de nuestra orgullosa brigada. Aurelio juntó sus hombres en la ribera
opuesta; magnífico centauro con su poncho rojo en su tordillo blanco. Los
pendones de las chuzas flameaban al fuerte viento, y el yáyayáaa de la gritería
desafiante era atronador.
Si cruzaban el río, nuestras vidas no valdrían un centavo, pero, en orden y
silencio, rumbearon hacia el sur, más allá del caudaloso Limay. Guardo la
certidumbre que Aurelio nos perdonó la vida, las razones estarán en su
conciencia. Los araucanos debían estar hartos de tanta muerte.
Nuestra abigarrada columna de lanceros galopaba hacia el lejano sur, los
ánimos exultantes por el triunfo, y muy pocas bajas que lamentar. Aún
ganancioso la razón me advertía que las fronteras del país araucano
descendieron desde las salinas hasta el Cololeuvú. La pampa era tierra de
nadie, que pronto ocuparían los huincás. El este de Neuquén pertenecía a los
122

Catrieleros -aliados del cristiano- y Chile tenía su propia realidad. Las tierras
mapuches se habían restringido a menos de un tercio de las soportadas por
Callvucurá. Subsistíamos merced a los agobiantes maloqueos, que no podían
eternizarse por nuestro exiguo número -puesto que morían más hermanos que
los que nacían-. Los guerreros necesitaban una temporada en sus toldos, tras
tantas luchas, sería bueno estar con la familia. No obstante, el invierno se hizo
extenso, por la impaciencia de volver a las extensas rastrilladas del norte. La
sed de aventura era parte inalienable de la conformación psicológica mapuche;
jamás fuimos un pueblo pacífico.
Por fin, las nieves se derritieron, y el sotobosque de los gigantes alerces se
pobló de miríadas de florerillas multicolores, expandiendo la plena sensualidad
de la naturaleza. Llegaba el tiempo de mis esponsales, y entregué el tordillo y
su tropa a Curú Nahuel, aún convaleciente de las heridas sufridas en combate.
La noble bestia era un genuino caballo de guerra que varias veces me salvó la
vida. Corría boleado y era muy baquiano en cerro, nieve ó médanos. Para
sortear malos augurios sacrifiqué un cordero negro a los Dioses, bebí su tibia
sangre y con ella pinté mi rostro, para evidenciar mi pena. Ninguna señal
apareció, los poderse parecían disgustados por mi desaprensión en la cesión
del caballo. El fiel animal, por mí adiestrado, no quiso dejarse montar por el
cacique, y, a pesar de los golpes, cual si tuviera conciencia de la situación, se
tiró al suelo y dejó morir. En su memoria elegí, para mi monta, un oscuro moro
azulejo, jurándome que, por respeto a mi servidor, jamás tendría otro potro
blanco.
Los festejos por mi enlace fueron motivo de una semana de comilonas y
borracheras. Luego de los últimos combates me había transformado en una
leyenda, y mi popularidad condujo a que concurrieran a los festejos hermanos
de allende el Ande y representantes del gobierno Chileno, que no cejaban e su
empeño de sumarnos a su férula. El Coronel Uzandivaras, con abundante
aguardiente encima, "para cortar el frío" alegaba, me increpó.
-Aurelio, hermano, tú eres mejor soldado que los comandantes chilenos y
argentinos, mi presidente, sin dudarlo, te nombraría general de nuestras
fuerzas.
-Amigo Coronel no busco blasones, ni me interesa la guerra. Lucho por una
mezcla de necesidad y obligación, pero muy alejada está mi vocación de la
carrera de las armas.
-Nunca olvides, Aurelio, que nuestros brazos están abiertos...
Seis años pasaron de nuestra frustrada invasión al Neuquén; y yo atendía la
parroquia de San Nicolás, en el pueblo homónimo. El progreso avanzaba como
aluvión incontenible, jamás supe si para bien o para mal. Una densa red de
caminos y vías férreas confluían al puerto marcando un diseño centrípeto que
jamás habría de superarse. Largas horas de mi soledad pensaba en Aurelio.
Por un periódico chileno, que me acercó el obispo, me anoticié del casamiento
del "general araucano", como lo nominaban los transandinos con admiración
rayana en el mito. Seguramente ya tendría hijos, y, quizás, a su manera, fuera
feliz. Contemplaba los puños raídos de mi túnica, triste como la insignificancia
de mi vida, gris e intrascendente. Sí, todos decían: -Que buen hombre el padre
Fermín..." -"Que belleza y fervor transmiten sus sermones..." Empero, ¿era
positiva mi naturaleza y esencia ó jamás tuve alternativas de elegir aquellos
123

senderos que, por menos complacientes ó convencionales, todos rechacen con
horror ó miedo? La voz de mi asistente me sacó de las cavilaciones:
-Padre -murmuró,        suavemente-    lo busca un tal Coronel Valdez. -Que
pase,    indiqué    repentinamente, trémulo de ansiedad. Valdez vestía de
paisano, lucía casi igual que cuando nos despedimos en Buenos Aires. Nos
unimos en un fuerte abrazo.
-Padrecito Álvarez, me comisionó el Ministerio para conducir la próxima
campaña al Neuquén; llevaremos diez mil hombres. El presidente dice que no
se detendrá hasta liberar todos los territorios ocupados por los salvajes. Quiero
que me acompañes...
- Yo abandoné el ejército. Segundo...
- No importa, te haré reasignar y tendrás tus honorarios...
-No interesa el dinero, alegué secamente. Contempló mi lastimosa vestimenta
y murmuró.
-Sí, me han dicho que cuanto tienes lo entregas a los pobres, mis soldados son
todos humildes, necesitan tu apoyo, yo soy tu amigo, no puedes negarte.
- Te prometo pensarlo, y consultar a mi obispo.
Y aquí estoy, cabalgando hacia el sur con Valdez Ignoro por qué razón decidí,
nuevamente, acompañar la expedición hacia el país de las manzanas. Es
probable que estén diseñados los destinos individuales, y el mío fuera tan fatal
como ineludible. Partimos a comienzos de la primavera, con marcha tan lenta
como penosa, Pocos pueden imaginar qué significa movilizar un ejército de
diez mil hombres, sus comestibles, pólvora. En fin, un circo interminable,
complejo y costosísimo. Reflexionaba en la prolongada marcha de cada día.
¡Cuan poderosos serían los intereses que desde las sombras, se movían tras
nosotros!... ¿A quiénes se entregarán los extensos territorios que se usurpen
por la fuerza? Con seguridad no se destinarán a estos soldados, muchos de
ellos indigentes ó enganchados por la fuerza, mientras bebían en una pulpería,
otros "marcados" como "opositores al gobierno" por algún Juez de Paz u otros
caudillos comarcanos, seres sin bienes ni destino, convocados "para servir a la
Patria"...
A los diez días de marcha, con poca suerte, desertaron tres hombres. A las
pocas horas fueron apresados, ginebreando en un boliche. Al amanecer,
Valdez los hizo fusilar ante la formación, informando en su arenga que quienes
intenten esa aventura correrán igual suerte.
Más de un mes de marcha, y arribamos a los toldos de Pichí Laufquén,
catrielero aliado de la Nación, que colaboraría sumisamente con el ejército.
Desde hacía tiempo, los indios "leales" vigilaban estrechamente los
movimientos de los lanceros de Sayhueque. Así descubrieron un grupito de
treinta conás, retornando de cuatrerear unos centenares de cabezas al sur de
Bahía Blanca. Sólo dejaron uno con vida, al que permitieron escapar Siguieron
su rastro con cautela, hasta descubrir la nueva capital araucana, al oeste de
Esquel. -Es un valle naturalmente fortificado, informó el jefe de los renegados a
Valdez- debemos hacerlos salir, sino costará muchas bajas invadir su reducto.
-
124

Los catrieleros se encargaron de provocar a los rebeldes, degollando veinte
pastores, para alzarse con una importante majada. Enterado Aurelio del
asunto, creyendo que eran un grupúsculo de forajidos, salió con trescientas
lanzas a perseguirlos. A tres días de marcha, cuando atravesaban una hollada,
fue sorprendido, viéndose rodeado por un ejército huincá de varios miles de
hombres. Agrupó a su gente, y, en una embestida desesperada, enfiló hacia el
oeste, topándose con los cristianos en lucha feroz sin tregua ni claudicación.
En medio del combate, el potro de Aurelio pisó una cueva y se quebró una
mano. El joven cacique, a pie, tiró su inútil lanza, y, a bolazos y facón, siguió
abriéndose paso en su imaginario camino hacía el Ande. Desmontó un
soldado, reventándole el cráneo con las piedras, se encaramó al caballo, y
siguió combatiendo con rabia, y total desprecio por la muerte. Por fin los
araucanos pudieron quebrar la línea nacional, y unos cincuenta bravos
sobrevivientes enfilaron hacia los espesos bosques de pehuenes. Un grupo de
soldados enfiló a perseguirlos, pero jamás retornaron. Valdez ofreció mil pesos
al que trajera la cabeza de Aurelio -que había prometido al presidente-pero
nadie se atrevió a salir del cobijo de la columna.
Quedamos encerrados en el País de las Manzanas, sin poder regresar al
Futalaufquén -a morir con los nuestros-pues, el ejército de Valdez se introdujo
como cuña gigantesca entre nosotros y la ruca. Intentamos, por la noche,
romper el cerco, y fuimos descubiertos, muriendo otros nueve guerreros en el
intento. Éramos unos pocos, la mayoría, heridos, hambrientos y
desconcertados por el gigantesco poderío afectado a nuestro exterminio.
Enfilamos, pues, hacia la cordillera. Intentaríamos volver con los nuestros
siguiendo el abrupto y peligroso sendero de los lagos.
El gigantesco ejército nacional se movió veloz y preciso. Llegaron como una
tromba imparable al caserío araucano. Paine Sayhueque pudo agrupar unos
conás, y se batió, incansable, para morir despedazado por la metralla. Hasta
el último bravo fue decapitado, y la chusma entró al caserío. -"Esta es la mujer
de Aurelio", dijo un renegado,         entregando a los soldados una joven
ensangrentada, que traía arrastrando de los negros cabellos. Entre cinco
cristianos la estaquearon y violaron uno tras otro y de pronto, un niño, de
apenas seis años, aulló: -"No, mamá..."y, saltando sobre quien vejaba a
Callvuhué -como más tarde supe se llamaba- le clavó un puñal en el cuello, un
puntazo tras otro, desangrándolo totalmente. Un soldado levantó al niño de
un pie, y le reventó la cabeza de un pistoletazo. Quise intervenir, pero me
desvanecieron de un culatazo. Desperté -ignoro cuánto después- y me acerque
a la joven, que seguía siendo forzada, ahora por otro grupo de argentinos. El
mundo me daba vueltas, y todo era confuso e irreal. Vi la mirada de la mujer,
glauca y vacía, advertí que estaba muerta, y que las bestias seguían
violando un cadáver. Me arrodillé, miré el cielo gris y lejano, con los ojos
inundados de lágrima de dolor, furia e impotencia. En mis dedos giraban las
cuentas del rosario, pidiéndole perdón a Dios, e indagándome si éste existiría y
en qué forma incidiría en los actos de los hombres... Pido perdón Señor, por
dejar morir sin más trámite, tu inmenso amor en el tórrido vacío de mi corazón.
Todo eran gritos, fuego, sangre y muerte. Madre nos tenía abrazados a Curú
Cauquen, mi hermano mayor, y a mí. De pronto un mapuche desconocido nos
golpeó, llevándose a Callvuhué a la rastra. Los ojos de abuela Rosa Pura se
humedecieron, y la voz se entrecortó. Pudimos acercarnos escondiéndonos
125

entre los cadáveres y vimos a los soldados violando a madre. Cauquen,
armado con el pequeño puñal que le obsequiara abuelo Sayhueque, hirió de
muerte a un soldado, pero otro, alzándolo como un corderillo, le voló los sesos
y tiró su cuerpecito al fuego. El humo y el dolor nublaron mis ojos, con mis pies
descalzos quemados, sin sentirlos, (abuela se quitó un zapato para permitirme
ver las horrorosas cicatrices), anhelando que algo, no sé qué, interrumpiera el
sufrimiento de la dulce mujer que me dio vida. Un hombre alto y delgado,
vestido con una túnica marrón, me alzó, y tapándome la boca me llevó hasta
las afueras del caserío. -¿Quién eres...?, indagó. -Rosa Pura Sayhueque, hija
de Aurelio. -Si quieres vivir, jamás repitas a nadie tu apellido.
Tomó dos caballos de monta y dos cargueros, a los que colmó de provisiones.
Con el corazón estrujado de temor, escondiéndonos de día y viajando de
noche, recorrimos una inmensidad hasta arribar a Pergamino, donde estaba la
estancia de su gran amigo Formisano.
-Quédese tranquilo padre -dijo el hacendado- la criaremos como hija, y le
daremos el apellido.
EPILOGO
Nadie conoció jamás el destino de Aurelio. Algunos dicen que cruzó a Chile,
donde murió de tristeza; otros que, junto con la treintena de bravos que le
acompañaban, fueron sepultados por los frecuentes aludes de hielo del Ande.
Valdez pidió el pase a retiro, y terminó su vida alcoholizado, lejos de sus
sueños de gloria, sin haber conocido lides heroicas donde inmolar su
existencia. A cuanto lo escuchara repetía -con voz pastosa de aliento
aguardentoso- "Yo conocí, y luché contra un valiente; se llamaba Aurelio..."
El sacerdote Fermín Álvarez dejó los hábitos, tras una secreta y prolongada
reunión con el obispo. Partió en tren hacia el andino noroeste y sus huellas se
dispersaron por los umbrales del tiempo. Rumores en la dilatada familia
eclesiástica traslucen que dejó el resto de su austera existencia contribuyendo
a paliar la miseria, en una lejana y aislada tribu aymará, en su Alto Perú
ancestral.
Rosa Pura Formisano estudió para maestra, y fue, también. Directora de
Escuela en Pergamino. Se recibió con medalla de oro al mejor promedio. Por
primera vez, en la Provincia de Buenos Aires, este alto honor recae en una
mujer. Fue desposada por mi abuelo, Teófilo, de cuya unión nació mi padre. La
Patagonia occidental, y los valles pedemontanos del Ande pertenecen a unas
pocas familias que, cuando él ovino recompensaba, amasaron importantes
fortunas. Los valles enclavados en la falda cordillerana, donde vivieron y
murieron mis lejanos abuelos, aun hoy siguen deshabitados; el inútil genocidio
de la Nación Araucana es otra barbarie que nuestra historia suma a tantas
otras cometidas en nombre de Dios, la Patria y el Progreso.
126



                       NO HAY ENEMIGOS PEQUEÑOS


           Detuvo su carrera con el aliento entrecortado. Los músculos de sus
piernas parecían a punto de estallar en espasmódicos latidos. Estaba agotado,
y la herida de su flanco hervía de dolor. Cayó en la grama resollando como una
bestia, con el cerebro obnubilado de terror. Lentamente fue recuperando sus
abotagados sentidos. Deslizó una mano por su herida y comprobó que, si bien
no era profunda, el afilado venablo había surcado un largo tajo, por donde
sangraba profusamente. Tanteando entre las piedras, ocultas por la espesa
oscuridad nocturna, encontró una mata de musgo, con la que armó una
compresa, que sujetó con tiras de su desflecada túnica. Su cuerpo estaba
enteramente rasguñado por las filosas espinas de la selva; y la sal de la
transpiración hacía hervir su atormentada piel. . . Necesitaba descansar,
alimento, agua fresca y tiempo para meditar; pero lo seguían; nada parecía
quebrar el viscoso silencia de la noche, pero sabía que allí estaban, tras su
rastro… Los mejores perros, de la jauría tolteca debían apresarlo vivo, a
cualquier costo. Debía ser sacrificado en el templo del Quetzal, y los cuchillos
de negra obsidiana le aserrarían el pecho para ofrendar su corazón, todavía
latente, a bárbaros demonios del ritual de la muerte.
           Tzinaho, el guerrero Mexahuan, se incorporó, y, tras consultar su
rumbo a los astros nocturnos, reinició la marcha. Sorbió unos helechos para
humedecer su boca, y comenzó a trotar. Su férrea determinación hacía olvidar
el dolor del cuerpo atormentado. Debía alejarse, pues la claridad del día haría
visibles sus huellas al perseguidor. Avanzaba como rauda sombra en la
espesura, mientras febriles pensamientos fluían como vertientes en su
torturado cerebro.

            Recordaba su primera visita a la ciudadela tolteca; un niño de apenas
diez años, que contemplaba, maravillado, las ciclópeas construcciones de
piedra labrada. Acompañaba a su padre, portando pieles y hojas de tabaco a la
feria, donde las truequeaban por metales – que los toltecas extraían de
profundas excavaciones. Su inocente mirada de selvático se extasiaba con los
imponentes templos, los lujosos palacios. Las aceras de lajas y el agua
cristalina fluyendo por acequias magníficamente revestidas.
            La abigarrada multitud de la plaza era confluencia de mercaderes de
todos los poblados vecinos; y con prédica vocinglera ofrecían telas
multicolores, armas, útiles de labranza, hierbas medicinales y variedad de
atrayentes bocadillos. Era el tolteca, en aquellos tiempos, un pueblo laborioso
que vivía en armónico intercambio con la naturaleza y las tribus colindantes.
            Instruían a sus jóvenes en el arte de la guerra, más no había ejército
institucional. En caos de conflictos se reclutaban los cuadros necesarios al
efecto. Eran agricultores, mineros y hábiles constructores. Tallaban la piedra,
fundían ya aleaban metales, elaboraban minuciosas orfebrerías y delicados
hilados. Amén de su consumo, estos productos eran permutados por café,
cacao y alimentos que no prosperaban en los frescos altivalles que
configuraban su país.
            Trascendía en corrillos callejeros que, en algunas mentes
enfebrecidas de la nación tolteca estaba germinando el sueño del imperio.
127

Grupos de jóvenes aleccionados por nobles militaristas – con ansias de
acrecentar su poder – se identificaban con un nuevo culto esotérico “de la
serpiente emplumada”. Políticamente proponían el derrocamiento del consejo
de ancianos, para reemplazarlo por una monarquía, de neta raigambre
belicista. Era primordial “ensanchar las fronteras” – argüían – para solventar las
necesidades de la creciente población. El movimiento se sustentaba en pautas
teosóficas; decían estar inspirados en Quetzacoatl, un nuevo Dios de la
Guerra, que los llevaría al triunfo, requiriendo, solamente la ofrenda de sangre
enemiga.
           Los pueblos vecinos asistían, estupefactos, al proceso, puesto que,
hasta donde alcanzaba la memoria de los ancianos, los toltecas jamás tuvieron
enemigos en la región.
           La secta conspirativa pregonaba la urgente necesidad de organizar
un ejército profesional estable, para “garantizar la tranquilidad de las fronteras”.
El gobierno tolteca era una asamblea formada por “viejos sabios”; que arbitraba
los conflictos, impartiendo justicia, legislaba, fijando pautas de convivencia; y
administraba el diezmo de tributo para ejecución de obras públicas, sostén de
educadores y médicos-brujos. Cada senador representaba a diez clanes, por
los que era electo con el voto de los mayores de dieciséis años. Los clanes
estaban formados por sesenta familias –como mínimo-, y si el número se
duplicaba podían escindirse y formar un nuevo clan, eligiendo, al efecto, su
propio referente. Los senadores y los jefes de clan sólo podían ser relevados
por incapacidad física ó mental.

          Tzinaho proseguía su veloz huída, inmerso en la fuente de sus
cavilaciones. Su espíritu parecía desdoblarse de la fibra y fuerza de su cuerpo,
y hurgaba los laberínticos recovecos de su memoria. Allí emergían, lacerantes,
las diáfanas imágenes de su gente masacrada y su pueblo destruido por la
demente ambición tolteca.

           El prófugo mexahuan evocó su niñez en la aldea selvática; la primera
partida de caza, con su padre y otros guerreros, donde fue severamente
iniciado en la marcha forzada y silenciosa, en la interpretación de las huellas,
agudizar el olfato y atender las señales de la presa; usar el arco y las flechas,
la cerbatana, el venablo, el hacha y el puñal. Conoció, en síntesis, la dura
supervivencia en la hostilidad de la selva salvaje. Su padre, Xahuantzé –“jaguar
negro” en lengua mexahuan- fue siempre su más severo educador. Cumplidos
catorce años Tzinaho debió iniciarse como guerrero. Para cumplir el ritual
debía cazar un jaguar armado, solamente, de su venablo. Ingresó a la selva
faldeando profusas laderas boscosas, oteando en la espesura señales que
indique la presencia del señor de la fronda. En la arena ribereña de un pequeño
arroyuelo, encontró huellas de una hembra y dos crías jóvenes, y las desechó
al instante. Remontando la corriente, un día después, vio rastros – y venteó
olor de orina- de un macho adulto; si, éste sería su contendiente. Necesitaba
un cebo y rastreó un bebedero de corzas, en un boscoso remanso. En el
estrecho sendero, armó la trampa con lazada, aguardando, paciente y oculto,
hasta cobrar su asustada presa. Maneó al animalito en unos arbustos, y buscó
reparo en la horqueta de un frondoso árbol. Allí acechó, dos días con sus
noches, inmóvil y alerta… Un sordo bufido lo alertó; su agudo olfato percibió la
presencia del tigre; cerca, muy cerca… Ya debía hacerse visible, aún a la tenue
128

luz de crepúsculo; pero nada parecía alterar la espesa quietud del follaje. Los
monos callaron sus chillidos, y buscaron refugio en las altas copas de los
gigantes de la selva; las aves cesaron su trinar… La bestia estaba, pero no se
hacía visible; quizás lo había olido, o, tal vez, recelaba por la facilidad de su
eventual captura. La corzuela chillaba, aterrada, presintiendo su muerte
inevitable, mientras el mozuelo respiraba lento y pausado, en tensa e hierática
vigilia. Sabía que el hambre del jaguar crecería, inexorablemente, por la
proximidad del sustento. Hurgó en su morral un poco de tasajo y lo mascó con
lentitud, para aliviar su aguda tensión. El tambor de su corazón parecía
reventarle el pecho, en sentimientos que mezclaban temor y ansiedad.
Oscurecía, y la suave brisa le llegaba impregnada del olor a felino. Al fin,
oteando tras el rumbo del viento, localizó la presencia de su oponente, en unos
oscuros matorrales, al borde del calvero. Cayó el espeso manto de la noche, y
Tzinaho descendió, cautamente, de su precario refugio, y se arrastró
subrepticio a la proximidad del claro, donde berreaba, lastimera, su carnada.
Un suave destello de luna se filtró en la maraña boscosa; permitiéndole ver al
gran gato, rodeando sutilmente el descampado, dirigiéndose rectamente hacia
él. El terror licuó la sangre de sus venas; era un animal enorme, que,
fácilmente, le duplicaba en peso; sólo con la sorpresa a su favor tendría
mínimas posibilidades de vencerlo. Aferró con fuerza su arma, y aguardó,
inmóvil, hasta ver la piel moteada pasar a dos pasos de su escondrijo… En
veloz acción saltó y hundió profunda su lanza en el costillar del tigre, para
retroceder a la carrera y trepar –desesperadamente- la horqueta del árbol
donde había estado apostado.
           La bestia, severamente herida en un pulmón, se revolcó furiosa,
bramando de rabia y dolor; para luego correr tras el cachorro humano. Clavó
sus filosas zarpas en la rugosa corteza del árbol, trepando con facilidad.
Próximo a la copa recibe, imprevistamente, un chuzaso en la pata delantera.
Tras cuatro vanos intentos, malherida y confusa, huyó internándose en la
apretada maleza. El joven aguardó, expectante, un lapso prudencial, para
quedar sumido inexorablemente, en un reparador descanso. Con la primera
luz del alba desayunó frugalmente y rastreó al felino. Las huellas eran torpes y
pesadas, y aislados lamparones rojos evidenciaban la gravedad de la herida.
Carcomido por la impaciencia apuró el paso, cometiendo la imprudencia de
ignorar la persistente brisa que, soplando de sus espaldas, llevó su olor al
delicado olfato del señor de la selva. El jaguar, alertado, giró hacia un flanco,
describiendo un largo y veloz rodeo, ubicándose a la grupa del cazador. El
dolor de su herida lo tornaba irascible y agresivo. Desde cachorro mantuvo una
distancia prudencial con el hombre; lo había visto matar, certeramente y a
distancia, y lo respetaba, más no le temía en absoluto. Su ferocidad
depredadora desconocía el miedo. El muchacho, ajeno a todo, saciaba su sed
en un manantial, ignorando que la muerte lo contemplaba el flexible silencio. Lo
alertó un tenue crujido en la hojarasca, y, al girar la cabeza, sus ojos se
clavaron en la furia ambarina acechante en la mirada del tigre. Se agazapó,
aferrando con fuerza el venablo. Cruzaron ocultos mensajes con promesa de
muerte y sed de sangre, ambas bestias sabiéndose a punto de morir ó de
matar. El humano aullaba de miedo e impotencia; el felino rugía de fuerza y
coraje. Saltaron al unísono; el filo de la lanza desgarró un corazón, y las garras,
en agónicos manotazos, golpearon el hombro de Tzinaho, arrojándolo a varios
metros de distancia. Era noche cerrada cuando recobró el conocimiento, y un
129

dolor atroz inmovilizaba su brazo izquierdo. Al intentar incorporarse las
náuseas y el mareo le hicieron vomitar sobre su cuerpo –cubierto de hojas
secas-, flexurándolo en interminables arcadas.

           Fue recobrando, lentamente, la claridad de los sentidos, y,
agónicamente se arrastró hasta el agua, para sumergirse en la reanimante
corriente. Se palpó el brazo izquierdo, y comprobó que estaba quebrado cerca
del codo. Su hombro era un jirón sanguinolento. Debía entablillarse y vendar
sus heridas. Retiró su venablo del frío y crispado cuerpo del jaguar y cortó una
vara rígida que sujetó con juncos a su brazo, ayudándose con los dientes y la
mano derecha. Luego de lavar minuciosamente su herida la vendó con una
compresa de hierbas. Agotado, quedó dormido para despertar bien entrada la
mañana. Los loros parloteaban en las ramas, y los monos le chillaban, burlones
y curiosos, desde las cercanas copas de los árboles. Un colibrí destelló
multicolor bebiendo el néctar de las orquídeas.
           Cuereó la fiera, y, luego de lavar y descarnar cuidadosamente la piel,
la frotó con arena, para limpiarla y secarla, y la cargó, arrollada, sobre su
hombro. Dos jornadas, de marcha ininterrumpida, lo separaban de su aldea.
Comía escasos frutos que le ofrecía la foresta. La fiebre y el delirio le hacían
soñar con el calor del fuego y la hamaca de su choza. La distancia y el tiempo
eran pesadillas irreales, siendo llegar la única consigna que le enviaba su
abotagado cerebro. No hay descanso posible, detenerse era dormir, y morir. . .
Había una escasa posibilidad de supervivencia y era la tortura inacabable de
esta marcha forzada, impulsada más por instinto que por razón. Si muero,
pensaba, también habrá ganado el jaguar. El mundo era un calidoscopio de
pesadillas verdes que lo apresaban con dedos zarzados. Las espinas trazaban
telarañas púrpuras en el cobre de su piel; los pardos tentáculos de las lianas lo
apresaban asfixiantes; y caminaba, caminaba. . . Impulsado por su hálito
salvaje e impelido por la incomprensible pulsión de vivir. Su cuerpo un agónico
quejido deseando el fin, una fugaz luciérnaga en la eterna noche de los
tiempos, un niño jugando a ser hombre añorando el tibio regazo de su madre
para llorar a gritos tanto dolor incomprensible. Percibió, en la lejanía, la
algarabía de los niños jugando en el arroyo, y, más hacia el fin de su tormento
lo invadió el aroma del fuego cociendo los calderos. Con un último esfuerzo
titánico ingresó a su aldea, para caer de bruces en la roja greda. Despertó en la
fresca sombra de su vivienda; vio, entre brumas la suave sonrisa de su madre,
refrescando al fuego de su frente con paños húmedos. Volvió a sumirse en
profundas pesadillas de infiernos verdes y garras filosas.
           Corría por la selva el último mexahuan. Las sombras de la noche
emergían los negros fantasmas del follaje. ¿No era él mismo otro espectro,
convocado al encuentro de su destino fatal e inexorable?. ¿Había arribado al
fin de sus sueños, ó estaba soñando su propio fin? ¿Qué artilugios del destino
diseñaron la absurda falacia de su minúscula vida? Sólo la perpetuidad de su
carrera, buscando la huída –imposible- del alba y la muerte ó el burlesco e
incongruente exilio, sin rumbo y sin destino. Brincaba, impulsado por el miedo y
el odio, cargando una tristeza, pesada y absurda. Con la sola opción de morir
sin sentido ó vivir sin esperanza. . .
           Parecíale ver, con nitidez, a su padre convocando una reunión de
guerreros. “Ha estallado una encarnizada revuelta en la nación tolteca”,
narraba el anciano jefe, “y los adoradores de Quetzacoatl tomaron el poder tras
130

un baño de sangre”, añadiendo, “desollaron vivos a los integrantes del consejo
de ancianos y sus adeptos”. Prosiguió su relato el cacique mexahuan, “han
instaurado una monarquía, bajo el mando de Anahuatl, a quien ungieron
emperador”. “El monarca organizó un nutrido ejército, y oficializó el culto de la
serpiente emplumada; hacen sacrificios humanos y se comen a las víctimas”;
concluyó el jefe, ordenando se dispongan guardias en los lindes con el nuevo
imperio.
           La embrionaria organización política generaba nuevos problemas a
los toltecas; pues, los integrantes de la milicia, amén de ser ahora solventados
por el erario público, ya no trabajaban en actividades productivas. Para
compensar, el déficit debían anexarse nuevas tierras y mano de obra gratuita.
Así comenzó un ciclo de expansión imperialista, invadiendo pueblos vecinos y
esclavizando a sus habitantes. Las acciones preliminares, no obstante, tenían
apariencia diplomática, y se enviaban comitivas requiriendo, a las tribus
visitadas, sumisión y pago de tributos al emperador. Las cargas consistían en
diezmos del producido y aporte de doncellas para servir –ó ser sacrificadas- en
el tempo de Quetzacoatl. Cuando, pacíficos ó temerosos, accedían al pago, los
toltecas variaban permanentemente las condiciones, hasta tornarlas
incumplibles. Luego sobrevendría la consecuente agresión y sojuzgamiento por
la vía expedita.
           El país de mexahuan fue, también visitado por una delegación
imperial. Cien soldados, armados hasta los dientes, acompañaban al canciller.
- Xahuantzé, vengo a ofrecerte te sumes a nuestro imperio y adores a nuestro
poderoso Dios Quetzacoatl.
 El sol del trópico caía como plomo fundido; y la cerrada túnica hacía sudar
copiosamente la voluminosa humanidad del emisario. Las pesadas cadenas de
oro –que colgaban de su cuello- parecían asfixiarlo. Más que todo lo
incomodaba la fría y severa mirada del gigantesco guerrero, cuyo cuerpo
bronceado mostraba decenas de cicatrices, ganadas en guerras con los
caníbales caribes y las bestias de la selva.
- Con nuestros dioses nos basta, tolteca, puede retornar, entonces, por donde
has venido.
           El embajador estaba estupefacto, jamás hubiera imaginado, de un
grupo de selváticos, la osadía de enfrentar la más poderosa maquinaria bélica
de los confines conocidos.
- No sabes lo que dices, insensato, tu rebeldía puede costarle muy cara a tu
gente.
           El cacique hizo una seña, y centenares de guerreros apuntaron con
sus flechas a los toltecas, quienes, prestamente, soltaron sus armas.
- Tuya es la imprudencia de amenazarme en mi propia casa, por ello volverán
todos maniatados y desnudos; para que tu emperador sepa que los hombre de
la selva no le tememos, que no buscamos la guerra, pero, que cada palmo de
nuestra tierra que intenten apropiar será a costa de vuestra propia sangre.
           Los toltecas fueron desarmados y desprovistos de sus ropas. Con las
manos atadas a la espalda, marchaban con las cabezas gachas, en patética
columna, hacia los altos valles subandinos. Una breve escolta mexahuan los
acompañó hasta los linderos del imperio.

          Detúvose Tzinaho a escuchar los murmullos portados por el viento.
Captó el lejano griterío de la manada tolteca. Estaban a su grupa, no podían
131

ver sus rastros, pero batían la fronda en un amplio abanico, revisando hasta el
más recóndito escondrijo. Estaba débil y mareado, había perdido mucha
sangre, y llevaba dos días sin probar bocado; pero se necesitaría mucho más
que eso para doblegar su fortaleza.

           Latía en su sangre ese don de su madre, una pequeña mujercita gris
y callada que, con fuego en los ojos, más de una vez se interpuso en el violento
camino de su marido, para evitar algún castigo a sus pequeños. Esa inmensa
dosis de ternura y complicidad, de firmeza y compresión, que bregaba a la
sombra del silencio brindando amor incondicional. Los toltecas sólo la
apuñalaron, dejándola olvidada al borde de la aldea, para encarnizar su
diabólica tortura con el jefe Xahuantzé. Su anónima y pequeña muerte fue
como su triste vida, a la sombra de un déspota autoritario, al que importaba
más la justicia que el amor. El último mexahuan, en especial y único homenaje,
sepultó junto al río a la hacedora de sus días, cubrió su tumba con flores de la
jungla, y retornó a la pira para continuar quemando a sus hermanos.

            Buscó un árbol grande, y trepó, silencioso como una serpiente;.su
instinto predador le proveería sustento. No había monos en las proximidades,
pero percibía olor cercano de aves grandes. Sus dedos se adherían como
garras a la corteza rugosa; y la poderosa fibra de sus músculos lo izaba con
flexibilidad felina. En una alta rama vio varios papagayos, recortándose contra
el cielo nocturno. Avanzó, lento e imperceptible, hasta tener el animal al
alcance de sus manos. Se sujetó con las piernas, en la gruesa rama, y, al tacto
fue tentando el perfil de su presa, hasta adivinar su cuello; al que apretó,
certero, mientras que, con el puñal, le seccionaba la cabeza. Bebió con fruición
la sangre, caliente y reconfortante. Luego evisceró su victima, comiendo
ávidamente hígado y corazón. Se descolgó, ágilmente al suelo; debía
descansar, pero antes era forzoso borrar sus huellas para confundir a los
perseguidores. Descendió la empinada ladera que estaba faldeando, hasta que
el cantarino murmullo del agua en las piedras le hizo apresurar la marcha.
Bebió hasta saciarse; y continuó por el cauce, aguas abajo, saltando en las
rocas y caminando por el agua durante más de una hora. Ahora el tolteca no
tendría huellas que seguir. En el hueco de la horqueta, de un gigante de la
selva, se dispuso a dormir.

            El emperador tolteca estaba reclinado con los mullidos cojines de
pluma de su trono, meditando mientras eructaba ruidosamente su opíparo
almuerzo. Su ánimo rebasaba de satisfacción; la última revuelta de opositores
–adictos al senado depuesto- había sido aplastada con celeridad y
contundencia. Los sacerdotes trabajaban a pleno en el altar del teocali,
sacarificando enemigos del imperio. Sus nutridos ejércitos parecían imbatibles
y las fronteras del país se ensanchaban continuamente. Los generales le
prometían que, al corto plazo; los linderos toltecas serían las grandes aguas del
naciente y el poniente. Los graneros del castillo estaban colmados. Anahuatl, el
rey de reyes, se asomó al balcón del palacio, intentando abarcar con su visión
la infinitud de sus dominios, recorriendo su mirada el verde varitonal de las
parcelas cultivadas. Adivinaba el ahogado resuello de sus esclavos, su quejido
lastimero bajo la furia del látigo, su sangre abonando las gruesas mazorcas y el
sudor en riego perpetuo a la grandeza de su imperio.
132

           ¿Sería éste el fin? ¿Concluiría su lucha? Recordaba las nocturnas –y
clandestinas- conspiraciones, donde, en cada reunión se vertían anhelos de
“gloria y bienestar”, mientras planeaban derrocar la gerontocracia senatorial;
siempre invocando el “bien de su pueblo”. Pero, ¿sería su gestión provechosa
a los toltecas? A pesar de las afirmaciones, equívocas y adulonas de su
entorno, del “amor que inspiraba a su gente” y “del consenso que motivaban
sus acciones”, muchos compatriotas habían muerto por oponérsele, y las
revueltas parecían no tener fin. . .El desafío mexahuan lo tenía desconcertaba,
era inaudito humillar, de esa forma, una misión de paz. Estaba reunido con sus
consejeros, y Nahuancán, hombre sabio de su confianza, alegó
- Extraña y perversa idea tienes de la paz, cuando tus pregoneros van armados
hasta los dientes. . .
Malihué, jefe de los ejércitos, furibundo, interrumpió.
- No hagas caso de esta vieja marica, han humillado a cien de mis mejores
hombres, y mis tropas quieren venganza. Además, tú sabes a la perfección que
el poder, para ser ejercido con solidez, no admite dudas ni temores. Cuando un
imperio deja crecer comienza su decadencia. ¿Qué pensarán todos los pueblos
bajo tu dominio si te dejas amedrentar por un puñado de salvajes ignorantes;
disponiendo los ejércitos más poderosos de todos los tiempos? ¿Sabes qué
pasará, supremo? Pues comenzarán a rebullir las rebeliones en todos los
confines del imperio, todos nuestros siervos perderán el temor al saberse
gobernados por un cobarde.
Anahuatl cruzó la cara de militar con un fuerte revés.
- Cállate, bastardo, si no me fueras necesario te haría desollar vivo para
cobrarte la impertinencia. Vete, antes que termines por enfurecerme.
           El general enrojeció, humillado, y se retiró, frenético, sin poder
disimular una tenebrosa mirada de odio contenido.
           Nahuancán, mirando gravemente a su rey, dijo:
- Cuídate, monarca de los toltecas, este hombre jamás perdonará lo que has
hecho. No obstante, no oigas sus estupideces. Piensa que tus soldados son
eficientes al descubierto, ó en tierra montañosa. Que no están adaptados a al
selva, sus fieras y alimañas, las enfermedades, el calor insoportable y los
pantanos plagados de serpientes y caimanes. El mexahuan es hombre de la
selva, en la foresta es sombra entre sombras, mata y huye en silencio. De nada
sirven nuestras filosas armas de bronce ante una flecha, volando rauda y
silenciosa entre las hojas. Además, mi señor, ¿qué quieres conquistar en
Mexahuan? ¿Qué valor tiene, para los toltecas, esa maleza inextricable? No
puedes cultivarla, no tiene metales. ¿Cuál es tu afán de poseer algo que no te
sirva, aún al costo de verter sangre inútilmente? Sé práctico, emperador, no
desperdicies esfuerzos en causas absurdas;… ignora, pues, el incidente. Hoy
puedes comenzar a disfrutar los beneficios de la paz para tu pueblo. No
emprendas una aventura que puede costarnos muy cara.
- Gracias, consejero, -respondió el gobernante- por favor, retírate, que tengo
demasiado en qué reflexionar.

         El anciano cacique mexahuan supervisaba los últimos detalles del
éxodo de su pueblo, contemplando con melancolía las chozas desmanteladas.
En ese calvero habían nacido y muerto muchas generaciones de su etnia. Los
huecos labrados en rocas para mortero parecían repetir el chismorreo de las
mujeres, mientras molían maíz. El remanso del arroyo guardaría el eco de los
133

gritos y risotadas de los niños bañándose en alegre chapoteo. Ya no jugaría
más el cristalino murmullo de la acequia cantarina entre los surcos de la
chacra. Venían los toltecas, marchando en abigarradas falanges, y los
mexahuan debían mimetizarse, internándose en la espesura para ocultarse en
las verdes profundidades de la jungla.
            Malihué, en persona, comandaba las huestes de Anahuatl, junto a él
marchaba Hitzanet, el joven príncipe. El calor era tedioso, envolviendo a la
soldadesca con densas nubes de mosquitos y tábanos. El suelo fangoso
estaba plagado de sanguijuelas. Serpientes y arañas ponzoñosas pululaban
por doquier, y las fiebres de la selva hacían estragos entre los toltecas. La
horda conquistadora de todo el Yucatán, el orgulloso ejército de metal, tocados
de plumas y túnicas coloridas, más parecía ahora una banda de mendigos
harapientos. La vestimenta desgarrada por las espinas y cubierta por el fango y
las deposiciones de las diarreas desintéricas. Sólo la muerte y el denso silencio
de la selva los rodeaban. El general estaba exasperado, confuso y abatido.
Llevaban más de tres lunas vagando por la espesura, sin encontrar un solo
rastro de mexahuan. Todos los días, flechas y dardos envenenados del
enemigo caían sobre su tropa, en silente zumbido de muerte. Las bajas, entre
las enfermedades, las alimañas y las emboscadas, habían diezmado su
ejército. Más de la mitad de sus hombres marchaba agónicamente, entre
enfermos y heridos. Hasta Hitzanet, el joven heredero del imperio, mostraba el
rostro macilento por la fiebre, y se bamboleaba, torpemente, por la senda.
            La marcha tolteca estaba signada por una macabra estela de
muertos, devorados por la rapiña de la jungla. En el cerebro del general
Malihué retumbaba, persistentes, las palabras del emperador:
- Te doy la guerra que me pedías, pero te exijo volver victorioso; y te confío a
mi hijo, del que me responderás con tu vida. . .
            Para colmo de males, este enemigo inconsistente, escurridizo e
invisible no ofrecía combate, solamente esas emboscadas arteras, y las saetas
con curare. Y los guerreros del imperio muriendo en agónicas convulsiones,
entre alaridos de dolor.
            El pueblo mexahuan continuaba su ordenada fuga; mujeres, niños y
ancianos en la vanguardia, los jóvenes formaban partidas de caza y los
guerreros atacaban la escuadra tolteca. No podían detenerse un solo día sin
correr el riesgo de ser descubiertos. Los enfermos y parturientas eran cargados
en parihuelas. A pesar de no haber tenido una sola baja, el cacique Xahuantzé,
estaba desconcertado. El virtualmente diezmado oponente continuaba la
cacería con la misma tenacidad y temeraria tozudez del primer día. Su gente
debía comer carne cruda, para no denunciar su presencia con el humo delator;
y la prolongada marcha también hacía sentir su efecto en los mexahuan. No
había tiempo de atrapar piezas mayores, y, frecuentemente, debían
alimentarse con serpientes, ratas, lagartijas, ó cualquier bestia que caiga en
sus manos. Eran prófugos en su propia tierras, perseguidos como fieras, con el
sólo objetivo de huir permanente, sin saber hasta dónde ó hasta cuando.
Jamás tuvieron otra ambición que capturar una buena presa ó cosechar los
magros productos de los claros, trabajosamente robados a la selva. Jamás
hubieran siquiera remotamente sospechado que alguien tratara de privarlos de
su pobreza. ¿Quién podría ambicionar esta jungla, salvaje e indómita? ¿Qué
oscura demencia se había abatido sobre los toltecas? ¿Cómo un pueblo
pacífico y laborioso se transformó en una manada sanguinaria y belicista?.
134



           Tzinaho despertó, muy avanzado el día. Las aves trinaban,
ensordecedoras, en la fronda, y el sol dibujaba estelas doradas en la sombría
espesura verde varitonal. Se alimentó con bayas silvestres, y buscó hierbas
para curar su herida. El surco estaba enrojecido, ardiente, y superaba en
abundancia. Lo abrió con su puñal, y, luego de expulsar abundante secreción,
aplicó una compresa cicatrizante. El dolor cedía, y comenzó a sentirse más
optimista.
           Tenía que urdir un plan, pero necesitaba armas, por haber perdido
las suyas en la violenta refriega con los toltecas. Hurgó, paciente, la selva,
hasta hallar un bambú recto y maduro, al que ahuecó minuciosamente. Con
varas de nogal silvestre talló numerosos dardos, y una confiada ave del
paraíso le brindó alimento y plumas para las saetas. Más problemático resultó
obtener raíces del escaso taniis, de cuya reiterada maceración obtuvo el
preciado curare. Ahora él cazaría toltecas.
           Remontó el arroyo hasta un elevado filo, donde trepado a un
frondoso gomero, oteó las cercanías buscando al enemigo. Hacia el Norte casi
a media hora de marcha, advirtió los inconfundibles movimientos en la
espesura. Pretendían avanzar con cautela, pero eran torpes, casi grotescos. El
bravo mexahuan se sintió satisfecho, al advertir que los invasores habían
perdido totalmente sus huellas, y deambulaban al azar por la selva
impenetrable. Luego de atiborrarse de plátanos de un cacho maduro y curar
nuevamente su mejorada herida buscó refugio para pasar la noche.
           En la tenue vigilia, que precede al sueño, pensó: “quizás caiga, pero
varios perros emplumados me seguirán al oscuro umbral de la muerte”…
Evocó su familia masacrada, y la perla cristalina de una lágrima rodó por su
mejilla, para dormir la pena en alguna indiferente fronda de helecho.

           Hotillú, un joven guerrero mexahuan, mimetizado en el follaje de una
alta rama, aguardaba emboscado, inmóvil y silencioso como una estatua. Su
mirada penetrante auscultaba el hondo misterio del apoltronado manto verde
de su salvaje país.
           Una nívea garza se posó en una rama próxima y le contemplaba,
entre curiosa y desconfiada. Bandadas de loros recorrían bullangueros el
coposo monte depredando cuanto fruto encontraban a su paso, mientras los
monos pelaban bayas maduras que juntaban en la hojarasca. La parda boa
estiraba, perezosa, sus largos anillos, buscando la tibieza de los austeros rayos
solares que apenas colaban a través de la cúpula vegetal densa de la prieta
jungla.
           El seco chirrido de un copetudo carpintero dio la alarma, y un sordo
silencio suplantó a la armonía bulliciosa de la vida selvática. “Hombres”, fue el
breve mensaje que el cerebro envió al acechante vigía. Sus pupilas,
expectantes, se dilataron al máximo para captar la mínima alteración del quieto
paisaje. Repentinamente, apareció el general invasor abriendo la marcha de la
columna enemiga. El corazón del mozuelo cabalgaba en su pecho.
Cautamente extrajo del moral un dardo envenenado y lo introdujo en la
cerbatana; controló fuerza y dirección de la brisa, hinchó los pulmones y envió
su recado mortífero.
           Malihué, supremo de los ejércitos toltecas, sufrió un fuego
penetrando su cuello, y el mundo que giraba, burlón, infame y absurdo. Se
135

desplomó, pesadamente, con todo el cuerpo surcado por insoportables
ramalazos de dolor. De su garganta brotó un agudo chillido, ahogándose luego
en sordo ronquido. Supo que era su muerte. Pensó un instante que ya de nada
le servían sus palacios ni riquezas. Miró el lejano sol, tras las enhiestas copas
de los frondosos árboles de esta trampa verde, lejana, inconquistable. . . Luego
sus ojos comenzaron a ver sombras grises, difusas y finales; y cayó en un pozo
profundo, oscuro y silencioso.
           Los soldados toltecas estaban dispersos, ocultos, confundidos y
temerosos. Muerto el general, el mando de la tropa estaba a cargo del príncipe
Hitzanet; un oficial apremió al joven:
- ¿Cuáles son tus ordenes, señor?
           La fiebre y el hambre habían causado estragos al heredero, recordó
los frescos muros de su palacio, las azules montañas soplando la brisa fresca
de la tarde y las escudillas llenas de carne asada y jugosos frutos. Y tomó
presta conciencia del calor infame de la jungla, la muerte acosante en cada
recodo del sendero y la indudable derrota sufrida en manos de los huidizos
selváticos.
           Más que una orden, fue un ruego:
- Retirada, volvamos a casa. . .
Jamás olvidarían, los escasos sobrevivientes, la terrorífica huída por la maleza.
Una pesadilla de horror y muerte les pisaba los talones. Ya no importaba la
vergüenza de la derrota, el único objetivo de cada guerrero era huir para
sobrevivir la encarnizada matanza. No podían descansar, ni alimentarse, para
no ofrecer fácil blanco a las cerbatanas. Sólo roer, de cuando en cuando, algún
fruto silvestre que se ofreciera a su paso. Los heridos y enfermos eran
abandonados a su suerte; no cabían súplicas, ruegos ni llantos. Era un
“sálvese quien pueda” a cualquier costo. Como agravante, la inexperiencia del
joven Hitzanet privaba a los fugitivos de un líder capaz de organizar una
retirada coherente y decorosa. Unas pocas decenas de famélicos desbandados
era cuanto quedaba de la escuadra invasora, descalzos, semidesnudos y
aterrados, reingresaron a los dominios del imperio.

           Descansado y alimentado, con su herida en franca mejoría, el
guerrero mexahuan urdía su plan, tendido en el mullido lecho de grama. El
enemigo avanzaba disperso en un amplio arco, para batir la mayor superficie
posible. Debía detectar cómo se comunicaban, y disponiendo la clave, atacar
un flanco.
           Las primeras luces del alba alertaron a Tzinaho que era tiempo de
comenzar su ataque. Hincado en tierra, comenzó a pintarse con los colores
rituales de guerra de su pueblo; luego habló con sus Dioses.
- Guardianes de la vida, pido perdón por cuento voy a hacer. Sé que fui
concebido para sumar al hombre, que jamás debo dañar a mis hermanos. Que
no hay justificativo posible a mi acción, ni el dolor ó la venganza me habilitan a
destruir. Pero soy sólo un muerto en vida, resignado a vagar por la sombra
para purgar mi dolor interminable. Nada puedo elegir, ya la fatalidad me hundió
en este lodazal sangriento, dadme pues una pronta muerte que libere mi
conciencia.
           El palacio tolteca semejaba un páramo gris y hostil que oprimía el
alicaído ánimo del emperador. Apenas digerida la humillante derrota de sus
fuerzas, el corazón se le quebraba de dolor viendo a su hijo Hitzanet vagar
136

enajenado a la sombra de los muros en alucinado ocultamiento de dardos
inexistentes. Con mucha persistencia, los médicos-brujos recuperaban la
quebrada anatomía del heredero, pero su mente estaba plagada de horrores
verdes, y despertaba –agotado y delirante- de pesadillas donde huía de
muertes ocultas en la intrincada maleza. Más frustraba al rey no poder inculpar
a nadie del desastre. Muerto Malihué, sólo él quedaba como exclusivo
responsable del desatino. El pueblo comentaba la huída de Hitzanet,
calificándolo de “más cobarde que una rata” . . Ya pagarían los salvajes esta
insoportable afrenta.
           Los mexahuan refundaron su pueblo en un extremo de la selva,
alejado de los límites con el imperio tolteca. Eran conscientes que la
precariedad de su triunfo era más consecuencia de la torpeza del oponente que
mérito propio. Sufrían ahora la incómoda proximidad de los caníbales costeños
y la venganza latente en las abrigarradas falanges del ejército tolteca. El paso
del tiempo fue restableciendo la calma entre los hombre de la jungla. En
cambio Anahuatl persistía en su fijación de exterminar a los selváticos. Para
ello contactó con los xontoníes, vecinos de mexahuan pero vasallos del
imperio, y cuyos exploradores ocultos detectaron, finalmente, la nueva
localización de la tribu de Xahuantzé.
    Con tiempo y cautela preparó el monarca la expedición punitiva. Sus tropas
irían acompañadas por guías expertos – que supieran moverse por la selva-
para avanza en forma veloz y silenciosa.
    Sólo el tardío ladrido de algún perro alertó a los mexahuan que tres nutridas
columnas toltecas se abatían sobre la aldea. Cercados entre el río plagado de
pirañas, y la furia incontenible de los invasores, poco guerreros pudieron
superar la sorpresa y vender caras sus vidas. Todo el pueblo fue arrasado sin
tomar prisioneros; mujeres y niños fueron también degollados sin misericordia.
Anahuatl., en persona, comandó el ataque. En su furia vengadora daba muerte,
con sus propias manos, a los aprendidos con vida El cuerpo y la túnica del
emperador estaban tintos y rezumantes de sangre mexahuan. Terminada la
masacre, hizo quemar las chozas, para luego emprender el retorno a las
lejanas montañas.
    Tzinaho retornaba, con otros seis guerreros, de una partida de caza. Habían
cobrado numerosas piezas, y marchaban exultantes, a pesar de la voluminosa
carga. Detuvieron su marcha para un breve descanso junto al río, cuando la
brisa les trajo un fuerte olor a humo. Dejaron su carga, y emprendieron veloz
carrera hasta sus lares. El espectáculo los dejó sin habla. Ni un sólo hijo de la
selva quedó con vida. El cacique Xahuantzé, y varios bravos colgaban cabeza
abajo, totalmente desollados, seguramente muertos bajo feroz tormento.
           Hicieron un rápido conciliábulo, y Tzinaho tomó la palabra:
- Nada nos queda, no sé si hay venganza que pueda lavar tanto daño; tampoco
tendrán objeto más muertes. Lo cierto es que nuestras vidas no tienen más
sentido
.- Muerte a los toltecas, repitieron uno a uno los últimos mexahuan.
Xahanaví era un robusto cuarentón de sienes blanquecinas, y tomó la palabra:
- Soy el más viejo, y tomare el mando. No podemos perder tiempo si queremos
alcanzar al enemigo todavía en la selva. Será imposible enterrar a tantos
muertos.
-Los quemaremos entonces –dijo Tzinaho- no quiero que a mi gente la coma la
carroña de la selva.
137

Los demás asintieron y pusieron manos a la obra, juntaron abundante leña
y armaron una pira voluminosa, donde fueron apilando los cadáveres. No
había tiempo para pensar ni sufrir, sólo quemar y quemar tantos cuerpos
amados.
Tzinaho golpeó con una vara los despojos de su padre, para espantar la
nube de moscas verdosas agolpadas en sus colgantes vísceras. El pecho
del viejo jefe había sido abierto y su corazón no estaba ya en él;
seguramente había sido engullido por los toltecas. Descolgó el cuerpo de
Xahuantzé y, con respeto –no carente de afecto- lavó los restos, guardando
en el hueco del abdomen las entrañas arrancadas en vida por el demencial
tormento.
Dos huecos quedaron donde brillaban los ojos, por donde su hacedor le
enseñara muchos misterios y paradojas de la vida. Cerró los párpados, y el
sólo contacto lo inundó de recuerdos.
Una mañana, lo despertó su padre:
- Junta tus armas, y acompáñame.
- ¿Vamos de cacería, padre?
- No, recorreremos parajes lejanos, quiero que conozcas a nuestros
enemigos.
En prolongada e incesante marcha de varios días, atravesaron las selvas
hacia el naciente, cazando, solamente, pequeñas presas para el viaje, y
alimentándose, principalmente, de frutos y bayas silvestres. Habiendo
ascendido la cima de una escarpada loma, Xahuantzé indicó:
- Mira, hijo, el agua grande. . .
El jovencito quedó maravillado por la contemplación de esta interminable
extensión verde translúcida, que rompía, rugiente, en la escabrosa ribera.
- Tras estas aguas hay otras tierras, donde viven los caribes, nuestros
enemigos. Ellos recorren todas estas tierras, cazando a nuestra gente ó a
los pueblos vecinos.
            Varias jornadas recorrieron la costa marina. Una noche, mientras
descansaban en la quieta calma de la fronda, fueron alertados por aullidos
cercanos. Ocultos desde el borde de un claro observaron casi dos decenas
de salvajes desnudos, bailando y gritando como posesos alrededor de una
gran hoguera, junto a la que estaban maniatados tres prisioneros. Los
caribes tenían su cuerpo pintado de blanco, dándole tétrica apariencia de
espectros infernales. Los cautivos eran un hombre, una mujer joven, y un
niño que rondaba los seis años. Los caníbales violaban a la mujer, entre
risotadas ante los aullidos de furia de quien, seguramente, era su
compañero.
- Las presas son pescadores costeños – díjole quedamente Xahuantzé-,
gente inofensiva. . .
A instancia de su padre, treparon un árbol próximo al calvero, y esperaron
silenciosos.
Primero sacrificaron a la mujer, después al hombre. Luego de desollarlos,
concienzudamente, los doraron al fuego y engulleron con delectante
fruición. Saciadas y agotadas las bestias, fueron quedando dormidos al
calor de las brasas. Confiados en el terror que inspiraban no dejaron
guardias. Los mexahuan rodearon el campamento hasta el sector más
próximo a donde dormía el pequeño cautivo. Callados, certeros y
mortíferos, degollaron seis salvajes que dormían próximos al prisionero. Su
138

padre tapó la boca del niño, lo cargó, y lentamente, salieron del claro y se
adentraron en lo profundo de la selva. Ataron cuidadosamente la criatura en
un grueso tronco y retornaron al campamento caribe.
- Sube un alto árbol al otro extremo del descampado – dijo Xahuantzé – y
cuando escuches el primer grito tira dardos envenenados hacia los que
tenga más próximos.
Mientras aguardaba, temblando de ansiedad, sólo atinó a pensar cuál sería
su futuro, si era descubierto y apresado. Un salvaje dejó escapar un alarido
de dolor, y Tzinaho acertó su primera presa. . . Cuatro caníbales quedaban
con vida cuando atinaron a huir hacia el mar cercano, adentrándose en la
espesura. Los otros se revolvían agonizantes bajo el rápido efecto del
curare. Tzinaho guardó su cerbatana y, cautamente, retornó donde quedara
atado el joven sobreviviente de la matanza. El huérfano los miraba con los
ojos desorbitados de terror, ignorando cuál sería su suerte final.
- Debemos criarlo entre nosotros – dijo su padre- ignoramos a qué aldea
pertenece, y los salvajes pueden retornar con refuerzos. . .
Tzinaho jamás había matado un hombre, y cruzaba la selva sumido en
profundas cavilaciones. Su padre, quizás presintiendo cuanto le ocurría, le
dijo:
- Toda vida humana es un don sagrado otorgado por los Dioses, y nada
autoriza su muerte inútil. Pero, debemos poner freno a estos perversos para
desalentar cualquier avance depredador hacia nuestras vecindades. Solo
debes empuñar armas contra hombres para defender tu vida y la de los
tuyos.
El cacique mexahuan era hombre de pocas palabras, pero más predicaba
con el ejemplo. En numerosas oportunidades, cuando debía administrar
justicia en su pueblo, las penas eran siempre demasiado duras, en relación
al delito.
Cierta vez, horrorizado ante un castigo, increpó a su padre, en la privacidad
del hogar.
- Ha sido demasiado dura la condena, padre.
- Hijo, el mayor oprobio para mis hombres es que un delito, que ofendiendo
las normas de nuestra comunidad, quede impune. La peor desgracia que
puede sufrir un pueblo es la falta de justicia, pues genera una sensación
general de indefensión. Si el crimen no paga no existen garantías para la
convivencia. Tú estás molesto por mi severidad con un pariente cercano.
Pero, si mi vara se inclina ante el afecto, mi actitud se juzgaría preñada de
favoritismo. Castigando con mayor dureza a quienes quiero nadie dudará de
mi equidad. Ningún guerrero me acompañaría a la lucha, si no me vieran
combatir en primera fila. La autoridad surge del auténtico respeto, y éste de
la rectitud en la acción.
Mientras lo quemaba en la hoguera, Tzinaho reflexionaba la total
coherencia de la conducta de su padre, quien había muerto con su pueblo,
antes que someterlo a la esclavitud del imperio tolteca.
Alzó, entre tantos cadáveres, el cuerpo de su mujer; y, con callada ternura
le quitó todas las manchas de sangre. Acarició, por última vez, su piel fría,
antes suave y cálida. Evocó su primera noche de amor, en la tenue quietud
de la selva, junto al murmurante arroyo; sus cuerpos hirvientes de pasión,
para luego reposar en apretada ternura. Tres hermosos hijos le había dado;
uno murió, picado por una serpiente, los otros bajo el puñal tolteca. Juntos
139

compartieron alegría y dolor, y jamás hubiera imaginado asumir su pérdida;
deseaba mil veces haber muerto, antes que arrojar su cuerpo amado a las
llamas. Mientras el calor calcinaba la mejor parte de su vida, con los ojos
anegados en lágrimas, aullaba a los cielos su dolor y agonía. Con manos
temblorosas deslizó a las llamas el cuerpecito de su pequeño, aquel de la
risa fácil y grandes ojos de mirada profunda. No había vivido ni dos años.
En un día terminaron su horrorosa tarea, y se internaron en la maleza, sin
mirar atrás, pues no tenían pasado. Ni presente, ni futuro. Sólo seguir las
confiadas huellas del enemigo. Muerte al tolteca, muerte al tolteca, muerte
el tolteca retumbaba en sus cerebros, por cada zancada de las veloz
carrera. Era la muerte misma, encarnada en siete cuerpos y en cada fibra
de odio que surcaba la jungla. Siete gigantes de bronce sedientos de
sangre, como un hálito, feroz y temible, con la sola intención de ser certeros
y fugaces, como un rayo; matar y morir. No habría un después; no tendría
sentido que lo hubiera. Tras una jornada de marcha forzada avistaron la
retaguardia del nutrido ejército enemigo. Xahanaví dijo:
- Lo rodearemos y alcanzaremos su vanguardia; allí viajan sus jefes. . .
Veloces como sombras, indiferentes a dos días sin probar bocado, sin sufrir
sed ni cansancio por la demencial persecución; como oscuros espíritus del
fin de los tiempos, sobrepasaron la extensa columna tolteca, y detuvieron su
marcha en un espeso bosquecillo de zarzas. Un vengador ascendió la alta
copa de un gigante árbol del trópico; para luego descolgarse, flexible,
informando:
- Pronto llegarán; vienen directo hacia aquí. El emperador viaja en una
hangarilla y dos filas de soldados lo protegen a cada lado.
Decidieron atacar por sorpresa un flanco de la guardia imperial; armarían
una cuña, con el jefe al frente, luego dos guerreros; Tzinaho al medio;
- Tú eres el más fuerte, dijo Xahanaví, y, cuando rompamos la escolta,
matarás a su rey; con eso será suficiente.
Tres mexahuan cerraban la pequeña formación.
Anahuatl, emperador de los toltecas, rey de reyes, viajaba adormecido en
sus sueños de gloria; el fácil triunfo consolidaría su poder absoluto. Sería
casi imposible, para cualquier levantisco, ignorar el precio de la rebeldía.
Sus dominios crecerían y crecerían. . . Ya estaba urdiendo maniobras
políticas para capitalizar, en su beneficio, la aplastante derrota mexahuan.
Fuertes aullidos interrumpieron sus cavilaciones. La fiera arremetida de
Xahanaví costó la vida de dos toltecas; cuando la guardia quiso reaccionar,
los dos guerreros siguientes aplastaron, en sangriento cuerpo a cuerpo, la
segunda fila de custodios. Tzinaho saltó sobre el cuerpo moribundo de
Xahanaví, se encaramó a la litera, repujada en oro, arrancó la colorida
cortinilla y clavó sus ojos de fuego y sangre en el emperador, gritándole:
- Muere, cerdo. . .
Una y otra vez, el afilado cuarzo blanquecino del venablo desgarró las
carnes mortales del “hijo del Dios”. Un fuerte lanzazo en el flanco le hizo
detener la carnicería, se revolvió como fiera rabiosa- y chuzó al guerrero
tolteca. En tres ágiles brincos ganó la espesura de la maleza, y corrió hacia
el Sur.
Estaba solo; sus seis compañeros yacían entre cadáveres enemigos, pero
el emperador estaba destrozado, y su pueblo de la selva descansaba en la
paz de la venganza.
140

La confusión ganó a la tropa tolteca: “el emperador ha muerto”, se repetía
de boca en boca. Por fin un oficial, en medio del caos, designó tres docenas
de guerreros para perseguir –y capturar con vida- al homicida:
- Responderán con sus cabezas, si no traen esa fiera a nuestro altar de
sacrificios. . .


           El último mexahuan comenzó su cacería. Durante dos jornadas
estudió a sus perseguidores. La vanguardia eran tres rastreadores
xoncotíes; debía estar siempre detrás de estos bravos que, como él, sabían
leer los ocultos mensajes de la jungla. Analizó el funcionamiento de la
formación enemiga. El amplia flanco armaba un extenso arco, en cuyo foco,
pretendían cercar al fugitivo. Por seis veces, durante la jornada, los toltecas
se comunicaban mediante dos breves acordes de un agudo silbato. Se
reunían sólo al anochecer donde cenaban y descansaban bajo estricta
guardia rotativa.
           Tzinaho decidió atacar durante el día, e ir bajando a sus
oponentes cargando desde un flanco hacia el centro del abanico.
           Avanzaba el tolteca, lento y cauteloso. Como a sus compañeros,
le preocupaba haber perdido el rastro del salvaje. Si éste huía no podrían
volver sin riesgo de ser ejecutados, pero más le atemorizaba el formar un
extremo de la escuadra, con selva impenetrable a su alrededor y sólo a su
derecha, a pocos centenares de metros, marchaba oculto un compañero.
Toda su vida había transcurrido entre montañas, y le desazonaba esta
búsqueda en la selva. No tenía miedo, pero siempre había enfrentado
enemigos visibles. Iba a matar ó morir, y, muchas veces arrostro la muerte
cara a cara. Pero todo le resultaba imperceptible en esta masa vegetal
insondable. Sólo los claroscuros de esta densa maleza, las espesas nubes
de mosquitos, y los aguijones de los tábanos perforando su túnica hasta el
hastío. Su único sueño era el pronto retorno a la paz de las montañas, sus
amplios horizontes, y cualquier circunstancia que lo aleje de la agresión
fitofóbica de esta jungla salvaje. Anhelaba la frescura de su choza de pirca,
y la serena paz que le invadía arando la tierra para sembrar maíz. Añoraba
dormir junto al suave cuerpo de su mujer, observando por su ventana un
cielo azul negro orlado de miríadas de brillantes estrellas. ¿Qué extraño
país era éste?; sin cielos ni lunas, sólo asfixiantes túneles espinosos,
atravesando un follaje denso y viscoso... Levantó la vista, y se encontró con
un gigante broncíneo, semidesnudo, totalmente pintado de rojo, blanco y
negro. Quiso gritar, pero un puñal, en raudo vuelo, destrozó su garganta.
           Como entre sueños, oyó la voz lejana del mexahuan:
- Perdóname, tolteca, que los Dioses se apiaden de ti. . .
           En el postrer hálito de su vida, le parecía ver la majestuosa
belleza de los brillantes casquetes de hielo de sus volcanes andinos.
Cuando extrajo su arma del oponente, miró, fijamente, su rostro contraído
por el dolor final. Era un hombre de aproximadamente su edad; seguro
tendría familia en sus lares. Odió tanta muerte innecesaria. Jamás había
matado sin estricta necesidad. Sabía la vida era un conjunto
interconectado, cuya esencia debía respetarse para no alterar el delicado
equilibrio impuesto por el supremo hacedor. ¿Por qué debía morir este
hombre joven y sano? Para satisfacer la ambición de un necio reyezuelo?
141

Acaso, ¿no era único, irrepetible e irremplazable para quienes lo amaban?
El mexahuan lavó su cuchillo y sus manos, se sentía sucio, culpable y
frustrado por esta matanza que lo iba vaciando más y más. Nada le
devolvería el amor de su mujer, la ternura de sus hijos ni el bullicioso
alboroto de su aldea. Todo estaba perdido.
            Sabía, con certeza, que lo mejor de sí murió con la masacre de
su pueblo. Sólo había supervivido su fibra más sórdida, su instinto de
bestia; un demonio vil y sanguinario, para nada superior a los toltecas.
Cerró los ojos del –circunstancial- enemigo, quitó el silbato de su mano, y
reinició su guerra privada. Nueve toltecas dejaron la vida durante esa
jornada; y sólo al caer la noche advirtieron, sus compañeros, las bajas. El
terror fue ganando a los perseguidores. Los guías xontoníes afirmaban que
el mexahuan no era humano, sino el mismo demonio, silencioso y mortífero;
y que, seguramente, los devoraría a todos al ampara de la noche.
- Son ridiculeces –acotó el oficial del imperio- es sólo un hombre; ó ¿acaso
no vimos sus rastros de sangre en la maleza?
            Por la mañana la situación no mejoró; los xontoníes habían
desertado y la moral de la tropa era insostenible. El jefe reunió a sus
hombres, advirtiendo:
- Cazaremos a este salvaje, aunque dejemos la vida en la empresa, la
deserción se pagará con la muerte, si es que antes no los encuentra el
mexahuan.
            Se diseñó una nueva estrategia; irían en parejas y se
reagruparían al mediodía para evaluar la marcha de los acontecimientos.
            Estaba el sol en el cenit cuando se reunieron los restos de la
patrulla, incluyendo al jefe quedaban ocho guerreros. Imposible determinar
si las bajas eran por muerte ó deserción; ¿qué más daba? Tampoco era
consecuente indagarlo. Comieron en silencio, con los ojos despavoridos
auscultando la jungla impenetrable, tratando de advertir la oscura muerte
acechando desde la imponente copa de los gigantes de la selva.
Repentinamente, una saeta envenenada hincó el dorso de un bravo, que
cayó entre quejidos y sollozos, retorciéndose de dolor. . .
- No quiero morir. . gemía, renegando ante lo inevitable.
            Pero el curare fue, una vez más, certero, y la muerte, piadosa,
llevó prontamente al agonizante. Cinco toltecas se dispersaron en la
maleza, aullando de terror.
- Deténganse, imbéciles. . . Bramaba el oficial; más fue inútil.
            Al poco tiempo sólo se oían los gritos de los guacamayos y los
chillidos de los monos en los altos árboles circundantes.
            Los dos toltecas se miraron en silencio; el jefe, sentado en la
grama, clavaba su lanza jugando con la corteza de un grueso tronco, por
fin, musitó:
- No podemos volver; seríamos ejecutados; nuestra única alternativa sería
asilarnos en algún pueblo de la costa.
            Su compañero, un hombre bajo, robusto y nudoso, veterano de
cien guerras imperiales, asintió en silencio, acotando:
- Es cierto, lo penoso y burlesco es que, como el mexahuan, también
hemos perdido pueblo, hogar, familia. . .
            Caía, lentamente, la noche en la espesura. El umbrío silencio
sólo era interrumpido por el chistido de las lechuzas y el zumbido del vuelo
142

rasante de los murciélagos. Los toltecas encendieron fuego para ahuyentar
las alimañas nocturnas, y, mirando la caprichosa danza de las llamas entre
los leños, meditarían, quizás, en sus lejanas familias, en la áspera ladera
del Ande amigo y en las misteriosas burlas de la vida. Sus rostros, mustios
e inmóviles, parecían tallas doradas brillando en las sombras.
Repentinamente, el oficial imperial levantó la vista; frente a él, parado
inmóvil, con un venado al hombro estaba el mexahuan. Tzinaho depositó el
gamo a los pies del tolteca, diciendo:
- Ha sido larga y dura la lucha; los hombres deben comer.
- Comamos, pues, hombre de los jaguares –contestó el jefe -.
           En silencio, como viejos camaradas, cocieron a las brasas, la
ofrenda de paz de los dioses.
- Es absurda esta guerra, tolteca –afirmó el selvático -.
- Es cruel y demente como toda guerra, mexahuan, las disponen cobardes
para que mueran valientes. Triunfan los soldados para que se enriquezcan
reyes, nobles y sacerdotes. Yo era constructor, antes del Imperio, cortaba
certero la piedra a bisel, para trazar muros perfectos. Amaba cada casa
construida como a un hijo emergiendo del vientre de mi compañera. Creaba
de la nada; daba vida a rocas muertas y maderos informes. Después vino la
guerra, interminable; matar y ver morir, amigos y enemigos, todo daba lo
mismo. Siento que atrás, muy lejos, quedó vagando perdido el hombre que
hubo en mí. .
- Nada tengo contra ti, hombre de las montañas, ni nunca lo tuve. No
puedes volver a tu país, y las cenizas del mío quedaron junto al río.
Además, - acotó Tzinaho- tres hombres pueden más que dos. . .
- Sea, entonces, mexahuan, - afirmaron los toltecas -.
El amanecer iluminó tres hombres, adentrándose en la espesura,
marchando al sur – Nunca, nadie, jamás, supo de ellos.

                                     EPÍLOGO

          La muerte del emperador Anahuatl dejó acéfalos sus dominios.
Hitzanet, el príncipe, era un pobre demente, incapaz de gobernar. Los
diferentes clanes, aspirantes al poder, iniciaron una guerra fratricida. Las
luchas intestinas posibilitaron interminables revueltas de todos los pueblos
oprimidos por el yugo del imperio. Una a una fueron desgranándose las
piezas del reino del Quetzal. Los toltecas se desperdigaron en numerosos
feudos, formados por varios clanes cada uno, y, subsistieron, en forma
relativamente independiente, hasta sucumbir al dominio Azteca.
          En una lejana aldea, de la costa del caribe, los poblados vecinos,
observaban, con estupor, surgir de la tierra hermosas viviendas de piedra,
reemplazando las chozas de palma.
          Entre los adolescentes de la comarca comenzaron a practicarse
extraños ritos de la cacería del jaguar.
          Después llegaron los españoles, y los sueños de América
quedaron transformados en sombríos recuerdos.
143

Nació Guillermo Amilcar Vergara en Florida, provincia de Buenos Aires, el 22
de enero de 1948. Egresó como geólogo de la Universidad de Buenos Aires.
Trabajó en su profesión en entes públicos y privados, en geología del petróleo,
minería y aguas subterráneas. Publicó 63 trabajos de investigación científica en
eventos y revistas nacionales e internacionales, incluyendo Francia y Cuba.
Las inquietudes políticas ocuparon lugar paralelo en su vida, siendo dirigente
estudiantil en 1966, contra la dictadura de Juan Carlos Onganía. Sus orígenes
datan del nacionalismo católico, que, a su ingreso a la universidad vira hacia
posiciones de “cristianismo y revolución”. En 1973 adhiere a la Organización
Montoneros, trabajando en proyectos de base para organización de
cooperativas de trabajo rural. En esas instancias adhirió a propuestas y
trabajos realizados por los equipos de sacerdotes y laicos que acompañaban a
Monseñor Enrique .Angelelli, a quien dedica este libro. Fue detenido en julio de
1976. Con el advenimiento de la democracia se radica en Tucumán, donde con
otros compañeros, trabajamos juntos en la Renovación Peronista. Nuestra
propuesta fue la suplantación de modelos caudillistas anacrónicos por nuevas
dirigencias comprometidas con la planificación acabada de toda la acción
política, “aggiornada” al presente, con vocación de futuro. El presente libro de
cuentos cortos, relatos y ensayos tiene aristas de ficción y raíces reales que
ayudan a comprender nuestra América precolombina: los genocidios
imperialistas de incas y toltecas; la zaga de la Nación Araucana y la mentalidad
“pro-feudal” de la dictadura 1976/1983. En lenguaje llano y frontal, Vergara
dice, lo que siente… La Secretaría de Derechos Humanos a pedido de la
Asociación de Ex Presos Políticos de Tucumán, gestionó esta impresión; en
concordancia con la línea reivindicatoria de los DDHH, impuesta en Argentina
desde 2003, y, con idéntico compromiso, por parte del Gobierno de Tucumán.
Creo importante difundir “Indeleble y otros relatos del militarismo genocida y la
esclavización latinoamericana”. Es otra, de las tantas facetas que tiene la
verdad, en nuestra América, y la militancia “Montonera” en Argentina.

C.P.N. José Vitar. Secretario de Estado de Relaciones Internacionales de la
Provincia de Tucumán. Argentina.


"Causas externas intervienen y se conjugan pergeñando esta obra. Pero lo
hacen por intermedio de las abstracciones internas, en la medida que éstas
últimas lo permiten. Carrusel de personajes con luces y sombras en constante
puja. En sus acciones el lector avizora cuál de ellas triunfa.”

Ester Gladis Pereira


Portada: Guillermo Vergara (h)

Más contenido relacionado

PDF
Ibarguengoitia jorge los relampagos de agosto
DOCX
Martin fierro
DOCX
Segunda serie(la mitad)
PDF
Lanchas en la bahia
PDF
Yourcenar marguerite memorias_adriano
PDF
CUENTAS SALDADAS (1978) Mary Gordon
PDF
EL ÁNGEL DE PIEDRA (1964) Margaret Laurence
PPT
Lapoe si aapartirde1939
Ibarguengoitia jorge los relampagos de agosto
Martin fierro
Segunda serie(la mitad)
Lanchas en la bahia
Yourcenar marguerite memorias_adriano
CUENTAS SALDADAS (1978) Mary Gordon
EL ÁNGEL DE PIEDRA (1964) Margaret Laurence
Lapoe si aapartirde1939

La actualidad más candente (19)

PPT
Un poco de cultura literaria :D La poesía de 1939
PDF
Amalia por jose marmol
PDF
Una larga cola de acero fpmr
PPSX
Hasta La Eternidad
PDF
ESPEJISMOS (2007) Rosa Romá
PDF
La bomba debajo del pecho matias sanchez ferre
DOCX
El discurso que no será
PDF
Nerval aurelie
PDF
Escucha mi voz. Antología de poetas mexicanas
PDF
OURIKA (1821) Claire de Duras
DOC
Yo estuve en Venus
PDF
Grafias
DOCX
Narrativa de posguerra
DOCX
Actividad de tercer año - Cátedra Bolivariana
PDF
Recitandopaz2º
PDF
La gran miseria humana
PDF
Dos horas antes del alba Julio Sosa
PDF
Dos horas antes del alba julio sosa
DOC
Poemas Radio Web Edicion03 Programade Ingrid Odgers
Un poco de cultura literaria :D La poesía de 1939
Amalia por jose marmol
Una larga cola de acero fpmr
Hasta La Eternidad
ESPEJISMOS (2007) Rosa Romá
La bomba debajo del pecho matias sanchez ferre
El discurso que no será
Nerval aurelie
Escucha mi voz. Antología de poetas mexicanas
OURIKA (1821) Claire de Duras
Yo estuve en Venus
Grafias
Narrativa de posguerra
Actividad de tercer año - Cátedra Bolivariana
Recitandopaz2º
La gran miseria humana
Dos horas antes del alba Julio Sosa
Dos horas antes del alba julio sosa
Poemas Radio Web Edicion03 Programade Ingrid Odgers
Publicidad

Destacado (20)

PDF
Cartera de serveis rd 1030 2006 boe
PDF
G sexta preescolar
PDF
Proyectode ordendel día. Parlamento europeo. Estrasburgo. Abril 2013
PPTX
Power point aplicacion interactiva-uch
DOC
Participación de la mujer en espacios de poder y alta responsabilidad en Chile
PPT
Pres web
PDF
Vortrag Finger - Forum 4 - Windkraft - VOLLER ENERGIE 2013 - Regionale Steuer...
PDF
Guia 5ª sesión cte secundaria 2015
PPTX
Mobile Apps mit Mehrwert (by CSS)
PPT
Fitur 2010
PDF
Piensa conmigo 2do_primaria
PPTX
Die jahreszeiten
PPTX
Segundo indicador de desempeño III Periodo
PDF
Vortrag Schwegle - Forum 2 - Quartierskonzepte - VOLLER ENERGIE 2013
PPTX
Comunicacion
PDF
Stabi Jahresbericht 2013
PPTX
Comunicacion
PPTX
Stolpersteine in Birkenfeld
PPT
Erfolgsfaktor Bestellprozess
PPTX
Cartera de serveis rd 1030 2006 boe
G sexta preescolar
Proyectode ordendel día. Parlamento europeo. Estrasburgo. Abril 2013
Power point aplicacion interactiva-uch
Participación de la mujer en espacios de poder y alta responsabilidad en Chile
Pres web
Vortrag Finger - Forum 4 - Windkraft - VOLLER ENERGIE 2013 - Regionale Steuer...
Guia 5ª sesión cte secundaria 2015
Mobile Apps mit Mehrwert (by CSS)
Fitur 2010
Piensa conmigo 2do_primaria
Die jahreszeiten
Segundo indicador de desempeño III Periodo
Vortrag Schwegle - Forum 2 - Quartierskonzepte - VOLLER ENERGIE 2013
Comunicacion
Stabi Jahresbericht 2013
Comunicacion
Stolpersteine in Birkenfeld
Erfolgsfaktor Bestellprozess
Publicidad

Similar a Cuento indeleble (20)

DOC
Revista gente 1977
PDF
No 11 del_29_abril_al_2_mayo
PDF
Tiempo de silencio
PPT
La fatalidad en Crónica de una muerte anunciada
PDF
Los hombres obscuros - Nicomedes Guzman
PDF
Maneras de Bien Soñar : Francia
PDF
No 09 del_15_al_18_abril
ODP
Generación del 98 4 eso
DOC
La soledad de américa latina
PDF
Tristan tzara siete manifiestos dada
DOCX
La soledad de américa latina gabriel garcía márquez
PPTX
Clase 3. Paso 1
PPTX
GALDÓS 10.pptx
PPTX
CLASIFICACIÓN TEXTOS RECREATIVOS
PDF
Ensayo gen de la violencia colombiana
PPTX
EL MATADERO de Echeverría power point de la cátedra.pptx
PPTX
DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL NÓBEL DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
PPT
Lapoe si aapartirde1939
PPT
La poesía a partir de 1939
PPTX
Powerpoint micro relatos
Revista gente 1977
No 11 del_29_abril_al_2_mayo
Tiempo de silencio
La fatalidad en Crónica de una muerte anunciada
Los hombres obscuros - Nicomedes Guzman
Maneras de Bien Soñar : Francia
No 09 del_15_al_18_abril
Generación del 98 4 eso
La soledad de américa latina
Tristan tzara siete manifiestos dada
La soledad de américa latina gabriel garcía márquez
Clase 3. Paso 1
GALDÓS 10.pptx
CLASIFICACIÓN TEXTOS RECREATIVOS
Ensayo gen de la violencia colombiana
EL MATADERO de Echeverría power point de la cátedra.pptx
DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL NÓBEL DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Lapoe si aapartirde1939
La poesía a partir de 1939
Powerpoint micro relatos

Cuento indeleble

  • 1. 1
  • 2. 2 INDELEBLE Y OTROS RELATOS DEL MILITARISMO GENOCIDA Y LA ESCLAVIZACIÓN LATINOAMERICANA GUILLERMO AMILCAR VERGARA
  • 3. 3 A Monseñor Enrique Angelelli Y todos aquellos, que abonaron con su sangre generosa, el venerable sueño de una América, con amor y libertad 17/06/1923 – 4/08/1976
  • 4. 4 LAS BÚSQUEDA DE LA VERDAD ES UN CAMINO EL TRIUNFO DE LA VERDAD, UNA ESTRATEGIA Nuestra Argentina ha vivido, a través de su frondosa historia, holocaustos de barbarie, donde los responsables, individual ó colectivamente, jamás se arrepintieron, no tuvieron, atisbos de remordimiento, la mínima autocrítica, ni una pizca de pena ó tristeza por tantas vidas tronchadas, en honor a la nada. “Indeleble” es una falacia acerca del arrepentimiento de un conocido general, defendiéndose de los embates de su propia conciencia. “Noctiluca” es la añoranza de la lejana niñez, siempre tan grabada en lo más recóndito de nosotros. “Pienso, luego existo”, es una paradoja que intenta transitar los límites sutiles, casi inexistentes, entre las presuntas realidades de nuestra estancia. Quizás el espíritu humano tiene sellos inmanentes que lo amalgaman a realidades donde no se respetan las libertades individuales, y la “democracia” (¿cuál democracia?) es un burdo disfraz que mimetiza la megalomanía, las ambiciones, la fiebre del poder, por el poder mismo. “El Secuestro” intenta narrar otro eventual camino, en la búsqueda de la verdad. “Mi alumno” es la incógnita del sentido de la vida al enfrentar el cataclismo, inevitable, de la muerte. Sólo el conocimiento superador promoverá una aproximación a la verdad. “Francotirador” es un relato que concluye posibilidades de superación de los dramas vivenciales y psicológicos que perturban nuestra vida Trabajando en el desierto de La Rioja me detuve, muchas veces, en algún ranchito, a pedir agua fresca, ó sentarme con los llanistos a tomar algún matecito. Era tan mezquina y precaria la vida de estos viejitos, a los que sus hijos, todos emigrados a las urbes, les traen sus nietos “para que los críen”. “Larga sed de María” pretendió ser un cuento ortodoxo, con planteo, trámite y desenlace, plagiando un poco la genial técnica de Horacio Quiroga (con el universo de saber y dolor que nos separan). Pretendía ser una fantasía, y terminó, graciosamente, esbozando un fiel correlato de la vida de tantos riojanos pobres. “Futuro imperfecto” es un ensayo sobre un mundo que se auto fagocita, que ya no se soporta a sí mismo...Nuestro mundo. “Cuchiyo del mishmo palo” es una fugaz ingresión a la marginalidad, su antítesis de vida, y la carencia de salidas posibles ante la normalidad de la barbarie. La existencia es un tormento, y la muerte, en espirales de violencia, sólo un lógico desenlace. Hurgando el arcón de los recuerdos surgió “Maikel”, uno de esos incidentes de la incipiente juventud, tan remota que parece ajena, que, no obstante, nos marcan para siempre. Un jovencito y un anciano conviven parajes de ensueño y pesadilla. “Ignota muerte de Ernesto Rojas, un montonero” un breve enfoque a la derrota del Chacho, en Caucete, las desbandada y la muerte del aguerrido ejército riojano. “Caída libre” es un grotesco, pequeñas digresiones que ofrece la estancia. “Los del 60” inicia una serie de relatos, con los tres siguientes, que permite conocer, desde mi humilde punto de vista, la historia del calvario de una generación, lúcida e irreverente, de nuestra, hoy, devaluada, Argentina.
  • 5. 5 “Pérdida de la Santidad” relata una modesta experiencia, que señala un rumbo eventual hacia una comunidad organizada. “Juramento Hipocrático” intenta llevarnos a una situación límite, la relación entre el torturador y su víctima. La necesidad de satisfacer patologías sádicas El eventual triunfo de la fuerza, de quien se sabe carente de la verdad, sobre quien la detenta. “Contrainteligencia” relata la vida de los presos políticos, hostigados, hasta el hartazgo, por los agentes encubiertos, de los servicios de inteligencia, de la dictadura militar. “Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!” es una crónica del patético mundo de los avaros. Muchas veces nos preguntamos cómo gente tan despreciable pueden acuñar inmensas fortunas. Es sencillo: son miserables. Laberinto intenta descubrir las interacciones entra las culturas incaicas y calchaquíes, la conquista de los metales, y la explotación imperialista para la sóla satisfacción de poseer el oro. Todo ello en una realidad con la barbarie al acecho. Aurelio del Pehuén es una fantasía, casi real, de la zaga defensiva de la Nación Araucana ante la autodenominada “conquista del desierto”. “No hay enemigos pequeños” pretende interpretar la súbita desaparición de los culturas militaristas genocidas (Mayas y Toltecas), precursoras de la decadente barbarie Azteca. Guillermo Amilcar Vergara/2010.
  • 6. 6 INDELEBLE Cae como gotas de fuego, sobre el alma del que la vierte. José Hernández. Siempre lo habían exasperado los preparativos para las fiestas de gala. Se sumaban la lentitud crónica de su esposa, para acicalarse, a la ridiculez que siempre sentía al vestir el atuendo militar ciudadano. La única indumentaria digna y cómoda, para su concepto profesionalista, era el equipo de sarga verde oliva – de combate - ; que le hacían sentir holgado, cómodo, y con facilidad para cargar las armas y correajes de guerrero. Afortunadamente, era un hombre meticuloso, ordenado hasta el hartazgo; para satisfacción personal y engorro de quienes lo rodeaban. Tomó la funda de cuerina, abrió el cierre, y extrajo con cuidado la chaqueta de hilo blanco, con brillantes botones dorados. A pesar de haber superado – con holgura – los sesenta, el entalle ceñía su cintura como veinte años atrás. Buscó sus medallas en una caja de caoba y enfrentó el espejo para acomodar sus distinciones laborales. ¡Tantos honores y ningún combate¡ - comentó esa vocecita impertinente que, últimamente, opinaba con total libertad sobre todos sus asuntos -. Repentinamente, con horror, advirtió una impactante mancha bermellón en la pechera izquierda de la prenda. Era un círculo rojizo, de aproximadamente cinco centímetros de diámetro, de aspecto rezumante. Apoyó un dedo en la mancha y la percibió tibia y mojada. Su índice quedó enrojecido. No quiso indagar la causa de la anomalía, sólo le preocupaba, de momento, tener una chaqueta en condiciones para concurrir al casamiento de la hija de su camarada Pérez Battaglia. Con firmeza y precisión cepilló la irregularidad, usando agua tibia y jabón. Por fin quedó sólo una tenue aureola rosada, casi imperceptible. Llamó a la mucama, requiriendo que, prestamente, la repase con la plancha. En contados minutos le fue reintegrada, todavía humeante y con el agradable aroma a vapor y aprestos. Calzó la prenda con impaciencia, no exenta de una creciente dosis de inexplicable angustia. Enfrentó, nuevamente, al espejo, sintiendo el corazón galopar, descontrolado, en su pecho. Si, no era ilusión, la mancha había reaparecido y parecía latir, sanguinolenta, burlona y desafiante, al compás de su aterrado ritmo cardíaco. Cayó, derrumbado, sobre su amplio sillón de pana verde; a los manotazos se arrancó la chaquetilla, y, con un sordo ronquido, llamó a su mujer: - Clara - ¿Qué necesitas? Ingresó, presta, elegante en su largo vestido negro, con esa distinción característica de las “mejores familias”. Recordó el lejano diálogo con su difunto suegro: “Sos un triste hijo de inmigrantes, con mi dinero y prestigio tendrás una brillante carrera militar. Una sola condición te impongo, no quiero que hagas infeliz a mi hija, sé que sos mujeriego, por lo tanto tu vida deberá ser en lo público, un ejemplo, o irás a la ruina...”. - No puedo concurrir al casamiento, hazlo en nombre de los dos, y discúlpame por una indisposición pasajera. - Pero, realmente, ¿qué te sucede...? - Mejor mañana conversamos... Algunas noches parecen eternas, y ésta la fue. En meticulosa requisa de su amplio placard comprobó que todos sus sacos, camisas, cardigan y pulloveres
  • 7. 7 habían adquirido la mancha roja. ¡Es sangre!, repetía en forma monótona la vocecita punzante. - Cállate, por favor, es imposible, no puede ser sangre... - Está bien, seamos lógicos y busquemos una salida a este problemita. Hagamos memoria y escarbemos en el pasado. - De acuerdo, concedió, impotente de contradecir a este fantasma engorroso y vocinglero. - ¿Te acuerdas, en 1976, en el Batallón de Arsenales...? - ¡Cómo no hacerlo!, era gobernador y jefe militar en la Provincia... - ¿Recuerdas las órdenes del Comando del III Cuerpo, sobre ejecución de detenidos, donde se estableció el código de sangre y de silencio, por el cual, los jefes máximos siempre apretaban primero el gatillo? - Tengo todo presente, pero no sé, adonde pretendes llegar... - Había una detenida, una rubita, estudiante del primer año de Medicina. - Si, recuerdo que le encontramos un póster del Che Guevara. - Si, era peligrosísima... - Bueno, no para tanto, era sólo una “zurdita” no encuadrada. Pero con el tiempo llegarían a lavarle el cerebro a nuestra juventud. - Seguro que vos serías mejor referente para los jóvenes. Al menos el Che cayó en combate... - No advierto que todo esto tenga alguna relación con mi problema. - Veremos... ¿Recordás que esta chica, en una sesión de tortura, a la que concurriste, rogaba por favor, que la maten, pero que no la violen más... ¿ y los comentarios que te hicieron los integrantes del grupo de tareas? (“era una virgencita cuando llegó...”). - Yo jamás violé a una detenida. - Pero consentiste que lo hicieran, siendo el jefe máximo, da lo mismo... - Ahora te empeñas en transformarme en el Anticristo... - Si no querés aclarar las cosas, irá sólo en tu perjuicio... - Prosigamos, ya no me quedan alternativas; todos mis caminos, mal o bien, ya fueron recorridos... - Era una noche de otoño, había órdenes, del Comando, de ejecutar a diecisiete detenidos; y, tal como era costumbre, tú debías iniciar el ritual con el primer fusilamiento. Debes recordar, nítidamente, cuando al inclinar hacia delante la nuca de la detenida, por el borde trasero de la capucha asomaba su cabello rubio pajizo. Pensaste unos segundos ¿por qué esta criatura? ¿qué hizo para que la matemos...?. Pero debías dar el puntapié inicial, apoyaste el caño de la 9 milímetro sobre la nuca, y apretaste el gatillo. Un buen soldado no piensa, sólo obedece. Ingresó a tu mente la figura de su madre, durante una audiencia que, a las cansadas, le otorgaste en el Comando; “por favor General, devuélvame a mi hija” sollozaba la pobre mujer de rodillas... Y tus respuestas eran los lugares comunes,”su hija jamás ha sido detenida por el Ejército”... “Quizás se la llevaron sus compañeros de la subversión...” “Nada sé de su hija...”. Te retirabas, tratando de disimular un incipiente malestar, cuando te detuvo el Cabo Primero, el correntino... - Mi general, ¿me permite? - ¿Qué le pasa, Ramírez? - Su chaqueta está manchada de sangre...
  • 8. 8 Y miraste, y tocaste, un enorme lamparón rojo en tu pechera izquierda. Y te quitaste el blusón verde oliva y se lo entregaste al “zumbo”. - Por favor, quémelo... - Como usted ordene, mi General. Mientras conducías el Falcon verde, recorriendo el breve tramo entre el campo de detenidos y tu residencia, algo te carcomía el cerebro. Toda tu experiencia en balística indicaba, que era imposible que la sangre salpique, con tal intensidad, en contra del sentido del impacto del plomo. Por la mañana, el Cabo Primero se presentó al comando, solicitando verte. “¡Qué impertinencia!”, pensaste, ordenando que”no se te moleste...”. Es que parecía retumbar en tu mente la explosión del disparo y el seco crujido de los huesos del cráneo al reventar...”es mi única hija... se lo ruego, General”. A primera hora de la tarde, tu asistente, el Mayor Gruber, te informó: - Se suicidó el correntino Ramírez, colgándose con su cinto de una viga, y dejó una carta para usted, mi General. Depositó un sobre blanco con tu nombre sobre el vidrio impecable, brillante, del escritorio. Lo abriste a solas. Era un trozo de sarga, manchada con sangre, aún fresca. Los bordes de la tela parecían chamuscados. Una breve esquela decía: “Mi General, la tela manchada parece incombustible, la impregné con kerosén, pero no se quiere quemar. Dios me perdone”. Desde tu helicóptero personal, a una altitud de varios miles de metros sobre la selva, arrojaste el trocito de tela manchada. Y todo quedó olvidado, hasta hoy. - ¿Por qué hoy? ¿Por qué ahora? - Ignoro esas respuestas, son sólo patrimonios de Dios... - Pero, acaso ¿tú no eres Dios?... ¿Quién eres, entonces...? - Infeliz, ¿crees que Él se rebajaría hablando un instante con alguien como tú? Y las carcajadas, impertinentes, retumbaron en las paredes de su alcoba. El amanecer, en su claridad, parece alejarnos del dolor de las sombras y el oprobio de tantos recuerdos horribles. Con delicadeza cortó un trozo de tela enrojecida de una vieja, casi inservible, camisa blanca. Buscó en la guía telefónica un laboratorio bioquímico, cualquiera, al azar, y llevó la muestra, solicitando la analicen: - ¿Qué quiere usted saber Señor...? - González – mintió- por favor, necesito saber grupo sanguíneo y Rh, le dejaré pagado por anticipado, así, simplemente, indago el resultado telefónicamente. - Llame después de las 18 horas, repuso el sorprendido facultativo. No quiso regresar a su casa, era imposible ofrecer explicaciones sobre lo insondable. Caminó toda la tarde por la ciudad, recorrió los bosques de Palermo, admirado y extasiado por el juego de los niños y el abrazo amoroso de los adolescentes. Algunas chicas eran rubias “¿qué hizo para que la matemos?”. Se hicieron las seis de la tarde, y del teléfono público de un bar, llamó al Laboratorio. El bioquímico, estupefacto, lo indagó: - ¿Qué me trajo usted, Señor González? - ¿Por qué me lo pregunta, acaso no es sangre...? - Mejor diría son sangre, es una mezcla de todos los grupos sanguíneos y Rh posibles. Cada vez que repito el análisis, da resultados diferentes. Como broma, es de muy mal gusto.
  • 9. 9 Cortó la llamada, temeroso de dar explicaciones incoherentes, impotente de penetrar, -aún más si cabe- en el tenebroso misterio que invadía, abruptamente, su existencia. Regresó a su casa, e inmediatamente se encerró, con doble cerrojo, en el estudio. Monologaba. - ¿Dónde estás,... por qué no vuelves? Por favor, necesito hablar contigo... Pero nada respondía a sus desesperadas súplicas. Repentinamente, en un rincón del cielorraso fue surgiendo una mancha roja, y más allá otra, y otra más... Y las gotas escarlatas caían sobre el parquet, sobre los acolchados y los muebles. Las gotas de sangre también caían sobre el rostro dolido y aterrado del General. Abrió el secreter en la consola de su cómoda, y sacó su vieja nueve milímetros. Era una hermosa Browning, cromada, con cachas de nácar. Una joya que muchos le envidiaron. Una perla con triste historial. ...Remontó la pistola, introdujo el caño en su boca, apoyó el extremo en su paladar, y, sin dudarlo, disparó.
  • 10. 10 NOCTILUCA Se presentaba durante una noche cálida de verano. . Debía haber una tenue brisa desde el mar, para que ella descanse sobre este cabo que guarda la gran panza de la bahía. Nunca dejamos de visitarla, aunque era esquiva, si teníamos suerte cada año. Si no, cada dos. ..Éramos muchos primos, gran ventaja de las familias italianas. Demasiados primos para querernos y para pelearnos. Para golpearnos fuerte, si era necesario. Es bueno resistir, cuando se es niño, porque de grande la vida parece fácil. En una noche cualquiera, algún primo te tapaba la boca, mientras dormías. “Despertate, boludo”, te susurraban al oído. “Ya llegó…”. Nos juntábamos en la esquina, descalzos, cuchicheando los secretos de nuestro placer clandestino. Corríamos como desaforados las tres cuadras que nos separaban de la playa. Ella nos esperaba impaciente, como una virgen seductora de niños. Sabía que vendríamos, y podría acariciarnos las tersas pieles, y adherirse a nosotros, y correr por la playa, y rodar por los médanos. Una cuadra antes de la costa ya veíamos el mar brillante. Si, allí estaba, y jugaba con las olas. Nos esperaba con su manto de plata, para regalarnos todas las estrellas en esas noches sin luna. Aullando como demonios nos quitábamos las mayas y nos adentrábamos en el mar, hasta el primer banco de arena. Éramos muy buenos nadadores, seguiríamos hasta el segundo. Volvíamos a la orilla bendecidos por su milagro, nuestros cuerpos refulgentes saltaban en la arena mojada de la ribera. “A los médanos”, ordenaba alguno, yo ó cualquiera. Entre alaridos rodábamos feroces como demonios, complacientes como querubines, intolerantes como adultos. Desde el mar, nos impelía, suplicante, y volvíamos a zambullirnos entre las olas. Ella era nuestra, de nuestra exclusiva familia, de nuestro exclusivo secreto. Luego nos tendíamos, en la costa, a recibir mantos de sombras, con los cuerpos cubiertos por miríadas de algas fluorescentes. Éramos semidioses que brillaban en la oscuridad. Sabíamos que estaban formadas por organismos microscópicos, que eran plural, pero siempre le decíamos “ella”. Por las mañanas, nuestras primas, envidiosas y resentidas, reclamaban “¿por qué no nos avisaron?”. “Porque a ustedes no las dejan bañarse desnudas”. “A ustedes tampoco… ¿Por qué lo hacen?”. “Fácil, porque queremos” ¿Cómo explicarles que nuestros rituales, forzosamente, las excluían? “Siesta de ovejas” decía algún depredador, y salíamos al campo a pillar alguna. No cualquiera, debía ser grande y gorda. Y corríamos durante horas por los fachinales, hasta atrapar a “la elegida”. Entonces, en un ritual digno de los salvajes más feroces, uno por uno le orinábamos la cabeza. “Bautizada” la oveja, seguro que era hora de honrar una buena merienda, con pastelitos de dulce de membrillo. El dueño de las ovejas se quejó a la policía, llegó la denuncia y algún tío tuvo que recibirla, y presentarse a declarar Cuando volvía y contaba, las carcajadas de los viejos recorría la bahía “¿Qué podía responderme cuando le preguntaba qué delito era mear a las ovejas?”. Noctiluca era el alga, nuestra hermosa niñez perdida, el mar y los médanos. Cosas de chicos.
  • 11. 11 PIENSO…¿LUEGO EXISTO? Conducir de noche ejerce, en mi, un magnetismo especial,. Esta circunstancia se potencia si tiene lugar por carretera montañosa. Siempre he observado, con insistencia, a otros conductores, así puedo clasificarlos en dos grandes grupos: los estructurados y los instintivos. Los primeros realizan la tarea de una forma “racional”, en la que hasta los mínimos movimientos semejan una sesión ininterrumpida de actos “pensantes” en relación a los estímulos “causa-efecto” que les plantea el problema. Así establecen condiciones de prudencia esquemática sobre velocidades, ángulos de giro, estado del pavimento, en fin, todas y cada una de las variables que impone el sistema. En esa realidad la conducción se realiza con el cerebro, las manos y los pies. El segundo estilo de manejo es el “instintivo” donde el gobierno del automotor esta sujeto al mandato de todo nuestro sistema orgánico y las eventuales órdenes cerebrales son imperceptibles. Así, las condiciones de gobernabilidad del rodado están monitoreadas por los músculos dorsales, de acuerdo a su percepción de intensidad relativa de fuerzas centrífugas y centrípetas. Esta sensación es transmitida a manos y pies con una fugaz, casi indetectable, participación cerebral. Bajo estas circunstancias, nuestro sistema nervioso central es, mas un eslabón de tránsito, que un procesador de acciones. Los instintivos jamás racionalizamos nuestra conducción, no nos interesan los ángulos ni peraltes de las curvas. El cuerpo, sólo ira resolviendo los problemas, mas, no obstante, un acto tan escasamente intelectual abre un amplio abanico de dudas sobre su realismo, son tan sutiles los límites entre paradoja y fantasía. Bajábamos, transitando desde la Puna de Salta, cuando, a la altura de Santa Rosa de Tastil, Enrique, mi ocasional copiloto, increpó. -¿No te parece que tomaste demasiado rápido esa curva? Mis sistemas ingresaron en una veloz disfunción ante lo inesperado de la circunstancia, puesto que mi cerebro estaba profundamente comprometido en dos tareas: - Reflexionar sobre todos y cada uno de los pormenores del último viaje, ordenando y sopesando la información recibida. - Conversar nimiedades con Enrique, reprimiendo las eventuales disputas entre mis dos hijos menores, que ocupan el asiento trasero. En ese instante percibí, con horror, que mi yo consciente no estaba participando en absoluto del control del automotor que, rugiendo raudo, recorría, eufórico, la difícil cuesta. Entonces ¿quien era el responsable de las vidas de los cuatro ocupantes de esa cápsula de metales, plástico y cristal que, eventualmente, nos trasladaba? Respondí, cauto, “quédate tranquilo hermano, todo esta bajo control...” Comencé a reflexionar, si el patrón de velocidad-estabilidad del rodado estaba gobernado por las masas musculares localizadas entre los hombros y el hueco lumbar; y estas “ordenaban” las diversas acciones a brazos y piernas... ¿no estaban, acaso, asumiendo un rol “cerebral” oportunamente delegado por el contenido de nuestra caja craneana? Después de todo, muchos dinosaurios tenían un hemicerebro por ensanchamiento de la médula en la zona lumbar.
  • 12. 12 Pero este “cerebro alternativo” no tiene facultades intelectuales, solo recibe estímulos y emite órdenes. Es inhábil para responderle a Enrique que la velocidad imprimida era la adecuada. Imbuido del placer lúdico de las circunstancias paradojales comencé a explicarle, a mi circunstancial interlocutor, una nueva dimensión posible acerca de la ambigua traslación por carretera entre dos puntos, eventualmente, identificables del espacio. Las luces del automóvil dibujan una cúpula luminosa en la negrura ominosa de la noche. A través de esa mágica semiesfera fluye la cinta de asfalto por nuestros ojos, invadiendo nuestro cerebro con sensaciones de traslación y movilidad. Todo esto es ilusorio, porque, en realidad, estamos inmóviles, en un grado de estanqueidad rotunda y absoluta. Los centros neuronales, entonces, absorben esta emisión perpetua, transmitida por la cúpula lumínica, donde transcurre la ondulada cinta asfáltica. Las sinapsis sensitivas, entonces, generan nuestro sueño de traslación desde la Puna a Salta. En realidad, jamás hemos estado en la altiplanicie, y nunca llegaremos al Valle de Lerma. Estos lugares no existen, nosotros tampoco, y nuestros cuerpos son meras falacias. Quizás sólo seamos ordenadores interconectados, donde, los jugadores supremos, insertan discos compactos de ilusiones, plagados de cúmulos de sensaciones que otorgan credibilidad a estas fantasías... Enrique, incapaz de soportar por mas tiempo tanto, aparente, desatino, me interrumpió, esgrimió un trozo de lava basáltica y alegó. “Tengo en mis manos la prueba de que estuvimos en el volcán, puedes sentir su aspereza, su peso,...” “Estimado colega”, le espeté, “quien puede crear la ilusión de vida encontrará un juego de niños poner en tus manos pruebas que te convenzan que eres algo mas que un disco rígido. Si tuviéramos, tan pretendido albedrío ¿en qué consistiría el juego?”. Así como ignoramos la esencia y propósito de la movilidad, las razones de nuestra circunstancial esencia y la proximidad de nuestro eventual fin, ¿podemos concebir, en tanto orden, la contingencia del azar? ¿Podrá ser aleatorio el encuentro de dos “existencias” para promover un resultado conjunto? Mientras tanto, ante cada alternativa de eventual elección, imaginemos, aunque solo sea un instante, qué respuesta será la trascendente. Quizás, más allá de las semiesferas lumínicas y las cintas asfálticas, nos dejen entrever algunos someros atisbos de realidad.
  • 13. 13 EL SECUESTRO Era una reunión “muy importante” convocada por la plana mayor. Mi hastío, aún antes de comenzar, ya era insostenible. Volver a escuchar las mismas pavadas de las bocas de los figurones de turno, y reprimir mi insana y patológica necesidad de interrumpirlos con mis, a veces ingeniosos, sarcasmos. “No sé para que m… te invitamos, siempre salís cargándonos a todos”. Debía ser porque me necesitaban, ¡que angustiante percibir que tantos te necesitan, sin poder confiar en ninguno! Comenzó a hablar Roberto, bueno, se hacía llamar Roberto, y mantenía la falacia, a pesar de que sabíamos que era, simplemente, “el flaco Marcelo”. Una vez le pregunté por qué su alias, y me dijo que era de apariencia formal; “peor vos que nadie puede identificarte, ni nosotros, ni los negros malos, ni aún las autoridades con quienes negociás…”. “Decime la verdad flaco, no será que marcelito te parece algo afeminado para lo que querés representar en esta comedia, de violento supermacho implacable”. Siempre terminaban mal nuestras charlas, por exclusiva culpa mía, pero tengo la certidumbre que ocupaba un lugar de privilegio en el rango de sus escasos afectos, lo que, ciertamente, no era poco. Las palabras del dirigente me llegaban como desde neblinosas penumbras, mientras distraía mi vista en la detallada observación de los lujosos muebles, de madera tallada, que ornamentaban el recinto. Eran de roble norteamericano, en un estilo eo-escandinavo. Siempre me enorgulleció mi sapiencia sobre las maderas, a pesar de no haberlas estudiado (mi vida fueron las rocas), disfrutaba observando sus tonos, texturas, bandeado y nudos. El disertante describía el malestar de los negros malos por nuestros supuestos abusos, apañando las erróneas decisiones de la burocracia. Estábamos junto a un amplio ventanal, en el primer piso, que daba un perfecto panorama del parque, los canteros y las sofisticadas fuentes. Sólo el lejano alambrado olímpico, electrificado, me recordaba el clima de beligerancia donde estábamos inmersos. “Mirá, flaco”, le dije, “los negros de malos no tienen nada, hace años que soportan consumir lo que le damos, viviendo en condiciones de “menores recursos”, viendo pasar nuestros BMW.”(Siempre disfruté con la exageración de la falaz demagogia barata) Una mirada de reojo me hizo percibir que, en el parque, se movían en carrera, ágil y zigzagueante, varios centenares de negros malos. “Zás”, grité, “cagaron todas nuestra defensas, redujeron nuestra guardia periférica de élite” No entendí cómo superaron la cerca electrizada. Nada tenía sentido hasta que la palabra “traición” aulló en mi cerebro. “Todos al suelo” vociferé, “no ofrezcan resistencia”. Nada más oportuno, hubiera sido una verdadera masacre, y, quizás el objetivo primigenio de la mejicaneada. Alguno de los nuestros, un resentidito, seguramente, nos prefería muertos para ganar alguna pulseada de poder interno. Son inescrutables los caminos del Señor. Entraron al salón como una oleada oscura y abyecta, todos con sus Uzzi moviéndose en abanico para derrumbar cualquier acto sospechoso. Tenían el pasamontañas negro bajado, salvo el “comandante gordo” que operaba a cara descubierta. Su sonrisa blanca e impecable desbordaba la felicidad de tenernos, por única vez en su vida, a su merced. Se acercó y me tocó con la punta de su botín, recién lustrado. Su blusón de combate, verde oliva, regalo mío en su último cumpleaños, estaba impecable de tan lavado y planchado, sin manchas de tuco ni de vino tinto. “Vos parate, pelao”, me dijo. Señaló a seis de los participantes, integrantes de la mesa chica, “espósenlos a esos, van con
  • 14. 14 nosotros”. “Gordo” le dije débilmente, “esto es grave, es como un golpe de Estado…”. Nuestra férrea organización sociopolítica, estable en medio de su volatilidad, tenía un parlamento donde, equitativamente estaban representados los negros malos, dominantes territoriales y militares de los asentamientos de emergencia, las autoridades, ejercidas por la burocracia política y la OES (organización para el equilibrio social), representante de la clase media, más ó menos ilustrada, con sólida conformación político-militar y responsable de la seguridad, la justicia, la educación, la salud pública, la organización productiva y el equilibrio entre las otras partes. Cada sector tiene treinta representantes en el parlamento, elegidos democráticamente, por sus pares, cada cuatro años, y, sin posibilidad alguna de reelección, ni discontinua, ni alternadamente. La autoridad gobernaba a su antojo el núcleo urbano (en la realidad, porque en los papeles regía a todo el territorio) donde habitaba la burocracia y el comercio (interior y exterior). Por su parte, los negros malos intercambiaban servicios y prestaciones con los capitanes de la industria y los administradores de los fundos agropecuarios. Nosotros proveíamos la convivencia, nos identificaba el cóndor de oro bordado en la indumentaria y la desembozada ostentación de armamento. Éramos inimputables hasta por la ejecución misma de quien interpretáramos ponía en riesgo la paz social. La burocracia se sustentaba con el comercio interior y exterior. Los negros malos de la producción agroindustrial, hasta los niveles medios, aún cuando subsistieron al fuego revolucionario grandes fundos agropecuarios y multinacionales de la industria que empleaban como mano de obra negros malos, en condiciones más ó menos decorosas. Estos capitanes de la industria y el agro tributaban a la burocracia, y con ella entendían las condiciones de comercialización y/o exportación del producido. En numerosas ocasiones financiaban nuestros proyectos para autogestión de los negros malos. Nosotros vivíamos de la gran minería, la tecnología nuclear y electrónica de punta, desde celulares hasta aviones de combate, el petróleo y la generación energética. La pequeña y mediana minería (materiales de construcción, refractarios, bentonita, baritina, etc.) era potestad de los negros malos. La salud y educación de los negros malos eran nuestra responsabilidad. La burocracia tenía su propio sistema educativo, del que estaban excluidas la ciencia y la técnica. La infraestructura vial y ferroviaria, y los medios de transporte eran actividades consensuadas en el parlamento. La burocracia comprendía entre el 20 y el 30% de la población, nosotros no podíamos exceder el 1%, y los negros malos, que jamás aceptaron estas pautas, se reproducían como conejos, para trastorno del conjunto. Nuestros cuadros se seleccionaban de los negros malos, entre los mejores del ciclo primario, empero se sometían a un duro aculturamiento, incluyendo capacitación hasta posgrado, para insertarse, orgánicamente, luego de los 35 años. “Estamos hartos, hermano”, dijo el gordo, “tus jerarcas y la burocracia cada vez viven mejor, y nuestra gente, literalmente, come mierda…”. Me llevaron a un Jeep negro blindado con tres guardias, cargando a Roberto y los demás “responsables” en la caja de un furgón azul. Estaban graciosos apilados como cigarrillos en un paquete… Cuando llegamos a la portería el espectáculo era dantesco, todos nuestros guardias férreamente atados con precintos de fibra y encapuchados. Allí nos esperaba el gordo “¿Qué hacés, animal?” le recriminé, “si nos matás rompés tu
  • 15. 15 inserción al sistema, te convertís en un paria con graves perjuicios para los tuyos” El gordo rió, estruendosamente “la única vida que no tocaré es la tuya, si pude tomar tu cuartel general, ¿qué no podría hacerle a la autoridad?” “Una sola pregunta ¿cómo entraron?”. El gordo infeliz seguía riendo “con gas paralizante que me vendió un ruso, ex KGB”. Indicó a los guardias “llévenlo a su casa, y esperen con él, es nuestro garante” y luego, dirigiéndose a mí “¿puedo contar con que no dañarás a mis muchachos?”. “Los conozco desde que nacieron…”. El Jeep vivoreaba en el intenso tráfico vespertino, era un excelente conductor, acostumbrado a la difícil subsistencia de los asentamientos, donde un celular vale más que una vida. Yo iba sentado atrás, entre los nerviosos guardias. Llevaban al poder sobre todo, al padre que los alimentaba, al único que velaba por sus derechos. Hay tabúes que no pueden violarse, éste era uno de ellos. Desconecté cinco minutos las alarmas, y transcurrimos la calzada de piedra que llevaba a la cima de la colina, donde estaba mi refugio. Ningún negro malo, jamás, pisó mi propiedad, sentía particular afecto por ellos, pero, cada quien en su lugar. Cuando se abrió la puerta blindada, tras mi identificación retinal, el ordenador vociferó “los tres extraños no deben entrar”. “Está bien madre, los autorizo…” La máquina pensó casi diez segundos, y respondió “su proceder es inusual… ¿no habrá ingerido algún tóxico?” “Estoy bien, es largo de explicar, ya informaré cuanto corresponda”. Mi habitáculo es un círculo de vidrio, blindado y polarizado, con disimulados paneles corredizos que conectan con sanitarios, dormitorio y cocina comedor. Una vivienda inteligente, funcional y segura, carente de lujos innecesarios. Conecté el panel de la TV, en los canales de las noticias ocupábamos los primeros planos. Mis custodios guardaban un tenaz silencio, apagué las noticias que nada nuevo aportarían para mí, me senté al piano y los obsequié con las versiones de jazz moderno de Para Elisa, Naranjo en Flor y Concierto de Aranjuez. Durante el, por mi pergeñado, proceso de asimilación cultural de los negros malos corroboré la importancia que tiene la música en sus vidas, y, persistentemente exploté esa tendencia para desarrollarles un sentido artístico de la existencia. Esta premisa los transmutó hacia un buen gusto global en la arquitectura, el diseño urbano y la prevención permanente de todo tipo de contaminación. Sus asentamientos eran fiel reflejo de una visión colorida y dinámica de la vida, contrastando con los grises edificios de los burócratas y las parquizadas residencias nuestras, donde cada quien tiene un diseño arquetípico personal, regido por mimetización con los ancestros (colonial, morisco, francés, etc.). Cuando terminé de tocar, copiosas lágrimas brotaban de los ojos de mis guardianes, y empecé a hablar. “Nuestra sociedad es justa, con resabios de privilegios, pero abiertamente participativa. Hace pocas décadas ustedes eran parias, que comían poco y mal, estaban desvastados por la droga y el alcohol. Hoy son hombres libres, con salud, educación, y hasta los autorizamos a portar las armas, para defenderse de los parias, las mismas con que hoy me amenazan. Sé que toda obra humana es imperfecta, pero si hay alguna verdad es que siempre tuve gran preferencia por los negros malos y notorio desprecio por los políticos. Antes que Dios me castigara con esta horrorosa enfermedad (diabetes) pasaba noches enteras, con tinto, gruyere y aceitunas, coloquiando con el gordo para el mejoramiento de las condiciones de subsistencia, la gestión de financiaciones de obras y el misterio mismo del sentido de la existencia. Hoy los negros malos son quienes tiene
  • 16. 16 vida más saludable, vuestros asentamientos suburbanos y subrurales están entre granjas modelo, trabajan en contacto directo con la naturaleza, consumen los alimentos más sanos y frescos, producen en sistemas cooperativos de autogestión, privilegiados con fenomenales impuestos que sustraemos al bolsillo de los burócratas. Ustedes son transgresores, no controlan la natalidad, y luego se quejan de falta de celeridad en la generación de empleo. Siempre termino sacándoles las castañas del fuego. Hoy mis hijos dilectos me apresan como un paria. Sé que muchos jerarcas de la autoridad y la OES distan mucho de la perfección, pero ustedes saben que el poder tiene un oculto accionar degradante. El gordo, sin ir más lejos, vive como un jeque árabe”. Mi parloteo incesante los fue relajando, y, consecuentemente, bajaron sus defensas. De un panel oculto, bajo el teclado del piano, saqué mi espada de cromo-níquel, y arremetí contra ellos. “Uydió”, se quejó el más joven, “ahora nos mata…” Marcos, el oficial a cargo, cuyo padre era gran amigo personal mío, desenfundó veloz su Browning 9 mm, me apuntó y gatilló. Hubo un chasquido seco de bala fallada, y no tuvo más tiempo, de un planazo su arma voló por los aires. Los tres se arrojaron al piso: “No nos mate maestro, sólo obedecimos órdenes”. Marcos puteaba descontrolado contra el gordo y la corrupción imperante que favorecía que los fondos de los recambio de balas terminen en el bolsillo de sus jefes. Fue la única vez que salvé mi vida por acciones ilícitas ajenas. “Las culpas las tienen ustedes y las autoridades, de quienes copiamos tanto accionar indebido”, protestaba, El absurdo en medio de tanta confusión me hizo reír “Cállate hijo, que todos protestamos por lo mismo pero, cuando podemos disfrutamos sus beneficios…” Sunché con liga sintética las manos de Marcos hacia delante y a los otros dos (chicos de menos de veinte años) les puse esposas regulando sus cronómetros de apertura en cinco horas, tiempo más que suficiente para la huída. Mi vehículo había quedado en nuestro cuartel general, ahora en poder de los negros malos, el Jeep corroboré tenía GPS blindado, por lo que siempre traicionaría mi posición. Debía, entonces huir a pié. Introduje a los dos jóvenes en su vehículo, calcé unos botines trekking y emprendimos con Marcos, encadenado a mi cintura, nuestro raid al burgo. Portada una discreta automática 11,25, telemétrica-infrarroja, trescientos tiros en bandolera, seis granadas de cesio, un transmisor-receptor audiovisual GPS (con localización de contactos) y un morral con alimentos y agua. Instintivamente me dirigí a la selva gris burocrática, no porque pudiera recabar apoyo de sus jerarcas (debían estar todos bajo la cama) sino porque en Lacroze tenía un bunker secreto desde donde podía comenzar a tirar los hilos de esta descontrolada madeja. Debía atravesar todo el territorio de la OES, que, por nuestra propia seguridad, estaba poblado por desconocidos totales, compartimientos estancos, sólo conectados a la cima de la pirámide a través de complejas redes celulares. No había peatones, y los escasos automotores pasaban raudos e indiferentes. No podía esperar ayuda posible. Ignoraba las raíces del complot, quien lo promovía, contra quien era, si me quedaban amigos, donde estaban mis noveles oponentes. Alguien dispuso guardarme inactivo en mi casa, entonces, inicialmente, no tenían intención de matarme, pero estas circunstancias son tan dinámicas y cambiantes que nunca se sabe. Analizando un poco las cosas, deduje que el gordo puso balas truchas en las armas de mi custodio. Los negros malos querían que me salve, cómo averiguar el por qué…Tampoco sabía quienes de mi estructura fueron suprimidos, los que quedaban y cuales, eventualmente, me serían leales. .En
  • 17. 17 una esquina nos topamos, de improviso con un burócrata, en su típico traje gris, quien alzó sus brazos y quedó inmóvil al verme. Tenía un pase, colgando del cuello, que lo habilitaba, hasta las 20.00 horas, para estar en nuestro territorio, lo revisé, concienzudamente, y portaba un trasmisor, que terminó aplastado por mis botines. Sudaba copiosamente, seguro que su vida no valía, en ese instante, ni un mísero centavo. “Mátelo maestro” me dijo Marcos al oído, “es lo más seguro...”. Le hice abrazar un árbol, sunché juntas sus manos, y, descubriéndole su brazo le inyecté concentrado de LSD con morfina. Cuando despertara, en unas 12 horas, habría tenido tantos delirios que jamás recordaría qué había pasado. “Probable que era un buchón, maestro, siempre es mejor matarlos”. “No importa, Marquitos, ahora su cerebro está en un pedo sinfónico…” En la OES no hay transporte público, debía caminar hasta la selva gris para acceder a uno que me lleve a Lacroze. También podía matar a alguien, para quitarle el vehículo, pero todos eran blindados. Más probable era caminar quince kilómetros hasta la General Paz, y tener conductas un poco más ciudadanas. Nuestra marcha forzada nos llevaría a destino en un par de horas, y la campiña estaba fantástica, en un día templado y luminoso, que me recordaba cuán bello es nuestro paraje. Llegamos al linde cuando el crepúsculo teñía de índigo y naranja el cielo. Al silencio del territorio, el burgo oponía su bullicio enmarañado. Una pizzería llena de comensales me tentó, tenía hambre y la ansiedad la potenciaba. Mis raciones, si bien nutritivas, tenían un soberano gusto a bosta. Cuando entramos se hizo un silencio sepulcral, presurosos todos nos abrieron paso. “Una especial y dos cervezas, para llevar”, le pedí al cajero, quien se negó a cobrarme y presto nos trajo el pedido. Mientras caminábamos, estirando los hilos de la muzzarella, Marcos me recriminó “Maestro, está jodiendo su dieta…”. “Callate huevón, que entre la adrenalina que me hicieron segregar ustedes y la caminata, estoy realmente hipoglucémico”. Consultamos qué nos llevaría a destino y un canillita nos dijo “el 23, para en la esquina…” En pocos instantes ascendíamos al bus, para terror de su conductor distraído, quien al verme, informó a los gritos “Este vehículo ha sido interdicto por la OES, nadie puede bajarse hasta que se lo disponga”, y, dirigiéndose a mí “¿adónde lo llevo, maestro?”. “A Lacroze, urgente”, fue mi lacónica respuesta. Nos sentamos en el primer asiento, mientras los burócratas se apretujaron, aterrorizados, en el tercio final del vehículo Giré la cabeza, y entre todos los rostros blanquecinos y mustios por el encierro, distinguí una rubita de ojos glaucos, con alguna chispa de perspicacia en la mirada. La señalé “Señora, por favor, acérquese”.. El 23 bramaba acelerado, esquivando vehículos, por lo que su paso fue tambaleante y penoso, tomándose de los asientos en cada paso. Le indiqué que se sentara frente mío, en un asiento pasillo por medio, y, apuntando su TV portátil, sugerí: “Por favor, cuénteme las últimas noticias”. “¿No me hará daño, maestro?” “¿Por qué debía hacerlo?”. “Se dicen tantas cosas…” “Efectivamente, se dicen tantas cosas… ahora me cuenta las noticias”. Lo único que difundían los canales, dijo, mientras llovían translúcidas trenzas de lágrimas por sus mejillas, es la trágica muerte de seis jerarcas de la OES en manos desconocidas, sus cuerpos habían sido tirados en la Costanera, mutilados totalmente por la tortura. Le agradecí y le indiqué que volviera con los suyos. Sentí gran dolor por el flaco, un payaso demagogo, pero honesto y bien intencionado. La muerte era cosa de todos los días, pero la tortura ¿para qué? ¿Qué necesitaba conocer el gordo de nosotros, que ya no supiera? Era muy probable que la movida sea
  • 18. 18 desmantelar nuestra organización y apropiarse de nuestros bienes (Fábricas y Plantas con Tecnología de Punta, electrónica, energética, nuclear y bélica). Evidentemente, no conocían ¿cómo podrían? nuestros sistema de anticuerpos. En el fondo era una pendejada insensata, los jefes asesinados no sabían nada, nuestro patrimonio operativo eran los diez mil mandos medios, estratégicamente distribuidos, con autoridad suficiente para emerger en cada hipótesis de conflicto y masacrar todo a su paso. Éramos los maestros de la muerte, erigidos en salvaguarda de la paz. Poco tiempo después llegamos a Lacroze, el conductor nos abrió la puerta delantera, y, antes de descender fotografié, ostensiblemente, su número de identificación personal (impreso en la camisa) y le advertí “Nadie baja antes de diez minutos”. “Si señor, así se hará”. Era ya noche oscura, y una pertinaz llovizna protegió nuestro anonimato, en medio de una marejada de peatones que volvían a sus casas. Envuelto en una capa negra para agua, era como cualquier otro del rebaño. Recorrimos dos cuadras, y llegamos a nuestro bunker, un edificio con frentes de granito negro y un solo portón de acero blindado, donde brillaba, con luz verde el codificador de alarma. Tranquilo, porque no había habido violaciones al sistema, marqué los cuatro números y seis letras de mi código, y emergió un periscopio identificador de retinas, mientras la máquina, por un oculto parlante, me ordenaba someterme a la prueba. Luego la puerta se abrió sin ruido, dejando salir un tenue haz de luz, cerrándose prestamente, tras nuestro. “¿Quién es su prisionero?” Indagó el ordenador. “Un negro malo que debo interrogar”. “Apoye su mano derecha en la pantalla”. Se abrió, entonces la segunda puerta, y accedimos a un largo pasillo que finalizaba en una rampa. Al fin de la misma había otra puerta, y, al pulsar el botón “open”, el ordenador emitió nuevas instrucciones “Espose y engrille al detenido con piezas de metal, para seguridad de todos”. Así lo hice, pues éstas emiten una señal codificada que jamás le permitirán salir sólo, con vida, del edificio. En el panel general de nuestro mega-ordenador pedí acceso a la sala de interrogatorios. La máquina requirió motivo de la encuesta. Detallé, sucintamente, referente a homicidio de seis agentes jerárquicos de nuestra organización. La pantalla me ofreció información original, detallando acciones de represalias preventivas. La primera fue en un enclave de los negros malos, donde un misil térmico quemó un asentamiento industrial completo, incluyendo urbanización periférica, destacando mortandad efectiva superior a los tres mil individuos. En el burgo burocrático un cohete transformó en cenizas al Ministerio del Interior, en su hora pico de trabajo, con más de diez mil muertes. Los anticuerpos estaban ferozmente activados. Indagué responsabilidades del ataque contra nosotros, y me informó que “fueron negros malos con apoyo de burócratas”. A la pregunta “¿Quiénes de los nuestros estaban en la conjura?” Sólo una insulsa “sin información disponible”. Enfermo de impotencia, informé a Madre que estaba a cargo y ordené suspender toda represalia hasta obtener información detallada y objetiva, preventivamente sólo salvaguardar la vida de parlamentarios e integrantes del ejecutivo. Como siempre, sería muy difícil conocer quién tiró la piedra y escondió la mano. Pedí acceso a la sala de interrogatorios, y me fue concedida, a través de un ascensor de acero blindado, que me condujo hasta algún profundo subsuelo. Constaba de una mesa redonda con sillas acolchadas a la vuelta, paneles corredizos que comunicaban con sanitario y kitchenette, y un gran armario metálico repleto de drogas de todos tipo y variados modelos de jeringas. Apretando botones se desplegarían cómodas
  • 19. 19 cuchetas. El habitáculo estaba preparado para subsistir meses sin necesidad de comunicación al exterior. El acceso al mismo también estaría vedado, hasta que yo decida retirarme. “Bueno, Marquitos, lo primero es lo primero, debemos alimentarnos y descansar, por lo menos, dos horas… ¿Te gustan las pastas?”. Calenté una lasaña hipocalórica al microondas y abrí un jugo de frutas. Comimos en silencio, cada uno absorto en sus dramas y ansiedades. “Maestro, si me tiene que matar, hágalo, por más que me torture no voy a hablar, usted me programó...” “Hijo, no te voy a matar ni mucho menos quemarte los sesos con estas falopas demoníacas, vamos a conversar de qué nos conviene, sólo te traje para poder circular tranquilo por vuestros asentamientos…Tu seguridad será la mía, y viceversa…” Arrojé los desechos al incinerador, e, instalados en nuestras mullidas adormideras, nos dispusimos a descansar. Conecté los auriculares en alguna radio burócrata, son tan aburridas e imbéciles sus mentiras, que enseguida conseguí abrazar a Morfeo. Soñé con Roberto, mientras pescábamos dorados en algún lugar del Paraná. Tenía puesto su raído panamá de paja toquilla; y, como siempre, estaba enojado conmigo por alguna burla con que lo victimaba. Freud se hubiera hecho un banquete con el significado subconsciente de mis bromas. Bueno, somos lo que somos…A las dos horas sonó la alarma (Para Elisa, ¡qué cursi que soy!), y noté las mejillas todavía húmedas por las lágrimas; nunca pensé que pudiera sentir tanto afecto por algunas personas…Claro está, él era mi imagen y semejanza, buena parte de mi historia se fue con él, si es que vamos a algún lugar, evento más que discutible. Cargué el termo en el dispenser, lo engañé con ciclamato, y encendí, ansioso, un cigarrillo, que saboreé con deleite antes de despertar a Marcos. Los primeros mates saben a gloria, y los sorbimos en silencio. Mi interrogatorio no se hizo esperar: “¿Por qué no me mataron?”. “Porque necesitábamos una garantía de continuidad de lo bueno del sistema” “¿Qué tenían de malo los muchachos?” “Su aburguesamiento era tal que ya no servían a nadie, más que a sus estúpidos intereses, algunos tenían hasta tres amantes, cuentas en Suiza, actuaban como autoridades, zafaron del mundo real…”. “¿Por qué mataron a las dos compañeras del grupo de los seis? Eran personas correctas…”Estaban en el lugar equivocado…” “¿Y Roberto?” grité, “¿Por qué Roberto?”. “Para que entiendas que va en serio, que aquí no hay joda, que no es un reclamo más”. “Entonces todo esto es para mí... ¿Qué carajos es lo que debo entender?” “Que el sistema no da para más, que alguna vez iba a reventar” “Tenemos un parlamento, donde ustedes tienen participación igualitaria, las cosas se plantean allí, todo es perfectible” “No tenemos mayoría propia, a pesar de representar el 70% de la población, y las autoridades, a cambio de que se toleren sus corruptelas, votan sistemáticamente por ustedes, los cagados somos siempre nosotros…” “¿de qué te recibiste en la Universidad?” “Ciencias Políticas”. “Hijo, la política es el arte del buen gobierno, no de los golpes de estado, aunque ustedes, para masturbación mental lo disfracen de revolución ¿o no?” “Bueno…si, algo de eso hay…” “Te voy a preguntar un solo nombre, nada más, ¿Cuál de los míos está con esto?” Marcos me miró con cara de vaca triste, y clavó los ojos en el piso brillante. Apreté un botón y gruesos flejes de acero lo ciñeron a su asiento. Los dos sabíamos que un segundo botón ajustaría más las sujeciones, y que el quinto era la muerte luego de transformar su esqueleto en papilla de bebé, mediante un proceso lento de hasta un día de duración. Caminé en silencio, como un tigre enjaulado. Cada cinco minutos imprecaba, “el nombre, Marcos,
  • 20. 20 el nombre…, sólo así pararemos la masacre, nos pondremos a conversar,… todo va a salir bien, si no tengo la salida no puedo parar la contrainsurgencia… ¡el nombre de ese mal nacido!!!” Por fin, Marcos, musitó “¿Qué garantías tenemos de poder negociar?”. “Te aseguro la vida del gordo y treinta días de autocrítica conjunta para hallar la salida satisfactoria” “Seguramente los negros malos pagaremos el pato por lo de Roberto” “La vida del traidor será suficiente, aunque supondrás que no pienso matarlo…” Marcos no pudo evitar un estremecimiento de horror de sólo pensar lo que pudiera llegar a ser la subsistencia de ese infeliz en un programa de veinte años de reeducación. En nuestra sociedad, casi sin crímenes, los OES éramos policías y jueces. Ese poder sobre la vida y la muerte garantizaba la subordinación a la condena, su carácter de inapelable y lo innecesario de estructuras carcelarias. Robos, asesinatos y violaciones ameritaban la muerte. Cualquier forma de corrupción ó sedición conllevaba procesos de reeducación en campos auto sustentables de trabajos forzados. Daños menores, lesiones en riña, infracciones de tránsito se penaban con trabajos comunitarios. Los interrogatorios se ejecutaban en recintos con ordenadores conectados a Madre, se investigaban los antecedentes familiares, educacionales y la inserción social de los imputados Las máquinas decidían sobre el valor de las pruebas y emitían la condena. Los delitos flagrantes los reprimíamos según la coyuntura, si los reos estaban armados, lo más probable es que terminen muertos. Los menores de 21 años siempre eran reeducados, circunstancia que, acorde a la severidad del delito, se hacía extensiva a padres y hermanos. En nuestro modelo estructuralista era prioritario detectar las fallas del sistema para promover su investigación superadora. Si el trauma era familiar, tenía sus tratamientos, si era social, también.”¿Que edad tenés, Marquitos?”. “Treinta” “¿Hijos?” “Tres” “Decime la verdad, soberano pelotudo… ¿Pensás que nuestros archivos son en joda?” “Bueno, cinco”. “Sos consciente que el número máximo sugerido son dos, óptimo uno, sos un dirigente, un hombre culto, ¿ves la mierda que es lidiar con ustedes? Son”Light”, hacen lo que se les ocurre. Naciste con la revolución, sos uno de sus hijos dilectos, tus viejos eran de una villa de Matanza y vos sos ahora un profesional calificado, especializado en La Sorbona, según veo… Estuvimos seis meses para redactar los estatutos, dos mil representantes, electos democráticamente, firmaron el acuerdo. Ustedes transgredieron siempre el compromiso básico de estacionar la población para ponerla en consonancia con la posibilidad productiva, como premisa básica para derrotar a la miseria…” “Maestro, ¿cuantos hijos tuvo usted?” “Cinco”, repuse, y un nudo en la garganta ahogó mis penas reprimidas ¿Dónde estarían? ¿Cómo serían mis nietos? ¿Alguna vez cabalgarían en mis rodillas? Tantas cosas quedaron en el camino de los sueños, en esta burla grotesca que fue mi vida, mi delirio de un mundo mejor, para tener una existencia alienada, sólo y sin poder confiar más que en mi sombra. Sin saber quién es ni qué hace, ni tan siquiera mi vecino, un colorado silencioso al que sorprendí, algunos atardeceres, sentado a la sombra de un sauce, quizás escuchando el repique de algún jilguero. Una soledad densa, pesada y viscosa, comparada a la de un monje benedictino, el que, por lo menos, se hace pajas mentales creyendo haber encontrado el camino a Dios. Nuestra jornada de doce horas de trabajo emitiendo y recibiendo instrucciones de Madre, dos horas de interacción con los contactos inferiores y superiores, dos horas de ejercicios y entrenamiento con armas y el resto de esparcimiento solitario frente al panel (películas,
  • 21. 21 deportes, noticias); a veces los dioses me permitían dormir un poco. Madre controlaba mi sueño, interrumpiéndolo en mis frecuentes pesadillas; por la mañana me preguntaba “¿Qué pasó ahora?” “Los muertos no dejan de molestarme”. Mi terapeuta, y única amiga confiable era una máquina. “Marquitos”, volví a la carga “tenés que hablar, sólo un nombre y en un mes estás en tu casa, no le debés fidelidad a un extraño que, ni siquiera es de los tuyos. Pensá que el traidor es inconfiable, hoy me traiciona a mi, mañana a vos…Me gustaría saber algo más, ¿ustedes lo apresaron y torturaron?” “No Maestro, el concurrió espontáneamente a ofrecernos su plan.”. Mil conjeturas se revolvían en mi cerebro: - Era amigo de los negros malos y había mutua confianza. - El Gordo le tenía tanto respeto que se jugó el culo en una patriada muy difícil. - Tenía contactos fluídos con la burocracia. - Manejaba mucha información interna de la organización. En medio de las nebulosas fue apareciendo claro el rostro de Hans –el alemán- que, a pesar de nuestras reservas, insistió, pertinaz, y consiguió autorización para radicar su refugio en un asentamiento de los negros malos. De esto hacía más de diez años, una década de conspiración ininterrumpida. Tenía un primo Secretario de Estado en la autoridad. Las evidencias lo condenaban. Escarbé mis recuerdos sobre su origen…ciertamente no era de la primera hora, fue de los muchos que se arrimaron luego de que tomamos el poder. “Advenedizos” al decir de Roberto. Era doctor en Física, especializado en energía nuclear. Tuvo dos proyectos en que lo compliqué, el primero era una planta de Torio, energética, sobre el Paraná, que mereció mi encarnizado repudio, a pesar de sus garantías de diseño ultra-confiable.”Si, tan confiable como el de los rusos en Chernobyl” comenté al auditorio en medio de las carcajadas unánimes. El segundo fue, lo que ahora interpreto, configuró una agresión encubierta de su parte. Sabiendo que estábamos desarrollando tecnología bélica efectiva, de bajo costo, presentó un proyecto sobre Torio en bruto. Hacía dos años que estudiábamos yacimientos de Cesio para fabricar “bombas blancas”, sin productos radiactivos peligrosos para la vida. Su principio tan sencillo: el Cs en contacto con el Oxígeno de la atmósfera arde espontáneamente, con residuos alcalinos inocuos, le dio prioridad a nuestra ponencia, y construimos centenares de misiles que vendimos con gran beneficio en todo el planeta. Si, tenía algunos motivos para odiarme, yo también lo odiaba, porque tengo la certidumbre que alemanes, eslavos y rusos se creen los reyes de los bananas y sólo son unos giles esquemáticos, carentes de humor y creatividad. Venía a las reuniones del consejo tecnológico con su camisa planchada, el cabello bien peinado, y se sentaba derecho en su silla. ¿A quién quería impresionar? ¿A los que vivaqueábamos en las selvas, soportando el barro, las víboras y los mosquitos? ¿A los que trepábamos el Ande, buscando minerales? Presenté, cierta vez, un proyecto para radicar un secundario tecnológico sobre usufructo de la piedra en La Toma, San Luis, aprovechando la abundancia de ónix y mármoles de la zona. El bastardito pidió copia y tres días para analizarlo, a fin de emitir dictamen. ¿Tres días para entender cuarenta páginas de mierda, y, cuya factibilidad caía por su propio peso? En la nueva reunión informó que nuestro proyecto pecaba de “muy imaginativo”. “¿No será de lo que vos carecés, teutón, cuadrado y soberano pelotudo?” Grité mientras, saltando entre los bancos, me aproximé hasta
  • 22. 22 ponerle la Browning en el cuello. Ríos de transpiración corrían por sus sienes empalidecidas. Debí matarlo en ese momento, hoy Roberto seguiría vivo…Fui severamente amonestado, y postergaron mi proyecto por seis meses. Los pobres puntanos perdieron, gratuitamente, por mi descontrolada torpeza. Javier, compañero de tantas lides, me tranquilizó “No te calentés, hermano, por este pejerto ni vale la pena…”. Introduje los códigos reservados en madre, y el rostro de Hans ocupó toda la pantalla. Marcos estaba atónito, mirando con ojos desorbitados. “Si sospechaba en forma fehaciente, ¿para qué me interrogó?”. “Necesitaba saber si podía confiar en vos, ahora sé que no. ¿Qué les habrá prometido esta rubia sanguijuela, que sea más importante que nuestra amistad, la historia y toda una vida trabajando para ustedes? Necesito procesar, debo llevarte a tu celda, la máquina te brindará comida y agua por varios meses. Cuando envíe una señal de microonda se abrirá una puerta, hacia un pasillo largo y oscuro, luego de días u horas de caminata, ¿Quién sabe?, llegarás a un embarcadero a orillas del río color de león, habrá una lancha a motor, con combustible suficiente para llegar a Montevideo, en la guantera hallarás algunos dólares y un cuchillo. Si erraras el camino al norte, morirás como un perro, en medio de la nada. Si intentas volver, tu puta vida no valdría una mierda”. “Pero Maestro, es el exilio...” “Te dejo sin patria, sin familia, sin amigos y sin pueblo, tu identidad ya no existe. Para los tuyos habrás muerto, como un héroe, en combate, sólo madre y yo sabremos la verdad. No estás muerto, simplemente, por el amor que me inspira tu familia” “Prefiero la muerte, Maestro” “La muerte nos libera del dolor y la culpa. Tendrás toda tu vida para reflexionar sobre la lealtad y la traición. Nunca podrás saber cuánto tiempo estuviste recluído, sin noches ni días. Varias horas por jornada Madre te leerá tratados de ética y moral. Si hay un Dios, que él te perdone…” Madre abrió un panel hacia un ascensor, donde introduje a Marcos. La máquina sabría cómo llevarlo a su patético destino. “Madre” indagué “¿tendrá algún beneficio, videos, radio, TV?” “Ninguno” respondió. Abrí el expediente de Hans, imprimiendo los datos de sus contactos y sus movimientos de los últimos noventa días. Entre tantos, morirían ciento veintisiete integrantes de la organización, sólo por haber hablado, recientemente, con él. Contacté la guardia pretoriana de los anticuerpos, mandé por mail la información con una posdata “A Hans lo quiero vivo” Solicité a Madre actualizar información sobre el conflicto, paradero del gordo y vinculación con personas en la última semana, a excepción de su familia. “Acciones bélicas paralizadas según instrucciones, gordo con ubicación desconocida”. Abrí la carpeta del gordo y repliqué el pedido de informes, que reenvié a los anticuerpos, solicitando eliminación de los contactos y detener al gordo totalmente ileso. El ordenador informó “según lo pautado, en pocas horas habrá seiscientas treinta y cuatro ejecuciones sumarias”. Abrí la carpeta del funcionario pariente de Hans, Jesús Schoederer, seleccioné el listado de sus subordinados, directores incluidos, y el del ministro que lo conducía, y requerí su eliminación. Ni los peores psicópatas de la historia mataron tantas personas, en menos de cuatro horas. Hasta el kiosquero donde el gordo se proveía de cigarros, resultó ajusticiado. Nuestras cámaras y archivo todo lo ven, conservan y procesan... Oprimí el botón que me abrió una cucheta, encendí un cigarro mirando el oscuro cielorraso a través de las azules volutas de humo, y me dormí pensando en los rostros difusos de mis nietos desconocidos. Un par de horas después, Madre me despertó con una
  • 23. 23 grabación mía de Los mareados, informando: “Javier está en la entrada, trae detenidos a Hans y el gordo, corroboré identidades por todos los medios” “Que entre Javier con los insurrectos, y aloja a los milicianos en un área de esparcimiento.” Madre se encarnizó con Hans, le hizo poner cadenas por todos lados, mientras que el negro malo traía sólo las reglamentarias. El gordo lloriqueba como un boludo espasmódico “Callate, estúpido”, le grité “seguro que te reías cuando trituraste a Roberto” “No, maestro, sólo los entregué a un grupo de tareas de la autoridad” “Vos rubito, ¿estuviste cuando los mataron?” “No tuve nada que ver con nada, no sé que hago aquí detenido, te arrepentirás por todo este abuso…” “Ya veremos” dije. Me acerqué a Javier, fundiéndonos en un fuerte abrazo, le agradecí su acostumbrada eficacia, murmurándole al oído “Hay que limpiar al presidente y al vice, después vemos, de acuerdo a las circunstancias...” Se retiró, presto y silencioso, venerable ángel de la muerte. Senté al gordo y Hans en sendos sillones, apretando el tercer botón (dolor permanente sin daño corporal, decía el código). Preparé un cocktail de LSD, cafeína y suero de la verdad y los inyecté, estarían delirantes, eufóricos y deseosos de narrar, hasta en cantonés, cuanto sabían. Mientras lo drogaba el gordo me dijo “Perdoname, hermano” “Pedíselo a los tres mil negros malos que hiciste matar con tu imbecilidad, hermano querido, ya pasamos la barrera del bien y del mal, todos nosotros entramos a un verdadero infierno en vida, nada nos absolverá de las culpas por tanta desgracia. En la guerra no hay triunfadores ni derrotados, sólo dolor, muerte y una enorme tristeza, ofendimos la vida, tronchamos historia, privamos de futuro… ¿Acaso tenemos un perdón posible? Me cebé unos mates y fumé un par de cigarros, mientras surtían su efecto las falopas. Hans se despachó con fuertes risotadas, “¿Acaso te creías mejor que yo? ¿Eras el dueño de las verdades supremas? ¡Siempre con tus sarcasmos, tus guarangadas, tu maldita viveza criolla, saliéndote con la tuya!” “¿No era preferible que limes tus resentimientos conmigo discutiéndolo personalmente ó, en todo caso matándome. ó muriendo en el intento? Hubiera habido un solo muerto, no más de quince mil como ahora. Dejate de joder, rubito, tengo las confesiones remitidas por los anticuerpos, donde tus difuntos cómplices narraron en detalle toda la planificación del golpe para adueñarse de la OES. Este es un problema de ambiciones, de poder, si querés llamarlo, y no de las jodas imbéciles que a veces puedan molestar a alguno. No analicemos los errores míos y de Roberto, abundantes por cierto, sino tu real insatisfacción con vos mismo. Comprendo que tu primo, y competidor en el ámbito familiar era exitoso en la burocracia, pero vos ingresaste, a perpetuidad, entre los treinta hombres que dirigirían el país de por vida. Schoederer vive en una mansión edificada con sus coimisiones, vos sos profesor titular e investigador principal en los claustros más prestigiosos del continente, has ido a cuanto congreso y curso que quisiste, a través del globo. El tiene guita, vos prestigio y honestidad ¿quién gana? No, querías más… ¿qué te ofreció el presidente?” “El futuro Ministerio de Ciencia y Técnica”. Apreté el botón “uno” de los sunchos, para aliviarlos, y, mirándolos comencé a llorar a los gritos, durante largos minutos, por Roberto, por Marcos por Hans, el gordo, y, fundamentalmente por mí, víctimas de tanta estupidez humana. Miré mis manos, y las percibí rojas de tanta sangre, ¡cuántos hijos de Dios inmolados por el absurdo!…Madre me ordenó acostarme en una litera, sentí un pinchazo en el muslo, un fuego invadió mi cuerpo y me envió al salvador país de los sueños.
  • 24. 24 MI ALUMNO Todo fue idea de quien, en aquel entonces, oficiaba como mi novia. Yo debía trabajar, para “ahorrar para nuestro casamiento”. Con mi carrera técnica avanzada, y muy jugado por los horarios de prácticos y teóricas, era impensable alguna tarea con relación de dependencia, por lo que lo único factible era la autogestión. Entonces decidí dar clases particulares a alumnos primarios y secundarios. A tal fin puse cartelitos en el almacén, la panadería y el kiosco del barrio. La decisión, para mi madre, era incongruente (hoy así también lo reconozco), mi situación personal era de clase media acomodada, teníamos renta de alquiler de propiedades y ella era modista de señoras burguesas. Yo podía, tranquilamente, estudiar sin trabajar, mi vida era razonablemente buena, tenía la carrera más que al día y mi promedio era distinguido. Al poco tiempo llamó a mi puerta el padre de mi alumno. “Necesito que lo apuntale dos ó tres horas por día”... Convenimos una retribución. Pensando que, por tratarse de un niño de primaria, si necesitaba tanto apoyo, debía tener problemas de aprendizaje, mis aranceles superaron lo razonable. El educando resultó un niño de diez años, con ojos marrones, expresivos, inteligentes y, a la vez, profundos. Me tomó media hora de interrogatorio, con sus carpetas como patrón, para corroborar que el jovencito no requería apoyo de ningún tipo. “¿Cómo son tus notas?” lo indagué, sabiendo las respuesta de antemano. “Todas excelentes”. Fue su respuesta. Telefoneé al padre, manifestándole que “estaba tirando su dinero”. Me contestó que “su esposa estaba muriendo de cáncer, y necesitaba al niño fuera de casa esas dos horas, porque los efectos del tratamiento eran muy penosos”. Media hora diaria dediqué a sus obligaciones escolares, otro tanto a perfeccionar su estilo de lectura, y el resto a comentar textos. Al poco tiempo comprobé que estaba en presencia de una mente privilegiada. La fugaz lectura de un párrafo era suficiente, no sólo para su comprensión sino para una síntesis conceptual que, por lejos, excedía la madurez eventual de su corta edad. Decidí, entonces, ingresarlo al mundo mágico de los iniciados. Eludí a Poe y Quiroga, por su obstinada obsesión por la muerte, por razones obvias. Recorrimos Dostoievski, Chejov, Borges, Bioy Casares, Bradbury, Ballard, Asimov, Sábato, Marechal y Cortázar, cuento a cuento. El párvulo comenzó a sentir una imperiosa necesidad de más y más lectura, entonces modifiqué algunas pautas: leeríamos cuentos en nuestras clases, reservando novelas para que lo haga en su casa. En nuestro análisis no dejábamos temas sin discutir; en esas instancias mis impresiones eran las de departir con un adulto, con mayor ductilidad y aprehensión que la mayoría de mis conocidos.
  • 25. 25 Su única ignorancia, lógica por cierto, eran la ciencia y la técnica. Una vez me contó que a su madre le estaban aplicando “inyecciones de oro”. ¿Será por el precio?, le pregunté. “No”, respondió, “son de oro”. ¿Quién lo dice? “Mi padre...”. Le contesté que era una obvia alusión a su costo, y un comentario poco feliz hacia el sufrimiento de un ser querido. Me llevó, graciosamente, hacia su terreno: “¿Usted piensa que la curarán a mi madre?” Eludí, la comprometida respuesta con lugares comunes, “es cosa de los médicos”...”por algo se las aplicarán...” etc. Él insistió “¿Usted, qué piensa?” Pienso que me gustaría que se curase, a pesar de no conocerla, pero que, por lo poco que sabía, era muy difícil. “Mamá es una buena persona”... comenzó, “está sufriendo mucho, se le cayó todo el pelo, y quedó piel y huesos... ¿Por qué?”, indagó. Me tomé mi tiempo para intentar elaborar razones para lo ininteligible, expuse que quizás yo no fuera el protagonista ideal para disquisiciones teológicas, por mi eventual ateísmo, pero comencé a dar explicaciones que, aún hoy, ignoro de qué recónditas fuentes de mi conciencia procedían. Muchas vidas son como aerolitos, brillan mucho y perduran poco. En su corta estancia brindaron amor, perfeccionismo, creación; tomemos como ejemplo Cristo, el “Che”, Mozart. Interesa saber para qué vivimos, más que cuánto vivimos. Hay tantas existencias prolongadas inútiles, dañinas y perniciosas, que disfrutan éxitos rotundos en este sistema. Le expliqué que nuestro medio premia a los mediocres, a los deshonestos, a los obsecuentes, y, de cualquier forma, inexorablemente, castiga a los idealistas y creativos. En síntesis, tener conciencia es una desgracia que permite descubrir, como pústulas, las imperfecciones del universo. Ahora, meditemos un poco, si Dios existiera, ¿sería tan grande su despropósito de brindarle una existencia tan horrorosa a los trascendentes...?. Una reiterada explicación de Sábato es que el universo (así como las cargas de un átomo) se divide en mitades positivas y negativas. Unas manejadas por Dios y otras por el demonio. Que la nuestra la maneja éste último que es tan astuto, que se hace pasar por Dios, para desacreditarlo... ”Entonces, usted cree en Dios”, dijo. En todo caso, no creo en las religiones, respondí. Transitamos juntos, mi alumno y yo, durante varios meses, el áspero camino al conocimiento cabal de cuántas y cuán difíciles de resolver eran nuestras dudas, de las falacias, de la verdad, de la luz y las tinieblas. Dios, si existe, puso fin a las agonías de su madre. Pocos días después vino a despedirse, su mano, pequeña y firme, estrechó la mía, “quiero agradecerle todo lo que me enseñó”. “Tal vez, algún día, me odies por eso”. “No lo creo”, afirmó, “maneje quien maneje la cosa, no es lo mismo conocer que ignorar”. Me quedé viendo como se marchaba, entre las oleadas doradas de las hojas de plátanos, arremolinadas en la ventisca del otoño.
  • 26. 26 FRANCOTIRADOR Fueron tantas las guerras, que no puedo enumerarlas, tantos los muertos, que terminaron por serme indiferentes. Nunca conocí la paz, sólo este tormento de matar, desde muy lejos, a quienes ni tan siquiera se enteraban de su pérdida más preciada, la vida. Era un lobo estepario, jamás me integré a ningún equipo. Mis jefes cambiaban, según los avatares de la política, ó se retiraban, ó morían en algún asilo para dementes, ó eran asesinados por alguien como yo. Que más daba. Me indicaban algún blanco y lo eliminaba. A veces en ficticios períodos de paz, tan irreales como muestra la historia. Somos belicosos e intolerantes. Siempre hay a quien ejecutar para el poder, ó para que siempre esté en las mismas manos. Fue preferible hacerlo durante una guerra formal, tenía menos sabor a asesinato. Tuve un solo código: ni mujeres ni niños. A veces los frenos morales son perjudiciales, ó al menos lo fueron para mí. Me negué a un trabajo que involucraba a una activista. . Pagué con ciento veinte días en un buzón luminoso y acolchado, insonorizado, sin tiempo ni espacio. Bueno, ellos me dijeron que fueron ciento veinte, quizás la realidad eran doce, ó doscientos, ¿cómo saberlo? Me drogaron el agua (estaba algo dulzona) y desperté en mi cuarto. Por la mañana me presenté en mi oficina. Mi jefe, sin poder disimular una sonrisa socarrona, preguntó: ¿Cómo estás? Muy bien…Le respondí con forzada indiferencia, pensando “esta me la pagás, infeliz…”. A los seis meses, una bala hueca rellena con 20 gramos de mercurio impactó su brazo. Disparé desde 800 metros, podía haberle pegado en un ojo, pero ¿Quién me privaba de su agonía de dos años, mientras el veneno le destruía pulmones, riñones, hígado…?. Teníamos un terapeuta, un flaco de cara bonachona, pero, sencillamente, aburrido. ¿Te gusta tu trabajo? ¿Adónde quiere llegar? Si disfrutas con lo que haces. Jamás, de ninguna manera…odio matar. ¿Por qué lo haces? Me reclutaron a los 18 años, en una guerra contra algunos árabes. Un capitán dijo que tenía “aptitudes”, me hicieron hacer un curso intensivo, y aquí estoy. No sé hacer otra cosa. ¿Qué te hubiera gustado hacer? ¿Soñaste con algo de chico? Manejar un camión. ¿Por qué? Me gusta estar solo… Y aquí estaba, solo, en la punta de un peñón. Ubicación estratégica para vigilar los tres pasos, en medio de aguzados paredones, por donde, indefectiblemente, debía pasar el enemigo. El refugio era una torre blindada, con cristales polarizados, resistentes al impacto de un obús. La energía estaba provista por una turbina eólica y paneles solares, ambos delicadamente
  • 27. 27 encapsulados en acero blindado, inaccesibles desde el exterior. La dotación de agua era un sofisticado sistema de captación de la humedad atmosférica, por cierto abundante en esta escarpada ladera del Himalaya. Los alimentos deshidratados me proveerían sustento por más de dos años. Tenía, asimismo, cinco mil tiros de reserva y cien cohetes teleguiados. Háblame de tu niñez Mi padre se fue de casa cuando tenía cinco años, a partir de allí nos sustentábamos con el trabajo de mi madre, como modista, y mis pequeñas colaboraciones vendiendo diarios, repartiendo pan en bicileta. Con muchas limitaciones, subsistíamos. ¿Hasta donde llegaron tus estudios? Terminé el secundario en una escuela técnica noctuna, en el tiempo normal necesario para el caso. ¿Qué materia te gustaba? Matemáticas, siempre tuve muy buenas notas, me resultaba fácil encerrarme en las ecuaciones, jugar con las posibilidades, resolverlas… ¿Qué pensás de tu padre? Fue un desgraciado. Una vez me interpuse cuando le quiso pegar a mi madre, y me reventó de una trompada contra la pared, luego la dejó tirada en el piso, en un charco de sangre. ¿Qué opinás de los políticos? Son una porquería mentirosa. ¿Por qué? Se llenan la boca hablando de ética y moral, sin tener contemplaciones en destruir, matar a quien sea, con tal de satisfacer sus ansias de poder ó beneficios económicos. ¿Y tus jefes? Para llegar a la cúspide de los servicios especiales hay que producir tanta basura moral que no se concibe un infierno coherente para tanto escarnio. Mi misión era sencilla, tenía sensores infrarrojos cubriendo tres portezuelos, pasos obligados para el enemigo. Éstos se ubicaban a 1.800, 1.050 y 600 metros de distancia. Si alguien pasaba el primero, lo bajaba en el segundo. Si se rebasaba el tercero, estaba en problemas…Los rifles eran ultra sofisticados, delicadas máquinas de matar, con miras GPS, infrarrojas-telemétricas, y corrección automática al viento y la temperatura. Los sensores térmicos estaban conectados a alarmas, que me despertaban, si era el caso, y a monitores guiados por GPS, con precisión (ó rango de error) de un centímetro, para los objetivos más distantes. Por seguridad, las balas para los 1,8 Km. tenían una carga de 0,5 cm3 de digitalina, en una microcápsula explosiva, puesto que, de no ser mortal la herida, el blanco quedaba igual asegurado. Los árabes atacaban envueltos en túnicas de lana rojinegras, y brindaban una visión privilegiada en la nieve y el hielo de los glaciares. Podía más su fanatismo que una razonable mimetización. Quizás, en el fondo, creyeran ir al paraíso. Los cohetes se reservaban para grupos de más de cinco. ¿Por qué no seguiste estudiando?, veo en el expediente que tus notas eran muy buenas… Mi madre enfermó de un cáncer fulminante durante mi último año del secundario. Luego me enrolé en el ejército, y, aquí estoy. Entonces podrías haber sido algo más que un camionero. Y…si, algo en matemáticas, pero no tuve suerte.
  • 28. 28 El sistema tampoco te fue favorable. Ni la fortuna, ni el sistema… ¿Cuál fue tu peor enemigo dentro del sistema? Obvio, mi padre No sé por qué la soledad, en esta torre aislada del mundo y la vida, me removía todas las conversaciones con mi terapeuta del servicio. Quizás este encuentro, conmigo mismo fuera conducente para el replanteo de una vida poco satisfactoria, sólo matando ilustres desconocidos, en nombre de la democracia, y quién sabe qué otros falaces valores…Tenía un cajón de vodka entre mis pertenencias, no para el frío, pues mi habitáculo era climatizado (afuera, el termómetro marcaba entre -15 y -24ºC) sino, como me dijo un comandante, me serviría para matar algunos de los fantasmas, inevitables, que irían apareciendo. Cuando maté mi víctima número 500, en el primer portezuelo, abrí una botella, y me serví medio vaso. No para brindar por tamaño estropicio, sino en honor a tantos valientes que escalaron esta inexpugnable cordillera, sólo amparados en valores e ideales. Nunca quise a los árabes, e influyó en ello la prédica de Louis, mi instructor francés, veterano de Argelia. Las barbaridades que me contó de su inhumanidad y ferocidad en guerra, las fui corroborando, poco a poco, durante mi vida. Sólo en algunas tribus africanas advertí tan poco apego a la vida, acompañado por execrable crueldad. Siempre tuve la certeza que era mil veces preferible morir a caer en sus manos. No obstante les envidiaba su irrestricta fe religiosa. Ni mi madre ni yo, jamás entramos a un templo. Creo que la vida nos parecía tan dura y despiadada, como para confiar en la bondad de un ser supremo. No obstante, morir por nada, ó creer hacerlo siguiendo un mandato místico, lógicamente debe tener alguna diferencia. El paso del tiempo, y la terapia con alcohol, me condujeron al descuido, y, una noche, pasaron doce indemnes el primer portezuelo (“collado”, según los tibetanos). Por su movilidad y organización supe que ya no eran cazadores solitarios, sino un grupo comando. Sus aviones espía comenzaron a sobrevolar el área, buscando mi refugio, alentados por su primer éxito eventual. El mimetismo con que fue concebido mi mangrullo, excavado en la roca de una ladera escarpada, hizo fracasar esta tarea. Pude bajar los aviones, tripulados ó no, de un cohetazo, pero sabía que todo lo filmaban y retransmitían, con grave riesgo a mi seguridad. Esperé paciente la llegada del pelotón al segundo paso. Venían en fila india, separados por cinco metros entre sí. Me forzaron a gastar dos valiosos cohetes en serie. Ninguno quedó para contarlo. No tenía a quien relatar la proeza, por razones de indetección no había radio ni comunicaciones de ninguna índole. Grabé con detalle el incidente, los árabes habían demorado sólo siete horas para cubrir los peligrosos desfiladeros de hielo, a más de cinco mil metros de altitud, entre los portezuelos. Los cálculos mínimos previos de quienes diseñaron el sistema eran de diez horas, en marcha rápida. Fueron verdaderos atletas, sorprendiéndome su notorio espíritu de combate a pesar del caos funcional.de su propia existencia. Arreciaron los sobrevuelos audaces de aviones, algunos pasaban muy cerca, pero, al no impactarme ningún misil nuclear, supe que todo seguía bien. Agradecí a los chinos por su delicada eficiencia, recordando las prolongadas sesiones de entrenamiento a que me sometió un comandante y su equipo, responsables del proyecto. Los árabes sólo tienen tres pasos posibles para acceder a nuestro territorio, dos de ellos aptos para invasiones masivas, el otro para el
  • 29. 29 acceso de grupos de guerrilla. Los primeros los guardaremos con tropas de élite, el otro será su responsabilidad. Su gobierno, aliado nuestro en estas circunstancias, nos facilitó sus tareas especializadas, por su aptitud en el manejo de este armamento, su habilidad para subsistencia solitaria y conocimiento fehaciente del enemigo. Tres meses trabajamos hasta que aprendí a realizar todas las reparaciones y el mantenimiento necesario para que la torre pueda ser operada con eficiencia. Mis anfitriones eran gentiles y educados, y se labró una verdadera amistad, fruto de mi necesidad de contacto con algo más humano que mis jefes. En una práctica de tiro clavé cincuenta balazos en un círculo de 10 cm. El comandante, gratamente sorprendido, me dijo: Cuando termine su misión, ¿no le gustaría quedarse con nosotros para instructor de nuestros soldados? Mi expectativa es muy distinta, yo no quisiera tener que ver más con la muerte. Si sobrevivo, le rogaría me permitan vivir entre ustedes, trabajar como camionero, estudiar matemáticas, ser un hombre normal. Entre los míos jamás me permitirían serlo. Délo por hecho, tiene mi palabra, lo informaremos desaparecido en combate…. Decidí, de momento, archivar el vodka y seguir más concentrado en mi trabajo. El enemigo, indudablemente, debía sospechar que había una red organizada de francotiradores. Siguieron enviando comandos todo el otoño, en grupos ó aislados. El máximo fue de cien hombres, de los que llegaron cinco al tercer collado. Estuvieron agazapados tras del mismo más de treinta horas, buscando algún descuido de mi parte. Escudado tras tres termos de café los esperé, paciente. Corrían juntos, veloces como antílopes, pero tenían la desventaja de la longitud que atravesaban en descampado, superior a los trescientos metros. No habían hecho la tercera parte cuando eran carbón. Dicen los expertos que ni tan siquiera llegan a escuchar el silbido del cohete cortando el aire. El invierno me brindó un esperado descanso, con tiempo para dormir, ver películas, canales de noticias y aún deportes. La guerra no avanzaba, para nada, a favor de los árabes. Ejecutaban aislados actos de terrorismo, algunos atroces, por cierto, pero sin tener dominio territorial. La idea de su nuevo Mesías (ó Dios de la Guerra, para el caso) era ocupar territorios chinos con ejércitos regulares, y usarlos de cabeza de playa para ulteriores desestabilizaciones. China tiene un problema (entre tantos) y es la extensión de sus fronteras, que las transforma en áreas vulnerables. Es un país difícil de defender, y, por ello procura buenas relaciones con sus vecinos. El Tibet, por ser víctima de la invasión china, garantizó a los árabes la neutralidad, ó secreto apoyo, de su población a cambio de la futura libertad. Me divertía la ingenuidad de los tibetanos, pensando que los árabes conquistarían las mayores reservas de agua dulce del planeta, para luego cederlas, graciosamente. Nada menos que ellos, que han pasado milenios sobreviviendo entre bocanadas de arena del desierto. Las presas chinas en el Himalaya proveen agua para sustento (potable y de riego) de más de cien millones de pobladores. Volarlas por el aire era el sueño celestial del cualquier fundamentalista. Y los creía capaces de ello, y mucho más. Louis me narraba que, durante su experiencia en Argelia, primero como ingeniero en petróleo y luego como comandante del ejército francés, los colonos sembraron naranjos a la vera de todos los caminos, para proveer de frutos y sombra al viajero. Se regaban por goteo, con la escasa
  • 30. 30 agua disponible, muy bien administrada. Una vez se cruzó con un beduino, que se detuvo ante un esbelto naranjo de diez años, con su orgulloso tronco de cinco centímetros de diámetro. Sacó su cuchilla, y de dos tajos lo cortó al ras y le eliminó la copa, “creando” un bastón. Lo dejé alejarse unos diez metros, saqué mi pistola y le di un solo tiro en la nuca… ¿entiendes por qué? Para vos la vida de un árabe vale menos que un árbol en el desierto. No sólo eso, que es éticamente discutible, sino que se me hizo la luz sobre que todo cuanto construyamos de buenas obras, ejemplos de vida y trabajo, respeto entre los hombres, mejoría del medio ambiente, será, inexorablemente, blanco de destrucción para estos dementes que quieren vivir como hace quince siglos. Que dicen ser los elegidos de Alá para conquistarnos, de cualquier forma y a cualquier precio. En Argel había un solo hotel, y, en la mañana del domingo, las mujeres e hijos de colonos y soldados franceses, luego de la misa, concurrían a tomar un refresco, en su “café”, al filo del mediodía. Cercaron el establecimiento con gelamón, y lo redujeron a escombros, matando, entre mujeres y niños, más de doscientos. ¿Entiendes ahora por qué perdimos la guerra? No fue por inferioridad militar, ni falta de valor. Simplemente por límites éticos. Nosotros, cuna de la cultura de occidente, no podíamos hacer lo mismo que estos salvajes… Las lágrimas cubrían el rostro de mi amigo, mientras me mostraba la foto de su hija, que, al morir, tenía sólo diez años. Las nevadas fueron intensas, y más de cinco metros de espesor cubría las ásperas laderas, impidiendo todo tránsito humano. Sólo cabras y antílopes de la montaña, eran mis ocasionales vecinos; en tanto que un guepardo de las nieves, intentaba, infructuosamente, cobrar alguna pieza para alimentar a su cría. El invierno fue mi bien ganado descanso. Puede ver películas, canales de noticias, algo de deportes; en fin, descargar mi agobiado sistema biológico de todas las tensiones de los últimos siete meses. Entre los archivos de la CPU los chinos grabaron un curso de matemáticas completo, desde la elemental hasta especializaciones de posgrado. Ese invierno fue el más provechoso de mi vida, puesto que avancé mis conocimientos hasta el nivel medio habitual de un graduado universitario en exactas. Algo me hacía feliz, en los últimos veinte años. Comprendí que no podría seguir siendo un especialista en matar, si quería conservar algún atisbo de lucidez, sólo un poco de humanidad, un mínimo acceso a una vida, cuanto menos, razonable. Con el deshielo de primavera comenzó mi trabajo. Las noticias no eran demasiado explícitas, pero sugerían un notable estancamiento por parte de las hordas invasoras. Hice un balance de mis reservas, conté treinta y ocho cohetes y casi dos mil proyectiles. Debía modificar mi estrategia, por lo que cambié mi rifle de larga distancia, de alta precisión, por un automático de hasta tres tiros por segundo, reservando las balas explosivas con veneno para el tercer, y último, collado. Nada más oportuno, comenzaron a llegar en grupos de tres a doce, y, nuevamente, ninguno superó el segundo portezuelo. Había alcanzado los mil blancos en el verano, cuando, en los primeros fríos del otoño, enviaron una compañía completa. Trescientos arremetieron el primer paso, setenta y seis el segundo, donde gasté mis últimos misiles, y un comando solitario sobrepasó el tercero. Desde la torre era invisible la abrupta ladera rocosa adyacente que debía superar el enemigo, para alcanzar mi posición. Una carga de explosivo plástico, colocada por expertos (y éste seguramente lo
  • 31. 31 era), destruiría, al menos funcionalmente, mi refugio. Debía salir a su encuentro, y el terreno, tan irregular, impedía el uso razonable de rifles. Cargué una browning 9 mm con doscientos proyectiles, mi cuchillo especial de la I.M. y tres libras de chocolate, para mitigar el frío. Era él o yo, en este último combate. Blindé el acceso al refugio con su codificación, cargué en un bolsillo de la parca una cápsula de cianuro (no me tomaría con vida) y comencé el lento y cauteloso descenso del peñascal que revestía la empinada falda montañosa. Desde la punta de una roca estudié con mis prismáticos, en detalle, todo al faldeo, durante horas, y no pude ver nada. Era un experto, como yo, avanzaría lenta y despaciosamente, arrastrándose cual una serpiente, por la nieve. Ambos sabíamos que la única posibilidad de subsistencia era la invisibilidad total. Un mínimo descuido marcará la diferencia entre la vida y la muerte. Esperé, totalmente enterrado en la nieve, durante horas interminables. Sólo el lente del anteojo cateando el terreno. El mordisco ardiente de un balazo me atenazó el brazo izquierdo. Me había visto, seguramente el vapor producido por la respiración, en el frío ambiental, había delatado mi presencia. Lo ubiqué cien metros más abajo, y comenzó la balacera. Tuve la buena fortuna de acertarle el hombro derecho, emparejando la partida. Siguió disparando como endemoniado, hasta que quedó sin proyectiles. Arrojó tres inútiles granadas que hicieron ruido, veinte metros más abajo de mi posición. Gasté mis últimos tiros sin poder acertarle, y lo esperé, en un pequeño plano entre las peñas. Llegó puntual a su cita, nos miramos con curiosidad, no exenta de genuina admiración. En lugar de su rostro, vi el detestado de mi padre. Portaba un temiblemente filoso sable corvo, yo esgrimía mi gran cuchilla. Arremetí con furia suicida, y recibí un profundo tajo en mi pierna, pero nada me detuvo, y levanté a mi oponente por el aire, cuando lo ensarté en el estómago, en una herida fatal. Cayó al suelo entre espasmos y estertores, y, piadosamente, lo degollé, para poner fin a su agonía. Estaba a mis pies, en un charco de sangre, y volví a mirar sus facciones, que ya no eran las de mi padre, sino un hombre delgado de tez mate, de más ó menos mi edad. Supe, con inmensa tristeza, que había matado el mal recuerdo de mi progenitor, y comprendí que ninguna muerte, real ó ficticia, soluciona nada. Que a nadie debía culpar por el despropósito de mi vida. Que había sido mi propio artífice, para bien ó para mal. Regresé, en penoso ascenso, al refugio. Curé mis heridas. Por fortuna el proyectil atravesó limpio el brazo, sin tocar el hueso. El tajo en el muslo, si bien sangró en abundancia, no interesó la arteria femoral, y pude restañar la hemorragia con compresas e inyecciones de coagulante. Cosí la pierna, prolijamente, entre vómitos y mareos, ingerí una fuerte dosis de antibióticos y morfina, y caí desmayado, no se durante cuántas horas ó días. Al despertar estaba mejor, me animé con un jarro de café con generosa ración de vodka, e impaciente, consulté el monitor. Nadie más había ingresado al área bajo control, y habían pasado tres días. Un mes después, sin novedades, un mensaje apareció en la pantalla: “abandone su posición y regrese, todo bien”. Las noticias difundían la retirada de los árabes del Tibet, y su rendición incondicional. Dos mil cuatrocientos treinta y siete de ellos quedaron en mis portezuelos. Cargué mi mochila con vituallas e introduje la codificación que permitió que gruesos paneles de roca cubran totalmente el refugio. Comencé el difícil descenso en medio de una ventisca, la primera del otoño. Todo era grato, exultante, aún en medio del intenso frío imperante. Soñaba despierto que conducía mi camión, por una verde campiña en una tarde soleada, o leía
  • 32. 32 nuevos tratados de álgebra, que me irían develando sus secretos. Si, había una vida, que merecía ser vivida. LARGA SED DE MARÍA La oprobiosa sinrazón del hambre atenazaba sus huecas vísceras. Nada ofrecía la vileza del desierto. Tierra roja, greda estéril cuarteada por la sequía. Las chacras sólo un derrumbe parduzco crujiente, muerto sin fructificar. Las pocas cabras, espectros huesudos que, por debilidad abortaban, ó por falta de leche, dejaban morir de hambre, a sus crías. El aire, hirviente, ascendía en terrosos remolinos; y las matas espinosas rodaban, sin rumbo, por el mustio barreal, que otrora fue su huerta. Las acequias de riego se colmaban de arena por el empuje de los médanos. Las vertientes, lloronas de agua cantarina con dulce frescor, al fin callaron, agotadas sus ignotas fuentes del enigmático subsuelo. El sol fundía plomo, en un cielo azul rabioso, sin nubes; glauca tristeza de la seca, muerte azul, sedienta... Por años de hábito al trabajo, día tras día desobturaba los canales, en muda súplica, ó críptico mensaje, al agua inexistente. Desahuciado ó escéptico, su mirada jamás recorría el cielo, que había olvidado al hombre. Repentinamente, el viento se tornó más fresco, más no quiso contemplar, ni ilusionarse, con el gris crepuscular de los eventuales nubarrones. Dios, al que tanto había rogado, seguramente, era otra falacia del curita. Pobre crédulo, en este universo, donde el amor no recala. Un vendaval, ahora casi frío, levantó nubes de polvo. Su mirada, indiferente, seguía clavada en el filo de la azada, cavando zanjas de muertas esperanzas. Un grueso goterón cayó en su cuello –ó así lo percibió-; luego otro, y otro más... Sus oídos se ocluyeron, para no captar los truenos retumbantes en el extenso páramo del erial. Nada era cierto, sólo demonios impostores, jugando a ser dioses; una estafa más. Hubo una última esperanza, que levantó su rostro, y su piel, agrietada y polvorienta, reía al ser surcada por la magia del agua. ¿Serían, tan sólo, sus lágrimas? Corrió hasta la casa, gritando: “María... llueve, mira mujer, por fin llueve...” Y vio la cruz, en la loma, donde yacía María, muerta tras troces privaciones. Y recordó a sus hijos, emigrando. “”Vamos, padre” -dijo el menor- “huyamos de aquí, esta sequía no tiene fin...” Evocó todos esos meses de oscura soledad, y un puñal le aserró el pecho; su débil corazón, colmado se sufrir, dijo basta… Seguía impasible, el cielo azul, burlón,
  • 33. 33 y oleadas de tierra seca, fueron cubriendo, al pardo sediento de sus ojos FUTURO IMPERFECTO FINAL PREDECIBLE La tierra estaba superpoblada. El hombre no había decidido detener su crecimiento reproductivo. Los recursos naturales para su vida, agua y suelos, se agotaron y las hambrunas depredaron la población mundial. África, ya destruida por el SIDA, y en agonía perpetua por la falta de recursos naturales, tenía drásticamente reducida su población. Europa, con tasa de crecimiento negativa por la falta de productos primarios, tenía un brutal crecimiento poblacional por las emigraciones desde todos los demás continentes. Las guerras convencionales no hacían mella en la reproducción, casi geométrica, de los humanos. Como agravante, cuanto más pobres eran las comunidades más hijos nacían, incrementando el hambre y la desnutrición. Los líderes mundiales comenzaron a coordinar ideas, para frenar, si cabía este futuro apocalíptico. La única salida posible, para decrecer, drásticamente la población, era la guerra. Todas las políticas de control de natalidad sucumbían ante la prédica oscurantista de las religiones. El hombre no se resignaba a la muerte, y quería seguir esperanzado en un más allá, esta vida tan atroz, no podía ser la única e irrepetible causa de nuestra estancia. La guerra era la alternativa perfecta para la agonía y el hambre. La guerra, para ser eficiente, debía ser masiva. Había que destruir, cuanto menos, el 75% de la población mundial. Pero la energía nuclear dejaría residuos que harían imposible la continuidad de la vida en el planeta. Un científico dudó mucho antes de brindar su sencilla solución. Toda su formación ética frenó, casi un lustro, el esbozo de su propuesta. Sus fantasmas interiores le decían que el se había preparado para mejorar la vida del hombre, y no para ser ideólogo del holocausto. Al fin, decidió que el hombre merecía (¿merecía?) una nueva oportunidad. Y desarrolló su propuesta. El Cesio, en contacto con el oxígeno del aire, arde explosivamente. No deja residuos radiactivos, sólo óxidos de litio, sodio y potasio, inocuos para la continuidad de la vida. El Cesio era abundante en una recóndita provincia (Tucumán) de un ignorado país bananero (Argentina). Los argentinos sólo se destacaron por ser muy corruptos y, a veces, jugar bien al fútbol. Una fuerza multinacional, sin dar mayores explicaciones, ocupó las zonas mineralizadas, y, en tres años, juntaron y purificaron más de dos mil toneladas de Cesio. Era suficiente para la lluvia de fuego. Murieron muchos chinos, porque, sencillamente, eran más. De cada raza dejaron enclaves, empero, por consenso, decidieron extinguir a los árabes. Era deseable un futuro sin personas tan belicosas, y su propia historia de guerras santas recurrentes y barbarismo congénito, los condenó. Obviamente, la quemazón se hizo intensa en las zonas urbanas, donde se concentraba, además del monopolio delictivo del alcohol, la droga y la promiscuidad absoluta, un poco de arte, cultura, y, la mayoría de la ciencia. El hombre retornaba a su vida pastoril de cincuenta mil años atrás.
  • 34. 34 LOS HEREDEROS Los animales heredamos el planeta, los que quedamos. ..Y aquí comienza mi historia, soy un león, nacido mucho después del fuego purificador. Los hombres hablaron de la ira de Dios, ellos ignoraban que fueron sus propios verdugos, e, históricamente, siempre prefirieron achacarle las peripecias de sus patéticas vidas a los poderes supremos. Es más sencillo buscar responsables foráneos, y, para eso, están los dioses. Los leones no conocíamos a los dioses, ni, en realidad, nos interesaban. Tuvimos una rápida evolución en un medio sin competencias. Desaparecido nuestro principal depredador, nuestra vida se hizo sencilla, y tuvimos una notoria expansión, sólo limitada al desarrollo de nuestro sustento, los mamíferos herbívoros. Nuestro porte creció más del 50%, y se incrementó, consecuentemente, nuestro desarrollo cerebral y el potencial de cazador, ya históricamente notable. Otro tanto ocurrió con los tigres en Asia y los pumas en América. Pero nada sabíamos los unos de los otros. Insalvables masas de agua salada separaban nuestras vidas paralelas. Los leones no teníamos ética ni moral, carecíamos de sensibilidad ante la belleza y de emociones que bastardearan nuestra existencia. Sólo vivíamos porque estábamos, así de sencillo (ó de complejo). Nuestra manada era de estructura sencilla, un macho adulto, una decena de leonas y casi veinte cachorros. El macho adulto, un irascible padre de melena negra, protegía a la comunidad, de otros machos adultos... Las leonas cazaban y los cachorros jugábamos a entrenarnos para la vida. Tempranamente los machos éramos librados a nuestra suerte. Las jóvenes hembras siempre tenían primacía, para la comida, el agua ó la protección de los adultos. Sólo tenía seis meses, cuando fui, bestialmente, atacado por melena negra, quien me impidió alimentarme de un búfalo recién cazado. Trepé, ágilmente a un árbol de escaso porte, inaccesible para los adultos, y estuve un día esperando que el sueño venza a mi cobarde progenitor. Concluí que la manada era un lugar insano y peligroso para mi futuro, y, cuando pude, bajé de mi refugio y huí a la soledad de la sabana. Mi vida dependía de mí, y eso era bueno... De muy temprana edad observé al leopardo, que cuando obtenía una presa, la subía a un árbol, donde comía hasta hartarse. La necesidad hizo que se potenciara mi habilidad cazadora, y adquiriera una notable facilidad para trepar. Comprendí que era muy fácil defenderse en las alturas, y que en el suelo, por mi corta edad, era vulnerable. Al principio mi dieta eran conejos ó crías de antílopes. En pocos meses tuve una elevada velocidad y una notable eficiencia para trepar, aún los árboles más altos de la selva. Pude haber sido un cazador de monos, pero me gustaba observar las inteligentes maniobras y la aceitada organización de sus tribus. Me pareció insensato destruir seres tan interesantes, sólo para comerlos. Mi alimentación no fue nunca un problema, por lo que mi vida tenía otros sentidos ocultos. Observaba mi entorno, sacaba conclusiones y construía una red de códigos. El primero de ellos fue el respeto por la vida. Este absurdo, en la supervivencia de un cazador, le dio trascendencia a mis actos. Nunca cacé más que lo estricto para alimentarme. Aprendí que los frutos silvestres son muy nutritivos, y diversifiqué mi dieta, mejorando mi óptima masa muscular.
  • 35. 35 Protegí a los monos de los embates de los leopardos, y, cuando dormía en alguna inaccesible horqueta del gigante de la selva, no me faltaba nunca su bullanguera compañía. Era una formidable ejemplar de mi especie, a los dos años pesaba más de doscientos kilogramos. Era el único macho superviviente de la paranoia de melena negra. Hubo una intensa sequía, y tuve que ir a abrevar a una lejana laguna, formada por un manantial. Conocí, abruptamente al hombre. El espejo de agua tenía poco diámetro, y, en despreocupado silencio, me incliné a beber, cuando lo vi, frente a mí. Era poca distancia para la coexistencia de dos seres tan feroces. Lo miré, fijamente, era oscuro y brillante, como un alto y delgado mono sin pelos. En sus manos brillaban finas varillas, que supuse amenazaban mi seguridad, y gruñí sordamente, amenazando, advirtiendo. El hombre vio al león, y, aún armado de su ballesta de acero (reciclado de las ruinas de las ciudades) tuvo miedo. El espectacular porte del felino intimidaba, pero su serena mirada era más curiosa que agresiva. El hombre no comía leones, y al león no parecía tentarlo el hombre. No había ni odios ni simpatías entre ellos. Sólo saciaron su sed, y se fueron cada cual por su rumbo. Quizás en unos milenios debieran competir por la supremacía en el ecosistema. Pero quedaron tan escasos hombres, y se reproducían tan poco...La principal ley escrita legada del pasado era una pareja-un hijo, y, quienes la infringían se condenaban a muerte. Este hombre era sólo un joven explorador que buscaba los confines del mundo, en pos de aventuras que rompieran la monotonía de su vida pastoril. Seguramente sería, tarde ó temprano, devorado por algún leopardo. LOS HUMANOS ¿ANIMALES PENSANTES? Programar la cuasi destrucción de la vida humana, fue objeto de múltiples debates entre los responsables del planeta. Veinte hombres decidiendo el futuro de seis mil millones es cosa ardua. Deberían sentirse semidioses, ó semidemonios...No importa, pusieron su mejor voluntad en planificar qué valía la pena salvar, hasta dónde penetraría el bisturí que dibujaría los límites. Se debió decidir qué pautas heredarían los supervivientes, y cual sería su legado tecnológico. En las áreas rurales dejaron cultivos básicos (soja-trigo-maíz) con los mejores programas genéticos de productividad y adaptabilidad a las condiciones climáticas y edafológicas más diversas posibles. En los climas templados y fríos quedaron los frutales más productivos y exitosos (manzanas, peras, uvas, nueces, almendras, etc.). El ganado más resistente y rentable (la cabra) quedó, adaptado a la vida silvestre, en híbridos multipropósito. Estos descendientes de la raza Anglo-Nubean producían carne precoz, leche, pelo y cuero y no rechazaban ningún alimento que provea el entorno. Depósitos de herramientas, abundantes como para varios siglos de supervivencia, permitirían las labores agrícolas manuales, no habría energías ni combustibles para solventar otro confort que no sea la existencia. Con el tiempo volvería a desarrollarse la minería, pero la experiencia pasada serviría para planificar una vida más racional. Se prepararon conductores-maestros que sabrían aconsejar a las comunidades en pautas de vida acordes al no retorno a situaciones de barbarie. Se enseñaría una religión única, “Dios no existe, tú
  • 36. 36 eres tu propio destino”, consecuentemente se educaría sobre el respeto fanático e irrestricto sobre toda forma de vida y recurso natural. La segunda pauta insertada fue “un hombre, una mujer, un hijo”, quienes la infringían eran criminales contra la humanidad. Obviamente, no se empezaría de cero, pero sería arduo recuperar un planeta hipercontaminado, hacer agrícolas suelos agotados, no obstante, se disponía de todo el tiempo posible... MI VIDA ENTRE LOS LEONES Crecí aislado de mi especie, alimentándome la mitad del año con frutas y bayas silvestres, hasta que pude matar al primer búfalo. Este animal formidable era un verdadero depredador de los pastizales, su hábito lo transformó en mi ideal de presa, voluminoso y abundante. Era un macho joven, como yo, expulsado por el líder de la manada. Estudié sus costumbres, y, cuando pasaba para el arroyo, salté sobre él desde una rama baja. El impacto le partió el espinazo, esta muerte trajo consigo muchas muertes inútiles, fruto de mi inexperiencia. Más de una veintena de hienas y dos leopardos sucumbieron al intentar despojarme del botín. Harto de la vigilia, advertí que debía trozar la presa, y llevarme sólo el sustento para unos pocos días. Con paciencia desgarré un cuarto trasero y lo subí a un árbol. Mientras me saciaba con la mejor carne observé a la cadena de herederos (leopardos-hienas-buitres e insectos) dar cuenta de los restos. Había para todos, eso era bueno. Cuando debía alejarme para beber nadie se atrevió a tentarse con mi porción. La muerte era el castigo, y, esto, también era bueno...Aprendí a coexistir con el entorno, y, aprendieron a respetarme... Mis contactos con congéneres eran fortuitos, en general indeseados. Nuestro incremento de tamaño, la falta de dificultades para subsistir y la carencia de competidores promovieron una notoria longevidad de la especie, acompañada por una más tardía madurez sexual. Por ello, a los tres años de edad, superando el cuarto de tonelada de peso, aún no sentía las pulsiones reproductivas de un macho adulto. Las hembras me resultaban indiferentes, y otro tanto los machos, en tanto no estorben mi territorio, Quiso la fatalidad, ó el infortunio ó los Dioses que me encontrara con melena negra. Recordaba el terror que sufrí con su feroz persecución, un día entero colgado en una rama temblando de sólo presentir que podía caer en sus garras. Evoqué la insensata matanza de todos mis hermanos machos de la camada. Acababa de cazar un gnu, y se presentó a cobrar su tributo, rugiendo entre los matorrales. Las leonas, ignoro por qué misterioso mandato, se detuvieron a contemplar. Yo era hijo de alguna de ellas, y sobrino de la mayoría. Me quedé mirándolo con las zarpas hundidas sobre mi presa, no pensaba cederle el fruto de mi trabajo... Era más pequeño que él, no sólo en edad sino en porte. Pero melena negra era un parásito que vivía del ocio ó rechazando algún eventual pretendiente a las leonas de la manada. Yo tenía nuevas aptitudes, una pasmosa agilidad y una inteligencia aportada por mi dificultad en la supervivencia y adaptabilidad a las circunstancias. Tenía hambre, era un invierno seco y hacía una semana que seguía, paciente, a mi comida. El viejo león no entendía cómo me atrevía a hacerle frente, a él, superviviente de decenas de luchas mortales. Su propia soberbia menoscabó mi habilidad, y su riesgo real. Y ese fue su fin. Confió que, al menor amague, yo cedería. Indiferente, yo lamía la sangre del gnu, brotando tibia de su
  • 37. 37 seccionada yugular. Todos mis músculos estaban tensos. El se acercó lentamente y sin pausa, y la sorpresa lo desbarató. Cuando estaba a menos de tres metros, mi cuerpo se extendió, flexible y eficiente, y caí sobre su lomo. Con tres golpes certeros de mi zarpa derecha lo desnuqué. Antes que pudiera tomar conciencia estaba muerto. Con paciencia arranqué un cuarto trasero al herbívoro, motivo de esta lucha parricida, y me alejé con ella. Cedí el resto de la comida a las leonas y sus crías. Nada me vinculaba a ellas, ya muertas las fibras del odio que, en mi lejano recuerdo vivieron los deleznables actos de mi padre. Era bueno, yo jamás mataría a las crías, bastaba que, cuando tengan edad para procrear, las expulse de la manada, que puedan elegir una vida. Comencé a percibir que era bueno tener una vida, una vida buena para todos. Aprendí que eran importantes los códigos, que las experiencias dejaban mensajes, y éstos tenían un fin. Adquirí mandatos éticos, producto de mi mutación, desde un salvaje sanguinario a un superviviente racional. El gnu me supo sabroso, porque supe cazarlo, defenderlo y compartirlo. Me sacié con su carne sabrosa, en la copa frondosa de un gigante de la selva, y me revolqué en la hojarasca, jugando con los monos. Desde un árbol, no muy lejano, un leopardo observaba, estupefacto, mi extraña conducta. SOBREVIVIENDO, SOBRE ESTA TIERRA... Éramos una cincuentena, hombres, mujeres y unos pocos niños, vagando desesperados por las campiñas. Teníamos temor de entrar a cualquier ciudad quemada, por los eventuales residuos nucleares. Nada sabíamos de las causas de esta atroz guerra de exterminio, entre quienes se disputó, quien ganó si hubo ganador, y qué armas desataron la horrenda lluvia de fuego que destruyó todas las ciudades conocidas. Donde antes hubo ciclópeos rascacielos había sólo terrones de carbón, sílice y hierro fundido. Una avioneta tiraba volantes que convocaban “busca un refugio” con un símbolo de identificación: un círculo atravesado por una cruz. A los pocos meses de caminata, alimentándonos de animales del campo y frutos silvestres (extrañamente abundantes) hallamos un refugio. Carteles orientatorios indicaron, durante kilómetros, su ubicación. Nos recibió un maestro, canoso y delgado, próximo a la cincuentena. Nos acomodaron en un tinglado, con separaciones aptas para familias, hombres ó mujeres. La instrucción permanente a que nos sometieron incluía diez horas diarias de trabajo en la granja modelo, seis horas de estudios sobre actividad agropecuaria intensiva, esparcimiento (juegos y deportes) y descanso. Durante los primeros tiempos debimos cazar las cabras, dispersas en el campo, que serían la base de nuestro rebaño. Había almacenadas semillas de todo tipo, herramientas, fertilizantes, plaguicidas y medicamentos para varios siglos. Una enciclopedia muy frondosa sería la obra de consulta permanente sobre cómo subsistir en el futuro. Cuando las granjas trabajen a plenitud, el guano y el desecho orgánico humano reciclado servirían para activar generadores eléctricos a metano. Mientras tanto usaríamos velas de sebo. La décima parte de la población se transformó en guardias armados, para proteger la colonia de los depredadores. Éstos eran grupúsculos de inadaptados que pretendían vivir del saqueo. Pero su número era cada vez
  • 38. 38 menor, y las colonias crecieron notoriamente, con limitaciones de mil habitantes cada una. Los maestros evitaban hablar del gran fuego, alegando desconocer sus causas. Muchos sospechábamos que sabían bastante más del tema. La enciclopedia centraba su prédica en la labor solidaria. Unos pocos maestros eran médicos, y comenzaron a formar sus sucesores. La organización política interna, una vez cumplidos los horarios de trabajo y capacitación, eran responsabilidad exclusiva de cada comunidad, atendiendo a las normales diferencias de etnia, aptitudes, cultura remanente e historia. Las religiones fueron drásticamente prohibidas, la sola invocación de algún Dios era severamente reprimida. Los planificadores del fuego estaban convencidos que la esperanza de una vida eterna, ó el rol de dispensadores de paraísos de sus hechiceros, disminuían notablemente la fuerza creativa del hombre. La vida era el objetivo. El respeto a los demás seres vivos y al ambiente eran continentes esenciales para la vida. La vida era un proceso controlable en su desarrollo y perfeccionamiento. Los niños debían ser criados por la familia y educados por los maestros de cada colonia. Del pasado había que recuperar aspectos positivos, eliminando los que causaron el holocausto. La energía era un don escaso de la naturaleza, y debía ser cuidada. No había bienes que acopiar, sólo instrumentos para un razonable bienestar. Se diseñaron sistemas de baterías de Cesio, de altísima duración, recargables con turbinas accionadas por bicicletas. Si alguien quería leer de noche, debía pedalear media hora para restituir su consumo. Todos los códigos y leyes, ciencia y técnica, del planeta estaban copiados en la enciclopedia, cuyas hojas, de acetato especial, eran indestructibles por los agentes naturales y por el fuego. Los problemas legales eran resueltos en consejos asesores, que mediaban en los conflictos. Aquellos que se capacitaban en bien de la colonia tenían mejores viviendas y raciones. Los administradores políticos trabajaban ad-honorem, y no gozaban de ninguna prebenda. Era un futuro imperfecto. En pos de la preservación de la especie se sacrificaron la ciencia, las artes y la cultura. Pero había una nueva oportunidad CAMBIA, TODO CAMBIA... Llegó la primavera, y me extasiaba comiendo frutos de los árboles, ó aquellos que los monos dejaban caer para su amigo y protector. Saboreaba una drupa jugosa, una diáfana mañana de la selva, cuando los monos comenzaron a chillar, indicando peligro. Me puse alerta, y, a un centenar de metros, había un leopardo sólo, comiendo frutos, indiferente a los chillidos de los primates y a mi presencia amenazadora. No parecían interesarle los monos ni el león, sólo gozar, con parsimonia, su nuevo sustento. Lo vigilé todo el día, pero no manifestó inquietudes ajenas a sus meras ocupaciones. Un grupo de monos jóvenes, atrevidos por la novedad, se le acercaron peligrosamente y le arrojaron carozos. El gato grande se erizó y bufó amenazador. “No molestar”, parecía la consigna, “no soy enemigo, pero tampoco gozan de mi simpatía...”. Se me ocurrió, por un momento, que, mis actos pudieran ser imitados, sino por buenos, al menos por funcionales. Los felinos nada sabemos del bien ó el mal, estamos más allá de todo. En realidad sobraba la fruta, y era difícil atrapar algún mono. Evolucionamos para ser mejores, ni más buenos ni más malos, sólo mejores. Si la vida tiene un sentido práctico, eso era bueno.
  • 39. 39 Los monos comenzaron a dar señales de organización interna superadora al “macho fuerte dominante”. Algunos usaron raspadores de piedra, como herramientas, y ahuecaron un tronco seco, para dormir abrigados y protegidos. En poco tiempo fueron imitados por toda la tribu. Un año antes dormían en las ramas, y numerosas crías morían al caer, ó al ser presas de los pequeños felinos. Los leones ignoramos qué es la cultura, pero me pareció bueno que se organicen los monos. Yo había probado ser más capaz y astuto que melena negra, y, el jaguar, que me espiaba, quería ser tan perspicaz como yo. Me dirigí al arroyo, y, en un recodo de la senda, fui atacado por tres jabalís. Herido de poca gravedad, trepé un árbol, y esperé a que se fueran. Comprendí que mi olor atemoriza a todos los herbívoros, y que eso no era bueno, pero sí inevitable. No debemos esperar que el mundo cambie a nuestro albedrío, las cosas son como son... El TOQUE DE DIOS. El hombre joven se sentía inquieto y desasosegado. Todos los días la misma rutina de trabajo y perfeccionamiento. Tras de las colinas vegetadas con frutales y los valles explotados para cereales, había un mundo. Con la sutil belleza de lo desconocido. Fue armando, con meticulosidad, un equipo de supervivencia, pedernal y yesca, para hacer fuego, abrigo, soga, un gran cuchillo, muy bien afilado, y una punta de acero duro para una lanza. Reforzó su calzado con planchas de caucho duro, si quería conocer el mundo, sus pies eran fundamentales. No quiso discutir con nadie qué ocultas razones lo impulsaban. Partió en las sombras de la noche, hacia la nada ó hacia una nueva vida. La selva se llenó con los ritmos bullangueros del amanecer. Los monos le gritaban desde las altas copas de los árboles, las aves trinaban, melodiosas y la grama, perlada de rocío, brillaba con intensidad bajo los primeros rayos del sol. Descansó, un breve tiempo, sentado en una piedra, y pensó “soy dueño de mí, de mis actos” y saboreó la hermosa quimera de la libertad. Los primeros días se alimentó de frutos silvestres, que fueron insuficientes. Cuando el hambre dificultó su descanso nocturno, comprendió que debía cazar, que no era tan fácil sobrevivir en soledad. Disponía de tiempo y estudió, agazapado en la fronda, las costumbres de los conejos. Construyó una buena lanza, y, al segundo día de infructuosos intentos, pudo cazar uno. Comprendió que buena parte de su tiempo se insumiría en la supervivencia, pero ¿no era eso lo que estaba buscando? Durante su transcurso con la naturaleza observaba los diversos comportamientos de ese todo interconectado. Nada era perfecto, todo se complementaba. En la comunidad había una palabra tabú: Dios. Una vez le preguntó a su maestro el por qué de la negación de algo más allá de nuestras estrechas vidas. El le respondió que los dioses eran los artilugios de los antiguos para solucionar el temor a la muerte, y que ésta era sólo un lógico desenlace. La muerte no nos debe dar pena ni alegría, es algo natural, ocurre, está. El muchacho volvió a indagarlo ¿cuál es, entonces, el sentido de nuestras vidas? El anciano replicó que una adecuada subsistencia ¿acaso no te alcanza? No, es muy poca cosa... En la comunidad se realizaron numerosas asambleas para debatir la deserción del muchacho: Si la organización era perfecta ¿por qué había ocurrido este hecho tan inesperado? ¿Qué sentido tenía huir del amparo y la seguridad de la
  • 40. 40 colonia, y buscar su propia desventura? Los ancianos se preguntaban en qué estaban fallando. Otros, más necios, acotaban que “una golondrina no hace verano”, que “ya volvería arrepentido”. El hombre lleva en sus genes la vocación de cambio, el afán de aventura, por ello, los “modelos perfectos” de sociedades tienden a abrumar sus pulsiones naturales. Cuando le preguntaron al primer escalador del Monte Everest, Sir Edmund Hillary, por qué asumió tanto riesgo y sacrificio para subir esa difícil montaña, sólo contestó “porque estaba allí”. Ese particular magnetismo que tiene lo desconocido es una herencia arquetípica insoslayable para algunos humanos. Ese gen oculto en su ADN es la mágica impronta que garantiza su vocación transgresora- transformadora. Sus portadores, unos pocos en millones, vehiculizan el cambio, son los iconoclastas que desconocen normas, tabúes, religiones ó verdades indemostradas. Tienen el “toque de Dios”. EL JUEGO DEL DEMONIO Las colonias humanas fueron expandiendo sus fronteras agrícolas. El agua era un bien preciado, se captaba con ingenio y se conducía con dificultad. En una instancia la expansión de una comunidad se hizo tangente a una vecina. En el límite justo entre ambas quedó una vertiente. El agua brotaba, gentil y bullanguera, por una grieta en las rocas, y llenaba una depresión formando una cristalina laguna, donde hasta hacía poco tiempo, abrevaban en paz los animales salvajes. Se iniciaron arduas y complejas negociaciones entre las comunidades por la propiedad de la fuente. La ubicación misma de la vertiente, en una altura entre elevadas lomadas, la hacían apta para conducirla por gravedad y distribuirla eficazmente. En ambas comunidades fueron generándose tendencias internas, las primeras, ó “palomas”, proponían compartir equitativamente el recurso, otros (los “halcones”) promovían lograr el dominio exclusivo de la fuente. El tiempo agudizó las diferencias, hasta que se interrumpieron todas las negociaciones. Los halcones pregonaban la dignidad y la soberanía de la posesión del agua. Las palomas, cada vez más debilitadas en número, pregonaban los supremos beneficios de la paz. El detonante pudo ser cualquiera, cuando los resortes sociales se comprimen, un imperceptible evento los colapsa. Un joven cazador perseguía un conejo, y la presa, despavorida, cruzó un cerco; la siguió, pensando en el sabroso estofado, cuando una flecha de ballesta, sagaz, brillante y plateada, le atravesó el cuello. Antes de comprender qué ocurría, estaba muerto. Fue encontrado junto a la cerca. Su viuda, desconsolada, pedía venganza a los gritos. Los halcones, indetenibles, afilaron sus armas, mientras sepultaban a su hombre. La religión, cuestionada por tantos, inserta normas morales al sistema. Establece códigos, pone límites, resguarda un marco de convivencia. La negativa a aceptar siquiera un Dios favorece el caos y promueve conductas gravemente transgresoras. El opio de los pueblos quizás sea, en definitiva, un mal necesario. En última instancia quienes más fallan son los intérpretes, sus falsas vocaciones de castidad, sus farsas e imposturas. Entonces, si la palabra de Dios es buena, pierde sustento en la corrupta boca de los hechiceros.
  • 41. 41 Las leyes convocan a la reflexión sobre “crimen y castigo”. Esta falta de normas, en una sociedad pregonada “casi perfecta” por los tecnócratas que las fundaron, no tuvo presente la agresividad natural del hombre. Un grupo organizado de halcones cruzó, una noche, el cercado limítrofe entre los pueblos y asaltó una granja, masacrando en forma horrenda un grupo familiar numeroso. La matemática falló, por un muerto inicial pagaron ocho, hombres, mujeres y niños. Las matanzas se hicieron comunes, en forma cotidiana. En pocas semanas sólo quedaban decenas de habitantes en cada pueblo. Cuando asumieron la realidad era tarde, estaban indefensos, y fueron invadidos por bandidos saqueadores, que esclavizaron a los supervivientes y se apoderaron de las viviendas y los cultivos. Estos bandoleros eran bárbaros, que sin orden social alguno, se adueñaban por la fuerza de cuanto podían. A partir de la ciudadela tomada, fueron invadiendo colonias vecinas, esclavizando a los prisioneros. Algún oportunista vendió sus presuntas videncias y creó una religión, con un Dios de la guerra, sediento de sacrificios humanos. Y la barbarie se hizo imperio, y el hombre retrocedió a la edad de piedra. Y todo volvió a empezar.
  • 42. 42 CUCHIYO DEL MISHMO PALO Los efectos de la droga ingerida le dificultaban el control de la Honda cross, robada pocas horas atrás... Si bien, en otras circunstancias, hubiera disfrutado el manejo, la visión se le dificultaba por las alteraciones sensoriales, y debió disminuir la velocidad porque casi vuela de la calzada, en una curva. Transitaba una ruta muy poco concurrida, que conducía a un pueblo mayoritariamente habitado por ganaderos. El blanco ideal era asaltar en la ruta, algún desprevenido. El método, cubrir con su cuerpo una calzada de circulación vehicular, y con la moto la otra, simulando un accidente. Si, algún alma piadosa se detenía a auxiliarlo, amenazarlo con el revólver, secuestrarlo, y desvalijar sus cuentas bancarias en varios cajeros automáticos. Hacía pocas semanas la “yuta” había apresado a “Choco” su compañero de andanzas, quien era el cerebro de sus depredaciones. Él era acompañante, cubría en los asaltos y dejaba toda la inteligencia en manos de Choco, qué robar, dónde, los reducidores, los precios… Era todo tan complejo para su cerebro destruido por drogas y alcohol…No se le ocurría qué hacer. Lo del motociclista fue un golpe de suerte, en medio de la desesperación. Sintió la moto acercarse, mientras aspiraba de la bolsa. Pensó “revólver mucho ruido…” tomó una baldosa suelta, y, cuando pasaba por el medio de la calle, arrojó el proyectil, que acertó en la espalda. El joven cayó pesadamente, rodando sobre si mismo, y la moto se deslizó, horizontal, casi media cuadra. Se acercó é intentó desvalijarlo. El muchacho, aún totalmente maltrecho se resistía, entonces sacó la navaja y de un solo tajo le cortó el cuello (“láshtima por la camisa, tan linda…”, pensó). Le quitó riñonera, vaqueros y zapatillas, corrió hacia la moto y emprendió la huída, enfilando hacia la provincia…En medio de la neblina que ondulaba su mente, recordó la narración de un “pesado” en el patio de la cárcel (no recordaba cual, alguna de las tantas…) sobre la “ruta de los chacareros”, una vía poco frecuentada por la “cana” por la que circulaban los ganaderos. Una verdadera “mina de oro”. Claro que desde que le pasaron el dato habrían pasado veinte años, ó más, pero, en sus neuronas depredadas, ya no se atendía el tema “circunstancias”. Para él el tiempo no transcurría, la vida no existía, todo estaba nublado y confuso. Buscó un lugar propicio, unos cincuenta metros después de una curva, cuando deberían reducir su velocidad. Pasaron cuatro vehículos, tres camionetas y un auto. Nadie se detuvo. Simplemente lo esquivaban, a gran velocidad por la banquina. ¿Es que ya no hay piedad? Pensaba. Un pobre infeliz, accidentado en la ruta, y todos huían presurosos. Lo que su obtusidad le impedía racionalizar es que la gente ya “estaba de vuelta” de tantos ardides para desvalijarla, nadie creía en nada. Pero, ¿y si estuviera verdaderamente accidentado?...Lo dejarían morir sin más. Venían exultantes, eufóricos, cuatro asaltantes en una 4x4, nuevita, flamante. Un nuevo “trabajo” exitoso, en San Isidro, dólares, pesos, joyas, plasmas, computadoras, juntando con la venta de la camioneta, dispondrían de más de cincuenta mil pesos. Y ningún problema, el dueño de casa, con frialdad e inteligencia cedió todas sus armas y colaboró entregando sus valores. Hasta abrió su caja fuerte. Quedó contento el infeliz, porque no violaran a su mujer ó las niñas. Muy sencillo, eran “choros”, no “violetas”, “locódigo shon locódigo, viejo”. Ahora venían a aprovechar el domingo, asaltando las fincas de varios chacareros, luego reducirían la camioneta, y derecho al aguantadero. Traían dos cajones de champagne, entre el botín, y habían dado cuenta ya de cinco
  • 43. 43 botellas. Tomaron la curva y vieron al accidentado. Se detuvieron a escasos veinte metros de la víctima. “La moto está nuevita, la quiero” dijo uno desde al asiento trasero. “Caiate, pelotudo”, dijo el jefe, “lajugamo al truco y lishto”. “Bueno, rematemo al güevón y carguemo la moto”. La “víctima” estaba tensa, había parado una camioneta negra, en medio de la ruta, pero nadie bajaba. “Tal vez estén indecisos”, pensó. De pronto sintió la acelerada, y la realidad se hizo sombras, lo iban a embestir. Su cuerpo estaba entumecido por la inmovilidad. Alcanzó a incorporarse a medias, pero era tarde. Las defensas adicionales que protegían la parrilla, gruesos caños de acero cromado, le impactaron de lleno en el pecho, tirándolo unos diez metros más adelante. Debía tener casi todas las costillas rotas, los pulmones colapsados, apenas podía respirar. Su mente repetía monocorde “jos deputa… ¿por qué? ¿Por qué?.... ¿por una guacha moto que ni siquiera era suya?”. Recordó que él había matado por ella, bastante rápido lo estaba pagando… Fueron muchos, demasiados, los infelices a quienes robó y mató, en su imbécil vida…Por el rabillo del ojo vio que bajaban cuatro de la camioneta, mientras dos cargaban la moto, los otros se le acercaron, lentamente. “Quitale la rinionera”, dijo el jefe, mientras sacaba el 38 de su cintura. Entre suspiros ahogados por bocanadas de sangre pedía, rogaba, imploraba “No, no, no…”. Vió el caño apuntándole a la frente, y supo que era el fin. “Oi noes tu día de shuerte, viejo”, dijo el jefe, y la explosión, y la oscuridad final. Tiraron su cuerpo en la banquina, y, entre bromas y risotadas, siguieron la ruta de la plata fácil. “Total eshos kajetudos tienen mushas vaquitas, y noshotroj shiempre, tan pobres…”.
  • 44. 44 MAIKEL El mar fue parte sustancial de mi niñez. Lo visitaba todos los años, entre diciembre y marzo. Aprendí a nadar como a hablar, caminar, ò entender el dialecto veneciano de mis tíos. Adentrarse tras los rompientes era, para muchos una insensatez, por las corrientes ocultas de la marejada, y los peligros desconocidos. Escurrirme en el mar, aún más de mil metros, siempre fue mi secreta pasión e ineludible obsesión. Nuestra playa era suburbana, no había bañeros ni controles, por lo que esta transgresión se transformó en mi costumbre cotidiana. Practicaba buceo, fuera de la incomodidad del oleaje, ayudado por mis patas de rana y escafandra, lo que me permitía disfrutar la visión próxima de grandes peces y delfines. Un matrimonio de “gente grande” compró la casa vecina a la nuestra. Eran vascos, el un marino retirado, ella artista plástica. Eran atractivos y pintorescos, fríamente corteses ó elusivos distantes. Ella, menuda y delgada se llamaba Maité (“querida” en vasco según supe más tarde). Iba a la costa con un gran sombrero de paja y una larga túnica blanca suelta. Clavaba y nivelaba cuidadosamente su caballete en la arena, y pintaba sus acuarelas marinas, todas de colores suaves, todas diferentes, casi tan hermosas como sus apacibles ojos turquesas. El viento jugaba con sus cabellos blancos, mientras inmutable, deslizaba, hábilmente, el pincel por la tela. Pintaba siempre desde el mismo lugar, pero todas sus obras eran distintas, el amarillo intenso del sol naciente, el gris plomo del mediodía, el rojo-naranja-índigo del ocaso y los varitonales en gris de las tormentas. Nada escapaba de su visión inquisidora ó sus manos creadoras. Horas me pasaba, sentado unos discretos metros por detrás, embelesado en los juegos de colores surgidos de la nada. Él era un hombre robusto, musculoso, dorado por mil soles. Su rostro tosco parecía labrado en granito, y los cabellos cenicientos se adentraban por una extraña calvicie, dejando una franja central pilosa parecida al jopo de los mohicanos. Su rasgo distintivo era la mirada, irónica, juguetona, burlesca, que acompañaba a una lengua mordaz, siempre dispuesta al comentario agudo. Se llamaba Maikel. Volvía con un balde lleno de mi trabajosa cosecha de almejas, y, buscando el camino a casa, cruzaba la playa oblicuamente a una veintena de metros de la pareja, cuando él me detuvo: “espérame, por favor”. Y se acercó trotando en la arena blanda e hirviente del mediodía. “Pero ¡Qué hermosas almejas!, son realmente enormes… ¿De dónde las sacas? ¡Aquí todas son muy pequeñas! …”. Le dije mi nombre, extendiendo la mano, y el la estrechó “Soy Maikel”, repuso. Así sellamos una amistad que duraría los tres meses de ese verano. Un sexagenario y un jovencito de sólo doce años. “Si querés mañana te llevo, pero, hay que salir muy temprano”. “Hecho”, dijo, “nos encontramos aquí cuando amanezca…” Con los primeros rayos del sol, me esperaba, traía una caña de grueso bambú -de unos tres metros de largo-, un balde grande, una soga y una palita “linneman” roja y amarilla, con los colores de “su España”. Durante la prolongada marcha por la arena (más de diez kilómetros, según calculó), insistió que camináramos por la blanda y dificultosa, no por la húmeda y consistente de la playa mojada. “Hace bien a las piernas”, me dijo. Le manifesté que las mías no tenían problemas. Y riendo, me dijo “siempre hace
  • 45. 45 bien recordarles a los músculos para qué están”. Durante la hora y media de marcha forzada le pregunté sobre España. “Yo no soy de España, soy vasco…”. Cuando le dije que para mí era la misma cosa, que mi padre también lo era, y de Guipúzcoa, me repuso “Para un vasco es un insulto llamarlo español” Y me contó toda la historia del “ijoeputa de Franco”, de la guerra civil, de todos sus amigos muertos, y su huída, tras la derrota “republicana” cruzando el mediterráneo en un viejo esquife que hacía agua por todos lados. Llegamos al barco hundido en plena marea alta. Los mástiles y parte del casco del viejo navío se erguían amenazadores. Los viejos pescadores de la zona dicen que no hay que acercarse al barco, porque grandes tiburones acechan entre las ruinas de sus oscuros maderos. Siempre me sumergí, a la vuelta del barco, y nunca vi ninguno. Quienes pescan en el espinel, doscientos metros adentrados en el mar, sólo sacan tiburones de menos de un metro, que, en realidad, a nadie espantan. “Allá están, corra”, le indiqué. En una pequeña ensenada, la marea arrojaba miles de grandes almejas. Juntamos medio balde en pocos minutos. Y, nada más…” ¿Y ahora...?”, indagó. “Mire con atención”, le indiqué. Una almeja solitaria fue llevada por el agua a la costa, y le mostré como el bivalbo sacaba su pie musculoso y presto se enterraba en la arena, cavando con rapidez. Excavé con la mano, la extraje y la abrí con la navaja, mostrándole sus partes. “Ve este pie blanco, con él excava; estos dos tubitos rojos son el aparato respiratorio. Cuando se entierran comienzan a respirar aire, entonces arrojan agua a presión por los sifones, quedando en la arena estos dos orificios juntos. Allí, abajo, a menos de quince centímetros, hay una almeja. Cuanto más grandes los respiraderos, mayor la almeja. …” En poco tiempo llenamos el balde, era galvanizado, de doce litros, y estaba muy pesado, hay que llevarlas con agua de mar y arena, para que no mueran. Entonces tuvo sentido la caña y la soga que trajo, ubicó la manija del balde en la mitad de la caña, y la ató, firmemente, con nudos de marino. La carga no se deslizaría y el peso sería parejo. Apoyar la caña en el hombro era reducir drásticamente el esfuerzo que significaba llevarlo, como hacía yo, con la mano. Nunca supe cual era mi “negocio” de las almejas. Los tíos me pagaban tres pesos por el balde, con ellos solventaba, por la tarde, dos horas de alquiler de un caballo. Eran tres horas de caminata, una hora de recolección, y la vuelta con los dos brazos, alternadamente, acalambrados por el peso. Después, la vida me fue enseñando, que los sacrificios pueden ser mayores y los placeres aún más esporádicos. Durante el regreso le pedí que me contara sobre los países que conoció. Fue marino de todos los mares, con gran capacidad narrativa para transmitir imágenes destacables de Oslo y Bangcock, pintando los colores y aromas de todos los puertos. Esta costa era su playa terminal, su último hálito de espuma y sal. Todos los días salíamos a nadar mar afuera, con el viejo. En ocasiones dejábamos tan atrás la ribera, que llegaba a tornarse invisible, en oportunidades de fuerte oleaje. Al retornar, agotados nos tendíamos en la arena mojada, a compartir las vicisitudes vividas. Cómo variaban las corrientes costeras, los juegos de los delfines, las corvinas negras depredando los bancos de almejas. En algún buceo prolongado descubrimos un depósito de conchillas. Colindaba, mar afuera, con el segundo banco de arena, donde surcaban con más intensidad los flujos y reflujos de las mareas. Era una media
  • 46. 46 luna, convexa hacia el Atlántico, de unos treinta metros de largo, con un espesor de medio metro. Las conchillas estaban, mayoritariamente, rotas, pero no eran escasos los especimenes sanos, coloridos y variados, de pectínidos, gasterópodos y bivalbos. Tuvimos que perfeccionar un sistema de recolección, se acopiaría en bolsas de redecilla plástica, atadas a la cintura. Al ser el cascajo de bordes filosos y puntiagudos, debimos protegernos las manos con guantes sintéticos de malla gruesa, usados por algunos conductores de autos deportivos. Asimismo, cambiamos las patas de ranas convencionales por otras de gran tamaño, que nos brindarían rapidez en el movimiento. Nos sumergíamos durante un minuto y medio, descansábamos el doble, flotando, y, vuelta a la tarea. Los delfines, confianzudos, en oportunidades jugaban con nosotros, mientras se alimentaban con el cardúmen de anchoitas. Una vez uno me seguía al fondo y observaba, quizás atónito, mi extraña actividad. Luego de diez días de trabajo, nuestra colección era, sencillamente, sorprendente. No teníamos donde comercializarla, pero, vueltos a la capital, al fin del verano, su venta nos compensaría con creces. Un día calmo, a pleno sol, como cualquier otro, llegamos al segundo atolón, y antes de sumergirnos, me sorprendió la ausencia de delfines, transmitiéndole a Maikel: “Mire, viejo, no hay toninas… ¿raro no?”. El marino quedó pensativo, desconfiado. “Es muy extraño”, dijo. Intranquilos iniciamos la cosecha. Cada descanso miraba en torno con avidez, con miedo…Recordé la máxima de un tío viejo “si algo se sale de lo común, alguna razón habrá…”, convencido que, mis breves doce años de vida, podrían abonarse con la experiencia ajena. Y vi la gran aleta negra triangular, surcando rauda el mar, hacia nosotros. Me hundí y tiré a Maikel de sus escasos cabellos. Emergió, y le señalé el tiburón, ya a escasos diez metros de distancia. Rápidamente, como la última pulsión de la vida (y, ciertamente, lo era), nadamos hacia el atolón contra el reflujo del bajamar. Quedamos con el agua en las rodillas, cuando el gran escualo impactó en la arena. Nunca vi uno tan grande, con la panza tan blanca. Se revolcó, furioso, desbordando odio e impotencia, con medio cuerpo fuera del agua, mirándonos con sus grandes ojos redondos, fríos e inexpresivos como la misma muerte. Retrocedió y volvió a intentarlo, cinco veces, y quedó nadando en círculos, buscando una pasada a la hondonada, para cortarnos la huída. “Debemos ir a la costa”, dijo el marino, “nuestra situación, si llega a pasar, será muy precaria…”. “Vamos, con la próxima ola”. Y saltamos a su cresta, y nadamos con ímpetu y desesperación, hasta que clavamos las uñas en el primer banco de arena, y miré hacia atrás, y, allí venía, con su hambre y sed de desgarrar y triturar. Maikel me apretó el cuello, y me gritó: “A la costa, muchacho, sin parar”. Al caminar por la arena me temblaban las rodillas, faltaba el aire, y todo giraba en derredor. Al abrir los ojos vi el rostro del viejo. Me señaló el tiburón, rondando próximo a la orilla. Los bañistas, despavoridos, habían abandonado el agua. “Es de los blancos, inusual en estas latitudes, un bicho grande, muchacho”, dijo, “más de cuatro metros…” Al verano siguiente volví al mar, pero el viejo ya no estaba. Un matrimonio joven, con dos hijos pequeños, ocupaba la casita. Cuando pregunté por él, me dijeron “Creemos que falleció en julio, su viuda nos vendió la propiedad, hace un par de meses, ella no quiere volver al mar…” Imaginé a Maikel, muriendo en una cama seca, sin oleaje, ni sabor a espuma salada, sin caracoles ni delfines… ¿Habrá tenido algún pensamiento final, con este gran tiburón, que nos hermanó por siempre?
  • 47. 47 CAÍDA LIBRE Al realizar el trabajo final de licenciatura disponíamos un presupuesto para las tareas de campaña. Estos fondos, exiguos, permitían solventar un accionar de bajo perfil, por lo que, mi ayudante (José) y yo debíamos pernoctar en carpa. El pueblo más cercano a la zona de trabajo era Villa Mazán, en el noreste de La Rioja. Por seguridad de las pertenencias, solicitamos autorización para acampar en la comisaría, y trabamos gran amistad con el comisario. A este señor le gustaba el truco, y, para mantener las buenas relaciones humanas, nos dejábamos ganar a fin de conservar las cosas en un “empate técnico”. Yendo hacia el oeste por la ruta, atravesando la quebrada de Mazán, nos quedaba un fácil acceso a la zona de trabajo. La carretera era sinuosa, bordeando una profunda quebrada. En una de sus curvas, sobre una delgada pirca, había una cruz con una leyenda “Custodio Bazán – 16/03/1968”. Pensamos que había ocurrido una muerte en un accidente de tránsito. Por la noche consultamos al comisario “¿Cómo fue el accidente en la quebrada, el año pasado?” “¿Cuál accidente?” indagó. “Ese, donde hay una cruz”. “Ah, ese, verán muchachos, Custodio era un mamado incorregible. Venía desde Tinocán, de un beberaje, un sábado por la noche. Aparentemente se sentó en la pirca a descansar, y, por el mareo cayó hacia atrás. Habrán visto que el murete que bordea el camino es angosto, y que la barranca es vertical, de un centenar de metros. Bueno, literalmente, quedó apoltronado contra las peñas del fondo de la quebrada. En la comisaría estaba de turno un oficial jovencito, estudiante avanzado de derecho. Un muchacho muy culto. Cuando redactó los entretelones del incidente escribió: “causa del deceso: caída libre…”
  • 48. 48 LOS “DEL SESENTA” Introducción Los argentinos vivimos inmersos en un mar de falacias. No asumimos nuestra realidad, ignoramos nuestra historia, y, consecuentemente, carecemos de vocación de futuro. Internalizamos, como postulados reales, mentiras degradantes, aceptando como cierto que “el incremento del PBI producirá un derrame de riqueza hacia los pobres”. Y convalidamos como normales las más infames corrupciones. Los políticos, sin distinciones de banderías ó inclinaciones, tienen como único objeto de bienestar su acelerado enriquecimiento. La carencia de ética y moral, en cada proyecto de poder individual, genera desembozados saqueos del Estado, en la cosa pública. Achacamos, entonces, a nuestros “políticos” el patrimonio de las desgracias, intentando eludir nuestras culpas y responsabilidades reales. Nada, de cuanto nos rodea, es recuperable, agravado por un vacío científico, técnico y cultural, simplemente espeluznante. Sólo la ignorancia conculca nuestra impotencia de adecuada lectura de la realidad: que el presente es, certeramente perfectible, y el futuro es arcilla modelable a nuestro exclusivo arbitrio. Nuestro pasado, aún el inmediato, es penumbra tenebrosa deseando ser alcanzada por la luz. Creemos cuanto nos dicen, impostores disfrazados de competentes informadores. Nos referenciamos en personajes deleznables, masivamente promovidos por la acción mediática, sin reflexionar en los menguados valores éticos y morales que representan. Mientras tanto, nuestros héroes reales y cotidianos, como René Favaloro, se vuelan los sesos en la impotencia de ser escuchados ó sintonizados por un país, decididamente autista. Queremos creer, porque, decisivamente lo necesitamos, que heredamos doctrinas lúcidas y trascendentes de oportunistas que medraron con nuestra buena fe. Y sustentaron ser creadores de una “tercera posición equidistante de yanquis y marxistas”. Cuando jamás, los unos ni los otros nos tuvieron siquiera en cuenta. Ó a lo sumo nos destinaban una tímida sonrisa de soslayo, divertidos ante nuestra sobrevaluada soberbia y desenfrenada corruptela. Así somos, la Argentina discepoliana, un desafinado coro de perdedores con pretensiones de lucidez. Y donde un hartazgo de seudo sociólogos y politicólogos desarrolla la parodia de investigar nuestros males endémicos, en una farsa sadomasoquista que, sin aportar construcciones ni propuestas, descubre lo que siempre supimos: Que somos un pueblo mediocre y carente de valores ponderables. Pero si la verdad no surge de estos pseudomesías, ni mucho menos de los políticos de turno, tampoco es cierto que sea inexorable el imperio del horror. Nuestro voto ciudadano es el despilfarro de elegir el menos horrendo de los candidatos. Un canto ingenuo a la esperanza “lo apoyo porque creo que es honesto”. Algo es irrefutable: debemos conocernos a nosotros mismos, y entre nosotros mismos, para superar nuestras limitaciones comunes. Y proveer las confluencias fundadas en la amalgama de las sanas aspiraciones. Sólo asi podremos construir un presente algo más digno, y un futuro, cuanto menos coherente y decoroso. Y debemos explorar el pasado, para capitalizar los errores, y rescatar sus aciertos.
  • 49. 49 El legado hispanoamericano Latinoamérica es heredera de los usos y costumbres de sus colonizadores procedentes de la península ibérica. Y su destino quedó, inevitablemente, signado. Si analizamos la historia comparativa de la América anglosajona, con nosotros, transcurridos cinco siglos de la conquista, las diferencias entre economía, desarrollo y crecimiento son abismales. Y es esa suerte de “mandato genético” que nos condenó a “ser como somos”. Los españoles y lusitanos, eran poco afectos al trabajo y la producción, centrando su vida en la renta del esfuerzo ajeno. Este “quebranto moral”, no es atribuíble a los nativos, que demostraron, en forma fehaciente, su vocación de trabajo en beneficio propio. Si tomamos como ejemplo el Valle de Tafí (Tucumán) antes de la “conquista” surtía, en su nicho agroecológico, fuentes de vida para más de 30.000 calchaquíes. Hoy, sus escasos cinco mil pobladores permanentes, deben vivir de planes sociales ó emigrar por trabajo a otros destinos. El Paraguay, con la gesta jesuita, llegó a formar un milagro agroindustrial, que debió ser destruído por la guerra de “La Triple Alianza”, a instancia de los intereses ingleses. Paraguay “indigenista” competía, exitosamente, con las industrias europeas. Las claves de la tragedia latinoamericana la brinda Teresa Piossek Prebisch, en “El Inca en Tucumán” (1976): “En 1630, el cacique Chelemín, de los hualfines, fue quien elevó el grito de guerra al cielo. El origen de esta guerra fue muy significativo: el encomendero Juan de Urbina descubrió una mina de oro a la entrada de calchaquí, por el lado del valle de Catamarca, y los indios temerosos de que se los obligara a trabajarla, lo mataron junto con toda su familia. Los españoles reaccionaron violentamente y esto desencadenó una lucha que duró siete años, y costó la pérdida de dos ciudades más: Londres II, ubicada cerca de la primera y Nuestra Señora de Guadalupe, en el calchaquí. Para los calchaquíes significó la derrota total, con la ejecución de Chelemín y el desarraigo de las tribus que, según la costumbre incaica, fueron reducidas al yanaconazgo, arrancados de sus solares nativos y repartidos por tierras lejanas”. La tragicomedia resume la historia de Hispanoamérica, un hidalgo Juan de Urbina, descubre oro, que pretende, producir en su beneficio, merced al trabajo gratuito de los nativos. Concisamente, planificaba enriquecerse con el fruto del esfuerzo ajeno. El calchaquí tenía una ética particular, prefería la muerte a la esclavitud. .Con el desarrollo poblacional, los descendientes de la “gloriosa conquista” hegemonizaron el poder económico, en primera instancia a favor de la feroz explotación de los indígenas, en sistemas de esclavitud (mita y yanaconazgo) bestiales e inhumanos. Esta forma de vida, formando la burocracia gobernante de la “ciudad puerto” y señores feudales en los asentamientos agrícola- ganaderos, era posible, a favor de la inmensa renta, producto de la plusvalía del trabajo, inicialmente de los nativos conquistados, luego de los “criollos” descendientes de la cruza de éstos con soldados y “peones” de estancias. Las emancipaciones latinoamericanas cambiaron los “patrones”. Ya no eran explotados en nombre del rey de España, sino por una “oligarquía” local que, igualmente, los privaba de todos sus derechos elementales. Hacia mediados del siglo XX éste era el statu quo vigente en Latinoamérica. Lógicamente
  • 50. 50 variaban los matices. En Ibero América los factores dominantes “negociaban” las radicaciones de inversiones norteamericanas (United Fruit Company, Standard Oil). Los gobernantes enajenaban, como propia, la riqueza de los territorios, bajo su dominio político y militar: el estaño y plata en Bolivia, el cobre en Chile, el Oro en Perú, Bolivia y Argentina, el petróleo en Venezuela y Méjico, el plátano en Guatemala, el caucho en Brasil, el café en Colombia, etc. etc. etc. Para poder “regalar impunemente” nuestras riquezas y “alquilar” a bajo precio las manos de obra locales, las oligarquías y las burocracias económicas organizaron fuerzas armadas, siempre sobredimensionadas a las reales necesidades de la “defensa nacional”. Éstas eran fieles custodios de los intereses Anglo-americanos y los de las minorías cipayas locales. Lógicamente, debía asegurarse la continuidad del modelo de explotación fundado en perpetuar “mano de obra barata”. El país quedó en manos de un liberalismo proinglés, en su primera instancia y pronorteamericano hasta el advenimiento del peronismo. Custodia permanente de los intereses anglosajones, y su oligarquía dependiente, en Argentina, fueron nuestras fuerzas armadas y de seguridad. La cultura y la historia, totalmente tergiversadas por el liberalismo dominante, lavaron, durante generaciones, los cerebros de todo un pueblo. Actualmente, si a cualquier argentino de cultura “media” (nivel secundario) le preguntamos quiénes fueron Manuel Dorrego, Ángel Vicente Peñaloza, Severo Chumbita, Juan Facundo Quiroga ó Felipe Varela, seguramente, no tendrán idea. Asi, la lucha, durante décadas, del interior empobrecido contra el puerto exportador-explotador se disfrazó como “federales” contra “unitarios”. Nada tan falaz, era la rebelión armada de todo un pueblo contra el dominio inglés y sus cipayos oligárquicos locales. Nuestros caudillos, tildados de “bárbaros” por los sarmientos, mitres y rocas, emprendieron su gesta armada contra los “ricos” dominantes. Cien años después, quienes tomamos las banderas de “independencia económica, soberanía política y justicia social” éramos “subversivos”. Sólo porque luchábamos contra la injusticia y sus privilegios. No necesitábamos “ejemplos foráneos”, como proponían las patéticas “fuerzas del orden”. Demasiados genocidios sufrió nuestra Argentina, ¡tantos próceres reales y concretos abonaron nuestro suelo con su sangre generosa! La última dictadura nacional, por lejos, la más sanguinaria, tenía un ideólogo admirador de la “generación del 80” (Díaz Bessone), con el sueño de la “gran estancia” de José Alfredo Martínez de Hoz (lógicamente, gran estancia de su propiedad). Los orígenes: Nacionalismo Revisionista y Caudillismo Federal Nos conocieron como la generación del ’70, pero, nuestras historias individuales y colectivas surgen pocos años antes. Según comentaristas legos actuales (poco versados, por cierto) éramos “iconoclastas, rebeldes y violentos”. En medio de la anacrónica mediocridad presente, me permito reconstruir vivencias personales, grupales y colectivas que, objetivamente, aportarán datos certeros para una caracterización de la realidad, cuanto menos, mínimamente aproximativa. Nuestras raíces ideológicas surgen desde la adolescencia, cuando algunos profesores de historia (e historiadores) difundieron la doctrina del “revisionismo histórico”. Este movimiento de resistencia a la prédica de la “historia convencional” del liberalismo mitrista en Argentina, reivindicaba y potenciaba la figura de Juan Manuel de Rosas.
  • 51. 51 Surgieron, entonces, movimientos “nacionalistas”, entre ellos Tacuara y Guardia Restauradora Nacionalista. Sus idearios reconocían una fuerte raigambre ultracatólica, influída por el Opus Dei, y de estricto perfil Nazifascistafalangista. De allí se cimentaron fuertes tendencias antisemitas, y de apoyo global a movimientos de ultraderecha antipopulares, sustentados por importantes religiosos (Julio Menvielle) que, a nivel internacional, por ejemplo, adherían a grupos paramilitares franceses (OAS), quienes realizaron acciones espeluznantes, contra el pueblo de Argelia. Los adherentes a este movimiento de derecha eran jóvenes de clase media acomodada, muchos de ellos asesorados por el agente de la CIA Guillermo Patricio Kelly (Tacuara) ó “servicios” locales, como Juan Carlos Coria (GRN). Escasas repercusiones tenían grupos pronorteamericanos (“Trinchera Anticomunista”) promovidos por el agente estadounidense John Charles Jahnsson. Todos estos activistas estudiantiles tenían un denominador común, el anticomunismo-antisionismo. Ello motivó que, como autodefensa, muchos jóvenes hebreos, con inquietudes intelectuales, se enrolaran en la Federación Juvenil Comunista. Las discusiones internas referentes a la figura de Rosas, y su relación con los caudillos del interior replantearon, en el seno de los grupos nacionalistas, las verdaderas esencias del federalismo y el ser nacional. Surgen, entonces, reivindicaciones a las epopeyas de los caudillos genuinamente federales que, en sus derrotas, amalgamaron la esencia del ideario de la “patria grande federal”. Lógicamente, contrapuestos a los intereses que defendió Rosas., los de la oligarquía de la pampa húmeda. La lucha y derrota de los caudillos del interior por parte del puerto agroexportador signó el perfil de un país, donde los pobres fueron excluidos El rol tutelar de las Fuerzas Armadas . Custodia permanente de los intereses foráneos, en Argentina, fueron nuestras fuerzas armadas y de seguridad. En esa instancia, cualquier intento de desviación ideológica de las miras del mitrismo liberal (Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre, Juan Galo De Lavalle, etc.) era interrumpido, por la fuerza, por las armas nacionales. Luces y sombras del peronismo en nuestra historia contemporánea El peronismo, como movimiento de masas, de neto corte bonapartista, liquidó el dominio anarco-socialista, del gremialismo combativo, resabio de los activistas de la década infame. Se crearon, entonces, estructuras “dirigenciales” con cuadros dóciles y negociadores con el “establishment” y obreros mansos y complacientes. Surge, dentro de este esquema de poder una Burocracia Sindical, cuyo lema esencial era “ni yanquis ni marxistas, peronistas”. En realidad, las inquietudes intelectuales de estos sindicalistas era un irrestricto servilismo hacia el líder carismático, con el sólo objeto de medrar con sus prebendas (Augusto Timoteo Vandor, Lorenzo Miguel, Herminio Iglesias, Juan Carlos Calabró, José Ignacio Rucci). El peronismo, por su esencia personalista, no comulgaba con el crecimiento intelectual del pueblo, combatiendo los movimientos estudiantiles y segregando a todo aquel que manifieste criterio propio. No obstante, modifica el modelo social de factoría agro exportadora a incipiente país industrial. Instaura avances irreductibles a favor de los sectores, hasta entonces, desposeídos, otorgándoles una mayor participación en la renta nacional. El proletariado comienza a percibir
  • 52. 52 aguinaldo, jubilación, vacaciones pagas, legítima representatividad gremial, posibilidad de discusión salarial en reuniones paritarias, acceso a la salud, vivienda digna y educación. Por primera vez en la historia argentina, hijos de trabajadores acceden a los claustros universitarios. Uno de sus slogans fue “plena producción, plena ocupación y pleno consumo”. En medio de tantos aciertos, cometió errores que, la historia demostró, fueron irreparables. Radicaron las industrias en los alrededores de la Capital Federal y de Rosario, cuando lo expectable era un desarrollo regional argentino sin despoblar, comparativamente, el interior. Se produjo, entonces, un importante flujo poblacional desde el interior a la capital, del campo a la ciudad. Este fenómeno “vació” las áreas rurales, y conculcó la posibilidad de radicaciones industriales en los territorios donde se localizaba la producción, óptima deseabilidad de toda planificación seria. Ratificó, entonces, el modelo de país centrípeto de la mega-ciudad-puerto, auspiciada por los unitarios (Rivadavia), los pesudofederales (Rosas) y la Generación del ’80. Se sindicalizó, casi totalmente, al proletariado, formando una corporación que, ni las más represoras dictaduras, pudo neutralizar. Los sindicatos adquirieron notable poder económico, a favor de las cuotas sindicales y el manejo de las obras sociales. A cambio, garantizaban, en las mesas de discusión salarial, la presencia de “representantes dóciles al establishment”, circunstancia vigente a la fecha. Fue tan notable su poder real que, a pesar de haber estado el peronismo fuera del gobierno durante 18 años, la participación de los trabajadores en el renta del país llegó a superar, en 1975, el 50%, circunstancia que jamás hubo de repetirse, ni aún luego de los actuales 25 años ininterrumpidos de “democracia”. Es innegable la importancia histórica del peronismo en nuestra historia institucional. Junto con Paz Estenssoro en Bolivia y con Ahrbenz en Guatemala caracterizó la trilogía latinoamericana de las “revoluciones inconclusas”. No obstante, debe caracterizarse, debidamente, a estos líderes populistas, en su real contexto. Ellos, ciertamente, fueron “reformistas”, no “revolucionarios”. El peronismo no fue “el hecho maldito de la sociedad argentina”, al decir de Jorge Luis Borges, ni “el tránsito natural al socialismo nacional” como citaba Hernández Arregui, el más lúcido intérprete de la “juventud maravillosa”. Perón fue un fiel ejecutor de la necesidad de “aggiornar” la situación de la clase obrera argentina, procurando un orden social más justo. Intentó, y logró introducir reformas irreversibles en la dignificación de los menesterosos. Ello le valió el odio de sus camaradas de armas, más consustanciados en consolidar el poder omnímodo de la oligarquía agro exportadora, sin poder disimular sus notorias simpatías pro-inglesas y pro-norteamericanas. Para las ultra conservadoras fuerzas armadas argentinas, el fue, sencillamente, un traidor. La clase media: Soporte del radicalismo y los movimientos revolucionarios La megalomanía y demagogia del líder carismático le valió el desprecio y la ferviente oposición de la amplia mayoría de la clase media argentina y de algunos sectores proletarios-estudiantiles ilustrados, neoanarquistas, trotskistas y marxistas-leninistas. El único intelectual visible del peronismo fue John William Cooke, quizás dos siglos avanzado a las ideas del líder carismático. Es importante la evaluación sociológica de nuestra clase media, formada mayoritariamente por hijos de inmigrantes, cuya siguiente generación eran
  • 53. 53 profesionales (M’hijo, el doctor…), pequeños y medianos comerciantes, empresarios urbanos, artesanos, cuentapropistas y productores agropecuarios. De allí surgieron y se nutrieron el Radicalismo, la Juventud Peronista, y una miríada de pequeños movimientos estudiantiles universitarios que abarcaban todas las gamas de la izquierda (maoísmo, trotskismo, marxismo-leninismo, etc. etc. etc.).Párrafo aparte merece el Socialismo cuya máxima expresión, Alfredo L. Palacios, fue uno de los dirigentes políticos más queridos y admirados por la clase media argentina. La pequeña burguesía argentina fue, es y será antiperonista, no por capricho sino porque, para ella, desde siempre, la ocupación de un lugar en el mundo debía ser fruto del trabajo, el sacrificio, el ahorro y la ética. Los liderazgos bonapartistas compran al pueblo con la dádiva, sus beneficiarios no se sacrificaron para tener esos ladrillos, los pagó todo el pueblo con su esfuerzo y los regala el “general” con su natural generosidad “Mi general, cuánto valés, Perón, Perón, ¡qué grande sos! Sos el primer trabajador”. Las Juventudes Revolucionarias: Diferenciación cultural con el peronismo Una característica distintiva de la “Juventud de los 60” fue su profunda avidez intelectual. Éramos voraces lectores, en amplia mayoría consumimos varios cientos de libros de historia, economía, política, filosofía, ciencia y técnica. En ese entonces había varios cines-arte (Lorraine, Lorca, Losuar, Arte) que cobraban un peso la entrada a estudiantes, donde había ciclos completos de creadores realmente insuperables. Disfrutamos, entre nuestros compañeros, a numerosos profesionales, algunos de ellos doctorados en planeamiento en La Sorbona, otros sociólogos de Berkeley, psicólogos estructuralistas de la escuela de Pichón-Rivière, brillantes periodistas y lúcidos escritores. Una sóla era nuestra búsqueda, la de un país mejor…La Juventud fue, a no dudarlo, la élite política, cultural, intelectual y tecnológica encauzada a aquellas transformaciones que conduzcan a la utilización plena y racional de los recursos naturales, en un orden social justo, con igualdad de oportunidades. Se anhelaban profundos enriquecimientos culturales y tecnológicos en los usos y costumbres del pueblo argentino. Se pregonaba el crecimiento y capacitación permanente de los sectores marginados a través de la gestión cooperativa. Se extendía el rol del Estado a los sectores estratégicos de la economía (comercio exterior, fortalecimiento de la banca oficial, radicación de crédito interno real para Pymes, generación energética, petróleo, gran minería, agua y comunicaciones). Se formulaba la acción cooperativa en autogestión y cogestión. Se pregonaba el imperio de la ética y la moral en la cosa pública, creando modelos de solidaridad y justicia distributiva. Sólo podrá haber transformaciones sociales valederas donde se vierta generosa cultura e inclaudicable vocación superadora de sus intérpretes. Surgimiento del movimiento revolucionario. El Che Guevara y la Iglesia para el Tercer Mundo. Quienes al filo de 1960 participaban de un activismo nacionalista fueron viviendo la mutación que sufrió la juventud de todo el planeta. Los franceses, influidos en los principios existencialistas de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y en la prédica de “cristianismo y revolución” de Herbert Marcusse, iniciaron un viraje hacia la izquierda. En Latinoamérica, con aún mayor
  • 54. 54 raigambre católica, fueron decisivos la Encíclica Vaticano II y el Concilio de Medellín. Considerables sectores de la iglesia pregonaban el rol de los “pastores de los pobres” y promovieron la confluencia ideológica al progresismo, de muchos militantes nacionalistas. Hubo una amalgama, profunda y enriquecedora entre la “Iglesia del Tercer Mundo” (De Nevares, Angelelli, Mugica y muchos cientos de sacerdotes de las capillas más dispersas y perdidas del mapa nacional) con los sectores progresistas de la juventud. La figura del “Che” Guevara, sutilmente expulsado de cuba por el castrismo, y entregado a la CIA por el Partido Comunista Boliviano, fue el eje paradigmático de los movimientos revolucionarios de América Latina. El acceso al poder se lograría mediante la lucha armada. La realidad argentina de concentración urbana de la población transformaba el paisaje del territorio de batalla, ya no serían las selvas cubanas sino las calles de las ciudades. Surge, entonces, la “guerrilla urbana”. Dos grupos diferenciados se distinguen desde sus inicios: el Partido Revolucionario de los Trabajadores (ERP-PRT) cuya raigambre era trotskista-leninista, para quienes Perón era “un viejo político burgués” y aquellas que, el líder carismático en el exilio, denominaba sus “Formaciones Especiales”, luego, mayoritariamente, agrupadas en Montoneros. Su órgano de difusión fue “El Descamisado”, dirigida por Dardo Cabo, asesinado por las FFAA. Apogeo de la “Tendencia Revolucionaria” El líder populista, desde su forzoso retiro en Madrid, al haber sido desplazado del poder, en 1955, por sus camaradas de armas, recibía en su Mansión de “Puerta de Hierro” a cuanto político ambicioso intentara, aún el más descabellado, proyecto de poder, para así cumplir su ansiado retorno. Su desquite con esa Argentina que, durante 18 años, le privó disfrutar el amor y la adulación de amplios sectores de la sociedad argentina. Así alentó los escritos sobre peronismo y revolución de J.W. Cooke, que hacían aparecer a Perón aún a la izquierda del mismísimo Lenín. En el film “La Hora de los Hornos”, convoca, en forma explícita, a la guerra revolucionaria para promover su retorno al gobierno. La historia demostró que el líder bonapartista no quería retornar a su patria para completar la revolución inconclusa, tal como era el sueño de su “juventud maravillosa” sino para desquitar sus ansias de megalomanía, y acceder, nuevamente, a la Presidencia de la República. “Le cueste a quien le cueste, y caiga quien caiga” repetía incesante a quienes lo escuchaban. Volver a gobernar Argentina era, evidentemente, su revancha personal. Cuando la juventud se radicalizó, y estructuró como organización guerrillera, se implantó la consigna “Perón o Muerte”. El viejo general los alentaba, prometiéndoles, no sólo coparticipación en el poder, sino la construcción del “socialismo nacional”. Sólo una sutil inversión de palabras las separaban del “nacional socialismo”.que siempre anidó, explícito, en un amplio rincón de su corazón. Esta simbiosis entre quienes necesitaban un frente popular donde hacer realidad sus ideas de avanzada, y quien requería desestabilización armada para forzar su reintegro al poder, duró el tiempo necesario para cumplir los deseos del líder carismático. En las numerosas reuniones que sostuvo con los enviados del entonces Presidente de la Nación, Gral. Alejandro Agustín
  • 55. 55 Lanusse, asustaba a sus camaradas gobernantes diciéndoles “ya no puedo contener más a los muchachos de las formaciones especiales”. Convocadas en marzo de 1973 las elecciones en las que, después de 18 años, el peronismo no estaba proscrito, ganó por amplia mayoría la presidencia el Dr. Héctor J. Cámpora, hombre afín a las ideas de la juventud, quienes, afectuosamente, lo llamaban “el tío”. Cuando Cámpora asumió su muy breve mandato, centenares de miles de jóvenes cantaban por las calles, de todo el país: “socialismo nacional, como manda el general…”. Desde ese mismo instante, el aceitado proceso contrarrevolucionario estaba en marcha… La escisión de la Juventud del peronismo En un gabinete de ministros, mayoritariamente montonero, Perón impuso su hombre en Bienestar Social, el ex-cabo de la Policía Federal José López Rega. Desde allí organizó la Asociación Anticomunista Argentina (triple A), organización paramilitar integrada por grupos de ultraderecha del SIDE, la Policía Federal y demás fuerzas de seguridad. Por este canal se amenazó y asesinó a cuanto militante de izquierda se pudiera detectar, de gobernadores hacia abajo. Montoneros, en primera instancia culpaba al “brujo” López Rega de estos desmanes, aún sabiendo que, el único responsable real era el mismísimo “General”. La represión a los activistas populares fue atribuida a un supuesto “entorno” de Perón, eventualmente formado por López Rega, Isabelita, y otros personajes menores (Lastiri, Osinde, Calabró, Rucci, etc.). No obstante, el nivel de planificación de los grupos parapoliciales y la ejecución de sus atentados excede, en mucho, la medianía intelectual de estos “personajes”. Es bastante más razonable atribuirlos al genio maquiavélico del “líder carismático”, cuanto menos su orquestación y puesta en marcha. No sería descartable la participación directa de la CIA en la formulación y financiación de estos grupos de asesinos mercenarios. .La Juventud no quería ver la traición que los victimó, ó, cuando la palparon, ya era tarde. Probablemente, hubo cierta “candidez” de su dirigencia, que evidenciaron credulidad, fruto de su inexperiencia política. Se habían dormido con la serpiente de cascabel entre las sábanas. Informaciones objetivas estiman en 1.500 los muertos por la AAA, concretadas en múltiples atentados. Dentro de esta política, abiertamente maccartista, se ordenó la intervención de todos los distritos del Partido Justicialista, reemplazando los dirigentes naturales por agentes de ultraderecha de los servicios de inteligencia. Su primera medida “administrativa” fue la expulsión del PJ de los “infiltrados”, integrantes, afines y aún simpatizantes de la “tendencia revolucionaria”. Se quemaron, en el patio de las sedes del PJ, millares de fichas de afiliación partidaria, cuyos maltrechos padrones, merced a esta caza de brujas, ya a nadie representaban Poco tiempo después se remitieron “listas negras” a gobiernos y municipios, ordenando la cesantía de los militantes de la Juventud Peronista, con especial énfasis en sus cuadros graduados universitarios. Meses antes de las elecciones de 1973, y, en acuerdo con los gobernantes militares de la denominada “Revolución Argentina” (1966-1973) se habían convocado expertos de todo el país designándolos en el Estado. Formaron, con profesionales de las distintas provincias, “Consejos Tecnológicos”. Se diseñaron, por primera vez en Argentina, planes de gobierno con varias décadas de proyección. Estas verdaderas obras maestras en planificación y desarrollo, fueron destruídas y
  • 56. 56 olvidadas. Perón usó bastardamente a la denominada “tendencia revolucionaria” para retornar al gobierno. Autócrata por autonomacia, no compartía el poder con nadie. El líder carismático, con su salud exangüe, designó (en elecciones convocadas luego de desplazar del gobierno a Cámpora y a los “muchachos”) como su candidata a Vicepresidente de la Nación a su “compañera” de exilio, a quien había conocido en un cabaret de Venezuela, María Estela Martínez (“Isabelita”). A su muerte, el viejo general, dejó como Presidenta de los argentinos a una cabaretera. El líder carismático ejecutó con minuciosidad su venganza, humillando y degradando a todo el pueblo de la Nación Argentina. El “primer trabajador” reiría a los gritos desde el infierno. Perón se sacó la careta, expulsando de la plaza de mayo “a esos imberbes imbéciles que gritan”. El confusionismo imperante en la “tendencia” era evidente con su masiva consigna “qué pasa general, que está lleno de gorilas el gobierno popular…”, que hacen aflorar las contradicciones de la falacia. En el gobierno de Perón había sólo adictos incondicionales y obsecuentes al líder carismático. No sumaba (¿por qué debería hacerlo?) auténticos representantes de los intereses del pueblo argentino, ni mucho menos dirigentes proclives a mínimas transformaciones del injusto statu quo social. Los caudillos bonapartistas, reiteramos, sólo dejan crecer obsecuentes a su sombra, al ser su objetivo “el poder, por el poder mismo”, siempre traicionarán toda alianza que comprometa alguna mínima porción de su manejo autocrático. La “juventud” chocó contra la verdad inclaudicable, el general los usó y desechó, y montó un aparato parapolicial para procurar su exterminio. La “tendencia” se tomó revancha con la ejecución del dirigente sindical José Ignacio Rucci, hombre de total confianza y, en apariencia, de real afecto por parte del “primer trabajador”. El principio del fin La organización Montoneros, vuelve entonces a la clandestinidad, comenzando a transitar el difícil sendero del ocaso. Es destacable que, de una forma u otra, su extirpación estaba decretada, porque la Triple A asesinaba a mansalva a sus más conspicuos dirigentes. El retorno a las sombras del anonimato era paradojal para quienes, durante más de un año, trabajaron a cara descubierta. Eran personas públicas, la mayoría fichadas por los servicios, en obvia situación de elevada vulnerabilidad. Secretamente se proclamaron marxistas- leninistas. Se concretó una escisión formal cuando unos pocos integrantes formaron la “JP-Lealtad”, en su vocación utópica de seguir perteneciendo al PJ. El Peronismo de Base, cuyo brazo clandestino eran las Fuerzas Armadas Peronistas, se expresaba en la publicación “Militancia Peronista para la Liberación”, cuyos directores eran Jorge Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, el primero asesinado por la Triple A. Este grupo pregonó, en esta instancia un “peronismo sin Perón”. Todos los militantes populares del peronismo, tenían una convicción “el viejo era el rey de los traidores”. Esta verdad a gritos, sólo se susurraba en voz baja. En la práctica, debieron abandonar un trabajo político de bases que le valió la adhesión de más de dos millones de jóvenes argentinos. Ahora estaban solos, quizás no más de veinte mil cuadros, enfrentando a un aparato de más de
  • 57. 57 doscientos cincuenta mil integrantes de las fuerzas de seguridad. Intentar un demencial triunfo, en esas condiciones, fue, inexorablemente suicida. Lógicamente, se repitió, en nuestra Argentina, la autoinmolación del “Che” en Bolivia. La diferencia es que en Bolivia cayeron, solamente, el referente y una treintena de milicianos. El foquismo revolucionario aisló a la “Tendencia” de sus inserciones naturales, tenazmente construidas, dentro del contexto del pueblo argentino. Los frentes sindicales y estudiantiles murieron por inanición. Algunos operativos “militares” fracasaron por infiltraciones de los “servicios” en la organización. La mayoría del pueblo quedó aislada de los métodos y la doctrina de Montoneros. El mesianismo, suicida en la práctica, no sólo se sustenta en pretender tener el patrimonio de la verdad, sino en soñar con el triunfo de unos pocos militantes contra un fenomenal aparato represivo, ante un pueblo no comprometido, en la realidad, con nadie. La búsqueda de la verdad es un camino, el triunfo de la verdad una estrategia. No todos acompañamos este sendero a la autodestrucción. Numerosos compañeros pregonamos la organización de un partido político fuera del peronismo, y trabajar, desde el llano, por un país mejor. Los dirigentes de la “Tendencia Revolucionaria” cerraron sus oídos a las sugerencias y las críticas, e hicieron la suya. Con ellos llevaron a la muerte a algunas decenas de miles de argentinos. Si analizamos las causales del genocidio, ingresamos a un oscuro universo de psicopatologías. Las conducciones de Montoneros comprometidas a una patética autoinmolación (con mucho de imbécil y nada de heroica) combinadas con unas fuerzas armadas psicópatas, sádicas y criminales, coherentizan un solo resultado: matanza, tras matanza… En ninguno de ambos bandos en pugna primó la cordura ó la razón. Nadie se detuvo a pensar, a buscar una salida racional, lógica. La muerte no es un fin, ni un medio. No soluciona nada. El Ejército Revolucionario del Pueblo tuvo un perfil más coherente, al menos para ellos, Perón era sólo otro enemigo (“un viejo fascista”, decían). Los “erpianos” se pusieron una sóla camiseta, con ella mataron y murieron en su ley…Conversando mientras jugábamos al ajedrez, en el patio de la prisión que, forzosamente, compartimos, uno de sus militantes, me dijo: “Perón era una carta reservada por la CIA para volver a neutralizar los movimientos revolucionarios en Argentina”. Muchos años después, esta frase me sigue retumbando en el cerebro… En carácter de epílogo Hemos sufrido pavorosas paranoias xenofóbicas. Siempre nos pareció lógico achacar las culpas de nuestros males a los “intereses foráneos”.Hoy pocos dudan que los principales enemigos de la Argentina, somos nosotros mismos. Analizar los hechos, treinta años después, tiene por único fin comprenderlos, capitalizarlos y superarlos. ¿Fue Perón un traidor a las Fuerzas Armadas argentinas y a la Juventud Peronista? Los indicios apuntan, inexorables, en ese sentido. Cada cual buscará en su corazón las respuestas. Muchos argentinos aún lloramos nuestros muertos. Una muy valiosa juventud, sencillamente suprimida de la historia. Recordemos a Ernest Hemingway “Cuando un hombre muere es como un pedazo de Europa que devora el Mediterráneo….Por eso no preguntes ¿Por quién doblan las campanas?...Lo están haciendo por ti.” Ó a Herman Hesse: “Cada ser humano es un universo, único e irrepetible”. En Argentina se exterminó una generación entera de dirigentes capaces, honestos e idealistas, se torturó la vocación de justicia, se violó al sueño de un
  • 58. 58 mundo mejor, se asesinó la creatividad y el intelecto, se fusilaron todos los anhelos de libertad, en el marco de una verdadera democracia. Treinta mil jóvenes que soñaron una patria libre, justa y soberana, murieron en honor a la nada. Porque es una infame y denigrante mentira que “con la democracia se come y se educa”. Porque si estuvieran con nosotros, todos aquellos, que, ni tan siquiera tienen una tumba, donde poner una flor, no tendríamos tanta pobreza, desamparo y marginalidad, y disfrutaríamos una Argentina más justa y solidaria. Porque, como dijera nuestro insigne Padre de la Patria, Don José de San Martín, “SERÁS LO QUE DEBAS SER, O SINO NO SERÁS NADA”. Hay otros caminos posibles. Me tocó entablar diálogos, desde mediados de la década del ’90, con un lúcido y conspicuo dirigente de un partido “militarista” en Tucumán, el Ing. Franco Augusto Fogliata. Pudimos discutir y analizar, todos y cada uno de los problemas nacionales, en un total marco de respeto y vocación constructiva. Fui leyendo sus libros, minuciosos y detallados, donde articula propuestas de estrategias de los países en desarrollo, para neutralizar el proteccionismo del primer mundo. Coincidimos, totalmente, en la necesidad de establecer fuertes contralores del Estado en el funcionamiento más intimo de la economía. Recitamos el mismo verbo referente al “combate a cualquier costo de la marginalidad y la pobreza en Argentina”. Pregonamos juntos un orden social de “plena producción, plena ocupación y pleno consumo”. En un momento del diálogo le pregunté “Si usted piensa exactamente lo mismo que yo… ¿por qué nos matábamos, hace veinte años?” Hay un solo camino para construir un futuro coherente, el consenso y el diálogo, conducidos por el imperio de la razón. Uno sólo es el escollo a superar, y es el logro del imperio de la ética y la moral en la administración de la vida y la Patria de los argentinos. Sin gobernantes honestos, jamás tendremos ni aún el esbozo de un país posible. Los políticos son nuestro engendro, a nuestra imagen y semejanza. La decisión de suprimir la pobreza, formar argentinos éticos, fundar una sociedad sobre cimientos morales, es demasiado importante para dejarla en manos de los autodenominados “dirigentes”. Es un sendero que transcurre de lo individual a lo colectivo. Una conjunción de miríadas de minúsculos vectores concurrentes a formar la fuerza superadora: “la instrumentación del cambio necesario”.
  • 59. 59 PÉRDIDA DE LA SANTIDAD Paso de San Isidro es un paraje ubicado al oeste de La Rioja, entre Villa Unión y Pagancillo, a orillas del río Bermejo. Su población no llegaba a mil habitantes, y vivían, exclusivamente, de la agricultura. La intensa insolación y la tierra fértil eran propicias a tal fin, la carencia de agua era la limitante. Producían, principalmente, uva torrontés, subsidiariamente nueces, pasas de uva, pasas de higo, vinos “pateros”, y trigo-hortalizas para el consumo propio. Cuando me fue asignada la “Zona Oeste” de la provincia para atender las dotaciones de agua subterránea, el legislador territorial, “Tito Garrot” me pidió “arrancá resolviendo el problema de El Paso”, y eso hice. Resolví encarar el tema a través de todas las aristas que conforman la realidad productiva, de acuerdo a la problemática global que constataron nuestros estudios de planeamiento de las formas y estilos de vida del campesinado riojano: - superficie cultivable - disponibilidad y administración del agua - sistema de tenencia y explotación de la tierra - comercialización del producido - forma de compra de proveeduría e insumos La superficie de tierras disponibles para su explotación era suficiente para una vida digna de sus pobladores. El agua era escasa para el método de regadío empleado. Las parcelas eran de exigua superficie, constituyendo un “parvifundio”. Hable el tema con “Carlitos” (el gobernador) y le informé que tenía solución, pero que había que invertir en obras de regadío y capacitación de los pobladores. Éste me dijo “Hacé todo lo necesario, dispondrás de los fondos. Contactá con la referente del pueblo, Felisa de Ormeño, y coordina todo con ella, es muy buena persona…”. Conocí a Felisa, una mujer delgada, de tez muy blanca, pero curtida y muy arrugada por el clima del desierto. El entusiasmo la embargó, no podía creer que alguien, se acordara de ella. Traje un experto en riego, y me diagnosticó: - Había que reparar la toma de agua de una vertiente, y sellar las abundantes roturas de los canales. - Debía construirse una represa para acopiar el agua. - Era imprescindible modificar el sistema de riego, utilizando “goteo” para las viñas y los frutales. - Numerosas parras estaban envejecidas, y diseñamos un plan de recambio en tres años, para no colapsar su economía. - Se introducirían nuevos frutales de óptima productividad en la comarca (damascos y duraznos) ocupando los potreros destinados a trigo que, en la zona, era antieconómico. Pedí a Felisa que reúna a todo el pueblo, eran “gente grande” (de más de cuarenta y cinco años) o muy jóvenes. Los mayores de dieciocho años emigraron todos en busca de trabajo, por la carencia de futuro del paraje. Había un tronco de algarrobo, tallado a mano, de casi un metro de diámetro, por dos de largo, que formaba una suerte de banco en la capilla donde nos juntamos. “¿Quién es el más fuerte del pueblo?”, pregunté. Y un denso silencio fue la respuesta. Elegí a un hombrón fornido y le pedí: “Quiero que corra ese
  • 60. 60 tronco sólo diez centímetros hacia atrás”. Me miró sorprendido y contestó “No puedo, es muy pesado”. “Por favor, inténtelo”. Apoyó su hombro inclinándose sobre el tronco, y a pesar de su denodado esfuerzo, no lo movió un solo milímetro. Entonces le indiqué: “Elija los tres hombres más fuertes del pueblo, y pruebe con su ayuda”. Así lo hicieron, y corrieron el madero de inmediato. Comencé a arengarlos. “Como vieron, sólo la unión hace la fuerza. Ustedes viven en la miseria por su individualismo. Si se juntan y suman sus fuerzas, pueden hacer milagros. El gobernador quiere para ustedes una vida digna, y me encomendó para ayudarlos en la empresa. Es una tarea difícil pero posible, pero sólo tendrán logros si empujan todos juntos”.Y recorrimos el sistema de riego, estudiamos cómo limpiar y mejorar la toma, cómo reparar todas las roturas del canal que drenaba el oro líquido en los médanos del desierto. Aforamos la conducción, y comprobamos que el 55% del agua se perdía en el camino. En dos días volví con quinientas bolsas de cemento. Comenzamos con la limpieza y reparación de la toma, mientras mejoré el rendimiento del manantial, excavándolo con algunas voladuras de las rocas. Allí, no más, se duplicó al agua disponible. Limpiamos, desmalezamos y sellamos todas las roturas del canal, y el agua obtenida volvió a duplicarse. Teníamos ya cuatro veces más agua, en sólo un mes de trabajo…Viajé a Buenos Aires y contacté con todos los proveedores de riego presurizado. Seleccioné, en la compulsa de calidad y precio, una empresa israelí. Me ofrecieron una suculenta “comisión” si les compraba sus equipos. “No quiero plata, quiero precio”, les dije. No conforme con el costo final telefoneé a “Carlitos”. Una llamada suya y tuvimos un 15% adicional de descuento. Me dieron un instructivo detallado de la instalación de los depósitos, conducciones, válvulas y goteros. Pero necesitábamos un sistema de almacenaje, para la correcta distribución. La vertiente afloraba en medio de compactas rocas del terciario, por lo que, excavarlas manualmente era una tarea casi imposible. Contacté, entonces, con el administrador de una mina de arcillas refractarias en Amaná (cerca de Paganzo), y le pedí que, por favor, me acompañara, un día no laboral, para asesorarme sobre un tema de excavación en roca. Fuimos al domingo siguiente, y le mostré todas las obras de riego realizadas, describiendo los resultados obtenidos. Le indiqué donde debíamos excavar una cisterna para acopio del agua. Me explicó que se necesitaría un compresor, seis martillos neumáticos y x cantidad de explosivos. Le pregunté si los disponían. Respondió afirmativamente. “¿en cuánto tiempo se realiza?” “En dos días con una cuadrilla de seis perforadores y diez ayudantes”. Le informé que disponía de más de cien ayudantes, de la comida y alojamiento para los perforadores, y le pagaría combustible y explosivos. “¿Cuál es la ganancia de mi empresa?”, preguntó. “Hacer una obra de bien, nada menos...”. Lo pensó unos minutos, y me dijo. “el fin de semana que viene espéreme, con todo listo”. Mis campesinos trabajaron como esclavos egipcios, barreteando pesados bloques de roca fuera de la excavación, yo pujaba con ellos. A los diez días la represa se estaba llenando, y era casi el doble volumen al previsto. Me abracé con el minero, y le agradecí, desde el alma. “Sos geólogo”, contestó, “seguramente voy a precisar algo de vos, hoy por ti, mañana por mi´…”. Y, así fue…En menos de veinte días instalamos el sistema de riego. Era pleno invierno, y las viñas estaban embriagadas de tanta agua. Con las primeras tibiezas del aire, estaban henchidas de brotes. La cosecha triplicó los máximos que recordaban los viejos. “¿A quién venden la uva?” pregunté a Felisa. “Al Ñato Vergara, es el
  • 61. 61 terrateniente, dueño de la bodega y caudillo comarcano”. “¿Y cómo les paga?”. “En diez cuotas mensuales”. “¿Y cómo acuerdan el precio?”. “No hay acuerdo, paga lo que él quiere”. Viajé a San Juan, conocedor que, las torrontés del oeste riojano, son muy preciadas por sus aromáticos y elevado contenido etílico (por la fuerte insolación del desierto). Conseguí, para la uva, el 40% más de lo que ofreció el “Ñato”. La vendimos al contado, y los sanjuaninos se hicieron cargo de flete y cosecha.”¿Cómo compran la proveeduría?”, indagué a la dirigente. “Le entregamos pasas de uva, de higo y nueces al turco de ramos generales, y nos paga con los víveres. Fui a averiguar al comerciante sus precios, y eran el doble a los de La Rioja, que, a su vez, eran un 50% más que en Córdoba. Pedí al gobierno un camión, nos encargamos del combustible y viáticos del chofer, y compramos toda la mercadería, para un año, en un mayorista cordobés. Con escasa inversión, y mucho trabajo, mis campesinos tenían los bolsillos llenos. Las pasas y las nueces las vendimos, ventajosamente, a un fuerte acopiador porteño. El gobierno organizó, para todos los campesinos del interior, un curso de cooperativismo. Al mes estaba constituida la “Cooperativa de Consumo, Producción y Trabajo de Paso de San Isidro”.Mientras tanto, la política del peronismo había rotado, desde una posición progresista al maccartismo desembozado de los esbirros de López Rega. Fui denunciado, por el “Ñato”, como “infiltrado”, me trasladaron a la Capital, y, al poco tiempo, me declararon “prescindible”. Subsistí de la actividad privada. Hice un balance de costos versus beneficios y dio: - mil personas humildes beneficiadas por la organización y el progreso. - dos ricos “perjudicados” (el Ñato oligarca-explotador y el turco usurero) que no pudieron seguir esquilmando a los pobres. - Un dirigente “sacrificado” en la causa. Concluí que no había qué lamentar, y mucho para congraciarse. Unos meses después apareció Felisa, en la puerta de casa. Mientras tomábamos un café que serví, me dijo: “El domingo festejamos al santo patrono del pueblo (San Isidro Labrador) y me pidieron que te invite a la procesión, que durará todo el día con los peregrinajes”. “Sabes bien que no practico religión alguna, no me interesan los santos y los festejos, no cuenten conmigo”. Las lágrimas corrían por la mejillas arrugadas de Felisa, “El pueblo quiere agradecerte, en su día, él es nuestro patrono, vos, nuestro benefactor...”. “Si querés agradecerme dame, simplemente, un beso y decime gracias, para mí es suficiente…”. “Para nosotros no, queremos que veas todo lo que construímos, más de cuarenta jóvenes han vuelto a vivir en el pueblo, estamos recomponiendo nuestras familias disgregadas, compramos tractor y arados, construímos un galpón grande para acopiar la producción y proveeduría, tienes que venir. Nunca más te molestaremos”. Accedí, y el sábado por la tarde estaba en “El Paso”. Recorrimos con Felisa y sus hijos los viñedos, todos nuevos e impecables. Un sinfín de hectáreas de frutales, con riego presurizado.Los nuevos galpones, la capilla reconstruída a nuevo, el “santito” envuelto en flores, con su mano extendida ofreciendo un ramillete de espigas de trigo. Los jóvenes me invitaron a una peña, durante la noche, y cantamos chayas y vidalitas, mientras los cabritos se doraban al fogón. Un sobrino de Felisa, me dijo:”habrá visto que sacamos los alambrados, como usted quería, hoy la tierra es de todos, somos una verdadera cooperativa”. Supe que algo llegó, para quedarse, que mis campesinos crecieron para ser hombres. Por la mañana iniciamos la peregrinación, cargando al santito en una angarilla, y, uno por uno,
  • 62. 62 recorreríamos, llevando la bendición, todos los puestos hasta Aicuña, en la falda oeste del Famatina. Adelante iban las mujeres rezando interminables rosarios, las seguíamos los varones cargando el santo y las damajuanas de torrontés patero. Yo llevaba en mi morral casi tres kilos de exquisitas pasas de higo blanco. La senda serpenteaba por paredones de areniscas rojas, con paisajes indescriptibles por su belleza. Nos fuimos distanciando en tres grupos, adelante las mujeres, en el medio yo con los jóvenes, y atrás los viejitos con el santo y las damajuanas. En un abra nos esperaban las rezadoras, y Felisa me increpó “¿dónde está el santo?”. Miré hacia abajo y no se veía rastro de los viejos. Felisa se persignó “¡Dios mío, hemos perdido la santidad!”. Señaló a media docena de jóvenes y les ordenó “vayan a buscarlos del fondo de la quebrada”. A la hora aparecieron, traían al santito y a los viejos, arreándolos entre risas. Estaban borrachos perdidos. “Nos dio calor” dijo uno, “y el vinito estaba tan sabroso”. Ayudé a cargar la angarilla en una difícil cuesta, e inexplicablemente, no sentí su peso, de tan liviano que llevaba el espíritu. Volvimos al atardecer, y, uno por uno, vino a abrazarme. Un viejito, inesperadamente, se arrodilló y besó mi mano. Lo alcé de inmediato, y le dije, “¡Qué hacés!, dejate de joder”. “No sé como pagarte lo que hiciste por mis hijos…” En la ruta del retorno, a cada rato lagrimeaba, de alegría por las cosas buenas que pasan, de tristeza, porque algo me decía que jamás volvería a ver a mis amigos. No sólo habían crecido para ser hombres, ¡eran hombres libres! JURAMENTO HIPOCRÁTICO
  • 63. 63 Estaba en el fondo de un oscuro calabozo, esperando que me toque el turno para los “hábiles interrogatorios”. El método era particular, nos sacaban, los ojos vendados y los brazos atados a la espalda, nos metían en la caja de una “Estanciera” vieja y nos hacían dar vueltas por un camino interno de la cárcel. Después, cuando tuve algún equilibrio para discernir, pensé que querían que nos pareciera que las torturas se concretaban fuera del establecimiento (por problemas legales, qué delicadeza…). Nos llevaban a una suerte de vestuario al lado de una cancha de fútbol, construido para los detenidos “comunes” habituales. Allí, nos “pasaban” de un recinto a otro. Este lugar fue, originalmente bautizado, por un campesino del ERP, como el “Luna Park”. “¿Por qué?” le pregunté. “Allí te hacen cagar”… En una dependencia estaba el tratamiento “hídrico”, donde había un tambor de 200 litros, casi lleno de agua, donde flotaban “soretes”. Del techo colgaba una soga que pasaba por una roldana, cuyo extremo ataban a nuestros pies. Nos izaban por el aire, y nos sumergían, el tiempo que estimaban necesario para que la desesperación de la asfixia quebrara nuestra reticencia al diálogo. Este “ingenioso” dispositivo se conocía como “el submarino”. Tenía grabadas a fuego las premisas de mis obligaciones ante la tortura, que, pacientemente, me inculcó el “negro Rubén”, socio “fundador” de las FAR - Tu resistencia al dolor es infinita, sacá la mente de la angustia y llevala a cualquier recuerdo divertido, por más banal que sea. - Sos mucho más inteligente que cualquier “milico”. La tortura no es más que un juego de inteligencia, como el ajedrez. Cada pregunta de él es una movida, que pondrá en evidencia sus intenciones. - Hay que estar muy atento al argumento, puesto que, de acuerdo al tenor del interrogatorio, sabrás quiénes hablaron de vos. - Ellos trabajan sólo ocho horas al día, tendrás, entonces, dieciséis horas seguidas para reflexionar y reconstruir en detalle todas las circunstancias, lugares, hechos, diálogos, etc., que tuviste con esas personas. - Prepararás, entonces las “minutas” que son tus respuestas no comprometedoras referentes a cada pregunta posible. No dudes, contesta siempre con frases claras, lógicas, seguras. Por ser veterano nadador, el tratamiento con agua, más allá del asco a la mierda, aparentemente, no les dió mayores resultados. Pasamos, entonces, a la segunda etapa del suplicio: era una cama metálica, donde te ataban, entendido, con brazos y piernas abiertos, luego de dejarte en paños menores, y aplicaban la picana eléctrica. Este método de indagación se conocía como “la parrilla” Probaban, concienzudamente, tus sectores más sensibles y vulnerables. Como, siempre, hay que demostrar más dolor que el real, aullaba como un demente, apenas me tocaban. Cansados de tanto kilombo, me tocaron sin corriente. Grité como un moribundo. “Está jodiendo” dijo el gordo Alfredo Eugenio Marcó (entonces teniente del ejército), “dale con 220, así aprende…”. Y aplicaban un “magiclik” (de esos para encender la cocina) y al tercer toque me desmayé. Pasó el segundo día, y, honestamente, era más bien “difícil”, pero no imposible. Transcurrió una semana, sin avances notorios, y, lo que era más importante, sin perceptible retroceso de mi parte. Fueron perdiendo la paciencia, gritaban “Te voy a quemar los huevos” ó “No se te va a parar más”. Después la emprendieron con la familia “vamos a reventar a tus hijas”, ó “tiraremos a la bebé por un barranco”. Luego, recurriendo a lo que
  • 64. 64 podían, detuvieron a Felisa. Era, entonces, una viejita, de más de sesenta, de un pueblito perdido en medio de la nada, donde organicé una cooperativa rural. Me recomendaron escuchar en silencio y la interrogaron “¿no es cierto que el geólogo es marxista?” “Nunca me habló de marchismo”, dijo ella “¿Qué era entonces?” “Debe ser que era peronista, porque una vez nos visitó con Carlitos Menem, pero nunca nos habló de política”. “¿De qué hablaban, entonces?”. “Y.., de dónde sacar el agua para regar, qué tipo de semillas comprar”. “Llévate a esta vieja de mierda...”, dijo el gordo “no nos sirve para nada”. Después trajeron a un “buchón”, un pendejo de la JP de apellido Manganelli, y una mañana entera debí escuchar sus sartas de mentiras, risibles de tan inauditas. Al final grité: “¡Saquen de aquí a este mentiroso hijo de puta…!”. Se lo llevaron, y zapatearon tres malambos en mis costillas. Cambiaron el método, comenzaron los golpes. A veces eran con garrotes de goma, otras con un palo de escoba. El gordo Marcó se ponía a un costado mío y me golpeaba, primero en el estómago, cuando me agachaba impactaba la espalda, al enderezarte, vuelta a pegar en la panza, y así, sucesivamente, hasta que caías al piso. Ése era el “Knock.-out” de los boxeadores, cuando tu cerebro, piadosamente, cortaba el martirio y te mandaba a otra dimensión. Una semana de este tratamiento, y conocí al “galeno”, el Capitán Médico Moliné. Yo ya era una morcilla ambulante, y él asesoraba cómo continuar la tortura, sin matarme en el camino. Me revisaba concienzudamente, y, una vez le dije “Párelos, doctor, ya no doy más…”. “Vamos, geólogo” contestó, “vos sos un tipo fuerte y podés aguantar mucho más…”. “Pero doctor, usted al recibirse, hizo un juramento hipocrático…”. “Yo no tengo la culpa de que estés aquí.”. Una noche (sabía que era de noche por el canto de los grillos), vino Marcó, sólo, a visitarme. Estaba tirado de costado en el piso mojado de una ducha. No me saludó, empezó a patearme, sin ton ni son: “parate, guacho de mierda”, gritaba con su voz chillona (en el límite con lo afeminado). Me incorporé, dificultosamente, en medio de la feroz paliza. Percibí, a través de mi capucha, su fuerte hedor a vino. Y comenzó a garrotearme en silencio. “¿Por qué me pega, si no pregunta nada?”. “¿Qué querés que haga, basura, si cada vez que hablás, decís boludeces, y lo embarullás todo?”. Me dejó tan estropeado, que, al día siguiente, no pudieron tocarme. Cuando me revisó Moliné, sin ningún decoro, lo mandé en “cana”. “¿Qué te pasó?”. “Anoche vino el infeliz, en un pedo atroz, y me hizo recagar, sin comerla ni beberla, capaz que la señora no le prestó…”. Se putearon largo rato, y, parece, que el gordo no sacó la mejor parte. Tiempo después, en medio de tanto desatino, apareció un sacerdote, me sacaron la capucha y me desataron las manos. Fue una sensación de “Dios viene a mí, por fin...”. Nos abrazamos, y me puse a llorar (no sé por qué, de alegría, ilusión, ¿quién sabe?). Se identificó como el padre Pelanda, capellán del ejército, y me dijo “hablá hijo, te estás haciendo matar…”. “Padre, yo no sé de qué me están hablando…”.Nunca más, en toda mi vida, volví a entrar a una iglesia. Un domingo (los torturadores descansan) tomé la decisión. Todo tiene un punto final, entonces, debía armar una historia lógica, coherente, que no joda a nadie que estuviera libre. El lunes, cuando llegó “la patota”, hablé de un par que, antes del golpe, rajaron a Europa, (tenían la guita para hacerlo), lo adorné con algunos condimentos, pajeros, pero creíbles. Total, La Rioja, nunca sufrió actos violentos, sólo organizar cooperativas, para que los pobres vivan mejor.
  • 65. 65 Cuando, prolijo, recité el repertorio, el gordo deliraba de contento, no analizaba verosimilitud ni lógica, sólo reía a carcajadas, diciéndoles a sus perros falderos (gendarmes) “vieron, muchachos, que, al final, lo íbamos a quebrar…”. Bajo mi capucha me reía, y lo seguí haciendo en el fondo del calabozo donde me tiraron, No había parte de mi cuerpo que no me doliera, ¡Y cómo! Moliné me traía pastillas y pomadas. Cuando me pude parar, los gendarmes me afeitaron, me pusieron una camisa limpia, sacaron fotos de frente y perfil, y me pintaron los dedos: “Ahora estás a disposición del PEN, vas a vivir, geólogo”, me dijeron. Allí supe que muchos, no sé cuántos, quedaron en el camino. Un año después girábamos caminando en círculos en el patio de recreos de la Unidad 9, de La Plata. Había un petizo morrudo y narigón sentado en un banco, que se miraba los dedos, y lagrimeaba. Era Néstor Pradeiro, médico cirujano. Estaba de guardia en el hospital, y le trajeron una piba, de no más de veinte años, con una bala en el estómago. Entraron al quirófano con los fusiles en la mano. Córtele la hemorragia, pero no le saque la bala, queremos que viva sólo para interrogarla (“Los argentinos somos derechos y humanos”). “La operación fue difícil”, me contaba, “la bala perforó intestinos y se alojó junto a la columna, pegada a los nervios espinales. Tuve que sacarla, no había otra alternativa, clínicamente aconsejable”. “Cuando vieron el proyectil en la bandeja, me llevaron secuestrado con ella…”. “Te vamos a enseñar a obedecer, hijo de puta, después de este tratamiento, no volverás a operar en tu perra vida…”... “Y durante días me dieron corriente, en la punta de todos los dedos. Miralos, apenas puedo doblarlos…” “Vamos, doctorcito”, le dije, “cuando salgas, con fisioterapia y ejercicio, tus manos quedarán nuevas, y serás el gran cirujano de siempre. Además, tenés, por sobre todo, una gran ventaja: sos un buen tipo...y ¿quién te puede sacar eso?”. Todos los médicos, cuando reciben su diploma, hacen el “juramento hipocrático” que los obliga a proteger, por sobre todo, la salud de sus pacientes. Néstor Pradeiro lo cumplió. ¿En qué recóndito horno del infierno se quemará Moliné? Seguro que va a ser en el mismo que Marcó, y “a fuego lento…” EL DESCONOCIDO Durante la etapa del tormento, fui visitado, todas las noches, por un gendarme ó militar, nunca lo supe. Lo reconocía por su murmullo suave, y un sempiterno olor a limpio. Usaba lo que, después me contó, era una colonia para después de afeitarse, que se distinguía, aún con mi escaso olfato, de todos los olores horrendos del recinto de tortura. Me aflojaba las ligaduras, me permitía hacer mis necesidades, me daba de comer en la boca un sándwich de fiambre y queso, con un vaso de jugo, y me dejaba fumar dos cigarrillos. Una vez le pregunté: “¿Le ordenan hacer esto?”. “No, de ninguna manera, si se enteran son capaces de matarme”. “¿Por qué lo hace, entonces?”. “Me causa mucha pena y dolor lo que está pasando, lo conozco a usted de “afuera”, y sé que es buena persona, que Dios nos perdone por lo que estamos haciendo…”. “Pero, ¿de dónde me conoce?”. “Por favor, no pregunte más”. “Si hay un Dios, que él lo bendiga”. “Seguro que lo hay, geólogo, seguro que lo hay…”. CONTRAINTELIGENCIA
  • 66. 66 …en medio de todo, siempre estamos, indeciblemente solos. Rainier Rilke La cárcel como instrumento de Justicia El equilibrio del universo se concreta según normas teóricas que rezan que, “a una fuerza determinada siempre se opone otra igual y de sentido contrario”. El Estado se nutre de redes de información que forman sus “servicios de inteligencia”. La cárcel, situación límite de despojo y degradación a que puede someterse un ser humano (cual es la pérdida de la libertad) ejerce diferentes acciones sobre la mente de las “víctimas”. Sin entrar en delitos aberrantes, que seguramente son merecedores de instituciones psiquiátricas, y muchos de sus casos insolubles jamás deberían volver a medrar en el cuerpo social, es indiscutible que, todos aquellos que son encarcelados son chivos expiatorios del “sistema”. Aunque parezca un lugar común, debe citarse, es una verdad a gritos que, cuando un pobre roba es encarcelado, y cuando lo hace un rico, ni tan siquiera es apercibido. La vocación de justicia pareciera un condimento inconcebible en el género humano. Es imposible, entonces esbozar análisis serios de las problemáticas, que atentan contra la libertad individual, sin cuestionar severamente todas y cada una de las severas falencias que componen nuestras organizaciones sociales conocidas. No son problemas de sistemas políticos, en todos los experimentados, hasta ahora, hubo grupos que detentaron el poder, que, de una forma u otra, victimaron a amplios estamentos del cuerpo social. Al ser, como dijimos, situaciones extremas de ultraje, las instituciones “penitenciarias” vulneran de diferente forma el psiquismo de los “penitentes”. El delincuente “común” y su sistema carcelario Aquel que denominamos “el preso común” conoce fehacientemente las reglas del juego. Por mínima sea su dialéctica, afirmará con total certidumbre “estoy aquí por ser pobre”. Los jueces sociales le responderán “pudiste elegir otro camino”. ¿Qué otro camino pudo elegir, el hijo de un ladrón y una prostituta, criado en la calle y soportando sus desventuras con el consumo de drogas? Sin profundizar demasiado, el sistema se vale de sus artimañas para dejar las cosas en claro, la primera de ellas es “convencer” al delincuente de la necesidad de “reconocer su culpa” como un objeto real y tangible. Es fundamental poder achacarle la responsabilidad al pobre, para poder deslindar la de la sociedad. Luego, el “reo” debe convocarse a un “arrepentimiento”, tener “místicas conversiones” religiosas, ser genuflexo con las autoridades, y llegar a límites como ser informante (“buchón” en argot carcelario) de las mismas. Todo ello a cambio de tener “beneficios” que concurran a una mejor subsistencia durante su condena, y a un sustancial recorte de la misma. Existen, lógicamente, sus riesgos, y, en las cárceles de “delincuentes comunes”, muchos de estos alcahuetes, no llegan vivos a disfrutar de “los beneficios de la libertad”.
  • 67. 67 Los detenidos por razones políticas Los “presos políticos”, tal como nos autodenominábamos, teníamos claro el por qué de nuestro confinamiento. Los militares, obviamente, no compartían nuestras definiciones, para ellos éramos “delincuentes subversivos”, “terroristas”, y una amplia gama de sinónimos con el que ocultaban la realidad de nuestra prisión. Hasta llegaron a decir “que en la Argentina no hay presos políticos”, cuando más de cincuenta mil poblábamos sus cárceles y campos de concentración. Lógicamente, cuanto más injusto, en términos sociales, sea el sistema que se quiera imponer, más despiadado debe ser el ejercicio del poder. Para llevar a cabo su propuesta de “factoría agroexportadora” y retrotraer nuestra Argentina noventa años atrás en su evolución sociológica, debieron concretar un “baño de sangre” que destruyó los líderes intelectuales de toda una generación. Es convicción unánime que la injusticia social y distributiva de todos los países latinoamericanos, en menor ó mayor medida, alzó en armas sus sectores esclarecidos, con compromiso social, contra las minorías oligárquicas, y sus fuerzas de seguridad, que oprimían al pueblo en su beneficio. Estos movimientos contra dictaduras, la mayoría represoras y sanguinarias, eran de liberación nacional. Cuando la institucionalidad no representa los valores de Igualdad ante la Ley y Democracia, la rebelión no es un hecho “subversivo”, es, simplemente JUSTICIA. Puestos en la cárcel, debíamos subsistir, y esa supervivencia dependía de las “reglas del juego”. Conocer las pautas de un sistema desconocido, hasta entonces, requirió, de todos nosotros, de paciencia, capacidad de observación y un tácito bloqueo cerebral que ocluya nuestras angustias. Los militares tenían un problema, (entre muchos), y era que, lo que denominaban “la subversión”, en cuanto a su operatividad en hechos “armados”, estaba realmente aniquilada hacia fines de 1975. Y ellos dieron un golpe de estado el 24 de marzo de 1976. Ese accionar, que fundaron en la necesidad del desmantelamiento de la guerrilla, no tenía, en el plano de la lógica, verdadera dimensión de ser, carecía de convalidación coherente. Por ello, la amplísima mayoría de los detenidos luego de la asonada militar, fuimos apresados no por hechos penalmente cuestionables, sino por nuestra forma de pensar. Porque nuestros cerebros sintonizaban una onda diferente a la de ellos. Porque concebíamos que el planeta tenía una realidad distinta en 1976 a la que imperaba en 1880. Ellos tenían vigente, en sus patéticos cerebros (por llamarlos de alguna forma sin ofender la naturaleza humana) el sueño del “patrón de estancia”, gobernando los destinos de todos sus siervos. Sus megalomanías los amalgaman más con las figuras de los “señores feudales”, por lo que retrocedían a los métodos “religiosos” (sanguinaria tortura y asesinato ideológico) de la inquisición, y las estructuras políticas del feudalismo. Nótese que, la perversidad de este mandato, castratorio del intelecto, es tan atroz, que se pena no sólo escribir, difundir, propagandizar ó adherir a tal ó cual doctrina. Se pretendió reprimir, un acto inevitable del cerebro. Se conculcó el derecho a pensar libremente. Tal es así que, luego de mi concienzuda tortura, los “hábiles interrogadores”, al no poder probarme ningún delito que conlleve prisión, me acusaron de “ideólogo”, Cuando le pregunté “adónde quería llegar”, respondió: “no me gusta cómo pensás”. Tan abstracto y absurdo fue el cargo imputado, que, cuando mi abogado ante la Cámara Federal en lo Penal de Córdoba demostró,
  • 68. 68 cabalmente, que en mi contra no sólo no había pruebas, sino tampoco acusaciones, para “tranquilizarlo” un poco le volaron la mitad delantera de su casa. Afortunadamente, sólo daños materiales. La inteligencia del aparato militar y los presos políticos Puestos los presos políticos en la cárcel, y sin mayores problemas para contener una agónica guerrilla en las calles, el fenomenal aparato represivo creado necesitaba tener, no sólo un justificativo, sino una mera razón de ser. El sofisticado engendro de inteligencia, destinado a perpetuar el Terrorismo de Estado debía permanecer, a cualquier costo, activo, para justificar el “gran negocio” que implicaba administrar el sideral presupuesto (y las consabidas ganancias) asignados al proyecto de “poder indefinido” que enfebrecía las mentes de gusanos de estos psicópatas. La “inteligencia interna” de las cárceles mereció un armado que se sustentaba en el aporte de dos fuentes: a) De presos políticos “quebrados”. b) De presos comunes adiestrados al efecto. En los primeros pude distinguir, sin mayores problemas, que las principales fuentes se nutrían de los extremos, aquellos que tenían gravísimas condenas por “Consejos de Guerra”, todos detenidos antes del golpe militar, es decir, efectivos partícipes de actos de violencia, pero, con una salvedad, la supervivencia. En este contexto es diferenciable que, si un militante fue aprehendido “con las manos en la masa”, y permanece vivo, hay una sóla respuesta posible: que “colaboró” con los militares, La única forma viable de prestar ese “servicio” es entregando a sus compañeros. Luego, para aliviar su “causa pesada”, debían servir, en el ámbito carcelario, como “buchones”. No obstante, destaco que me tocó bregar, en mis tres años de prisión, con sólo uno de ellos. La mayoría de los informantes de los militares, nutridos del arco político, eran los conocidos, en el léxico penitenciario, como “garrones”. Éstos son personajes que, en honor a la verdad, era incomprensible estén detenidos por ningún sistema político. Su “peligrosidad” era la de corderos y su “hombría” de cucarachas. Tenían un denominador común, formaban una “izquierda institucional”, genialmente pintada por Leopoldo Marechal en “El banquete de Severo Arcángelo”. Integraban el Partido Comunista Revolucionario (maoísta), el Partido Comunista (stalinista) y el Frente de Izquierda Popular (un cachivache ideológico, poco comprensible, que pregonaba el “socialismo criollo”). La amplísima mayoría de los detenidos por causas político-ideológicas hizo la suya, sobrevivir, hablar huevadas en los recreos, muy poco de política, y, absolutamente nada de por qué causa estaba confinado. Llevado a instancias porcentuales, aproximadamente sólo el diez por ciento de los presos, por causales ideológicas, era “colaborador”. En cuanto a los “detenidos por causas comunes”, mimetizados como “políticos” eran “pesados”, indudablemente con condenas frondosas, que intentaban alivianar a cualquier costo. Era una materia prima, intelectualmente, muy limitada, mayoritariamente proveniente de villas de emergencia. Indudablemente los servicios que prestaron, como veremos, resultaron muy acotados. No obstante, se autoproclamaban integrantes de causas “subversivas” muy publicitadas, tal como el asesinato del Gral. Cáceres Monié. El por qué de las falencias de estos grupos de “comunes políticos”, como los
  • 69. 69 llamábamos, entre compañeros de estricta confianza, los buceo en dos fundamentos principales: a) Si los servicios de inteligencia “formales” son patéticamente “analfabestias”, a pesar de su notable perfeccionamiento en alcahueterías, qué nos queda para pobres ladrones de las villas. Los ladrones “inteligentes” jamás caen presos. b) Era tan contrastado su nivel de cultura con el del de un dirigente nacional y popular, que saltaba a la vista que eran “sapos de otro pozo”. Concluyendo, ¿qué servicio de inteligencia puede esperarse de aquellos que pregonaban un retorno a la edad media? Hablemos ahora de “contrainteligencia”, intentando definirla, desde una óptica pragmática, eran todas y cada una de las conductas utilizadas, por los detenidos políticos, para subsistir, y pasar desapercibido, en un entorno carcelario. Desde una mirada más ortodoxa, son métodos planificados para detectar, identificar y neutralizar agentes encubiertos del enemigo. Obviamente, esto sucede cuando los intérpretes son Estados. Para los presos políticos, entidad caótica e inorgánica, eran, sencillamente, los “anticuerpos psicológicos” diseñados sin ejemplos ni patrones, que impelían una incomunicación forzosa, ante la realidad de no poder confiar en nadie. Lindaba, concretamente, con actos instintivos, más ligados a la pulsión primaria de preservación. Y no nos preocupaba lo que cualquier preso pudo ó no confesar, bajo el apremio de la tortura. Algo es seguro, siempre fue un mínimo que le permitió “zafar”, vale decir terminar con el tormento y seguir con vida. El nudo del problema eran los secretos, sutilmente guardados, en general con meritorio esfuerzo, que permitieron a muchos compañeros salvarse de la depredación. Si algunos, ó numerosos militantes pudieron guardar información, que, de hecho, me consta… ¿sería tan imbécil como para transmitirle, a un “buchón”, sus confidencias? Los dirigentes “quebrados”. G., La Rioja, ERP. Pido perdón a Dios, por juzgar a alguno de sus hijos, sin ser Juez. Busco alcanzar la piedad de la comprensión, en este infierno árido que es la vida. Si cuento estas historias, con su nombre, no es con afán de denigrar ó vilipendiar. Todos tenemos algo por qué arrepentirnos. Si estas pobres letras dispersas alguna vez me trascienden, les pido a estos “equivocados” que intenten perdonarse a sí mismos, y que mueran pudiéndose mirar al espejo. Quienes fuimos detenidos en La Rioja, y alojados en su cárcel, tuvimos una breve etapa de transición, entre la tortura y la incomunicación, total de las primeras instancias, y nuestro traslado a la Unidad 9 de La Plata. Durante el transcurso de esos escasos tres meses (de diciembre de 1976 a marzo de 1977) tuvimos el beneficio de poder hablar entre nosotros, por el milagro de dos horas diarias de recreo. Yo ocupaba una celda en el extremo NE del pabellón, frente a un corto pasillo ciego que daba a una ventilación, diseñada como un panal de abejas en la pared. Por allí veía pedacitos de campo. A mi izquierda vivía un muchacho pecoso, de ojos saltones, con la piel profusamente manchada por falta de melanina, cuyo apellido era G. Por el calor tórrido de La Rioja, las celdas tenían, en sus puertas, ventilaciones inferiores. En la calma de las siestas era posible hablar, con voz queda con el vecino, sin ser descubierto. Allí me enteré que era, según él, una pieza
  • 70. 70 importante del ERP en la provincia. Los militares lo habían convencido que, merced a su “peligrosidad”, purgaría una prolongada pena en prisión. Su humor era muy ciclotímico, a veces quería conversar, a veces no. Una siesta lo escuché llorar despacito, y lo llamé, repetidas veces: “¿qué te pasa?”, “contestame”, sin conseguir respuesta. Al poco tiempo, por una rendija, vi un charco de sangre que se extendía por el pasillo. Llamé a la guardia, a los gritos, urgente lo llevaron y lo cosieron. El jefe de nuestra custodia, un gendarme rubio que se hacía llamar “el alférez Brito” (quien me tenía de hijo “verdugueándome” a cada rato) anunció con gritos destemplados que, por la cagada que se mandó G., permaneceríamos una semana sin recreos. En medio de tantas “psicopatologías”… ¿qué le hacía una mancha más al tigre? Al día siguiente, y al otro, y al otro, se llevaron a G., para seguir, según él, “torturándolo”. Como nos bañábamos juntos, en grupos de cuatro (había cuatro duchas), todos los días lo veía desnudo, y jamás advertí en él ninguna marquita, ni hematoma. Recuerdo que pensé: a) Éste se quebró para llamar la atención de los milicos, porque quería seguir hablando, para “colaborar” y morigerar su difícil causa. b) Si se hubiera querido matar “en serio” lo hace de noche, no una siesta, una hora antes del recreo, donde, inevitablemente, lo hubieran descubierto, como, efectivamente, sucedió. A las dos semanas, día más ó día menos, trajeron, “comunicados” (habían finalizado sus “interrogatorios”), a quienes llamamos “los hijos de G.”. Eran como quince, con edades variables entre catorce y sesenta años. K., La Plata, Montoneros. Al poco tiempo de estar en la cárcel de La Plata, instalados en el pabellón 16 “A”, instauraron un sistema de “galones”, que eran tirillas que, como grados militares, se cosían en el brazo de las casacas. Éstas definían las conductas: tres tirillas, perfecta, dos tirillas buena, una sóla regular, y, carencia de insignia “rebelde”. La degradación en el régimen de tirillas se hacía mediante el sistema de “castigos” donde, por lapsos de tiempo tan variables como antojadizos, te llevaban al “chancho” (los calabozos), y aplicaban, diariamente, feroces golpizas. Las faltas, simplemente, eran transgresiones al sistema carcelario: - Hacer gimnasia. - Cantar en voz alta. - No pararse en la puerta de la celda en los recuentos diarios. - Tener miradas ó actitudes que interpreten como “desafiantes”, etc. etc. etc. Me propuse, fervientemente, no promoverme mayores problemas, a los ya vividos, por lo que, sencillamente no los busqué. Un antropólogo social, “el flaco” Alejandro Islas del Peronismo de Base, y yo, fuimos elegidos, entre los de mejor conducta, para hacer de “limpiezas”.Limpiábamos el pabellón, repartíamos la comida, celda por celda, y, cuando el humor de la guardia lo permitía, hacíamos mandados llevando diarios, revistas y libros, de celda en celda. Nuestro jefe de guardia era un “pendejo” sádico, carnicero y verdugo apellidado Guerrero. Entre su frondoso prontuario, ostentaba haber matado a golpes, a un detenido, en los calabozos. Cualquier falta, por mínima que sea, equivalía al castigo. Mi compañero de tareas interpretaba que nos pusieron en esos menesteres por ser de los pocos profesionales universitarios del pabellón, para humillarnos e intentar
  • 71. 71 degradarnos, aún más, si cabe. “Mirá, flaquito”, le dije, “estamos buena parte del día fuera de las celdas, hacemos ejercicio, nos bañamos con agua caliente, y, por las noches, cansados, dormimos mejor. ¿Y si miramos el lado bueno de las cosas?”. Lo pensó un poco, sonrió, y dijo “claro, ¿por qué no?”. La guardia nos controlaba férreamente sobre la equidad de las raciones, previendo detectar que, por afinidad política, otorgáramos prebendas diferenciadas. El “puchero” de los martes constaba de un pedazo de carne hervida (“tumba” en la jerga) con dos papas. Estaban, según los guardias, rigurosamente contados. No se podía dar más de un trozo de carne por compañero. Una vez, poco antes de llegar al fin del pabellón, nos quedamos sin carne. Contamos y faltaban diez raciones. Nos llevaron, con el “flaco”, a un cuartito cerrado, cerca de la entrada. Nos dieron una paliza, pero, argumentando “en su propia ley” los convencimos. “Oficial” le dijo Islas a Guerrero, “como los guardias vigilaban, celosamente cada ración que repartíamos, es imposible que le demos algo de más a cualquiera. Alguien contó mal, es todo”.Afortunadamente, el guardia, que tampoco quería problemas, ratificó sus dichos, trajeron más comida y todo terminó. Nos dolieron un par de días los golpes, con la alegría de saber que “la pelota rozó el travesaño”, y por poco no fue gol… Los mandados sólo podían hacerse en sentido Norte-Sur, y cualquier alteración debía consultársele a la guardia, quedando a su arbitrio el autorizarlo. No obstante, el equilibrio del sistema era tan inestable, que era mejor no desafiar al demonio, porque, inevitablemente, te calcina. Y llegó K. al pabellón. Era, según versiones difundidas por los “buchones”, un “importante jefe montonero” de Mendoza. Payo, flaco y alto, era estudiante de medicina. Tenía un aire de perdonavidas, de “supremo”, y nos miraba a todos como si fuéramos basura. Un día, durante el recreo, me llamó, para conversar, diciéndome:”Mirá, vos sos de los míos, y el diario que me compro es con plata de la “orga” (organización, en el argot militante), y debés llevarlo en el día a las celdas número tal y cual” (casualmente donde vivían los por mí sospechados de buchones). Obviamente, su imprudencia erizó mis sistemas defensivos: a) ¿Por qué medios conocía mi presunta “pertenencia política”?. b) ¿Cómo podía él, confiar temas tan reservados, con un olímpico desconocido, cual era mi persona? Presto, le contesté, “Pibe, no me interesa que sos, ni vos ni nadie, ni quien mierda paga tu diario, el mío la paga mi vieja. Los mandados los voy a seguir haciendo en el sentido que indican las normas, y cualquier problema hablalo con la guardia”. En los recreos, en los pocos cruces que tuve con él, escuché que le hablaba, a cualquiera, de “la orga”. Los boludos no le sirven a nadie, y este imbécil ni para buchón servía. Junto con él vino un gordito, morocho, petizón, con cabello entrecano, parado como púas, de apellido Salinas. Vivía hablando macanas, y, tenía un excelente sentido del humor, mordaz y chispeante, conversaba de cualquier cosa, hasta del Kama Sutra, menos de política. Una mañana el “Clarín” (oficialista durante la infame dictadura) difundió las condenas emitidas por un Consejo de Guerra, y le habían dado 9 años (reconociéndole los tres cumplidos). En el patio tuvimos una breve charla:”Parece que te quisieron cagar, viejo”, le dije. Sonriendo, contestó:”Me pillaron con 12.000 proyectiles, si hubiera sido un año de cárcel por cada mil balas, eran doce años. Gracias a Dios fueron piadosos, y me descontaron tres, menos tres que tengo adentro, me quedan sólo seis. ¿Vos pensás que estos hijos de puta durarán más de seis años en el poder?” “No más de cuatro,
  • 72. 72 papá”, aseguré, y, no sé cómo, acerté. Salinas fue un preso ejemplar, un buen compañero, que soportó con hidalguía y entereza los avatares de su, seguramente, muy difícil experiencia. Alderete, La Rioja, un “común político” “poco común”. Durante el breve lapso de “presos comunicados” en La Rioja, trajeron a nuestro pabellón a un detenido común. Se apellidaba Alderete, y, en los recreos, caminaba sólo por el patio, porque nadie confiaba en él. Una vez lo invité a caminar conmigo. Y conversé con él de temas comunes, el calor insoportable en ese terrible verano 1976-1977. De pronto me pregunta “¿Sabés por qué estoy aquí, con ustedes?”. “Ni idea”, respondí. “Yo me estaba rajando, de un trabajo pesado, desde Rosario. Acorralado, caí en esta mierda de La Rioja. Aquí, en esta cárcel son todos “perejiles”, y la yuta me hace la vida imposible, todas las semanas en al “chancho”, y meta hacerme cagar. Me ofrecieron que, a cambio de dejarme en paz y darme buena comida, trabaje de “buchón”, para ellos. Acepté, enseguida, como ves, todos los días me dan bifecito con puré y me tratan como una señorita. El único favor que te pido es que, de vez en cuando, camines conmigo, y me cuentes boludeces no comprometidas de tu vida. Qué sos, qué hacés, cualquier huevada es bienvenida. Lógico, no me hablarás, ni te preguntaré de tu causa…Y todos contentos”. Poco a poco me contó la historia de sus 35 años de vida, la mitad en cárceles y reformatorios, el resto, robos a mano armada. Me describió en detalle su infancia, la vida en las cárceles, las tipologías de delincuencia, los códigos y las dificultades en la supervivencia. Me abrió la mente a un nuevo universo, desconocido para mí, enriqueciéndolo con sus vivos matices. Su cuerpo era una trama de cicatrices de riñas y balazos. Ambos cumplimos el pacto, y jamás tuvimos problemas. Yo aprendí mucho de él, y, a la vez, contribuí a su precario bienestar. Alderete, sólo un delincuente común, condenado, por la vida, a una muerte “a plazo fijo”. “Patilla”, un “común político” Me trasladaron al pabellón 16 “B”, donde perdí un montón de beneficios. Ya no nos autorizaban leer diarios, sólo la revista Esquiú, de la ultraderecha católica, oficialista y antipopular a ultranza. Estaba en un “pabellón de la muerte”, así designado porque, si había algún atentado en “la calle”, sacaban a cualquiera y lo asesinaban, en represalia. En el ala de enfrente, que salía al recreo separada de nosotros, estaba Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nóbel de la Paz con el advenimiento de la democracia. Las cosas se pusieron mal para mí, cuando me metieron en una celda con un buchón. Le decían “patilla”, y, su apellido ni tan siquiera vale la pena intentar recordarlo, porque, seguramente, era “trucho”. Se autoadjudicaba pertenencia a Montoneros y formar parte de los imputados por volar por los aires a Cáceres Monié. Sólo dejándole hablar, en pocos minutos comprobé que provenía de una villa de emergencia próxima a Santa Fe. Su preocupación medular era el equipo de fútbol Unión de Santa Fe, y se definía como “tatengue”. Viendo las cosas en perspectiva no tenía psiquismo ni tan siquiera para preparar un buen asalto. “Hermano”, le dije, “vas a tener que cambiar de profesión cuando salgas” “¿Por qué?” dijo, confundido, “Porque no tenés pasta de choro, para eso hay que tener huevos e inteligencia, y vos parecés un flancito con dulce de leche”. “En La Rioja”, le conté, “pude conocer a un “pesado” de verdad, que si te agarra a vos te come en el desayuno…”. Con argumentaciones concretas le demostré mi firme convicción
  • 73. 73 que no era un preso político. Pero igual, de la noche a la mañana, me interrogaba, no podía leer ni escribir, ni practicar aperturas de ajedrez, que eran mis divertimentos solitarios, con que pasaba los días. Comenzaban sus preguntas imbéciles, salidas del mismo repertorio grotesco al de mi torturador. “Vos sos inteligente, seguro que eras un jefe”. Al poco rato, superando mi impaciencia, lo llevaba adonde quería, por las técnicas del silogismo y el absurdo “¿qué problema hay en ser inteligente?”. “Y, los jefes son los más inteligentes” “¿Estás seguro?, yo creo que no, siempre mis jefes, en el laburo, eran unos giles de cuarta”. Le conté el refrancito “el que sabe trabaja, el que no es jefe”. Y se quedaba pensando toda la tarde, y podía leer un rato, hasta que, intempestivamente preguntaba “y si sos más inteligente ¿por qué no eras jefe?”. “Primero no te dije que fuera más inteligente que nadie, segundo que te expliqué que los inteligentes, raramente son jefes, concluyendo, yo no era jefe de nadie, ni más inteligente, ¡ni un reverendo carajo! Decime, boludo, por qué no me atendés cuando te hablo. A ver, comencemos de nuevo… jefe es el que te da el repertorio para que me preguntes si soy jefe. El, como no es inteligente, es jefe, pero, como no la ve ni cuadrada, te dice que yo también soy jefe. Como yo no soy jefe, sólo te confunde con consignas equivocadas. Y, mirate la cara de angustia que tenés, se te van a quemar los sesos ¿no querés que te cuente cuando crucé la cordillera?, es muy divertido”. “Bueno, mientras tanto hago un budín de pan, con el que sobró de ayer”. Y le hablaba de los glaciares y los flamencos, del vuelo pausado del cóndor, el galope de las vicuñas. Escuchaba con los ojos muy abiertos, con la curiosidad de un niño, con el candor de los inocentes… ” ¿Y cómo son las vicuñas?”, preguntaba. Y se las describía, la suavidad de su vellón, que con cien gramos hacen un poncho más abrigado que cualquier campera, aún las más acolchadas”. “Con cien gramos, ¿nada más?, me estás jodiendo…”·”Te juro por lo que más quieras, aparte, vos sabés que no miento…”. Ya en la cama, en el silencio sepulcral de la noche carcelaria, se quejaba: “Nunca voy a saber si sos jefe…”. “Tranquilizate, viejo, ¿cómo podés saber de mí, lo que ni siquiera yo sé?”. Y le costaba dormirse, oprimido por una dialéctica falaz e incomprensible. La lógica es un engendro mutante que te lleva a cualquier lado, raramente a la verdad… Por la mañana se juntaba todo el recreo a conversar con su “jefe”, quien, en medio de tanto despelote, debía tratar de darle alguna consigna. Pero yo tenía mis angustias, y no estaba dispuesto a conversar, era un “día malo”, entre los muchos que pasamos en prisión. Cuando quiso empezar a parlotear, le inmovilicé los brazos y oprimí su cuello con fuerza, cada tanto lo dejaba respirar un poco, mientras le murmuraba al oído “hoy los presos no hablan, sólo descansan, esta es la colonia de vacaciones, donde venimos a pensar… ¿estás de acuerdo?”.Sacudió la cabeza afirmativamente y estuvo callado toda la tarde, hizo un budín de chocolate y trepó hasta la lejana banderola, para que el viento del invierno lo enfríe bien. A la noche, en prenda de paz, me sirvió más de la mitad, y, siempre en silencio, se acostó. En la oscura quietud del infierno lo sentí llorar, quedamente, largo rato. Me dio impotencia mi barbarie, pues casi lo mato. Me dio pena por él, porque no cumplía sus mandatos, y, por poco, no la cuenta más. Comprendí que la tomé con el instrumento, y no con la cobarde mano que lo maneja, cuyo objetivo inequívoco era cagarme la vida (¿más todavía?). Por la mañana le hablé “perdoname, viejo, hace varios meses que no veo a mis hijas, y, con todos mis kilombos de cárcel, mi vieja anda jodida de salud”. Sonrió, y quedó aliviado, entreviendo la posibilidad de obtener
  • 74. 74 alguna información valiosa, y no los comentarios polifacéticos que le enredaban las neuronas. Y siguieron sus interrogatorios, y mis laberintos sin salida. Un día, enfermo de impotencia, me dijo “Digas lo que digas, no nos importa, sabemos que no podés ser otra cosa, que ser jefe”. Reí, para mis adentros, patilla estaba hablando mi lenguaje, su cerebro estaba amasado a los antojos de mi perversidad. Pero yo estaba cansado, la cárcel va minando, sin pausa, las fibras de tu equilibrio emocional. Entonces decidí tomar la iniciativa, y, en un sorpresivo gambito de caballo, comencé a hablar. “Mirá, patilla, vamos a comunicarnos con claridad, tengo que contarte que, en realidad, sí soy jefe, pero no de lo que vos creés, yo soy un patriota, soy capitán del ejército, estoy aquí, trabajando encubierto, ejecutando verdaderas tareas de inteligencia. Y vos, lo único que estás haciendo es entorpecerme el laburo, sin darte cuenta te ponés en peligro vos y tu familia. ¿Querés que, para demostrarte que es cierto, haga matar un familiar tuyo? ¿Tu vieja ó algún hijo? Avisame nomás, y le metemos” Patilla estaba despavorido “¿Y cómo pasás la información?, no te veo hablar con nadie…” “A mi madre, durante las visitas, y ella le traslada todo a un Coronel…”. “Jaque al rey” me murmuré entre carcajadas, para mis adentros. Pasaron dos días y Patilla estaba silencioso como una tumba. En los recreos se turnaba para poder conversar con todos y cada uno de los integrantes de la “pandilla de Cáceres Monié”. La confusión reinaba por doquier, mientras yo jugaba al ajedrez, con un viejo zorro, afecto a las celadas. Intempestivamente me buscó un guardia, “póngase la chaqueta y venga conmigo…”. Comenzamos a cruzar rejas, para mí, desconocidas, hasta que llegamos a un “hall” de mármol blanco, a su izquierda había una puerta lustrada, imponente, con un letrero (“Dirección”) en letras doradas. Al frente, tras una reja, se veía la calle, tan cerca, pero tan lejos. Me hicieron pasar y me recibió un general de brigada, en uniforme de calle. Me tendió la mano, y, se la estreché, me indicó un mullido sillón, diciendo:”Siéntese por favor, licenciado”, lo hice, agradeciendo, (de pronto era de nuevo licenciado, no el guacho terrorista de estos tres años). “¿Gusta un café?” “¿Si no es molestia?” “¡Por favor!”, y lo ordenó por un intercomunicador. “Quiero pedirle dos gauchadas… ¿Cree que podrá ayudarme?” “Espero que sí”, contesté, con severas dudas para mis adentros. “La primera es que le diga a su madre que deje de joder por todas las embajadas. No lo vamos a dejar irse del país. Ustedes salen y no se cansan de tirarnos mierda por todo el planeta. Va a ser liberado en Argentina, y no falta mucho”. El corazón me retumbaba en el pecho. Sacó un atado, y me invitó un “Parisienne” “Éstos le gustan ¿no?” “Si, gracias” “Bueno, le regalo el paquete” Lo recibí, mirándolo expectante. “Se cometen graves errores, a veces” prosiguió “el suyo fue uno de ellos… ¿Siente algún rencor hacia nosotros?” Lo contemplé pensativo “¿No sería una pérdida de tiempo y de esfuerzo, mientras intento recomponer mi vida?” “Y…creo que sí…” “Entonces, mejor, cada uno en lo suyo, ¿verdad?” “Ahora le pido el segundo favor, no hable con nadie, pero, absolutamente con nadie, de política, de aquí en más…” “Si, señor, tiene mi palabra”, dije, mientras tendía mi diestra, que estrechó sonriente. Al poco tiempo vino la inspección de la Cruz Roja Internacional, que nos entrevistaba uno por uno. Allí tuve la última oportunidad, insoslayable, de rematar al “jefe”, si, al jefe, de Patilla. Cuando el suizo me preguntó cómo estaba, le dije “Mire, señor, si uno no se busca problemas no los tiene, comida hay, médico también, pero, ya llevo tres años, soporté terribles tormentos,
  • 75. 75 ahora ya estoy en la cárcel. Pero me siguen molestando, han puesto un informante de los servicios en mi celda, y me interroga todo el día. No puedo leer, ni estudiar ajedrez, nada. ¿Usted no podría gestionar para que me metan en otra celda con alguno que no hable? ¿Acaso sería mucha molestia?” “Eso ¿nada más?” indagó el pelirrojo. “Nada más, por el amor de Dios”. Se paró, me abrazó y dijo “Vaya tranquilo…”. “Dama-siete-torre-rey-mate” repetía mi imbécil cerebro, mientras retornaba al pabellón. Me esperaban para trasladarme. Fui a parar con un pibe que era genial. Le expliqué mis códigos “mis provisiones son tuyas, mis cigarros, libros y revistas también, sólo me gusta el silencio, soy medio loco y quiero escucharme a mi mismo ¿Te molesta?” “Para nada, no hay problema”. Y mis últimos tres meses de cárcel los pasé en paz, con la mejor compañía, Dante Alighieri contándome “La Divina Comedia” y Howard Phyllis Lovecraft haciendo lo mismo con “Los mitos de Ctulhu”. Un poco con Dios y otro con el diablo, para romper la monotonía. Cuando comencé a escribir esta crónica, injustamente, tenía recuerdos odiosos de Patilla. En estas últimas palabras, lo evoco con sincera pena. Odio, sin dudas, al cabrón que lo usaba, sin contemplaciones, para lograr sus bastardos fines La infamia de la manipulación transformó, al pobre ladronzuelo, en el peón “sacrificable” en un terrorífico partido de ajedrez, donde el demonio, teniendo todas las chances a su favor mordió el polvo de la derrota, por el inesperado “gambito de caballo”. Treinta años después, no logro ponerme de acuerdo referente a si fui, ó no, jefe de algo…pero, ahora, ¿a quién le importa? Epílogo El paso de los años nos da la sabiduría que nace del ejercicio pleno del amor. Por él nos comprendemos a nosotros mismos, para empezar a entender, cuanto menos un mínimo del universo. Tuve una vida plena, y no me arrepiento de nada, porque volvería a cometer todos y cada uno de los errores, que me enseñaron a lograr unos pocos aciertos. Aprendí la difícil coexistencia del bien y el mal, no como hechos abstractos, sino como entidades perfectamente discernibles, que nos brindan posibilidad de elección. Sufrí, en nombre de la ética importantes retrocesos laborales y económicos, disfrutando la alegría de ser “diferente”, sin que ello implique ser mejor ni peor que nadie. Enfrenté a poderes demasiado consistentes, para mí, y con perseverancia e ingenio logré éxitos que me solazan. Sé que “nada es fútil ni inconsecuente, y nuestras vidas labran huellas en la estepa sin fin del universo…”
  • 76. 76 PEDIME LA SANGRE, ¡PERO NO ME PIDAS PLATA! Cuando salí de la cárcel, todo trabajo oficial me estaba vedado. Luego de peregrinar por tantas puertas que se me cerraron, a pesar de mis indudables aptitudes profesionales, concurrí a visitar a un conspicuo dirigente peronista (ex gobernador en la última gestión). Nos conocimos una década atrás en la casa de José Ber Gelbard, en reuniones donde planificábamos la vuelta del general, y propuestas para la futura acción de gobierno. Tenía la memoria del buen político “Hola, Guillermo, ¿cómo estás? Gracias a Dios vivo para contarme...” “Bien, Don Antonio, gracias.” Conversamos largo rato sobre la demencia de los militares, y la barbarie que estaba asolando nuestro país. Luego entré al tema que me aquejaba. “Estoy buscando trabajo, no consigo”. Pensó un rato. Discó el teléfono: “Hola Domingo, mi viejo querido, tengo un compañero geólogo que busca trabajo…Si, si sabe de perforaciones para agua…Bueno, allí va a presentarse”. Colgó y me dijo: “Te esperan en dos días en Tucumán, en esta dirección”. Nos despedimos con un fuerte abrazo. A pesar de nuestros crónicos canibalismos, a veces los peronistas nos ayudamos. Era, en ese entonces, una firma ponderable, entre las más importantes en el rubro. Me hice cargo de una licitación en Güemes, Salta. La empresa estaba a punto de ser echada de la obra, por su incumplimiento, en tanto que el gerente regional y el jefe de obra robaban a manos llenas. Con tesón reencaucé los trabajos, y, en poco tiempo era “el niño mimado” de Techint, contratista administradora del consorcio. . A los tres meses ya facturaba, con los quince obreros que me acompañaban, más de trescientos mil dólares de ganancia mensual. Fui citado por el presidente a Mendoza. Hasta había un pasacalle de bienvenida, dedicado a mí, en el acceso a la fábrica. Conocí a Domingo Dúo (“Don Domingo”), el propietario. Era un sesentón de cabellos blancos, con la piel ligeramente rojiza (por eventual afición alcohólica), facciones enérgicas, y negros ojos duros que reflejaban su alma. Me felicitó por la gestión y analizamos el futuro rumbo de la obra. Planteé mi pretensión salarial, y, sin muchos regateos, nos pusimos de acuerdo. Fuimos interrumpidos por su secretaria “Don Domingo, Roque Benegas necesita verlo”. Después supe que era un tornero con 22 años trabajados en la empresa. Entró, con su mameluco engrasado, tenía cabello entrecano, mirada mansa y manos cubiertas de callos y cicatrices, de tanto manipular caños de grandes diámetros. “Don Domingo” saludó, sin atreverse a sentarse, “interné a mi señora grave y debe operarse, necesito que me adelante unos pesos sobre la quincena que tengo para cobrar en sólo dos días…”. “Hijo” contestó el potentado, “si a tu señora la operan puedo darle mi sangre… Pedime la sangre, ¡pero no me pidas plata!”. El operario se retiró, con los hombros derrumbados. Cuando me despedía, Don Domingo me dijo: “Hijo, cuando quieras aumento, vení a hablar conmigo a Mendoza, pero no me robés...”. Retiré de contaduría una “caja” para gastos de la quincena, y averigüé dónde vivía Benegas. Concurrí a su vivienda, humilde pero pulcra, con un jardincito desbordante de flores. Me abrió la puerta, sorprendido “Licenciado ¿qué lo trae por aquí?, pase, por favor, siéntese”. Y me invitó una copa de exquisito Jerez añejo. “¿Cuánto necesita para su problema?”. Me dijo la cifra, saqué un fajo de billetes del bolsillo y cubrí su requerimiento. “Por favor, déme su número de cuenta en Tucumán, apenas cobro se lo giro”. “No me devuelva nada, Benegas, ni le cuente a nadie, lo que importa es la salud de su señora”.
  • 77. 77 Regresé a mi trabajo en Güemes un viernes por la tarde, todo andaba sobre rieles. Subí a Salta, a ver un repuestero amigo, y conseguí una factura por la reparación de una caja de transferencia original. Anoté en el libro de novedades “rotura de caja de transferencia, equipo parado en reparación”. El dinero “enajenado” sobrepasaba el “subsidio” otorgado a Benegas, y, de inmediato, decidí en qué invertirlo. El sábado a la noche, ordené que se pare el equipo, y que todos los trabajadores se pongan de punta en blanco. “Esta noche vamos todos al prostíbulo, la empresa paga…”. Al amanecer estábamos tomando un café con mis dos maquinistas, y uno de ellos preguntó “¿Es cierto que Don Domingo nos pagó esta joda?”. Reí a carcajadas “¿ustedes creen que este viejo, avaro del demonio, nos regalaría algo?, si se entera sufre un derrame…” Fue la única vez que le robé a Don Domingo…
  • 78. 78 LABERINTO Un repentino estadio de conciencia me fue invadiendo. Ignoraba qué era, ó donde estaba, siéndome imposible discernir presencia de continente y contenido. Supuse estar en un ámbito oscuro, pero desconocía mis facultades eventuales para captar luz. . Cautamente, fui enumerando breves acertijos, no tenía hambre, frío, sed ni calor. Era coherente suponer que carecía de cuerpo, ó manifestación física similar. Pero estaba pensando, por ende “algo” cumplía esa misión. Mi prematuro esfuerzo me agotaba, y me dejé caer en un pozo calmo, oscuro y silencioso...Mis pensamientos emergieron de la nada, y percibí una pulsión, tan imperiosa como inevitable: investigar mi entorno, para, eventualmente, poder deducir mi esencia. .Sorprendentemente, desarrollé aptitudes que, sin ser táctiles ni visuales, me permitieron descifrar, en dolorosos, fugaces y, cada vez más nítidos enfoques de huesos humanos pulverulentos, ropaje de lana, muy deteriorado por el paso del tiempo, un puñal de bronce y un medallón con forma de astro. Salí del receptáculo que me envolvía, era una urna de barro cocido, con criptogramas y dibujos en negro y rojo. Luego de un denodado esfuerzo puede interpretar los ideogramas: Caán (“Luz del Sol”), valeroso guerrero y hombre justo, descansa entre los filosos hielos del Cachi, para que los vientos de los cuatro rumbos le aúllen y murmuren a los hombres tu sacrificio para la unidad de la Nación Kalchakí. Si, era yo, con mi nombre del Dios, sería recordado como mito en las leyendas de generaciones de guerreros que vivieron en la falda del Ande. Me perturbó comprender que estaba muerto, que era sólo un algo que fue un alguien. Los recuerdos comenzaron a bullir en mí, emergiendo de una fuente inagotable. Absorberlos, ordenarlos, procesarlos y asimilarlos me generaron una sensación de plenitud y expansión, de fortaleza y bienestar. Estaba en la cumbre de una altísima montaña, que reconocí era el Nevado del Cachi, en cuyas extendidas faldas transcurrió buena parte de mi vida. Quedé en suspenso contemplando la inmensidad de las cordilleras, la gigantesca altillanura ondulante de la puna, la policromía de los volcanes. Un mensaje de fuentes ignotas me imponía que había llegado a su fin la yacencia en el frío sepulcro, y su quietud de la nada. Mis sensaciones fueron tornándose cada vez más nítidas y agudas, más dulces y continuas. Podía oír con claridad, el ulular incansable del fuerte viento, mientras miríadas de evocaciones fluían como continuos filetes en mi memoria, procediendo de ignotas fuentes. Por secuencias reconstruía lo que parecía ser mi historia personal, otras las injustas y oprobiosas penurias de mi pueblo, rebelándose, siempre con fuerzas disminuidas, contra sus opresores. Otras voces eran pueblos más antiguos, cuya cultura se remontaba al umbral de las eras. Las estrellas y el astro recorrieron los numerosos días que permanecí, en mágica fusión con mis arquetipos, en una sucesión de ráfagas de plenitud, a veces fugaces, otras incesantes. Algún orden supremo dio fin a mis digresiones, entonces comencé a vivenciar mi historia. Fui un Kalchakí, y vivía con mis hermanos en los altivalles subandinos. Siendo mi padre niño la tribu fue invadida por filosas falanges incas. El número y la sorpresa dieron contundencia al ataque. Los jefes y los viejos consejeros fueron ejecutados de inmediato, los demás esclavizados. La larga caravana de derrotados fue llevada a la altiplanicie puneña, para trabajar las minas de oro
  • 79. 79 del Inca. Ascendieron empinados cerros cargando pesados sacos de cuero, llenos de tierra fértil, hasta el asentamiento, una extensa hollada rodeada de vertientes. Construyeron las casas de piedra con argamasa, labraron las terrazas de cultivo y las acequias de riego esculpiéndolas en la roca. Llenaron las cavidades con la tierra orgánica, y sembraron unos extraños tubérculos, que serían la base alimentaria de la mina. Los niños cuidaban los rebaños, de llamas y alpacas, junto con los viejos y enfermos, las mujeres atendían las tareas agrícolas y los hombres se enterraban en la mina. Los capataces eran kollas, serviles y obsecuentes de los guerreros incas. Su látigo capanga se exacerbaba en la espalda de los mineros, el Inca tenía una insaciable sed de oro. La ciudadela estaba gobernada por un administrador Inca, primo hermano del rey-sol, enviado, casi al exilio, por las intrigas palaciegas. Lejos de los lujos, los lechos suaves, la comida sabrosa y abundante. Ay, los avatares de la política, dos años guardó la frontera norte del imperio, peleando contra salvajes semidesnudos, en selvas inextricables repletas de alimañas venenosas. Ahora esta `planicie irreverente, con su frío, soroche y falta de alimentos. Más le rebelaba la situación de sus esclavos, un pueblo de valientes y laboriosos degradados a juntar unos pocos puñados de oro para la vanidad enferma del emperador. ¡Ay, Kalchakí, la negrura del eterno socavón! Sólo los trabajadores más fuertes podían resistir este infierno, oscuro y eterno, excavando más y más, sin ver el astro rey. ¡Cuantos quedaron sin fuerzas y murieron bajo el látigo capanga! Otros, como mustia greda invernal, se secaban tosiendo sangre por la enfermedad del polvo. Mi padre era un hombre fuerte, y subsistía alimentando un odio sordo al invasor. Dos veces por año las llamas viajaban hacia el norte, portando el oro para el Dios-Sol, rojo por ser amasado con tanta sangre Kalchakí. Mi padre desposó a mi madre, esclavizada de una tribu vecina, cuando éramos la orgullosa etnia Kalchakí. Nací de esta unión. Cuando crecí mi cabello tomó tintes rojizos, y los augures dijeron que era bueno, que representaba la sangre y el dolor de mi pueblo, y sus irredentas ansias de libertad. No tuve hermanos, todo el amor de mis padres fue mío, me llamaron Caán (Luz del Sol). Disfruté la suave dulzura de mi madre, la ternura de sus ojos de almendra, la calidez de su voz y el tibio refugio de su regazo. Hice mío, también, el inagotable odio de mi padre por el explotador Inca. Me enseñó a cazar guanacos, a manejar la honda, el arco, la canana y la lanza. Tenía sólo ocho años cuando me llevó al cerro, portando sólo un morral con charki. Caminamos sin cesar, noche y día sin descanso. Era un ascenso interminable, y, mis pies sangrantes, calzados con delgadas ushutas, se enterraban pesadamente en la nieve. Cada vez que resbalaba por el hielo, y caía, mi padre me miraba severamente, aguardando impaciente, sin tenderme una mano. Le pregunté dónde íbamos, “a la cumbre del Cachi, la morada de nuestros Dioses”. El soroche me hacía reventar de dolor, clavando agudas punzadas en mi frente, y el viento helado me horadaba los flancos como filosas espinas. Sólo quería echarme a dormir en el hielo, y terminar con todo ese suplicio...Mil lenguas de fuego, desde las pupilas de mi padre, me empujaban sin pausas a la lejana cima del coloso andino. Llegamos, al fin, todo me parecía irreal, como si estuviera en la cúspide del mundo...En derredor todo era cielo azul intenso y paisaje. Al naciente, lejanas selvas, el resto altivalles, ásperas planicies y volcanes encapuchados de hielo.
  • 80. 80 Mi padre habló: “Cuanto ven tus ojos fue nuestro país, éstas eran tus tierras, hasta que llegó el usurpador, eres un Kalchakí, nunca lo olvides...” Luego abrió sus brazos en cruz, alzó su vista al cielo y gritó. Sus voces, sin palabras, contaban a los dioses del dolor de nuestro pueblo, su injusta esclavitud, tantos golpes de látigo y muerte absurda, en el fondo del socavón. Vibraba en su garganta el viento cumbrero del Ande, la verde yareta, el remanso de las vegas y los puñales de hielo del glaciar. Respondieron las interminables ondulaciones de la puna, en cuyas apachetas, se retorcían, de vergüenza y furia, los huesos de nuestros lejanos abuelos. Bajamos la cumbre en silencio, ya no sentía ningún cansancio, mi cuerpo estaba impregnado de una misteriosa energía, me sentía fuerte, exultante, poderoso...Entonces supe que mis dioses me transmitieron la claridad y templanza necesaria para cumplir con el cometido para el que me dieron vida. Mi padre entrenaba, con fiera constancia, todas las fibras de mi cuerpo. Noches enteras, soporté en mis hombros, rocas tan pesadas como el prolongado dolor de los míos. Cada vez que un Kalchakí era castigado, debía contemplar su martirio desde la primera fila de espectadores. Desde niño me hizo cargar, sobre la espalda, el aberrante tormento de mi pueblo. Cada gota de nuestra sangre vertida, hervía como fuego en el fondo de mis pupilas. La exacerbada disciplina de mi padre me brindó, precozmente, una notoria masa muscular. Mi altura era excesiva para el promedio de mi pueblo. Madre afirmaba que era herencia de su abuelo, prisionero en una de las tantas confrontaciones del Kalchakí con los Huarpes, belicosos aborígenes del lejano sur. Visto en perspectiva era lógico, el pie del Ande era compartido entre los huárpidos (hombres muy altos de raza mapuche), al sur, y nosotros al norte. Mi padre y los augures preferían pensar que era un elegido. Es frecuente canalizar las esperanzas hacia lo irreal, la “componente teológica” de la vida, la bienamada esperanza, más aún, cuando el presente, nos abruma sin posibilidades de un devenir mejor. El Inca a cargo de la ciudadela informó estos menesteres al emperador, quien, cuando cumplí diez años, ordenó llevarme al Cuzco, para brindarme “educación”. Mi madre gemía, con dolor inconsolable, “déjenlo”, rogaba, “es sólo un niño”. Con una calma, que aún se torna inexplicable, la abracé, y me separé de ella, sin poder decirle cuanto la amaba. Me aproximé a mi padre, con la cabeza gacha, quien me tomó el rostro, y lo elevó, para permitirme mirarlo a los ojos. En los ocultos mensajes de sus pupilas, comprendí que jamás volveríamos a vernos, con vida, en este mundo... La corte del Inca me invadió de confusión y sorpresas, las ciclópeas construcciones de piedra, las gigantescas acequias de regadío, y el prolijo revestimiento de calzadas y pisos con distribuciones geométricas de las lajas. Maravillaba el perfecto biselado en el corte de las rocas, resultando un delicado y preciso ajuste. Todo sugería orden, armonía e intención. Fui bañado, concienzuda y minuciosamente, y reemplazaron mi grueso poncho de lana por una túnica de suave tela blanca, bordada con hilos de oro y plata. Tuve que esperar tres jornadas hasta que me recibiera el Inca. Mientras tanto disfruté una impensada libertad, puesto que, con muy leves restricciones, iba y venía a mi antojo, y comía cuanto quería de las numerosas bandejas colmadas, distribuidas por doquier. Era un brusco contraste con mi pueblo, donde la alimentación era una austera necesidad, a cubrir con moderación. Para el
  • 81. 81 Kalchakí, cada mazorca de maíz era producto de mucho sacrificio, y como tal debía valorarse. A pesar de mi temprana edad, comencé a elaborar que esta vida dispendiosa sólo era posible merced al tenaz trabajo de miles de esclavos que sustentaban el imperio. Me visitó un anciano delgado que se identificó como mi guía. Intentó tocarme el rostro. Retrocedí, agazapado, esgrimiendo mi puñal de cuarzo. El hombre reía, a carcajadas. - ¿Qué te ocurre, niño?, indagó. - Sólo mis padres pueden tocarme... - Deberás adaptarte a nuestras costumbres; a pesar de ello, intentaré respetar las tuyas. Vienes aquí a aprender, y eso harás. Exigiré tu esfuerzo como recompensa, al tiempo que te daré. No obstante, para aproximarse al saber es necesario ser dócil, abrir los sentidos y brindar el corazón. Tienes la oportunidad de muy pocos; estudiar bajo la tutela del Inca, pero aquí no hay lugar para fracasos. - Quiero volver con los míos, repuse, lacónicamente. - Es imposible, respondió las órdenes deben ser cumplidas; además, queremos saber por qué tu tribu te llama “el elegido”. Dime, ¿acaso eres mago? ¿tienes poderes...? - Mi único poder es la fuerza. - ¿Y de dónde procede esa fuerza? - Me la otorgan los Dioses, y yo la cultivo con mi esfuerzo... - Me sorprende tu humildad, acotó finalmente el preceptor. Yo no me daba por aludido, pretendiendo ignorar su burla, que parecía más emergente de una sincera sorpresa, que de real vocación por humillarme. Por fin, me llevaron al palacio del Inca. La fastuosidad era indescriptible, y mis ojos no podían creer cuanto veían. El oro y la plata abundaban por doquier, en bajorrelieves y murales, representando animales y seres humanos en actitudes que, por mi niñez, sólo percibía remotamente. El Inca, y la familia real que lo rodeaba, eran aún más extraños, para nada semejantes a los dioses que decían representar. Eran seres pequeños, delgados, con ojos grandes y mirada inquisidora. El guía tiraba mi codo, hacia abajo, ordenándome en voz baja que me incline ante el Dios-Sol; pero algo, dentro de mí, me mantenía erguido. - Déjalo, ordenó el monarca; y, encarándome: ¿Así que tú eres el elegido?; y dime... ¿qué Dios te envía y cual es tu misión? - Desconozco el nombre de mis Dioses, si es que lo tienen, están de mucho antes que nuestra llegada al Ande. Sus voces cantan y lloran con el viento de la cumbre, y sólo me piden que te destruya, para liberar a mi pueblo. Un denso silencio siguió a mis palabras; el rey me miró muy serio, podía verse un atisbo de pena en la cálida luz de sus ojos; al fin, repuso: - Así será, si es la voluntad de los poderes. Mientras tanto tendrás que aprender todos los secretos de nuestra ciencia. Entonces, si liberas a tu pueblo, serás un buen rey, darás a los tuyos alegría y trabajo, y sabrás proteger a tu tierra de la codicia de los bárbaros. Mi casa es tuya, y aquí vivirás hasta que tengas madurez y criterio para elegir, por ti mismo, tu propio camino.
  • 82. 82 El Inca se aproximó, y apoyó su delgada mano en mi frente; y luces de vívidos colores fluyeron por mis sentidos, y una grata sensación de paz y alegría invadió todo mi ser. El maestro vivía sólo para mí. El día se hacía corto para elaborar tantas enseñanzas; más su paciencia y cordialidad no conocían límites. Era un hombre muy sabio, y dominaba, desde complejas artes medicinales, hasta estrategias bélicas. Aprendí que las palabras pueden registrarse y guardarse. En poco tiempo los quipus no tenían secretos para mí, y pude leer y compenetrarme de toda la historia del imperio. Sus orígenes me resultaban de muy costosa interpretación. Indagaba, entonces, a mi guía: - Dicen las crónicas que Manco Capac y Mama Oello descendieron del Sol. Me enseñaste que el astro rey es una estrella incandescente, que no alberga vida alguna. Todo es contradictorio... - Toda doctrina alberga simbolismos; el sol es fuerte y poderoso, y a él adscriben su origen los Incas. Debes comprender que nada es rigurosamente cierto; son ideas, abstracciones, sugerencias; forman parte de los mitos y las leyendas. - Debo entender que todo cuanto dicen las leyendas son mentiras... - La verdad, jovencito, no es pulsión absoluta ni concreta; es más, en gran diversidad de circunstancias es enteramente subjetiva; vale decir que cuanto es cierto para un individuo es falso para otro. A título de ejemplo, tú piensas que el Inca esclaviza y trae dolor a tu pueblo; más vosotros, antes de nuestra llegada, vivíais en la edad de piedra. Gracias a nosotros conocéis los metales –y las técnicas para su obtención-. La agricultura bajo riego en terrazas ya no tiene secretos para el Kalchakí, que también elabora finos hilados y manejas las tinturas minerales y vegetales. Hemos respetado vuestra organización social, jamás tocamos ni maltratamos vuestras mujeres. Sólo retiramos los metales y el diez por ciento de los granos. Cuando vivas muchas lunas, comprenderás que gana más tu pueblo que el Inca; para ello deberás asumir tu existencia sin odios ni rencores, y escuchar la voz de los Dioses, que te enseñen a ser mesurado y tolerante. El Inca me recibía con mucha frecuencia, me hacía sentar a la vera de su trono y pedía que hable de mi pueblo. Le interesaban nuestras costumbres, y la figura de mi padre despertaba especial admiración al monarca; cuando le narré nuestro ascenso al Nevado de los Dioses, acotó: - Los Dioses hablan, pero pocos mortales perciben sus señales. Tu padre es uno de ellos. Quizás no deba contarte, pero él ahora es jefe de tu pueblo. Hemos construido una importante ciudad-pucará en la mina donde naciste, y los calchaquíes comparten la custodia con nuestros guerreros. Acompañé al Rey en muchos viajes por el imperio, y juntos recorríamos las ásperas laderas, buscando hierbas medicinales y prospectando minerales. La guardia imperial nos custodiaba cerca; muchos no parecían entender la amistad del Dios-Sol con el joven salvaje. Departíamos como viejos amigos, y aprendí, de su fuente inagotable, muchos secretos de la naturaleza y los hombres. El cuidado del cuerpo persistía, como obsesión, en mí. Dedicaba largas horas por jornada al veloz ascenso de empinadas laderas. El maestro estimulaba todas mis inquietudes, escuchando, con sumo interés, mis narraciones de los
  • 83. 83 viajes con el Inca. Le interesaba urdir elucubraciones de cuanto fenómeno influyera mi existir. Siempre estaba presto a orientar cualquier confusión que enturbiara las ideas. Explicaba todo en función del amor, como síntesis integradora de la esencia universal. Así, interpretaba a quienes destruían vida ó materia fútilmente como “pobres espíritus faltos de amor”. En ese contexto, el odio, la envidia y la mentira eran continentes vacuos que se transmutarían al ser colmados de afecto y comprensión. Los consejos de este espíritu exquisito me conducían a profundas reflexiones y sólidas comprensiones acerca de los sentidos y objetos reales de la vida. “Tu mayor fortaleza será ser piadoso y solidario con los más débiles –decía- crecerás, entonces con tu generosidad, y te harás pequeño con tus bajezas”... El hijo menor del Inca enfermó de gravedad. Mi maestro se abocó totalmente a los cuidados del pequeño. Yo vagaba, perdido por el palacio, sin saber qué hacer ó cómo ayudar. Pedí, entonces un grueso poncho y un morral con tasajo, y, sin pensarlo más, ascendí las nevadas laderas del Huáscar. Nada parecía oponerse a mi designio, las filosas lenguas de hielo se allanaban a mi paso, y las paredes, de áspera roca, se doblegaban con facilidad a mis dedos tenaces. Hice cumbre por la noche, y la cúpula estrellada del universo me empequeñeció al punto de hacerme sentir un insignificante insecto. Alcé, sobre mi cabeza, una pesada roca, y ofrendé a los Dioses mi vida por al del pequeño. Una nieve tibia comenzó a caer sobre la cumbre del gigante andino. Mi cuerpo no sentía frío, ni hambre ni sed, y habían pasado dos días con sus noches...Y los Dioses hablaron...El fiero viento blanco comenzó a aullar, izando hacia los cielos interminables oleadas de nieve; los truenos bramaban haciendo temblar al Ande, con su furia estremecedora. “Tu vida no te pertenece, nosotros daremos sentido y oportunidad a tu ser, y elegiremos tu fin...” rugía la tormenta,...Una voz suave fluyó en mis sentidos: “aceptamos tu sacrificio, como prueba de amistad, puedes volver, el niño ha curado su dolor...” Al llegar a palacio, todo era fiesta y alegría, y el pequeño, sonriente, estaba en brazos de su padre. Nadie nunca preguntó dónde había estado, pero, por la mañana siguiente, un grueso medallón de oro, que representaba a Inti-Dios, me fue entregado por el rey. Los estudios de las artes de la guerra, la agricultura bajo riego, la minería y la metalurgia fueron cada vez más exigentes, “corren tiempos difíciles”, me explicaban, “y debemos estar preparados”. Por mis observaciones de la historia fui advirtiendo que la humanidad alternaba ciclos de paz y prosperidad, con otros de guerra y atrasos. El maestro explicaba que eran avances y retracciones en la aptitud de los hombres para impulsar sus fuerzas creativas. Que el dolor, el odio y la destrucción eran siempre consecuencia de la ignorancia. “Siempre verás –explicaba-que los hombres sabios están muy por encima de estos insignificantes menesteres”. Cuando ingresé a la pubertad era casi un gigante, una pequeña mole de músculos. Mi aspecto diferente me avergonzaba, y el maestro, conocedor de mis conflictos, decía “debes estimar a tu cuerpo, él es tu instrumento y vehículo de este tránsito entre los hombres, sin ser mejor ó peor que el de nadie, es bueno para ti”. Me brindaron instrucción militar en una falange selecta, guardia personal del Inca, Con prontitud me destaqué en la tarea. Las armas semejaban prolongaciones naturales de mi cuerpo, y, para éste, parecían diseñadas en forma exclusiva. La celeridad y certeza de mis golpes eran motivo de elogios
  • 84. 84 entre los jefes militares del imperio. Fui enviado, en una reducida escuadra, a sofocar una revuelta en una levantisca tribu aymará. Los rebeldes nos aguardaban en la boca de una estrecha quebrada; en posición fácil de guardar y penosa de quebrar. Nuestra primera fila eran lanceros con altos escudos de bronce. Me ubicaron en la segunda línea, con hacha. Apenas chocaron las formaciones, salté sobre mi vanguardia, cayendo sobre los oponentes cual un remolino de muerte, cortando brazos, hundiendo cráneos y desgarrando pechos enemigos. Los incas me seguían, como imparable aluvión, impelidos a protegerme y desconcertados por mi temeridad. En poco tiempo, literalmente aplastamos la rebelión, y los supervivientes huían a los montes en desbandada. Con serenidad nos trasladamos a la aldea, y el general convocó al pueblo: “es una jornada de dolor por nuestros muertos, en esta absurda pelea entre hermanos...Por mi intermedio el Inca os hace llegar todo su amor y comprensión, y llora con vosotros por los valientes aimaráes caídos en combate. Como compensación, mi señor, el emperador, os exime por un año del tributo de granos y oro”. El pueblo, entre el desconsolado llanto por sus hermanos perdidos, y la clemencia del rey, no salía de su estupor. En la primera oportunidad que tuve, indagué a mi jefe: - ¿Cuáles fueron las causas de esta revuelta? - Obtener las concesiones que le hemos otorgado. - Entonces... ¿por qué la guerra? - Ellos no han querido dialogar, simplemente se rebelaron. - Y si fueron derrotados, ¿por qué los beneficias? - Sus reclamos son justos, han tenido mala cosecha, y nevó en abundancia en los cerros donde están las minas, malogrando el trabajo. La fuerza armada fue contra la rebelión, ellos eligieron la violencia al diálogo. Por ello, aplastamos la sedición con la fuerza, y atendemos los problemas con la razón. - Pero, ¿acaso la victoria no te habilita para imponer las condiciones más ventajosas a los intereses del Inca? - Debemos diferenciar derrota de humillación. Es decoroso caer frente a un gran oponente, pero el triunfo no habilita a pisotear a los caídos. Como verás, nuestra acción es satisfactoria para las partes, y estos pueblos, convencidos de nuestra vocación de justicia, permanecerán como aliados del imperio. Nuestro cirujano curó, con igual devoción, heridos incas y aimaráes, y retornamos al Cuzco. Mucho tiempo cavilé, cuánto tenía que aprender sobre los hombres, sus guerras y la paz. A partir de entonces he intervenido en numerosas escaramuzas, y fui tomando conciencia que, un buen ejército, puede ser, también, garantía para una tranquilidad duradera. Crecía continuamente mi amistad con el emperador, quien me instruía sobre los hombres y el Estado. Yo le narraba mis experiencias en cada combate y mis impresiones sobre los pueblos y sus costumbres, aún en los más recónditos linderos del imperio. Recuerdo, claramente, que una vez me comentó: - Dicen que eres imbatible en la lucha...No quisiera ser tu enemigo. - Jamás lo serás, te amo como el hermano que no tuve.
  • 85. 85 Poco tiempo después concurrimos a repeler una invasión en la frontera con las grandes selvas del naciente. Una vez más retornábamos victoriosos, decididos a transformar nuestro regreso en un largo paseo por las ciudadelas del Ande, cuando un chaski, desfalleciendo por el agotamiento detuvo la marcha de la columna, diciendo: - Caan, el Dios-Sol te requiere con urgencia en el Cuzco. - Que cuatro lo acompañen, ordenó el general, señalando con su índice a otros tantos guerreros. Con los pies despellejados por la feroz carrera, el cuerpo cubierto por la roja greda del camino, y el ánimo ensombrecido por oscuros vaticinios; ingresé al palacio imperial. El Inca, apenas me vio, corrió a abrazarme, y, cuando pudo serenarse, habló: - Ha caído en manos enemigas la ciudadela comandada por tu padre. Salvajes de la llanura atacaron de improviso y masacraron a todos los habitantes. No sabes cuánto lo siento...ordenaré de inmediato una expedición punitiva. - No, por favor –repuse- ya nada me devolverá a los míos. Varios días lloré en soledad, por mis fuentes y raíces perdidas; y por el destino fatal, encarnizado en quienes había visto sufrir tanta injusticia. El maestro compartió mi dolor, y una tarde, manifestó: - El Inca me había confidenciado, poco tiempo atrás, que era el momento propicio para tu regreso con los tuyos, cuando nos ganó la desgracia; debes pensar que otros designios estaban previstos. - Parecen oscuros los caminos que me tienen trazados los Dioses, pérdidas y muerte. - Es menester que descanses y te serenes. Irás al palacio de descanso del emperador, en la costa del mar. En unas semanas volveremos a conversar. Siempre había visto el mar como una franja azul, lejana. Una nueva emoción me embargó al sumergirme en sus aguas claras, frescas y bravías. Trepaba los acantilados y corría, durante horas, por la arena. Comía sólo, apartado, eludiendo cualquier contacto humano.. Una tarde, mientras contemplaba el hundimiento del sol en las doradas aguas, oí pasos, detrás de mí, entre las rocas de la escarpa. Giré, como una fiera en acecho, y me sorprendió la visión de Mayllú, hermana menor del Inca. Llevaba varios años de guerrear, y la última vez que la vi era una dulce niña, ahora transformada en hermosa mujer. - No temas, Caan, no vengo a hacerte daño, sonreía con gracia burlona. - No te temo, luz de otoño, no esperaba a nadie en este roquedal, aislado de todo. - En realidad te buscaba, el Inca ha llegado, y quiere verte. - Pudo mandar un siervo, para avisarme. - Yo me ofrecí, te veo tan triste y solitario, hace tiempo que deseaba hablar contigo. Hace un mes que estoy aquí, más no compartes nuestra mesa. Todos te queremos bien, y tu dolor es nuestro... Toda mi aspereza de guerrero se desarmó ante su lenguaje, simple y llano. Su presencia me embargó de una nueva turbación, y bullían en mí emociones desconocidas.
  • 86. 86 La llegada del rey resocializó mi vida, tuve que cumplir con todo el protocolo de la corte, comer con el soberano, acompañarlo en prologados paseos y extendidas tertulias. - Tu aspecto mejora, Caan – decía el Inca – tendrás dos lunas más de reposo y subirás al Cuzco. Quise protestar, pero, en cordial y enérgico ademán, indicó que era decisión incuestionable. El emperador retornó a la metrópolis, y quedé con Mayllú. Días enteros platicábamos, incansables, jugábamos en el mar y disfrutábamos el sereno goce de contemplarnos. Las noches se hacían interminables, aguardando el júbilo de verla, nuevamente, por la mañana. Los dos meses pasaron como instantes fugaces., y la guardia estaba lista para acompañar mi retorno al seno del gobierno. La despedida con Mayllú fue un feroz tormento que atenazaba mis sentimientos. Nos abrazamos con desesperación, y me fui, cabizbajo, hacia el Ande, dejando en la costa mi corazón. Mantuvimos permanentes reuniones con el Inca y el maestro, donde el primero buscaba una confluencia de los problemas de administración del Estado, con mis experiencias militares y conocimiento territorial del imperio. El monarca estaba realmente preocupado por la endeble lealtad de los cuatro apos – responsables provinciales- y decenas de tutrikuk y curacas. - Mi familia no es tan grande como para cubrir territorialmente; y, en numerosas oportunidades, aún mis parientes más cercanos se corrompen, roban ó mal-administran sus responsabilidades. Debo mantener un costoso ejército bajo mi tutela, para intervenir, permanentemente en la defensa territorial, por invasiones externas ó insurrecciones, y, como si fuera poco, de los turbios manejos de algunos curacas. Si, harto de los abusos relevo algún traidor, quizás el nuevo funcionario resulte peor... A pesar de mis sentimientos, ocupados en otros menesteres, aporté cuanto estaba a mi alcance para proveer soluciones. Las discusiones eran, para mí, muy esclarecedoras. Fui, así, aprendiendo muchos secretos del arte del buen gobierno, de las justicias y lealtades, del cinismo y las traiciones. Apenas despuntada el alba, de un día, como cualquier otro; realizaba intensos ejercicios matinales, me bañaba en las heladas aguas del río, y me tendía a meditar en un suave cojín de grama, cuando los cascabeles de una risa, bien conocida, atrajeron mi atención. Si, era Mayllú, lo más importante para mi existencia, había vuelto... - Desde temprano descansas, Caan... - No descanso desde que te dejé en el mar. No tengo sosiego si no estoy contigo. No estrechamos en un prolongado abrazo, una nueva paz me invadió, por la sola magia de su proximidad. “Te quiero con todo mi ser” musitó, “le conté al Inca sobre nosotros”... Y marchó con veloz carrera entre las peñas, graciosa, tenue y veloz, como una corza. Cuando ingresé a la sala de reuniones, ya todos trabajaban, y, el emperador me espetó, severo: - Pareciera que Caan elude sus responsabilidades; quizás necesite más vacaciones marinas... Avergonzado, como un niño en falta, farfullé una ininteligible excusa, y ocupé mi lugar en la ronda. Luego de analizar y discutir, arduamente, todos los
  • 87. 87 conflictos, el monarca fue asignando responsabilidades a cada uno de los presentes, quienes se iban retirando, a cumplir sus cometidos. Al final quedé, extrañamente a solas, con el soberano. La ansiedad me traicionaba, y cien tambores golpeaban al unísono dentro de mi pecho. El Inca me contemplaba, con mirada severa y labios risueños. Debí tomar la iniciativa, para romper el viscoso silencio. - Luz del Impero, espero sepas ser tolerante con mi atrevimiento... - Lo único que no seré capaz de tolerarte es que hagas infeliz a mi hermana. - Entonces apruebas mi unión con Mayllú. - Más de diez años compartimos alegrías y sinsabores, te estimo como un hermano, has sido más leal e incondicional que mis propios parientes. Es un honor que nuestras sangres se unan, el mejor premio a nuestra amistad. Los festejos de los esponsales engalanaron al Cuzco por media luna. Nos fue obsequiada una amplia estancia que colindaba al sur con el palacio; y, cuando hice notar la coincidencia, el soberano, aclaró: - Lo fortuito no existe, todo está previsto, tú sumas desde el sur a la fuerza de nuestro imperio. Es mi voluntad que, a mi muerte, tú co- gobiernes con mi hijo, como regente. Tu lealtad y rectitud nos serán imprescindibles... - Eres un hombre joven, señor –interrumpí- puedo morir aún antes que vos. - No es mi deseo morir, amo la vida, disfruto la magia de mi imperio, desde el hielo del Ande al bullente fragor del océano. Vivo la naturaleza con plenitud, me fascinan el etéreo vuelo del cóndor y la inteligente laboriosidad de la hormiga. Alienta mi espíritu el suave murmullo de la brisa jugando entre las hojas. Adoro a mi mujer y mis hijos. Venero nuestra amistad. Pero también tengo la certeza de la infalibilidad de nuestros sabios augures. Si Caan, mi fin se acerca, moriré bajo el filo de un puñal traidor. - Pero, Luz del Cielo, ¿cómo puedes estar seguro?. Las predicciones son meras conjeturas...Eres un ser racional estudioso de las ciencias, por favor, no creas estar charlatanerías de viejas supersticiosas. - Ellos me dijeron, antes que nacieras, que vendría un joven guerrero, con cabellos de fuego que, al principio sería mi enemigo, luego mi mejor aliado...Aquí estás, ¿Acaso no eres tú? Ojalá sea como piensas, Caán, que los Dioses te escuchen... El Inca me estrechó, con un fuerte abrazo, y se retiró, dejándome sumido en profundas cavilaciones. Mi vida con Mayllú era un dulce refugio, de amantes, amigos y confidentes. Al año nació Illí, nuestra hija. Una dulce criatura con los ojos de miel y los delicados labios rosados de su madre. El Inca estaba exultante con nuestra pequeña, y gustaba tenerla en brazos, aún cuando atendía problemas de Estado. Mis tareas en el ejército crecían en jerarquía y responsabilidad, siempre por mérito propio. Todo combate me hallaba en el frente, y mi cuerpo era una red de cicatrices, ganadas peleando codo a codo con mis hombres. Me gané el respeto y afecto de mis pares y jefes, y jamás usé mi parentesco con el
  • 88. 88 emperador para lograr algún beneficio personal. Cada espacio ganado era con méritos y trabajo, no a favor de intrigas palaciegas.. El Inca me recriminaba: - Eres mi hermano político, deberías estar a cargo de los ejércitos. - Soberano, tú sabes que hay hombres más capaces y experimentados en esas funciones. De ellos tengo todavía, mucho que aprender. Las circunstancias marcarán los tiempos precisos. Las fronteras norte y este del imperio eran, por ese entonces, las más inestables. Los pueblos de salvajes selváticos vivían del saqueo a nuestras ciudadelas. Los cuatro años siguientes fueron mi escenario casi cotidiano. En varias oportunidades el frente fue visitado por el Inca, siempre acompañado por Mayllú y mi hija. Cada despedida de mi familia me desgarraba en lo más íntimo. Quizás por la experiencia con mis padres se acentuaron en mí los temores a las pérdidas. Lentamente, me fui transformando en el hombre más prestigioso de los ejércitos imperiales. Mi sagacidad y arrojo en las lides fueron harto conocidas, por aliados y oponentes. Nadie comprendía cómo me era tan esquiva la pesada sombra de la muerte, aún en medio de las más riesgosas acciones. La soldadesca –y mis enemigos- comenzaron a urdir leyendas sobre mi inmortalidad. Yo sólo respondía, sonriendo, “¿acaso no sangran mis heridas? ¿No envejezco?...” Realidad o mito, mi suerte también me parecía sobrenatural; y me horrorizaba ver a nuestros contendientes huir despavorido, cuando acometía sus filas, sin escudo y blandiendo el hacha. Acampábamos a orillas del gran lago, en el país Aymará, cuando llegó un chaski, con un mensaje para mí. Era del maestro, y decía: “Huye rápido, y acompaña al mensajero. El Inca fue asesinado en una conjura palaciega. Su primo asumió el poder y ordenó tu captura y ejecución, afortunadamente pude ocultar a tu familia”. Cuando quise emprender la marcha, advertí, tardíamente, que estaba rodeado por guerreros. Empuñé el hacha, decidido a vender cara mi vida, cuando surgió el jefe de los ejércitos, advirtiéndome: - Ten calma, Caan, nadie entre nosotros te hará daño. Jamás traicionaríamos un camarada de tantas batallas. Sabemos lo ocurrido en el Cuzco, pero he hecho ejecutar al emisario. Tendrás una guardia que te acompañe hasta la frontera. Nos fundimos en un fuerte abrazo con el general; y, en ningún momento dudé que este gran hombre arriesgara su vida por salvarme. Seguimos a mi chaski, en compañía de veinte guerreros. En un abra escarpada, a un día de marcha, me aguardaban el maestro y mi familia. - Debes retornar a tu tierra, Caán, entre los incas hoy tu vida es imposible. - Todo esto es absurdo e incomprensible para mí, maestro. Sabes bien que soy tan inca como cualquiera. - Siempre lo has sido, nadie lo duda... - ¿Y tú? Vendrás con nosotros, supongo... - Soy muy viejo para huir; he visto nacer al Cuzco, he abonado el germen de este imperio. Uno tras otro he moldeado emperadores, pero tú, salvaje Kalchakí, eres mi hijo, y te he brindado cuanto necesitas saber para ser un gran rey. Vuelve, entonces a tu pueblo, y ayúdalos. - Pero, maestro, te matarán –repuse con los ojos desbordando lágrimas- y caí de rodillas abrazando sus delgadas piernas, mientras brotaban de mi garganta gemidos incontenibles. El maestro apoyó su mano en mi frente,
  • 89. 89 y me transmitió la luz de su amor profundo, generoso, interminable...Miramos nuestros rostros largos minutos, en ésta, nuestra última despedida. En el silencio del adiós, mi forjador me decía que viajaríamos juntos en el gran viento de las cumbres, y flotaríamos entre los volcanes entre el vuelo de pausados cóndores, y trotando con las tímidas vicuñas, para reposar en la orgullosa cumbre del Ande, donde, otra vez juntos, hablaríamos del hombre y su universo, buscando el amor que llene el árido vacío de nuestros corazones. Clavé mis ojos en el sur, dejando al Cuzco, maestro y quince años de vida a mis espaldas. Emprendimos la marcha, y, cada tanto, volvía la mirada sobre el hombro, para grabar en mis retinas la quieta figura de mi guía; hasta que, al fin, la distancia la empequeñeció como una minúscula mota de polvo, ahogada en la inmensidad del Ande. Un tercio de la guardia me acompañaba, el resto se repartía entre vanguardia y retaguardia, casi en el límite de la visión, para evitar ser descubiertos por ojos indiscretos. En siete días arribamos a la frontera. La pequeña Illí tomaba todo como un juego, viajaba sobre mis hombros ó en las llamas cargueras, donde portábamos las pertenencias. Mayllú conversaba y hacía bromas sin cesar, aparentando no afligirla nuestro incierto destino. Al fin, secamente, la interrumpí: - Mujer, pareces no darte cuenta cabal de nuestras circunstancias. - Estamos juntos, a salvo, y así compartiremos el devenir, nada más puede preocuparme. Enfrentaremos la fortuna, si es buena, mejor, si no, sabremos soportarlo. Su practicidad contundente, común a la mayoría de las mujeres, nuevamente me dejaba sin argumentos. En la frontera los guerreros, de a uno, me abrazaron trasmitiéndome sus buenos deseos, -“Larga vida a Caán, Dios guerrero de los Incas”. Frente mío estaba la puna, desierto de nieve y sal, con aguas amargas y distancias interminables, que aplastan y empequeñecen al hombre. En una vertiente dulce, cargué con agua mis sacos de cuero, y los llevé al hombro, puesto que las llamas estaban muy cargadas y sería larga la travesía. En una luna, con suerte, estaría en los valles del pueblo Kalchakí. La altiplanicie es un paisaje desnudo y feroz, donde las distancias parecen estáticas, y todo es inmenso, lejano...En este seco erial, olvidado por los Dioses, son grises las arenas, las andesitas de los volcanes, las salinas y los ciénagos. Sólo muy de tanto en tanto, una vega verde esmeralda, me permitía acampar, para pastaje de mi exhausta tropilla. Era risible, de ser uno de los hombres más poderosos del imperio, mis pertenencias se limitaban a ocho llamas cargadas con víveres, abrigo y mis preciadas armas de bronce. Todo el oro que tenía era el medallón que me obsequiara el Inca. En realidad, jamás me había inquietado el acopio de bienes, a diferencia de muchos cortesanos, vivía en forma austera, sin que nada me falte. Cuando comencé a influir en la política exterior del Inca, acudí en defensa de los pueblos conquistados, contra las costumbres esclavistas del imperio. Con mis triunfos en tantas guerras, puede haber llenado mi residencia de oro, con los premios del emperador; más, conocedor del sufrimiento humano necesario para obtener cada brizna de metal, siempre rechacé su posesión. Fui, entonces, un Inca pobre, pero, y recién ahora lo comprendía, tuve una gran riqueza influyendo
  • 90. 90 sobre el emperador, para garantizar mejor vida a varios millones de conquistados. Era hoy, en mi exilio, más menesteroso que cualquier humilde pastor del Ande, pero el maestro, el Inca y los Dioses hicieron posible crecer mi espíritu. Ahora, mientras meditaba durante mi marcha lenta, por este techo sombrío del mundo, comencé a recordar a mi padre, cuya mayor enseñanza fue hacerme odiar el dolor ajeno. Gracias al maestro conocí la importancia sustancial que detenta el amor en la vida del hombre. Con el Inca aprendí el valor de la amistad y la lealtad. Volvía del imperio con una hermosa familia. Entonces comprendí, que, a final de cuentas, era uno de los hombres más ricos, entre tantos que había conocido. El viento seco y helado de la altura nos cortajeaba la piel; los víveres escaseaban, cada vez más, y la escasa agua dulce que teníamos era un bien preciado, para humanos y bestias. Tuve suerte al atravesar, con mi flecha, a una joven vicuña que pastaba en una hondonada. Junté su sangre y le di de beber a Mayllú y a Illí, mojando con suavidad sus labios resecos y partidos. La asé al fuego de una yareta, y nos supo a gloria, luego de tanta privación. Pasaba el tiempo y las distancias eran esquivas e insoportables. Tuve que sacrificar dos llamas para comer, con el único consuelo que serían dos bocas menos para compartir el agua. Mayllú se bamboleaba por los médanos como un saco de huesos, y la niña, de tan desnutrida, dormía todo el día en mis brazos. Una noche nos detuvimos a reponer fuerzas en un áspero pedregal, cargueras y personas desfallecientes, de hambre y sed. Por primera vez, en mi existencia, me sentí derrotado, sin esperanzas. Subí a una alta peña, abrí mis brazos, y les rogué a los Dioses por nuestras vidas... Nada respondía en el silencio, hueco e inmensurable, de esa oscuridad densa y final. Sólo el viento silbaba, burlón e incoherente. Por la mañana nos despertó el sol hirviente; las llamas no estaban, y trepé una roca, para intentar avizorarlas. Las cargueras comían y bebían en una extensa vega, a escasa distancia de donde pernoctamos. En cristalinas lagunas nadaban centenares de patos y flamencos, y tropillas de guanacos y vicuñas pululaban por doquier. Comimos, bebimos y descansamos hasta saciarnos. Hubiésemos querido permanecer por siempre en la fértil hollada. Más yo sabía que, en el invierno, todo estaría congelado. Cruzamos las últimas estribaciones de la Puna, y apareció el Cachi, enhiesto y soberbio, en sus casquetes de hielo. Bajamos dos días, siguiendo una profunda quebrada; el aire se hizo tibio, y los cerros verdes. Una mañana, al abrir los ojos, descubrí que estábamos rodeados de guerreros calchaquíes, que nos apuntaban con sus flechas. Un hombre robusto, de cabellos grises, se acercó para indagarme: - ¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? - Soy Kalchakí, vengo del Cuzco. - No hablas ni vistes como nosotros; y el Cuzco dista mucho de nuestros dominios... - Es una larga historia, quise argüir, pero me interrumpió secamente. - Ya habrá tiempo para escucharla, mientras tanto vendrán a nuestra aldea como prisioneros. Antes de ingresar el sol al cenit arribamos al caserío. Acostumbrado a nuestras ciudadelas, todo cuanto veía se me antojaba sucio y primitivo. Las calles eran de tierra, barrosas por las aguas servidas, no había cercas,
  • 91. 91 aceras ni acequias de riego ó drenaje. Las chozas eran de barro y paja, y los insectos pululaban por doquier. Con horror, corroboré, cuánto me desagradaba la forma de vida de mi raza, puesto que mi pueblo, en realidad, era el inca, así como mi cultura, educación, vestimenta, armas, y los conceptos referentes a un modelo apropiado de existencia.. Estos salvajes incultos eran mi sangre, las oscuras raíces donde debía reinsertarme para volver a crecer. Nos llevaron a la plaza del pueblo, manteniéndonos custodiados por guerreros, mientras nos estudiaban con curiosidad, y, descaradamente, hurgaban nuestras pocas pertenencias. Un guerrero quiso tocar mi medallón, y esgrimí el hacha, mirándolo en silencio. No le agradó el riesgo que debía asumir, y se alejó, insultándome en voz baja. La aldea albergaba menos de tres mil nativos, y veía pocos guerreros, y mal armados. Una pequeña invasión inca haría estragos en esta chusma desorganizada. Por fin, se reunió el consejo de ancianos, dispuestos a escuchar nuestra historia. Hablé de los recuerdos de mi niñez, de mi padre, nuestro pucará en la puna y mi vida entre los incas. Frecuentemente era interrumpido, pidiendo aclaraciones, las que, inevitablemente, arrancaban murmullos de admiración ó incredulidad. Cuando me preguntaron sobre los ejércitos imperiales fui puesto en apuros por un anciano tuerto, que preguntó: - ¿Cuántos guerreros tienen los incas? - La guardia imperial –ó ejército centralizado- tiene algo más de cuarenta veces vuestra población, pero las provincias también poseen fuerzas propias...Sumando la totalidad rondarían los doscientos mil hombres. - ¡Mientes! –replicó el viejo encolerizado- lo que dices es imposible... Otro, más mesurado, indagó: - ¿Cuál es la población total del imperio? - Cerca de los doce millones, repuse. El último interlocutor parecía ser muy influyente en la tribu, y, aparentemente me creía –ó al menos más que los otros- por lo que comenzó a concretar el tema. - ¿Qué pretendes de nosotros? - Que me permitan vivir aquí, con mi familia. - Puedes retirarte, debemos deliberar. Me reuní con los míos y me tranquilizó advertir que no estábamos custodiados, pudiendo transitar sin dificultad. Illí jugaba con niños de su edad, mientras Mayllú parloteaba, alborozada, intentando quebrar mi pesimismo- - Es un hermoso valle, alegaba, la tierra parece muy fértil. Yo respondía con monosílabos elusivos; pero, íntimamente, agradecía el temple de mi compañera, capaz de encontrar el aspecto más positivo, a la circunstancia más difícil. Por fin terminaron las charlatanerías y fui convocado al consejo.; quien después supe era el cacique, habló: - Podrás permanecer entre nosotros, trabajarás para tu consumo y pagarás el tercio del tributo para la tribu. Se te asignará lugar para construir tu vivienda y tierra para el cultivo. Podrás retener tus llamas, pero el cuarto de las crías será para la comunidad.
  • 92. 92 - Agradezco al sabio consejo la oportunidad que me otorga-respondí_, me incliné con respeto y fui a darle la nueva a Mayllú. Mi mujer estaba eufórica, y no paraba de hablar un momento. - - Acamparemos junto al río hasta que construyamos la casa. He probado el agua, es dulcísima, regando bien nada nos faltará. A diferencia de los incas, el tributo que me exigían los calchaquíes era para el sustento de las viudas, huérfanos, enfermos ó ancianos sin familia. Los jefes y consejeros subsistían de su trabajo, como cualquier integrante de la comunidad. Instalamos nuestro campamento en las afueras, nos bañamos y retozamos en el río, como criaturas. Encendí fuego para cocinar charke de guanaco, que traía en las alforjas del viaje. De pronto se presentó un alto guerrero, de más ó menos mi edad, trayendo en sus brazos un venado recién cazado, y una bolsa de maíz molido; y dijo: - Aquí tienes comida fresca; quiero que sepas que puedes contar con mi ayuda, mi nombre es Nahuán Ká –tigre feroz- y su rostro dibujó una amplia y franca sonrisa. - Te agradezco, hermano, tu hospitalidad me llena de alegría. Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró, discretamente, diciendo: - Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos conozcamos. Me ayudó a desollar y cuerear la presa, luego se retiró discretamente, diciendo: - Debes descansar, ya habrá tiempo para que hablemos y nos conozcamos. La profundidad de la noche me encontró abrazado a Mayllú, mirando las brasas y planeando el futuro. Promediaba la primavera, por lo que urgía construir la vivienda, para desocuparme de ese menester, encarar tranquilo la siembra y cosechar a término. Lamentaba haber comido todas las papas en el viaje, pues eran variedades de alta productividad, obtenidas, con esfuerzo, por los incas. No obstante era indudable que debía asumir mi realidad, y en ellas la opulencia inca era sólo parte del pasado. Al amanecer recorrí las parcelas cultivadas. Tal como suponía, las tierras fácilmente irrigables – localizadas a vera del río. – estaban en su totalidad ocupadas. Recorrí los terrenos elevados, constatando su excelente aptitud agrícola. Remonté la pendiente hasta una boscosa quebrada que, al ingresar al cerro, estaba surcada por un hilo de agua. Mi subsistencia, al menos en teoría, estaba resuelta. Regresé al poblado, donde, Nahuán Ká me indicó la ubicación de mi futura vivienda. Era la más lejana a la plaza, pero mi condición de asilado me privaba de margen para protestas. Debía acatar cuanto se me indique; luego iría labrando mi propio camino. La vivienda tipo de la comarca era poliédrica – más frecuentemente hexagonal – con una sola abertura para acceso y ventilación central para salida del humo generado en la cocción de alimentos y calefaccionado invernal del habitáculo. A pesar de ser un diseño funcional, y que garantiza buena conservación de calor – fundamental para el gélido clima – toda la familia compartía una sola habitación, en un ámbito de total promiscuidad. A pesar de la conspicua liberalización de los hábitos sexuales en la corte del Inca (podían
  • 93. 93 tener decenas de concubinas, amén de su esposa oficial), los contactos físicos tenían lugar en estricta intimidad. Consecuentemente las viviendas tenían habitaciones donde dormían separados el matrimonio de sus hijos. Desmalecé y nivelé cuidadosamente el lote; construí una escuadra de madera, una plomada y un nivel a péndulo. En la roja tosca comenzamos a dibujar la distribución de la casa. Los curiosos comenzaron a agolparse, y varios estallaron en incrédulas carcajadas ante las protestas de Illí por la reducida dimensión asignada a su habitación. Las risas comenzaron a disiparse cuando Mayllú comenzó a excavar los rectos cimientos, y me veían cargar pesados bloques de arenisca roja, y acopiarlos en el frente. Educado como noble en la corte imperial, desconocía la verdadera magnitud del trabajo encarado, pero mi tenacidad no tenía límites. El primer día mis manos se ampollaron por completo. El brujo sonreía, sarcástico, mientras me aplicaba una compresa cicatrizante. Luego, paulatinamente, donde hubo llagas crecieron callos. A pesar de todas las penurias las rocas formaron una pequeña montaña. Armé una maza y un hacha de cuarzo, pues no quería estropear mis preciadísima armas de bronce en estas tareas. Con una paciencia digna de causas mucho más nobles fui formatizando los bloques y pude suplir mi cabal inexperiencia recordando un diálogo con maestro: - ¿Cómo parte los constructores la piedra con tal facilidad? - Todas las rocas son inhomogéneas, y en ellas coexisten direcciones de mayor dureza relativa, con otras, donde la partición en planos paralelos es preferencial. Es un problema de ensayo, hasta que el material descubre sus íntimos secretos. . . Los bloques que fui obteniendo, del cubo de un palmo, si bien no eran perfectos, a mí me parecían bellísimos. Mayllú los retocaba con fanática devoción hasta que sus caras tenían la suavidad del hielo. Illí aún protestaba por su reducida alcoba. Las paredes comenzaron a crecer notoriamente, y casi todo el pueblo asistía, estupefacto, ante mis persistentes progresos. Un anciano del consejo intentó introducir una delgada pluma de pato en las juntas de los bloques. Ante su impotencia me indagó: - ¿Qué clase de brujería es ésta? Construí el techo con caída uniforme. Las vigas eran gruesos troncos labrados a mano, colocados uno junto a otro, luego venía una capa de argamasa de arcilla alivianada con guano de llama. La cubierta la hice de laja gris, que traje de una quebrada cercana, y que demostró ser más fácilmente trabajable que la arenisca. Las juntas las tomé con tosca, previamente calcinada en caldero cerámico; adoptando idénticos materiales para el revestimiento de pisos. Donde caía la inclinación construí un gran depósito hermético. En esta circunstancia, la curiosidad llegó al paroxismo, y Nahuán Ká preguntó: -¿Para qué sirve este lugar? Es muy pequeño para ser habitado. . . - Para juntar el agua de las lluvias, le indiqué, mostrándole el juego de pendientes que recorrería el fluido hasta almacenarse en el aljibe. Por fin, mi vivienda estuvo terminada; si bien distaba mucho de la que tuve en mi vida con el Inca; ésta era fruto de mis manos e ingenio. Su aspecto era tan bello que me llovían las ofertas. - Te daré quince llamas si me hace una igual, propuso un jefe. Por fin establecí una retribución de cuatro llamas por dirigir las construcciones requeridas. Empero, la obtención del durísimo cemento a partir de la
  • 94. 94 calcinación de la tosca, lo mantuve secreto hasta que fui dueño de la mayor majada de la aldea. Aquellos que imitaban todo, pero carecían del ligante, sufrían al ver caer los techos y desprenderse los pisos. Llegaba la época de la siembre, y reuní a Nahuán Ká y seis jóvenes guerreros: - Si me ayudan, al comenzar el invierno tendrán cuatro veces más maíz que la cosecha habitual. Les ofrezco que cultivemos juntos una parcela, en las tierras altas, cerca de la boca de la quebrada. “Allí no hay agua para regar”, repitieron casi al unísono. - La traeremos en cantidad adecuada – repuse -, si quieren mañana recorremos el lugar, y todo se hará más comprensible. El entusiasmo era tal que al amanecer estábamos en la quebrada. Al ver el hilito de agua, un guerrero manifestó, burlón: - Parece que nuestro inca milagroso no podrá obtener más de dos mazorcas con este riego. . . - Sacaré de aquí tanta agua, que nadie podrá creerlo. . . - ¿De dónde vendrá el agua que ofreces? - De debajo de la tierra. - ¿Y cómo conoces su existencia? Pude explicar mis conocimientos hidráulicos, pero preferí alimentar el mito y mi creciente megalomanía. - Los Dioses me dieron la visión; por esta quebrada corre un inmenso río subterráneo, excavemos y veréis. Comenzamos a labrar una zanja en el saturado subálveo, y el agua afloraba a raudales incontenibles; mis socios aullaban de emoción. Pusimos mano a la obra, un grupo se haría cargo de la captación y conducción del agua, el otro desmontaría y nivelaría las parcelas, siguiendo mis precisas instrucciones. Construimos una inmensa galería filtrante, llenando la excavación con gravas permeables. El agua corría por una ancha acequia, revestida con lajas y juntas tomadas por cemento. Al mes nuestra colonia era un vergel, y las chacras tenían ya mayor altura y robustez que cualquier otra sembrada hasta con tres semanas de antelación. Un atardecer llegó un cazador, exhausto por la carrera, avisando a los gritos: - Suben salvajes Lules, son centenares de guerreros, están a un día de marcha. . . Se reunió el consejo de ancianos, y un jefe propuso: - Nos refugiamos en el pucará, y resistamos el asedio. - Permíteme noble anciano – intervine – cuando se nos agote el agua estaremos a su merced. . . - ¿Qué propones, entonces. . .? - Salgamos a su encuentro y los embosquemos; ¿acaso no vienen por una quebrada? - Así es, contestó el cacique. - Entonces busquemos algún pasaje angosto; allí el peso del número tiene poca consistencia; pondremos lanceros en el fondo de la quebrada, arqueros en la falda y aún podremos llevar a las mujeres jóvenes que ayuden con honda. Que el poblado quede sólo con niños pequeños y ancianos. Mi prestigio en la comunidad era ya contundente, por lo que fue adoptado el plan. Amanecía y los invasores subían confiados por un estrecho
  • 95. 95 cañadón, cuando fueron aplastados por nubes de flechas y cascadas de piedras. No se habían repuesto de la sorpresa cuando les caímos encima formados en estrecha falange. Mi pesada y filosa hacha de bronce hizo estragos; era el rojo Dios de la muerte, nuevamente sediento de sangre enemiga. Al poco tiempo, los predadores huían en desbandada. Matamos a todos los prisioneros, menos a uno que fue aterrado espectador, y al que le dije: - En este cerro hay sólo muerte para ustedes, sólo muerte. . . Lo liberamos y huyó a la carrera, incrédulo aún de su propia suerte. Un día entero duraron los festejos. Por la tarde siguiente, mientras trabajábamos con Mayllú, con el riego de la chacra, fui, repentinamente, visitado por el jefe: - Están hermosos tus cultivos, Caan, saludó. - Nada hubiera sido posible sin tu apoyo, señor; contesté. - ¿Te molestaría responderme algunas preguntas? - Lo haré con todo gusto. -¿Quieres, acaso, ser jefe de esta tribu? - Señor, tú me recibiste en mi exilio, gracias a tu hospitalidad estoy vivo y tengo un hogar, jamás haré nada que ponga en tela de juicio tu jefatura. Sin contar con que eres un hombre justo, mesurado y criterioso. . . - No me adules, inca, interrumpió, todos conocemos el gran prestigio que has ganado entre mi gente. Dime, pues, tus planes, si los tienes. - La Nación Kalchakí debe unirse, todas las tribus deben ser una, respetando las propiedades individuales, debemos hacer minería de cobre y estaño para tener bronce para construir armas y útiles de labranza. Además, no te engañes, señor, si los incas decidieran volver a esclavizarnos, estamos totalmente indefensos ante cualquier ataque. Debemos tener un importante ejército para defendernos y garantizar la paz. - ¿Cómo piensas unir a los Calchaquíes? - Invitando a todas las tribus que envíen delegados, uno por cada poblado, allí haremos la propuesta. - ¿Quién gobernará a todas las tribus? - Un consejo de representantes, del que tú formará parte. - ¿Y cuáles son tus aspiraciones? - Sólo el tiempo y las circunstancias lo dirán. Las reuniones del consejo de representantes tribales fueron arduas; había mucha desconfianza e individualismo. Cuando las discusiones parecían encaminadas a destinos inciertos, el jefe de mi tribu tuvo una intervención decisiva. Habló de los peligros de invasiones del norte y del este, de nuestra indefensión –producto de la desunión-; recalcando que las mezquindades personales podrán ser causa certera de una inevitable ruina. Su alocución, a pesar de la sencillez de la forma fue un canto a la unión y el progreso. También invitó a los presentes a visitar las nuevas viviendas y las colonias del alto. Habló de los planes de repartir agua para consumo y construir redes para expulsar desechos sanitarios y pluviales. Al fin, levantó mi hacha y la clavó profundamente en un tocón de algarrobo: “necesitamos metal” –gritó- “con él tendremos las mejores armas y herramientas”, “así podremos defendernos y trabajar mejor” en conclusión se designó un triunvirato con amplias facultades decisionales, para organizar un gobierno centralizado, que respete la individualidad de las tribu, propendiendo a formar un ejército estable y explotar
  • 96. 96 metales. Mi jefe tribal comandaba, de hecho, esta terna, y fui designado general de los ejércitos Kalchakiés. Recluté, promedio, doscientos jóvenes solteros de cada tribu, consolidando una fuerza de casi cinco mil hombres. Era poco, pero bastaba para empezar. Construimos un pucará fortalecido en la hoyada de la vega grande, donde acampé con mi familia luego de cruzar la puna. Solicité – y me fue otorgado – se establezca un tributo del diez por ciento para mantener al ejército. Nuestra acción de dominio territorial se desplegó por patrullas, que rastrillaban, hacia el norte y poniente, toda la puna y sierras aledañas. Pudimos así localizar explotaciones mineras de los incas, por cobre en el borde occidental puneño, y por estaño en grandes aluviones, a sólo cinco jornadas del pucará, al norte directo del Cachi. El ejército tenía un comando –donde se debatían los problemas de importancia- en cuyo seno se analizaron dos alternativas. La primera proponía tomar por la fuerza los yacimientos, degollar a los incas y adueñarnos de las explotaciones. La otra proponía ofrecerle a los incas carne y granos a cambio de metal. Se decidió adoptar una tesitura intermedia, tomando un yacimiento por la fuerza, y luego negociando. Luego de un año de feroz entrenamiento, nuestros jóvenes querían su bautismo de sangre. En una rápida acción rodeamos la mina de estaño; la sorpresa fue decisiva y no hubo que lamentar una sola baja, trasladamos la guardia inca a nuestro pucará, donde podían ser fácilmente custodiados. El jefe de la explotación era un kolla, que más sabía de minerales, que de guerra y diplomacia; con el que tuve el siguiente diálogo: - Como tú sabes, esta explotación se encuentra en territorio Calchaquí, y, a partir de ahora, deberán pagar un tributo para explotar nuestros minerales. - El Inca te hará degollar por esto, salvaje, respondió. - No estás en condiciones de amenazar a nadie, menos a mí, pues tu vida está en mis manos, pero seré magnánimo por respeto a tu ignorancia. Seguiréis trabajando la mina normalmente, bajo nuestra supervisión; os proveeremos de alimentos. La disciplina interna será resguardada por nuestros guerreros. Estarán prohibidos los azotes y el tormento a los esclavos. Preparé un mensaje de quipus para el Inca, y designé un guerrero de mi confianza para hacerlo llegar al Cuzco. La patrulla estaba formada por seis hombres. La misiva decía: “Noble señor, el Gobierno de la Nación Kalchakí ha decidido fijar un tributo del veinte por ciento del producido en cada explotación minera realizada en su territorio. En caso de reticencia de vuestra parte en cumplir la obligación impuesta, deberemos, lógicamente, usar la fuerza para darle sustento al reclamo. Inti alumbre tus actos para una sabia decisión. Encomiéndote nuestros mensajeros, pues, de sufrir algún percance, nuestros rehenes incas perderán sus cabezas. Te saluda Caan” En menos de una luna retornaron nuestros chaskis, junto a un emisario del emperador, al que taparon los ojos para que no pudiera determinar la magnitud de nuestras fuerzas. En una tienda cerrada tuvo lugar la reunión. Al quitarle la venda reconocí a un pariente cercano del Inca, con gran formación en problemas de Estado, y, con quien tuve que compartir largos debates en el seno del gobierno. - Salve, Caan –saludó- ¿acaso quieres guerrear con el Imperio. . .? - Salve, Haykín –respondí-; nada más lejos de nuestra intención que una guerra, ocurre que necesitamos metales, y, como las minas están en nuestro
  • 97. 97 territorio, nos pareció razonable negociar con el Inca el reconocimiento de un tributo, a cambio de poder trabajar tranquilo. - ¿Qué porcentaje de metal pretendes? - Sólo el veinte por ciento del estaño y el cobre. - Pides demasiado, Caan, amén de ello tú sabes que es una falacia que el débil pretenda tributo al más fuerte. . . - Como contrapartida podríamos proveer sin cargo los alimentos necesarios para las explotaciones y la custodia militar para su protección. El Inca ahorraría costosísimo traslado de víveres. Es un acuerdo beneficioso para las partes. - ¿Y en caso contrario. . .? - Guerra, muerte, desolación, nada en provecho del imperio. . . - Tú hablas de una nación Kalchakí –que yo desconozco- ¿cuáles serían sus límites precisos? - Hacia el norte el linde sur del País Aymará. - Tienes todo pensado, Caan, han de ser grandes tus fuerzas para avalar tus pretensiones. - No mayores que las vuestras, pero suficientes a nuestros fines. Piensa que si destacas un ejército en este desierto descuidarás otras fronteras, seguramente más hostiles. No tendrá garantía de triunfo, y, es más, te auguro muchas pérdidas materiales. Nuestra presencia te da seguridad en el linde sur del imperio; por allí jamás tendrán ingreso de salvajes nómades, pues éstos serán nuestro problema. - En términos generales estoy de acuerdo, sólo hay un punto que propondría modificar. - ¿Cuál es? - Que las fuerzas que protejan los yacimientos sean mitad inca mitad Kalchakí. - No habrá problemas, siempre y cuando fijemos mínimos contingentes en cada pucará. - Así se hará, repuso Haykín, tendiéndome su mano en son de paz. - Otra cosa quiero preguntarte; ¿qué sabe de mi maestro? - Allí donde se despidió de ti, se sentó y dejó morir. Un chaskí lo encontró media luna después. El Inca mandó una delegación para enterrarlo .Me tocó integrar la comitiva para tan dolorosa tarea. Cuando llegamos, su cuerpo sin vida tenía la espalda reclinada sobre una roca, y los ojos abiertos mirando al sur. Su carne, ignoro por qué mágico designio, estaba incorrupta; parecía un ser vivo. Lo sepultamos rindiéndole honores como a un Dios. No pude evitar lágrimas rebeldes fluyendo de mis ojos. Pedí disculpas a Haykín, con la promesa que, en breves momentos, seguiríamos el debate. Caminé por los alrededores del campamento, sin poder resignarme a l muerte de maestro; a quien, en mi fuero íntimo, siempre soñaba volver a ver. Me consolé deseando que, si hubiera un más allá que trascienda el sufrimiento vano de la vida, quizás, desde allí pudiera ver los progresos de mi pueblo, fruto exclusivo de sus enseñanzas. Si así fuera, al fin de mi tiempo, estaríamos juntos en el blanco viento de las cumbres. En las conversaciones ulteriores con Haykín convenimos que las fuerzas de guerra totales, en la puna, serían mil hombres, la mitad por bando. Nos dimos un plazo de una luna para implementar lo convenido; y, al despedirnos, dijo: - El Inca manda su saludo a su prima Mayllú. ¿Cómo se encuentra?
  • 98. 98 - Muy bien, repuse, ya es madre de dos hijos, el menor un varón. Le transmitiré vuestro deseo. Nos abrazamos con Haykín, ambos seguros de haber logrado un excelente arreglo para los suyos. Mientras volvía a mi aldea, recordé un pensamiento del maestro: “los hombres sabios están por encima de la mezquindades”. Y me reconforté por el cauce de los acontecimientos, pues los kalchakíes unidos, y con metal a disposición, veríamos con otros ojos el devenir. Nuestra población parecía más una ciudadela incaica que el grupo de chozas de otrora; las calles estaban revestidas; el agua potable se distribuía por cubiertas acequias impermeables y los desechos fluían, subterráneamente a un pozo de vertido. Las viviendas eran totalmente de piedra, y el perímetro del pucará estaba fortificado con un muro con torres de vigilancia. Nuestra única dificultad eran las eventuales invasiones de los salvajes de las selvas y llanuras del naciente. Considerando que mi ejército estaba ocioso, decidimos encarar la campaña de erradicación de los pueblos nómades –que vivían del pillaje- del pie oriental del Ande. Durante seis lunas estudiamos sus movimientos con persistencia. Luego concentramos nuestras fuerzas y comenzó el ataque a la tribu más numerosa; que contaba con una población de casi diez mil personas y más de mil guerreros. A pesar de la velocidad de nuestra acción, el enemigo pudo alertarse a tiempo. Es difícil que una escuadra de más de cuatro mil kalchakís, armados hasta los dientes, pueda pasar inadvertida. El choque fue feroz, pues los salvajes defendían sus lares con uñas y dientes. Tuve que luchar casi todo el combate con una flecha atravesando mi hombro, pero mi hacha fue, otra vez, solvente. Ni un solo oponente se rindió, pelearon como valientes, hasta morir. Las mujeres y los niños fueron trasladados a nuestra ciudadela, necesitaríamos más fuerza de trabajo, y, con el tiempo, se irían asimilando a formar familia con los nuestros. Durante tres años luchamos para limpiar de salvajes la región. Con herramientas de bronce nuestros cultivos ganaron abruptamente en rendimiento. Advirtiendo las ventajas de la alianza, comenzaron a sumarse tribus del Ande meridional a nuestra nación. Para recorrer nuestro territorio, de norte a sur, eran necesarias más de dos lunas; al oeste nos guardaba el Ande, y al este ningún salvaje se atrevía a penetrar nuestros dominios. Las relaciones con el Inca eran normales, ambas partes respetaban el acuerdo, y nuestras fuerzas, que rondaban los diez mil hombres, no eran presa fácil para ningún ambicioso. Nahuán Ká era mi mejor amigo y consejero; el organizó la escuela de agricultores, donde formábamos a los jóvenes en las técnicas de regadío y del buen cultivo. Luego, éstos viajaban de aldea en aldea, enseñando a sus congéneres. Mi hijo varón, Inti Ahuacán – Sol de Invierno – unía las delicadas facciones de Mayllú a mis duros rasgos, en un cuerpo fornido. Le transmití, con desesperación, cuanto sabía. A diferencia de mi actitud permeable con mis mayores, el pequeño era cuestionador, y disfrutaba poniendo en tela de juicio cuanto le sugería. Cuando tuvo edad suficiente lo llevé, pese a las protestas de Mayllú, a la cumbre del Cachi. Si se cansaba, su orgullo lo ocultaba, y seguía, pertinaz, mis pasos por los abruptos hielos del alto espolón rocoso. En un descanso, me indagó:
  • 99. 99 - Padre, ¿acaso me llevas para probar mi resistencia? - No, quiero que conozcas a nuestros Dioses. Accedimos, finalmente, a la enhiesta y dificultosa cumbre. Un viento helado soplaba desde la puna, y el sol del mediodía yacía tibio en el cenit. Alcé mis brazos, adorando a los Dioses. El cielo se puso tan azul como una laguna de hielo, el tiempo se detuvo, acallando los vientos fragorosos. Toda mi vida pasó, en instantes, ante mí; la amargura de los dolores pasados se endulzó como miel al descubrirme útil. La Pequeña luz de mi existencia, en su lucha pertinaz, había alumbrado la difícil historia de mi pueblo. El pequeño Ahuacán estaba extasiado. - ¿Has hablado con los Dioses?, le indagué. - Si, padre, repuso. - Cuando muera, sería mi deseo descansar en esta cumbre. - Haré cuanto esté a mi alcance por cumplirlo; me aseveró. Sin más palabras, descendimos. Sabía que –como yo – mi hijo tenía los caminos trazados. Debía darle la luz del conocimiento que le permita forjarse con ideales constructivos y trascendentes, y tener la fortaleza y ecuanimidad para transitar con entereza los oscuros laberintos de los Dioses. El Consejo decidió abrir una mina de cobre en el extremo sur de nuestros dominios. Me pidieron que analice dónde convenía localizar el pucará, su provisión de agua y la factibilidad de cultivos en la zona. Pedí a Nahuán Ká que me acompañe, e iniciamos la travesía con una patrulla de cinco guerreros. A la media luna de viaje, en un boscoso vallecito, apresamos un robusto venado. Por la noche hicimos fuego, y, mientras se doraba lentamente la carne en las brasas, entonábamos, felices, las viejas canciones de nuestro pueblo. De pronto, una nube de flechas surcó la espesura. Dos jóvenes guerreros cayeron muertos al instante, y yo fui atravesado totalmente en un pulmón. Nos arrastramos, cautelosos, por la hierba, y arranqué una flecha clavada en un tronco, tenía punta de cuarzo. Eran salvajes. Seguramente querrían matarnos para apropiarse de nuestras valiosas armas de metal. La paradoja era risible; toda mi vida trabajé para darle el bronce a mis hermanos; ahora, por poseerlo, estaba herido de muerte. Los supervivientes pudimos agruparnos al abrigo de las sombras. Nahuán Ká sugirió: “los rodeemos y cacemos por la grupa”. Fuimos reptando por la maleza hasta que ubicamos la distribución del enemigo. Eran sólo ocho guerreros, que se atrevieron a atacarnos por la artera ventaja de la sorpresa. Caímos sobre ellos como un aluvión de muerte; tres pude abatir, bajo el filo de mi hacha; cuando una flecha, certera, me atravesó el cuello. Me sentí caer con lentitud; mi cuerpo, agonizante, parecía flotar en el aire. Mis compañeros pronto dieron cuenta del oponente; me cargaron hasta la vera del fuego, y Nahuán Ká me hablaba, intentando tranquilizarme. - Todo estará bien, Caan, pronto sanarás. - No perdamos mi escaso tiempo hablando estupideces. Sabes bien que cualquiera de mis dos heridas es mortal. Aferré con fuerza su mano, intenté, con mi empobrecida visión mirar sus ojos, y pude decirle. - Adiós, mi hermano, cuida a los míos. Su respuesta me llegó como a través de una infinita distancia. - Descansa tranquilo, Caan, tu familia es la mía. Mi último pensamiento fue para Mayllú, me dió pena no poder agradecerle la hermosa vida que me había dado, y su apoyo inclaudicable en
  • 100. 100 mis penosas circunstancias. Pero padre, maestro y el Inca me llevaban, arrastrándome de mis carnes muertas, hacia un cono de luz, apacible y silencioso. Y aquí estoy, en esta cúspide donde me trajo mi hijo que, ahora lo sé, cumplió así mi último deseo. Ignoro qué me envió de nuevo al Ande; y ese misterioso calidoscopio que me hizo rever mi última existencia, aseguraba que no era la única, ni tampoco la final. Ese hondo misterio que latía en mí me hizo ver mi tránsito en Caan, para darme la certeza que la vida no es un accidente inútil y fortuito. Por momentos latía, en mi seno insustancial, la voz del maestro, indicándome que debía volver a dar amor y solidaridad a los débiles, que sólo así crecería con rumbo trascendente. Siento expandir la percepción, el microcosmo adquiere dimensiones insondables, y, como sombra en el viento recorro las desvastadas ruinas que fueron nuestros orgullosas ciudadelas. Y siento gran pena por este tiempo implacable que destruye el hombre y sus obras; y devora inexorable los sueños, el amor y el odio. Escucho voces, en mi sueño de vigilia, que me repiten, en lento susurrar que no todo es fútil e inconsecuente, que nuestros actos dejan impronta y nuestras vidas labran huellas en la estepa sin fin del universo.
  • 101. 101 AURELIO DEL PEHUEN Fui Aurelio Sayhueque, araucano, y mapuche como el piñón de los bosques de araucarias. Indio como el frío viento de las bardas amarillas y el magro pajonal de mi tierra. Desde los remotos umbrales de los tiempos mi gente habitaba al sur del Coleleuvú (Río Colorado), a ambos lados del Ande, en un extenso dominio que llegaba a los hielos continentales. Nuestro poderío militar convocaba la sumisión de hermanos que poblaban entre Carahué y las Salinas Grandes. Éramos un pueblo esencialmente guerrero, estratégicamente belicoso, e infundíamos respeto y temor en nuestros vecinos. Nos sustentábamos en la ganadería, agricultura, caza y pesca; amen de ser hábiles hilanderos y delicados orfebres del oro, la plata y el estaño. Valorábamos el honor y la verdad, pero el respeto trascendente se ganaba con el valor, la destreza y la astucia en combate. Entre araucanos no había lugar para cobardes, prefiriendo, en cualquier caso, morir guerreando que ser humillados en la derrota. En esa escala de valores, los dones de mando se ganaban por mérito. Mucho antes de la llegada del cristiano, ensanchábamos y soportábamos las fronteras de nuestra extensa nación con un delicado balance entre fuerza y diplomacia. Los caciques comandaban nuestras numerosas tribus, ramillete de pueblos que poblaban las extensas pampas, estériles salinas ó fértiles valles peri cordilleranos. Los territorios araucanos, con helados inviernos, no se comparaban a las tibias, fértiles y extensas llanuras aledañas al mar dulce, donde concentró sus dominios el hombre blanco. Amigos de lo ajeno, fijaron sus ansias codiciosas en nuestro país. Enviaron como adelantados a sacerdotes que, adentrados a la patria mapuche, fundaron pequeñas misiones que toleramos con atenta desconfianza. Mi madre, Corza Veloz, me envió a una de ellas, siendo niño, alegando a mi desconfiado progenitor -el Cacique Painé Sayhueque – “que ningún daño me causaría entender la lengua, religión y costumbres de otro pueblo”. El machí de la tribu insistía que la relación del príncipe araucano con los huincás era "gualichú" y de mal agüero para las gentes del pehuén. El fraile Bertrán me tomó bajo su férula; y, en poco tiempo hablaba y escribía castellano con fluidez. A pesar de mis breves siete años de vida era un apasionado buceador de los misterios de la fe católica. Tan considerables progresos indujeron al religioso al trasmitirle la nueva -en una esquela- al Obispo de Buenos Aires; quien sugirió continúe mis estudios en la metrópoli. El tema fue ampliamente debatido entre los míos. Mi padre, feroz xenófobo, se oponía tenazmente, alegando que "demasiado feliz debía estar el sacerdote por no haber sido, todavía, degollado...". Madre, inflexible, astuta y persistente, le hizo tomar conciencia que el mejor argumento defensivo era conocer al enemigo "desde adentro". Un largo mes viajé desde mis tierras del Huechulaufquen hasta la gran aldea de los argentinos. Debí superar numerosos contrastes para adaptarme a su forma de vida. La vestimenta, ridículamente ajustada, me agobiaba, coartando mi libertad de movimientos; y dormir en plataformas separadas del suelo hasta se me ocurría peligroso. Largo e inconducente, sería detallar mi crisis de adaptación, y puse lo mejor de mí para no defraudar a madre. Estudiábamos historia, geografía, lenguas,
  • 102. 102 ciencias y teología, de todo lo que fui entusiasta partícipe. Los cristianos eran ampliamente ignorantes de la realidad física, humana, y de la rica historia de la Nación Araucana y sus extintos ancestros. Para ellos, quienes habitábamos al Sur de Bahía Blanca éramos, simplemente, "salvajes". En mi estadía inicial de interno en el convento me empapé de los complejos eventos de la extensísima historia del hombre blanco. Sorprendía la riqueza de su cultura, aparejada a su inhumana barbarie e incontrolable pulsión de apropiamiento y poder. La religión del Cristo me emocionaba profundamente, despertándome admiración su generosa existencia. Aprendí que los grandes de la historia terminaron casi todos vilipendiados, torturados ó asesinados. Uno de mis compañeros era Segundo Valdez, hijo de una acaudalada familia de hacendados, que evidenciaba una férrea inclinación por la carrera militar. Narraba, durante horas, sus viajes al viejo continente, en ciclópeas naves de guerra, armadas con poderosos cañones. Y una creciente angustia me embargaba, al tomar plena conciencia de cuan poderoso era el hombre blanco, y la debilidad comparativa de mi raza. Otro estudiante del internado era Fermín Álvarez, huérfano oriundo del Alto Perú, protegido por los religiosos, y cuyo sueño más apreciado era poder servir a Dios, Fue mi compinche de juegos y confidencias, y nuestra amistad hacia más llevadera la hostilidad del medio, a Fermín por su orfandad y a mi por mi etnia salvaje. Funcionábamos como parias y éramos objeto frecuente de bromas pesadas a cargo de nuestros compañeros, la gran mayoría de familias de abolengo. En una oportunidad Valdez ideó la parodia del fusilamiento del salvaje, luego de hacerme objeto de un juicio sumarísimo. Concluidas las clases regulares, hice conocer a Sayhueque la fecha en que aguardaría la escolta, en la Posta de Dolores. Me apeé del carruaje, cubierto del polvo del camino. Ocho conás me esperaban. En instantes me despojé de la vestidura "civilizada", de un salto trepé al caballo que me ofrecía uno de mis hermanos, y soltamos un sostenido galope por la inmensidad de la pampa, en holladas rastrilladas de las picadas meridionales trazadas por los arreos de nuestra sangrienta maloca. Revivía mi nostalgia por los lejanos toldos sureños oliendo el sudor de mi potro mezclado al fresco aroma de la gramilla arrancada por los cascos de las bestias. El poncho rezumaba el humo nocturno del fogón familiar, velando el asado de cordero, yeguarizo ó huanaco, entre bromas ó cuentos narrados por los viejos a la rosácea luz de las brasas. En estas leyendas se fundía el origen del universo, con zagas de diosas adúlteras y dioses vengativos; lanzazos arquetípicos que abrían profundos surcos en la tierra, donde brotaban ríos caudalosos, entre llantos interminables que colmaban lagos adormecidos a la vera de los eternos hielos cordilleranos. O, quizás, el rabioso golpeteo oceánico contra los acantilados del poniente, tras la glauca y majestuosa fibra pétrea del Ande. Plana y burlona, la esquiva distancia era devorada por mi briosa cabalgadura, entre el ramillete de aguzados colihues de los lanceros, retumbando el ahogado bombo de la llanura al rítmico son del sostenido galope. Sembrábamos estelas de polvo, e insondables ecos de nuestros desafiantes aullidos. Pampa interminable, ombú y fachinal, médano y lomadas alternando con lagunas, bañados y pardos cangrejales. Chajás y teros alertaban al desierto de nuestro curso indiferente. En un bajo topamos un grupo de suris y charabones; clavé los talones en los ijares del equino, arrancando veloz carrera. Desprendí las bolas del cinto y las
  • 103. 103 hice zumbar en cantarino remolineo; y elegí un macho joven, dejando de existir el entorno, borrado tras la persistente imagen del avestruz, huyendo desesperado entre ágiles gambetas, y abriendo sus vistosas alas para girar en seco, intentando burlar la muerte. Volaron, al fin, las piedras y cayó mi presa maneada. Quiso incorporarse, pero mi faca le seccionó el cuello, y bebí, presuroso, la tibia sangre. El corazón agonizante era una pulsátil arteria, latiendo al unísono con la esencia animada de mi patria araucana, extenso país que cantaba con el viento en las piñas de los pehuenes ó bramaba incoherente en los rumorosos rápidos del Limay. Transcurrían inconsistentes las jornadas, y nuestra marcha sólo se interrumpía para dar resuello, abrevar ó alimentar la caballada, rotando la monta entre los dos animales que usaba el guerrero mapuche en sus largas travesías. Vadeamos el Cololeuvú, crecido y rabioso, nadando de la brida, y junto a los hocicos emergentes, de nuestra aguerrida tropilla; en trabajosa flotación, y lento avance, hacia la ribera sur, que se nos ocurría lejana, inalcanzable.., El fuerte oleaje nos golpeaba con troncos y animales muertos. El majestuoso drenaje del Ande, feroz e indómito, se lanzaba hacia el este, marcando la linde de nuestra querida patria de las manzanas- Al fin hicimos tierra, helados y trémulos, cuerpos y vestidos teñidos con la roja greda arrastrada por las aguas. Lejos aún, el Auca Mahuida emergía entre las bardas, y los primeros cóndores saludaban nuestro arribo al país del pehuén. Las extensas mesetas bayas, coronadas por negros basaltos, trazaban planos interminables hacia la aún lejana cordillera. Nuestra ruta, ocasionalmente, cruzaban escuadras de guerreros, en ida ó retomo del maloqueo. Todos saludaban, con reverencia, al joven príncipe que tornaba a sus toldos. Los bosques de pinos y araucarias, poco después de los vados del Neuquén y Limay, al poniente de Cutral-Có, señalaban la llegada al valle habitado por mi pueblo, cerca de las eternas nieves del volcán Lanín. Caía el sol, dorando la cúspide del bosque, cuando arribamos a la toldería. Los perros, primero, y los niños después, saltaban eufóricos, acompañando la marcha de cada coná hasta su vivienda. Mi madre dejó caer un pesado leño, y corrió a estrujarme entre sus brazos. "Ha vuelto el pequeño", gritaba entre sollozos. Me atiborró a preguntas, sin darme tiempo siquiera a responderlas, encontrándome "flacucho y pálido", que atribuyó a mi presunta mala alimentación, pero "algo más alto", consecuencia indudable del tiempo transcurrido. Posteriormente padre me indagó respecto a los blancos. Cuando describí sus ejércitos y armamentos, quedó sumido en profundas cavilaciones. Frescas aún estaban las derrotas sufridas por la Dinastía Piedras (Callvucurá y Namuncurá) una década atrás. El cacique contemplaba inmóvil el jugueteo de las lenguas de fuego entre los leños, en la gélida quietud de la noche sureña; finalmente acotó: "Sólo esperarán el momento oportuno para invadirnos debemos, pues, organizarnos reflotando la confederación de tribus, y recabando apoyo de nuestros hermanos allende el Ande..." Poco después, en áspero consejo de caciques, se decidió, por enésima vez, la expulsión de todos los religiosos de las misiones asentadas en la nación araucana. Fue una decisión desafortunada, y la historia es testigo que los sacerdotes y obispos argentinos fueron los únicos amigos que tuvieron los mapuches entre los blancos.
  • 104. 104 En los albores de la madurez, me .surgió inquietud por escudriñar mi ancestro aborigen, conocer sus glorias y dolores, sus sueños, frustración y muerte. En la azul ribera del Huechulaufquen evoqué las narraciones de abuela Rosa Pura, hija del araucano Aurelio Sayhueque, jefe de conás rebeldes alzados contra la dominación blanca argentina Apoltronando en el suave cojín de musgo, a la sombra de los espesos arrayanes y las enhiestas araucarias, huelo la acritud de mi sudor mezclando a la grasa de los correajes de la mochila y las tenues fragancias de la hojarasca. Contemplo, ensimismado, las pausadas ondulaciones que recorren las truchas entre los rodados multicolores que tapizan el fondo del lago. Quebraba cristales el flujo del agua cantarína, mientras el zumbido del viento silbaba distantes letanías en las acículas de los pinares. Hay instantes en que nuestro espíritu se anima de magia y misterio, en extraña mezcla de despertar e inspiración En esos momentos comenzó, demente y rabiosas, a rebullir la sangre mapuche en mis venas. Una nueva e inexplicable conciencia se adueñó de mis actos, que así confluyeron a laberintos sin retorno con una existencia estigmatizada por la suerte fatal de mis arquetipos. .En consecuencia, jamás pude guerrear en el bando blanco de los triunfadores, fui siempre un indio rebelde derrotado y huidizo, aguerrido e indómito. Aquí, junto a este lago, abandonado por los glaciares, mi gente nació y murió, suyo fue el valor y la barbarie, mía su herencia mística, aullando al galope entre aguzados colihues, con la frente orlada con la vincha roja del guerrero, impelidos a matar, por no morir. Invadían, inflexibles, los recuerdos de abuela, última princesa de los hombres del Pehuén describiendo las tratativas tenaces de Fray Beltrán y Corza Veloz, ante el Cacique, promoviendo la continuidad de los estudios de Aurelio en Buenos Aires. El sacerdote empeñó su palabra que la estadía de! joven príncipe fuera de su territorio seria un secreto custodiado por la iglesia. Tras cuatro meses en la tierra de las manzanas retorné a la Capital Argentina. Tres años continuos de exigentes estudios me colmaban de congoja en la persistente evocación de las pampas abiertas que, cada día, parecían convocarme con el susurro de la brisa entre las glicinas, y secretos ecos de relinchos que invadían mis sueños en las tibias noches del Plata. Los padrecitos me llevaron a un largo viaje a través de la Amazonia. "Es importante que conozcas otros paisajes de nuestra extensa América", argüían. La breve travesía marina, entre Buenos Aires y San Salvador de Bahía, me colmó de sensaciones mágicas; hora tras hora. Me embriagaba la singular belleza del mar... Contemplaba extasiado la majestuosidad del oleaje, las piruetas de gaviotas, petreles y cormoranes y el incesante jugueteo de los delfines. Esta nueva realidad catalizó mis sueños de conocer el ancho mundo, apenas vislumbrado en las prolongadas lecturas a que me habían acostumbrado los religiosos. El lujuriante derrame vegetal de la selva me llenó de sorpresa y solaz, en el lento viaje en barcazas por el río de aguas bayas donde descubrí millares de especies de aves, de coloridos guacamayos a tímidos colibríes; y también, numerosos monos chillando bullangueros en las espesas copas de los gigantescos árboles. Conocí otras etnias aborígenes, la mayoría viviendo en estado de verdadero salvajismo, errando semidesnudos por la fronda, subsistiendo de la caza y la pesca e ignorando las mínimas nociones de agricultura y ganadería.
  • 105. 105 La misión que visitábamos, estaba enclavada a orillas de un río turbulento, próximo a las fuentes del Amazonas. Las tareas de evangelización se me ocurrían tan estériles como inoportunas. Los salvajes concurrían a misa atraídos por obsequios de golosinas y baratijas que brindaban los religiosos, se hincaban, dócilmente, toda vez que se lo indicaran, y, cual más, cual menos, seguían los incidentes del ritual como sincero esfuerzo para retribuir las ofrendas recibidas. Nada era perceptible en el plano de la identificación con la creencia en el Dios de los blancos. Entre señas y monosílabos me comunique con un joven de mi edad, quien me manifestó que creían en el espíritu como una esencia que colmaba los dones de la tierra, en los peces y el follaje, la timidez del gamo y la ferocidad del nahuel. En síntesis, la buena cacería sería evidencia de satisfacción de los supremos; y las circunstancias adversas sólo cólera de los Dioses, contra la que nada podía hacerse. Tal fatalismo anacrónico era inaceptable entre mis hermanos araucanos, que no titubean en morir esgrimiendo la lanza, antes que aceptar imposiciones arbitrarias, a nuestros juicios humillantes. Éramos una raza de valientes, temerarios que amábamos la compulsa; y, como todos los héroes, signados por la fatalidad- Todas las alternativas del viaje se grabaron en forma indeleble en mi memoria Bullían en mí deseos de un futuro que permitiera conocer mundo, nuevas culturas y tierras lejanas... Otros designios diferentes habrían de trazar las inextricables voluntades de Ios Dioses. A poco de retornar del Brasil, los sacerdotes manifestaron sus intenciones de integrarme a los servidores de la iglesia de Roma, todo se me ocurrió como un suceso demasiado bueno para ser cierto. Inesperadamente, un mensajero de mi padre informa que debía retornar, prestamente, con los míos, más ahora viajando desde Cuyo, pues la pampa era "tierra de nadie", con frecuentes actos de hostilidad entre indio y blanco. Realicé un penoso viaje en carruajes y carretas hasta Tunuyán, donde, ocultos en una misión, aguardaban dos bravos, mi exigua escolta, con seis potros. Faldeamos el pie de la cordillera, entre Malargüe y Buta Ranquil, concretando una penosa travesía invernal, con heladas ventiscas y espesos mantos de nieve dificultando la marcha. Mi cuerpo volvió a amalgamarse con los caballos, en sólida comunión de fuerza e ingenio, que nos caracterizó como los mejores jinetes de la historia. Los grandes bosques de pino y pehuén estaban cubiertos de hielo, y gigantescas estalactitas translúcidas daban un aspecto irreal a la gélida belleza del paisaje. La cacería se tornó escasa, sólo alguna descuidada perdiz, ó algún corzo enflaquecido fueron el magro y esporádico sustento que tuvimos por algunas semanas, tras agotar nuestras reservas de charki; El hambre nos desesperaba, tenaz, insistente... Tanto desamparo motivó que comiéramos crudos dos yeguarizos, por lo que, sin monta de refresco, y con una sola carguera, la marcha se tornó mortíferamente lenta. Los caballos fueron muriendo de hambre y frío. La travesía en la blanda nieve era un tormento, manos, pies, y rostro semícongelados por el viento que levantaba, enfurecido, espesas oleadas de nieve. Sólo nos motorizaba una críptica e inexplicable pulsión de vivir, cuando, agotadas las últimas reservas de energía, y más allá de la acción consciente e impelidos por la fiereza instintiva, arribamos a los toldos. La magia del fuego, y una hirviente sopa, bebida en escudilla de madera, fueron volviéndome a la vida. Padre hablaba, con su voz grave y pausada,
  • 106. 106 mientras la luz pulsátil de las llamas le brindaban un aspecto sobrenatural: Nuestras tribus, al Norte del Cololeuvú, han sucumbido a la invasión de los blancos. Estos lagos, los bosques y las bardas que separan los grandes ríos del Neuquén y el Limay, hasta su unión formando el Negro, son nuestras tierras. Aquí nacimos nosotros, nuestros padres y abuelos, y sus ancestros hasta donde alcanza la memoria y comienza el arbitrio de las leyendas. No pretendemos otro territorio, pero defenderemos el nuestro. Si el huincá ataca, pelearemos, con sangre y fuego defenderemos este suelo que Dios nos ha brindado, y al que nos unen sentimientos más profundos que el amor, el odio, ó la hueca e insensible ambición de algunos argentinos que solventan con su oro esta barbarie... Nuestros hermanos de Chile nos invitan para hacernos fuertes a su lado, tras el Ande. Yo no abandonaré estos bosques, soy corteza de pehuén, y entre ellos tornaré a ser parte de mi tierra La guerra es un hecho tan cierto como inevitable... El cacique clavó en mí su mirada inquisidora. - Padre -repuse- nada que no sepas podría decirte, pero muy despareja será nuestra lucha, si no tienes rifles... - Aquí entras tú, joven príncipe de los araucanos, conoces al blanco y su lengua, sabrás desempeñarle y pasar desapercibido entre ellos. Tenemos oro que lavamos en los placeres de Andakollo y Huitrín. Irás con una discreta escolta, contactarás mercaderes confiables y comprarás rifles modernos y municiones, en cantidad adecuada. El invierno impide el ingreso de soldados, lo que te da tiempo hasta la primavera para cumplir el mandato. Retornarás, entonces, por las nieves que te han traído. Los Dioses protejan vuestra marcha, nuestra supervivencia depende de tu éxito en la gestión... - Sea como tú dices -repuse con voz trémula, impelido a sobrevivir para colaborar en la defensa de mi pueblo-. Un día de descanso y abundante ingesta, parecieron demasiado exiguo, para cuanto deseaba contarle a mi madre. En mi conciencia iba gradualmente clarificando que mi futuro, como ministro de Cristo, habíase tornado oscuro e incierto. Con la suerte de nuestra parte, a comienzos de la primavera retorné a Huechulaufquen encabezando una caravana de carros colmados con flamantes Winchester y abundante munición. Me acompañaba el proveedor, un árabe dueño de una importante pulpería y canteras de mármol verde al norte de las Salinas Grandes. La estación de la tibieza enciende de belleza al país de las manzanas, tapizando de colores el bosque, y poblándolo de aromas salvajes. Los abundantes huertos de frutales, traídos hacía más de un siglo por ¡os sacerdotes, y que proliferaron en el alto valle mucho más exuberante que en su Europa original, lucían totalmente floridos; blancas y rosadas las lomas que cultivamos los mapuches con las directivas de los hombres de la iglesia. Los jóvenes entrenábamos el cuerpo en la cacería del corzo, y fogueábamos las cabalgaduras persiguiendo al huidizo y veloz huanaco. En las tolderías araucanas todo era bullicio y movimiento; la vida brotaba por doquier... Pero llegó la guerra... No había tiempo para iniciar nuevos guerreros con pruebas, rituales y festejos; y mi frente púber se vio cubierta por la ancha vincha roja de los hombres. Aún faltaba tiempo para que pudiera conocer una mujer, con quien beber las mieles del amor. Antes debía convivir con el oscuro y seco
  • 107. 107 espectro de la muerte que, en reluciente potro negro, comenzó a herir con cascos filosos nuestras fecundas tierras. Venia el cristiano, desde las planicies del noroeste, del mismo corazón del Carahué que fuera capital araucana en épocas de Callvucurá. Iríamos a recibirlos en los confines mismos del dominio mapuche. Nuestros bomberos seguían, paso a paso, la pesada marcha del Ejército Argentino. Los informes nos llenaban de zozobra y sorpresa, la columna traía más de veinte cañones, sacerdotes y cuarteleras acompañaban a la nutrida tropa, impecable en su flamante uniforme y moderno armamento. Los blancos, orientados por capangas baquianos sometidos enfilaban el vado del Cololeuvú en Paso de tas Bardas. Sayhueque diseñó la defensa para presentar combate antes que ingresen a nuestras tierras. Mimetízamos con arena una barricada de troncos y rocas, construida en la misma playa del Colorado. Allí se apostaron aquellos conás que mayor ductilidad mostraron en el manejo del rifle; junto a ellos trescientos arqueros tensaban sus armas, prestos a lanzar una lluvia de saetas sobre quien ose pisar la ribera meridional. Tras los médanos costeros, más de dos mil lanceros conformaban el más formidable ejército indoamericano, desde la derrota de Namuncurá, padre del infortunado Ceferino. No enviaban emisarios con banderas blancas y regalos para comprar nuestra confianza; era una poderosa máquina bélica, decidida a borrarnos de la faz de la tierra... El Coronel Mariano Echagüe comandaba la brigada que tenia por objeto “limpiar de salvajes los valles peri cordilleranos hasta el linde con Chubut. Estos pocos miles de nativos ya no constituían un peligro militar para las fronteras realmente ocupadas por el argentino, bastante al Norte del Cololeuvú, apenas diez leguas al sur de la histórica línea de fronteras Azul - Tapalquén - San Rafael -. El alto oficial era veterano de mil lides, desde la genocida guerra de la Triple Alianza hasta los feroces combates contra la dinastía Curá; sentía intensa desazón por el cruce del Colorado; la columna debía concentrar su atención en el dificultoso vado y sería punible a cualquier hostigamiento indígena. Mientras armaba, despaciosamente, un cigarro, transmitía su inquietud al joven Teniente Gómez Fuertes, graduado de la primera generación del Colegio Militar de la Nación, bisoño e inexperto en la sucia guerra de la frontera. Los soldados inflaron grandes vejigas de cuero, sobre las que amarraron, cuidadosamente, cañones y barriles de pólvora. Comenzaron el cruce... mientras el Coronel oteaba la orilla opuesta con sus prismáticos. La calma era "excesiva", no había patos ni otros animales frecuentes en la desierta ribera sur. Previendo alguna eventualidad engrosó la formación a un frente de doce hombres. Los soldados flotaban siguiendo el pausado nadar de sus baquianas cabalgaduras, los rifles sobre el cuello de los corceles. A pocos metros de ganar el objetivo y con el río lleno de cristianos inertes, numerosas detonaciones y una lluvia de flechas sembraron muerte y confusión en las filas del ejército. Los caballos se hundían, alcanzados por los proyectiles, o aterrados por los relinchos de las bestias heridas y los desesperados aullidos de los blancos, impotentes para defenderse en las aguas correntosas que los cubrían en profundidad. El reciente deshielo daba furia al imponente torrente patagónico. El araucano atizó, a flecha y plomo, la vanguardia nacional, lejos, inaudible desde el infinito de la segura orilla norte, el trompa tocaba retirada. Y cargaron los lanceros, a feroz galope. La más bizarra y aguerrida caballería de la historia de la humanidad, arribó al borde de las aguas, y los conás treparon al anca de los potros, y haciendo gala de
  • 108. 108 impecable equilibrio, irrumpieron sobre la desmantelada columna, cazando huincás a lanzazos. Echagüe asistía impotente a la inexorable matanza de sus hombres, sin poder siquiera disparar un sólo tiro, para no herir a sus fuerzas. Los restos de la columna, en total desbande, retornaban desesperados... Numerosos cadáveres derivaban río abajo, para hundirse al poco trecho. Pocos minutos duró la refriega, y el recuento evidenció seiscientos veintiocho muertos y más de mil heridos de la civilización. Formada quieta, frente al río, con los enhiestos pendones de las chuzas flotando al viento, la caballería araucana cubría, desafiante, medio kilómetro de ribera. Con las manos atadas a la espalda estaba arrodillado un prisionero con anchas charreteras de sargento. Echagüe bajó los prismáticos para espantar un tábano encarnizado en su rostro. "Lo tienen al Correntino Jiménez, hijos de mil puta..." murmuró ahogado por la rabia contenida. Pincén "el zorro" Sayhueque apretó el nudo del coligue. Lucía un rojo poncho federal, regalo personal del General Urquiza en aquella lejana juventud en que los mapuches eran llamados "hermanos" por el cristiano, que los usó de carne de cañón en todas las guerras civiles argentinas. ¿Hermanos? pensó el cacique- ¡hermanos para morir! El gran rey del país de las manzanas clavó los talones en los ijares de su caballo, que partió a raudo galope; lanceó al infortunado soldado, bajó de su monta, cortó la cabeza del blanco y la ofreció a su tropa... Luego, mirando hacia el norte, donde estaba el comando de la fuerza nacional, gritó:-"Vuelvan al Plata, huincás, aquí sólo tendrán muerte en nuestras manos..."- El Yáyayáaa de la indiada era sobrecogedor; y, en contados segundos y en total orden, como habían atacado, los conás se esfumaron, y sólo las rubias dunas costaneras acompañaban los restos macabros del desigual combate. Se sucedieron las embocadas, en perpetuo tormento a las fuerzas de la civilización, donde las caballerías de Sayhueque aterraban a las desmoralizadas tropas de Echagüe. En un respiro de la retirada al norte de Lihué Calel, el Coronel se confidenció con su joven subalterno, Gómez Fuertes. - Estoy pagando viejas culpas, que caen como brasas en mi dolida conciencia. Mire, mi teniente, soy un convencido que nada es gratuito-.. La luz rojiza del fuego remarcaba, tétricamente, las profundas arrugas del veterano luchador, y relumbraba en los ojos vidriosos por lejanas penas y eternos desencuentros. Con voz aguardentosa, prosiguió su relato . -Habíamos rendido y ajusticiado al Chacho Peñaloza. Cortamos su cabeza y durante dos semanas, como escarmiento la exhibimos en Olía (su pueblo natal). La montonera federal estaba en plena desbandada por la muerte del veterano caudillo. Sólo uno de sus laderos, Severo Chumbita -nativo de Aimogasta-, con un puñado de hombres, nos emboscaba y huía como relámpago en esos hirvientes arenales. Mi Jefe era el Mayor Pablo Irrazábal, del que era asistente siendo más joven que usted. Todo parece ahora una lejana e irreal pesadilla, un evento ocurrido en una dimensión ajena a mi persona… pero tenaz e inflexible se reitera en mis sueños... El Jefe me ordena que, con diez hombres, embosque -en el Bordo de Talacán- el hogar del tal Chumbita, para apresarlo en cuanto visite a su familia. Luego de diez días, de infructuoso espionaje, llegó Irrazábal con cien hombres, indagando:
  • 109. 109 - ¿Y... pasó algo? -Nadie ha venido, señor -respondí- sólo están la mujer y los siete hijos del rebelde... El mayor mitrista estaba verdaderamente exasperado. -Rodeen el rancho- bramó, furioso. Un vallado humano cercó la humilde tapera, y dos soldados trajeron a la joven mujer de Chumbita. Sus pequeños hijos -la mayor de ocho años miraban con sus grandes ojos despavoridos. Maniataron a la prisionera, colgándola de la horqueta de un robusto olivo, y el jefe la apremiaba, quemándola con la brasa de un cigarro. -¿Dónde está Severo, perra? -indagaba la fiera- decímelo y dejas de sufrir... La infeliz aullaba de dolor, pero sus labios estaban sellados para cualquier confidencia. Era casi de madrugada cuando la bajaron para violarla, hasta el hartazgo, todos los cuadros de la compañía, Fue, luego, encerrada, con sus hijos, en el rancho. El Jefe hizo tapiar puertas y ventanas, e indicó que trajeran mucha leña, que fue, prolijamente apilada sobre las paredes de la tapera de Chumbita. "Echagüe", ordenó mi mayor, "prenda el fuego...". "Pero, señor..." intenté resistir, "cállese y obedezca..." dijo el Jefe. Encendí la pira, y, en pocos minutos, las llamas alcanzaron varios metros de altura. Los gritos de esa pobre mujer y sus desventurados hijos, quemándose vivos, se mezclaron al crepitar del fuego de esa bárbara ofrenda demoníaca... Los aullidos araucanos nos llegaban, desafiantes y amenazadores. "¿Escuchas, teniente...? ...Son las voces de la familia Chumbita, y tantas otras que hemos exterminado sirviendo Dios sabe qué intereses... Porque los amigos de Mitre, ingleses, mi teniente, sólo ingleses... La voz del Coronel fue decayendo, y sólo los grillos y la cada vez más lejana gritería indígena despertaban ecos espectrales en los extensos medanales de la pampa y marcaban el ritmo de un país desmembrado. Por fin, sólo los quejidos de los heridos y los aislados gritos de los centinelas fueron bajando un telón silente al nuevo hito que se trazaba en la historia de nuestra América, con poco brillo y mucha sangre... Las columnas indo americanas siguieron emboscando -y haciendo estragos- a la brigada Nacional. Ora el ala de Curú Nahuel -tigre negro- vieja estirpe salinera con amplia experiencia en la frontera bajo el mando de los Curá; o los picunches de Sayhueque, cuyas raíces estaban en Mulú Mapú, el fértil país de la humedad al sur de Chile... El retomo del ejército huincá dejó una estela de muertos, abandonando pertrechos en una huida agónica hacia un norte lejano, a las inalcanzables riberas del Plata. Dos años llevó a la legislatura argentina tramitar nuevos fondos para solventar otra invasión a! lejano país de las manzanas. Estaba adentrada la última década del siglo XIX. Las tropas indias debían seguir en pie de guerra, para no bajar la guardia. Para ello asolaron el sur de Cuyo, La Pampa y Buenos Aires. Volvieron arreando más de cien mil cabezas de vacunos y yeguarizos, más un importante contingente de cautivos. Aurelio mantuvo ásperas discusiones con su padre en relación al trato que debía dársela a los cristianos, para los que solicitaba comprensión y deferencia. El Vicha Loncó estaba estupefacto. "Pero hijo", alegaba, "son esclavos, están en nuestras manos; ó acaso ignoras en que condiciones guarda el huincá nuestros conás cautivos; los que no mueren,
  • 110. 110 enfermos, terminan locos de horror; nosotros, apenas los azotamos un poco para que no duden de nuestra autoridad..." - Padre, violas a sus mujeres y quemas sus pies para que no huyan, tratas mejor tu tropilla que a estos infelices. - Lógico, Aurelio, mi vida depende de los caballos, y estos cristianos -como ellos se dicen- gustosos me enviarían a conversar con mis antepasados. - Si quieres ser algo más que el caudillo de una turba feroz, actúa como hombre, recuerda Sayhueque no hay justicia sin piedad. Lo cierto es que jamás cautivos de mapuches han tenido trato más humanizado que los custodiados por el rey de los pinares. Aurelio desarrolló imponente humanidad, era excepcional jinete y su cultura le dio beneficios en el campo de la política Con frecuencia cruzaba el Ande y reuníase con sus hermanos de Chiloé, para mantener “vivo el fuego de ¡a alianza”. Cambió armas y ganado por los servicios de mil lanceros para no dejar de asolar los campos allende la línea de fortines. Ni un sólo destacamento fronterizo salvó del degüello de las hordas que comandaba Aurelio ("el curita" entre sus hermanos pampas). El rojo poncho federal de Urquiza -cedido por su padre- era sinónimo de muerte y desolación en la dilatada llanura pampeana El ala oeste -cuyana- de la frontera era rastrillada por Curú Nahue! y Milla Leuvú -"Río de Oro"-, cuyos ranculches eran centauros feroces que combatían a matar ó morir. Estaba el ánima de Callvucurá en el filo de cada chuza en esta postrer vanguardia de una guerra con mucho heroísmo y pocas esperanzas. Yo contaba apenas seis años; estábamos en el viejo casco de nuestra estancia de Pergamino, a la tenue luz de las brasas, en una quieta noche, sólo sesgada por chistidos de las lechuzas y el apagado chillido de los murciélagos. Escuchaba, atento, su interminable relato, extasiado de miedo e indignación. "Yo soy Rosa Pura, hija de Aurelio y nieta de Painé Sayhueque; tu sangre es el cuarto de la mía, y eres indio por derecho, último varón de nuestra estirpe. Tu vida estará por siempre signada por el fuego arrogante de tus antepasados, quienes jamás retrocedieron y murieron dando combate. Me parece verlos, hombres y caballada, una sola cosa, galopando en la suelta arena de los médanos, vadeando fragorosos ríos del deshielo, al compás de los inexorables tambores de los cambios que llegaban, donde era imposible la coexistencia de los dos mundos. El nuestro, de honor y valentía, el huincá, prometiendo paz y amor, bajo el signo de la cruz, pero degollando a pura espada a los rendidos. Quiero que sepas, mi pichi, que los araucanos jamás torturamos al soldado vencido... La Nación envió un nuevo ejército al sur; cinco mil hombres, y abundantes pertrecho era la fuerza aniquiladora ante la que no podríamos oponer combate frontal. A galope tendido crucé a Chile, buscando el auxilio de nuestros aliados; pero éstos estaban empeñados en feroz combate con los santiaguinos, y cada coná se multiplicaba por diez, para no cederle tierras al huincá. Abandonada, raudamente, el desierto, enfilando el testuz de mi bestia hacia el globoso morro del Auca Mahuida Retumbaban en mi conciencia las palabras del Pichí Laufquen, nieto de Carriel, custodio de las fronteras nororientales: "Mi gente
  • 111. 111 está cansada de luchas y muertes, Aurelio, la Nación me ha ofrecido una paz ventajosa, muchas tierras con buenos pastos en el país del Pehuén; todo ha terminado para nosotros. Dile a tu padre que mantendremos una conducta neutral...". Harto conocía la vocación guerrera de nuestra gente, para conformarme su respuesta. "Muy torcida es tu lengua, salinero, como desviadas son tus intenciones" -repuse- "sabes que nuestro es el país del Pehuén, y para tenerlo cosecharás muerte, y serás, al fin, un cobarde más, traidor a tu gente..." "Creerle al blanco será tu ruina; los hermanos de Chiloé nos apoyan, si no estás con nosotros, tu ruca será la costa del Atlántico." El catrielino sonrió, suficiente, y concluyó: "grandes son los problemas de nuestros parientes de Chile, como para preocuparse por el futuro del Pehuén; sueñas en voz alta, Aurelio, negocia cuando aún sea tiempo, estás llevando a tu gente a la muerte segura" "Moriré como hombre antes que vivir como rata" le grité descontrolado, la vista nublada por la rabia. Me encaramé de un salto en el tordillo, y el grito de guerra brotó de mi garganta, vibrando desde cada poro .de mi piel "Yáyayáaa..." respondían los fachinales de la costa del Cololeuvú, mientras aferré la tacuara de mi chuza. De la quietud arrancó mi dócil servidor en veloz carrera hacia el oeste, como sí enfilara a nuestro reducto en Paso de las Bardas. A menos de una hora de marcha me detuve, y trepé, a rastra sigilosa, un alto médano, para observar mi retaguardia. Si, me seguían, cuatro conás avanzaban al trote largo tras mis huellas. Sólo había dos alternativas, ó querían matarme fuera de los toldos salineros -para que su gente no sea testigo de la infamia-, ó querían ubicar nuestro lar, para congraciarse con la Nación. Decidí que mi vida valía mucho menos que la segunda alternativa. Baje lentamente la falda arenosa, y en un filo alto, bien visible a mis seguidores, esperé paciente. Revisé la carga del bien aceitado "Smith y Wesson", y, acariciando sus cachas nacaradas con mis manos evoqué la historia de mí arma. Habíamos maloqueado estancias puntanas, y arrasando el Fortín de El Morro; yo cerraba la marcha del arreo, cuando advertí que, lejano, a mis espaldas, un uniformado nos seguía. Lo esperé sólo, como corresponde a los hombres bien nacidos; y en su proximidad advertí debía tener más o menos mi edad. Las estrellas de plata de su grado brillaban en la creciente penumbra del ocaso. Se detuvo a unos veinte metros de donde yo aguardaba, parado en el anca del caballo y apoyado indiferente en mi lanza. - Indio -gritó- han matado a toda mi familia y quiero venganza. A más de una legua, la polvareda del malón señalaba el sur de la rastrillada... - Huincá -repuse- nada te devolverá más muerte, pero aquí estoy. Empuñó el sable con lentitud amorosa, como si acariciara alguna mística diosa de la muerte. Alcé las bolas aferrando el tiento oblicuamente a la vertical, y las hice silbar amenazantes- Los caballos, criollos de baquía, arremetiéndose raudos. Erré el bolazo, y el sable pasó lamiendo mi parieta! derecho. En la segunda arremetida, boleadoras y acero eran un inservible amasijo, inutilizados por la fuerza del impacto que quebró la hoja y seccionó tientos. Salté a tierra, esgrimiendo el facón, mientras aullaba yáyayáaa... Mi caballo trotó unos pocos metros, y se detuvo a contemplar la suerte de su amo. El blanco saltó de su zaino malacara, envolvió su brazo izquierdo con el poncho y desenvainó su puñal. Girábamos en silencio, como fieras rabiosas, contemplándonos con
  • 112. 112 violencia reprimida. El corazón quería reventarme el pecho, y me costaba contener la agitación, para poder respirar, con la pausa justa, que regulara mis reflejos. Varias veces chocaron nuestros aceros, mezclándose los resuellos, no hubo gritos ni insultos; éramos dos caballeros apostando sus vidas, en el tapete del destino. En una topada hincó profundo mi hombro izquierdo, y una lengua de fuego me inmovilizó el brazo. Se agrandó y menospreció el rival. Imprudente, descuidó su guardia, y arremetió a fondo, para encontrar mi cuchillo escarbando sus tripas. Cayó de rodillas, mirándome incrédulo... -¡A la puta! -musitó calmo- me estoy muriendo... -Que Jesús te guarde- dije degoyándolo para poner fin a su dolor. El cielo era bermellón veteado en ocre, en un ocaso estival donde las chicharras ensordecían con su despedida al día de polvo y fuego de las estériles salinas. Como trofeo de guerra me apoderé de su revólver y cartuchera Entonces advertí a Curú Nahuel que, junto a diez bravos, había contemplado la lid desde la cúspide de un médano. Agité mi cabeza para ahuyentar los recuerdos, y clavé la vista en los conás de Pichí Laufquén ("cobarde, nieto de valientes", pensé). Los catrielinos separaron sus rumbos unos tres metros entre sí, para formar un abanico, y venían al paso a cobrar su -en apariencia- fácil cometido. Apenas veinte metros nos separaban, y hundí los talones en los ijares de mi caballo de guerra, que arremetió hacia el enemigo. Esgrimí el revólver plateado, y, con tres tiros, bajé otros tantos guerreros. El cuarto se espantó, y quiso huir, pero mi envión cuesta abajo fue más veloz que la premura de su escape. Mi chuza se hundió entre los omóplatos y salió, enrojecida, por e! pecho. Con rabia lanceé al salinero hasta cansarme, y retorné a sacrificar a los agonizantes. Reuní sus caballos por botín y enfilé hacia mi ruca de! pehuén, cuidando en borrar las huellas, durante buen trecho de mi marcha, para prevenir indiscreciones. Era noche cerrada, cuando comencé el faldeo del Auca Mahuida, con laderas arenosas plagadas de alacranes. Los cuatro potros de refuerzo me permitían viajar con rapidez hacia el territorio de los lagos, para llevar mis novedades, demasiado malas como para demorarlas. Nuestra frontera del este estaba abierta al paso de la Nación, comprándose con traición y cobardía cuanto no se pudo doblegar en combate. Nuestro país decrecía un tercio y la caballería perdía mil lanceros. ¡Qué traidores y serviles pueden ser los hombres, buscando la tibia luz del sol!!... ¿Ignoraban que los pensamientos profundos y consistentes se presienten desde las tinieblas? Dios no está en las mesas plagadas de manjares, sino en los helados cañadones donde se cobijan los pobres. Todo nuestro pueblo vivía para la guerra. Las tareas de los lanceros las hacían las chinas y los niños. Investíamos guerreros de sólo doce años para reemplazar a nuestros muertos, tantas veces abandonados en el blanco desierto de salitre, para alimento de cuervos y caranchos. Hoy, la última confederación araucana se debilitaba exangüe en agónico final. Más, luego de un milenio de vida digna, nuestra estirpe no caería indiferente, relegada a estos helados valles del pino y la araucaria. Trescientos años luchamos contra el blanco invasor, y como cuña metida en la pampa, fijamos nuestras fronteras hasta el río Cuarto. Desde las Salinas Grandes, Capital de los Curá, dominamos todo el centro del cono sur de América.
  • 113. 113 Las cerradas sombras del bosque, densas e hieráticas, nublaban mi visión, imposibilitando la marcha. Maneé, entonces, las bestias, y dormí medía noche sobre el lomo del tordillo. Jamás me había parecido más triste la toldería de mi ruca. Mi agobiado corazón guardaba la certeza que pronto debíamos abandonarlo todo. Las formas y colores que referenciaban mi vida, los negros peñones, las lenguas de hielo y las gigantescas araucarias del bosque colmado de misterio y murmullos. Mi niñez, ahumando panales ó siguiendo incansable las huellas de algún venado inaccesible. Dejar la tierra era abandonar los túmulos de la tumba del ancestro, toda esa misteriosa confluencia de remotos pasados hacia futuros inexpugnables. Mi padre escuchó mi relato con atenta gravedad. Contemplé las cenizas de sus cabellos, aflorando, como verdad inapelable, que el envejecimiento del cacique de la confederación me promovería a difíciles cometidos al corto plazo. Sayhueque envió chasques a los confines de los dominios, y patrullas de bomberos para tantear las novedades en las tierras enemigas. Convocó al consejo de capitanejos y se evaluaron las posibilidades, decidiéndose trasladar nuestros toldos al país de los alerces, en algún lugar oculto entre Puelo y Futalaufquén para resguardar las familias de las garras enemigas... Los conás en su totalidad saldrían al maloqueo, para hostigamiento e inestabilidad de las fronteras al Norte del Colorado. Así cortaríamos la conexión entre la Nación y nuestros hermanos proclives a torcidas negociaciones. Sorprendimos, así, un arreo de treinta mil cabezas que enviaba el ejército a los "catrieleros". La suerte y la sorpresa jugaron a nuestro favor; de los doscientos soldados de la escolta no quedaron sobrevivientes para contarlo. Los frecuentes ataques de nuestros dos mil lanceros sembraron terror y muerte, y en su devastación nos suplieron de alimentos para dos años. Muchos italianos, recientemente asentados en la pampa como inmigrantes, cayeron en la volteada, y huían, despavoridos ante cualquier polvareda cargando solo minúsculos boyitos para correr veloces y no caer en nuestras manos. En Tapalquén hicimos un cautivo con cabellos dorados y ojos azules, los guerreros lo estaquearon para divertirse y el hombrón: lloraba a gritos, berreando como una criatura: "Piachere”, aullaba, “piachere..,". Me le acerqué y lo miré a los ojos: -¿Qué haces en nuestras tierras, infeliz? -Ma, ío non sapo... Curú, enardecido, me murmura al oído: - "Te trata de sapo el pelotudo". .- No, no es así, lo tranquilicé. - Reza el padrenuestro y le vas, le dije, hundiendo apenas la chuza en su pierna. -lo non sapo, lo sono annarco, non voglio de dío. Curú le pateó los huevos: -"Seguí con el sapo, hijo de puta...” -Si no crees en Dios, ¿en quién lo haces? le pregunté estupefacto y confuso con esta nueva religión sin Dioses.
  • 114. 114 -lo credo en I 'huomo, repuso, mirándome suplicante. Le hice desatar y entregar una yegua vieja. -“Ándate”, le dije, “sos libre”... Miró, sorprendido, el animal, y repuso. -lo non sapo... -“Sigue con el sapo, terco el infeliz”, dijo el tigre negro, mirándome con mal simulada ferocidad. -Bueno, ándate a pie entonces, antes que me arrepienta... Los mapuches se abrieron dándole paso. No faltó quien de despedida le diera un patadón en sus mullidas nalgas. Miré a mis hermanos de tantas luchas, y reflexioné en voz alta: -Con esta porquería nos quiere reemplazar el huincá argentino. -Pero, si no sirve para nada, es blando y llorón ¿qué puede hacer un hombre si no sabe cabalgar? acotó un bravo. - Tienes toda la razón, pero son sumisos, obedientes, fáciles de gobernar, obedecerán todo sin preguntar porqué. A los pocos días, cuando rastrillábamos un arreo, descubrimos el cadáver del gringo, en un bajo entre el medanal. Se había perdido y muerto de hambre y sed, la pampa era dura e inflexible. Una extraña piedad me embargó, y lo hice sepultar. Sobre la tumba puse una cruz. "Ahora tenés Dios, sapo..." pensaba al pausado paso de mi tordillo hacia el lejano sur de mi destino. Fueron de tal virulencia nuestros malones que la Nación sobrevaluaba nuestras reservas de guerreros y entorpecía la maraña burocrática de quienes apostaban a nuestro exterminio. Los chasquis de Chile traían noticias desalentadoras, nuestros hermanos eran, literalmente, aplastados por el ejército, y se estaba negociando una capitulación honrosa. Nuestra etnia, tras el Ande, estaba diezmada, ta! como había sucedido con nosotros diez años antes. Sólo dos columnas, la de Curú Nahuel con mil doscientos lanceros y la mía, de ochocientos eran la última fuerza coherente de nuestro pueblo. Arribó un mensajero del país de los alerces, mi padre requería mi urgente presencia en sus toldos. Partí con diez lanceros y veinte caballos para recorrer las casi doscientas leguas que me separaban del nuevo hogar mapuche. Acostumbrando a los espesos bosques de Lanín, no debía sorprenderme la porfía vegetal; pero los milenarios alerces del Chubut desafiaban, ciertamente, la imaginación. Sus troncos de casi tres metros de diámetro, por un centenar de altura, más un soto monte de tacuaras, musgos y helechos, tapizados por una hojarasca de espesor cercano al medio metro; brindaban en conjunto una imagen de irrealidad. La mayor parte del tiempo que atravesamos el país de los lagos de siete colores (del verde esmeralda al gris plomo) transcurría bajo una lluvia torrencial, y, lo áspero del terreno, el barro y la picada formando verdaderos arroyuelos, obligaban a marchar a pie, llevando la caballada por las bridas. ¡Qué país más confuso el nuestro!, entre desiertos salinos a vergeles tan exuberantes como la Amazonia que conocí de niño. El clima hacía de la suyas, y nuestras viviendas ya no eran toldos sino paredes de piedra pircadas,
  • 115. 115 tomadas con argamasa, y techos de paja y barro sobre gruesos horcones y vigas. Padre salió a recibirme, sus cabellos eran blancos de nieve, y estaba empequeñecido de su colosal estatura, encorvado por la vejez y el dolor. Nos fundimos en fuerte abrazo. "Te hice venir", dijo Sayhueque, “porque tu madre se muere y quiere verte...”. La gelidez invernal, del Ande meridional, quebraron la salud de la seca y fuerte mujercita, transformada en un saquito de huesos que acariciaba mi rostro. "Aurelio, mi pichi... "-musitaba con voz entrecortada - "ya eres hombre, no quería partir, sin decirte cuanto te quiero...". -"Calla, madre”, repuse, “te agitas por demás”. Corza Veloz sonrió, apacible, una inmensa calma colmaba sus facciones, más allá de la agonía de la muerte que invadía su ser con rapidez. -"Hubiese querido descansar entre nuestros pehuenes de Huechulaufquén. Con sus primaveras tibias y floridas, no en estos duros hielos que me quemaron los pulmones… pero, estaba escrito que no conocería a mis nietos...toma, Aurelio, -dijo colocando una gruesa cadena de plata con un crucifico en mi mano- “dásela a la que sea tu esposa, y prométeme que harás a tus hijos cristianos, como tú...” Quise replicarle que estaban masacrando nuestra raza en el nombre de Cristo, pero me acalló con firme dulzura, apoyando su dedo en mis labios. -"Debes irte, ahora tengo que descansar...". El fuego que animaba su cuerpo partió en la noche, mientras madre dormía. Se alejó en paz y silencio, trotando hacia sus amadas araucarias del Neuquén, en el país de las manzanas que la vio nacer princesa araucana, bella y altiva, dulce y piadosa. Era, por sobre todo, un guerrero duro y despiadado, más, cuanto atesoro de respetuoso por el inútil dolor ajeno, es herencia de madre. No elegí la guerra, menos pertenecer al bando más débil, pero debía ser consecuente con mi responsabilidad de heredero del reino, del último araucano libre, peleando contra el dominio blanco. -"Aurelio, debes casarte"-dijo Sayhueque- es menester que tengas hijos que continúen nuestra estirpe”. -"Padre, repuse, para ello precisaría con quien...". - Curú me manifestó lo gratificaría desposes a su hija menor, siente gran afecto por ti, y ha sido, durante estos difíciles años, nuestro mejor aliado, peleando codo a codo con sus lanceros, guardando nuestra extensa frontera...". No me dejó opción, pues, a pesar de no conocer a mi futura cónyuge, las conveniencias políticas forzaban mi unión con Callvuhué -Lugar Azul- y debí acceder, sin más trámite, a este enlace, por las ineludibles ventajas que le ofrecía a mi padre. Sepultamos a Corza Veloz donde el Lago Verde da sus aguas al Río Arrayanes, que a Sayhueque le sugería la generosidad con que simbolizó la vida su compañera. Los mapuches siempre referenciábamos nuestra caracterología a fenómenos de la naturaleza que nos rodeaba. Un día acompañé su sepulcro mientras le narraba las circunstancias vividas en los últimos cuatro años que transcurrieron sin vernos. Evoqué sus sueños de verme siguiendo la causa de Cristo, y la paradoja del destino que me forzó a la servidumbre de los demonios de la muerte, abriéndome paso entre mi conás, a sangre y fuego, en feroz maloca por nuestra frontera de sal y arena. Entre quienes concurrieron, a presentarme sus condolencias, conocí a Callvuhué, mi futura esposa. Era una joven
  • 116. 116 agraciada con grandes ojos, mirada expresiva y contrariando las costumbres de mi pueblo, sostuvo, impasible, mi mirada, sonriendo abiertamente. Cargaba cansinamente, mi pesada mochila, bajando sin prisa la ruta que une Futalaufquén con Esquel, en el país de los alerces. Terminaban mis tres meses de recorridas por las riberas de los lagos de siete colores, viviendo de la pesca de “arco iris” que permutaba por comestibles con los acampantes. De pronto se detiene una "Ford" blanca y me hace señas. Un pelirrojo, cubierto de pecas (galés, sin duda) de más ó menos mi edad, me ofrece: -"¿Te llevo?". -"No, gracias "-repuse-"estoy muy sucio” -"Déjate de joder-agregó- yo vengo de esquilar y no me aguanto el tufo..." Accedí, finalmente, acomodando la mochila en la caja y entrando a la cabina - Melchor Hughes, se presentó con franca sonrisa. Me identifiqué, estrechando su diestra. -Estudio veterinaria en La Plata, somos ovejeros. -Yo geología en Buenos Aires. --¿Adónde le diriges? –indagó -No lo sé, repuse; -Algo tendrás pensado- agregó inquisidor. -Sí, respondí vagamente, estoy buscando los restos de mis bisabuelos. -¿Quiénes eran? -Sayhueque, aclaré. - Puedo ayudarte más de lo que supones, pero deberás aceptar compartir nuestra casa. Farfullé un esbozo de protesta, que acalló, tajante. -Necesitas un buen baño, buena cama y, ¿por qué no? una mesa bien servida, los galeses somos gente divertida. Los Hughes tenían siete hijos, y eran, en los albores del '70 una familia expansiva y muy hospitalaria. Las dos hijas mayores ya eran casadas y vivían en Esquel con sus familias, tres estaban rindiendo exámenes en sus facultades, y en el hogar quedaban sólo Melchor y su hermanita menor, de quince años, que, a pesar de un leve mogolismo, promediaba el secundario con excelente rendimiento. Se llamaba Clarisse, y, luego de cenar opíparamente, mientras degustábamos sabrosas tortas galesas, con bien ganada fama, ella tocaba el piano y yo pretendía disimular mi escasa afinación, cantando: " Manuelita vivía en Pehuajó" con fuerte voz de barítono. Compartí la habitación con Melchor, y, una vez acostados, mientras pasábamos la petaca de ginebra de mano en mano, le pedí: -Háblame de Sayhueque.
  • 117. 117 -El último vive en La Carlota, cerca de Tecka, camino a General Sarmiento. Tiene varios hijos, pero creo que todos emigraron, no sé donde, tal vez Comodoro, quizás Bahía Blanca. ¿Quién sabe? Me indicó cómo llegar, y nos dormimos hablando de cosas de nuestra edad, estudio, minas... Por la mañana, antes de partir la señora Hughes me entregó un paraguas y un papelito, donde, con letra redondita, escribió "Gastón" junto con un número telefónico...Por favor, llévale a mi hijo, es que llueve tanto en Buenos Aires, no sea cosa que se enfríe...". El mandado recorrió medio país e infinidad de transportes, hasta que, un día ventoso de abril, me cité con Gastón en un barcito bohemio de la Avenida Corrientes. - "Madre hay una sola..." comentó acariciando el mango de caña del paraguas. Un camioncito destartalado accedió llevarme a Tecka, a orillas del Río homónimo. Mientras deglutía una cremosa torta de chocolate, cortesía galesa, contemplaba a unos niños pescar salmones con cucharita, arrastrando la tansa con latas vacías de duraznos. El método era singular, tiraban el cebo a mitad del cauce y corrían río arriba por la orilla. Un gurrumino de unos seis años me ofreció. - ¿Quiere pescado, señó...? Pactado el precio, envolví dos hermosos ejemplares, para presentarme a Sayhueque con algo en las manos. La huella que lleva a La Carlota recorre dos leguas, subiendo y bajando bardas, cruzando fértiles vallecitos. Casi veinte bullangueros perritos pastores me salieron al encuentro, y un gigante de casi un metro noventa hizo callar a los chocos, y me autorizó con cierta reticencia a ingresar al predio. Le entregué los salmones, comentándole la razón de mi visita. -Soy Pastor Sayhueque- se presentó, tendiéndome la mano, vino usted al lugar adecuado para aclarar sus dudas, - Deje el bulto -dijo refiriéndose a la mochila- y acompáñeme. Ingresamos a un corral cercado de maderos. Con tenue suavidad, acarició un gordo cordero; y, con imperceptible deferencia, seccionó su aorta con una filosa faca. -No hay que hacerlos correr -aclaró- porque se ponen duros. Mientras cuereaba el animalito, indagó. -¿Cómo se llama nuestro pariente común? -Rosa Pura Saihueque, mi abuela, hija de Aurelio, nieta de Painé. El conocía, mucho más que yo, las ramas de nuestra parentela mapuche, y, paciente, me fue explicando la historia de cada uno de los compartimientos, mientras encendía el fuego, y, lentamente se iban dorando los costillares al calor de las brasas. Su señora, alta, robusta y conversadora me contaba que sus cinco hijos -tres mujeres- estaban todos casados.
  • 118. 118 -"A ver, tengo.(mientras contaba con los dedos) dieciséis nietos, el menor de días. Los chicos trabajaban en Comodoro – en petróleo y en la construcción-, una de las nenas tiene el marido que gana bien, y las otras dos son operarías en fábricas. El rojo titilante de las brasas alumbraba la prolongada sobremesa de nuestra opípara cena. Pastor armó, prolijo, nuestros lazos familiares, definiendo cómo mi abuela era prima hermana de su padre. Su casa era de robustos muros de pircas, techada con chapas que, junto con una radio a dos bandas, eran el único tributo a! modernismo. Era puestero de una gran propiedad de Menéndez Behety. Suponiendo las respuestas, indagué los orígenes de la propiedad. Manifestó que cuanto rodeaba la estancia, y las colindantes, era una pequeña porción del dominio de mis bisabuelos. Millones de hectáreas despojadas en las primeras décadas de este siglo. Los araucanos "dóciles", como los padres de Pastor fueron conchabados por los nuevos propietarios. Los levantiscos fueron aniquilados sin misericordia por los ejércitos nacionales, Me dormí, arrebujado en mi bolsa de plumón, mientras e! fuerte viento aullaba en las bardas, burlón y despiadado. Galopaba, incesante, hacia el lejano norte de la frontera de nuestra patria moribunda Debía encontrarme en Buta Ranquil con las fuerzas de Curú Nahuel, quien estaba presto a cruzar un importante arreo a Chile. Llegué, cerrada la noche, y, envuelto en mi poncho me tiré en la grama. Mi tordillo y su tropa, abrevaban, pausados, las gélidas aguas del Cololeuvú. Aún no despuntaba el alba, cuando me despertó el olor a humo de la hoguera. Abrí los ojos y descubrí a mi futuro suegro cebando mate con una pava ennegrecida por el tizne. Me dirigí a la ribera, enjuagué mi rostro y me senté a matear con el cacique... Me preguntó del viaje, la familia, la tribu...Lo interioricé de todas las nuevas, hasta que, al abordar el tema de las nupcias lo indagué sobre la dote. Luego de muchos cabildeos convenimos le cedería mi tordillo y su tropa de un pelo, más el pecto de plata de mi madre, que las leyendas atribuían que había sido propiedad de Caupolicán. Fijamos, como fecha tentativa para el evento, hacia comienzos de noviembre, vale decir en medio año. Convenimos en que yo pasaría la hacienda a Chile, mientras él regresaba a las salinas. El cruce del Ande, áspero y helado, no deparó mayores dificultades a nuestros baquianos guerreros. El volcán Caviahue, con laderas cubiertas de araucaria, abundaba pasturas para el arreo. Bañarnos en sus lagunas termales, en pleno invierno, nos daba un último aliento antes de los largos y penosos días de lento avance por riesgosas faldas cubiertas de nieve. Al pie occidental de la Cordillera nos esperaban quinientos conás con una delegación del ejército chileno, que quería parlamentar con nosotros. Me ofrecí a escucharlos, destacándoles que carecía de poder decisorio, que estaba concentrado en el Consejo de Caciques, presidido por Painé. Comenzarnos las discusiones, mientras una tambera se doraba en las brasas. Los chilenos, habiendo obtenido un satisfactorio tratado de paz con nuestros hermanos, tenían la intención de ofrecernos sus ejércitos, tres mil, entre soldados y conás, para ayudarnos a resistir la poderosa embestida argentina, en incipiente gestación. Las tierras serían custodiadas por ejércitos conjuntos, bajo bandera chilena. Esta condición me produjo severo desagrado, yo soñaba con la gran nación araucana, en buenas relaciones con argentinos y chilenos. De todas formas, prometí trasladar su inquietud a mi gente, y enviar respuesta a la brevedad.
  • 119. 119 Uzandivaras, e! Coronel chileno, me insistía, recriminándome: - Aurelio, sos un hombre instruido, déjate de joder hermano, no debes resistir el progreso, nuestra alianza respetará vuestras costumbres, garantizará la seguridad de tu gente en igualdad de derechos con los criollos chilenos. Los argentinos jamás te harán ofertas semejantes. Sólo promesas vacías, que nunca cumplirán. La Nación mapuche, como tal, está muerta, fue sólo un delirio de los Piedras, Namuncurá y tu padre. Debes retornar a la realidad y entablar alianzas que garanticen la paz en la región- Vuestra debilidad actual sólo servirá para sembrar la avaricia de aventureros argentinos. Que movilizarán ejércitos para robarte tus dominios. Cede un poco, antes de perderlo todo. -Olvidas, Coronel, que el imperio de Callvucurá y los piedras, se cimentó sobre la sangre de mis hermanos asesinados artera y cobardemente en el Médano de Masallé. Y que, ese crimen para despojarnos de nuestras tierras fue obra de conás chilenos, apoyados por vosotros. En realidad y no puedes negarlo vuestro sueño no es la paz con los araucanos, sino las grandes riquezas de nuestra Patagonia Chilenos y argentinos pretenden usarnos a un sólo fin y postrer objetivo: apropiarse de nuestra Nación. Retornando a mí tierra, atribulado por tantas presiones, sin aparente solución, concluí que a pesar de la razonabilidad de la propuesta transandina, seríamos igualmente deglutidos por la voracidad de los cristianos; variarían las formas, pero jamás el desenlace. Malos vientos soplaban en mi país de las manzanas, la columna de lanceros de Curú Nahuel había sufrido una severa derrota a manos del entonces Teniente Coronel Segundo Valdez, viejo conocido mío del internado porteño. Nuestra fuerza se había debilitado, forzosamente, con el viaje a Chile del imponente arreo. Perdimos cerca de cuatrocientos guerreros, y doscientos conás estaban heridos, algunos de gravedad. Hicimos marchar en vanguardia los heridos portando las provisiones traídas de occidente (azúcar, arroz, fideos, yerba, y harina, truecadas por los vacunos), y nos demoramos, haciendo tiempo para enfrentar al huincá. Así daríamos más posibilidad de supervivencia a las bajas, y que las provisiones lleguen al Futalaufquén, a nuestras familias. Adelantamos chasquis para poner en conocimiento de Sayhueque cuanto ocurría en la conflagración. Desde una alta barda de basalto, en los Chihuidos de la Sierra Negra, bombeaba sobre las ancas de mi tordillo, a escasos quinientos metros de la columna nacional, flameando mi poncho rojo al viento neuquino. Enfurecidos disparaban sus rifles plomos que caían por doquier. Finalmente, la columna se detuvo; y Valdez me contemplaba con sus prismáticos. -"Es Aurelio en persona, -dijo a su lugarteniente- la suerte nos es favorable...”. Ató un trapo blanco al cañón de su rifle, y galopó hacia mí, solo, muy seguro de sí mismo. Detuvo su flete en seco, al estilo pampa, a escasos diez pasos de distancia. -Salud, Aurelio, mucho tiempo pasó. -Salve. Valdez no puedo darte bienvenidas. -No quiero que mueras, amigo, te ofrezco una rendición con todos los honores y garantías para tu familia. -Te esperaba para ofrecerte una retirada decorosa, ningún soldado saldrá lastimado, en tanto abandonen nuestras tierras en menos de siete días.
  • 120. 120 -No estás en condiciones de imponer condiciones, y mucho menos, provocarme, indio, éste es tu fin... -Que así sea, le contesté, sonriendo. Dio media vuelta, y retorno con su tropa, yo hice otro tanto, pues, tras el médano, las mejores quinientas lanzas de la Nación araucaria, esperaban mis órdenes. Partimos al galope hacia el norte, bordeando la fuerza cristiana fuera de su visión, hasta colocarnos a su grupa. Escasa distancia me separaba de mi amigo Aurelio, y lo veía inmóvil, parlamentando con Valdez. Evoqué, cuando niños en el internado, ambos soñábamos con ser sacerdotes. Mi sueño se cumplió, en parte, pues era capellán del ejército, comisionado en esta bárbara guerra contra quien fue mi amigo. El hermano araucano había ganado fama de feroz sanguinario, en versiones cuya veracidad siempre puse en duda. Muchos trascendidos eran pura cháchara, para justificar esta sangrienta invasión al Neuquén. Tuve oportunidad de conversar con una cautiva, luego liberada, de Sayhueque, y sólo alabanzas ofrecía de los "salvajes" dejando bien sentado que, ni ella ni su bebé habían sufrido agravios de ninguna índole. Empero, la administración había cuidado que su narración no se difunda por la prensa. -"Fermín", me decía cuando niños, "debes conocer mi país del piñón, los corzos y los salmones"... "En ningún lugar el cielo es tan azul, el bosque tan verde y frondoso ni tan glauco el hielo como en Huechulaufquen." La vida ofrece muchas burlas, y el presente era una de ellas; yo conocería el país de las manzanas actuando de sostén espiritual de aquellos con cometido de destruir todo cuanto sea mapuche, en nombre de Dios y la Patria: y unos cuantos picaros que se apropiarían del territorio para su solaz y beneficio. Era el atardecer de aquella jornada en que Aurelio conversara con nuestro jefe militar y repentinamente, cuando atravesábamos un angosto cañón, una lluvia de disparos y un violento ataque de lanceros a nuestra retaguardia nos llenaron de confusión y terror. En pocos minutos concluyó la emboscada, subrepticiamente como se originó. Perdimos casi mil hombres, entre muertos y heridos graves; y Valdez blasfemaba como un desaforado: -"Indio traidor, hijo de puta, ya vas a ver, cuando te tenga a mano..." Ayudé a curar a numerosos heridos, y di los sacramentos a una decena de agonizantes que no vieron el siguiente día. Un par de horas antes del amanecer, una lluvia de flechas encendidas, rezumando asfaltita, cayeron sobre nuestras carretas de comestibles y municiones. Nuestros soldados ignoraban que el alquitrán se apagaba con arena, no con agua. En minutos, e infructuosamente, consumieron todas nuestras reservas de agua. La luz de las llamas como agravante, hacía visibles nuestros hombres a los francotiradores indios. Los daños humanos y físicos fueron cuantiosos, más de cien carretas destruidas, toneladas de pólvora y munición explotaron, encendiendo la noche austral. Lo poco salvado debía ser transportado sobre caballos. En síntesis, trescientos cincuenta coraceros quedaron a pie, transformados en infantes. Valdez reunió a los oficiales e inició un encendido debate para analizar la situación.
  • 121. 121 - Señores, estamos prácticamente sin agua, con escasas carretas y menguados sensiblemente víveres y municiones. Ignoro cuánto falta para el próximo abrevadero, por lo que sugiero retomemos hasta la anterior aguada, donde acamparemos para planificar la futura estrategia. -Disculpe jefe, intervino un Sargento -veterano de la frontera- sugiero enviemos una patrulla a Carriel y solicitarle a Pichi Laufquén -que se dice nuestro aliado- trescientos lanceros que nos sirvan de guías, bomberos y protección de los flancos de la columna. -Excelente idea. Robles, paría de inmediato con una docena de hombres. Pocas horas después, un coná se detuvo en nuestro sendero, dejando un flete atado al pastizal, partiendo luego a la carrera. A! arribar al punto, advertimos que era un caballo nuestro, con marca y montura "EA", en su lomo cargaba dos voluminosos sacos de cuero. Al bajarlos y abrirlos comprobamos que contenían las cabezas de nuestra patrulla a Carriel Los salvajes, cuyo número era un quinto del nuestro, nos tenían virtualmente cercados. Cuando arribamos al arroyuelo donde preveíamos acampar, advertimos que había sido transformado en un barrial por la pisada de los indios. La caballada y unos cuantos soldados desesperados lamían el barro, o bebían con fruición de pequeños piletoncitos, donde el agua se veía menos turbia. -"Está algo amarga, pero es tomable", comentaron algunos hombres. A los pocos minutos, los infortunados que habían saciado su sed corrían al pastizal, presas de fulminantes diarreas. Valdez ascendió por la fuente aguas arriba, hasta encontrar sacos rotos, con restos de polvo grisáceo. "Sulfatos" -comentó -"Estos mierdas nos reventaron como a criaturas." Solo dos centenas de caballos, y unos pocos vacunos, era cuanto quedaba del sideral apoyo logístico que movilizó la Nación en esta campaña. Cuarenta y tres soldados fallecieron en atroz agonía, deshidratados, sin que nuestro médico pudiera hacer nada para impedirlo. Emprendimos una veloz y desprolija retirada hacia el Norte, enloquecidos de sed y fustigados por el terror permanente a las sangrientas emboscadas que diezmaban nuestra retaguardia. Durante el cruce del Colorado, en Rincón de los Sauces, Aurelio cargó furiosamente, la grupa de nuestra columna, y sus lanceros, una vez más, hicieron estragos en nuestras filas. Valdez se agrupó con sus hombres, y se batió como un valiente en medio del río. Un bolazo le quebró el brazo derecho, y, colgado del cuello del caballo, ganó, agónicamente la ribera norte. Menos de mil soldados, la mayoría heridos y a pie, era cuanto quedaba de nuestra orgullosa brigada. Aurelio juntó sus hombres en la ribera opuesta; magnífico centauro con su poncho rojo en su tordillo blanco. Los pendones de las chuzas flameaban al fuerte viento, y el yáyayáaa de la gritería desafiante era atronador. Si cruzaban el río, nuestras vidas no valdrían un centavo, pero, en orden y silencio, rumbearon hacia el sur, más allá del caudaloso Limay. Guardo la certidumbre que Aurelio nos perdonó la vida, las razones estarán en su conciencia. Los araucanos debían estar hartos de tanta muerte. Nuestra abigarrada columna de lanceros galopaba hacia el lejano sur, los ánimos exultantes por el triunfo, y muy pocas bajas que lamentar. Aún ganancioso la razón me advertía que las fronteras del país araucano descendieron desde las salinas hasta el Cololeuvú. La pampa era tierra de nadie, que pronto ocuparían los huincás. El este de Neuquén pertenecía a los
  • 122. 122 Catrieleros -aliados del cristiano- y Chile tenía su propia realidad. Las tierras mapuches se habían restringido a menos de un tercio de las soportadas por Callvucurá. Subsistíamos merced a los agobiantes maloqueos, que no podían eternizarse por nuestro exiguo número -puesto que morían más hermanos que los que nacían-. Los guerreros necesitaban una temporada en sus toldos, tras tantas luchas, sería bueno estar con la familia. No obstante, el invierno se hizo extenso, por la impaciencia de volver a las extensas rastrilladas del norte. La sed de aventura era parte inalienable de la conformación psicológica mapuche; jamás fuimos un pueblo pacífico. Por fin, las nieves se derritieron, y el sotobosque de los gigantes alerces se pobló de miríadas de florerillas multicolores, expandiendo la plena sensualidad de la naturaleza. Llegaba el tiempo de mis esponsales, y entregué el tordillo y su tropa a Curú Nahuel, aún convaleciente de las heridas sufridas en combate. La noble bestia era un genuino caballo de guerra que varias veces me salvó la vida. Corría boleado y era muy baquiano en cerro, nieve ó médanos. Para sortear malos augurios sacrifiqué un cordero negro a los Dioses, bebí su tibia sangre y con ella pinté mi rostro, para evidenciar mi pena. Ninguna señal apareció, los poderse parecían disgustados por mi desaprensión en la cesión del caballo. El fiel animal, por mí adiestrado, no quiso dejarse montar por el cacique, y, a pesar de los golpes, cual si tuviera conciencia de la situación, se tiró al suelo y dejó morir. En su memoria elegí, para mi monta, un oscuro moro azulejo, jurándome que, por respeto a mi servidor, jamás tendría otro potro blanco. Los festejos por mi enlace fueron motivo de una semana de comilonas y borracheras. Luego de los últimos combates me había transformado en una leyenda, y mi popularidad condujo a que concurrieran a los festejos hermanos de allende el Ande y representantes del gobierno Chileno, que no cejaban e su empeño de sumarnos a su férula. El Coronel Uzandivaras, con abundante aguardiente encima, "para cortar el frío" alegaba, me increpó. -Aurelio, hermano, tú eres mejor soldado que los comandantes chilenos y argentinos, mi presidente, sin dudarlo, te nombraría general de nuestras fuerzas. -Amigo Coronel no busco blasones, ni me interesa la guerra. Lucho por una mezcla de necesidad y obligación, pero muy alejada está mi vocación de la carrera de las armas. -Nunca olvides, Aurelio, que nuestros brazos están abiertos... Seis años pasaron de nuestra frustrada invasión al Neuquén; y yo atendía la parroquia de San Nicolás, en el pueblo homónimo. El progreso avanzaba como aluvión incontenible, jamás supe si para bien o para mal. Una densa red de caminos y vías férreas confluían al puerto marcando un diseño centrípeto que jamás habría de superarse. Largas horas de mi soledad pensaba en Aurelio. Por un periódico chileno, que me acercó el obispo, me anoticié del casamiento del "general araucano", como lo nominaban los transandinos con admiración rayana en el mito. Seguramente ya tendría hijos, y, quizás, a su manera, fuera feliz. Contemplaba los puños raídos de mi túnica, triste como la insignificancia de mi vida, gris e intrascendente. Sí, todos decían: -Que buen hombre el padre Fermín..." -"Que belleza y fervor transmiten sus sermones..." Empero, ¿era positiva mi naturaleza y esencia ó jamás tuve alternativas de elegir aquellos
  • 123. 123 senderos que, por menos complacientes ó convencionales, todos rechacen con horror ó miedo? La voz de mi asistente me sacó de las cavilaciones: -Padre -murmuró, suavemente- lo busca un tal Coronel Valdez. -Que pase, indiqué repentinamente, trémulo de ansiedad. Valdez vestía de paisano, lucía casi igual que cuando nos despedimos en Buenos Aires. Nos unimos en un fuerte abrazo. -Padrecito Álvarez, me comisionó el Ministerio para conducir la próxima campaña al Neuquén; llevaremos diez mil hombres. El presidente dice que no se detendrá hasta liberar todos los territorios ocupados por los salvajes. Quiero que me acompañes... - Yo abandoné el ejército. Segundo... - No importa, te haré reasignar y tendrás tus honorarios... -No interesa el dinero, alegué secamente. Contempló mi lastimosa vestimenta y murmuró. -Sí, me han dicho que cuanto tienes lo entregas a los pobres, mis soldados son todos humildes, necesitan tu apoyo, yo soy tu amigo, no puedes negarte. - Te prometo pensarlo, y consultar a mi obispo. Y aquí estoy, cabalgando hacia el sur con Valdez Ignoro por qué razón decidí, nuevamente, acompañar la expedición hacia el país de las manzanas. Es probable que estén diseñados los destinos individuales, y el mío fuera tan fatal como ineludible. Partimos a comienzos de la primavera, con marcha tan lenta como penosa, Pocos pueden imaginar qué significa movilizar un ejército de diez mil hombres, sus comestibles, pólvora. En fin, un circo interminable, complejo y costosísimo. Reflexionaba en la prolongada marcha de cada día. ¡Cuan poderosos serían los intereses que desde las sombras, se movían tras nosotros!... ¿A quiénes se entregarán los extensos territorios que se usurpen por la fuerza? Con seguridad no se destinarán a estos soldados, muchos de ellos indigentes ó enganchados por la fuerza, mientras bebían en una pulpería, otros "marcados" como "opositores al gobierno" por algún Juez de Paz u otros caudillos comarcanos, seres sin bienes ni destino, convocados "para servir a la Patria"... A los diez días de marcha, con poca suerte, desertaron tres hombres. A las pocas horas fueron apresados, ginebreando en un boliche. Al amanecer, Valdez los hizo fusilar ante la formación, informando en su arenga que quienes intenten esa aventura correrán igual suerte. Más de un mes de marcha, y arribamos a los toldos de Pichí Laufquén, catrielero aliado de la Nación, que colaboraría sumisamente con el ejército. Desde hacía tiempo, los indios "leales" vigilaban estrechamente los movimientos de los lanceros de Sayhueque. Así descubrieron un grupito de treinta conás, retornando de cuatrerear unos centenares de cabezas al sur de Bahía Blanca. Sólo dejaron uno con vida, al que permitieron escapar Siguieron su rastro con cautela, hasta descubrir la nueva capital araucana, al oeste de Esquel. -Es un valle naturalmente fortificado, informó el jefe de los renegados a Valdez- debemos hacerlos salir, sino costará muchas bajas invadir su reducto. -
  • 124. 124 Los catrieleros se encargaron de provocar a los rebeldes, degollando veinte pastores, para alzarse con una importante majada. Enterado Aurelio del asunto, creyendo que eran un grupúsculo de forajidos, salió con trescientas lanzas a perseguirlos. A tres días de marcha, cuando atravesaban una hollada, fue sorprendido, viéndose rodeado por un ejército huincá de varios miles de hombres. Agrupó a su gente, y, en una embestida desesperada, enfiló hacia el oeste, topándose con los cristianos en lucha feroz sin tregua ni claudicación. En medio del combate, el potro de Aurelio pisó una cueva y se quebró una mano. El joven cacique, a pie, tiró su inútil lanza, y, a bolazos y facón, siguió abriéndose paso en su imaginario camino hacía el Ande. Desmontó un soldado, reventándole el cráneo con las piedras, se encaramó al caballo, y siguió combatiendo con rabia, y total desprecio por la muerte. Por fin los araucanos pudieron quebrar la línea nacional, y unos cincuenta bravos sobrevivientes enfilaron hacia los espesos bosques de pehuenes. Un grupo de soldados enfiló a perseguirlos, pero jamás retornaron. Valdez ofreció mil pesos al que trajera la cabeza de Aurelio -que había prometido al presidente-pero nadie se atrevió a salir del cobijo de la columna. Quedamos encerrados en el País de las Manzanas, sin poder regresar al Futalaufquén -a morir con los nuestros-pues, el ejército de Valdez se introdujo como cuña gigantesca entre nosotros y la ruca. Intentamos, por la noche, romper el cerco, y fuimos descubiertos, muriendo otros nueve guerreros en el intento. Éramos unos pocos, la mayoría, heridos, hambrientos y desconcertados por el gigantesco poderío afectado a nuestro exterminio. Enfilamos, pues, hacia la cordillera. Intentaríamos volver con los nuestros siguiendo el abrupto y peligroso sendero de los lagos. El gigantesco ejército nacional se movió veloz y preciso. Llegaron como una tromba imparable al caserío araucano. Paine Sayhueque pudo agrupar unos conás, y se batió, incansable, para morir despedazado por la metralla. Hasta el último bravo fue decapitado, y la chusma entró al caserío. -"Esta es la mujer de Aurelio", dijo un renegado, entregando a los soldados una joven ensangrentada, que traía arrastrando de los negros cabellos. Entre cinco cristianos la estaquearon y violaron uno tras otro y de pronto, un niño, de apenas seis años, aulló: -"No, mamá..."y, saltando sobre quien vejaba a Callvuhué -como más tarde supe se llamaba- le clavó un puñal en el cuello, un puntazo tras otro, desangrándolo totalmente. Un soldado levantó al niño de un pie, y le reventó la cabeza de un pistoletazo. Quise intervenir, pero me desvanecieron de un culatazo. Desperté -ignoro cuánto después- y me acerque a la joven, que seguía siendo forzada, ahora por otro grupo de argentinos. El mundo me daba vueltas, y todo era confuso e irreal. Vi la mirada de la mujer, glauca y vacía, advertí que estaba muerta, y que las bestias seguían violando un cadáver. Me arrodillé, miré el cielo gris y lejano, con los ojos inundados de lágrima de dolor, furia e impotencia. En mis dedos giraban las cuentas del rosario, pidiéndole perdón a Dios, e indagándome si éste existiría y en qué forma incidiría en los actos de los hombres... Pido perdón Señor, por dejar morir sin más trámite, tu inmenso amor en el tórrido vacío de mi corazón. Todo eran gritos, fuego, sangre y muerte. Madre nos tenía abrazados a Curú Cauquen, mi hermano mayor, y a mí. De pronto un mapuche desconocido nos golpeó, llevándose a Callvuhué a la rastra. Los ojos de abuela Rosa Pura se humedecieron, y la voz se entrecortó. Pudimos acercarnos escondiéndonos
  • 125. 125 entre los cadáveres y vimos a los soldados violando a madre. Cauquen, armado con el pequeño puñal que le obsequiara abuelo Sayhueque, hirió de muerte a un soldado, pero otro, alzándolo como un corderillo, le voló los sesos y tiró su cuerpecito al fuego. El humo y el dolor nublaron mis ojos, con mis pies descalzos quemados, sin sentirlos, (abuela se quitó un zapato para permitirme ver las horrorosas cicatrices), anhelando que algo, no sé qué, interrumpiera el sufrimiento de la dulce mujer que me dio vida. Un hombre alto y delgado, vestido con una túnica marrón, me alzó, y tapándome la boca me llevó hasta las afueras del caserío. -¿Quién eres...?, indagó. -Rosa Pura Sayhueque, hija de Aurelio. -Si quieres vivir, jamás repitas a nadie tu apellido. Tomó dos caballos de monta y dos cargueros, a los que colmó de provisiones. Con el corazón estrujado de temor, escondiéndonos de día y viajando de noche, recorrimos una inmensidad hasta arribar a Pergamino, donde estaba la estancia de su gran amigo Formisano. -Quédese tranquilo padre -dijo el hacendado- la criaremos como hija, y le daremos el apellido. EPILOGO Nadie conoció jamás el destino de Aurelio. Algunos dicen que cruzó a Chile, donde murió de tristeza; otros que, junto con la treintena de bravos que le acompañaban, fueron sepultados por los frecuentes aludes de hielo del Ande. Valdez pidió el pase a retiro, y terminó su vida alcoholizado, lejos de sus sueños de gloria, sin haber conocido lides heroicas donde inmolar su existencia. A cuanto lo escuchara repetía -con voz pastosa de aliento aguardentoso- "Yo conocí, y luché contra un valiente; se llamaba Aurelio..." El sacerdote Fermín Álvarez dejó los hábitos, tras una secreta y prolongada reunión con el obispo. Partió en tren hacia el andino noroeste y sus huellas se dispersaron por los umbrales del tiempo. Rumores en la dilatada familia eclesiástica traslucen que dejó el resto de su austera existencia contribuyendo a paliar la miseria, en una lejana y aislada tribu aymará, en su Alto Perú ancestral. Rosa Pura Formisano estudió para maestra, y fue, también. Directora de Escuela en Pergamino. Se recibió con medalla de oro al mejor promedio. Por primera vez, en la Provincia de Buenos Aires, este alto honor recae en una mujer. Fue desposada por mi abuelo, Teófilo, de cuya unión nació mi padre. La Patagonia occidental, y los valles pedemontanos del Ande pertenecen a unas pocas familias que, cuando él ovino recompensaba, amasaron importantes fortunas. Los valles enclavados en la falda cordillerana, donde vivieron y murieron mis lejanos abuelos, aun hoy siguen deshabitados; el inútil genocidio de la Nación Araucana es otra barbarie que nuestra historia suma a tantas otras cometidas en nombre de Dios, la Patria y el Progreso.
  • 126. 126 NO HAY ENEMIGOS PEQUEÑOS Detuvo su carrera con el aliento entrecortado. Los músculos de sus piernas parecían a punto de estallar en espasmódicos latidos. Estaba agotado, y la herida de su flanco hervía de dolor. Cayó en la grama resollando como una bestia, con el cerebro obnubilado de terror. Lentamente fue recuperando sus abotagados sentidos. Deslizó una mano por su herida y comprobó que, si bien no era profunda, el afilado venablo había surcado un largo tajo, por donde sangraba profusamente. Tanteando entre las piedras, ocultas por la espesa oscuridad nocturna, encontró una mata de musgo, con la que armó una compresa, que sujetó con tiras de su desflecada túnica. Su cuerpo estaba enteramente rasguñado por las filosas espinas de la selva; y la sal de la transpiración hacía hervir su atormentada piel. . . Necesitaba descansar, alimento, agua fresca y tiempo para meditar; pero lo seguían; nada parecía quebrar el viscoso silencia de la noche, pero sabía que allí estaban, tras su rastro… Los mejores perros, de la jauría tolteca debían apresarlo vivo, a cualquier costo. Debía ser sacrificado en el templo del Quetzal, y los cuchillos de negra obsidiana le aserrarían el pecho para ofrendar su corazón, todavía latente, a bárbaros demonios del ritual de la muerte. Tzinaho, el guerrero Mexahuan, se incorporó, y, tras consultar su rumbo a los astros nocturnos, reinició la marcha. Sorbió unos helechos para humedecer su boca, y comenzó a trotar. Su férrea determinación hacía olvidar el dolor del cuerpo atormentado. Debía alejarse, pues la claridad del día haría visibles sus huellas al perseguidor. Avanzaba como rauda sombra en la espesura, mientras febriles pensamientos fluían como vertientes en su torturado cerebro. Recordaba su primera visita a la ciudadela tolteca; un niño de apenas diez años, que contemplaba, maravillado, las ciclópeas construcciones de piedra labrada. Acompañaba a su padre, portando pieles y hojas de tabaco a la feria, donde las truequeaban por metales – que los toltecas extraían de profundas excavaciones. Su inocente mirada de selvático se extasiaba con los imponentes templos, los lujosos palacios. Las aceras de lajas y el agua cristalina fluyendo por acequias magníficamente revestidas. La abigarrada multitud de la plaza era confluencia de mercaderes de todos los poblados vecinos; y con prédica vocinglera ofrecían telas multicolores, armas, útiles de labranza, hierbas medicinales y variedad de atrayentes bocadillos. Era el tolteca, en aquellos tiempos, un pueblo laborioso que vivía en armónico intercambio con la naturaleza y las tribus colindantes. Instruían a sus jóvenes en el arte de la guerra, más no había ejército institucional. En caos de conflictos se reclutaban los cuadros necesarios al efecto. Eran agricultores, mineros y hábiles constructores. Tallaban la piedra, fundían ya aleaban metales, elaboraban minuciosas orfebrerías y delicados hilados. Amén de su consumo, estos productos eran permutados por café, cacao y alimentos que no prosperaban en los frescos altivalles que configuraban su país. Trascendía en corrillos callejeros que, en algunas mentes enfebrecidas de la nación tolteca estaba germinando el sueño del imperio.
  • 127. 127 Grupos de jóvenes aleccionados por nobles militaristas – con ansias de acrecentar su poder – se identificaban con un nuevo culto esotérico “de la serpiente emplumada”. Políticamente proponían el derrocamiento del consejo de ancianos, para reemplazarlo por una monarquía, de neta raigambre belicista. Era primordial “ensanchar las fronteras” – argüían – para solventar las necesidades de la creciente población. El movimiento se sustentaba en pautas teosóficas; decían estar inspirados en Quetzacoatl, un nuevo Dios de la Guerra, que los llevaría al triunfo, requiriendo, solamente la ofrenda de sangre enemiga. Los pueblos vecinos asistían, estupefactos, al proceso, puesto que, hasta donde alcanzaba la memoria de los ancianos, los toltecas jamás tuvieron enemigos en la región. La secta conspirativa pregonaba la urgente necesidad de organizar un ejército profesional estable, para “garantizar la tranquilidad de las fronteras”. El gobierno tolteca era una asamblea formada por “viejos sabios”; que arbitraba los conflictos, impartiendo justicia, legislaba, fijando pautas de convivencia; y administraba el diezmo de tributo para ejecución de obras públicas, sostén de educadores y médicos-brujos. Cada senador representaba a diez clanes, por los que era electo con el voto de los mayores de dieciséis años. Los clanes estaban formados por sesenta familias –como mínimo-, y si el número se duplicaba podían escindirse y formar un nuevo clan, eligiendo, al efecto, su propio referente. Los senadores y los jefes de clan sólo podían ser relevados por incapacidad física ó mental. Tzinaho proseguía su veloz huída, inmerso en la fuente de sus cavilaciones. Su espíritu parecía desdoblarse de la fibra y fuerza de su cuerpo, y hurgaba los laberínticos recovecos de su memoria. Allí emergían, lacerantes, las diáfanas imágenes de su gente masacrada y su pueblo destruido por la demente ambición tolteca. El prófugo mexahuan evocó su niñez en la aldea selvática; la primera partida de caza, con su padre y otros guerreros, donde fue severamente iniciado en la marcha forzada y silenciosa, en la interpretación de las huellas, agudizar el olfato y atender las señales de la presa; usar el arco y las flechas, la cerbatana, el venablo, el hacha y el puñal. Conoció, en síntesis, la dura supervivencia en la hostilidad de la selva salvaje. Su padre, Xahuantzé –“jaguar negro” en lengua mexahuan- fue siempre su más severo educador. Cumplidos catorce años Tzinaho debió iniciarse como guerrero. Para cumplir el ritual debía cazar un jaguar armado, solamente, de su venablo. Ingresó a la selva faldeando profusas laderas boscosas, oteando en la espesura señales que indique la presencia del señor de la fronda. En la arena ribereña de un pequeño arroyuelo, encontró huellas de una hembra y dos crías jóvenes, y las desechó al instante. Remontando la corriente, un día después, vio rastros – y venteó olor de orina- de un macho adulto; si, éste sería su contendiente. Necesitaba un cebo y rastreó un bebedero de corzas, en un boscoso remanso. En el estrecho sendero, armó la trampa con lazada, aguardando, paciente y oculto, hasta cobrar su asustada presa. Maneó al animalito en unos arbustos, y buscó reparo en la horqueta de un frondoso árbol. Allí acechó, dos días con sus noches, inmóvil y alerta… Un sordo bufido lo alertó; su agudo olfato percibió la presencia del tigre; cerca, muy cerca… Ya debía hacerse visible, aún a la tenue
  • 128. 128 luz de crepúsculo; pero nada parecía alterar la espesa quietud del follaje. Los monos callaron sus chillidos, y buscaron refugio en las altas copas de los gigantes de la selva; las aves cesaron su trinar… La bestia estaba, pero no se hacía visible; quizás lo había olido, o, tal vez, recelaba por la facilidad de su eventual captura. La corzuela chillaba, aterrada, presintiendo su muerte inevitable, mientras el mozuelo respiraba lento y pausado, en tensa e hierática vigilia. Sabía que el hambre del jaguar crecería, inexorablemente, por la proximidad del sustento. Hurgó en su morral un poco de tasajo y lo mascó con lentitud, para aliviar su aguda tensión. El tambor de su corazón parecía reventarle el pecho, en sentimientos que mezclaban temor y ansiedad. Oscurecía, y la suave brisa le llegaba impregnada del olor a felino. Al fin, oteando tras el rumbo del viento, localizó la presencia de su oponente, en unos oscuros matorrales, al borde del calvero. Cayó el espeso manto de la noche, y Tzinaho descendió, cautamente, de su precario refugio, y se arrastró subrepticio a la proximidad del claro, donde berreaba, lastimera, su carnada. Un suave destello de luna se filtró en la maraña boscosa; permitiéndole ver al gran gato, rodeando sutilmente el descampado, dirigiéndose rectamente hacia él. El terror licuó la sangre de sus venas; era un animal enorme, que, fácilmente, le duplicaba en peso; sólo con la sorpresa a su favor tendría mínimas posibilidades de vencerlo. Aferró con fuerza su arma, y aguardó, inmóvil, hasta ver la piel moteada pasar a dos pasos de su escondrijo… En veloz acción saltó y hundió profunda su lanza en el costillar del tigre, para retroceder a la carrera y trepar –desesperadamente- la horqueta del árbol donde había estado apostado. La bestia, severamente herida en un pulmón, se revolcó furiosa, bramando de rabia y dolor; para luego correr tras el cachorro humano. Clavó sus filosas zarpas en la rugosa corteza del árbol, trepando con facilidad. Próximo a la copa recibe, imprevistamente, un chuzaso en la pata delantera. Tras cuatro vanos intentos, malherida y confusa, huyó internándose en la apretada maleza. El joven aguardó, expectante, un lapso prudencial, para quedar sumido inexorablemente, en un reparador descanso. Con la primera luz del alba desayunó frugalmente y rastreó al felino. Las huellas eran torpes y pesadas, y aislados lamparones rojos evidenciaban la gravedad de la herida. Carcomido por la impaciencia apuró el paso, cometiendo la imprudencia de ignorar la persistente brisa que, soplando de sus espaldas, llevó su olor al delicado olfato del señor de la selva. El jaguar, alertado, giró hacia un flanco, describiendo un largo y veloz rodeo, ubicándose a la grupa del cazador. El dolor de su herida lo tornaba irascible y agresivo. Desde cachorro mantuvo una distancia prudencial con el hombre; lo había visto matar, certeramente y a distancia, y lo respetaba, más no le temía en absoluto. Su ferocidad depredadora desconocía el miedo. El muchacho, ajeno a todo, saciaba su sed en un manantial, ignorando que la muerte lo contemplaba el flexible silencio. Lo alertó un tenue crujido en la hojarasca, y, al girar la cabeza, sus ojos se clavaron en la furia ambarina acechante en la mirada del tigre. Se agazapó, aferrando con fuerza el venablo. Cruzaron ocultos mensajes con promesa de muerte y sed de sangre, ambas bestias sabiéndose a punto de morir ó de matar. El humano aullaba de miedo e impotencia; el felino rugía de fuerza y coraje. Saltaron al unísono; el filo de la lanza desgarró un corazón, y las garras, en agónicos manotazos, golpearon el hombro de Tzinaho, arrojándolo a varios metros de distancia. Era noche cerrada cuando recobró el conocimiento, y un
  • 129. 129 dolor atroz inmovilizaba su brazo izquierdo. Al intentar incorporarse las náuseas y el mareo le hicieron vomitar sobre su cuerpo –cubierto de hojas secas-, flexurándolo en interminables arcadas. Fue recobrando, lentamente, la claridad de los sentidos, y, agónicamente se arrastró hasta el agua, para sumergirse en la reanimante corriente. Se palpó el brazo izquierdo, y comprobó que estaba quebrado cerca del codo. Su hombro era un jirón sanguinolento. Debía entablillarse y vendar sus heridas. Retiró su venablo del frío y crispado cuerpo del jaguar y cortó una vara rígida que sujetó con juncos a su brazo, ayudándose con los dientes y la mano derecha. Luego de lavar minuciosamente su herida la vendó con una compresa de hierbas. Agotado, quedó dormido para despertar bien entrada la mañana. Los loros parloteaban en las ramas, y los monos le chillaban, burlones y curiosos, desde las cercanas copas de los árboles. Un colibrí destelló multicolor bebiendo el néctar de las orquídeas. Cuereó la fiera, y, luego de lavar y descarnar cuidadosamente la piel, la frotó con arena, para limpiarla y secarla, y la cargó, arrollada, sobre su hombro. Dos jornadas, de marcha ininterrumpida, lo separaban de su aldea. Comía escasos frutos que le ofrecía la foresta. La fiebre y el delirio le hacían soñar con el calor del fuego y la hamaca de su choza. La distancia y el tiempo eran pesadillas irreales, siendo llegar la única consigna que le enviaba su abotagado cerebro. No hay descanso posible, detenerse era dormir, y morir. . . Había una escasa posibilidad de supervivencia y era la tortura inacabable de esta marcha forzada, impulsada más por instinto que por razón. Si muero, pensaba, también habrá ganado el jaguar. El mundo era un calidoscopio de pesadillas verdes que lo apresaban con dedos zarzados. Las espinas trazaban telarañas púrpuras en el cobre de su piel; los pardos tentáculos de las lianas lo apresaban asfixiantes; y caminaba, caminaba. . . Impulsado por su hálito salvaje e impelido por la incomprensible pulsión de vivir. Su cuerpo un agónico quejido deseando el fin, una fugaz luciérnaga en la eterna noche de los tiempos, un niño jugando a ser hombre añorando el tibio regazo de su madre para llorar a gritos tanto dolor incomprensible. Percibió, en la lejanía, la algarabía de los niños jugando en el arroyo, y, más hacia el fin de su tormento lo invadió el aroma del fuego cociendo los calderos. Con un último esfuerzo titánico ingresó a su aldea, para caer de bruces en la roja greda. Despertó en la fresca sombra de su vivienda; vio, entre brumas la suave sonrisa de su madre, refrescando al fuego de su frente con paños húmedos. Volvió a sumirse en profundas pesadillas de infiernos verdes y garras filosas. Corría por la selva el último mexahuan. Las sombras de la noche emergían los negros fantasmas del follaje. ¿No era él mismo otro espectro, convocado al encuentro de su destino fatal e inexorable?. ¿Había arribado al fin de sus sueños, ó estaba soñando su propio fin? ¿Qué artilugios del destino diseñaron la absurda falacia de su minúscula vida? Sólo la perpetuidad de su carrera, buscando la huída –imposible- del alba y la muerte ó el burlesco e incongruente exilio, sin rumbo y sin destino. Brincaba, impulsado por el miedo y el odio, cargando una tristeza, pesada y absurda. Con la sola opción de morir sin sentido ó vivir sin esperanza. . . Parecíale ver, con nitidez, a su padre convocando una reunión de guerreros. “Ha estallado una encarnizada revuelta en la nación tolteca”, narraba el anciano jefe, “y los adoradores de Quetzacoatl tomaron el poder tras
  • 130. 130 un baño de sangre”, añadiendo, “desollaron vivos a los integrantes del consejo de ancianos y sus adeptos”. Prosiguió su relato el cacique mexahuan, “han instaurado una monarquía, bajo el mando de Anahuatl, a quien ungieron emperador”. “El monarca organizó un nutrido ejército, y oficializó el culto de la serpiente emplumada; hacen sacrificios humanos y se comen a las víctimas”; concluyó el jefe, ordenando se dispongan guardias en los lindes con el nuevo imperio. La embrionaria organización política generaba nuevos problemas a los toltecas; pues, los integrantes de la milicia, amén de ser ahora solventados por el erario público, ya no trabajaban en actividades productivas. Para compensar, el déficit debían anexarse nuevas tierras y mano de obra gratuita. Así comenzó un ciclo de expansión imperialista, invadiendo pueblos vecinos y esclavizando a sus habitantes. Las acciones preliminares, no obstante, tenían apariencia diplomática, y se enviaban comitivas requiriendo, a las tribus visitadas, sumisión y pago de tributos al emperador. Las cargas consistían en diezmos del producido y aporte de doncellas para servir –ó ser sacrificadas- en el tempo de Quetzacoatl. Cuando, pacíficos ó temerosos, accedían al pago, los toltecas variaban permanentemente las condiciones, hasta tornarlas incumplibles. Luego sobrevendría la consecuente agresión y sojuzgamiento por la vía expedita. El país de mexahuan fue, también visitado por una delegación imperial. Cien soldados, armados hasta los dientes, acompañaban al canciller. - Xahuantzé, vengo a ofrecerte te sumes a nuestro imperio y adores a nuestro poderoso Dios Quetzacoatl. El sol del trópico caía como plomo fundido; y la cerrada túnica hacía sudar copiosamente la voluminosa humanidad del emisario. Las pesadas cadenas de oro –que colgaban de su cuello- parecían asfixiarlo. Más que todo lo incomodaba la fría y severa mirada del gigantesco guerrero, cuyo cuerpo bronceado mostraba decenas de cicatrices, ganadas en guerras con los caníbales caribes y las bestias de la selva. - Con nuestros dioses nos basta, tolteca, puede retornar, entonces, por donde has venido. El embajador estaba estupefacto, jamás hubiera imaginado, de un grupo de selváticos, la osadía de enfrentar la más poderosa maquinaria bélica de los confines conocidos. - No sabes lo que dices, insensato, tu rebeldía puede costarle muy cara a tu gente. El cacique hizo una seña, y centenares de guerreros apuntaron con sus flechas a los toltecas, quienes, prestamente, soltaron sus armas. - Tuya es la imprudencia de amenazarme en mi propia casa, por ello volverán todos maniatados y desnudos; para que tu emperador sepa que los hombre de la selva no le tememos, que no buscamos la guerra, pero, que cada palmo de nuestra tierra que intenten apropiar será a costa de vuestra propia sangre. Los toltecas fueron desarmados y desprovistos de sus ropas. Con las manos atadas a la espalda, marchaban con las cabezas gachas, en patética columna, hacia los altos valles subandinos. Una breve escolta mexahuan los acompañó hasta los linderos del imperio. Detúvose Tzinaho a escuchar los murmullos portados por el viento. Captó el lejano griterío de la manada tolteca. Estaban a su grupa, no podían
  • 131. 131 ver sus rastros, pero batían la fronda en un amplio abanico, revisando hasta el más recóndito escondrijo. Estaba débil y mareado, había perdido mucha sangre, y llevaba dos días sin probar bocado; pero se necesitaría mucho más que eso para doblegar su fortaleza. Latía en su sangre ese don de su madre, una pequeña mujercita gris y callada que, con fuego en los ojos, más de una vez se interpuso en el violento camino de su marido, para evitar algún castigo a sus pequeños. Esa inmensa dosis de ternura y complicidad, de firmeza y compresión, que bregaba a la sombra del silencio brindando amor incondicional. Los toltecas sólo la apuñalaron, dejándola olvidada al borde de la aldea, para encarnizar su diabólica tortura con el jefe Xahuantzé. Su anónima y pequeña muerte fue como su triste vida, a la sombra de un déspota autoritario, al que importaba más la justicia que el amor. El último mexahuan, en especial y único homenaje, sepultó junto al río a la hacedora de sus días, cubrió su tumba con flores de la jungla, y retornó a la pira para continuar quemando a sus hermanos. Buscó un árbol grande, y trepó, silencioso como una serpiente;.su instinto predador le proveería sustento. No había monos en las proximidades, pero percibía olor cercano de aves grandes. Sus dedos se adherían como garras a la corteza rugosa; y la poderosa fibra de sus músculos lo izaba con flexibilidad felina. En una alta rama vio varios papagayos, recortándose contra el cielo nocturno. Avanzó, lento e imperceptible, hasta tener el animal al alcance de sus manos. Se sujetó con las piernas, en la gruesa rama, y, al tacto fue tentando el perfil de su presa, hasta adivinar su cuello; al que apretó, certero, mientras que, con el puñal, le seccionaba la cabeza. Bebió con fruición la sangre, caliente y reconfortante. Luego evisceró su victima, comiendo ávidamente hígado y corazón. Se descolgó, ágilmente al suelo; debía descansar, pero antes era forzoso borrar sus huellas para confundir a los perseguidores. Descendió la empinada ladera que estaba faldeando, hasta que el cantarino murmullo del agua en las piedras le hizo apresurar la marcha. Bebió hasta saciarse; y continuó por el cauce, aguas abajo, saltando en las rocas y caminando por el agua durante más de una hora. Ahora el tolteca no tendría huellas que seguir. En el hueco de la horqueta, de un gigante de la selva, se dispuso a dormir. El emperador tolteca estaba reclinado con los mullidos cojines de pluma de su trono, meditando mientras eructaba ruidosamente su opíparo almuerzo. Su ánimo rebasaba de satisfacción; la última revuelta de opositores –adictos al senado depuesto- había sido aplastada con celeridad y contundencia. Los sacerdotes trabajaban a pleno en el altar del teocali, sacarificando enemigos del imperio. Sus nutridos ejércitos parecían imbatibles y las fronteras del país se ensanchaban continuamente. Los generales le prometían que, al corto plazo; los linderos toltecas serían las grandes aguas del naciente y el poniente. Los graneros del castillo estaban colmados. Anahuatl, el rey de reyes, se asomó al balcón del palacio, intentando abarcar con su visión la infinitud de sus dominios, recorriendo su mirada el verde varitonal de las parcelas cultivadas. Adivinaba el ahogado resuello de sus esclavos, su quejido lastimero bajo la furia del látigo, su sangre abonando las gruesas mazorcas y el sudor en riego perpetuo a la grandeza de su imperio.
  • 132. 132 ¿Sería éste el fin? ¿Concluiría su lucha? Recordaba las nocturnas –y clandestinas- conspiraciones, donde, en cada reunión se vertían anhelos de “gloria y bienestar”, mientras planeaban derrocar la gerontocracia senatorial; siempre invocando el “bien de su pueblo”. Pero, ¿sería su gestión provechosa a los toltecas? A pesar de las afirmaciones, equívocas y adulonas de su entorno, del “amor que inspiraba a su gente” y “del consenso que motivaban sus acciones”, muchos compatriotas habían muerto por oponérsele, y las revueltas parecían no tener fin. . .El desafío mexahuan lo tenía desconcertaba, era inaudito humillar, de esa forma, una misión de paz. Estaba reunido con sus consejeros, y Nahuancán, hombre sabio de su confianza, alegó - Extraña y perversa idea tienes de la paz, cuando tus pregoneros van armados hasta los dientes. . . Malihué, jefe de los ejércitos, furibundo, interrumpió. - No hagas caso de esta vieja marica, han humillado a cien de mis mejores hombres, y mis tropas quieren venganza. Además, tú sabes a la perfección que el poder, para ser ejercido con solidez, no admite dudas ni temores. Cuando un imperio deja crecer comienza su decadencia. ¿Qué pensarán todos los pueblos bajo tu dominio si te dejas amedrentar por un puñado de salvajes ignorantes; disponiendo los ejércitos más poderosos de todos los tiempos? ¿Sabes qué pasará, supremo? Pues comenzarán a rebullir las rebeliones en todos los confines del imperio, todos nuestros siervos perderán el temor al saberse gobernados por un cobarde. Anahuatl cruzó la cara de militar con un fuerte revés. - Cállate, bastardo, si no me fueras necesario te haría desollar vivo para cobrarte la impertinencia. Vete, antes que termines por enfurecerme. El general enrojeció, humillado, y se retiró, frenético, sin poder disimular una tenebrosa mirada de odio contenido. Nahuancán, mirando gravemente a su rey, dijo: - Cuídate, monarca de los toltecas, este hombre jamás perdonará lo que has hecho. No obstante, no oigas sus estupideces. Piensa que tus soldados son eficientes al descubierto, ó en tierra montañosa. Que no están adaptados a al selva, sus fieras y alimañas, las enfermedades, el calor insoportable y los pantanos plagados de serpientes y caimanes. El mexahuan es hombre de la selva, en la foresta es sombra entre sombras, mata y huye en silencio. De nada sirven nuestras filosas armas de bronce ante una flecha, volando rauda y silenciosa entre las hojas. Además, mi señor, ¿qué quieres conquistar en Mexahuan? ¿Qué valor tiene, para los toltecas, esa maleza inextricable? No puedes cultivarla, no tiene metales. ¿Cuál es tu afán de poseer algo que no te sirva, aún al costo de verter sangre inútilmente? Sé práctico, emperador, no desperdicies esfuerzos en causas absurdas;… ignora, pues, el incidente. Hoy puedes comenzar a disfrutar los beneficios de la paz para tu pueblo. No emprendas una aventura que puede costarnos muy cara. - Gracias, consejero, -respondió el gobernante- por favor, retírate, que tengo demasiado en qué reflexionar. El anciano cacique mexahuan supervisaba los últimos detalles del éxodo de su pueblo, contemplando con melancolía las chozas desmanteladas. En ese calvero habían nacido y muerto muchas generaciones de su etnia. Los huecos labrados en rocas para mortero parecían repetir el chismorreo de las mujeres, mientras molían maíz. El remanso del arroyo guardaría el eco de los
  • 133. 133 gritos y risotadas de los niños bañándose en alegre chapoteo. Ya no jugaría más el cristalino murmullo de la acequia cantarina entre los surcos de la chacra. Venían los toltecas, marchando en abigarradas falanges, y los mexahuan debían mimetizarse, internándose en la espesura para ocultarse en las verdes profundidades de la jungla. Malihué, en persona, comandaba las huestes de Anahuatl, junto a él marchaba Hitzanet, el joven príncipe. El calor era tedioso, envolviendo a la soldadesca con densas nubes de mosquitos y tábanos. El suelo fangoso estaba plagado de sanguijuelas. Serpientes y arañas ponzoñosas pululaban por doquier, y las fiebres de la selva hacían estragos entre los toltecas. La horda conquistadora de todo el Yucatán, el orgulloso ejército de metal, tocados de plumas y túnicas coloridas, más parecía ahora una banda de mendigos harapientos. La vestimenta desgarrada por las espinas y cubierta por el fango y las deposiciones de las diarreas desintéricas. Sólo la muerte y el denso silencio de la selva los rodeaban. El general estaba exasperado, confuso y abatido. Llevaban más de tres lunas vagando por la espesura, sin encontrar un solo rastro de mexahuan. Todos los días, flechas y dardos envenenados del enemigo caían sobre su tropa, en silente zumbido de muerte. Las bajas, entre las enfermedades, las alimañas y las emboscadas, habían diezmado su ejército. Más de la mitad de sus hombres marchaba agónicamente, entre enfermos y heridos. Hasta Hitzanet, el joven heredero del imperio, mostraba el rostro macilento por la fiebre, y se bamboleaba, torpemente, por la senda. La marcha tolteca estaba signada por una macabra estela de muertos, devorados por la rapiña de la jungla. En el cerebro del general Malihué retumbaba, persistentes, las palabras del emperador: - Te doy la guerra que me pedías, pero te exijo volver victorioso; y te confío a mi hijo, del que me responderás con tu vida. . . Para colmo de males, este enemigo inconsistente, escurridizo e invisible no ofrecía combate, solamente esas emboscadas arteras, y las saetas con curare. Y los guerreros del imperio muriendo en agónicas convulsiones, entre alaridos de dolor. El pueblo mexahuan continuaba su ordenada fuga; mujeres, niños y ancianos en la vanguardia, los jóvenes formaban partidas de caza y los guerreros atacaban la escuadra tolteca. No podían detenerse un solo día sin correr el riesgo de ser descubiertos. Los enfermos y parturientas eran cargados en parihuelas. A pesar de no haber tenido una sola baja, el cacique Xahuantzé, estaba desconcertado. El virtualmente diezmado oponente continuaba la cacería con la misma tenacidad y temeraria tozudez del primer día. Su gente debía comer carne cruda, para no denunciar su presencia con el humo delator; y la prolongada marcha también hacía sentir su efecto en los mexahuan. No había tiempo de atrapar piezas mayores, y, frecuentemente, debían alimentarse con serpientes, ratas, lagartijas, ó cualquier bestia que caiga en sus manos. Eran prófugos en su propia tierras, perseguidos como fieras, con el sólo objetivo de huir permanente, sin saber hasta dónde ó hasta cuando. Jamás tuvieron otra ambición que capturar una buena presa ó cosechar los magros productos de los claros, trabajosamente robados a la selva. Jamás hubieran siquiera remotamente sospechado que alguien tratara de privarlos de su pobreza. ¿Quién podría ambicionar esta jungla, salvaje e indómita? ¿Qué oscura demencia se había abatido sobre los toltecas? ¿Cómo un pueblo pacífico y laborioso se transformó en una manada sanguinaria y belicista?.
  • 134. 134 Tzinaho despertó, muy avanzado el día. Las aves trinaban, ensordecedoras, en la fronda, y el sol dibujaba estelas doradas en la sombría espesura verde varitonal. Se alimentó con bayas silvestres, y buscó hierbas para curar su herida. El surco estaba enrojecido, ardiente, y superaba en abundancia. Lo abrió con su puñal, y, luego de expulsar abundante secreción, aplicó una compresa cicatrizante. El dolor cedía, y comenzó a sentirse más optimista. Tenía que urdir un plan, pero necesitaba armas, por haber perdido las suyas en la violenta refriega con los toltecas. Hurgó, paciente, la selva, hasta hallar un bambú recto y maduro, al que ahuecó minuciosamente. Con varas de nogal silvestre talló numerosos dardos, y una confiada ave del paraíso le brindó alimento y plumas para las saetas. Más problemático resultó obtener raíces del escaso taniis, de cuya reiterada maceración obtuvo el preciado curare. Ahora él cazaría toltecas. Remontó el arroyo hasta un elevado filo, donde trepado a un frondoso gomero, oteó las cercanías buscando al enemigo. Hacia el Norte casi a media hora de marcha, advirtió los inconfundibles movimientos en la espesura. Pretendían avanzar con cautela, pero eran torpes, casi grotescos. El bravo mexahuan se sintió satisfecho, al advertir que los invasores habían perdido totalmente sus huellas, y deambulaban al azar por la selva impenetrable. Luego de atiborrarse de plátanos de un cacho maduro y curar nuevamente su mejorada herida buscó refugio para pasar la noche. En la tenue vigilia, que precede al sueño, pensó: “quizás caiga, pero varios perros emplumados me seguirán al oscuro umbral de la muerte”… Evocó su familia masacrada, y la perla cristalina de una lágrima rodó por su mejilla, para dormir la pena en alguna indiferente fronda de helecho. Hotillú, un joven guerrero mexahuan, mimetizado en el follaje de una alta rama, aguardaba emboscado, inmóvil y silencioso como una estatua. Su mirada penetrante auscultaba el hondo misterio del apoltronado manto verde de su salvaje país. Una nívea garza se posó en una rama próxima y le contemplaba, entre curiosa y desconfiada. Bandadas de loros recorrían bullangueros el coposo monte depredando cuanto fruto encontraban a su paso, mientras los monos pelaban bayas maduras que juntaban en la hojarasca. La parda boa estiraba, perezosa, sus largos anillos, buscando la tibieza de los austeros rayos solares que apenas colaban a través de la cúpula vegetal densa de la prieta jungla. El seco chirrido de un copetudo carpintero dio la alarma, y un sordo silencio suplantó a la armonía bulliciosa de la vida selvática. “Hombres”, fue el breve mensaje que el cerebro envió al acechante vigía. Sus pupilas, expectantes, se dilataron al máximo para captar la mínima alteración del quieto paisaje. Repentinamente, apareció el general invasor abriendo la marcha de la columna enemiga. El corazón del mozuelo cabalgaba en su pecho. Cautamente extrajo del moral un dardo envenenado y lo introdujo en la cerbatana; controló fuerza y dirección de la brisa, hinchó los pulmones y envió su recado mortífero. Malihué, supremo de los ejércitos toltecas, sufrió un fuego penetrando su cuello, y el mundo que giraba, burlón, infame y absurdo. Se
  • 135. 135 desplomó, pesadamente, con todo el cuerpo surcado por insoportables ramalazos de dolor. De su garganta brotó un agudo chillido, ahogándose luego en sordo ronquido. Supo que era su muerte. Pensó un instante que ya de nada le servían sus palacios ni riquezas. Miró el lejano sol, tras las enhiestas copas de los frondosos árboles de esta trampa verde, lejana, inconquistable. . . Luego sus ojos comenzaron a ver sombras grises, difusas y finales; y cayó en un pozo profundo, oscuro y silencioso. Los soldados toltecas estaban dispersos, ocultos, confundidos y temerosos. Muerto el general, el mando de la tropa estaba a cargo del príncipe Hitzanet; un oficial apremió al joven: - ¿Cuáles son tus ordenes, señor? La fiebre y el hambre habían causado estragos al heredero, recordó los frescos muros de su palacio, las azules montañas soplando la brisa fresca de la tarde y las escudillas llenas de carne asada y jugosos frutos. Y tomó presta conciencia del calor infame de la jungla, la muerte acosante en cada recodo del sendero y la indudable derrota sufrida en manos de los huidizos selváticos. Más que una orden, fue un ruego: - Retirada, volvamos a casa. . . Jamás olvidarían, los escasos sobrevivientes, la terrorífica huída por la maleza. Una pesadilla de horror y muerte les pisaba los talones. Ya no importaba la vergüenza de la derrota, el único objetivo de cada guerrero era huir para sobrevivir la encarnizada matanza. No podían descansar, ni alimentarse, para no ofrecer fácil blanco a las cerbatanas. Sólo roer, de cuando en cuando, algún fruto silvestre que se ofreciera a su paso. Los heridos y enfermos eran abandonados a su suerte; no cabían súplicas, ruegos ni llantos. Era un “sálvese quien pueda” a cualquier costo. Como agravante, la inexperiencia del joven Hitzanet privaba a los fugitivos de un líder capaz de organizar una retirada coherente y decorosa. Unas pocas decenas de famélicos desbandados era cuanto quedaba de la escuadra invasora, descalzos, semidesnudos y aterrados, reingresaron a los dominios del imperio. Descansado y alimentado, con su herida en franca mejoría, el guerrero mexahuan urdía su plan, tendido en el mullido lecho de grama. El enemigo avanzaba disperso en un amplio arco, para batir la mayor superficie posible. Debía detectar cómo se comunicaban, y disponiendo la clave, atacar un flanco. Las primeras luces del alba alertaron a Tzinaho que era tiempo de comenzar su ataque. Hincado en tierra, comenzó a pintarse con los colores rituales de guerra de su pueblo; luego habló con sus Dioses. - Guardianes de la vida, pido perdón por cuento voy a hacer. Sé que fui concebido para sumar al hombre, que jamás debo dañar a mis hermanos. Que no hay justificativo posible a mi acción, ni el dolor ó la venganza me habilitan a destruir. Pero soy sólo un muerto en vida, resignado a vagar por la sombra para purgar mi dolor interminable. Nada puedo elegir, ya la fatalidad me hundió en este lodazal sangriento, dadme pues una pronta muerte que libere mi conciencia. El palacio tolteca semejaba un páramo gris y hostil que oprimía el alicaído ánimo del emperador. Apenas digerida la humillante derrota de sus fuerzas, el corazón se le quebraba de dolor viendo a su hijo Hitzanet vagar
  • 136. 136 enajenado a la sombra de los muros en alucinado ocultamiento de dardos inexistentes. Con mucha persistencia, los médicos-brujos recuperaban la quebrada anatomía del heredero, pero su mente estaba plagada de horrores verdes, y despertaba –agotado y delirante- de pesadillas donde huía de muertes ocultas en la intrincada maleza. Más frustraba al rey no poder inculpar a nadie del desastre. Muerto Malihué, sólo él quedaba como exclusivo responsable del desatino. El pueblo comentaba la huída de Hitzanet, calificándolo de “más cobarde que una rata” . . Ya pagarían los salvajes esta insoportable afrenta. Los mexahuan refundaron su pueblo en un extremo de la selva, alejado de los límites con el imperio tolteca. Eran conscientes que la precariedad de su triunfo era más consecuencia de la torpeza del oponente que mérito propio. Sufrían ahora la incómoda proximidad de los caníbales costeños y la venganza latente en las abrigarradas falanges del ejército tolteca. El paso del tiempo fue restableciendo la calma entre los hombre de la jungla. En cambio Anahuatl persistía en su fijación de exterminar a los selváticos. Para ello contactó con los xontoníes, vecinos de mexahuan pero vasallos del imperio, y cuyos exploradores ocultos detectaron, finalmente, la nueva localización de la tribu de Xahuantzé. Con tiempo y cautela preparó el monarca la expedición punitiva. Sus tropas irían acompañadas por guías expertos – que supieran moverse por la selva- para avanza en forma veloz y silenciosa. Sólo el tardío ladrido de algún perro alertó a los mexahuan que tres nutridas columnas toltecas se abatían sobre la aldea. Cercados entre el río plagado de pirañas, y la furia incontenible de los invasores, poco guerreros pudieron superar la sorpresa y vender caras sus vidas. Todo el pueblo fue arrasado sin tomar prisioneros; mujeres y niños fueron también degollados sin misericordia. Anahuatl., en persona, comandó el ataque. En su furia vengadora daba muerte, con sus propias manos, a los aprendidos con vida El cuerpo y la túnica del emperador estaban tintos y rezumantes de sangre mexahuan. Terminada la masacre, hizo quemar las chozas, para luego emprender el retorno a las lejanas montañas. Tzinaho retornaba, con otros seis guerreros, de una partida de caza. Habían cobrado numerosas piezas, y marchaban exultantes, a pesar de la voluminosa carga. Detuvieron su marcha para un breve descanso junto al río, cuando la brisa les trajo un fuerte olor a humo. Dejaron su carga, y emprendieron veloz carrera hasta sus lares. El espectáculo los dejó sin habla. Ni un sólo hijo de la selva quedó con vida. El cacique Xahuantzé, y varios bravos colgaban cabeza abajo, totalmente desollados, seguramente muertos bajo feroz tormento. Hicieron un rápido conciliábulo, y Tzinaho tomó la palabra: - Nada nos queda, no sé si hay venganza que pueda lavar tanto daño; tampoco tendrán objeto más muertes. Lo cierto es que nuestras vidas no tienen más sentido .- Muerte a los toltecas, repitieron uno a uno los últimos mexahuan. Xahanaví era un robusto cuarentón de sienes blanquecinas, y tomó la palabra: - Soy el más viejo, y tomare el mando. No podemos perder tiempo si queremos alcanzar al enemigo todavía en la selva. Será imposible enterrar a tantos muertos. -Los quemaremos entonces –dijo Tzinaho- no quiero que a mi gente la coma la carroña de la selva.
  • 137. 137 Los demás asintieron y pusieron manos a la obra, juntaron abundante leña y armaron una pira voluminosa, donde fueron apilando los cadáveres. No había tiempo para pensar ni sufrir, sólo quemar y quemar tantos cuerpos amados. Tzinaho golpeó con una vara los despojos de su padre, para espantar la nube de moscas verdosas agolpadas en sus colgantes vísceras. El pecho del viejo jefe había sido abierto y su corazón no estaba ya en él; seguramente había sido engullido por los toltecas. Descolgó el cuerpo de Xahuantzé y, con respeto –no carente de afecto- lavó los restos, guardando en el hueco del abdomen las entrañas arrancadas en vida por el demencial tormento. Dos huecos quedaron donde brillaban los ojos, por donde su hacedor le enseñara muchos misterios y paradojas de la vida. Cerró los párpados, y el sólo contacto lo inundó de recuerdos. Una mañana, lo despertó su padre: - Junta tus armas, y acompáñame. - ¿Vamos de cacería, padre? - No, recorreremos parajes lejanos, quiero que conozcas a nuestros enemigos. En prolongada e incesante marcha de varios días, atravesaron las selvas hacia el naciente, cazando, solamente, pequeñas presas para el viaje, y alimentándose, principalmente, de frutos y bayas silvestres. Habiendo ascendido la cima de una escarpada loma, Xahuantzé indicó: - Mira, hijo, el agua grande. . . El jovencito quedó maravillado por la contemplación de esta interminable extensión verde translúcida, que rompía, rugiente, en la escabrosa ribera. - Tras estas aguas hay otras tierras, donde viven los caribes, nuestros enemigos. Ellos recorren todas estas tierras, cazando a nuestra gente ó a los pueblos vecinos. Varias jornadas recorrieron la costa marina. Una noche, mientras descansaban en la quieta calma de la fronda, fueron alertados por aullidos cercanos. Ocultos desde el borde de un claro observaron casi dos decenas de salvajes desnudos, bailando y gritando como posesos alrededor de una gran hoguera, junto a la que estaban maniatados tres prisioneros. Los caribes tenían su cuerpo pintado de blanco, dándole tétrica apariencia de espectros infernales. Los cautivos eran un hombre, una mujer joven, y un niño que rondaba los seis años. Los caníbales violaban a la mujer, entre risotadas ante los aullidos de furia de quien, seguramente, era su compañero. - Las presas son pescadores costeños – díjole quedamente Xahuantzé-, gente inofensiva. . . A instancia de su padre, treparon un árbol próximo al calvero, y esperaron silenciosos. Primero sacrificaron a la mujer, después al hombre. Luego de desollarlos, concienzudamente, los doraron al fuego y engulleron con delectante fruición. Saciadas y agotadas las bestias, fueron quedando dormidos al calor de las brasas. Confiados en el terror que inspiraban no dejaron guardias. Los mexahuan rodearon el campamento hasta el sector más próximo a donde dormía el pequeño cautivo. Callados, certeros y mortíferos, degollaron seis salvajes que dormían próximos al prisionero. Su
  • 138. 138 padre tapó la boca del niño, lo cargó, y lentamente, salieron del claro y se adentraron en lo profundo de la selva. Ataron cuidadosamente la criatura en un grueso tronco y retornaron al campamento caribe. - Sube un alto árbol al otro extremo del descampado – dijo Xahuantzé – y cuando escuches el primer grito tira dardos envenenados hacia los que tenga más próximos. Mientras aguardaba, temblando de ansiedad, sólo atinó a pensar cuál sería su futuro, si era descubierto y apresado. Un salvaje dejó escapar un alarido de dolor, y Tzinaho acertó su primera presa. . . Cuatro caníbales quedaban con vida cuando atinaron a huir hacia el mar cercano, adentrándose en la espesura. Los otros se revolvían agonizantes bajo el rápido efecto del curare. Tzinaho guardó su cerbatana y, cautamente, retornó donde quedara atado el joven sobreviviente de la matanza. El huérfano los miraba con los ojos desorbitados de terror, ignorando cuál sería su suerte final. - Debemos criarlo entre nosotros – dijo su padre- ignoramos a qué aldea pertenece, y los salvajes pueden retornar con refuerzos. . . Tzinaho jamás había matado un hombre, y cruzaba la selva sumido en profundas cavilaciones. Su padre, quizás presintiendo cuanto le ocurría, le dijo: - Toda vida humana es un don sagrado otorgado por los Dioses, y nada autoriza su muerte inútil. Pero, debemos poner freno a estos perversos para desalentar cualquier avance depredador hacia nuestras vecindades. Solo debes empuñar armas contra hombres para defender tu vida y la de los tuyos. El cacique mexahuan era hombre de pocas palabras, pero más predicaba con el ejemplo. En numerosas oportunidades, cuando debía administrar justicia en su pueblo, las penas eran siempre demasiado duras, en relación al delito. Cierta vez, horrorizado ante un castigo, increpó a su padre, en la privacidad del hogar. - Ha sido demasiado dura la condena, padre. - Hijo, el mayor oprobio para mis hombres es que un delito, que ofendiendo las normas de nuestra comunidad, quede impune. La peor desgracia que puede sufrir un pueblo es la falta de justicia, pues genera una sensación general de indefensión. Si el crimen no paga no existen garantías para la convivencia. Tú estás molesto por mi severidad con un pariente cercano. Pero, si mi vara se inclina ante el afecto, mi actitud se juzgaría preñada de favoritismo. Castigando con mayor dureza a quienes quiero nadie dudará de mi equidad. Ningún guerrero me acompañaría a la lucha, si no me vieran combatir en primera fila. La autoridad surge del auténtico respeto, y éste de la rectitud en la acción. Mientras lo quemaba en la hoguera, Tzinaho reflexionaba la total coherencia de la conducta de su padre, quien había muerto con su pueblo, antes que someterlo a la esclavitud del imperio tolteca. Alzó, entre tantos cadáveres, el cuerpo de su mujer; y, con callada ternura le quitó todas las manchas de sangre. Acarició, por última vez, su piel fría, antes suave y cálida. Evocó su primera noche de amor, en la tenue quietud de la selva, junto al murmurante arroyo; sus cuerpos hirvientes de pasión, para luego reposar en apretada ternura. Tres hermosos hijos le había dado; uno murió, picado por una serpiente, los otros bajo el puñal tolteca. Juntos
  • 139. 139 compartieron alegría y dolor, y jamás hubiera imaginado asumir su pérdida; deseaba mil veces haber muerto, antes que arrojar su cuerpo amado a las llamas. Mientras el calor calcinaba la mejor parte de su vida, con los ojos anegados en lágrimas, aullaba a los cielos su dolor y agonía. Con manos temblorosas deslizó a las llamas el cuerpecito de su pequeño, aquel de la risa fácil y grandes ojos de mirada profunda. No había vivido ni dos años. En un día terminaron su horrorosa tarea, y se internaron en la maleza, sin mirar atrás, pues no tenían pasado. Ni presente, ni futuro. Sólo seguir las confiadas huellas del enemigo. Muerte al tolteca, muerte al tolteca, muerte el tolteca retumbaba en sus cerebros, por cada zancada de las veloz carrera. Era la muerte misma, encarnada en siete cuerpos y en cada fibra de odio que surcaba la jungla. Siete gigantes de bronce sedientos de sangre, como un hálito, feroz y temible, con la sola intención de ser certeros y fugaces, como un rayo; matar y morir. No habría un después; no tendría sentido que lo hubiera. Tras una jornada de marcha forzada avistaron la retaguardia del nutrido ejército enemigo. Xahanaví dijo: - Lo rodearemos y alcanzaremos su vanguardia; allí viajan sus jefes. . . Veloces como sombras, indiferentes a dos días sin probar bocado, sin sufrir sed ni cansancio por la demencial persecución; como oscuros espíritus del fin de los tiempos, sobrepasaron la extensa columna tolteca, y detuvieron su marcha en un espeso bosquecillo de zarzas. Un vengador ascendió la alta copa de un gigante árbol del trópico; para luego descolgarse, flexible, informando: - Pronto llegarán; vienen directo hacia aquí. El emperador viaja en una hangarilla y dos filas de soldados lo protegen a cada lado. Decidieron atacar por sorpresa un flanco de la guardia imperial; armarían una cuña, con el jefe al frente, luego dos guerreros; Tzinaho al medio; - Tú eres el más fuerte, dijo Xahanaví, y, cuando rompamos la escolta, matarás a su rey; con eso será suficiente. Tres mexahuan cerraban la pequeña formación. Anahuatl, emperador de los toltecas, rey de reyes, viajaba adormecido en sus sueños de gloria; el fácil triunfo consolidaría su poder absoluto. Sería casi imposible, para cualquier levantisco, ignorar el precio de la rebeldía. Sus dominios crecerían y crecerían. . . Ya estaba urdiendo maniobras políticas para capitalizar, en su beneficio, la aplastante derrota mexahuan. Fuertes aullidos interrumpieron sus cavilaciones. La fiera arremetida de Xahanaví costó la vida de dos toltecas; cuando la guardia quiso reaccionar, los dos guerreros siguientes aplastaron, en sangriento cuerpo a cuerpo, la segunda fila de custodios. Tzinaho saltó sobre el cuerpo moribundo de Xahanaví, se encaramó a la litera, repujada en oro, arrancó la colorida cortinilla y clavó sus ojos de fuego y sangre en el emperador, gritándole: - Muere, cerdo. . . Una y otra vez, el afilado cuarzo blanquecino del venablo desgarró las carnes mortales del “hijo del Dios”. Un fuerte lanzazo en el flanco le hizo detener la carnicería, se revolvió como fiera rabiosa- y chuzó al guerrero tolteca. En tres ágiles brincos ganó la espesura de la maleza, y corrió hacia el Sur. Estaba solo; sus seis compañeros yacían entre cadáveres enemigos, pero el emperador estaba destrozado, y su pueblo de la selva descansaba en la paz de la venganza.
  • 140. 140 La confusión ganó a la tropa tolteca: “el emperador ha muerto”, se repetía de boca en boca. Por fin un oficial, en medio del caos, designó tres docenas de guerreros para perseguir –y capturar con vida- al homicida: - Responderán con sus cabezas, si no traen esa fiera a nuestro altar de sacrificios. . . El último mexahuan comenzó su cacería. Durante dos jornadas estudió a sus perseguidores. La vanguardia eran tres rastreadores xoncotíes; debía estar siempre detrás de estos bravos que, como él, sabían leer los ocultos mensajes de la jungla. Analizó el funcionamiento de la formación enemiga. El amplia flanco armaba un extenso arco, en cuyo foco, pretendían cercar al fugitivo. Por seis veces, durante la jornada, los toltecas se comunicaban mediante dos breves acordes de un agudo silbato. Se reunían sólo al anochecer donde cenaban y descansaban bajo estricta guardia rotativa. Tzinaho decidió atacar durante el día, e ir bajando a sus oponentes cargando desde un flanco hacia el centro del abanico. Avanzaba el tolteca, lento y cauteloso. Como a sus compañeros, le preocupaba haber perdido el rastro del salvaje. Si éste huía no podrían volver sin riesgo de ser ejecutados, pero más le atemorizaba el formar un extremo de la escuadra, con selva impenetrable a su alrededor y sólo a su derecha, a pocos centenares de metros, marchaba oculto un compañero. Toda su vida había transcurrido entre montañas, y le desazonaba esta búsqueda en la selva. No tenía miedo, pero siempre había enfrentado enemigos visibles. Iba a matar ó morir, y, muchas veces arrostro la muerte cara a cara. Pero todo le resultaba imperceptible en esta masa vegetal insondable. Sólo los claroscuros de esta densa maleza, las espesas nubes de mosquitos, y los aguijones de los tábanos perforando su túnica hasta el hastío. Su único sueño era el pronto retorno a la paz de las montañas, sus amplios horizontes, y cualquier circunstancia que lo aleje de la agresión fitofóbica de esta jungla salvaje. Anhelaba la frescura de su choza de pirca, y la serena paz que le invadía arando la tierra para sembrar maíz. Añoraba dormir junto al suave cuerpo de su mujer, observando por su ventana un cielo azul negro orlado de miríadas de brillantes estrellas. ¿Qué extraño país era éste?; sin cielos ni lunas, sólo asfixiantes túneles espinosos, atravesando un follaje denso y viscoso... Levantó la vista, y se encontró con un gigante broncíneo, semidesnudo, totalmente pintado de rojo, blanco y negro. Quiso gritar, pero un puñal, en raudo vuelo, destrozó su garganta. Como entre sueños, oyó la voz lejana del mexahuan: - Perdóname, tolteca, que los Dioses se apiaden de ti. . . En el postrer hálito de su vida, le parecía ver la majestuosa belleza de los brillantes casquetes de hielo de sus volcanes andinos. Cuando extrajo su arma del oponente, miró, fijamente, su rostro contraído por el dolor final. Era un hombre de aproximadamente su edad; seguro tendría familia en sus lares. Odió tanta muerte innecesaria. Jamás había matado sin estricta necesidad. Sabía la vida era un conjunto interconectado, cuya esencia debía respetarse para no alterar el delicado equilibrio impuesto por el supremo hacedor. ¿Por qué debía morir este hombre joven y sano? Para satisfacer la ambición de un necio reyezuelo?
  • 141. 141 Acaso, ¿no era único, irrepetible e irremplazable para quienes lo amaban? El mexahuan lavó su cuchillo y sus manos, se sentía sucio, culpable y frustrado por esta matanza que lo iba vaciando más y más. Nada le devolvería el amor de su mujer, la ternura de sus hijos ni el bullicioso alboroto de su aldea. Todo estaba perdido. Sabía, con certeza, que lo mejor de sí murió con la masacre de su pueblo. Sólo había supervivido su fibra más sórdida, su instinto de bestia; un demonio vil y sanguinario, para nada superior a los toltecas. Cerró los ojos del –circunstancial- enemigo, quitó el silbato de su mano, y reinició su guerra privada. Nueve toltecas dejaron la vida durante esa jornada; y sólo al caer la noche advirtieron, sus compañeros, las bajas. El terror fue ganando a los perseguidores. Los guías xontoníes afirmaban que el mexahuan no era humano, sino el mismo demonio, silencioso y mortífero; y que, seguramente, los devoraría a todos al ampara de la noche. - Son ridiculeces –acotó el oficial del imperio- es sólo un hombre; ó ¿acaso no vimos sus rastros de sangre en la maleza? Por la mañana la situación no mejoró; los xontoníes habían desertado y la moral de la tropa era insostenible. El jefe reunió a sus hombres, advirtiendo: - Cazaremos a este salvaje, aunque dejemos la vida en la empresa, la deserción se pagará con la muerte, si es que antes no los encuentra el mexahuan. Se diseñó una nueva estrategia; irían en parejas y se reagruparían al mediodía para evaluar la marcha de los acontecimientos. Estaba el sol en el cenit cuando se reunieron los restos de la patrulla, incluyendo al jefe quedaban ocho guerreros. Imposible determinar si las bajas eran por muerte ó deserción; ¿qué más daba? Tampoco era consecuente indagarlo. Comieron en silencio, con los ojos despavoridos auscultando la jungla impenetrable, tratando de advertir la oscura muerte acechando desde la imponente copa de los gigantes de la selva. Repentinamente, una saeta envenenada hincó el dorso de un bravo, que cayó entre quejidos y sollozos, retorciéndose de dolor. . . - No quiero morir. . gemía, renegando ante lo inevitable. Pero el curare fue, una vez más, certero, y la muerte, piadosa, llevó prontamente al agonizante. Cinco toltecas se dispersaron en la maleza, aullando de terror. - Deténganse, imbéciles. . . Bramaba el oficial; más fue inútil. Al poco tiempo sólo se oían los gritos de los guacamayos y los chillidos de los monos en los altos árboles circundantes. Los dos toltecas se miraron en silencio; el jefe, sentado en la grama, clavaba su lanza jugando con la corteza de un grueso tronco, por fin, musitó: - No podemos volver; seríamos ejecutados; nuestra única alternativa sería asilarnos en algún pueblo de la costa. Su compañero, un hombre bajo, robusto y nudoso, veterano de cien guerras imperiales, asintió en silencio, acotando: - Es cierto, lo penoso y burlesco es que, como el mexahuan, también hemos perdido pueblo, hogar, familia. . . Caía, lentamente, la noche en la espesura. El umbrío silencio sólo era interrumpido por el chistido de las lechuzas y el zumbido del vuelo
  • 142. 142 rasante de los murciélagos. Los toltecas encendieron fuego para ahuyentar las alimañas nocturnas, y, mirando la caprichosa danza de las llamas entre los leños, meditarían, quizás, en sus lejanas familias, en la áspera ladera del Ande amigo y en las misteriosas burlas de la vida. Sus rostros, mustios e inmóviles, parecían tallas doradas brillando en las sombras. Repentinamente, el oficial imperial levantó la vista; frente a él, parado inmóvil, con un venado al hombro estaba el mexahuan. Tzinaho depositó el gamo a los pies del tolteca, diciendo: - Ha sido larga y dura la lucha; los hombres deben comer. - Comamos, pues, hombre de los jaguares –contestó el jefe -. En silencio, como viejos camaradas, cocieron a las brasas, la ofrenda de paz de los dioses. - Es absurda esta guerra, tolteca –afirmó el selvático -. - Es cruel y demente como toda guerra, mexahuan, las disponen cobardes para que mueran valientes. Triunfan los soldados para que se enriquezcan reyes, nobles y sacerdotes. Yo era constructor, antes del Imperio, cortaba certero la piedra a bisel, para trazar muros perfectos. Amaba cada casa construida como a un hijo emergiendo del vientre de mi compañera. Creaba de la nada; daba vida a rocas muertas y maderos informes. Después vino la guerra, interminable; matar y ver morir, amigos y enemigos, todo daba lo mismo. Siento que atrás, muy lejos, quedó vagando perdido el hombre que hubo en mí. . - Nada tengo contra ti, hombre de las montañas, ni nunca lo tuve. No puedes volver a tu país, y las cenizas del mío quedaron junto al río. Además, - acotó Tzinaho- tres hombres pueden más que dos. . . - Sea, entonces, mexahuan, - afirmaron los toltecas -. El amanecer iluminó tres hombres, adentrándose en la espesura, marchando al sur – Nunca, nadie, jamás, supo de ellos. EPÍLOGO La muerte del emperador Anahuatl dejó acéfalos sus dominios. Hitzanet, el príncipe, era un pobre demente, incapaz de gobernar. Los diferentes clanes, aspirantes al poder, iniciaron una guerra fratricida. Las luchas intestinas posibilitaron interminables revueltas de todos los pueblos oprimidos por el yugo del imperio. Una a una fueron desgranándose las piezas del reino del Quetzal. Los toltecas se desperdigaron en numerosos feudos, formados por varios clanes cada uno, y, subsistieron, en forma relativamente independiente, hasta sucumbir al dominio Azteca. En una lejana aldea, de la costa del caribe, los poblados vecinos, observaban, con estupor, surgir de la tierra hermosas viviendas de piedra, reemplazando las chozas de palma. Entre los adolescentes de la comarca comenzaron a practicarse extraños ritos de la cacería del jaguar. Después llegaron los españoles, y los sueños de América quedaron transformados en sombríos recuerdos.
  • 143. 143 Nació Guillermo Amilcar Vergara en Florida, provincia de Buenos Aires, el 22 de enero de 1948. Egresó como geólogo de la Universidad de Buenos Aires. Trabajó en su profesión en entes públicos y privados, en geología del petróleo, minería y aguas subterráneas. Publicó 63 trabajos de investigación científica en eventos y revistas nacionales e internacionales, incluyendo Francia y Cuba. Las inquietudes políticas ocuparon lugar paralelo en su vida, siendo dirigente estudiantil en 1966, contra la dictadura de Juan Carlos Onganía. Sus orígenes datan del nacionalismo católico, que, a su ingreso a la universidad vira hacia posiciones de “cristianismo y revolución”. En 1973 adhiere a la Organización Montoneros, trabajando en proyectos de base para organización de cooperativas de trabajo rural. En esas instancias adhirió a propuestas y trabajos realizados por los equipos de sacerdotes y laicos que acompañaban a Monseñor Enrique .Angelelli, a quien dedica este libro. Fue detenido en julio de 1976. Con el advenimiento de la democracia se radica en Tucumán, donde con otros compañeros, trabajamos juntos en la Renovación Peronista. Nuestra propuesta fue la suplantación de modelos caudillistas anacrónicos por nuevas dirigencias comprometidas con la planificación acabada de toda la acción política, “aggiornada” al presente, con vocación de futuro. El presente libro de cuentos cortos, relatos y ensayos tiene aristas de ficción y raíces reales que ayudan a comprender nuestra América precolombina: los genocidios imperialistas de incas y toltecas; la zaga de la Nación Araucana y la mentalidad “pro-feudal” de la dictadura 1976/1983. En lenguaje llano y frontal, Vergara dice, lo que siente… La Secretaría de Derechos Humanos a pedido de la Asociación de Ex Presos Políticos de Tucumán, gestionó esta impresión; en concordancia con la línea reivindicatoria de los DDHH, impuesta en Argentina desde 2003, y, con idéntico compromiso, por parte del Gobierno de Tucumán. Creo importante difundir “Indeleble y otros relatos del militarismo genocida y la esclavización latinoamericana”. Es otra, de las tantas facetas que tiene la verdad, en nuestra América, y la militancia “Montonera” en Argentina. C.P.N. José Vitar. Secretario de Estado de Relaciones Internacionales de la Provincia de Tucumán. Argentina. "Causas externas intervienen y se conjugan pergeñando esta obra. Pero lo hacen por intermedio de las abstracciones internas, en la medida que éstas últimas lo permiten. Carrusel de personajes con luces y sombras en constante puja. En sus acciones el lector avizora cuál de ellas triunfa.” Ester Gladis Pereira Portada: Guillermo Vergara (h)