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EL CABALLERO CARMELO
Abraham Valdelomar y su Biografía
ABRAHAM VALDELOMAR (Nació, en ICA 1888 - m. Ayacucho, 1919. Valdelomar fue el fundador y propulsor
del movimiento Colónida que representa la más firme voluntad de renovación estética e intelectual d e nuestra
época. Bajo esté signo, la aparición de su obra narrativa y poética marcó un importante hito en la evolución
de nuestra literatura. En lo que atañe a sus cuentos, aunque los más representativos son los criollos (El
Caballero Carmelo, Los ojos de Judas, El vuelo de ¡l os cóndores,etc.) debe aclararse sin embargo
que es posible señalar otras direcciones en su breve producción narrativa Nutridos por los recuerdos de su
niñez que transcurrió a orillas del mar e inspirados en el paisaje y en la vida del pueblo provinciano, los
cuentos criollos sirven al autor para plasmar el ideal de su escuela, esto es, el retorno a nuestras propias
fuentes y la defensa de nuestra expresión. Su obra narrativa está contenida principalmente en: El Caballero
Carmelo (Lima, 1918), colección de narraciones que preside su famoso cuento que da nombre al volumen;
Los hijos del Sol (Lima, 1921), que reúne sus cuentos incaicos; y su novela La ciudad de los tísicos (Lima.
1958), que fue inicialmente publicada por capítulos en la revista Variedades el año 1911. El texto elegido
pertenece a su primera colección de cuentos.
Y la higuerilla? Dijo. Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes r. Reímos
todos: Bajo la higuerilla estás!... árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle
mi hermano, limpió cariñosa las hojas que le rozaban la cara, volvimos al comedor. Sobre lataba la alforja
rebosante; Sacaba a uno, los objetos que traía y entregando a cada uno de no Qué cosas tan ricas! ¡Por
dónde viajado!Quesos frescos y envueltos por la cintura con cebada, de la Quebrada de chancacas hechas
con cocos, maníy almendras; frijoles colados redondas calabacitas, pintadas con un rectángulo del propio
dulce, que indicaba la tapa. De Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema del huevos y harina de
papa, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga " tallados en la feria serrana;
cajas manjar blanco, tejas rellena traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio,
y él iba diciendo al entregarlos: para mamá... para Rosa... para Jesús para Héctor... ¿ y para papa? —le
interrogamos, cuando terminó: nada... ¿cómo? ¿Nada para papá?...sonrió el amado, llamó al sirviente y le
dijo El Carmelo? Apoco volvió éste con una jaula y saco; de ella un gallo, que, ya libre, estiro sus cansados
miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente: cocorocóoooo...¡Para papá!Dijo mi hermano. Así entró en
nuestra casa este amigo Íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato,
cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.
II
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el
radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá.
Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos
goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el
ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos
hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir: vestíanos luego, y, al concluir
nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo
dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con
el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda
clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas.., Madre escogía el que habíamos de
tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo,y nosotros,dejando la provisión sobre
la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las
mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales
nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los
conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra
refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos
blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién
"sacados", amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincón,
entrabado, el Carmelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos,
mientras los patos, balanceándose comodueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios sobre la actitud
poco gentil del petulante. Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral
el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y golosos.
Pero el Pelado, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y
los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del
comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla. En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi
padre supo sus fechorías, dijo pausadamente: Nos lo comeremos el domingo... Defendiólo mi tercer
hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas
Agregó que desde que había llegado el Carmelo todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del
corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina. ¿Cómo no matan decía en su
defensa del gallo— a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó
un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala
suerte... Se adujo razones? El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos
cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo. El puerco
mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota
blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban
el maíz del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran
valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya perdida su
defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabera. Dos gruesas lágrimas
cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse
mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo: No llores; no nos lo comeremos...
III
Quien sale de Pisco,de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle
del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña, donde quemaban a
Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las
malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje
complicados encajes al besar húmeda orilla. Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por
estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, hora fértil, hora
infecunda, escarpada siempre, detrás de la cual oriente, extiéndese el desierto Entrada vigilan, de trecho en
trecho centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces"
siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno hierba del alacrán", verde y jugosa nacer, quebradiza en sus
mejores y en la vejez, bermeja como san; buey. En el fondo del desierto, si temieran su silenciosa aridez,
limeras hóndense en pequeños grupo, tal como lo hacen los peregrinos crzarlo y, ante el peligro, los
hombres. Siguiendo el camino, divísase en la costa la borrosa y vibrante vague marina, San Andrés de los
Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Alli,
las palmeras se multiplican y las higueras dan sombras a los hogares, tan plácida y fresca que parece que
no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado que bastante o recibió la que
sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan que al madurar revientan.
En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántense las casuchas frágil caña y estera leve, junto a las
palmeras que a la puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en la arena blanda a sus caderas amplias,
duerme, a la puerta;, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos
que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que
"achica" el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la
pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de cárieles de liviano corcho. En las horas
del mediodía, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus
toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los
que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas,las escamas y el perro husmea en los despojos. Al
lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno
pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, él más fuerte pule un remo, la moza,
fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos
extraños.
Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo, embriagado por la risa caliente y por la tibia
emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas
— en cuyos duros pies,de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas—, la cara tostada
por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que
se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no
son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes
de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas
frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar,
morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol,
cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa
para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria
y la fe en el sencillo espíritu Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de
marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre
ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comad ronas,
rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus
pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a
manejar los botes de piquete que, zozobrando en tas olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las
parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las to rtugas
centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas — filosóficas, cansadas y
pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca — y al
crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y
dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas,
inmóviles, infecundas, y solas...
IV
Esbelta, magra, musculosa y austera, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo, caballeroso,justiciero
y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y
perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color Carmelo
avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendían,
cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval. Una tarde, mi padre, después del
almuerzo, nos dio la noticia. Había
Aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de julio. No había podido evitarlo. Le
habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el delalcalde,no era un gallo de raza. Molestóse
mi padre. Cambiáronse frases y apuestas, y aceptó. Dentro de un mes toparía el Carmelo con el Ajiseco de
otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la
noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo
más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos
nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?... Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos
tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni
verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones, sacó una medialuna
de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba,
probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron
al gallo que el hombre cargó en sus brazos como un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo
acompañaron ¡Qué crueldad' —dijo mi madre, lloraba mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en
secreto, antes de salir: Oye. Anda junto con él. Cuídalo pobrecito!...llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar
y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.
V
Llegamos a San Andrés. El pueblo de fiesta. Banderas peruanas agitándose sobre las casas por el día de
Patria, que allí sabían celebrar con una jugada de gallos a la que solían todos los hacendados y ricos
hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de los
cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en
brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores
trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de
junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello. Nos encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera
daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente
estaba el juez y a su derecha el dueño del paladín Ajiseco.Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y
empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al
ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios,dos gallos de débil contextura,
y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron
los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la
muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y
Roja besó el suelo, y la voz del juez:¡Ha enterrado el pico, señores!Batió las alas el vencedor. Aplaudió la
multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando fueron sacados del ruedo.La primera jornada había
terminado. Ahora entraba el nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor de expectación vibró en el circo:
—¡El Ajiseco y el Carmelo! —¡Cien soles de apuesta!... Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general. Salieron dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo
silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo al lado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos
apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el
triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el
Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía ser un
gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a
nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardecieron se los ánimos de los adversarios,
llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la
primera embestida; entabló se la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a
la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las artes azarosas de la guerra.
Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su adversario que tal cosa es
cobardía, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes,
se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo- Estaba herido, mas parecía no
darse cuenta de su dolor, Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al
poseedor del menguado.En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con
tal furia que desbarató al otro de un solo impulso.0 Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una
herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante... —¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! — gritaron sus partidarios,
creyendo ganada la prueba. Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones
dijo: —¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo,como para
humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de
los gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo
sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo que se
desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un
clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como ésa era la jugada
más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta: —¡Viva el Carmelo! Yo y mis
hermanos lo recibimos y o condujimos a casa, atravesando por a orilla del mar el pesado camino, y soplando
aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.
VI
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo
poníamos en el pico: pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una Gran tristeza reinaba en la
casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan
decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico
rojos granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde
estaba, entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y
estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y
cantó, Retrocedió unos pasos,inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus
débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente. Echamos a llorar.
Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo
una sola palabra y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en
el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre. Así pasó por el mundo aquel
héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y
último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos
años, de todo el verde y fecundo valle de Caúcato.

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  • 1. EL CABALLERO CARMELO Abraham Valdelomar y su Biografía ABRAHAM VALDELOMAR (Nació, en ICA 1888 - m. Ayacucho, 1919. Valdelomar fue el fundador y propulsor del movimiento Colónida que representa la más firme voluntad de renovación estética e intelectual d e nuestra época. Bajo esté signo, la aparición de su obra narrativa y poética marcó un importante hito en la evolución de nuestra literatura. En lo que atañe a sus cuentos, aunque los más representativos son los criollos (El Caballero Carmelo, Los ojos de Judas, El vuelo de ¡l os cóndores,etc.) debe aclararse sin embargo que es posible señalar otras direcciones en su breve producción narrativa Nutridos por los recuerdos de su niñez que transcurrió a orillas del mar e inspirados en el paisaje y en la vida del pueblo provinciano, los cuentos criollos sirven al autor para plasmar el ideal de su escuela, esto es, el retorno a nuestras propias fuentes y la defensa de nuestra expresión. Su obra narrativa está contenida principalmente en: El Caballero Carmelo (Lima, 1918), colección de narraciones que preside su famoso cuento que da nombre al volumen; Los hijos del Sol (Lima, 1921), que reúne sus cuentos incaicos; y su novela La ciudad de los tísicos (Lima. 1958), que fue inicialmente publicada por capítulos en la revista Variedades el año 1911. El texto elegido pertenece a su primera colección de cuentos. Y la higuerilla? Dijo. Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes r. Reímos todos: Bajo la higuerilla estás!... árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosa las hojas que le rozaban la cara, volvimos al comedor. Sobre lataba la alforja rebosante; Sacaba a uno, los objetos que traía y entregando a cada uno de no Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde viajado!Quesos frescos y envueltos por la cintura con cebada, de la Quebrada de chancacas hechas con cocos, maníy almendras; frijoles colados redondas calabacitas, pintadas con un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa. De Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema del huevos y harina de papa, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga " tallados en la feria serrana; cajas manjar blanco, tejas rellena traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregarlos: para mamá... para Rosa... para Jesús para Héctor... ¿ y para papa? —le interrogamos, cuando terminó: nada... ¿cómo? ¿Nada para papá?...sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo El Carmelo? Apoco volvió éste con una jaula y saco; de ella un gallo, que, ya libre, estiro sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente: cocorocóoooo...¡Para papá!Dijo mi hermano. Así entró en nuestra casa este amigo Íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo. II Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir: vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas.., Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo,y nosotros,dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra
  • 2. refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincón, entrabado, el Carmelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose comodueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante. Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y golosos. Pero el Pelado, a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla. En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus fechorías, dijo pausadamente: Nos lo comeremos el domingo... Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas Agregó que desde que había llegado el Carmelo todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina. ¿Cómo no matan decía en su defensa del gallo— a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte... Se adujo razones? El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos. El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabera. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo: No llores; no nos lo comeremos... III Quien sale de Pisco,de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar húmeda orilla. Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, hora fértil, hora infecunda, escarpada siempre, detrás de la cual oriente, extiéndese el desierto Entrada vigilan, de trecho en trecho centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno hierba del alacrán", verde y jugosa nacer, quebradiza en sus mejores y en la vejez, bermeja como san; buey. En el fondo del desierto, si temieran su silenciosa aridez, limeras hóndense en pequeños grupo, tal como lo hacen los peregrinos crzarlo y, ante el peligro, los hombres. Siguiendo el camino, divísase en la costa la borrosa y vibrante vague marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Alli, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombras a los hogares, tan plácida y fresca que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado que bastante o recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y todas sus flores dan que al madurar revientan. En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántense las casuchas frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en la arena blanda a sus caderas amplias, duerme, a la puerta;, el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que "achica" el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de cárieles de liviano corcho. En las horas del mediodía, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus
  • 3. toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas,las escamas y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, él más fuerte pule un remo, la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños. Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo, embriagado por la risa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas — en cuyos duros pies,de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas—, la cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo. Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo espíritu Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comad ronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que, zozobrando en tas olas, les enseñaban a domeñar la marina furia. Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las to rtugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas — filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca — y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas... IV Esbelta, magra, musculosa y austera, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo, caballeroso,justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color Carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval. Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había Aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el delalcalde,no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas, y aceptó. Dentro de un mes toparía el Carmelo con el Ajiseco de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?... Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones, sacó una medialuna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos como un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo
  • 4. acompañaron ¡Qué crueldad' —dijo mi madre, lloraba mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir: Oye. Anda junto con él. Cuídalo pobrecito!...llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos. V Llegamos a San Andrés. El pueblo de fiesta. Banderas peruanas agitándose sobre las casas por el día de Patria, que allí sabían celebrar con una jugada de gallos a la que solían todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de los cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello. Nos encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a su derecha el dueño del paladín Ajiseco.Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios,dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y Roja besó el suelo, y la voz del juez:¡Ha enterrado el pico, señores!Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando fueron sacados del ruedo.La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor de expectación vibró en el circo: —¡El Ajiseco y el Carmelo! —¡Cien soles de apuesta!... Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar. En medio de la expectación general. Salieron dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro Carmelo al lado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardecieron se los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entabló se la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín. Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su adversario que tal cosa es cobardía, mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo- Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor, Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado.En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo impulso.0 Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante... —¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! — gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba. Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones dijo: —¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo,como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como ésa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta: —¡Viva el Carmelo! Yo y mis hermanos lo recibimos y o condujimos a casa, atravesando por a orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.
  • 5. VI Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico: pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una Gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojos granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba, entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó, Retrocedió unos pasos,inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente. Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre. Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caúcato.