El hombre mediocre
de José Ingenieros
INTRODUCCIÓN
LA MORAL DE LOS IDEALISTAS.
I. La emoción del Ideal – II. De un idealismo f undado en la experiencia. - III. Los temperamentos
Idealistas. - IV. El idealismo romántico. - V. El Idealismo estoico. - VI. Símbolo.
I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL
Cuando pones la proa v isionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, af anoso de
perf ección y rebelde a la mediocridad, llev as en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz
de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere
en ti, quedas inerte: f ría bazof ia humana. Sólo v iv es por esa partícula de ensueño que te sobrepone a lo
real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento. Innumerables signos la rev elan: cuando se
te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta a Sócrates, la cruz izada para Cristo y la hoguera
encendida a Bruno; -cuando te abstraes en lo inf inito ley endo un diálogo de Platón, un ensay o de Montaigne
o un discurso de Helv ecio; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual f ortuna de esas
pasiones en que f uiste, alternativ amente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota; -cuando tus
sienes se hielan de emoción al declamar una estrof a de Musset que rima acorde con tu sentir; -y cuando,
en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime v irtud de los santos, la magna gesta de los
héroes, inclinándote con igual v eneración ante los creadores de Verdad o de Belleza.
Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan f rente a una aurora o cimbran en una
tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reír con Moliére, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner;
ni enmudecer ante el Dav id, la Cena o el Partenón. Es de pocos esa inquietud de perseguir áv idamente
alguna quimera, v enerando a f ilósof os, artistas y pensadores que f undieron en síntesis supremas sus
v isiones del ser y de la eternidad, v olando más allá de lo real. Los seres de tu estirpe, cuy a imaginación se
puebla de ideales y cuy o sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera, f orman raza aparte en la
humanidad: son idealistas.
Def iniendo su propia emoción, podría decir quien se sintiera poeta: el Ideal es un gesto del espíritu hacia
alguna perf ección.
II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA
Los f ilósof os del porv enir, para aproximarse a f ormas de expresión cada v ez menos inexactas, dejarán a los
poetas el hermoso priv ilegio del lenguaje f igurado; y los sistemas f uturos, desprendiéndose de añejos
residuos místicos y dialécticos, irán poniendo la Experiencia como f undamento de toda hipótesis legítima.
No es arriesgado pensar que en la ética v enidera f lorecerá un idealismo moral, independiente de dogmas
religiosos y de apriorismos metaf ísicos: los ideales de perf ección, f undados en la experiencia social y
ev olutiv os como ella misma, constituirán la íntima trabazón de una doctrina de la perf ectibilidad indef inida,
propicia a todas las posibilidades de enaltecimiento humano.
Un ideal no es una f órmula muerta, sino una hipótesis perf ectible; para que sirv a, debe ser concebido así,
actuante en f unción de la v ida social que incesantemente dev iene. La imaginación, partiendo de la
experiencia, anticipa juicios acerca de f uturos perf eccionamientos: los ideales, entre todas las creencias,
representan el resultado más alto de la f unción de pensar.
La ev olución humana es un esf uerzo continuo del hombre para adaptarse a la naturaleza, que ev oluciona a
su v ez. Para ello necesita conocer la realidad ambiente y prev er el sentido de las propias adaptaciones: los
caminos de su perf ección. Sus etapas ref léjanse en la mente humana como ideales. Un hombre, un grupo
o una raza son idealistas porque circunstancias propicias determinan su imaginación a concebir
perf eccionamientos posibles.
Los ideales son f ormaciones naturales. Aparecen cuando la f unción de pensar alcanza tal desarrollo que la
imaginación puede anticiparse a la experiencia. No son entidades misteriosamente inf undidas en los
hombres, ni nacen del azar. Se f orman como todos los f enómenos accesibles a nuestra observ ación. Son
ef ectos de causas, accidentes en la ev olución univ ersal inv estigada por las ciencias y resumidas por las
f ilosof ías. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar es un punto en el cosmos; en ese
punto es un simple detalle el planeta que habitamos; en ese detalle la v ida es un transitorio equilibrio químico
de la superf icie; entre las complicaciones de ese equilibrio v iv iente la especie humana data de un período
brev ísimo; en el hombre se desarrolla la f unción de pensar como un perf eccionamiento de la adaptación al
medio; uno de sus modos es la imaginación que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando
sus resultados posibles y abstray endo de ella ideales de perf ección.
Así la f ilosof ía del porv enir, en v ez de negarlos, permitirá af irmar su realidad como aspectos legítimos de la
f unción de pensar y los reintegrará en la concepción natural del univ erso. Un ideal es un punto y un momento
entre los inf initos posibles que pueblan el espacio y el tiempo.
Ev olucionar es v ariar. En la ev olución humana el pensamiento v aría incesantemente. Toda v ariación es
adquirida por temperamentos predispuestos; las v ariaciones útiles tienden a conserv arse. La experiencia
determina la f ormación natural de conceptos genéricos, cada v ez más sintéticos; la imaginación abstrae de
éstos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que pueden ser hipótesis acerca del
incesante dev enir: así se f orman los ideales que, para el hombre, son normativ os de la conducta en
consonancia con sus hipótesis. Ellos no son apriorísticos, sino inducidos de una v asta experiencia; sobre
ella se empina la imaginación para prev er el sentido en que v aría la humanidad. Todo ideal representa un
nuev o estado de equilibrio entre el pasado y el porv enir.
Los ideales pueden no ser v erdades; son creencias. Su f uerza estriba en sus elementos ef ectiv os: influyen
sobre nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las
v ariaciones f uturas adquiere un v alor moral: las más prov echosas a la especie son concebidas como
perf eccionamientos. Lo f uturo se identif ica con lo perf ecto. Y los ideales, por ser v isiones anticipadas de lo
v enidero, inf luy en sobre la conducta y con el instrumento natural de todo progreso humano.
Mientras la instrucción se limita a extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas,
la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen propicios a la perf ección.
El concepto de lo mejor es un resultado natural de la ev olución misma. La v ida tiende naturalmente a
perf eccionarse. Aristóteles enseñaba que la activ idad es un mov imiento del ser hacia la propia "entelequia":
su estado de perf ección. Todo lo que existe persigue su entelequia, y esa tendencia se ref leja en todas las
otras f unciones del espíritu; la f ormación de ideales está sometida a un determinismo, que, por ser complejo,
no es menos absoluto. No son obra de una libertad que escapa a las ley es de todo lo univ ersal, ni productos
de una razón pura que nadie conoce. Son creencias aproximativ as acerca de la perf ección v enidera. Lo
f uturo es lo mejor de lo presente, puesto que sobrev iene en la selección natural: los ideales son un "élan"
hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del dev enir.
A medida que la experiencia humana se amplía, observ ando la realidad, los ideales son modif icados por la
imaginación, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia e imaginación siguen v ías paralelas, aunque
v a muy retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis v uela, el hecho camina; a v eces el ala rumbea mal,
el pie pisa siempre en f irme; pero el v uelo puede rectif icarse, mientras el paso no puede v olar nunca.
La imaginación es madre de toda originalidad; def ormando lo real hacia su perf ección, ella crea los ideales
y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad: el libre albedrío es un error útil para la gestación
de los ideales. Por eso tiene, prácticamente, el v alor de una realidad. Demostrar que es una simple ilusión,
debida a la ignorancia de causas innúmeras, no implica negar su ef icacia. Las ilusiones tienen tanto v alor
para dirigir la conducta, como las v erdades más exactas; puede tener más que ellas, si son intensamente
pensadas o sentidas. El deseo de ser libre nace del contraste entre dos móv iles irreductibles: la tendencia
a persev erar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia a aumentar el ser, implicada en la v ariación.
La una es principio de estabilidad, la otra de progreso.
En todo ideal, sea cual f uere el orden a cuy o perf eccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de
continuidad: "es una idea f ija o una emoción f ija". Como propulsores de la activ idad humana, se equiv aleny
se implican recíprocamente, aunque en. la primera predomina el razonamiento y en la segunda la pasión.
"Ese principio de unidad, centro de atracción y punto de apoy o de todo trabajo de la imaginación creadora,
es decir, de una síntesis subjetiv a que tiende a objetiv arse, es el ideal" dijo Ribot. La imaginación despoja a
la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los
moldes de perf ección que concibe más puros. Los ideales son, por ende, reconstrucciones imaginativ as de
la realidad que dev iene.
Son siempre indiv iduales. Un ideal colectiv o es la coincidencia de muchos indiv iduos en un mismo af án de
perf ección. No es que una "idea" los acomune, sino que análoga manera de sentir y de pensar conv ergen
hacia un "ideal" común a todos ellos. Cada era, siglo o generación puede tener su ideal; suele ser patrimonio
de una selecta minoría, cuy o esf uerzo consigue imponerlo a las generaciones siguientes. Cada ideal puede
encarnarse en un genio; al principio, mientras él lo def ine o lo plasma, sólo es comprendido por el pequeño
núcleo de espíritus sensibles al ritmo de la nuev a creencia.
El concepto abstracto de una perf ección posible toma su f uerza de la Verdad que los hombres le atribuy en:
todo ideal es una f e en la posibilidad misma de la perf ección. En su protesta inv oluntaria contra lo malo se
rev ela siempre una indestructible esperanza de lo mejor; en su agresión al pasado f ermenta una sana
lev adura de porv enir.
No es un f in, sino un camino. Es relativ o siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende a
realizarse no depende de su v erdad ef ectiv a sino de la que se le atribuy e. Aun cuando interpreta
erróneamente la perf ección v enidera, es ideal para quien cree sinceramente en su v erdad o su excelsitud.
Reducir el idealismo a un dogma de escuela metaf ísica equiv ale a castrarlo; llamar idealismo a las f antasías
de mentes enf ermizas o ignorantes, que creen sublimizar así su incapacidad de v iv ir y de ilustrarse, es una
de tantas ligerezas alentadas por los espíritus palabristas. Los más v ulgares diccionarios f ilosóf icos
sospechan este embrollo deliberado: "Idealismo: palabra muy v aga que no debe emplearse. sin explicarla".
Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas y tantos idealistas como hombres
aptos para concebir perf ecciones y capaces de v ivir hacia ellas. Debe rehusarse el monopolio de los ideales
y cuantos lo reclaman en nombre de escuelas f ilosóf icas, sistema de moral, credos de religión, f anatismo de
secta o dogma de estética.
El "idealismo" no es priv ilegio de las doctrinas espiritualistas que desearían oponerlo al "materialismo",
llamando así, despectiv amente, a todas las demás; ese equív oco, tan explotado por los enemigos de las
Ciencias -tenidas justamente como hontanares de Verdad y de Libertad-, se duplica al sugerir que la materia
es la antítesis de la idea, después de conf undir al ideal con la idea y a ésta con el espíritu, como entidad
trascendente y ajena al mundo real. Se trata, v isiblemente, de un juego de palabras, secularmente repetido
por sus benef iciarios, que transportan a las doctrinas f ilosóf icas el sentido que tienen los v ocablos idealismo
y materialismo en el orden moral. El anhelo de perf ección en el conocimiento de la Verdad puede animar
con igual ímpetu al f ilósof o monista y al dualista, al teólogo y al ateo, al estoico y al pragmatista. El particular
ideal de cada uno concurre al ritmo total de la perf ección posible, antes que obstar al esf uerzo similar de los
demás.
Y es más estrecha, aún, la tendencia a conf undir el idealismo, que se ref iere a los ideales, con las tendencias
metaf ísicos que así se denominan porque consideran a las "ideas" más reales que la realidad misma, o
presuponen que ellas son la realidad única, f orjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano.
"Ideólogos" no puede ser sinónimo de "idealistas", aunque el mal uso induzca a creerlo.
No podríamos restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras
del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel,
Ticiano, Flaubert o Wagner; el esf uerzo imaginativ o de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de
colores, de líneas o de sonidos, se equiv ale, siempre que su obra transparente un modo de belleza o una
original personalidad.
No le conf undiremos, en f in, con cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la perf ección en
f av or de alguno de los f anatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un único
e inev itable. Bien ideal, dif ícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esf uerzo indiv idual
hacia la v irtud puede ser tan magníf icamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico,
por el cristiano como por el anarquista, por el f ilántropo como por el epicúreo, pues todas las teorías
f ilosóf icas son igualmente incompatibles con la aspiración indiv idual hacia el perf eccionamiento humano.
Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden
cobijarse dignos y buscav idas, v irtuosos y sin v ergüenza. El anhelo y la posibilidad de la perf ección no es
patrimonio de ningún. credo: recuerda el agua de aquella f uente, citada por Platón, que no podía contenerse
en ningún v aso.
La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de
la v ida social se seleccionan naturalmente; sobrev iv en los más adaptados, los que mejor prev én el sentido
de la ev olución; es decir, los coincidentes con el perf eccionamiento ef ectiv o. Mientras la experiencia no da
su f allo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su f uerza de contraste; si es f also
muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente;
es una v isión remota y , por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y
esclav izarse a las contingencias de la v ida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perf ección
moral.
Cuando un f ilósof o enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto
más dif ícil cuanto más se elev an sobre los prejuicios y el palabrismo conv encionales en el ambiente que le
rodea; lo mismo ocurre con la v erdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es f ácil para lo
que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es dif ícil cuando la imaginación no pone may or
originalidad en el concepto o en la f orma.
Ese desequilibrio entre la perf ección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de
la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se inf iere que los ideales lógicos,
estéticos o morales deban ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a
desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral o f ea, ni f ue nunca la Belleza absurda o
nociv a, ni tuv o el Bien sus raíces en el error o la desarmonía. De otro modo concebiríamos perf ecciones
imperf ectas.
Los caminos de perf ección son conv ergentes. Las f ormas inf initas del ideal son complementarias: jamás
contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la
Belleza, f ormas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas.
Los ideales están en perpetuo dev enir, como las f ormas de la realidad a que se anticipan. La imaginación
los construy e observ ando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una v ez f ormados y a no
están en ella, son anticipaciones de ella, v iv en sobre ella para señalar su f uturo. Y cuando la realidad
ev oluciona hacia un ideal antes prev isto, la imaginación se aparta nuev amente de la realidad, aleja de ella
al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la
quimera. El ideal es un "límite": toda realidad es una "dimensión v ariable" que puede acercársele
indef inidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo "v ariable" se acerque a su "límite", se concibe que
podría acercársele más; sólo se conf unden en el inf inito.
Todo ideal es siempre relativ o a una imperf ecta realidad presente. No los hay absolutos. Af irmarlo implicaría
abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad inf inita de la perf ección. Erraban los v iejos moralistas
al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, conv ergían todo el espacio y todo el
tiempo; para la ética moderna, libre de esa grav e f alacia, la relativ idad de los ideales es un postulado
f undamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente transf ormación hacia perf eccionamientos
ilimitados.
Es propia de gentes primitiv as toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos. Y es contraria a todo
idealismo, excluy ente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad v aría; con esa v ariación se
desplaza el punto de ref erencia de los ideales. Nacen y mueren, conv ergen o se excluy en, palidecen o se
acentúan; son, también ellos, v iv ientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso sin
f in. No habiendo un esquema f inal e insuperable de perf ección, tampoco lo hay de los ideales humanos. Se
f orman por cambio incesante; ev olucionan siempre; su palingenesia es eterna.
Esa ev olución de los ideales no sigue un ritmo unif orme en el curso de la v ida social o indiv idual. Hay climas
morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta concibe un
ideal y se esf uerza por realizarlo. Y los hay en la ev olución de cada hombre, aisladamente considerado.
Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas o se callan: la realidad
of rece inmediatas satisf acciones a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo af án de perf ección.
Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porv enir, entrev istos por pocos, seguidos por el
pueblo o ahogados por su indif erencia, ora predestinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a quedar
latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicio. Y otros ideales mueren, porque son creencias
f alsas: ilusiones que el hombre se f orja acerca de si mismo o quimeras v erbales que los ignorantes persiguen
dando manotadas en la sombra.
Sin ideales sería inexplicable la ev olución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo
esf uerzo magníf ico realizado por un hombre o por un pueblo. Son f aros sucesiv os en la ev olución mental de
los indiv iduos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia,
anticipándose a sus resultados. Ésa es la ley del dev enir humano: los acontecimientos, y ermos de suy o para
la mente humana, reciben v ida y calor de los ideales, sin cuy a inf luencia y acerían inertes y los siglos serían
mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son f aros luminosos que de trecho en trecho alumbran
la ruta. La historia de la civ ilización muestra una inf inita inquietud de perf ecciones, que grandes hombres
presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana
se adv ierte una f uerza que obstruy e todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales.
Así concebido, conv iene reintegrar el idealismo en toda f utura f ilosof ía científica. Acaso parezca extraño a
los que usan palabras sin def inir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de los
v erbalistas.
Def inido con claridad, separado de sus malezas seculares, será siempre el priv ilegio de cuantos hombres
honran, por sus v irtudes, a la especie humana. Como doctrina de la perf ectibilidad, superior a toda af irmación
dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiv ersado por los miopes y los f anáticos, se rebaja. Yerran
los que miran al pasa- do, poniendo el rumbo hacia prejuicios muertos y v istiendo al idealismo con andrajos
que son su mortaja; los ideales v iv en de la Verdad, que se v a haciendo; ni puede ser v ital ninguno que lo
contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo f uturo a la experiencia de lo
presente, el Ideal a la Verdad, como si conv iniera apagar las luces del camino para no desv iarse de la meta.
Es f also; la imaginación y la experiencia v an de la mano. Solas, no andan.
Al idealismo dogmático que los antiguos metaf ísicos pusieron en las "ideas" absolutas y apriorísticas,
oponemos un idealismo experimental que se ref iere a los "ideales" de perf ección, incesantemente
renov ados, plásticos, ev olutiv os como la v ida misma.
III. LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS
Ningún Dante podría elev ar a Gil Bles. Sancho y Tartuf o hasta el rincón de su paraíso donde moran Cy rano,
Quijote y Stockmann. Son dos mundos morales, dos razas, dos temperamentos: Sombras y Hombres. Seres
desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre habrá ev idente contraste entre el serv ilismo y la
dignidad, la torpeza y el genio, la hipocresía y la v irtud. La imaginación dará a unos el impulso original hacia
lo perf ecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectiv os. Siempre habrá, por f uerza, idealistas y
mediocres.
El perf eccionamiento humano se ef ectúa con ritmo div erso en las sociedades y en los indiv iduos. Los más
poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos v arían,
av anzando sobre el porv enir; al rev és de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuev os, los toman
clav ando sus pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres,
predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perf ección más allá de lo actual, son los
"idealistas". La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales sino de su
temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen
un sincero af án de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus af iebrados por algún ideal son adv ersarios de
la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los
calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son nadie ni nada.
Todo idealista es un hombre cualitativ o: posee un sentido de las dif erencias que le permite distinguir entre
lo malo que observ a, y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativ os; pueden apreciar el
más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor.
Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre práctico", limitado a las contingencias del
presente, importa un renunciamiento a toda imperf ección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el
porv enir; sólo de los imaginativ os espera la ciencia sus hipótesis, el arte su v uelo, la moral sus ejemplos, la
historia sus páginas luminosas. Son la parte v iv a y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho
más que aprov echarse de su esf uerzo, v egetando en la sombra. Todo porv enir ha sido una creación de los
hombres capaces de presentirlo, concretándolo en inf inita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación
construy endo sin tregua, que el cálculo destruy endo sin descanso. La excesiv a prudencia de los mediocres
ha paralizado siempre las iniciativ as más f ecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluy a la
experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la
inspiración y la sabiduría; por eso, con f recuencia, v iv en trabados por su espíritu crítico cuando los caldea
una emoción lírica y ésta les nubla la v ista cuando observ an la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y
la sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable
para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la conv ierte en hoguera. Todo
idealismo es, por eso, un af án de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia,
madrastra de obstinadas rutinas.
La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perf ección particular; pero siempre llega
más allá de donde habría ido sin su esf uerzo. Un objetiv o que huy e ante ellos conv iértese en estímulo para
perseguir nuev as quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La
humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado v iv iendo con
la obsesiv a aspiración de otros mejores.
En la ev olución humana, los ideales mantiénense en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es
precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado,
aunque sin la intensidad necesaria para v iolentarlo; esa lucha es un ref lujo perpetuo entre lo más concebido
y lo menos realizado. Por eso los idealistas son f orzosamente inquietos, como todo lo que v iv e, como la vida
misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuy a estabilidad parece inercia de muerte. Esa
inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus quimeras,
como es f recuente. No agita a los hombres sin ideales, inf orme argamasa de humanidad.
Toda juv entud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos
y de los seniles. Y sólo es juv entud la sana e iluminada, la que mira al f rente y no a la espalda; nunca los
decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado: lo que en ellos
parece primav era es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es y a un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay
juv entud en los que trabajan con entusiasmo para el porv enir; por eso en los caracteres excelentes puede
persistir sobre el apeñuscarse de los años.
Nada cabe esperar de los hombres que entran a la v ida sin af iebrarse por algún ideal; a los que nunca f ueron
jóv enes, paréceles descarriado todo ensueño. Y no se nace jov en: hay que adquirir la juv entud. Y sin un
ideal no se adquiere.
Los idealistas suelen ser esquiv os o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la
tiranía del engranaje niv elador, aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se intenta
domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles- maleables, solidarios, unif ormes en la
común mediocridad. Las f uerzas conserv adoras que componen el subsuelo social pretenden amalgamar a
los indiv iduos, decapitándolos; detestan las dif erencias, aborrecen las excepciones, anatematizan al que se
aparta en busca de su propia personalidad. El original, el imaginativ o, el creador no teme sus odios: los
desaf ía, aun sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una v iv iente
af irmación del indiv idualismo, aunque persiga una quimera social; puede v iv ir para los demás, nunca de los
demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente
perf ectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su v ida, como Don
Quijote: "y o sé quién soy ". Viv en animados de ese af án af irmativ o. En sus ideales cif ran su ventura suprema
y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión. que anima su f e; ésta, al estrellarse contra la realidad
social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica "torre de marf il" reprochada a cuantos
se erizan al contacto de los obtusos. Diríase que de ellos dejó escrita una eterna imagen Teresa de Áv ila:
"Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras v idas y en el capullito de la seda nos
encerramos para que el gusano muera y del capullo salga v olando la mariposa".
Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la
personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerto, f río, carece de estilo, no tiene f irma.
Jamás f ueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud o de
Belleza, se requiere un esf uerzo original y v iolento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección
de dignidad hay que desgoznar algún serv ilismo. Todo ideal es, instintiv amente, extremoso; debe serlo a
sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al ref ractarse en la mediocridad de los más. Frente a los
hipócritas que mienten con v iles objetiv os, la exageración de los idealistas es, apenas, una v erdad
apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desv iar de la v erdad; llev a a la
hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es f also para quien lo prof esa: lo cree v erdadero
y coopera a su adv enimiento, con f e, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza
arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos. Y el artista busca también la suy a, porque
la Belleza es una v erdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue
en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un
ideal es serv ir a su propia Verdad. Siempre.
Algunos ideales se rev elan como pasión combativ a y otros como pertinaz obsesión; de igual manera
distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón o el cerebro. El idealismo
sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales v iv en de sentimiento. En
el idealismo experimental los ritmos af ectiv os son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la
imaginación: los ideales tórnanse ref lexiv os y serenos. Corresponde el uno a la juv entud y el otro a la
madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se f ija, resiste, v ence.
El idealista perf ecto sería romántico a los v einte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo
en la juv entud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe
cristalizarse después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento.
IV. EL IDEALISMO ROMÁNTICO
Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. Sueñan lo más para realizar lo menos;
comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas
o de indiv iduos, nunca se integran como se piensan. En pocas cosas el hombre puede llegar al Ideal que la
imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado e inalcanzable. Después de
iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y
Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, of reciendo su v ida por una caricia y su genio
por un beso. Tonos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no es inf inito el poder
humano, como el deseo?" Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más
imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como
si los nerv ios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las
nativ as inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquel subray ado por el latir más intenso de su corazón.
Son dionisiacos. Sus aspiraciones se traducen por esf uerzos activ os sobre el medio social o por una
hostilidad contra todo lo que se opone a sus corazonadas y ensueños. Construy en sus ideales sin conceder
nada a la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son
ingenuos y sensibles, f áciles de conmov erse, accesibles al entusiasmo y a la ternura; con esa ingenuidad
sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una v ida. Su idea
cristaliza en f irmezas inequív ocas cuando la realidad los hiere con más saña.
Todo romántico está por Don Quijote contra Sancho, por Cy rano contra Tartuf o, por Stockmann contra Gil
Blas; por cualquier ideal contra toda mediocridad. Pref iere la f lor al f ruto, presintiendo que éste no podría
existir jamás sin aquélla. Los temperamentos acomodaticios saben que la v ida guiada por el interés brinda
prov echos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión.
Para ellos un beso de tal mujer v ale más que cien tesoros de Golconda.
Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas "razones que la razón ignora", que decía Pascal. En
ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los By ron: su estuosidad apasionada nos estremece,
ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las v enas, humedece los párpados, entrecorta el
aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juv eniles, como si los describieran con una
v ara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Saf o, por caso, la más lírica. Su estilo es de luz y
de color, siempre encendido, ardiente a v eces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con
esa elocuencia de las v oces enronquecidas por un deseo o por un exceso, esa "v oce calda" que enloquece
a las mujeres f inas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor, con
ellos sueñan todas las Julietas e Isoldas. En v ano se conf abulan en su contra las embozadas hipocresías
mundanas; los espíritus zaf ios desearían inv entar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus
inclinaciones. Como no la poseen, renuncian a seguirlas.
El hombre incapaz de alentar nobles pasiones esquiv a el amor como si f uera un abismo; ignora que él
acrisola todas las v irtudes y es el más ef icaz de los moralistas. Viv e y muere sin haber aprendido a amar.
Caricaturiza a este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conv eniencias. Los demás le
eligen primero las queridas y le imponen después la esposa. Poco le importa la f idelidad de las primeras,
mientras le sirv an de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. Musset le
parece poco serio y encuentra inf ernal a By ron; habría quemado a Jorge Sand y la misma Teresa de Av ila
resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar a la pecadora de
Magdala. Cree f irmemente que Werther, Josely n, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la
imaginación de artistas enf ermos. Aborrece la pasión honda y sentida, detesta los) manticismos
sentimentales. Pref iere la compra tranquila a la conquista comprometedora. Ignora las supremas v irtudes
del amor, que es ensueño, anhelo, peligro, toda la imaginación conv ergiendo al embellecimiento del instinto,
y no simple v értigo brutal de los sentidos.
En las eras de rebajamiento, cuando está en su apogeo la mediocridad, los idealistas se alinean contra los
dogmatismos sociales, sea cual f uere el régimen dominante. Algunas v eces, en nombre del romanticismo
político, agitan un ideal democrático y humano. Su amor a todos los que suf ren es justo encono contra los
que oprimen su propia indiv idualidad. Diríase que llegan hasta amar a las v íctimas para protestar contra el
v erdugo indigno; pero siempre quedan f uera de toda hueste, sabiendo que en ella puede incubarse una
coy unda para el porv enir.
En todo lo perf ectible cabe un romanticismo; su orientación v aría con los tiempos y con las inclinaciones.
Hay épocas en que más f lorece, como en las horas de reacción que siguieron al sacudimiento libertario de
la rev olución f rancesa. Algunos románticos se creen prov idenciales y su imaginación se rev ela por un
misticismo constructiv o, como en Fourier y Lamennais, precedidos por Rousseau, que f ue un Marx
calv inista, y seguidos por Marx, que f ue un Rousseau judío. En otros, el lirismo tiende, como en By ron y
Ruskin, a conv ertirse en religión estática. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en tono prof ético
y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y
en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y desespera en Amiel. Fustiga a la mediocridad
con Flaubert y Barbey d'Aurev illy . Y en otros conv iértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y
domestica al indiv iduo, como en Émerson, Stirner, Guy au, lbsen o Nietzsche.
V. EL IDEALISMO ESTOICO
Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enf rena muchas impetuosidades f alaces y
da a los ideales más sólida f irmeza. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su af án
de perf ección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende a salv ar las asechanzas
que la mediocridad le tiende. Cuando la f uerza de las cosas se sobrepone a su personal inquietud y los
dogmatismos sociales cohiben sus esf uerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No
puede doblar la realidad a sus ideales, pero los def iende de ella, procurando salv arlos de toda mengua o
env ilecimiento. Lo que antes se proy ectaba hacia af uera, polarizase en el propio esf uerzo, se interioriza.
"Una gran v ida - escribió Vigny - es un ideal de la juv entud realizado en la edad madura". Es inherente a la
primera ilusión de imponer sus ensueños, rompiendo las barreras que les opone la realidad; cuando la
experiencia adv ierte que la mole no cae, el idealista atrincherándose en v irtudes intrínsecas, custodiando
sus ideales, realizándolos en alguna medida, sin que la solidaridad pueda conducirle nunca a torpes
complicidades. El idealismo sentimental y romántico se transf orma en idealismo experimental y estoico; la
experiencia regula la imaginación haciéndolo ponderado y ref lexiv o. La serena armonía clásica reemplaza
a la pujanza impetuosa: el Idealismo dionisiaco se conv ierte en Idealismo apolíneo.
Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten a la experiencia crítica: si duran hasta pasados los
límites de la juv entud, su ardor no equiv ale a su ef iciencia. Fue error de Cerv antes la av anzada edad en que
Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es más lógico Don Juan, casándose a la misma altura
en que Cristo muere; los personajes que Mürger creó en la v ida bohemia, detiénense en ese limbo de la
madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación de los contrastes acaba por coordinar la
imaginación, orientándola sin rebajarla.
Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume f ormas def initiv as: plasma la Verdad, la Belleza o la
Virtud en crisoles más perennes, tiende a f ijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su esf uerzo
tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Toda clasicidad prov iene de una selección natural entre
ideales que f ueron en su tiempo románticos y que han sobrev iv ido a trav és de los siglos.
Pocos soñadores encuentran tal clima y tal ocasión que les encumbren a la genialidad. Los más resultan
exóticos e inoportunos; los sucesos cuy o determinismo no pueden modif icar, esteriliza sus esf uerzos. De
ahí cierta aquiescencia a las cosas que no dependen del propio mérito, la tolerancia de toda indesv ariable
f atalidad. Al sentir la coerción exterior no se rebajan ni contaminan: se apartan, se ref ugian en sí mismos
para encumbrarse en la orilla desde donde miran el f angoso arroy o que corre murmurando, sin que en su
murmullo se oiga un grito. Son los jueces de su época: v en de dónde v iene y cómo corre el turbión
encenagado. Descubren a los omisos que se dejan opacar por el limo, a los que persiguen esos
encumbramientos f alaces reñidos con el mérito y con la justicia.
El idealista estoico mantiénese hostil a su medio, lo mismo que el romántico. Su actitud es de abierta
resistencia a la mediocridad organizada, resignación desdeñosa o renunciamiento altiv o, sin compromisos.
Impórtale poco agredir el mal que consienten los otros; más le sirv e estar libre para realizar toda perf ección
que sólo depende de su propio esf uerzo. Adquiere una "sensibilidad indiv idualista" que no es egoísmo v ulgar
ni desinterés por los ideales que agitan a la sociedad en que v iv e. Son notorias las dif erencias entre el
indiv idualismo doctrinario y el sentimiento indiv idualista; el uno es teoría y el otro es actitud. En Spencer, la
doctrina indiv idualista se acompaña de sensibilidad social; en Bakunin, la doctrina social coexiste con una
sensibilidad indiv idualista. Es cuestión de temperamento y no de ideas; aquél es la base del carácter. Todo
indiv idualismo, como actitud, es una rev uelta contra los dogmas y los v alores f alsos respetados en las
mediocracias; rev ela energías anhelosas de esparcirse, contenidas por mil obstáculos opuestos por el
espíritu gregario. El temperamento indiv idualista llega a negar el principio de autoridad, se substrae a los
prejuicios, desacata cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mérito. Los partidos,
sectas y f acciones le son indif erentes por igual, mientras no descubre en ellos ideales consonantes con los
suy os propios. Cree más en las v irtudes f irmes de los hombres que en la mentira escrita de los principios
teóricos; mientras no se ref lejan en las costumbres las mejores ley es de papel no modif ican la tontería de
quienes las admiran ni el suf rimiento de quienes las aguantan.
La ética del idealista estoico dif iere radicalmente de esos indiv idualismos sórdidos que reclutan las simpatías
de los egoístas. Dos morales esencialmente distintas pueden nacer de la estimación de sí mismo. El digno
elige la elev ada, la de Zenón o la de Epicuro; el mediocre opta siempre por la inf erior y se encuentra con
Aristipo. Aquél se ref ugia en sí para acrisolarse; éste se ausenta de los demás para zambullirse en la
sombra. El indiv idualismo es noble si un ideal lo alienta y lo elev a; sin ideal, es una caída a más bajo niv el
que la mediocridad misma.
En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del ev o cristiano, Aristipo anunció que la única regla de la v ida
era el placer máximo, buscado por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el hartazgo de
los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad erigida en sistema, llev aba al placer tumultuoso, sin
seleccionarlo. Llegaron los cirenaicos a despreciar la v ida misma; sus últimos pregoneros encomiaron el
suicidio. Tal ética, practicada instintiv amente por los escépticos y los deprav ados de todos los tiempos, no
f ue lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer como simple sensualidad cuantitativ a- es
absurdo e imprev isor; no puede sustentar una moral. Sería erigir a los sentidos en jueces. Deben ser otros.
¿Estaría la f elicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativ o, que elijay
calcule, reemplazaría a los apetitos ciegos. En v ez del placer basto tendríase el deleite ref inado, que prev é,
coordina, prepara, goza antes e inf initamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces f uturos
con sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan y a del cirenaísmo. Aristipo ref ugiaba la dicha
en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra a la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél
v alen todos los placeres y se buscan de cualquier manera, desatados sin f reno; para éste, deben ser
elegidos y dignif icados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro es toda ref inamiento: su
creador v iv ió una v ida honorable y pura. Su ley f ue buscar la dicha y huir del dolor, pref iriendo las cosas que
dejan un saldo a f av or de la primera. Esa aritmética de las emociones no es incompatible con la dignidad,
el ingenio y la v irtud, que son perf ecciones ideales; permite cultivarlas, si en ellas puede encontrarse una
f uente de placer.
Es en otra moral helénica, sin embargo, donde encuentra sus moldes perf ectos el idealismo experimental.
Zenón dio ala humanidad una suprema doctrina de v irtud heroica. La dignidad se identif ica con el ideal; no
conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca, digno de la corte del propio Nerón, además de
predicar con arte exquisito su doctrina, la aplicó con bello coraje en la hora extrema. Solamente Sócrates
murió mejor que él, y ambos más dignamente que Jesús. Son las tres grandes muertes de la historia.
La dignidad estoica tuv o su apóstol en Epicteto. Una conv incente elocuencia de sof ista caldeaba su palabra
de liberto. Viv ió como el más humilde, satisf echo con lo que tenía, durmiendo en casa sin puertas, entregado
a meditar y educar, hasta el decreto que proscribió de Roma a los f ilósof os. Enseñó a distinguir, en toda
cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está
subordinado a f uerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indif erente a lo demás:
he ahí una f órmula para el idealismo i experimental.
Es desdeñable todo lo que suele desear o temer el egoísta. Si las resistencias en el camino de la perf ección
dependen de otros, conv iene hacer de ellas caso omiso, como si no existiesen, y redoblar el esf uerzo
enaltecedor. Ningún contratiempo material desv ía al idealista. Si deseara inf luir de inmediato sobre cosas
que de él no dependen, encontraría obstáculos en todas partes; contra esa hostilidad de su ambiente sólo
puede rebelarse con la imaginación, mirando cada v ez más hacia su interior. El que sirv e a un ideal, v ive de
él; nadie le f orzará a soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su sueño.
Esta moral no es una contemplación pasiv a; renuncia solamente a participar del alma. Su asentimiento a lo
inev itable no es apatía ni inercia. Apartarse no es morir; es, simplemente, esperar la posible hora de hacer,
apresurándola con la predicación o con el ejemplo. Si la hora llega, puede ser af irmación sublime, como lo
f ue en Marco Aurelio, nunca igualado en regir destinos de pueblos: sólo él pudo inspirar las páginas más
hondas de Renán y las más líricas de Paul de Saint-Victor. Delicado y penetrante, su estoicismo f ue más
propicio para templar caracteres que para consolar corazones. Con él alcanzó el pensamiento antiguo su
más tranquila nobleza. Entre perv ersos e ingratos que la circuían, enseñó a dar sus racimos, como la v iña,
sin reclamar precio alguno, preparándose para cargar otros en la v endimia f utura. Los idealistas estoicos
son hombres de su estirpe: diríase que ignoran el bien que hacen a sus propios enemigos. Cuando arrecia
el encanallamiento de los domesticados, cuando más sof ocante tórnase el clima de las mediocracias, ellos
crean un nuev o ambiente moral sembrando ideales: una nuev a generación, aprendiendo a amarlos, se
ennoblece. Frente a las burguesías af iebradas por remontar el niv el del bienestar material ignorando que su
may or miseria es la f alta de cultura-, ellos concentran sus esf uerzos para aquilatar el respeto de las cosas
del espíritu y el culto de todas las originalidades descollantes. Mientras la v ulgaridad obstruy e las v ías del
genio, de la santidad y del heroísmo, ellos concurren a restituirlas, mediante la sugestión de ideales,
preparando el adv enimiento de esas horas f ecundas que caracterizan la resurrección de las razas: el clima
del genio.
Toda ética idealista transmuta los v alores y elev a el rango del mérito; las v irtudes y los v icios trocan sus
matices, en más o en menos, creando equilibrios nuev os. Ésa es, en el f ondo, la obra de los moralistas: su
originalidad está en cambios de tono que modif ican las perspectiv as de un cuadro cuy o f ondo es casi
imperturbable. Frente a la chatura común, que empuja a ser v ulgares, los caracteres dignos af irman con
v ehemencia su ideal. Una mediocracia sin ideales -como un indiv iduo o un grupo- es v il y escéptica, cobarde:
contra ella cultiv an hondos anhelos de perf ección. Frente a la ciencia hecho of icio, la Ver- dad como un
culto; f rente a la honestidad de conv eniencia, la Virtud desinteresada; f rente al arte lucrativ o de los
f uncionarios, la Armonía inmarcesible de la línea, de la f orma y del color; f rente a las complicidades de la
política mediocrática, las máximas expansiones del Indiv i duo dentro de cada sociedad. Cuando los pueblos
se domestican y callan, los grandes f orjadores de ideales lev antan su v oz. Una ciencia, un arte, un país, una
raza, estremecidos por su eco, pueden salir de su cauce habitual. El Genio es un guión que pone el destino
entre dos párraf os de la historia. Si aparece en los orígenes, crea o f unda; si en los resurgimientos, transmuta
o desorbita. En ese instante remontan su v uelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos
altos y para obras perennes.
VI. SÍMBOLO
En el v aiv én eterno de las eras, el porv enir es siempre de los v isionarios. La interminable contienda entre el
idealismo y la mediocridad tiene su símbolo: no pudo Cellini clav arlo en más digno sitio que la marav illosa
plaza de Florencia. Nunca mano de orf ebre plasmó un concepto más sublime. Perseo exhibiendo la cabeza
de Medusa, cuy o cuerpo agitase en contorsiones de reptil bajo sus pies alados. Cuando los temperamentos
idealistas se detienen ante el prodigio de Benv enuto, anímase el metal, rev iv e su f isonomía, sus labios
parecen articular palabras perceptibles.
Y dice a los jóv enes que toda brega por un Ideal es santa, aunque sea ilusorio el resultado; que es loable
seguir su temperamento y pensar con el corazón, si ello contribuirá a crear una personalidad f irme; que todo
germen de romanticismo debe alentarse, para enguirnaldar de aurora la única primav era que no v uelve
jamás.
Y a los maduros, cuy as primeras canas salpican de otoño sus más v ehementes quimeras, instígalos a
custodiar sus ideales bajo el palio de la más sev era dignidad, f rente a las tentaciones que conspiran para
encenagarlos en la Estigia donde se abisman los mediocres.
Y en el gesto del bronce parece que el Idealismo decapitara a la Mediocridad, entregando su cabeza al juicio
de los siglos.
CAPÍTULO I
EL HOMBRE MEDIOCRE
Cacciarli i ciel per non esser men belli,
Né lo profondo Inferno li riceve...
DANTE, Inf erno, Canto III.
EL HOMBRE MEDIOCRE
I. ¿"Áurea Mediocritas"? - II. Los hombres sin personalidad. – III. En torno del hombre mediocre. - IV.
Concepto social de la mediocridad. - V. El espíritu conserv ador. - VI. Peligros sociales de la
mediocridad. - VII. La v ulgaridad.
I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?
Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le env uelv e. La penumbra se
espesa, el color de las cosas se unif orma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad
crepuscular lev anta de todas las hierbas un v aho de perf ume, aquiétase el rebaño para echarse a dormir, la
remota campana tañe su av iso v esperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las
cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el f irmamento y un lejano rumor de arroy o brincante en
las breñas parece conv ersar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al
borde del camino, el pastor contempla y enmudece, inv itado en v ano a meditar por la conv ergencia del sitio
y de la hora. Su admiración primitiv a es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al ref lejarse en su
imaginación, no se conv ierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada; un accidente
en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa
hasta el rebaño que apacienta.
La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese ingenuo pastor; no entendería el idioma de
quien le explicara algún misterio del univ erso o de la v ida, la ev olución eterna de todo lo conocido, la
posibilidad de perf eccionamiento humano en la continua adaptación del hombre a la naturaleza. Para
concebir una perf ección se requiere cierto niv el ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin
ellos pueden tenerse f anatismos y supersticiones; ideales, jamás.
Los que v iv en debajo de ese niv el y no adquieren esa educación permanecen sujetos a dogmas que otros
les imponen, esclav os de f órmulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus prejuicios
parécenles eternamente inv ariables; su obtusa imaginación no concibe perf ecciones pasadas ni v enideras;
el estrecho horizonte de su experiencia constituy e el límite f orzoso de su mente No pueden f ormarse un
ideal. Encontraran en los ajeno: una chispa capaz de encender sus pasiones; serán sectarios pueden serlo.
Y no adv ertirán siquiera la ironía de cuanto les inv itan a arrebañarse en nombre de ideales que pueden
serv ir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos v isionarios
que son sus amos.
La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que "los animales
de una misma especie dif ieren menos entre si que unos hombres de otros" (Obras morales, v ol. 3).
Montaigne suscribió esa opinión: "Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia:
es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de
otro hombre grande y excelente" (Ensay os, v ol. I, cap. XLII). No pretenden decir más los que siguen
af irmando la desigualdad humana: ella será en el porv enir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de
Montaigne.
Hay hombres mentalmente inf eriores al término -asedio de su raza, de su tiempo y de su clase social;
también los hay superiores. Entre unos y otros f luctúa una gran masa imposible de caracterizar por
inf erioridades o excelencias.
Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no
sabe sus nombres. Son poco interesantes; en v ano buscaríase en ellos la arista def inida, la pincelada f irme,
el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; indiv idualmente no merecen el desprecio,
que f ustiga a los perv ersos, ni la apología, reserv ada a los v irtuosos.
Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que of rece grados hay mediocridad; en la
escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.
No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y
absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus v irtudes o por sus obras. Otro
f ue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el may or bienestar del hombre,
enalteció los goces de un v iv ir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa
mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es v erdadera y conf irma el remoto prov erbio
árabe: "Un mediano bienestar tranquilo es pref erible a la opulencia llena de preocupaciones".
Inf erir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de respetuoso homenaje, implica
torcer la intención misma de Horacio: en v ersos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poetas
mediocres:
Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere columnae.
Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué subv ertiríamos el sentido de
aurea mediocritas clásico? ¿Por qué suprimir desniv eles entre los hombres y las sombras, como si rebajando
un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la
naturaleza?
No concebimos el perf eccionamiento social como un producto de la unif ormidad de todos los indiv iduos,
sino como la combinación armónica de originalidades incesantemente multiplicadas, Todos los enemigos
de la dif erenciación v ienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como
un def ecto imperdonable.
Los que tal sentencian inclínanse a conf undir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando
la signif icación de los v ocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Af irmemos que son
antagonistas. El sentido común es colectiv o, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es
indiv idual, siempre innov ador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la serv idumbre y
la aristocracia naturales. De esa insalv able heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios f rente a
cualquier destello original; estrechan sus f ilas para def enderse, como si f ueran crímenes las dif erencias.
Esos desniv eles son un postulado f undamental de la psicología. Las costumbres y las ley es pueden
establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales
como las olas que erizan la superf icie de un océano.
II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD
Indiv idualmente considerada, la mediocridad podrá def inirse como una ausencia de características
personales que permitan distinguir al indiv iduo en su sociedad. Ésta of rece a todos un mismo f ardo de
rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal:
"Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en
cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se rev ela por el bajo niv el de las opiniones
colectiv as.
La personalidad indiv idual comienza en el punto preciso donde cada uno se dif erencia de los demás; en
muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motiv o, al clasif icar los caracteres humanos,
se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos
adv enticios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los
tutelan, de las cosas que los rodean. "Indif erentes" ha llamado Ribot a los que v iv en sin que se adv ierta su
existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen v oz, sino eco. No hay líneas def inidas ni en su
propia sombra, que es, apenas, una penumbra.
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en v ano,
como contrabandistas de la v ida.
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuy a superf icie v ivimos
tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra v ida no es digna de ser v iv ida sino cuando la ennoblece
algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perf ección y perseguirla. Las
existencias v egetativ as no tienen biograf ía: en la historia de su sociedad sólo v iv e el que deja rastros en las
cosas o en los espíritus. La v ida v ale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha
v iv ido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la v ejez,
pero no dicen cuánta juv entud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras:
la inmortalidad es el priv ilegio de quienes las hacen sobrev iv ientes a los siglos, y por ellas se mide.
El poder que se maneja, los f av ores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se
consiguen, tienen cierto v alor ef ímero que puede satisf acer los apetitos del que no llev a en sí mismo, en sus
v irtudes intrínsecas, las f uerzas morales que embellecen y calif ican la v ida; la af irmación de la propia
personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignif icación de nuestro y o. Viv ir es aprender, para
ignorar menos; es amar, para v incularnos a una parte may or de humanidad; es admirar, para compartir las
excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esf uerzo por mejorarse, un incesante af án de elev ación
hacia ideales def inidos.
Muchos nacen; pocos v iv en. Los hombres sin personalidad son innumerables y v egetan moldeados por el
medio, como cera f undida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los
constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativ a como unidades
sociales.
El hombre de f ino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los
temperamentos domesticados todo parece quieta superf icie, como en las ciénagas. La f alta de personalidad
hace, a éstos, incapaces de iniciativ a y de resistencia. Desf ilan inadv ertidos, sin aprender ni enseñar,
diluy endo en tedio su insipidez, v egetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que
nada calif ican y para nada cuentan. Su f alta de robustez moral háceles ceder a la más lev e presión, suf rir
todas las inf luencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por el más
lev e céf iro o rev olcados por la ola menuda de un arroy uelo. Barcos de amplio v elamen, pero sin timón, no
saben adiv inar su propia ruta: ignoran si irán a v arar en una play a arenosa o a quedarse estrellados contra
un escollo.
Están en todas partes, aunque en v ano buscaríamos uno solo que se reconociera; si lo halláramos sería un
original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuy e alguna v irtud, cierto
talento o un f irme carácter? Muchos cerebros torpes se env anecen de su testarudez. Conf undiendo la
parálisis con la f irmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desv ergüenza,
equiv ocándolas con el ingenio; los serv iles y los parapoco pav onéanse de honestas, como si la incapacidad
del mal pudiera en caso alguno conf undirse con la v irtud.
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los hombres tienen de sí mismos, sería imposible
discurrir de los que se caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy suya.
Ninguno adv ierte que la sociedad le ha sometido a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas
cantidades a un denominador común: la mediocridad.
Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perf ección, ciegos a los astros. Existe una v astísima bibliografía
acerca de los inf eriores e insuf icientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay
también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento, amén de que la historia y el arte
conv ergen a mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el
idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a millares, el que prospera y se reproduce en
el silencio y en la tiniebla, es el mediocre.
Toca al psicólogo disecar su mente con f irme escalpelo, como a los cadáv eres el prof esor eternizado por
Rembrandt en la Lección de anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de
la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su v erdad a cuantos le rodean.
¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo
es, qué hace, qué piensa, para qué sirv e? Su etopey a constituirá un capítulo básico de la psicología y de la
moral.
III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE
Con div ersas denominaciones, y desde puntos de v ista heterogéneos, se ha intentado algunas v eces def inir
al hombre sin personalidad. La f ilosof ía, la estadística, la antropología, la psicología. la estética y la moral
han contribuido a la determinación de tipos más o menos exactos; no se ha adv ertido, sin embargo, el v alor
esencialmente social de la mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad humana-
sólo puede def inirse en relación a la sociedad en que v iv e, y por su f unción social.
Si pudiéramos medir los v alores indiv iduales, graduarían-, se ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto.
Entre los tipos extremos y escasos, observ aríamos una masa abundante de sujetos, más o menos
equiv alentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana ilusión sería la de quien pretendiera
buscar allí el hipotético arquetipo de la humanidad, el Hombre normal que buscara y a Aristóteles; siglos más
tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Medianía, en ef ecto, no es
sinónimo de normalidad. El hombre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las
especies v iv ientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados
sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería
hoy , ni en el porv enir.
Morel se equiv ocaba, por olv idar eso, al concebirlo como un ejemplar de la "edición princeps" de la
Humanidad, lanzada a la circulación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa def inía la
degeneración, en todas sus f ormas, como una div ergencia patológica del perf ecto ejemplar originario. De
eso al culto por el hombre primitiv o había un paso; alejáronse, f elizmente, de tal prejuicio los antropólogos
contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que ev oluciona en las más recientes edades
geológicas del planeta; no f ue perf ecto en su origen, ni consiste su perf ección en v olv er a las f ormas
ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así, renov aríamos las div ertidísimas leyendas
del ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por Adán y
del paraíso perdido...
Quételet pretendió f ormular una doctrina antropológica o social acerca del Hombre medio: su ensay o es una
inquisición estadística complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat v irtus. No
incurriremos en el y erro de admitir que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos f ísicos o
morales que representen un término medio de los observ ados en la especie humana. En ese sentido sería
un producto abstracto, sin corresponder a ningún indiv iduo de existencia real.
El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativ o a determinado ambiente social; ¿serían
normales los que mejor "marcan el paso", los que se alinean con más exactitud en las f ilas de un
conv encionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de
Hombre domesticado; la pasiv idad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino su
ausencia. ¿Cómo conf undir a los grandes equilibrados, a Leonardo y a Goethe, con los amorf os? El equilibrio
entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza v acía. El hombre sin
personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres
representativ os, a la manera de Carly le o Émerson, más los hay en repetir esas f ábulas que permitirían mirar
como una aberración toda excelencia del carácter, de la v irtud y del intelecto. Bov io ha señalado este grave
y erro, pintando al hombre medio con rasgos psicológicos precisos: "Es dócil, acomodaticio a todas las
pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las temperaturas de un día v ariable, av isado para los
negocios, resistente a las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esf era y ungido por
una f eliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un
equilibrista y no llev a en sí las f uerzas del equilibrio. Equilibrista no signif ica equilibrado. Ése es el prejuicio
más grav e, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado".
En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio se establece entre cualidades poco dignas
de admiración, cuy a resultante prov oca más lástima que env idia. Alguna v ez recibió Lombroso un telegrama
decididamente norteamericano. Era, en ef ecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta
telegráf ica a la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: "¿Cuál es el hombre
normal?" La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores. Lejos de alabar sus v irtudes, trazaba un cuadro
de caracteres negativ os y estériles: "Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, af errado a sus costumbres,
misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico". O, en más brev es palabras, (ruges
consumere natus, que dijo el poeta latino.
Con ligeras v ariantes, esa def inición ev oca la del Filisteo: "Producto de la costumbre, desprov isto de
f antasía, ornado por todas las v irtudes de la mediocridad, llev ando una v ida honesta gracias a la moderación
de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellev ando con paciencia conmov edora
todo el f ardo de prejuicios que heredó de sus antepasados". En estas líneas ref léjanse las inv ectivas, ya
clásicas, de Heine contra la mentalidad que él creía corriente entre sus compatriotas. Por su parte,
Schopenhauer, en sus Af orismos, def inió el perf ecto f ilisteo como un ser que se deja engañar por las
apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado de someterse a las
f arsas mundanas.
A esas def iniciones del hombre medio pueden aproximarse otras de carácter intelectual o estético, no
exentas de interés, aunque unilaterales. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar
las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación a pensar a ras de tierra. Mediocre
correspondería a Burgués, por contraposición a Artista. Flaubert lo def inió como "un hombre que piensa
bajamente". Juzgado con ese criterio, le parece detestable.
Tal resulta en la magníf ica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó a admirar Rubén
Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el
mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en f ilosof ía, en política o en literatura, se llama un
ecléctico, un justo medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención
de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por
carácter, no por accidente. En todo minuto de su v ida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre
mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequív oco, es su def erencia por la opinión de los demás.
No habla nunca; repite siempre. Juzga a los hombres como los oy e juzgar. Rev erenciará a su más cruel
adv ersario, si éste se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia. Su criterio carece de
iniciativ as. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son of iciales. Esa def inición descriptiv a –
análoga a las que repitiera Barbey D'Aurev illy -, posee muy sugestiva elocuencia, aunque parte de premisas
estéticas para llegar a conclusiones morales.
El "hombre normal" de Bov io y Lombroso, corresponde al "f ilisteo" de Heine y de Schopenhauer,
aproximándose ambos al "burgués" antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurev illy . Pero, f uerza es
reconocerlo, tales def iniciones son inseguras desde el punto de v ista de la psicología social; conv iene buscar
una más exacta e inequív oca, abordando el problema por otros caminos.
IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD
Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero no podría af irmarse que son mediocres, a carta
cabal, los que no descuellan en ninguna. Desf ilan ante nosotros como simples ejemplares de historia natural,
con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá, después,
si la mediocridad es buena o mala; al psicólogo, por ahora, le es indif erente; observ a los caracteres en el
medio social en que v iv en, los describe, los compara y los clasif ica de igual manera que otras naturalistas
observ an f ósiles en un lecho de río o mariposas en la corola de una f lor.
No obstante las inf initas dif erencias indiv iduales, existen grupos de hombres que pueden englobarse dentro
de tipos comunes; tales clasif icaciones, simplemente aproximativ as, constituyen la ciencia de los caracteres
humanos, la Etología, que reconoce en Teof rasto su legítimo progenitor. Los antiguos f undábanla sobre los
temperamentos; los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas f unciones psicológicas.
Esas clasif icaciones, admisibles desde algún punto de v ista especial, son insuf icientes para el nuestro.
Si observ amos cualquier sociedad humana, el v alor de sus componentes resulta siempre relativ o al
conjunto: el hombre es un valor social.
Cada indiv iduo es el producto de dos f actores: la herencia y la educación. La primera tiende a prov eerle de
los órganos y las f unciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segunda es el
resultado de las múltiples inf luencias del medio social en que el indiv iduo está obligado a v iv ir. Esta acción
educativ a es, por consiguiente, una adaptación de las tendencias hereditarias a la mentalidad colectiv a: una
continua aclimatación del indiv iduo en la sociedad.
El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta que empieza a distinguir las cosas inertes
de los seres v iv os y a reconocer entre éstos a sus semejantes. Los comienzos de su educación son,
entonces, dirigidos por las personas que le rodean, tornándose cada v ez más decisiv a la inf luencia del
medio; desde que ésta predomina, ev oluciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan
mediante la imitación. Más tarde, las v ariaciones adquiridas en el curso de su experiencia indiv idual pueden
hacer que el hombre se caracterice como una persona diferenciada dentro de la sociedad en que v iv e.
La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusiv o, en la f ormación de la personalidad social; la
inv ención produce, en cambio, las v ariaciones indiv iduales. Aquélla es conserv adora y actúa creando
hábitos; ésta es ev olutiv a y se desarrolla mediante la imaginación. La div ersa adaptación de cada indiv iduo
a su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inv enta. Todos no pueden inv entar o imitar de
la misma manera, pues esas aptitudes se ejercitan sobre la base de cierta capacidad congénita, inicialmente
desigual, recibida mediante la herencia psicológica.
El predominio de la v ariación determina la originalidad. Variar es ser alguien, dif erenciarse es tener un
carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al f in, de que no se v iv e como simple ref lejo de
los demás. La f unción capital del hombre mediocre es la paciencia imitativ a; la del hombre superior es la
imaginación creadora. El mediocre aspira a. conf undirse en los que le rodean; el original tiende a
dif erenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a
pensar con la propia. En ello estriba la desconf ianza que suele rodear a los caracteres originales: nada
parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza.
Podemos recapitular. Considerando a cada indiv iduo con relación a su medio, tres elementos concurren a
f ormar su personalidad: la herencia biológica, la imitación social y la v ariación indiv idual.
Todos, al nacer, reciben como herencia de la especie los elementos para adquirir una personalidad
específica.
El hombre inferior es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas
condensadas por la herencia y que constituy en el "alma de la especie". Su ineptitud para la imitación le
impide adaptarse al medio social en que v iv e; su personalidad no se desarrolla hasta el niv el corriente,
v iv iendo por debajo de la moral o de la cultura dominante, y en muchos casos f uera de la legalidad. Esa
insuf iciente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás y compartir las rutinas
comunes.
Los más, mediante la educación imitativ a, copian de las personas que los rodean una personalidad social
perf ectamente adaptada.
El hombre mediocre es una sombra proy ectada por la sociedad; es por esencia imitativ o y está
perf ectamente adaptado para v iv ir en rebaño, ref lejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos
reconocidamente útiles para la domesticidad. Así como el inf erior hereda el "alma de la especie", el mediocre
adquiere el "alma de la sociedad". Su característica es imitar a cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena
y ser incapaz de f ormarse ideales propios.
Una minoría, además de imitar la mentalidad social, adquiere v ariaciones propias, una personalidad
individual, netamente dif erenciada.
El hombre superior es un accidente prov echoso para la ev olución humana. Es original e imaginativo,
desadaptándose del medio social en la medida de su propia v ariación. Ésta se sobrepone a atributos
hereditarios del "alma de la especie" y a las adquisiciones imitativ as del "alma de la sociedad", constituy endo
las aristas singulares del "alma indiv idual", que le distinguen dentro de la sociedad. Es precursor de nuev as
f ormas de perf ección, piensa mejor que el medio en que v iv e y puede sobreponer ideales suy os a las rutinas
de los demás.
V. EL ESPIRITU CONSERVADOR
Todo lo que existe es necesario. Cada hombre posee un v alor de contraste, si no lo tiene de af irmación; es
un detalle necesario en la inf inita ev olución del proto-hombre al super-hombre. Sin la sombra ignoraríamos
el v alor de la luz. La inf amia nos induce a respetar la v irtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara
a paladear la amargura; admiramos el v uelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga;
encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. El mediocre representa
un progreso, comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio: sus
idiosincrasias sociales son relativ as al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si f uera
intrínsecamente inútil, no existiría: la selección natural habríale exterminado. Es necesario para la sociedad,
como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría, para crearlo, alinear todos los v ocablos que y acen
en el diccionario; el estilo comienza donde aparece la originalidad indiv idual.
Todos los hombres de personalidad f irme y de mente creadora, sea cual f uere su escuela f ilosóf ica o su
credo literario, son hostiles a la mediocridad. Toda creación es un esf uerzo original; la historia conserv a el
nombre de pocos iniciadores y olv ida a innúmeros secuaces que los imitan. Los v isionarios de v erdades
nuev as, los apóstoles de moral, los innov adores de belleza -desde Renán y Hugo hasta Guy au y Flaubert-,
la miran como un obstáculo con que el pasado obstruy e el adv enimiento de su labor renov adora.
Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una justif icación, como todo lo que existe por
necesidad. El eterno contraste de las f uerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha
entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiv a: el espíritu conserv ador o rutinario y el
espíritu original o de rebeldía.
Bellas páginas le consagró Dorado. Cree imposible div idir la humanidad en dos categorías de hombres, los
unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así f uera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor
la v ida. No es f actible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un inestable ajetreo de rebeldes
e insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es v erosímil que
ambas f uerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados a elegir, ¿daríamos pref erencia a una actitud
conserv adora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prev enga sus excesos; habría ligereza
en f ustigar a los hombres metódicos y de paso tardío, si ellos constituy eran los tejidos sociales más
resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven
mutuamente de sostén; en v ez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores de una,
obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase
imposible la rebeldía si f altara contra quien rebelarse. Y, sin los innov adores, ¿quién empujaría el carro de
la v ida sobre el que v an aquéllos tan satisf echos? En v ez de combatirse, ambas partes debieran entender
que ninguna tendría motiv o de existir como la otra no existiese. El conserv ador sagaz puede bendecir al
rev olucionario, tanto como éste a él. He aquí una nuev a base para la tolerancia: cada hombre necesita de
su enemigo.
Si tuv ieran igual razón de ser los imitadores y los originales, como arguy e el pensador español, su
justif icación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los
que sacan a su v ida el may or jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin
consagrar una hora a su propio perf eccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las
generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal v ez, los que piensan en sí y v iven
para los demás: los abnegados y los altruistas, los que sacrif ican sus goces y f uerzas en benef icio ajeno,
renunciando a sus comodidades y aun a su v ida, como suele ocurrir? Por indef ectible que sea pensar en el
mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esf uerzos, es imposible dejar de v iv ir en el presente, pensando
en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones v enideras están las actuales; otrora f ueron f uturas y
para ellas trabajaron las pasadas.
Este razonamiento, aunque un tanto sanchesco, sería respetable, si colocáramos el problema en el terreno
abstracto del hombre extrasocial, es decir, f uera de toda sanción presente y f utura. Ev identemente, cada
hombre es como es y no podría ser de otra manera; haciendo abstracción de toda moralidad, tendría tan
poca culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el
laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el av aro, todos lo son a pesar suy o; no lo serían si el equilibrio
entre su temperamento y la sociedad lo impidiesen.
¿Por qué, entonces, la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inv entan,
enseñan o plasman, a los que piensan en el porv enir, lo encarnan en un ideal o f orjan un imperio, a Sócrates
y a Crislo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los aplaude, porque toda la sociedad tiene,
implícita, una moral, una tabla propia de v alores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no
y a según las conv eniencias indiv iduales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la
medida de lo excelso está en los ideales de perf ección que se denominan genio, heroísmo y santidad.
La imitación conserv adora debe, pues, ser juzgada por su f unción de resistencia, destinada a contener el
impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructiv as de los sujetos antisociales. En el
prolegómeno de su ensay o sobre el genio y el talento, Nordau hace su elogio irónico; para toda mente
elev ada el f ilisteo es la bestia negra y en esa hostilidad v e una ev idente ingratitud. Le parece útil; con un
poco de benev olencia llegaría a concederle esa relativ a belleza de las cosas perf ectamente adaptadas a su
objeto. Es el f ondo de perspectiv a en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve
adquirido por las f iguras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían
en estado de quimeras si no f ueren recogidos y realizados por f ilisteos, desprov istos de iniciativas
personales, que v iv en esperando -con encantadora ausencia de ideas propias -los impulsos y las
sugestiones de los cerebros luminosos. Es v erdad que el rutinario no cede f ácilmente a las instigaciones de
los originales; pero, su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas de probada conv eniencia
para el bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número
es inmenso. A pesar de todo, es necesario; constituy e el público de esta comedia humana en que los
hombres superiores av anzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta
decir con f ina ironía: "Cada v ez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una
mesa de cerv ecería, su primer brindis, en v irtud del derecho y de la moral, debiera ser para el f ilisteo".
Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega
a la más baja esf era mental, conf undiéndolo con el hombre inf erior. Indiv idualmente considerado a través
del lente moral estético, es una entidad negativ a; pero tomados los mediocres en su conjunto, puede
reconocérseles f unciones de lastre, indispensables para el equilibrio de la sociedad.
Merecen esa justicia. ¿La continuidad de la v ida social sería posible sin esa compacta masa de hombres
puramente imitativ os, capaces de conserv ar los hábitos rutinarios que la sociedad les transf unde mediante
la educación? El mediocre no inv enta nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio,
custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos,
def endiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores
compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia
humana el mismo papel que la herencia en la ev olución biológica: conserv an y transmiten las v ariaciones
útiles para la continuidad del grupo social. Constituy en una f uerza destinada a contrastar el poder disolv ente
de los inf eriores y a contener las anticipaciones atrev idas de los v isionarios. La cohesión del conjunto los
necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero -hay que decirlo- el cemento no es
el mosaico.
Su acción sería nula sin el esf uerzo f ecundo de los originales, que inv entan lo imitado después por ellos.
Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el
progreso, pues la civ ilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa.
Ev olucionar es v ariar; solamente se v aría mediante la inv ención. Los hombres imitativ os limítanse a atesorar
las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está subordinada a la existencia del idealista, como
la f ortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El "alma social" es una empresa anónima
que explota las creaciones de las mejores "almas indiv iduales", resumiendo las experiencias adquiridas y
enseñadas por los innov adores.
Son la minoría, éstos; pero son lev aduras de may orías v enideras. Las rutinas def endidas hoy por los
mediocres son simples glosas colectiv as de ideales, concebidos ay er por hombres originales. El grueso del
rebaño social v a ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrev idamente conquistadas mucho antes por
sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos y a están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a
su retaguardia. Lo que ay er f ue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su v ez, contra otro ideal.
Indef inidamente, porque la perf ectibilidad es indef inida.
Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y de hombres, dándoles unidad, los ideales
orientan su experiencia v enidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son f actores
igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la ev olución social,
magüer se miren con oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porv enir, los segundos interpretan mejor
el pasado. La ev olución de una sociedad, espoleada por el af án de perf ección y contenida por tradiciones
dif ícilmente remov ibles, detendríase para siempre sin el uno y suf riría sobresaltos bruscos sin las otras.
VI. PELIGROS SOCIALES DE LA MEDIOCRIDAD
La psicología de los hombres mediocres caracterizase por un riesgo común: la incapacidad de concebir una
perf ección, de f ormarse un ideal.
Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía
moral y ajustan su carácter a las domesticidades conv encionales.
Están f uera de su órbita el ingenio, la v irtud y la dignidad, priv ilegios de los caracteres excelentes; suf ren de
ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del sabio y la
pasión del apóstol. Condenados a v egetar, no sospechan que existe el inf inito más allá de sus horizontes.
El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su
curiosidad; carecen de iniciativ a y miran siempre al pasado, como si tuv ieran los ojos en la nuca.
Son incapaces de v irtud; no la conciben o les exige demasiado esf uerzo. Ningún af án de santidad alborota
la sangre en su corazón; a v eces no delinquen por cobardía ante el remordimiento.
No v ibran a las tensiones más altas de la energía; son f ríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser
prev isores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalof río bajo una
tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una of ensa.
No v iv en su v ida para sí mismos, sino para el f antasma que proy ectan en la opinión de sus similares.
Carecen de línea; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esf umino, hasta desaparecer.
Trocan su honor por una prebenda y echan llav e a su dignidad por ev itarse un peligro; renunciarían a v ivir
antes que gritar la v erdad f rente al error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual,
como los polos de un imán gastado.
Cuando se arrebañan son peligrosos. La f uerza del número suple a la f ebledad indiv idual: acomúnanse por
millares para oprimir a cuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina.
Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignif icancia, f ortifícanse en la cohesión del total;
por eso la mediocridad es moralmente peligrosa y su conjunto es nociv o en ciertos momentos de la historia:
cuando reina el clima de la mediocridad.
Épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su f av or. El ambiente tórnase ref ractario a todo af án de
perf ección; los ideales se agostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primav era
f lorida. Los estados conv iértense en mediocracias; la f alta de aspiraciones que mantengan alto el niv el de
moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente.
Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituy en un régimen, representan un sistema
especial de intereses inconmov ibles. Subv ierten la tabla de los v alores morales, f alseando nombres,
desv irtuando conceptos: pensar es un desv arío, la dignidad es irrev erencia, es lirismo la justicia, la
sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la v irtud una estupidez.
En la lucha de las conv eniencias presentes contra los ideales f uturos, de lo v ulgar contra lo excelente, suele
v erse mezclado el elogio de lo subalterno con la dif amación de lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra
conmuev en por igual a los espíritus arrocinados. Los dogmatistas y los serv iles aguzan sus silogismos para
f alsear los v alores en la conciencia social; v iv en en la mentira, comen de ella, la siembran, la riegan, la
podan, la cosechan. Así crean un mundo de v alores f icticios que f avorece la culminación de los obtusos; así
tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, obstruy endo en los pueblos la
admiración de la gloria. Cierran el corral cada v ez que cimbra en las cercanías el aletazo inequív oco de un
águila.
Ningún idealismo es respetado. Si un f ilósof o estudia la v erdad, tiene que luchar contra los dogmatistas
momif icados; si un santo persigue la v irtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio;
si el artista sueña nuev as f ormas, ritmos o armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones of iciales de la
belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del
conv encionalismo; si un juv enil impulso de energía llev a a inv entar, a crear, a regenerar, la v ejez
conserv adora atájale el paso; si alguien, con gesto decisiv o, enseña la dignidad, la turba de los serv iles le
ladra; al que toma el camino de las cumbres, los env idiosos le carcomen la reputación con saña malév ola;
si el destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las
mediocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar sus propios arquetipos. Todo idealismo
encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Of icio.
VII. LA VULGARIDAD
La v ulgaridad es el aguaf uerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de
lo v ulgar; basta insistir en los rasgos suav es de la acuarela para tener el aguaf uerte.
Diríase que es una rev iv iscencia de antiguos atav ismos. Los hombres se v ulgarizan cuando reaparece en
su carácter lo que f ue mediocridad en las generaciones ancestrales: los v ulgares son mediocres de razas
primitiv as: habrían sido perf ectamente adaptados en sociedades salv ajes, pero carecen de la domesticación
que los conf undiría con sus contemporáneos. Si conserv a una dócil aclimatación en su rebaño, el mediocre
puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente v ulgar. La v ulgaridad es una acentuación de
los estigmas comunes a todo ser gregario; sólo f lorece cuando las sociedades se desequilibran en desf avor
del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmuev e. Desdeña el
v erbo altiv o y los romanticismos comprometedores. Su mueca es f ofa, su palabra muda, su mirar opaco.
Ignora el perf ume de la f lor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la
inv iolable trinchera opuesta al f lorecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde of icia Panurgo y
cif ra su ensueño Bertoldo en serv irle de monaguillo.
La v ulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como
al tesoro el av aro. Ponen su may or jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su af renta. Estalla inoportuna
en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo
su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea nos acecha;
deléitase en lo grotesco, v iv e en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es a la mente lo que son al cuerpo los
def ectos f ísicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello,
desperdicio de la v ida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni v ulgar; la intención
ennoblece los actos, los elev a, los idealiza y , en otros casos, determina su v ulgaridad. Ciertos gestos, que
en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, inv itado
por el enemigo a rendirse, responde su palabra memorable, se elev a a un escenario homérico y es sublime.
Los hombres v ulgares querrían pedir a Circe los brebajes con que transf ormó en cerdos a los compañeros
de Ulises, para recetárselos a todos los que poseen un ideal. Los hay en todas partes y siempre que ocurre
un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la av enida y en el
suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las univ ersidades y en los pesebres. En ciertos momentos
osan llamar ideales a sus apetitos, como si la urgencia de satisf acciones inmediatas pudiera conf undirse
con el af án de perf ecciones inf initas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca.
Repudian las cosas líricas porque obligan a pensamientos muy altos y a gestos demasiado dignos. Son
incapaces de estoicismos: su f rugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reserv ando
may or perspectiv a de goces para la v ejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado a usura. Su
amistad es una complacencia serv il o una adulación prov echosa. Cuando creen practicar alguna v irtud,
degradan la honestidad misma, af eándola con algo de miserable o bajo que la macula.
Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al contado. Puestos a elegir, nunca seguirán el camino
que les indique su propia inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda
grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus
prejuicios, en cambio, son f ríos, porque son ajenos. Un pensamiento no f ecundado por la pasión es como
los soles de inv ierno; alumbran pero, bajo sus ray os se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja
el mérito de todo esf uerzo y aniquila las cosas elev adas. Excluy endo el ideal queda suprimida la posibilidad
de lo sublime. La v ulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la v ida.
El hombre sin ideales hace del arte un of icio, de la ciencia un comercio, de la f ilosof ía un instrumento, de la
v irtud una empresa, de la caridad una f iesta, del placer un sensualismo. La v ulgaridad transf orma el amor
de la v ida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en v anidad, el respeto en serv ilismo. Lleva
a la ostentación. a la av aricia, a la f alsedad, a la av idez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma
el antepasado salv aje que conspira en su interior acosado por el hambre de atáv icos instintos y sin otra
aspiración que el hartazgo.
En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrev ida y militante, los idealistas v iv en desorbitados,
esperando otro clima. Enseñan a purif icar la conducta en el f iltro de un ideal; imponen su respeto a los que
no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma;
despertándolo, señalando ejemplos a las inteligencias y a los corazones, puede amenguarse la
omnipotencia de la v ulgaridad, porque en toda larv a sueña, acaso, una mariposa. Los hombres que v iv ieron
en perpetuo f lorecimiento de v irtud, rev elan con su ejemplo que la v ida puede ser intensa y conserv arse
digna; dirigirse a la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión,
tempestuosamente, como el océano, sin que la v ulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que
el rutilar de sus f uentes sea opacado por el limo.
En la meditación de v iaje, oy endo silbar el v iento entre las jarcias, la humanidad nos pareció como un v elero
que cruza el tiempo inf inito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin v elas, sería estéril la
pujanza del v iento; sin v iento, de nada serv irían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo
v elamen de las sociedades, las resistencias que éstas oponen al v iento para utilizar su pujanza; la energía
que inf la las v elas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos
por aquélla. Así - resistiéndolos, como las v elas al v iento-, los rutinarios aprov echan el empuje de los
creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías
propulsoras.
CAPÍTULO II
LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
I. El hombre rutinario. - II. Los estigmas de la mediocridad intelectual. - III. La maledicencia: una alegoría
de Botticelli. - IV. El sendero de la gloria.
I. EL HOMBRE RUTINARIO
La Rutina es un esqueleto f ósil cuy as piezas resisten a la carcoma de los siglos. No es hija de la experiencia;
es su caricatura. La una es f ecunda y engendra v erdades; estéril la otra y las mata.
En su órbita giran los espíritus mediocres. Ev itan salir de ella y cruzar espacios nuev os; repiten que es
pref erible lo malo conocido a lo bueno por conocer. Ocupados en disf rutar lo existente, cobran horror a toda
innov ación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos. Las ciencias, el heroísmo, las
originalidades, los inv entos, la v irtud misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los
resortes de sus errores: como en los salv ajes, en los niños y en las clases incultas.
Acostumbrados a copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en que v iv en, aceptan sin contralor las
ideas destiladas en el laboratorio social: como esos enf ermos de estómago inserv ible que se alimentan con
substancias y a digeridas en lo f rascos de las f armacias. Su impotencia para asimilar ideas nuev as los
constriñe a f recuentar las antiguas.
La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito de renunciar a pensar. En los rutinarios todo
es menor esf uerzo; la acidia aherrumbra su inteligencia. Cada hábito es un riesgo, porque la f amiliaridad
av iene a las cosas detestables y a las personas indignas. Los actos que al principio prov ocaban pudor,
acaban por parecer naturales; el ojo percibe los tonos v iolentos como simples matices, el oído escucha las
mentiras con igual respeto que las v erdades, el corazón aprende a no agitarse por torpes acciones.
Los prejuicios son creencias anteriores a la observ ación; los juicios, exactos o erróneos, son consecutivos
a ella. Todos los indiv iduos poseen hábitos mentales; los conocimientos adquiridos f acilitan los v enideros y
marcan su rumbo. En cierta medida nadie puede substraérseles. No son exclusiv os de los hombres
mediocres; pero en ellos representan siempre una pasiv a obsecuencia al error ajeno. Los hábitos adquiridos
por los hombres originales son genuinamente suy os, le son intrínsecos: constituy en su criterio cuando
piensan y su carácter cuando actúan; son indiv iduales e inconf undibles. Dif ieren substancialmente de la
Rutina, que es colectiv a y siempre perniciosa, extrínseca al indiv iduo, común al rebaño: consiste en
contagiarse los prejuicios que inf estan la cabeza de los demás. Aquéllos caracterizan a los hombres; ésta
empaña a las sombras. El indiv iduo se plasma los primeros; la sociedad impone la segunda. La educación
of icial inv olucra ese peligro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en cerebros distintos.
La acechanza persiste en el inev itable trato mundano con hombres rutinarios. El contagio mental f lota en la
atmósf era y acosa por todas partes; nunca se ha v isto un tonto originalizado por contigüidad y es f recuente
que un ingenio se amodorre entre pazguatos. Es más contagiosa la mediocridad que el talento.
Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados por el deseo ajeno, encalónanse en su
casillero social y se catalogan como reclutas en las f ilas de un regimiento. Son dóciles a la presión del
conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los achata como un inf lexible laminador.
Reducidos a v anas sombras, v iv en del juicio ajeno; se ignoran a sí mismos, limitándose a creerse como los
creen los demás. Los hombres excelentes, en cambio, desdeñan la opinión ajena en la justa proporción en
que respetan la propia, siempre más sev era, o la de sus iguales.
Son zaf ios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran de razonables, su absurdidad enternecería.
Oy éndoles hablar una hora parece que ésta tuv iese mil minutos. La ignorancia es su v erdugo, como lo f ue
otrora del sierv o y lo es aún del salv aje; ella los hace instrumentos de todos los f anatismos, dispuestos a la
domesticidad, incapaces de gestos dignos. Env iarían en comisión a un lobo y un cordero, sorprendiéndose
sinceramente si el lobo v olv iera solo. Carecen de buen gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía
de museo no los detiene con insistencia, pasan indif erentes junto a una madona del Angélico o un retrato
de Rembrandt; a la salida se asombran ante cualquier escaparate donde hay a oleograf ías de toreros
españoles o generales americanos.
Ignoran que el hombre v ale por su saber; niegan que la cultura es la más honda f uente de la v irtud. No
intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esf uerzo, como esas mulas que por la costumbre
de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapacidad de meditar acaba por conv encerles de
que no hay problemas dif íciles y cualquier ref lexión paréceles un sarcasmo; pref ieren conf iar en su
ignorancia para adiv inarlo todo. Basta que un prejuicio sea inv erosímil para que lo acepten y lo dif undan;
cuando creen equiv ocarse, podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura les
produce ef ectos de env enenamiento. Sus pupilas se deslizan f rív olamente sobre centones absurdos; gustan
de los más superf iciales, de esos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante
prof undos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental: ignoran que el hombre
no v iv e de lo que engulle, sino de lo que asimila. El atascamiento puede conv ertirlos en eruditos y la
repetición darles hábitos de rumiante. Pero, apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir. La más
intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la v erdad hay que saberla amar y sentir. Las
nociones mal digeridas sólo sirv en para atorar el entendimiento.
Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si f ueran
sentencias. Su cerebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas
que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su propia cabeza, renuncian a cualquier
sacrif icio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que "hay más placer en marchar hacia la
v erdad que en llegar a ella".
Sus creencias, amojonadas por los f anatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por
supersticiones pretéritas. Llaman ideales a sus preocupaciones, sin adv ertir que son simple rutina
embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el sentido común desbocado, sin el f reno
del buen sentido.
Son prosaicos. No tienen af án de perf ección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano
de sal que poetiza la v ida. Satúrales esa humana tontería que obsesionaba a Flaubert insoportablemente.
La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la v ida real. Homais y Gournisieu son sus
prototipos; es imposible juzgar si es más tonto el racionalismo acometiv o del boticario librepensador o la
casuística untuosa del eclesiástico prof esional. Por eso los hizo f elices, de acuerdo con su doctrina: "Ser
tonto, egoísta, y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser f eliz. Pero si os f alta la primera
todo está perdido".
Sancho Panza es la encarnación perf ecta de esa animalidad humana: resume en su persona las más
conspicuas proporciones de tontería, egoísmo y salud. En hora para él f atídica llega a maltratar a su amo,
en una escena que simboliza el desbordamiento v illano de la mediocridad sobre el idealismo. Horroriza
pensar que escritores españoles, crey endo mitigar con ello los estragos de la quijotería, hanse tornado
apologistas del grosero Panza. oponiendo su bastardo sentido práctico a los quiméricos ensueños del
caballero; hubo quien lo encontró cordial, f iel, crédulo, iluso, en grado que lo hiciera un símbolo ejemplar de
pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el otro apetitos, el uno dignidad y el otro serv ilismo,
el uno f e y el otro credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas creencias imitadas
de la ajena? A todos respondió con honda emoción el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho, donde el
conf licto espiritual entre el señor y el lacay o se resuelv e en la ev ocación de las palabras memorables
pronunciadas por el primero: "asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el
curso de la v ida"; dicen los biógraf os que Sancho lloró, hasta conv encerse de que para serlo f altábale
solamente la cola. El símbolo es cristiano. La moraleja no lo es menor: f rente a cada f orjador de ideales se
alinean impáv idos mil Sanchos, como si para contener el adv enimiento de la v erdad hubieran de complotarse
todas las huestes de la estulticia.
El resol de la originalidad ciega al hombre rutinario. Huy e de los pensadores alados, albino ante su luminosa
rev erberación. Teme embriagarse con el perf ume de su estilo. Si estuv iese en su poder los proscribiría en
masa, restaurando la Inquisición o el Terror: aspectos equiv alentes de un mismo celo dogmatista.
Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena a serlo. Def ienden lo anacrónico y lo
absurdo; no permiten que sus opiniones suf ran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca
una v erdad o persigue un ideal; los negros queman a Bruno y Serv et, los rojos decapitan a Lav oisier y
Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: "El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la
enciende". La tolerancia de los ideales ajenos es v irtud suprema en los que piensan. Es dif ícil para los
semicultos; inaccesible. Exige un perpetuo esf uerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña a
soportar esa consecuencia legítima de la f alibilidad de todo juicio humano. El que se ha f atigado mucho para
f ormar sus creencias, sabe respetar las de los demás. La tolerancia es el respeto en los otros de una v irtud
propia; la f irmeza de las conv icciones, ref lexivamente adquiridas, hace estimar en los mismos adv ersarios
un mérito cuy o precio se conoce.
Los hombres rutinarios desconf ían de su imaginación, santiguándose cuando ésta les atribula con heréticas
tentaciones. Reniegan de la v erdad y de la v irtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios; muestran
grav e inquietud cuando alguien se atrev e a perturbarlos. Astrónomos hubo que se negaron a mirar el cielo
a trav és del telescopio, temiendo v er desbaratados sus errores más f irmes.
En toda nuev a idea presienten un peligro; si les dijeran que sus prejuicios son ideas nuev as, llegarían a
creerlos peligrosos. Esa ilusión les hace decir paparruchas con la solemne prudencia de augures que temen
desorbitar al mundo con sus prof ecías. Pref ieren el silencio y la inercia; no pensar es su única manera de
no equiv ocarse. Sus cerebros son casas de hospedaje, pero sin dueño; los demás piensan por ellos, que
agradecen en lo íntimo ese f av or.
En todo lo que no hay prejuicios def initiv amente consolidados, los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos
no saben distinguir la luz de la sombra, coro los palurdos no distinguen el oro del dublé: conf unden la,
tolerancia con la cobardía, la discreción con el serv ilismo, la complacencia con la indignidad, la simulación
con el mérito. Llaman insensatos a los que suscriben mansamente los errores consagrados y conciliadores
a los que renuncian a tener creencias propias: la originalidad en el pensar les produce escalof ríos. Comulgan
en todos los altares, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo a sus chaf arrinadas;
creen, por eso, descubrir una agudeza particular en el arte de no comprometerse con juicios decisiv os. No
sospechan que la duda del hombre superior f ue siempre de otra especie, antes y a de que lo explicara
Descartes: es af án de rectif icar los propios errores hasta aprender que toda creencia es f alible y que los
ideales admiten perf eccionamientos indef inidos. Los rutinarios, en cambio, no se corrigen ni se
desconv encen nunca; sus prejuicios son como los clav os: cuanto más se golpean más se adentran. Se
tedian con los escritores que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad en cada
f rase, máxime si intentan subordinar el estilo de las ideas; pref ieren las desteñidas lucubraciones de los
autores apampanados, exentas de las aristas que dan reliev e a toda f orma y cuy o mérito consiste en
transf igurar v ulgaridades mediante barrocos adjetiv os. Si un ideal parpadea en las páginas, si la v erdad
hace crujir el pensamiento en las f rases, los libros parécenles material de hoguera; cuando ellos pueden ser
un punto luminoso en el porv enir o hacia la perf ección, los rutinarios les desconf ían.
La caja cerebral del hombre rutinario es un alhajero v acío. No pueden razonar por sí mismos, como si el
seso les f altara. Una antigua ley enda cuenta que cuando el creador pobló el mundo de hombres, comenzó
por f abricar los cuerpos a guisa de maniquíes. Antes de lanzarlos a la circulación lev antó sus calotas
craneanas y llenó las cav idades con pastas div inas, amalgamando las aptitudes y cualidades del espíritu,
buenas y malas. Fuera imprev isión al calcular las cantidades, o desaliento al v er los primeros ejemplares de
su obra maestra, quedaron muchos sin mezcla y f ueron env iados al mundo sin nada dentro. Tal legendario
origen explicaría la existencia de hombres cuy a cabeza tiene una signif icación puramente ornamental.
Viv en de una v ida que no es v iv ir. Crecen y mueren como las plantas. No necesitan ser curiosos ni
observ adores. Son prudentes, por def inición, de una prudencia desesperante: si uno de ellos pasara junto
al campanario inclinado de Pisa, se alejaría de él, temiendo ser aplastado. El hombre original, imprudente,
se detiene a contemplarlo; un genio v a más lejos; trepa al campanario, observ a, medita, ensay a, hasta
descubrir las ley es más altas de la f ísica. Galileo.
Si la humanidad hubiera contado solamente con los rutinarios, nuestros conocimientos no excederían de los
que tuv o el ancestral hominidio. La cultura es el f ruto de la curiosidad, de esa inquietud misteriosa que inv ita
a mirar el f ondo de todos los abismos. El ignorante no es curioso; nunca interroga a la naturaleza. Observa
Ardigó que las personas v ulgares pasan la v ida entera v iendo la luna en su sitio, arriba, sin preguntarse por
qué está siempre allí, sin caerse; más bien creerán que el preguntárselo no es propio de un hombre cuerdo.
Dirían que está allí porque es su sitio y encontrarán extraño que se busque la explicación de cosa tan natural.
Sólo el hombre de buen sentido, que cometa la incorrección de oponerse al sentido común, es decir, un
original o un genio -que en esto se homologan-, puede f ormular la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna está
allí y no cae? Ese hombre que osa desconf iar de la rutina es Newton, .un audaz a quien incumbe adiv inar
algún parecido entre la pálida lámpara suspendida en el cielo y la manzana que cae del árbol mecido por la
brisa. Ningún rutinario habría descubierto que una misma f uerza hace girar la luna hacia arriba y caer la
manzana hacia abajo.
En esos hombres, inmunes a la pasión de la v erdad, supremo ideal a que sacrif ican su v ida pensadores y
f ilósof os, no caben impulsos de perf ección. Sus inteligencias son como las aguas muertas; se pueblan de
gérmenes nociv os y acaban por descomponerse. El que no cultiv a su mente, v a derecho a la disgregación
de su personalidad. No desbaratar la propia ignorancia es perecer en v ida. Las tierras f értiles se enmalezan
cuando no son cultiv adas; los espíritus rutinarios se pueblan de prejuicios, que los esclav izan.
II. LOS ESTIGMAS DE LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL
En el v erdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oy e decir que sirv e para
pensar, cree que estamos locos. Diría que lo estuv o Pascal si leyera sus palabras decisivas: "Puedo concebir
un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que
por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo" (Pensées;
XXIII). Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión le desternillaría de risa.
Nacido sin esprit de finesse, desesperaríase en v ano por adquirirlo. Carece de perspicacia adiv inadora; está
condenado a no adentrarse en las cosas o en las personas. Su tontería no presenta soluciones de
continuidad. Cuando la env idia le corroe, puede atornasolarse de agridulces perv ersidades; f uera de tal
caso, diríase que el armiño de su candor no presenta una sola mancha de ingenio.
El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disf raz para su íntima
oquedad; acompaña con f of a retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la
Humanidad entera quisiese oírlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta seriedad conv encional,
que da importancia en la f antasmagoría colectiv a. Los exitistas lo saben; se adaptan a ser esas v acuas
"personalidades de respeto", certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche a la burla de
todas las posteridades. Nada hacen por dignif icar su y o v erdadero, af anándose tan sólo por inf lar su
f antasma social. Esclav os de la sombra que sus apariencias han proy ectado en la opinión de los demás,
acaban por pref erirla a sí mismos. Ese culto de la sombra oblígalos a v iv ir en continua alarma; suponen que
basta un momento de distracción para comprometer la obra pacientemente elaborada en muchos años.
Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se
desinf le. Destituirían a un f uncionario del Estado si le sorprendieran ley endo a Boccaccio, Quev edo o
Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reír.
Constreñidos a v egetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en
nombre de lo inmediatamente prov echoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo
entre la elegancia y la f uerza, la belleza y la sabiduría. "Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la
agilidad, la destreza, la f lexibilidad, rehúsan los dones del alma: la prof undidad, la ref lexión, la sabiduría.
Borran de la historia que el más sabio y el más v irtuoso de los hombres -Sócrates- bailaba". Esta aguda
adv ertencia de Montaigne, en los Ensay os, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensamientos:
"Ordinariamente suele imaginarse a Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y
serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus
ley es y sus retratos de política para distraerse y div ertirse; ésa era la parte menos f ilosóf ica de su v ida. La
más f ilosóf ica era v iv ir sencilla y tranquilamente". El hombre mediocre que renunciara a su solemnidad,
quedaría desorbitado; no podría v iv ir.
Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exigencia tanto más f ácil por cuanto en ellos
sobra la modestia, desde que están desprov istos de méritos v erdaderos. Consideran tan nociv o al que afirma
las propias superioridades en v oz alta como al que ríe de sus conv encionalismos suntuosos. Llaman
modestia a la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad o del heroísmo. Las
únicas v íctimas de esa f alsa v irtud son los hombres excelentes, constreñidos a no pestañear mientras los
env idiosos empañan su gloria. Para los tontos nada más f ácil que ser modestos: lo son por necesidad
irrev ocable; los más inf lados lo f ingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento
necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los
charlatanes de la modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Solamente los bribones son
modestos". Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el
modesto nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará
a los que gobiernan, ni blasf emará de los dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita
renuncia a v iv ir más de lo que permiten sus cómplices. Hay , es cierto, otra forma de modestia, estimable
como v irtud legítima: es el af án decoroso de no grav itar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la
más lev e partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás.
Esos hombres son raros; comparados con los f alsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas.
Fracasados hay que se creen genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para complacer a la
mediocracia que puede transf ormarlos en f uncionarios; y son mediocres, lo mismo que los otros, con más
la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruy ére, "la
f alsa modestia es el último ref inamiento de la v anidad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo
es ignominiosa.
Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; conf úndenlo con el buen sentido, que es su
síntesis. Dudan cuando las demás resuelv en dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman
eclecticismo al sistema de los que, no atrev iéndose a tener ninguna opinión, se apropian de todo un pocoy
logran encender una v ela en el altar de cada santo. Temerosos de pensar, como si f incasen en ello el pecado
may or de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio; por eso cuando un mediocre es juez, aunque
comprenda que su deber 60 es hacer justicia, se somete a la rutina y cumple el triste of icio de no hacerla
nunca y embrollarla con f recuencia.
El temor de comprometerse les llev a a simpatizar con un precav ido escepticismo. Bueno es desconf iar del
hipócrita que elogia todo y del f racasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien v eces menos
estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que v acila para admirar lo digno y execrar lo miserable.
En el primer capítulo de los Caracteres parece ref erirse a ellos, La Bruy ére, en un párraf o copiado por Hello:
"Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que se les lee, pero no osan declarar en su f av or hasta
que hay an v isto su curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan
su v oto, quieren ser llev ados por la multitud. Entonces dicen que han sido los primeros en aprobar la obray
cacarean que el público es de su opinión". Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados a
dudar de los jóv enes; ello no les impide, después de su triunf o, decir que f ueron sus descubridores. Entonces
prodíganles juramentos de esclav itud que llaman palabras de estímulo: son el homenaje de su pav or
inconf esable. Su protección a toda superioridad y a irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria segura:
pref ieren tenerla propicia a sentirla hostil.
Hacen mal por imprev isión o por inconsciencia, como los niños que matan gorriones a pedradas. Traicionan
por descuido. Comprometen por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; conf iárselo equiv ale a
ocultar un tesoro en caja de v idrio. Si la v anidad no les tienta, suelen atrav esar la penumbra sin herir ni ser
heridos, llev ando a cuestas cierto optimismo de Pangloss. A f uerza de paciencia pueden adquirir alguna
habilidad parcial, como esos autómatas perf eccionados que honran a la juguetería moderna: podría
concedérseles una especie de v iv eza, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estupidez
complicada y una trav esura inocente. Juzgan las palabras sin adv ertir que ellas se ref ieren a cosas; se
conv encen de lo que y a tiene un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquiv os a lo que no encaja en
su espíritu. Son f eligreses de la palabra; no ascienden a la idea ni conciben el ideal. Su may or ingenio es
siempre v erbal y sólo llegan al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que
pueden jugar con las ideas y producir esa gracia del espíritu que es la paradoja. Mediante ésta se descubren
los puntos de v ista que permiten conciliar los contrarios y se enseña que toda creencia es relativ a al que la
cree pudiendo sus contrarias ser creídas por otros al mismo tiempo.
La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, indeciso y obtuso. Cuando no le env enenan
la v anidad y la env idia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su v ida por las llanuras; ev ita mirar desde las
cumbres que escalan los v identes y asomarse a los precipicios que sondan los elegidos. Viv e entre los
engranajes de la rutina.
III. LA MALEDICENCIA
Si se limitaran a v egetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres sin ideales
escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables como los
demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no podría exigírseles que
treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los
espíritus priv ilegiados, que no la rehúsan a los imbéciles inof ensiv os. Estos últimos, con ser más indigentes,
pueden justif icarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la v ida
menos larga, div irtiendo a los ingeniosos y ay udándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y
depositan el., bazo durante la marcha: habría que agradecerles los serv icios que prestan sin sospecharlo.
Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable tolerancia mientras se
mantuv ieran a la capa; cuando renuncian a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño
humano, siempre dispuestos a of recer su lana a los pastores.
Desgraciadamente, suelen olv idar su inf erior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria
pretensión de sus desaf inamientos. Tórnanse entonces peligrosos y nociv os. Detestan a los que no pueden
igualar, como si con sólo existir los of endieran. Sin alas para elev arse hasta ellos, deciden rebajarlos: la
exigüidad del propio v alimiento les induce a roer el mérito ajeno. Clav an sus dientes en toda reputación que
les humilla, sin sospechar que nunca es más v il la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al
doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del v irtuoso, al v illano del gentilhombre. Los lacayos
pueden hozar en la f ama; los hombres excelentes no saben env enenar la v ida ajena.
Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia que el cuadro f amoso de Sandro Botticelli. La
calumnia inv ita a meditar con doloroso recogimiento; en toda la Galería de los Of icios parecen resonar las
palabras que el artista -no lo dudamos- quiso poner en labios de la Verdad, para consuelo de la v íctima: en
su encono está la medida de su mérito...
La Inocencia y ace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el inf ame gesto de la Calumnia. La Env idia la
precede; el Engaño y la Hipocresía la acompañan. Todas las pasiones v iles y traidoras suman su esf uerzo
implacable para el triunf o del mal. El Arrepentimiento mira de trav és hacia el opuesto extremo, donde está,
como siempre sola y desnuda, la Verdad; contrastando con el salv aje ademán de sus enemigas, ella lev anta
su índice al cielo en una tranquila apelación a la justicia div ina. Y mientras la v íctima junta sus manos y las
tiende hacia ella, en una súplica inf inita y conmov edora, el juez Midas presta sus v astas orejas a la
Ignorancia y la Sospecha.
En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas
f irmezas el suav e pincel que desborda dulzuras en la Virgen del granado y el San Sebastián, inv ita al
remordimiento con La abandonada, santif ica la v ida y el amor en la Alegría de la primav era y el Nacimiento
de Venus.
Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, pref ieren la maledicencia sorda a la calumnia
v iolenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuy a inf amia es subrepticia y
sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desaf ía el castigo, se expone; el maldiciente lo
esquiv a. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el v alor de ser delincuente; el otro es cobarde
y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.
Los maldicientes f lorecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las f amilias, en las
prof esiones, acosando a todos los que perf ilan alguna originalidad. Hablan a media v oz, con recato,
constantes en su af án de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las y erbas
v enenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conv ersación de los env ilecidos; sus
v értebras son nombres propios, articuladas por los v erbos más equív ocos del diccionario para arrastrar un
cuerpo cuy as escamas son calif icativ os pav orosos.
Vierten la inf amia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan
parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la f orma. Una sonrisa, un lev antar de
espaldas, un f runcir la f rente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad
de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los env enenadores, está seguro
de la impunidad; por eso es despreciable. No af irma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que
nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa f orma. Miente con espontaneidad, como
respira. Sabe seleccionar lo que conv erge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está
seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las v irtudes íntimas ni los secretos del hogar,
nada; iny ecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda
la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera v er salir, en v ez de lengua, un estilete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a v oces un
v icio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar
ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que
maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reserv as, más grav es que las peores
imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de ef ectuarlo
potencialmente, sin el v alor de la acción rectilínea.
Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura, pretenden encubrir su inf amia con el pabellón
de la espiritualidad. Vana esperanza; están condenados a perseguir la gracia y tropezar con la perf idia. Su
burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles f ácil la malignidad zumbona, pero ella no se
conf unde con la ironía sagaz y justa. La ironía es la perf ección del ingenio, una conv ergencia de intencióny
de sonrisa aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho, sino con
precisión. Eso lo ignora el mediocre. Lees más f ácil ridiculizar una sublime acción que imitarla. En las
sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede conf undirse con la gracia, mientras le ampara la
complicidad maldiciente; pero f általe el aticismo sano del que todo perdona en f uerza de comprenderlo todo
y esa inteligencia cristalina que permite descif rar la v erdad en la entraña misma de las cosas que el v aivén
mundano somete a nuestra experiencia. Esos of icios tienen malignidades perv ersas por su misma f alta de
hidalguía; disf razan de mesurada condolencia el encono de su inf erioridad humillada. Los calumniadores
minúsculos son más terribles, como las f uerzas moleculares que nadie v e y carcomen los metales más
nobles. Nada teme el maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a su espalda un
innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada v ez que un espíritu omiso los conf abula contra una
estrella.
El escritor mediocre es peor por su estilo que por su moral. Rasguña tímidamente a los que env idia; en sus
collonadas se nota la temperancia del miedo, como si le erizaran los peligros de la responsabilidad. Abunda
entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan a ser
terriblemente aburridos, acosándonos con v olúmenes que podrían terminar en el primer párraf o. Sus
páginas están embalumadas de lugares comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen
dando tropiezos contra la realidad; son objetiv os que operan y no retortas que destilan; se desesperan
pensando que la calcomanía no f igura entre las bellas artes. Si acometen la literatura, diríase que Vasco da
Gama emprende el descubrimiento de todos los lugares comunes, sin v islumbrar el cabo de una buena
esperanza; si chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose a rumiar el pienso
pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos f ieles de la rapsodia y de la paráf rasis practican esa
pudibunda modestia que es su mentira conv encional; se admiran entre sí, como solidaridad de logia,
execrando cualquier soplo de ciclón o rev oloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los
hombres cuy os ideales no suf ren inf lexiones; f ingen no comprender esa v irtud de santos y de sabios,
supremo desprecio de todas las mentiras por ellos v eneradas. El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta
inof ensiv o. Solamente la env idia puede encelarle; entonces pref iere hacerse crítico.
El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplícase en copiosidades
acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. La maledicencia oral tiene ef icacias
inmediatas, pav orosas. Está en todas partes, agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen espíritus
pazguatos, para turnarse en decir pav adas sin interés para quien las oy e, el terreno es propicio para que el
más alev oso comience a maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio niv el. La ef icacia de la
dif amación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiv a de cuantos
pueden escucharla sin indignarse; moriría si ellos no le hicieran una atmósf era v ital. Ése es su secreto.
Semejante a la moneda f alsa, es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el v alor de acuñarla.
Las lenguas más acibaradas son las de aquellos que tienen menos autoridad moral, como enseña Molière
desde la primera escena de Tartuf o:
"Ceux de qui la conduite offre le plus á rire.
Sont toujours sur autri les premiers a médire" [1]
Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el contraste con la propia. Eso no excluy e que
existan casquiv anos cuy a culpa es inconsciente ; maldicen por ociosidad o por, div ersión, sin sospechar
donde conduce el camino en que se av enturan. Al contar una f alta ajena ponen cierto amor propio en ser
interesantes, aumentándola, adornándola, pasando insensiblemente de la v erdad a la mentira, de la torpeza
a la inf amia, de la maledicencia a la calumnia. ¿Para qué ev ocar las palabras memorables de la comedia
de Beaunlarchais?
IV. EL SENDERO DE LA GLORIA
El hombre mediocre que se av entura en la liza social tiene apetitos urgentes: el éxito. No sospecha que
existe otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por los caracteres superiores. Aquél es un triunf o ef ímero,
al contado; ésta es def initiv a, inmarcesible en los siglos. El uno se mendiga; la otra se conquista.
Es despreciable todo cortesano de la mediocracia en que v iv e; triunfa humillándose, reptando, a hurtadillas,
en la sombra, disf razado, apuntalándose en la complicidad de innumerables similares. El hombre de mérito
se adelanta a su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando, iluminando, f ustigando, en
plena luz, a cara des- cubierta, sin humillarse, ajeno a todos los embozamientos del serv ilismo y de la intriga.
La popularidad tiene peligros. Cuando la multitud clav a sus ojos por v ez primera en un hombre y le aplaude,
la lucha empieza: desgraciado quien se olv ida de sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que
poner más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del aplauso inmediato; la gloria es
más dif ícil, pero más digna.
La v anidad empuja al hombre v ulgar a perseguir un empleo expectable en la administración del Estado,
indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El hombre excelente se reconoce porque es
capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad. El genio se mueve
en su órbita propia, sin esperar sanciones f icticias de orden político, académico o mundano; se rev ela por
la perennidad de su irradiación, como si f uera su v ida un perpetuo amanecer.
El que f lota en la atmósf era como una nube, sostenido por el v iento de la complicidad ajena, puede abocadar
por la adulación lo que otros deberían recibir por sus aptitudes; pero quien obtiene f av ores sin tener méritos,
debe temblar: f racasará después, cien v eces, en cada cambio de v iento. Los nobles ingenios sólo conf ían
en sí mismos, luchan, salv an los obstáculos, se imponen. Sus caminos son propiamente suy os; mientras el
mediocre se entrega al error colectiv o que le arrastra, el superior v a contra él con energías inagotables,
hasta despejar su ruta.
Merecido o no, el éxito es el alcohol de los que combaten. La primera v ez embriaga; el espíritu se av iene a
él insensiblemente; después se conv ierte en imprescindible necesidad. El primero, grande o pequeño, es
perturbador. Se siente una indecisión extraña, un cosquilleo moral que deleita y molesta al mismo tiempo,
como la emoción del adolescente que se encuentra a solas por v ez primera con una mujer amada: emoción
tierna y v iolenta, estimula e inhibe a la v ez, instiga y amilana.
Mirar de f rente al éxito, equiv ale a asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para
siempre. Es un abismo irresistible, como una boca juv enil que inv ita al beso; pocos retroceden. Inmerecido,
es un castigo, un f iltro que env enena la v anidad y hace inf eliz para siempre; el hombre superior, en cambio,
acepta como simple anticipación de la gloria ese pequeño tributo de la mediocridad, v asalla de sus méritos.
Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace por un accidente inesperado, llega por
senderos inv isibles. Basta el simple elogio de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la
conquista f ácil de una hermosa mujer; todos se equiv alen, embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, tórnase
imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único dif ícil es iniciar la costumbre, como para todos los
v icios. Después no se puede v iv ir sin el tósigo v iv ificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no
tiene alas para ascender sin la ay uda de cómplices y de pilotos. Para el hombre acomodaticio hay una
certidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorios y f ugaces, por humillante que le hay a sido obtenerlos.
Ignorando que el árbol espiritual tiene f rutos, se preocupa por cosechar la hojarasca; v iv e de lo aleatorio,
acechando las ocasiones propicias.
Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiv a del mérito; o por ninguna. Saben que en las
mediocracias se suelen seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca v encidos, ni suf ren de un
contraste más de lo que gozan de un éxito; ambos son obra de los demás. La gloria depende de ellos mimos.
El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que se les paga en
v ida. Taine conoció en su juv entud el goce del maestro que v e concurrir a sus lecciones un tropel de
alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor cuy as melodías v uelv en a los labios del transeúnte
que silba para darse v alor al atrav esar de noche una encrucijada solitaria; Musset conf iesa que f ue una de
sus grandes v oluptuosidades oír sus v ersos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del
orador que escucha el aplauso f renético tributado por miles de hombres. El f enómeno es común, sin ser
nuev o. Julio César, al historiar sus campañas, trasunta la ebriedad salv aje del que conquista pueblos y
aniquila hordas; los biógraf os de Beethov en narran su impresión prof unda cuando se v olv ió a contemplar
las ov aciones que su sordera le impedía oír, al estrenar la Nov ena sinf onía; Stendhal ha dicho, con su ática
gracia original, las f ruiciones del amador af ortunado que v e sucesiv amente a sus pies, temblorosas de f iebre
y ansiedad, a cien mujeres.
El éxito es benéf ico si es merecido; exalta la personalidad, la estimula. Tiene otra v irtud: destierra la env idia,
ponzoña incurable en los espíritus mediocres. Triunf ar a tiempo, merecidamente, es el más f av orable rocío
para cualquier germen de superioridad moral. El triunf o es un bálsamo de los sentimientos, una lima ef icaz
contra las asperezas del carácter. El éxito es el mejor lubricante del corazón; el f racaso es su más urticante
corrosiv o.
La popularidad o la f ama suelen dar transitoriamente la ilusión de la gloria. Son sus f ormas espurias y
subalternas, extensas pero no prof undas, esplendorosas pero f ugaces. Son más que el simple éxito,
accesible al común de los mortales; pero son menos que la gloria, exclusiv amente reserv ada a los hombres
superiores. Son oropel, piedra f alsa, luz de artif icio. Manif estaciones directas del entusiasmo gregario y , por
eso mismo, inf eriores: aplauso de multitud, con algo de f renesí inconsciente y comunicativ o. La gloria de los
pensadores, f ilósof os y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero
estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude a solas. En el teatro y en la asamblea la
admiración es rápida y barata, aunque ilusoria; los oy entes se sugestionan recíprocamente, suman su
entusiasmo y tallan en ov aciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer el triunf o más
cerca que Aristóteles o Spinoza; la intensidad, que es el (éxito, este en razón inv ersa de la duración, que es
la gloria. Tales aspectos caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del actor o de
un estado accidental de la mentalidad colectiv a. Amenguada la aptitud o transpuesta la circunstancia,
v uelv en ala sombra y asisten en v ida a sus propios f unerales.
Entonces pagan cara su notoriedad; v iv ir en perpetua nostalgia es su martirio. Los hijos del éxito pasajero
deberían morir al caer en la orf andad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso v iv ir de los
recuerdos: f rase absurda. Ello equiv ale a agonizar. Es la dicha del pintor maniatado por la ceguera, del
jugador que mira el tapete y no puede arriesgar una sola f icha.
En la v ida se es actor o público, timonel o galeote. Es tan doloroso pasar del timón al remo, como salir del
escenario para ocupar una butaca, aunque ésta sea de primera f ila. El que ha conocido el aplauso no sabe
resignarse a la oscuridad; ésa es la parte más cruel de toda preeminencia f undada en el capricho ajeno o
en aptitudes f ísicas transitorias. El público oscila con la moda; el f ísico se gasta. La f ama de un orador, de
un esgrimista o de un comediante, sólo dura lo que una juv entud; la v oz, las estocadas y los gestos se
acaban alguna v ez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria
el tiempo f eliz.
Para estos triunf adores accidentales, el instante en que se disipa su error debería ser el último de la v ida.
Volv er a la realidad es una suprema tristeza. Pref erible es que un Otelo excesiv o mate de v eras sobre el
tablado a una Desdémona próxima a env ejecer, o desnucarse el acróbata en un salto prodigioso, o
rompérsele un aneurisma al orador mientras habla a cien mil hombres que aplauden, o ser apuñalado un
Don Juan por la amante más hermosa y sensual. Ya que se mide la v ida por sus horas de dicha conv endría
despedirse de ella sonriendo, mirándola de f rente, con dignidad, con la sensación de que se ha merecido
v iv irla hasta el último instante. Toda ilusión que se desv anece deja tras de sí una sombra indisipable. La
f ama y la celebridad no son la gloria: nada más f alaz que la sanción de los contemporáneos y de las
muchedumbres.
Compartiendo las ruinas y las debilidades de la mediocridad ambiente, f ácil es conv ertirse en arquetipos de
la masa y ser prohombres entre sus iguales, pero quien así culmina, muere con ellos. Los genios, los santos
y los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto ideal: resultan prohombres
en la historia.
La integridad moral y la excelencia de carácter son v irtudes estériles en los ambientes rebajados, más
asequibles a los apetitos del doméstico que a las altiv eces del digno: en ellos se incuba el éxito f alaz. La
gloria nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las ruinas de su tiempo; tardía a menudo,
póstuma a v eces, aunque siempre segura, suele ornar las f rentes de cuantos miraron el porv enir y sirv ieron
a un ideal, practicando aquel lema que f ue la noble div isa de Rousseau: v itam impendere v ero.
CAPÍTULO III
LOS VALORES MORALES
I. La moral de Tartuf o. - II. El hombre honesto. - III. Los tránsf ugas de la honestidad. - IV. Función social de
la v irtud. - V. La pequeña v irtud y el talento moral. - VI. El genio moral: la santidad.
I. LA MORAL DE TARTUFO
La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los hombres
incapaces de resistir la tentación del mal. Es f alta de v irtud para renunciar a éste y de coraje para asumir su
responsabilidad. Es el guano que f ecundiza los temperamentos v ulgares, permitiéndoles prosperar en la
mentira: como esos árboles cuy o ramaje es más f rondoso cuando crecen a inmediaciones de las ciénagas.
Hiela, donde ella pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán del entusiasmo. Los hombres rebajados por
la hipocresía v iv en sin ensueño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos
como el eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconf esa, de que sus actos son indignos,
v ergonzosos, nociv os, arruf ianados, irredimibles. Por eso es insolv ente su moral: implica siempre una
simulación.
Ninguna f e impulsa a los hipócritas; no sospechan el v alor de las creencias rectilíneas. Esquiv an la
responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en
la sombra, escamotean v ocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y dif aman con af elpada
suav idad. Nunca lucen un galardón inconf undible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde podría
asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira.
En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran v entajosas para acrecentar la sombra que
proy ectan en su escenario. Así como los ingenios exiguos mimetizan el talento intelectual, embalumándose
de ref inados artilugios y def ensas, los sujetos de moralidad indecisa parodian el talento moral, oropelando
de v irtud su honestidad insípida. Ignoran el v eredicto del propio tribunal interior; persiguen el salv oconducto
otorgado por los cómplices de sus prejuicios conv encionales.
El hipócrita suele av entajarse de su v irtud f ingida, mucho más que el v erdadero v irtuoso. Pululan hombres
respetados en f uerza de no descubrírseles bajo el disf raz; bastaría penetrar en la intimidad de sus
sentimientos, un solo minuto, para adv ertir su doblez y trocar en desprecio la estimación. El psicólogo
reconoce al hipócrita; rasgos hay que distinguen al v irtuoso del simulador, pues mientras éste es un cómplice
de los prejuicios que f ermentan en su medio, aquél posee algún talento que le permite sobreponerse a ellos.
Todo apetito numulario despierta su acucia y le empuja a descubrirse. No retrocede ante las arterías, es
f ácil a los besamanos f emeninos, sabre oliscar el deseo de los amos, se da al mejor of erente, prospera a
f uerza de marañas. Triunf a sobre los sinceros, toda v ez que el éxito estriba en aptitudes v iles: el hombre
leal es con f recuencia su v íctima. Cada Sócrates encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas.
La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se av iene a v egetar en la penumbra, no cabe bajo el
escalpelo del psicólogo: su v icio es un simple ref lejo de mentiras que inf estan la moral colectiv a. Su culpa
comienza cuando intenta agitarse dentro de su basta condición, pretendiendo igualarse a los v irtuosos.
Chapaleando en los muladares de la intriga, su honestidad se mancilla y se encanalla en pasiones
innoblemente desatadas. Tórnase capaz de todos los rencores. Supone simplemente honesto, como él, a
todo santo o v irtuoso; no descansa en amenguar sus méritos. Intenta igualar abajo, no pudiendo hacerlo
arriba. Persigue a los caracteres superiores, pretende conf undir sus excelencias con las propias
mediocridades, desahoga sordamente una env idia que no conf iesa, en la penumbra, ensalobrándose,
babeando si morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y carcome. Su malsinidad está
inquietada con escrúpulos que le obligan a av ergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los
suplicios. Es su castigo.
El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía. En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del
hipócrita y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna v ez éste se encrespa y pronuncia palabras que
son un estigma o un epitaf io; su rugido es la luz de un relámpago f ugaz y no deja escorias en su corazón,
se desahoga por un gesto v iolento, sin env enenarle. Las naturalezas v iriles poseen un exceso de f uerza
plástica cuy a f unción regeneradora cura prontamente las hondas heridas y trae el perdón. La juv entud tiene
entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones malignas; el hombre
que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está y a v iejo, irreparablemente. Sus heridas son tan
imborrables como sus canas. Y como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas
morales.
Sin f e en creencia alguna, el hipócrita prof esa las más prov echosas. Ataf agado por preceptos que entiende
mal, su moralidad parece un pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión.
Pref iere las que af irman la existencia del purgatorio y of recen redimir las culpas por dinero. Esa aritmética
de ultratumba le permite disf rutar más tranquilamente los benef icios de su hipocresía; su religión es una
actitud y no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es f anático. En los santos y en los v irtuosos, la religión
y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los
mandamientos.
Las mejores máximas teóricas pueden conv ertirse en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral
práctica, tanto may or es el esf uerzo por rejuv enecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es declamatoria
y suntuosa la retórica de Tartuf o, arquetipo del género, cuy a creación pone a Moliére entre los más geniales
psicólogos de todos los tiempos. No olv idemos la historia de ese oblicuo dev oto a quien el sincero Orgon
recoge piadosamente y que sugestiona a toda su f amilia. Cleanto, un jov en, se atrev e a desconfiar de él;
Tartuf o consigue que Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo y se hace legar sus bienes. Y no basta:
intenta seducir a la consorte de su huésped. Para desenmascarar tanta inf amia, su esposa se resigna a
celebrar con Tartuf o una entrev ista, a la que Orgon asiste oculto. El hipócrita, crey éndose solo, expone los
principios de su casuística perv ersa; hay acciones prohibidas por el cielo, pero es f ácil arreglar con él estas
contabilidades; según conv enga pueden af lojarse las ligaduras de la conciencia, rectif icando la maldad de
los actos con la pureza de las doctrinas. Y para retratarse de una v ez, agrega:
En fin, votre scrupule est facile á détruire:
Vous étes assurée ici d'un plein secret,
Et le anal n'est jamais que dans l'éclat qu'on fait; Le
scandale du monde est ce que fait l'offenre
Et ce n'est pas pécher que pécher en silence.[1]
Ésa es la moral de la hipocresía jesuítica, sintetizada en cinco v ersos, que son su pentateuco.
La del hombre v irtuoso es otra: está en la intención y en el f in de las acciones, en los hechos mejor que en
las palabras, en la conducta ejemplar y no en la oratoria untuosa. Sócrates y Cristo f ueron v irtuoso, contra
la religión de su tiempo; los dos murieron a planos de f anatismos que estaban y a div orciados de toda moral.
La santidad está siempre f uera de la hipocresía colectiv a. La exageración materialista de las ceremonias
suele coincidir con la aniquilación de todos los idealismos en las naciones y en las razas; la historia la señala
en la decadencia de las castas gobernantes y dice que el loy olismo apuntala siempre su degeneración moral.
En esas horas de crisis, la f e agoniza en, el f anatismo decrépito y alienta f ormidablemente en los ideales
que renacen f rente a él, irrespetuosos, demoledores, aunque predestinados con f recuencia a caer en nuev os
f anatismos y a oponerse a ideales v enideros.
El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con tanto af án como pone el v irtuoso en cuidar sus
ideales. Conoce de memoria los pasajes pertinentes del Sartor Resartus; por ellos admira a Carly le, tanto
como otros por su culto a Los héroes. El respeto de las f ormas hace que los hipócritas de cada época y país
adquieran rasgos comunes; hay una "manera" peculiar que trasunta el tartuf ismo en todos sus adeptos,
como hay "algo" que denuncia el parentesco entre los af iliados a una tendencia artística o escuela literaria.
Ese estigma común a los hipócritas, que permite reconocerlos no obstante los matices indiv iduales
impuestos por el rango o la f ortuna, es su prof unda animadv ersión a la v erdad.
La hipocresía es más honda que la mentira: ésta puede ser accidental, aquélla es permanente. El hipócrita
transf orma su v ida entera en una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda
v ez que ello le reporte un benef icio inmediato; v iv e traicionando con sus palabras, como esos poetas que
disf razan con largas crenchas la cortedad de su inspiración. El hábito de la mentira paraliza los labios del
hipócrita cuando llega la hora de pronunciar una v erdad.
Así como la pereza es la clav e de la rutina y la av idez es móv il del serv ilismo, la mentira es el prodigioso
instrumento de la hipocresía. Nunca ha escuchado la Humanidad palabras más nobles que algunas de
Tartuf o; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconf ormes con ellas. Sea cual f uere su rango
social, en la priv anza o en la proscripción, en la opulencia o en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto
a adular a los poderosos y a engañar a los humildes, mintiendo a entrambos. El que se acostumbra a
pronunciar palabras f alsas, acaba por f altar a la propia sin repugnancia, perdiendo toda noción de lealtad
consigo mismo. Los hipócritas ignoran que la v erdad es la condición f undamental de la v irtud. Olv idan la
sentencia multisecular de Apolonio: "De sierv os es mentir, de libres decir v erdad". Por eso el hipócrita está
predispuesto a adquirir sentimientos serv iles. Es el lacay o de los que le rodean, el esclav o de mil amos, de
un millón de amos, de todos los cómplices de su mediocridad.
El que miente es traidor: sus v íctimas le escuchan suponiendo que dice la v erdad. El mentiroso conspira
contra la quietud ajena, f alta al respeto a todos, siembra la inseguridad y la desconf ianza. Con mirar ojizaino
persigue a los sinceros, crey éndolos sus enemigos naturales. Aborrece la sinceridad. Dice que ella es la
f uente de escándalo y anarquía, como si pudiera culparse a la escoba de que exista la suciedad.
En el f ondo sospecha que el hombre sincero es f uerte e indiv idualista. f incando en ello su altiv ez
inquebrantable, pues su oposición a la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas
partes. Se def iende contra la domesticación v el descenso común. Y dice su v erdad como puede, cuando
puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos enseñaron a morir por ella.
El disf raz sirv e al débil; sólo se f inge lo que se cree no tener. Hablan más de la nobleza los nietos de
truhanes; la v irtud suele danzar en labios desv ergonzados; la altiv ez sirv e de estribillo a los env ilecidos; la
caballerosidad es la ganzúa de los estaf adores; la temperancia f igura en el catecismo de los v iciosos.
Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna partícula a su sombra. Y, en ef ecto, ésta se v a modificando
en la constante labor; la máscara es benéf ica en las mediocracias contemporáneas, magüer los que la usen
carezcan de autoridad moral ante los hombres v irtuosos. Éstos no creen al hipócrita, descubierto una v ez;
no le creen nunca. ni pueden dejar de creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la v erdad
no tiene por qué ser leal con la mentira.
El hábito de la f icción desmorona a los caracteres hipócritas, v ertiginosamente, como si cada nuev a mentira
los empujara hacia el precipicio; nada detiene a una av alancha en la pendiente. Su v ida se polariza en esa
aby ecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del v icio. El culto de las apariencias llev a a
desdeñar la realidad. El hipócrita no aspira a ser v irtuoso, sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la
v irtud, quiere ser contado entre los v irtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle.
Faltándole la osadía de practicar el mal, a que está inclinado, conténtase con sugerir que oculta sus v irtudes
por modestia; pero jamás consigue usar con desenv oltura el antif az. Sus manejos asoman por alguna parte,
como las clásicas orejas bajo la corona de Midas. La v irtud y el mérito son incompatibles con el tartuf ismo;
la observ ación induce a desconf iar de las v irtudes misteriosas. Ya enseñaba Horacio que "la v irtud oculta
dif iere poco de la oscura holgazanería" (Od. IV, 9, 29).
No teniendo v alor para la v erdad es imposible tenerlo para la justicia. En v ano los hipócritas v iv en jactándose
de una gran ecuanimidad y procurando prestigios catonianos: su prudente cobardía les impide ser jueces
toda v ez que puedan comprometerse con un f allo. Pref ieren tartajear sentencias bilaterales y ambiguas,
diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas; no lo hacen, empero, por f ilosof ía, sino por incapacidad
de responsabilizarse de sus juicios. Dicen que éstos deben ser relativ os, aunque en lo íntimo de su mollera
creen inf alibles sus opiniones. No osan proclamar su propia suf iciencia; pref ieren av anzar en la v ida sin más
brújula que el éxito, of reciendo el f lanco y bordejeando, esquiv os a poner la proa hacia el más lev e obstáculo.
Los hombres rectos son objeto de su acendrado rencor, pues con su rectitud humillan a los oblicuos; pero
éstos no conf iesan su cobardía y sonríen serv ilmente a las miradas que los torturan, aunque sienten el
v ejamen: se contraen a estudiar los def ectos de los hombres v irtuosos para f iltrar pérf idos v enenos en el
homenaje que a todas horas están obligados a tributarles. Dif aman sordamente; traicionan siempre, como
los esclav os, como los híbridos que traen en las v enas sangre serv il. Hay que temblar cuando sonríen:
v ienen tanteando la empuñadura de algún estilete oculto bajo su capa.
El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces: nadie puede conf iar en su ambigüedad recalcitrante. Día
por día af loja sus anastomosis con las personas que le rodean; su sensibilidad escasa impídele caldearse
en la ternura ajena y . su af ectividad va palideciendo como una planta que no recibe sol, agostado el corazón
en un inv ierno prematuro. Sólo piensa en sí mismo, y ésa es su pobreza suprema. Sus sentimientos se
marchitan en los inv ernáculos de la mentira y de la v anidad. Mientras los caracteres dignos crecen en un
perpetuo olv ido de su ay er y piensan en cosas nobles para su mañana, los hipócritas se repliegan sobre si
mismos, sin darse, sin gastarse, retray éndose, atrof iándose. Su f alta de intimidades les impide toda
expansión, obsesionados por el temor de que su conciencia moral asome a la superf icie. Saben que bastaría
una lev e brisa para descorrer su liv ianísimo v elo de v irtud. No pudiendo conf iar en nadie, v iv en cegando las
f uentes de su propio corazón: no sienten la raza, la patria, la clase, la f amilia, ni la amistad, aunque saben
mentirlas para explotarlas mejor. Ajenos a todo y a todos, pierden el sentimiento de la solidaridad social,
hasta caer en sórdidas caricaturas del egoísmo. El hipócrita mide su generosidad por las v entajas que de
ella obtiene; concibe la benef icencia como una industria lucrativ a para su reputación. Antes de dar, inv estiga
si tendrá notoriedad su donativ o; f igura en primera línea en todas las suscripciones públicas, pero no abriría
su mano en la sombra. Inv ierte su dinero en un bazar de caridad, como si comprara acciones de una
empresa; eso no le impide ejercer la usura en priv ado o sacar prov echo del hambre ajena.
Su indif erencia al mal del prójimo puede arrastrarle a complicidades indignas. Para satisf acer alguno de sus
apetitos no v acilará ante grises intrigas, sin preocuparse de que ellas tengan consecuencias imprev istas.
Una palabra del hipócrita basta para enemistar a dos amigos o para distanciar a dos amante. Sus armas
son poderosas por lo inv isibles; con una sospecha f alsa puede env enenar una f elicidad, destruir una
armonía, quebrar, una concordancia. Su apego a la mentira le hace acoger benév olamente cualquier
inf amia, desenv olv iéndola hasta lo inf inito, subterráneamente, sin v er el rumbo ni medir cuán hondo, tan
irresponsable como esas alimañas que cav an al azar sus madrigueras, cortando las raíces de las f lores más
delicadas.
Indigno de la conf ianza ajena, el hipócrita v iv e desconf iando de todos, hasta caer en el supremo inf ortunio
de la susceptibilidad. Un terror ansioso le acoquina f rente a los hombres sinceros, crey endo escuchar en
cada palabra un reproche merecido; no hay en ello dignidad, sino remordimiento. En v ano pretendería
engañarse a sí mismo, conf undiendo la susceptibilidad con la delicadeza; aquélla nace del miedo y ésta es
hija del orgullo.
Dif ieren como la cobardía y la prudencia, como el cinismo y la sinceridad. La desconf ianza del hipócrita es
una caricatura de la delicadeza del orgulloso. Este sentimiento puede tornar susceptible al hombre de
méritos excelente toda v ez que desdeña dignidades cuy o precio es el serv ilismo y cuy o camino es la
adulación; el hombre digno exige entonces respeto para ese v alor moral que no manif iesta por los modos
v ulgares de la protesta estéril, pero ello le aparta para siempre de los hipócritas domesticados. Es raro el
caso. Frecuentísima es, en cambio, la susceptibilidad del hipócrita, que teme v erse desenmascarado por los
sinceros.
Sería extraño que conserv ara esa delicadeza, única sobrev iv iente al nauf ragio de las demás. El hábito de
f ingir es incompatible con esos matices del orgullo; la mentira es opaca a cualquier resplandor de dignidad.
La conducta de los tartuf os no puede conserv arse adamantina; los expedientes equív ocos se encadenan
hasta ahogar los últimos escrúpulos. A f uerza de pedir a los demás sus prejuicios, endeudándose
moralmente con la sociedad, pierden el temor de pedir otros f av ores y bienes materiales, olv idando que las
deudas torpemente acumuladas esclav izan al hombre. Cada préstamo no dev uelto es un nuev o eslabón
remachado a su cadena; se les hace imposible v iv ir dignamente en una ciudad donde hay calles que no
pueden cruzar y entre personas cuy a mirada no sabrían sostener. La mentira y la hipocresía conv ergen a
estos renunciamientos, quitando al hombre su independencia. Las deudas contraídas por v anidad o por v icio
obligan a f ingir y engañar; el que las acumula renuncia a toda dignidad.
Hay otras consecuencias del tartuf ismo. El hombre dúctil a la intriga se priv a del cariño ingenuo. Suele tener
cómplices, pero no tiene amigos; la hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés. Los hipócritas,
f orzosamente utilitarios y oportunistas, están siempre dispuestos a traicionar sus principios en homenaje a
un benef icio inmediato; eso les v eda la amistad con espíritus superiores. El gentil hombre tiene siempre un
enemigo en ellos, pues la reciprocidad de sentimientos sólo es posible entre iguales; no puede entregarse
nunca a su amistad, pues acecharán la ocasión para af rentarlo con alguna inf amia, v engando su propia
inf erioridad. La Bruy ére escribió una máxima imperecedera: "En la amistad desinteresada hay placeres que
no pueden alcanzar los que nacieron mediocres"; éstos necesitan cómplices, buscándolos entre los que
conocen esos secretos resortes descritos como una simple solidaridad en el mal. Si el hombre sincero se
entrega, ellos aguardan la hora propicia para traicionarlo; por eso la amistad es dif ícil para los grandes
espíritus y éstos no prodigan su intimidad cuando se elev an demasiado sobre el niv el común. Los hombres
eminentes necesitan disponer de inf inita sensibilidad y tolerancia para entregarse; cuando lo hacen, nada
pone límites a su ternura y dev oción. Entre nobles caracteres la amistad crece despacio y prospera mejor
cuando arraiga en el reconocimiento de los méritos recíprocos; entre hombres v ulgares crece
inmotiv adamente, pero permanece raquítica, f undándose a menudo en la complicidad del v icio o de la
intriga. Por eso la política puede crear cómplices, pero nunca amigos; muchas v eces llev a a cambiar éstos
por aquéllos, olv idando que cambiarlos con f recuencia equiv ale a no tenerlos. Mientras en los hipócritas las
complicidades se extinguen con el interés que las determina, en los caracteres leales la amistad dura tanto
como los méritos que la inspiran.
Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Inv ierte las f órmulas del reconocimiento: aspira a la
div ulgación de los f av ores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica por mil lo que day
div ide por un millón lo que acepta. Ignora la gratitud –v irtud de elegidos-, inquebrantable cadena remachada
para siempre en los corazones sensibles por los que saben dar a tiempo y cerrando los ojos. A v eces resulta
ingrato sin saberlo, por simple error de su contabilidad sentimental. Para ev itar la ingratitud ajena sólo se le
ocurre no hacer el bien: cumple su decisión sin esf uerzo, limitándose a practicar sus f ormas ostensibles, en
la proporción que puede conv enir a su sombra. Sus sentimientos son otros: el hipócrita sabe que puede
seguir siendo honesto aunque practique el mal con disimulo y con desenf ado la ingratitud.
La psicología de Tartuf o sería incompleta si olv idáramos que coloca en lo más hermético de sus
tabernáculos todo lo que anuncia el f lorecer de pasiones inherentes a la condición humana. Frente al pudor
instintiv o, casto por def inición, los hipócritas han organizado un pudor conv encional, impúdico y corrosivo.
La capacidad de amar, cuy as ef erv escencias santif ican la v ida misma, eternizándola, les parece
inconf esable, como si el contacto de dos bocas amantes f uera menos natural que el beso del sol cuando
enciende las corolas de las f lores. Mantienen oculto y misterioso todo lo concerniente al amor, como si el
conv ertirlo en delito no acicateara la tentación de los castos; pero esa pudibundez v isible no les prohibe
ensay ar inv isiblemente las aby ecciones más torpes. Se escandalizan de la pasión sin renunciar al v icio,
limitándose a disf razarlo o encubrirlo. Encuentran que el mal no está en las cosas mismas, sino en las
apariencias, f ormándose una moral para sí y otra para los demás, como esas casadas que presumen de
honestas aunque tengan tres amantes y repudian a la doncella que ama a un solo hombre sin tener marido.
No tiene límites esta escabrosa f rontera de la hipocresía. Celosos catones de las costumbres, persiguen las
más puras exhibiciones de belleza artística. Pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea,
como otrora injuriaron telas y estatuas para v elar las más div inas desnudeces de Grecia y del Renacimiento.
Conf unden la castísima armonía de la belleza plástica con la intención obscena que los asalta al
contemplarla. No adv ierten que la perv ersidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte.
El pudor de los hipócritas es la peluca de su calv icie moral.
II. EL HOMBRE HONESTO
La mediocridad moral es impotencia para la v irtud la cobardía para el v icio. Si hay mentes que parecen
maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes a mongolf ieras inf ladas de prejuicios. El
hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de iniciativ a para entrambos. La
garra del pasado ásele el corazón, estrujándole en germen todo anhelo de perf eccionamiento f uturo. Sus
prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de v irtudes crepusculares,
superv iv encias de morales extinguidas.
Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre v irtuoso: pref ieren al honesto y lo
encumbran como ejemplo. Hay en ello implícito un error, o mentira, que conv iene disipar. Honestidad no es
v irtud, aunque tampoco sea v icio. Se puede ser honesto sin sentir un af án de perf ección; sobra para ello
con no ostentar el mal, lo que no basta para ser v irtuoso. Entre el v icio, que es una acra, y la v irtud, que es
una excelencia, f luctúa la honestidad.
La v irtud elev a sobre la moral corriente: implica cierta aristocracia del corazón, propia del talento moral; el
v irtuoso se anticipa a alguna f orma de perf ección f utura y le sacrif ica los automatismos consolidados por el
hábito.
El honesto, en cambio, es pasiv o, circunstancia que le asigna un niv el moral superior al v icioso, aunque
permanece por debajo de quien practica activ amente alguna v irtud y orienta su v ida hacia algún ideal.
Limitándose a respetar los prejuicios que le asf ixian, mide la moral con el doble decímetro que usan sus
iguales, a cuy as f racciones resultan irreducibles las tendencias inf eriores de los encanallados y las
aspiraciones conspicuas de los v irtuosos.
Si no llegara a asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente
por su conducta deshonesta: si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de
imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni serv ir de ejemplo.
El hombre honesto puede practicar acciones cuy a indignidad sospecha, toda v ez que a ello se sienta
constreñido por la f uerza de los prejuicios, que son obstáculos con que los hábitos adquiridos estorban a las
v ariaciones nuev as. Los actos que y a son malos en el juicio original de los v irtuosos, pueden seguir siendo
buenos ante la opinión colectiv a. El hombre superior practica la v irtud tal como la juzga, eludiendo los
prejuicios que acoy undan a la masa honesta; el mediocre sigue llamando bien a lo que y a ha dejado de
serlo, por incapacidad de entrev er el bien del porv enir. Sentir con el corazón de los demás equiv ale a pensar
con cabeza ajena.
La v irtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original; la honestidad es un unif orme que se endosa
resignadamente. El mediocre teme a la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme
al inf ierno; nunca tiene la osadía de ponerse en contra de ella, y menos cuando la apariencia del v icio es un
peligro ínsito en toda v irtud no comprendida. Renuncia a ella por los sacrif icios que implica.
Olv ida que no hay perf ección sin esf uerzo: sólo pueden mirar al sol de f rente los que osan clav ar su pupila
sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas;
los v irtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para recoger las f lores mejor perf umadas.
El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; a éste le llama "loco" y al otro lo juzga
"amoral". Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, "cordura"
y "moral" son los nombres que él reserv a a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita
es honesto; el v irtuoso y el santo, que la exceden, parécenle "amorales", y con esta calif icación les endosa
v eladamente cierta inmoralidad...
Hombres de pacotilla, diríanse hechos con retazos de catecismos y con sobras de v ergüenza: el primer
of erente los puede comprar a bajo precio. A menudo mantiénense honestos por conv eniencia; algunas
v eces por simplicidad, si el prurito de la tentación no inquieta su tontería. Enseñan que es necesario ser
como los demás; ignoran que sólo es v irtuoso el que anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que
renunciemos al ensueño e imitemos al rebaño, no tienen v alor de aconsejarnos derechamente la apostasía
del propio ideal para sentarnos a rumiar la merienda común.
La sociedad predica: "no hagas mal y serás honesto". El talento moral tiene otras exigencias: "persigue una
perf ección y serás v irtuoso". La honestidad está al alcance de todos; la v irtud es de pocos elegidos. El
hombre honesto aguanta el y ugo a que le uncen sus cómplices; el hombre v irtuoso se elev a sobre ellos con
un golpe de ala.
La honestidad es una industria; la v irtud excluy e el cálculo. No hay dif erencia entre el cobarde que moder a
sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las activ a por la esperanza de una recompensa; ambos
llev an en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que tiembla ante un peligro o
persigue una prebenda es indigno de nombrar la v irtud: por ésta se arriesgan a la proscripción o la miseria.
No diremos por eso que el v irtuoso es inf alible. Pero la v irtud implica una capacidad de rectif icaciones
espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para sí mismo y para los
demás, la f irme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de v irtud, es como
si no hubiera pecado: se purif ica. En cambio, el mediocre no reconoce sus y erros ni se av ergüenza de ellos,
agrav ándolos con el impudor, subray ándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprov echamiento de
los resultados.
Predicar la honestidad sería excelente si ella no f uera un renunciamiento a la v irtud, cuy o norte es la
perf ección incesante. Su elogio empaña el culto de la dignidad y es la prueba más segura del descenso
moral de un pueblo. Encumbrando al intérlope se af renta al sev ero; por el tolerable se olv ida al ejemplar.
Los espíritus acomodaticios llegan a aborrecer la f irmeza y la lealtad a f uerza de medrar con el serv ilismo y
la hipocresía.
Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es env ilecerse. Stendhal reducía la honestidad a una
simple f orma de miedo; conv iene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino a la reprobación de
los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción
expresa o pueda permanecer ignorado. "J'ai v u le f ond de ce qu'on appelle les honnétes gens: c'est hideux",
decía Talley rand, preguntándose qué sería de tales sujetos si el interés o la pasión entraran en juego. Su
temor del v icio y su impotencia para la v irtud se equiv alen. Son simples benef iciarios de la mediocridad
moral que les rodea. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desv alido;
no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no def ienden al asaltado; no v iolan
v írgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común
engrandecimiento.
Frente a la honestidad hipócrita -propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados-, existe una
heráldica moral cuy os blasones son la v irtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia a los
prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos v ulgares y degenera en esa apoteosis de la f rialdad
sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La v irtud quiere f e, entusiasmo, pasión,
arrojo: de ellos v iv e. Los quiere en la intención y en las obras. No hay v irtud cuando los actos desmienten
las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva
en los hombres conspicuos y en las clases priv ilegiadas. El sabio que traiciona su v erdad, el f ilósof o que
v iv e f uera de su moral y el noble que deshonra su cuna, descienden a la más ignominiosa de las v illanías;
son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los priv ilegios de la cultura y del nacimiento
imponen al que los disf ruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro
af án de perf ección es inútil que perdure en ridículos abolengos y pergaminos; noble es el que rev ela en sus
actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justif icar actos innobles. Por la v irtud, nunca
por la honestidad, se miden los v alores de la aristocracia moral.
III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD
Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inv álido moral se ref ugia en la tiniebla. En el crepúsculo
medra el v icio, que la mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por ley es que la sociedad
f orja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la transición es insensible; la noche se
incuba en el crepúsculo. De la honestidad conv encional se pasa a la inf amia gradualmente, por matices
lev es y concesiones sutiles. En eso está el peligro de la conducta acomodaticia y v acilante.
Los tránsf ugas de la moral son rebeldes a la domesticación; desprecian la prudente cobardía de Tartuf o.
Ignoran su equilibrismo, no saben simular, agreden los principios consagrados; y como la sociedad no puede
tolerarlos sin comprometer su propia existencia, ellos tienden sus guerrillas contra ese mismo orden de
cosas cuy a custodia obsesiona a los mediocres.
Comparado con el inv álido moral, el hombre honesto parece una alhaja. Esa distinción es necesaria; hay
que hacerla en su f av or, seguros de que él la reputará honrosa. Si es incapaz de ideal, también lo es de
crimen desembozado; sabe disf razar sus instintos, encubre el v icio, elude el delito penado por las ley es. En
los otros, en cambio, toda perv ersidad brota a f lor de piel, como una erupción pustulosa; son incapaces de
sostenerse en la hipocresía, como los idiotas lo son de embalsarse en la rutina. Los honestos se esf uerzan
por merecer el purgatorio; los delincuentes se han decidido por el inf ierno embistiendo sin escrúpulos ni
remordimientos contra la armazón de prejuicios y ley es que la sociedad les opone.
Cada agregado humano cree que "la" v erdadera moral es "su moral", olv idando que hay tantas como
rebaños de hombres. Se es inf ame, v icioso, honesto o v irtuoso, en el tiempo y en el espacio. Cada "moral"
es una medida oportuna y conv encional de los actos que constituy en la conducta humana; no tiene
existencia esotérica, como no la tendría la "sociedad" abstractamente considerada.
Sus cánones son relativ os y se transf orman obedeciendo al enmarañado determinismo de la ev olución
social. En cada ambiente y en cada época existe un criterio medio que sanciona como buenos o malos,
honestos o delictuosos, permitidos o inadmisibles, los actos indiv iduales que son útiles o nociv os a la v ida
colectiv a. En cada momento histórico ese criterio es la subestructura de la moral, v ariable siempre.
Los delincuentes son indiv iduos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en
que v iv en. Son inf eriores; tienen el "alma de la especie", pero no adquieren el "alma social". Div ergen de la
mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres excelentes, cuy as v ariaciones originales determinan
una desadaptación ev olutiv a en el sentido de la perf ección.
Son innúmeros. Todas las f ormas corrosiv as de la degeneración desf ilan en ese calidoscopio, como si al
conjuro de un maléf ico exorcismo se conv irtieran en pav orosa realidad los más sórdidos ciclos de un inf ierno
dantesco: parásitos de la escoria social, f ronterizos de la inf amia, comensales del v icio y de la deshonra,
tristes que se muev en acicateados por sentimientos anormales, espíritus que sobrellev an la f atalidad de
herencias enf ermizas y suf ren la carcoma inexorable de las miserias ambientes.
Irreductibles e indomesticables, aceptan como un duelo permanente la v ida en sociedad. Pasan por nuestro
lado impertérritos y sombríos, llev ando sobre sus f rentes f ugitiv as el estigma de su destino inv oluntario y en
los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que
son las v íctimas de un complejo determinismo, superior a todo f reno ético; súmanse en ellos los
desequilibrios transf undidos por una herencia malsana, las def ormes conf iguraciones morales plasmadas
en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que atrav iésanse al azar en su existencia. La ciénaga
en que chapalean su conducta asf ixia los gérmenes posibles de todo sentido moral, desarticulando los
últimos prejuicios que los v inculan al solidario consocio de los mediocres. Viv en adaptados a una moral
aparte, con panoramas de sombrías perspectiv as, esquiv ando los v alores luminosos y escurriéndose entre
las penumbras más densas; f ermentan en el agitado aturdimiento de la grandes ciudades modernas, retoñan
en todas las grietas del edif icio social y conspiran sordamente contra su estabilidad, ajenos a las normase
de conducta características del hombre mediocre, eminentemente conserv ador y disciplinado. La
imaginación nos permite alinear sus torv as siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular
v uelca sus tonos v iolentos de oro y de púrpura, de incendio y de hemorragia: desf ile de macabra legión que
marcha atropelladamente hacia la ignominia.
En esa pléy ade anormal culminan los f ronterizos del delito, cuy a v irulencia crece por su impunidad ante la
ley .
Su débil sentido moral les impide conserv ar intachable su conducta, sin caer por ello en plena delincuencia:
son los imbéciles de la honestidad, distintos del idiota moral que rueda a la cárcel. No son delincuentes.
pero son incapaces de mantenerse honestos; pobres espíritus de carácter claudicante y v oluntad relajada,
no saben poner v allas seguras a los f actores ocasionales, a las sugestiones del medio, a la tentación del
lucro f ácil, al contagio imitativ o. Viv en solicitados por tendencias opuestas, oscilando entre el bien y el mal,
como el asno de Buridán. Son caracteres conf ormados minuto por minuto en el molde inestable de las
circunstancias. Ora son auxiliares a medias por incapacidad de ejecutar un plan completo de conducta
antisocial, ora tienen suf iciente astucia y prev isión para llegar al borde mismo del manicomio y de la cárcel,
sin caer. Estos sujetos de moralidad incompleta, larv ada, accidental o alternante, representan las etapas de
la transición entre la honestidad y el delito. la zona de interf erencia entre el bien y el mal, socialmente
considerados. Carecen del equilibrismo oportunista que salv a del nauf ragio a otros mediocres.
Un estigma irrev ocable impídeles conf ormar sus sentimientos a los criterios morales de su sociedad. En
algunos es producto del temperamento nativ o; pululan en las cárceles y v iv en como enemigos dentro de la
sociedad que los hospeda. En muchos la degeneración moral es adquirida, f ruto de la educación; en ciertos
casos deriv a de la lucha por la v ida en un medio social desf av orable a su esf uerzo; son mediocres
desorganizados, caídos en la ciénaga por obra del azar, capaces de comprender su desv entura y
av ergonzarse de ella, como la f iera que ha errado el salto. En otros hay una inv ersión de los v alores éticos,
una perturbación del juicio que impide medir el bien y el mal con el cartabón aceptado por la sociedad: son
inv ertidos morales; ineptos para estimar la honestidad y el v icio. Inestables hay , por f in, cuyo carácter revela
una ausencia de sólidos cimientos que los aseguren contra el oscilante v aiv én de los apremios materiales y
la alternativ a inquietante de las tentaciones deshonestas. Esos inv álidos no sienten la coerción social; su
moralidad inf erior bordejea en el v icio hasta el momento de encallar en el delito.
Estos inadaptables son moralmente inf eriores al hombre mediocre. Sus matices son v ariados: actúan en la
sociedad como los insectos dañinos en la naturaleza.
El rebaño teme a esos v ioladores de su hipocresía. Los prudentes no les perdonan el impudor de su inf amia
y organizan contra ellos una compleja armazón def ensiv a de códigos, jueces y prestigios; a trav és de siglos
y de siglos su esf uerzo ha sido inef icaz. Constituyen una horda extranjera y hostil dentro de su propio terruño,
audaz en la asechanza, embozada en el procedimiento, inf atigable en la tramitación alev e de sus programas
trágicos. Algunos conf ían su v anidad al f ilo de la cuchilla subrepticia, siempre alerta para blandirla con
f ulgurante presteza contra el corazón o la espalda; otros deslizan f urtiv amente su ágil garra sobre el oro o
la lema que estimulan su av idez con seducciones irresistibles; éstos v iolentan, como inf antiles juguetes, los
obstáculos con que la prudencia del burgués custodia el tesoro acumulado en interminables etapas de
ahorro y de sacrif icio; aquéllos denigran v írgenes inocentes para lucrar, of reciendo los encantos de su
cuerpo v enusto a la insaciable lujuria de sensuales y libertinos; muchos succionan la entraña de la miseria,
en inv erosímiles aritméticas de usura, como tenias solitarias que nutren su inextinguible v oracidad en los
jugos icorosos del intestino social enf ermo; otros captan conciencias inexpertas para explotar los riquísimos
f ilones de la ignorancia y el f anatismo. Todos son equiv alentes en el desempeño de su parasitaria f unción
antisocial, idénticos en la inadaptación de sus sentimientos más elementales. Conv erge en ellos una
inv eterada promiscuación de instintos y de perv ersiones que hace de cada conciencia una pústula,
arrastrándolos a malv iv ir del v icio y del delito.
Sea cual f uere, sin embargo, la orientación de su inf erioridad biológica o social, encontramos una pincelada
común en todos los hombres que están bajo el niv el de la mediocridad: la ineptitud constante para adaptarse
a las condiciones que, en cada colectiv idad humana, limitan la lucha por la v ida. Carecen de la aptitud que
permite al hombre mediocre imitar los prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que v egeta.
IV. FUNCIÓN SOCIAL DE LA VIRTUD
La honestidad es una irritación; la v irtud es una originalidad. Solamente los v irtuosos poseen talento moral
y es obra suy a cualquier ascenso hacia la perf ección; el rebaño se limita a seguir sus huellas, incorporando
a la honestidad triv ial lo que f ue antes v irtud de pocos. Y siempre rebajándola.
Hemos distinguido al delincuente del honesto. Insistimos en que su honestidad no es la v irtud; él se esf uerza
por conf undirlas, sabiendo que la segunda le es inaccesible. La v irtud es otra cosa. Es activ a; excede
inf initamente en v ariedad, en derechez, en coraje, a las prácticas rutinarias que libran de la inf amia o de la
cárcel.
Ser honesto implica someterse a las conv enciones corrientes; ser v irtuoso signif ica a menudo ir contra ellas,
exponiéndose a pasar como enemigo de toda moral el que lo es solamente de ciertos prejuicios inf eriores.
Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por
su condena y el sabio no habría bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su v irtud consistió en resistir los
prejuicios de los demás. Si pudiéramos v iv ir entre dignos y santos, la opinión ajena podría ev itarnos tropiezos
y caídas; pero es cobardía, v iv iendo entre atartuf ados, rebajarse al común niv el por miedo a atraer sus iras.
Hacer como todos puede implicar av enirse a lo indigno; el proceso moral tiene como condición resistir al
común descanso y adelantarse a su tiempo, como cualquier otro progreso.
Si existiera una moral eterna -y no tantas morales cuantos son los pueblos- podría tomarse en serio la
ley enda bíblica del árbol cargado de f rutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el
bueno y el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inf erior, el moral y el inmoral. Pero no es así. Los
juicios del v alor se transf orman: el bien de hoy puede haber sido el mal de ay er, el mal de hoy puede ser el
bien de mañana. Y v icev ersa.
No es el hombre moralmente mediocre -el honesto- quien determina las transf ormaciones de la moral.
Son los v irtuosos y los santos, inconf undibles con él. Precursores, apóstoles, mártires, inv entan f ormas
superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen. Toda moral f utura es un producto de esf uerzos
indiv iduales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perf ecciones inaccesibles al hombre
común. En eso consiste el talento moral, que f orja la v irtud, y el genio moral, que implica la santidad. Sin
estos hombres originales no se concebiría la transf ormación de las costumbres: conserv aríamos los
sentimientos y pasiones de los primitiv os seres humanos. Todo ascenso moral es un esf uerzo del talento
v irtuoso hacia la perf ección f utura; nunca inerte condescendencia para con el pasado, ni simple
acomodación al presente.
La ev olución de las v irtudes depende de todos los f actores morales e intelectuales. El cerebro suele
anticiparse al corazón; pero nuestros sentimientos inf luy en más intensamente que nuestras ideas en la
f ormación de los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los indiv iduos. Ha
podido af irmarse que, si resucitase un griego o un romano, su cerebro permanecería atónito ante nuestra
cultura intelectual, pero su corazón podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus
ideas sobre el univ erso, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus sentimientos
ajustaríanse en gran parte a las palpitaciones del sentir moderno. En un sigo cambian las ideas
f undamentales de la ciencia y la f iloso f ía: los sentimientos centrales de la moral colectiv a sólo suf ren leves
oscilaciones, porque los atributos biológicos de la especie humana v arían lentamente. Nos f uerzan a sonreír
los conocimientos inf antiles de los clásicos; pero sus sentimientos nos conmuev en, sus v irtudes nos
entusiasman, sus héroes nos admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían
honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres ejemplares, aunque de ideas opuestas, practicaban análogas
v irtudes f rente a los hipócritas de su tiempo. El f ondo v aría poco; lo que se transmuta incesantemente es la
f orma, el juicio de v alor que le conf iere f uerza ética.
Hay , sin embargo, un progreso moral colectiv o. Muchos dogmatismos, que antes f ueron v irtudes, son
juzgados más tarde como prejuicios. En cada momento histórico coexisten v irtudes y prejuicios; el talento
moral practica las primeras; la honestidad se af erra a los segundos. Los grandes v irtuosos, cada uno a su
modo, combaten por lo mismo, en la f orma que su cultura y su temperamento les sugieren. Aunque por
distintos caminos. y partiendo de premisas racionales antagónicas, todos se proponen mejorar al hombre:
son igualmente enemigos de los v icios de su tiempo.
Los v irtuosos no igualan a los santos; la sociedad opone demasiados obstáculos a sus esf uerzos. Pensar
la perf ección no implica practicarla totalmente; basta el f irme propósito de marchar hacia ella. Los que
piensan como prof etas pueden v erse obligados a proceder como f ilisteos en muchos de sus actos. La v irtud
es una tensión real hacia lo que se concibe como perf ección ideal.
El progreso ético es lento, pero seguro. La v irtud arrastra y enseña; los honestos se resignan a imitar alguna
parte de las excelencias que practican los v irtuosos. Cuando se af irma que somos mejores que nuestros
abuelos, .sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea. Fuera más exacto decir
que dif erimos de ellos. Sobre las necesidades perennes de la especie, organízanse conceptos de perf ección
que v arían a trav és de los tiempos; sobre las necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el
arquetipo de v irtud más útil a su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indef inido y of rece escasas
oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las v irtudes se v a plasmando en las
v ariaciones reales de la v ida social; los v irtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan,
sin cesar, hacia el inf inito.
Cada uno de los sentimientos útiles para la v ida humana engendra una v irtud, una norma de talento moral.
Hay f ilósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrif ican su v ida en los laboratorios,
patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altiv os que renuncian todo f av or que tenga por
precio su dignidad, madres que suf ren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre
ignora esas v irtudes; se limita a cumplir las ley es por temor a las penas que amenazan a quien las v iola,
guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla.
V. LA PEQUEÑA VIRTUD Y EL TALENTO MORAL
Así como hay una gama de intelectos, cuy os tonos fundamentales son la inf erioridad, la mediocridad y el
talento -aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos-, hay también una jerarquía moral
representada por términos equiv alentes. En el f ondo de esas desigualdades hay una prof unda
heterogeneidad de temperamentos. La conf ormación a los catecismos ajenos resulta f ácil para los hombres
débiles, crédulos, timoratos, sin grandes deseos, sin pasiones v ehementes, sin necesidad de
independencia, sin irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas idealistas
y f uertes, capaces de pasiones v iv as, bastante intelectuales para no dejarse engañar por la mentira de los
demás. Aquéllos no suf ren por la coacción moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos
suf ren, luchando entre sus inclinaciones superiores y el f alseado concepto del deber que impone la
sociedad. Se ajustan a él los hombres honestos, pero nunca se le esclav iza el hombre moralmente superior.
"Puede acordársele -dice Remy de Gourmont- el v alor de una moda a la que uno se resigna por no llamar
la atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrif icio prof undo". En esa disconf ormidad
con la hipocresía colectiv amente organizada consiste la v irtud, que es indiv idual, a la contra de sus
caricaturas colectiv as: en la caridad y en la benef icencia mundanas la miseria de los corazones tristes
alimenta la v anidad de los cerebros v acíos.
Los temperamentos capaces de v irtud dif ieren por su intensidad. El primer germen de perf ección moral se
manif iesta en una decidida pref erencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad es el
primer esf uerzo hacia la v irtud; el hombre bueno, esquiv o a las condescendencias permitidas por los
hipócritas, llev a en sí una partícula de santidad. El "buenismo" es la moral de los pequeños v irtuosos; su
prédica es plausible, siempre que enseñe a ev itar la cobardía, que es su peligro. Algunos excesos de bondad
no podrían distinguirse del env ilecimiento; hay f alta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien
perdonar una v ez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos v eces se hace cómplice de
los malv ados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le hubiesen abof eteado la segunda mejilla que
of reció al que le af rentaba la primera: los escolásticos pref ieren no discutir este problema.
Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no of ender. Sería más ef iciente. Enseñémoslo con el
ejemplo, no of endiendo. Admitamos que la primera v ez se of ende por ignorancia; pero creamos que la
segunda suele ser por v illanía. El mal no se corrige con la complacencia o la complicidad; es nociv o como
los v enenos y debe oponérsele antídotos ef icaces: la reprobación y el desprecio.
Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reserv ando la indulgencia para sí mismos, los pequeños
v irtuosos pref ieren la práctica del bien a su prédica; ev itan los sermones y enaltecen su propia conducta.
Para el prójimo encuentran una disculpa, en la debilidad humana o en la tentación del medio: "tout
comprendre c'est tout pardonner"; sólo son sev eros consigo mismos. Nunca olv idan sus propias culpas y
errores; y si no justif ican las ajenas, tampoco se preocupan de atormentarlas con su odio, pues saben que
el tiempo las castiga f atalmente, por esa grav itación que abisma a los perv ersos como si f ueran globos
desinf lados. Su corazón es sensible a las pulsaciones de los demás, abriéndose a toda hora para adulcir
las penas de un desv enturado y prev iniendo sus necesidades para ahorrarle la humillación de pedir ay uda;
hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal af án que trasluce el deseo de haber hecho más y
mejor. Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso a toda idea original y
compadeciendo a los ignorantes sin reproches inoportunos: su cordialidad sincera con los espíritus humildes
no está corroída por la urbanidad conv encional.
Esas pequeñas v irtudes son usuales, de aplicación f recuente, cotidiana; sirv en para distinguir al bueno del
mediocre y dif ieren tanto de la honestidad como el buen sentido dif iere del sentido común. Importan una
elev ación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios que tan pródigamente se les
tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores
que glosan en estilo menos decisiv o la socorrida f rase de Hugo: "Il se f ait beaucoup de grandes actions dans
les petites luttes. Il y a des brav oures opiniatres et ignorées qui se déf endent pied á pied dans l'ombre contre
l'env ahissement f atal des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne v oit, qu'aucune
renommée ne pay e, qu'aucune f anf are ne salue. La v ie, le malheur, l'isolement, l'abandon, la pauv reté, sont
des champs de bataille que ont leurs héros; héros obscurs plus grands parf ois que les héros ilustres".[2]
No olv idemos, sin embargo, que esas v irtudes son pequeñas; es grav e error oponerlas a las grandes. Ellas
rev elan una loable tendencia, pero no pueden compararse con el asiduo celo de perf ección que conv ierte la
bondad en v irtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las mentes exiguas no pueden
concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría ejecutarlo un carácter amorf o. A los que dicen: "no hay
tonto malo", podría respondérseles que la incapacidad de mal no es bondad. Aún está por resolv erse el
antiguo litigio que proponía elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente
resuelto que la imbecilidad no es una presunción de v irtud, ni la inteligencia lo es de perv ersidad. Ello no
impide que muchos necios protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la paradoja de Rousseau,
hasta inf erir de ella que la escuela puebla las cárceles y que los hombres más buenos son los torpes e
ignorantes.
Mentira. Burda patraña esgrimida contra la dignif icación humana mediante la instrucción pública, requisito
básico para el enaltecimiento moral.
Sócrates enseñó -hace de esto algunos años- que la Ciencia y la Virtud se conf unden en una sola y misma
resultante: la Sabiduría. Para hacer el bien. basta v erlo claramente; no lo hacen los que no lo v en; nadie
sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno; "puede" serlo,
aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente.
La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes
espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnif icencias del corazón. La "grandeza del
alma" es bilateral. Son raros esos talentos completos; son excepcionales esos genios. Los hombres
excelentes brillan por esta o aquella aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos en algún
género intelectual, que no lo son en v irtud alguna, y hombres v irtuosos que no asombran por sus dotes
intelectuales.
Ambas f ormas de talento, aunque distintas y cada una multif orme, son igualmente necesarias y merecen el
mismo homenaje. Pueden observ arse aisladas; suelen germinar al unísono en hombres extraordinarios.
Aisladas v alen menos. La v irtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es inf ecundo en el desv ergonzado.
La subordinación de la moralidad a la inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso
de los hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al serv icio de la rutina, del prejuicio o del
serv ilismo; sus triunf os serían su v ergüenza, no su gloria. Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: "Cuanto
más f ino y culto es un hombre, tanto más repulsiv o y sospechoso se v uelv e si pierde su reputación le
honesto". (‘’De of f ic’’. II, 9). Verdad es que el tiempo perdona algunas culpas a los genios y a los héroes,
capaces de exceder con el bien que hacen el mal que no dejaren de hacer; pero ellos son excepciones raras
y en v ida habría que medirlos con el criterio de la posteridad: la trascendente magnitud de su obra.
Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes, como el de f allar si son pref eribles los que crean,
inv entan y perf eccionan en las ciencias y en las artes, o los que poseen un admirable conjunto de energías
morales que impulsan a jugar el porv enir y la v ida en def ensa de la dignidad y la justicia. Entre los talentos
intelectuales y los talentos morales, estos últimos suelen ser pref eridos con razón, conceptuándolos más
necesarios. "El talento superior es el talento moral", ha escrito Smiles, glosando al inagotable Mr. de la
Palisse. De este parangón está excluido a priori el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebroy
prejuicios en el corazón.
La apoteosis del tonto bueno encamínase, ev identemente, a protestar, como lo hacía Cicerón, contra los
que pretenden consentir al ingenio un absurdo derecho a la inmoralidad. El sistema es equív oco; igualmente
injusto sería desacreditar a los santos más ejemplares f undándose en que existen simuladores de la v irtud.
Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos inconciliables. ¿Sólo podría ser v irtuoso el rutinario
o el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso el deshonesto o el degenerado? La humanidad debiera sonrojarse
ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por catequistas que adulan a los tontos; buscando
el éxito ante su número inf inito. El sof isma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías
morales o de carácter, que no suelen contarse del mediocre o del imbécil; luego, aquéllos son inmorales y
éstos son v irtuosos.
Aunque las premisas f uesen exactas, la conclusión sería ilegítima. Si se concediera -y es mentira- que los
grandes ingenios son f orzosamente inmorales, no habría por qué otorgar a los imbéciles el priv ilegio de la
v irtud, reserv ado al talento moral.
Pero la premisa es f alsa. Si se cuentan desequilibrios de los genios y no de los papanatas, no es porque
éstos sean f aros de v irtud, sino por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros
ignorando a los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millonesa de lechuguinos que beben como él;
por un f ilósof o uxorcida hay cien mil uxoricidas que no son f ilósof os; por un sabio experimentador, cruel con
un perro o una rana, hay una incontable cohorte de cazadores que le av entajan en impiedad. ¿Y qué dirá la
historia? Hubo un poeta alcoholista, un f ilósof o uxoricida y un sabio cruel; los millones de anónimos no tienen
biograf ía. Moreau de Tours equiv ocó el rumbo; Lombroso se extrav ió; Nordau hizo de la cuestión una simple
polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la premisa es f alsa. Los que hemos v isitado cien
cárceles podemos asegurar que había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia inf erior, junto a cinco
o v einte hombres de talento. No hemos v isto un solo hombre de genio.
Volv amos al sano concepto socrático, hermanando la v irtud y el ingenio, aliados antes que adv ersarios. Una
elev ada inteligencia es siempre propicia al talento moral y éste es la condición misma de la v irtud. Sólo hay
una cosa más v asta, ejemplar, magníf ica, el golpe de ala que elev a hacia lo desconocido hasta entonces,
remontándonos a las cimas eternas de esta aristocracia moral: son los genios que enseñan v irtudes no
practicadas hasta la hora de sus prof ecías o que practican las conocidas con intensidad extraordinaria. Si
un hombre encarrila en absoluto su v ida hacia un ideal, eludiendo o constatando todas las contingencias
materiales que contra él conspiran, ese hombre se elev a sobre el niv el mismo de las más altas v irtudes.
Entra en la santidad.
VI. EL GENIO MORAL: LA SANTIDAD
La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad. La ev olución de los sentimientos
colectiv os, representados por los conceptos de bien y de v irtud, se opera por intermedio de hombres
extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del continuo dev enir moral.
Algunos legislan y f undan religiones, como Manú, Conf ucio, Moisés y Buda, en civ ilizaciones primitiv as,
cuando los Estados son teocracias; otros predican y v iv en su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo,
conf iando la suerte de sus nuev os v alores a la ef icacia del ejemplo; los hay , en f in, que transmutan
racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro o Spinoza. Sea cual f uere el juicio que a la posteridad
merezcan sus enseñanzas, todos ellos son inv entores, f uerzas originales en la ev olución del bien y del mal,
en la metamorf osis de las v irtudes. Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan. Los
talentos morales perf eccionan o practican de manera excelente esas v irtudes por ellos creadas; los
mediocres morales se concretan a imitarlas tímidamente.
Toda santidad es excesiv a, desbordante, obsesionadora, obediente, incontrastable: es genio. Se es santo
por temperamento y no por cálculo, por corazonadas f irmes más que por doctrinarismos racionales: así lo
f ueron casi todos. La inf lexible rigidez del prof eta o del apóstol, es simbólica; sin ella no tendríamos la
iluminada f irmeza del v irtuoso ni la obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los f actores
prácticos de la v ida social, sino las masas que imitan débilmente su f órmula. No fue Francisco un instrumento
ef icaz de la benef icencia, v irtud cristiana que el tiempo reemplazará por la solidaridad social: sus ef ectos
útiles son producidos por innumerables indiv iduos que serían incapaces de practicarla por iniciativ a propia,
pero que del exaltado arquetipo reciben sugestiones, tendencias y ejemplos, graduándolos, dif undiéndolos.
El santo de Asís muere de consunción, obsesionado por su v irtud. sin cuidarse de si mismo, y entrega su
v ida a su ideal; los mediocres que practican la benef icencia por él practicada cumplen una obligación,
tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto a los demás.
La santidad crea o renuev a. "La extensión y el desarrollo de los sentimientos sociales y morales -dijo Eibot-
se han producido lentamente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados inv entores en moral.
Esta expresión puede sonar extrañamente a ciertos oídos de gente imbuida de la hipótesis de un
conocimiento del bien y del mal innato, univ ersal, distribuido a todos los hombres y en todos los tiempos. Si
en cambio se admite una moral que se v a haciendo, es necesario que ella sea la creación, el descubrimiento
de un indiv iduo o de un grupo. Todo el mundo admite inv entores en geometría, en música, en las artes
plásticas. o mecánicas; pero también ha habido hombres que por sus disposiciones naturales eran muy
superiores a sus contemporáneos y han sido promotores, iniciadores. Es importante observ ar que la
concepción teórica de un ideal moral más elev ado, de una etapa a pasar, no basta; se necesita una emoción
poderosa que haga obrar y , por contagio, comunique a los otros su propio élan. El av ance es proporcional
a lo que se siente y no a lo que se piensa".
Por eso el genio moral es incompleto mientras, no actúa; la simple v isión de ideales magníf icos no implica
la santidad, que está en el ejemplo, más bien que en la doctrina, siempre que implique creación original. Los
titulados santos de ciertas religiones rara v ez son creadores son simples v irtuosos o alucinados, a quienes
el interés del culto y la política eclesiástica han atribuido una santidad nominal. En la historia del sentimiento
religioso sólo son genios los que f undan o transmutan, pero de ninguna manera los que organizan órdenes,
establecen reglas, repiten un credo, practican una norma o dif unden un catecismo. El santoral católico es
irrisorio. Junto a pocas v idas que merecen la hagiograf ía de un Fra Domenico Cav alca, muchas hay que no
interesan al moralista ni al psicólogo; numerosas tientan la curiosidad de los alienistas y otras sólo rev elan
el interesado homenaje de los concilios al f anatismo localista de ciertos rebaños industrioso.
Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación inconf undible en la historia de la moral. Cada
hora de la humanidad tiene un clima, una atmósf era y una temperatura, que sin cesar v arían. Cada clima es
propicio al f lorecimiento de ciertas v irtudes; cada atmósf era se carga de creencias que señalan su
orientación intelectual; cada temperatura marca los grados de f e con que se acentúan determinados ideales
y aspiraciones. Una humanidad que ev oluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente
perf ectibles, cuy o poder de transf ormación sea inf inito como la v ida. Las v irtudes del pasado no son las
v irtudes del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ay er. Cada momento de la historia
requiere cierta f orma de santidad que sería estéril si no f uera oportuna, pues las v irtudes se v an plasmando
en las v ariaciones de la v ida social.
En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres v iv en luchando a brazo partido con la naturaleza av ara,
es indispensable ser f uertes y v alientes para imponer la hegemonía o asegurar la libertad del grupo;
entonces la cualidad suprema es la excelencia f ísica y la v irtud del coraje se transf orma en culto de héroes,
equiparados a los dioses. La santidad está en el heroísmo.
En las grandes crisis de renov ación moral, cuando la apatía o la decadencia amenazan disolv er un pueblo
o una raza, la v irtud excelente entre todas es la integridad del carácter, que permite v iv ir o morir por un ideal
f ecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el apostolado.
En las plenas civ ilizaciones más sirv e a la humanidad el que descubre una nuev a ley de la naturaleza, o
enseña a dominar alguna de sus f uerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe o de apóstol.
Por eso el prestigio rodea a las v irtudes intelectuales: la santidad está en la sabiduría.
Los ideales éticos no son exclusiv os del sentimiento religioso; no lo es la v irtud; ni la santidad. Sobre cada
sentimiento pueden ellos f lorecer. Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o sabios.
Las naciones llegadas a cierto niv el de cultura santif ican en sus grandes pensadores a los portaluces y
heraldos de su grandeza espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para
los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los f ilósof os. En la moral de las sociedades que se
f orman, culminan Alejandro, César o Napoleón; y cuando se renuev an, Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega
un momento en que los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad v aría a compás del ideal.
Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores, tan luminosa como en los héroes y en los
apóstoles; en las sociedades modernas el "santo" es un anticipo v isionario de teoría o prof eta de hechos
que la posteridad conf irma, aplica o realiza. Se comprende que, a sus horas, hay a santidad en serv ir a un
ideal en los campos de batalla o desaf iando la hipocresía como en los supremos protagonistas de una
‘’Iíada’’ o de un ‘’Ev angelio’’; pero también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio o el f ilósof o que viven
eternos en su ‘’Div ina comedia’’, en su ‘’Nov um organum’’ o en su ‘’Origen de las especies’’. Si es dif ícil
mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una v ida
los principios y rutinas que amenazan asf ixiar nuestra inteligencia.
Entre nieblas que alternativ amente se espesan y se disipan, la humanidad asciende sin reposo hacia
remotas cumbres. Los más las ignoran; pocos elegidos pueden v erlas y poner allí su ideal, aspirando
aproximársele. Orientadas por la exigua constelación de v isionarios, las generaciones remontan desde la
rutina hacia Verdades cada v ez menos inexactas y desde el prejuicio hacia las Virtudes cada v ez menos
imperf ectas. Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto inf inito que marca su imaginaria
conv ergencia.
CAPÍTULO IV
LOS CARACTERES MEDIOCRES
I. Hombres y sombras. - II. La domesticación de los mediocres. - III. La v anidad. - IV. La dignidad.
I. HOMBRES Y SOMBRAS
Desprov istos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de v olar hasta una cumbre o
de batirse contra un rebaño. Su v ida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer
hombre f irme que sepa uncirlos a su y ugo. Atrav iesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su
personalidad. Nunca llegan a indiv idualizarse: ignoran el placer de exclamar "y o soy ", frente a los demás.
No existen solos. Su amorf a estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en
una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios,
consolidados a trav és de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a f avor
de toda corriente y v ariando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar
aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña.
Son ref ractarios a todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan "honores" y alcanzan "dignidades", en plural;
han inv entado el inconcebible plural del honor y de la dignidad, por def inición singulares e inf lexibles. Viven
de los demás y para los demás: sombras de una grey , su existencia es el accesorio de f ocos que la
proy ectan. Carecen de luz, de arrojo, de f uego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.
Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras,
cuy o ref lujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa
brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista:
"Firmeza y luz, como cristal de roca",
brev es palabras que sintetizan su def inición perf ecta. No la dieron mejor Teof rasto o Bruy ére. Han creado
su v ida y serv ido un Ideal, persev erando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por
grandes esf uerzos: seguros en sus creencias, leales a sus af ectos, f ieles a su palabra. Nunca se obstinan
en el error, ni traicionan jamás a la v erdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la
ingratitud. Pujan contra los obstáculos y af rontan las dif icultades. Son respetuosos en la v ictoria y se
dignif ican en la derrota como si para ellos la belleza estuv iera en la lid y no en su resultado. Siempre,
inv ariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual f ugitiv o div isan un Ideal más respetable cuanto
más distante. Estos optimates son contados; cada uno v iv e por un millón. Poseen una f irme línea moral que
les sirv e de esqueleto o armadura. Son alguien. Su f isonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son
inconf undibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativ as f ecundas. Las gentes domesticadas
los temen, como la llaga al cauterio; sin adv ertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los v erdaderos
amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porv enir, los que destruy en y plasman. Son
los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse
de su tiranía niv eladora. Por ellos la Humanidad v iv e y progresa. Son siempre excesiv os; centuplican las
cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrof ia de una idea o de una pasión los hace
inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una f unción armónica y
v ital. Sin ellos se inmov ilizaría el progreso humano, estancándose como v elero sorprendido en alta mar por
la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como
arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que ref leja los pensamientos ajenos, parecen
pertenecer a mundos distintos. Hombres y sombras: dif ieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una f orma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella o no, según los
casos; pero nunca tomará otra f orma que la propia. Al v erlo sabemos que lo es, inconf undiblemente. De
igual manera que el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima le es propicio
conv iértese en núcleo de energías sociales, proy ectando sobre el medio sus características propias, a la
manera del cristal que en una solución saturada prov oca nuev as cristalizaciones semejantes a sí mismo,
creando f ormas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de f orma propia y toma la
que le .imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan o las cosas que la rodean;
conserv a el rastro de todos los surcos y el hoy o de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será
cúbica, esf érica o piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del
medio en que v iv en, incapaces de serv ir una f e o una pasión.
Las creencias son el soporte del carácter; el hombre que las posee f irmes y elev adas, lo tiene excelente.
Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua ev olución y el carácter indiv idual es su delicado
instrumento; hay que templarlo sin descanso en las f uentes de la cultura y del amor. Lo que heredamos
implica cierta f atalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados a conserv ar su
línea propia entre las presiones coercitiv as de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan a
las demás hasta desf igurarse, domesticándose. El carácter se expresa por activ idades que constituy en la
conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente a sus creencias; si es "f irmeza y luz", como dijo el
poeta, la f irmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz en su elev ación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la f ebledad del carácter depende
tanto de la consistencia moral como de aquéllos, o más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los
senderos de la v irtud; sin alguna v irtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción v an de consuno. La
f uerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza.
Ellas no implican un conocimiento exacto a de la realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles
de ser corregidos o reemplazados. Son instrumentos actuales; cada creencia es una opinión contingentey
prov isional. Todo juicio implica una af irmación. Toda negación es, en sí mismo, af irmativa; negar es af irmar
una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se af irma o se niega. Lo contrario de la af irmación no
es la negación, es la duda. Para af irmar o negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente;
pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; v iv ir es creer.
Las creencias son los móv iles de toda activ idad humana. No necesitan ser v erdades: creemos con
anterioridad a todo razonamiento y cada nuev a noción es adquirida a trav és de creencias y a pref ormadas.
La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera actitud, sin
embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra experiencia. La manera primitiv a de pensar las
cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salv ajes, los ignorantes y los espíritus
débiles son accesibles a todos los errores, juguetes f rív olos de las personas, las cosas y las circunstancias.
Cualquiera desv ía los bajeles sin gobierno. Esas creencias son como los clav os que se meten de un solo
golpe; las conv icciones f irmes entran como los tornillos, poco a poco, a f uerza de observ ación y de estudio.
Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clav os ceden al primer estrujón v igoroso, los tornillos
resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las f áciles ilusiones primitivas y
las rutinas impuestas por la sociedad al indiv iduo: la amplitud del saber permite a los hombres f ormarse
ideas propias. Viv ir arrastrado por las ajenas equiv ale a no v iv ir. Los mediocres son obra de los demás y
están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando f alta, el hombre es amorf o o inestable; v iv e zozobrando como
f rágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser ef ectiv a en el tiempo; depende, en gran parte, de la
coordinación de las creencias. Ellas son f uerzas dinamógenas y activ as, sintetizadoras de la personalidad.
La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas,
las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran, más o
menos conf ormes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la f orma natural de
pensar para v iv ir.
La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de
independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativ o que el determinismo consiente. Sus
actos son ágil es y rectilíneos, pueden prev erse en cada circunstancia; siguen sin v acilaciones un camino
trazado: todo concurre a que custodien su dignidad y se f ormen un ideal. Siempre están prontos para el
esf uerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectif ican sus y erros y más libres aún al manejar
sus pasiones. Quieren ser independientes de, todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su
libertad no lo ponen en la sumisión de los demás.
Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus f uerzas realizar. Saben pulir la obra de
sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como
son, v iéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.
Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en v asto saber; le sirv en de timón seguro para marchar
por una ruta que él conoce y no oculta a los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de
la Sombra son surcos arados en el agua; cualquier v entisca las desv ía; su opinión es tornadiza como v eleta
y sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de conv eniencias inmediatas. Los Hombres ev olucionan
según v arían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las
propias a sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de ev olución. Si dependiera de ellas,
esta última equiv aldría a desequilibrio o desv ergüenza; muchas v eces a traición.
Creencias f irmes, conducta f irme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico
poema: ludicaberis ex operibus v estris, seréis juzgados por v uestras obras. ¡Cuántos hay que parecen
hombres y sólo v alen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca,
examinadas sus obras, son menos que nada, v alores negativ os. Sombras.
II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES
Gil Blas de Santillana es una sombra: su v ida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si
alguna línea propia permitía dif erenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se v uelca sobre él para
borrarla, complicando su insegura unidad en una cif ra inmensa. El rebaño le of rece inf initas ventajas. No
sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le
exige cosas inv erosímiles; bástale su condescendencia pasiv a, su alma de sierv o.
Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de
originalidad les estorba, la eliminan para conf undirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan,
ásperas y se suav izan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan,
ardientes y se apaciguan, v iriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde
que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus v irtudes y a practicarlas con parsimonia. Cada
apartamiento les cuesta un desengaño, cada desv ío les v ale una desconf ianza. Amoldan su corazón a los
prejuicios y su inteligencia a las rutinas: la domesticación les f acilita la lucha por la v ida.
La mediocridad teme al digno y adora al lacay o. Gil Blas le encanta; simboliza al hombre práctico que de
toda situación saca partido y en toda v illanía tiene prov echo.
Persigue a Stockmann, el enemigo del pueblo, con todo af án como pone en admirar a Gil Blas: le recoge en
la cuev a de bandoleros y le encumbra f av orito en las cortes. Es un hombre de corcho: f lota. Ha sido
salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estaf ador, f ementido, ingrato, hipócrita, traidor, político;
tan v arios encenagamientos no le impiden ascender y otorgar sonrisas desde su comedero. Es perf ecto en
su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como sierv o y sigue siendo servil
hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altiv o, jamás acomete de
f rente un obstáculo.
El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que serv ía. Y era justo. El hábito de la
serv idumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos.
Habría que copiar por entero el elocuente ‘’Discurso sobre la serv idumbre v oluntaria’’, escrito por La Boetie
en su adolescencia y cubierto de gloria por el admirativ o elogio de Montaigne. Desde él miles de páginas
f ustigan la subordinación a los dogmatismos sociales, al acatamiento incondicional de los prejuicios
admitidos, el respeto de las jerarquías adv enticias, la disciplina ciega a la imposición colectiv a, el homenaje
decidido a todo lo que representa el orden v igente, la sumisión sistemática a la v oluntad de los poderosos:
todo lo que; ref uerza la domesticación y tiene por consecuencia inev itable el serv ilismo.
Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su "f irmeza" los sostiene;
su "luz" los guía. Las sombras, en cambio, degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su
arista. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la
misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adv ersidad, amando y depreciando,
entre risas y entre lágrimas, cada hombre f irme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis:
su carácter. Las sombras no tienen esa unidad de conducta que permite prev er el gesto en todas las
ocasiones.
Para Zenón, el estoico, el carácter es f uente de la v ida y manan de él todas nuestras acciones. Es buen
decir, pero impreciso. En sus def iniciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos
catonizan como predicadores, y éstos describen como naturalistas. El carácter es una síntesis: hay que
insistir en ello. Es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos
f ilósof os, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parecería depender exclusiv amente de
condiciones intelectuales; v ano error, pues su conducta es el trasunto de cien otros f actores. Pensar es v ivir.
Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la v oluntad, haciendo conv erger a
su objeto los más v ehementes anhelos de perf ección. El inv estigador de una v erdad se sobrepone a la
sociedad en que v iv e: trabaja para ésta y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene
una personalidad social, adaptada para las f unciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus
sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con los demás conserva
libres el corazón y el cerebro mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se
domestica.
Gil Blas medra entre los hombres desde que la humanidad existe; han protestado contra él los idealistas de
todos los tiempos. Los románticos, env ueltos en sublime desdén, han enf estado contra los temperamentos
serv iles: Musset, por boca de Lorenzaccio, estruja con palabras ilev antables la cobardía de los pueblos
av enidos a la serv idumbre. Y no le v an en zaga los indiv idualistas, cuy o más alto v uelo lírico alcanzara
Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades
inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente f ustigado, tiene y a directores
elocuentísimos, que exhiben las solidarias complicaciones con que los medrosos resisten las iniciativ as de
las audaces, agrupándose en modos div ersos según sus intereses de clase, jerarquía o f unciones.
Donde hubo esclav os y siervos se plasmaron caracteres serv iles. Vencido el hombre, no lo mataban: lo
hacían trabajar en prov echo propio. Sujeto al y ugo. tembloroso ante el látigo, el esclav o doblábase bajo
coy undas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos -dice la historia- f ueron rebeldes o
alcanzaron dignidades: su rebeldía f ue siempre un gesto de animal hambriento y su éxito f ue el precio de
complicidades en v icios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, tornáronse despóticos,
desprov istos de ideales que les detuv ieran ante la inf amia, como si quisieran con sus abusos olv idar la
serv idumbre suf rida anteriormente. Gil Blas f ue el más bajo de los f av oritos.
El tiempo y el ejercicio adaptan a la v ida serv il- El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada v ez
más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo indiv idual. El quitamotas- Gil Blas se
mancha de estigmas que lo hacen inconf undible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo
lacay o y da rienda suelta a bajos instintos.
La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de sierv os la trae en la sangre,
según Aristóteles. Hereda hábitos serv iles y no encuentra ambiente propicio para f ormarse un carácter. Las
v idas iniciadas en la serv idumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían may or desprecio por los hijos
de los sierv os, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al y ugo por deudas o en las
batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensif icándola en la ulterior serv idumbre.
Eran despreciados por sus amos.
Esto se repite en cuantos países tuv ieron una raza esclav a inf erior. Es legítimo. Con humillante desprecio
suele mirarse a los mulatos, descendientes de antiguos esclav os, en todas las naciones de raza blanca que
han abolido la esclav itud; su af án por disimular su ascendencia serv il demuestra que reconocen la indignidad
hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es natural. Así como el antiguo esclav o tornábase
v anidoso e insolente si trepaba a cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos se ensoberbecen
en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando f unciones y honores con que hartan sus apetitos
acumulados en domesticidades seculares.
La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los sierv os f ueron tan doméstico.; como lo; esclav os; la
rev olución f rancesa dio libertad política a sus descendientes, mas no supo darles esa libertad moral que es
el resorte de la dignidad. El burgués enriquecido merece el desprecio del aristócrata más que el odio del
proletario, que es un aspirante a la burguesía; no hay peor jef e que el antiguo asistente ni peor amo que el
antiguo lacay o. Las aristocracias son lógicas al desdeñar a los adv enedizos: los consideran descendientes
de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas.
Esas inclinaciones serv iles, arraigadas en el f ondo mismo de la herencia étnica o social, son bien v istas en
las mediocracias contemporáneas, que niv elan políticamente al serv il y al digno. Ha v ariado el nombre pero
la cosa subsiste: la domesticidad es corriente en las sociedades modernas.
Llev a muchas décadas la abolición legal de la esclav itud o la serv idumbre; los países no se creerían
civ ilizados si las conserv aran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclav o y el sierv o siguen
existiendo; por temperamento o por f alta de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela
ajena, como v an a la querencia los animales extrav iados. Su psicología gregaria no se transmutó,
declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la f raternidad son f icciones que los halagan,
sin redimirlos. Hay inclinaciones que sobrev iv en a todas las ley es igualitarias y hacen amar el y ugo o el
látigo. Las ley es no pueden dar hombría a la sombra, carácter al amorf o, dignidad al env ilecido, iniciativa a
los imitadores, v irtud al honesto, intrepidez al manso, af án de libertad al serv il. Por eso, en plena democracia,
los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo niv el: se domestican.
En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas
constantes. Son peligrosos porque su ay er no dice nada sobre su mañana; obran a merced de impulsos
accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos v álidos, ellos están dispersos, incapaces de
síntesis; la menor sacudida pone a f lote sus atav ismos de salv aje y de primitiv o, depositados en los surcos
más prof undos de su personalidad. Sus imitaciones son f rágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales,
incapaces de elev arse a la honesta condición de animales de rebaño.
A otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación.
Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presas de la miseria, sin hogar, sin
escuela. Viv en tanteando el v icio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el ejemplo
luminoso de la v irtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la v oluntad
errante, incapaz de sobreponerse a las conv ergencias f atales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su
inf ancia sin rodar a la charca, tropiezan después con nuev os obstáculos.
El trabajo, creando el hábito del esf uerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña a
odiarlo, imponiéndole precozmente, como una ignominia desagradable o un env ilecimiento inf ame, bajo la
esclav itud de y ugos y de horarios, ejecutado por hambre o por av aricia, hasta que el hombre huy e de él
como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus
aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no nauf ragan por la educación malsana escollan en el
trabajo embrutecedor. En la compleja activ idad moderna las v oluntades claudicantes son toleradas; sus
incongruencias quedan ocultas mientras los actos se ref ieren a v ulgares automatismos de la v ida diaria;
pero cuando una circunstancia nuev a los obliga a buscar una solución, la personalidad se agita al azar y
rev ela sus v icios intrínsecos.
Esos degenerados son indomesticables.
Los otros, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olv idan que la más lev e caída
puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esf uerzo de dignidad consolida
nuestra f irmeza: cuanto más peligrosa es la v erdad que hoy decimos, tanto más f ácil será mañana
pronunciar otras a v oz en cuello. En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las v irtudes
civ iles: los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio,
se justif ican recíprocamente. Una atmósf era tibia entorpece al que cede por primera v ez a la tentación de lo
injusto; las consecuencias de la primera f alta pueden ir hasta lo inf inito. Los mediocres no saben ev itarla; en
v ano harían el propósito de v olv er al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación;
pref ieren excusar las desv iaciones lev es, sin adv ertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres
conocen esas pequeñas f laquezas, que de otro modo f ueran perf ectos desde su origen; pero mientras en
los caracteres f irmes pasan como un roce que no deja rastro, en los blandos aran un surco por donde se
f acilita la recidiv a. Ésa es la v ía del env ilecimiento. Los v irtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar.
Como a Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cay endo como el agua en las cascadas,
a saltitos, de pequeñez en pequeñez, de f laqueza en f laqueza, de curiosidad en curiosidad. Los
remordimientos de la primera culpa ceden a la necesidad de ocultarla con otras ante las cuales y a no se
amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan a ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan
expedientes, disf razan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestro para
av anzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marchan de prisa, hasta que las raíces mismas
de su moral se aniquilan. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacay os y parásitos:
centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos a su imagen y
semejanza.
Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en
su camino Cuando han cedido a la tentación quedan cebados, como las f ieras que conocen el sabor de la
sangre humana.
Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro
de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales Gil Blas está siempre con las manos
congestionadas por el aplauso a los ungidos y con el arma af ilada para agredir al rebelde que anuncia una
herejía. El panurguismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuy o respeto exige de todos.
Es incalculable la inf inidad de gentes domésticas que nos rodea. Cada f uncionario tiene un rebaño v oraz,
sumiso a sus caprichos, como los hambrientos al de quien los harta. Si f uesen capaces de v ergüenza, los
adulones v iv irían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están
orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel.
La domesticación realizase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la inf luencia of icial los
medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de f uncionarismo. Los pobres
de carácter no resisten; ceden a esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo
a la prebenda que estremece su estómago o nubla su v anidad, inclinándose ante las manos que hoy le
otorgan el f av or y mañana le manejarán la rienda. Aunque y a no hay serv idumbre legal, muchos sujetos,
libres de la domesticidad f orzosa, se av ienen a ella v oluntariamente, por v ocación implícita en su f laqueza.
Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de benef icios, son instintiv amente serv iles.
Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad v aría con el rango y se traduce en f ormas
tan div ersas como las personas que la ejercitan.
Alentando a Gil Blas, rebájase el niv el moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el
abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es pref erida a la dignidad altiva.
La piel se cubre de más af eites cuando es menos sólida la columna v ertebral; las buenas maneras son más
apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de
todos; si Stockmann se desnuda para salv ar a un náuf rago, lo condenan por escándalo. En los pueblos
domesticados llega un momento en que la v irtud parece un ultraje a las costumbres.
Las sombras v iv en con el anhelo de castrar a los caracteres f irmes y decapitar a los pensadores alados, no
perdonándoles el lujo de ser v iriles o tener cerebro. La f alta de v irilidades es elogiada como un ref inamiento,
lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que
inquieta a ciertos f anáticos sin ideales. Los méritos conv iértense en contrabando peligroso, obligados a
disculparse y ocultarse, como si of endieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a
despertar recelos, el env ilecimiento colectiv o es grav e; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de
ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos.
III. LA VANIDAD
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí
mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suy o en la estimación ajena y renuncia a juzgarse;
desciende a la v anidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer. Cuando un ideal de
perf ección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad;
cuando el af án de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la v anidad.,
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos,
irreconciliables. Son f ormas div ersas de amor propio. Siguen caminos div ergentes. La una f lorece sobre el
orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de
culminación ante los dermis. El orgullo es una arrogancia originaria por nobles motiv os y quiere aquilatar el
mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han
colaborado a la inediocrización moral, subv irtiendo los términos que designan lo eximio y lo v ulgar. Donde
los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, f ustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo,
conf undiendo sentimientos distintos. De ahí el equiv ocar la v anidad con la dignidad, que es su antítesis, y
el intento tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.
En su f orma embrionaria rev élase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una
exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres conf ormados a la rutina y a los prejuicios
corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son
estímulos para la acción. La simple circunstancia de v iv ir arrebañados predispone a perseguir la
aquiescencia ajena; la estima propia es f av orecida por el contraste o la comparación con los demás. Trátase
hasta aquí de un sentimiento normal.
Pero los caminos div ergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la aprobación ajena; en los mediocres
se postergan los méritos y se cultiv a la sombra. Los primeros v iv en para sí; los segundos v egetan para los
otros. Si el hombre no v iv iera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; v iv iendo en grupos, lo es
solamente en los caracteres f irmes.
Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias, exaltan a los domésticos. El brillo de la gloria sobre
las f rentes elegidas deslumbra a los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del
mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos
impotentes se env anecen de méritos ilusorios y v irtudes secretas que los demás no reconocen; créense
actores de la comedia humana; entran en la v ida construy éndose un escenario, grande o pequeño, bajo o
culminante, sombrío o luminoso; v iv en con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra.
Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultiv ar la
atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La dif erencia, si la hay , es puramente cuantitativa
entre la v anidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña v erse
aclamado ministro o presidente, la del nov elista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del
asesino que desea v er su retrato en los periódicos.
La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus v ulgares, es útil al hombre que sirv e un Ideal. Éste
le cristaliza en dignidad; aquéllos le degeneran en v anidad. El éxito env anece al tonto, nunca al excelente.
Esa anticipación de la gloria hipertrof ia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural.
¿El atleta no tiene, acaso, bíceps excesiv os hasta la def ormidad La f unción hace el órgano. El "y o" es el
órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre
superior es un adorno: simple exponente de f uerza. El músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en
cambio, toda adiposidad excesiv a, por monstruosa e inútil, como la v anidad del insignif icante. Ciertos
hombres de genio, Sarmiento, pongamos por caso, habrían sido incompletos sin su megalomanía.
Su orgullo nunca excede a la v anidad de los imbéciles. La aparente dif erencia guarda proporción con el
mérito. A un metro y a simple v ista nadie v e la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león:
lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras. No
pueden conf undirse. El v anidoso v iv e comparándose con los que le rodean, env idiando toda excelencia
ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga
inf eriores y pone su mirada en tipos ideales de perf ección que están muy alto y encienden su entusiasmo.
El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras
censuran. Para ello el babélico idioma de los v ulgares ha enmarañado la signif icación del v ocablo, acabando
por ignorarse si designa un v icio o una v irtud. Todo es relativ o. Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si
no los hay , se trata de v anidad. El hombre que af irma un Ideal y se perf ecciona hacia él, desprecia, con eso,
la atmósf era inf erior que le asf ixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad ef ectiva y
constante. Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante dif erencia; pero olv idan
que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el
número inf inito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el serv il adora bajo el nombre de
principios; su conf licto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el indiv iduo a la marea que le
acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclav os del propio
rebaño.
IV. LA DIGNIDAD
El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la v irtud en un total de
dignidad: f orman una aristocracia natural, siempre exigua f rente al número inf inito de espíritus omisos. Credo
supremo de todo idealismo, la dignidad es unív oca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las
v irtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella f alta no existe el sentimiento del honor. Y así
como los pueblos sin dignidad son rebaños, los indiv iduos sin ella son esclav os.
Los temperamentos adamantinos –firmeza y luz- apártanse de toda complicidad, desaf ían la opinión ajena
si con ello han de salv ar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su
v ida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en f acciones, conv ertidos
en v iv iente protesta contra todo abellacamiento o serv ilismo. Las sombras v anidosas se mancornan para
disculparse en el número, rehuy endo las íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces
de gestos v iriles, f általes coraje. La dignidad implica v alor moral. Los pusilámines son importantes, como los
aturdidos; los unos ref lexionan cuándo conv iene obrar, y los otros obran sin haber ref lexionado. La
insuf iciencia del esf uerzo equiv ale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el
af án que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus f ormas implican dignidad y
v irtud. Con su ay uda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas
f uentes del mal, los osados se arriesgan para v iolar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la
f ortuna adv ersa, los f irmes resisten la tentación y los sev eros el v icio, los mártires v an a la hoguera por
desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perf ección es
indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del
carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y v olar alto; el que se resigna a arrastrarse
como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.
La f lebedad y la ignorancia f av orecen la domesticación de los caracteres mediocres adaptándolos a la v ida
mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, f loreciéndola de dignidad. El lacayo
pide; el digno merece. Aquél solicita del f av or lo que éste espera del mérito. Ser digno signif ica no pedir lo
que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serv iles trepan entre las malezas del f av oritismo, los
austeros ascienden por la escalinata de sus v irtudes. O no ascienden por ninguna.
La dignidad estimula toda perf ección del hombre; la v anidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno
ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en
la adulación, que engorda al serv il, env enena al digno. Pref iere, éste, perder un derecho a obtener un f avor;
mil años le serán más lev es que medrar indignamente. Cualquiera herida es transitoria y puede dolerle una
hora; la más lev e domesticidad le remordería toda la v ida.
Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conserv arse erguido, incólume, irrev ocable en
la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunf ar del mérito sonriente; la
pertinacia del indigno es proporcional a su acorchamiento. Los hombres ejemplares desdeñan cualquier
f av or; se estiman superiores a lo que puede darse sin mérito. Pref ieren v iv ir crucificados sobre su orgullo a
prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquiv estido y sin manchas de
abajamientos, como si f ueran a desposarlo más allá de la muerte.
Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el
ganado lev antisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña v irgen, sin aceptar la f ácil ración de los
pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxigeno aprov echan más que en cebadas copiosas,
con la v entaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Pref ieren estar solos, mientras no puedan
juntarse con sus iguales. Cada f lor englobada en un ramillete pierde su perf ume propio. Obligado a v ivir
entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno a todo lo que estima inf erior. Descartes dijo que se paseaba
entre los hombres como si ellos f ueran árboles; y Banv ille escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo
todos los regímenes, son necesaria e inv enciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altiv ez y con
la f irme designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el f ondo de los caracteres serv iles; no sabe
desarticular su cerv iz. Su respeto por el mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla
sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruy e sus anhelos es anodina y no tiene
adv ersarios que f azf erir, el digno se ref ugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo
estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es f atal en la
alternativ a de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste f uera el puerto natural y más seguro
para su dignidad.
Viv e con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto
a mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuy o f ruto será su libertad en el porv enir.
Todo parásito es un sierv o; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde; pero nunca
un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres v acilantes e
incuba las peores serv idumbres. El que no ha atrav esado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar
de carácter.
El pobre no puede v iv ir su v ida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar
a v iv ir. Todos los hombres altiv os viv en soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza
que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el
trabajo más agradable, la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el
aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el indiv iduo se inscribe en un gremio,
más o menos jornalero, más o menos f uncionario, contray endo deberes y suf riendo presiones denigrantes
que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que
se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir.
La f elicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el
av aro, ni es f eliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la
cadena remachada sobre nuestra esclav itud. La f ortuna aumenta la libertad de los espíritus cultiv ados y
torna v ergonzosa la ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo f ortuna;
ésta les redimiría todas las domesticidades, si no f uesen esclav os de la v anidad.
Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos f altan
ningún tesoro los sustituy e.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin
f laquezas que la env ilezcan o la rebajen. A ella sacrif ican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al
crecimiento de la sombra. Para conserv ar la estima propia no v acilan en af rontar la opinión de los mansos
y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en v ano intentan malear su
altiv ez. Son raros en las mediocracias, cuy a chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire
desdeñoso y aristocrático que desagrada a los v anidosos más culminantes, pues los humilla y av ergüenza.
Inf lexibles y tenaces porque llev an en el corazón una f e sin dudas, una conv icción que no trepida, una
energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorf os. En
algunos casos pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del v ocablo o porque
prof undamente af ectiv os: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente
bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad.
Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; v ictoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a
los que en la batalla de la v ida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos
el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cif ra bastaría, por sí sola, mejor que
otra cualquiera, para indicarnos el v alor moral de un pueblo.
La dignidad, af án de autonomía, llev a a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable,
siempre enorme. La Bruy ére, que v iv ió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir
el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin
amenguar con ello su propia gloria: "Se f aire v aloir par des choses qui ne dependet point des autres, mais
de sois seul, ou renoncer a se f aire v aloir".[1]
Esa máxima le parece inestimable y de recursos inf initos en la
v ida, útil para los v irtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en
cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los
malos of icios, la bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serv iles domesticados,
sino de v arones excelentes que legarían a sus hijos menos v anidades y más nobles ejemplos. Amando los
propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la v irtud, el deseo de la gloria, el
culto por ideales de perf ección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa
dignif icación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.
CAPÍTULO V
LA ENVIDIA
I. La pasión de los mediocres. - II. Psicología de los env idiosos. III. Los roedores de la gloria. - IV. Una
escena dantesca: su castigo.
I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
La env idia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de
la mejilla sonoramente abof eteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los f racasados. Es el acíbar
que paladean los impotentes. Es un v enenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño
de la insignif icancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que v iv en esclav os de la
v anidad: desf ilan lív idos de angustia, torv os, av ergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su
ladrido env uelv e una consagración inequív oca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios f ue
siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que af ean a los caracteres v ulgares. El que env idia se rebaja sin
saberlo, se conf iesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inf erioridad, sentida,
reconocida. No basta ser inf erior para env idiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es
necesario suf rir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese suf rimiento está
el núcleo moral de la env idia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como
la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la av entaja. Plutarco decía -y lo repite La Rochef oucauld- que existen
almas corrompidas hasta jactarse de v icios inf ames; pero ninguna ha tenido el coraje de conf esarse
env idiosa. Reconocer la propia env idia implicaría, a la v ez, declararse inf erior al env idiado; trátase de pasión
tan abominable, y tan univ ersalmente detestada, que av ergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por
ocultarla.
Sorprende que los psicólogos la olv iden en sus estudios sobre las pasiones, limitándose a mencionarla como
un caso particular de los celos. Fue siempre tanta su dif usión y su v irulencia, que y a la mitólogía grecolatina
le atribuy e origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de v ieja
horriblemente f laca y exangüe, cubierta de cabeza de v íboras en v ez de cabellos. Su mirada es hosca y los
ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos f atales; con una mano ase tres serpientes,
y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la dev ora continuamente y le
instila su v eneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo
suceso f eliz le af lige o atiza su congoja; destinada a suf rir, es el v erdugo implacable de sí misma.
Es pasión traidora y propicia alas hipocresías. Es al odio como la ganzúa a la espada; la emplean los que
no pueden competir con los env idiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en
un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la env idia sólo se
percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón.
Teof rasto crey ó que la env idia se conf unde con el odio o nace de él, opinión y a enunciada por Aristóteles,
su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer dif erencias entre las dos pasiones
(Obras morales, II). Dice que a primera v ista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian
tórnanse más f uertes, como las enf ermedades que se complican. Ambas suf ren del bien y gustan del mal
ajeno; pero esta semejanza no basta para conf undirlas, si atendemos a sus dif erencias. Sólo se odia lo que
se cree malo o nociv o; en cambio, toda prosperidad excita la env idia, como cualquier resplandor irrita los
ojos enf ermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede env idiar a los hombres. El odio
puede ser justo, motiv ado; la env idia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos
pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y f ortifican por causas equiv alentes: se odia más
a los más perv ersos y se env idia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juv entud, que
aún no había realizado ningún acto brillante, porque todav ía nadie le env idiaba. Así como las cantáridas
prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más f lorecientes, la env idia alcanza a los hombres más
f amosos por su carácter y por su v irtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala f ortuna; la env idia
sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la
sombra de los objetos que están debajo: así, observ a Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la
env idia y la hace desaparecer.
El odio que injuria y of ende es temible; la env idia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable
dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las
palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no of enden la centésima para de las que el env idioso
v a sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina
tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus v iriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que
no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y av iv a él f uego, el bien recibido contiene el
odio en los nobles espíritus y exaspera la env idia en los indignos. El env idioso es ingrato, como luminoso el
sol, la nube opaca y la niev e f ría: lo es naturalmente.
El odio es rectilíneo y no time la v erdad: la env idia es torcida y trabaja la mentira. Env idiando se suf re más
que odiando: como esos tormentos enf ermizos que tórnanse terroríf icos de noche, amplif icados por el horror
de las tinieblas. El odio puede herv ir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas v eces,
cuando quiere borrar la tiranía, la inf amia, la indignidad. La env idia es de corazones pequeños. La conciencia
del propio mérito suprime toda menguada v illanía; el hombre que se siente superior no puede env idiar, ni
env idia nunca el loco f eliz que v iv e con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de f rente. César
aniquiló a Pompey o, sin rastrerías; Doriatello v enció con su "Cristo" al de Brunelleschi, sin abajamientos;
Nietzsche f ulminó a Wagner, sin env idiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus
predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porv enir v uelv e miopes y reptiles a
los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo env idiosos a pesar de los éxitos obtenidos
por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa
conciencia de su mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre
impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La env idia es una def ensa de las sombras contra
los hombres.
Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el parentesco entre la env idia y el odio, sin conf undir
ambas pasiones. Conv iene sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los
celos.
La env idia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia ef ectiv a, pero posee caracteres propios que
permiten dif erenciarla. Se env idia lo que otros y a tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un
deseo sin esperanza; se cela lo que y a se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros
también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las f uentes más notorias ilustrará la cuestión. Env idiamos la mujer que el prójimo
posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos
pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o quitárnosla.
Competimos sus f av ores en noble emulación, cuando v emos la posibilidad de conseguirlos en igualdad de
condiciones con otro que a ellos aspira. La env idia nace, pues, del sentimiento de inf erioridad respecto de
su objeto; los celos deriv an del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento
de potencia que acompaña a toda noble af irmación de la personalidad.
Por def ormación de la tendencia egoísta algunos hombres están naturalmente inclinados a env idiar a los
que poseen tal superioridad por ellos anhelada en v ano; la env idia es may or cuando más imposible se
considera la adquisición del bien codiciado. Es el rev erso de la emulación; ésta es una f uerza propulsora y
f ecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza los esf uerzos del env idioso. Bien lo comprendió
Bartrina, en su admirable quintilla:
La envidia y la emulación pa-
rientes dicen que son; aunque
en todo diferentes al fin tam-
bién son parientes el diamante
y el carbón.
La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas v eces. La env idia es una cobardía propia
de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manif iesta de competir o de odiar.
El talento, la belleza, la energía, quisieran v erse ref lejados en todas las cosas e intensif icados en
proy ecciones innúmeras; la estulticia, la f ealdad y la impotencia suf ren tanto o más por el bien ajeno que
por la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativ a y toda suby acencia es env idiosa. Admirar
es sentirse creer en la emulación con los más grandes.
Un ideal preserv a de la env idia. El que escucha ecos de v oces prof éticas al leer los escritos de los grandes
pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres prof undos como cicatrices, su clamor
v isionario y div ino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de
íntimos escalof ríos f rente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la v ida que palpita
en ellas, y se conmuev e hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en f iebre
de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que
sabe admirar. El que no se inmuta ley endo a Dante, mirando a Leonardo, oy endo a Beethov en, puede jurar
que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin v elos ante sus
ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios.
La emulación presume un af án de equiv alencia, implica la posibilidad de un niv elamiento; saluda a los f uertes
que v an camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, conv icto y confeso, emponzoña su
espíritu hostilizando la marcha de los que no puede seguir.
Toda la psicología de la env idia está sintetizada en una f ábula, digna de incluirse en los libros de lectura
inf antil. Un v entrudo sapo graznaba en su pantano cuando v io resplandecer en lo más alto de las toscas a
una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás.
Mortif icado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su v ientre helado. La inocente luciérnaga
osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la env idia, sólo acertó a interrogar a su
v ez: ¿Por qué brillas?
II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS
Siendo la env idia un culto inv oluntario del mérito, los env idiosos son, a pesar suy o, sus naturales sacerdotes.
El propio Hornero encarnó y a, en Tersites, al env idioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras f ísicas
f uesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple v erso nos da la línea sombría de su moral,
diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que env idia.
Shakespeare trazó una silueta def initiv a en su Yago f eroz, almácigo de inf amias y cobardías, capaz de todas
las traiciones y de todas las f alsedades. El env idioso pertenece a una especie moral raquítica, mezquina,
digna de compasión o de desprecio. Sin coraje para ser asesino, se resigna a ser v il. Rebaja a los otros,
desesperado de la propia elev ación.
La f amilia of rece v ariedades inf initas, por la combinación de otros estigmas con el f undamental. El env idioso
pasiv o es solemne y sentencioso; el activ o es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o bilioso, nunca sabe
reír de risa inteligente y sana. Su mueca es f alsa: ríe a contrapelo.
¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El env idioso pasiv o es de cepa serv il. Si intenta practicar el
bien, se equiv oca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado a herir los órganos
v itales y respetar la v íscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se lev anta en su
horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reírse; le atormenta la
alegría de los satisf echos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres
aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inf erioridad: no v acila en sacrif icarles la
v ida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba.
El env idioso activ o posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de
ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece
tener mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ella destila su insidiosidad de v iborezno
en f orma de elogio reticente, pues la v iscosidad urticante de su f also loar es el máximum de su v alentía
moral. Se multiplica hasta lo inf inito; tiene mil piernas y se insinúa doquier; siembra la intriga entre sus
propios cómplices, y , llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se
ref ugia en esas academias donde los mediocres se empampanan de v anidad si alguna inexplicable
paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es f ruto del esf uerzo ajeno.
Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio
luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inf erior; su v anidad
sólo aspira a desquitarse con las f rágiles compensaciones de la zangamanga a ras de tierra.
A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los env idiosos en camarillas o en
círculos, sirv iéndoles de argamasa el común suf rimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima
dif amando a los env idiados y v ertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los
humilla. Son capaces de env idiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien
env idia a Sócrates y quién a Napoleón, crey endo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un
Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desv entura, que está en suf rir
de toda f elicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la env idia, en un cuadro de la
Galería Medicea, suf riendo entre la pompa luminosa de la inolv idable regencia.
El env idioso cree marchar al calv ario cuando observ a que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento
de env idiar al que le ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua.
Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si f uera una burla a sus v uelos gallináceos. Maldice la luz,
sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería
de águilas o decretar un apagamiento de astros!
Lo que es para otros causa de f elicidad, puede ser objeto de env idia. La ineptitud para satisf acer un deseo
o hartar un apetito determina esta pasión que hace suf rir del bien ajeno. El criterio para v alorar lo env idiado
es puramente subjetiv o: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo.
Se suf re la env idia apropiada a las inf erioridades que se sienten, sea cual f uere su v alor objetiv o. El rico
puede sentir emulación o celos por la riqueza ajena; pero env idiará el talento. La mujer bella tendrá celos
de otra hermosura; pero env idiará a las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas e inf erior en una
sola; éste es el punto f rágil por donde tienta su asalto la env idia.
El sujeto descollante encuentra su cohorte de env idiosos en la esf era de sus colegas más inmediatos, entre
los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inev itable de toda culminación, aunque en
algunas prof esiones es más célebre; los hombres de letras no se quedan atrás, pero los cómicos y las
rameras tendrían el priv ilegio, si no existiesen los médicos. La env idia medicorum es memorable desde la
Antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con f recuencia, para deleite de los enf ermos
sobrev ientes a las drogas.
El motiv o de la env idia se conf unde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo
f enómeno. Sólo que la admiración nace en el f uerte y la env idia en el subalterno. Env idiar es una f orma
aberrante de rendir homenaje a la superioridad. El gemido que la insuf iciencia arranca a la v anidad es una
f orma especial de alabanza.
Toda culminación es env idiada. En la mujer la belleza. El talento y la f ortuna en el hombre. En ambos la
f ama y la gloria, cualquiera que sea su f orma.
La env idia f emenina suele ser af iligranada y perv ersa; la mujer da su arañazo con uña af ilada y lustrosa,
muerde con dientecillos orif icados, estruja con dedos pálidos y f inos. Toda maledicencia le parece escasa
para traducir su despecho; en ella debió pensar Apeles cuando representó a la Env idia guiando con mano
f elina a la Calumnia.
La que ha nacido bella -y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la
inteligencia- tiene asegurado el culto de la env idia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las
env idiosas; en ellas clav arán sus incisiv os, como sobre una lima, sin adv ertir que la pasión las conv ierte en
v estales. Mil lenguas v iperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las suf rientes
f usilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elev arán sus plegarias en f orma de calumnias, torvas
como el remordimiento que las atosiga, pero no las detiene.
Quien hay a leído la séptima metamorf osis, en el libro segundo de Ov idio, no olv idará jamás que a instancia
de Minerv a, f ue Aglaura transf igurada en roca, castigando así su env idia de Hersea, la amada de Mercurio.
Allí está escrita la más perf ecta alegoría de la env idia dev orando v íboras para alimentar sus f urores, como
no la perf iló ningún otro poeta de la era pagana.
El hombre v ulgar env idia las f ortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y f uncionario es
el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suy o. El dinero permite al mediocre satisf acer sus
v anidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalaf ón del Estado y le prepara
ulteriores jubilaciones. De ahí que el proletario env idie al burgués, sin renunciar a substituirlo; por eso mismo
la escala del presupuesto es una jerarquía de env idias, perf ectamente graduadas por las cif ras de las
prebendas.
El talento -en todas sus f ormas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía- es el
tesoro más env idiado entre los hombres. Hay en el doméstico un sórdido af án de niv elarlo todo, un obtuso
horror a la indiv idualización excesiv a; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía,
el serv ilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las f ilas dando un paso
adelante. Basta que el talento permita descollar en las ciencias, en las artes o en el amor, para que los
mediocres se estremezcan de env idia. Así se f orma en torno de cada astro una nebulosa grande o pequeña,
camarilla de maldicientes o legión de dif amadores: los env idiosos necesitan aunar esf uerzos contra su ídolo,
de igual manera que para af ear una belleza v enusina aparecen por millares las pústulas de la v iruela.
La dicha de los f ecundos martiriza a los eunucos v ertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por
toda la existencia; este dolor es la gloria inv oluntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento
en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del env idioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra,
como silbidos de reptiles que saludan el v uelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.
III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA
Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y con su esf uerzo está inclinado a admirar
el esf uerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no puede sentirse cohibido por el legítimo
encumbramiento ajeno. El que tiene méritos, sabe lo que le cuestan y los respeta; estima en los otros lo que
desearía se le estimara a él mismo. El mediocre ignora esta admiración abierta: muchas v eces se resigna a
aceptar el triunf o que desborda las restricciones de su env idia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es
admirar.
Los espíritus alicortos son malév olos; los grandes ingenios son admirativ os. Éstos saben que los dones
naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esf uerzo, que es la medida de su mérito. Saben que
cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y v igilias, meditaciones hondas, tanteos sin f in, consagración
tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese f ilósof o, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso
su organismo, env ejeciendo prematuramente: y la biograf ía de los grandes hombres les enseña que muchos
renunciaron al reposo o al pan, sacrif icando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un
libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El
env idioso, que lo ignora, v e el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está
sembrado el camino de la gloria.
Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su f alta de
inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su
irreparable ultimidad.
Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una
consanguinidad en línea directa; en el émulo no v en nunca un riv al. Los grandes críticos son óptimos autores
que escriben sobre temas propuestos por otros, como los v ersif icadores con pie f orzado; la obra ajena es
una ocasión para exhibir las ideas propias. El v erdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo
que toca deja un rastro de su personalidad.
Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ello; no
la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos
trabadas por la cinta métrica; su af án de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia
medida. Son, por def inición, prestamistas, parásitos, v iv en de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano
av iesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo
reprochan como una f alta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un
razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las f uentes de su sabiduría; si omite
señalarlas, por harto v ulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motiv o para maldecir y env idiar,
rev elando su interna angustia. Lo que les hace suf rir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no.
El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas f uera del hilo que la rutina le enhebra; su oronda
ignorancia le obliga a conf undir el mármol con la chiscarra y la v oz con el f alsete, inclinándose a suponer
que todo escritor original es un heresiarca. Los palurdos darían lo que no tienen por saber escribir un poquito,
como para incorporarse a la crítica prof esional. Es el sueño de los que no pueden crear. Permite una
maledicencia medrosa y que no compromete, hecha de- mendacidad prudente, restringiendo las
perv ersidades para que resulten más agudas, sacando aquí una migaja y dando allí un arañazo, v elando
todo lo que puede ser objeto de admiración, rebajando siempre con la oculta esperanza de que puedan
aparecer a un mismo niv el los críticos y los criticados. El escritor original sabe que atormenta a los
mediocres, aguijoneándoles esa pasión que los enf erma ante el brillo ajeno; la desesperación de los
f racasados es el laurel que mejor premia su luminosa labor. A la gloria de un Homero llega siempre apareada
la ridiculez de un Zoilo.
Fermentan en cada género de activ idad intelectual, como plagas pediculares de la originalidad: no perdonan
al que incuba en su cerebro esa larv a sediciosa. Viv en para mancillarlo, sueñan su exterminio, conspiran
con una intemperancia de terroristas y esgrimen sórdidas calumnias que harían sonrojar a un paquidermo.
Ven un peligro en cada acto y una amenaza en cada gesto; tiemblan pensando que existen hombres
capaces de subv ertir rutinas y prejuicios, de encender nuev os planetas en el cielo, de arrancar su f uerza a
los ray os y a las cataratas, de inf iltrar nuev os ideales a las razas env ejecidas, de suprimir la distancia, de
v iolar la grav edad, de estremecer a los gobiernos...
Cuando se elev a un astro, ellos asoman por todos los puntos cardinales para entonar el coro inv oluntario
de su dif amación. Aparecen por docenas, por millares, como liliputienses en torno de un gigante. Los
contrabajistas de arrabal oprobiarán la gloria de los supremos sinf onistas. Gacetilleros anodinos,
consumarán biograf ías sobre algún lejano pensador que los ignora. Muchos que en v ano han intentado
acertar una mancha de color, dejarán caer su chorro de prosa como si un robinete de pus se abriera sobre
telas que v iv irán en los siglos. Cualquier promiscuador de palabras enf estará contra el que escriba
pensamientos duraderos. Las mujeres f eas demostrarán que la belleza es repulsiv a y las v iejas sostendrán
que la juv entud es insensata; v engarán su desgracia en el amor diciendo que la castidad es suprema entre
todas las v irtudes, cuando y a en v ano se harían v iltroteras para of recer la propia a los transeúntes. Y los
demás, todos en coro, repetirán que el genio, la santidad y el heroísmo son aberraciones, locuras, epilepsia,
degeneración negarán la excelencia del ingenio, la v irtud y la dignidad; pondrán esos v alores por debajo de
su propia penumbra, sin adv ertir que donde el genio se resobra el mediocre no llega. Si a éste le dieran a
elegir entre Shakespeare o Sarcey , no v acilaría un minuto: murmuraría del primero con la f irma del segundo.
Los espíritus rutinarios son rebeldes a la admiración: no reconocen el f uego de los astros porque nunca han
tenido en sí una chispa. Jamás se entregan de buena f e a los ideales o a las pasiones que le toman del
corazón; pref ieren oponerles mil razonamientos para priv arse del placer de admirarlos. Conf undirán siempre
lo equív oco y lo crístalino, rebajando todo ideal hasta las bajas intenciones que supuran en sus cerebros.
Desmenuzarán todo lo bello, olv idando que el trigo molido en harina no puede y a germinar en áureas espigas
f rente al sol. "Es un gran signo de mediocridad -dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente".
Pascal decía que los espíritus v ulgares no encuentran dif erencias entre los hombres: se descubren más
tipos originales a medida que se posee may or ingenio. El criticastro es parv if icente; admira un poco todas
las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El
que v e los def ectos y no las bellezas„ las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere
en un bajo niv el donde v egeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porv enir,
están inhabilitados para ascender hacia una perf ección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay
que cultiv arla como un f uego sagrado, ev itando que la env idia la cubra con su pátina ignominiosa.
La maledicencia escrita es inof ensiv a. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma f osa a
los criticastros y a los malos autores. Mientras los env idiosos murmuran, el genio crece; a la larga aquéllos
quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo a f uego lento.
El v erdadero castigo de estos parásitos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica a un alto
espíritu tiende la mano esperan- do una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida,
negándole la notoriedad que le conf eriría la réplica. El silencio del autor mata al postulante; su indif erencia
lo asf ixia. Algunas v eces supone que le han tomado en cuenta y que se adv ierte su presencia: sueña que
le han nombrado, aludido, ref utado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse a env idiar
desde la penumbra, de donde no consigue que le saquen. El que tiene conciencia de su mérito, no se presta
a inf lar la v anidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole a perder su
tiempo; elige sus adv ersarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden
inmortalizar con una palabra a sus lacay os o a sus sicarios. Hay que ev itar esa palabra; de algunos
criticastros sólo tenemos noticias porque algún genio los honró con su puntapié.
IV. UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO
El castigo de los env idiosos estaría en cubrirlos de f av ores, para hacerles sentir que su env idia es recibida
como un homenaje y no como un estiletazo. Es más generoso, más humanitario. Los bienes que el env idioso
recibe constituy en su más desesperante humillación; si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle.
Ningún enf ermo es responsable de su dolencia, no podríamos prohibirle que emitiera acentos quejumbrosos;
la env idia es una enf ermedad y nada hay más respetable que el derecho de lamentarse cuando se padecen
congestiones de la v anidad.
El env idioso es la única v íctima de su propio v eneno; la env idia le dev ora como el cáncer a la v íscera; le
ahoga como la hiedra a la encina. Por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo
mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar.
Dante consideró a los env idiosos indignos del inf ierno. En la sabia distribución de penas y castigos los
recluy ó en el purgatorio, lo que se av iene a su condición mediocre.
Yacen acoquinados en un círculo de piedra cenicienta, sentados junto a un paredón lív ido como sus caras
llorosas, cubiertos por cilicios, f ormando panorama de cementerio v iv iente. El sol les niega su luz; tienen los
ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron v er el bien del prójimo. Habla por ellos la noble Sapía,
desterrada por sus conciudadanos; f ue tal su env idia que sintió loco regocijo cuando ellos f ueron derrotados
por los f lorentinos. Y hablan otros, con v oces trágicas, mientras lejanos f ragores de truenos recuerdan la
palabra que Caín pronunció después de matar a Abel. Porque el primer asesino de la ley enda bíblica tenía
que ser un env idioso.
Llev an todos el castigo en su culpa. El espartano Antistenes, al saber que le env idiaban, contestó con
acierto: peor para ellos, tendrán que suf rir el doble tormento de sus males y de mis bienes. Los únicos
gananciosos son los env idiados; es grato sentirse adorar de rodillas.
La may or satisf acción del hombre excelente está en prov ocar la env idia, estimulándola con los propios
méritos, acosándola cada día con may ores v irtudes, para tener la dicha de escuchar sus plegarias. No ser
env idiado es una garantía inequív oca de mediocridad.
CAPÍTULO VI
LA VEJEZ NIVELADORA
I. Las canas. - II. Etapas de decadencia. - III. La bancarrota de los Ingenios. - IV. Psicología de la
v ejez. - V. La v irtud de la Impotencia.
I. LAS CANAS
Encanecer es una cosa muy triste; las canas son un mensaje de la Naturaleza que nos adv ierte la proximidad
del crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse la primera -¿quién no lo hace?- es como quitar el badajo a la
campana que toca el Angelus, pretendiendo con ello prolongar el día.
Las canas v isibles corresponden a otras más grav es que no v emos: el cerebro y el corazón, todo el espíritu
y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de f uego bajo la ceniza de los años
es una metáf ora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga a la llama y protege a la brasa. El
ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad.
Las v erdades generales no son irrespetuosas; dejan entreabierta una rendija por donde escapan las
excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser v iejo es ser mediocre, con
rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrev iv irse a sí mismo, nivelándose con los
demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran adv ertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre
que v egeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuev os al que se esclav iza en las
huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas.
El "genio y f igura hasta la sepultura", es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelentes, si
son longev os: suele conf irmarse cuando mueren a tiempo, anotes de que la f atal opacidad crepus cular
empañe los resplandores del espíritu. En general, si mueren tarde una pausada neblina comienza a v elar
su mente con los achaques de la v ejez; si la muerte se empeña en no v enir, los genios tórnanse extraños a
sí mismos, superv iv encia que los llev a hasta no comprender su propia obra. Les sucede como a un
astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al v erse
imposibilitado para conf irmarlos a simple v ista.
La decadencia del hombre que env ejece está representada por una regresión sistemática de la
intelectualidad. Al principio, la v ejez mediocriza a todo hombre superior; más tarde, la decrepitud inf erioriza
al v iejo y a mediocre.
Tal af irmación es un simple corolario de v erdades biológicas. La personalidad humana es una f ormación
continua, no una entidad f ija; se organiza y se desorganiza, ev oluciona e inv oluciona, crece y se amengua,
se intensif ica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es
incapaz de acrecentarse y pronto suelen adv ertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de
la llama interior que se apaga.
Cuando el cuerpo se niega a serv ir todas nuestras intenciones y deseos, o cuando éstos son medidos en
prev isión de f racasos posibles, podemos af irmar que ha comenzado la v ejez. Detenerse a meditar una
intención noble, es matarla; el hielo inv ade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa
y domestica. La rutina es el estigma mental de la v ejez; el ahorro es su estigma social. El hombre env ejece
cuando el cálculo utilitario reemplaza a la alegría juv enil. Quien se pone a mirar si lo que tiene le bastará
para todo su porv enir posible, y a no es jov en; cuando opina que es pref erible tener de más a tener de menos,
está v iejo; cuando su af án de poseer excede su posibilidad de v iv ir, y a está moralmente decrépito. La
av aricia es una exaltación de los sentimientos egoístas propios de la v ejez. Muchos siglos antes de
estudiarla los psicólogos modernos, el propio Cicerón escribió palabras def initiv as: "Nunca he oído decir que
un v iejo hay a olv idado el sitio en 141 que había ocultado su tesoro" (De Senectute, c. 7.). Y debe ser v erdad,
si tal dijo quien se propuso def ender los f ueros y encantos de la v ejez.
Las canas son av aras y la av aricia es un árbol estéril: la humanidad perecería si tuv iese que alimentarse de
sus f rutos. La moral burguesa del ahorro ha env ilecido a generaciones y pueblos enteros; hay grav es
peligros en predicarla, pues, como enseñó Maquiav elo, "más daña a los pueblos la av aricia de sus
ciudadanos que la rapacidad de sus enemigos".
Esa pasión de coleccionar bienes que no se disf rutan se acrecienta con los años, al rev és de las otras. El
que es maniestrecho en la juv entud llega hasta asesinar por dinero en la v ejez. La av aricia seca el corazón,
lo cierra a la f e, al amor, a la esperanza, al ideal. Si un av aro posey era el sol, dejaría el univ erso a oscuras
para ev itar que su tesoro se gastase. Además de af errarse a lo que tiene, el av aro se desespera por tener
más, sin límite; es más miserable cuanto más tiene: para soterrar talegas que no disf ruta, renuncia a la
dignidad o al bienestar; ese af án de perseguir lo que no gozará nunca constituy e la más siniestra de las
miserias.
La av aricia como pasión env ilecedora, iguala a la env idia. Es la pústula moral de los corazones env ejecidos.
II. ETAPAS DE DECADENCIA
La personalidad indiv idual se constituy e por sobreposiciones sucesiv as de la experiencia. Se ha señalado
una "estratif icación" del carácter; la palabra es exacta y merece conserv arse para ulteriores
desenv olv imientos.
En sus capas primitiv as y f undamentales y acen las inclinaciones recibidas hereditariamente de los
antepasados: la "mentalidad de la especie". En las capas medianas encuéntranse las sugestiones
educativ as de la sociedad: la "men-talidad social". En las capas superiores f lorecen las v ariaciones y
perf eccionamientos recientes de cada uno, los rasgos personales que no son patrimonio colectiv o: la
"mentalidad indiv idual".
Así como en las f ormaciones geológicas las sedimentaciones más prof undas contienen los f ósiles más
antiguos, las primitiv as bases de la personalidad indiv idual guardan celosamente el capital común a la
especie y a la sociedad. Cuando los estratos recientemente constituidos v an desapareciendo por obra de la
v ejez, el psicólogo descubre, poco a poco, la mentalidad del mediocre, del niño y del salv aje, cuyas
v ulgaridades, simplezas y atav ismos reaparecen a medida que las canas v an reemplazando a los cabellos.
Inf erior, mediocre o superior, todo hombre adulto atrav iesa un período estacionario, durante el cual
perf ecciona sus aptitudes adquiridas, pero no adquiere otras nuev as. Más tarde la inteligencia entra en su
ocaso.
Las f unciones del organismo empiezan a decaer a cierta edad. Esas declinaciones corresponden a
inev itables procesos de regresión orgánica. Las f unciones mentales, lo mismo que las otras, decaen cuando
comienzan a enmohecerse los engranajes celulares de nuestros centros nerv iosos.
Es ev idente que el indiv iduo ignora su propio crepúsculo; ningún v iejo admite que su inteligencia haya
disminuido. El que esto escribe hoy , creerá, probablemente, lo contrario cuando tenga más de sesenta años.
Pero objetiv amente considerado, el hecho es indiscutible, aunque podrá haber discrepancia para señalar
límites generales a la edad en que la v ejez desv encija nuestros resortes. Se comprende que para esta
f unción, como para todas las demás del organismo, la edad de env ejecer dif iere de indiv iduo a indiv iduo; los
sistemas orgánicos en que se inicia la inv olución son distintos en cada uno. Hay quien env ejece antes por
sus órganos digestiv os, circulatorios o psíquicos; y hay quien conserv a íntegras algunas de sus f unciones
hasta más allá de los límites comunes. La longev idad mental es un accidente; no es la regla.
La v ejez inequív oca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la f rente. La juv entud no es simple
cuestión de estado civ il y puede sobrev iv ir a alguna cana: es un don de v ida intensa, expresiv a y optimista.
Muchos adolescentes no lo tienen y algunos v iejos desbordan de él. Hay hombres que nunca han sido
jóv enes; en sus corazones, prematuramente agostados, no encontraron calor las opiniones extremas ni
aliento las exageraciones románticas. En ellos, la única precocidad es la v ejez. Hay , en cambio, espíritus
de excepción que guardan, algunas originalidades hasta sus años últimos, env ejecidos tardíamente. Pero,
en unos antes y en otros después, despacio o de prisa, el tiempo consuma su obra y transf orma nuestras
ideas, sentimientos, pasiones, energías.
El proceso de inv olución intelectual sigue el mismo curso que el de su organización, pero inv ertido. Primero
desaparece la "mentalidad indiv idual", más tarde la "mentalidad social", y , por último, la "mentalidad de la
especie".
La v ejez comienza por hacer de todo indiv iduo un hombre mediocre. La mengua mental puede, sin embargo,
no detenerse allí. Los engranajes celulares del cerebro siguen enmoheciéndose, la activ idad de las
asociaciones neuronales se atenúa cada v ez más y la obra destructora de la decrepitud es más prof unda.
Los achaques siguen desmantelando sucesiv amente las capas del carácter, desapareciendo una tras otra
sus adquisiciones secundarias, las que ref lejan la experiencia social. El anciano se inf erioriza, es decir,
v uelv e poco a poco a su primitiv a mentalidad inf antil, conserv ando las adquisiciones más antiguas de su
personalidad, que son, por ende, las mejor consolidadas. Es notorio que la inf ancia y la senectud se tocan;
todos los idiomas consagran esta observ ación en ref ranes harto conocidos. Ello explica las prof undas
transf ormaciones psíquicas de los v iejos: el cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y
altruistas), la pereza progresiv a para acometer empresas nuev as (con discreta conserv ación de los hábitos
consolidados por antiguos automatismos) y la duda o la apostasía de las ideas más personales (para v olver
primero a las ideas comunes en su medio y luego a las prof esadas en la inf ancia o por los antepasados).
La mejor prueba de ello -que los ignorantes suelen dictar contra la ciencia- la encontramos en los hombres
de más elev ada mentalidad y de cultura mejor disciplinada; es f recuente en ellos, al entrar en la ancianidad,
un cambio radical de opiniones acerca de los más altos problemas f ilosóf icos, a medida que decaen las
aptitudes originariamente def inidas durante la edad v iril.
III. LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS
Este cuadro no es exagerado ni esquemático. La marcha progresiv a del proceso impide adv ertir esa
ev olución en las personas que nos rodean; es como si una claridad se apagara tan de a poco que pudiera
llegarse a la oscuridad absoluta sin adv ertir en momento alguno la transición.
A la natural lentitud del f enómeno agréganse las dif erencias que él rev iste en cada indiv iduo. Los que sólo
habían logrado adquirir un ref lejo de la mentalidad social, poco tienen que perder en esta inev itable
bancarrota: es el emprobrecimiento de un pobre. Y cuando, en plena senectud, su mentalidad social se
reduce a la mentalidad de la especie, inf eriorizándose, a nadie sorprende ese pasaje de la pobreza a la
miseria.
En el hombre. superior, en el talento o en el genio, se notan claramente esos estragos. ¿Cómo no llamaría
nuestra atención un antiguo millonario que paseara a nuestro lado sus postreros andrajos? El hombre
superior deja de serlo, se niv ela. Sus ideas propias, organizadas en el período del perf eccionamiento,
tienden a ser reemplazadas por ideas comunes o inf eriores. El genio -entiéndase bien- nunca es tardío,
aunque pueda rev elarse tardíamente su f ruto; las obras pensadas en la juv entud y escritas en la madurez,
pueden no mostrar decadencia, pero siempre la rev elan las obras pensadas en la v ejez misma. Leemos la
segunda parte del Fausto por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ello sin recordar que
"nunca segundas partes f ueron buenas", adagio inapelable si la primera f ue obra de juv entud y la segunda
mes f ruto de la v ejez.
Se ha señalado en Kant un ejemplo acabado de esta metamorf osis psicológica. El jov en Kant,
v erdaderamente "crítico", había llegado a la conv icción de que los tres grandes baluartes del misticismo:
Dios, libertad e inmortalidad del alma, eran insostenibles ante la "razón pura"; el Kant env ejecido,
"dogmático", encontró, en cambio, que esos tres f antasmas son postulados de la "razón práctica", y , por lo
tanto, indispensables. Cuanto más se predica la v uelta de Kant, en el contemporáneo arreciar neokantista,
tanto más ruidosa e irreparable preséntase la contradicción entre el jov en y el v iejo Kant. El mismo Spencer,
monista como el que más, acabó por entreabrir una puerta al dualismo con su "incognoscible". Virchow creó
en plena juv entud la patología celular, sin sospechar que terminaría renegando sus ideas de naturalista
f ilósof o. Lo mismo que él decay eron otros.
Para citar tan sólo a muertos de ay er, hase v isto a Lombroso caer en sus últimos años en ingenuidades
inf antiles explicables por su debilitamiento mental, a punto de llorar conv ersando con el alma de su madre
en un trípode espiritista. James, que en su juv entud f ue portav oz de la psicología ev olucionista y biológica,
acabó por enmarañarse en especulaciones morales que sólo él comprendió. Y, por f in, Tolstóy , cuya
juv entud f ue pródiga de admirables nov elas y escritos, que le hicieron clasif icar como escritor anarquista, en
los últimos años escribió artículos adocenados que no f irmaría un gacetillero v ulgar, para extinguirse en una
peregrinación mística que puso en ridículo las horas últimas de su v ida f ísica. La mental había terminado
mucho antes.
IV. PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ
La sensibilidad se atenúa en los v iejos y se embotan sus v ías de comunicación con el mundo que les rodea;
los tejidos se endurecen y tórnanse menos sensibles al dolor f ísico. El v iejo tiende a la inercia, busca el
menor esf uerzo; así como la pereza es una v ejez anticipada, la v ejez es una pereza que llega f atalmente en
cierta hora de la v ida. Su característica es una atrof ia de los elementos nobles del organismo, con desarrollo
de los inf eriores; una parte de los capilares se obstruy e y amengua el af lujo sanguíneo a los tejidos; el peso
y el v olumen del sistema nerv ioso central se reducen, como el de todos los tejidos propiamente v itales; la
musculatura f láccida impide mantener el cuerpo erecto; los mov imientos pierden su agilidad y su precisión.
En el cerebro disminuy en las permutas nutritiv as, se alteran las transf ormaciones químicas y el tejido
conjuntiv o prolif era, haciendo degenerar las células más nobles. Roto el equilibrio de los órganos, no puede
subsistir el equilibrio de las f unciones: la disolución de la v ida intelectual y af ectiva sigue ese curso f atal
perf ectamente estudiado por Ribot en el capítulo f inal de su psicología de los sentimientos.
A medida que env ejece, tórnase el hombre inf antil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento
moral. Al período expansiv o sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perf ecciona la
def ensa. La insensibilidad f ísica se acompaña de analgesia moral; en v ez de participar del dolor ajeno, el
v iejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su v ida parece adv ertirle que una f uerte
emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor como la tortuga se retrae debajo de su
caparazón cuando presiente un peligro. Así llega a sentir un odio oculto por todas las f uerzas v iv as que
crecen y av anzan, un sordo rencor contra todas las primav eras.
La psicología de la v ejez denuncia ideas obsesiv as absorbentes. Todo v iejo cree que los jóv enes le
desprecian y desean su muerte para suplantarle. Traduce tal manía por hostilidad a la juv entud,
considerándola muy inf erior a la de su tiempo, juicio que extiende a las nuev as costumbres cuando y a no
puede adaptarse a ellas. Aun en las cosas pequeñas exige la parte más grande, contrariando toda iniciativa,
desdeñando las corazonadas y escarneciendo los ideales, sin recordar que en otro tiempo pensó, sintió e
hizo todo lo que ahora considera comprometedor y detestable.
Ésa es la v erdadera psicología del hombre que env ejece. La edad "atenúa o anula el celo, el ardor, la aptitud
para crear, descubrir o simplemente saborear el arte, para tener la curiosidad despierta. Omito las rarísimas
excepciones que exigirían, cada una, un examen particular. Para la may oría de los hombres, el
debilitamiento v ital suprime de seguida el gusto de esas cosas superf luas. Señalemos, también, con la v ejez,
la hostilidad decidida contra las innov aciones: nuev as f ormas artísticas, nuev os descubrimientos, nuevas
maneras de plantear o tratar problemas científ icos. El hecho es tan notorio, que no exige pruebas.
Ordinariamente, en estética sobre todo, cada generación reniega a la que le sigue. La explicación común
de ese misoneísmo, es la existencia de hábitos intelectuales y a organizados", que serían conmov idos por
un contraste v iolento, si aún existiera una capacidad de emoción o de pasión. Esto último es lo que f alta en
los v iejos, por la modorra de su v ida af ectiv a. Agrega Ribot que a esa disolución de los sentimientos
superiores sigue la de todos los sentimientos altruistas y la de los egoaltruistas, perdurando hasta el f in los
egoístas, cada v ez más aislados y predominantes en la personalidad del v iejo. Ellos mismos nauf ragan en
la ulterior senilidad.
Los div ersos elementos del carácter disuélv ense en orden inv erso al de su f ormación. Los que se han
adquirido al f in son menos activ os, dejan surcos poco persistentes, son adv enticios, incoordinados. Esto
rev élase en la regresión de la memoria senil; los f antasmas de las primeras impresiones juv eniles siguen
rodando en la mente, cuando y a han desaparecido los recuerdos más cercanos, los del día anterior. La f alta
de plasticidad hace que los nuev os procesos psíquicos no dejen rastros, o muy débiles, mientras los antiguos
se han grabado hondamente en materia más sensible y sólo se borran con la destrucción de los órganos.
Con el crecimiento de las neuronas en el hombre jov en, y su poder de crear nuev as asociaciones, explicaría
Cajal la capacidad de adaptación del hombre y su aptitud para cambiar sus sistemas ideológicos; la
detención de esas f unciones en los ancianos, o en los adultos de cerebro atrof iado por la f alta de ilustración
u otra causa, permite com- prender las conv icciones inmutables, la inadaptación al medio moral y las
aberraciones misoneístas. Se concibe, igualmente, que la f alta de asociación de ideas, la torpeza intelectual,
la imbecilidad, la demencia, puedan producirse cuando -por causas más o menos mórbidas- la articulación
entre los neurones llega a ser f loja, es decir, cuando se debilitan y se dejan de estar en contacto, o cuando
la memoria se desorganiza parcialmente. Para f ormular esta hipótesis, Cajal ha tenido en cuenta la
conserv ación may or de las memorias juv eniles; las v ías de asociación creadas hace mucho tiempo y
ejercitadas durante algunos años, han adquirido indudablemente una f uerza may or por haber sido
organizadas en la época en que el cerebro poseía su más alto grado de plasticidad.
Sin conocer esos datos modernos, observ ó Lucrecio (III, 452) que la ciencia y la experiencia pueden crecer
andando la v ida, pero la v iv acidad, la prontitud, la f irmeza, y otras loables cualidades se marchitan y
languidecen al sobrev enir la v ejez:
Ubi jam validis quassatum est viribus aebi corpus, el obtusis cecciderunt vibus artus, claudicat ingenium,
delirat linguaque mensque.
Montaigne, v iejo, estimaba que a los v einte años cada indiv iduo ha anunciado lo que de él puede esperarse
y af irmó que ningún alma oscura -hasta esa edad se ha v uelto luminosa después: "Si l'epine no pique pas
en naissant, a peine piquerat-t-elle jamais",[1]
agrega que casi todas las grandes acciones de la historia han
sido realizadas antes de los treinta años (Essais, libr. 1, cap. LVII).
A distancia de siglos un espíritu absolutamente div erso llega a las mismas conclusiones. "El descubrimiento
del segundo principio de la energética moderna f ue hecho por un jov en: Carnot tenía v eintiocho años al
publicar su memoria. Mey er, Joule y Helmotz teman v einticinco, v eintiséis y veinticinco, respectivamente;
ninguno de estos grandes innov adores había llegado a los treinta años cuando se dio a conocer. Las épocas
en que sus trabajos aparecieron no representan el momento en que f ueron concebidos; hubieron de pasar
algunos arios antes de que tuv iesen desarrollo suf iciente para ser expuestos y de que ellos encontraran
medios de publicarlos. Asombra la juv entud de estos maestros de la ciencia; estamos acostumbrados a
considerar que ésta es priv ilegio de una edad av anzada, y nos parece que todos ellos han f altado al respeto
a sus may ores, permitiéndoles abrir nuev os caminos a la v erdad. Se dirá que la solución de esos problemas
por v erdaderos muchachos f ue una singular y excepcional casualidad; f ácil es comprobar que ocurre lo
mismo en todos los dominios de la ciencia: la gran may oría de los trabajos que señalaron horizontes nuev os
f ueron la obra de jóv enes que acababan de transponer los v einte años. No es éste el sitio para buscar las
causas y consecuencias de ese hecho pero es útil recordarlo, pues aunque señalado más de una v ez, está
muy lejos de ser reconocido por los que se dedican a educar la juv entud. Los trabajos de hombres jóv enes
son de carácter principalmente innov ador; el mecanismo de la instrucción pública no debe ser obstáculo a
ellos..., permitiéndoles desde temprano desarrollar libremente sus aptitudes en los institutos superiores, en
v ez de agotar prematuramente, como ocurre ahora, un gran número de talentos científ icos originales". Y
para que sus conclusiones no parezcan improv isadas, W. Ostwald las ha desenv uelto en su último libro
sobre los grandes hombres, donde el problema del genio juv enil está analizado con criterio experimental.
Por eso las academias suelen ser cementerios donde se glorif ica a los hombres que y a han dejado de existir
para su ciencia o para su arte. Es natural que a ellas lleguen los muertos o los agonizantes; dar entrada a
un jov en signif icaría enterrar a un v iv o.
V. LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA
Será v erdad lo que se af irma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los v iejos no
renunciarán a sus protestas contra los jóv enes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas.
Los v iejos olv idan que f ueron jóv enes y éstos parecen ignorar que serán v iejos: el camino a recorrer es
siempre el mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de ésta a la inf erioridad mental.
¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóv enes rev olucionarios terminen siendo v iejos conserv adores?
¿Y qué de extraño es la conv ersión religiosa de los ateos llegados a la v ejez? ¿Cómo podría el hombre
activ o y ermprendedor a los treinta años, no ser apático y prudente a los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de
que la v ejez nos haga av aros, misántropos, regañones, cuando nos v a entorpeciendo paulatinamente los
sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa f uera cerrando una por una todas las v entanas
entreabiertas f rente a la realidad que nos rodea?
La ley es dura, pero es ley . Nacer y morir son los términos inv iolables de la v ida; ella nos dice con v oz f irme
que lo anormal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras f unciones. Nacemos para crecer; env ejecemos
para morir. Todo lo que la Naturaleza nos of rece para el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte.
Sin embargo, los v iejos protestan de que no se les respete bastante, mientras los jóv enes se desesperan
por lo excesiv o de ese respeto. La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su De Senectute con
el mismo espíritu que hoy Faguet escribe ciertas páginas de su ensay o sobre La Vieillese. Aquél se quejaba
de que los v iejos eran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia.
Asombran las palabras de Faguet cuando af irma que los v iejos no son escuchados, pretendiendo v er en
ello la negación de una competencia más. Alega que en los pueblos primitiv os, como hoy entre los salv ajes,
son los v iejos los que gobiernan: la gerontocracia se explica allí, donde no hay más ciencia que la
experiencia y los v iejos lo saben todo, pues cualquier caso nuev o les resulta conocido por haber v isto
muchos similares. Dice Faguet que el libro puesto en manos de los jóv enes, es el enemigo de la experiencia
que monopolizan los v iejos. Y se desespera porque el v iejo ha caído en ridículo, aunque comete la
imprudencia de juzgarle con v erdad: "conv enons de bonne gráce qu'il préte á cela; il est entété, il est
maniaque, il est v erbeux, il est conteur, il est ennuy eux, il est grondeur, et son aspect est désagréable"[2]
:
ningún jov en ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su v olumen sobre el culto de la
incompetencia.
Faguet opina que el v iejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grav e error, que sólo
prueba su v ejez.
Toda sociedad en decadencia es propicia a la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia indiv idual;
por eso a los jóv enes originales se les cierra el acceso al Gobierno hasta que hay an perdido su arista propia,
esperando que la v ejez los niv ele, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes a su
grupo social. Por eso las f unciones directiv as suelen ser patrimonio de la edad madura; la "opinión pública"
de los pueblos, de las clases o de los partidos, suele encontrar en los hombres que f ueron superiores y
empiezan y a a decaer, el exponente natural de su mediocridad. En la juv entud, son considerados peligrosos;
sólo en las épocas rev olucionarias gobiernan los jóv enes; la Rev olución Francesa f ue ejecutada por ellos,
lo mismo que la emancipación de ambas Américas. El progreso es obra de minorías ilustradas y atrev idas.
Mientras el indiv iduo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de las may orías
conserv adoras.
No hay , pues, la f alta de respeto que, en sus v ejeces respectiv as, señalaron Platón, Aristóteles y
Montesquieu, antes que Faguet. Af irmar que por el camino de la v ejez se llega a la mediocridad, es la
aplicación simple de una ley general que rige todos los organismos v iv os y los prepara a la muerte. ¿Por
qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados a v er desteñirse las hojas y
deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el inv ierno?
Admiremos a los v iejos por las superioridades que hay an poseído en la juv entud. No incurramos en la
simpleza de esperar una v ejez santa, heroica o genial tras una juv entud equív oca, mansa y opaca; la v ejez
no pone f lores donde sólo había malezas, antes bien, siega las excelencias con su hoz niv eladora. Los
v iejos representativ os que ascienden al gobierno y a las dignidades, después de haber pasado sus mejores
años en la inercia o en orgías, en el tapete v erde o entre rameras, en la expectativ a apática o en la
resignación humillada, sin una palabra v il y sin un gesto altiv o, esquiv ando la lucha, temiendo a los
adv ersarios y renunciando los peligros, no merecen la conf ianza de sus contemporáneos ni tienen derecho
a catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en f alsete y muev en a risa. Los hombres
de carácter elev ado no hacen a la v ida la injuria de malgastar su juv entud, ni conf ían a la incertidumbre de
las canas la iniciación de grandes empresas que sólo pueden concebir las mentes f rescas y realizar los
brazos v iriles.
La experiencia v iril complica la tontería de los mediocres, pero puede conv ertirlos en genios; la madurez
ablanda al perv erso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por v iejo que por diablo. Si se arrepiente
no es por santidad; sino por impotencia.
CAPÍTULO VII
LA MEDIOCRACIA
I. El clima de la mediocridad. - II. La patria. - III. La política de las piaras. - IV. Los arquetipos de la
mediocracia. - V. La aristocracia del mérito.
I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD
En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se
constituy en y cuando se renuev an. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más
tarde, luego crisis de consolidación institucional, después v ehemencia de expansión o pujanza de energías.
Los genios pronuncian palabras def initiv as; plasman los estadistas sus planes v isionarios; ponen los héroes
su corazón en la balanza del destino.
Es, empero, f atal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce
un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la ev olución de una raza. Hay horas de
palingenesia y las hay de apatía, con v igilias y sueños, días y noches, primav eras y otoños, en cuyo
alternarse inf inito se div ide la continuidad del tiempo.
En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo v egeta; el espíritu se amodorra. Los
apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresiv os. No hay astros en el horizonte ni
orif lamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes v oces
animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles of iciales para alcanzar alguna migaja de la merienda.
Es el clima de la mediocridad. Los Estados tórnanse mediocracias, que los f ilólogos inexpresiv os pref erirían
denominar "mesocracias".
Entra en la penumbra el culto por la v erdad, el af án de admiración, la f e en creencias f irmes, la exaltación
de ideales, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la v irtud y de la dignidad., En un
mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por ref ranes, como discurría Panza; se
cree por catecismos, como predicaba Tartuf o; se v iv e de expedientes, como enseñó Gil Blas. Todo lo v ulgar
encuentra f erv orosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados
portav oces resultan esclav os en su clima. Son actores a quienes les está prohibido improv isar: de otro modo
romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico.
Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: "es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre
los malos", def inió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserv a su v erdad. En la primera
década del siglo XX se ha acentuado la decadencia moral de las clases gobernantes. En cada comarca,
una f acción de v iv idores detenta los engranajes del mecanismo of icial, excluy endo de su seno a cuantos
desdeñan tener complicidad en sus empresas. Aquí son castas adv enedizas, allí sindicatos industriales,
acullá f acciones de parlaembalde. Son gav illas y se titulan partidos. Intentan disf razar con ideas su
monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para expoliar a la sociedad.
Políticos sin v ergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima
en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos pref ieren
escuchar a los más v iles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol,
el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa
niv elación de v illanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada
uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar v oracidades. Esa chatura moral es más grav e que la
aclimatación de la tiranía; nadie puede v olar donde todos se arrastran. Conv iénese en llamar urbanidad a la
hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira
proporciona estas denominaciones equív ocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la
patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común.
En esos paréntesis de alcornocamiento av entúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión
de acumular tesoros materiales, o el torpe af án de usuf ructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo
todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias, cualquier ideal parece sospechoso. Los f ilósofos,
los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósf era estorba a sus alas, y dejan de v olar. Su
presencia mortif ica a los traf icantes, a todos los que trabajan por lucro, a los esclav os del ahorro o de la
av aricia. Las cosas del espíritu son despreciadas; no siéndole propicio el clima, sus cultores son contados;
no llegan a inquietar a las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata a f uego lento sus ideales,
sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan.
Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo que v aría es su prestigio y su inf luencia. En las épocas de
exaltación renov adora muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada.
Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativ o por lo cuantitativ o, se empieza a contar con
ellos. Apercíbense entonces de su número, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crece su
inf luencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analf abeto, el rebelde al
lacay o, el poeta al prestamista. La mediocridad se condensa, conv iértese en sistema, es incontrastable.
Encúmbranse gañanes, pues no f lorecen genios: las creaciones y las prof ecías son imposibles si no están
en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es priv ilegio de todas las generaciones. Tras una que
ha realizado un gran esf uerzo, arrastrada o conmov ida por un genio, la siguiente descansa y se dedica a
v iv ir de glorias pasadas, conmemorándose sin f e; las f acciones dispútanse los manejos administrativos,
compitiendo en manosear todos los ensueños. La mengua de éstos se disf raza con exceso de pompa y de
palabras; acállase cualquier protesta dando participación en los f estines; se proclaman las mejores
intenciones y se practican bajezas abominables; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter.
Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio a su complicidad, un precio razonable
que oscila entre un empleo y una decoración.
Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en
bajíos, alguna f acción se apodera del engranaje constituido o ref ormado por hombres geniales. Florecen
legisladores, pululan archiv istas, cuéntanse los f uncionarios por legiones: las ley es se multiplican, sin
ref orzar por ello su ef icacia. Las ciencias conv iértense en mecanismos of iciales, en institutos y academias
donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la f uerza
del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adv erso
a toda prev isión de nuev os ritmos o de nuev as f ormas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse
en descubrir las grietas del presupuesto y f iltrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan:
la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de f uncionarios. El niv el de los gobernantes desciende hasta
marcar el cero; la mediocracia es una conf abulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes
juntos, no v alen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis
cantidad alguna, siquiera negativ a. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la
historia, conserv ándose limpios de inf amia y de v irtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio.
Una apatía conserv adora caracteriza a esos períodos; entibiase la ansiedad de las cosas elev adas,
prosperando a su contra el af án de los suntuosos f ormulismos. Los gobernantes que no piensan parecen
prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del
mérito se torna negativ o: las sombras son pref eribles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre
o lo mediocrizado por la senilidad. En v ez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores.
Pero el estadista, el f ilósof o, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están
ausentes. Nada tienen que hacer es solo un simple recordar en tiempos que no pueden dejar pasar
La tiranía del clima es absoluta: niv elarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las
mediocracias negaron siempre las v irtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el v eneno a Sócrates, el leño
a Cristo, el puñal a César, el destierro a Dante, la cárcel a Galileo, el f uego a Bruno; y mientras escarnecían
a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido,
of recían su serv idumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías.
A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usuf ructuar sus
priv ilegios.
En esas épocas del lenocinio la autoridad es f ácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serv iles, de retóricos
que parlotean pane lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuy as conciencias está
siempre colgando el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían
v iv ir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civ il es ley en esos climas.
Todo hombre declina su personalidad al conv ertirse en f uncionario: no llev a v isible la cadena al pie, como
el esclav o, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces
de v iv ir por su esf uerzo, sin la cebada of icial. Cuando todo se sacrif ica a ésta, sobreponiendo los apetitos a
las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En v ano se busca remedios en
la glorif icación del pasado. De ese ataf agamiento los pueblos no despiertan loando lo que f ue, sino
sembrando el porv enir.
II. LA PATRIA
Los países son expresiones geográf icas y los Estados son f ormas de equilibrio político. Una patria es mucho
más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple unif orme para el esf uerzo y homogénea
disposición para el sacrif icio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y
en el deseo de la gloria. Cuando f alta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay
que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la
seguridad de que al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando
sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la conf abulación de
los politiquistas que medran a su sombra.
No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo f ue. Era una empresa. Las áureas minas,
las industrias af iebradas y las lluv ias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan
ideales de cultura para que en él hay a una patria. Se rebaja el v alor de este concepto cuando se lo aplica a
países que carecen de unidad moral, más parecidos a f actorías de logreros autóctonos o exóticos que a
legiones de soñadores cuy o ideal parezca un arco tendido hacia un objetiv o de dignif icación común.
La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se
eclipsa todo af án de cultura y se enseñorean v iles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio
contra esa crisis de chatura no está en el f etichismo del pasado, sino en la siembra del porv enir, concurriendo
a crear un nuev o ambiente moral propicio a toda culminación de la v irtud, del ingenio y del carácter.
Cuando no hay patria no puede haber sentimiento colectiv o de la nacionalidad -inconf undible con la mentira
patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas-. Sólo es posible en la medida
que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perf eccionamiento y nunca para una innoble
agresiv idad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades.
No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas
no f uesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser
emulación colectiv a para que la propia nación ascienda a las v irtudes de que dan ejemplo otras mejores;
nunca debe ser env idia colectiv a que haga suf rir de la ajena superioridad y muev a a desear el alejamiento
de los otros hasta el propio niv el. Cada Patria es un elemento de la Humanidad; el anhelo de la dignif icación
nacional debe ser un aspecto de nuestra f e en la dignif icación humana. Asciende cada raza a su más alto
niv el, como Patria, y por el esf uerzo de todos remontará el niv el de la especie, como Humanidad.
Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituy en una nación. El celo de la nacionalidad sólo
existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante
en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo
y serv irlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos v er en el patrimonio un alto ideal:
los tránsf ugas de la moral, ajenos a la sociedad en que v iv en, no pueden concebirlo; los esclav os y los
sierv os tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria.
Puede tenerla; no la tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno,
diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde conv erge la aspiración
de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de of icio a horcajadas de la política. En esos pocos está la
nacionalidad y v ibra en ellos; mantiénense ajenos a su af án los millones de habitantes que comen y lucran
en el país.
El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóv enes, pero permanece rudimentario o se distrae
en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones
de piara o de cof radía. Cuando los intereses v enales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que
constituy en el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada
como una industria. Cuando se v iv e hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta
o la ref lexión de un f ilósof o puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los
ciudadanos v uelv en a la, condición de habitantes. La patria a la de país.
Eso ocurre periódicamente: como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porv enir. Todo se
tuerce y abaja, desapareciendo la molicie indiv idual en la común: diríase que en la culpa colectiv a se esfuma
la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el harquinazo de un buque, parece,
por relativ idad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se lev anta y mira desde otro plano a los que
nav egan, adv ierte su descenso, como si f rente a ellos f uese un punto inmóv il: un f aro en la costa.
Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por f alta de cultura y de ideal no
han sabido amarlo como patria: de todos los que v iv ieron de ella sin trabajar para ella.
III. LA POLITICA DE LAS PIARAS
Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, a degeneración del sistema
parlamentario: todas las f ormas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se
requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha conv enido que Gil Blas, Tartuf o y Sancho son los
árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.
La política se degrada, conv iértese en prof esión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran
con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traf icantes. Toda
excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la f irmeza y propicia
al relajamiento. El gobierno v a a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y
álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se f rotan con
los malandrines. Progresan f unámbulos y v olatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era signo de inf amia o
cobardía, tórnase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora v iv if ica, como si hubiera una aclimatación al
ridículo; sombras env ilecidas se lev antan y parecen hombres; la improbidad se pav onea y ostenta, en v ez
de ser v ergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de v ergüenza, en los países cúbrese de
honores.
Las jornadas electorales conv iértense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de av entureros.
Su justif icación está a cargo de electores inocentes, que v an a la parodia como a una f iesta.
Las f acciones de prof esionales son adv ersas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser
v íctimas del v oto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de
parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se f orma un estado may or que
disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener
intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las v irtudes: las piaras no admiran
ninguna superioridad; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando;
descuentan en el banco del éxito merced a la f irma prestigiosa. Para cada hombre de mérito hay decenas
de sombras insignif icantes.
Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de "elegidos del pueblo" es subalterna,
pelma de v anidosos, deshonestos y serv iles.
Los primeros derrochan su f ortuna por ascender al Parlamento. Ricos terratenientes o poderosos
industriales pagan a peso de oro los v otos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos adv enedizos
abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorf a; asnos enriquecidos
aspiran a ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien;
creen conseguirlo incorporándose a las piaras.
Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativ as. Venden su
v oto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proy ectos de grandes negocios con el erario,
cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dádiv as of iciales a sus electores,
comercian su inf luencia para obtener concesiones en f av or de su clientela. Su gestión política suele ser
tranquila: un hombre de negocios está siempre con la may oría. Apoy a a todos los Gobiernos.
Los serv iles merodean por los Congresos en v irtud de la f lexibilidad de sus espinazos. Lacay os de un grande
hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jef atura del uno o las consignas de la otra.
No se les pide talento, elocuencia o probidad: basta con la certeza de su panurguismo. Viv en de luz ajena,
satélites sin color y sin pensamientos, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre a batir palmas
cuando él habla y a ponerse de pie llegada la hora de una v otación.
En ciertas democracias nov icias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de
mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serv iles, incondicionales,
af eminadas: las may orías miran al porquero esperando una guiñada o una seña. Si alguno se aparta está
perdido; los que se rebelan están proscritos sin apelación.
Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos
indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirv en a los demás, justif icándolos con su presencia,
aquilatándolos.
Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos env ilecidos. Los partidos - o el Gobierno
en su nombre - operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en f av or de la intriga. Un
soberano cuantitativ o y sin ideales pref iere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía
y por conv eniencia.
Las más abstrusas f órmulas de la química orgánica parecen balbuceos inf antiles f rente a las v ueltacaras del
Parlamento mediocre. El desprecio de los hombres probos no lo amedrenta jamás. Conf ía en que el bajo
niv el del representante apruebe la insensatez del representado. Por eso ciertos hombres inserv ibles se
adaptan marav illosamente a los desiderata del suf ragio univ ersal; la grey se prosterna ante los f etiches más
huecos y los rellena con su alambicada tontería.
Los cómplices, grandes o pequeños, aspiran a conv ertirse en f uncionarios. La burocracia es una
conv ergencia de v oracidades en acecho. Desde que se inv entaron los Derechos del hombre todo imbécil
los sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley implicara una equiv alencia de
aptitudes. Ese af án de v iv ir a expensas del Estado rebaja la dignidad. Cada elector que cruza las calles, de
prisa, preocupado, a pie, en automóv il, de blusa, enguantado, jov en, maduro, a cualquier hora, podéis
asegurar que está domesticándose, env ileciéndose: busca una recomendación o la llev a en su f altriquera.
El f uncionario crece en las modernas burocracias. Otrora, cuando f ue necesario delegar parte de sus
f unciones, los monarcas elegían a hombres de mérito, experiencia y f idelidad. Pertenecían casi todos a la
casta f eudal; los grandes cargos la v inculaban a la causa del señor. Junto a ésa, f ormábanse pequeñas
burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el f uncionarismo creció, llegando a ser una
clase, una rama nuev a de las oligarquías dominantes. Para impedir que f uese altiv a, la reglamentaron,
quitándole toda iniciativ a y ahogándola en la rutina. A su af án de mando se opuso una sumisión exagerada.
La pequeña burocracia no v aría; la grande, que es su llav e, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema
parlamentario se la esclav izó por partida doble: del ejecutiv o y del legislativ o. Ese juego de inf luencias
bilaterales conv erge a empequeñecer la dignidad de los f uncionarios. El mérito queda excluido en absoluto;
basta la inf luencia. Con ella se asciende por caminos equív ocos. La característica del zaf io es creerse apto
para todo, como si la buena intención salv ara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la
historia de dos mediocres que ensay an lo ensay able: Buv ard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero a nada
renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son f uncionarios de cualquier f unción, crey éndose órganos
v alederos para las más contradictorias f isiologías.
Consecuencias inmediatas del f uncionarismo son la serv ilidad y la adulación. Existen desde que hubo
poderosos y f av oritos.
Bajo cien f ormas se observ a la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres dif erentes
algunos f ueron dignos y otros domésticos.
El excesiv o comedimiento y la af ectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son
delitos ante las ley es, ni v icios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la "honestidad". Pero
no con la "v irtud". Nunca.
La sensibilidad a los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se
f undan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la simpatía o el amor. El elogio sincero y
desinteresado no rebaja a quien lo otorga ni of ende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser un
error, no es una indignidad. La adulación .lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la priv anza
induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso y todo le sacrif ica su ánimo serv il.
Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño,
pensando y sintiendo como él lo ordena: su personalidad no está abolida, pero poco f alta. Pertenece a la
raza de los "cobardes f elices", como los bautizó Leconte de Lisle.
La adulación es una injusticia. Engaña, Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una
especie de benev olencia v ulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo crey ó un
castigo div ino:
Détéstables flatteurs, présent le plus funeste
Que puisse aire aux rois la cólere celeste.[1]
No sólo se adula a rey es y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables af anes de popularidad,
más denigrantes que el serv ilismo. Para obtener el f av or cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas
alabanzas disf razadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el
embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de
sus deberes, es el postrer renunciamiento ala propia dignidad.
En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oídos a los
quitamotas. Los v anidosos v iv en f ascinados por la sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra;
pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los
serv iles los arrastra a cometer ignominias, como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por
prestarla a quienes las corrompen con elogios desmedidos. El v erdadero mérito es desconcertado por la
adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente,
elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oy endo las alabanzas que
temen no merecer.
Las mediocracias f omentan ese v icio de sierv os. Todo el que piensa con cabeza propia, o tiene un corazón
altiv o, se aparta del tremedal donde prosperan los env ilecidos. "El hombre excelente –escribió La Bruy ére-
no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su v irtud o su talento f uesen un
reproche a los que gobiernan". Y de su apartamiento se aprov echan los que palidecen ante sus méritos
como si existiera una perf ecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los
av anzamientos.
De tiempo en tiempo alguno de los mejores se y ergue entre todos y dice la v erdad, como sabe y como
puede, para que no se extinga ni se subv ierta, transmitiéndola al porv enir. Es la v irtud cív ica: lo innoble es
calif icado con justeza; a f uerza de v elar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las
cosas indignas. Los Tartuf os, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el
herético que dev uelv e sus nombres a las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transf ormaría en una
cuev a de mudos, cuy o silencio no interrumpiese ningún clamor v ehemente y cuy a sombra no rasgara el
resplandor de ningún astro.
Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su Stello
imperecedero. Tener un ideal es crimen que v io perdonan las mediocracias. Muere Gilbert, muere
Chatterton, muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los Gobiernos, con arma distinta según los
regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías
constitucionales y en las repúblicas burguesas.
Quien v iv e para un ideal no puede serv ir a ninguna mediocracia. Todo conspira en ella para que el pensador,
el f ilósof o y el artista se desvíen de su ruta; y ¡guay ! cuando se apartan de ésta la pierden para siempre.
Temen por eso la politiquería, sabiendo que es el Walhalla de los mediocres. En su red pueden caer
prisioneros.
Pero cuando reina otro clima y el destino los llev a al poder, gobiernan contra los serv iles y los rutinarios;
rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una
mediocracia.
Llegan contra ella, a pesar suy o, a desmantelarla, cuando se prepara un porv enir.
IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA
Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario - Tiberio o Facundo - y del genio
transmutador - Marco Aurelio o Sarmiento -. El genio crea instituciones y el bárbaro las v iola: los mediocres
las respetan, impotentes para f orjar o destruir. Esquiv os a la gloria y rebeldes a la inf amia, se les reconoce
por una circunstancia inequív oca: sus cubicularios no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus
adv ersarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin f lagrante injusticia. Son perf ectos en su clima:
sosláy anse en la historia a merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del
ambiente que los repuja. Amerengados por equív ocas jerarquías militares, por opacos títulos univ ersitarios
o por la almidonada improv isación de alcurnias adv enedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios
que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en
momento alguno compararse al v uelo de un cóndor ni a la reptación de una serpiente.
Todas las piaras inf lan algún ejemplar predestinado a posibles culminaciones. Seleccionan el acabado
prototipo entre los que comparten sus pasiones o sus v oracidades, sus f anatismos o sus v icios, sus
prudencias o sus hipocresías. No son priv ilegio de tal casta o partido: su liv iandad alcornocal f lota en todas
las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su
clima, son irresponsables: ay er de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes,
siempre, de ajenas v oluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus
f av oritos, nombran los rey es sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los
regímenes: en las monarquías absolutas y en las repúblicas oligárquicas. Siempre que desciende la
temperatura espiritual de una raza, de un pueblo o de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los
seniles. Las mediocracias ev itan las cumbres de los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas
en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juv entud; adoran a los que
nunca podrán v olar o tienen y a las alas enmohecidas.
Adv enticias jaurías de mediocres, v inculadas por la traílla de comunes apetitos, osan llamarse partidos.
Rumian un credo, f ingen un ideal, atalajan f antasmas consulares y reclutan una hueste de lacay os. Eso
basta para disputar a codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora
su mentira, erigiéndola en dogma inf alible. Los tunantes suman esf uerzos para enaltecer la prohombría de
su f antasma: llamase lirismo a su ineptitud, decoro a su v anidad, ponderación a su pereza, prudencia a su
impotencia, distracción a sus v icios, liberalidad a su briba, sazón a su marchitez. La hora los f av orece: las
sombras se alargan cuanto más av anza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega a muchos,
acallando toda v eraz disidencia.
La irresponsabilidad colectiv a borra la cuota indiv idual del y erro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas
pueden reclamar su parte en la v ergüenza común.
De esas baraúndas salen a f lote unos u otros arquetipos, aunque no siempre los menos inserv ibles.
Viv en durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos o en prestigios mundanos, echándolos
como agraz en el ojo de los inexpertos. Mientras y acen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse
proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del poder, aspirando a cometerlos en benef icio
propio. En la mala racha, los f acciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ay uno
disminuy a la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima
de De Maistre: "Sav oir attendre et le grand moy en de parv enir".[2]
La paciente expectativ a conv erge a la culminación de los menos inquietantes. Rara v ez un hombre superior
los apandilla con muñeca v igorosa, conv irtiéndolos en comparsa que medra a su sombra; cuando les f alta
ese denominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuy o sol se extingue.
Todos se conf abulan entonces en tácita transacción, prestando su hombro a los que pueden aguantar más
alabanzas en justa equiv alencia de méritos antiguos- El grupo los inf la con solidaridad de logia; cada
cómplice conv iértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno.
Compréndese la arrev esada selección de las f acciones oligárquicas y el pomposo env anecimiento del
mediocre que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purif icarlo de toda mancha pecaminosa,
intentan obstruir la v erdad llamando romanticismo a su reiterada incompetencia para todas las empresas.
Otros llaman orgullo a su v anidad e idealismo a su acidia; pero el tiempo disipa el equív oco, dev olv iendo su
nombre a esos dos v icios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero
el primero es la síntesis de la v anidad y el segundo lo es de la acidia.
Repujados los prohombres de hojalatería, sus cómplices acaban de azogarles con demulcentes crisopey as.
Sus lacras llegan a parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden
y de la v irtud, declaran prescritas sus v iejas pústulas; incondicionalismo para con los regímenes más turbios,
intérlopes pasiones de garito, ridículos inf ortunios de donjuanismo epigramático. Los labios de los adulones
abrév anse en aquella agua del, Leteo que borra la memoria del pasado; no adv ierten que después de
chapalear una v ida entera en el v icio, todo puritanismo huele a bencina, como los guantes que pasan por el
limpiador.
Donde medran oligarquías bajo disf races democráticos prosperan esos pav orreales apampanados, tensos
por la v anidad: un trav ieso los desinf laría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza
en su interior. Vacuo no signif ica alígero.
Nunca f ue la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco
tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus v enas una linf a tontiv ana, propia en estirpe de pav os
y quintaesenciada en el real, simbólica av e que suma candorosamente la zoncería y la f atuidad. Son
termómetros morales de cierta época: cuando la mediocracia encuba pollipav os no tienen atmósf era los
aguiluchos.
La resignada pasiv idad explica ciertas culminaciones: el porv enir de algunos arquetipos estriba en ser
admirados en contra de otros. Huy en para agrandarse. Con muchos lustros de andar a la birlonga no borran
sus culpas; en su paso descúbrese una inv eterada pusilanimidad que rehúy e escaramuzas con enemigos
que les han humillado hasta sangrar. No puede haber v irtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva
con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años of recida a su dignidad. Ese acoquinamiento no es,
por cierto, el clásico v alor gauchesco de los coroneles americanos; ni se parece al -esto del león agazapado
para pegar mejor el salto. Ellos v agamundean con el "donde espera del batracio oportunista", de que habla
Ramos Mejía. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén
exceda a la of ensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más
hiriente que cien espadas. Cada v erbo es una f lecha cuy o alcance f inca en la elasticidad del arco: la tensión
moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla.
Los arquetipos suelen interrumpir sus humillados silencios con innocuas pirotecnias v erbales; de tarde en
tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tatamudeada, o no, ante asambleas que
ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan a sostener la reputación con que los exornan: desertan el
Parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer a los
empresarios de su f ama.
Complétase la inf lazón de estos aerostatos conf iándoles subalternas diplomacias de f estiv al, en cuya
aparatosidad suntuaria pav onean sus huecas v anidades. Sus cómplices adiv ínanles algún talento
diplomático o perspicacia internacionalista, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en
tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más antiguos. Nunca desalentadas, las
oligarquías siguen mimando a estos engendros, con la esperanza de que acertarán un golpe en el clavo
después de af irmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante una nación hermana, su casuística de
sacristía env enena hondos af ectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles
en los corazones de los pueblos.
Archiv eros y papelistas se conf abulan para encelar el f erv or de los ingenuos y captar la conf ianza de los
rutinarios. Plutarquillos bien rentados transf orman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus
v inagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas f uturas. Rellenan con v anos
artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuf iciencia de la tramoy a. Ni el pav o parece águila ni corcel
la nula: se les reconoce al pasar, v iendo su moco eréctil u oy endo el chacoloteo de su herradura.
Su grav itación negativ a seduce a los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no
sueñan, no asesinan, no f altan a misa, ¿qué más? Cuando las f acciones f orjan al Fénix, lo encumbran como
su símbolo perf ecto. Poseen cosméticos para sus f isonomías arrugadas: la grandílocua rancidez de
programas a cuy o pie buscaríase de inmediato la f irma de Bertoldo, si los v astos soponcios no traslucieran
prudentes reticencias de Tartuf o. Es pref erible que estén cuajados de v ulgaridades y escritos en pésimo
estilo; gustan más a la clientela. Un programa abstracto es perf ecto: parece idealista y no lastima las ideas
que cree tener cada cómplice. De cada cien, nov enta y nuev e mienten lo mismo: la grandeza del país, los
sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad
administrativ a. Todo ello, si no es desv ergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora:
simula decir mucho y no signif ica nada. El miedo a las ideas concretas ocúltase bajo el antif az de las
v aguedades cív icas.
No se av ergüenzan de escalar el poder a horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan a toda v illanía que
conv erja a su objeto: cuando hablan de civ ismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el
v icio, por el simple hecho de usuf ructuarlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los
mismos surcos. Para aprov echar a los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que
no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. "No puede ser v irtuoso el engendrado en un v ientre
impuro", dicen las Escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos e implicándose en mañas de
estercolero, suf riendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose a sí mismos para hartar la acucia de
toda una v ida, no pueden redimirse del pecado original aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar
al malef icio de sus Mef istóf eles.
El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las f acciones. Para prev enirse de achaques
indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo elle los curiosos. Mantiénense
ajenos a todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo
nunca. No podría serlo; en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido
por cohortes que medran.
Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconf undibles con los
partidos. No basta ser multitud para ser pueblo: no lo sería la unanimidad de los serv ilos.
El pueblo encarna la conciencia misma de los destinos f uturos de una nación o de una raza. Aparece en los
países que un ideal conv ierte en naciones y reside en la conv ergencia moral de los que sienten la patria
más alta que las oligarquías y las sectas. El pueblo -antítesis de todos los partidos- no se cuenta por
números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; f rente a las huestes
domesticadas o f anáticas ese único hombre libre, él solo, es todo: Pueblo y Nación y Raza y Humanidad.
Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superf icial de f ugitiv as sombras
chinescas. Jamás llega a sus oídos un insulto o una loa, nunca se les dice "héroes" o "tiranos"; en la f antasía
popular despiertan un eco unif orme, que en todas partes se repite: "¡el pav o!", en una síntesis más def initiva
que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: v anidad, impotencia y f av oritismo.
Viv en de aspav ientos, que sólo atañen a las f ormas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los
hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias,
temblorosos de humildad ante sus cómplices, nublándose de humos y empav ésanse de def atuidades;
olv idan que env anecerse de un rango es conf esarse inf erior a él. Acumulan rumbosos artif icios para alucinar
las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacay os, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los
expedientes, pav onéanse en trenes lujoso:, nav egan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones
allende los océanos. Of recen ambos f lancos a la risueña ironía ele los burlones, poniendo en todo cierta
f astuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énf asis melodramático
cuadraría a personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo v olteriano de Stendhal.
En su adonismo contemplativ o no cabe la ambición, que es enérgico esf uerzo por acrecentar en obras los
propios méritos. El ambicioso quiere ascender, hasta donde sus propias alas puedan lev antarlo; el v anidoso
cree encontrarse y a en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas
las pasiones, mientras la v anidad no la env ilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos.
Empav ónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se f ingen sus sostenedores;
incurren en los más conf ormes a la moral de su mediocracia. Sospechan la v erdad, a v eces, porque ella
entra en todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con
acomodaciones, con muletas, con remiendos que disf razan. En ciertos casos, la v erdad puede más que
ellos; salta a la v ista a pesar suy o y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos
f uerzas v an teniendo para conv ertirlas en actos; la innata pav ada se trasunta en sus parloteos puritanos.
Tórnase cómica la ineptitud en su disf raz de idealismo; son deleznables los v agos principios que aplican a
compás de oportunistas conv eniencias. El tiempo descubre a los que tienen la moral en piezas, para
mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad.
Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan
la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta adorna la v anidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo
muy poco que podrían; ev itan toda f irme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose
espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equiv ocación; se entregan a los
acontecimientos por incapacidad de orientarlos. "Les paresseux - decía Voltaire - ne sont jamais que des
gents médiocres, en quelque genre que ce soit".[3]
Por detestables que sean los gobernantes, nunca son
peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo v isible; la inercia de los
poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la f unción por el órgano, la acef alía, la muerte de
la autoridad por una caquexia inaccesible a los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando
la enf ermedad o la v ejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo.
La f alta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles a la coacción de los conspiradores, a la intriga de los
domésticos, a la adulación de los palaciegos, a los apremios de los cotahures, a las intimidaciones de los
gacetilleros, a las inf luencias de las sacristías. Su conducta trasluce f ebledad con cuantos les acechan; ni
basta para ocultarla su aparatoso enf estar contra molinos de v iento. Cuando llegan al poder lo renuncian de
hecho, conv encidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores
incipientes. Jinetes de potros cuy o v oltijeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud
para asirlas con sus manos inexpertas llámanla sumisión a la democracia.
El f av oritismo es su esclav itud frente a cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y
el respeto del mérito. El v erdadero justo resiste a la tentación de no serlo cuando en ello tiene un benef icio;
el mediocre cede siempre. Prof esa una abstracta equidad en los casos que no hieren el v alimiento de sus
cómplices; pero se complica de hecho en todas sus zirigañas. Nunca, absolutamente, puede haber justicia
en pref erir el lacay o al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el
medroso al v aliente. Ésa es la corruptela moral de las mediocracias: anteponer el v alimiento al mérito. En el
f av oritismo se empantanan los que pisa f irmes y av anzan los que se arrastran blandos: como en los
tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus y erros a los arquetipos, arguy en éstos humildemente que no
son inf alibles; pero está su v ileza en subray ar la disculpa con tentadores of recimientos, acostumbrados a
comerciar el honor. No puede ser juez quien conf unde el diamante con la bazof ia; cuando se acepta la
responsabilidad de gobernar, "equiv ocarse es una culpa", como sentenció Epicteto. En las mediocracias se
ignora que la dignidad nunca llega de hinojos a los estrados de los que mandan.
Repiten con f recuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su f lauta de siete carrizos con la lira
de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y f ue árbitro el anciano rey f rigio. Resonaron de Pan los
acordes rústicos y Apolo cantó a compás de sus melopeas div inas. Decidieron todos que la f lauta era
incomparable a la lira, unánimes todos, menos el rey , que reclamó la v ictoria para aquélla. De pronto
crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó v engado y Pan se ref ugió en la sombra. El
juez, conf uso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió a un cubiculario; corrió a un lejano v alle, cavó
un pozo y contó allí su secreto. Pero la v erdad no se entierra: f lorecieron rosales que, agitados por las brisas,
repiten eternamente que Midas tuv o orejas de asno.
La historia castiga con tanta sev eridad como la ley enda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie
pregunta si los crucif icadores de Cristo, los ustores de Bruno y los burladores de Colón f ueron bribones o
reblandecidos. Su condena es la misma e ilev antable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio
sabe que en cada generación hay diez o v einte espíritus priv ilegiados, y su genio consiste en f omentarlos
todos; un Panza los excluy e de su ínsula, usando solamente a los que se domestican, es decir, a los peores
como carácter y moralidad. Siempre son injustos los que escuchan al serv il sin interrogar al digno. Nunca
piden f av or los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los prav os pref ieran a sus
similares; es exacto que "la torpeza del burgués, mortif icado por la natural soberbia de la superioridad, busca
consagrar a su igual, cuy o acceso le es f ácil y en cuy a psicología encuentra los medios de ser satisf echo y
comprendido". Hora llega en que las injusticias de los gobernadores se pagan con f ormidables intereses
compuestos, irremisiblemente. Hechas a uno solo, amenazan a todos los mejores; dejarlas impunes signif ica
hacerse su cómplice. Pronto o tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se f iniquiten jamás;
los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clav o se pierde una herradura.
Como a Midas el div ino Apolo, los dignes castigan a los sin v ergüenza con la perennidad de su palabra;
pueden equiv ocarse, porque es humano; pero si dicen la v erdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada;
rara v ez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenv aina con f recuencia: si lo hacen, v a recta al
corazón, como la del romance f amoso.
Y el rencor de los lacay os ev idencia la seguridad de la punta que toca al amo.
Para ser completos, son sensibles a todos los f anatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan
para mentir, como Tartuf o; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla
para el cielo. Si en su poder estuv iera, cortarían la lengua a los sof istas y las manos a los escritores; cerrarían
las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Pref ieren la adulación del ignorante al
consejo sabio. Suby acen a todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en v ez de espada; si políticos,
consultan la Monita para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía -más
f unesta que la desv ergüenza misma- tórnase sistema. En ese combate incesante, renov ado en tantos
dramas ibsenianos, los amorf os conv iértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra
parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los av isados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes
de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda
en silencio hasta manchar ignominiosamente la f isonomía de toda una época.
Las mediocracias niegan a sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno
cuando su organismo v acila y su cerebro se apaga: quieren al inserv ible o al romo. Hombres repudiados en
la juv entud, son consagrados en la v ejez: a esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de
las malas costumbres. Eligen a los que usaron esclav izarse de su v ientre, comiendo hasta hartarse y
bebiendo hasta aturdirse, dev astando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolv encia
de los tapetes v erdes, tornándose impropios para todo esf uerzo continuado y f ecundo, preparando esas
decrepitudes en que el riñón se f osiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño
rutinario; su odio a la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan a momif icarse en v ida.
Mientras la v ejez v a borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se conf abulan
para ocultar su progresiv o reblandecimiento, eximiéndole de toda f aena y adminiculándole de ingenuas
f icciones. Poco a poco el carcamal huy e de sus residencias naturales y se aísla; regatea las ocasiones de
mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidas v idrieras, donde los pav orreales pueden lucir, desde
lejos, los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos y a para pensar, necesitan más que nunca el
sahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por encubrirlos de lubricantes. Las apologías se
redoblan a medida que ellos v an desapareciendo, minado el cerebro por v ergonzosas enf ermedades
contraídas en el trato lupanario de las cortesanas.
El crepúsculo sobrev iene implacable, a f uego lento, gota a gota, como si el destino quisiera desnudar su
v aciedad, pieza por pieza, demostrándola a los más empecinados, a los que podrían dudar si murieran de
golpe, sin ese pausado desteñimiento.
Son sombras al serv icio de sus huestes contiguas. Aunque no v iv an para sí tienen que v iv ir para ellas,
mostrándose ele lejos para atestiguar que existen, y ev itando hasta la ráf aga de aire que podría doblarlos
como a la hoja de un catálogo abandonado a la intemperie.
Aunque desf allezcan no pueden abandonar la carga; en v ano el remordimiento repetirá en sus oídos las
clásicas palabras de Propercio: "Es v ergonzoso cargarse la cabeza con un f ardo que no puede llev arse:
pronto se doblan las rodillas, esquiv as al peso" (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclav itud; pero deben
morir en ella, custodiados por los cómplices que alimentaron su v anidad.
Las casas de gobierno pueden ser su f éretro; las f acciones lo saben y se disputan sus v ices, que aguaitan
en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen de la historia. Sus
descendientes y benef iciarios esf uérzanse en v ano por alargar su sombra y v iv ir de ella.
Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola palabra -si es
v irtuosa, estoica, incorruptible, decidida a sacrif icarse sin mirar atrás con tal de ser leal a su dignidad-, sobra
una sola palabra para borrar las adulaciones de los palaciegos, en v ano acendrados en la hora f únebre.
Algunos hartos comensales, no pudiendo ref erirse a lo que f ueron, atrév ense a elogiar lo que pudieron ser...;
creen que muere una esperanza como si ésta f uera posible en organismos minados por las carcomas de la
juv entud y los almibaramientos de la v ejez.
Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocracia
las tira como v iejos naipes cuy as cartas y a están marcadas por los tahúres, entrando a tallar con otros
nuev os, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos a la partida cuy as trampas ignoran, se apartan de todas
las camarillas que medran a la sombra de la patria; cultiv an sus ideales y encienden una chispa de ellos
como pueden., esperando otro clima moral o preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando a los
arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos.
V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO
El progresiv o adv enimiento de la democracia, permitiendo la igualdad de los demás, ¿ha dif icultado la
culminación de los mejores? Es indif erente que se trate de monarquíaso de repúblicas; el siglo XIX comenzó
a unif icar la esencia de los regímenes políticos, niv elando todos los sistemas, aburguesándolos.
Un pensador eminente glosó esta v erdad: la mediocracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es
un soliloquio magníf ico, una v oz de la naturaleza en que habla toda una nación o una raza, ¿no es un
priv ilegio excesiv o -se pregunta- que uno ahueque la v oz en nombre de todos? La democracia reniega de
tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos div inos. Lo que antes f ue Verbo
en el genio, tórnase ahora palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno
solo. La civ ilización parece concurrir a ese lento y progresiv o destierro del hombre extraordinario,
ensanchando e iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, era justo que uno lo hiciese
por todos: f acultad expuesta a peligrosos excesos. Pero el hombre prov idencial v a siendo innecesario a
medida que los más piensan y quieren. "En tanta dif usión de la soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes
epopey as pensadas, realizadas o escritas? Ésa parece, transitoriamente, la f órmula del niv elamiento, y
podría traducirse así: en la medida en que se dif unde el régimen democrático restríngese la f unción de los
hombres superiores.
Sería una v erdad inconcusa, def initiv a, si el dev enir igualitario f uese una orientación natural de la historiay
si, en caso de serlo, se ef ectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni
lo será, según parece. La naturaleza se opone a toda niv elación, v iendo en la igualdad la muerte; las
sociedades humanas, para su progreso moral y estructural, necesitan del genio más que del imbécil y del
talento más que de la mediocridad. La historia no conf irma la presunción igualitaria: no suprime a Leonardo
para endiosar a Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar a Goethe. Unos y otros tienen su razón de v iv ir, ni
prospera el uno en el clima del otro. El genio en su oportunidad, es tan ¡reemplazable como el mediocre en
la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan a su obra los idealistas que
les preceden o siguen; nunca los conserv adores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias,
que pueden ser su instrumento, pero no su guía.
Es irónico repetir que los Estados no necesitan nunca el gobernante genial. El culto del gobernante
adocenado, pero honesto, es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué
la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de
los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los v ulgares. Hay un clima que excluy e al genio y
busca al f atuo; en la chatura crepuscular, mientras las academias se pueblan de miopes y de f uncionarios,
gobiernan el Estado los charlatanes o los pollipav os. Pero hay otro clima en que ellos no sirv en; entonces
cuájase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal;
en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre f ragmentos de alguna Verdad en f ormación. Y todav ía varía
en sus dominios; f órmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósf era donde
su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno solo piensa y hace: marca un ev o.
Al que dice "Igualdad o muerte", replica la naturaleza "la igualdad es la muerte". Aquel dilema es absurdo.
Si f uera posible una constante niv elación, si hubieran sucumbido alguna v ez todos los, indiv iduos
dif erenciales, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de
la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo
hay ev olución donde pueden seleccionarse las v ariaciones de los indiv iduos. Igualar todos los hombres sería
negar el progreso de la especie humana. Negar la civ ilización misma.
Queda el hecho actual y contingente: el adv enimiento progresiv o del régimen democrático, en las
monarquías y en las repúblicas, ¿ha f av orecido su descenso público durante el último siglo?
Prácticamente la democracia ha sido una f icción, hasta ahora. Es una mentira de algunos que pretenden
representar a todos. Aunque en ella crey eran por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más inf iel que
los poetas idealistas al v erbo de la equiv alencia univ ersal; los más son abiertamente hostiles. Otra es la
posición del problema. Es sencilla.
Hasta ahora no ha existido una democracia ef ectiv a. Los regímenes que adoptaron tal nombre f ueron
f icciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido conf abulaciones de prof esionales
para aprov echarse de las masas y excluir a los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La
premisa de su mentira f ue la existencia de un "pueblo" capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal:
las masas de pobres e ignorantes no han tenido, hasta hoy , aptitud para gobernarse: cambiaron de pastores.
Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho indiv idualistas y partidarios de la
selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los priv ilegios de las castas. La igualdad es
un equív oco o una paradoja, según los casos. La democracia ha sido un espejismo, como todas las
abstracciones que pueblan la f antasía de los ilusos o f orman el capital de los mendaces. El pueblo ha estado
ausente de ella.
Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay , también, crisis de mediocridad y tórnanse
mediocracias, Los demócratas persiguen la justicia para todo y se equiv ocan buscándola en la igualdad; los
aristócratas buscan el priv ilegio para los mejores y acaban por reserv arlo a los más ineptos. Aquéllos borran
el mérito en la niv elación; éstos lo burlan atribuy éndolo a una clase. Unos y otros son, de hecho, enemigos
de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por banderías de blasonados o de
adv enedizos: en ambas están igualmente proscritos la dignidad y los ideales. Así como las tituladas
democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo
mismo que en las Tabernas.
Toda aristocracia pudo ser selectiv a en su origen, suele serlo; es respetable el que inicia con sus méritos
una alcurnia o un abolengo. Es ev idente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre
hombres y sombras. Los hombres que guían a las sombras son la aristocracia natural de su tiempo y su
derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio, es ridículo el concepto de las aristocracias
tradicionales: conciben la sociedad como un botín reserv ado a una casta, que usuf ructúa sus benef icios sin
estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, f amiliares y lacay os de los
que f ueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido a crear? ¿En
nombre de la herencia?
Si las aptitudes se heredan, ese priv ilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se hereda, es injusto
y deben perderlo. Conv iene que lo pierdan. Toda nobleza hereditaria es la antítesis de una aristocracia
natural; con el andar del tiempo resulta su más v igoroso obstáculo.
El derecho div ino que inv ocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos, del hombre, inv ocados por
los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan a la selección de las aptitudes
superiores, niv elando toda originalidad, cohibiendo todo ideal.
Una concesión podría hacerse. Los países sin castas aristocráticas son más propicios a la mediocrización;
en ellos se constituy en oligarquías de adv enedizos, que tienen todos los def ectos y las presunciones de la
nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improv isación f általes la mentalidad del gran señor, compuesta
por atributos que f incan en una cultura de siglos: hay , sin duda, gentes de calidad y hombres que tienen
clase, como los caballos de carrera. Son más esquiv os al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad puede
tener más parte que en los del adv enedizo. Es una dif erencia que los preserv a de muchos env ilecimientos.
¿Es pref erible obedecer a castas que tienen la rutina del mando o a pandillas minadas por hábitos de
serv idumbre?
El priv ilegio tradicional de la sangre irrita a los demócratas y el priv ilegio numérico del v oto repugna a los
aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir
la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticas
ineptitudes con distinta escarapela. Las masas inf eriores -que podrían ser el "pueblo"-y los hombres
excelentes de cada sociedad -que son la "aristocracia natural"- suelen permanecer ajenos a su estrategia.
Entre los demócratas embalumados de igualdad caben audaces lacay os que pretenden suplantar a sus
amos con la ay uda de turbas f anatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición caben v anidosos
que ansían reducir a sus sirv ientes con la ay uda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las
masas y los idealistas son v íctimas propiciatorias en esas disputas entre señores f eudales y burgueses de
lev ita.
La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un "culto de la incompetencia", no depende del
régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas;
nunca por ref ormas legislativ as, que es absurdo esperar de los propios benef iciarios. En v ano son
ensay adas por los tontos o simuladas por los bribones: las ley es no crean un clima. El derecho ef ectivo es
una resultante concreta de la moral.
La apasionada protesta de los idealistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el
ensueño de enaltecer una democracia resulta ilusorio en las épocas de domesticidad moral y de hartazgo.
Las f acciones pref ieren escuchar el f also idealismo de sus f etiches env ejecidos, como si en v iejos odres
pudiera contenerse el v ino nuev o. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesiv os, con la
certidumbre de que la reacción llega inev itablemente a cierta hora: los hombres superiores la esperan
custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de
su incompetencia, nauf raga. La catástrof e dev uelv e su rango al mérito y reclama la interv ención del genio.
El mismo encallamiento mediocrático contribuy e a restaurar, de tiempo en tiempo, las f uerzas v itales de
cada civ ilización. Hay una ‘’v is medicatrix naturae’’ que corrige el abellacamiento de las naciones: la
f ormación intermitente de sucesiv as aristocracias del mérito.
El priv ilegio desaparece y la dirección moral de la sociedad v uelv e a las manos mejores. Se respeta su
legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades indiv iduales que implican la orientación original hacia ideales
nuev os y f ecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las dif erencias, por su culto. La
mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase f eble, aunque innúmera. Si tuv iera v oz rebajaría el mérito
mismo, otorgándolo a ras, de tierra. De lo útil a todos, no saben decidir los más; nunca f ue el rutinario juez
del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el deshonesto del v irtuoso, ni el serv il del digno.
Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus
iguales.
Hay aristocracia natural cuando el esf uerzo de las mentes más aptas conv ergen a guiar los comunes
destinos de la nación. No es prerrogativ a de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuy o oído
resuena como un eco esa "aristocracia intelectual", que f ue la quimera de Renán. En la aristocracia del
mérito corresponde tanta parte a la v irtud y al carácter como a la misma inteligencia; de otro modo sería
incompleta y su esf uerzo inef icaz.
Un régimen donde el mérito indiv idual f uese estimado por sobre todas las cosas, sería perf ecto. Excluiría
cualquier inf luencia numérica u oligarquía. No habría intereses creados. El v oto anónimo tendría tan exiguo
v alor como el blasón f ortuito. Los hombres se esf orzarían por ser cada v ez más desiguales entre sí,
pref iriendo cualquier originalidad creadora a la más tradicional de las rutinas.
Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprov echarían a la sociedad entera. El
agradecimiento de los menos útiles estimularía a los f av orecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían
a los hombres. El priv ilegio se mediría por la ef icacia de las aptitudes y se perdería con ellas.
Transparente es, pues, el credo que en política podría sugerirnos el idealismo f undado en la experiencia.
Se opone a la democracia cuantitativ a que busca la justicia en la igualdad: af irmando el priv ilegio en f avor
del mérito.
Y a la aristocracia oligárquica, que asienta el priv ilegio en los intereses creados, se opone también:
af irmando el mérito como base natural del priv ilegio.
La aristocracia del mérito es el régimen ideal, f rente a las dos mediocracias que ensombrecen la historia.
Tiene su f órmula absoluta: "la justicia en la desigualdad".
CAPÍTULO VIII
LOS FORJADORES DE IDEALES
I. El clima del genio. - II. Sarmiento. - III. Ameghino. - IV. La moral del genio.
I. EL CLIMA DEL GENIO
La desigualdad es la f uerza y la esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos
orugas, ni dos hombres: todo lo que v iv e es incesantemente desigual. En cada primav era f lorecen unos
árboles antes que otros, como si f ueran pref eridos por la Naturaleza que sonríe al sol f ecundante; en ciertas
etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo o se f ormula una doctrina,
algunos hombres excepcionales anticipan su v isión a la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de
tal manera que perdura en los siglos.
Heraldos, la humanidad los escucha; prof etas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una
era o señalan una ruta; sembrando algún germen f ecundo de nuev as v erdades, poniendo su f irma en
destinos de razas, creando armonías, f orjando bellezas. -La genialidad es una coincidencia. Surge como
chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad
social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendental. El hombre extraordinario sólo asciende a la
genialidad si encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más f ecunda. La f unción reclama
el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial.
Ningún f ilósof o, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico o
inoportuno; necesita condiciones f av orables de tiempo y de lugar para que su aptitud se conv ierta en f unción
y marque una época en la historia. El ambiente constituy e el "clima" del genio y la oportunidad marca su
"hora". Sin ellos, ningún cerebro excepcional puede elev arse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan
para crearla.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo
destina f atalmente a la culminación: es como si la buena semilla cay era en terreno f értil y en v ísperas de
lluv ias. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece,
sintetizando un Ideal implícito en el porv enir inminente o remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.
La obra de genio no es f ruto exclusiv o de la inspiración indiv idual, ni puede mirarse como un f eliz accidente
que tuerce el curso de la historia; conv ergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas. Cuando
una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su adv enimiento o pasan por una renov ación
f undamental, el hombre extraordinario aparece, personif icando nuev as orientaciones de los pueblos o de
las ideas. Las anuncia como artista o prof eta, las desentraña como inv entor o f ilósof o, las emprende como
conquistador o estadista. Sus obras le sobrev iv en y permiten reconocer su huella, a trav és del tiempo. Es
rectilíneo e incontrastable: v uela y v uela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad.
Llegando a deshora ese hombre v iv iría inquieto, luctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un
ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus v ocaciones adv enticias, pero no sería un
genio, mientras no le correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le f alta la
oportunidad en su ambiente.
Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud, signif ica mirar como idénticos a todos los
que se elev an sobre la medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inf eriores. El
genio y el idiota son los términos extremos de la escala inf inita. Por haberlo olv idado muev en a reír las
estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos. Reserv emos el título a pocos elegidos. Son
animadores de una época, transf undiéndose algunas v eces en su generación y con más f recuencia en las
sucesiv as, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.
La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a
sí mismos. Hay , sin embargo, una medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su
obra, honda en su raigambre y v asta en su f loración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo def ine; si santo, lo
enseña; si héroe, lo ejecuta.
Pueden adiv inarse en un hombre jov en las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es
dif ícil pronosticar si las circunstancias conv ergerán a que ellas se conv iertan en obras. Y, mientras no las
v emos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos,
sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la
posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su
destino, una nuev a generación estará habilitada para comprenderlo.
En v ida, muchos hombres de genio son ignorados, proscritos, desestimados o escarnecidos. En la lucha por
el éxito pueden triunf ar los mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la
gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. que es donde triunf an los
genios. Su v ictoria no depende del homenaje transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de
su propia capacidad. para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba cicuta, Cristo
muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: f ueron los órganos v itales de f unciones necesarias en i.
historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se conoce por la remota ef icacia de su esf uerzo o de
su ejemplo, más que por f rágiles sanciones de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula por la v astedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones.
En ello se ha querido f undar cierta jerarquía de los div ersos órdenes del genio, considerados como
perf eccionamientos extraordinarios del intelecto y de la v oluntad.
Ninguna clasif icación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de
genialidad, de acuerdo con la f unción social que la suscita; y , siendo la más oportuna, es siempre la más
f ecunda. Conv iene renunciar a toda estratif icación jerárquica de los genios, af irmando su dif erencia y
admirándolos por igual: más allá de cierto niv el todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no f ueran ellos
mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniv eles. Ellos se despreocupan de estas
pequeñeces; el problema es insoluble por def inición.
Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasif ica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un
ideal. Siempre es def initiv o: es un hito en la ev olución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas
suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras f ormas de genialidad entran en ellas como
simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cerv antes y Goethe v iv ieron en sus siglos más
altos que los emperadores; por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan f echas
memorables, personif icando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan
necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las
grandes transmutaciones históricas nacen como v idencias líricas de los genios artísticos, se transf unden en
la doctrina de los pensadores y se realizan por el esf uerzo de los estadistas; la genialidad dev iene f unción
en los pueblos y f lorece en circunstancias irremov ibles, f atalmente.
La exégesis del genio sería enigmática si se limitara a estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta
sólo rev ela algunos resortes de su aptitud y no siempre ev identes. Algunos pesquisan sus antepasados,
remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y
degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende
el Ideal de una época. Eso es conv ertir en doctrina una superchería, dar v isos de ciencia a f alaces sof ismas.
Ni, por esto, v eremos en ellos simples productos del medio, olv idando sus singulares atributos. Ni lo uno ni
lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud preexistente, apropiada a
entrambos, se desenv uelv e hasta la genialidad.
El genio es una f uerza que actúa en f unción del medio.
Probarlo es f ácil.
Dos v eces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáv er argentino. Fue la primera cuando
Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; f ue la segunda al cegarse en Ameghino las
f uentes más hondas de la ciencia nuestra. Pocas tumbas, como las suy as, han v isto f lorecer y entrelazarse
a un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus v idas se hubieran
encendido lámparas v otiv as consagradas a la glorif icación eterna de su genio.
Merecen tal nombre; cumplieron una f unción social, realizando obra decisiv a y fecunda. Nadie podrá pensar
en la educación ni en la cultura de este continente sin ev ocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y
sembrador; ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el Gobierno y en la
enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas ev olucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino;
será imposible no adv ertir la huella de sus pasos y quien lo olv ide renunciará a conocer muchos dominios
de la ciencia explorados por él.
Sarmiento f ue el genio pragmático. Ameghino f ue el genio rev elador.
II. SARMIENTO
Sus pensamientos f ueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la v isión de
cosas f uturas. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio f amiliar que
alucinara su inspiración. Cíclope en su f aena, v iv ía obsesionado por el af án de educar; esa idea grav itaba
en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su inf luencia
todas las masas menores de su sistema cósmico.
Tenía la clariv idencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civ ilizando, elev ar educando. Todas
las f uentes f ueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas f ueron exiguas para cohibir
si, inquietud de enseñar. Erguido y v iril siempre, asta-bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por
donde le guiara el destino, prev iendo que la gloria se incuba en auroras f ecundadas por los sueños de los
que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o transmutar, f órmase el clima del genio;
su hora suena como f atídica inv itación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se rev ela
auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrev ocable.
Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo f eudal. Crear una doctrina justa v ale ganar
una batalla para la v erdad; más cuesta presentir un ritmo de civ ilización que acometer una conquista. Un
libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede serv irse con el v erbo prof ético. La palabra de
Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscrito en Chile, cl hombre extraordinario encuadra, por entonces, su
espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.
Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parece ensombrecer el ciclo
taciturno de su f rente, inquietada por un relampagueo de prof ecías. La pasión enciende las dantescas
hornallas en que f orja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su
patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la barbarie de su
medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión
que parece un reto de águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta.
Su v erbo es anatema: tan f uerte es el grito que por momentos, la prosa se enronquece. La v ehemencia crea
su estilo, tan suy o que, siendo castizo, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola f uerza
de su pluma, adiamantada por la santif icación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un
alto espíritu, bastan gotas de tinta para f ijarlo en páginas decisiv as; y ellas, como si en cada línea llev asen
una chispa de incendio dev astador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas,
encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del v isionario v iv e: palpita,
agrede, conmuev e, derrumba, aniquila. En sus f rases diríase que se v uelca el alma de la nación entera,
como un alud. Un libro, f ruto de imperceptibles v ibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisiv o para
la civ ilización de una raza como la irrupción tumultuosa de inf initos ejércitos.
Y su v erbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio.
El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectif icación y
escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la
perennidad del gesto magníf ico: ¡Facundo!
Dijo primero. Hizo después...
La política puso a prueba su f irmeza: gran hora f ue aquella en que su Ideal se conv irtió en acción.
Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéf ico. Arriba v iv ió batallando como
abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una f unción histórica. Por eso, como el héroe del romance, su
trabajo f ue la lucha, su descanso pelear.
Se mantuv o ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de contenerlo. Todos lo reclamaban y lo
repudiaban alternativ amente: ninguno, grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo,
toda una raza, y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento a las
f acciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reserv as y reticencias, simples tanteos hacia
un f in claramente prev isto, para cuy a consecución necesitó ensay ar todos los medios. Genio ejecutor, el
mundo parecíale pequeño para abarcarlo entre sus brazos; sólo pudo ser el suy o el lema inequív oco: "Las
cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas".
Ninguna empresa le pareció indigna de su esf uerzo; en todas llev ó como única antorcha su Ideal. Habría
pref erido morirse de sed antes de abrev arse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una
nuev a civ ilización, tuv o siempre libres las manos para modelar instituciones e ideas, libres de cenáculos y
de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir v irtudes, para sembrar v erdades a puñados.
Entusiasta por la patria, cuy a grandeza supo mirar como la de una propia hija, f ue también despiadado con
sus v icios, cauterizándolos con la benéf ica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es prof unda y absoluta, no obstante las múltiples contradicciones nacidas por el
contraste de su conducta con las oscilaciones circunstanciales de su medio. Entre alternativ as extremas,
Sarmiento conserv ó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juv entud;
llegó a los ochenta años perf eccionando las originalidades que había adquirido a los treinta. Se equiv ocó
innumerables v eces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que v iv ió pensando siempre. Cambió
mil v eces de opinión en los detalles, porque nunca dejó de v iv ir; pero jamás desv ió la pupila de lo que era
esencial en su f unción. Su espíritu salv aje y divino parpadeaba como un f aro, con alternativ as perturbadoras.
Era un mundo que se oscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de
crepúsculos f undidos en el todo unif orme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuev o con cada
aurora; pero supo oscilar hasta lo inf inito sin dejar nunca de ser el mismo.
Miró siempre hacia el porv enir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ay er no existía, para él,
f rente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia v iv en acordándose de dónde v ienen; los hombres
geniales y los pueblos f uertes sólo necesitan saber dónde v an. Viv ió inv entando doctrinas o f orjando
instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuv o paciencias
resignadas, ni esa imitativ a mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para v egetar
tranquilamente. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al indiv iduo a los modos de pensar y sentir -que
son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al f inalizar su v ida,
se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la v ejez.
Sarmiento f ue una excepción. Había nacido "así" y quiso v iv ir como era, sin desteñirse en el semitono de
los demás.
A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civ il mov ida por el espíritu colonial contra la
af irmación de los ideales argentinos: en La escuela ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del
pensamiento civ ilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los f anáticos y los mercaderes
le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científ ica, en v ano habría intentado Sarmiento
rebelarse a su destino. Una f atalidad incontrastable le había elegido portav oz de su tiempo, hostigándole a
persev erar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la v ejez siguió pensando por
sí mismo, siempre alerta para abalanzarse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños:
habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrev isto la esperanza de que algo resucitaría
de entre las cenizas.
Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fue "inactual" en su medio; el genio
importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció ray ana en desv arío. Hubo, ciertamente, en él un
desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud
no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus
ideales tocaba; parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.
Tenía los descompaginamientos que la v ida moderna hace suf rir a todos los caracteres militares; pero la
rev elación más indudable de su genialidad está en la ef icacia de su obra, a pesar de los aparentes
desequilibrios. Personif icó la más grande lucha entre el pasado y el porv enir del continente, asumiendo con
exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba;
todo le exigieron los partidarios. El may or equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con
el que necesita tener el genio: aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende equiv alente a mil.
Para ello necesita una rara f irmeza y una absoluta precisión ejecutiv a. Donde los otros se apunan, los genios
trepan; cobran may or pujanza cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmósf era
natural.
La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuy era a insania la genialidad de
tales hombres, concretándose al f in la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar
a cuantos se elev an sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y la activ idad doméstica. Pero se
olv ida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no podría consistir en adaptarse a la mediocridad.
El culto de lo acomodaticio y lo conv encional, halagador para los sujetos insignif icantes, implica presentar a
los grandes creadores como predestinados a la generación o al manicomio. Es f also que el talento y el genio
pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes, encuéntrase a su lado un millón de
espíritus v ulgares: los alienistas estudiarán la biograf ía de los diez e ignorarán la del millón. Y para
enriquecer sus catálogos de genios enf ermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos, cuando no a
simples desequilibrados intelectuales que son "imbéciles con la librea del genio".
Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiv a f unción que desempeñan; los ignorantes
conf unden su pasión con la locura. Pero juzgados en la ev olución de las razas y de los grupos sociales,
ellos culminan como casos de perf eccionamiento activ o, en benef icio de la civ ilización y de la especie. El
dev enir humano sólo aprov echa de los originales. El desenv olv imiento de una personalidad genial importa
una v ariación sobre los caracteres adquiridos por el grupo; ella incuba nuev as y distintas energías, que son
el comienzo de líneas de div ergencia, f uerzas de selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un
progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los prejuicios, a las domesticidades.
Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad; con brev e razonamiento, ref utó
Bov io el celebrado sof isma. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás,
la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativ o es una serie; en cada serie hay un término medio
y un proceso lógico; entre las div ersas series hay saltos y f altan los términos medios. El genio, mov iéndose
recto y rápido dentro de una misma serie, abrev ia los términos medios y descubre la reacción lejana; el loco,
saltando de una serie a otra, priv ado de términos medios, disparata en v ez de razonar. Ésa es la aparente
analogía entre genio y locura; parece que en el mov imiento de ambos f altaran los términos medios; pero,
en rigor, el genio v uela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no v e ninguno.
En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. "La sublime locura
del genio es, pues, relativ a al v ulgo; éste, f rente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la
mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad conv encional, la
moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo".
La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiv a en la conf usión. Ellos acogen con f acilidad la insidia de
los env idiosos y proclaman locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete:
son aquellos cuy a genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado
excelso. No así los indiscutidos, que v iv en en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a
env ejecer, sus propios adv ersarios aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una
admiración agradecida. Le siguieron llamando "el loco Sarmiento".
¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la f ragilidad del juicio social. Cabe
desconf iar de los diagnósticos f ormuladas por los contemporáneos sobre los hombres que no se av ienen a
marcar el paso en las f ilas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a
justif icarse, f rente a ellos, recurriendo a epítetos despectiv os. Conv iene conf esar esa gran culpa: ningún
americano ilustre suf rió más burlas de sus conciudadanos. No hay v ocablo injurioso que no hay a sido
empleado contra él; era tan grande que no bastó el diccionario entero para dif amarle ante la posteridad. Las
retortas de la env idia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los
astutos y todos los soslay os de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro:
el lápiz tuv o, v uelta a v uelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan
a Laocoonte en la obra maestra del Beldev er, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica
personalidad, robustecida por la brega.
Los espíritus v ulgares ceñían a Sarmiento por todas partes, con la f uerza del número, irresponsables ante
el porv enir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósf era
gráv ida de tempestades, sembrando a todos los v ientos, en todas las horas, en todos los surco. Despreciaba
el motejo de los que no le comprendían; la v idencia del juicio póstumo era el único lenitiv o a las heridas que
sus contemporáneos le prodigaban. Su v ida f ue un perpetuo f lorecimiento de esperanzas en un matorral de
espinas.
Para conserv ar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado
con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con
f recuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios; aparecen
proscritos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o predicar, un tanto excéntricos cuando no
hostiles, sin entregarse nunca totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes
arrollados por la marea colectiv a, pierden o atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio;
los prejuicios, más arraigados en el indiv iduo, subsisten y prosperan; las ideas nuev as, por ser adquisiciones
personales de reciente f ormación, se marchitan. Para def ender sus f rondas más tiernas el genio busca
aislamientos parciales en sus inv ernáculos propios. Si no quiere niv elarse demasiado necesita, de tiempo
en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta def ensa de su originalidad equiv alga a una misantropía. Lleva
consigo las palpitaciones de una época o de una generación, que son su f inalidad y su f uerza: cuando se
retira se encumbra. Desde su cima f ormula con f irme claridad aquel sentimiento, doctrina o esperanza que
en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los conf usos rumores que serpentean
en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en
Sarmiento el concepto de la civ ilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de nacionalidades
nuev as entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor, Sarmiento v iv ió solo entre muchos, ora expatriado,
ora proscrito dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, prov inciano entre
porteños y porteño entre prov incianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes
en todas partes.
Viv en más alto y f uera del torbellino común, desconcertando a sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria
y el reposo nunca f ueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros ray os del
sol licuan la niev e caída en una noche primav eral. En la adv ersidad no f laquean: redoblan su pujanza, se
aleccionan. Y siguen tras su Ideal, af ligiendo a unos, compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin
rendirse, tenaces como si f uera lema suy o el v iejo adagio: sólo está v encido el que conf iesa estarlo. En eso
f inca su genialidad. Ésa es la locura div ina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la
mediocridad enrostró al gran v arón que honra a todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el
f ilo de las hachas.
III. AMEGHINO
Su pupila supo v er en la noche, antes de que amaneciera para todos. Rev eló y creó: fue su misión. Lo mismo
que Sarmiento, llegó Ameghino en su clima y a su hora. Por singular coincidencia ambos f ueron maestros
de escuela, autodidactos, sin título univ ersitario, f ormados f uera de la urbe metropolitana, en contacto
inmediato con la naturaleza, ajenos a todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las
manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio f lorece mejor en las
regiones solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósf era propia; se agosta en los inv ernáculos
del Estado, en sus univ ersidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias f ósiles
y en su f uncionamiento jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el
encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores
originalidades. El genio nunca ha sido una institución of icial.
La v asta obra de Ameghino, en nuestro continente y en nuestra época, tiene los caracteres de un f enómeno
natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da por juntar huesos de f ósiles y los baraja entre sus dedos, como
un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por pedir a esos mudos testigo.; la historia de la tierra,
de la v ida, del hombre como si obrara por predestinación o por f atalidad?
Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superf icie terrestre contiene una f auna
f ósil comparable a la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque le habría f altado el asidero de las
doctrinas ev olucionistas que sirv en de f undamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual
del país no f ue propicio a ello hasta que lo f ecundó el apostolado de Sarmiento y tenía que ser Ameghino, y
ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tal alto grado su aptitud para la observ ación y la
hipótesis, su resistencia para el enorme esf uerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas
las v anidades que hacen del hombre un f uncionamiento, pero matan al pensador?
Ninguna conv ergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son f uerzas todopoderosas,
porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes o después, pero en dominarlas radica la
realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo; crece a la sombra
de la env idia ajena. La sociedad puede conspirar contra él, acumulando en su contra la detracción y el
silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extrav iarse, dionisíacamente seguro. El genio, por su
def inición, no f racasa nunca. El que ha creado no es genio, no llegó a serlo, f ue una ilusión disipada. No
quiere esto decir que v iv a del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es f atal, a pesar de todos los
contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas v eces el hombre genial v acila y se
interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los env idiosos o cuando le adulan
los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina o se desencadena: en la hora de la inspiración y en la
hora de la diatriba. Cuando descubre una v erdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando
amonesta a los env ilecidos diríase que ref ulge en su f rente la soberanía de una generación.
Firme y serena v oluntad necesitó Ameghino para cumplir su f unción genial. Sin saberlo y sin quererlo nadie
crea cosas que v algan o duren. La imaginación no basta para dar v ida a la obra: la v oluntad la engendra.
En este sentido -y en ningún otro- el desarrollo de la aptitud nativ a requiere "una larga paciencia" para que
el ingenio se conv ierta en talento o se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen
un v alor moral y son algo más que objetos de curiosidad: "merecen" la admiración que se les prof esa. Si su
aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esf uerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes
sean instintiv os e inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es aliado del genio; el trabajo
completa las iniciativ as de la inspiración. Los que han sentido el esf uerzo de crear, saben lo que cuesta.
Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley , en el mármol, en el libro. La magnitud de la
tarea explica por qué, habiendo tantos ingenios, es tan escaso el número de obras maestras. Si la
imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara v irtud: la v irtud
tenaz que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los absurdos corolarios de su apotegma.
No diremos, pues, que la imaginación es superf lua y secundaria, atribuy endo el genio a lo que f ue v irtud de
buey es en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino.
Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá f osilizar su imbecilidad. El hombre de genio,
en el tiempo que dura un relámpago, def ine su Ideal; después, toda su v ida, marcha tras él, persiguiendo la
quimera entrev ista.
Las aptitudes esenciales son nativ as y espontáneas; en Ameghino se rev elaron por una precocidad de
"ingenio" anterior a toda experiencia. Eso no signif ica que todos los precoces puedan llegar a la genialidad,
ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agotarse en plena primav era; pocos perf eccionan
sus aptitudes hasta conv ertirlas en talento; rara v ez coinciden con la hora propicia y ascienden a la
genialidad. Sólo es genio quien las conv ierte en obra luminosa, con esa f ecundidad superior que implica
alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultiv ados, como las tierras más f értiles necesitan
ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esf uerzo, tan absolutamente estériles
como los imbéciles laboriosos; no da cosecha el campo f értil no trabajado, ni las da el campo estéril por más
que se are.
Ése es el prof undo sentido moral de la paradoja que identif ica el genio con la paciencia, aunque sean
inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma signif icación originaria de la palabra genio presupone algo
como una inspiración trascendental. Todo lo que huele a cansancio, no siendo f atiga de v uelo alígero, es la
antítesis del genio. Solamente puede acordarse el supremo homenaje de este título a aquel cuy as obras
denuncian menos el esf uerzo del amanuense que una especie de don imprev isto y gratuito, algo que opera
sin que él lo sepa, por lo menos con una f uerza y un resultado que exceden a sus intenciones o f atigas. Para
griegos y latinos, "genio" quería decir "dominio"; era aquel espíritu que acompaña, guía o inspira a cada
hombre desde la cuna hasta la tumba. Sócrates tuv o el más f amoso. Con la acepción que hoy se da,
univ ersalmente, a la palabra "genio" los antiguos no tuv ieron ninguna; para expresarla anteponían al
sustantiv o "ingenio" un adjetiv o que expresara su grandeza o culminación.
No es lícito denominar genios a todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos
distinguen al hombre de genio del hombre de talento, pero olv idan la aptitud inicial de ambos: el "ingenio",
es decir, una capacidad superior a la mediana. Presenta una gradación inf inita, y cada uno de sus grados
es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar
siquiera talento. Este último es una perf ección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis
de coordinación, culminante y excelsa, sin ser por eso equiv alente al genio. Rara v ez la máxima
intensif icación del ingenio crea, presagia, realiza o inv enta; sólo entonces adquiere signif icación social y
asciende a la genialidad, como en el caso de Ameghino. La especie, con ser exigua, representa inf initas
v ariedades: tantas, casi, como ejemplares.
Habría ligereza de método y de doctrina en no distinguir entre las mentes superiores, a punto de catalogar
como genios a muchos hombres de talento y aun a ciertos ingenios desequilibrados, que son su caricatura.
Ensay ó Nordau una discreta dif erenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuev as f ormas de
activ idad no emprendidas antes por otros o desarrolla de un modo enteramente propio y personal
activ idades y a conocidas; y talento al que practica f ormas de activ idad, general o f recuentemente
practicadas por otros, mejor que la may oría de los que cultiv an esas mismas aptitudes. Este juicio dif erencial
es discreto, pues toma en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El hombre de ingenio
implica un desarrollo orgánico primitiv amente superior; el hombre de talento adquiere por el ejercicio una
integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la may oría de los sujetos normales.
¿Entre la inteligencia y el talento sólo hay una dif erencia cuantitativ a, que es cualitativ a entre el talento y el
genio?
No es así, aunque parezca. El talento implica, en algún sentido, cierta aptitud inicial v erdaderamente
superior, que la educación hace culminar en su propio género. De entre esas mentes preclaras, algunas
llegarán a la genialidad si lo determinan circunstancias extrínsecas: su obra rev elará si tuv ieron f unciones
decisiv as en la v ida o en la cultura de su pueblo.
Genio y talento colaboran por igual al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la
hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprev istos
horizontes.
La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Una inmensa f auna paleontológica permanecía en el
misterio antes de que él la rev elara a la ciencia moderna y f ormulase una teoría general para explicar sus
emigraciones en los siglos remotos. Crear es inv entar, como lo expresó Voltaire. El genio rev élase por una
aptitud inv entiv a o creadora aplicada a cosas v astas o dif íciles. En la v ida social, en las ciencias, en las
artes, en las v irtudes, en todo, se manif iesta con anticipaciones audaces, con una f acilidad espontánea para
salv ar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una f irme seguridad para no desv iarse de su camino.
En ciertos caos descubre lo nuev o; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes,
según lo def inió Ampére. No consiste simplemente en inv entar o descubrir: las inv enciones que se producen
por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que
escapa a la ref lexión de siglos o generaciones, induce ley es que expresan una relación inesperada entre
las cosas, señala puntos que sirv en de centro a mil desarrollos y abre caminos en la inf inita exploración de
la naturaleza.
¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo div ino, no es demonio, no es enf ermedad? Nunca. Es más
sencillo y más excepcional a la v ez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura del cerebro
y no de entidades f antásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enf ermos y rara v ez se anuncia
un Ameghino.
Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y signif icativa es su f unción de pensar. Ignórase
todav ía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda,
modif icaciones de las células nerv iosas: cambios de posición y permutas químicas muy complicadas. Para
comprenderlas deberían conocerse las activ idades moleculares y sus v ariables relaciones, además de la
histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la
activ idad nerv iosa, las transf ormaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el
tiempo que se propaga y mientras se producen los f enómenos que acompañan la complejísima f unción de
pensar. Los conocimientos científ icos distan de ese límite. Sin embargo, mientras la química y la f isiología
permitan acercarse al f in, existe y a la certidumbre de que ésa, y ninguna otra, es la v ía para explicar las
aptitudes supremas de un genio en f unción de su medio.
Nacemos dif erentes; hay una v ariadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese
espectro, con aptitudes subordinadas a la estructura y la coordinación de las células que interv ienen en la
elaboración del pensamiento; la herencia concurre a dar un sistema nerv ioso, agudo u obtuso, según los
casos. La educación puede perf eccionar esas capacidades o aptitudes cuando existen; no puede crearlas
cuando f altan: Salamanca no las presta.
Cada uno tiene la sensibilidad propia de su perf eccionamiento nerv ioso; los sentidos son la base de la
memoria, de la asociación, de la imaginación; de todo. Es el oído lo que hace el músico; el ojo llev a la mano
del pintor. El poder concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación
que corresponde a sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba;
pero ella, y el razonamiento a sus datos, no crean nada superior a lo real que percibimos. La f ecundidad
creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento necesario para sobreponer a la realidad algún
Ideal. Cuando, pues, se def ine el genio como "un grado exquisito de sensibilidad nerv iosa", se enuncia la
más importante de sus condiciones; pero la def inición es incompleta. La sensibilidad es el complejo
instrumento puesto al serv icio de las aptitudes imaginativ as, aunque éstas, en último análisis, no han podido
f ormarse sino sobre datos de la misma sensibilidad.
En los genios estéticos es ev idente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos: no lo es menos
en los genios especulativ os como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias a ella
se conciben los problemas, se adiv inan las soluciones, se inv entan las hipótesis, se plantean las
experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la paleontología de Ameghino, como la
hay en la f ísica de Ampére y en la cosmología de Laplace; y la hay en la v isión civ ilizadora de Sarmiento,
corno en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que llev a la marca del genio es obra de la
imaginación, y a sea un capítulo del Quijote o un pararray os de Franklin; no digamos de los sistemas
f ilosóf icos, tan absolutamente imaginativ os como las creaciones artísticas. Más aún: muchos son poemas,
y su v alor suele medirse por la imaginación de sus creadores.
En toda la gestión de su doctrina, la genialidad de Ameghino se traduce por una absoluta unidad y
continuidad del esf uerzo, que es la antítesis de la locura. También a él le, supusieron loco, sobre todo en su
juv entud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de v ecinos y niños de su escuela, cuando le v eían
dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco
ese maestro que pasaba días enteros cav ando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como
si algún delirio le transf ormara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes sin
asimilarse a ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado.
Basta leer su inmensa obra -centenares de monograf ías y v olúmenes- para comprender que sólo presenta
los desequilibrios inherentes a su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca f ueron
adiv inados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una v asta elaboración; no f ueron f rutos de un cerebro
carcomido por la herencia o los tóxicos, sino de engranajes perf ectamente entrenados; no ocurrencias, sino
cosechas de siembras prev ias; jamás casualidades, sino claramente prev istos y anunciados.
El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es absurdo suponer caídos bajo el niv el común a esos mismos
que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas
por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga f ases inconscientes, sería
imposible sin una clariv idencia de su f inalidad. Antes que improv isarse en horas de ocio, opérase tras largas
meditaciones y es oportuno, llegando a tiempo de serv ir como premisa o punto de partida para nuev as
doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más ev idente que en la de Ameghino: si
hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como una tendencia al sistemático equilibrio entre
las partes de un nuev o estilo arquitectónico.
Esto no excluy e que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, af ectando
especiales dominios de la mente humana; pero la capacidad para la síntesis más v asta no necesita ser
desequilibrio ni enf ermedad. Ningún genio lo f ue por su locura; algunos como Rousseau, lo f ueron a pesar
de ella; muchos, como Nietzsche, f ueron por la enf ermedad sumergidos en la sombra.
Ameghino, a la par de todos los que piensan mucho e intensamente, se contradijo muchas v eces en los
detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias conv engan
a ello, el genio especulativ o nace recto desde su origen, como un ray o de luz que nada tuerce o apaga.
Basta oírlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren a explicar un mismo pensamiento, a trav és de
cien contradicciones en los detalles y de mil alternativ as en la tray ectoria; parecen tanteos para cerciorarse
mejor del camino, sin romper la coherencia de la obra total; esa armonía de la síntesis que escapa a los
espíritus subalternos. Ameghino conv erge a un f in por todos los senderos; nada le desv ía. Mira alto y lejos,
v a derechamente, sin las prudencias que traban el paso a las medianías, sin detenerse ante los mil
interrogantes que de todas partes la acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de
sus v elos.
La v erdadera contradicción, la que esteriliza el esf uerzo y el pensamiento, reside en la deshilv anada
heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viv en éstos con la pesadilla del juicio ajeno y
hablan con énf asis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las
ortodoxias, no atrev iéndose a bostezar sin metrónomo. Se contradicen f orzados por las circunstancias: los
rutinarios serían supremas lumbreras si éstas se juzgaran por la simple incongruencia. Para señalar el punto
de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas o dos generaciones, requiérese un supremo
equilibrio. En las pequeñas contingencias de la v ida ordinaria, el hombre v ulgar puede ser más astuto y
hábil; pero en las grandes horas de la ev olución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y
solamente de él.
Sería absurdo decir que la genialidad es inf alible, no existiendo v erdades imperf ectibles; cien rectificaciones
Podrán hacerse en la obra de Ameghino, y muy especialmente en sus hipótesis sobre el sitio de origen de
la especie humana. Los genios pueden equiv ocarse, suelen equiv ocarse, conv iene que se equiv oquen. Sus
creaciones f alsas resultan utilísimas por las correcciones que prov ocan, las inv estigaciones que estimulan,
las pasiones que encienden, las inercias que remuev en. Los hombres mediocres se equiv ocan de v ulgar
manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su f ugaz alumbramiento se entrevé
alguna cosa o v erdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores ni lo son por ello
Shakespeare o Kant. En los genios que se equiv ocan hay una v iril f irmeza que a todos impone respeto.
Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres f irmes obligan
el homenaje de sus propios adv ersarios. Hay más v alor moral en creer f irmemente una ilusión propia, que
en aceptar tibiamente una mentira ajena.
IV. LA MORAL DEL GENIO
El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos
corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalay a con cintas métricas de bolsillo. La
conducta del genio es inf lexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo sacrif ica a ella. Si la
Belleza, nada le desv ía. Si el Bien, v a recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio
univ ersal, poliédrico, lo v erdadero, lo bello y lo bueno se unif ican en su ética ejemplar, que es un culto
simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como f ue en Leonardo y en Goethe.
Por eso es raro. Excluy e toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo mismo es la
negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora
las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia busca la v erdad, tal como
la concibe; ese af án le basta para v iv ir. Nunca tiene alma de f uncionario. Sobrellev a, sin v ender sus libros a
los Gobiernos, sin v iv ir de f avores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los f alsos genios of iciales que
simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Viv e como es, buscando la Verdad y decidido a no
torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus conv icciones no es, no puede ser, nunca,
absolutamente, un hombre genial.
Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la
v erdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel,
el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el que predica el carácter y es
serv il, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil
instrumentos incompatibles con la v isión de un ideal, ése no es genio, está f uera de la santidad: su v oz se
apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el v acío.
El portador de un ideal v a por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca
mov ido por v il interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a todos
sus conciudadanos y siente v ibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene sinceridades que dan
escalof ríos a los hipócritas de su tiempo y dice la v erdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra
suy a; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas,
pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y ef icacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus
ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le acosan con f uror, de todos los costados.
Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiv a en grado sumo las más altas v irtudes, sin preocuparse de
carpir en la selv a magníf ica las malezas que concentran la preocupación de los espíritus v ulgares.
Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elev an su inteligencia; pueden subordinar los
pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces
los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos. Y se equiv ocan. Sienten,
mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte af ectiv o a sí mismo, a su familia, a su camarilla,
a su f acción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio.
Muchos hombres darían su v ida por def ender a su secta; son raros los que se han inmolado
conscientemente por una doctrina o por un ideal.
La f e es la f uerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transf ormarlo en pasión;
"Golpea tu corazón, que en él está tu genio", escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no
entibia a los v isionarios: su v ida entera es una f e en acción. Saben que los caminos más escarpados llev an
más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan
a persev erar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en def initiv a, optimistas y
crey entes: cuando sonríen, f ácilmente se adiv ina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin
ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo prov oca, lo cultiv a, como si
en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual v ehemencia la llama acosa al objeto que la obstruy e, hasta
encenderlo, para agrandarse a sí misma.
La f e es la antítesis del f anatismo. La f irmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la f alta de
creencias sólidamente cimentadas conv ierte al mediocre en f anático. La f e se conf irma en el choque con las
opiniones contrarias; el f anatismo teme v acilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus v iejas
creencias, Saúl persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su f anatismo; pero cuando el nuevo
credo se af irma en Pablo, la f e le alienta, inf inita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él
por su f e, pero no mata; f anático, habría v iv ido para matar. La f e es tolerante: respeta las creencias propias
en las ajenas. Es simple conf ianza en un Ideal y en la suf iciencia de las propias f uerzas; los hombres de
genio se mantienen crey entes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas f ueran dogmas o mandamientos.
Permanecen libres de las supersticiones v ulgares y con f recuencia las combaten: por eso los f anáticos les
suponen incrédulos, conf undiendo su horror a la común mentira con f alta de entusiasmo por el propio Ideal.
Todas las religiones rev eladas pueden permanecer ajenas a la f e del hombre v irtuoso. Nada hay más
extraño a la f e que el f anatismo. La f e es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende
y el f anatismo es ceniza que apaga. La f e es una dignidad y el f anatismo es un renunciamiento. La f e es una
af irmación indiv idual de alguna v erdad propia y el f anatismo es una conjura de huestes para ahogar la v erdad
de los demás.
Frente a la domesticación del carácter que rebaja el niv el moral de las sociedades contemporáneas, todo
homenaje a los hombres de genio que impendieron su v ida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe
en su Porv enir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuy an al perf eccionamiento de la
Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de serv ilismo, tiene que
buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuev os
esf uerzos.
Todo hombre de genio es la personif icación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los
espíritus originales, conv iene f omentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se
templan en la f ragua de la admiración. Poner la propia f e en algún ensueño, apasionadamente, con la irás
honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la
santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su adv enimiento.
Los ídolos de cien f anatismos han muerto en el curso de los siglos, y f uerza es que mueran otros v enideros,
implacablemente segados por el tiempo.
Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa f antasmagoria de lo div ino: el ejemplo de las altas
v irtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas
bellezas, inv estigan prof undas v erdades. Mientras existan corazones que alienten un af án de perf ección,
serán conmov idos por todo lo que rev ela f e en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los
héroes, por la v irtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la f ilosof ía de los pensadores.

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El hombre mediocre-UNPRG

  • 1. El hombre mediocre de José Ingenieros INTRODUCCIÓN LA MORAL DE LOS IDEALISTAS. I. La emoción del Ideal – II. De un idealismo f undado en la experiencia. - III. Los temperamentos Idealistas. - IV. El idealismo romántico. - V. El Idealismo estoico. - VI. Símbolo. I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL Cuando pones la proa v isionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, af anoso de perf ección y rebelde a la mediocridad, llev as en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: f ría bazof ia humana. Sólo v iv es por esa partícula de ensueño que te sobrepone a lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu temperamento. Innumerables signos la rev elan: cuando se te anuda la garganta al recordar la cicuta impuesta a Sócrates, la cruz izada para Cristo y la hoguera encendida a Bruno; -cuando te abstraes en lo inf inito ley endo un diálogo de Platón, un ensay o de Montaigne o un discurso de Helv ecio; cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual f ortuna de esas pasiones en que f uiste, alternativ amente, el Romeo de tal Julieta y el Werther de tal Carlota; -cuando tus sienes se hielan de emoción al declamar una estrof a de Musset que rima acorde con tu sentir; -y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime v irtud de los santos, la magna gesta de los héroes, inclinándote con igual v eneración ante los creadores de Verdad o de Belleza. Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan f rente a una aurora o cimbran en una tempestad; ni gustan de pasear con Dante, reír con Moliére, temblar con Shakespeare, crujir con Wagner; ni enmudecer ante el Dav id, la Cena o el Partenón. Es de pocos esa inquietud de perseguir áv idamente alguna quimera, v enerando a f ilósof os, artistas y pensadores que f undieron en síntesis supremas sus v isiones del ser y de la eternidad, v olando más allá de lo real. Los seres de tu estirpe, cuy a imaginación se puebla de ideales y cuy o sentimiento polariza hacia ellos la personalidad entera, f orman raza aparte en la humanidad: son idealistas. Def iniendo su propia emoción, podría decir quien se sintiera poeta: el Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perf ección. II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA Los f ilósof os del porv enir, para aproximarse a f ormas de expresión cada v ez menos inexactas, dejarán a los poetas el hermoso priv ilegio del lenguaje f igurado; y los sistemas f uturos, desprendiéndose de añejos residuos místicos y dialécticos, irán poniendo la Experiencia como f undamento de toda hipótesis legítima. No es arriesgado pensar que en la ética v enidera f lorecerá un idealismo moral, independiente de dogmas religiosos y de apriorismos metaf ísicos: los ideales de perf ección, f undados en la experiencia social y ev olutiv os como ella misma, constituirán la íntima trabazón de una doctrina de la perf ectibilidad indef inida, propicia a todas las posibilidades de enaltecimiento humano. Un ideal no es una f órmula muerta, sino una hipótesis perf ectible; para que sirv a, debe ser concebido así, actuante en f unción de la v ida social que incesantemente dev iene. La imaginación, partiendo de la experiencia, anticipa juicios acerca de f uturos perf eccionamientos: los ideales, entre todas las creencias, representan el resultado más alto de la f unción de pensar. La ev olución humana es un esf uerzo continuo del hombre para adaptarse a la naturaleza, que ev oluciona a su v ez. Para ello necesita conocer la realidad ambiente y prev er el sentido de las propias adaptaciones: los caminos de su perf ección. Sus etapas ref léjanse en la mente humana como ideales. Un hombre, un grupo o una raza son idealistas porque circunstancias propicias determinan su imaginación a concebir perf eccionamientos posibles. Los ideales son f ormaciones naturales. Aparecen cuando la f unción de pensar alcanza tal desarrollo que la imaginación puede anticiparse a la experiencia. No son entidades misteriosamente inf undidas en los hombres, ni nacen del azar. Se f orman como todos los f enómenos accesibles a nuestra observ ación. Son ef ectos de causas, accidentes en la ev olución univ ersal inv estigada por las ciencias y resumidas por las f ilosof ías. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar es un punto en el cosmos; en ese punto es un simple detalle el planeta que habitamos; en ese detalle la v ida es un transitorio equilibrio químico de la superf icie; entre las complicaciones de ese equilibrio v iv iente la especie humana data de un período brev ísimo; en el hombre se desarrolla la f unción de pensar como un perf eccionamiento de la adaptación al medio; uno de sus modos es la imaginación que permite generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados posibles y abstray endo de ella ideales de perf ección. Así la f ilosof ía del porv enir, en v ez de negarlos, permitirá af irmar su realidad como aspectos legítimos de la f unción de pensar y los reintegrará en la concepción natural del univ erso. Un ideal es un punto y un momento entre los inf initos posibles que pueblan el espacio y el tiempo. Ev olucionar es v ariar. En la ev olución humana el pensamiento v aría incesantemente. Toda v ariación es adquirida por temperamentos predispuestos; las v ariaciones útiles tienden a conserv arse. La experiencia determina la f ormación natural de conceptos genéricos, cada v ez más sintéticos; la imaginación abstrae de éstos ciertos caracteres comunes, elaborando ideas generales que pueden ser hipótesis acerca del incesante dev enir: así se f orman los ideales que, para el hombre, son normativ os de la conducta en consonancia con sus hipótesis. Ellos no son apriorísticos, sino inducidos de una v asta experiencia; sobre ella se empina la imaginación para prev er el sentido en que v aría la humanidad. Todo ideal representa un nuev o estado de equilibrio entre el pasado y el porv enir. Los ideales pueden no ser v erdades; son creencias. Su f uerza estriba en sus elementos ef ectiv os: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las v ariaciones f uturas adquiere un v alor moral: las más prov echosas a la especie son concebidas como perf eccionamientos. Lo f uturo se identif ica con lo perf ecto. Y los ideales, por ser v isiones anticipadas de lo v enidero, inf luy en sobre la conducta y con el instrumento natural de todo progreso humano. Mientras la instrucción se limita a extender las nociones que la experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen propicios a la perf ección. El concepto de lo mejor es un resultado natural de la ev olución misma. La v ida tiende naturalmente a perf eccionarse. Aristóteles enseñaba que la activ idad es un mov imiento del ser hacia la propia "entelequia": su estado de perf ección. Todo lo que existe persigue su entelequia, y esa tendencia se ref leja en todas las otras f unciones del espíritu; la f ormación de ideales está sometida a un determinismo, que, por ser complejo, no es menos absoluto. No son obra de una libertad que escapa a las ley es de todo lo univ ersal, ni productos de una razón pura que nadie conoce. Son creencias aproximativ as acerca de la perf ección v enidera. Lo f uturo es lo mejor de lo presente, puesto que sobrev iene en la selección natural: los ideales son un "élan" hacia lo mejor, en cuanto simples anticipaciones del dev enir. A medida que la experiencia humana se amplía, observ ando la realidad, los ideales son modif icados por la imaginación, que es plástica y no reposa jamás. Experiencia e imaginación siguen v ías paralelas, aunque v a muy retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis v uela, el hecho camina; a v eces el ala rumbea mal, el pie pisa siempre en f irme; pero el v uelo puede rectif icarse, mientras el paso no puede v olar nunca. La imaginación es madre de toda originalidad; def ormando lo real hacia su perf ección, ella crea los ideales y les da impulso con el ilusorio sentimiento de la libertad: el libre albedrío es un error útil para la gestación de los ideales. Por eso tiene, prácticamente, el v alor de una realidad. Demostrar que es una simple ilusión, debida a la ignorancia de causas innúmeras, no implica negar su ef icacia. Las ilusiones tienen tanto v alor para dirigir la conducta, como las v erdades más exactas; puede tener más que ellas, si son intensamente pensadas o sentidas. El deseo de ser libre nace del contraste entre dos móv iles irreductibles: la tendencia a persev erar en el ser, implicada en la herencia, y la tendencia a aumentar el ser, implicada en la v ariación. La una es principio de estabilidad, la otra de progreso. En todo ideal, sea cual f uere el orden a cuy o perf eccionamiento tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad: "es una idea f ija o una emoción f ija". Como propulsores de la activ idad humana, se equiv aleny se implican recíprocamente, aunque en. la primera predomina el razonamiento y en la segunda la pasión. "Ese principio de unidad, centro de atracción y punto de apoy o de todo trabajo de la imaginación creadora, es decir, de una síntesis subjetiv a que tiende a objetiv arse, es el ideal" dijo Ribot. La imaginación despoja a la realidad de todo lo malo y la adorna con todo lo bueno, depurando la experiencia, cristalizándola en los moldes de perf ección que concibe más puros. Los ideales son, por ende, reconstrucciones imaginativ as de la realidad que dev iene. Son siempre indiv iduales. Un ideal colectiv o es la coincidencia de muchos indiv iduos en un mismo af án de perf ección. No es que una "idea" los acomune, sino que análoga manera de sentir y de pensar conv ergen hacia un "ideal" común a todos ellos. Cada era, siglo o generación puede tener su ideal; suele ser patrimonio de una selecta minoría, cuy o esf uerzo consigue imponerlo a las generaciones siguientes. Cada ideal puede encarnarse en un genio; al principio, mientras él lo def ine o lo plasma, sólo es comprendido por el pequeño núcleo de espíritus sensibles al ritmo de la nuev a creencia. El concepto abstracto de una perf ección posible toma su f uerza de la Verdad que los hombres le atribuy en: todo ideal es una f e en la posibilidad misma de la perf ección. En su protesta inv oluntaria contra lo malo se rev ela siempre una indestructible esperanza de lo mejor; en su agresión al pasado f ermenta una sana lev adura de porv enir.
  • 2. No es un f in, sino un camino. Es relativ o siempre, como toda creencia. La intensidad con que tiende a realizarse no depende de su v erdad ef ectiv a sino de la que se le atribuy e. Aun cuando interpreta erróneamente la perf ección v enidera, es ideal para quien cree sinceramente en su v erdad o su excelsitud. Reducir el idealismo a un dogma de escuela metaf ísica equiv ale a castrarlo; llamar idealismo a las f antasías de mentes enf ermizas o ignorantes, que creen sublimizar así su incapacidad de v iv ir y de ilustrarse, es una de tantas ligerezas alentadas por los espíritus palabristas. Los más v ulgares diccionarios f ilosóf icos sospechan este embrollo deliberado: "Idealismo: palabra muy v aga que no debe emplearse. sin explicarla". Hay tantos idealismos como ideales; y tantos ideales como idealistas y tantos idealistas como hombres aptos para concebir perf ecciones y capaces de v ivir hacia ellas. Debe rehusarse el monopolio de los ideales y cuantos lo reclaman en nombre de escuelas f ilosóf icas, sistema de moral, credos de religión, f anatismo de secta o dogma de estética. El "idealismo" no es priv ilegio de las doctrinas espiritualistas que desearían oponerlo al "materialismo", llamando así, despectiv amente, a todas las demás; ese equív oco, tan explotado por los enemigos de las Ciencias -tenidas justamente como hontanares de Verdad y de Libertad-, se duplica al sugerir que la materia es la antítesis de la idea, después de conf undir al ideal con la idea y a ésta con el espíritu, como entidad trascendente y ajena al mundo real. Se trata, v isiblemente, de un juego de palabras, secularmente repetido por sus benef iciarios, que transportan a las doctrinas f ilosóf icas el sentido que tienen los v ocablos idealismo y materialismo en el orden moral. El anhelo de perf ección en el conocimiento de la Verdad puede animar con igual ímpetu al f ilósof o monista y al dualista, al teólogo y al ateo, al estoico y al pragmatista. El particular ideal de cada uno concurre al ritmo total de la perf ección posible, antes que obstar al esf uerzo similar de los demás. Y es más estrecha, aún, la tendencia a conf undir el idealismo, que se ref iere a los ideales, con las tendencias metaf ísicos que así se denominan porque consideran a las "ideas" más reales que la realidad misma, o presuponen que ellas son la realidad única, f orjada por nuestra mente, como en el sistema hegeliano. "Ideólogos" no puede ser sinónimo de "idealistas", aunque el mal uso induzca a creerlo. No podríamos restringirlo al pretendido idealismo de ciertas escuelas estéticas, porque todas las maneras del naturalismo y del realismo pueden constituir un ideal de arte, cuando sus sacerdotes son Miguel Ángel, Ticiano, Flaubert o Wagner; el esf uerzo imaginativ o de los que persiguen una ideal armonía de ritmos, de colores, de líneas o de sonidos, se equiv ale, siempre que su obra transparente un modo de belleza o una original personalidad. No le conf undiremos, en f in, con cierto idealismo ético que tiende a monopolizar el culto de la perf ección en f av or de alguno de los f anatismos religiosos predominantes en cada época, pues sobre no existir un único e inev itable. Bien ideal, dif ícilmente cabría en los catecismos para mentes obtusas. El esf uerzo indiv idual hacia la v irtud puede ser tan magníf icamente concebido y realizado por el peripatético como por el cirenaico, por el cristiano como por el anarquista, por el f ilántropo como por el epicúreo, pues todas las teorías f ilosóf icas son igualmente incompatibles con la aspiración indiv idual hacia el perf eccionamiento humano. Todos ellos pueden ser idealistas, si saben iluminarse en su doctrina; y en todas las doctrinas pueden cobijarse dignos y buscav idas, v irtuosos y sin v ergüenza. El anhelo y la posibilidad de la perf ección no es patrimonio de ningún. credo: recuerda el agua de aquella f uente, citada por Platón, que no podía contenerse en ningún v aso. La experiencia, sólo ella, decide sobre la legitimidad de los ideales, en cada tiempo y lugar. En el curso de la v ida social se seleccionan naturalmente; sobrev iv en los más adaptados, los que mejor prev én el sentido de la ev olución; es decir, los coincidentes con el perf eccionamiento ef ectiv o. Mientras la experiencia no da su f allo, todo ideal es respetable, aunque parezca absurdo. Y es útil por su f uerza de contraste; si es f also muere solo, no daña. Todo ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error, o serlo totalmente; es una v isión remota y , por lo tanto, expuesta a ser inexacta. Lo único malo es carecer de ideales y esclav izarse a las contingencias de la v ida práctica inmediata, renunciando a la posibilidad de la perf ección moral. Cuando un f ilósof o enuncia ideales, para el hombre o para la sociedad, su comprensión inmediata es tanto más dif ícil cuanto más se elev an sobre los prejuicios y el palabrismo conv encionales en el ambiente que le rodea; lo mismo ocurre con la v erdad del sabio y con el estilo del poeta. La sanción ajena es f ácil para lo que concuerda con rutinas secularmente practicadas; es dif ícil cuando la imaginación no pone may or originalidad en el concepto o en la f orma. Ese desequilibrio entre la perf ección concebible y la realidad practicable, estriba en la naturaleza misma de la imaginación, rebelde al tiempo y al espacio. De ese contraste legítimo no se inf iere que los ideales lógicos, estéticos o morales deban ser contradictorios entre sí, aunque sean heterogéneos y marquen el paso a desigual compás, según los tiempos: no hay una Verdad amoral o f ea, ni f ue nunca la Belleza absurda o nociv a, ni tuv o el Bien sus raíces en el error o la desarmonía. De otro modo concebiríamos perf ecciones imperf ectas. Los caminos de perf ección son conv ergentes. Las f ormas inf initas del ideal son complementarias: jamás contradictorias, aunque lo parezca. Si el ideal de la ciencia es la Verdad, de la moral el Bien y del arte la Belleza, f ormas preeminentes de toda excelsitud, no se concibe que puedan ser antagonistas. Los ideales están en perpetuo dev enir, como las f ormas de la realidad a que se anticipan. La imaginación los construy e observ ando la naturaleza, como un resultado de la experiencia; pero una v ez f ormados y a no están en ella, son anticipaciones de ella, v iv en sobre ella para señalar su f uturo. Y cuando la realidad ev oluciona hacia un ideal antes prev isto, la imaginación se aparta nuev amente de la realidad, aleja de ella al ideal, proporcionalmente. La realidad nunca puede igualar al ensueño en esa perpetua persecución de la quimera. El ideal es un "límite": toda realidad es una "dimensión v ariable" que puede acercársele indef inidamente, sin alcanzarlo nunca. Por mucho que lo "v ariable" se acerque a su "límite", se concibe que podría acercársele más; sólo se conf unden en el inf inito. Todo ideal es siempre relativ o a una imperf ecta realidad presente. No los hay absolutos. Af irmarlo implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad inf inita de la perf ección. Erraban los v iejos moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, conv ergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética moderna, libre de esa grav e f alacia, la relativ idad de los ideales es un postulado f undamental. Sólo poseen un carácter común: su permanente transf ormación hacia perf eccionamientos ilimitados. Es propia de gentes primitiv as toda moral cimentada en supersticiones y dogmatismos. Y es contraria a todo idealismo, excluy ente de todo ideal. En cada momento y lugar la realidad v aría; con esa v ariación se desplaza el punto de ref erencia de los ideales. Nacen y mueren, conv ergen o se excluy en, palidecen o se acentúan; son, también ellos, v iv ientes como los cerebros en que germinan o arraigan, en un proceso sin f in. No habiendo un esquema f inal e insuperable de perf ección, tampoco lo hay de los ideales humanos. Se f orman por cambio incesante; ev olucionan siempre; su palingenesia es eterna. Esa ev olución de los ideales no sigue un ritmo unif orme en el curso de la v ida social o indiv idual. Hay climas morales, horas, momentos, en que toda una raza, un pueblo, una clase, un partido, una secta concibe un ideal y se esf uerza por realizarlo. Y los hay en la ev olución de cada hombre, aisladamente considerado. Hay también climas, horas y momentos en que los ideales se murmuran apenas o se callan: la realidad of rece inmediatas satisf acciones a los apetitos y la tentación del hartazgo ahoga todo af án de perf ección. Cada época tiene ciertos ideales que presienten mejor el porv enir, entrev istos por pocos, seguidos por el pueblo o ahogados por su indif erencia, ora predestinados a orientarlo como polos magnéticos, ora a quedar latentes hasta encontrar la gloria en momento y clima propicio. Y otros ideales mueren, porque son creencias f alsas: ilusiones que el hombre se f orja acerca de si mismo o quimeras v erbales que los ignorantes persiguen dando manotadas en la sombra. Sin ideales sería inexplicable la ev olución humana. Los hubo y los habrá siempre. Palpitan detrás de todo esf uerzo magníf ico realizado por un hombre o por un pueblo. Son f aros sucesiv os en la ev olución mental de los indiv iduos y de las razas. La imaginación los enciende sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. Ésa es la ley del dev enir humano: los acontecimientos, y ermos de suy o para la mente humana, reciben v ida y calor de los ideales, sin cuy a inf luencia y acerían inertes y los siglos serían mudos. Los hechos son puntos de partida; los ideales son f aros luminosos que de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civ ilización muestra una inf inita inquietud de perf ecciones, que grandes hombres presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada momento de la peregrinación humana se adv ierte una f uerza que obstruy e todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de ideales. Así concebido, conv iene reintegrar el idealismo en toda f utura f ilosof ía científica. Acaso parezca extraño a los que usan palabras sin def inir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de los v erbalistas. Def inido con claridad, separado de sus malezas seculares, será siempre el priv ilegio de cuantos hombres honran, por sus v irtudes, a la especie humana. Como doctrina de la perf ectibilidad, superior a toda af irmación dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiv ersado por los miopes y los f anáticos, se rebaja. Yerran los que miran al pasa- do, poniendo el rumbo hacia prejuicios muertos y v istiendo al idealismo con andrajos que son su mortaja; los ideales v iv en de la Verdad, que se v a haciendo; ni puede ser v ital ninguno que lo contradiga en su punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo f uturo a la experiencia de lo presente, el Ideal a la Verdad, como si conv iniera apagar las luces del camino para no desv iarse de la meta. Es f also; la imaginación y la experiencia v an de la mano. Solas, no andan. Al idealismo dogmático que los antiguos metaf ísicos pusieron en las "ideas" absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experimental que se ref iere a los "ideales" de perf ección, incesantemente renov ados, plásticos, ev olutiv os como la v ida misma. III. LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS
  • 3. Ningún Dante podría elev ar a Gil Bles. Sancho y Tartuf o hasta el rincón de su paraíso donde moran Cy rano, Quijote y Stockmann. Son dos mundos morales, dos razas, dos temperamentos: Sombras y Hombres. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre habrá ev idente contraste entre el serv ilismo y la dignidad, la torpeza y el genio, la hipocresía y la v irtud. La imaginación dará a unos el impulso original hacia lo perf ecto; la imitación organizará en otros los hábitos colectiv os. Siempre habrá, por f uerza, idealistas y mediocres. El perf eccionamiento humano se ef ectúa con ritmo div erso en las sociedades y en los indiv iduos. Los más poseen una experiencia sumisa al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos v arían, av anzando sobre el porv enir; al rev és de Anteo, que tocando el suelo cobraba alientos nuev os, los toman clav ando sus pupilas en las constelaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perf ección más allá de lo actual, son los "idealistas". La unidad del género no depende del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero af án de enaltecimiento. Cualquiera. Los espíritus af iebrados por algún ideal son adv ersarios de la mediocridad: soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativ o: posee un sentido de las dif erencias que le permite distinguir entre lo malo que observ a, y lo mejor que imagina. Los hombres sin ideales son cuantitativ os; pueden apreciar el más y el menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor. Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre práctico", limitado a las contingencias del presente, importa un renunciamiento a toda imperf ección. El hábito organiza la rutina y nada crea hacia el porv enir; sólo de los imaginativ os espera la ciencia sus hipótesis, el arte su v uelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas luminosas. Son la parte v iv a y dinámica de la humanidad; los prácticos no han hecho más que aprov echarse de su esf uerzo, v egetando en la sombra. Todo porv enir ha sido una creación de los hombres capaces de presentirlo, concretándolo en inf inita sucesión de ideales. Más ha hecho la imaginación construy endo sin tregua, que el cálculo destruy endo sin descanso. La excesiv a prudencia de los mediocres ha paralizado siempre las iniciativ as más f ecundas. Y no quiere esto decir que la imaginación excluy a la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la sabiduría; por eso, con f recuencia, v iv en trabados por su espíritu crítico cuando los caldea una emoción lírica y ésta les nubla la v ista cuando observ an la realidad. Del equilibrio entre la inspiración y la sabiduría nace el genio. En las grandes horas de una raza o de un hombre, la inspiración es indispensable para crear; esa chispa se enciende en la imaginación y la experiencia la conv ierte en hoguera. Todo idealismo es, por eso, un af án de cultura intensa: cuenta entre sus enemigos más audaces a la ignorancia, madrastra de obstinadas rutinas. La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perf ección particular; pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esf uerzo. Un objetiv o que huy e ante ellos conv iértese en estímulo para perseguir nuev as quimeras. Lo poco que pueden todos, depende de lo mucho que algunos anhelan. La humanidad no poseería sus bienes presentes si algunos idealistas no los hubieran conquistado v iv iendo con la obsesiv a aspiración de otros mejores. En la ev olución humana, los ideales mantiénense en equilibrio inestable. Todo mejoramiento real es precedido por conatos y tanteos de pensadores audaces, puestos en tensión hacia él, rebeldes al pasado, aunque sin la intensidad necesaria para v iolentarlo; esa lucha es un ref lujo perpetuo entre lo más concebido y lo menos realizado. Por eso los idealistas son f orzosamente inquietos, como todo lo que v iv e, como la vida misma; contra la tendencia apacible de los rutinarios, cuy a estabilidad parece inercia de muerte. Esa inquietud se exacerba en los grandes hombres, en los genios mismos si el medio es hostil a sus quimeras, como es f recuente. No agita a los hombres sin ideales, inf orme argamasa de humanidad. Toda juv entud es inquieta. El impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de ella: jamás de los enmohecidos y de los seniles. Y sólo es juv entud la sana e iluminada, la que mira al f rente y no a la espalda; nunca los decrépitos de pocos años, prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado: lo que en ellos parece primav era es tibieza otoñal, ilusión de aurora que es y a un apagamiento de crepúsculo. Sólo hay juv entud en los que trabajan con entusiasmo para el porv enir; por eso en los caracteres excelentes puede persistir sobre el apeñuscarse de los años. Nada cabe esperar de los hombres que entran a la v ida sin af iebrarse por algún ideal; a los que nunca f ueron jóv enes, paréceles descarriado todo ensueño. Y no se nace jov en: hay que adquirir la juv entud. Y sin un ideal no se adquiere. Los idealistas suelen ser esquiv os o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen. Resisten la tiranía del engranaje niv elador, aborrecen toda coacción, sienten el peso de los honores con que se intenta domesticarlos y hacerlos cómplices de los intereses creados, dóciles- maleables, solidarios, unif ormes en la común mediocridad. Las f uerzas conserv adoras que componen el subsuelo social pretenden amalgamar a los indiv iduos, decapitándolos; detestan las dif erencias, aborrecen las excepciones, anatematizan al que se aparta en busca de su propia personalidad. El original, el imaginativ o, el creador no teme sus odios: los desaf ía, aun sabiéndolos terribles porque son irresponsables. Por eso todo idealista es una v iv iente af irmación del indiv idualismo, aunque persiga una quimera social; puede v iv ir para los demás, nunca de los demás. Su independencia es una reacción hostil a todos los dogmáticos. Concibiéndose incesantemente perf ectibles, los temperamentos idealistas quieren decir en todos los momentos de su v ida, como Don Quijote: "y o sé quién soy ". Viv en animados de ese af án af irmativ o. En sus ideales cif ran su ventura suprema y su perpetua desdicha. En ellos caldean la pasión. que anima su f e; ésta, al estrellarse contra la realidad social, puede parecer desprecio, aislamiento, misantropía: la clásica "torre de marf il" reprochada a cuantos se erizan al contacto de los obtusos. Diríase que de ellos dejó escrita una eterna imagen Teresa de Áv ila: "Gusanos de seda somos, gusanillos que hilamos la seda de nuestras v idas y en el capullito de la seda nos encerramos para que el gusano muera y del capullo salga v olando la mariposa". Todo idealismo es exagerado, necesita serlo. Y debe ser cálido su idioma, como si desbordara la personalidad sobre lo impersonal; el pensamiento sin calor es muerto, f río, carece de estilo, no tiene f irma. Jamás f ueron tibios los genios, los santos y los héroes. Para crear una partícula de Verdad, de Virtud o de Belleza, se requiere un esf uerzo original y v iolento contra alguna rutina o prejuicio; como para dar una lección de dignidad hay que desgoznar algún serv ilismo. Todo ideal es, instintiv amente, extremoso; debe serlo a sabiendas, si es menester, pues pronto se rebaja al ref ractarse en la mediocridad de los más. Frente a los hipócritas que mienten con v iles objetiv os, la exageración de los idealistas es, apenas, una v erdad apasionada. La pasión es su atributo necesario, aun cuando parezca desv iar de la v erdad; llev a a la hipérbole, al error mismo; a la mentira nunca. Ningún ideal es f also para quien lo prof esa: lo cree v erdadero y coopera a su adv enimiento, con f e, con desinterés. El sabio busca la Verdad por buscarla y goza arrancando a la naturaleza secretos para él inútiles o peligrosos. Y el artista busca también la suy a, porque la Belleza es una v erdad animada por la imaginación, más que por la experiencia. Y el moralista la persigue en el Bien, que es una recta lealtad de la conducta para consigo mismo y para con los demás. Tener un ideal es serv ir a su propia Verdad. Siempre. Algunos ideales se rev elan como pasión combativ a y otros como pertinaz obsesión; de igual manera distínguense dos tipos de idealistas, según predomine en ellos el corazón o el cerebro. El idealismo sentimental es romántico: la imaginación no es inhibida por la crítica y los ideales v iv en de sentimiento. En el idealismo experimental los ritmos af ectiv os son encarrilados por la experiencia y la crítica coordina la imaginación: los ideales tórnanse ref lexiv os y serenos. Corresponde el uno a la juv entud y el otro a la madurez. El primero es adolescente, crece, puja y lucha; el segundo es adulto, se f ija, resiste, v ence. El idealista perf ecto sería romántico a los v einte años y estoico a los cincuenta; es tan anormal el estoicismo en la juv entud como el romanticismo en la edad madura. Lo que al principio enciende su pasión, debe cristalizarse después en suprema dignidad: ésa es la lógica de su temperamento. IV. EL IDEALISMO ROMÁNTICO Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. Sueñan lo más para realizar lo menos; comprenden que todos los ideales contienen una partícula de utopía y pierden algo al realizarse: de razas o de indiv iduos, nunca se integran como se piensan. En pocas cosas el hombre puede llegar al Ideal que la imaginación señala: su gloria está en marchar hacia él, siempre inalcanzado e inalcanzable. Después de iluminar su espíritu con todos los resplandores de la cultura humana, Goethe muere pidiendo más luz; y Musset quiere amar incesantemente después de haber amado, of reciendo su v ida por una caricia y su genio por un beso. Tonos los románticos parecen preguntarse, con el poeta: "¿Por qué no es inf inito el poder humano, como el deseo?" Tienen una curiosidad de mil ojos, siempre atenta para no perder la más imperceptible titilación del mundo que la solicita. Su sensibilidad es aguda, plural, caprichosa, artista, como si los nerv ios hubieran centuplicado su impresionabilidad. Su gesto sigue prontamente el camino de las nativ as inclinaciones: entre diez partidos adoptan aquel subray ado por el latir más intenso de su corazón. Son dionisiacos. Sus aspiraciones se traducen por esf uerzos activ os sobre el medio social o por una hostilidad contra todo lo que se opone a sus corazonadas y ensueños. Construy en sus ideales sin conceder nada a la realidad, rehusándose al contralor de la experiencia, agrediéndola si ella los contraría. Son ingenuos y sensibles, f áciles de conmov erse, accesibles al entusiasmo y a la ternura; con esa ingenuidad sin doblez que los hombres prácticos ignoran. Un minuto les basta para decidir de toda una v ida. Su idea cristaliza en f irmezas inequív ocas cuando la realidad los hiere con más saña. Todo romántico está por Don Quijote contra Sancho, por Cy rano contra Tartuf o, por Stockmann contra Gil Blas; por cualquier ideal contra toda mediocridad. Pref iere la f lor al f ruto, presintiendo que éste no podría existir jamás sin aquélla. Los temperamentos acomodaticios saben que la v ida guiada por el interés brinda prov echos materiales; los románticos creen que la suprema dignidad se incuba en el ensueño y la pasión. Para ellos un beso de tal mujer v ale más que cien tesoros de Golconda.
  • 4. Su elocuencia está en su corazón: disponen de esas "razones que la razón ignora", que decía Pascal. En ellas estriba el encanto irresistible de los Musset y los By ron: su estuosidad apasionada nos estremece, ahoga como si una garra apretara el cuello, sobresalta las v enas, humedece los párpados, entrecorta el aliento. Sus heroínas y sus protagonistas pueblan los insomnios juv eniles, como si los describieran con una v ara mágica entintada en el cáliz de una poetisa griega: Saf o, por caso, la más lírica. Su estilo es de luz y de color, siempre encendido, ardiente a v eces. Escriben como hablan los temperamentos apasionados, con esa elocuencia de las v oces enronquecidas por un deseo o por un exceso, esa "v oce calda" que enloquece a las mujeres f inas y hace un Don Juan de cada amador romántico. Son ellos los aristócratas del amor, con ellos sueñan todas las Julietas e Isoldas. En v ano se conf abulan en su contra las embozadas hipocresías mundanas; los espíritus zaf ios desearían inv entar una balanza para pesar la utilidad inmediata de sus inclinaciones. Como no la poseen, renuncian a seguirlas. El hombre incapaz de alentar nobles pasiones esquiv a el amor como si f uera un abismo; ignora que él acrisola todas las v irtudes y es el más ef icaz de los moralistas. Viv e y muere sin haber aprendido a amar. Caricaturiza a este sentimiento guiándose por las sugestiones de sórdidas conv eniencias. Los demás le eligen primero las queridas y le imponen después la esposa. Poco le importa la f idelidad de las primeras, mientras le sirv an de adorno; nunca exige inteligencia en la otra, si es un escalón en su mundo. Musset le parece poco serio y encuentra inf ernal a By ron; habría quemado a Jorge Sand y la misma Teresa de Av ila resúltale un poco exagerada. Se persigna si alguien sospecha que Cristo pudo amar a la pecadora de Magdala. Cree f irmemente que Werther, Josely n, Mimí, Rolla y Manón son símbolos del mal, creados por la imaginación de artistas enf ermos. Aborrece la pasión honda y sentida, detesta los) manticismos sentimentales. Pref iere la compra tranquila a la conquista comprometedora. Ignora las supremas v irtudes del amor, que es ensueño, anhelo, peligro, toda la imaginación conv ergiendo al embellecimiento del instinto, y no simple v értigo brutal de los sentidos. En las eras de rebajamiento, cuando está en su apogeo la mediocridad, los idealistas se alinean contra los dogmatismos sociales, sea cual f uere el régimen dominante. Algunas v eces, en nombre del romanticismo político, agitan un ideal democrático y humano. Su amor a todos los que suf ren es justo encono contra los que oprimen su propia indiv idualidad. Diríase que llegan hasta amar a las v íctimas para protestar contra el v erdugo indigno; pero siempre quedan f uera de toda hueste, sabiendo que en ella puede incubarse una coy unda para el porv enir. En todo lo perf ectible cabe un romanticismo; su orientación v aría con los tiempos y con las inclinaciones. Hay épocas en que más f lorece, como en las horas de reacción que siguieron al sacudimiento libertario de la rev olución f rancesa. Algunos románticos se creen prov idenciales y su imaginación se rev ela por un misticismo constructiv o, como en Fourier y Lamennais, precedidos por Rousseau, que f ue un Marx calv inista, y seguidos por Marx, que f ue un Rousseau judío. En otros, el lirismo tiende, como en By ron y Ruskin, a conv ertirse en religión estática. En Mazzini y Kossouth toma color político. Habla en tono prof ético y trascendente por boca de Lamartine y de Hugo. En Stendhal acosa con ironía los dogmatismos sociales y en Vigny los desdeña amargamente. Se duele en Musset y desespera en Amiel. Fustiga a la mediocridad con Flaubert y Barbey d'Aurev illy . Y en otros conv iértese en rebelión abierta contra todo lo que amengua y domestica al indiv iduo, como en Émerson, Stirner, Guy au, lbsen o Nietzsche. V. EL IDEALISMO ESTOICO Las rebeldías románticas son embotadas por la experiencia: ella enf rena muchas impetuosidades f alaces y da a los ideales más sólida f irmeza. Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan. Su af án de perf ección tórnase más centrípeto y digno, busca los caminos propicios, aprende a salv ar las asechanzas que la mediocridad le tiende. Cuando la f uerza de las cosas se sobrepone a su personal inquietud y los dogmatismos sociales cohiben sus esf uerzos por enderezarlos, su idealismo tórnase experimental. No puede doblar la realidad a sus ideales, pero los def iende de ella, procurando salv arlos de toda mengua o env ilecimiento. Lo que antes se proy ectaba hacia af uera, polarizase en el propio esf uerzo, se interioriza. "Una gran v ida - escribió Vigny - es un ideal de la juv entud realizado en la edad madura". Es inherente a la primera ilusión de imponer sus ensueños, rompiendo las barreras que les opone la realidad; cuando la experiencia adv ierte que la mole no cae, el idealista atrincherándose en v irtudes intrínsecas, custodiando sus ideales, realizándolos en alguna medida, sin que la solidaridad pueda conducirle nunca a torpes complicidades. El idealismo sentimental y romántico se transf orma en idealismo experimental y estoico; la experiencia regula la imaginación haciéndolo ponderado y ref lexiv o. La serena armonía clásica reemplaza a la pujanza impetuosa: el Idealismo dionisiaco se conv ierte en Idealismo apolíneo. Es natural que así sea. Los romanticismos no resisten a la experiencia crítica: si duran hasta pasados los límites de la juv entud, su ardor no equiv ale a su ef iciencia. Fue error de Cerv antes la av anzada edad en que Don Quijote emprende la persecución de su quimera. Es más lógico Don Juan, casándose a la misma altura en que Cristo muere; los personajes que Mürger creó en la v ida bohemia, detiénense en ese limbo de la madurez. No puede ser de otra manera. La acumulación de los contrastes acaba por coordinar la imaginación, orientándola sin rebajarla. Y si el idealista es una mente superior, su ideal asume f ormas def initiv as: plasma la Verdad, la Belleza o la Virtud en crisoles más perennes, tiende a f ijarse y durar en obras. El tiempo lo consagra y su esf uerzo tórnase ejemplar. La posteridad lo juzga clásico. Toda clasicidad prov iene de una selección natural entre ideales que f ueron en su tiempo románticos y que han sobrev iv ido a trav és de los siglos. Pocos soñadores encuentran tal clima y tal ocasión que les encumbren a la genialidad. Los más resultan exóticos e inoportunos; los sucesos cuy o determinismo no pueden modif icar, esteriliza sus esf uerzos. De ahí cierta aquiescencia a las cosas que no dependen del propio mérito, la tolerancia de toda indesv ariable f atalidad. Al sentir la coerción exterior no se rebajan ni contaminan: se apartan, se ref ugian en sí mismos para encumbrarse en la orilla desde donde miran el f angoso arroy o que corre murmurando, sin que en su murmullo se oiga un grito. Son los jueces de su época: v en de dónde v iene y cómo corre el turbión encenagado. Descubren a los omisos que se dejan opacar por el limo, a los que persiguen esos encumbramientos f alaces reñidos con el mérito y con la justicia. El idealista estoico mantiénese hostil a su medio, lo mismo que el romántico. Su actitud es de abierta resistencia a la mediocridad organizada, resignación desdeñosa o renunciamiento altiv o, sin compromisos. Impórtale poco agredir el mal que consienten los otros; más le sirv e estar libre para realizar toda perf ección que sólo depende de su propio esf uerzo. Adquiere una "sensibilidad indiv idualista" que no es egoísmo v ulgar ni desinterés por los ideales que agitan a la sociedad en que v iv e. Son notorias las dif erencias entre el indiv idualismo doctrinario y el sentimiento indiv idualista; el uno es teoría y el otro es actitud. En Spencer, la doctrina indiv idualista se acompaña de sensibilidad social; en Bakunin, la doctrina social coexiste con una sensibilidad indiv idualista. Es cuestión de temperamento y no de ideas; aquél es la base del carácter. Todo indiv idualismo, como actitud, es una rev uelta contra los dogmas y los v alores f alsos respetados en las mediocracias; rev ela energías anhelosas de esparcirse, contenidas por mil obstáculos opuestos por el espíritu gregario. El temperamento indiv idualista llega a negar el principio de autoridad, se substrae a los prejuicios, desacata cualquiera imposición, desdeña las jerarquías independientes del mérito. Los partidos, sectas y f acciones le son indif erentes por igual, mientras no descubre en ellos ideales consonantes con los suy os propios. Cree más en las v irtudes f irmes de los hombres que en la mentira escrita de los principios teóricos; mientras no se ref lejan en las costumbres las mejores ley es de papel no modif ican la tontería de quienes las admiran ni el suf rimiento de quienes las aguantan. La ética del idealista estoico dif iere radicalmente de esos indiv idualismos sórdidos que reclutan las simpatías de los egoístas. Dos morales esencialmente distintas pueden nacer de la estimación de sí mismo. El digno elige la elev ada, la de Zenón o la de Epicuro; el mediocre opta siempre por la inf erior y se encuentra con Aristipo. Aquél se ref ugia en sí para acrisolarse; éste se ausenta de los demás para zambullirse en la sombra. El indiv idualismo es noble si un ideal lo alienta y lo elev a; sin ideal, es una caída a más bajo niv el que la mediocridad misma. En la Cirenaica griega, cuatro siglos antes del ev o cristiano, Aristipo anunció que la única regla de la v ida era el placer máximo, buscado por todos los medios, como si la naturaleza dictara al hombre el hartazgo de los sentidos y la ausencia de ideal. La sensualidad erigida en sistema, llev aba al placer tumultuoso, sin seleccionarlo. Llegaron los cirenaicos a despreciar la v ida misma; sus últimos pregoneros encomiaron el suicidio. Tal ética, practicada instintiv amente por los escépticos y los deprav ados de todos los tiempos, no f ue lealmente erigida en sistema después de entonces. El placer como simple sensualidad cuantitativ a- es absurdo e imprev isor; no puede sustentar una moral. Sería erigir a los sentidos en jueces. Deben ser otros. ¿Estaría la f elicidad en perseguir un interés bien ponderado? Un egoísmo prudente y cualitativ o, que elijay calcule, reemplazaría a los apetitos ciegos. En v ez del placer basto tendríase el deleite ref inado, que prev é, coordina, prepara, goza antes e inf initamente más, pues la inteligencia gusta de centuplicar los goces f uturos con sabias alquimias de preparación. Los epicúreos se apartan y a del cirenaísmo. Aristipo ref ugiaba la dicha en los burdos goces materiales; Epicuro la encumbra a la mente, la idealiza por la imaginación. Para aquél v alen todos los placeres y se buscan de cualquier manera, desatados sin f reno; para éste, deben ser elegidos y dignif icados por un sello de armonía. La originaria moral de Epicuro es toda ref inamiento: su creador v iv ió una v ida honorable y pura. Su ley f ue buscar la dicha y huir del dolor, pref iriendo las cosas que dejan un saldo a f av or de la primera. Esa aritmética de las emociones no es incompatible con la dignidad, el ingenio y la v irtud, que son perf ecciones ideales; permite cultivarlas, si en ellas puede encontrarse una f uente de placer. Es en otra moral helénica, sin embargo, donde encuentra sus moldes perf ectos el idealismo experimental. Zenón dio ala humanidad una suprema doctrina de v irtud heroica. La dignidad se identif ica con el ideal; no conoce la historia más bellos ejemplos de conducta. Séneca, digno de la corte del propio Nerón, además de predicar con arte exquisito su doctrina, la aplicó con bello coraje en la hora extrema. Solamente Sócrates murió mejor que él, y ambos más dignamente que Jesús. Son las tres grandes muertes de la historia.
  • 5. La dignidad estoica tuv o su apóstol en Epicteto. Una conv incente elocuencia de sof ista caldeaba su palabra de liberto. Viv ió como el más humilde, satisf echo con lo que tenía, durmiendo en casa sin puertas, entregado a meditar y educar, hasta el decreto que proscribió de Roma a los f ilósof os. Enseñó a distinguir, en toda cosa, lo que depende y lo que no depende de nosotros. Lo primero nadie puede cohibirlo; lo demás está subordinado a f uerzas extrañas. Colocar el Ideal en lo que depende de nosotros y ser indif erente a lo demás: he ahí una f órmula para el idealismo i experimental. Es desdeñable todo lo que suele desear o temer el egoísta. Si las resistencias en el camino de la perf ección dependen de otros, conv iene hacer de ellas caso omiso, como si no existiesen, y redoblar el esf uerzo enaltecedor. Ningún contratiempo material desv ía al idealista. Si deseara inf luir de inmediato sobre cosas que de él no dependen, encontraría obstáculos en todas partes; contra esa hostilidad de su ambiente sólo puede rebelarse con la imaginación, mirando cada v ez más hacia su interior. El que sirv e a un ideal, v ive de él; nadie le f orzará a soñar lo que no quiere ni le impedirá ascender hacia su sueño. Esta moral no es una contemplación pasiv a; renuncia solamente a participar del alma. Su asentimiento a lo inev itable no es apatía ni inercia. Apartarse no es morir; es, simplemente, esperar la posible hora de hacer, apresurándola con la predicación o con el ejemplo. Si la hora llega, puede ser af irmación sublime, como lo f ue en Marco Aurelio, nunca igualado en regir destinos de pueblos: sólo él pudo inspirar las páginas más hondas de Renán y las más líricas de Paul de Saint-Victor. Delicado y penetrante, su estoicismo f ue más propicio para templar caracteres que para consolar corazones. Con él alcanzó el pensamiento antiguo su más tranquila nobleza. Entre perv ersos e ingratos que la circuían, enseñó a dar sus racimos, como la v iña, sin reclamar precio alguno, preparándose para cargar otros en la v endimia f utura. Los idealistas estoicos son hombres de su estirpe: diríase que ignoran el bien que hacen a sus propios enemigos. Cuando arrecia el encanallamiento de los domesticados, cuando más sof ocante tórnase el clima de las mediocracias, ellos crean un nuev o ambiente moral sembrando ideales: una nuev a generación, aprendiendo a amarlos, se ennoblece. Frente a las burguesías af iebradas por remontar el niv el del bienestar material ignorando que su may or miseria es la f alta de cultura-, ellos concentran sus esf uerzos para aquilatar el respeto de las cosas del espíritu y el culto de todas las originalidades descollantes. Mientras la v ulgaridad obstruy e las v ías del genio, de la santidad y del heroísmo, ellos concurren a restituirlas, mediante la sugestión de ideales, preparando el adv enimiento de esas horas f ecundas que caracterizan la resurrección de las razas: el clima del genio. Toda ética idealista transmuta los v alores y elev a el rango del mérito; las v irtudes y los v icios trocan sus matices, en más o en menos, creando equilibrios nuev os. Ésa es, en el f ondo, la obra de los moralistas: su originalidad está en cambios de tono que modif ican las perspectiv as de un cuadro cuy o f ondo es casi imperturbable. Frente a la chatura común, que empuja a ser v ulgares, los caracteres dignos af irman con v ehemencia su ideal. Una mediocracia sin ideales -como un indiv iduo o un grupo- es v il y escéptica, cobarde: contra ella cultiv an hondos anhelos de perf ección. Frente a la ciencia hecho of icio, la Ver- dad como un culto; f rente a la honestidad de conv eniencia, la Virtud desinteresada; f rente al arte lucrativ o de los f uncionarios, la Armonía inmarcesible de la línea, de la f orma y del color; f rente a las complicidades de la política mediocrática, las máximas expansiones del Indiv i duo dentro de cada sociedad. Cuando los pueblos se domestican y callan, los grandes f orjadores de ideales lev antan su v oz. Una ciencia, un arte, un país, una raza, estremecidos por su eco, pueden salir de su cauce habitual. El Genio es un guión que pone el destino entre dos párraf os de la historia. Si aparece en los orígenes, crea o f unda; si en los resurgimientos, transmuta o desorbita. En ese instante remontan su v uelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y para obras perennes. VI. SÍMBOLO En el v aiv én eterno de las eras, el porv enir es siempre de los v isionarios. La interminable contienda entre el idealismo y la mediocridad tiene su símbolo: no pudo Cellini clav arlo en más digno sitio que la marav illosa plaza de Florencia. Nunca mano de orf ebre plasmó un concepto más sublime. Perseo exhibiendo la cabeza de Medusa, cuy o cuerpo agitase en contorsiones de reptil bajo sus pies alados. Cuando los temperamentos idealistas se detienen ante el prodigio de Benv enuto, anímase el metal, rev iv e su f isonomía, sus labios parecen articular palabras perceptibles. Y dice a los jóv enes que toda brega por un Ideal es santa, aunque sea ilusorio el resultado; que es loable seguir su temperamento y pensar con el corazón, si ello contribuirá a crear una personalidad f irme; que todo germen de romanticismo debe alentarse, para enguirnaldar de aurora la única primav era que no v uelve jamás. Y a los maduros, cuy as primeras canas salpican de otoño sus más v ehementes quimeras, instígalos a custodiar sus ideales bajo el palio de la más sev era dignidad, f rente a las tentaciones que conspiran para encenagarlos en la Estigia donde se abisman los mediocres. Y en el gesto del bronce parece que el Idealismo decapitara a la Mediocridad, entregando su cabeza al juicio de los siglos. CAPÍTULO I EL HOMBRE MEDIOCRE Cacciarli i ciel per non esser men belli, Né lo profondo Inferno li riceve... DANTE, Inf erno, Canto III. EL HOMBRE MEDIOCRE I. ¿"Áurea Mediocritas"? - II. Los hombres sin personalidad. – III. En torno del hombre mediocre. - IV. Concepto social de la mediocridad. - V. El espíritu conserv ador. - VI. Peligros sociales de la mediocridad. - VII. La v ulgaridad. I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"? Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le env uelv e. La penumbra se espesa, el color de las cosas se unif orma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular lev anta de todas las hierbas un v aho de perf ume, aquiétase el rebaño para echarse a dormir, la remota campana tañe su av iso v esperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el f irmamento y un lejano rumor de arroy o brincante en las breñas parece conv ersar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, inv itado en v ano a meditar por la conv ergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiv a es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al ref lejarse en su imaginación, no se conv ierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta. La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese ingenuo pastor; no entendería el idioma de quien le explicara algún misterio del univ erso o de la v ida, la ev olución eterna de todo lo conocido, la posibilidad de perf eccionamiento humano en la continua adaptación del hombre a la naturaleza. Para concebir una perf ección se requiere cierto niv el ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse f anatismos y supersticiones; ideales, jamás. Los que v iv en debajo de ese niv el y no adquieren esa educación permanecen sujetos a dogmas que otros les imponen, esclav os de f órmulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus prejuicios parécenles eternamente inv ariables; su obtusa imaginación no concibe perf ecciones pasadas ni v enideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituy e el límite f orzoso de su mente No pueden f ormarse un ideal. Encontraran en los ajeno: una chispa capaz de encender sus pasiones; serán sectarios pueden serlo. Y no adv ertirán siquiera la ironía de cuanto les inv itan a arrebañarse en nombre de ideales que pueden serv ir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, sólo es pensado por pocos v isionarios que son sus amos. La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que "los animales de una misma especie dif ieren menos entre si que unos hombres de otros" (Obras morales, v ol. 3). Montaigne suscribió esa opinión: "Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de otro hombre grande y excelente" (Ensay os, v ol. I, cap. XLII). No pretenden decir más los que siguen af irmando la desigualdad humana: ella será en el porv enir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de Montaigne. Hay hombres mentalmente inf eriores al término -asedio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros f luctúa una gran masa imposible de caracterizar por inf erioridades o excelencias. Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en v ano buscaríase en ellos la arista def inida, la pincelada f irme,
  • 6. el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; indiv idualmente no merecen el desprecio, que f ustiga a los perv ersos, ni la apología, reserv ada a los v irtuosos. Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que of rece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia. No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus v irtudes o por sus obras. Otro f ue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el may or bienestar del hombre, enalteció los goces de un v iv ir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es v erdadera y conf irma el remoto prov erbio árabe: "Un mediano bienestar tranquilo es pref erible a la opulencia llena de preocupaciones". Inf erir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en v ersos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poetas mediocres: Mediocribus esse poetis Non di, non homines, non concessere columnae. Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué subv ertiríamos el sentido de aurea mediocritas clásico? ¿Por qué suprimir desniv eles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la naturaleza? No concebimos el perf eccionamiento social como un producto de la unif ormidad de todos los indiv iduos, sino como la combinación armónica de originalidades incesantemente multiplicadas, Todos los enemigos de la dif erenciación v ienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como un def ecto imperdonable. Los que tal sentencian inclínanse a conf undir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la signif icación de los v ocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Af irmemos que son antagonistas. El sentido común es colectiv o, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es indiv idual, siempre innov ador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la serv idumbre y la aristocracia naturales. De esa insalv able heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios f rente a cualquier destello original; estrechan sus f ilas para def enderse, como si f ueran crímenes las dif erencias. Esos desniv eles son un postulado f undamental de la psicología. Las costumbres y las ley es pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superf icie de un océano. II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD Indiv idualmente considerada, la mediocridad podrá def inirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al indiv iduo en su sociedad. Ésta of rece a todos un mismo f ardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se rev ela por el bajo niv el de las opiniones colectiv as. La personalidad indiv idual comienza en el punto preciso donde cada uno se dif erencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motiv o, al clasif icar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adv enticios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. "Indif erentes" ha llamado Ribot a los que v iv en sin que se adv ierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen v oz, sino eco. No hay líneas def inidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra. Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en v ano, como contrabandistas de la v ida. Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuy a superf icie v ivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra v ida no es digna de ser v iv ida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perf ección y perseguirla. Las existencias v egetativ as no tienen biograf ía: en la historia de su sociedad sólo v iv e el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La v ida v ale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha v iv ido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la v ejez, pero no dicen cuánta juv entud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el priv ilegio de quienes las hacen sobrev iv ientes a los siglos, y por ellas se mide. El poder que se maneja, los f av ores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto v alor ef ímero que puede satisf acer los apetitos del que no llev a en sí mismo, en sus v irtudes intrínsecas, las f uerzas morales que embellecen y calif ican la v ida; la af irmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignif icación de nuestro y o. Viv ir es aprender, para ignorar menos; es amar, para v incularnos a una parte may or de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esf uerzo por mejorarse, un incesante af án de elev ación hacia ideales def inidos. Muchos nacen; pocos v iv en. Los hombres sin personalidad son innumerables y v egetan moldeados por el medio, como cera f undida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativ a como unidades sociales. El hombre de f ino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo parece quieta superf icie, como en las ciénagas. La f alta de personalidad hace, a éstos, incapaces de iniciativ a y de resistencia. Desf ilan inadv ertidos, sin aprender ni enseñar, diluy endo en tedio su insipidez, v egetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada calif ican y para nada cuentan. Su f alta de robustez moral háceles ceder a la más lev e presión, suf rir todas las inf luencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por el más lev e céf iro o rev olcados por la ola menuda de un arroy uelo. Barcos de amplio v elamen, pero sin timón, no saben adiv inar su propia ruta: ignoran si irán a v arar en una play a arenosa o a quedarse estrellados contra un escollo. Están en todas partes, aunque en v ano buscaríamos uno solo que se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuy e alguna v irtud, cierto talento o un f irme carácter? Muchos cerebros torpes se env anecen de su testarudez. Conf undiendo la parálisis con la f irmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desv ergüenza, equiv ocándolas con el ingenio; los serv iles y los parapoco pav onéanse de honestas, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno conf undirse con la v irtud. Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy suya. Ninguno adv ierte que la sociedad le ha sometido a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un denominador común: la mediocridad. Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perf ección, ciegos a los astros. Existe una v astísima bibliografía acerca de los inf eriores e insuf icientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento, amén de que la historia y el arte conv ergen a mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre. Toca al psicólogo disecar su mente con f irme escalpelo, como a los cadáv eres el prof esor eternizado por Rembrandt en la Lección de anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su v erdad a cuantos le rodean. ¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirv e? Su etopey a constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral. III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE Con div ersas denominaciones, y desde puntos de v ista heterogéneos, se ha intentado algunas v eces def inir al hombre sin personalidad. La f ilosof ía, la estadística, la antropología, la psicología. la estética y la moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos exactos; no se ha adv ertido, sin embargo, el v alor esencialmente social de la mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad humana- sólo puede def inirse en relación a la sociedad en que v iv e, y por su f unción social. Si pudiéramos medir los v alores indiv iduales, graduarían-, se ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y escasos, observ aríamos una masa abundante de sujetos, más o menos equiv alentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo de la humanidad, el Hombre normal que buscara y a Aristóteles; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Medianía, en ef ecto, no es sinónimo de normalidad. El hombre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las especies v iv ientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados
  • 7. sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy , ni en el porv enir. Morel se equiv ocaba, por olv idar eso, al concebirlo como un ejemplar de la "edición princeps" de la Humanidad, lanzada a la circulación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa def inía la degeneración, en todas sus f ormas, como una div ergencia patológica del perf ecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitiv o había un paso; alejáronse, f elizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que ev oluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no f ue perf ecto en su origen, ni consiste su perf ección en v olv er a las f ormas ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así, renov aríamos las div ertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por Adán y del paraíso perdido... Quételet pretendió f ormular una doctrina antropológica o social acerca del Hombre medio: su ensay o es una inquisición estadística complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat v irtus. No incurriremos en el y erro de admitir que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos f ísicos o morales que representen un término medio de los observ ados en la especie humana. En ese sentido sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún indiv iduo de existencia real. El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativ o a determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor "marcan el paso", los que se alinean con más exactitud en las f ilas de un conv encionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasiv idad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo conf undir a los grandes equilibrados, a Leonardo y a Goethe, con los amorf os? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza v acía. El hombre sin personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativ os, a la manera de Carly le o Émerson, más los hay en repetir esas f ábulas que permitirían mirar como una aberración toda excelencia del carácter, de la v irtud y del intelecto. Bov io ha señalado este grave y erro, pintando al hombre medio con rasgos psicológicos precisos: "Es dócil, acomodaticio a todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las temperaturas de un día v ariable, av isado para los negocios, resistente a las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esf era y ungido por una f eliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no llev a en sí las f uerzas del equilibrio. Equilibrista no signif ica equilibrado. Ése es el prejuicio más grav e, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado". En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio se establece entre cualidades poco dignas de admiración, cuy a resultante prov oca más lástima que env idia. Alguna v ez recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en ef ecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráf ica a la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: "¿Cuál es el hombre normal?" La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores. Lejos de alabar sus v irtudes, trazaba un cuadro de caracteres negativ os y estériles: "Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, af errado a sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico". O, en más brev es palabras, (ruges consumere natus, que dijo el poeta latino. Con ligeras v ariantes, esa def inición ev oca la del Filisteo: "Producto de la costumbre, desprov isto de f antasía, ornado por todas las v irtudes de la mediocridad, llev ando una v ida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellev ando con paciencia conmov edora todo el f ardo de prejuicios que heredó de sus antepasados". En estas líneas ref léjanse las inv ectivas, ya clásicas, de Heine contra la mentalidad que él creía corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus Af orismos, def inió el perf ecto f ilisteo como un ser que se deja engañar por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado de someterse a las f arsas mundanas. A esas def iniciones del hombre medio pueden aproximarse otras de carácter intelectual o estético, no exentas de interés, aunque unilaterales. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación a pensar a ras de tierra. Mediocre correspondería a Burgués, por contraposición a Artista. Flaubert lo def inió como "un hombre que piensa bajamente". Juzgado con ese criterio, le parece detestable. Tal resulta en la magníf ica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó a admirar Rubén Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en f ilosof ía, en política o en literatura, se llama un ecléctico, un justo medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su v ida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequív oco, es su def erencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre. Juzga a los hombres como los oy e juzgar. Rev erenciará a su más cruel adv ersario, si éste se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativ as. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son of iciales. Esa def inición descriptiv a – análoga a las que repitiera Barbey D'Aurev illy -, posee muy sugestiva elocuencia, aunque parte de premisas estéticas para llegar a conclusiones morales. El "hombre normal" de Bov io y Lombroso, corresponde al "f ilisteo" de Heine y de Schopenhauer, aproximándose ambos al "burgués" antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurev illy . Pero, f uerza es reconocerlo, tales def iniciones son inseguras desde el punto de v ista de la psicología social; conv iene buscar una más exacta e inequív oca, abordando el problema por otros caminos. IV. CONCEPTO SOCIAL DE LA MEDIOCRIDAD Ningún hombre es excepcional en todas sus aptitudes; pero no podría af irmarse que son mediocres, a carta cabal, los que no descuellan en ninguna. Desf ilan ante nosotros como simples ejemplares de historia natural, con tanto derecho como los genios y los imbéciles. Existen: hay que estudiarlos. El moralista dirá, después, si la mediocridad es buena o mala; al psicólogo, por ahora, le es indif erente; observ a los caracteres en el medio social en que v iv en, los describe, los compara y los clasif ica de igual manera que otras naturalistas observ an f ósiles en un lecho de río o mariposas en la corola de una f lor. No obstante las inf initas dif erencias indiv iduales, existen grupos de hombres que pueden englobarse dentro de tipos comunes; tales clasif icaciones, simplemente aproximativ as, constituyen la ciencia de los caracteres humanos, la Etología, que reconoce en Teof rasto su legítimo progenitor. Los antiguos f undábanla sobre los temperamentos; los modernos buscan sus bases en la preponderancia de ciertas f unciones psicológicas. Esas clasif icaciones, admisibles desde algún punto de v ista especial, son insuf icientes para el nuestro. Si observ amos cualquier sociedad humana, el v alor de sus componentes resulta siempre relativ o al conjunto: el hombre es un valor social. Cada indiv iduo es el producto de dos f actores: la herencia y la educación. La primera tiende a prov eerle de los órganos y las f unciones mentales que le transmiten las generaciones precedentes; la segunda es el resultado de las múltiples inf luencias del medio social en que el indiv iduo está obligado a v iv ir. Esta acción educativ a es, por consiguiente, una adaptación de las tendencias hereditarias a la mentalidad colectiv a: una continua aclimatación del indiv iduo en la sociedad. El niño desarróllase como un animal de la especie humana, hasta que empieza a distinguir las cosas inertes de los seres v iv os y a reconocer entre éstos a sus semejantes. Los comienzos de su educación son, entonces, dirigidos por las personas que le rodean, tornándose cada v ez más decisiv a la inf luencia del medio; desde que ésta predomina, ev oluciona como un miembro de su sociedad y sus hábitos se organizan mediante la imitación. Más tarde, las v ariaciones adquiridas en el curso de su experiencia indiv idual pueden hacer que el hombre se caracterice como una persona diferenciada dentro de la sociedad en que v iv e. La imitación desempeña un papel amplísimo, casi exclusiv o, en la f ormación de la personalidad social; la inv ención produce, en cambio, las v ariaciones indiv iduales. Aquélla es conserv adora y actúa creando hábitos; ésta es ev olutiv a y se desarrolla mediante la imaginación. La div ersa adaptación de cada indiv iduo a su medio depende del equilibrio entre lo que imita y lo que inv enta. Todos no pueden inv entar o imitar de la misma manera, pues esas aptitudes se ejercitan sobre la base de cierta capacidad congénita, inicialmente desigual, recibida mediante la herencia psicológica. El predominio de la v ariación determina la originalidad. Variar es ser alguien, dif erenciarse es tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al f in, de que no se v iv e como simple ref lejo de los demás. La f unción capital del hombre mediocre es la paciencia imitativ a; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a. conf undirse en los que le rodean; el original tiende a dif erenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la desconf ianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un hombre que aspira a pensar con su cabeza. Podemos recapitular. Considerando a cada indiv iduo con relación a su medio, tres elementos concurren a f ormar su personalidad: la herencia biológica, la imitación social y la v ariación indiv idual. Todos, al nacer, reciben como herencia de la especie los elementos para adquirir una personalidad específica. El hombre inferior es un animal humano; en su mentalidad enseñoréanse las tendencias instintivas condensadas por la herencia y que constituy en el "alma de la especie". Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio social en que v iv e; su personalidad no se desarrolla hasta el niv el corriente, v iv iendo por debajo de la moral o de la cultura dominante, y en muchos casos f uera de la legalidad. Esa
  • 8. insuf iciente adaptación determina su incapacidad para pensar como los demás y compartir las rutinas comunes. Los más, mediante la educación imitativ a, copian de las personas que los rodean una personalidad social perf ectamente adaptada. El hombre mediocre es una sombra proy ectada por la sociedad; es por esencia imitativ o y está perf ectamente adaptado para v iv ir en rebaño, ref lejando las rutinas, prejuicios y dogmatismos reconocidamente útiles para la domesticidad. Así como el inf erior hereda el "alma de la especie", el mediocre adquiere el "alma de la sociedad". Su característica es imitar a cuantos le rodean: pensar con cabeza ajena y ser incapaz de f ormarse ideales propios. Una minoría, además de imitar la mentalidad social, adquiere v ariaciones propias, una personalidad individual, netamente dif erenciada. El hombre superior es un accidente prov echoso para la ev olución humana. Es original e imaginativo, desadaptándose del medio social en la medida de su propia v ariación. Ésta se sobrepone a atributos hereditarios del "alma de la especie" y a las adquisiciones imitativ as del "alma de la sociedad", constituy endo las aristas singulares del "alma indiv idual", que le distinguen dentro de la sociedad. Es precursor de nuev as f ormas de perf ección, piensa mejor que el medio en que v iv e y puede sobreponer ideales suy os a las rutinas de los demás. V. EL ESPIRITU CONSERVADOR Todo lo que existe es necesario. Cada hombre posee un v alor de contraste, si no lo tiene de af irmación; es un detalle necesario en la inf inita ev olución del proto-hombre al super-hombre. Sin la sombra ignoraríamos el v alor de la luz. La inf amia nos induce a respetar la v irtud; la miel no sería dulce si el acíbar no enseñara a paladear la amargura; admiramos el v uelo del águila porque conocemos el arrastramiento de la oruga; encanta más el gorjeo del ruiseñor cuando se ha escuchado el silbido de la serpiente. El mediocre representa un progreso, comparado con el imbécil, aunque ocupa su rango si lo comparamos con el genio: sus idiosincrasias sociales son relativ as al medio y al momento en que actúa. De otra manera, si f uera intrínsecamente inútil, no existiría: la selección natural habríale exterminado. Es necesario para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no bastaría, para crearlo, alinear todos los v ocablos que y acen en el diccionario; el estilo comienza donde aparece la originalidad indiv idual. Todos los hombres de personalidad f irme y de mente creadora, sea cual f uere su escuela f ilosóf ica o su credo literario, son hostiles a la mediocridad. Toda creación es un esf uerzo original; la historia conserv a el nombre de pocos iniciadores y olv ida a innúmeros secuaces que los imitan. Los v isionarios de v erdades nuev as, los apóstoles de moral, los innov adores de belleza -desde Renán y Hugo hasta Guy au y Flaubert-, la miran como un obstáculo con que el pasado obstruy e el adv enimiento de su labor renov adora. Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una justif icación, como todo lo que existe por necesidad. El eterno contraste de las f uerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiv a: el espíritu conserv ador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía. Bellas páginas le consagró Dorado. Cree imposible div idir la humanidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los otros en todo rutinarios; si así f uera, no sabría decirse cuáles interpretan mejor la v ida. No es f actible un vivir inmóvil de gentes todas conservadoras, ni lo es un inestable ajetreo de rebeldes e insumisos, para quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse. Es v erosímil que ambas f uerzas sean igualmente imprescindibles. Obligados a elegir, ¿daríamos pref erencia a una actitud conserv adora? La originalidad necesita un contrapeso robusto que prev enga sus excesos; habría ligereza en f ustigar a los hombres metódicos y de paso tardío, si ellos constituy eran los tejidos sociales más resistentes, soporte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos elementos sociales se sirven mutuamente de sostén; en v ez de mirarse como enemigos debieran considerarse cooperadores de una, obra única, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si f altara contra quien rebelarse. Y, sin los innov adores, ¿quién empujaría el carro de la v ida sobre el que v an aquéllos tan satisf echos? En v ez de combatirse, ambas partes debieran entender que ninguna tendría motiv o de existir como la otra no existiese. El conserv ador sagaz puede bendecir al rev olucionario, tanto como éste a él. He aquí una nuev a base para la tolerancia: cada hombre necesita de su enemigo. Si tuv ieran igual razón de ser los imitadores y los originales, como arguy e el pensador español, su justif icación estaría hecha. Ser mediocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los que sacan a su v ida el may or jugo y procuran pasar lo mejor posible sus cortos días sobre la tierra, sin consagrar una hora a su propio perf eccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las generaciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal v ez, los que piensan en sí y v iven para los demás: los abnegados y los altruistas, los que sacrif ican sus goces y f uerzas en benef icio ajeno, renunciando a sus comodidades y aun a su v ida, como suele ocurrir? Por indef ectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de nuestros esf uerzos, es imposible dejar de v iv ir en el presente, pensando en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones v enideras están las actuales; otrora f ueron f uturas y para ellas trabajaron las pasadas. Este razonamiento, aunque un tanto sanchesco, sería respetable, si colocáramos el problema en el terreno abstracto del hombre extrasocial, es decir, f uera de toda sanción presente y f utura. Ev identemente, cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; haciendo abstracción de toda moralidad, tendría tan poca culpa de su delito el asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el holgazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el av aro, todos lo son a pesar suy o; no lo serían si el equilibrio entre su temperamento y la sociedad lo impidiesen. ¿Por qué, entonces, la humanidad admira a los santos, a los genios y a los héroes, a todos los que inv entan, enseñan o plasman, a los que piensan en el porv enir, lo encarnan en un ideal o f orjan un imperio, a Sócrates y a Crislo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington? Los aplaude, porque toda la sociedad tiene, implícita, una moral, una tabla propia de v alores que aplica para juzgar a cada uno de sus componentes, no y a según las conv eniencias indiv iduales, sino según su utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso está en los ideales de perf ección que se denominan genio, heroísmo y santidad. La imitación conserv adora debe, pues, ser juzgada por su f unción de resistencia, destinada a contener el impulso creador de los hombres superiores y las tendencias destructiv as de los sujetos antisociales. En el prolegómeno de su ensay o sobre el genio y el talento, Nordau hace su elogio irónico; para toda mente elev ada el f ilisteo es la bestia negra y en esa hostilidad v e una ev idente ingratitud. Le parece útil; con un poco de benev olencia llegaría a concederle esa relativ a belleza de las cosas perf ectamente adaptadas a su objeto. Es el f ondo de perspectiv a en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve adquirido por las f iguras que ocupan el primer plano. Los ideales de los hombres superiores permanecerían en estado de quimeras si no f ueren recogidos y realizados por f ilisteos, desprov istos de iniciativas personales, que v iv en esperando -con encantadora ausencia de ideas propias -los impulsos y las sugestiones de los cerebros luminosos. Es v erdad que el rutinario no cede f ácilmente a las instigaciones de los originales; pero, su misma inercia es garantía de que sólo recoge las ideas de probada conv eniencia para el bienestar social. Su gran culpa consiste en que se le encuentra sin necesidad de buscarlo; su número es inmenso. A pesar de todo, es necesario; constituy e el público de esta comedia humana en que los hombres superiores av anzan hasta las candilejas, buscando su aplauso y su sanción. Nordau llega hasta decir con f ina ironía: "Cada v ez que algunos hombres de genio se encuentren reunidos en torno de una mesa de cerv ecería, su primer brindis, en v irtud del derecho y de la moral, debiera ser para el f ilisteo". Es tan exagerado ese criterio irónico que proclama su conspicuidad, como el criterio estético que lo relega a la más baja esf era mental, conf undiéndolo con el hombre inf erior. Indiv idualmente considerado a través del lente moral estético, es una entidad negativ a; pero tomados los mediocres en su conjunto, puede reconocérseles f unciones de lastre, indispensables para el equilibrio de la sociedad. Merecen esa justicia. ¿La continuidad de la v ida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativ os, capaces de conserv ar los hábitos rutinarios que la sociedad les transf unde mediante la educación? El mediocre no inv enta nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, def endiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores. Los hombres sin ideales desempeñan en la historia humana el mismo papel que la herencia en la ev olución biológica: conserv an y transmiten las v ariaciones útiles para la continuidad del grupo social. Constituy en una f uerza destinada a contrastar el poder disolv ente de los inf eriores y a contener las anticipaciones atrev idas de los v isionarios. La cohesión del conjunto los necesita, como un mosaico bizantino al cemento que lo sostiene. Pero -hay que decirlo- el cemento no es el mosaico. Su acción sería nula sin el esf uerzo f ecundo de los originales, que inv entan lo imitado después por ellos. Sin los mediocres no habría estabilidad en las sociedades; pero sin los superiores no puede concebirse el progreso, pues la civ ilización sería inexplicable en una raza constituida por hombres sin iniciativa. Ev olucionar es v ariar; solamente se v aría mediante la inv ención. Los hombres imitativ os limítanse a atesorar las conquistas de los originales; la utilidad del rutinario está subordinada a la existencia del idealista, como la f ortuna de los libreros estriba en el ingenio de los escritores. El "alma social" es una empresa anónima que explota las creaciones de las mejores "almas indiv iduales", resumiendo las experiencias adquiridas y enseñadas por los innov adores. Son la minoría, éstos; pero son lev aduras de may orías v enideras. Las rutinas def endidas hoy por los mediocres son simples glosas colectiv as de ideales, concebidos ay er por hombres originales. El grueso del
  • 9. rebaño social v a ocupando, a paso de tortuga, las posiciones atrev idamente conquistadas mucho antes por sus centinelas perdidos en la distancia; y éstos y a están muy lejos cuando la masa cree asentar el paso a su retaguardia. Lo que ay er f ue ideal contra una rutina, será mañana rutina, a su v ez, contra otro ideal. Indef inidamente, porque la perf ectibilidad es indef inida. Si los hábitos resumen la experiencia pasada de pueblos y de hombres, dándoles unidad, los ideales orientan su experiencia v enidera y marcan su probable destino. Los idealistas y los rutinarios son f actores igualmente indispensables, aunque los unos recelen de los otros. Se complementan en la ev olución social, magüer se miren con oblicuidad. Si los primeros hacen más para el porv enir, los segundos interpretan mejor el pasado. La ev olución de una sociedad, espoleada por el af án de perf ección y contenida por tradiciones dif ícilmente remov ibles, detendríase para siempre sin el uno y suf riría sobresaltos bruscos sin las otras. VI. PELIGROS SOCIALES DE LA MEDIOCRIDAD La psicología de los hombres mediocres caracterizase por un riesgo común: la incapacidad de concebir una perf ección, de f ormarse un ideal. Son rutinarios, honestos y mansos; piensan con la cabeza de los demás, comparten la ajena hipocresía moral y ajustan su carácter a las domesticidades conv encionales. Están f uera de su órbita el ingenio, la v irtud y la dignidad, priv ilegios de los caracteres excelentes; suf ren de ellos y los desdeñan. Son ciegos para las auroras; ignoran la quimera del artista, el ensueño del sabio y la pasión del apóstol. Condenados a v egetar, no sospechan que existe el inf inito más allá de sus horizontes. El horror de lo desconocido los ata a mil prejuicios, tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad; carecen de iniciativ a y miran siempre al pasado, como si tuv ieran los ojos en la nuca. Son incapaces de v irtud; no la conciben o les exige demasiado esf uerzo. Ningún af án de santidad alborota la sangre en su corazón; a v eces no delinquen por cobardía ante el remordimiento. No v ibran a las tensiones más altas de la energía; son f ríos, aunque ignoren la serenidad; apáticos sin ser prev isores; acomodaticios siempre, nunca equilibrados. No saben estremecerse de escalof río bajo una tierna caricia, ni abalanzarse de indignación ante una of ensa. No v iv en su v ida para sí mismos, sino para el f antasma que proy ectan en la opinión de sus similares. Carecen de línea; su personalidad se borra como un trazo de carbón bajo el esf umino, hasta desaparecer. Trocan su honor por una prebenda y echan llav e a su dignidad por ev itarse un peligro; renunciarían a v ivir antes que gritar la v erdad f rente al error de muchos. Su cerebro y su corazón están entorpecidos por igual, como los polos de un imán gastado. Cuando se arrebañan son peligrosos. La f uerza del número suple a la f ebledad indiv idual: acomúnanse por millares para oprimir a cuantos desdeñan encadenar su mente con los eslabones de la rutina. Substraídos a la curiosidad del sabio por la coraza de su insignif icancia, f ortifícanse en la cohesión del total; por eso la mediocridad es moralmente peligrosa y su conjunto es nociv o en ciertos momentos de la historia: cuando reina el clima de la mediocridad. Épocas hay en que el equilibrio social se rompe en su f av or. El ambiente tórnase ref ractario a todo af án de perf ección; los ideales se agostan y la dignidad se ausenta; los hombres acomodaticios tienen su primav era f lorida. Los estados conv iértense en mediocracias; la f alta de aspiraciones que mantengan alto el niv el de moral y de cultura, ahonda la ciénaga constantemente. Aunque aislados no merezcan atención, en conjunto constituy en un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmov ibles. Subv ierten la tabla de los v alores morales, f alseando nombres, desv irtuando conceptos: pensar es un desv arío, la dignidad es irrev erencia, es lirismo la justicia, la sinceridad es tontera, la admiración una imprudencia, la pasión ingenuidad, la v irtud una estupidez. En la lucha de las conv eniencias presentes contra los ideales f uturos, de lo v ulgar contra lo excelente, suele v erse mezclado el elogio de lo subalterno con la dif amación de lo conspicuo, sabiendo que el uno y la otra conmuev en por igual a los espíritus arrocinados. Los dogmatistas y los serv iles aguzan sus silogismos para f alsear los v alores en la conciencia social; v iv en en la mentira, comen de ella, la siembran, la riegan, la podan, la cosechan. Así crean un mundo de v alores f icticios que f avorece la culminación de los obtusos; así tejen su sorda telaraña en torno de los genios, los santos y los héroes, obstruy endo en los pueblos la admiración de la gloria. Cierran el corral cada v ez que cimbra en las cercanías el aletazo inequív oco de un águila. Ningún idealismo es respetado. Si un f ilósof o estudia la v erdad, tiene que luchar contra los dogmatistas momif icados; si un santo persigue la v irtud se astilla contra los prejuicios morales del hombre acomodaticio; si el artista sueña nuev as f ormas, ritmos o armonías, ciérranle el paso las reglamentaciones of iciales de la belleza; si el enamorado quiere amar escuchando su corazón, se estrella contra las hipocresías del conv encionalismo; si un juv enil impulso de energía llev a a inv entar, a crear, a regenerar, la v ejez conserv adora atájale el paso; si alguien, con gesto decisiv o, enseña la dignidad, la turba de los serv iles le ladra; al que toma el camino de las cumbres, los env idiosos le carcomen la reputación con saña malév ola; si el destino llama a un genio, a un santo o a un héroe para reconstituir una raza o un pueblo, las mediocracias tácitamente regimentadas le resisten para encumbrar sus propios arquetipos. Todo idealismo encuentra en esos climas su Tribunal del Santo Of icio. VII. LA VULGARIDAD La v ulgaridad es el aguaf uerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo v ulgar; basta insistir en los rasgos suav es de la acuarela para tener el aguaf uerte. Diríase que es una rev iv iscencia de antiguos atav ismos. Los hombres se v ulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que f ue mediocridad en las generaciones ancestrales: los v ulgares son mediocres de razas primitiv as: habrían sido perf ectamente adaptados en sociedades salv ajes, pero carecen de la domesticación que los conf undiría con sus contemporáneos. Si conserv a una dócil aclimatación en su rebaño, el mediocre puede ser rutinario, honesto y manso, sin ser decididamente v ulgar. La v ulgaridad es una acentuación de los estigmas comunes a todo ser gregario; sólo f lorece cuando las sociedades se desequilibran en desf avor del idealismo. Es el renunciamiento al pudor de lo innoble. Ningún ajetreo original la conmuev e. Desdeña el v erbo altiv o y los romanticismos comprometedores. Su mueca es f ofa, su palabra muda, su mirar opaco. Ignora el perf ume de la f lor, la inquietud de las estrellas, la gracia de la sonrisa, el rumor de las alas. Es la inv iolable trinchera opuesta al f lorecimiento del ingenio y del buen gusto; es el altar donde of icia Panurgo y cif ra su ensueño Bertoldo en serv irle de monaguillo. La v ulgaridad es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad; la custodian como al tesoro el av aro. Ponen su may or jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su af renta. Estalla inoportuna en la palabra o en el gesto, rompe en un solo segundo el encanto preparado en muchas horas, aplasta bajo su zarpa toda eclosión luminosa del espíritu. Incolora, sorda, ciega, insensible, nos rodea nos acecha; deléitase en lo grotesco, v iv e en lo turbio, se agita en las tinieblas. Es a la mente lo que son al cuerpo los def ectos f ísicos, la cojera o el estrabismo: es incapacidad de pensar y de amar, incomprensión de lo bello, desperdicio de la v ida, toda la sordidez. La conducta, en sí misma, no es distinguida ni v ulgar; la intención ennoblece los actos, los elev a, los idealiza y , en otros casos, determina su v ulgaridad. Ciertos gestos, que en circunstancias ordinarias serían sórdidos, pueden resultar poéticos, épicos; cuando Cambronne, inv itado por el enemigo a rendirse, responde su palabra memorable, se elev a a un escenario homérico y es sublime. Los hombres v ulgares querrían pedir a Circe los brebajes con que transf ormó en cerdos a los compañeros de Ulises, para recetárselos a todos los que poseen un ideal. Los hay en todas partes y siempre que ocurre un recrudecimiento de la mediocridad: entre la púrpura lo mismo que entre la escoria, en la av enida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las univ ersidades y en los pesebres. En ciertos momentos osan llamar ideales a sus apetitos, como si la urgencia de satisf acciones inmediatas pudiera conf undirse con el af án de perf ecciones inf initas. Los apetitos se hartan; los ideales nunca. Repudian las cosas líricas porque obligan a pensamientos muy altos y a gestos demasiado dignos. Son incapaces de estoicismos: su f rugalidad es un cálculo para gozar más tiempo de los placeres, reserv ando may or perspectiv a de goces para la v ejez impotente. Su generosidad es siempre dinero dado a usura. Su amistad es una complacencia serv il o una adulación prov echosa. Cuando creen practicar alguna v irtud, degradan la honestidad misma, af eándola con algo de miserable o bajo que la macula. Admiran el utilitarismo egoísta, inmediato, menudo, al contado. Puestos a elegir, nunca seguirán el camino que les indique su propia inclinación, sino el que les marcaría el cálculo de sus iguales. Ignoran que toda grandeza de espíritu exige la complicidad del corazón. Los ideales irradian siempre un gran calor; sus prejuicios, en cambio, son f ríos, porque son ajenos. Un pensamiento no f ecundado por la pasión es como los soles de inv ierno; alumbran pero, bajo sus ray os se puede morir helado. La bajeza del propósito rebaja el mérito de todo esf uerzo y aniquila las cosas elev adas. Excluy endo el ideal queda suprimida la posibilidad de lo sublime. La v ulgaridad es un cierzo que hiela todo germen de poesía capaz de embellecer la v ida. El hombre sin ideales hace del arte un of icio, de la ciencia un comercio, de la f ilosof ía un instrumento, de la v irtud una empresa, de la caridad una f iesta, del placer un sensualismo. La v ulgaridad transf orma el amor de la v ida en pusilanimidad, la prudencia en cobardía, el orgullo en v anidad, el respeto en serv ilismo. Lleva a la ostentación. a la av aricia, a la f alsedad, a la av idez, a la simulación; detrás del hombre mediocre asoma el antepasado salv aje que conspira en su interior acosado por el hambre de atáv icos instintos y sin otra aspiración que el hartazgo.
  • 10. En esas crisis, mientras la mediocridad tórnase atrev ida y militante, los idealistas v iv en desorbitados, esperando otro clima. Enseñan a purif icar la conducta en el f iltro de un ideal; imponen su respeto a los que no pueden concebirlo. En el culto de los genios, de los santos y de los héroes, tienen su arma; despertándolo, señalando ejemplos a las inteligencias y a los corazones, puede amenguarse la omnipotencia de la v ulgaridad, porque en toda larv a sueña, acaso, una mariposa. Los hombres que v iv ieron en perpetuo f lorecimiento de v irtud, rev elan con su ejemplo que la v ida puede ser intensa y conserv arse digna; dirigirse a la cumbre, sin encharcarse en lodazales tortuosos; encresparse de pasión, tempestuosamente, como el océano, sin que la v ulgaridad enturbie las aguas cristalinas de la ola, sin que el rutilar de sus f uentes sea opacado por el limo. En la meditación de v iaje, oy endo silbar el v iento entre las jarcias, la humanidad nos pareció como un v elero que cruza el tiempo inf inito, ignorando su punto de partida y su destino remoto. Sin v elas, sería estéril la pujanza del v iento; sin v iento, de nada serv irían las lonas más amplias. La mediocridad es el complejo v elamen de las sociedades, las resistencias que éstas oponen al v iento para utilizar su pujanza; la energía que inf la las v elas, y arrastra el buque entero, y lo conduce, y lo orienta, son los idealistas: siempre resistidos por aquélla. Así - resistiéndolos, como las v elas al v iento-, los rutinarios aprov echan el empuje de los creadores. El progreso humano es la resultante de ese contraste perpetuo entre masas inertes y energías propulsoras. CAPÍTULO II LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL I. El hombre rutinario. - II. Los estigmas de la mediocridad intelectual. - III. La maledicencia: una alegoría de Botticelli. - IV. El sendero de la gloria. I. EL HOMBRE RUTINARIO La Rutina es un esqueleto f ósil cuy as piezas resisten a la carcoma de los siglos. No es hija de la experiencia; es su caricatura. La una es f ecunda y engendra v erdades; estéril la otra y las mata. En su órbita giran los espíritus mediocres. Ev itan salir de ella y cruzar espacios nuev os; repiten que es pref erible lo malo conocido a lo bueno por conocer. Ocupados en disf rutar lo existente, cobran horror a toda innov ación que turbe su tranquilidad y les procure desasosiegos. Las ciencias, el heroísmo, las originalidades, los inv entos, la v irtud misma, parécenles instrumentos del mal, en cuanto desarticulan los resortes de sus errores: como en los salv ajes, en los niños y en las clases incultas. Acostumbrados a copiar escrupulosamente los prejuicios del medio en que v iv en, aceptan sin contralor las ideas destiladas en el laboratorio social: como esos enf ermos de estómago inserv ible que se alimentan con substancias y a digeridas en lo f rascos de las f armacias. Su impotencia para asimilar ideas nuev as los constriñe a f recuentar las antiguas. La Rutina, síntesis de todos los renunciamientos, es el hábito de renunciar a pensar. En los rutinarios todo es menor esf uerzo; la acidia aherrumbra su inteligencia. Cada hábito es un riesgo, porque la f amiliaridad av iene a las cosas detestables y a las personas indignas. Los actos que al principio prov ocaban pudor, acaban por parecer naturales; el ojo percibe los tonos v iolentos como simples matices, el oído escucha las mentiras con igual respeto que las v erdades, el corazón aprende a no agitarse por torpes acciones. Los prejuicios son creencias anteriores a la observ ación; los juicios, exactos o erróneos, son consecutivos a ella. Todos los indiv iduos poseen hábitos mentales; los conocimientos adquiridos f acilitan los v enideros y marcan su rumbo. En cierta medida nadie puede substraérseles. No son exclusiv os de los hombres mediocres; pero en ellos representan siempre una pasiv a obsecuencia al error ajeno. Los hábitos adquiridos por los hombres originales son genuinamente suy os, le son intrínsecos: constituy en su criterio cuando piensan y su carácter cuando actúan; son indiv iduales e inconf undibles. Dif ieren substancialmente de la Rutina, que es colectiv a y siempre perniciosa, extrínseca al indiv iduo, común al rebaño: consiste en contagiarse los prejuicios que inf estan la cabeza de los demás. Aquéllos caracterizan a los hombres; ésta empaña a las sombras. El indiv iduo se plasma los primeros; la sociedad impone la segunda. La educación of icial inv olucra ese peligro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en cerebros distintos. La acechanza persiste en el inev itable trato mundano con hombres rutinarios. El contagio mental f lota en la atmósf era y acosa por todas partes; nunca se ha v isto un tonto originalizado por contigüidad y es f recuente que un ingenio se amodorre entre pazguatos. Es más contagiosa la mediocridad que el talento. Los rutinarios razonan con la lógica de los demás. Disciplinados por el deseo ajeno, encalónanse en su casillero social y se catalogan como reclutas en las f ilas de un regimiento. Son dóciles a la presión del conjunto, maleables bajo el peso de la opinión pública que los achata como un inf lexible laminador. Reducidos a v anas sombras, v iv en del juicio ajeno; se ignoran a sí mismos, limitándose a creerse como los creen los demás. Los hombres excelentes, en cambio, desdeñan la opinión ajena en la justa proporción en que respetan la propia, siempre más sev era, o la de sus iguales. Son zaf ios, sin creerse por ello desgraciados. Si no presumieran de razonables, su absurdidad enternecería. Oy éndoles hablar una hora parece que ésta tuv iese mil minutos. La ignorancia es su v erdugo, como lo f ue otrora del sierv o y lo es aún del salv aje; ella los hace instrumentos de todos los f anatismos, dispuestos a la domesticidad, incapaces de gestos dignos. Env iarían en comisión a un lobo y un cordero, sorprendiéndose sinceramente si el lobo v olv iera solo. Carecen de buen gusto y de aptitud para adquirirlo. Si el humilde guía de museo no los detiene con insistencia, pasan indif erentes junto a una madona del Angélico o un retrato de Rembrandt; a la salida se asombran ante cualquier escaparate donde hay a oleograf ías de toreros españoles o generales americanos. Ignoran que el hombre v ale por su saber; niegan que la cultura es la más honda f uente de la v irtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esf uerzo, como esas mulas que por la costumbre de marchar al paso han perdido el uso del galope. Su incapacidad de meditar acaba por conv encerles de que no hay problemas dif íciles y cualquier ref lexión paréceles un sarcasmo; pref ieren conf iar en su ignorancia para adiv inarlo todo. Basta que un prejuicio sea inv erosímil para que lo acepten y lo dif undan; cuando creen equiv ocarse, podemos jurar que han cometido la imprudencia de pensar. La lectura les produce ef ectos de env enenamiento. Sus pupilas se deslizan f rív olamente sobre centones absurdos; gustan de los más superf iciales, de esos en que nada podría aprender un espíritu claro, aunque resultan bastante prof undos para empantanar al torpe. Tragan sin digerir, hasta el empacho mental: ignoran que el hombre no v iv e de lo que engulle, sino de lo que asimila. El atascamiento puede conv ertirlos en eruditos y la repetición darles hábitos de rumiante. Pero, apiñar datos no es aprender; tragar no es digerir. La más intrépida paciencia no hace de un rutinario un pensador; la v erdad hay que saberla amar y sentir. Las nociones mal digeridas sólo sirv en para atorar el entendimiento. Pueblan su memoria con máximas de almanaque y las resucitan de tiempo en tiempo, como si f ueran sentencias. Su cerebración precaria tartamudea pensamientos adocenados, haciendo gala de simplezas que son la espuma inocente de su tontería. Incapaces de espolear su propia cabeza, renuncian a cualquier sacrif icio, alegando la inseguridad del resultado; no sospechan que "hay más placer en marchar hacia la v erdad que en llegar a ella". Sus creencias, amojonadas por los f anatismos de todos los credos, abarcan zonas circunscritas por supersticiones pretéritas. Llaman ideales a sus preocupaciones, sin adv ertir que son simple rutina embotellada, parodias de razón, opiniones sin juicio. Representan el sentido común desbocado, sin el f reno del buen sentido. Son prosaicos. No tienen af án de perf ección: la ausencia de ideales impídeles poner en sus actos el grano de sal que poetiza la v ida. Satúrales esa humana tontería que obsesionaba a Flaubert insoportablemente. La ha descrito en muchos personajes, tanta parte tiene en la v ida real. Homais y Gournisieu son sus prototipos; es imposible juzgar si es más tonto el racionalismo acometiv o del boticario librepensador o la casuística untuosa del eclesiástico prof esional. Por eso los hizo f elices, de acuerdo con su doctrina: "Ser tonto, egoísta, y tener una buena salud, he ahí las tres condiciones para ser f eliz. Pero si os f alta la primera todo está perdido". Sancho Panza es la encarnación perf ecta de esa animalidad humana: resume en su persona las más conspicuas proporciones de tontería, egoísmo y salud. En hora para él f atídica llega a maltratar a su amo, en una escena que simboliza el desbordamiento v illano de la mediocridad sobre el idealismo. Horroriza pensar que escritores españoles, crey endo mitigar con ello los estragos de la quijotería, hanse tornado apologistas del grosero Panza. oponiendo su bastardo sentido práctico a los quiméricos ensueños del caballero; hubo quien lo encontró cordial, f iel, crédulo, iluso, en grado que lo hiciera un símbolo ejemplar de pueblos. ¿Cómo no distinguir que el uno tiene ideales y el otro apetitos, el uno dignidad y el otro serv ilismo, el uno f e y el otro credulidad, el uno delirios originales de su cabeza y el otro absurdas creencias imitadas de la ajena? A todos respondió con honda emoción el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho, donde el conf licto espiritual entre el señor y el lacay o se resuelv e en la ev ocación de las palabras memorables pronunciadas por el primero: "asno eres y asno has de ser y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la v ida"; dicen los biógraf os que Sancho lloró, hasta conv encerse de que para serlo f altábale solamente la cola. El símbolo es cristiano. La moraleja no lo es menor: f rente a cada f orjador de ideales se alinean impáv idos mil Sanchos, como si para contener el adv enimiento de la v erdad hubieran de complotarse todas las huestes de la estulticia. El resol de la originalidad ciega al hombre rutinario. Huy e de los pensadores alados, albino ante su luminosa rev erberación. Teme embriagarse con el perf ume de su estilo. Si estuv iese en su poder los proscribiría en masa, restaurando la Inquisición o el Terror: aspectos equiv alentes de un mismo celo dogmatista. Todos los rutinarios son intolerantes; su exigua cultura los condena a serlo. Def ienden lo anacrónico y lo absurdo; no permiten que sus opiniones suf ran el contralor de la experiencia. Llaman hereje al que busca una v erdad o persigue un ideal; los negros queman a Bruno y Serv et, los rojos decapitan a Lav oisier y Chenier. Ignoran la sentencia de Shakespeare: "El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende". La tolerancia de los ideales ajenos es v irtud suprema en los que piensan. Es dif ícil para los
  • 11. semicultos; inaccesible. Exige un perpetuo esf uerzo de equilibrio ante el error de los demás; enseña a soportar esa consecuencia legítima de la f alibilidad de todo juicio humano. El que se ha f atigado mucho para f ormar sus creencias, sabe respetar las de los demás. La tolerancia es el respeto en los otros de una v irtud propia; la f irmeza de las conv icciones, ref lexivamente adquiridas, hace estimar en los mismos adv ersarios un mérito cuy o precio se conoce. Los hombres rutinarios desconf ían de su imaginación, santiguándose cuando ésta les atribula con heréticas tentaciones. Reniegan de la v erdad y de la v irtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios; muestran grav e inquietud cuando alguien se atrev e a perturbarlos. Astrónomos hubo que se negaron a mirar el cielo a trav és del telescopio, temiendo v er desbaratados sus errores más f irmes. En toda nuev a idea presienten un peligro; si les dijeran que sus prejuicios son ideas nuev as, llegarían a creerlos peligrosos. Esa ilusión les hace decir paparruchas con la solemne prudencia de augures que temen desorbitar al mundo con sus prof ecías. Pref ieren el silencio y la inercia; no pensar es su única manera de no equiv ocarse. Sus cerebros son casas de hospedaje, pero sin dueño; los demás piensan por ellos, que agradecen en lo íntimo ese f av or. En todo lo que no hay prejuicios def initiv amente consolidados, los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos no saben distinguir la luz de la sombra, coro los palurdos no distinguen el oro del dublé: conf unden la, tolerancia con la cobardía, la discreción con el serv ilismo, la complacencia con la indignidad, la simulación con el mérito. Llaman insensatos a los que suscriben mansamente los errores consagrados y conciliadores a los que renuncian a tener creencias propias: la originalidad en el pensar les produce escalof ríos. Comulgan en todos los altares, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo a sus chaf arrinadas; creen, por eso, descubrir una agudeza particular en el arte de no comprometerse con juicios decisiv os. No sospechan que la duda del hombre superior f ue siempre de otra especie, antes y a de que lo explicara Descartes: es af án de rectif icar los propios errores hasta aprender que toda creencia es f alible y que los ideales admiten perf eccionamientos indef inidos. Los rutinarios, en cambio, no se corrigen ni se desconv encen nunca; sus prejuicios son como los clav os: cuanto más se golpean más se adentran. Se tedian con los escritores que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad en cada f rase, máxime si intentan subordinar el estilo de las ideas; pref ieren las desteñidas lucubraciones de los autores apampanados, exentas de las aristas que dan reliev e a toda f orma y cuy o mérito consiste en transf igurar v ulgaridades mediante barrocos adjetiv os. Si un ideal parpadea en las páginas, si la v erdad hace crujir el pensamiento en las f rases, los libros parécenles material de hoguera; cuando ellos pueden ser un punto luminoso en el porv enir o hacia la perf ección, los rutinarios les desconf ían. La caja cerebral del hombre rutinario es un alhajero v acío. No pueden razonar por sí mismos, como si el seso les f altara. Una antigua ley enda cuenta que cuando el creador pobló el mundo de hombres, comenzó por f abricar los cuerpos a guisa de maniquíes. Antes de lanzarlos a la circulación lev antó sus calotas craneanas y llenó las cav idades con pastas div inas, amalgamando las aptitudes y cualidades del espíritu, buenas y malas. Fuera imprev isión al calcular las cantidades, o desaliento al v er los primeros ejemplares de su obra maestra, quedaron muchos sin mezcla y f ueron env iados al mundo sin nada dentro. Tal legendario origen explicaría la existencia de hombres cuy a cabeza tiene una signif icación puramente ornamental. Viv en de una v ida que no es v iv ir. Crecen y mueren como las plantas. No necesitan ser curiosos ni observ adores. Son prudentes, por def inición, de una prudencia desesperante: si uno de ellos pasara junto al campanario inclinado de Pisa, se alejaría de él, temiendo ser aplastado. El hombre original, imprudente, se detiene a contemplarlo; un genio v a más lejos; trepa al campanario, observ a, medita, ensay a, hasta descubrir las ley es más altas de la f ísica. Galileo. Si la humanidad hubiera contado solamente con los rutinarios, nuestros conocimientos no excederían de los que tuv o el ancestral hominidio. La cultura es el f ruto de la curiosidad, de esa inquietud misteriosa que inv ita a mirar el f ondo de todos los abismos. El ignorante no es curioso; nunca interroga a la naturaleza. Observa Ardigó que las personas v ulgares pasan la v ida entera v iendo la luna en su sitio, arriba, sin preguntarse por qué está siempre allí, sin caerse; más bien creerán que el preguntárselo no es propio de un hombre cuerdo. Dirían que está allí porque es su sitio y encontrarán extraño que se busque la explicación de cosa tan natural. Sólo el hombre de buen sentido, que cometa la incorrección de oponerse al sentido común, es decir, un original o un genio -que en esto se homologan-, puede f ormular la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna está allí y no cae? Ese hombre que osa desconf iar de la rutina es Newton, .un audaz a quien incumbe adiv inar algún parecido entre la pálida lámpara suspendida en el cielo y la manzana que cae del árbol mecido por la brisa. Ningún rutinario habría descubierto que una misma f uerza hace girar la luna hacia arriba y caer la manzana hacia abajo. En esos hombres, inmunes a la pasión de la v erdad, supremo ideal a que sacrif ican su v ida pensadores y f ilósof os, no caben impulsos de perf ección. Sus inteligencias son como las aguas muertas; se pueblan de gérmenes nociv os y acaban por descomponerse. El que no cultiv a su mente, v a derecho a la disgregación de su personalidad. No desbaratar la propia ignorancia es perecer en v ida. Las tierras f értiles se enmalezan cuando no son cultiv adas; los espíritus rutinarios se pueblan de prejuicios, que los esclav izan. II. LOS ESTIGMAS DE LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL En el v erdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oy e decir que sirv e para pensar, cree que estamos locos. Diría que lo estuv o Pascal si leyera sus palabras decisivas: "Puedo concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo" (Pensées; XXIII). Si de esto dedujéramos que quien no piensa no existe, la conclusión le desternillaría de risa. Nacido sin esprit de finesse, desesperaríase en v ano por adquirirlo. Carece de perspicacia adiv inadora; está condenado a no adentrarse en las cosas o en las personas. Su tontería no presenta soluciones de continuidad. Cuando la env idia le corroe, puede atornasolarse de agridulces perv ersidades; f uera de tal caso, diríase que el armiño de su candor no presenta una sola mancha de ingenio. El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterioridades busca un disf raz para su íntima oquedad; acompaña con f of a retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la Humanidad entera quisiese oírlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta seriedad conv encional, que da importancia en la f antasmagoría colectiv a. Los exitistas lo saben; se adaptan a ser esas v acuas "personalidades de respeto", certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche a la burla de todas las posteridades. Nada hacen por dignif icar su y o v erdadero, af anándose tan sólo por inf lar su f antasma social. Esclav os de la sombra que sus apariencias han proy ectado en la opinión de los demás, acaban por pref erirla a sí mismos. Ese culto de la sombra oblígalos a v iv ir en continua alarma; suponen que basta un momento de distracción para comprometer la obra pacientemente elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se desinf le. Destituirían a un f uncionario del Estado si le sorprendieran ley endo a Boccaccio, Quev edo o Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reír. Constreñidos a v egetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente prov echoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo entre la elegancia y la f uerza, la belleza y la sabiduría. "Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la f lexibilidad, rehúsan los dones del alma: la prof undidad, la ref lexión, la sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más v irtuoso de los hombres -Sócrates- bailaba". Esta aguda adv ertencia de Montaigne, en los Ensay os, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensamientos: "Ordinariamente suele imaginarse a Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron sus ley es y sus retratos de política para distraerse y div ertirse; ésa era la parte menos f ilosóf ica de su v ida. La más f ilosóf ica era v iv ir sencilla y tranquilamente". El hombre mediocre que renunciara a su solemnidad, quedaría desorbitado; no podría v iv ir. Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exigencia tanto más f ácil por cuanto en ellos sobra la modestia, desde que están desprov istos de méritos v erdaderos. Consideran tan nociv o al que afirma las propias superioridades en v oz alta como al que ríe de sus conv encionalismos suntuosos. Llaman modestia a la prohibición de reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad o del heroísmo. Las únicas v íctimas de esa f alsa v irtud son los hombres excelentes, constreñidos a no pestañear mientras los env idiosos empañan su gloria. Para los tontos nada más f ácil que ser modestos: lo son por necesidad irrev ocable; los más inf lados lo f ingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los charlatanes de la modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Solamente los bribones son modestos". Ello no obsta para que esa reputación sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará a los que gobiernan, ni blasf emará de los dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita renuncia a v iv ir más de lo que permiten sus cómplices. Hay , es cierto, otra forma de modestia, estimable como v irtud legítima: es el af án decoroso de no grav itar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más lev e partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los f alsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay que se creen genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para complacer a la mediocracia que puede transf ormarlos en f uncionarios; y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruy ére, "la f alsa modestia es el último ref inamiento de la v anidad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo es ignominiosa. Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste; conf úndenlo con el buen sentido, que es su síntesis. Dudan cuando las demás resuelv en dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman eclecticismo al sistema de los que, no atrev iéndose a tener ninguna opinión, se apropian de todo un pocoy logran encender una v ela en el altar de cada santo. Temerosos de pensar, como si f incasen en ello el pecado may or de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio; por eso cuando un mediocre es juez, aunque comprenda que su deber 60 es hacer justicia, se somete a la rutina y cumple el triste of icio de no hacerla nunca y embrollarla con f recuencia.
  • 12. El temor de comprometerse les llev a a simpatizar con un precav ido escepticismo. Bueno es desconf iar del hipócrita que elogia todo y del f racasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien v eces menos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que v acila para admirar lo digno y execrar lo miserable. En el primer capítulo de los Caracteres parece ref erirse a ellos, La Bruy ére, en un párraf o copiado por Hello: "Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que se les lee, pero no osan declarar en su f av or hasta que hay an v isto su curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan su v oto, quieren ser llev ados por la multitud. Entonces dicen que han sido los primeros en aprobar la obray cacarean que el público es de su opinión". Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados a dudar de los jóv enes; ello no les impide, después de su triunf o, decir que f ueron sus descubridores. Entonces prodíganles juramentos de esclav itud que llaman palabras de estímulo: son el homenaje de su pav or inconf esable. Su protección a toda superioridad y a irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria segura: pref ieren tenerla propicia a sentirla hostil. Hacen mal por imprev isión o por inconsciencia, como los niños que matan gorriones a pedradas. Traicionan por descuido. Comprometen por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; conf iárselo equiv ale a ocultar un tesoro en caja de v idrio. Si la v anidad no les tienta, suelen atrav esar la penumbra sin herir ni ser heridos, llev ando a cuestas cierto optimismo de Pangloss. A f uerza de paciencia pueden adquirir alguna habilidad parcial, como esos autómatas perf eccionados que honran a la juguetería moderna: podría concedérseles una especie de v iv eza, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estupidez complicada y una trav esura inocente. Juzgan las palabras sin adv ertir que ellas se ref ieren a cosas; se conv encen de lo que y a tiene un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquiv os a lo que no encaja en su espíritu. Son f eligreses de la palabra; no ascienden a la idea ni conciben el ideal. Su may or ingenio es siempre v erbal y sólo llegan al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que pueden jugar con las ideas y producir esa gracia del espíritu que es la paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de v ista que permiten conciliar los contrarios y se enseña que toda creencia es relativ a al que la cree pudiendo sus contrarias ser creídas por otros al mismo tiempo. La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, indeciso y obtuso. Cuando no le env enenan la v anidad y la env idia, diríase que duerme sin soñar. Pasea su v ida por las llanuras; ev ita mirar desde las cumbres que escalan los v identes y asomarse a los precipicios que sondan los elegidos. Viv e entre los engranajes de la rutina. III. LA MALEDICENCIA Si se limitaran a v egetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los espíritus priv ilegiados, que no la rehúsan a los imbéciles inof ensiv os. Estos últimos, con ser más indigentes, pueden justif icarse ante un optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la v ida menos larga, div irtiendo a los ingeniosos y ay udándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y depositan el., bazo durante la marcha: habría que agradecerles los serv icios que prestan sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable tolerancia mientras se mantuv ieran a la capa; cuando renuncian a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano, siempre dispuestos a of recer su lana a los pastores. Desgraciadamente, suelen olv idar su inf erior jerarquía y pretenden tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus desaf inamientos. Tórnanse entonces peligrosos y nociv os. Detestan a los que no pueden igualar, como si con sólo existir los of endieran. Sin alas para elev arse hasta ellos, deciden rebajarlos: la exigüidad del propio v alimiento les induce a roer el mérito ajeno. Clav an sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más v il la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del v irtuoso, al v illano del gentilhombre. Los lacayos pueden hozar en la f ama; los hombres excelentes no saben env enenar la v ida ajena. Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia que el cuadro f amoso de Sandro Botticelli. La calumnia inv ita a meditar con doloroso recogimiento; en toda la Galería de los Of icios parecen resonar las palabras que el artista -no lo dudamos- quiso poner en labios de la Verdad, para consuelo de la v íctima: en su encono está la medida de su mérito... La Inocencia y ace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el inf ame gesto de la Calumnia. La Env idia la precede; el Engaño y la Hipocresía la acompañan. Todas las pasiones v iles y traidoras suman su esf uerzo implacable para el triunf o del mal. El Arrepentimiento mira de trav és hacia el opuesto extremo, donde está, como siempre sola y desnuda, la Verdad; contrastando con el salv aje ademán de sus enemigas, ella lev anta su índice al cielo en una tranquila apelación a la justicia div ina. Y mientras la v íctima junta sus manos y las tiende hacia ella, en una súplica inf inita y conmov edora, el juez Midas presta sus v astas orejas a la Ignorancia y la Sospecha. En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, descrito por Luciano, parece adquirir dramáticas f irmezas el suav e pincel que desborda dulzuras en la Virgen del granado y el San Sebastián, inv ita al remordimiento con La abandonada, santif ica la v ida y el amor en la Alegría de la primav era y el Nacimiento de Venus. Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, pref ieren la maledicencia sorda a la calumnia v iolenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuy a inf amia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desaf ía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiv a. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el v alor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra. Los maldicientes f lorecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las f amilias, en las prof esiones, acosando a todos los que perf ilan alguna originalidad. Hablan a media v oz, con recato, constantes en su af án de taladrar la dicha ajena, sombrando a puñados la semilla de todas las y erbas v enenosas. La maledicencia es una serpiente que se insinúa en la conv ersación de los env ilecidos; sus v értebras son nombres propios, articuladas por los v erbos más equív ocos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuy as escamas son calif icativ os pav orosos. Vierten la inf amia en todas las copas transparentes, con serenidad de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores, diestras en la manera y amables en la f orma. Una sonrisa, un lev antar de espaldas, un f runcir la f rente como subscribiendo a la posibilidad del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los env enenadores, está seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No af irma, pero insinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa f orma. Miente con espontaneidad, como respira. Sabe seleccionar lo que conv erge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe. No respeta las v irtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; iny ecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera v er salir, en v ez de lengua, un estilete. Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a v oces un v icio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reserv as, más grav es que las peores imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de ef ectuarlo potencialmente, sin el v alor de la acción rectilínea. Si estos basiliscos parlantes poseen algún barniz de cultura, pretenden encubrir su inf amia con el pabellón de la espiritualidad. Vana esperanza; están condenados a perseguir la gracia y tropezar con la perf idia. Su burla no es sonrisa, es mueca. El ejercicio puede tornarles f ácil la malignidad zumbona, pero ella no se conf unde con la ironía sagaz y justa. La ironía es la perf ección del ingenio, una conv ergencia de intencióny de sonrisa aguda en la oportunidad y justa en la medida; es un cronómetro, no anda mucho, sino con precisión. Eso lo ignora el mediocre. Lees más f ácil ridiculizar una sublime acción que imitarla. En las sobremesas subalternas su dicacidad urticante puede conf undirse con la gracia, mientras le ampara la complicidad maldiciente; pero f általe el aticismo sano del que todo perdona en f uerza de comprenderlo todo y esa inteligencia cristalina que permite descif rar la v erdad en la entraña misma de las cosas que el v aivén mundano somete a nuestra experiencia. Esos of icios tienen malignidades perv ersas por su misma f alta de hidalguía; disf razan de mesurada condolencia el encono de su inf erioridad humillada. Los calumniadores minúsculos son más terribles, como las f uerzas moleculares que nadie v e y carcomen los metales más nobles. Nada teme el maldiciente al sembrar sus añagazas de esterquilinio; sabe que tiene a su espalda un innumerable jabardillo de cómplices, regocijados cada v ez que un espíritu omiso los conf abula contra una estrella. El escritor mediocre es peor por su estilo que por su moral. Rasguña tímidamente a los que env idia; en sus collonadas se nota la temperancia del miedo, como si le erizaran los peligros de la responsabilidad. Abunda entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan a ser terriblemente aburridos, acosándonos con v olúmenes que podrían terminar en el primer párraf o. Sus páginas están embalumadas de lugares comunes, como los ejercicios de las guías políglotas. Describen dando tropiezos contra la realidad; son objetiv os que operan y no retortas que destilan; se desesperan pensando que la calcomanía no f igura entre las bellas artes. Si acometen la literatura, diríase que Vasco da Gama emprende el descubrimiento de todos los lugares comunes, sin v islumbrar el cabo de una buena esperanza; si chapalean la ciencia, su andar es de mula montañesa, deteniéndose a rumiar el pienso pastado medio siglo antes por sus predecesores. Esos f ieles de la rapsodia y de la paráf rasis practican esa pudibunda modestia que es su mentira conv encional; se admiran entre sí, como solidaridad de logia, execrando cualquier soplo de ciclón o rev oloteo de águila. Palidecen ante el orgullo desdeñoso de los
  • 13. hombres cuy os ideales no suf ren inf lexiones; f ingen no comprender esa v irtud de santos y de sabios, supremo desprecio de todas las mentiras por ellos v eneradas. El escritor mediocre, tímido y prudente, resulta inof ensiv o. Solamente la env idia puede encelarle; entonces pref iere hacerse crítico. El mediocre parlante es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplícase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. La maledicencia oral tiene ef icacias inmediatas, pav orosas. Está en todas partes, agrede en cualquier momento. Cuando se reúnen espíritus pazguatos, para turnarse en decir pav adas sin interés para quien las oy e, el terreno es propicio para que el más alev oso comience a maldecir de algún ilustre, rebajándolo hasta su propio niv el. La ef icacia de la dif amación arraiga en la complacencia tácita de quienes la escuchan, en la cobardía colectiv a de cuantos pueden escucharla sin indignarse; moriría si ellos no le hicieran una atmósf era v ital. Ése es su secreto. Semejante a la moneda f alsa, es circulada sin escrúpulos por muchos que no tendrían el v alor de acuñarla. Las lenguas más acibaradas son las de aquellos que tienen menos autoridad moral, como enseña Molière desde la primera escena de Tartuf o: "Ceux de qui la conduite offre le plus á rire. Sont toujours sur autri les premiers a médire" [1] Diríase que empañan la reputación ajena para disminuir el contraste con la propia. Eso no excluy e que existan casquiv anos cuy a culpa es inconsciente ; maldicen por ociosidad o por, div ersión, sin sospechar donde conduce el camino en que se av enturan. Al contar una f alta ajena ponen cierto amor propio en ser interesantes, aumentándola, adornándola, pasando insensiblemente de la v erdad a la mentira, de la torpeza a la inf amia, de la maledicencia a la calumnia. ¿Para qué ev ocar las palabras memorables de la comedia de Beaunlarchais? IV. EL SENDERO DE LA GLORIA El hombre mediocre que se av entura en la liza social tiene apetitos urgentes: el éxito. No sospecha que existe otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por los caracteres superiores. Aquél es un triunf o ef ímero, al contado; ésta es def initiv a, inmarcesible en los siglos. El uno se mendiga; la otra se conquista. Es despreciable todo cortesano de la mediocracia en que v iv e; triunfa humillándose, reptando, a hurtadillas, en la sombra, disf razado, apuntalándose en la complicidad de innumerables similares. El hombre de mérito se adelanta a su tiempo, la pupila puesta en un ideal; se impone dominando, iluminando, f ustigando, en plena luz, a cara des- cubierta, sin humillarse, ajeno a todos los embozamientos del serv ilismo y de la intriga. La popularidad tiene peligros. Cuando la multitud clav a sus ojos por v ez primera en un hombre y le aplaude, la lucha empieza: desgraciado quien se olv ida de sí mismo para pensar solamente en los demás. Hay que poner más lejos la intención y la esperanza, resistiendo las tentaciones del aplauso inmediato; la gloria es más dif ícil, pero más digna. La v anidad empuja al hombre v ulgar a perseguir un empleo expectable en la administración del Estado, indignamente si es necesario; sabe que su sombra lo necesita. El hombre excelente se reconoce porque es capaz de renunciar a toda prebenda que tenga por precio una partícula de su dignidad. El genio se mueve en su órbita propia, sin esperar sanciones f icticias de orden político, académico o mundano; se rev ela por la perennidad de su irradiación, como si f uera su v ida un perpetuo amanecer. El que f lota en la atmósf era como una nube, sostenido por el v iento de la complicidad ajena, puede abocadar por la adulación lo que otros deberían recibir por sus aptitudes; pero quien obtiene f av ores sin tener méritos, debe temblar: f racasará después, cien v eces, en cada cambio de v iento. Los nobles ingenios sólo conf ían en sí mismos, luchan, salv an los obstáculos, se imponen. Sus caminos son propiamente suy os; mientras el mediocre se entrega al error colectiv o que le arrastra, el superior v a contra él con energías inagotables, hasta despejar su ruta. Merecido o no, el éxito es el alcohol de los que combaten. La primera v ez embriaga; el espíritu se av iene a él insensiblemente; después se conv ierte en imprescindible necesidad. El primero, grande o pequeño, es perturbador. Se siente una indecisión extraña, un cosquilleo moral que deleita y molesta al mismo tiempo, como la emoción del adolescente que se encuentra a solas por v ez primera con una mujer amada: emoción tierna y v iolenta, estimula e inhibe a la v ez, instiga y amilana. Mirar de f rente al éxito, equiv ale a asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre. Es un abismo irresistible, como una boca juv enil que inv ita al beso; pocos retroceden. Inmerecido, es un castigo, un f iltro que env enena la v anidad y hace inf eliz para siempre; el hombre superior, en cambio, acepta como simple anticipación de la gloria ese pequeño tributo de la mediocridad, v asalla de sus méritos. Se presenta bajo cien aspectos, tienta de mil maneras. Nace por un accidente inesperado, llega por senderos inv isibles. Basta el simple elogio de un maestro estimado, el aplauso ocasional de una multitud, la conquista f ácil de una hermosa mujer; todos se equiv alen, embriagan lo mismo. Corriendo el tiempo, tórnase imposible eludir el hábito de esta embriaguez; lo único dif ícil es iniciar la costumbre, como para todos los v icios. Después no se puede v iv ir sin el tósigo v iv ificador y esa ansiedad atormenta la existencia del que no tiene alas para ascender sin la ay uda de cómplices y de pilotos. Para el hombre acomodaticio hay una certidumbre absoluta: sus éxitos son ilusorios y f ugaces, por humillante que le hay a sido obtenerlos. Ignorando que el árbol espiritual tiene f rutos, se preocupa por cosechar la hojarasca; v iv e de lo aleatorio, acechando las ocasiones propicias. Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiv a del mérito; o por ninguna. Saben que en las mediocracias se suelen seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca v encidos, ni suf ren de un contraste más de lo que gozan de un éxito; ambos son obra de los demás. La gloria depende de ellos mimos. El éxito les parece un simple reconocimiento de su derecho, un impuesto de admiración que se les paga en v ida. Taine conoció en su juv entud el goce del maestro que v e concurrir a sus lecciones un tropel de alumnos; Mozart ha narrado las delicias del compositor cuy as melodías v uelv en a los labios del transeúnte que silba para darse v alor al atrav esar de noche una encrucijada solitaria; Musset conf iesa que f ue una de sus grandes v oluptuosidades oír sus v ersos recitados por mujeres bellas; Castelar comentó la emoción del orador que escucha el aplauso f renético tributado por miles de hombres. El f enómeno es común, sin ser nuev o. Julio César, al historiar sus campañas, trasunta la ebriedad salv aje del que conquista pueblos y aniquila hordas; los biógraf os de Beethov en narran su impresión prof unda cuando se v olv ió a contemplar las ov aciones que su sordera le impedía oír, al estrenar la Nov ena sinf onía; Stendhal ha dicho, con su ática gracia original, las f ruiciones del amador af ortunado que v e sucesiv amente a sus pies, temblorosas de f iebre y ansiedad, a cien mujeres. El éxito es benéf ico si es merecido; exalta la personalidad, la estimula. Tiene otra v irtud: destierra la env idia, ponzoña incurable en los espíritus mediocres. Triunf ar a tiempo, merecidamente, es el más f av orable rocío para cualquier germen de superioridad moral. El triunf o es un bálsamo de los sentimientos, una lima ef icaz contra las asperezas del carácter. El éxito es el mejor lubricante del corazón; el f racaso es su más urticante corrosiv o. La popularidad o la f ama suelen dar transitoriamente la ilusión de la gloria. Son sus f ormas espurias y subalternas, extensas pero no prof undas, esplendorosas pero f ugaces. Son más que el simple éxito, accesible al común de los mortales; pero son menos que la gloria, exclusiv amente reserv ada a los hombres superiores. Son oropel, piedra f alsa, luz de artif icio. Manif estaciones directas del entusiasmo gregario y , por eso mismo, inf eriores: aplauso de multitud, con algo de f renesí inconsciente y comunicativ o. La gloria de los pensadores, f ilósof os y artistas, que traducen su genialidad mediante la palabra escrita, es lenta, pero estable; sus admiradores están dispersos, ninguno aplaude a solas. En el teatro y en la asamblea la admiración es rápida y barata, aunque ilusoria; los oy entes se sugestionan recíprocamente, suman su entusiasmo y tallan en ov aciones. Por eso cualquier histrión de tres al cuarto puede conocer el triunf o más cerca que Aristóteles o Spinoza; la intensidad, que es el (éxito, este en razón inv ersa de la duración, que es la gloria. Tales aspectos caricaturescos de la celebridad dependen de una aptitud secundaria del actor o de un estado accidental de la mentalidad colectiv a. Amenguada la aptitud o transpuesta la circunstancia, v uelv en ala sombra y asisten en v ida a sus propios f unerales. Entonces pagan cara su notoriedad; v iv ir en perpetua nostalgia es su martirio. Los hijos del éxito pasajero deberían morir al caer en la orf andad. Algún poeta melancólico escribió que es hermoso v iv ir de los recuerdos: f rase absurda. Ello equiv ale a agonizar. Es la dicha del pintor maniatado por la ceguera, del jugador que mira el tapete y no puede arriesgar una sola f icha. En la v ida se es actor o público, timonel o galeote. Es tan doloroso pasar del timón al remo, como salir del escenario para ocupar una butaca, aunque ésta sea de primera f ila. El que ha conocido el aplauso no sabe resignarse a la oscuridad; ésa es la parte más cruel de toda preeminencia f undada en el capricho ajeno o en aptitudes f ísicas transitorias. El público oscila con la moda; el f ísico se gasta. La f ama de un orador, de un esgrimista o de un comediante, sólo dura lo que una juv entud; la v oz, las estocadas y los gestos se acaban alguna v ez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo f eliz. Para estos triunf adores accidentales, el instante en que se disipa su error debería ser el último de la v ida. Volv er a la realidad es una suprema tristeza. Pref erible es que un Otelo excesiv o mate de v eras sobre el tablado a una Desdémona próxima a env ejecer, o desnucarse el acróbata en un salto prodigioso, o rompérsele un aneurisma al orador mientras habla a cien mil hombres que aplauden, o ser apuñalado un Don Juan por la amante más hermosa y sensual. Ya que se mide la v ida por sus horas de dicha conv endría despedirse de ella sonriendo, mirándola de f rente, con dignidad, con la sensación de que se ha merecido v iv irla hasta el último instante. Toda ilusión que se desv anece deja tras de sí una sombra indisipable. La f ama y la celebridad no son la gloria: nada más f alaz que la sanción de los contemporáneos y de las muchedumbres. Compartiendo las ruinas y las debilidades de la mediocridad ambiente, f ácil es conv ertirse en arquetipos de la masa y ser prohombres entre sus iguales, pero quien así culmina, muere con ellos. Los genios, los santos
  • 14. y los héroes desdeñan toda sumisión al presente, puesta la proa hacia un remoto ideal: resultan prohombres en la historia. La integridad moral y la excelencia de carácter son v irtudes estériles en los ambientes rebajados, más asequibles a los apetitos del doméstico que a las altiv eces del digno: en ellos se incuba el éxito f alaz. La gloria nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las ruinas de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a v eces, aunque siempre segura, suele ornar las f rentes de cuantos miraron el porv enir y sirv ieron a un ideal, practicando aquel lema que f ue la noble div isa de Rousseau: v itam impendere v ero. CAPÍTULO III LOS VALORES MORALES I. La moral de Tartuf o. - II. El hombre honesto. - III. Los tránsf ugas de la honestidad. - IV. Función social de la v irtud. - V. La pequeña v irtud y el talento moral. - VI. El genio moral: la santidad. I. LA MORAL DE TARTUFO La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los hombres incapaces de resistir la tentación del mal. Es f alta de v irtud para renunciar a éste y de coraje para asumir su responsabilidad. Es el guano que f ecundiza los temperamentos v ulgares, permitiéndoles prosperar en la mentira: como esos árboles cuy o ramaje es más f rondoso cuando crecen a inmediaciones de las ciénagas. Hiela, donde ella pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán del entusiasmo. Los hombres rebajados por la hipocresía v iv en sin ensueño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconf esa, de que sus actos son indignos, v ergonzosos, nociv os, arruf ianados, irredimibles. Por eso es insolv ente su moral: implica siempre una simulación. Ninguna f e impulsa a los hipócritas; no sospechan el v alor de las creencias rectilíneas. Esquiv an la responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en la sombra, escamotean v ocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y dif aman con af elpada suav idad. Nunca lucen un galardón inconf undible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira. En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran v entajosas para acrecentar la sombra que proy ectan en su escenario. Así como los ingenios exiguos mimetizan el talento intelectual, embalumándose de ref inados artilugios y def ensas, los sujetos de moralidad indecisa parodian el talento moral, oropelando de v irtud su honestidad insípida. Ignoran el v eredicto del propio tribunal interior; persiguen el salv oconducto otorgado por los cómplices de sus prejuicios conv encionales. El hipócrita suele av entajarse de su v irtud f ingida, mucho más que el v erdadero v irtuoso. Pululan hombres respetados en f uerza de no descubrírseles bajo el disf raz; bastaría penetrar en la intimidad de sus sentimientos, un solo minuto, para adv ertir su doblez y trocar en desprecio la estimación. El psicólogo reconoce al hipócrita; rasgos hay que distinguen al v irtuoso del simulador, pues mientras éste es un cómplice de los prejuicios que f ermentan en su medio, aquél posee algún talento que le permite sobreponerse a ellos. Todo apetito numulario despierta su acucia y le empuja a descubrirse. No retrocede ante las arterías, es f ácil a los besamanos f emeninos, sabre oliscar el deseo de los amos, se da al mejor of erente, prospera a f uerza de marañas. Triunf a sobre los sinceros, toda v ez que el éxito estriba en aptitudes v iles: el hombre leal es con f recuencia su v íctima. Cada Sócrates encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas. La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se av iene a v egetar en la penumbra, no cabe bajo el escalpelo del psicólogo: su v icio es un simple ref lejo de mentiras que inf estan la moral colectiv a. Su culpa comienza cuando intenta agitarse dentro de su basta condición, pretendiendo igualarse a los v irtuosos. Chapaleando en los muladares de la intriga, su honestidad se mancilla y se encanalla en pasiones innoblemente desatadas. Tórnase capaz de todos los rencores. Supone simplemente honesto, como él, a todo santo o v irtuoso; no descansa en amenguar sus méritos. Intenta igualar abajo, no pudiendo hacerlo arriba. Persigue a los caracteres superiores, pretende conf undir sus excelencias con las propias mediocridades, desahoga sordamente una env idia que no conf iesa, en la penumbra, ensalobrándose, babeando si morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y carcome. Su malsinidad está inquietada con escrúpulos que le obligan a av ergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es su castigo. El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía. En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del hipócrita y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna v ez éste se encrespa y pronuncia palabras que son un estigma o un epitaf io; su rugido es la luz de un relámpago f ugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por un gesto v iolento, sin env enenarle. Las naturalezas v iriles poseen un exceso de f uerza plástica cuy a f unción regeneradora cura prontamente las hondas heridas y trae el perdón. La juv entud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones malignas; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está y a v iejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus canas. Y como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas morales. Sin f e en creencia alguna, el hipócrita prof esa las más prov echosas. Ataf agado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Pref iere las que af irman la existencia del purgatorio y of recen redimir las culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite disf rutar más tranquilamente los benef icios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es f anático. En los santos y en los v irtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos. Las mejores máximas teóricas pueden conv ertirse en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto may or es el esf uerzo por rejuv enecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es declamatoria y suntuosa la retórica de Tartuf o, arquetipo del género, cuy a creación pone a Moliére entre los más geniales psicólogos de todos los tiempos. No olv idemos la historia de ese oblicuo dev oto a quien el sincero Orgon recoge piadosamente y que sugestiona a toda su f amilia. Cleanto, un jov en, se atrev e a desconfiar de él; Tartuf o consigue que Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo y se hace legar sus bienes. Y no basta: intenta seducir a la consorte de su huésped. Para desenmascarar tanta inf amia, su esposa se resigna a celebrar con Tartuf o una entrev ista, a la que Orgon asiste oculto. El hipócrita, crey éndose solo, expone los principios de su casuística perv ersa; hay acciones prohibidas por el cielo, pero es f ácil arreglar con él estas contabilidades; según conv enga pueden af lojarse las ligaduras de la conciencia, rectif icando la maldad de los actos con la pureza de las doctrinas. Y para retratarse de una v ez, agrega: En fin, votre scrupule est facile á détruire: Vous étes assurée ici d'un plein secret, Et le anal n'est jamais que dans l'éclat qu'on fait; Le scandale du monde est ce que fait l'offenre Et ce n'est pas pécher que pécher en silence.[1] Ésa es la moral de la hipocresía jesuítica, sintetizada en cinco v ersos, que son su pentateuco. La del hombre v irtuoso es otra: está en la intención y en el f in de las acciones, en los hechos mejor que en las palabras, en la conducta ejemplar y no en la oratoria untuosa. Sócrates y Cristo f ueron v irtuoso, contra la religión de su tiempo; los dos murieron a planos de f anatismos que estaban y a div orciados de toda moral. La santidad está siempre f uera de la hipocresía colectiv a. La exageración materialista de las ceremonias suele coincidir con la aniquilación de todos los idealismos en las naciones y en las razas; la historia la señala en la decadencia de las castas gobernantes y dice que el loy olismo apuntala siempre su degeneración moral. En esas horas de crisis, la f e agoniza en, el f anatismo decrépito y alienta f ormidablemente en los ideales que renacen f rente a él, irrespetuosos, demoledores, aunque predestinados con f recuencia a caer en nuev os f anatismos y a oponerse a ideales v enideros. El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con tanto af án como pone el v irtuoso en cuidar sus ideales. Conoce de memoria los pasajes pertinentes del Sartor Resartus; por ellos admira a Carly le, tanto como otros por su culto a Los héroes. El respeto de las f ormas hace que los hipócritas de cada época y país adquieran rasgos comunes; hay una "manera" peculiar que trasunta el tartuf ismo en todos sus adeptos, como hay "algo" que denuncia el parentesco entre los af iliados a una tendencia artística o escuela literaria. Ese estigma común a los hipócritas, que permite reconocerlos no obstante los matices indiv iduales impuestos por el rango o la f ortuna, es su prof unda animadv ersión a la v erdad. La hipocresía es más honda que la mentira: ésta puede ser accidental, aquélla es permanente. El hipócrita transf orma su v ida entera en una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda v ez que ello le reporte un benef icio inmediato; v iv e traicionando con sus palabras, como esos poetas que disf razan con largas crenchas la cortedad de su inspiración. El hábito de la mentira paraliza los labios del hipócrita cuando llega la hora de pronunciar una v erdad. Así como la pereza es la clav e de la rutina y la av idez es móv il del serv ilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía. Nunca ha escuchado la Humanidad palabras más nobles que algunas de Tartuf o; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconf ormes con ellas. Sea cual f uere su rango social, en la priv anza o en la proscripción, en la opulencia o en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto a adular a los poderosos y a engañar a los humildes, mintiendo a entrambos. El que se acostumbra a
  • 15. pronunciar palabras f alsas, acaba por f altar a la propia sin repugnancia, perdiendo toda noción de lealtad consigo mismo. Los hipócritas ignoran que la v erdad es la condición f undamental de la v irtud. Olv idan la sentencia multisecular de Apolonio: "De sierv os es mentir, de libres decir v erdad". Por eso el hipócrita está predispuesto a adquirir sentimientos serv iles. Es el lacay o de los que le rodean, el esclav o de mil amos, de un millón de amos, de todos los cómplices de su mediocridad. El que miente es traidor: sus v íctimas le escuchan suponiendo que dice la v erdad. El mentiroso conspira contra la quietud ajena, f alta al respeto a todos, siembra la inseguridad y la desconf ianza. Con mirar ojizaino persigue a los sinceros, crey éndolos sus enemigos naturales. Aborrece la sinceridad. Dice que ella es la f uente de escándalo y anarquía, como si pudiera culparse a la escoba de que exista la suciedad. En el f ondo sospecha que el hombre sincero es f uerte e indiv idualista. f incando en ello su altiv ez inquebrantable, pues su oposición a la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas partes. Se def iende contra la domesticación v el descenso común. Y dice su v erdad como puede, cuando puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos enseñaron a morir por ella. El disf raz sirv e al débil; sólo se f inge lo que se cree no tener. Hablan más de la nobleza los nietos de truhanes; la v irtud suele danzar en labios desv ergonzados; la altiv ez sirv e de estribillo a los env ilecidos; la caballerosidad es la ganzúa de los estaf adores; la temperancia f igura en el catecismo de los v iciosos. Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna partícula a su sombra. Y, en ef ecto, ésta se v a modificando en la constante labor; la máscara es benéf ica en las mediocracias contemporáneas, magüer los que la usen carezcan de autoridad moral ante los hombres v irtuosos. Éstos no creen al hipócrita, descubierto una v ez; no le creen nunca. ni pueden dejar de creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la v erdad no tiene por qué ser leal con la mentira. El hábito de la f icción desmorona a los caracteres hipócritas, v ertiginosamente, como si cada nuev a mentira los empujara hacia el precipicio; nada detiene a una av alancha en la pendiente. Su v ida se polariza en esa aby ecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del v icio. El culto de las apariencias llev a a desdeñar la realidad. El hipócrita no aspira a ser v irtuoso, sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la v irtud, quiere ser contado entre los v irtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándole la osadía de practicar el mal, a que está inclinado, conténtase con sugerir que oculta sus v irtudes por modestia; pero jamás consigue usar con desenv oltura el antif az. Sus manejos asoman por alguna parte, como las clásicas orejas bajo la corona de Midas. La v irtud y el mérito son incompatibles con el tartuf ismo; la observ ación induce a desconf iar de las v irtudes misteriosas. Ya enseñaba Horacio que "la v irtud oculta dif iere poco de la oscura holgazanería" (Od. IV, 9, 29). No teniendo v alor para la v erdad es imposible tenerlo para la justicia. En v ano los hipócritas v iv en jactándose de una gran ecuanimidad y procurando prestigios catonianos: su prudente cobardía les impide ser jueces toda v ez que puedan comprometerse con un f allo. Pref ieren tartajear sentencias bilaterales y ambiguas, diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas; no lo hacen, empero, por f ilosof ía, sino por incapacidad de responsabilizarse de sus juicios. Dicen que éstos deben ser relativ os, aunque en lo íntimo de su mollera creen inf alibles sus opiniones. No osan proclamar su propia suf iciencia; pref ieren av anzar en la v ida sin más brújula que el éxito, of reciendo el f lanco y bordejeando, esquiv os a poner la proa hacia el más lev e obstáculo. Los hombres rectos son objeto de su acendrado rencor, pues con su rectitud humillan a los oblicuos; pero éstos no conf iesan su cobardía y sonríen serv ilmente a las miradas que los torturan, aunque sienten el v ejamen: se contraen a estudiar los def ectos de los hombres v irtuosos para f iltrar pérf idos v enenos en el homenaje que a todas horas están obligados a tributarles. Dif aman sordamente; traicionan siempre, como los esclav os, como los híbridos que traen en las v enas sangre serv il. Hay que temblar cuando sonríen: v ienen tanteando la empuñadura de algún estilete oculto bajo su capa. El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces: nadie puede conf iar en su ambigüedad recalcitrante. Día por día af loja sus anastomosis con las personas que le rodean; su sensibilidad escasa impídele caldearse en la ternura ajena y . su af ectividad va palideciendo como una planta que no recibe sol, agostado el corazón en un inv ierno prematuro. Sólo piensa en sí mismo, y ésa es su pobreza suprema. Sus sentimientos se marchitan en los inv ernáculos de la mentira y de la v anidad. Mientras los caracteres dignos crecen en un perpetuo olv ido de su ay er y piensan en cosas nobles para su mañana, los hipócritas se repliegan sobre si mismos, sin darse, sin gastarse, retray éndose, atrof iándose. Su f alta de intimidades les impide toda expansión, obsesionados por el temor de que su conciencia moral asome a la superf icie. Saben que bastaría una lev e brisa para descorrer su liv ianísimo v elo de v irtud. No pudiendo conf iar en nadie, v iv en cegando las f uentes de su propio corazón: no sienten la raza, la patria, la clase, la f amilia, ni la amistad, aunque saben mentirlas para explotarlas mejor. Ajenos a todo y a todos, pierden el sentimiento de la solidaridad social, hasta caer en sórdidas caricaturas del egoísmo. El hipócrita mide su generosidad por las v entajas que de ella obtiene; concibe la benef icencia como una industria lucrativ a para su reputación. Antes de dar, inv estiga si tendrá notoriedad su donativ o; f igura en primera línea en todas las suscripciones públicas, pero no abriría su mano en la sombra. Inv ierte su dinero en un bazar de caridad, como si comprara acciones de una empresa; eso no le impide ejercer la usura en priv ado o sacar prov echo del hambre ajena. Su indif erencia al mal del prójimo puede arrastrarle a complicidades indignas. Para satisf acer alguno de sus apetitos no v acilará ante grises intrigas, sin preocuparse de que ellas tengan consecuencias imprev istas. Una palabra del hipócrita basta para enemistar a dos amigos o para distanciar a dos amante. Sus armas son poderosas por lo inv isibles; con una sospecha f alsa puede env enenar una f elicidad, destruir una armonía, quebrar, una concordancia. Su apego a la mentira le hace acoger benév olamente cualquier inf amia, desenv olv iéndola hasta lo inf inito, subterráneamente, sin v er el rumbo ni medir cuán hondo, tan irresponsable como esas alimañas que cav an al azar sus madrigueras, cortando las raíces de las f lores más delicadas. Indigno de la conf ianza ajena, el hipócrita v iv e desconf iando de todos, hasta caer en el supremo inf ortunio de la susceptibilidad. Un terror ansioso le acoquina f rente a los hombres sinceros, crey endo escuchar en cada palabra un reproche merecido; no hay en ello dignidad, sino remordimiento. En v ano pretendería engañarse a sí mismo, conf undiendo la susceptibilidad con la delicadeza; aquélla nace del miedo y ésta es hija del orgullo. Dif ieren como la cobardía y la prudencia, como el cinismo y la sinceridad. La desconf ianza del hipócrita es una caricatura de la delicadeza del orgulloso. Este sentimiento puede tornar susceptible al hombre de méritos excelente toda v ez que desdeña dignidades cuy o precio es el serv ilismo y cuy o camino es la adulación; el hombre digno exige entonces respeto para ese v alor moral que no manif iesta por los modos v ulgares de la protesta estéril, pero ello le aparta para siempre de los hipócritas domesticados. Es raro el caso. Frecuentísima es, en cambio, la susceptibilidad del hipócrita, que teme v erse desenmascarado por los sinceros. Sería extraño que conserv ara esa delicadeza, única sobrev iv iente al nauf ragio de las demás. El hábito de f ingir es incompatible con esos matices del orgullo; la mentira es opaca a cualquier resplandor de dignidad. La conducta de los tartuf os no puede conserv arse adamantina; los expedientes equív ocos se encadenan hasta ahogar los últimos escrúpulos. A f uerza de pedir a los demás sus prejuicios, endeudándose moralmente con la sociedad, pierden el temor de pedir otros f av ores y bienes materiales, olv idando que las deudas torpemente acumuladas esclav izan al hombre. Cada préstamo no dev uelto es un nuev o eslabón remachado a su cadena; se les hace imposible v iv ir dignamente en una ciudad donde hay calles que no pueden cruzar y entre personas cuy a mirada no sabrían sostener. La mentira y la hipocresía conv ergen a estos renunciamientos, quitando al hombre su independencia. Las deudas contraídas por v anidad o por v icio obligan a f ingir y engañar; el que las acumula renuncia a toda dignidad. Hay otras consecuencias del tartuf ismo. El hombre dúctil a la intriga se priv a del cariño ingenuo. Suele tener cómplices, pero no tiene amigos; la hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés. Los hipócritas, f orzosamente utilitarios y oportunistas, están siempre dispuestos a traicionar sus principios en homenaje a un benef icio inmediato; eso les v eda la amistad con espíritus superiores. El gentil hombre tiene siempre un enemigo en ellos, pues la reciprocidad de sentimientos sólo es posible entre iguales; no puede entregarse nunca a su amistad, pues acecharán la ocasión para af rentarlo con alguna inf amia, v engando su propia inf erioridad. La Bruy ére escribió una máxima imperecedera: "En la amistad desinteresada hay placeres que no pueden alcanzar los que nacieron mediocres"; éstos necesitan cómplices, buscándolos entre los que conocen esos secretos resortes descritos como una simple solidaridad en el mal. Si el hombre sincero se entrega, ellos aguardan la hora propicia para traicionarlo; por eso la amistad es dif ícil para los grandes espíritus y éstos no prodigan su intimidad cuando se elev an demasiado sobre el niv el común. Los hombres eminentes necesitan disponer de inf inita sensibilidad y tolerancia para entregarse; cuando lo hacen, nada pone límites a su ternura y dev oción. Entre nobles caracteres la amistad crece despacio y prospera mejor cuando arraiga en el reconocimiento de los méritos recíprocos; entre hombres v ulgares crece inmotiv adamente, pero permanece raquítica, f undándose a menudo en la complicidad del v icio o de la intriga. Por eso la política puede crear cómplices, pero nunca amigos; muchas v eces llev a a cambiar éstos por aquéllos, olv idando que cambiarlos con f recuencia equiv ale a no tenerlos. Mientras en los hipócritas las complicidades se extinguen con el interés que las determina, en los caracteres leales la amistad dura tanto como los méritos que la inspiran. Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Inv ierte las f órmulas del reconocimiento: aspira a la div ulgación de los f av ores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica por mil lo que day div ide por un millón lo que acepta. Ignora la gratitud –v irtud de elegidos-, inquebrantable cadena remachada para siempre en los corazones sensibles por los que saben dar a tiempo y cerrando los ojos. A v eces resulta ingrato sin saberlo, por simple error de su contabilidad sentimental. Para ev itar la ingratitud ajena sólo se le ocurre no hacer el bien: cumple su decisión sin esf uerzo, limitándose a practicar sus f ormas ostensibles, en la proporción que puede conv enir a su sombra. Sus sentimientos son otros: el hipócrita sabe que puede seguir siendo honesto aunque practique el mal con disimulo y con desenf ado la ingratitud. La psicología de Tartuf o sería incompleta si olv idáramos que coloca en lo más hermético de sus tabernáculos todo lo que anuncia el f lorecer de pasiones inherentes a la condición humana. Frente al pudor instintiv o, casto por def inición, los hipócritas han organizado un pudor conv encional, impúdico y corrosivo. La capacidad de amar, cuy as ef erv escencias santif ican la v ida misma, eternizándola, les parece
  • 16. inconf esable, como si el contacto de dos bocas amantes f uera menos natural que el beso del sol cuando enciende las corolas de las f lores. Mantienen oculto y misterioso todo lo concerniente al amor, como si el conv ertirlo en delito no acicateara la tentación de los castos; pero esa pudibundez v isible no les prohibe ensay ar inv isiblemente las aby ecciones más torpes. Se escandalizan de la pasión sin renunciar al v icio, limitándose a disf razarlo o encubrirlo. Encuentran que el mal no está en las cosas mismas, sino en las apariencias, f ormándose una moral para sí y otra para los demás, como esas casadas que presumen de honestas aunque tengan tres amantes y repudian a la doncella que ama a un solo hombre sin tener marido. No tiene límites esta escabrosa f rontera de la hipocresía. Celosos catones de las costumbres, persiguen las más puras exhibiciones de belleza artística. Pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea, como otrora injuriaron telas y estatuas para v elar las más div inas desnudeces de Grecia y del Renacimiento. Conf unden la castísima armonía de la belleza plástica con la intención obscena que los asalta al contemplarla. No adv ierten que la perv ersidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte. El pudor de los hipócritas es la peluca de su calv icie moral. II. EL HOMBRE HONESTO La mediocridad moral es impotencia para la v irtud la cobardía para el v icio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes a mongolf ieras inf ladas de prejuicios. El hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de iniciativ a para entrambos. La garra del pasado ásele el corazón, estrujándole en germen todo anhelo de perf eccionamiento f uturo. Sus prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de v irtudes crepusculares, superv iv encias de morales extinguidas. Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre v irtuoso: pref ieren al honesto y lo encumbran como ejemplo. Hay en ello implícito un error, o mentira, que conv iene disipar. Honestidad no es v irtud, aunque tampoco sea v icio. Se puede ser honesto sin sentir un af án de perf ección; sobra para ello con no ostentar el mal, lo que no basta para ser v irtuoso. Entre el v icio, que es una acra, y la v irtud, que es una excelencia, f luctúa la honestidad. La v irtud elev a sobre la moral corriente: implica cierta aristocracia del corazón, propia del talento moral; el v irtuoso se anticipa a alguna f orma de perf ección f utura y le sacrif ica los automatismos consolidados por el hábito. El honesto, en cambio, es pasiv o, circunstancia que le asigna un niv el moral superior al v icioso, aunque permanece por debajo de quien practica activ amente alguna v irtud y orienta su v ida hacia algún ideal. Limitándose a respetar los prejuicios que le asf ixian, mide la moral con el doble decímetro que usan sus iguales, a cuy as f racciones resultan irreducibles las tendencias inf eriores de los encanallados y las aspiraciones conspicuas de los v irtuosos. Si no llegara a asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta: si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni serv ir de ejemplo. El hombre honesto puede practicar acciones cuy a indignidad sospecha, toda v ez que a ello se sienta constreñido por la f uerza de los prejuicios, que son obstáculos con que los hábitos adquiridos estorban a las v ariaciones nuev as. Los actos que y a son malos en el juicio original de los v irtuosos, pueden seguir siendo buenos ante la opinión colectiv a. El hombre superior practica la v irtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que acoy undan a la masa honesta; el mediocre sigue llamando bien a lo que y a ha dejado de serlo, por incapacidad de entrev er el bien del porv enir. Sentir con el corazón de los demás equiv ale a pensar con cabeza ajena. La v irtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original; la honestidad es un unif orme que se endosa resignadamente. El mediocre teme a la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al inf ierno; nunca tiene la osadía de ponerse en contra de ella, y menos cuando la apariencia del v icio es un peligro ínsito en toda v irtud no comprendida. Renuncia a ella por los sacrif icios que implica. Olv ida que no hay perf ección sin esf uerzo: sólo pueden mirar al sol de f rente los que osan clav ar su pupila sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas; los v irtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para recoger las f lores mejor perf umadas. El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; a éste le llama "loco" y al otro lo juzga "amoral". Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, "cordura" y "moral" son los nombres que él reserv a a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el v irtuoso y el santo, que la exceden, parécenle "amorales", y con esta calif icación les endosa v eladamente cierta inmoralidad... Hombres de pacotilla, diríanse hechos con retazos de catecismos y con sobras de v ergüenza: el primer of erente los puede comprar a bajo precio. A menudo mantiénense honestos por conv eniencia; algunas v eces por simplicidad, si el prurito de la tentación no inquieta su tontería. Enseñan que es necesario ser como los demás; ignoran que sólo es v irtuoso el que anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño e imitemos al rebaño, no tienen v alor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para sentarnos a rumiar la merienda común. La sociedad predica: "no hagas mal y serás honesto". El talento moral tiene otras exigencias: "persigue una perf ección y serás v irtuoso". La honestidad está al alcance de todos; la v irtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el y ugo a que le uncen sus cómplices; el hombre v irtuoso se elev a sobre ellos con un golpe de ala. La honestidad es una industria; la v irtud excluy e el cálculo. No hay dif erencia entre el cobarde que moder a sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las activ a por la esperanza de una recompensa; ambos llev an en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que tiembla ante un peligro o persigue una prebenda es indigno de nombrar la v irtud: por ésta se arriesgan a la proscripción o la miseria. No diremos por eso que el v irtuoso es inf alible. Pero la v irtud implica una capacidad de rectif icaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para sí mismo y para los demás, la f irme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de v irtud, es como si no hubiera pecado: se purif ica. En cambio, el mediocre no reconoce sus y erros ni se av ergüenza de ellos, agrav ándolos con el impudor, subray ándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprov echamiento de los resultados. Predicar la honestidad sería excelente si ella no f uera un renunciamiento a la v irtud, cuy o norte es la perf ección incesante. Su elogio empaña el culto de la dignidad y es la prueba más segura del descenso moral de un pueblo. Encumbrando al intérlope se af renta al sev ero; por el tolerable se olv ida al ejemplar. Los espíritus acomodaticios llegan a aborrecer la f irmeza y la lealtad a f uerza de medrar con el serv ilismo y la hipocresía. Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es env ilecerse. Stendhal reducía la honestidad a una simple f orma de miedo; conv iene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino a la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa o pueda permanecer ignorado. "J'ai v u le f ond de ce qu'on appelle les honnétes gens: c'est hideux", decía Talley rand, preguntándose qué sería de tales sujetos si el interés o la pasión entraran en juego. Su temor del v icio y su impotencia para la v irtud se equiv alen. Son simples benef iciarios de la mediocridad moral que les rodea. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desv alido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no def ienden al asaltado; no v iolan v írgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento. Frente a la honestidad hipócrita -propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados-, existe una heráldica moral cuy os blasones son la v irtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia a los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos v ulgares y degenera en esa apoteosis de la f rialdad sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La v irtud quiere f e, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos v iv e. Los quiere en la intención y en las obras. No hay v irtud cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva en los hombres conspicuos y en las clases priv ilegiadas. El sabio que traiciona su v erdad, el f ilósof o que v iv e f uera de su moral y el noble que deshonra su cuna, descienden a la más ignominiosa de las v illanías; son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los priv ilegios de la cultura y del nacimiento imponen al que los disf ruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro af án de perf ección es inútil que perdure en ridículos abolengos y pergaminos; noble es el que rev ela en sus actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justif icar actos innobles. Por la v irtud, nunca por la honestidad, se miden los v alores de la aristocracia moral. III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inv álido moral se ref ugia en la tiniebla. En el crepúsculo medra el v icio, que la mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por ley es que la sociedad f orja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la transición es insensible; la noche se incuba en el crepúsculo. De la honestidad conv encional se pasa a la inf amia gradualmente, por matices lev es y concesiones sutiles. En eso está el peligro de la conducta acomodaticia y v acilante. Los tránsf ugas de la moral son rebeldes a la domesticación; desprecian la prudente cobardía de Tartuf o. Ignoran su equilibrismo, no saben simular, agreden los principios consagrados; y como la sociedad no puede tolerarlos sin comprometer su propia existencia, ellos tienden sus guerrillas contra ese mismo orden de cosas cuy a custodia obsesiona a los mediocres.
  • 17. Comparado con el inv álido moral, el hombre honesto parece una alhaja. Esa distinción es necesaria; hay que hacerla en su f av or, seguros de que él la reputará honrosa. Si es incapaz de ideal, también lo es de crimen desembozado; sabe disf razar sus instintos, encubre el v icio, elude el delito penado por las ley es. En los otros, en cambio, toda perv ersidad brota a f lor de piel, como una erupción pustulosa; son incapaces de sostenerse en la hipocresía, como los idiotas lo son de embalsarse en la rutina. Los honestos se esf uerzan por merecer el purgatorio; los delincuentes se han decidido por el inf ierno embistiendo sin escrúpulos ni remordimientos contra la armazón de prejuicios y ley es que la sociedad les opone. Cada agregado humano cree que "la" v erdadera moral es "su moral", olv idando que hay tantas como rebaños de hombres. Se es inf ame, v icioso, honesto o v irtuoso, en el tiempo y en el espacio. Cada "moral" es una medida oportuna y conv encional de los actos que constituy en la conducta humana; no tiene existencia esotérica, como no la tendría la "sociedad" abstractamente considerada. Sus cánones son relativ os y se transf orman obedeciendo al enmarañado determinismo de la ev olución social. En cada ambiente y en cada época existe un criterio medio que sanciona como buenos o malos, honestos o delictuosos, permitidos o inadmisibles, los actos indiv iduales que son útiles o nociv os a la v ida colectiv a. En cada momento histórico ese criterio es la subestructura de la moral, v ariable siempre. Los delincuentes son indiv iduos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en que v iv en. Son inf eriores; tienen el "alma de la especie", pero no adquieren el "alma social". Div ergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres excelentes, cuy as v ariaciones originales determinan una desadaptación ev olutiv a en el sentido de la perf ección. Son innúmeros. Todas las f ormas corrosiv as de la degeneración desf ilan en ese calidoscopio, como si al conjuro de un maléf ico exorcismo se conv irtieran en pav orosa realidad los más sórdidos ciclos de un inf ierno dantesco: parásitos de la escoria social, f ronterizos de la inf amia, comensales del v icio y de la deshonra, tristes que se muev en acicateados por sentimientos anormales, espíritus que sobrellev an la f atalidad de herencias enf ermizas y suf ren la carcoma inexorable de las miserias ambientes. Irreductibles e indomesticables, aceptan como un duelo permanente la v ida en sociedad. Pasan por nuestro lado impertérritos y sombríos, llev ando sobre sus f rentes f ugitiv as el estigma de su destino inv oluntario y en los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que son las v íctimas de un complejo determinismo, superior a todo f reno ético; súmanse en ellos los desequilibrios transf undidos por una herencia malsana, las def ormes conf iguraciones morales plasmadas en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que atrav iésanse al azar en su existencia. La ciénaga en que chapalean su conducta asf ixia los gérmenes posibles de todo sentido moral, desarticulando los últimos prejuicios que los v inculan al solidario consocio de los mediocres. Viv en adaptados a una moral aparte, con panoramas de sombrías perspectiv as, esquiv ando los v alores luminosos y escurriéndose entre las penumbras más densas; f ermentan en el agitado aturdimiento de la grandes ciudades modernas, retoñan en todas las grietas del edif icio social y conspiran sordamente contra su estabilidad, ajenos a las normase de conducta características del hombre mediocre, eminentemente conserv ador y disciplinado. La imaginación nos permite alinear sus torv as siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular v uelca sus tonos v iolentos de oro y de púrpura, de incendio y de hemorragia: desf ile de macabra legión que marcha atropelladamente hacia la ignominia. En esa pléy ade anormal culminan los f ronterizos del delito, cuy a v irulencia crece por su impunidad ante la ley . Su débil sentido moral les impide conserv ar intachable su conducta, sin caer por ello en plena delincuencia: son los imbéciles de la honestidad, distintos del idiota moral que rueda a la cárcel. No son delincuentes. pero son incapaces de mantenerse honestos; pobres espíritus de carácter claudicante y v oluntad relajada, no saben poner v allas seguras a los f actores ocasionales, a las sugestiones del medio, a la tentación del lucro f ácil, al contagio imitativ o. Viv en solicitados por tendencias opuestas, oscilando entre el bien y el mal, como el asno de Buridán. Son caracteres conf ormados minuto por minuto en el molde inestable de las circunstancias. Ora son auxiliares a medias por incapacidad de ejecutar un plan completo de conducta antisocial, ora tienen suf iciente astucia y prev isión para llegar al borde mismo del manicomio y de la cárcel, sin caer. Estos sujetos de moralidad incompleta, larv ada, accidental o alternante, representan las etapas de la transición entre la honestidad y el delito. la zona de interf erencia entre el bien y el mal, socialmente considerados. Carecen del equilibrismo oportunista que salv a del nauf ragio a otros mediocres. Un estigma irrev ocable impídeles conf ormar sus sentimientos a los criterios morales de su sociedad. En algunos es producto del temperamento nativ o; pululan en las cárceles y v iv en como enemigos dentro de la sociedad que los hospeda. En muchos la degeneración moral es adquirida, f ruto de la educación; en ciertos casos deriv a de la lucha por la v ida en un medio social desf av orable a su esf uerzo; son mediocres desorganizados, caídos en la ciénaga por obra del azar, capaces de comprender su desv entura y av ergonzarse de ella, como la f iera que ha errado el salto. En otros hay una inv ersión de los v alores éticos, una perturbación del juicio que impide medir el bien y el mal con el cartabón aceptado por la sociedad: son inv ertidos morales; ineptos para estimar la honestidad y el v icio. Inestables hay , por f in, cuyo carácter revela una ausencia de sólidos cimientos que los aseguren contra el oscilante v aiv én de los apremios materiales y la alternativ a inquietante de las tentaciones deshonestas. Esos inv álidos no sienten la coerción social; su moralidad inf erior bordejea en el v icio hasta el momento de encallar en el delito. Estos inadaptables son moralmente inf eriores al hombre mediocre. Sus matices son v ariados: actúan en la sociedad como los insectos dañinos en la naturaleza. El rebaño teme a esos v ioladores de su hipocresía. Los prudentes no les perdonan el impudor de su inf amia y organizan contra ellos una compleja armazón def ensiv a de códigos, jueces y prestigios; a trav és de siglos y de siglos su esf uerzo ha sido inef icaz. Constituyen una horda extranjera y hostil dentro de su propio terruño, audaz en la asechanza, embozada en el procedimiento, inf atigable en la tramitación alev e de sus programas trágicos. Algunos conf ían su v anidad al f ilo de la cuchilla subrepticia, siempre alerta para blandirla con f ulgurante presteza contra el corazón o la espalda; otros deslizan f urtiv amente su ágil garra sobre el oro o la lema que estimulan su av idez con seducciones irresistibles; éstos v iolentan, como inf antiles juguetes, los obstáculos con que la prudencia del burgués custodia el tesoro acumulado en interminables etapas de ahorro y de sacrif icio; aquéllos denigran v írgenes inocentes para lucrar, of reciendo los encantos de su cuerpo v enusto a la insaciable lujuria de sensuales y libertinos; muchos succionan la entraña de la miseria, en inv erosímiles aritméticas de usura, como tenias solitarias que nutren su inextinguible v oracidad en los jugos icorosos del intestino social enf ermo; otros captan conciencias inexpertas para explotar los riquísimos f ilones de la ignorancia y el f anatismo. Todos son equiv alentes en el desempeño de su parasitaria f unción antisocial, idénticos en la inadaptación de sus sentimientos más elementales. Conv erge en ellos una inv eterada promiscuación de instintos y de perv ersiones que hace de cada conciencia una pústula, arrastrándolos a malv iv ir del v icio y del delito. Sea cual f uere, sin embargo, la orientación de su inf erioridad biológica o social, encontramos una pincelada común en todos los hombres que están bajo el niv el de la mediocridad: la ineptitud constante para adaptarse a las condiciones que, en cada colectiv idad humana, limitan la lucha por la v ida. Carecen de la aptitud que permite al hombre mediocre imitar los prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que v egeta. IV. FUNCIÓN SOCIAL DE LA VIRTUD La honestidad es una irritación; la v irtud es una originalidad. Solamente los v irtuosos poseen talento moral y es obra suy a cualquier ascenso hacia la perf ección; el rebaño se limita a seguir sus huellas, incorporando a la honestidad triv ial lo que f ue antes v irtud de pocos. Y siempre rebajándola. Hemos distinguido al delincuente del honesto. Insistimos en que su honestidad no es la v irtud; él se esf uerza por conf undirlas, sabiendo que la segunda le es inaccesible. La v irtud es otra cosa. Es activ a; excede inf initamente en v ariedad, en derechez, en coraje, a las prácticas rutinarias que libran de la inf amia o de la cárcel. Ser honesto implica someterse a las conv enciones corrientes; ser v irtuoso signif ica a menudo ir contra ellas, exponiéndose a pasar como enemigo de toda moral el que lo es solamente de ciertos prejuicios inf eriores. Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no habría bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su v irtud consistió en resistir los prejuicios de los demás. Si pudiéramos v iv ir entre dignos y santos, la opinión ajena podría ev itarnos tropiezos y caídas; pero es cobardía, v iv iendo entre atartuf ados, rebajarse al común niv el por miedo a atraer sus iras. Hacer como todos puede implicar av enirse a lo indigno; el proceso moral tiene como condición resistir al común descanso y adelantarse a su tiempo, como cualquier otro progreso. Si existiera una moral eterna -y no tantas morales cuantos son los pueblos- podría tomarse en serio la ley enda bíblica del árbol cargado de f rutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el bueno y el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inf erior, el moral y el inmoral. Pero no es así. Los juicios del v alor se transf orman: el bien de hoy puede haber sido el mal de ay er, el mal de hoy puede ser el bien de mañana. Y v icev ersa. No es el hombre moralmente mediocre -el honesto- quien determina las transf ormaciones de la moral. Son los v irtuosos y los santos, inconf undibles con él. Precursores, apóstoles, mártires, inv entan f ormas superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen. Toda moral f utura es un producto de esf uerzos indiv iduales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perf ecciones inaccesibles al hombre común. En eso consiste el talento moral, que f orja la v irtud, y el genio moral, que implica la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría la transf ormación de las costumbres: conserv aríamos los sentimientos y pasiones de los primitiv os seres humanos. Todo ascenso moral es un esf uerzo del talento v irtuoso hacia la perf ección f utura; nunca inerte condescendencia para con el pasado, ni simple acomodación al presente. La ev olución de las v irtudes depende de todos los f actores morales e intelectuales. El cerebro suele anticiparse al corazón; pero nuestros sentimientos inf luy en más intensamente que nuestras ideas en la
  • 18. f ormación de los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los indiv iduos. Ha podido af irmarse que, si resucitase un griego o un romano, su cerebro permanecería atónito ante nuestra cultura intelectual, pero su corazón podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus ideas sobre el univ erso, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus sentimientos ajustaríanse en gran parte a las palpitaciones del sentir moderno. En un sigo cambian las ideas f undamentales de la ciencia y la f iloso f ía: los sentimientos centrales de la moral colectiv a sólo suf ren leves oscilaciones, porque los atributos biológicos de la especie humana v arían lentamente. Nos f uerzan a sonreír los conocimientos inf antiles de los clásicos; pero sus sentimientos nos conmuev en, sus v irtudes nos entusiasman, sus héroes nos admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres ejemplares, aunque de ideas opuestas, practicaban análogas v irtudes f rente a los hipócritas de su tiempo. El f ondo v aría poco; lo que se transmuta incesantemente es la f orma, el juicio de v alor que le conf iere f uerza ética. Hay , sin embargo, un progreso moral colectiv o. Muchos dogmatismos, que antes f ueron v irtudes, son juzgados más tarde como prejuicios. En cada momento histórico coexisten v irtudes y prejuicios; el talento moral practica las primeras; la honestidad se af erra a los segundos. Los grandes v irtuosos, cada uno a su modo, combaten por lo mismo, en la f orma que su cultura y su temperamento les sugieren. Aunque por distintos caminos. y partiendo de premisas racionales antagónicas, todos se proponen mejorar al hombre: son igualmente enemigos de los v icios de su tiempo. Los v irtuosos no igualan a los santos; la sociedad opone demasiados obstáculos a sus esf uerzos. Pensar la perf ección no implica practicarla totalmente; basta el f irme propósito de marchar hacia ella. Los que piensan como prof etas pueden v erse obligados a proceder como f ilisteos en muchos de sus actos. La v irtud es una tensión real hacia lo que se concibe como perf ección ideal. El progreso ético es lento, pero seguro. La v irtud arrastra y enseña; los honestos se resignan a imitar alguna parte de las excelencias que practican los v irtuosos. Cuando se af irma que somos mejores que nuestros abuelos, .sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea. Fuera más exacto decir que dif erimos de ellos. Sobre las necesidades perennes de la especie, organízanse conceptos de perf ección que v arían a trav és de los tiempos; sobre las necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el arquetipo de v irtud más útil a su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indef inido y of rece escasas oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las v irtudes se v a plasmando en las v ariaciones reales de la v ida social; los v irtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan, sin cesar, hacia el inf inito. Cada uno de los sentimientos útiles para la v ida humana engendra una v irtud, una norma de talento moral. Hay f ilósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrif ican su v ida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altiv os que renuncian todo f av or que tenga por precio su dignidad, madres que suf ren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre ignora esas v irtudes; se limita a cumplir las ley es por temor a las penas que amenazan a quien las v iola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla. V. LA PEQUEÑA VIRTUD Y EL TALENTO MORAL Así como hay una gama de intelectos, cuy os tonos fundamentales son la inf erioridad, la mediocridad y el talento -aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos-, hay también una jerarquía moral representada por términos equiv alentes. En el f ondo de esas desigualdades hay una prof unda heterogeneidad de temperamentos. La conf ormación a los catecismos ajenos resulta f ácil para los hombres débiles, crédulos, timoratos, sin grandes deseos, sin pasiones v ehementes, sin necesidad de independencia, sin irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas idealistas y f uertes, capaces de pasiones v iv as, bastante intelectuales para no dejarse engañar por la mentira de los demás. Aquéllos no suf ren por la coacción moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos suf ren, luchando entre sus inclinaciones superiores y el f alseado concepto del deber que impone la sociedad. Se ajustan a él los hombres honestos, pero nunca se le esclav iza el hombre moralmente superior. "Puede acordársele -dice Remy de Gourmont- el v alor de una moda a la que uno se resigna por no llamar la atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrif icio prof undo". En esa disconf ormidad con la hipocresía colectiv amente organizada consiste la v irtud, que es indiv idual, a la contra de sus caricaturas colectiv as: en la caridad y en la benef icencia mundanas la miseria de los corazones tristes alimenta la v anidad de los cerebros v acíos. Los temperamentos capaces de v irtud dif ieren por su intensidad. El primer germen de perf ección moral se manif iesta en una decidida pref erencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad es el primer esf uerzo hacia la v irtud; el hombre bueno, esquiv o a las condescendencias permitidas por los hipócritas, llev a en sí una partícula de santidad. El "buenismo" es la moral de los pequeños v irtuosos; su prédica es plausible, siempre que enseñe a ev itar la cobardía, que es su peligro. Algunos excesos de bondad no podrían distinguirse del env ilecimiento; hay f alta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien perdonar una v ez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos v eces se hace cómplice de los malv ados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le hubiesen abof eteado la segunda mejilla que of reció al que le af rentaba la primera: los escolásticos pref ieren no discutir este problema. Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no of ender. Sería más ef iciente. Enseñémoslo con el ejemplo, no of endiendo. Admitamos que la primera v ez se of ende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por v illanía. El mal no se corrige con la complacencia o la complicidad; es nociv o como los v enenos y debe oponérsele antídotos ef icaces: la reprobación y el desprecio. Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reserv ando la indulgencia para sí mismos, los pequeños v irtuosos pref ieren la práctica del bien a su prédica; ev itan los sermones y enaltecen su propia conducta. Para el prójimo encuentran una disculpa, en la debilidad humana o en la tentación del medio: "tout comprendre c'est tout pardonner"; sólo son sev eros consigo mismos. Nunca olv idan sus propias culpas y errores; y si no justif ican las ajenas, tampoco se preocupan de atormentarlas con su odio, pues saben que el tiempo las castiga f atalmente, por esa grav itación que abisma a los perv ersos como si f ueran globos desinf lados. Su corazón es sensible a las pulsaciones de los demás, abriéndose a toda hora para adulcir las penas de un desv enturado y prev iniendo sus necesidades para ahorrarle la humillación de pedir ay uda; hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal af án que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor. Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso a toda idea original y compadeciendo a los ignorantes sin reproches inoportunos: su cordialidad sincera con los espíritus humildes no está corroída por la urbanidad conv encional. Esas pequeñas v irtudes son usuales, de aplicación f recuente, cotidiana; sirv en para distinguir al bueno del mediocre y dif ieren tanto de la honestidad como el buen sentido dif iere del sentido común. Importan una elev ación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios que tan pródigamente se les tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores que glosan en estilo menos decisiv o la socorrida f rase de Hugo: "Il se f ait beaucoup de grandes actions dans les petites luttes. Il y a des brav oures opiniatres et ignorées qui se déf endent pied á pied dans l'ombre contre l'env ahissement f atal des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne v oit, qu'aucune renommée ne pay e, qu'aucune f anf are ne salue. La v ie, le malheur, l'isolement, l'abandon, la pauv reté, sont des champs de bataille que ont leurs héros; héros obscurs plus grands parf ois que les héros ilustres".[2] No olv idemos, sin embargo, que esas v irtudes son pequeñas; es grav e error oponerlas a las grandes. Ellas rev elan una loable tendencia, pero no pueden compararse con el asiduo celo de perf ección que conv ierte la bondad en v irtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las mentes exiguas no pueden concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría ejecutarlo un carácter amorf o. A los que dicen: "no hay tonto malo", podría respondérseles que la incapacidad de mal no es bondad. Aún está por resolv erse el antiguo litigio que proponía elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una presunción de v irtud, ni la inteligencia lo es de perv ersidad. Ello no impide que muchos necios protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la paradoja de Rousseau, hasta inf erir de ella que la escuela puebla las cárceles y que los hombres más buenos son los torpes e ignorantes. Mentira. Burda patraña esgrimida contra la dignif icación humana mediante la instrucción pública, requisito básico para el enaltecimiento moral. Sócrates enseñó -hace de esto algunos años- que la Ciencia y la Virtud se conf unden en una sola y misma resultante: la Sabiduría. Para hacer el bien. basta v erlo claramente; no lo hacen los que no lo v en; nadie sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno; "puede" serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente. La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnif icencias del corazón. La "grandeza del alma" es bilateral. Son raros esos talentos completos; son excepcionales esos genios. Los hombres excelentes brillan por esta o aquella aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos en algún género intelectual, que no lo son en v irtud alguna, y hombres v irtuosos que no asombran por sus dotes intelectuales. Ambas f ormas de talento, aunque distintas y cada una multif orme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje. Pueden observ arse aisladas; suelen germinar al unísono en hombres extraordinarios. Aisladas v alen menos. La v irtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es inf ecundo en el desv ergonzado. La subordinación de la moralidad a la inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso de los hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al serv icio de la rutina, del prejuicio o del serv ilismo; sus triunf os serían su v ergüenza, no su gloria. Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: "Cuanto más f ino y culto es un hombre, tanto más repulsiv o y sospechoso se v uelv e si pierde su reputación le honesto". (‘’De of f ic’’. II, 9). Verdad es que el tiempo perdona algunas culpas a los genios y a los héroes,
  • 19. capaces de exceder con el bien que hacen el mal que no dejaren de hacer; pero ellos son excepciones raras y en v ida habría que medirlos con el criterio de la posteridad: la trascendente magnitud de su obra. Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes, como el de f allar si son pref eribles los que crean, inv entan y perf eccionan en las ciencias y en las artes, o los que poseen un admirable conjunto de energías morales que impulsan a jugar el porv enir y la v ida en def ensa de la dignidad y la justicia. Entre los talentos intelectuales y los talentos morales, estos últimos suelen ser pref eridos con razón, conceptuándolos más necesarios. "El talento superior es el talento moral", ha escrito Smiles, glosando al inagotable Mr. de la Palisse. De este parangón está excluido a priori el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebroy prejuicios en el corazón. La apoteosis del tonto bueno encamínase, ev identemente, a protestar, como lo hacía Cicerón, contra los que pretenden consentir al ingenio un absurdo derecho a la inmoralidad. El sistema es equív oco; igualmente injusto sería desacreditar a los santos más ejemplares f undándose en que existen simuladores de la v irtud. Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos inconciliables. ¿Sólo podría ser v irtuoso el rutinario o el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso el deshonesto o el degenerado? La humanidad debiera sonrojarse ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por catequistas que adulan a los tontos; buscando el éxito ante su número inf inito. El sof isma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías morales o de carácter, que no suelen contarse del mediocre o del imbécil; luego, aquéllos son inmorales y éstos son v irtuosos. Aunque las premisas f uesen exactas, la conclusión sería ilegítima. Si se concediera -y es mentira- que los grandes ingenios son f orzosamente inmorales, no habría por qué otorgar a los imbéciles el priv ilegio de la v irtud, reserv ado al talento moral. Pero la premisa es f alsa. Si se cuentan desequilibrios de los genios y no de los papanatas, no es porque éstos sean f aros de v irtud, sino por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros ignorando a los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millonesa de lechuguinos que beben como él; por un f ilósof o uxorcida hay cien mil uxoricidas que no son f ilósof os; por un sabio experimentador, cruel con un perro o una rana, hay una incontable cohorte de cazadores que le av entajan en impiedad. ¿Y qué dirá la historia? Hubo un poeta alcoholista, un f ilósof o uxoricida y un sabio cruel; los millones de anónimos no tienen biograf ía. Moreau de Tours equiv ocó el rumbo; Lombroso se extrav ió; Nordau hizo de la cuestión una simple polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la premisa es f alsa. Los que hemos v isitado cien cárceles podemos asegurar que había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia inf erior, junto a cinco o v einte hombres de talento. No hemos v isto un solo hombre de genio. Volv amos al sano concepto socrático, hermanando la v irtud y el ingenio, aliados antes que adv ersarios. Una elev ada inteligencia es siempre propicia al talento moral y éste es la condición misma de la v irtud. Sólo hay una cosa más v asta, ejemplar, magníf ica, el golpe de ala que elev a hacia lo desconocido hasta entonces, remontándonos a las cimas eternas de esta aristocracia moral: son los genios que enseñan v irtudes no practicadas hasta la hora de sus prof ecías o que practican las conocidas con intensidad extraordinaria. Si un hombre encarrila en absoluto su v ida hacia un ideal, eludiendo o constatando todas las contingencias materiales que contra él conspiran, ese hombre se elev a sobre el niv el mismo de las más altas v irtudes. Entra en la santidad. VI. EL GENIO MORAL: LA SANTIDAD La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad. La ev olución de los sentimientos colectiv os, representados por los conceptos de bien y de v irtud, se opera por intermedio de hombres extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del continuo dev enir moral. Algunos legislan y f undan religiones, como Manú, Conf ucio, Moisés y Buda, en civ ilizaciones primitiv as, cuando los Estados son teocracias; otros predican y v iv en su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo, conf iando la suerte de sus nuev os v alores a la ef icacia del ejemplo; los hay , en f in, que transmutan racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro o Spinoza. Sea cual f uere el juicio que a la posteridad merezcan sus enseñanzas, todos ellos son inv entores, f uerzas originales en la ev olución del bien y del mal, en la metamorf osis de las v irtudes. Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan. Los talentos morales perf eccionan o practican de manera excelente esas v irtudes por ellos creadas; los mediocres morales se concretan a imitarlas tímidamente. Toda santidad es excesiv a, desbordante, obsesionadora, obediente, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por cálculo, por corazonadas f irmes más que por doctrinarismos racionales: así lo f ueron casi todos. La inf lexible rigidez del prof eta o del apóstol, es simbólica; sin ella no tendríamos la iluminada f irmeza del v irtuoso ni la obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los f actores prácticos de la v ida social, sino las masas que imitan débilmente su f órmula. No fue Francisco un instrumento ef icaz de la benef icencia, v irtud cristiana que el tiempo reemplazará por la solidaridad social: sus ef ectos útiles son producidos por innumerables indiv iduos que serían incapaces de practicarla por iniciativ a propia, pero que del exaltado arquetipo reciben sugestiones, tendencias y ejemplos, graduándolos, dif undiéndolos. El santo de Asís muere de consunción, obsesionado por su v irtud. sin cuidarse de si mismo, y entrega su v ida a su ideal; los mediocres que practican la benef icencia por él practicada cumplen una obligación, tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto a los demás. La santidad crea o renuev a. "La extensión y el desarrollo de los sentimientos sociales y morales -dijo Eibot- se han producido lentamente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados inv entores en moral. Esta expresión puede sonar extrañamente a ciertos oídos de gente imbuida de la hipótesis de un conocimiento del bien y del mal innato, univ ersal, distribuido a todos los hombres y en todos los tiempos. Si en cambio se admite una moral que se v a haciendo, es necesario que ella sea la creación, el descubrimiento de un indiv iduo o de un grupo. Todo el mundo admite inv entores en geometría, en música, en las artes plásticas. o mecánicas; pero también ha habido hombres que por sus disposiciones naturales eran muy superiores a sus contemporáneos y han sido promotores, iniciadores. Es importante observ ar que la concepción teórica de un ideal moral más elev ado, de una etapa a pasar, no basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y , por contagio, comunique a los otros su propio élan. El av ance es proporcional a lo que se siente y no a lo que se piensa". Por eso el genio moral es incompleto mientras, no actúa; la simple v isión de ideales magníf icos no implica la santidad, que está en el ejemplo, más bien que en la doctrina, siempre que implique creación original. Los titulados santos de ciertas religiones rara v ez son creadores son simples v irtuosos o alucinados, a quienes el interés del culto y la política eclesiástica han atribuido una santidad nominal. En la historia del sentimiento religioso sólo son genios los que f undan o transmutan, pero de ninguna manera los que organizan órdenes, establecen reglas, repiten un credo, practican una norma o dif unden un catecismo. El santoral católico es irrisorio. Junto a pocas v idas que merecen la hagiograf ía de un Fra Domenico Cav alca, muchas hay que no interesan al moralista ni al psicólogo; numerosas tientan la curiosidad de los alienistas y otras sólo rev elan el interesado homenaje de los concilios al f anatismo localista de ciertos rebaños industrioso. Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación inconf undible en la historia de la moral. Cada hora de la humanidad tiene un clima, una atmósf era y una temperatura, que sin cesar v arían. Cada clima es propicio al f lorecimiento de ciertas v irtudes; cada atmósf era se carga de creencias que señalan su orientación intelectual; cada temperatura marca los grados de f e con que se acentúan determinados ideales y aspiraciones. Una humanidad que ev oluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente perf ectibles, cuy o poder de transf ormación sea inf inito como la v ida. Las v irtudes del pasado no son las v irtudes del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ay er. Cada momento de la historia requiere cierta f orma de santidad que sería estéril si no f uera oportuna, pues las v irtudes se v an plasmando en las v ariaciones de la v ida social. En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres v iv en luchando a brazo partido con la naturaleza av ara, es indispensable ser f uertes y v alientes para imponer la hegemonía o asegurar la libertad del grupo; entonces la cualidad suprema es la excelencia f ísica y la v irtud del coraje se transf orma en culto de héroes, equiparados a los dioses. La santidad está en el heroísmo. En las grandes crisis de renov ación moral, cuando la apatía o la decadencia amenazan disolv er un pueblo o una raza, la v irtud excelente entre todas es la integridad del carácter, que permite v iv ir o morir por un ideal f ecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el apostolado. En las plenas civ ilizaciones más sirv e a la humanidad el que descubre una nuev a ley de la naturaleza, o enseña a dominar alguna de sus f uerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe o de apóstol. Por eso el prestigio rodea a las v irtudes intelectuales: la santidad está en la sabiduría. Los ideales éticos no son exclusiv os del sentimiento religioso; no lo es la v irtud; ni la santidad. Sobre cada sentimiento pueden ellos f lorecer. Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o sabios. Las naciones llegadas a cierto niv el de cultura santif ican en sus grandes pensadores a los portaluces y heraldos de su grandeza espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los f ilósof os. En la moral de las sociedades que se f orman, culminan Alejandro, César o Napoleón; y cuando se renuev an, Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un momento en que los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad v aría a compás del ideal. Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores, tan luminosa como en los héroes y en los apóstoles; en las sociedades modernas el "santo" es un anticipo v isionario de teoría o prof eta de hechos que la posteridad conf irma, aplica o realiza. Se comprende que, a sus horas, hay a santidad en serv ir a un ideal en los campos de batalla o desaf iando la hipocresía como en los supremos protagonistas de una ‘’Iíada’’ o de un ‘’Ev angelio’’; pero también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio o el f ilósof o que viven eternos en su ‘’Div ina comedia’’, en su ‘’Nov um organum’’ o en su ‘’Origen de las especies’’. Si es dif ícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una v ida los principios y rutinas que amenazan asf ixiar nuestra inteligencia.
  • 20. Entre nieblas que alternativ amente se espesan y se disipan, la humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres. Los más las ignoran; pocos elegidos pueden v erlas y poner allí su ideal, aspirando aproximársele. Orientadas por la exigua constelación de v isionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia Verdades cada v ez menos inexactas y desde el prejuicio hacia las Virtudes cada v ez menos imperf ectas. Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto inf inito que marca su imaginaria conv ergencia. CAPÍTULO IV LOS CARACTERES MEDIOCRES I. Hombres y sombras. - II. La domesticación de los mediocres. - III. La v anidad. - IV. La dignidad. I. HOMBRES Y SOMBRAS Desprov istos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de v olar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su v ida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre f irme que sepa uncirlos a su y ugo. Atrav iesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su personalidad. Nunca llegan a indiv idualizarse: ignoran el placer de exclamar "y o soy ", frente a los demás. No existen solos. Su amorf a estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a trav és de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a f avor de toda corriente y v ariando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña. Son ref ractarios a todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan "honores" y alcanzan "dignidades", en plural; han inv entado el inconcebible plural del honor y de la dignidad, por def inición singulares e inf lexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey , su existencia es el accesorio de f ocos que la proy ectan. Carecen de luz, de arrojo, de f uego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado. Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuy o ref lujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista: "Firmeza y luz, como cristal de roca", brev es palabras que sintetizan su def inición perf ecta. No la dieron mejor Teof rasto o Bruy ére. Han creado su v ida y serv ido un Ideal, persev erando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esf uerzos: seguros en sus creencias, leales a sus af ectos, f ieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la v erdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y af rontan las dif icultades. Son respetuosos en la v ictoria y se dignif ican en la derrota como si para ellos la belleza estuv iera en la lid y no en su resultado. Siempre, inv ariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual f ugitiv o div isan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada uno v iv e por un millón. Poseen una f irme línea moral que les sirv e de esqueleto o armadura. Son alguien. Su f isonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconf undibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativ as f ecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin adv ertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los v erdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porv enir, los que destruy en y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niv eladora. Por ellos la Humanidad v iv e y progresa. Son siempre excesiv os; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrof ia de una idea o de una pasión los hace inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una f unción armónica y v ital. Sin ellos se inmov ilizaría el progreso humano, estancándose como v elero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad. El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que ref leja los pensamientos ajenos, parecen pertenecer a mundos distintos. Hombres y sombras: dif ieren como el cristal y la arcilla. El cristal tiene una f orma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella o no, según los casos; pero nunca tomará otra f orma que la propia. Al v erlo sabemos que lo es, inconf undiblemente. De igual manera que el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima le es propicio conv iértese en núcleo de energías sociales, proy ectando sobre el medio sus características propias, a la manera del cristal que en una solución saturada prov oca nuev as cristalizaciones semejantes a sí mismo, creando f ormas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de f orma propia y toma la que le .imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan o las cosas que la rodean; conserv a el rastro de todos los surcos y el hoy o de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esf érica o piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del medio en que v iv en, incapaces de serv ir una f e o una pasión. Las creencias son el soporte del carácter; el hombre que las posee f irmes y elev adas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua ev olución y el carácter indiv idual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las f uentes de la cultura y del amor. Lo que heredamos implica cierta f atalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados a conserv ar su línea propia entre las presiones coercitiv as de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan a las demás hasta desf igurarse, domesticándose. El carácter se expresa por activ idades que constituy en la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente a sus creencias; si es "f irmeza y luz", como dijo el poeta, la f irmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz en su elev ación moral. Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la f ebledad del carácter depende tanto de la consistencia moral como de aquéllos, o más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos de la v irtud; sin alguna v irtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción v an de consuno. La f uerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto a de la realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles de ser corregidos o reemplazados. Son instrumentos actuales; cada creencia es una opinión contingentey prov isional. Todo juicio implica una af irmación. Toda negación es, en sí mismo, af irmativa; negar es af irmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se af irma o se niega. Lo contrario de la af irmación no es la negación, es la duda. Para af irmar o negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; v iv ir es creer. Las creencias son los móv iles de toda activ idad humana. No necesitan ser v erdades: creemos con anterioridad a todo razonamiento y cada nuev a noción es adquirida a trav és de creencias y a pref ormadas. La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra experiencia. La manera primitiv a de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salv ajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles a todos los errores, juguetes f rív olos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desv ía los bajeles sin gobierno. Esas creencias son como los clav os que se meten de un solo golpe; las conv icciones f irmes entran como los tornillos, poco a poco, a f uerza de observ ación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clav os ceden al primer estrujón v igoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las f áciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por la sociedad al indiv iduo: la amplitud del saber permite a los hombres f ormarse ideas propias. Viv ir arrastrado por las ajenas equiv ale a no v iv ir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna. Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando f alta, el hombre es amorf o o inestable; v iv e zozobrando como f rágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser ef ectiv a en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son f uerzas dinamógenas y activ as, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran, más o menos conf ormes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la f orma natural de pensar para v iv ir. La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativ o que el determinismo consiente. Sus actos son ágil es y rectilíneos, pueden prev erse en cada circunstancia; siguen sin v acilaciones un camino trazado: todo concurre a que custodien su dignidad y se f ormen un ideal. Siempre están prontos para el esf uerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectif ican sus y erros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de, todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás. Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus f uerzas realizar. Saben pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, v iéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad. Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en v asto saber; le sirv en de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta a los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de la Sombra son surcos arados en el agua; cualquier v entisca las desv ía; su opinión es tornadiza como v eleta y sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de conv eniencias inmediatas. Los Hombres ev olucionan según v arían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las propias a sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de ev olución. Si dependiera de ellas, esta última equiv aldría a desequilibrio o desv ergüenza; muchas v eces a traición. Creencias f irmes, conducta f irme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: ludicaberis ex operibus v estris, seréis juzgados por v uestras obras. ¡Cuántos hay que parecen
  • 21. hombres y sólo v alen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, v alores negativ os. Sombras. II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES Gil Blas de Santillana es una sombra: su v ida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía dif erenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se v uelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cif ra inmensa. El rebaño le of rece inf initas ventajas. No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inv erosímiles; bástale su condescendencia pasiv a, su alma de sierv o. Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para conf undirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suav izan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, v iriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus v irtudes y a practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desv ío les v ale una desconf ianza. Amoldan su corazón a los prejuicios y su inteligencia a las rutinas: la domesticación les f acilita la lucha por la v ida. La mediocridad teme al digno y adora al lacay o. Gil Blas le encanta; simboliza al hombre práctico que de toda situación saca partido y en toda v illanía tiene prov echo. Persigue a Stockmann, el enemigo del pueblo, con todo af án como pone en admirar a Gil Blas: le recoge en la cuev a de bandoleros y le encumbra f av orito en las cortes. Es un hombre de corcho: f lota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estaf ador, f ementido, ingrato, hipócrita, traidor, político; tan v arios encenagamientos no le impiden ascender y otorgar sonrisas desde su comedero. Es perf ecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como sierv o y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altiv o, jamás acomete de f rente un obstáculo. El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que serv ía. Y era justo. El hábito de la serv idumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente ‘’Discurso sobre la serv idumbre v oluntaria’’, escrito por La Boetie en su adolescencia y cubierto de gloria por el admirativ o elogio de Montaigne. Desde él miles de páginas f ustigan la subordinación a los dogmatismos sociales, al acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adv enticias, la disciplina ciega a la imposición colectiv a, el homenaje decidido a todo lo que representa el orden v igente, la sumisión sistemática a la v oluntad de los poderosos: todo lo que; ref uerza la domesticación y tiene por consecuencia inev itable el serv ilismo. Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su "f irmeza" los sostiene; su "luz" los guía. Las sombras, en cambio, degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adv ersidad, amando y depreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre f irme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis: su carácter. Las sombras no tienen esa unidad de conducta que permite prev er el gesto en todas las ocasiones. Para Zenón, el estoico, el carácter es f uente de la v ida y manan de él todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus def iniciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores, y éstos describen como naturalistas. El carácter es una síntesis: hay que insistir en ello. Es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos f ilósof os, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parecería depender exclusiv amente de condiciones intelectuales; v ano error, pues su conducta es el trasunto de cien otros f actores. Pensar es v ivir. Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la v oluntad, haciendo conv erger a su objeto los más v ehementes anhelos de perf ección. El inv estigador de una v erdad se sobrepone a la sociedad en que v iv e: trabaja para ésta y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las f unciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con los demás conserva libres el corazón y el cerebro mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se domestica. Gil Blas medra entre los hombres desde que la humanidad existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos, env ueltos en sublime desdén, han enf estado contra los temperamentos serv iles: Musset, por boca de Lorenzaccio, estruja con palabras ilev antables la cobardía de los pueblos av enidos a la serv idumbre. Y no le v an en zaga los indiv idualistas, cuy o más alto v uelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente f ustigado, tiene y a directores elocuentísimos, que exhiben las solidarias complicaciones con que los medrosos resisten las iniciativ as de las audaces, agrupándose en modos div ersos según sus intereses de clase, jerarquía o f unciones. Donde hubo esclav os y siervos se plasmaron caracteres serv iles. Vencido el hombre, no lo mataban: lo hacían trabajar en prov echo propio. Sujeto al y ugo. tembloroso ante el látigo, el esclav o doblábase bajo coy undas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos -dice la historia- f ueron rebeldes o alcanzaron dignidades: su rebeldía f ue siempre un gesto de animal hambriento y su éxito f ue el precio de complicidades en v icios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, tornáronse despóticos, desprov istos de ideales que les detuv ieran ante la inf amia, como si quisieran con sus abusos olv idar la serv idumbre suf rida anteriormente. Gil Blas f ue el más bajo de los f av oritos. El tiempo y el ejercicio adaptan a la v ida serv il- El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada v ez más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo indiv idual. El quitamotas- Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconf undible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacay o y da rienda suelta a bajos instintos. La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de sierv os la trae en la sangre, según Aristóteles. Hereda hábitos serv iles y no encuentra ambiente propicio para f ormarse un carácter. Las v idas iniciadas en la serv idumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían may or desprecio por los hijos de los sierv os, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al y ugo por deudas o en las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensif icándola en la ulterior serv idumbre. Eran despreciados por sus amos. Esto se repite en cuantos países tuv ieron una raza esclav a inf erior. Es legítimo. Con humillante desprecio suele mirarse a los mulatos, descendientes de antiguos esclav os, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclav itud; su af án por disimular su ascendencia serv il demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es natural. Así como el antiguo esclav o tornábase v anidoso e insolente si trepaba a cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando f unciones y honores con que hartan sus apetitos acumulados en domesticidades seculares. La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los sierv os f ueron tan doméstico.; como lo; esclav os; la rev olución f rancesa dio libertad política a sus descendientes, mas no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués enriquecido merece el desprecio del aristócrata más que el odio del proletario, que es un aspirante a la burguesía; no hay peor jef e que el antiguo asistente ni peor amo que el antiguo lacay o. Las aristocracias son lógicas al desdeñar a los adv enedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas. Esas inclinaciones serv iles, arraigadas en el f ondo mismo de la herencia étnica o social, son bien v istas en las mediocracias contemporáneas, que niv elan políticamente al serv il y al digno. Ha v ariado el nombre pero la cosa subsiste: la domesticidad es corriente en las sociedades modernas. Llev a muchas décadas la abolición legal de la esclav itud o la serv idumbre; los países no se creerían civ ilizados si las conserv aran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclav o y el sierv o siguen existiendo; por temperamento o por f alta de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como v an a la querencia los animales extrav iados. Su psicología gregaria no se transmutó, declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la f raternidad son f icciones que los halagan, sin redimirlos. Hay inclinaciones que sobrev iv en a todas las ley es igualitarias y hacen amar el y ugo o el látigo. Las ley es no pueden dar hombría a la sombra, carácter al amorf o, dignidad al env ilecido, iniciativa a los imitadores, v irtud al honesto, intrepidez al manso, af án de libertad al serv il. Por eso, en plena democracia, los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo niv el: se domestican. En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ay er no dice nada sobre su mañana; obran a merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos v álidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone a f lote sus atav ismos de salv aje y de primitiv o, depositados en los surcos más prof undos de su personalidad. Sus imitaciones son f rágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elev arse a la honesta condición de animales de rebaño. A otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presas de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viv en tanteando el v icio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el ejemplo luminoso de la v irtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la v oluntad errante, incapaz de sobreponerse a las conv ergencias f atales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su inf ancia sin rodar a la charca, tropiezan después con nuev os obstáculos.
  • 22. El trabajo, creando el hábito del esf uerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña a odiarlo, imponiéndole precozmente, como una ignominia desagradable o un env ilecimiento inf ame, bajo la esclav itud de y ugos y de horarios, ejecutado por hambre o por av aricia, hasta que el hombre huy e de él como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no nauf ragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja activ idad moderna las v oluntades claudicantes son toleradas; sus incongruencias quedan ocultas mientras los actos se ref ieren a v ulgares automatismos de la v ida diaria; pero cuando una circunstancia nuev a los obliga a buscar una solución, la personalidad se agita al azar y rev ela sus v icios intrínsecos. Esos degenerados son indomesticables. Los otros, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olv idan que la más lev e caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esf uerzo de dignidad consolida nuestra f irmeza: cuanto más peligrosa es la v erdad que hoy decimos, tanto más f ácil será mañana pronunciar otras a v oz en cuello. En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las v irtudes civ iles: los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justif ican recíprocamente. Una atmósf era tibia entorpece al que cede por primera v ez a la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera f alta pueden ir hasta lo inf inito. Los mediocres no saben ev itarla; en v ano harían el propósito de v olv er al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; pref ieren excusar las desv iaciones lev es, sin adv ertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas f laquezas, que de otro modo f ueran perf ectos desde su origen; pero mientras en los caracteres f irmes pasan como un roce que no deja rastro, en los blandos aran un surco por donde se f acilita la recidiv a. Ésa es la v ía del env ilecimiento. Los v irtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como a Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cay endo como el agua en las cascadas, a saltitos, de pequeñez en pequeñez, de f laqueza en f laqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden a la necesidad de ocultarla con otras ante las cuales y a no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan a ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disf razan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestro para av anzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marchan de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacay os y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos a su imagen y semejanza. Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino Cuando han cedido a la tentación quedan cebados, como las f ieras que conocen el sabor de la sangre humana. Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso a los ungidos y con el arma af ilada para agredir al rebelde que anuncia una herejía. El panurguismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuy o respeto exige de todos. Es incalculable la inf inidad de gentes domésticas que nos rodea. Cada f uncionario tiene un rebaño v oraz, sumiso a sus caprichos, como los hambrientos al de quien los harta. Si f uesen capaces de v ergüenza, los adulones v iv irían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realizase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la inf luencia of icial los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de f uncionarismo. Los pobres de carácter no resisten; ceden a esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo a la prebenda que estremece su estómago o nubla su v anidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan el f av or y mañana le manejarán la rienda. Aunque y a no hay serv idumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad f orzosa, se av ienen a ella v oluntariamente, por v ocación implícita en su f laqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de benef icios, son instintiv amente serv iles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad v aría con el rango y se traduce en f ormas tan div ersas como las personas que la ejercitan. Alentando a Gil Blas, rebájase el niv el moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es pref erida a la dignidad altiva. La piel se cubre de más af eites cuando es menos sólida la columna v ertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salv ar a un náuf rago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la v irtud parece un ultraje a las costumbres. Las sombras v iv en con el anhelo de castrar a los caracteres f irmes y decapitar a los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser v iriles o tener cerebro. La f alta de v irilidades es elogiada como un ref inamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta a ciertos f anáticos sin ideales. Los méritos conv iértense en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como si of endieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar recelos, el env ilecimiento colectiv o es grav e; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos. III. LA VANIDAD El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suy o en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la v anidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer. Cuando un ideal de perf ección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el af án de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la v anidad., Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son f ormas div ersas de amor propio. Siguen caminos div ergentes. La una f lorece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los dermis. El orgullo es una arrogancia originaria por nobles motiv os y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado a la inediocrización moral, subv irtiendo los términos que designan lo eximio y lo v ulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, f ustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, conf undiendo sentimientos distintos. De ahí el equiv ocar la v anidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros. En su f orma embrionaria rev élase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres conf ormados a la rutina y a los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de v iv ir arrebañados predispone a perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es f av orecida por el contraste o la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal. Pero los caminos div ergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiv a la sombra. Los primeros v iv en para sí; los segundos v egetan para los otros. Si el hombre no v iv iera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; v iv iendo en grupos, lo es solamente en los caracteres f irmes. Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias, exaltan a los domésticos. El brillo de la gloria sobre las f rentes elegidas deslumbra a los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se env anecen de méritos ilusorios y v irtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran en la v ida construy éndose un escenario, grande o pequeño, bajo o culminante, sombrío o luminoso; v iv en con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultiv ar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La dif erencia, si la hay , es puramente cuantitativa entre la v anidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña v erse aclamado ministro o presidente, la del nov elista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea v er su retrato en los periódicos. La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus v ulgares, es útil al hombre que sirv e un Ideal. Éste le cristaliza en dignidad; aquéllos le degeneran en v anidad. El éxito env anece al tonto, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrof ia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, bíceps excesiv os hasta la def ormidad La f unción hace el órgano. El "y o" es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente de f uerza. El músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiv a, por monstruosa e inútil, como la v anidad del insignif icante. Ciertos hombres de genio, Sarmiento, pongamos por caso, habrían sido incompletos sin su megalomanía. Su orgullo nunca excede a la v anidad de los imbéciles. La aparente dif erencia guarda proporción con el mérito. A un metro y a simple v ista nadie v e la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león: lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras. No pueden conf undirse. El v anidoso v iv e comparándose con los que le rodean, env idiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inf eriores y pone su mirada en tipos ideales de perf ección que están muy alto y encienden su entusiasmo. El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los v ulgares ha enmarañado la signif icación del v ocablo, acabando
  • 23. por ignorarse si designa un v icio o una v irtud. Todo es relativ o. Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay , se trata de v anidad. El hombre que af irma un Ideal y se perf ecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósf era inf erior que le asf ixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad ef ectiva y constante. Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante dif erencia; pero olv idan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el número inf inito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el serv il adora bajo el nombre de principios; su conf licto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el indiv iduo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclav os del propio rebaño. IV. LA DIGNIDAD El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la v irtud en un total de dignidad: f orman una aristocracia natural, siempre exigua f rente al número inf inito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unív oca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las v irtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella f alta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los indiv iduos sin ella son esclav os. Los temperamentos adamantinos –firmeza y luz- apártanse de toda complicidad, desaf ían la opinión ajena si con ello han de salv ar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su v ida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en f acciones, conv ertidos en v iv iente protesta contra todo abellacamiento o serv ilismo. Las sombras v anidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuy endo las íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces de gestos v iriles, f általes coraje. La dignidad implica v alor moral. Los pusilámines son importantes, como los aturdidos; los unos ref lexionan cuándo conv iene obrar, y los otros obran sin haber ref lexionado. La insuf iciencia del esf uerzo equiv ale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el af án que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus f ormas implican dignidad y v irtud. Con su ay uda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas f uentes del mal, los osados se arriesgan para v iolar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la f ortuna adv ersa, los f irmes resisten la tentación y los sev eros el v icio, los mártires v an a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perf ección es indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y v olar alto; el que se resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan. La f lebedad y la ignorancia f av orecen la domesticación de los caracteres mediocres adaptándolos a la v ida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, f loreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del f av or lo que éste espera del mérito. Ser digno signif ica no pedir lo que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serv iles trepan entre las malezas del f av oritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus v irtudes. O no ascienden por ninguna. La dignidad estimula toda perf ección del hombre; la v anidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al serv il, env enena al digno. Pref iere, éste, perder un derecho a obtener un f avor; mil años le serán más lev es que medrar indignamente. Cualquiera herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más lev e domesticidad le remordería toda la v ida. Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conserv arse erguido, incólume, irrev ocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunf ar del mérito sonriente; la pertinacia del indigno es proporcional a su acorchamiento. Los hombres ejemplares desdeñan cualquier f av or; se estiman superiores a lo que puede darse sin mérito. Pref ieren v iv ir crucificados sobre su orgullo a prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquiv estido y sin manchas de abajamientos, como si f ueran a desposarlo más allá de la muerte. Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado lev antisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña v irgen, sin aceptar la f ácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxigeno aprov echan más que en cebadas copiosas, con la v entaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Pref ieren estar solos, mientras no puedan juntarse con sus iguales. Cada f lor englobada en un ramillete pierde su perf ume propio. Obligado a v ivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno a todo lo que estima inf erior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos f ueran árboles; y Banv ille escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son necesaria e inv enciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altiv ez y con la f irme designación de un dios desterrado". Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el f ondo de los caracteres serv iles; no sabe desarticular su cerv iz. Su respeto por el mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruy e sus anhelos es anodina y no tiene adv ersarios que f azf erir, el digno se ref ugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es f atal en la alternativ a de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste f uera el puerto natural y más seguro para su dignidad. Viv e con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto a mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuy o f ruto será su libertad en el porv enir. Todo parásito es un sierv o; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres v acilantes e incuba las peores serv idumbres. El que no ha atrav esado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter. El pobre no puede v iv ir su v ida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar a v iv ir. Todos los hombres altiv os viv en soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el indiv iduo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más o menos f uncionario, contray endo deberes y suf riendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La f elicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el av aro, ni es f eliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclav itud. La f ortuna aumenta la libertad de los espíritus cultiv ados y torna v ergonzosa la ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo f ortuna; ésta les redimiría todas las domesticidades, si no f uesen esclav os de la v anidad. Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos f altan ningún tesoro los sustituy e. Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin f laquezas que la env ilezcan o la rebajen. A ella sacrif ican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conserv ar la estima propia no v acilan en af rontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en v ano intentan malear su altiv ez. Son raros en las mediocracias, cuy a chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada a los v anidosos más culminantes, pues los humilla y av ergüenza. Inf lexibles y tenaces porque llev an en el corazón una f e sin dudas, una conv icción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorf os. En algunos casos pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del v ocablo o porque prof undamente af ectiv os: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; v ictoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que en la batalla de la v ida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cif ra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el v alor moral de un pueblo. La dignidad, af án de autonomía, llev a a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruy ére, que v iv ió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: "Se f aire v aloir par des choses qui ne dependet point des autres, mais de sois seul, ou renoncer a se f aire v aloir".[1] Esa máxima le parece inestimable y de recursos inf initos en la v ida, útil para los v irtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos of icios, la bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serv iles domesticados, sino de v arones excelentes que legarían a sus hijos menos v anidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la v irtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perf ección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignif icación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras. CAPÍTULO V LA ENVIDIA I. La pasión de los mediocres. - II. Psicología de los env idiosos. III. Los roedores de la gloria. - IV. Una escena dantesca: su castigo. I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES
  • 24. La env idia es una adoración de los hombres por las sombras, del mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abof eteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los f racasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un v enenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignif icancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que v iv en esclav os de la v anidad: desf ilan lív idos de angustia, torv os, av ergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido env uelv e una consagración inequív oca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad de los necios f ue siempre el pedestal de un monumento. Es la más innoble de las torpes lacras que af ean a los caracteres v ulgares. El que env idia se rebaja sin saberlo, se conf iesa subalterno; esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inf erioridad, sentida, reconocida. No basta ser inf erior para env idiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario suf rir del bien ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese suf rimiento está el núcleo moral de la env idia: muerde el corazón como un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal. Entre las malas pasiones ninguna la av entaja. Plutarco decía -y lo repite La Rochef oucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse de v icios inf ames; pero ninguna ha tenido el coraje de conf esarse env idiosa. Reconocer la propia env idia implicaría, a la v ez, declararse inf erior al env idiado; trátase de pasión tan abominable, y tan univ ersalmente detestada, que av ergüenza al más impúdico y se hace lo indecible por ocultarla. Sorprende que los psicólogos la olv iden en sus estudios sobre las pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los celos. Fue siempre tanta su dif usión y su v irulencia, que y a la mitólogía grecolatina le atribuy e origen sobrehumano, haciéndola nacer de las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de v ieja horriblemente f laca y exangüe, cubierta de cabeza de v íboras en v ez de cabellos. Su mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua untada con tósigos f atales; con una mano ase tres serpientes, y con la otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la dev ora continuamente y le instila su v eneno; está agitada; no ríe; el sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso f eliz le af lige o atiza su congoja; destinada a suf rir, es el v erdugo implacable de sí misma. Es pasión traidora y propicia alas hipocresías. Es al odio como la ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los env idiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reptación de la env idia sólo se percibe el arrastramiento tímido del que busca morder el talón. Teof rasto crey ó que la env idia se conf unde con el odio o nace de él, opinión y a enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la cuestión, preocupándose de establecer dif erencias entre las dos pasiones (Obras morales, II). Dice que a primera v ista se confunden; parecen brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más f uertes, como las enf ermedades que se complican. Ambas suf ren del bien y gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para conf undirlas, si atendemos a sus dif erencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nociv o; en cambio, toda prosperidad excita la env idia, como cualquier resplandor irrita los ojos enf ermos. Se puede odiar a las cosas y a los animales; sólo se puede env idiar a los hombres. El odio puede ser justo, motiv ado; la env idia es siempre injusta, pues la prosperidad no daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie, se nutren y f ortifican por causas equiv alentes: se odia más a los más perv ersos y se env idia más a los más meritorios. Por eso Temístocles decía, en su juv entud, que aún no había realizado ningún acto brillante, porque todav ía nadie le env idiaba. Así como las cantáridas prosperan sobre los trigales más rubios y los rosales más f lorecientes, la env idia alcanza a los hombres más f amosos por su carácter y por su v irtud. El odio no es desarmado por la buena o la mala f ortuna; la env idia sí. Un sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo: así, observ a Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la env idia y la hace desaparecer. El odio que injuria y of ende es temible; la env idia que calla y conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no of enden la centésima para de las que el env idioso v a sembrando constantemente a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus v iriles: diríase que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni tragar. Así como el aceite apaga la cal y av iv a él f uego, el bien recibido contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la env idia en los indignos. El env idioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca y la niev e f ría: lo es naturalmente. El odio es rectilíneo y no time la v erdad: la env idia es torcida y trabaja la mentira. Env idiando se suf re más que odiando: como esos tormentos enf ermizos que tórnanse terroríf icos de noche, amplif icados por el horror de las tinieblas. El odio puede herv ir en los grandes corazones; puede ser justo y santo; lo es muchas v eces, cuando quiere borrar la tiranía, la inf amia, la indignidad. La env idia es de corazones pequeños. La conciencia del propio mérito suprime toda menguada v illanía; el hombre que se siente superior no puede env idiar, ni env idia nunca el loco f eliz que v iv e con delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de f rente. César aniquiló a Pompey o, sin rastrerías; Doriatello v enció con su "Cristo" al de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche f ulminó a Wagner, sin env idiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro porv enir v uelv e miopes y reptiles a los mediocres. Por eso los hombres sin méritos siguen siendo env idiosos a pesar de los éxitos obtenidos por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La env idia es una def ensa de las sombras contra los hombres. Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el parentesco entre la env idia y el odio, sin conf undir ambas pasiones. Conv iene sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación y los celos. La env idia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia ef ectiv a, pero posee caracteres propios que permiten dif erenciarla. Se env idia lo que otros y a tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es un deseo sin esperanza; se cela lo que y a se posee y se teme perder; se emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad de alcanzarlo. Un ejemplo tomado en las f uentes más notorias ilustrará la cuestión. Env idiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos, cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos que otro pueda compartirla o quitárnosla. Competimos sus f av ores en noble emulación, cuando v emos la posibilidad de conseguirlos en igualdad de condiciones con otro que a ellos aspira. La env idia nace, pues, del sentimiento de inf erioridad respecto de su objeto; los celos deriv an del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble af irmación de la personalidad. Por def ormación de la tendencia egoísta algunos hombres están naturalmente inclinados a env idiar a los que poseen tal superioridad por ellos anhelada en v ano; la env idia es may or cuando más imposible se considera la adquisición del bien codiciado. Es el rev erso de la emulación; ésta es una f uerza propulsora y f ecunda, siendo aquélla una rémora que traba y esteriliza los esf uerzos del env idioso. Bien lo comprendió Bartrina, en su admirable quintilla: La envidia y la emulación pa- rientes dicen que son; aunque en todo diferentes al fin tam- bién son parientes el diamante y el carbón. La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas v eces. La env idia es una cobardía propia de los débiles, un odio impotente, una incapacidad manif iesta de competir o de odiar. El talento, la belleza, la energía, quisieran v erse ref lejados en todas las cosas e intensif icados en proy ecciones innúmeras; la estulticia, la f ealdad y la impotencia suf ren tanto o más por el bien ajeno que por la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativ a y toda suby acencia es env idiosa. Admirar es sentirse creer en la emulación con los más grandes. Un ideal preserv a de la env idia. El que escucha ecos de v oces prof éticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente grabarse en su corazón, con caracteres prof undos como cicatrices, su clamor v isionario y div ino; el que se extasía contemplando las supremas creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalof ríos f rente a las obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la v ida que palpita en ellas, y se conmuev e hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y el corazón bullicioso se le arrebata en f iebre de emoción; ése tiene un noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas como las que sabe admirar. El que no se inmuta ley endo a Dante, mirando a Leonardo, oy endo a Beethov en, puede jurar que la Naturaleza no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás sin v elos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de los genios. La emulación presume un af án de equiv alencia, implica la posibilidad de un niv elamiento; saluda a los f uertes que v an camino de la gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, conv icto y confeso, emponzoña su espíritu hostilizando la marcha de los que no puede seguir. Toda la psicología de la env idia está sintetizada en una f ábula, digna de incluirse en los libros de lectura inf antil. Un v entrudo sapo graznaba en su pantano cuando v io resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortif icado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su v ientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la env idia, sólo acertó a interrogar a su v ez: ¿Por qué brillas? II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS
  • 25. Siendo la env idia un culto inv oluntario del mérito, los env idiosos son, a pesar suy o, sus naturales sacerdotes. El propio Hornero encarnó y a, en Tersites, al env idioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras f ísicas f uesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple v erso nos da la línea sombría de su moral, diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que env idia. Shakespeare trazó una silueta def initiv a en su Yago f eroz, almácigo de inf amias y cobardías, capaz de todas las traiciones y de todas las f alsedades. El env idioso pertenece a una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión o de desprecio. Sin coraje para ser asesino, se resigna a ser v il. Rebaja a los otros, desesperado de la propia elev ación. La f amilia of rece v ariedades inf initas, por la combinación de otros estigmas con el f undamental. El env idioso pasiv o es solemne y sentencioso; el activ o es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o bilioso, nunca sabe reír de risa inteligente y sana. Su mueca es f alsa: ríe a contrapelo. ¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El env idioso pasiv o es de cepa serv il. Si intenta practicar el bien, se equiv oca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado a herir los órganos v itales y respetar la v íscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se lev anta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reírse; le atormenta la alegría de los satisf echos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inf erioridad: no v acila en sacrif icarles la v ida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba. El env idioso activ o posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece tener mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ella destila su insidiosidad de v iborezno en f orma de elogio reticente, pues la v iscosidad urticante de su f also loar es el máximum de su v alentía moral. Se multiplica hasta lo inf inito; tiene mil piernas y se insinúa doquier; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y , llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se ref ugia en esas academias donde los mediocres se empampanan de v anidad si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es f ruto del esf uerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inf erior; su v anidad sólo aspira a desquitarse con las f rágiles compensaciones de la zangamanga a ras de tierra. A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los env idiosos en camarillas o en círculos, sirv iéndoles de argamasa el común suf rimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima dif amando a los env idiados y v ertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de env idiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien env idia a Sócrates y quién a Napoleón, crey endo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desv entura, que está en suf rir de toda f elicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la env idia, en un cuadro de la Galería Medicea, suf riendo entre la pompa luminosa de la inolv idable regencia. El env idioso cree marchar al calv ario cuando observ a que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de env idiar al que le ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua. Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si f uera una burla a sus v uelos gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas o decretar un apagamiento de astros! Lo que es para otros causa de f elicidad, puede ser objeto de env idia. La ineptitud para satisf acer un deseo o hartar un apetito determina esta pasión que hace suf rir del bien ajeno. El criterio para v alorar lo env idiado es puramente subjetiv o: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo. Se suf re la env idia apropiada a las inf erioridades que se sienten, sea cual f uere su v alor objetiv o. El rico puede sentir emulación o celos por la riqueza ajena; pero env idiará el talento. La mujer bella tendrá celos de otra hermosura; pero env idiará a las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas e inf erior en una sola; éste es el punto f rágil por donde tienta su asalto la env idia. El sujeto descollante encuentra su cohorte de env idiosos en la esf era de sus colegas más inmediatos, entre los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inev itable de toda culminación, aunque en algunas prof esiones es más célebre; los hombres de letras no se quedan atrás, pero los cómicos y las rameras tendrían el priv ilegio, si no existiesen los médicos. La env idia medicorum es memorable desde la Antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con f recuencia, para deleite de los enf ermos sobrev ientes a las drogas. El motiv o de la env idia se conf unde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo f enómeno. Sólo que la admiración nace en el f uerte y la env idia en el subalterno. Env idiar es una f orma aberrante de rendir homenaje a la superioridad. El gemido que la insuf iciencia arranca a la v anidad es una f orma especial de alabanza. Toda culminación es env idiada. En la mujer la belleza. El talento y la f ortuna en el hombre. En ambos la f ama y la gloria, cualquiera que sea su f orma. La env idia f emenina suele ser af iligranada y perv ersa; la mujer da su arañazo con uña af ilada y lustrosa, muerde con dientecillos orif icados, estruja con dedos pálidos y f inos. Toda maledicencia le parece escasa para traducir su despecho; en ella debió pensar Apeles cuando representó a la Env idia guiando con mano f elina a la Calumnia. La que ha nacido bella -y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la inteligencia- tiene asegurado el culto de la env idia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las env idiosas; en ellas clav arán sus incisiv os, como sobre una lima, sin adv ertir que la pasión las conv ierte en v estales. Mil lenguas v iperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las suf rientes f usilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elev arán sus plegarias en f orma de calumnias, torvas como el remordimiento que las atosiga, pero no las detiene. Quien hay a leído la séptima metamorf osis, en el libro segundo de Ov idio, no olv idará jamás que a instancia de Minerv a, f ue Aglaura transf igurada en roca, castigando así su env idia de Hersea, la amada de Mercurio. Allí está escrita la más perf ecta alegoría de la env idia dev orando v íboras para alimentar sus f urores, como no la perf iló ningún otro poeta de la era pagana. El hombre v ulgar env idia las f ortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y f uncionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suy o. El dinero permite al mediocre satisf acer sus v anidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalaf ón del Estado y le prepara ulteriores jubilaciones. De ahí que el proletario env idie al burgués, sin renunciar a substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de env idias, perf ectamente graduadas por las cif ras de las prebendas. El talento -en todas sus f ormas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía- es el tesoro más env idiado entre los hombres. Hay en el doméstico un sórdido af án de niv elarlo todo, un obtuso horror a la indiv idualización excesiv a; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el serv ilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las f ilas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en las ciencias, en las artes o en el amor, para que los mediocres se estremezcan de env idia. Así se f orma en torno de cada astro una nebulosa grande o pequeña, camarilla de maldicientes o legión de dif amadores: los env idiosos necesitan aunar esf uerzos contra su ídolo, de igual manera que para af ear una belleza v enusina aparecen por millares las pústulas de la v iruela. La dicha de los f ecundos martiriza a los eunucos v ertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria inv oluntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del env idioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el v uelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos. III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y con su esf uerzo está inclinado a admirar el esf uerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no puede sentirse cohibido por el legítimo encumbramiento ajeno. El que tiene méritos, sabe lo que le cuestan y los respeta; estima en los otros lo que desearía se le estimara a él mismo. El mediocre ignora esta admiración abierta: muchas v eces se resigna a aceptar el triunf o que desborda las restricciones de su env idia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es admirar. Los espíritus alicortos son malév olos; los grandes ingenios son admirativ os. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esf uerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y v igilias, meditaciones hondas, tanteos sin f in, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese f ilósof o, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, env ejeciendo prematuramente: y la biograf ía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrif icando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El env idioso, que lo ignora, v e el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria. Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su f alta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.
  • 26. Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no v en nunca un riv al. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los v ersif icadores con pie f orzado; la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El v erdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad. Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ello; no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos trabadas por la cinta métrica; su af án de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por def inición, prestamistas, parásitos, v iv en de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano av iesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una f alta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las f uentes de su sabiduría; si omite señalarlas, por harto v ulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motiv o para maldecir y env idiar, rev elando su interna angustia. Lo que les hace suf rir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no. El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas f uera del hilo que la rutina le enhebra; su oronda ignorancia le obliga a conf undir el mármol con la chiscarra y la v oz con el f alsete, inclinándose a suponer que todo escritor original es un heresiarca. Los palurdos darían lo que no tienen por saber escribir un poquito, como para incorporarse a la crítica prof esional. Es el sueño de los que no pueden crear. Permite una maledicencia medrosa y que no compromete, hecha de- mendacidad prudente, restringiendo las perv ersidades para que resulten más agudas, sacando aquí una migaja y dando allí un arañazo, v elando todo lo que puede ser objeto de admiración, rebajando siempre con la oculta esperanza de que puedan aparecer a un mismo niv el los críticos y los criticados. El escritor original sabe que atormenta a los mediocres, aguijoneándoles esa pasión que los enf erma ante el brillo ajeno; la desesperación de los f racasados es el laurel que mejor premia su luminosa labor. A la gloria de un Homero llega siempre apareada la ridiculez de un Zoilo. Fermentan en cada género de activ idad intelectual, como plagas pediculares de la originalidad: no perdonan al que incuba en su cerebro esa larv a sediciosa. Viv en para mancillarlo, sueñan su exterminio, conspiran con una intemperancia de terroristas y esgrimen sórdidas calumnias que harían sonrojar a un paquidermo. Ven un peligro en cada acto y una amenaza en cada gesto; tiemblan pensando que existen hombres capaces de subv ertir rutinas y prejuicios, de encender nuev os planetas en el cielo, de arrancar su f uerza a los ray os y a las cataratas, de inf iltrar nuev os ideales a las razas env ejecidas, de suprimir la distancia, de v iolar la grav edad, de estremecer a los gobiernos... Cuando se elev a un astro, ellos asoman por todos los puntos cardinales para entonar el coro inv oluntario de su dif amación. Aparecen por docenas, por millares, como liliputienses en torno de un gigante. Los contrabajistas de arrabal oprobiarán la gloria de los supremos sinf onistas. Gacetilleros anodinos, consumarán biograf ías sobre algún lejano pensador que los ignora. Muchos que en v ano han intentado acertar una mancha de color, dejarán caer su chorro de prosa como si un robinete de pus se abriera sobre telas que v iv irán en los siglos. Cualquier promiscuador de palabras enf estará contra el que escriba pensamientos duraderos. Las mujeres f eas demostrarán que la belleza es repulsiv a y las v iejas sostendrán que la juv entud es insensata; v engarán su desgracia en el amor diciendo que la castidad es suprema entre todas las v irtudes, cuando y a en v ano se harían v iltroteras para of recer la propia a los transeúntes. Y los demás, todos en coro, repetirán que el genio, la santidad y el heroísmo son aberraciones, locuras, epilepsia, degeneración negarán la excelencia del ingenio, la v irtud y la dignidad; pondrán esos v alores por debajo de su propia penumbra, sin adv ertir que donde el genio se resobra el mediocre no llega. Si a éste le dieran a elegir entre Shakespeare o Sarcey , no v acilaría un minuto: murmuraría del primero con la f irma del segundo. Los espíritus rutinarios son rebeldes a la admiración: no reconocen el f uego de los astros porque nunca han tenido en sí una chispa. Jamás se entregan de buena f e a los ideales o a las pasiones que le toman del corazón; pref ieren oponerles mil razonamientos para priv arse del placer de admirarlos. Conf undirán siempre lo equív oco y lo crístalino, rebajando todo ideal hasta las bajas intenciones que supuran en sus cerebros. Desmenuzarán todo lo bello, olv idando que el trigo molido en harina no puede y a germinar en áureas espigas f rente al sol. "Es un gran signo de mediocridad -dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente". Pascal decía que los espíritus v ulgares no encuentran dif erencias entre los hombres: se descubren más tipos originales a medida que se posee may or ingenio. El criticastro es parv if icente; admira un poco todas las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El que v e los def ectos y no las bellezas„ las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere en un bajo niv el donde v egeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porv enir, están inhabilitados para ascender hacia una perf ección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay que cultiv arla como un f uego sagrado, ev itando que la env idia la cubra con su pátina ignominiosa. La maledicencia escrita es inof ensiv a. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma f osa a los criticastros y a los malos autores. Mientras los env idiosos murmuran, el genio crece; a la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo a f uego lento. El v erdadero castigo de estos parásitos está en la muda sonrisa de los pensadores. El que critica a un alto espíritu tiende la mano esperan- do una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano tendida, negándole la notoriedad que le conf eriría la réplica. El silencio del autor mata al postulante; su indif erencia lo asf ixia. Algunas v eces supone que le han tomado en cuenta y que se adv ierte su presencia: sueña que le han nombrado, aludido, ref utado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse a env idiar desde la penumbra, de donde no consigue que le saquen. El que tiene conciencia de su mérito, no se presta a inf lar la v anidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole a perder su tiempo; elige sus adv ersarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una palabra a sus lacay os o a sus sicarios. Hay que ev itar esa palabra; de algunos criticastros sólo tenemos noticias porque algún genio los honró con su puntapié. IV. UNA ESCENA DANTESCA: SU CASTIGO El castigo de los env idiosos estaría en cubrirlos de f av ores, para hacerles sentir que su env idia es recibida como un homenaje y no como un estiletazo. Es más generoso, más humanitario. Los bienes que el env idioso recibe constituy en su más desesperante humillación; si no es posible agasajarle, es necesario ignorarle. Ningún enf ermo es responsable de su dolencia, no podríamos prohibirle que emitiera acentos quejumbrosos; la env idia es una enf ermedad y nada hay más respetable que el derecho de lamentarse cuando se padecen congestiones de la v anidad. El env idioso es la única v íctima de su propio v eneno; la env idia le dev ora como el cáncer a la v íscera; le ahoga como la hiedra a la encina. Por eso Poussin, en una tela admirable, pintó a este monstruo mordiéndose los brazos y sacudiendo la cabellera de serpientes que le amenazan sin cesar. Dante consideró a los env idiosos indignos del inf ierno. En la sabia distribución de penas y castigos los recluy ó en el purgatorio, lo que se av iene a su condición mediocre. Yacen acoquinados en un círculo de piedra cenicienta, sentados junto a un paredón lív ido como sus caras llorosas, cubiertos por cilicios, f ormando panorama de cementerio v iv iente. El sol les niega su luz; tienen los ojos cosidos con alambres, porque nunca pudieron v er el bien del prójimo. Habla por ellos la noble Sapía, desterrada por sus conciudadanos; f ue tal su env idia que sintió loco regocijo cuando ellos f ueron derrotados por los f lorentinos. Y hablan otros, con v oces trágicas, mientras lejanos f ragores de truenos recuerdan la palabra que Caín pronunció después de matar a Abel. Porque el primer asesino de la ley enda bíblica tenía que ser un env idioso. Llev an todos el castigo en su culpa. El espartano Antistenes, al saber que le env idiaban, contestó con acierto: peor para ellos, tendrán que suf rir el doble tormento de sus males y de mis bienes. Los únicos gananciosos son los env idiados; es grato sentirse adorar de rodillas. La may or satisf acción del hombre excelente está en prov ocar la env idia, estimulándola con los propios méritos, acosándola cada día con may ores v irtudes, para tener la dicha de escuchar sus plegarias. No ser env idiado es una garantía inequív oca de mediocridad. CAPÍTULO VI LA VEJEZ NIVELADORA I. Las canas. - II. Etapas de decadencia. - III. La bancarrota de los Ingenios. - IV. Psicología de la v ejez. - V. La v irtud de la Impotencia. I. LAS CANAS Encanecer es una cosa muy triste; las canas son un mensaje de la Naturaleza que nos adv ierte la proximidad del crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse la primera -¿quién no lo hace?- es como quitar el badajo a la campana que toca el Angelus, pretendiendo con ello prolongar el día. Las canas v isibles corresponden a otras más grav es que no v emos: el cerebro y el corazón, todo el espíritu y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de f uego bajo la ceniza de los años es una metáf ora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga a la llama y protege a la brasa. El ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad. Las v erdades generales no son irrespetuosas; dejan entreabierta una rendija por donde escapan las excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser v iejo es ser mediocre, con
  • 27. rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrev iv irse a sí mismo, nivelándose con los demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran adv ertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre que v egeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuev os al que se esclav iza en las huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas. El "genio y f igura hasta la sepultura", es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelentes, si son longev os: suele conf irmarse cuando mueren a tiempo, anotes de que la f atal opacidad crepus cular empañe los resplandores del espíritu. En general, si mueren tarde una pausada neblina comienza a v elar su mente con los achaques de la v ejez; si la muerte se empeña en no v enir, los genios tórnanse extraños a sí mismos, superv iv encia que los llev a hasta no comprender su propia obra. Les sucede como a un astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al v erse imposibilitado para conf irmarlos a simple v ista. La decadencia del hombre que env ejece está representada por una regresión sistemática de la intelectualidad. Al principio, la v ejez mediocriza a todo hombre superior; más tarde, la decrepitud inf erioriza al v iejo y a mediocre. Tal af irmación es un simple corolario de v erdades biológicas. La personalidad humana es una f ormación continua, no una entidad f ija; se organiza y se desorganiza, ev oluciona e inv oluciona, crece y se amengua, se intensif ica y se agota. Hay un momento en que alcanza su máxima plenitud; después de esa época es incapaz de acrecentarse y pronto suelen adv ertirse los síntomas iniciales del descenso, los parpadeos de la llama interior que se apaga. Cuando el cuerpo se niega a serv ir todas nuestras intenciones y deseos, o cuando éstos son medidos en prev isión de f racasos posibles, podemos af irmar que ha comenzado la v ejez. Detenerse a meditar una intención noble, es matarla; el hielo inv ade traidoramente el corazón y la personalidad más libre se amansa y domestica. La rutina es el estigma mental de la v ejez; el ahorro es su estigma social. El hombre env ejece cuando el cálculo utilitario reemplaza a la alegría juv enil. Quien se pone a mirar si lo que tiene le bastará para todo su porv enir posible, y a no es jov en; cuando opina que es pref erible tener de más a tener de menos, está v iejo; cuando su af án de poseer excede su posibilidad de v iv ir, y a está moralmente decrépito. La av aricia es una exaltación de los sentimientos egoístas propios de la v ejez. Muchos siglos antes de estudiarla los psicólogos modernos, el propio Cicerón escribió palabras def initiv as: "Nunca he oído decir que un v iejo hay a olv idado el sitio en 141 que había ocultado su tesoro" (De Senectute, c. 7.). Y debe ser v erdad, si tal dijo quien se propuso def ender los f ueros y encantos de la v ejez. Las canas son av aras y la av aricia es un árbol estéril: la humanidad perecería si tuv iese que alimentarse de sus f rutos. La moral burguesa del ahorro ha env ilecido a generaciones y pueblos enteros; hay grav es peligros en predicarla, pues, como enseñó Maquiav elo, "más daña a los pueblos la av aricia de sus ciudadanos que la rapacidad de sus enemigos". Esa pasión de coleccionar bienes que no se disf rutan se acrecienta con los años, al rev és de las otras. El que es maniestrecho en la juv entud llega hasta asesinar por dinero en la v ejez. La av aricia seca el corazón, lo cierra a la f e, al amor, a la esperanza, al ideal. Si un av aro posey era el sol, dejaría el univ erso a oscuras para ev itar que su tesoro se gastase. Además de af errarse a lo que tiene, el av aro se desespera por tener más, sin límite; es más miserable cuanto más tiene: para soterrar talegas que no disf ruta, renuncia a la dignidad o al bienestar; ese af án de perseguir lo que no gozará nunca constituy e la más siniestra de las miserias. La av aricia como pasión env ilecedora, iguala a la env idia. Es la pústula moral de los corazones env ejecidos. II. ETAPAS DE DECADENCIA La personalidad indiv idual se constituy e por sobreposiciones sucesiv as de la experiencia. Se ha señalado una "estratif icación" del carácter; la palabra es exacta y merece conserv arse para ulteriores desenv olv imientos. En sus capas primitiv as y f undamentales y acen las inclinaciones recibidas hereditariamente de los antepasados: la "mentalidad de la especie". En las capas medianas encuéntranse las sugestiones educativ as de la sociedad: la "men-talidad social". En las capas superiores f lorecen las v ariaciones y perf eccionamientos recientes de cada uno, los rasgos personales que no son patrimonio colectiv o: la "mentalidad indiv idual". Así como en las f ormaciones geológicas las sedimentaciones más prof undas contienen los f ósiles más antiguos, las primitiv as bases de la personalidad indiv idual guardan celosamente el capital común a la especie y a la sociedad. Cuando los estratos recientemente constituidos v an desapareciendo por obra de la v ejez, el psicólogo descubre, poco a poco, la mentalidad del mediocre, del niño y del salv aje, cuyas v ulgaridades, simplezas y atav ismos reaparecen a medida que las canas v an reemplazando a los cabellos. Inf erior, mediocre o superior, todo hombre adulto atrav iesa un período estacionario, durante el cual perf ecciona sus aptitudes adquiridas, pero no adquiere otras nuev as. Más tarde la inteligencia entra en su ocaso. Las f unciones del organismo empiezan a decaer a cierta edad. Esas declinaciones corresponden a inev itables procesos de regresión orgánica. Las f unciones mentales, lo mismo que las otras, decaen cuando comienzan a enmohecerse los engranajes celulares de nuestros centros nerv iosos. Es ev idente que el indiv iduo ignora su propio crepúsculo; ningún v iejo admite que su inteligencia haya disminuido. El que esto escribe hoy , creerá, probablemente, lo contrario cuando tenga más de sesenta años. Pero objetiv amente considerado, el hecho es indiscutible, aunque podrá haber discrepancia para señalar límites generales a la edad en que la v ejez desv encija nuestros resortes. Se comprende que para esta f unción, como para todas las demás del organismo, la edad de env ejecer dif iere de indiv iduo a indiv iduo; los sistemas orgánicos en que se inicia la inv olución son distintos en cada uno. Hay quien env ejece antes por sus órganos digestiv os, circulatorios o psíquicos; y hay quien conserv a íntegras algunas de sus f unciones hasta más allá de los límites comunes. La longev idad mental es un accidente; no es la regla. La v ejez inequív oca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la f rente. La juv entud no es simple cuestión de estado civ il y puede sobrev iv ir a alguna cana: es un don de v ida intensa, expresiv a y optimista. Muchos adolescentes no lo tienen y algunos v iejos desbordan de él. Hay hombres que nunca han sido jóv enes; en sus corazones, prematuramente agostados, no encontraron calor las opiniones extremas ni aliento las exageraciones románticas. En ellos, la única precocidad es la v ejez. Hay , en cambio, espíritus de excepción que guardan, algunas originalidades hasta sus años últimos, env ejecidos tardíamente. Pero, en unos antes y en otros después, despacio o de prisa, el tiempo consuma su obra y transf orma nuestras ideas, sentimientos, pasiones, energías. El proceso de inv olución intelectual sigue el mismo curso que el de su organización, pero inv ertido. Primero desaparece la "mentalidad indiv idual", más tarde la "mentalidad social", y , por último, la "mentalidad de la especie". La v ejez comienza por hacer de todo indiv iduo un hombre mediocre. La mengua mental puede, sin embargo, no detenerse allí. Los engranajes celulares del cerebro siguen enmoheciéndose, la activ idad de las asociaciones neuronales se atenúa cada v ez más y la obra destructora de la decrepitud es más prof unda. Los achaques siguen desmantelando sucesiv amente las capas del carácter, desapareciendo una tras otra sus adquisiciones secundarias, las que ref lejan la experiencia social. El anciano se inf erioriza, es decir, v uelv e poco a poco a su primitiv a mentalidad inf antil, conserv ando las adquisiciones más antiguas de su personalidad, que son, por ende, las mejor consolidadas. Es notorio que la inf ancia y la senectud se tocan; todos los idiomas consagran esta observ ación en ref ranes harto conocidos. Ello explica las prof undas transf ormaciones psíquicas de los v iejos: el cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y altruistas), la pereza progresiv a para acometer empresas nuev as (con discreta conserv ación de los hábitos consolidados por antiguos automatismos) y la duda o la apostasía de las ideas más personales (para v olver primero a las ideas comunes en su medio y luego a las prof esadas en la inf ancia o por los antepasados). La mejor prueba de ello -que los ignorantes suelen dictar contra la ciencia- la encontramos en los hombres de más elev ada mentalidad y de cultura mejor disciplinada; es f recuente en ellos, al entrar en la ancianidad, un cambio radical de opiniones acerca de los más altos problemas f ilosóf icos, a medida que decaen las aptitudes originariamente def inidas durante la edad v iril. III. LA BANCARROTA DE LOS INGENIOS Este cuadro no es exagerado ni esquemático. La marcha progresiv a del proceso impide adv ertir esa ev olución en las personas que nos rodean; es como si una claridad se apagara tan de a poco que pudiera llegarse a la oscuridad absoluta sin adv ertir en momento alguno la transición. A la natural lentitud del f enómeno agréganse las dif erencias que él rev iste en cada indiv iduo. Los que sólo habían logrado adquirir un ref lejo de la mentalidad social, poco tienen que perder en esta inev itable bancarrota: es el emprobrecimiento de un pobre. Y cuando, en plena senectud, su mentalidad social se reduce a la mentalidad de la especie, inf eriorizándose, a nadie sorprende ese pasaje de la pobreza a la miseria. En el hombre. superior, en el talento o en el genio, se notan claramente esos estragos. ¿Cómo no llamaría nuestra atención un antiguo millonario que paseara a nuestro lado sus postreros andrajos? El hombre superior deja de serlo, se niv ela. Sus ideas propias, organizadas en el período del perf eccionamiento,
  • 28. tienden a ser reemplazadas por ideas comunes o inf eriores. El genio -entiéndase bien- nunca es tardío, aunque pueda rev elarse tardíamente su f ruto; las obras pensadas en la juv entud y escritas en la madurez, pueden no mostrar decadencia, pero siempre la rev elan las obras pensadas en la v ejez misma. Leemos la segunda parte del Fausto por respeto al autor de la primera; no podemos salir de ello sin recordar que "nunca segundas partes f ueron buenas", adagio inapelable si la primera f ue obra de juv entud y la segunda mes f ruto de la v ejez. Se ha señalado en Kant un ejemplo acabado de esta metamorf osis psicológica. El jov en Kant, v erdaderamente "crítico", había llegado a la conv icción de que los tres grandes baluartes del misticismo: Dios, libertad e inmortalidad del alma, eran insostenibles ante la "razón pura"; el Kant env ejecido, "dogmático", encontró, en cambio, que esos tres f antasmas son postulados de la "razón práctica", y , por lo tanto, indispensables. Cuanto más se predica la v uelta de Kant, en el contemporáneo arreciar neokantista, tanto más ruidosa e irreparable preséntase la contradicción entre el jov en y el v iejo Kant. El mismo Spencer, monista como el que más, acabó por entreabrir una puerta al dualismo con su "incognoscible". Virchow creó en plena juv entud la patología celular, sin sospechar que terminaría renegando sus ideas de naturalista f ilósof o. Lo mismo que él decay eron otros. Para citar tan sólo a muertos de ay er, hase v isto a Lombroso caer en sus últimos años en ingenuidades inf antiles explicables por su debilitamiento mental, a punto de llorar conv ersando con el alma de su madre en un trípode espiritista. James, que en su juv entud f ue portav oz de la psicología ev olucionista y biológica, acabó por enmarañarse en especulaciones morales que sólo él comprendió. Y, por f in, Tolstóy , cuya juv entud f ue pródiga de admirables nov elas y escritos, que le hicieron clasif icar como escritor anarquista, en los últimos años escribió artículos adocenados que no f irmaría un gacetillero v ulgar, para extinguirse en una peregrinación mística que puso en ridículo las horas últimas de su v ida f ísica. La mental había terminado mucho antes. IV. PSICOLOGÍA DE LA VEJEZ La sensibilidad se atenúa en los v iejos y se embotan sus v ías de comunicación con el mundo que les rodea; los tejidos se endurecen y tórnanse menos sensibles al dolor f ísico. El v iejo tiende a la inercia, busca el menor esf uerzo; así como la pereza es una v ejez anticipada, la v ejez es una pereza que llega f atalmente en cierta hora de la v ida. Su característica es una atrof ia de los elementos nobles del organismo, con desarrollo de los inf eriores; una parte de los capilares se obstruy e y amengua el af lujo sanguíneo a los tejidos; el peso y el v olumen del sistema nerv ioso central se reducen, como el de todos los tejidos propiamente v itales; la musculatura f láccida impide mantener el cuerpo erecto; los mov imientos pierden su agilidad y su precisión. En el cerebro disminuy en las permutas nutritiv as, se alteran las transf ormaciones químicas y el tejido conjuntiv o prolif era, haciendo degenerar las células más nobles. Roto el equilibrio de los órganos, no puede subsistir el equilibrio de las f unciones: la disolución de la v ida intelectual y af ectiva sigue ese curso f atal perf ectamente estudiado por Ribot en el capítulo f inal de su psicología de los sentimientos. A medida que env ejece, tórnase el hombre inf antil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento moral. Al período expansiv o sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perf ecciona la def ensa. La insensibilidad f ísica se acompaña de analgesia moral; en v ez de participar del dolor ajeno, el v iejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su v ida parece adv ertirle que una f uerte emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor como la tortuga se retrae debajo de su caparazón cuando presiente un peligro. Así llega a sentir un odio oculto por todas las f uerzas v iv as que crecen y av anzan, un sordo rencor contra todas las primav eras. La psicología de la v ejez denuncia ideas obsesiv as absorbentes. Todo v iejo cree que los jóv enes le desprecian y desean su muerte para suplantarle. Traduce tal manía por hostilidad a la juv entud, considerándola muy inf erior a la de su tiempo, juicio que extiende a las nuev as costumbres cuando y a no puede adaptarse a ellas. Aun en las cosas pequeñas exige la parte más grande, contrariando toda iniciativa, desdeñando las corazonadas y escarneciendo los ideales, sin recordar que en otro tiempo pensó, sintió e hizo todo lo que ahora considera comprometedor y detestable. Ésa es la v erdadera psicología del hombre que env ejece. La edad "atenúa o anula el celo, el ardor, la aptitud para crear, descubrir o simplemente saborear el arte, para tener la curiosidad despierta. Omito las rarísimas excepciones que exigirían, cada una, un examen particular. Para la may oría de los hombres, el debilitamiento v ital suprime de seguida el gusto de esas cosas superf luas. Señalemos, también, con la v ejez, la hostilidad decidida contra las innov aciones: nuev as f ormas artísticas, nuev os descubrimientos, nuevas maneras de plantear o tratar problemas científ icos. El hecho es tan notorio, que no exige pruebas. Ordinariamente, en estética sobre todo, cada generación reniega a la que le sigue. La explicación común de ese misoneísmo, es la existencia de hábitos intelectuales y a organizados", que serían conmov idos por un contraste v iolento, si aún existiera una capacidad de emoción o de pasión. Esto último es lo que f alta en los v iejos, por la modorra de su v ida af ectiv a. Agrega Ribot que a esa disolución de los sentimientos superiores sigue la de todos los sentimientos altruistas y la de los egoaltruistas, perdurando hasta el f in los egoístas, cada v ez más aislados y predominantes en la personalidad del v iejo. Ellos mismos nauf ragan en la ulterior senilidad. Los div ersos elementos del carácter disuélv ense en orden inv erso al de su f ormación. Los que se han adquirido al f in son menos activ os, dejan surcos poco persistentes, son adv enticios, incoordinados. Esto rev élase en la regresión de la memoria senil; los f antasmas de las primeras impresiones juv eniles siguen rodando en la mente, cuando y a han desaparecido los recuerdos más cercanos, los del día anterior. La f alta de plasticidad hace que los nuev os procesos psíquicos no dejen rastros, o muy débiles, mientras los antiguos se han grabado hondamente en materia más sensible y sólo se borran con la destrucción de los órganos. Con el crecimiento de las neuronas en el hombre jov en, y su poder de crear nuev as asociaciones, explicaría Cajal la capacidad de adaptación del hombre y su aptitud para cambiar sus sistemas ideológicos; la detención de esas f unciones en los ancianos, o en los adultos de cerebro atrof iado por la f alta de ilustración u otra causa, permite com- prender las conv icciones inmutables, la inadaptación al medio moral y las aberraciones misoneístas. Se concibe, igualmente, que la f alta de asociación de ideas, la torpeza intelectual, la imbecilidad, la demencia, puedan producirse cuando -por causas más o menos mórbidas- la articulación entre los neurones llega a ser f loja, es decir, cuando se debilitan y se dejan de estar en contacto, o cuando la memoria se desorganiza parcialmente. Para f ormular esta hipótesis, Cajal ha tenido en cuenta la conserv ación may or de las memorias juv eniles; las v ías de asociación creadas hace mucho tiempo y ejercitadas durante algunos años, han adquirido indudablemente una f uerza may or por haber sido organizadas en la época en que el cerebro poseía su más alto grado de plasticidad. Sin conocer esos datos modernos, observ ó Lucrecio (III, 452) que la ciencia y la experiencia pueden crecer andando la v ida, pero la v iv acidad, la prontitud, la f irmeza, y otras loables cualidades se marchitan y languidecen al sobrev enir la v ejez: Ubi jam validis quassatum est viribus aebi corpus, el obtusis cecciderunt vibus artus, claudicat ingenium, delirat linguaque mensque. Montaigne, v iejo, estimaba que a los v einte años cada indiv iduo ha anunciado lo que de él puede esperarse y af irmó que ningún alma oscura -hasta esa edad se ha v uelto luminosa después: "Si l'epine no pique pas en naissant, a peine piquerat-t-elle jamais",[1] agrega que casi todas las grandes acciones de la historia han sido realizadas antes de los treinta años (Essais, libr. 1, cap. LVII). A distancia de siglos un espíritu absolutamente div erso llega a las mismas conclusiones. "El descubrimiento del segundo principio de la energética moderna f ue hecho por un jov en: Carnot tenía v eintiocho años al publicar su memoria. Mey er, Joule y Helmotz teman v einticinco, v eintiséis y veinticinco, respectivamente; ninguno de estos grandes innov adores había llegado a los treinta años cuando se dio a conocer. Las épocas en que sus trabajos aparecieron no representan el momento en que f ueron concebidos; hubieron de pasar algunos arios antes de que tuv iesen desarrollo suf iciente para ser expuestos y de que ellos encontraran medios de publicarlos. Asombra la juv entud de estos maestros de la ciencia; estamos acostumbrados a considerar que ésta es priv ilegio de una edad av anzada, y nos parece que todos ellos han f altado al respeto a sus may ores, permitiéndoles abrir nuev os caminos a la v erdad. Se dirá que la solución de esos problemas por v erdaderos muchachos f ue una singular y excepcional casualidad; f ácil es comprobar que ocurre lo mismo en todos los dominios de la ciencia: la gran may oría de los trabajos que señalaron horizontes nuev os f ueron la obra de jóv enes que acababan de transponer los v einte años. No es éste el sitio para buscar las causas y consecuencias de ese hecho pero es útil recordarlo, pues aunque señalado más de una v ez, está muy lejos de ser reconocido por los que se dedican a educar la juv entud. Los trabajos de hombres jóv enes son de carácter principalmente innov ador; el mecanismo de la instrucción pública no debe ser obstáculo a ellos..., permitiéndoles desde temprano desarrollar libremente sus aptitudes en los institutos superiores, en v ez de agotar prematuramente, como ocurre ahora, un gran número de talentos científ icos originales". Y para que sus conclusiones no parezcan improv isadas, W. Ostwald las ha desenv uelto en su último libro sobre los grandes hombres, donde el problema del genio juv enil está analizado con criterio experimental. Por eso las academias suelen ser cementerios donde se glorif ica a los hombres que y a han dejado de existir para su ciencia o para su arte. Es natural que a ellas lleguen los muertos o los agonizantes; dar entrada a un jov en signif icaría enterrar a un v iv o. V. LA VIRTUD DE LA IMPOTENCIA Será v erdad lo que se af irma desde Lucrecio y Montaigne hasta Ribot y Ostwald; pero los v iejos no renunciarán a sus protestas contra los jóv enes, ni éstos acatarán en silencio la hegemonía de las canas. Los v iejos olv idan que f ueron jóv enes y éstos parecen ignorar que serán v iejos: el camino a recorrer es siempre el mismo, de la originalidad a la mediocridad, y de ésta a la inf erioridad mental.
  • 29. ¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los jóv enes rev olucionarios terminen siendo v iejos conserv adores? ¿Y qué de extraño es la conv ersión religiosa de los ateos llegados a la v ejez? ¿Cómo podría el hombre activ o y ermprendedor a los treinta años, no ser apático y prudente a los ochenta? ¿Cómo asombrarnos de que la v ejez nos haga av aros, misántropos, regañones, cuando nos v a entorpeciendo paulatinamente los sentidos y la inteligencia, como si una mano misteriosa f uera cerrando una por una todas las v entanas entreabiertas f rente a la realidad que nos rodea? La ley es dura, pero es ley . Nacer y morir son los términos inv iolables de la v ida; ella nos dice con v oz f irme que lo anormal no es nacer ni morir en la plenitud de nuestras f unciones. Nacemos para crecer; env ejecemos para morir. Todo lo que la Naturaleza nos of rece para el crecimiento, nos lo substrae preparando la muerte. Sin embargo, los v iejos protestan de que no se les respete bastante, mientras los jóv enes se desesperan por lo excesiv o de ese respeto. La historia es de todos los tiempos. Cicerón escribió su De Senectute con el mismo espíritu que hoy Faguet escribe ciertas páginas de su ensay o sobre La Vieillese. Aquél se quejaba de que los v iejos eran poco respetados en el imperio; éste se queja de que lo sean menos en la democracia. Asombran las palabras de Faguet cuando af irma que los v iejos no son escuchados, pretendiendo v er en ello la negación de una competencia más. Alega que en los pueblos primitiv os, como hoy entre los salv ajes, son los v iejos los que gobiernan: la gerontocracia se explica allí, donde no hay más ciencia que la experiencia y los v iejos lo saben todo, pues cualquier caso nuev o les resulta conocido por haber v isto muchos similares. Dice Faguet que el libro puesto en manos de los jóv enes, es el enemigo de la experiencia que monopolizan los v iejos. Y se desespera porque el v iejo ha caído en ridículo, aunque comete la imprudencia de juzgarle con v erdad: "conv enons de bonne gráce qu'il préte á cela; il est entété, il est maniaque, il est v erbeux, il est conteur, il est ennuy eux, il est grondeur, et son aspect est désagréable"[2] : ningún jov en ha escrito una silueta más sintética que esa, incluida en su v olumen sobre el culto de la incompetencia. Faguet opina que el v iejo está desterrado de las mediocracias contemporáneas. Grav e error, que sólo prueba su v ejez. Toda sociedad en decadencia es propicia a la mediocridad y enemiga de cualquier excelencia indiv idual; por eso a los jóv enes originales se les cierra el acceso al Gobierno hasta que hay an perdido su arista propia, esperando que la v ejez los niv ele, rebajándolos hasta los modos de pensar y sentir que son comunes a su grupo social. Por eso las f unciones directiv as suelen ser patrimonio de la edad madura; la "opinión pública" de los pueblos, de las clases o de los partidos, suele encontrar en los hombres que f ueron superiores y empiezan y a a decaer, el exponente natural de su mediocridad. En la juv entud, son considerados peligrosos; sólo en las épocas rev olucionarias gobiernan los jóv enes; la Rev olución Francesa f ue ejecutada por ellos, lo mismo que la emancipación de ambas Américas. El progreso es obra de minorías ilustradas y atrev idas. Mientras el indiv iduo superior piensa con su propia cabeza, no puede pensar con la cabeza de las may orías conserv adoras. No hay , pues, la f alta de respeto que, en sus v ejeces respectiv as, señalaron Platón, Aristóteles y Montesquieu, antes que Faguet. Af irmar que por el camino de la v ejez se llega a la mediocridad, es la aplicación simple de una ley general que rige todos los organismos v iv os y los prepara a la muerte. ¿Por qué extrañarnos de esa decadencia mental si estamos acostumbrados a v er desteñirse las hojas y deshojarse los árboles cuando el otoño llega perseguido por el inv ierno? Admiremos a los v iejos por las superioridades que hay an poseído en la juv entud. No incurramos en la simpleza de esperar una v ejez santa, heroica o genial tras una juv entud equív oca, mansa y opaca; la v ejez no pone f lores donde sólo había malezas, antes bien, siega las excelencias con su hoz niv eladora. Los v iejos representativ os que ascienden al gobierno y a las dignidades, después de haber pasado sus mejores años en la inercia o en orgías, en el tapete v erde o entre rameras, en la expectativ a apática o en la resignación humillada, sin una palabra v il y sin un gesto altiv o, esquiv ando la lucha, temiendo a los adv ersarios y renunciando los peligros, no merecen la conf ianza de sus contemporáneos ni tienen derecho a catonizar. Sus palabras grandilocuentes parecen pronunciadas en f alsete y muev en a risa. Los hombres de carácter elev ado no hacen a la v ida la injuria de malgastar su juv entud, ni conf ían a la incertidumbre de las canas la iniciación de grandes empresas que sólo pueden concebir las mentes f rescas y realizar los brazos v iriles. La experiencia v iril complica la tontería de los mediocres, pero puede conv ertirlos en genios; la madurez ablanda al perv erso, lo torna inútil para el mal. El diablo no sabe más por v iejo que por diablo. Si se arrepiente no es por santidad; sino por impotencia. CAPÍTULO VII LA MEDIOCRACIA I. El clima de la mediocridad. - II. La patria. - III. La política de las piaras. - IV. Los arquetipos de la mediocracia. - V. La aristocracia del mérito. I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituy en y cuando se renuev an. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después v ehemencia de expansión o pujanza de energías. Los genios pronuncian palabras def initiv as; plasman los estadistas sus planes v isionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino. Es, empero, f atal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la ev olución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, con v igilias y sueños, días y noches, primav eras y otoños, en cuyo alternarse inf inito se div ide la continuidad del tiempo. En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo v egeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresiv os. No hay astros en el horizonte ni orif lamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes v oces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles of iciales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los Estados tórnanse mediocracias, que los f ilólogos inexpresiv os pref erirían denominar "mesocracias". Entra en la penumbra el culto por la v erdad, el af án de admiración, la f e en creencias f irmes, la exaltación de ideales, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la v irtud y de la dignidad., En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por ref ranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como predicaba Tartuf o; se v iv e de expedientes, como enseñó Gil Blas. Todo lo v ulgar encuentra f erv orosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados portav oces resultan esclav os en su clima. Son actores a quienes les está prohibido improv isar: de otro modo romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico. Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: "es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos", def inió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserv a su v erdad. En la primera década del siglo XX se ha acentuado la decadencia moral de las clases gobernantes. En cada comarca, una f acción de v iv idores detenta los engranajes del mecanismo of icial, excluy endo de su seno a cuantos desdeñan tener complicidad en sus empresas. Aquí son castas adv enedizas, allí sindicatos industriales, acullá f acciones de parlaembalde. Son gav illas y se titulan partidos. Intentan disf razar con ideas su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para expoliar a la sociedad. Políticos sin v ergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos pref ieren escuchar a los más v iles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa niv elación de v illanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar v oracidades. Esa chatura moral es más grav e que la aclimatación de la tiranía; nadie puede v olar donde todos se arrastran. Conv iénese en llamar urbanidad a la hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equív ocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común. En esos paréntesis de alcornocamiento av entúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, o el torpe af án de usuf ructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias, cualquier ideal parece sospechoso. Los f ilósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósf era estorba a sus alas, y dejan de v olar. Su presencia mortif ica a los traf icantes, a todos los que trabajan por lucro, a los esclav os del ahorro o de la av aricia. Las cosas del espíritu son despreciadas; no siéndole propicio el clima, sus cultores son contados; no llegan a inquietar a las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata a f uego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan. Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo que v aría es su prestigio y su inf luencia. En las épocas de exaltación renov adora muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativ o por lo cuantitativ o, se empieza a contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crece su inf luencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analf abeto, el rebelde al lacay o, el poeta al prestamista. La mediocridad se condensa, conv iértese en sistema, es incontrastable. Encúmbranse gañanes, pues no f lorecen genios: las creaciones y las prof ecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es priv ilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esf uerzo, arrastrada o conmov ida por un genio, la siguiente descansa y se dedica a v iv ir de glorias pasadas, conmemorándose sin f e; las f acciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ensueños. La mengua de éstos se disf raza con exceso de pompa y de
  • 30. palabras; acállase cualquier protesta dando participación en los f estines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio a su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración. Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, alguna f acción se apodera del engranaje constituido o ref ormado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archiv istas, cuéntanse los f uncionarios por legiones: las ley es se multiplican, sin ref orzar por ello su ef icacia. Las ciencias conv iértense en mecanismos of iciales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la f uerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adv erso a toda prev isión de nuev os ritmos o de nuev as f ormas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y f iltrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de f uncionarios. El niv el de los gobernantes desciende hasta marcar el cero; la mediocracia es una conf abulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes juntos, no v alen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, siquiera negativ a. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conserv ándose limpios de inf amia y de v irtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio. Una apatía conserv adora caracteriza a esos períodos; entibiase la ansiedad de las cosas elev adas, prosperando a su contra el af án de los suntuosos f ormulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del mérito se torna negativ o: las sombras son pref eribles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre o lo mediocrizado por la senilidad. En v ez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores. Pero el estadista, el f ilósof o, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están ausentes. Nada tienen que hacer es solo un simple recordar en tiempos que no pueden dejar pasar La tiranía del clima es absoluta: niv elarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las v irtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el v eneno a Sócrates, el leño a Cristo, el puñal a César, el destierro a Dante, la cárcel a Galileo, el f uego a Bruno; y mientras escarnecían a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido, of recían su serv idumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usuf ructuar sus priv ilegios. En esas épocas del lenocinio la autoridad es f ácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serv iles, de retóricos que parlotean pane lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuy as conciencias está siempre colgando el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían v iv ir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civ il es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al conv ertirse en f uncionario: no llev a v isible la cadena al pie, como el esclav o, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de v iv ir por su esf uerzo, sin la cebada of icial. Cuando todo se sacrif ica a ésta, sobreponiendo los apetitos a las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En v ano se busca remedios en la glorif icación del pasado. De ese ataf agamiento los pueblos no despiertan loando lo que f ue, sino sembrando el porv enir. II. LA PATRIA Los países son expresiones geográf icas y los Estados son f ormas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple unif orme para el esf uerzo y homogénea disposición para el sacrif icio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria. Cuando f alta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la seguridad de que al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la conf abulación de los politiquistas que medran a su sombra. No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo f ue. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias af iebradas y las lluv ias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan ideales de cultura para que en él hay a una patria. Se rebaja el v alor de este concepto cuando se lo aplica a países que carecen de unidad moral, más parecidos a f actorías de logreros autóctonos o exóticos que a legiones de soñadores cuy o ideal parezca un arco tendido hacia un objetiv o de dignif icación común. La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo af án de cultura y se enseñorean v iles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el f etichismo del pasado, sino en la siembra del porv enir, concurriendo a crear un nuev o ambiente moral propicio a toda culminación de la v irtud, del ingenio y del carácter. Cuando no hay patria no puede haber sentimiento colectiv o de la nacionalidad -inconf undible con la mentira patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas-. Sólo es posible en la medida que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perf eccionamiento y nunca para una innoble agresiv idad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades. No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas no f uesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser emulación colectiv a para que la propia nación ascienda a las v irtudes de que dan ejemplo otras mejores; nunca debe ser env idia colectiv a que haga suf rir de la ajena superioridad y muev a a desear el alejamiento de los otros hasta el propio niv el. Cada Patria es un elemento de la Humanidad; el anhelo de la dignif icación nacional debe ser un aspecto de nuestra f e en la dignif icación humana. Asciende cada raza a su más alto niv el, como Patria, y por el esf uerzo de todos remontará el niv el de la especie, como Humanidad. Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituy en una nación. El celo de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo y serv irlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos v er en el patrimonio un alto ideal: los tránsf ugas de la moral, ajenos a la sociedad en que v iv en, no pueden concebirlo; los esclav os y los sierv os tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria. Puede tenerla; no la tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno, diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde conv erge la aspiración de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de of icio a horcajadas de la política. En esos pocos está la nacionalidad y v ibra en ellos; mantiénense ajenos a su af án los millones de habitantes que comen y lucran en el país. El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóv enes, pero permanece rudimentario o se distrae en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones de piara o de cof radía. Cuando los intereses v enales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que constituy en el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada como una industria. Cuando se v iv e hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta o la ref lexión de un f ilósof o puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos v uelv en a la, condición de habitantes. La patria a la de país. Eso ocurre periódicamente: como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porv enir. Todo se tuerce y abaja, desapareciendo la molicie indiv idual en la común: diríase que en la culpa colectiv a se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el harquinazo de un buque, parece, por relativ idad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se lev anta y mira desde otro plano a los que nav egan, adv ierte su descenso, como si f rente a ellos f uese un punto inmóv il: un f aro en la costa. Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por f alta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que v iv ieron de ella sin trabajar para ella. III. LA POLITICA DE LAS PIARAS Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, a degeneración del sistema parlamentario: todas las f ormas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha conv enido que Gil Blas, Tartuf o y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte. La política se degrada, conv iértese en prof esión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traf icantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la f irmeza y propicia al relajamiento. El gobierno v a a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se f rotan con los malandrines. Progresan f unámbulos y v olatineros. Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era signo de inf amia o cobardía, tórnase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora v iv if ica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras env ilecidas se lev antan y parecen hombres; la improbidad se pav onea y ostenta, en v ez de ser v ergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de v ergüenza, en los países cúbrese de honores. Las jornadas electorales conv iértense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de av entureros. Su justif icación está a cargo de electores inocentes, que v an a la parodia como a una f iesta.
  • 31. Las f acciones de prof esionales son adv ersas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser v íctimas del v oto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se f orma un estado may or que disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las v irtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced a la f irma prestigiosa. Para cada hombre de mérito hay decenas de sombras insignif icantes. Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de "elegidos del pueblo" es subalterna, pelma de v anidosos, deshonestos y serv iles. Los primeros derrochan su f ortuna por ascender al Parlamento. Ricos terratenientes o poderosos industriales pagan a peso de oro los v otos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos adv enedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorf a; asnos enriquecidos aspiran a ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose a las piaras. Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativ as. Venden su v oto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proy ectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dádiv as of iciales a sus electores, comercian su inf luencia para obtener concesiones en f av or de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la may oría. Apoy a a todos los Gobiernos. Los serv iles merodean por los Congresos en v irtud de la f lexibilidad de sus espinazos. Lacay os de un grande hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jef atura del uno o las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia o probidad: basta con la certeza de su panurguismo. Viv en de luz ajena, satélites sin color y sin pensamientos, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre a batir palmas cuando él habla y a ponerse de pie llegada la hora de una v otación. En ciertas democracias nov icias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serv iles, incondicionales, af eminadas: las may orías miran al porquero esperando una guiñada o una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan están proscritos sin apelación. Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirv en a los demás, justif icándolos con su presencia, aquilatándolos. Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos env ilecidos. Los partidos - o el Gobierno en su nombre - operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en f av or de la intriga. Un soberano cuantitativ o y sin ideales pref iere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conv eniencia. Las más abstrusas f órmulas de la química orgánica parecen balbuceos inf antiles f rente a las v ueltacaras del Parlamento mediocre. El desprecio de los hombres probos no lo amedrenta jamás. Conf ía en que el bajo niv el del representante apruebe la insensatez del representado. Por eso ciertos hombres inserv ibles se adaptan marav illosamente a los desiderata del suf ragio univ ersal; la grey se prosterna ante los f etiches más huecos y los rellena con su alambicada tontería. Los cómplices, grandes o pequeños, aspiran a conv ertirse en f uncionarios. La burocracia es una conv ergencia de v oracidades en acecho. Desde que se inv entaron los Derechos del hombre todo imbécil los sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley implicara una equiv alencia de aptitudes. Ese af án de v iv ir a expensas del Estado rebaja la dignidad. Cada elector que cruza las calles, de prisa, preocupado, a pie, en automóv il, de blusa, enguantado, jov en, maduro, a cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, env ileciéndose: busca una recomendación o la llev a en su f altriquera. El f uncionario crece en las modernas burocracias. Otrora, cuando f ue necesario delegar parte de sus f unciones, los monarcas elegían a hombres de mérito, experiencia y f idelidad. Pertenecían casi todos a la casta f eudal; los grandes cargos la v inculaban a la causa del señor. Junto a ésa, f ormábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el f uncionarismo creció, llegando a ser una clase, una rama nuev a de las oligarquías dominantes. Para impedir que f uese altiv a, la reglamentaron, quitándole toda iniciativ a y ahogándola en la rutina. A su af án de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no v aría; la grande, que es su llav e, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclav izó por partida doble: del ejecutiv o y del legislativ o. Ese juego de inf luencias bilaterales conv erge a empequeñecer la dignidad de los f uncionarios. El mérito queda excluido en absoluto; basta la inf luencia. Con ella se asciende por caminos equív ocos. La característica del zaf io es creerse apto para todo, como si la buena intención salv ara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensay an lo ensay able: Buv ard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero a nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son f uncionarios de cualquier f unción, crey éndose órganos v alederos para las más contradictorias f isiologías. Consecuencias inmediatas del f uncionarismo son la serv ilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y f av oritos. Bajo cien f ormas se observ a la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres dif erentes algunos f ueron dignos y otros domésticos. El excesiv o comedimiento y la af ectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las ley es, ni v icios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la "honestidad". Pero no con la "v irtud". Nunca. La sensibilidad a los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se f undan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la simpatía o el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja a quien lo otorga ni of ende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser un error, no es una indignidad. La adulación .lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la priv anza induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso y todo le sacrif ica su ánimo serv il. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena: su personalidad no está abolida, pero poco f alta. Pertenece a la raza de los "cobardes f elices", como los bautizó Leconte de Lisle. La adulación es una injusticia. Engaña, Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benev olencia v ulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo crey ó un castigo div ino: Détéstables flatteurs, présent le plus funeste Que puisse aire aux rois la cólere celeste.[1] No sólo se adula a rey es y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables af anes de popularidad, más denigrantes que el serv ilismo. Para obtener el f av or cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas alabanzas disf razadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento ala propia dignidad. En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oídos a los quitamotas. Los v anidosos v iv en f ascinados por la sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serv iles los arrastra a cometer ignominias, como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla a quienes las corrompen con elogios desmedidos. El v erdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oy endo las alabanzas que temen no merecer. Las mediocracias f omentan ese v icio de sierv os. Todo el que piensa con cabeza propia, o tiene un corazón altiv o, se aparta del tremedal donde prosperan los env ilecidos. "El hombre excelente –escribió La Bruy ére- no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su v irtud o su talento f uesen un reproche a los que gobiernan". Y de su apartamiento se aprov echan los que palidecen ante sus méritos como si existiera una perf ecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los av anzamientos. De tiempo en tiempo alguno de los mejores se y ergue entre todos y dice la v erdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subv ierta, transmitiéndola al porv enir. Es la v irtud cív ica: lo innoble es calif icado con justeza; a f uerza de v elar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartuf os, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que dev uelv e sus nombres a las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transf ormaría en una cuev a de mudos, cuy o silencio no interrumpiese ningún clamor v ehemente y cuy a sombra no rasgara el resplandor de ningún astro. Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su Stello imperecedero. Tener un ideal es crimen que v io perdonan las mediocracias. Muere Gilbert, muere Chatterton, muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los Gobiernos, con arma distinta según los regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías constitucionales y en las repúblicas burguesas. Quien v iv e para un ideal no puede serv ir a ninguna mediocracia. Todo conspira en ella para que el pensador, el f ilósof o y el artista se desvíen de su ruta; y ¡guay ! cuando se apartan de ésta la pierden para siempre.
  • 32. Temen por eso la politiquería, sabiendo que es el Walhalla de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros. Pero cuando reina otro clima y el destino los llev a al poder, gobiernan contra los serv iles y los rutinarios; rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia. Llegan contra ella, a pesar suy o, a desmantelarla, cuando se prepara un porv enir. IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario - Tiberio o Facundo - y del genio transmutador - Marco Aurelio o Sarmiento -. El genio crea instituciones y el bárbaro las v iola: los mediocres las respetan, impotentes para f orjar o destruir. Esquiv os a la gloria y rebeldes a la inf amia, se les reconoce por una circunstancia inequív oca: sus cubicularios no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adv ersarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin f lagrante injusticia. Son perf ectos en su clima: sosláy anse en la historia a merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equív ocas jerarquías militares, por opacos títulos univ ersitarios o por la almidonada improv isación de alcurnias adv enedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al v uelo de un cóndor ni a la reptación de una serpiente. Todas las piaras inf lan algún ejemplar predestinado a posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones o sus v oracidades, sus f anatismos o sus v icios, sus prudencias o sus hipocresías. No son priv ilegio de tal casta o partido: su liv iandad alcornocal f lota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su clima, son irresponsables: ay er de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes, siempre, de ajenas v oluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus f av oritos, nombran los rey es sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: en las monarquías absolutas y en las repúblicas oligárquicas. Siempre que desciende la temperatura espiritual de una raza, de un pueblo o de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los seniles. Las mediocracias ev itan las cumbres de los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juv entud; adoran a los que nunca podrán v olar o tienen y a las alas enmohecidas. Adv enticias jaurías de mediocres, v inculadas por la traílla de comunes apetitos, osan llamarse partidos. Rumian un credo, f ingen un ideal, atalajan f antasmas consulares y reclutan una hueste de lacay os. Eso basta para disputar a codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora su mentira, erigiéndola en dogma inf alible. Los tunantes suman esf uerzos para enaltecer la prohombría de su f antasma: llamase lirismo a su ineptitud, decoro a su v anidad, ponderación a su pereza, prudencia a su impotencia, distracción a sus v icios, liberalidad a su briba, sazón a su marchitez. La hora los f av orece: las sombras se alargan cuanto más av anza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega a muchos, acallando toda v eraz disidencia. La irresponsabilidad colectiv a borra la cuota indiv idual del y erro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la v ergüenza común. De esas baraúndas salen a f lote unos u otros arquetipos, aunque no siempre los menos inserv ibles. Viv en durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos o en prestigios mundanos, echándolos como agraz en el ojo de los inexpertos. Mientras y acen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del poder, aspirando a cometerlos en benef icio propio. En la mala racha, los f acciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ay uno disminuy a la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima de De Maistre: "Sav oir attendre et le grand moy en de parv enir".[2] La paciente expectativ a conv erge a la culminación de los menos inquietantes. Rara v ez un hombre superior los apandilla con muñeca v igorosa, conv irtiéndolos en comparsa que medra a su sombra; cuando les f alta ese denominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuy o sol se extingue. Todos se conf abulan entonces en tácita transacción, prestando su hombro a los que pueden aguantar más alabanzas en justa equiv alencia de méritos antiguos- El grupo los inf la con solidaridad de logia; cada cómplice conv iértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno. Compréndese la arrev esada selección de las f acciones oligárquicas y el pomposo env anecimiento del mediocre que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purif icarlo de toda mancha pecaminosa, intentan obstruir la v erdad llamando romanticismo a su reiterada incompetencia para todas las empresas. Otros llaman orgullo a su v anidad e idealismo a su acidia; pero el tiempo disipa el equív oco, dev olv iendo su nombre a esos dos v icios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero el primero es la síntesis de la v anidad y el segundo lo es de la acidia. Repujados los prohombres de hojalatería, sus cómplices acaban de azogarles con demulcentes crisopey as. Sus lacras llegan a parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la v irtud, declaran prescritas sus v iejas pústulas; incondicionalismo para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos inf ortunios de donjuanismo epigramático. Los labios de los adulones abrév anse en aquella agua del, Leteo que borra la memoria del pasado; no adv ierten que después de chapalear una v ida entera en el v icio, todo puritanismo huele a bencina, como los guantes que pasan por el limpiador. Donde medran oligarquías bajo disf races democráticos prosperan esos pav orreales apampanados, tensos por la v anidad: un trav ieso los desinf laría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no signif ica alígero. Nunca f ue la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus v enas una linf a tontiv ana, propia en estirpe de pav os y quintaesenciada en el real, simbólica av e que suma candorosamente la zoncería y la f atuidad. Son termómetros morales de cierta época: cuando la mediocracia encuba pollipav os no tienen atmósf era los aguiluchos. La resignada pasiv idad explica ciertas culminaciones: el porv enir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de otros. Huy en para agrandarse. Con muchos lustros de andar a la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inv eterada pusilanimidad que rehúy e escaramuzas con enemigos que les han humillado hasta sangrar. No puede haber v irtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años of recida a su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico v alor gauchesco de los coroneles americanos; ni se parece al -esto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos v agamundean con el "donde espera del batracio oportunista", de que habla Ramos Mejía. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén exceda a la of ensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada v erbo es una f lecha cuy o alcance f inca en la elasticidad del arco: la tensión moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla. Los arquetipos suelen interrumpir sus humillados silencios con innocuas pirotecnias v erbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tatamudeada, o no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan a sostener la reputación con que los exornan: desertan el Parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer a los empresarios de su f ama. Complétase la inf lazón de estos aerostatos conf iándoles subalternas diplomacias de f estiv al, en cuya aparatosidad suntuaria pav onean sus huecas v anidades. Sus cómplices adiv ínanles algún talento diplomático o perspicacia internacionalista, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más antiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías siguen mimando a estos engendros, con la esperanza de que acertarán un golpe en el clavo después de af irmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante una nación hermana, su casuística de sacristía env enena hondos af ectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos. Archiv eros y papelistas se conf abulan para encelar el f erv or de los ingenuos y captar la conf ianza de los rutinarios. Plutarquillos bien rentados transf orman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus v inagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas f uturas. Rellenan con v anos artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuf iciencia de la tramoy a. Ni el pav o parece águila ni corcel la nula: se les reconoce al pasar, v iendo su moco eréctil u oy endo el chacoloteo de su herradura. Su grav itación negativ a seduce a los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no f altan a misa, ¿qué más? Cuando las f acciones f orjan al Fénix, lo encumbran como su símbolo perf ecto. Poseen cosméticos para sus f isonomías arrugadas: la grandílocua rancidez de programas a cuy o pie buscaríase de inmediato la f irma de Bertoldo, si los v astos soponcios no traslucieran prudentes reticencias de Tartuf o. Es pref erible que estén cuajados de v ulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más a la clientela. Un programa abstracto es perf ecto: parece idealista y no lastima las ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, nov enta y nuev e mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativ a. Todo ello, si no es desv ergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora: simula decir mucho y no signif ica nada. El miedo a las ideas concretas ocúltase bajo el antif az de las v aguedades cív icas.
  • 33. No se av ergüenzan de escalar el poder a horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan a toda v illanía que conv erja a su objeto: cuando hablan de civ ismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el v icio, por el simple hecho de usuf ructuarlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para aprov echar a los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. "No puede ser v irtuoso el engendrado en un v ientre impuro", dicen las Escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos e implicándose en mañas de estercolero, suf riendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose a sí mismos para hartar la acucia de toda una v ida, no pueden redimirse del pecado original aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar al malef icio de sus Mef istóf eles. El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las f acciones. Para prev enirse de achaques indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo elle los curiosos. Mantiénense ajenos a todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo; en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido por cohortes que medran. Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconf undibles con los partidos. No basta ser multitud para ser pueblo: no lo sería la unanimidad de los serv ilos. El pueblo encarna la conciencia misma de los destinos f uturos de una nación o de una raza. Aparece en los países que un ideal conv ierte en naciones y reside en la conv ergencia moral de los que sienten la patria más alta que las oligarquías y las sectas. El pueblo -antítesis de todos los partidos- no se cuenta por números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; f rente a las huestes domesticadas o f anáticas ese único hombre libre, él solo, es todo: Pueblo y Nación y Raza y Humanidad. Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superf icial de f ugitiv as sombras chinescas. Jamás llega a sus oídos un insulto o una loa, nunca se les dice "héroes" o "tiranos"; en la f antasía popular despiertan un eco unif orme, que en todas partes se repite: "¡el pav o!", en una síntesis más def initiva que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: v anidad, impotencia y f av oritismo. Viv en de aspav ientos, que sólo atañen a las f ormas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias, temblorosos de humildad ante sus cómplices, nublándose de humos y empav ésanse de def atuidades; olv idan que env anecerse de un rango es conf esarse inf erior a él. Acumulan rumbosos artif icios para alucinar las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacay os, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los expedientes, pav onéanse en trenes lujoso:, nav egan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones allende los océanos. Of recen ambos f lancos a la risueña ironía ele los burlones, poniendo en todo cierta f astuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énf asis melodramático cuadraría a personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo v olteriano de Stendhal. En su adonismo contemplativ o no cabe la ambición, que es enérgico esf uerzo por acrecentar en obras los propios méritos. El ambicioso quiere ascender, hasta donde sus propias alas puedan lev antarlo; el v anidoso cree encontrarse y a en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas las pasiones, mientras la v anidad no la env ilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos. Empav ónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se f ingen sus sostenedores; incurren en los más conf ormes a la moral de su mediocracia. Sospechan la v erdad, a v eces, porque ella entra en todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que disf razan. En ciertos casos, la v erdad puede más que ellos; salta a la v ista a pesar suy o y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos f uerzas v an teniendo para conv ertirlas en actos; la innata pav ada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase cómica la ineptitud en su disf raz de idealismo; son deleznables los v agos principios que aplican a compás de oportunistas conv eniencias. El tiempo descubre a los que tienen la moral en piezas, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad. Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta adorna la v anidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo muy poco que podrían; ev itan toda f irme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equiv ocación; se entregan a los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. "Les paresseux - decía Voltaire - ne sont jamais que des gents médiocres, en quelque genre que ce soit".[3] Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo v isible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la f unción por el órgano, la acef alía, la muerte de la autoridad por una caquexia inaccesible a los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enf ermedad o la v ejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo. La f alta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles a la coacción de los conspiradores, a la intriga de los domésticos, a la adulación de los palaciegos, a los apremios de los cotahures, a las intimidaciones de los gacetilleros, a las inf luencias de las sacristías. Su conducta trasluce f ebledad con cuantos les acechan; ni basta para ocultarla su aparatoso enf estar contra molinos de v iento. Cuando llegan al poder lo renuncian de hecho, conv encidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores incipientes. Jinetes de potros cuy o v oltijeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud para asirlas con sus manos inexpertas llámanla sumisión a la democracia. El f av oritismo es su esclav itud frente a cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y el respeto del mérito. El v erdadero justo resiste a la tentación de no serlo cuando en ello tiene un benef icio; el mediocre cede siempre. Prof esa una abstracta equidad en los casos que no hieren el v alimiento de sus cómplices; pero se complica de hecho en todas sus zirigañas. Nunca, absolutamente, puede haber justicia en pref erir el lacay o al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el medroso al v aliente. Ésa es la corruptela moral de las mediocracias: anteponer el v alimiento al mérito. En el f av oritismo se empantanan los que pisa f irmes y av anzan los que se arrastran blandos: como en los tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus y erros a los arquetipos, arguy en éstos humildemente que no son inf alibles; pero está su v ileza en subray ar la disculpa con tentadores of recimientos, acostumbrados a comerciar el honor. No puede ser juez quien conf unde el diamante con la bazof ia; cuando se acepta la responsabilidad de gobernar, "equiv ocarse es una culpa", como sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos a los estrados de los que mandan. Repiten con f recuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su f lauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y f ue árbitro el anciano rey f rigio. Resonaron de Pan los acordes rústicos y Apolo cantó a compás de sus melopeas div inas. Decidieron todos que la f lauta era incomparable a la lira, unánimes todos, menos el rey , que reclamó la v ictoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó v engado y Pan se ref ugió en la sombra. El juez, conf uso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió a un cubiculario; corrió a un lejano v alle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la v erdad no se entierra: f lorecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tuv o orejas de asno. La historia castiga con tanta sev eridad como la ley enda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los crucif icadores de Cristo, los ustores de Bruno y los burladores de Colón f ueron bribones o reblandecidos. Su condena es la misma e ilev antable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez o v einte espíritus priv ilegiados, y su genio consiste en f omentarlos todos; un Panza los excluy e de su ínsula, usando solamente a los que se domestican, es decir, a los peores como carácter y moralidad. Siempre son injustos los que escuchan al serv il sin interrogar al digno. Nunca piden f av or los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los prav os pref ieran a sus similares; es exacto que "la torpeza del burgués, mortif icado por la natural soberbia de la superioridad, busca consagrar a su igual, cuy o acceso le es f ácil y en cuy a psicología encuentra los medios de ser satisf echo y comprendido". Hora llega en que las injusticias de los gobernadores se pagan con f ormidables intereses compuestos, irremisiblemente. Hechas a uno solo, amenazan a todos los mejores; dejarlas impunes signif ica hacerse su cómplice. Pronto o tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se f iniquiten jamás; los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clav o se pierde una herradura. Como a Midas el div ino Apolo, los dignes castigan a los sin v ergüenza con la perennidad de su palabra; pueden equiv ocarse, porque es humano; pero si dicen la v erdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada; rara v ez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenv aina con f recuencia: si lo hacen, v a recta al corazón, como la del romance f amoso. Y el rencor de los lacay os ev idencia la seguridad de la punta que toca al amo. Para ser completos, son sensibles a todos los f anatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir, como Tartuf o; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla para el cielo. Si en su poder estuv iera, cortarían la lengua a los sof istas y las manos a los escritores; cerrarían las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Pref ieren la adulación del ignorante al consejo sabio. Suby acen a todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en v ez de espada; si políticos, consultan la Monita para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía -más f unesta que la desv ergüenza misma- tórnase sistema. En ese combate incesante, renov ado en tantos dramas ibsenianos, los amorf os conv iértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los av isados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la f isonomía de toda una época. Las mediocracias niegan a sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo v acila y su cerebro se apaga: quieren al inserv ible o al romo. Hombres repudiados en la juv entud, son consagrados en la v ejez: a esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen a los que usaron esclav izarse de su v ientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, dev astando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolv encia de los tapetes v erdes, tornándose impropios para todo esf uerzo continuado y f ecundo, preparando esas
  • 34. decrepitudes en que el riñón se f osiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio a la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan a momif icarse en v ida. Mientras la v ejez v a borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se conf abulan para ocultar su progresiv o reblandecimiento, eximiéndole de toda f aena y adminiculándole de ingenuas f icciones. Poco a poco el carcamal huy e de sus residencias naturales y se aísla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidas v idrieras, donde los pav orreales pueden lucir, desde lejos, los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos y a para pensar, necesitan más que nunca el sahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por encubrirlos de lubricantes. Las apologías se redoblan a medida que ellos v an desapareciendo, minado el cerebro por v ergonzosas enf ermedades contraídas en el trato lupanario de las cortesanas. El crepúsculo sobrev iene implacable, a f uego lento, gota a gota, como si el destino quisiera desnudar su v aciedad, pieza por pieza, demostrándola a los más empecinados, a los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento. Son sombras al serv icio de sus huestes contiguas. Aunque no v iv an para sí tienen que v iv ir para ellas, mostrándose ele lejos para atestiguar que existen, y ev itando hasta la ráf aga de aire que podría doblarlos como a la hoja de un catálogo abandonado a la intemperie. Aunque desf allezcan no pueden abandonar la carga; en v ano el remordimiento repetirá en sus oídos las clásicas palabras de Propercio: "Es v ergonzoso cargarse la cabeza con un f ardo que no puede llev arse: pronto se doblan las rodillas, esquiv as al peso" (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclav itud; pero deben morir en ella, custodiados por los cómplices que alimentaron su v anidad. Las casas de gobierno pueden ser su f éretro; las f acciones lo saben y se disputan sus v ices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen de la historia. Sus descendientes y benef iciarios esf uérzanse en v ano por alargar su sombra y v iv ir de ella. Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola palabra -si es v irtuosa, estoica, incorruptible, decidida a sacrif icarse sin mirar atrás con tal de ser leal a su dignidad-, sobra una sola palabra para borrar las adulaciones de los palaciegos, en v ano acendrados en la hora f únebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo ref erirse a lo que f ueron, atrév ense a elogiar lo que pudieron ser...; creen que muere una esperanza como si ésta f uera posible en organismos minados por las carcomas de la juv entud y los almibaramientos de la v ejez. Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocracia las tira como v iejos naipes cuy as cartas y a están marcadas por los tahúres, entrando a tallar con otros nuev os, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos a la partida cuy as trampas ignoran, se apartan de todas las camarillas que medran a la sombra de la patria; cultiv an sus ideales y encienden una chispa de ellos como pueden., esperando otro clima moral o preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando a los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos. V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO El progresiv o adv enimiento de la democracia, permitiendo la igualdad de los demás, ¿ha dif icultado la culminación de los mejores? Es indif erente que se trate de monarquíaso de repúblicas; el siglo XIX comenzó a unif icar la esencia de los regímenes políticos, niv elando todos los sistemas, aburguesándolos. Un pensador eminente glosó esta v erdad: la mediocracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magníf ico, una v oz de la naturaleza en que habla toda una nación o una raza, ¿no es un priv ilegio excesiv o -se pregunta- que uno ahueque la v oz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos div inos. Lo que antes f ue Verbo en el genio, tórnase ahora palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civ ilización parece concurrir a ese lento y progresiv o destierro del hombre extraordinario, ensanchando e iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, era justo que uno lo hiciese por todos: f acultad expuesta a peligrosos excesos. Pero el hombre prov idencial v a siendo innecesario a medida que los más piensan y quieren. "En tanta dif usión de la soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes epopey as pensadas, realizadas o escritas? Ésa parece, transitoriamente, la f órmula del niv elamiento, y podría traducirse así: en la medida en que se dif unde el régimen democrático restríngese la f unción de los hombres superiores. Sería una v erdad inconcusa, def initiv a, si el dev enir igualitario f uese una orientación natural de la historiay si, en caso de serlo, se ef ectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La naturaleza se opone a toda niv elación, v iendo en la igualdad la muerte; las sociedades humanas, para su progreso moral y estructural, necesitan del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no conf irma la presunción igualitaria: no suprime a Leonardo para endiosar a Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar a Goethe. Unos y otros tienen su razón de v iv ir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio en su oportunidad, es tan ¡reemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan a su obra los idealistas que les preceden o siguen; nunca los conserv adores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento, pero no su guía. Es irónico repetir que los Estados no necesitan nunca el gobernante genial. El culto del gobernante adocenado, pero honesto, es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los v ulgares. Hay un clima que excluy e al genio y busca al f atuo; en la chatura crepuscular, mientras las academias se pueblan de miopes y de f uncionarios, gobiernan el Estado los charlatanes o los pollipav os. Pero hay otro clima en que ellos no sirv en; entonces cuájase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre f ragmentos de alguna Verdad en f ormación. Y todav ía varía en sus dominios; f órmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósf era donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno solo piensa y hace: marca un ev o. Al que dice "Igualdad o muerte", replica la naturaleza "la igualdad es la muerte". Aquel dilema es absurdo. Si f uera posible una constante niv elación, si hubieran sucumbido alguna v ez todos los, indiv iduos dif erenciales, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay ev olución donde pueden seleccionarse las v ariaciones de los indiv iduos. Igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civ ilización misma. Queda el hecho actual y contingente: el adv enimiento progresiv o del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ¿ha f av orecido su descenso público durante el último siglo? Prácticamente la democracia ha sido una f icción, hasta ahora. Es una mentira de algunos que pretenden representar a todos. Aunque en ella crey eran por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más inf iel que los poetas idealistas al v erbo de la equiv alencia univ ersal; los más son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla. Hasta ahora no ha existido una democracia ef ectiv a. Los regímenes que adoptaron tal nombre f ueron f icciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido conf abulaciones de prof esionales para aprov echarse de las masas y excluir a los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira f ue la existencia de un "pueblo" capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres e ignorantes no han tenido, hasta hoy , aptitud para gobernarse: cambiaron de pastores. Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho indiv idualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los priv ilegios de las castas. La igualdad es un equív oco o una paradoja, según los casos. La democracia ha sido un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la f antasía de los ilusos o f orman el capital de los mendaces. El pueblo ha estado ausente de ella. Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay , también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias, Los demócratas persiguen la justicia para todo y se equiv ocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el priv ilegio para los mejores y acaban por reserv arlo a los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la niv elación; éstos lo burlan atribuy éndolo a una clase. Unos y otros son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por banderías de blasonados o de adv enedizos: en ambas están igualmente proscritos la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las Tabernas. Toda aristocracia pudo ser selectiv a en su origen, suele serlo; es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia o un abolengo. Es ev idente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres que guían a las sombras son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio, es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reserv ado a una casta, que usuf ructúa sus benef icios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, f amiliares y lacay os de los que f ueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido a crear? ¿En nombre de la herencia? Si las aptitudes se heredan, ese priv ilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se hereda, es injusto y deben perderlo. Conv iene que lo pierdan. Toda nobleza hereditaria es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más v igoroso obstáculo.
  • 35. El derecho div ino que inv ocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos, del hombre, inv ocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan a la selección de las aptitudes superiores, niv elando toda originalidad, cohibiendo todo ideal. Una concesión podría hacerse. Los países sin castas aristocráticas son más propicios a la mediocrización; en ellos se constituy en oligarquías de adv enedizos, que tienen todos los def ectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improv isación f általes la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos que f incan en una cultura de siglos: hay , sin duda, gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquiv os al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad puede tener más parte que en los del adv enedizo. Es una dif erencia que los preserv a de muchos env ilecimientos. ¿Es pref erible obedecer a castas que tienen la rutina del mando o a pandillas minadas por hábitos de serv idumbre? El priv ilegio tradicional de la sangre irrita a los demócratas y el priv ilegio numérico del v oto repugna a los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticas ineptitudes con distinta escarapela. Las masas inf eriores -que podrían ser el "pueblo"-y los hombres excelentes de cada sociedad -que son la "aristocracia natural"- suelen permanecer ajenos a su estrategia. Entre los demócratas embalumados de igualdad caben audaces lacay os que pretenden suplantar a sus amos con la ay uda de turbas f anatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición caben v anidosos que ansían reducir a sus sirv ientes con la ay uda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son v íctimas propiciatorias en esas disputas entre señores f eudales y burgueses de lev ita. La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un "culto de la incompetencia", no depende del régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas; nunca por ref ormas legislativ as, que es absurdo esperar de los propios benef iciarios. En v ano son ensay adas por los tontos o simuladas por los bribones: las ley es no crean un clima. El derecho ef ectivo es una resultante concreta de la moral. La apasionada protesta de los idealistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el ensueño de enaltecer una democracia resulta ilusorio en las épocas de domesticidad moral y de hartazgo. Las f acciones pref ieren escuchar el f also idealismo de sus f etiches env ejecidos, como si en v iejos odres pudiera contenerse el v ino nuev o. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesiv os, con la certidumbre de que la reacción llega inev itablemente a cierta hora: los hombres superiores la esperan custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de su incompetencia, nauf raga. La catástrof e dev uelv e su rango al mérito y reclama la interv ención del genio. El mismo encallamiento mediocrático contribuy e a restaurar, de tiempo en tiempo, las f uerzas v itales de cada civ ilización. Hay una ‘’v is medicatrix naturae’’ que corrige el abellacamiento de las naciones: la f ormación intermitente de sucesiv as aristocracias del mérito. El priv ilegio desaparece y la dirección moral de la sociedad v uelv e a las manos mejores. Se respeta su legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades indiv iduales que implican la orientación original hacia ideales nuev os y f ecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las dif erencias, por su culto. La mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase f eble, aunque innúmera. Si tuv iera v oz rebajaría el mérito mismo, otorgándolo a ras, de tierra. De lo útil a todos, no saben decidir los más; nunca f ue el rutinario juez del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el deshonesto del v irtuoso, ni el serv il del digno. Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus iguales. Hay aristocracia natural cuando el esf uerzo de las mentes más aptas conv ergen a guiar los comunes destinos de la nación. No es prerrogativ a de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuy o oído resuena como un eco esa "aristocracia intelectual", que f ue la quimera de Renán. En la aristocracia del mérito corresponde tanta parte a la v irtud y al carácter como a la misma inteligencia; de otro modo sería incompleta y su esf uerzo inef icaz. Un régimen donde el mérito indiv idual f uese estimado por sobre todas las cosas, sería perf ecto. Excluiría cualquier inf luencia numérica u oligarquía. No habría intereses creados. El v oto anónimo tendría tan exiguo v alor como el blasón f ortuito. Los hombres se esf orzarían por ser cada v ez más desiguales entre sí, pref iriendo cualquier originalidad creadora a la más tradicional de las rutinas. Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprov echarían a la sociedad entera. El agradecimiento de los menos útiles estimularía a los f av orecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían a los hombres. El priv ilegio se mediría por la ef icacia de las aptitudes y se perdería con ellas. Transparente es, pues, el credo que en política podría sugerirnos el idealismo f undado en la experiencia. Se opone a la democracia cuantitativ a que busca la justicia en la igualdad: af irmando el priv ilegio en f avor del mérito. Y a la aristocracia oligárquica, que asienta el priv ilegio en los intereses creados, se opone también: af irmando el mérito como base natural del priv ilegio. La aristocracia del mérito es el régimen ideal, f rente a las dos mediocracias que ensombrecen la historia. Tiene su f órmula absoluta: "la justicia en la desigualdad". CAPÍTULO VIII LOS FORJADORES DE IDEALES I. El clima del genio. - II. Sarmiento. - III. Ameghino. - IV. La moral del genio. I. EL CLIMA DEL GENIO La desigualdad es la f uerza y la esencia de toda selección. No hay dos lirios iguales, ni dos águilas, ni dos orugas, ni dos hombres: todo lo que v iv e es incesantemente desigual. En cada primav era f lorecen unos árboles antes que otros, como si f ueran pref eridos por la Naturaleza que sonríe al sol f ecundante; en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un pueblo, se crea un estilo o se f ormula una doctrina, algunos hombres excepcionales anticipan su v isión a la de todos, la concretan en un Ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos. Heraldos, la humanidad los escucha; prof etas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los imita. Llenan una era o señalan una ruta; sembrando algún germen f ecundo de nuev as v erdades, poniendo su f irma en destinos de razas, creando armonías, f orjando bellezas. -La genialidad es una coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño de una misión trascendental. El hombre extraordinario sólo asciende a la genialidad si encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra más f ecunda. La f unción reclama el órgano: el genio hace actual lo que en su clima es potencial. Ningún f ilósof o, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita condiciones f av orables de tiempo y de lugar para que su aptitud se conv ierta en f unción y marque una época en la historia. El ambiente constituy e el "clima" del genio y la oportunidad marca su "hora". Sin ellos, ningún cerebro excepcional puede elev arse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan para crearla. Nacen muchos ingenios excelentes en cada siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina f atalmente a la culminación: es como si la buena semilla cay era en terreno f értil y en v ísperas de lluv ias. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal implícito en el porv enir inminente o remoto: presintiéndolo, imponiéndolo. La obra de genio no es f ruto exclusiv o de la inspiración indiv idual, ni puede mirarse como un f eliz accidente que tuerce el curso de la historia; conv ergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su adv enimiento o pasan por una renov ación f undamental, el hombre extraordinario aparece, personif icando nuev as orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia como artista o prof eta, las desentraña como inv entor o f ilósof o, las emprende como conquistador o estadista. Sus obras le sobrev iv en y permiten reconocer su huella, a trav és del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: v uela y v uela, superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a deshora ese hombre v iv iría inquieto, luctuante, desorientado; sería siempre intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna de sus v ocaciones adv enticias, pero no sería un genio, mientras no le correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le f alta la oportunidad en su ambiente. Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud, signif ica mirar como idénticos a todos los que se elev an sobre la medianía; es tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inf eriores. El genio y el idiota son los términos extremos de la escala inf inita. Por haberlo olv idado muev en a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos. Reserv emos el título a pocos elegidos. Son animadores de una época, transf undiéndose algunas v eces en su generación y con más f recuencia en las sucesiv as, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso. La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay , sin embargo, una medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra, honda en su raigambre y v asta en su f loración. Si poeta, canta un ideal; si sabio, lo def ine; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.
  • 36. Pueden adiv inarse en un hombre jov en las más conspicuas aptitudes para alcanzar la genialidad; pero es dif ícil pronosticar si las circunstancias conv ergerán a que ellas se conv iertan en obras. Y, mientras no las v emos, toda apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una nuev a generación estará habilitada para comprenderlo. En v ida, muchos hombres de genio son ignorados, proscritos, desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunf ar los mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el tiempo. que es donde triunf an los genios. Su v ictoria no depende del homenaje transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia capacidad. para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: f ueron los órganos v itales de f unciones necesarias en i. historia de los pueblos o de las doctrinas. Y el genio se conoce por la remota ef icacia de su esf uerzo o de su ejemplo, más que por f rágiles sanciones de los contemporáneos. La magnitud de la obra genial se calcula por la v astedad de su horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido f undar cierta jerarquía de los div ersos órdenes del genio, considerados como perf eccionamientos extraordinarios del intelecto y de la v oluntad. Ninguna clasif icación es justa. Variando el clima y la hora puede ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la f unción social que la suscita; y , siendo la más oportuna, es siempre la más f ecunda. Conv iene renunciar a toda estratif icación jerárquica de los genios, af irmando su dif erencia y admirándolos por igual: más allá de cierto niv el todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no f ueran ellos mismos, podría creerse habilitado para decretarles rangos y desniv eles. Ellos se despreocupan de estas pequeñeces; el problema es insoluble por def inición. Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasif ica. El hombre que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es def initiv o: es un hito en la ev olución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser crónicas de capitanes y conquistadores; las otras f ormas de genialidad entran en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel, Cerv antes y Goethe v iv ieron en sus siglos más altos que los emperadores; por cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan f echas memorables, personif icando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas nacen como v idencias líricas de los genios artísticos, se transf unden en la doctrina de los pensadores y se realizan por el esf uerzo de los estadistas; la genialidad dev iene f unción en los pueblos y f lorece en circunstancias irremov ibles, f atalmente. La exégesis del genio sería enigmática si se limitara a estudiar la biología de los hombres geniales. Ésta sólo rev ela algunos resortes de su aptitud y no siempre ev identes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es conv ertir en doctrina una superchería, dar v isos de ciencia a f alaces sof ismas. Ni, por esto, v eremos en ellos simples productos del medio, olv idando sus singulares atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal hora oportuna, su aptitud preexistente, apropiada a entrambos, se desenv uelv e hasta la genialidad. El genio es una f uerza que actúa en f unción del medio. Probarlo es f ácil. Dos v eces la muerte y la gloria se dieron la mano sobre un cadáv er argentino. Fue la primera cuando Sarmiento se apagó en el horizonte de la cultura continental; f ue la segunda al cegarse en Ameghino las f uentes más hondas de la ciencia nuestra. Pocas tumbas, como las suy as, han v isto f lorecer y entrelazarse a un tiempo mismo el ciprés y el laurel, como si en el parpadeo crepuscular de sus v idas se hubieran encendido lámparas v otiv as consagradas a la glorif icación eterna de su genio. Merecen tal nombre; cumplieron una f unción social, realizando obra decisiv a y fecunda. Nadie podrá pensar en la educación ni en la cultura de este continente sin ev ocar el nombre de Sarmiento, su apóstol y sembrador; ni pudo mente alguna comparársele, entre los que le sucedieron en el Gobierno y en la enseñanza. En el desarrollo de las doctrinas ev olucionistas marcan un hito las concepciones de Ameghino; será imposible no adv ertir la huella de sus pasos y quien lo olv ide renunciará a conocer muchos dominios de la ciencia explorados por él. Sarmiento f ue el genio pragmático. Ameghino f ue el genio rev elador. II. SARMIENTO Sus pensamientos f ueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la v isión de cosas f uturas. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio f amiliar que alucinara su inspiración. Cíclope en su f aena, v iv ía obsesionado por el af án de educar; esa idea grav itaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su inf luencia todas las masas menores de su sistema cósmico. Tenía la clariv idencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civ ilizando, elev ar educando. Todas las f uentes f ueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas f ueron exiguas para cohibir si, inquietud de enseñar. Erguido y v iril siempre, asta-bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por donde le guiara el destino, prev iendo que la gloria se incuba en auroras f ecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o transmutar, f órmase el clima del genio; su hora suena como f atídica inv itación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se rev ela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrev ocable. Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo f eudal. Crear una doctrina justa v ale ganar una batalla para la v erdad; más cuesta presentir un ritmo de civ ilización que acometer una conquista. Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede serv irse con el v erbo prof ético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscrito en Chile, cl hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso. Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parece ensombrecer el ciclo taciturno de su f rente, inquietada por un relampagueo de prof ecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que f orja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta. Su v erbo es anatema: tan f uerte es el grito que por momentos, la prosa se enronquece. La v ehemencia crea su estilo, tan suy o que, siendo castizo, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola f uerza de su pluma, adiamantada por la santif icación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para f ijarlo en páginas decisiv as; y ellas, como si en cada línea llev asen una chispa de incendio dev astador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del v isionario v iv e: palpita, agrede, conmuev e, derrumba, aniquila. En sus f rases diríase que se v uelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, f ruto de imperceptibles v ibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisiv o para la civ ilización de una raza como la irrupción tumultuosa de inf initos ejércitos. Y su v erbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectif icación y escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magníf ico: ¡Facundo! Dijo primero. Hizo después... La política puso a prueba su f irmeza: gran hora f ue aquella en que su Ideal se conv irtió en acción. Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéf ico. Arriba v iv ió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una f unción histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo f ue la lucha, su descanso pelear. Se mantuv o ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativ amente: ninguno, grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza, y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento a las f acciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reserv as y reticencias, simples tanteos hacia un f in claramente prev isto, para cuy a consecución necesitó ensay ar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarlo entre sus brazos; sólo pudo ser el suy o el lema inequív oco: "Las cosas hay que hacerlas; mal, pero hacerlas". Ninguna empresa le pareció indigna de su esf uerzo; en todas llev ó como única antorcha su Ideal. Habría pref erido morirse de sed antes de abrev arse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nuev a civ ilización, tuv o siempre libres las manos para modelar instituciones e ideas, libres de cenáculos y de partidos, libres para golpear tiranías, para aplaudir v irtudes, para sembrar v erdades a puñados. Entusiasta por la patria, cuy a grandeza supo mirar como la de una propia hija, f ue también despiadado con sus v icios, cauterizándolos con la benéf ica crueldad de un cirujano. La unidad de su obra es prof unda y absoluta, no obstante las múltiples contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones circunstanciales de su medio. Entre alternativ as extremas, Sarmiento conserv ó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juv entud;
  • 37. llegó a los ochenta años perf eccionando las originalidades que había adquirido a los treinta. Se equiv ocó innumerables v eces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que v iv ió pensando siempre. Cambió mil v eces de opinión en los detalles, porque nunca dejó de v iv ir; pero jamás desv ió la pupila de lo que era esencial en su f unción. Su espíritu salv aje y divino parpadeaba como un f aro, con alternativ as perturbadoras. Era un mundo que se oscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos f undidos en el todo unif orme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuev o con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo inf inito sin dejar nunca de ser el mismo. Miró siempre hacia el porv enir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ay er no existía, para él, f rente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia v iv en acordándose de dónde v ienen; los hombres geniales y los pueblos f uertes sólo necesitan saber dónde v an. Viv ió inv entando doctrinas o f orjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuv o paciencias resignadas, ni esa imitativ a mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para v egetar tranquilamente. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al indiv iduo a los modos de pensar y sentir -que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al f inalizar su v ida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la v ejez. Sarmiento f ue una excepción. Había nacido "así" y quiso v iv ir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás. A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civ il mov ida por el espíritu colonial contra la af irmación de los ideales argentinos: en La escuela ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento civ ilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los f anáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científ ica, en v ano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una f atalidad incontrastable le había elegido portav oz de su tiempo, hostigándole a persev erar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la v ejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para abalanzarse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrev isto la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas. Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fue "inactual" en su medio; el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció ray ana en desv arío. Hubo, ciertamente, en él un desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba; parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía. Tenía los descompaginamientos que la v ida moderna hace suf rir a todos los caracteres militares; pero la rev elación más indudable de su genialidad está en la ef icacia de su obra, a pesar de los aparentes desequilibrios. Personif icó la más grande lucha entre el pasado y el porv enir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba; todo le exigieron los partidarios. El may or equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con el que necesita tener el genio: aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende equiv alente a mil. Para ello necesita una rara f irmeza y una absoluta precisión ejecutiv a. Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran may or pujanza cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmósf era natural. La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuy era a insania la genialidad de tales hombres, concretándose al f in la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos se elev an sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y la activ idad doméstica. Pero se olv ida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no podría consistir en adaptarse a la mediocridad. El culto de lo acomodaticio y lo conv encional, halagador para los sujetos insignif icantes, implica presentar a los grandes creadores como predestinados a la generación o al manicomio. Es f also que el talento y el genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes, encuéntrase a su lado un millón de espíritus v ulgares: los alienistas estudiarán la biograf ía de los diez e ignorarán la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enf ermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos, cuando no a simples desequilibrados intelectuales que son "imbéciles con la librea del genio". Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiv a f unción que desempeñan; los ignorantes conf unden su pasión con la locura. Pero juzgados en la ev olución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos de perf eccionamiento activ o, en benef icio de la civ ilización y de la especie. El dev enir humano sólo aprov echa de los originales. El desenv olv imiento de una personalidad genial importa una v ariación sobre los caracteres adquiridos por el grupo; ella incuba nuev as y distintas energías, que son el comienzo de líneas de div ergencia, f uerzas de selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los prejuicios, a las domesticidades. Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad; con brev e razonamiento, ref utó Bov io el celebrado sof isma. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás, la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativ o es una serie; en cada serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las div ersas series hay saltos y f altan los términos medios. El genio, mov iéndose recto y rápido dentro de una misma serie, abrev ia los términos medios y descubre la reacción lejana; el loco, saltando de una serie a otra, priv ado de términos medios, disparata en v ez de razonar. Ésa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el mov imiento de ambos f altaran los términos medios; pero, en rigor, el genio v uela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no v e ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. "La sublime locura del genio es, pues, relativ a al v ulgo; éste, f rente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad conv encional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo". La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiv a en la conf usión. Ellos acogen con f acilidad la insidia de los env idiosos y proclaman locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete: son aquellos cuy a genialidad es discutible, concediéndoseles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutidos, que v iv en en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a env ejecer, sus propios adv ersarios aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando "el loco Sarmiento". ¡El loco Sarmiento! Esas palabras enseñan más que cien libros sobre la f ragilidad del juicio social. Cabe desconf iar de los diagnósticos f ormuladas por los contemporáneos sobre los hombres que no se av ienen a marcar el paso en las f ilas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a justif icarse, f rente a ellos, recurriendo a epítetos despectiv os. Conv iene conf esar esa gran culpa: ningún americano ilustre suf rió más burlas de sus conciudadanos. No hay v ocablo injurioso que no hay a sido empleado contra él; era tan grande que no bastó el diccionario entero para dif amarle ante la posteridad. Las retortas de la env idia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslay os de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro: el lápiz tuv o, v uelta a v uelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del Beldev er, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega. Los espíritus v ulgares ceñían a Sarmiento por todas partes, con la f uerza del número, irresponsables ante el porv enir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmósf era gráv ida de tempestades, sembrando a todos los v ientos, en todas las horas, en todos los surco. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían; la v idencia del juicio póstumo era el único lenitiv o a las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su v ida f ue un perpetuo f lorecimiento de esperanzas en un matorral de espinas. Para conserv ar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con f recuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios; aparecen proscritos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes arrollados por la marea colectiv a, pierden o atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio; los prejuicios, más arraigados en el indiv iduo, subsisten y prosperan; las ideas nuev as, por ser adquisiciones personales de reciente f ormación, se marchitan. Para def ender sus f rondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus inv ernáculos propios. Si no quiere niv elarse demasiado necesita, de tiempo en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta def ensa de su originalidad equiv alga a una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época o de una generación, que son su f inalidad y su f uerza: cuando se retira se encumbra. Desde su cima f ormula con f irme claridad aquel sentimiento, doctrina o esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los conf usos rumores que serpentean en la inconsciencia de sus contemporáneos. Tal, más que en ningún otro genio de la historia, se plasmó en Sarmiento el concepto de la civ ilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de nacionalidades nuev as entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor, Sarmiento v iv ió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscrito dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, prov inciano entre porteños y porteño entre prov incianos. Dijo Leonardo que es destino de los hombres de genio estar ausentes en todas partes. Viv en más alto y f uera del torbellino común, desconcertando a sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca f ueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros ray os del sol licuan la niev e caída en una noche primav eral. En la adv ersidad no f laquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, af ligiendo a unos, compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si f uera lema suy o el v iejo adagio: sólo está v encido el que conf iesa estarlo. En eso f inca su genialidad. Ésa es la locura div ina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran v arón que honra a todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el f ilo de las hachas.
  • 38. III. AMEGHINO Su pupila supo v er en la noche, antes de que amaneciera para todos. Rev eló y creó: fue su misión. Lo mismo que Sarmiento, llegó Ameghino en su clima y a su hora. Por singular coincidencia ambos f ueron maestros de escuela, autodidactos, sin título univ ersitario, f ormados f uera de la urbe metropolitana, en contacto inmediato con la naturaleza, ajenos a todos los alambicamientos exteriores de la mentira mundana, con las manos libres, la cabeza libre, el corazón libre, las alas libres. Diríase que el genio f lorece mejor en las regiones solitarias, acariciado por las tormentas, que son su atmósf era propia; se agosta en los inv ernáculos del Estado, en sus univ ersidades domesticadas, en sus laboratorios bien rentados, en sus academias f ósiles y en su f uncionamiento jerárquico. Fáltale allí el aire libre y la plena luz que sólo da la naturaleza: el encebadamiento precoz enmohece los resortes de la imaginación creadora y despunta las mejores originalidades. El genio nunca ha sido una institución of icial. La v asta obra de Ameghino, en nuestro continente y en nuestra época, tiene los caracteres de un f enómeno natural. ¿Por qué un hombre, en Luján, da por juntar huesos de f ósiles y los baraja entre sus dedos, como un naipe compuesto con millares de siglos, y acaba por pedir a esos mudos testigo.; la historia de la tierra, de la v ida, del hombre como si obrara por predestinación o por f atalidad? Tenía que ser un genio argentino, porque ningún otro punto de la superf icie terrestre contiene una f auna f ósil comparable a la nuestra; tenía que ser en nuestro siglo, porque le habría f altado el asidero de las doctrinas ev olucionistas que sirv en de f undamento; no podía ser antes de ahora, porque el clima intelectual del país no f ue propicio a ello hasta que lo f ecundó el apostolado de Sarmiento y tenía que ser Ameghino, y ningún otro hombre de su tiempo. ¿Cuál otro reunía en tal alto grado su aptitud para la observ ación y la hipótesis, su resistencia para el enorme esf uerzo prolongado durante tantos años, su desinterés por todas las v anidades que hacen del hombre un f uncionamiento, pero matan al pensador? Ninguna conv ergencia de rutinas detiene al genio en su oportunidad. Aunque son f uerzas todopoderosas, porque obran continua y sordamente, el genio las domina: antes o después, pero en dominarlas radica la realización de su obra. Las resistencias, que desalientan al mediocre, son su estímulo; crece a la sombra de la env idia ajena. La sociedad puede conspirar contra él, acumulando en su contra la detracción y el silencio. Sigue su camino, lucha, sin caer, sin extrav iarse, dionisíacamente seguro. El genio, por su def inición, no f racasa nunca. El que ha creado no es genio, no llegó a serlo, f ue una ilusión disipada. No quiere esto decir que v iv a del éxito, sino que su marcha hacia la gloria es f atal, a pesar de todos los contrastes. El que se detiene prueba impotencia para marchar. Algunas v eces el hombre genial v acila y se interroga ansiosamente sobre su propio destino: cuando muerden su talón los env idiosos o cuando le adulan los hipócritas. Pero en dos circunstancias se ilumina o se desencadena: en la hora de la inspiración y en la hora de la diatriba. Cuando descubre una v erdad parece que en sus pupilas brillara una luz eterna; cuando amonesta a los env ilecidos diríase que ref ulge en su f rente la soberanía de una generación. Firme y serena v oluntad necesitó Ameghino para cumplir su f unción genial. Sin saberlo y sin quererlo nadie crea cosas que v algan o duren. La imaginación no basta para dar v ida a la obra: la v oluntad la engendra. En este sentido -y en ningún otro- el desarrollo de la aptitud nativ a requiere "una larga paciencia" para que el ingenio se conv ierta en talento o se encumbre en genialidad. Por eso los hombres excepcionales tienen un v alor moral y son algo más que objetos de curiosidad: "merecen" la admiración que se les prof esa. Si su aptitud es un don de la naturaleza, desarrollarla implica un esf uerzo ejemplar. Por más que sus gérmenes sean instintiv os e inconscientes, las obras no se hacen solas. El tiempo es aliado del genio; el trabajo completa las iniciativ as de la inspiración. Los que han sentido el esf uerzo de crear, saben lo que cuesta. Determinado el Ideal, hay que realizarlo: en la raza, en la ley , en el mármol, en el libro. La magnitud de la tarea explica por qué, habiendo tantos ingenios, es tan escaso el número de obras maestras. Si la imaginación creadora es necesaria para concebirlas, requiérese para ejecutarlas otra rara v irtud: la v irtud tenaz que Newton bautizó como simple paciencia, sin medir los absurdos corolarios de su apotegma. No diremos, pues, que la imaginación es superf lua y secundaria, atribuy endo el genio a lo que f ue v irtud de buey es en el simbolismo mitológico. No. Sin aptitudes extraordinarias, la paciencia no produce un Ameghino. Un imbécil, en cincuenta años de constancia, sólo conseguirá f osilizar su imbecilidad. El hombre de genio, en el tiempo que dura un relámpago, def ine su Ideal; después, toda su v ida, marcha tras él, persiguiendo la quimera entrev ista. Las aptitudes esenciales son nativ as y espontáneas; en Ameghino se rev elaron por una precocidad de "ingenio" anterior a toda experiencia. Eso no signif ica que todos los precoces puedan llegar a la genialidad, ni siquiera al talento. Muchos son desequilibrados y suelen agotarse en plena primav era; pocos perf eccionan sus aptitudes hasta conv ertirlas en talento; rara v ez coinciden con la hora propicia y ascienden a la genialidad. Sólo es genio quien las conv ierte en obra luminosa, con esa f ecundidad superior que implica alguna madurez; los más bellos dones requieren ser cultiv ados, como las tierras más f értiles necesitan ararse. Estériles resultan los espíritus brillantes que desdeñan todo esf uerzo, tan absolutamente estériles como los imbéciles laboriosos; no da cosecha el campo f értil no trabajado, ni las da el campo estéril por más que se are. Ése es el prof undo sentido moral de la paradoja que identif ica el genio con la paciencia, aunque sean inadmisibles sus corolarios absurdos. La misma signif icación originaria de la palabra genio presupone algo como una inspiración trascendental. Todo lo que huele a cansancio, no siendo f atiga de v uelo alígero, es la antítesis del genio. Solamente puede acordarse el supremo homenaje de este título a aquel cuy as obras denuncian menos el esf uerzo del amanuense que una especie de don imprev isto y gratuito, algo que opera sin que él lo sepa, por lo menos con una f uerza y un resultado que exceden a sus intenciones o f atigas. Para griegos y latinos, "genio" quería decir "dominio"; era aquel espíritu que acompaña, guía o inspira a cada hombre desde la cuna hasta la tumba. Sócrates tuv o el más f amoso. Con la acepción que hoy se da, univ ersalmente, a la palabra "genio" los antiguos no tuv ieron ninguna; para expresarla anteponían al sustantiv o "ingenio" un adjetiv o que expresara su grandeza o culminación. No es lícito denominar genios a todos los hombres superiores. Hay tipos intermediarios. Los modernos distinguen al hombre de genio del hombre de talento, pero olv idan la aptitud inicial de ambos: el "ingenio", es decir, una capacidad superior a la mediana. Presenta una gradación inf inita, y cada uno de sus grados es susceptible de educarse ilimitadamente. Permanece estéril y desorganizado en los más, sin implicar siquiera talento. Este último es una perf ección alcanzada por pocos, una originalidad particular, una síntesis de coordinación, culminante y excelsa, sin ser por eso equiv alente al genio. Rara v ez la máxima intensif icación del ingenio crea, presagia, realiza o inv enta; sólo entonces adquiere signif icación social y asciende a la genialidad, como en el caso de Ameghino. La especie, con ser exigua, representa inf initas v ariedades: tantas, casi, como ejemplares. Habría ligereza de método y de doctrina en no distinguir entre las mentes superiores, a punto de catalogar como genios a muchos hombres de talento y aun a ciertos ingenios desequilibrados, que son su caricatura. Ensay ó Nordau una discreta dif erenciación de tipos. Llama genio al hombre que crea nuev as f ormas de activ idad no emprendidas antes por otros o desarrolla de un modo enteramente propio y personal activ idades y a conocidas; y talento al que practica f ormas de activ idad, general o f recuentemente practicadas por otros, mejor que la may oría de los que cultiv an esas mismas aptitudes. Este juicio dif erencial es discreto, pues toma en cuenta la obra realizada y la aptitud del que la realiza. El hombre de ingenio implica un desarrollo orgánico primitiv amente superior; el hombre de talento adquiere por el ejercicio una integral excelencia de ciertas disposiciones que en su ambiente posee la may oría de los sujetos normales. ¿Entre la inteligencia y el talento sólo hay una dif erencia cuantitativ a, que es cualitativ a entre el talento y el genio? No es así, aunque parezca. El talento implica, en algún sentido, cierta aptitud inicial v erdaderamente superior, que la educación hace culminar en su propio género. De entre esas mentes preclaras, algunas llegarán a la genialidad si lo determinan circunstancias extrínsecas: su obra rev elará si tuv ieron f unciones decisiv as en la v ida o en la cultura de su pueblo. Genio y talento colaboran por igual al progreso humano. Su labor se integra. Se complementan como la hélice y el timón: el talento trepana sin sosiego las olas inquietas y el genio marca el rumbo hacia imprev istos horizontes. La obra de Ameghino es creadora: eso la caracteriza. Una inmensa f auna paleontológica permanecía en el misterio antes de que él la rev elara a la ciencia moderna y f ormulase una teoría general para explicar sus emigraciones en los siglos remotos. Crear es inv entar, como lo expresó Voltaire. El genio rev élase por una aptitud inv entiv a o creadora aplicada a cosas v astas o dif íciles. En la v ida social, en las ciencias, en las artes, en las v irtudes, en todo, se manif iesta con anticipaciones audaces, con una f acilidad espontánea para salv ar los obstáculos entre las cosas y las ideas, con una f irme seguridad para no desv iarse de su camino. En ciertos caos descubre lo nuev o; en otros acerca lo remoto y percibe relaciones entre las cosas distantes, según lo def inió Ampére. No consiste simplemente en inv entar o descubrir: las inv enciones que se producen por casualidad, sin ser expresamente pensadas, no requieren aptitudes geniales. El genio descubre lo que escapa a la ref lexión de siglos o generaciones, induce ley es que expresan una relación inesperada entre las cosas, señala puntos que sirv en de centro a mil desarrollos y abre caminos en la inf inita exploración de la naturaleza. ¿En qué consiste, entonces? ¿No es soplo div ino, no es demonio, no es enf ermedad? Nunca. Es más sencillo y más excepcional a la v ez. Más sencillo, porque depende de una complicada estructura del cerebro y no de entidades f antásticas; más excepcional, porque el mundo pulula de enf ermos y rara v ez se anuncia un Ameghino. Cuanto mejor cerebrado está el hombre, tanto más alta y signif icativa es su f unción de pensar. Ignórase todav ía el mecanismo íntimo de los procesos intelectuales superiores. Los acompañan, sin duda, modif icaciones de las células nerv iosas: cambios de posición y permutas químicas muy complicadas. Para comprenderlas deberían conocerse las activ idades moleculares y sus v ariables relaciones, además de la histología exacta y completa de los centros cerebrales. Esto no basta: son enigmas la naturaleza de la activ idad nerv iosa, las transf ormaciones de energía que determina en el momento que nace, durante el tiempo que se propaga y mientras se producen los f enómenos que acompañan la complejísima f unción de
  • 39. pensar. Los conocimientos científ icos distan de ese límite. Sin embargo, mientras la química y la f isiología permitan acercarse al f in, existe y a la certidumbre de que ésa, y ninguna otra, es la v ía para explicar las aptitudes supremas de un genio en f unción de su medio. Nacemos dif erentes; hay una v ariadísima escala desde el idiota hasta el genio. Se nace en una zona de ese espectro, con aptitudes subordinadas a la estructura y la coordinación de las células que interv ienen en la elaboración del pensamiento; la herencia concurre a dar un sistema nerv ioso, agudo u obtuso, según los casos. La educación puede perf eccionar esas capacidades o aptitudes cuando existen; no puede crearlas cuando f altan: Salamanca no las presta. Cada uno tiene la sensibilidad propia de su perf eccionamiento nerv ioso; los sentidos son la base de la memoria, de la asociación, de la imaginación; de todo. Es el oído lo que hace el músico; el ojo llev a la mano del pintor. El poder concebir está subordinado al de percibir: cada hombre tiene la memoria y la imaginación que corresponde a sus percepciones predominantes. La memoria no hace al genio, aunque no le estorba; pero ella, y el razonamiento a sus datos, no crean nada superior a lo real que percibimos. La f ecundidad creadora requiere el concurso de la imaginación, elemento necesario para sobreponer a la realidad algún Ideal. Cuando, pues, se def ine el genio como "un grado exquisito de sensibilidad nerv iosa", se enuncia la más importante de sus condiciones; pero la def inición es incompleta. La sensibilidad es el complejo instrumento puesto al serv icio de las aptitudes imaginativ as, aunque éstas, en último análisis, no han podido f ormarse sino sobre datos de la misma sensibilidad. En los genios estéticos es ev idente la superintendencia de la imaginación sobre los sentidos: no lo es menos en los genios especulativ os como Ameghino, y en los genios pragmáticos, como Sarmiento. Gracias a ella se conciben los problemas, se adiv inan las soluciones, se inv entan las hipótesis, se plantean las experiencias, se multiplican las combinaciones. Hay imaginación en la paleontología de Ameghino, como la hay en la f ísica de Ampére y en la cosmología de Laplace; y la hay en la v isión civ ilizadora de Sarmiento, corno en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que llev a la marca del genio es obra de la imaginación, y a sea un capítulo del Quijote o un pararray os de Franklin; no digamos de los sistemas f ilosóf icos, tan absolutamente imaginativ os como las creaciones artísticas. Más aún: muchos son poemas, y su v alor suele medirse por la imaginación de sus creadores. En toda la gestión de su doctrina, la genialidad de Ameghino se traduce por una absoluta unidad y continuidad del esf uerzo, que es la antítesis de la locura. También a él le, supusieron loco, sobre todo en su juv entud. Con bonhomía risueña recordaba las burlas de v ecinos y niños de su escuela, cuando le v eían dirigirse, azada al hombro, hacia las márgenes del Luján; para esas mentes sencillas tenía que estar loco ese maestro que pasaba días enteros cav ando la tierra y desenterrando huesos de animales extraños, como si algún delirio le transf ormara en sepulturero de edades extinguidas. Cambiando de ambientes sin asimilarse a ninguno, consiguió pasar más desapercibido y atenuar su reputación de inadaptado. Basta leer su inmensa obra -centenares de monograf ías y v olúmenes- para comprender que sólo presenta los desequilibrios inherentes a su exuberancia. Sus descubrimientos, grandes y útiles, nunca f ueron adiv inados al acaso ni en la inconsciencia, sino por una v asta elaboración; no f ueron f rutos de un cerebro carcomido por la herencia o los tóxicos, sino de engranajes perf ectamente entrenados; no ocurrencias, sino cosechas de siembras prev ias; jamás casualidades, sino claramente prev istos y anunciados. El genio es una alta armonía; necesita serlo. Es absurdo suponer caídos bajo el niv el común a esos mismos que la admiración de los siglos coloca por encima de todos. Las obras geniales sólo pueden ser realizadas por cerebros mejores que los demás; el proceso de la creación, aunque tenga f ases inconscientes, sería imposible sin una clariv idencia de su f inalidad. Antes que improv isarse en horas de ocio, opérase tras largas meditaciones y es oportuno, llegando a tiempo de serv ir como premisa o punto de partida para nuev as doctrinas y corolarios. Nunca tal equilibrio de la obra genial será más ev idente que en la de Ameghino: si hubiéramos de juzgar por ella, el genio se nos presentaría como una tendencia al sistemático equilibrio entre las partes de un nuev o estilo arquitectónico. Esto no excluy e que la degeneración y la locura puedan coexistir con la imaginación creadora, af ectando especiales dominios de la mente humana; pero la capacidad para la síntesis más v asta no necesita ser desequilibrio ni enf ermedad. Ningún genio lo f ue por su locura; algunos como Rousseau, lo f ueron a pesar de ella; muchos, como Nietzsche, f ueron por la enf ermedad sumergidos en la sombra. Ameghino, a la par de todos los que piensan mucho e intensamente, se contradijo muchas v eces en los detalles, aunque sin perder nunca el sentido de su orientación global. Cuando las circunstancias conv engan a ello, el genio especulativ o nace recto desde su origen, como un ray o de luz que nada tuerce o apaga. Basta oírlo para reconocerlo: todas sus palabras concurren a explicar un mismo pensamiento, a trav és de cien contradicciones en los detalles y de mil alternativ as en la tray ectoria; parecen tanteos para cerciorarse mejor del camino, sin romper la coherencia de la obra total; esa armonía de la síntesis que escapa a los espíritus subalternos. Ameghino conv erge a un f in por todos los senderos; nada le desv ía. Mira alto y lejos, v a derechamente, sin las prudencias que traban el paso a las medianías, sin detenerse ante los mil interrogantes que de todas partes la acosan para distraerle de la Verdad que le entreabre algún pliegue de sus v elos. La v erdadera contradicción, la que esteriliza el esf uerzo y el pensamiento, reside en la deshilv anada heterogeneidad que empalaga las obras de los mediocres. Viv en éstos con la pesadilla del juicio ajeno y hablan con énf asis para que muchos les escuchen aunque no les entiendan; en su cerebro anidan todas las ortodoxias, no atrev iéndose a bostezar sin metrónomo. Se contradicen f orzados por las circunstancias: los rutinarios serían supremas lumbreras si éstas se juzgaran por la simple incongruencia. Para señalar el punto de intersección entre dos teorías, dos creencias, dos épocas o dos generaciones, requiérese un supremo equilibrio. En las pequeñas contingencias de la v ida ordinaria, el hombre v ulgar puede ser más astuto y hábil; pero en las grandes horas de la ev olución intelectual y social todo debe esperarse del genio. Y solamente de él. Sería absurdo decir que la genialidad es inf alible, no existiendo v erdades imperf ectibles; cien rectificaciones Podrán hacerse en la obra de Ameghino, y muy especialmente en sus hipótesis sobre el sitio de origen de la especie humana. Los genios pueden equiv ocarse, suelen equiv ocarse, conv iene que se equiv oquen. Sus creaciones f alsas resultan utilísimas por las correcciones que prov ocan, las inv estigaciones que estimulan, las pasiones que encienden, las inercias que remuev en. Los hombres mediocres se equiv ocan de v ulgar manera; el genio, aun cuando se desploma, enciende una chispa, y en su f ugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa o v erdad no sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores ni lo son por ello Shakespeare o Kant. En los genios que se equiv ocan hay una v iril f irmeza que a todos impone respeto. Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres f irmes obligan el homenaje de sus propios adv ersarios. Hay más v alor moral en creer f irmemente una ilusión propia, que en aceptar tibiamente una mentira ajena. IV. LA MORAL DEL GENIO El genio es excelente por su moral, o no es genio. Pero su moralidad no puede medirse con preceptos corrientes en los catecismos; nadie mediría la altura del Himalay a con cintas métricas de bolsillo. La conducta del genio es inf lexible respecto de sus ideales. Si busca la Verdad, todo lo sacrif ica a ella. Si la Belleza, nada le desv ía. Si el Bien, v a recto y seguro por sobre todas las tentaciones. Y si es un genio univ ersal, poliédrico, lo v erdadero, lo bello y lo bueno se unif ican en su ética ejemplar, que es un culto simultáneo por todas las excelencias, por todas las idealidades. Como f ue en Leonardo y en Goethe. Por eso es raro. Excluy e toda inconsecuencia respecto del ideal: la moralidad para consigo mismo es la negación del genio. Por ella se descubren los desequilibrados, los exitistas y los simuladores. El genio ignora las artes del escalamiento y las industrias de la prosperidad material. En la ciencia busca la v erdad, tal como la concibe; ese af án le basta para v iv ir. Nunca tiene alma de f uncionario. Sobrellev a, sin v ender sus libros a los Gobiernos, sin v iv ir de f avores ni de prebendas, ignorando esa técnica de los f alsos genios of iciales que simulan el mérito para medrar a la sombra del Estado. Viv e como es, buscando la Verdad y decidido a no torcer un milésimo de ella. El que pueda domesticar sus conv icciones no es, no puede ser, nunca, absolutamente, un hombre genial. Ni lo es tampoco el que concibe un bien y no lo practica. Sin unidad moral no hay genio. El que predica la v erdad y transige con la mentira, el que predica la justicia y no es justo, el que predica la piedad y es cruel, el que predica la lealtad y traiciona, el que predica el patriotismo y lo explota, el que predica el carácter y es serv il, el que predica la dignidad y se arrastra, todo el que usa dobleces, intrigas, humillaciones, esos mil instrumentos incompatibles con la v isión de un ideal, ése no es genio, está f uera de la santidad: su v oz se apaga sin eco, no repercute en el tiempo, como si resonara en el v acío. El portador de un ideal v a por caminos rectos, sin reparar que sean ásperos y abruptos. No transige nunca mov ido por v il interés; repudia el mal cuando concibe el bien; ignora la duplicidad; ama en la Patria a todos sus conciudadanos y siente v ibrar en la propia el alma de toda la Humanidad; tiene sinceridades que dan escalof ríos a los hipócritas de su tiempo y dice la v erdad en tal personal estilo que sólo puede ser palabra suy a; tolera en los demás errores sinceros, recordando los propios; se encrespa ante las bajezas, pronunciando palabras que tienen ritmos de apocalipsis y ef icacia de catapulta; cree en sí mismo y en sus ideales, sin pactar con los prejuicios y los dogmas de cuántos le acosan con f uror, de todos los costados. Tal es la culminante moralidad del genio. Cultiv a en grado sumo las más altas v irtudes, sin preocuparse de carpir en la selv a magníf ica las malezas que concentran la preocupación de los espíritus v ulgares. Los genios amplían su sensibilidad en la proporción que elev an su inteligencia; pueden subordinar los pequeños sentimientos a los grandes, los cercanos a los remotos, los concretos a los abstractos. Entonces los hombres de miras estrechas los suponen desamorizados, apáticos, escépticos. Y se equiv ocan. Sienten, mejor que todos, lo humano. El mediocre limita su horizonte af ectiv o a sí mismo, a su familia, a su camarilla, a su f acción; pero no sabe extenderlo hasta la Verdad o la Humanidad, que sólo pueden apasionar al genio.
  • 40. Muchos hombres darían su v ida por def ender a su secta; son raros los que se han inmolado conscientemente por una doctrina o por un ideal. La f e es la f uerza del genio. Para imantar a una era necesita amar su Ideal y transf ormarlo en pasión; "Golpea tu corazón, que en él está tu genio", escribió Stuart Mill, antes que Nietzsche. La intensa cultura no entibia a los v isionarios: su v ida entera es una f e en acción. Saben que los caminos más escarpados llev an más alto. Nada emprenden que no estén decididos a concluir. Las resistencias son espolazos que los incitan a persev erar; aunque nubarrones de escepticismo ensombrezcan su cielo, son, en def initiv a, optimistas y crey entes: cuando sonríen, f ácilmente se adiv ina el ascua crepitante bajo su ironía. Mientras el hombre sin ideales ríndese en la primera escaramuza, el genio se apodera del obstáculo, lo prov oca, lo cultiv a, como si en él pusiera su orgullo y su gloria: con igual v ehemencia la llama acosa al objeto que la obstruy e, hasta encenderlo, para agrandarse a sí misma. La f e es la antítesis del f anatismo. La f irmeza del genio es una suprema dignidad del propio Ideal; la f alta de creencias sólidamente cimentadas conv ierte al mediocre en f anático. La f e se conf irma en el choque con las opiniones contrarias; el f anatismo teme v acilar ante ellas e intenta ahogarlas. Mientras agonizan sus v iejas creencias, Saúl persigue a los cristianos, con saña proporcionada a su f anatismo; pero cuando el nuevo credo se af irma en Pablo, la f e le alienta, inf inita: enseña y no persigue, predica y no amordaza. Muere él por su f e, pero no mata; f anático, habría v iv ido para matar. La f e es tolerante: respeta las creencias propias en las ajenas. Es simple conf ianza en un Ideal y en la suf iciencia de las propias f uerzas; los hombres de genio se mantienen crey entes y firmes en sus doctrinas, mejor que si éstas f ueran dogmas o mandamientos. Permanecen libres de las supersticiones v ulgares y con f recuencia las combaten: por eso los f anáticos les suponen incrédulos, conf undiendo su horror a la común mentira con f alta de entusiasmo por el propio Ideal. Todas las religiones rev eladas pueden permanecer ajenas a la f e del hombre v irtuoso. Nada hay más extraño a la f e que el f anatismo. La f e es de visionarios y el fanatismo de siervos. La fe es llama que enciende y el f anatismo es ceniza que apaga. La f e es una dignidad y el f anatismo es un renunciamiento. La f e es una af irmación indiv idual de alguna v erdad propia y el f anatismo es una conjura de huestes para ahogar la v erdad de los demás. Frente a la domesticación del carácter que rebaja el niv el moral de las sociedades contemporáneas, todo homenaje a los hombres de genio que impendieron su v ida por la Libertad y por la Ciencia, es un acto de fe en su Porv enir: sólo en ellos pueden tomarse ejemplos morales que contribuy an al perf eccionamiento de la Humanidad. Cuando alguna generación siente un hartazgo de chatura, de doblez, de serv ilismo, tiene que buscar en los genios de su raza los símbolos de pensamiento y de acción que la templen para nuev os esf uerzos. Todo hombre de genio es la personif icación suprema de un Ideal. Contra la mediocridad, que asedia a los espíritus originales, conv iene f omentar su culto; robustece las alas nacientes. Los más altos destinos se templan en la f ragua de la admiración. Poner la propia f e en algún ensueño, apasionadamente, con la irás honda emoción, es ascender hacia las cumbres donde aletea la gloria. Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a su adv enimiento. Los ídolos de cien f anatismos han muerto en el curso de los siglos, y f uerza es que mueran otros v enideros, implacablemente segados por el tiempo. Hay algo humano, más duradero que la supersticiosa f antasmagoria de lo div ino: el ejemplo de las altas v irtudes. Los santos de la moral idealista no hacen milagros: realizan magnas obras, conciben supremas bellezas, inv estigan prof undas v erdades. Mientras existan corazones que alienten un af án de perf ección, serán conmov idos por todo lo que rev ela f e en un Ideal: por el canto de los poetas, por el gesto de los héroes, por la v irtud de los santos, por la doctrina de los sabios, por la f ilosof ía de los pensadores.