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APOYO PARA ENTREVISTA
CREACION DE PERIODICO.
El contrato social de RousseauLibro I
CAPITULO I: Asunto de este primer libro
El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal
cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos.
¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede 'hacerlo legítimo? Creo poder
resolver esta cuestión.
Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un
pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el momento en que puede
sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando su libertad por el
mismo derecho que se le arrebató, o está fundado el recobrarla, o no lo estaba el "habérsela
quitado". Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin
embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está, pues, fundado
sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de entrar en
esto debo demostrar lo que acabo de anticipar.
CAPÍTULO III: Del derecho del más fuerte
El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su
fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí, el derecho del más fuerte; derecho
tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿no se nos
explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física; ¡no veo qué moralidad puede
resultar de sus efectos! Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es, a lo
más, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá esto ser un acto de deber. Supongamos
por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él mismo un
galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que hace el
derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobrepasa a la primera sucede a su
derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se hace
legítimamente; y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata sino de hacer de
modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece cuando la fuerza
cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está
forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade
nada a la fuerza; no significa nada absolutamente.
CAPÍTULO VI: Del pacto social
Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su
conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza
que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento,
el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de
manera de ser.
Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las
que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de
fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas
obrar en armonía.
Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y
libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a
comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad,
referida a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos:
"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la
persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a
todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema
fundamental, al cual da solución el Contrato social.
Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la
enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en
primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la
condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás.
[…] Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos
con que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su
persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros
recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce
inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y
colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de
este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que
así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad
y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado,
cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes;
respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en
particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en
cuanto sometidos a las leyes del Estado
CAPÍTULO VII: Del soberano
[…]Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a
uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los
miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes
contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta
doble relación todas las ventajas que dependan de ella.
Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no
hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene
ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el
cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar
a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
Más no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a
pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su
fidelidad.
En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o
disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede
hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su
existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe
a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a
los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el
Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del
ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la
ruina del cuerpo político.
Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este
compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a
obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra
cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada
ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el
artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los
compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los
más enormes abusos.
CAPÍTULO VIII: Del estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy
notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad
que antes les faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso físico y el
derecho el del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a
sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de
escuchar sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas que le
brinda la Naturaleza, alcanza otra tan grande al ejercitarse y desarrollarse sus facultades, al
extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos; se eleva su alma entera a tal punto,
que si el abuso de esta nueva condición no lo colocase frecuentemente por bajo de aquella
de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de
ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo un ser inteligente y un hombre.
Parte II
CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable
La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es
que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin de su
institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha
hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses
es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes intereses que
forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se armonizasen todos ellos,
no hubiese podido existir ninguna sociedad. Ahora bien; sólo sobre este interés común debe
ser gobernada la sociedad.
Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede
enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado
más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad.
En efecto: si bien no es imposible que una voluntad particular concuerde en algún punto
con la voluntad general, sí lo es, al menos, que esta armonía sea duradera y constante,
porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad general a la
igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta armonía, aun cuando
siempre debería existir; esto no sería un efecto del arte, sino del azar. El soberano puede
muy bien decir: "Yo quiero actualmente lo que quiere tal hombre o, por lo menos, lo que
dice querer"; pero no puede decir: "Lo que este hombre querrá mañana yo lo querré
también"; puesto que es absurdo que la voluntad se eche cadenas para el porvenir y porque
no depende de ninguna voluntad el consentir en nada que sea contrario al bien del ser que
quiere. Si, pues, el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde
su cualidad de pueblo; en el instante en que hay un señor, ya no hay soberano, y desde
entonces el cuerpo político queda destruido.
CAPÍTULO IV: De los límites del poder soberano
Si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus
miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, le es
indispensable una fuerza universal y compulsivo que mueva y disponga cada parte del
modo más conveniente para el todo.
De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros,
así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Este mismo
poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía.
Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la
componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues,
de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, así como los
deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de súbditos del derecho natural,
cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres.
Se conviene en que todo lo que cada uno enajena de su poder mediante el pacto social, de
igual suerte que se enajena de sus bienes, de su libertad, es solamente la parte de todo
aquello cuyo uso importa a la comunidad; mas es preciso convenir también que sólo el
soberano es juez para apreciarlo.
Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son
mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los demás sin
trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos
quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie que
no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en sí mismo al votar para todos?.
Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se derivan de
la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza del hombre; que la
voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su
esencia; que debe partir de todos, para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud
cuando tiende a algún objeto individual y determisnado, porque entonces, juzgando de lo
que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe.
En efecto; tan pronto como se trata de un hecho o de un derecho particular sobre un punto
que no ha sido reglamentado por una convención general y anterior, el asunto adviene
contencioso: es un proceso en que los particulares interesados son una de las partes, y el
público la otra; pero en el que no ve ni la ley que es preciso seguir ni el juicio que debe
pronunciar. Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa decisión de la voluntad
general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por consiguiente,
no es para la otra sino una voluntad extraña, particular, llevada en esta ocasión a la
injusticia y sujeta al error.
Así, del mismo modo que una voluntad particular no puede representar la voluntad general,
ésta, a su vez, cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no puede, como
general, pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas,
por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al uno, imponía penas al otro
y, por multitud de decretos particulares, ejercía indistintamente todos los actos del
gobierno, el pueblo entonces no tenía la voluntad general propiamente dicha; no obraba ya
como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes; pero es
preciso que se me deje tiempo para exponer las mías.
Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número
de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete
necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía admirable del interés
y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se ve
desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por falta de un interés común que
una e identifique la regla del juez con la de la parte.
Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma conclusión,
a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se
comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los
mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto
auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de
suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de
aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en modo
alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con
cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social;
equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien
general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto
que los súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a nadie
sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del
soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse
consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos.
De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea,
no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que todo
hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado
de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar
sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter
particular, hace que su poder deje de ser competente.
hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado
de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar
sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter
particular, hace que su poder deje de ser competente.

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  • 1. APOYO PARA ENTREVISTA CREACION DE PERIODICO. El contrato social de RousseauLibro I CAPITULO I: Asunto de este primer libro El hombre ha nacido libre y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando, en verdad, no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este camino? Lo ignoro. ¿Qué puede 'hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión. Si no considerase más que la fuerza y el efecto que de ella se deriva, diría: mientras un pueblo se ve obligado a obedecer y obedece, hace bien; mas en el momento en que puede sacudir el yugo, y lo sacude, hace todavía mejor; porque recobrando su libertad por el mismo derecho que se le arrebató, o está fundado el recobrarla, o no lo estaba el "habérsela quitado". Pero el orden social es un derecho sagrado y sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no viene de la Naturaleza; por consiguiente, está, pues, fundado sobre convenciones. Se trata de saber cuáles son estas convenciones. Mas antes de entrar en esto debo demostrar lo que acabo de anticipar. CAPÍTULO III: Del derecho del más fuerte El más fuerte no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí, el derecho del más fuerte; derecho tomado irónicamente en apariencia y realmente establecido en principio. Pero ¿no se nos explicará nunca esta palabra? La fuerza es una potencia física; ¡no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos! Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es, a lo más, un acto de prudencia. ¿En qué sentido podrá esto ser un acto de deber. Supongamos por un momento este pretendido derecho. Yo afirmo que no resulta de él mismo un galimatías inexplicable; porque desde el momento en que es la fuerza la que hace el derecho, el efecto cambia con la causa: toda fuerza que sobrepasa a la primera sucede a su derecho. Desde el momento en que se puede desobedecer impunemente, se hace legítimamente; y puesto que el más fuerte tiene siempre razón, no se trata sino de hacer de modo que se sea el más fuerte. Ahora bien; ¿qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si es preciso obedecer por la fuerza, no se necesita obedecer por deber, y si no se está forzado a obedecer, no se está obligado. Se ve, pues, que esta palabra el derecho no añade nada a la fuerza; no significa nada absolutamente. CAPÍTULO VI: Del pacto social Supongo a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado. Desde este momento, el estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiase de manera de ser. Ahora bien; como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservarse que formar por agregación una suma de
  • 2. fuerzas que pueda exceder a la resistencia, ponerlas en juego por un solo móvil y hacerlas obrar en armonía. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero siendo la fuerza y libertad de cada hombre los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo va a comprometerlos sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe? Esta dificultad, referida a nuestro problema, puede anunciarse en estos términos: "Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes." Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato social. Estas cláusulas, debidamente entendidas, se reducen todas a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad; porque, en primer lugar, dándose cada uno por entero, la condición es la misma para todos, y siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los demás. […] Por tanto, si se elimina del pacto social lo que no le es de esencia, nos encontramos con que se reduce a los términos siguientes: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo." Este acto produce inmediatamente, en vez de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que así se forma, por la unión de todos los demás, tomaba en otro tiempo el nombre de ciudad y toma ahora el de república o de cuerpo político, que es llamado por sus miembros Estado, cuando es pasivo; soberano, cuando es activo; poder, al compararlo a sus semejantes; respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado CAPÍTULO VII: Del soberano […]Tan pronto como esta multitud se ha reunido así en un cuerpo, no se puede ofender a uno de los miembros ni atacar al cuerpo, ni menos aún ofender al cuerpo sin que los miembros se resistan. Por tanto, el deber, el interés, obligan igualmente a las dos partes contratantes a ayudarse mutuamente, y los mismos hombres deben procurar reunir bajo esta doble relación todas las ventajas que dependan de ella. Ahora bien; no estando formado el soberano sino por los particulares que lo componen, no hay ni puede haber interés contrario al suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y ahora veremos cómo no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, sólo por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.
  • 3. Más no ocurre lo propio con los súbditos respecto al soberano, de cuyos compromisos, a pesar del interés común, nada respondería si no encontrase medios de asegurarse de su fidelidad. En efecto; cada individuo puede como hombre tener una voluntad particular contraria o disconforme con la voluntad general que tiene como ciudadano; su interés particular puede hablarle de un modo completamente distinto de como lo hace el interés común; su existencia, absoluta y naturalmente independiente, le puede llevar a considerar lo que debe a la causa común, como una contribución gratuita, cuya pérdida será menos perjudicial a los demás que oneroso es para él el pago, y considerando la persona moral que constituye el Estado como un ser de razón, ya que no es un hombre, gozaría de los derechos del ciudadano sin querer llenar los deberes del súbdito, injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político. Por tanto, a fin de que este pacto social no sea una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso: que sólo por sí puede dar fuerza a los demás, y que quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo. Esto no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre, pues es tal la condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos. CAPÍTULO VIII: Del estado civil Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, al sustituir en su conducta la justicia al instinto y al dar a sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Sólo cuando ocupa la voz del deber el lugar del impulso físico y el derecho el del apetito es cuando el hombre, que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve obligado a obrar según otros principios y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque se prive en este estado de muchas ventajas que le brinda la Naturaleza, alcanza otra tan grande al ejercitarse y desarrollarse sus facultades, al extenderse sus ideas, al ennoblecerse sus sentimientos; se eleva su alma entera a tal punto, que si el abuso de esta nueva condición no lo colocase frecuentemente por bajo de aquella de que procede, debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de ella, y que de un animal estúpido y limitado hizo un ser inteligente y un hombre. Parte II CAPÍTULO I: La soberanía es inalienable La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente establecidos es que la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de común en estos diferentes intereses que forman el vínculo social; y si no existiese un punto en el cual se armonizasen todos ellos, no hubiese podido existir ninguna sociedad. Ahora bien; sólo sobre este interés común debe ser gobernada la sociedad.
  • 4. Digo, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse jamás, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder es susceptible de ser transmitido, mas no la voluntad. En efecto: si bien no es imposible que una voluntad particular concuerde en algún punto con la voluntad general, sí lo es, al menos, que esta armonía sea duradera y constante, porque la voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad general a la igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta armonía, aun cuando siempre debería existir; esto no sería un efecto del arte, sino del azar. El soberano puede muy bien decir: "Yo quiero actualmente lo que quiere tal hombre o, por lo menos, lo que dice querer"; pero no puede decir: "Lo que este hombre querrá mañana yo lo querré también"; puesto que es absurdo que la voluntad se eche cadenas para el porvenir y porque no depende de ninguna voluntad el consentir en nada que sea contrario al bien del ser que quiere. Si, pues, el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto y pierde su cualidad de pueblo; en el instante en que hay un señor, ya no hay soberano, y desde entonces el cuerpo político queda destruido. CAPÍTULO IV: De los límites del poder soberano Si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es el de su propia conservación, le es indispensable una fuerza universal y compulsivo que mueva y disponga cada parte del modo más conveniente para el todo. De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todo lo suyo. Este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía. Pero, además de la persona pública, tenemos que considerar las personas privadas que la componen, y cuya vida y libertad son naturalmente independientes de ella. Se trata, pues, de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y del soberano, así como los deberes que tienen que llenar los primeros, en calidad de súbditos del derecho natural, cualidad de que deben gozar por el hecho de ser hombres. Se conviene en que todo lo que cada uno enajena de su poder mediante el pacto social, de igual suerte que se enajena de sus bienes, de su libertad, es solamente la parte de todo aquello cuyo uso importa a la comunidad; mas es preciso convenir también que sólo el soberano es juez para apreciarlo. Los compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los demás sin trabajar también para sí. ¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué todos quieren constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no hay nadie que no se apropie estas palabras de cada uno y que no piense en sí mismo al votar para todos?. Lo que prueba que la igualdad de derecho y la noción de justicia que produce se derivan de la preferencia que cada uno se da y, por consiguiente, de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo en su objeto tanto como en su
  • 5. esencia; que debe partir de todos, para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a algún objeto individual y determisnado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe. En efecto; tan pronto como se trata de un hecho o de un derecho particular sobre un punto que no ha sido reglamentado por una convención general y anterior, el asunto adviene contencioso: es un proceso en que los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra; pero en el que no ve ni la ley que es preciso seguir ni el juicio que debe pronunciar. Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa decisión de la voluntad general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por consiguiente, no es para la otra sino una voluntad extraña, particular, llevada en esta ocasión a la injusticia y sujeta al error. Así, del mismo modo que una voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta, a su vez, cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no puede, como general, pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al uno, imponía penas al otro y, por multitud de decretos particulares, ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, el pueblo entonces no tenía la voluntad general propiamente dicha; no obraba ya como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario a las ideas comunes; pero es preciso que se me deje tiempo para exponer las mías. Se debe concebir, por consiguiente, que lo que generaliza la voluntad es menos el número de votos que el interés común que los une; porque en esta institución cada uno se somete necesariamente a las condiciones que él impone a los demás: armonía admirable del interés y de la justicia, que da a las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se ve desvanecerse en la discusión de todo negocio particular por falta de un interés común que una e identifique la regla del juez con la de la parte. Por cualquier lado que se eleve uno al principio, se llegará siempre a la misma conclusión, a saber: que el pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga y favorece igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen. ¿Qué es propiamente un acto de soberanía? No es, en modo alguno, una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general, y sólida, porque tiene como garantía la fuerza pública y el poder supremo. En tanto que los súbditos no se hallan sometidos más que a tales convenciones, no obedecen a nadie sino a su propia voluntad; y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismos, cada uno de ellos respecto a todos y todos respecto a cada uno de ellos. De aquí se deduce que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que todo
  • 6. hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser competente.
  • 7. hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el soberano no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro, porque entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje de ser competente.