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Andrés Hurtado García
Paraísos de
COLOMBIA
2 3
4 5
6 7
8 9
Textos y fotografías
ANDRÉS HURTADO GARCÍA
Diseño y edición
BENJAMÍN VILLEGAS
Paraísos de
COLOMBIA
12 13
HATO LA AURORA	 111
HATO PALMARITO	 125
EL ORINOCO	 139
PARQUE NACIONAL NATURAL EL TUPARRO	 153
LAS SABANAS DEL VICHADA	 167
PARQUE NACIONAL TAYRONA 	 187
EL PACÍFICO	 201
PARQUE NACIONAL PURACÉ	 215
CONTENIDO
COLOMBIA ES BELLA Y ÚNICA	 23
CHIRIBIQUETE 	 27
EL GUAVIARE	 29
JIRIJIRIMO	41
YURUPARÍ	55
SIERRA NEVADA DEL COCUY 	 69
LA ALTA GUAJIRA	 83
GUAINÍA	97
16 17
18 19
PRESENTACIÓN
Equis ut et aut periandia aut peris modi amenem et,
odi corentust et, tem et aperias perunti ommolla boriber
sperepro occatin verovit estiate preiumquos experrovit
intorem erest ullupturem quia ium fuga. Nemodictur
si aut entio. Nequidusam idit vollibus, voluptae aut dis
ercipid quas sitam vollentis et quis expero minctam si-
tatquam, officab oreperuntur reium reperate et latibus
volupta eum qui ad que nihitis ipsam, et qui beaquas vo-
loreror rerum cus quam aspitate illiquu nditasi mporepe
perchil idendunt.
Erum lacit voluptatur molori simenduntis asitat unt,
offictio tota nistio tendunt litiandae con plam quidelliqui
as ipsandam cum quassim aiorem. Is ma ditatur, to vo-
luptas ut audae plaborerum samuscimus.
Atio to officiu sanderum, simin reratur?
Arum illaut ipit lamust faccumque debisti invello vo-
lles adit rem fuga. Nequam cus excepud icipici blab id
unt doluptatem a am venimus et aut rerchil idendi is et
voloreria eaque nonsedi acerferferia as volentem quam
reprendis volorib usapit, sinisciatur, cumet adiam re,
omnihit magnam audae eum as que re non nam eos
comnitat hitaquas rerum sant as untis volorios assit ut
doloremo moditiis etur, quamend elitatiorem volupta
plignis velestem vent, cusamus, utatectem. Ut ut quas
dernamus enimentio quiamus debitas sum fuga. Ut inc-
tur magnimi nverate est volorpos explis millest explige
ntiorentin rerferspe lam quam qui dolenie ndelecatius
eosande liquatus, senecatur, cusamet offic tentiorum
qui nos sitiand eliquam usandan imodistem. Fuga. Ut
ant lacepudi core vellaccae nis sitias molor aut magnihil
int, ut quibeatur andam ea vero commo et quat faceper
fererei ciaerum ditiis aut optatur?
Nequi vendit occuptate sequi optur? Apienimet int.
Maximus most, quosaes ditaeped que volorem corro
volori commolo remqui ullabor rovidebit liquo et id ut
deliquunt.
Et excea volesen iendamus ut quossiti tesciisciunt
veribus, temquis imuscid itatem volo tor aborpos utem
qui tenditia que et voluptatus.
Xeruptati dita vendam quatem. Genet ulliquaspera
nullest, conectur maximus ma poreperferi acerioribus,
asit maximporum, ipsae parchil exeria verchit, simus
placi dem untist, omni anda qui optaspi tiuntum sequa-
sitatem nonsed quos sim illeniet et, apidebis autaturia
dolori rem repreperum, que si inctur simusci tinus,
20 21
22 23
Este libro es fruto de mi pasión por Colombia y de mi
conocimiento del país. En un rincón de la blanca pared
de mi alma tengo colgado un diploma que fui ganando
paso a paso y sudor tras sudor: soy graduado en Cami-
nos, “suma cum laude”. Desde muy pequeño mi ma-
dre me puso a perseguir el arco iris. Ella me decía que
se traga a las personas en su contacto con la tierra.
Cuando aparecía sobre los cafetales de mi Quindío na-
tal corría a perseguirlo. Regresaba desconsolado por-
que nunca lo encontraba. Mi madre entonces me decía
que en la vida las cosas verdaderamente importantes
siempre están más lejos.
De allí surgió el leif motiv de mi vida que reza así:
“Los largos caminos exigen largas fidelidades y a
medida que se alargan los caminos las fidelidades
se vuelven más hermosas”.
(Cartas del camino). Andrés Hurtado García.
Selvas, páramos, bosques de cordillera, valles, de-
siertos, llanuras orientales, ríos, montañas nevadas,
playas , me han visto pasar, no como turista, (¡no, por
Dios!), sino como nómada, con pocas cosas a cuestas y
mucha riqueza interior. Y ella, mi carpa nómada, mi ho-
tel de todas las estrellas, se ha posado en la misteriosa
penumbra de las selvas amazónicas, en las delezna-
bles arenas de playas solitarias, en la cálida caricia de
las sabanas orientales, en la mullida alfombra de los
páramos y en la augusta soledad de los glaciares.
Paraísos De Colombia también es fruto de la pande-
mia. La soledad y el desierto son hermanos. La pande-
mia nos condenó a ambos. Para muchos la soledad del
confinamiento ha sido una desesperación, una tragedia
y por ello han tratado de eludirla por todos los medios…
irresponsables. Para otros ha sido una etapa creativa.
El desierto existe en los grandes arenales “de africana
solemnidad” y también en medio del bullicio de las ciu-
dades. Los primeros son una maldición ecológica para
la Tierra pero vividos y amados como mundos ricos en
presencias y epifanías, se convierten en ecosistemas
espirituales que engrandecen y acrisolan al hombre.
Y el segundo, el desierto creado y consentido en me-
dio del bullicio de las ciudades, se convierte en acicate
creativo.
COLOMBIA es bella y única
24 25
Este libro es producto de la soledad y del desierto que
la pandemia del coronavirus impuso al mundo y es su-
cesor de otros que he escrito sobre las espectaculares
bellezas de Colombia.
Sucede así a: Colombia Secreta, (Unseen Colombia,
en su edición inglesa)), Caminando Colombia, (Trekking
Colombia) y Parques Nacionales Naturales De Colom-
bia, (National Natural Parks of Colombia). Los libros lle-
van el inconfundible estilo editorial de Villegas Editores,
sello que me ha permitido ser galardonado en Estados
Unidos con estos tres libros. Benjamín Villegas ha pu-
blicado los más bellos libros sobre Colombia: naturale-
za, montañas, selvas, historia, arte, gastronomía, arqui-
tectura, caricatura, paisajes, biodiversidad… Los libros
de Villegas son los regalos que los extranjeros llevan de
regreso a sus países.
En este libro me acerco emocionado a las cinco re-
giones del país: Cordilleras, Atlántico, Pacífico, Llanos
Orientales y Selva Amazónica. De cada región escojo uno
o dos paisajes representativos y a partir de ellos me ex-
tiendo un poco por el entorno.
Por donde se mire en Colombia hay paisajes de inde-
finible belleza. Escogí unos cuantos. Quizás en otro libro
vuelva mi mirada sobre otros, como los bosques de cor-
dillera, la Laguna de la Cocha, el Volcán Azufral, el valle
de Cocora, el Cañón de Chicamocha y sus Barrigones,
los Parques Nacionales Naturales, el Desierto de la Ta-
tacoa, Los palmerales de Toche, los páramos de Chinga-
za, Santurbán y muchos páramos de Colombia, algunos
rincones de la Guajira, el Valle de Cocora, las lagunas
de Boyacá, los ríos amazónicos, los hatos del Llano, las
cascadas del país… entre centenares de lugares.
Para todos los lectores enamorados del país, aquí
van mis pasos amorosos y esforzados por la piel bella y
a veces atormentada de Colombia.
Andrés Hurtado García
26 27
“Oh quién pudiera de niñez temblando, a un alba re-
nacer, pero la vida está pasando y ya no es hora de
aprender”.
Quizás sea este el verso más bello que yo haya leído.
¿Su autor? “Era una llama al viento y el viento la apa-
gó”, así se definía él: Porfirio Barba Jacob. A ese mundo
definitivamente perdido de la infancia siempre he queri-
do regresar. Pero “la vida está pasando” y hay retornos
que se vuelven imposibles. Con todo, cuando me hundo
en ese mundo de bejucos, de silencios, de pasos en la
penumbra, de susurros misteriosos, de árboles gigan-
tescos y amigos, regreso a mis sueños recurrentes de
niñez. Me perdía de la casa de mis padres y penetraba
ilusionado en bosques donde todos los seres me mira-
ban con cariño. Yo soñaba con la selva y allí era feliz.
¡Chiribiquete! El último mundo perdido por descubrir.
Mi primer acercamiento al Parque Nacional Natural de
Chiribiquete lo hice en compañía de Álvaro Otálora. Lle-
gamos a Araracuara, nos alojamos en las destartaladas
instalaciones de lo que fue el temido Penal. Al amane-
cer retiramos una pudridora que había pasado la noche
calentándose debajo de la carpa. Bajamos un trecho del
río Caquetá y remontamos el Yarí, bello y misterioso.
Nos detuvimos en Piedra Campana, sagrada para los
indígenas. Golpeamos la enorme roca para oír los ex-
traños sonidos y fuimos a levantar la carpa en el Raudal
de la Gamitana; el verano descubre una gran explanada
rocosa en la mitad del río. Fue una “noche toda llena
de murmullos, de perfumes y de músicas de alas”. Por
un camino que los indígenas utilizan para sus cacerías
llegamos hasta la cabecera del raudal. El río se precipita
con fuerza aterradora por un cañón estrecho y profundo.
El segundo intento fue una combinación de marchas
a pie por la manigua y navegación de caños y ríos. Me
acomÇpañaron la médica Alejandra Murcia y Orlando
Luna. Era invierno y la selva alucinaba con toda su fuer-
za, belleza y dureza. A pie llegamos al río Mesay y re-
montamos con mucho miedo el terrible raudal de Masa-
ca rogando a los dioses de la manigua que el motor no se
atascara en medio de la barahúnda de los chorreones.
Algunas veces hacíamos cortos trechos de noche para
gozar de la magia del piso que alucina con los hongos
fosforescentes; sabíamos del peligro de las serpientes.
Llegamos a Caño Cuñaré y la noche nos sorprendió en
CHIRIBIQUETE,
templo de la biodiversidad
28 29
el Raudal Guacamaya. No había cansancio en las largas
marchas, había profunda emoción. Volvimos al río; tres
nuevos raudales: Cascajal, La Culebra y Curupia. No son
tan peligrosos como Masaca pero debemos bajarnos de
la canoa para empujarla y arrastrarla por la orilla avan-
zando con el agua a la cintura o más arriba.
Exploramos Caño Tubo, así llamado porque el agua
discurre por un larguísimo canal estrecho al que caen
por ambas orillas cascaditas que vienen de la selva.
Al atardecer nos bañamos en pocetas de agua negra,
purísima. Por la noche la linterna alumbró ojos de ba-
billas y caimanes en las mismas pocetas. Nos miramos
aterrados y agradecidos con la vida que no cesaba de
darnos oportunidades. Regresamos y navegamos has-
ta llegar al espectacular Raudal de Jacameyá. Es una
cascada que mide más de 100 metros de frente por 5 de
alto, es la cascada más ancha de Colombia. A su orilla
montamos la carpa. Estábamos en Chiribiquete.
La Unesco lo declaró Patrimonio Natural, Mixto y
Cultural de la Humanidad por sus valores en biodiversi-
dad y cultura. Abarca 4.268.095 hectáreas y es el Parque
Natural más grande de Colombia y uno de los mayores
del mundo. Los científicos han encontrado en sus pare-
des rocosas más de 70.000 petroglifos, algunos de los
cuales tienen 20.000 años de antigüedad. En sus predios
viven 18 tribus totalmente ajenas a “la civilización”. Los
investigadores han encontrado centenares de especies
nuevas de flora y fauna. La presencia de 30 mamíferos
de mediano y gran tamaño habla de la buena salud de
la selva.
Yo había llegado, pues, por tierra, muchos antes de
que el territorio fuera declarado Parque Nacional en
1989.
Ahora llegaríamos por el cielo. Un helicóptero nos
llevó a Wilfredo Garzón, atleta de carreras de montaña
y a mí, y nos depositó en la mitad del Parque. Fueron 8
días de “orgasmo cósmico”, frase que he acuñado para
expresar los exultantes momentos en que arañamos el
mundo de la felicidad de los dioses. Cada noche nuestra
carpa nómada se asentaba en sitio diferente. Sentíamos
a veces en la alta noche asordinados pasos cerca de la
carpa; varias veces oímos los gruñidos de los tigres. En
la selva llaman tigres a los jaguares; les dicen también
tigres mariposos por las pintas de la piel; los tigres asiá-
ticos tienen la piel listada, los nuestros moteada. Las
cosas que dejábamos por la noche fuera de la carpa
amanecían totalmente cubiertas con miles, tal vez mi-
llones de comejenes, que son hormigas ciegas y que
comen madera. Caminábamos todo el día alucinados
mirando flores e insectos raros, desconocidos para no-
sotros. Nos bañábamos en los caños de agua negra; en
los suelos de arenas blancas de la selva llamados ca-
tingales, nacen caños y ríos de aguas purísimas, negras
en gran cantidad y rojo-amarillas en pequeña. Bañarse
en ellos es un bautismo genesial. Subimos a algunos
tepuyes y desde sus cimas nos sentimos minúsculos
y felices dueños de la inmensidad del paisaje y de los
centenares de picos rocosos que parecen competir en
la carrera para llegar al cielo. En la cumbre de uno de
ellos nos sorprendió el más impresionante diluvio que
hayamos vivido. Totalmente emparamados y acosados
por los rayos lejanos que se acercaban casi no podíamos
descender. Al final optamos por dejarnos caer unos 10
metros entre ramas y matas espinosas. Nunca lo olvi-
darán nuestros brazos y piernas heridos y magullados.
Llegado el plazo no queríamos regresar “al mundo
de los hombres”. Siendo así las cosas rogábamos para
que el helicóptero se acordara en qué rinconcito de esa
inmensidad nos había dejado.
Ahora faltaba gozar del soberbio espectáculo de los
tepuyes desde el aire. Varias veces, con los debidos per-
misos, he sobrevolado Chiribiquete invitado al avión
Gran Caraván-EX de Jorge Londoño. Chiribiquete es la
prolongación hacia el occidente del Escudo Guyanés,
formado por las rocas más antiguas del planeta. Se en-
cuentra ubicado entre Guaviare y Caquetá; del piso de la
selva se levantan centenares de picos rocosos algunos
con cumbres aplanadas y otros de afiladas cimas. El
paisaje roza los linderos de la más inimaginable belleza.
Bosques densos, sabanas rocosas de rala vegetación,
ríos, caños y pocetas de aguas negras brillantes, casca-
das, playones de arenas blancas y en medio de esta acu-
mulación de elementos de telúrica belleza, centenares
de tepuyes Termino, porque debo terminar este relato
que es una invocación a las fuerzas maternales de la
tierra americana, con los versos del “Sol de los venados”
de Eduardo Carranza: ”Ah, tristemente os aseguro, tanta
belleza fue verdad”. Es verdad.
“No apostaría un céntimo por el futuro de un pueblo
que no reconoce su pasado”, así, sibilinamente, habla-
ba Paul Valéry. En la consentida libreta que mi corazón
guarda estaba escrito que yo debía visitar Sète, reco-
rrer calladamente su cementerio y desde allí mirar el
mar, “la mer toujours recommencée”, el Mediterráneo,
como lo llamaba el poeta. Soy nómada de cementerios,
lo reconozco, me gusta comulgar con los espíritus de
los que han marchado al más allá. Cementerios en los
que reposan los seres que he amado en vida. Sé que
ellos no mueren, me caminan hacia el alma. Y de ma-
nera especial los cementerios donde “reposan” (curiosa
palabra para los muertos) “los grandes hombres que en
el mundo han sido”.
El tren me dejó en la estación de Sète, población de
Occitania, ubicada al lado del mar. Atravieso el canal .
¿Cuál será la casa natal de Valéry? Me voy preguntando.
Entro a una papelería y pregunto. Me dicen: “Aquí, señor,
la casa fue destruida durante la guerra. En este lugar
nació el poeta.” ¡Vaya casualidad! Sigo al cementerio. Es
lunes y está cerrado.
El departamento del Guaviare es un buen motivo para
saldar las cuentas con nuestro pasado indígena. Bajé el
río Guayabero en canoa desde La Macarena acompaña-
do por Diego Mesa con quien fundé en Cali en la década
de los 60 el primer club de montañismo que hubo en
Colombia. Por las noches amarrábamos la barca a un
árbol de la orilla y al amanecer encontrábamos siempre
que animalitos del monte se habían subido a la canoa.
Una vez fue una anaconda de 4 metros. Así llegamos
al Raudal del Guayabero. Era invierno. Pasar el violento
chorreón era casi como jugar a la ruleta rusa. La lista de
ahogados era larga. La noche anterior a nuestro paso
una canoa había zozobrado y sus dos ocupantes fueron
encontrados aguas abajo totalmente destrozados.
A la derecha de la entrada al Raudal se encuentra
nuestro objetivo. Subimos por un camino de monte y lle-
gamos a una inmensa pared llena de petroglifos hechos
con pintura roja por los indígenas. Esta primera vez fue
en 1.977 y lo llamé “la Capilla Sixtina del Guayabero”.
Desde entonces he visitado muchas veces este lugar
“reconociendo mi, nuestro pasado” como quería Valéry.
Regresamos al río y con inmenso pánico y toda-
vía mejor suerte logramos pasar el Raudal. Hace
años dinamitaron la enorme roca que trambucaba las
embarcaciones a la entrada y la navegación ya no es
riesgosa.
El departamento del Guaviare es uno de los terri-
torios colombianos con mayores atractivos naturales
“hechos” en roca. Unas extrañas formaciones reciben
el nombre de Ciudad de Piedra; parecen, en efecto, una
ciudad. Relatos de turistas imaginativos pretenden qui-
tarle la autoría a la erosión y dicen que son obra de ex-
traterrestres. Cerca se encuentra una zona de numero-
sos Túneles naturales. Más allá en medio de una sabana
se levanta La Puerta de Orión que yo he calificado como
la piedra más bella de Colombia. En estas rocas crecen
muchas orquídeas; precisamente detrás de la Puerta de
Orión el doctor Carlos Uribe, el conocido traumatólo-
go y orquidiólogo que está publicando en tomos de lujo
todas las orquídeas de Colombia descubrió una nueva
y la bautizó con mi nombre: “Epidendrum hurtadoii”.
Y siguiendo con el mundo de nuestros antepasados,
Guaviare ofrece otros dos santuarios; se trata de dos
cerros selváticos en cuyos varios pisos se encuentran
paredes con miles de figuras pintadas en rojo por los
indígenas. Los he explorado largamente en compañía
de Ramiro Mariaca, Diego Castro y Andrés Morales.
Se llaman Cerro Azul y Nuevo Tolima. Visitar estos ce-
rros es bueno para el alma; bueno para la vista porque
la contemplación de la selva reconcilia con el cosmos,
bueno para los pulmones que allí respiran el aliento
perfumado de la manigua. Por nuestras venas corre
sangre indígena americana.
EL GUAVIARE,
la biblioteca del pasado
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“Tú eres la catedral de la pesadumbre donde dioses
desconocidos hablan a media voz en el lenguaje de
los murmullos prometiendo longevidad a los árboles
imponentes, contemporáneos del paraíso que eran
ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron
y esperan impasibles el hundimiento de los siglos
venturos”.
La Vorágine. José Eustasio Rivera.
De niño (¡siempre la niñez!), la edad más seria de
la vida), yo soñaba con grandes aventuras en la selva
y en las montañas. Me veía colgado de bejucos como
Tarzán cuyas películas me encantaban. Las lianas de la
selva me fascinaban especialmente las más retorcidas.
La vida me depararía el placer de conocer al héroe de
mi niñez. En un programa estelar de la televisión es-
pañola llamado “Directísimo” nos presentaron a Johhny
Weismüller y a mí. Le conté de mis sueños de niño y le
pregunté por su lucha con un enorme cocodrilo del Nilo.
Me contó que era un muñeco de plástico y de madera
accionado eléctricamente y que la escena se grabó en
una piscina ambientada con vegetación del gran río.
En medio del forcejeo Tarzán le clavó la puñalada en
el lugar equivocado y le afectó el sistema eléctrico con
lo cual la cabeza del “Hombre Mono” quedó aprisiona-
da entre la poderosa pata o mano derecha y el cuerpo
del animal y la lucha por liberarse era tremenda ya que
el cocodrilo era muy pesado. Cuando al fin pudo salir
del apuro los técnicos y asistentes gritaban y aplaudían
emocionados por la verosimilitud de la escena. El sim-
plemente les dijo: yo me estaba ahogando.
En esa época de mi vida yo guardaba en mi memoria
los relatos sobre las andanzas de mi padre y en una caja
fotos y dibujos de selvas y de montañas y me decía que
cuando fuera grande mi vida trascurriría entre selvas y
montañas.
Al primero que le oí hablar de Jirijirimo fue a Richard
Evans Schultes, famoso etnobotánico norteamericano
enamorado de nuestra selva. Estudiando el caucho y las
plantas alucinógenas en el Vaupés fue sorprendido por
unos militares que lo llevaron “preso” y lo presentaron a
su comandante, el capitán Gustavo Rojas Pinilla. El fu-
turo presidente-dictador de Colombia le dijo que lo ci-
taba para que jugaran ajedrez, juego que le encantaba.
JIRIJIRIMO,
“el paisaje más bello del mundo”
42 43
Ninguno de los indígenas y soldados sabía del juego
ciencia. Y así lo retuvo con todos los honores durante
unos días. “Y si lector dijerdes ser comento, como me
lo contaron te lo cuento”, escribo citando a don Juan de
Castellanos en su ELEGÍA DE VARONES ILUSTRES.
Schultes atravesó el túnel del Apaporis en Jirijirimo
en 1.941. Ese año nací yo. Tenía que ir como fuera. No fue
nada fácil conseguir datos. Al fin monté en el aeropuerto
de Villavicencio en un DC·3 . Éramos solo dos pasajeros,
Rodrigo Belalcázar Orbes y yo. El resto unos 20 enormes
bidones de gasolina que un policía subió al avión. Pre-
gunté para qué era la gasolina y me respondieron que
para unos vehículos y motocicletas que había en Pacoa,
un poblado selvático de unos 200 habitantes. Amo los
DC·3. Consumen toda la pista, se nota el esfuerzo que
hacen para despegar, gozan, se les nota la alegría de
volar. Los modernos jets son demasiado sofisticados,
no hacen ningún esfuerzo, cumplen con el cometido de
volar. Aterrizamos saltando en la pista-potrero de Pa-
coa. Los indígenas salieron a recibirnos. Pregunté por
las motocicletas y vehículos, se miraron y se sonrieron.
Ayudé a bajar los bidones de gasolina. Ser amable, no
cuesta nada.
Y nos metimos al Apaporis, río que marca límites en-
tre el Vaupés y el Amazonas. Nace en la entraña de Chi-
ribiquete formado por el Tunía y el Ajaju. Es un río “ne-
gro”, color debido a los ácidos húmico, fúlvico y tanino.
Los ríos negros nacen en la selva y son limpísimos. Los
que vienen de la Cordillera Oriental son de color barroso
debido a los sedimentos que arrastran y se denominan
ríos “blancos”. El estruendo que produce la catarata de
Jirijirimo se oía desde lejos y fui entrando en un estado
mezcla de excitación y de extraña alegría a medida que
llegábamos. En la vida lo que ha de llegar llega. Mi co-
razón palpitaba a velocidades que no me conocía y las
manos me temblaban.
¿Y cómo es él? Un kilómetro arriba una isla en for-
ma de corazón, ocupa la mitad del río. Este, que venía
relativamente tranquilo, se dobla un poco, coge fuerza
y velocidad y se va precipitando en pequeñas cascadas
entre las cuales crecen unas fibras vegetales verdes
y largas como cabellos de mujeres de fábulas fantas-
males. El agua parece deslizarse perezosa adhirién-
dose a los cabellos verdes , llamados por los botánicos
“podostemáceas”.
Después de este alarde fantástico de belleza el río se
precipita por una catarata de unos 50 metros en forma
de escalones y después de formar una endiablada poce-
ta en la base de la catarata el río se lanza por un cañón
de varios kilómetros de longitud y de escasos 50 metros
de anchura. Es el mismo río que arriba alcanza un kiló-
metro de anchura. Al final del cañón el río se amansa y
entra en el Túnel del Apaporis.
Varias veces he ido a Jirijirimo. Me han acompañado
John Bejarano, Juan José Saldarriaga y el médico Elio
Mendoza y fue bello ver cómo Gustavo, el cacique de los
kabiyaris y el Dr. Elio compartían sus saberes medicina-
les. Jirijirimo significa “la cama del güío”. Abundan en la
región y son inofensivos.
Los indígenas kabiyaris llegaron muchos años des-
pués y comenzaron a levantar su pueblo a orillas de
la catarata. Los convencí de que no lo hicieran porque
cuando llegaran los turistas estos se encargarían de de-
gradar el lugar. Me hicieron caso y se trasladaron unos
dos kilómetros más arriba.
Un caminito abierto en la selva de dos horas de du-
ración lleva a la salida del Túnel. En invierno he encon-
trado allí los hongos copa de diablo, para mí los más
hermosos de la selva. Las copitas suelen estar llenas de
agua. Me gusta recorrer solo el caminito por la noche,
sintiendo la vibración de la tierra y de la manigua. He
oído gruñidos cercanos de tigre. La selva tiene su propia
sinfonía. Al anochecer la algarabía de insectos y chicha-
rras a veces es ensordecedora. Poco a poco se va esta-
bleciendo el silencio y a media noche la selva entra en
callado y majestuoso éxtasis. A veces se oyen silbidos
lejanos, pasos en la penumbra, aleteos de pájaros, su-
surros misteriosos. La selva vibra y yo barrunto los lin-
deros del orgasmo cósmico, yo pequeño ser hundido en
la poderosa entraña de la Tierra y del cosmos. También
me gusta poner la carpa por la noche en un claro de la
selva y mirar cómo las estrellas siguen su camino. En
una noche así descubrí mi constelación la “Constelación
de la Fidelidad”.
Con los amigos nos acercamos al borde de la cata-
rata, atravesamos el río y la miramos del otro lado, nos
internamos en la selva y la contemplamos casi de frente.
Cuando el arco iris aparece majestuoso sobre el chorro
recuerdo la frase de Jack Kerouak: “¿Qué es el arco iris,
Señor? Un collar para los humildes” (Los vagabundos
del dharma).
El Túnel lo atravesamos remontándolo desde la sali-
da. Para todos este momento cumbre es “una experien-
cia religiosa”. El Apaporis que arriba del Raudal mide
un kilómetro de anchura reduce su tamaño a escasos 5
metros en el túnel y por tal estrechura debe dar paso a
su inmenso caudal. Los indígenas nos llevan con mucho
cuidado porque a pesar de que el agua se ve tranquila,
surgen a veces del fondo remolinos que de no ser es-
quivados, pueden ser fatales. La travesía del corto túnel
se constituye en lo que en el lenguaje de hoy llaman un
chorro de adrenalina.
Horas, sí, horas, he invertido sentado al borde de la
catarata mirando el río, mirando mi vida pasar en las
turbulentas aguas. Los ríos son para quererlos.
De unas fotos que me pidieron Jaqueline Kennedy
escogió una del Raudal de Jirijirimo para una editorial.
Ella lo catalogaba como el lugar más bello del mundo.
Contribuye a esta belleza, según ella, la ausencia de ho-
teles y de presencia estable del hombre “civilizado”. El
Raudal de Jirijirimo pertenece tanto al Vaupés como al
Amazonas.
YURUPARI.
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“Y yo que poseo los secretos del agua,
he desviada hacia ti en la primavera
un manantial arisco.
En algún lugar te espera.
¡Parte ya! Mi pequeño nómada.
Abandona los sesteaderos habituales.
Renuncia a tus parcelas, y así,
desnudo como todo lo que acaba de nacer,
conocerás algún día
los abrevaderos de las águilas”.
Cartas del camino. Andrés Hurtado García.
Vaupés es el departamento más rico en etnias indí-
genas y por lo mismo en saberes ancestrales. Por las
calles de Mitú se pasean tanto indígenas como antro-
pólogos colombianos y extranjeros. En una de mis tra-
vesías de selva partía yo de Mitú en compañía de Álvaro
Otálora. Un indígena que no nos conocía nos preguntó:
¿Ustedes quiénes son? Ustedes son antropólogos? Le
contestamos que no. Entonces el nativo nos dijo: ¡Ah!
Entonces ustedes son es nada.
Dos cosas nos parecieron graciosas: la fórmula gra-
matical, mezcla de plural y de singular y el hecho de que
no siendo antropólogos, no somos “es” nada.
Para llegar a Mitú y a Puerto Inírida desde el interior
del país la única vía es la aérea. Respecto a la puntua-
lidad de los vuelos los nativos dicen con humor que el
avión llega de un momento a otro, ni un minuto más ni
un minuto menos.
He peregrinado muchas veces al Vaupés a aprender
de la sabiduría de los payés indígenas, a gozar de los
paisajes de la manigua y a navegar el río que lleva el
mismo nombre del departamento y que va recogiendo
en su largo “caminar” los olores agrestes y los sonidos
misteriosos de la selva.
En esta tierra prodigiosa he gozado con las simpá-
ticas historias que cuentan los nativos. Un indígena se
presentó a las votaciones sin la cédula. Le dijeron que
tenía que traerla. El contestó: “ese se cayó al río.” Los
escrutadores le dijeron entonces que recordara el nú-
mero y recibieron esta respuesta: “ese también se cayó
al río”. El río Pacoa tiene un afluente que se llama Caño
Transistor, los indígenas dicen que el aparato cayó al
fondo del río y allí sigue todavía sonando.
YURUPARÍ,
mito fundacional de la selva
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Yuruparí es el mito más importante de la selva ama-
zónica americana y se relaciona con el Popol Vuh. El
mito es fundacional y tiene muchas variantes. Su origen
se ubica tanto en Brasil como en el Vaupés. Este podría
ser el resumen, que he tomado de datos de internet:
“Seucy comió la fruta prohibida ( ¿Eva?) del Pihcan y el
jugo, que es el semen del sol, la dejó encinta y nació
Yuruparí que significa “engendrado de fruta prohibida”.
El muchacho es elegido chamán y cacique de la tribu
y viene a cambiar las leyes matriarcales y caóticas por
las leyes del sol, que son patriarcales y ordenadas. El
mito de Yuruparí explica el origen del mundo, la ferti-
lidad, la resurrección, la lucha de poderes, la vengan-
za y el establecimiento de las normas. Según el mito la
tierra se pobló debido a la fecundación de las mujeres
que diez lunas después dieron a luz”. ( www.colparques.
net>yuru)
Remontamos el río Vaupés gracias a la colaboración
de Milcíades Borrero Waunana, que nos preparó el via-
je. Mis compañeros en esta ocasión son Oscar Gómez
y Federico Mendoza. No tenemos prisa. Los indígenas
de los poblados ribereños nos permiten dormir en sus
amplias malocas y nos narran las peripecias de sus ca-
cerías. Poco antes de llegar al Raudal de Yuruparí nos
detenemos a mano izquierda en Circasia. Los indígenas
nos reciben con amabilidad y nos muestran el dedo gor-
do del pie de un niño, guardado en un frasco con alcohol.
El niño se bañaba en el río y un pez caribe, que es una
piraña de mayor tamaño, le cercenó el dedo. Más tarde
otros indígenas pescaron en el mismo sitio el pez cari-
be autor del “dedicidio” y le sacaron del vientre el dedo
cercenado. Tiempo después volvimos a ver el frasco en
el hospital de Mitú.
Y llegamos al Raudal de Yuruparí, mágica cascada
nacida del mito y que interrumpe la navegación. Era ve-
rano y el espectáculo del agua escurriéndose perezosa
entre las largas cabelleras vegetales verdes de las plan-
tas llamadas “podostemáceas” parecía arrancado al
primer día del Génesis. Aquí los indígenas nos contaron
una variante del mito fundacional.
Un día el Sol tuvo amores con su hija en la profundi-
dad de la selva. Pero hubo un testigo, el insecto “ruega-
diós”, que luego se convirtió en hombre y con su flau-
ta comenzó a pregonar por la selva el incesto del astro
rey. Una vez al año se celebra la fiesta del Yuruparí que
recuerda este amor prohibido. Las mujeres no pueden
asistir, y si alguna lo hace una maldición recaerá sobre
ella.
Los blancos que han tenido la fortuna de estar pre-
sentes recuerdan, con la piel erizada, el
lúgubre sonido de la flauta, como si proviniera de un
tétrico más allá y resumiera todo el dolor irredento de la
selva. El mismo río Vaupés se unió a la tragedia del sol
y se quebró en un escalón de diez metros de altura que
lo corta en toda su anchura: es el raudal de Yuruparí o
del Diablo.
Después del Raudal de Jirijirimo este de Yuruparí o
del Diablo ocupa el segundo lugar en espectacularidad.
Nos bañábamos en unas pocetas de la orilla y mirába-
mos las garzas que pescan sobrevolando el río o posa-
das sobre las trenzas vegetales desafiando la corriente
en medio del raudal. ¿Serían las almas de los que se
trambucaron en el raudal?
En lugares de exaltación dionisíaca hundido en la
magia del paisaje vienen a mi mente los poemas de mis
poetas preferidos.
“Esas aves me inquietan, en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías,
evocan en mi espíritu la calma
la augusta calma de mejores días”.
(Cigúeñas blancas. Guillermo Valencia).
Al anochecer nos sentábamos al borde del raudal y
en un cielo escandalosamente despejado mirábamos
cómo las estrellas iban cayendo a perderse en las már-
genes boscosas del río y se reflejaban en la poceta que
se forma en la base del raudal. Tres días permanecimos
en el Raudal.
En otro de mis viajes con Daniel Delgado, Álvaro Tria-
na y Mauricio Soler hicimos una incursión de ocho días a
la selva en época de Navidad. Pasamos varias veces de-
bajo del árbol que cuando es joven no deja crecer matas,
ni arbustos ni arbolitos a su alrededor en un diámetro
de tres metros. Es uno de los tantos misterios de la sel-
va. Cuando el árbol ya es adulto “levanta la prohibición”.
Montamos la carpa en un claro de la selva y gozamos
de una noche arrullada con la sinfonía de insectos, de
sapos, de pájaros y de uno que otro animal de pelo. Era
noche de Navidad. En esa ocasión recibí mi bautismo de
la selva: una hormiga, la conga, o veinticuatro o tocan-
tera, o yanabe, o la hormiga bala, me picó en un dedo de
la mano. No describo el dolor y me remito a “lista Sch-
midt insectos” de internet. Justin Schmidt, un entomó-
logo estadounidense, elaboró la lista de las picaduras
más dolorosas de avispas, insectos y hormigas. La de la
conga, “monstruo” que mide de 0,7 a 1,2 pulgadas y que
es de color negro y rojizo, es la picadura más dolorosa,
30 veces más que la de una avispa, abeja o víbora. Así
describe Schmidt el dolor de la picadura de la hormiga
conga:”Un dolor puro, intenso y brillante. Como andar
sobre brasas incandescentes con clavos oxidados de
siete centímetros taladrando el tobillo”. Yo creo que mis
clavos debían medir por lo menos 10 centímetros. ¡Vaya
dolor! Debo decir, porque lo exige el guión, que llevo
más de 40 años sin conocer Navidades y Años Nuevos
en las ciudades. Siempre los he vivido, “lejos del munda-
nal rüido”, en selvas, montañas, desiertos.
Ya vueltos al río con mi dedo y mi dolor, gozamos un
día entero de baño en las pocetas. Y aguas arriba del
raudal bebíamos generosamente del agua de sus pe-
queños afluentes, agua buena para la sed y también para
el corazón. ¡Oh Vaupés, territorio de inmensas epifanías!
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“En el umbroso amanecer
voy hacia ti, MONTAÑA escogida,
desnudo como los hombres de la mar
y ligero como los hombres del desierto.
En tu cima sembraré uno de mis sueños
bajo los rayos de tu sol recién nacido
y tú me entregarás tu secreto:
Otra cumbre incitante en el horizonte”.
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García).
A mis cuatro años desde la finca paterna remonté el
río por la margen derecha buscando su nacimiento. Or-
ganicé una tragedia familiar. Los ríos nacen muy lejos,
allá arriba, cerca del cielo. A los siete años en compañía
de los scouts grandes del Colegio San José de los Her-
manos Maristas de Armenia donde yo estudiaba, subí al
Nevado del Ruiz, montaña que yo veía desde los cafeta-
les de la finca y que me encantaba. Yo quería conocer
la nieve. Organicé una tremenda pataleta infantil para
que accedieran a llevarme. Era muy peligroso, decían
las personas mayores, esto no es para niños.
En la cumbre, a 5.200 metros, todos se quejaban de
terribles dolores de cabeza mientras yo corría feliz por
la inmensa planicie blanca. Así fue mi primer ascenso a
una alta cumbre y sería el inicio de mis largos amores
con esta montaña a cuya cima he subido 36 veces; en una
de ellas ocurrió la tragedia: con la pierna derecha partida
en dos partes y con herida abierta por haberse salido de
su sitio la tibia y el peroné estuve tres días esperando el
rescate en la parte alta del glaciar sur del nevado.
Uno de los más vívidos e imborrables recuerdos de
mi infancia se lo debo a mi padre cuando me llevó a
conocer los bosques de palma de cera en el Valle de
Cocora en Salento y en Toche, en el filo de la Cordillera
Central. Se trata, sin ninguna duda, de los bosques más
bellos de la geografía del planeta.
En la década de los sesenta recorrí y subí como un
poseído todos los rincones y montañas que se converti-
rían en 1.974 en el Parque Nacional de los Nevados gra-
cias a las gestiones llevadas a cabo desde Manizales por
Ernesto Gutiérrez Arango y un grupo de manizaleños
del que yo, quindiano, formaba parte. Esos picos son:
Tolima, Paramillo, Quindío, Santa Isabel, Cisne, Olleta y
Ruiz. Todos me recibieron con cariño.
SIERRA NEVADA DEL COCUY,
arañazos al cielo
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También en la década de los sesenta visité por prime-
ra vez la Sierra Nevada del Cocuy en compañía de Diego
Mesa, y fue el inicio de muchos viajes a estas montañas.
En ese tiempo un manto blanco de impoluta blancura
cubría todo el macizo. En los valles los frailejones se
vestían de escarcha y las lagunas estaban cubiertas por
capas de hielo. Ascendimos al Ritacuba Banco (5.330 m)
y al Ritacuba Negro (5.290 m) por sus vertientes occi-
dentales. Desde sus cimas, cuyas paredes orientales
son impresionantes verticalidades escaladas después
por andinistas colombianos, el panorama se extiende
por el norte de Boyacá, por el interior de la Sierra y por
sus lagunas. Con los años vendría el calentamiento glo-
bal que despojaría nuestros nevados de su glacial blan-
cura. La erupción del Nevado del Ruiz en noviembre de
1.985 fue especialmente perjudicial para la Sierra Ne-
vada del Cocuy. Los vientos reinantes llevaron al maci-
zo las partículas que vomitó el volcán y al caer sobre la
nieve obraron como irrradiadores de calor y precipitaron
el derretimiento de la nieve de la superficie y del hie-
lo profundo. Volví por esos días al Cocuy y presencié el
triste fenómeno.
Con todo, La Sierra sigue siendo un reclamo supre-
mo de la belleza de nuestras montañas. El deshielo ha
desnudado rocas de atormentadas formas que hacen
fantásticos contrastes entre los colores ocres y el blanco
que persiste en las cimas de las montañas y en algunos
neveros y glaciares.
Yo he definido la Sierra como dos hileras de cum-
bres paralelas, de 30 kilómetros de longitud y 25 picos
de 5.000 metros de altura, orientadas de sur a norte y
separadas por valles en cuyo fondo duermen su sueño
decenas de lagunas que reflejan en las azules aguas los
picos circundantes. En total existen en la Sierra unas 150
lagunas. En los glaciares, en el páramo y en los bosques
de cordillera que arropan la Sierra especialmente por
el costado oriental nacen 80 ríos y quebradas que van a
desembocar unos a la cuenca del Magdalena y otros al
lejanísimo Orinoco.
Con los Guías del Proyecto Ecológico del Colegio
Champagnat de Bogotá donde trabajo, he recorrido en
varias ocasiones la Sierra, unas veces de sur a norte y
otras en sentido inverso, subiendo además algunos de
sus picos. Esta Sierra ha sido terreno favorito de aven-
turas de los escaladores colombianos. Nuestro último
recorrido fue en el año 2.012. Remontamos despacio el
Valle del río Cardenillo, pasamos el Boquerón del mis-
mo nombre y descendimos a la Laguna de los Verdes en
cuya margen montamos la carpa. Entre nosotros no es
la altura sobre el nivel del mar la que impone el silen-
cio, es la majestad del paisaje y el consejo de Teilhard
de Chardin: ”Dejadme sentir la inmensa música de las
cosas”. Marchamos en silencio y así comulgamos con la
armonía del cosmos. Sí, la Tierra vibra, habla al corazón.
Subimos y rebasamos el Paso de los Frailes que nos
introduce ya entre las dos hileras de cumbres. Bordea-
mos la Laguna de la Isla, recostada al Boquerón de la
Sierra. Allí se abre el panorama de las paredes verti-
cales de los picos Ritacubas, Norte, Negro y Blanco,
cumbres cimeras del macizo. Bajamos a la Laguna del
Avellanal y seguimos a Cueva Larga, donde armamos
campamento. La siguiente etapa nos llevó al Valle de los
Cojines, el más bello de Colombia por el que discurre
el río Ratoncito que por un boquete se lanza hacia los
Llanos Orientales formando una cascada de más de 100
metros. Saltamos con cuidado sobre los cojines, rose-
tones formados por un tapiz vegetal verde y resistente,
que tapizan todo el valle.
“Bienaventuradas mis narices que respiran de nuevo
la libertad de las montañas” nos dijimos con el profe-
ta de Zarathustra. El morral era pesado, pero parecía-
mos flotar. El silencio era roto por los trinos solitarios
de algunas mirlas de páramo. Caminar por este Valle
es como acercarse a la entrada del Paraíso. Fuimos a
dormir al lado de la Laguna del Rincón. Al amanecer
una nube de rara belleza coronaba la cima del Ritacuba
Blanco.
Subimos al Paso del Castillo. Bajamos al valle de la
Laguna del Pañuelo. Pasamos al río Mortiño en cuya
orilla montamos campamento. Por un valle en el que
se alinean lagunillas de color anaranjado llegamos a la
Laguna de la Plaza, la más bella entre todas las bellas
del Macizo. Allí montamos la carpa.
En una ocasión encontré entre las rocas un excre-
mento sólido. Sabiendo de su importancia lo llevé al
“Mono” Jorge Hernández, el científico más grande del
neotrópico. Nunca había visto yo a un ser humano tan
feliz con un excremento en las manos. Era de un puma,
felino que se encuentra en la cumbre de la cadena tró-
fica de los animales de la Sierra. Gracias al excremento
pudo el científico saber qué especies de animales habi-
tan la Sierra.
La Laguna de la Plaza y su entorno resumen toda la
belleza de las montañas del planeta: la laguna de impe-
cable color azul, los frailejones y senecios de las orillas,
los picos coronados de nieve que la flanquean por el
occidente: Pan de Azúcar, Diamante, Toti, Portales, Cón-
cavo, Concavito, las paredes de absoluta verticalidad, las
rocas escalonadas que defienden el lado oriental de la
laguna, la cascada por la que desagua hacia los Llanos
Orientales y la visión de El Castillo, pico ubicado al norte
y que parece haber sido modelado con primor por la
mano de un dios. El paisaje de la laguna con el reflejo de
los picos es inolvidable. Bella de día y bella de noche,
así es, porque en la oscuridad y al amanecer la laguna
despliega también la magia suprema de su belleza. Cal-
mado el viento las estrellas bajan a bañarse sin pudor
en las aguas tranquilas. Rendimos pleitesía al astro rey
levantándonos antes del amanecer; enfundados en las
chaquetas para soportar el frío paramuno esperamos
que el sol que viene rodando desde los dominios de Pa-
dre Orinoco conectando los circuitos de la vida en los
Llanos Orientales, llegue a las montañas. Los primeros
rayos son tímidos y rosados, comienzan luego a subir
de tonalidad y se van levantando hasta que se estrellan
contra las montañas e incendian de rojo encarnado las
paredes orientales de los picos. Así permanecen un
rato y luego se van convirtiendo en paletadas naranjas
y amarillas que paulatinamente se van desvaneciendo
para dejar a las rocas en su coloración original. En ins-
tantes así, absorto ante la majestuosa y arrebatadora
epifanía del Padre Sol, alcanzo los umbrales del orgas-
mo cósmico. Entonces dirijo a Dios mi oración:
“Concede oh Dios a mis sueños, la realidad de la vida
y a mi vida la belleza de los sueños”.
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García).
La siguiente etapa nos llevó al cercano Patio de Bo-
las, donde acampamos para gozar de nuevo del espec-
táculo de la inmensa pared roja del Pan de Azúcar. Entre
frailejones, lagunitas y rincones sembrados de cojines,
llegamos al Calichal. Nuevo campamento. No teníamos
prisa. Superamos el esforzado ascenso del Paso de Cu-
sirí recordando de nuevo al profeta nietscheano:
“Endurecerse es bueno. Este endurecimiento es
bueno para los que escalan montañas”.
(Así hablaba Zaratustra).
Salimos del interior de la Sierra. Bajamos el lla-
mado Valle de Lagunillas; son cuatro y están escalo-
nadas en el valle que desciende en suave pendiente:
La Parada, La Atravesada, La Cuadrada y la Pintada.
Nos despedimos de la Sierra alojados en casa de nues-
tros amigos Miguel Herrera y su esposa Ana Mercedes
Correa. Llegamos al Cocuy que alguna vez ganó el pre-
mio como el pueblo más bello de Boyacá. La Sierra Ne-
vada del Cocuy es Parque Nacional Natural.
En la misma Cordillera Oriental mis pasos se han di-
rigido varias veces al Páramo de Santurbán. El abogado
montañista Jorge William Sánchez me encariñó con esta
mágica montaña, por cuya defensa los santandereanos
han adelantado valientes campañas. Santurbán posee
algunas de las más bellas lagunas de Colombia.
Hoy, lo sé, la montaña es mi forma de mirar la vida
y en ella, como dijo Saint-Exupéry: “Saboreo ese cli-
ma de alta Montaña donde me parece que soy feliz “.
(UN SENTIDO DE LA VIDA).
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“Bajo soles calcinantes he alcanzado los oasis.
Allí, árbol viejo que se desprende de viejas cortezas,
he sufrido dolorosas purificaciones.
Los nuevos amaneceres me han visto partir,
aligerado de peso, menos viajero, más nómada”.
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García).
Los desiertos tienen mala fama entre los ecologistas,
con toda razón. Aunque el profeta se refería al mundo
moral, su maldición se cumple hoy sobre las colonias de
los hombres. Así dijo:
“El desierto está creciendo, desgraciado aquel que
alberga un desierto”.
(Así hablaba Zarathustra. Federico Nietzsche).
Cada año por causa de la deforestación, de malas
prácticas agrícolas y ganaderas, de la minería irres-
ponsable y de múltiples factores antrópicos millones de
hectáreas de tierras del planeta ingresan a la categoría
de desierto; el agua escasea, la población aumenta y los
recursos disminuyen. Muy pronto la Tierra no podrá ali-
mentar a sus pobladores. ¿Hambrunas, pestes, nuevas
pandemias, guerras? ¿Qué nos depara el futuro? Triste
realidad.
Sin embargo… amo los desiertos porque:
“En el desierto valgo lo que valen mis divinidades”.
(Antoine de Saint-Exupéry)
Las arenas ardientes, las cambiantes dunas, la so-
ledad, los silencios que gritan al alma, el mundo de los
nómadas, los espejismos, el anhelado pozo,
“El desierto es maravilloso porque oculta un pozo en
cualquier parte”. (Antoine de Saint-Exupéry).
Entonces el desierto se convierte en un ecosistema
espiritual donde el hombre se interroga, donde inicia el
diálogo de las ausencias, inmerso en un mundo de so-
licitaciones materiales se pregunta por el infinito, au-
sente de sí mismo se enfrenta a su yo interior, lejano al
mundo de los hombres se acerca a ellos.
LA ALTA GUAJIRA,
esplendor de las arenas
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El único desierto que posee Colombia es la Guajira y
atrae como el imán al hierro, como el helado y el juguete
al niño.
En 1.499 Américo Vespucio, Juan de la Cosa y Alonso
de Ojeda se acercaron a Bahía Honda y allí Ojeda fun-
dó en 1.502 el primer asentamiento en tierra americana
y se llamó Santa Cruz, de efímera existencia. Poblada
por una etnia matriarcal, enigmática y rica en tradicio-
nes, los wayús, la Guajira posee escenarios naturales
de inmensa hermosura. Quiero detenerme en algunos
de ellos: El Santuario de Flora y Fauna los Flamencos,
Jepira, Bahía Hondita, las dunas de Taroa, la Laguna de
los Patos, el Parque Nacional de la Macuira y Puerto
López.
Más allá del bullicio del poblado del Cabo de la Vela
se encuentra el Cabo geográfico al que van las almas
de los wayús a la espera de la exhumación de los res-
tos mortales. Su nombre es Jepira. Es un lugar sagra-
do. Siempre hago el recorrido con mis amigos desde el
Cabo hasta el Pilón de Azúcar. No lo hacen los ruidosos
turistas. En tres horas, sin prisa bordeamos el mar y nos
extasiamos contemplando las olas que forman filigra-
nas y suben a morir entre las rocas de las recoletas ca-
las. Es como un recorrido de peregrinos.
Montados en las coloridas canoas que siempre llevan
nombres sugestivos de paisajes y de mujeres amadas,
nos adentramos en busca de los flamencos en el San-
tuario y les seguimos sus desplazamientos por las cié-
nagas y bahías de la Alta Guajira. Como Jesús, el divino
Maestro, caminan un trecho sobre el agua para tomar
vuelo. Ya en el aire alargan sus aerodinámicos cuerpos
y quiero creer que son las almas de los wayús sobrevo-
lando su territorio.
Honda y Hondita son dos bahías hermanas que se
encuentran cerca del punto más septentrional geográ-
fico del mapa de Sur América: Punta Gallinas y su faro.
Bordeando las bahías crecen hileras de mangles en los
que he presenciado la alegre algarabía de pájaros en
época de anidación. Se juntan centenares de aves nati-
vas y migratorias y el verde de los mangles se tiñe con
colores chillones de plumajes rojos, blancos, y negros.
Bajo la gravedad de todas las bellezas y de mis anda-
res (me gusta esta palabra) por toda la geografía de Co-
lombia, declaro que Bahía Hondita es el más bello pai-
saje marino del país. Sé que aventurarme a describirlo
es un despropósito pero debo intentarlo. La bahía es un
rectángulo abierto por uno de sus lados menores, im-
polutas arenas color naranja cierran los otros tres. Una
línea de manglares se adentra en las azules y tranqui-
las aguas; una barca varada en la arena, como alma en
pena esperando otra oportunidad, añade una pincelada
de rojo color.
Las veces que he visitado la Alta Guajira sentado en
un barranco he invertido horas de mi vida, que siempre
han sido pocas, contemplando la bahía, “embobado” (no
encuentro otra palabra). Esta contemplación le ha hecho
bien a mi alma y también a mi cuerpo.
En mi primer viaje, en compañía de Andrés Morales
y Francisco Huérfano, nos llevaron a La Laguna de los
Patos. Cerca del mar y rodeada de arenas una pequeña
laguna rebosaba vida. Nunca imaginé que en medio del
desierto pudieran vivir boas de gran tamaño. Una fuerte
arremetida de las olas destruyó la laguna y ahora se ha
formado otra enorme, bellísima, en medio de inmensas
dunas de arena fina.
La máxima extensión de arenales se encuentra en
las Dunas de Taroa. Son varios kilómetros de arenas fi-
nas y amarillas que el viento, siempre presente en la
Guajira, moldea a su antojo. Se encuentran paralelas al
mar y recorrerlas es imperativo de la belleza. Se logran
memorables fotografías que contrastan las arenas ama-
rillas con las olas de un mar infinitamente azul, el mar
de los descubridores. Yo las recorro en toda su longi-
tud hasta llegar a una preciosa lagunita que hay en el
extremo.
En el confín norte de la Guajira se encuentra el Par-
que Nacional de la Macuira. Se trata de un milagro de
la naturaleza, único en el mundo. En medio de las ari-
deces del desierto se levanta una serranía coronada por
bosques de niebla cuyos árboles toman el agua de la
humedad del aire. En la Macuira nunca llueve. La pre-
sencia de muchas especies epífitas habla de la buena
salud del bosque. Tan increíble como la existencia de un
bosque de niebla en el desierto es su riqueza en fauna:
17 especies endémicas de aves, 20 de mamíferos y 15 de
serpientes. Entre los mamíferos se encuentran tigrillos,
venados y micos. Cuenta la leyenda que los tres hijos
del cacique de la Sierra Nevada de Santa Marta huyeron
contra el parecer de su padre y se convirtieron en los
tres picos cimeros de La Macuira. El más alto se llama
Palúa y alcanza los 865 metros sobre el nivel del mar.
Sus hermanos menores son Huaresch y Jiborne.
Haciendo contraste con el verde profundo del bosque
que la rodea en el corazón de la montaña se encuentra
una duna amarilla llamada Arewaru. Entrar a caminarla
es una tentación irresistible. Recorriendo los pliegues
de la Macuira con John Bejarano, Diego Castro y Yovany
Castro nos hemos encontrado el milagro de varias po-
cetas profundas de aguas frescas y limpias formadas
con el agua que los árboles toman directamente de las
nubes.
Mis viajes a la Guajira terminan siempre en Puerto
López. Este poblado abandonado representa para mí la
belleza de la desolación. Las pocas casas que quedan,
semidestruidas, en cuyos interiores crecen los cactus y
por cuyas paredes se persiguen las lagartijas, parecen
arrancadas de un cuento de Rulfo. El viento sopla incle-
mente y arrastra matojos de yerbas secas. La fragata
Almirante Padilla destruyó el pueblo cuando era hervi-
dero del contrabando. Un pegajoso vallenato de Rafael
Escalona titulado Tite Socarrás, recuerda la historia:
“Allá en la Guajira arriba
donde nace el contrabando
el Almirante Padilla barrió a Puerto López
y lo dejó arruinado.
Pobre Tite, pobre Tite,
pobre Tite Socarrás.
Ahora se encuentra muy triste,
lo ha perdido todo por contrabandear.
Los wayús, dueños del desierto, se reparten entre
Colombia y Venezuela, para ellos no hay fronteras. Sus
costumbres y tradiciones son admirables. Como en los
pueblos épicos de la antigua Grecia, los ancianos os-
tentan gran influencia y autoridad; son los palabreros,
cuya sabiduría ilumina la vida de la comunidad y dirime
las diferencias. Recorriendo los caminos de la Guajira
se ven los niños montados en los pacientes burros que
van a los pozos en busca del escaso líquido. En algunas
rancherías los wayús han construido jagüeyes a los que
acuden también los rebaños de cabras y los pájaros del
contorno. Estos reservorios de agua constituyen un te-
soro para la ranchería. Allí es posible ver en los dividivis
al pájaro emblemático del desierto, el vistoso cardenal
rojo.
Allá en la Guajira, arriba, se encuentra un desierto,
uno de los lugares más inspiradores de Colombia,
reino del viento, de la soledad y del silencio.
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“De niño, –te lo confié alguna vez–
vigilaba la alta noche contando las estrellas
y esperando que la mía cumpliera su camino.
Hoy, tras muchos años de alegrías y fracasos,
luchas y conquistas,
FIDELIDADES y miserias,
sigo contando las estrellas,
con los dedos, no con calculadora”.
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García.)
Guainía, “salvaje territorio” que ofrece a los colom-
bianos la posibilidad de reconciliación con la vida en la
más pura de sus manifestaciones: el agua.
Antes de seguir debo confesar que me acojo a la de-
finición de los indios de las praderas del Oeste: ”Salvaje
es lo más parecido a libre”. Guainía en lengua yurí signi-
fica “territorio de muchas aguas”. Su río medular, el Iní-
rida, recorre el departamento prodigando vitalidad a la
selva, a las comunidades indígenas y a Inírida, la capital.
Invito a los colombianos a peregrinar al Guainía a
presentar cósmicas excusas a “sus muchas aguas” por
haber convertido a los ríos que atraviesan nuestras ciu-
dades en vertederos de basuras e inmundicias.
¿Qué me ha llevado y qué me atrae todos los años en
el Guainía? El río Inírida y sus raudales, los Cerros de
Mavecuri, Caño Mina y La Estrella Fluvial del Sur.
Yo exploré largamente Caño Cristales en la década de
los 70, abrí la mayoría de sus caminos, lo di a conocer
a Colombia y al mundo y lo colmé de calificativos que
por doquiera repiten las publicaciones: el río más bello
del mundo, el río de los cinco colores, el río donde se
derritió el arco iris, el río que escapó del paraíso cuando
ocurrió aquello. Muchos fueron mis compañeros en es-
tos recorridos de reconocimiento. La médica Alejandra
Murcia, Álvaro Gaviria, Carlos Andrés Torres y Jorge To-
rres fueron algunos. No obstante el río más completo de
Colombia es el Inírida. Remontándolo, a tres horas de la
capital comienzan a verse las siluetas de tres podero-
sos cerros. El corazón late con fuerza. El espectáculo no
es para cardíacos. Son los Cerros de Mavecuri. En uno
de ellos está encerrada una princesa indígena que llora
una pena de amor y en noches de luna se la escucha
gemir. Se llaman: El Mono, el Pajarito y Mavecuri y su
estampa domina la planicie infinita de la selva. ¡Cuántas
GUAINÍA,
territorio de muchas aguas
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veces levanté mi carpa nómada en la cima plana del ce-
rro Mavecuri, el más bajo de los tres; por la noche su-
bían hasta mí los ruidos de la selva circundante, entre
los que no faltaban los gruñidos de algún felino! ¡Cuán-
tas veces acostado sobre la roca al lado de mi carpa me
extasié mirando viajar sobre mí el domo celeste cuaja-
do de luceros y cuántas veces vi rodar estrellas fugaces
que me dieron tiempo para pedir deseos! El Mono y el
Pajarito están de un lado del río y al frente Mavecuri. El
espectáculo de los tres gigantes y del río que los separa
y a la vez los une es uno de los más impresionantes de
la oro-geografía colombiana. Cuando llueve el agua for-
ma sobre el negro granito hilos de plata brillantes que
tapizan las rocas de arriba abajo. Una foto así que tomé
en el cerro Pajarito fue la escogida, ampliada hasta el
tamaño de una pared, por la Biblioteca Nacional de Chi-
na, en Pekín, para la presentación de mi libro Colombia
Secreta.
Dos poblados indígenas flanquean los Cerros: El Re-
manso y El Venado. Los indígenas nos acompañan a co-
nocer la Flor del Inírida. Extraña y bella, crece por can-
tidades detrás de uno de los Cerros formando un jardín
roji-blanco.
Más arriba de los Cerros comienzan los míticos rau-
dales del Inírida, que en su orden son : Samuro, Kualet,
Payara, Morroco, Danta, Guacamaya y Raudal Alto del
Inírida. En todos ellos el agua se encabrita y forma vio-
lentos remolinos tan peligrosos como hermosos. Al lle-
gar a ellos saltamos a tierra y arrastramos las embar-
caciones, unas veces por el agua en las orillas y otras
sacándolas y empujándolas por las rocas. En todos los
raudales se hacen fotos memorables. Raudal Alto del
Inírida es un tremendo cañón de un kilómetro de lon-
gitud y salvaje belleza por el cual el río se precipita en
una infernal barahúnda de chorros y remolinos. Antes
de llegar a este raudal nos desviamos del Inírida a mano
izquierda subiendo y penetramos en las aguas tranqui-
las de Caño Mina. Son aguas negras y brillantes. Así lle-
gamos a una enorme piscina de aguas rojo-anaranjadas
en cuyas orillas montamos la carpa.
Hemos llegado al paraíso del Guainía. Pedimos per-
miso a los dioses de la manigua para permanecer tres
días, respetuosos, en sus dominios. Por un caminito de
selva llegamos al Raudal de Caño Mina, una cascada de
15 metros que es la foto de portada de mi libro Colombia
Secreta. Carlos Andrés Torres es el compañero que abre
las manos frente a la cascada. Allí hemos sido, afortuna-
dos mortales, testigos de un prodigio de la naturaleza: el
arco iris se forma completo a un lado de la cascada y va
descendiendo despacio hasta desaparecer en las aguas
del caño. Este debería ser uno de los paisajes que los
buscadores de los espectáculos únicos y supremos debe-
rían contemplar antes de morir. Se presta, además, para
hacer las fotos más curiosas “colocando” el arco iris al
gusto del fotógrafo. Un día apareció por allí un indígena
con taparrabo y traía en la mano una copita con una sus-
tancia oscura. Era curare. Quisimos conseguirlo al estilo
de nosotros “los civilizados” que todo pretendemos com-
prarlo con dinero. Se negó y dijo: “No, peligro, mata.”
En verano el cielo deslumbra con las nubes más be-
llas que yo haya visto en los ríos de Colombia. No sé qué
tienen, no sabría explicar su diferencia con “otras”. El
hecho es que asombran por sus geometrías y contor-
nos. En la misma época, que ocurre en los meses de
diciembre y enero, al bajar las aguas el río desnuda las
piedras redondeadas de las orillas. Todo en el río Inírida
es un encanto para los ojos y para el espíritu.
Una de las mayores concentraciones de agua dulce
en tierra firme en el mundo por la conjunción de varios
ríos se presenta precisamente en este “territorio de mu-
chas aguas”. Aguas abajo de la capital del Guainía el Iní-
rida se une al Guaviare. Hay una lucha de colores entre
los dos: el Guaviare arrastra aguas lechosas, las llama-
das blancas y nuestro Inírida, aguas negras, se juntan
y durante un trecho se nota la diferencia de colores. Al
final se sobrepone el color lechoso porque el Guaviare
es más caudaloso. Así avanzan los dos ríos unidos, en
sentido occidente oriente y llegan a chocarse de frente
contra territorio venezolano. Allí se encuentra la pobla-
ción de San Fernando de Atabapo. Del sur avanza el río
Atabapo que aporta el caudal de sus aguas negras bri-
llantes, bellísimas. De nuevo se asiste a la lucha por la
supervivencia de los colores de los ríos y se sobrepone
el Guaviare. Ya tenemos tres ríos. El Guaviare engrosado
por el Inírida y el Atabapo tuerce hacia la izquierda y se
enrumba hacia el norte y a dos kilómetros de distancia
rinde su caudal al poderoso Orinoco que entra por la de-
recha en sentido oriente occidente y se desprende de
la Serranía de Parima, en la entraña de Venezuela. El
conjunto forma una cruz levemente distorsionada, visi-
ble desde el aire y que recibe el nombre de Estrella Flu-
vial del Sur. Me dijo una vez “Juanchuzo”, un personaje
entrañable de la capital del Guainía: ”Aquí hay agua para
repartir a todo el planeta”.
¡Que la vida me permita navegar muchas veces más
este Inírida portentoso! En mis oídos retumban las pa-
labras de Vasudeva, el barquero: “Ama este río. Quédate
con Él. Aprende de el”. (SIDDHARA.Hermann Hesse).
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“Por mí puedes llamar amigo al viento.
Por mí las estrellas te tutean
y el sol conoce la inquietud cuando te espera.
Yo enseñé a las águilas a mirarte con cariño;
mañana ellas mismas
te iniciarán en los misterios del vuelo.
Dime ahora, compañero, ¿cuándo aprenderás
de la pequeña flor de los caminos
la gigante lección de las fidelidades?”
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García).
Casanare huele a vientos, a soles indómitos, a po-
tros salvajes, a gruñidos de tigre en la mata-e-monte,
a llaneros cabalgando por las llanuras cual “centauros
indomables”, a cantos de alcaravanes, a melodías de ar-
pas, a libertad.
“Para todas las cosas existe siempre una primera vez”.
No sé por qué se grabó profundamente en mi alma
esta frase que oí a los siete años en una película de Tar-
zán, el héroe de mi niñez. Tarde en mi vida, pero las co-
sas que han de llegar llegan, conocí el Llano y a él des-
cendí y fue la primera de muchas veces. Nací como la
mayoría de los colombianos en la entraña de los Andes
donde nuestros horizontes se “estrellan” contra una ba-
rrera, bella y dichosa barrera, las montañas. En los An-
des nacimos, allí vivimos y quizás allí moriremos. Pero
hay otras realidades, maravillosas también, ilímites,
donde la tierra se derrite en los espejismos del horizon-
te y el alma embebida en la magia del paisaje se entrega
a atávicos recuerdos de algún edén perdido y hacia el
cual ilusionadamente caminamos.
En mis viajes a Casanare siempre me detengo en
Pore, ciudad que por un día fue capital de la Nueva Gra-
nada y visito reverente los muros que quedan de las cár-
celes en las que los españoleas encerraban a los gra-
nadinos. Bolívar venía desde los Llanos de Venezuela
vadeando ríos peligrosos. Santander le entregó un gru-
po de llaneros que había reclutado en Arauca y Casa-
nare, hombres valientes que semidesnudos volaban por
las llanuras detrás de potros y mautes salvajes. Ellos no
sabían de los rigores del páramo y así escasos de ropa
remontaron Pisba y cayeron al pueblo de Socha Viejo en
Boyacá donde los habitantes les dieron ropas, medicinas
y provisiones. En la batalla del Pantano de Vargas los
HATO LA AURORA,
paraíso de la fauna
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realistas quedaron admirados del valor de las mujeres
granadinas. No, eran llaneros para los cuales no alcan-
zaron las vestimentas de varones. “El 4 de julio de 1.819
los hombres y mujeres de Socha se desvistieron en la
casa de Dios para vestir a la patria recién parida” reza la
placa en la iglesia del pueblo. En el Museo de los Andes
que Antonio María Benítez ha fundado en Socha Viejo se
muestran los instrumentos con los que los españoles
torturaban a los granadinos.
En mi segunda travesía del Páramo de Pisba llegué a
Socha en plena contienda electoral para la alcaldía. Me
acompañaban Yovany Castro y Wilfredo Garzón.
Una candidata había escogido como lema de campa-
ña este curioso reclamo:”Socha para todos”.
En la presentación de uno de mis libros se me ocu-
rrió decir esta frase: “En la vida solo hay dos momentos,
nacer, morir y en el medio agradecer.” Enorme gratitud,
deben Casanare y Colombia a dos personajes, casana-
reño uno, Armando Barragán y payanés el otro, Jorge
Londoño.
Armando Barragán y su esposa Ligia crearon un
hato a orillas del Ariporo y lo bautizaron como Hato La
Aurora. En 16.000 hectáreas el Hato alberga la mayor
cantidad de animales silvestres de Colombia; totalmente
libres los animales viven en los bosques y sabanas del
hato y se mezclan con el ganado. Este es el inapreciable
regalo que Armando Barragán y su familia hacen a la
biodiversidad de Colombia y del mundo.
En este apacible rincón de los Llanos de Casanare
los animales se atraviesan en los caminos. Los chigüi-
ros abundan en los esteros, los venados miran desde los
matorrales y las babillas se calientan al sol.
Pertenecientes a la misma saga y enamorados de la
inmensidad, de la soledad y del viento, el argentino José
Hernández y el colombiano Nelson Barragán, hijo de Ar-
mando, han cantado a la tierra que coquetea con el ho-
rizonte y con los espejismos de la lejanía. El primero le
cantó a la pampa tendida bajo las constelaciones del sur
y el segundo a los Llanos dormidos bajo las estrellas del
trópico. El argentino en “Martín Fierro” y el colombiano
en “Mi llano en cuadros y canciones”.
Así comienza el llanero Barragán:
“Voy a empezar a cantar
con sentimiento y coraje
para retratar al Llano
y a sus distintos lugares
y para arrancar del pecho
las penas y los pesares”.
Y así comienza el austral Hernández:
“Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que al hombre que lo desvela
una pena extraordinaria
como el ave solitaria
con el cantar se consuela”.
Al llegar al Hato, Nelson, sus hermanos, los vaque-
ros y los empleados reciben a los visitantes como si fue-
ran viejos amigos que vuelven a encontrarse. El hotel se
llama Juan Solito y tiene las comodidades necesarias y
confortables y servicio de luz eléctrica. El Hato ofrece
ocho motivos cuyo conjunto no se encuentra reunido en
ningún lugar similar de Colombia: paz, amabilidad en el
servicio, posibilidad de aventura, indefinible belleza del
paisaje, fauna, flora representada en bosques y matas
de monte y espectáculo de la cultura llanera tradicio-
nal. Un motivo más, no menos importante: la comida es
abundante y deliciosa.
En verano el día comienza con sinfonía de pájaros y
amanecer esplendoroso y termina con atardeceres aho-
gados en paletadas de todos los colores. Los visitantes
se desplazan en camperos por las sabanas y se detienen
para admirar, fotografiar y acercarse a los animales. He
aquí el tesoro del Hato: miles de chigüiros, centenares
de venados, babillas y caimanes; zorros, tortugas, puer-
cos salvajes, zarigüeyas, tigrillos, armadillos, yaguarun-
dis, osos hormigueros, iguanas, matos, osos mieleros,
picures,
potros salvajes…Cuando yo conocí el Hato en 1.977 no
había tigres; en Colombia a los jaguares les decimos ti-
gres o tigres mariposos por su piel moteada. Ahora se
mueven por el hato 40 jaguares y otro tanto número de
pumas. Estos grandes felinos son de hábitos nocturnos.
Otro tesoro de La Aurora son las boas acuáticas llama-
das anacondas. Alcanzan los 8 metros, son inofensivas
y verlas e incluso tocarlas es una experiencia inolvi-
dable. Se diría que el Creador destinó a La Aurora su
“cargamento” de aves. Hay 350 especies, varias endé-
micas, que van desde los diminutos colibríes hasta los
enormes garzones que sobrepasan un metro de altura,
pasando por toda clase de rapaces. Cadenas famosas
de televisión visitan frecuentemente el Hato para hacer
filmaciones de naturaleza. En campero, a caballo o a pie
se puede gozar de los paisajes de las sabanas. Me gusta
caminar solo sintiendo el viento en la cara y mirando los
pájaros y las florecitas del campo. El Hato La Aurora es
el paraíso preferido de los fotógrafos en Colombia. Con
mi hermana Gladys y con el guía de naturaleza Diego
Castro hemos vivido unas Navidades memorables en el
Hato La Aurora.
Por las noches Nelson y sus hermanos encienden la
fiesta llanera. Julio recita poemas del Llano: los amores
y desdenes de las bellas muchachas, los espantos de
la sabana, los encuentros con el tigre en las matas de
monte. Jorge, el experto en jaguares, ilustra a los visi-
tantes sobre “sus hijos”, a todos les tiene nombre, los
distingue por sus pintas y parentescos. Nelson es pintor,
poeta, compositor y cantante. Arpa en mano canta al lla-
no, a sus paisajes, a las muchachas bonitas, al alcara-
ván eterno compañero del vaquero en sus correrías por
las sabanas, al cielo estrellado, a la inmensidad…
Un día, para mí siempre inolvidable, Ovidio, otro hijo
de Armando, nos invita a presenciar el trabajo de cam-
po: marcaje de potros salvajes y de reses. Muy temprano
madrugan el caporal y los vaqueros a los rincones le-
janos del fundo a reunir las vacadas y los hatos de po-
tros cerreros. El momento cumbre de mi visita al Hato
(no debería confesarlo, quizás no me hago entender)
ocurre cuando van llegando los vaqueros conduciendo
la vacada de cien o más reses; yo los estoy esperando.
Los llaneros conducen a los mautes con gritos y silbidos
que han sido consagrados por la UNESCO como Patri-
monio Cultural e Inmaterial de la Humanidad. Son “los
cantos de vaquería”. Menos mal que suelo estar solo,
para que no vean los compañeros las lágrimas que se
me escapan sin yo poder evitarlas. Siento en esos gritos
la salvaje belleza de lo telúrico, la inocencia y la virilidad
del rudo trabajo de campo, trasmitido de generación en
generación por unos hombres sencillos que alejados del
bullicio de las ciudades copulan íntimamente, sin sa-
berlo, con la fuerza que emana de la tierra. Comulgo
con la simple belleza y la tremenda fuerza de esos gritos
elementales. Y cuando subido en la talanquera del esta-
blo admiro la pericia de los vaqueros que enlazan a los
potros ariscos ayudándose del botalón para reducirlos
y marcarlos, pienso que estos hombres rudos llevan la
sangre de los llaneros que marcharon a Pisba y nos die-
ron la libertad en el Pantano de Vargas y en Boyacá. Hay
otros momentos en los que no puedo disimular las lá-
grimas: ocurren cuando camino los cafetales y las fincas
del Quindío. En una de estas nací y el Paisaje Cafetero
que meció mi cuna ha sido incluido por la UNESCO en la
lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad.
Con permiso de los dueños del Hato me gusta que-
darme por la noche lejos de Juan Solito en compañía de
la médica Alejandra Murcia y de Francisco Murillo, para
mirar cómo a la hora del sangriento atardecer garzas
blancas y garzas rojas (corocoras) se posan en los ár-
boles a orillas de la laguna y los convierten en preludios
de navidad.
El Hato La Aurora es el paraíso de Colombia.
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“Los largos caminos exigen largas fidelidades y a
medida que se alargan los caminos las fidelidades
se vuelven más hermosas”.
(Cartas del camino. Andrés Hurtado García).
Casanare se escribe con cuatro vocales abiertas,
como abierta es el alma de los llaneros, alegres, traba-
jadores, poetas de la inmensidad.
En un rincón de Casanare a orillas del Cravo Sur se
encuentra Hato Palmarito, consagrado como Reserva
Privada de la Sociedad Civil; sus 2.800 hectáreas se di-
viden en tres zonas: una para conservación, otra para
amortiguación y la tercera para producción ganadera.
Realmente la verdadera vocación del Hato por deci-
sión de su dueño, Jorge Londoño, es la conservación de
flora, de fauna, de biodiversidad. Jorge Londoño, nacido
en Popayán, ciudad que se enorgullece de poseer en ex-
clusiva “las cenizas del Quijote”, es un empresario hote-
lero con una tremenda vocación altruista y conservacio-
nista. Se ha empeñado en la titánica empresa de salvar
el caimán llanero. Al comienzo de su quijotesca idea de-
bió recordar al Quijote: ”Ladran, luego caminamos”. Con
el tiempo los ladradores se callaron cuando vieron que
los espléndidos saurios se fueron posicionando poco a
poco de ríos y ciénagas de los Llanos Orientales de la
Orinoquia. En el Bioparque Wisirare, término de Oro-
cué, están los padrotes de los que se obtienen los hue-
vos que se encuban y cuando los animalitos alcanzan un
metro de longitud son liberados en lugares aptos para
tal fin, ricos en la alimentación propia de los grandes
reptiles y lejos de presencia humana. Para esta cientí-
fica labor Jorge Londoño trajo de España a Rafael An-
telo, experto en caimanes. En Colombia a los cocodrilos
les decimos caimanes. Los de la costa caribe, llamados
“Crocodylus acutus” están salvados gracias a la incan-
sable labor de los biólogos Giovanni Ulloa y Clara Lucía
Sierra en Cispatá. El caimán llanero “Crocodylus inter-
medius” se encontraba en peligro de extinción y gracias
a la filantrópica labor de Jorge Londoño y su Fundación
Palmarito presidida por Alejandro Olaya, se puede decir
que la especie está salvada; ya se han llevado a cabo
más de 200 liberaciones en la cuenca del Orinoco y por
medio de sensores electrónicos adheridos a la piel de
los saurios se les hace seguimiento.
HATO PALMARITO,
las sabanas del arco iris
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Además de la salvación del caimán llanero o del Ori-
noco el país debe inmensa gratitud a Jorge Londoño
porque con su ejemplo y el asesoramiento de su fun-
dación se ha logrado que muchos finqueros de Casa-
nare, sin abandonar su vocación ganadera, conviertan
sus propiedades en reservas donde se privilegie la bio-
diversidad. En las sabanas de Palmarito, gracias a la
devoción por la fauna de Jorge y de su esposa Angelita
Arboleda, miles de chigüiros y de venados cola blanca
(llamados Odoicoleus virginianus por los zoólogos) se
mezclan con las vacas y en las ciénagas las babillas se
cuentan por millares y se esconden las anacondas; en
las sabanas se ven zorros, armadillos gigantes llamados
cachicamos, iguanas, tortugas, potros salvajes y entre
los felinos no faltan los pumas y algunos jaguares. Pal-
marito es un paraíso para las aves: gavilanes colorados,
carracos de picos rojos, gavanes, patos cucharos, gar-
zones soldados, correcaminos, tautacos, alcaravanes y
tiranas. Este pájaro tiene pintado en un ala el sol y en la
otra la luna. Al atardecer acuden las bandadas de aves
al garcero que es su dormitorio y convierten al árbol en
un amasijo de algodones blancos y rojos.
Son hermosos los chigüiros pequeñitos pegados “a
las faldas” de sus madres, algunas de las cuales mues-
tran en sus lustrosas ancas los mordiscos de otras
hembras o las dentelladas de los felinos. “Struggle for
life”, sentenciaba Darwin. Con Wilfredo Garzón a pie y
en cuadrimotor he recorrido todos los rincones de Pal-
marito buscando las huellas del tigre y varias veces nos
sorprendió la noche perdidos en las sabanas.
Sobrevolar Palmarito en un ultraliviano asombra en
verano y en invierno. En verano el espectáculo corre a
cargo del Cravo Sur y en invierno de las sabanas inunda-
das, que brillan con todos los colores del arco iris.
En mi lista de los 10 ríos más bellos de Colombia
figura el Cravo Sur que bordea el Hato Palmarito. Nace
en el Páramo de Pisba y recorre los departamentos de
Boyacá y Casanare y desemboca en el Meta frente a Oro-
cué, municipio al que pertenece Hato Palmarito. Es un
río apacible, yo lo llamaría elegante. En verano desnuda
playones de arena de curiosas y variables geometrías,
todos de impactante belleza. Sobrevolarlo es un deleite
para los ojos y para el espíritu. El río desemboca en el
Meta frente a Orocué.
Orocué es un pueblo llanero que tiene para mí un
encanto especial, allí se conserva la casa en la que se
alojaba José Eustasio Rivera y se cuenta que al pie de
un árbol que crece a orilla del río Meta se sentaba el
novelista-poeta a escribir su novela. El árbol ya no existe
pero sí su retoño. La palabra Orocué, según algunos,
viene de oro y cuero; otros niegan esta etimología. Oro-
cué fue un pueblo importante por el comercio con Euro-
pa. Las embarcaciones bajaban por el río Meta, caían al
Orinoco y por el Atlántico se enrumbaban hacia el viejo
continente. Se exportaban cargamentos de plumas de
garzas y de otras aves que llegaban a París y embelle-
cían los atuendos de las bailarinas del cancan y de Mou-
lin Rouge.
Las sabanas de Palmarito, verdes en la estación
seca, inundadas en invierno parecen rivalizar en colo-
res con el arco iris: amarillos, naranjas, azules, ocres.
A ratos uno jura que no puede ser posible tanta belleza,
que todo es un espejismo. Pero…no es necesario pelliz-
carse para comprobar la realidad. Este espectáculo se
goza en toda su intensidad sobrevolando las sabanas.
Cerca de la casa del Hato se ha establecido un garcero
sobre una sabana inundada. Las bulliciosas garzas y
corocoras desnivelan a menudo las ramazones en las
que se asientan los nidos en precarios equilibrios. Las
babillas y los caimanes están listos para recibir del cielo
la inesperada alimentación. Así lo vi yo y así lo narra La
Vorágine en el pasaje del garcero.
He gozado Palmarito caminándolo sin descanso; a
mi paso voy fotografiando los búhos sabaneros; los gra-
ciosos animalitos hacen sus nidos en el suelo y vigilan
con sus enormes ojos el contorno; me topo con mana-
das de chigüiros; a veces aparece un oso hormiguero
que corre a perderse en la espesura de un matorral; en
las ciénagas me detengo a mirar las babillas que se ca-
lientan impasibles en las orillas y al acercarme se van
hundiendo lentamente en el agua; en una ocasión me
detuve a escuchar a un chiriguare que posado en una
cerca le cantaba a su hembra y esta “no le paraba bo-
las”. ¡La vida es dura!. Iba hasta el garcero a ver las co-
rocoras y las garzas acomodarse en el árbol para pasar
la noche. He andado solitario y embobado los caminos
de Palmarito.
Casanare es tierra de hombres valientes, cuna de la
libertad y refugio de la belleza.
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“La voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el
agua le educó y le enseñó. El río parecía un dios”.
(Siddhartha. Hermann Hesse).
Comencemos con superlativos, a ellos están muy
dadas las geografías. Con 2.140 kilómetros de longitud
es el cuarto río sudamericano más largo; con un cau-
dal de 30.000 metros cúbicos por segundo es el tercer
río más caudaloso del mundo, después del Amazonas
y del Congo. Datos impresionantes que sin embargo no
trasmiten pasión. Prefiero saber que el Orinoco ha sido
llamado el río de la Libertad y quiero mirarlo con la tre-
menda emoción telúrica con que lo contempló y nave-
gó durante dos meses y medio el sabio Alexander von
Humboldt en compañía de Amadeo Bonpland en 1.799.
En su libro “Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo
Continente” el sabio narró los cinco años que vivió en
Sur América, dos de los cuales en Colombia, repartidos
en dos viajes: uno remontando el Orinoco hasta el Caño
Casiquiare y otro remontando el Magdalena hasta llegar
a Bogotá el 8 de julio de 1.801, en su viaje a Quito. Como
dato anecdótico y curioso el sabio observó que las da-
mas de la alta sociedad bogotana tenían piojos.
El Orinoco es un río bello y majestuoso que ha pulido
las piedras de sus orillas dándoles formas redondeadas
y dejándolas marcadas con sus crecientes estaciona-
rias. Tres veces en compañía de Diego Castro, Mauricio
Soler, Néstor Rosanía y Alejandra Murcia, he seguido los
pasos del sabio en su navegación del río que marca lími-
te entre Venezuela y Colombia. A pesar de que el Orinoco
ha perdido parte del encanto y de la fascinación que pro-
dujo en Humboldt porque ya no posee la misma cantidad
de fauna, sigue siendo un río salvaje y maravilloso. Al
paso de la canoa de Humboldt se asomaban a las ori-
llas centenares de caimanes que se calentaban pere-
zosos en las arenas. El sabio midió uno de 6,40 metros.
Los cocodrilos africanos que vemos en las series sobre
naturaleza que nos muestran por televisión no alcan-
zan estos tamaños. Bandadas de garzas blancas y rojas
(corocoras) tapaban la luz del sol. Palabra de sabio. A
veces los jaguares (los llamados tigres americanos) se
asomaban a la orilla del río. Cuenta Humboldt que toda
una noche se posó debajo de su hamaca uno de ellos.
Con ácido humor escribía el sabio que los mosquitos se
EL ORINOCO,
río de la libertad
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turnaban para picar, unos de día, otros al atardecer y
otros por la noche. Picaban siempre. Los expediciona-
rios descubrieron que por la noche algunos mosquitos
no podían volar alto y por ello para dormir colocaban las
hamacas casi en las copas de los árboles. En un pobla-
do a orillas del río conocieron a Francisco Loyano, un
nativo cuyo cuerpo producía leche y con ella amamantó
durante 5 meses a un bebé. Palabra de sabio. La gran
preocupación de los dos viajeros eran los seis baúles en
los que llevaban 60.000 muestras de plantas además de
pieles y animales disecados. Durante el viaje Humboldt y
Bonpland descubrieron centenares de plantas y anima-
les nuevos para la ciencia. Las investigaciones que los
sabios llevaron a cabo abarcaban todas las ramas de las
ciencias naturales desde el vulcanismo hasta la astro-
nomía. Humboldt es el padre de la geografía moderna y
sus datos sobre su recorrido por Venezuela sirvieron a
Bolívar cuando planeó y llevó a cabo la Campaña Liber-
tadora en los Llanos del vecino país.
Humboldt recorrió nuestra América tropical con mi-
rada romántica y con rigor científico. Su visión del mun-
do se ajustaba al precepto de Pascal: el hombre debe
poseer “dos espíritus, el de fineza (mirada romántica,
poesía) y el de geometría (rigor científico)”.
La navegación del Orinoco depara una serie de emo-
ciones inolvidables. Yo diría que hasta las cámaras foto-
gráficas se calientan por la sucesión incontrolable de
disparos. El Orinoco forma dos raudales que Humboldt
llamaba cataratas, el de Atures y el de Maipures. El de
Atures, ubicado frente al poblado de Casuarito en Co-
lombia mide 10 kilómetros de longitud. Ambos raudales
son una sucesión de chorreones, rápidos y cascadas que
entorpecen la navegación. En algunos tramos se debe
saltar a tierra y arrastrar la embarcación. Las enormes
piedras de las márgenes del río adoptan formas curio-
sas que se roban muchas fotografías desde diferentes
ángulos.
El sabio no conoció Puerto Carreño porque fue fun-
dado en 1.922, pero sí narra su paso por San Fernando
de Atabapo, poblado venezolano fronterizo con Colom-
bia, ubicado en el sitio donde el Guaviare se une con el
Atabapo y fundado en 1.758. Al paso del sabio todavía
no había estallado el ”boom” del caucho en la Amazo-
nia. En la plaza de San Fernando fue fusilado en 1.921
el coronel José Tomás Funes, temible personaje de la
fiebre del caucho. José Eustasio Rivera lo nombra en La
Vorágine. En uno de mis viajes yo redescubrí la tumba
de Funes, perdida en un viejo cementerio y oculta entre
matorrales. Humboldt remontó el río Atabapo y coro-
nó su sueño de conocer el caño Casiquiare que une las
cuencas del Orinoco y del Amazonas. El sabio Humboldt
abrió América tropical al mundo.
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PARQUE NACIONAL NATURAL
EL TUPARRO
“Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtié-
ramos el momento preciso empezó a flotar sobre
los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en
la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se
adormecieron y en la lontananza de ópalo al nivel de
la tierra apareció un celaje de incendio, una pincela-
da violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba
hendieron el aire los patos chillones, las garzas mo-
rosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos
de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores”.
(La vorágine. José Eustasio Rivera).
El Parque Nacional Natural El Tuparro es una de las
58 áreas del sistema nacional de reservas protegidas, de
las cuales 42 son Parques Nacionales Naturales. Debo
decir que es mi Parque preferido cuya riqueza y variedad
de elementos es impresionante: ríos, caños, raudales,
islas, playas doradas, selvas, más de 150 lagunas, saba-
nas, tepuyes, bosques de galería o riparios ( los que bor-
dean los ríos), morichales, saladillales, sitios arqueoló-
gicos. La fauna es variada: cinco especies de primates,
anacondas, tigres mariposos, pumas, venados, 320 es-
pecies de aves… En los ríos se ven los delfines rosados
o toninas que son objeto de leyendas curiosas entre los
nativos que aseguran que se convierten en personas y
salen a bailar con las muchachas. Lo aseguran y juran
que es verdad. El Tuparro es Monumento Nacional y Re-
serva de la Biosfera declarada por la Unesco. Fue crea-
do en 1.970 como Territorio Faunístico.
Hasta aquí llegan los datos y ahora empiezan mis
emociones. El recuerdo más memorable de los visitan-
tes del Llano es la contemplación de los amaneceres,
la “gloria del alba”. De repente el cielo estalla y lanza
pinceladas de colores que llenan todos los ámbitos del
firmamento. Para ello, -¡elemental!- hay que tener cor-
tesía con el sol y madrugar sabiendo que por ubicarse
el Parque Tuparro en el extremo oriental del país ( en
el departamento del Vichada) amanece más temprano
según el horario nacional. A Colombia el sol y la vida le
llegan desde el Orinoco.
A su paso por el Parque el río Orinoco se encabrita
y a lo largo de 5 kilómetros forma el Raudal de Maipu-
res, declarado por el sabio Humboldt como “la octava
maravilla del mundo”. Chorros endiablados, remolinos
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trambucadores, violentos cascadones , enormes rocas
que, por Dios, no deberían estar allí,
el agua en su más salvaje manifestación. En medio de
esa barahúnda de elementos una hermosa piedra que
parece una escultura, apodada “El Balancín” se roba
todas las miradas y las fotografías. Nadie sabe si está
puesta allí encima de una roca o si está pegada a ella,
el hecho curioso es que ni las más violentas crecidas
del río cuando las aguas la tapan completamente han
podido arrastrarla. El conjunto del raudal es de salva-
je belleza. Hace muchos años me permitían levantar mi
carpa a ambas orillas del río, tanto a escasos metros de
“El Balancín” como en la isla, del otro lado. Para llegar a
la isla debíamos enfrentarnos a la parte más “suave” del
raudal y remontarla unos 100 metros. De todos modos
era una maniobra muy peligrosa y no puedo negar que
me sobrecogía no miedo, sino pavor. Montaba la carpa
en una pequeña explanada y solía dormir al lado de ella,
mirando las estrellas y arrullado por la tremenda sin-
fonía del raudal. En una de esas ocasiones durmiendo
fuera, con el rabillo del ojo derecho vi algo que se movía
cerca de mi mano. Era una escolopendra “gigas”, que
es el ciempiés venenoso de unos 30 centímetros de lon-
gitud, de picadura muy dolorosa y peligrosa. Me quedé
quieto. Eran, creo, las 11 de la noche y una luna inmensa
llenaba de luz la escena. Apareció de pronto un indio que
pescaba a esa hora y al ver la escolopendra se asus-
tó mucho y dijo: “quieto, ese mata”. Me levanté y cogí
con cuidado el bicho; el indio todavía cree que yo soy un
mago o un dios. Es problema suyo.
Uno de los nombres de la isla es Carestía. Del lado
colombiano es una roca de 100 metros de altura y fácil
ascenso. Desde su cumbre se goza del paisaje más es-
pectacular del Parque: la visión del Raudal de Maipures
es total; a los pies del promontorio discurre el Orinoco
con sus aguas leonadas; al frente le entrega sus aguas
azul-verdosas el río Tuparro; hacia el interior de Co-
lombia las inconmensurables sabanas se pierden en el
horizonte y en medio de ellas se levantan los tepuyes;
mirando hacia atrás la isla avanza hacia Venezuela. La
isla pertenece a los dos países.
En otra ocasión, debió ser en 1.998, plantamos la car-
pa en la cima de la isla y, desde allí presenciamos el
amanecer. Me acompañaban Mauricio Soler, Juan Ca-
milo Garibello y Carlos Alberto Camargo. En la cima de
la roca hay una piedra redonda de dos metros de altura.
A ella me subía y pasaba horas sentado mirando el río
y en su discurrir mi vida. Venían a mi mente los versos
del poeta:
“Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
….
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir”.
(Coplas por la muerte de su padre. Jorge Manrique).
Caminar, caminar por las sabanas, siempre caminar.
Es uno de mis íntimos deberes para con la vida. Estoy
graduado en caminos. Tengo “Mis pies olorosos a cami-
nos”, así se titula un libro mío y el “leif motiv” de “Cartas
del Camino”, otro libro mío, dice así: “Los largos cami-
nos exigen largas fidelidades y a medida que se alargan
los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas”.
En el Tuparro me entrego a mi fascinación por los cami-
nos, me subo a todas las piedra y tepuyes, me embriago
de horizontes, regreso iluminado.
El Orinoco recibe dos afluentes por su margen iz-
quierda: el Tuparro, que da nombre al Parque y el Tomo.
El Tuparro es un río muy bello de aguas azul-verdosas.
El Tomo viene de muy lejos del interior del Vichada y en
el verano forma inmensos playones de arena amarilla.
En medio de las sabanas se encuentra un rincón sagra-
do para los indígenas, se llama Caño Lapa. En medio
de enormes rocas redondeadas el riachuelo se lanza en
cascadas y se abre formando varios canales estrechos
por los que discurren las límpidas aguas. El lugar im-
pone respeto.
En estas latitudes crece una palmera de bellísima
estampa; en los Llanos la llaman moriche y en la sel-
va amazónica cananguche. Los morichales crecen en
medio de las sabanas siguiendo el curso de pequeños
riachuelos. De esta manera se alargan hasta perderse
en el horizonte. Los indígenas les sacan provecho total:
al tronco para construcción de malocas, las grandes ra-
mas para los techos, los frutos, que crecen en grandes
racimos, para comerlos y para hacer chicha. Humboldt
le contó 26.000 frutos a una palmera. En la selva creen
que la palmera de cananguche va siguiendo el rumbo
del sol y así sirvió de orientación a Clemente Silva, per-
dido en la manigua.(La Vorágine).
Unos 50 años antes que Humboldt recorrió los Lla-
nos el misionero jesuita Joseph Gumilla. Su libro: ” El
Orinoco ilustrado y defendido. Historia natural, civil y
geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertien-
tes” es un clásico de obligada lectura para
conocer cómo eran los Llanos en el siglo XVIII. Tiene
capítulos deliciosamente fantasiosos. Así narra él cómo
fabricaban los indígenas el curare. Escogían la mujer
más vieja de la tribu. Se sabía que moría en el
trabajo. El veneno actúa por vía sanguínea pero a
fuerza de respirarlo tanto tiempo el veneno entraba a
la sangre de la mujer por las mucosas. Se cocinan en
una olla varios tallos de plantas venenosas con bastante
agua. Cuando esta se ha evaporado, llaman a un gue-
rrero y le practican una herida en una pierna. Le acer-
can el veneno y si la sangre sigue saliendo es porque
el veneno no está listo. Echan de nuevo agua y sigue la
cocción. De nuevo la herida. Si la sangre se detiene “a la
vista” del veneno, es porque casi está listo. Más agua y
más cocción. Cuando queda una sustancia oscura y pas-
tosa se acerca de nuevo a la herida del guerrero. Si la
sangre retrocede hacia el interior, el veneno está listo y
ya se puede aplicar a la punta de las flechas.
La elección de los jefes es una bárbara historia. Se
presentan los candidatos. Primera prueba: el aspirante
debe aguantar sin quejarse los azotes que le propinan
los miembros de la comunidad. Superada satisfactoria-
mente la prueba y luego de haberse curado las heridas
viene la segunda: arrojado desnudo a un bachaquero
(hormiguero) debe aguantar sin quejarse todas las pi-
caduras de los rabiosos insectos, piquen donde piquen.
La tercera prueba es mortal, si es que las dos primeras
no lo fueron, porque muchos aspirantes morían, en el
intento. El candidato es metido desnudo en una cama
de hojas y mecido sobre una hoguera. (¿Un asado?.) No
me disgustaría que para elegir en Colombia a nuestros
gobernantes y Honorables Padres de la Patria revivié-
ramos estas interesantes pruebas de los indígenas del
Llano. Otros gallos cantarían en los gallineros de la
Patria.
El día que yo muera “y el día esté lejano” como decía
Barbajacob, mi espíritu errante deshará los pasos y lo
verán pasar raudo y amigable por las sabanas del Par-
que Tuparro.
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“Cuando uno está triste le gusta contemplar las
puestas de sol”.
(El principito. Saint-Exupéry).
Quizás sean los amaneceres y los atardeceres los
dos fenómenos naturales más bellos en la geografía del
trópico, ya que carecemos de auroras boreales. Yo, ca-
minante de todos los caminos de la patria y del planeta,
declaro bajo la gravedad de las más exultantes emocio-
nes vividas en mis excursiones por Colombia que en el
Vichada es donde he presenciado las más espectacula-
res manifestaciones del sol.
Los tepuyes aislados en las sabanas son balcones
privilegiados para contemplar en toda su grandiosi-
dad la majestad del Llano. Estos cerros están compues-
tos por granitos cuyas capas rugosas tienen excelente
adherencia, permiten fácil ascenso y constituyen la pro-
longación hacia el occidente del Escudo Guyanés de Ve-
nezuela, considerado el macizo rocoso más antiguo del
planeta.
He escogido cuatro balcones, cada uno de los cuales
ofrece una visión particular de la majestad de las saba-
nas: La isla Carestía o Guahibos y tres tepuyes que son:
Canabayo, Morrocoy y Zamuro.
Desde la cima de la Isla Carestía del Parque Nacional
Natural Tuparro se goza de un atardecer reflejado en el
agua. Allí se juntan el Tuparro con el Orinoco y forman
un lago inmenso. Grandes piedras redondeadas y un
arenal amarillo que aparece en el verano forman parte
del espectáculo. El cielo se tiñe con paletadas de vivos
colores y se prodiga generoso: rojos y naranjas violen-
tos, lilas, azules, matices verdes. No faltan tonos oscu-
ros que añaden al conjunto siniestra belleza. En medio
de este mágico escenario la bola roja del sol va descen-
diendo sin prisa y todo el soberbio espectáculo se refleja
en las aguas del Orinoco.
En el cerro Morrocoy el espectáculo corre otra vez
por cuenta del sol, esta vez sobre tierra, montando el
espectáculo del ocaso sobre las sabanas. Sentados en
la roca oímos los trinos espaciados de los pájaros; ellos
también saben que el sol se marcha para otras latitu-
des. La oscuridad avanza lentamente y el sol alumbra
una larga hilera de palmeras que crecen en medio de
la sabana proyectando su sombra sobre el verde de los
LAS SABANAS DEL VICHADA,
balcones de la inmensidad
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pastizales. Acuden a la mente los versos de Guillermo
Valencia:
“Hay un instante del crepúsculo
en que las cosas brillan más,
fugaz momento palpitante
de una morosa intensidad.
…
Mi ser florece en esa hora
de misterioso florecer;
llevo un crepúsculo en el alma
de ensoñadora placidez;
en él revientan los renuevos
de la ilusión primaveral,
y en él me embriago con aromas
de algún jardín que hay más allá.
(Hay un instante. Guillermo Valencia).
Cuando la temprana noche arropaba las sabanas Die-
go Castro y yo bajábamos del Cerro Morrocoy, habiendo
pactado la paz y envueltos en la armonía del cosmos.
El tercer balcón se encuentra en la cima del Cerro
Canabayo y “su especialidad” es mostrar desde la cima
la inmensidad de la sabana constelada de cerros de di-
ferentes forma y altura. El escenario se parece a un mar
verde en el que asoman la cabeza muchas islas rocosas.
El verde no es uniforme; hay sectores de la sabana en
los que el verde es más oscuro, en otros más claro y en
otros el verde coquetea con el amarillo. No sé qué ocu-
rre pero uno llega incluso a enamorarse de esas bellas
rocas sembradas en la inmensidad de las sabanas. Sí, al
amarlas se ama la Tierra. Este cerro invita, insinuación
que hemos aceptado con Mauricio Soler, a recordar a
Fernando Pessoa y a seguir su cósmico consejo: “Sién-
tate al sol, abdica y sé rey de ti mismo”. Mucha falta nos
hace dejar de querer dominar el mundo para, por fin,
intentar ser dueños de nosotros mismos.
El último mirador corona el Cerro Zamuro, el más
bajo de todos. Allí el espectáculo ocurre al amanecer. El
cerro se encuentra cerca de la cabaña de Barú, precioso
hotel de madera que administran María Fernanda, Fredy
y su hijo Duván, unos paisas emprendedores que ofre-
cen todas las comodidades. Estamos en una región del
Vichada que parece estar en medio de la nada absoluta,
lejísimos de todo, lo que le da un encanto especial de so-
ledad cósmica. Cerca del hotel hay tres sitios dignos de
visita: un río apacible, una mina de cuarzo y un jardín de
rocas. Millones de piedras sueltas y blancas de cuarzo
fino cubren varias hectáreas de la sabana. Allí cerca el
visitante se adentra en un bosque de rocas que adoptan
las más curiosas formas: monstruos, animales, cosas;
muchas de las piedras tienen pictografías indígenas.
El espectáculo que ofrece el Cerro Zamuro es el de
las hileras de morichales que se alargan por las saba-
nas. La tibia luz del amanecer que llega a espaldas de
los espectadores dibuja las sombras y los perfiles de las
palmeras. Los pájaros, que se levantan a sus labores
diarias, son los encargados de la sinfonía mañanera y
una inmensa paz llena el ambiente.
Al regresar del Parque Tuparro a Puerto Carreño por
un carreteable que avanza paralela al río Orinoco, se va
contemplando durante mucho tiempo la estampa altiva
del Cerro Humeante, el más alto del contorno, que es
sagrado para los indios piaroas; ellos lo consideran el
centro del universo donde se originó la vida, de allí sur-
gieron las plantas y los animales. Su altura es de 250
metros. La carretera cruza tres ríos de aguas muy lim-
pias y bellas pocetas: el Mesetas, el Dagua que se cruza
en ferry y llegando a Puerto Carreño el Bita, uno de los
ríos más bellos de Colombia y cuyos derechos han sido
consagrados por la ley. Es un río protegido, rico en flora
y fauna.
De paso es imperativo visitar la Reserva Natural Bo-
jonawi que la Fundación Omacha posee a orillas del río
Orinoco. Su director, el biólogo e investigador Fernando
Trujillo, ha dedicado su vida a estudiar y defender los
delfines rosados del Amazonas y la flora y la fauna de la
Orinoquia y la Amazonia. El viaje se puede terminar en
las bocas del río Meta que desemboca en el Orinoco a
poca distancia de Puerto Carreño. Allí, en la conjunción
de los dos ríos, saltan los delfines haciendo las delicias
de fotógrafos y estudiosos. El Vichada, sus sabanas y el
Orinoco son destinos para viajeros enamorados de la
Tierra, más que para turistas.
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“¡El mar, el mar siempre recomenzado!
Qué regalo después de un pensamiento
ver moroso la calma de los dioses”.
(El cementerio marino. Paul Valéry).
Llegué un lunes. Estaba cerrado. Muchas dependen-
cias públicas están cerradas en Francia los lunes. Hablé
con el guarda. Le supliqué: “–Mire, señor, vengo desde
América, del otro lado del Atlántico; para mí esta visita
es muy importante; toda mi vida…”. (No estaba mintien-
do). El buen hombre entendió mi urgencia y me dejó en-
trar. Desde la colina del cementerio contemplé “el mar
siempre recomenzado”, el Mediterráneo. Encontré la
tumba del poeta y frente a ella leí “El cementerio mari-
no”, poema cuya copia yo llevaba: ”Ce toit tranquille où
marchent les colombes”. Así saldé mi cuenta con Valéry,
uno de mis pensadores preferidos, cuyas sibilinas pa-
labras sobre los pueblos que no reconocen su pasado
se convirtieron en alegato personal, íntimo y doloroso
sobre el destino de mi país.
Si el desierto revela el espíritu de Dios, la montaña
hace descubrir la majestad del cosmos, el mar es el
hombre mismo con toda sus grandezas y miserias. Las
historias de mar, felices o desgraciadas, dan a conocer
los heroísmos de los hombres y también sus bajezas.
Las exploraciones polares son buen ejemplo de ello.
“Colombia es la casa de la esquina” decía el sabio
Caldas aludiendo a nuestras dos puertas de entrada y de
salida: el Atlántico y el Pacífico. Y nos asomamos tam-
bién a otro mar, el Amazonas, el mar interior más largo
y caudaloso del planeta. Somos un país afortunado y sin
embargo todavía vivimos de espaldas al mar.
Comencemos por el Atlántico. A su orilla se levanta la
montaña litoral más alta del mundo, la Sierra Nevada de
Santa Marta, cuyos dos picos cimeros y gemelos, Colón
y Bolívar, detienen los altímetros a 5.700 metros sobre
el nivel del mar. En 1.977 desde la cumbre del Pico Co-
lón contemplamos el mar allá abajo a 22 kilómetros de
distancia; dos días después estando en la cima del Pico
La Reina, un cóndor surgió de la base de la montaña,
pasó casi rozándonos por encima de nuestras cabezas
y voló a perderse hacia el mar. Diego Mesa, José Miguel
Gómez y yo nos abrazamos emocionados. Habíamos
hecho centro en la laguna Naboba, lugar sagrado por
PARQUE NACIONAL TAYRONA,
playas de ensueño
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excelencia para los indígenas de la Sierra y desde allí
ascendimos a los dos picos del norte y al Pico Tayrona,
situado al sur. Los ríos que nacen en este Parque Na-
cional Natural, coronado por numerosos picos nevados,
riegan la zona carbonífera de la Guajira, la bananera del
Cesar y del Magdalena y la turística de Santa Marta.
A los pies de este macizo y prolongándolo se encuen-
tra el Parque Nacional Natural Tayrona. ¿Cómo definir-
lo? Un conjunto de playas de ensoñadora belleza aso-
madas a un mar azul purísimo, “siempre recomenzado”;
playas coronadas por manchas de cimbreantes palme-
ras, detrás de las cuales se extienden bosques secos
que hacen la conexión con los bosques de niebla que
bajan de la Sierra Nevada. El Parque mide 15.000 hec-
táreas terrestres y 4.500 marinas y se extiende desde el
mar hasta los 900 metros de altura. En una extensión
relativamente pequeña crecen 770 especies de plantas
y la presencia de 4 especies de felinos y del ave más
poderosa da a entender la inmensa variedad de la fauna.
Los felinos son: jaguar, ocelote, tigrillo y puma y el ave,
el águila harpía, animales que se encuentran en la cima
de la cadena trófica.
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos” cuando no
nos habían descubierto, nosotros ya nos conocíamos, ya
nos habíamos descubierto. Los indios tayronas pesca-
ban al amanecer en las bahías del hoy Parque Tayrona;
nadie los molestaba; nadie los descubría, eran felices.
Rápidamente trasladaban el producido de la pesca a los
pueblos ubicados a media montaña.
El sistema funcionaba perfectamente. Una red de
caminos de piedra unía las laderas y los pliegues de la
gran serranía; los tayronas habían dominado la agres-
te geografía de la montaña construyendo (siglo VII d.C.)
terraplenes para sus ciudades. Pero llegaron los “des-
cubridores” y destruyeron el admirable pero frágil equi-
librio. Atacados los indios de abajo, los de arriba se que-
daron sin la base de su alimentación, las proteínas. La
conquista los obligó a remontarse más en la montaña.
Tres lugares arqueológicos de relevancia mundial
poseemos los colombianos: San Agustín, Tierradentro y
Ciudad Perdida. Un afiebrado nacionalismo de algunos
colombianos pretende que las dos únicas construccio-
nes humanas que se ven a simple vista desde la luna son:
la gran muralla china y Ciudad Perdida y su conjunto de
caminos de piedra de la Sierra Nevada de Santa Marta.
La tarea de la construcción de caminos, muros de con-
tención, escaleras, terrazas y viviendas de piedras sí fue
una labor ciclópea, admirada hoy por ingenieros y arqui-
tectos. Con métodos primitivos los tayronas dominaron
una naturaleza agreste y difícil trasladando y tallando
millones de toneladas de piedra. Cuando en 1976 entra-
ron los arqueólogos a estudiar las Ciudades Perdidas ya
llevaban años los guaqueros excavando y robando los
tesoros de los tayronas. Los constructores la llamaron
Teyuna y los arqueólogos la distinguen como Buritaca
200. Con este nombre genérico se denominan varias de-
cenas de ciudades o asentamientos descubiertos hasta
hoy en la vertiente septentrional de la Sierra Nevada de
Santa Marta.
La visita de Ciudad Perdida, que es la ciudad principal
y cuyo núcleo central es una enorme terraza sostenida
por muros de contención y unida por varios caminos con
sitios sagrados adyacentes, es sueño de colombianos y
extranjeros. El lugar, rodeado por cerros cubiertos por
tupida selva, es de una belleza impresionante. Impone
respeto.
Los kogis, los wiwas, los arhuacos y los kankuamos,
son los descendientes de los tayronas y habitan hoy la
Sierra en sus dos vertientes, norte y sur y en un sector
del Parque Nacional Natural Tayrona.
The Guardian, el prestigioso periódico de Londres,
declaró, hace unos años, a las playas del Parque Tayro-
na como las novenas playas más bellas del mundo. Los
últimos 15 años el turismo del Parque fue administrado
por Aviatur. Esta empresa aumentó considerablemente
la afluencia de visitantes, mejoró las instalaciones, arre-
gló y construyó algunos caminos y mantuvo excelentes
relaciones y colaboración con los indígenas y con sus
líderes.
Inicio mi recorrido por Cañaveral donde se encuen-
tran los ecohabs, que son cabañas construidas en pie-
dra y techadas en paja, al estilo tayrona y en armonía
con el paisaje, asentadas sobre una colina con esplén-
dida vista al mar.
El encanto de las playas de Tayrona reside en un con-
junto de elementos: las olas, las arenas, las piedras, las
franjas de palmeras, los bosques secos y los de niebla,
las montañas y los picos lejanos. Yo clasifico las playas
en dos clases: las solitarias y las de los bañistas; estas,
bellas también, no me interesan.
Caminar por las playas silenciosas es para mí un
ejercicio de filosofía. Voy pisando el deleznable límite
que marca la ola al morir en la playa y mi espíritu se lle-
na de pensamientos de paz. A la orilla del mar bañadas
día y noche por las insistentes olas yacen unas piedras
blancas, redondeadas, que el mar “siempre recomen-
zado” ha ido puliendo y que al viajero solitario no dejan
indiferente. Inquietan por su pétrea y milenaria belleza.
Las piedras de las playas, de los caminos, de las monta-
ñas, siempre están ahí, siempre han estado ahí. Desa-
fían la eternidad. Y convertidas en monumentos marcan
el paso de las civilizaciones. “El hombre teme al tiempo
y el tiempo teme a las pirámides”.
Despacio embebido en la inmensidad del paisaje que
empieza en el mar infinitamente azul y termina en los
picos nevados de la Sierra voy llegando a las playas más
visitadas por los bañistas. Imposible no detenerse para
admirar, de paso, San Juan del Guía, destino preferido
de los visitantes.
Abandonando la playa busco, en compañía de Car-
los Andrés Torres, Joaquín Lepeley y Francisco Prieto el
camino de la selva que va subiendo sin descanso entre
grandes piedras; por tramos nos acompaña la algarabía
de micos bullosos que se asoman a los árboles y protes-
tan por la presencia de los intrusos. Llegamos a Puebli-
to. Sentado a la puerta de su cabaña un indígena con el
poporó en una mano y el palito en la otra ejerce el rito
del mambeo ceremonial. En la selva amazónica los indí-
genas extraen la cal de la incineración de las hojas del
yarumo. Aquí en la Sierra trituran las conchas del mar.
En ambos mundos el polvo de la hoja sagrada de la coca
libera la cocaína en la boca de los indígenas al mezclar-
se con la cal. Se respira paz en Pueblito. Abajo quedó el
bullicio en las playas atestadas de bañistas.
El Parque Tayrona posee decenas de playas, algunas
vetadas a los turistas y todas de singular belleza. Estas
son algunas: Siete Olas, Neguanje, Gayraca, Chengue,
Concha, Guachakyta, Castillete, Palmarito, Playa Nudis-
ta o Boca del Saco.
Al regresar a Santa Marta, al mundo de “los herma-
nitos menores” como nos llaman los indígenas de la
Sierra, y sus razones tendrán para ello, el ruido de la
ciudad, con sus prisas, solicitaciones y consumo, ofen-
de los oídos del cuerpo y del alma. Pero…la vida debe
seguir.
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“Yo te agradezco, Señor, porque me has creado
negro, que hayas hecho de mí la suma de todos los
dolores… El blanco es el color de todos los días, el
negro es el color de algunas circunstancias”.
(Te agradezco señor. Dadie Bernard).
La costa pacífica colombiana se alarga entre Panamá
y Ecuador. El punto intermedio entre Cocalito y Punta
Ardita marca el límite con Panamá y la confluencia del
río Mataje con el Mira, el límite con Ecuador. El Cabo
Corrientes divide la cosa pacífica en dos: al sur es baja,
anegadiza, alejada de la Cordillera Occidental; kilóme-
tros sin fin de manglares coronan sus playas; al nor-
te la costa es alta y rocosa como remate de la Serranía
de Baudó. Así lo recuerdo de mi geografía de quinto de
primaria y así lo he vivido recorriendo este Pacífico, tan
bello como embrujador, habitado por gente de negro co-
lor, tan negro y bello como bella y limpia es su alma. La
arena del Pacífico es negra y brillante.
El Pacífico sur es una sucesión abierta de playas y
el norte lo es de amplios golfos que incluyen pequeñas
bahías. Difícil, más todavía, imposible, definir cuál de las
playas o de las bahías es la más hermosa porque en to-
das la inmensa belleza de los paisajes se completa con
la sencillez, la alegría y la hospitalidad de sus morado-
res. Definitivamente la gente del Pacífico es bella y los
niños diosecitos de ébano.
Cerca de la desembocadura del río Patía en el Pacífi-
co nariñense se encuentra la Isla de Gallo. Allí llegaron
en 1.526 Francisco Pizarro y Diego de Almagro en su via-
je al Perú. La historia de los “Trece de la Fama” ha sido
contada de varias maneras. Esta es la más conocida.
Descontentos los soldados por las penalidades sufridas,
Pizarro los reunió en la playa y con la espada trazó una
raya en el suelo y dijo: “De este lado está Panamá y la
vida tranquila pero sin gloria ni riqueza, y de este otro
el Perú, con penalidades pero con mucho riqueza y con
gloria; escojan”. Cruzaron la raya 13 que marcharon con
él a la conquista del incainato del Perú.
Más al norte se encuentra el Parque Nacional Natu-
ral Sanquianga y los poblados de Mulatos y Vigía, unidos
por una kilométrica playa. Cuando baja el mar se for-
man en la arena largas estrías paralelas de una plas-
ticidad impresionante. Los habitantes de Mulatos son
EL PACÍFICO,
la belleza de la negritud
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de cabellos rubios, de tez blanca y de ojos claros, una
excepción en el Pacífico. Los llaman culimochos. Aven-
turan algunos que son descendientes de vikingos y otros
que de navegantes vascos. Los apellidos son netamente
españoles: Estupiñán, Salas, Paredes, Reina. Caminan-
do con marea baja se llega de Mulatos a Vigía haciendo
un interesante recorrido. El placer de estas playas es
meterse y navegar por los esteros.
En compañía de dos biólogos, Carlos Alberto Camar-
go y Juan Camilo Garibelo he explorado largamente lo-
sesteros de este Pacífico sur. Son un mundo fabuloso.
El departamento de Nariño se reparte en dos reali-
dades telúricas: la costa y el interior, ambas de enorme
y diferente belleza. La parte cordillerana de Nariño es
rica en páramos y volcanes: Chiles, Cumbal, Azufral, Ga-
leras, Doña Juana, Tajumbina. El cráter del Azufral y su
laguna verde es el más bello cráter de Colombia. La re-
gión que tiene como centro a Ipiales y que con siete pue-
blos forma la antigua provincia de Obando es de bucólica
belleza con sus sembrados del minifundio y la considero
la zona agrícola más bella de Colombia.
Las islas de Gorgona y Gorgonilla y su mar circun-
dante forman otro Parque Nacional Natural. Stenos,
Euríale y Medusa eran las Gorgonas, tres desagradables
mujeres de la mitología griega que en vez de cabellos
peinaban serpientes. Varios soldados de Pizarro, a su
paso por la isla, murieron mordidos por estos reptiles.
De allí surgieron los nombres de las islas que son un
paraíso para los buzos y para los amantes de las playas
solitarias.
Estaban desmontando la prisión y nos invitaron a vi-
sitarla. Nos pusieron de guía a un preso de buena con-
ducta. Era un paisa agradable y conversador. Nos dijo
que era inocente y le creímos. Al cabo de ocho días entre
charla y charla nos fue contando, sin querer queriendo,
que había matado a 26 personas. ¡Y era inocente!
Al norte de Buenaventura se encuentra otro Parque
Nacional Natural, el de Bahía Málaga, ahora llamado
Uramba. Sus selvas y bahías se conservan intactas y
protegidas por la Armada Nacional.
Llegamos al mítico Cabo Corrientes en el que se pro-
ducían calmas chichas que dejaban a los navegantes
varados en el mar en la época de la conquista. El extre-
mo del Cabo está formado por varias rocas de especial
belleza. El gran Golfo de Tribugá arropa varios destinos
muy buscados por el turismo del Pacífico: Nuquí, Pan-
guí, Coquí y Arusí.
Continuando hacia el norte aparece otro Parque Na-
cional Natural, La Ensenada de Utría. La defino como
una entrante estrecha del mar, casi perpendicular a él,
paraíso de manglares y de fauna marina y terrestre. A
veces las ballenas jorobadas se aventuran en la Ense-
nada y al salir a la superficie quedan a muy poca distan-
cia de los turistas. La Ensenada de Utría y la Playa del
Almejal son dos paraísos fuera de serie en el Pacífico.
Saltando hacia el norte se encuentra el gran Golfo de
Cupica que engloba cinco bahías, todas de impactante
belleza: Nabugá, Tebada, Chirichiri, Cupica y Octavia.
Hace muchos años en compañía de Wilfredo Garzón
viví una aventura tan emocionante como dura y peligro-
sa. Atravesamos a pie la selvática Serranía de Baudó.
Salimos de Quibdó, bajamos el Atrato hasta Bojayá,
seguimos a Pogue y allí emprendimos el ascenso a la
Serranía. Caímos a un poblado indígena donde tenían
amarrado un jaguar y los niños indígenas lo torturaban y
una mujer amamantaba a una guagua. Nos dijeron que
es práctica común en la selva y cuando está gordo el
animalito la matan y se lo comen, es un plato delicio-
so. En esa aventura encontramos muchas serpientes
venenosas y ranas tan vistosas como tóxicas. Llegamos
muy cansados al mar en Nabugá. Con gran respeto por
la enorme diferencia de las circunstancias recordamos
a los 10.000 guerreros de Jenofonte cuando llegaron al
mar. Nosotros no gritamos como ellos: ¡Talasa, Talasa!,
pero sí nos lanzamos gozosos al agua para quitarnos el
sudor y el cansancio acumulados. No pudimos disfru-
tar del baño; inmediatamente saltamos desesperados
a tierra porque las heridas que traíamos nos ardían al
contacto con el agua salada.
Mi paraíso preferido en el Pacífico norte es la playa
del Almejal. A trece kilómetros de Bahía Solano por una
carretera de selva se llega al pueblo de El Valle, habitado
por pobladores negros y que se encuentra en la mitad de
dos playas: Playa Larga hacia el sur y el Almejal hacia el
norte. Playa Larga, de varios kilómetros de longitud ter-
mina en los límites septentrionales de la Ensenada de
Utría. Cuando el agua baja y la arena está todavía húme-
da la playa se convierte en un espejo que permite intere-
santes fotos de los caminantes. Me gusta recorrer esta
playa. La Playa del Almejal se divide en dos secciones:
la primera, de dos kilómetros de longitud, lleva hasta el
Ecolodge el Almejal, el hotel más premiado del Pacífico
colombiano por su sostenibilidad ambiental; lo forman
10 cabañas que armonizan con la naturaleza y que por
su ubicación participan de ambiente de playa y de selva.
Su dueño, César Isaza, entre las actividades que ofrece,
lleva a los visitantes selva adentro y les explica los me-
canismos del bosque. Partiendo del hotel hacia el norte
comienza la segunda parte de la playa, “mi territorio”
particular, que suele ser poco visitado por turistas. En
medio de los arenales de la playa se levantan roquedales
totalmente negros, que se miran a prudente distancia y
que forman un bosque de hieráticos fantasmas cuando
las neblinas, asiduas visitantes del Pacífico, los envuel-
ven con su manto misterioso. Este ambiente me produce
tremenda emoción.
El Ecolodge tiene un tortugario. César compra a los
nativos las nidadas de tortugas antes de que ellos apro-
vechen los huevos para el desayuno y los encuba en el
terrario. Los huevos tardan 60 días en eclosionar. He te-
nido la tremenda alegría de presenciar el momento. Las
tortuguitas deben recorrer los 100 o 200 metros que las
separan del mar y lo hacen por instinto. Siempre hay un
grupo de personas que emocionadas rodean este trán-
sito hasta el mar, defendiendo los animalitos de posibles
perros playeros, de pájaros depredadores y de los hu-
manos. No se puede tocar las tortuguitas. Ellas corren,
descansan y de nuevo emprenden la carrera. En ese tra-
yecto ellas graban en su ADN el camino porque estén
donde estén y a la distancia que estén en los mares del
mundo cuando van a desovar deben regresar al punto
de nacimiento, como los salmones. Al entrar al mar
muchas tortuguitas van a parar al estómago de peces
hambrientos. Solo el 1% de las tortugas logra sobrevivir.
César ha liberado así 120.000 animalitos. ¿Se le debe o
no un gigantesco agradecimiento?
Este sector del Pacífico es el mejor balcón para ad-
mirar las ballenas jorobadas, llamadas también yubar-
tas, que todos los años entre julio y septiembre vienen
de los fríos mares del sur a estos mares cálidos del tró-
pico, a criar, amamantar y enseñar a sus crías “cómo
comportarse en la vida”. El Ecolodge provee las lanchas
y los hábiles timoneles. Los chorros de vapores blan-
cos que lanzan las yubartas indican el sitio por donde
van a salir a la superficie. Las ballenas aguantan entre
7 y 20 minutos dentro del agua y luego salen a respirar.
Los dos momentos cumbres que a los turistas los lle-
nan de tremenda emoción ocurren cuando los animales
sacan a la superficie la enorme y bella cola y sobre todo
cuando saltan proyectando al aire el tremendo peso de
hasta 30 toneladas. En una ocasión a unos 4 metros de
la lancha en que yo iba una ballena jugaba con su balle-
nato, yo le hacía fotos y de repente el inmenso mamífero
apareció al lado de la lancha por el lado donde yo esta-
ba. El bello animal casi toca mi mano izquierda que yo
tenía apoyada en el borde de la embarcación. Estuvo a
menos de 20 centímetros de mi brazo, la ballena alcanzó
a rozar levemente la lancha. Todos gritaron y yo tuve la
suficiente tranquilidad para hacer tres fotos a la enorme
trompa. Fue un momento de los que yo llamo de “orgas-
mo cósmico”. Marina Arrospide, una amiga española,
iba conmigo.
Otro de los espectáculos en el Almejal es presenciar
especialmente entre mayo y junio los saltos de decena
y decenas de delfines que aprovechan la llegada de car-
dúmenes de peces que por esa época vienen a la región.
A 33 horas de navegación de Buenaventura se en-
cuentra el islote de Malpelo que junto con cayos vecinos
constituye el Santuario de Flora y Fauna de Malpelo .
Cada año es visitado por numerosos científicos y depor-
tistas de todo el planeta. Cuentan los afortunados buzos
que en ningún otro mar del mundo han visto tal canti-
dad de tiburones, hasta 300 al mismo tiempo: tiburones
martillo, tiburones ballena y tiburones de profundidades.
Por donde se lo mire el Pacífico Colombiano en toda
su extensión es un paraíso.
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Spengler y Toynbee, que han “filosofado” largamen-
te sobre la historia, sostienen que el siglo VI antes de
Cristo es el siglo eje de la historia. Contradicen así el
parecer casi unánime que sitúa el siglo eje con el naci-
miento de Cristo. Todos los acontecimientos de la histo-
ria ocurren antes de Cristo y después de Cristo, no antes
de Pericles o después de Confucio y de Buda. Sostienen
los dos historiadores que el verdadero eje de la historia
se ubica entre los siglos VI y V antes de Cristo porque en
esa época vivieron Confucio, Buda, Pericles y dos de los
llamados profetas hebreos, Jeremías y Daniel y la deci-
siva influencia de estos personajes sobre la humanidad
es innegable. Aceptada esta tesis acuso a Colombia y a
mis coterráneos porque por nuestra culpa los dos his-
toriadores no han escrito algo así: “Y porque además de
Confucio, Buda y los profetas hebreos, allá en Colombia
en un rincón de la Cordillera Oriental se encuentran los
monumentos funerarios más importantes de América
en el alto valle del Río Magdalena cerca de la población
de San Agustín, de una fabulosa civilización que traba-
jó la piedra y llegó a su apogeo en el siglo VI antes de
Cristo”. Para la época de la muerte de Spengler, 1936,
y la de Toynbee, 1975, ya nuestra zona arqueológica de
San Agustín había sido explorada y reconocida. ¿Estaré
soñando? ¿Estaré exagerando?
¿Me dejo arrastrar por un nacionalismo ridículo?
Creo que no. Nuestra civilización de San Agustín ha sido
reconocida por arqueólogos de todo el mundo como un
hito importante en la historia. Sucede que los colombia-
nos sabemos muchos de los bárbaros de Europa, de los
Hunos y de los otros, y poco o nada de nuestros ances-
tros indígenas. Y vuelvo a mi pensador preferido, Paul
Valéry: ”No apostaría un céntimo por el futuro de un
pueblo que no reconoce su pasado”. San Agustín debe
estar en la mira de todos los colombianos, por dos pode-
rosas razones: por su imponente belleza y por su impor-
tancia histórica. Se encuentra en la puerta del Parque
Nacional Natural del Puracé entrando por el Huila.
Yo divido este Parque de 830 kilómetros cuadrados en
dos regiones: la volcánica al norte y la “hídrica”, llamé-
mosla así, al sur. La cadena de los Coconucos, formada
por 13 volcanes, la inicia el Volcán Puracé al norte y la
remata el Pan de Azúcar. Entre los dos se alinean 11 crá-
teres apagados, de extraña y lunar belleza. Los he reco-
rrido todos. El Puracé, es el único activo de la cadena.
PARQUE NACIONAL PURACÉ,
estrella fluvial de colombia
216 217
Allí, en su cráter, soporté una pavorosa ventisca que
azotó toda la cordillera y que mató de hipotermia a va-
rios soldados en el Cerro Patascoy de Nariño. Me acom-
pañaban Wilfredo Garzón, John Bejarano y Carlos Alfon-
so Avellaneda. Tres días con sus noches a 10 grados bajo
cero en el fondo del cráter, sin poder comer ni dormir,
sosteniendo lo que quedaba de las carpas que el viento
había destrozado. Salimos heridos, arrastrándonos por
los arenales. Pudimos morir allí de hipotermia. También
había dormido en el fondo del cráter del Nevado del Ruiz
años antes de la tragedia de Armero. Vivimos otra noche
pavorosa en el cráter externo del Volcán Galeras. Henry
Salazar y yo pudimos morir allí de hipotermia. Fue terri-
ble. En otra ocasión en el borde del mismo cráter pre-
senciamos dos erupciones del volcán, Wilfredo Garzón,
Ricardo Orbes y yo. El volcán explotó a 100 metros de no-
sotros. El calor y las piedras pudieron habernos matado.
Tengo recuerdo de otra aventura vivida en el cráter del
Volcán Cumbal. Estábamos metidos en una cueva dentro
del cráter y nos estábamos asfixiando por los pestilen-
tes gases de ácido sulfhídrico. Yo pensaba que el mal
olor provenía de mi compañero Diego Mesa y él pensaba
que yo era el culpable y cuando nos dimos cuenta que
el culpable era el volcán salimos y pasamos toda la no-
che corriendo entre las fumarolas. Nos sentábamos y
cuando sentíamos que nos daba sueño nos levantába-
mos para seguir corriendo. Así toda la noche, una noche
pavorosa. Muy diferentes han sido las apacibles noches
en el cráter del Volcán Azufral, al borde de su laguna co-
lor verde esmeralda. Tengo recuerdos vívidos de noches
allí pasadas mirando las estrellas, que parecían llorar y
de otra noche vivida en el río Miritiparaná en compañía
de indígenas de la etnia barasana. Hablando de cráteres
activos y de mi amor por ellos, reconozco mis volcánicas
pasiones.
Cerca de los Coconucos se encuentra el Volcán
Sotará.
Mi primer intento de escalada fue fallido. Pregun-
té a unos campesinos: cómo se llega al volcán? Y me
contestaron: “Siga derecho doctor, derecho, derecho, y
cuando llegue arriba a un árbol que ya no está voltee a
la izquierda”. Años después sin ayuda del “árbol que ya
no está”, llegué a la cumbre.
Uno de mis paraísos consentidos en Colombia es el
Páramo de las Papas. ¿Prueba de ello? Varias Navidades
y Años Nuevos los he vivido allí en medio de sus valles de
frailejones y de sus 30 lagunas. Entramos siempre por
San Agustín, a 30 kilómetros está el poblado de Quin-
chana. Allí nos esperan Carlos Guerra y Gustavo Papa-
mija, funcionarios del Parque, ellos aportan los caballos
y su inestimable compañía. Y allí comenzamos la subida.
En los páramos y en los bosques de cordillera nacen
los ríos de Colombia y por ello son nuestros ecosistemas
vitales. Yo los definiría como los ecosistemas situados
entre los 3.000 y los 4.500 metros sobre el nivel del mar
en los Andes húmedos del trópico. Pocos países en el
mundo, contados con los dedos de la mano, poseen el
inestimable tesoro de los páramos.
Allá arriba, en el Páramo de las Papas, donde el aire
es más puro, los vientos indómitos y la soledad se adue-
ña del paisaje, nacen los cuatro ríos medulares de la
patria: al norte, en la zona de los volcanes, el Cauca y el
Patía y al sur, el Magdalena y el Caquetá.
Este es el relato de mi último ascenso al Páramo de
las Papas. En dos etapas de cinco horas cada una subi-
mos al Páramo. En la cabaña de Palechor dormimos la
primera noche. Los campesinos son cordiales. El cami-
no, siempre en subida, discurre entre bosques nativos,
olorosos a quiches y enredaderas y ricos en orquídeas.
Este ascenso es un auténtico goce para los sentidos y
lo acompaña todo el tiempo, unas veces a la izquier-
da y otras a la derecha, un torrente desbocado. Es el
Magdalena, adolescente y brincón, que se despeña en
constantes cascadas. Muy arriba el camino se bifurca:
a la derecha avanza por el valle en el que se asienta la
Laguna de la Magdalena y a la izquierda el camino se
remonta y desde arriba como desde un balcón domina
todo el paisaje de la laguna y su entorno de montañas. El
límite entre el Cauca y el Huila pasa por la cima del Pá-
ramo. Descendemos un poco y vamos a hacer nuestra
base de operaciones en la casa del difunto don Reinel,
en la vereda La Oyola.
La primera visita es a la laguna donde nace Yuma,
nombre que daban los indígenas al río Magdalena. Subi-
mos a las Tres Tulpas, cerros desde los cuales contem-
plamos el valle. Embelesados mirando el gran circo de
montañas que rodea la laguna de repente aparece en el
cielo el mejor regalo navideño que he recibido en mi vida:
una pareja de cóndores nos da tres vueltas mirándonos,
yo diría que con cariño, para desaparecer después hacia
el norte. La laguna duerme su sueño glacial en medio
de los frailejones en un silencio “ensordecedor”. Baja-
mos a ella. Hace muchos años nos abríamos de piernas
en el sitio exacto en el que el río se desprende de la la-
guna y el Magdalena pasaba bajo nosotros. Ahora ya no
es posible, se ha ampliado el boquete. Damos la vuelta
completa a la laguna, siempre en silencio.
Al pie de un enorme farallón rocoso se encuentra la
Laguna de Santiago. Trepamos entre frailejones que en
época de floración convierten al páramo en un jardín en-
cantado de corolas amarillas. Al borde de la laguna y a
90 metros sobre ella nos sacude el viento, eterno com-
pañero de estas soledades. De la laguna sale la quebra-
da Lambedulce que es el primer afluente que el Magda-
lena recibe por su margen derecha.
Metida en un profundo hueco, totalmente escon-
dida yace dormida la Laguna de Cusiyaco. Para llegar
a ella debemos trepar una larga y empinada loma en
cuya cima nos encontramos con un auténtico jardín de
“atrapamoscas” Así se llaman comunmente y su nom-
bre científico es “Befaria o Bejaria resinosa”. El arbusto
pone paletadas de color rojo en medio del verde circun-
dante. Alegra la vista. Las flores jóvenes son pegajosas
y allí quedan las moscas; las flores “viejas” pierden el
pegante.
Los más de 100 metros de descenso a la laguna son
verticales. Bajamos agarrados de las matas, es un decir,
porque casi todo el tiempo rodamos sobre nuestras es-
paldas y cojines adyacentes. La laguna impone respeto,
el entorno parece un templo majestuoso. Dan ganas de
arrodillarse y adorar a los dioses del agua.
El río Caquetá, el coloso de nuestra selva amazóni-
ca, tiene un origen humilde que no se compadece con
la grandeza, el caudal y la majestad del mismo cuando
penetra poderoso y peligroso en la Angostura entre pa-
redones de 100 metros de altura y cuando más abajo se
introduce por el Cañón del Diablo frente al que fue el
fatídico Penal de Araracuara. Es el mismo río que no
nace en una laguna sino que recoge aguas que se escu-
rren en un cuenco modesto de montañas. Allí se estrena
formando una humilde cascada de 20 metros e inicia su
recorrido por un angosto y bellísimo valle de frailejones.
“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”
decía el poeta. Nosotros, como ellos tenemos nuestro
destino, ninguno igual a otro. El Caquetá y el Magdalena,
a pesar de nacer en el mismo Páramo y a una distancia
menor de 5 kilómetros el uno del otro, llevan destinos
muy diferentes. El Magdalena atravesará todo el país de
sur a norte, dará vida a millones de colombianos, será
la arteria vital de la patria antes de ir a morir al mar
Caribe. El otro, el Caquetá, regará territorios silenciosos
en las selvas del sur, dará vida a etnias ancestrales y
con el nombre de Japurá entregará sus aguas al padre
Amazonas en Brasil.
Una semana anduvimos, ebrios de libertad y de in-
mensidades, subiendo picos y buscando lagunas. Se nos
atravesaron dantas y osos andinos, vimos volar águilas,
presenciamos amaneceres de suaves pinceladas y atar-
deceres de violentas paletadas. Una tarde nos acosta-
mos en un frailejonal a ver pasar el sol, a sentir la cari-
cia de la brisa, a oír el zumbido de los insectos y a hacer
nada…a llenarnos de vida.
En el camino del llamado Páramo del Letrero que es
parte del Páramo de las Papas, contabilizamos y foto-
grafiamos decenas de orquídeas que estaban florecidas.
El orquidiólogo Carlos Uribe dice que esta región de Co-
lombia es una de las más ricas en estas especies de
flores.
El Páramo de las Papas es llamado la Estrella Flu-
vial Colombiana y ha merecido de la Unesco el título de
Reserva de la Biosfera. Nosotros lo consideramos como
el más puro abrevadero para la sed de nuestro corazón
de colombianos.
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  • 5. 8 9
  • 6. Textos y fotografías ANDRÉS HURTADO GARCÍA Diseño y edición BENJAMÍN VILLEGAS Paraísos de COLOMBIA
  • 8. HATO LA AURORA 111 HATO PALMARITO 125 EL ORINOCO 139 PARQUE NACIONAL NATURAL EL TUPARRO 153 LAS SABANAS DEL VICHADA 167 PARQUE NACIONAL TAYRONA 187 EL PACÍFICO 201 PARQUE NACIONAL PURACÉ 215 CONTENIDO COLOMBIA ES BELLA Y ÚNICA 23 CHIRIBIQUETE 27 EL GUAVIARE 29 JIRIJIRIMO 41 YURUPARÍ 55 SIERRA NEVADA DEL COCUY 69 LA ALTA GUAJIRA 83 GUAINÍA 97
  • 10. 18 19 PRESENTACIÓN Equis ut et aut periandia aut peris modi amenem et, odi corentust et, tem et aperias perunti ommolla boriber sperepro occatin verovit estiate preiumquos experrovit intorem erest ullupturem quia ium fuga. Nemodictur si aut entio. Nequidusam idit vollibus, voluptae aut dis ercipid quas sitam vollentis et quis expero minctam si- tatquam, officab oreperuntur reium reperate et latibus volupta eum qui ad que nihitis ipsam, et qui beaquas vo- loreror rerum cus quam aspitate illiquu nditasi mporepe perchil idendunt. Erum lacit voluptatur molori simenduntis asitat unt, offictio tota nistio tendunt litiandae con plam quidelliqui as ipsandam cum quassim aiorem. Is ma ditatur, to vo- luptas ut audae plaborerum samuscimus. Atio to officiu sanderum, simin reratur? Arum illaut ipit lamust faccumque debisti invello vo- lles adit rem fuga. Nequam cus excepud icipici blab id unt doluptatem a am venimus et aut rerchil idendi is et voloreria eaque nonsedi acerferferia as volentem quam reprendis volorib usapit, sinisciatur, cumet adiam re, omnihit magnam audae eum as que re non nam eos comnitat hitaquas rerum sant as untis volorios assit ut doloremo moditiis etur, quamend elitatiorem volupta plignis velestem vent, cusamus, utatectem. Ut ut quas dernamus enimentio quiamus debitas sum fuga. Ut inc- tur magnimi nverate est volorpos explis millest explige ntiorentin rerferspe lam quam qui dolenie ndelecatius eosande liquatus, senecatur, cusamet offic tentiorum qui nos sitiand eliquam usandan imodistem. Fuga. Ut ant lacepudi core vellaccae nis sitias molor aut magnihil int, ut quibeatur andam ea vero commo et quat faceper fererei ciaerum ditiis aut optatur? Nequi vendit occuptate sequi optur? Apienimet int. Maximus most, quosaes ditaeped que volorem corro volori commolo remqui ullabor rovidebit liquo et id ut deliquunt. Et excea volesen iendamus ut quossiti tesciisciunt veribus, temquis imuscid itatem volo tor aborpos utem qui tenditia que et voluptatus. Xeruptati dita vendam quatem. Genet ulliquaspera nullest, conectur maximus ma poreperferi acerioribus, asit maximporum, ipsae parchil exeria verchit, simus placi dem untist, omni anda qui optaspi tiuntum sequa- sitatem nonsed quos sim illeniet et, apidebis autaturia dolori rem repreperum, que si inctur simusci tinus,
  • 11. 20 21
  • 12. 22 23 Este libro es fruto de mi pasión por Colombia y de mi conocimiento del país. En un rincón de la blanca pared de mi alma tengo colgado un diploma que fui ganando paso a paso y sudor tras sudor: soy graduado en Cami- nos, “suma cum laude”. Desde muy pequeño mi ma- dre me puso a perseguir el arco iris. Ella me decía que se traga a las personas en su contacto con la tierra. Cuando aparecía sobre los cafetales de mi Quindío na- tal corría a perseguirlo. Regresaba desconsolado por- que nunca lo encontraba. Mi madre entonces me decía que en la vida las cosas verdaderamente importantes siempre están más lejos. De allí surgió el leif motiv de mi vida que reza así: “Los largos caminos exigen largas fidelidades y a medida que se alargan los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas”. (Cartas del camino). Andrés Hurtado García. Selvas, páramos, bosques de cordillera, valles, de- siertos, llanuras orientales, ríos, montañas nevadas, playas , me han visto pasar, no como turista, (¡no, por Dios!), sino como nómada, con pocas cosas a cuestas y mucha riqueza interior. Y ella, mi carpa nómada, mi ho- tel de todas las estrellas, se ha posado en la misteriosa penumbra de las selvas amazónicas, en las delezna- bles arenas de playas solitarias, en la cálida caricia de las sabanas orientales, en la mullida alfombra de los páramos y en la augusta soledad de los glaciares. Paraísos De Colombia también es fruto de la pande- mia. La soledad y el desierto son hermanos. La pande- mia nos condenó a ambos. Para muchos la soledad del confinamiento ha sido una desesperación, una tragedia y por ello han tratado de eludirla por todos los medios… irresponsables. Para otros ha sido una etapa creativa. El desierto existe en los grandes arenales “de africana solemnidad” y también en medio del bullicio de las ciu- dades. Los primeros son una maldición ecológica para la Tierra pero vividos y amados como mundos ricos en presencias y epifanías, se convierten en ecosistemas espirituales que engrandecen y acrisolan al hombre. Y el segundo, el desierto creado y consentido en me- dio del bullicio de las ciudades, se convierte en acicate creativo. COLOMBIA es bella y única
  • 13. 24 25 Este libro es producto de la soledad y del desierto que la pandemia del coronavirus impuso al mundo y es su- cesor de otros que he escrito sobre las espectaculares bellezas de Colombia. Sucede así a: Colombia Secreta, (Unseen Colombia, en su edición inglesa)), Caminando Colombia, (Trekking Colombia) y Parques Nacionales Naturales De Colom- bia, (National Natural Parks of Colombia). Los libros lle- van el inconfundible estilo editorial de Villegas Editores, sello que me ha permitido ser galardonado en Estados Unidos con estos tres libros. Benjamín Villegas ha pu- blicado los más bellos libros sobre Colombia: naturale- za, montañas, selvas, historia, arte, gastronomía, arqui- tectura, caricatura, paisajes, biodiversidad… Los libros de Villegas son los regalos que los extranjeros llevan de regreso a sus países. En este libro me acerco emocionado a las cinco re- giones del país: Cordilleras, Atlántico, Pacífico, Llanos Orientales y Selva Amazónica. De cada región escojo uno o dos paisajes representativos y a partir de ellos me ex- tiendo un poco por el entorno. Por donde se mire en Colombia hay paisajes de inde- finible belleza. Escogí unos cuantos. Quizás en otro libro vuelva mi mirada sobre otros, como los bosques de cor- dillera, la Laguna de la Cocha, el Volcán Azufral, el valle de Cocora, el Cañón de Chicamocha y sus Barrigones, los Parques Nacionales Naturales, el Desierto de la Ta- tacoa, Los palmerales de Toche, los páramos de Chinga- za, Santurbán y muchos páramos de Colombia, algunos rincones de la Guajira, el Valle de Cocora, las lagunas de Boyacá, los ríos amazónicos, los hatos del Llano, las cascadas del país… entre centenares de lugares. Para todos los lectores enamorados del país, aquí van mis pasos amorosos y esforzados por la piel bella y a veces atormentada de Colombia. Andrés Hurtado García
  • 14. 26 27 “Oh quién pudiera de niñez temblando, a un alba re- nacer, pero la vida está pasando y ya no es hora de aprender”. Quizás sea este el verso más bello que yo haya leído. ¿Su autor? “Era una llama al viento y el viento la apa- gó”, así se definía él: Porfirio Barba Jacob. A ese mundo definitivamente perdido de la infancia siempre he queri- do regresar. Pero “la vida está pasando” y hay retornos que se vuelven imposibles. Con todo, cuando me hundo en ese mundo de bejucos, de silencios, de pasos en la penumbra, de susurros misteriosos, de árboles gigan- tescos y amigos, regreso a mis sueños recurrentes de niñez. Me perdía de la casa de mis padres y penetraba ilusionado en bosques donde todos los seres me mira- ban con cariño. Yo soñaba con la selva y allí era feliz. ¡Chiribiquete! El último mundo perdido por descubrir. Mi primer acercamiento al Parque Nacional Natural de Chiribiquete lo hice en compañía de Álvaro Otálora. Lle- gamos a Araracuara, nos alojamos en las destartaladas instalaciones de lo que fue el temido Penal. Al amane- cer retiramos una pudridora que había pasado la noche calentándose debajo de la carpa. Bajamos un trecho del río Caquetá y remontamos el Yarí, bello y misterioso. Nos detuvimos en Piedra Campana, sagrada para los indígenas. Golpeamos la enorme roca para oír los ex- traños sonidos y fuimos a levantar la carpa en el Raudal de la Gamitana; el verano descubre una gran explanada rocosa en la mitad del río. Fue una “noche toda llena de murmullos, de perfumes y de músicas de alas”. Por un camino que los indígenas utilizan para sus cacerías llegamos hasta la cabecera del raudal. El río se precipita con fuerza aterradora por un cañón estrecho y profundo. El segundo intento fue una combinación de marchas a pie por la manigua y navegación de caños y ríos. Me acomÇpañaron la médica Alejandra Murcia y Orlando Luna. Era invierno y la selva alucinaba con toda su fuer- za, belleza y dureza. A pie llegamos al río Mesay y re- montamos con mucho miedo el terrible raudal de Masa- ca rogando a los dioses de la manigua que el motor no se atascara en medio de la barahúnda de los chorreones. Algunas veces hacíamos cortos trechos de noche para gozar de la magia del piso que alucina con los hongos fosforescentes; sabíamos del peligro de las serpientes. Llegamos a Caño Cuñaré y la noche nos sorprendió en CHIRIBIQUETE, templo de la biodiversidad
  • 15. 28 29 el Raudal Guacamaya. No había cansancio en las largas marchas, había profunda emoción. Volvimos al río; tres nuevos raudales: Cascajal, La Culebra y Curupia. No son tan peligrosos como Masaca pero debemos bajarnos de la canoa para empujarla y arrastrarla por la orilla avan- zando con el agua a la cintura o más arriba. Exploramos Caño Tubo, así llamado porque el agua discurre por un larguísimo canal estrecho al que caen por ambas orillas cascaditas que vienen de la selva. Al atardecer nos bañamos en pocetas de agua negra, purísima. Por la noche la linterna alumbró ojos de ba- billas y caimanes en las mismas pocetas. Nos miramos aterrados y agradecidos con la vida que no cesaba de darnos oportunidades. Regresamos y navegamos has- ta llegar al espectacular Raudal de Jacameyá. Es una cascada que mide más de 100 metros de frente por 5 de alto, es la cascada más ancha de Colombia. A su orilla montamos la carpa. Estábamos en Chiribiquete. La Unesco lo declaró Patrimonio Natural, Mixto y Cultural de la Humanidad por sus valores en biodiversi- dad y cultura. Abarca 4.268.095 hectáreas y es el Parque Natural más grande de Colombia y uno de los mayores del mundo. Los científicos han encontrado en sus pare- des rocosas más de 70.000 petroglifos, algunos de los cuales tienen 20.000 años de antigüedad. En sus predios viven 18 tribus totalmente ajenas a “la civilización”. Los investigadores han encontrado centenares de especies nuevas de flora y fauna. La presencia de 30 mamíferos de mediano y gran tamaño habla de la buena salud de la selva. Yo había llegado, pues, por tierra, muchos antes de que el territorio fuera declarado Parque Nacional en 1989. Ahora llegaríamos por el cielo. Un helicóptero nos llevó a Wilfredo Garzón, atleta de carreras de montaña y a mí, y nos depositó en la mitad del Parque. Fueron 8 días de “orgasmo cósmico”, frase que he acuñado para expresar los exultantes momentos en que arañamos el mundo de la felicidad de los dioses. Cada noche nuestra carpa nómada se asentaba en sitio diferente. Sentíamos a veces en la alta noche asordinados pasos cerca de la carpa; varias veces oímos los gruñidos de los tigres. En la selva llaman tigres a los jaguares; les dicen también tigres mariposos por las pintas de la piel; los tigres asiá- ticos tienen la piel listada, los nuestros moteada. Las cosas que dejábamos por la noche fuera de la carpa amanecían totalmente cubiertas con miles, tal vez mi- llones de comejenes, que son hormigas ciegas y que comen madera. Caminábamos todo el día alucinados mirando flores e insectos raros, desconocidos para no- sotros. Nos bañábamos en los caños de agua negra; en los suelos de arenas blancas de la selva llamados ca- tingales, nacen caños y ríos de aguas purísimas, negras en gran cantidad y rojo-amarillas en pequeña. Bañarse en ellos es un bautismo genesial. Subimos a algunos tepuyes y desde sus cimas nos sentimos minúsculos y felices dueños de la inmensidad del paisaje y de los centenares de picos rocosos que parecen competir en la carrera para llegar al cielo. En la cumbre de uno de ellos nos sorprendió el más impresionante diluvio que hayamos vivido. Totalmente emparamados y acosados por los rayos lejanos que se acercaban casi no podíamos descender. Al final optamos por dejarnos caer unos 10 metros entre ramas y matas espinosas. Nunca lo olvi- darán nuestros brazos y piernas heridos y magullados. Llegado el plazo no queríamos regresar “al mundo de los hombres”. Siendo así las cosas rogábamos para que el helicóptero se acordara en qué rinconcito de esa inmensidad nos había dejado. Ahora faltaba gozar del soberbio espectáculo de los tepuyes desde el aire. Varias veces, con los debidos per- misos, he sobrevolado Chiribiquete invitado al avión Gran Caraván-EX de Jorge Londoño. Chiribiquete es la prolongación hacia el occidente del Escudo Guyanés, formado por las rocas más antiguas del planeta. Se en- cuentra ubicado entre Guaviare y Caquetá; del piso de la selva se levantan centenares de picos rocosos algunos con cumbres aplanadas y otros de afiladas cimas. El paisaje roza los linderos de la más inimaginable belleza. Bosques densos, sabanas rocosas de rala vegetación, ríos, caños y pocetas de aguas negras brillantes, casca- das, playones de arenas blancas y en medio de esta acu- mulación de elementos de telúrica belleza, centenares de tepuyes Termino, porque debo terminar este relato que es una invocación a las fuerzas maternales de la tierra americana, con los versos del “Sol de los venados” de Eduardo Carranza: ”Ah, tristemente os aseguro, tanta belleza fue verdad”. Es verdad. “No apostaría un céntimo por el futuro de un pueblo que no reconoce su pasado”, así, sibilinamente, habla- ba Paul Valéry. En la consentida libreta que mi corazón guarda estaba escrito que yo debía visitar Sète, reco- rrer calladamente su cementerio y desde allí mirar el mar, “la mer toujours recommencée”, el Mediterráneo, como lo llamaba el poeta. Soy nómada de cementerios, lo reconozco, me gusta comulgar con los espíritus de los que han marchado al más allá. Cementerios en los que reposan los seres que he amado en vida. Sé que ellos no mueren, me caminan hacia el alma. Y de ma- nera especial los cementerios donde “reposan” (curiosa palabra para los muertos) “los grandes hombres que en el mundo han sido”. El tren me dejó en la estación de Sète, población de Occitania, ubicada al lado del mar. Atravieso el canal . ¿Cuál será la casa natal de Valéry? Me voy preguntando. Entro a una papelería y pregunto. Me dicen: “Aquí, señor, la casa fue destruida durante la guerra. En este lugar nació el poeta.” ¡Vaya casualidad! Sigo al cementerio. Es lunes y está cerrado. El departamento del Guaviare es un buen motivo para saldar las cuentas con nuestro pasado indígena. Bajé el río Guayabero en canoa desde La Macarena acompaña- do por Diego Mesa con quien fundé en Cali en la década de los 60 el primer club de montañismo que hubo en Colombia. Por las noches amarrábamos la barca a un árbol de la orilla y al amanecer encontrábamos siempre que animalitos del monte se habían subido a la canoa. Una vez fue una anaconda de 4 metros. Así llegamos al Raudal del Guayabero. Era invierno. Pasar el violento chorreón era casi como jugar a la ruleta rusa. La lista de ahogados era larga. La noche anterior a nuestro paso una canoa había zozobrado y sus dos ocupantes fueron encontrados aguas abajo totalmente destrozados. A la derecha de la entrada al Raudal se encuentra nuestro objetivo. Subimos por un camino de monte y lle- gamos a una inmensa pared llena de petroglifos hechos con pintura roja por los indígenas. Esta primera vez fue en 1.977 y lo llamé “la Capilla Sixtina del Guayabero”. Desde entonces he visitado muchas veces este lugar “reconociendo mi, nuestro pasado” como quería Valéry. Regresamos al río y con inmenso pánico y toda- vía mejor suerte logramos pasar el Raudal. Hace años dinamitaron la enorme roca que trambucaba las embarcaciones a la entrada y la navegación ya no es riesgosa. El departamento del Guaviare es uno de los terri- torios colombianos con mayores atractivos naturales “hechos” en roca. Unas extrañas formaciones reciben el nombre de Ciudad de Piedra; parecen, en efecto, una ciudad. Relatos de turistas imaginativos pretenden qui- tarle la autoría a la erosión y dicen que son obra de ex- traterrestres. Cerca se encuentra una zona de numero- sos Túneles naturales. Más allá en medio de una sabana se levanta La Puerta de Orión que yo he calificado como la piedra más bella de Colombia. En estas rocas crecen muchas orquídeas; precisamente detrás de la Puerta de Orión el doctor Carlos Uribe, el conocido traumatólo- go y orquidiólogo que está publicando en tomos de lujo todas las orquídeas de Colombia descubrió una nueva y la bautizó con mi nombre: “Epidendrum hurtadoii”. Y siguiendo con el mundo de nuestros antepasados, Guaviare ofrece otros dos santuarios; se trata de dos cerros selváticos en cuyos varios pisos se encuentran paredes con miles de figuras pintadas en rojo por los indígenas. Los he explorado largamente en compañía de Ramiro Mariaca, Diego Castro y Andrés Morales. Se llaman Cerro Azul y Nuevo Tolima. Visitar estos ce- rros es bueno para el alma; bueno para la vista porque la contemplación de la selva reconcilia con el cosmos, bueno para los pulmones que allí respiran el aliento perfumado de la manigua. Por nuestras venas corre sangre indígena americana. EL GUAVIARE, la biblioteca del pasado
  • 16. 30 31
  • 17. 32 33
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  • 19. 36 37
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  • 21. 40 41 “Tú eres la catedral de la pesadumbre donde dioses desconocidos hablan a media voz en el lenguaje de los murmullos prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos”. La Vorágine. José Eustasio Rivera. De niño (¡siempre la niñez!), la edad más seria de la vida), yo soñaba con grandes aventuras en la selva y en las montañas. Me veía colgado de bejucos como Tarzán cuyas películas me encantaban. Las lianas de la selva me fascinaban especialmente las más retorcidas. La vida me depararía el placer de conocer al héroe de mi niñez. En un programa estelar de la televisión es- pañola llamado “Directísimo” nos presentaron a Johhny Weismüller y a mí. Le conté de mis sueños de niño y le pregunté por su lucha con un enorme cocodrilo del Nilo. Me contó que era un muñeco de plástico y de madera accionado eléctricamente y que la escena se grabó en una piscina ambientada con vegetación del gran río. En medio del forcejeo Tarzán le clavó la puñalada en el lugar equivocado y le afectó el sistema eléctrico con lo cual la cabeza del “Hombre Mono” quedó aprisiona- da entre la poderosa pata o mano derecha y el cuerpo del animal y la lucha por liberarse era tremenda ya que el cocodrilo era muy pesado. Cuando al fin pudo salir del apuro los técnicos y asistentes gritaban y aplaudían emocionados por la verosimilitud de la escena. El sim- plemente les dijo: yo me estaba ahogando. En esa época de mi vida yo guardaba en mi memoria los relatos sobre las andanzas de mi padre y en una caja fotos y dibujos de selvas y de montañas y me decía que cuando fuera grande mi vida trascurriría entre selvas y montañas. Al primero que le oí hablar de Jirijirimo fue a Richard Evans Schultes, famoso etnobotánico norteamericano enamorado de nuestra selva. Estudiando el caucho y las plantas alucinógenas en el Vaupés fue sorprendido por unos militares que lo llevaron “preso” y lo presentaron a su comandante, el capitán Gustavo Rojas Pinilla. El fu- turo presidente-dictador de Colombia le dijo que lo ci- taba para que jugaran ajedrez, juego que le encantaba. JIRIJIRIMO, “el paisaje más bello del mundo”
  • 22. 42 43 Ninguno de los indígenas y soldados sabía del juego ciencia. Y así lo retuvo con todos los honores durante unos días. “Y si lector dijerdes ser comento, como me lo contaron te lo cuento”, escribo citando a don Juan de Castellanos en su ELEGÍA DE VARONES ILUSTRES. Schultes atravesó el túnel del Apaporis en Jirijirimo en 1.941. Ese año nací yo. Tenía que ir como fuera. No fue nada fácil conseguir datos. Al fin monté en el aeropuerto de Villavicencio en un DC·3 . Éramos solo dos pasajeros, Rodrigo Belalcázar Orbes y yo. El resto unos 20 enormes bidones de gasolina que un policía subió al avión. Pre- gunté para qué era la gasolina y me respondieron que para unos vehículos y motocicletas que había en Pacoa, un poblado selvático de unos 200 habitantes. Amo los DC·3. Consumen toda la pista, se nota el esfuerzo que hacen para despegar, gozan, se les nota la alegría de volar. Los modernos jets son demasiado sofisticados, no hacen ningún esfuerzo, cumplen con el cometido de volar. Aterrizamos saltando en la pista-potrero de Pa- coa. Los indígenas salieron a recibirnos. Pregunté por las motocicletas y vehículos, se miraron y se sonrieron. Ayudé a bajar los bidones de gasolina. Ser amable, no cuesta nada. Y nos metimos al Apaporis, río que marca límites en- tre el Vaupés y el Amazonas. Nace en la entraña de Chi- ribiquete formado por el Tunía y el Ajaju. Es un río “ne- gro”, color debido a los ácidos húmico, fúlvico y tanino. Los ríos negros nacen en la selva y son limpísimos. Los que vienen de la Cordillera Oriental son de color barroso debido a los sedimentos que arrastran y se denominan ríos “blancos”. El estruendo que produce la catarata de Jirijirimo se oía desde lejos y fui entrando en un estado mezcla de excitación y de extraña alegría a medida que llegábamos. En la vida lo que ha de llegar llega. Mi co- razón palpitaba a velocidades que no me conocía y las manos me temblaban. ¿Y cómo es él? Un kilómetro arriba una isla en for- ma de corazón, ocupa la mitad del río. Este, que venía relativamente tranquilo, se dobla un poco, coge fuerza y velocidad y se va precipitando en pequeñas cascadas entre las cuales crecen unas fibras vegetales verdes y largas como cabellos de mujeres de fábulas fantas- males. El agua parece deslizarse perezosa adhirién- dose a los cabellos verdes , llamados por los botánicos “podostemáceas”. Después de este alarde fantástico de belleza el río se precipita por una catarata de unos 50 metros en forma de escalones y después de formar una endiablada poce- ta en la base de la catarata el río se lanza por un cañón de varios kilómetros de longitud y de escasos 50 metros de anchura. Es el mismo río que arriba alcanza un kiló- metro de anchura. Al final del cañón el río se amansa y entra en el Túnel del Apaporis. Varias veces he ido a Jirijirimo. Me han acompañado John Bejarano, Juan José Saldarriaga y el médico Elio Mendoza y fue bello ver cómo Gustavo, el cacique de los kabiyaris y el Dr. Elio compartían sus saberes medicina- les. Jirijirimo significa “la cama del güío”. Abundan en la región y son inofensivos. Los indígenas kabiyaris llegaron muchos años des- pués y comenzaron a levantar su pueblo a orillas de la catarata. Los convencí de que no lo hicieran porque cuando llegaran los turistas estos se encargarían de de- gradar el lugar. Me hicieron caso y se trasladaron unos dos kilómetros más arriba. Un caminito abierto en la selva de dos horas de du- ración lleva a la salida del Túnel. En invierno he encon- trado allí los hongos copa de diablo, para mí los más hermosos de la selva. Las copitas suelen estar llenas de agua. Me gusta recorrer solo el caminito por la noche, sintiendo la vibración de la tierra y de la manigua. He oído gruñidos cercanos de tigre. La selva tiene su propia sinfonía. Al anochecer la algarabía de insectos y chicha- rras a veces es ensordecedora. Poco a poco se va esta- bleciendo el silencio y a media noche la selva entra en callado y majestuoso éxtasis. A veces se oyen silbidos lejanos, pasos en la penumbra, aleteos de pájaros, su- surros misteriosos. La selva vibra y yo barrunto los lin- deros del orgasmo cósmico, yo pequeño ser hundido en la poderosa entraña de la Tierra y del cosmos. También me gusta poner la carpa por la noche en un claro de la selva y mirar cómo las estrellas siguen su camino. En una noche así descubrí mi constelación la “Constelación de la Fidelidad”. Con los amigos nos acercamos al borde de la cata- rata, atravesamos el río y la miramos del otro lado, nos internamos en la selva y la contemplamos casi de frente. Cuando el arco iris aparece majestuoso sobre el chorro recuerdo la frase de Jack Kerouak: “¿Qué es el arco iris, Señor? Un collar para los humildes” (Los vagabundos del dharma). El Túnel lo atravesamos remontándolo desde la sali- da. Para todos este momento cumbre es “una experien- cia religiosa”. El Apaporis que arriba del Raudal mide un kilómetro de anchura reduce su tamaño a escasos 5 metros en el túnel y por tal estrechura debe dar paso a su inmenso caudal. Los indígenas nos llevan con mucho cuidado porque a pesar de que el agua se ve tranquila, surgen a veces del fondo remolinos que de no ser es- quivados, pueden ser fatales. La travesía del corto túnel se constituye en lo que en el lenguaje de hoy llaman un chorro de adrenalina. Horas, sí, horas, he invertido sentado al borde de la catarata mirando el río, mirando mi vida pasar en las turbulentas aguas. Los ríos son para quererlos. De unas fotos que me pidieron Jaqueline Kennedy escogió una del Raudal de Jirijirimo para una editorial. Ella lo catalogaba como el lugar más bello del mundo. Contribuye a esta belleza, según ella, la ausencia de ho- teles y de presencia estable del hombre “civilizado”. El Raudal de Jirijirimo pertenece tanto al Vaupés como al Amazonas. YURUPARI.
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  • 28. 54 55 “Y yo que poseo los secretos del agua, he desviada hacia ti en la primavera un manantial arisco. En algún lugar te espera. ¡Parte ya! Mi pequeño nómada. Abandona los sesteaderos habituales. Renuncia a tus parcelas, y así, desnudo como todo lo que acaba de nacer, conocerás algún día los abrevaderos de las águilas”. Cartas del camino. Andrés Hurtado García. Vaupés es el departamento más rico en etnias indí- genas y por lo mismo en saberes ancestrales. Por las calles de Mitú se pasean tanto indígenas como antro- pólogos colombianos y extranjeros. En una de mis tra- vesías de selva partía yo de Mitú en compañía de Álvaro Otálora. Un indígena que no nos conocía nos preguntó: ¿Ustedes quiénes son? Ustedes son antropólogos? Le contestamos que no. Entonces el nativo nos dijo: ¡Ah! Entonces ustedes son es nada. Dos cosas nos parecieron graciosas: la fórmula gra- matical, mezcla de plural y de singular y el hecho de que no siendo antropólogos, no somos “es” nada. Para llegar a Mitú y a Puerto Inírida desde el interior del país la única vía es la aérea. Respecto a la puntua- lidad de los vuelos los nativos dicen con humor que el avión llega de un momento a otro, ni un minuto más ni un minuto menos. He peregrinado muchas veces al Vaupés a aprender de la sabiduría de los payés indígenas, a gozar de los paisajes de la manigua y a navegar el río que lleva el mismo nombre del departamento y que va recogiendo en su largo “caminar” los olores agrestes y los sonidos misteriosos de la selva. En esta tierra prodigiosa he gozado con las simpá- ticas historias que cuentan los nativos. Un indígena se presentó a las votaciones sin la cédula. Le dijeron que tenía que traerla. El contestó: “ese se cayó al río.” Los escrutadores le dijeron entonces que recordara el nú- mero y recibieron esta respuesta: “ese también se cayó al río”. El río Pacoa tiene un afluente que se llama Caño Transistor, los indígenas dicen que el aparato cayó al fondo del río y allí sigue todavía sonando. YURUPARÍ, mito fundacional de la selva
  • 29. 56 57 Yuruparí es el mito más importante de la selva ama- zónica americana y se relaciona con el Popol Vuh. El mito es fundacional y tiene muchas variantes. Su origen se ubica tanto en Brasil como en el Vaupés. Este podría ser el resumen, que he tomado de datos de internet: “Seucy comió la fruta prohibida ( ¿Eva?) del Pihcan y el jugo, que es el semen del sol, la dejó encinta y nació Yuruparí que significa “engendrado de fruta prohibida”. El muchacho es elegido chamán y cacique de la tribu y viene a cambiar las leyes matriarcales y caóticas por las leyes del sol, que son patriarcales y ordenadas. El mito de Yuruparí explica el origen del mundo, la ferti- lidad, la resurrección, la lucha de poderes, la vengan- za y el establecimiento de las normas. Según el mito la tierra se pobló debido a la fecundación de las mujeres que diez lunas después dieron a luz”. ( www.colparques. net>yuru) Remontamos el río Vaupés gracias a la colaboración de Milcíades Borrero Waunana, que nos preparó el via- je. Mis compañeros en esta ocasión son Oscar Gómez y Federico Mendoza. No tenemos prisa. Los indígenas de los poblados ribereños nos permiten dormir en sus amplias malocas y nos narran las peripecias de sus ca- cerías. Poco antes de llegar al Raudal de Yuruparí nos detenemos a mano izquierda en Circasia. Los indígenas nos reciben con amabilidad y nos muestran el dedo gor- do del pie de un niño, guardado en un frasco con alcohol. El niño se bañaba en el río y un pez caribe, que es una piraña de mayor tamaño, le cercenó el dedo. Más tarde otros indígenas pescaron en el mismo sitio el pez cari- be autor del “dedicidio” y le sacaron del vientre el dedo cercenado. Tiempo después volvimos a ver el frasco en el hospital de Mitú. Y llegamos al Raudal de Yuruparí, mágica cascada nacida del mito y que interrumpe la navegación. Era ve- rano y el espectáculo del agua escurriéndose perezosa entre las largas cabelleras vegetales verdes de las plan- tas llamadas “podostemáceas” parecía arrancado al primer día del Génesis. Aquí los indígenas nos contaron una variante del mito fundacional. Un día el Sol tuvo amores con su hija en la profundi- dad de la selva. Pero hubo un testigo, el insecto “ruega- diós”, que luego se convirtió en hombre y con su flau- ta comenzó a pregonar por la selva el incesto del astro rey. Una vez al año se celebra la fiesta del Yuruparí que recuerda este amor prohibido. Las mujeres no pueden asistir, y si alguna lo hace una maldición recaerá sobre ella. Los blancos que han tenido la fortuna de estar pre- sentes recuerdan, con la piel erizada, el lúgubre sonido de la flauta, como si proviniera de un tétrico más allá y resumiera todo el dolor irredento de la selva. El mismo río Vaupés se unió a la tragedia del sol y se quebró en un escalón de diez metros de altura que lo corta en toda su anchura: es el raudal de Yuruparí o del Diablo. Después del Raudal de Jirijirimo este de Yuruparí o del Diablo ocupa el segundo lugar en espectacularidad. Nos bañábamos en unas pocetas de la orilla y mirába- mos las garzas que pescan sobrevolando el río o posa- das sobre las trenzas vegetales desafiando la corriente en medio del raudal. ¿Serían las almas de los que se trambucaron en el raudal? En lugares de exaltación dionisíaca hundido en la magia del paisaje vienen a mi mente los poemas de mis poetas preferidos. “Esas aves me inquietan, en el alma reconstruyen mis rotas alegrías, evocan en mi espíritu la calma la augusta calma de mejores días”. (Cigúeñas blancas. Guillermo Valencia). Al anochecer nos sentábamos al borde del raudal y en un cielo escandalosamente despejado mirábamos cómo las estrellas iban cayendo a perderse en las már- genes boscosas del río y se reflejaban en la poceta que se forma en la base del raudal. Tres días permanecimos en el Raudal. En otro de mis viajes con Daniel Delgado, Álvaro Tria- na y Mauricio Soler hicimos una incursión de ocho días a la selva en época de Navidad. Pasamos varias veces de- bajo del árbol que cuando es joven no deja crecer matas, ni arbustos ni arbolitos a su alrededor en un diámetro de tres metros. Es uno de los tantos misterios de la sel- va. Cuando el árbol ya es adulto “levanta la prohibición”. Montamos la carpa en un claro de la selva y gozamos de una noche arrullada con la sinfonía de insectos, de sapos, de pájaros y de uno que otro animal de pelo. Era noche de Navidad. En esa ocasión recibí mi bautismo de la selva: una hormiga, la conga, o veinticuatro o tocan- tera, o yanabe, o la hormiga bala, me picó en un dedo de la mano. No describo el dolor y me remito a “lista Sch- midt insectos” de internet. Justin Schmidt, un entomó- logo estadounidense, elaboró la lista de las picaduras más dolorosas de avispas, insectos y hormigas. La de la conga, “monstruo” que mide de 0,7 a 1,2 pulgadas y que es de color negro y rojizo, es la picadura más dolorosa, 30 veces más que la de una avispa, abeja o víbora. Así describe Schmidt el dolor de la picadura de la hormiga conga:”Un dolor puro, intenso y brillante. Como andar sobre brasas incandescentes con clavos oxidados de siete centímetros taladrando el tobillo”. Yo creo que mis clavos debían medir por lo menos 10 centímetros. ¡Vaya dolor! Debo decir, porque lo exige el guión, que llevo más de 40 años sin conocer Navidades y Años Nuevos en las ciudades. Siempre los he vivido, “lejos del munda- nal rüido”, en selvas, montañas, desiertos. Ya vueltos al río con mi dedo y mi dolor, gozamos un día entero de baño en las pocetas. Y aguas arriba del raudal bebíamos generosamente del agua de sus pe- queños afluentes, agua buena para la sed y también para el corazón. ¡Oh Vaupés, territorio de inmensas epifanías!
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  • 35. 68 69 “En el umbroso amanecer voy hacia ti, MONTAÑA escogida, desnudo como los hombres de la mar y ligero como los hombres del desierto. En tu cima sembraré uno de mis sueños bajo los rayos de tu sol recién nacido y tú me entregarás tu secreto: Otra cumbre incitante en el horizonte”. (Cartas del camino. Andrés Hurtado García). A mis cuatro años desde la finca paterna remonté el río por la margen derecha buscando su nacimiento. Or- ganicé una tragedia familiar. Los ríos nacen muy lejos, allá arriba, cerca del cielo. A los siete años en compañía de los scouts grandes del Colegio San José de los Her- manos Maristas de Armenia donde yo estudiaba, subí al Nevado del Ruiz, montaña que yo veía desde los cafeta- les de la finca y que me encantaba. Yo quería conocer la nieve. Organicé una tremenda pataleta infantil para que accedieran a llevarme. Era muy peligroso, decían las personas mayores, esto no es para niños. En la cumbre, a 5.200 metros, todos se quejaban de terribles dolores de cabeza mientras yo corría feliz por la inmensa planicie blanca. Así fue mi primer ascenso a una alta cumbre y sería el inicio de mis largos amores con esta montaña a cuya cima he subido 36 veces; en una de ellas ocurrió la tragedia: con la pierna derecha partida en dos partes y con herida abierta por haberse salido de su sitio la tibia y el peroné estuve tres días esperando el rescate en la parte alta del glaciar sur del nevado. Uno de los más vívidos e imborrables recuerdos de mi infancia se lo debo a mi padre cuando me llevó a conocer los bosques de palma de cera en el Valle de Cocora en Salento y en Toche, en el filo de la Cordillera Central. Se trata, sin ninguna duda, de los bosques más bellos de la geografía del planeta. En la década de los sesenta recorrí y subí como un poseído todos los rincones y montañas que se converti- rían en 1.974 en el Parque Nacional de los Nevados gra- cias a las gestiones llevadas a cabo desde Manizales por Ernesto Gutiérrez Arango y un grupo de manizaleños del que yo, quindiano, formaba parte. Esos picos son: Tolima, Paramillo, Quindío, Santa Isabel, Cisne, Olleta y Ruiz. Todos me recibieron con cariño. SIERRA NEVADA DEL COCUY, arañazos al cielo
  • 36. 70 71 También en la década de los sesenta visité por prime- ra vez la Sierra Nevada del Cocuy en compañía de Diego Mesa, y fue el inicio de muchos viajes a estas montañas. En ese tiempo un manto blanco de impoluta blancura cubría todo el macizo. En los valles los frailejones se vestían de escarcha y las lagunas estaban cubiertas por capas de hielo. Ascendimos al Ritacuba Banco (5.330 m) y al Ritacuba Negro (5.290 m) por sus vertientes occi- dentales. Desde sus cimas, cuyas paredes orientales son impresionantes verticalidades escaladas después por andinistas colombianos, el panorama se extiende por el norte de Boyacá, por el interior de la Sierra y por sus lagunas. Con los años vendría el calentamiento glo- bal que despojaría nuestros nevados de su glacial blan- cura. La erupción del Nevado del Ruiz en noviembre de 1.985 fue especialmente perjudicial para la Sierra Ne- vada del Cocuy. Los vientos reinantes llevaron al maci- zo las partículas que vomitó el volcán y al caer sobre la nieve obraron como irrradiadores de calor y precipitaron el derretimiento de la nieve de la superficie y del hie- lo profundo. Volví por esos días al Cocuy y presencié el triste fenómeno. Con todo, La Sierra sigue siendo un reclamo supre- mo de la belleza de nuestras montañas. El deshielo ha desnudado rocas de atormentadas formas que hacen fantásticos contrastes entre los colores ocres y el blanco que persiste en las cimas de las montañas y en algunos neveros y glaciares. Yo he definido la Sierra como dos hileras de cum- bres paralelas, de 30 kilómetros de longitud y 25 picos de 5.000 metros de altura, orientadas de sur a norte y separadas por valles en cuyo fondo duermen su sueño decenas de lagunas que reflejan en las azules aguas los picos circundantes. En total existen en la Sierra unas 150 lagunas. En los glaciares, en el páramo y en los bosques de cordillera que arropan la Sierra especialmente por el costado oriental nacen 80 ríos y quebradas que van a desembocar unos a la cuenca del Magdalena y otros al lejanísimo Orinoco. Con los Guías del Proyecto Ecológico del Colegio Champagnat de Bogotá donde trabajo, he recorrido en varias ocasiones la Sierra, unas veces de sur a norte y otras en sentido inverso, subiendo además algunos de sus picos. Esta Sierra ha sido terreno favorito de aven- turas de los escaladores colombianos. Nuestro último recorrido fue en el año 2.012. Remontamos despacio el Valle del río Cardenillo, pasamos el Boquerón del mis- mo nombre y descendimos a la Laguna de los Verdes en cuya margen montamos la carpa. Entre nosotros no es la altura sobre el nivel del mar la que impone el silen- cio, es la majestad del paisaje y el consejo de Teilhard de Chardin: ”Dejadme sentir la inmensa música de las cosas”. Marchamos en silencio y así comulgamos con la armonía del cosmos. Sí, la Tierra vibra, habla al corazón. Subimos y rebasamos el Paso de los Frailes que nos introduce ya entre las dos hileras de cumbres. Bordea- mos la Laguna de la Isla, recostada al Boquerón de la Sierra. Allí se abre el panorama de las paredes verti- cales de los picos Ritacubas, Norte, Negro y Blanco, cumbres cimeras del macizo. Bajamos a la Laguna del Avellanal y seguimos a Cueva Larga, donde armamos campamento. La siguiente etapa nos llevó al Valle de los Cojines, el más bello de Colombia por el que discurre el río Ratoncito que por un boquete se lanza hacia los Llanos Orientales formando una cascada de más de 100 metros. Saltamos con cuidado sobre los cojines, rose- tones formados por un tapiz vegetal verde y resistente, que tapizan todo el valle. “Bienaventuradas mis narices que respiran de nuevo la libertad de las montañas” nos dijimos con el profe- ta de Zarathustra. El morral era pesado, pero parecía- mos flotar. El silencio era roto por los trinos solitarios de algunas mirlas de páramo. Caminar por este Valle es como acercarse a la entrada del Paraíso. Fuimos a dormir al lado de la Laguna del Rincón. Al amanecer una nube de rara belleza coronaba la cima del Ritacuba Blanco. Subimos al Paso del Castillo. Bajamos al valle de la Laguna del Pañuelo. Pasamos al río Mortiño en cuya orilla montamos campamento. Por un valle en el que se alinean lagunillas de color anaranjado llegamos a la Laguna de la Plaza, la más bella entre todas las bellas del Macizo. Allí montamos la carpa. En una ocasión encontré entre las rocas un excre- mento sólido. Sabiendo de su importancia lo llevé al “Mono” Jorge Hernández, el científico más grande del neotrópico. Nunca había visto yo a un ser humano tan feliz con un excremento en las manos. Era de un puma, felino que se encuentra en la cumbre de la cadena tró- fica de los animales de la Sierra. Gracias al excremento pudo el científico saber qué especies de animales habi- tan la Sierra. La Laguna de la Plaza y su entorno resumen toda la belleza de las montañas del planeta: la laguna de impe- cable color azul, los frailejones y senecios de las orillas, los picos coronados de nieve que la flanquean por el occidente: Pan de Azúcar, Diamante, Toti, Portales, Cón- cavo, Concavito, las paredes de absoluta verticalidad, las rocas escalonadas que defienden el lado oriental de la laguna, la cascada por la que desagua hacia los Llanos Orientales y la visión de El Castillo, pico ubicado al norte y que parece haber sido modelado con primor por la mano de un dios. El paisaje de la laguna con el reflejo de los picos es inolvidable. Bella de día y bella de noche, así es, porque en la oscuridad y al amanecer la laguna despliega también la magia suprema de su belleza. Cal- mado el viento las estrellas bajan a bañarse sin pudor en las aguas tranquilas. Rendimos pleitesía al astro rey levantándonos antes del amanecer; enfundados en las chaquetas para soportar el frío paramuno esperamos que el sol que viene rodando desde los dominios de Pa- dre Orinoco conectando los circuitos de la vida en los Llanos Orientales, llegue a las montañas. Los primeros rayos son tímidos y rosados, comienzan luego a subir de tonalidad y se van levantando hasta que se estrellan contra las montañas e incendian de rojo encarnado las paredes orientales de los picos. Así permanecen un rato y luego se van convirtiendo en paletadas naranjas y amarillas que paulatinamente se van desvaneciendo para dejar a las rocas en su coloración original. En ins- tantes así, absorto ante la majestuosa y arrebatadora epifanía del Padre Sol, alcanzo los umbrales del orgas- mo cósmico. Entonces dirijo a Dios mi oración: “Concede oh Dios a mis sueños, la realidad de la vida y a mi vida la belleza de los sueños”. (Cartas del camino. Andrés Hurtado García). La siguiente etapa nos llevó al cercano Patio de Bo- las, donde acampamos para gozar de nuevo del espec- táculo de la inmensa pared roja del Pan de Azúcar. Entre frailejones, lagunitas y rincones sembrados de cojines, llegamos al Calichal. Nuevo campamento. No teníamos prisa. Superamos el esforzado ascenso del Paso de Cu- sirí recordando de nuevo al profeta nietscheano: “Endurecerse es bueno. Este endurecimiento es bueno para los que escalan montañas”. (Así hablaba Zaratustra). Salimos del interior de la Sierra. Bajamos el lla- mado Valle de Lagunillas; son cuatro y están escalo- nadas en el valle que desciende en suave pendiente: La Parada, La Atravesada, La Cuadrada y la Pintada. Nos despedimos de la Sierra alojados en casa de nues- tros amigos Miguel Herrera y su esposa Ana Mercedes Correa. Llegamos al Cocuy que alguna vez ganó el pre- mio como el pueblo más bello de Boyacá. La Sierra Ne- vada del Cocuy es Parque Nacional Natural. En la misma Cordillera Oriental mis pasos se han di- rigido varias veces al Páramo de Santurbán. El abogado montañista Jorge William Sánchez me encariñó con esta mágica montaña, por cuya defensa los santandereanos han adelantado valientes campañas. Santurbán posee algunas de las más bellas lagunas de Colombia. Hoy, lo sé, la montaña es mi forma de mirar la vida y en ella, como dijo Saint-Exupéry: “Saboreo ese cli- ma de alta Montaña donde me parece que soy feliz “. (UN SENTIDO DE LA VIDA).
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  • 42. 82 83 “Bajo soles calcinantes he alcanzado los oasis. Allí, árbol viejo que se desprende de viejas cortezas, he sufrido dolorosas purificaciones. Los nuevos amaneceres me han visto partir, aligerado de peso, menos viajero, más nómada”. (Cartas del camino. Andrés Hurtado García). Los desiertos tienen mala fama entre los ecologistas, con toda razón. Aunque el profeta se refería al mundo moral, su maldición se cumple hoy sobre las colonias de los hombres. Así dijo: “El desierto está creciendo, desgraciado aquel que alberga un desierto”. (Así hablaba Zarathustra. Federico Nietzsche). Cada año por causa de la deforestación, de malas prácticas agrícolas y ganaderas, de la minería irres- ponsable y de múltiples factores antrópicos millones de hectáreas de tierras del planeta ingresan a la categoría de desierto; el agua escasea, la población aumenta y los recursos disminuyen. Muy pronto la Tierra no podrá ali- mentar a sus pobladores. ¿Hambrunas, pestes, nuevas pandemias, guerras? ¿Qué nos depara el futuro? Triste realidad. Sin embargo… amo los desiertos porque: “En el desierto valgo lo que valen mis divinidades”. (Antoine de Saint-Exupéry) Las arenas ardientes, las cambiantes dunas, la so- ledad, los silencios que gritan al alma, el mundo de los nómadas, los espejismos, el anhelado pozo, “El desierto es maravilloso porque oculta un pozo en cualquier parte”. (Antoine de Saint-Exupéry). Entonces el desierto se convierte en un ecosistema espiritual donde el hombre se interroga, donde inicia el diálogo de las ausencias, inmerso en un mundo de so- licitaciones materiales se pregunta por el infinito, au- sente de sí mismo se enfrenta a su yo interior, lejano al mundo de los hombres se acerca a ellos. LA ALTA GUAJIRA, esplendor de las arenas
  • 43. 84 85 El único desierto que posee Colombia es la Guajira y atrae como el imán al hierro, como el helado y el juguete al niño. En 1.499 Américo Vespucio, Juan de la Cosa y Alonso de Ojeda se acercaron a Bahía Honda y allí Ojeda fun- dó en 1.502 el primer asentamiento en tierra americana y se llamó Santa Cruz, de efímera existencia. Poblada por una etnia matriarcal, enigmática y rica en tradicio- nes, los wayús, la Guajira posee escenarios naturales de inmensa hermosura. Quiero detenerme en algunos de ellos: El Santuario de Flora y Fauna los Flamencos, Jepira, Bahía Hondita, las dunas de Taroa, la Laguna de los Patos, el Parque Nacional de la Macuira y Puerto López. Más allá del bullicio del poblado del Cabo de la Vela se encuentra el Cabo geográfico al que van las almas de los wayús a la espera de la exhumación de los res- tos mortales. Su nombre es Jepira. Es un lugar sagra- do. Siempre hago el recorrido con mis amigos desde el Cabo hasta el Pilón de Azúcar. No lo hacen los ruidosos turistas. En tres horas, sin prisa bordeamos el mar y nos extasiamos contemplando las olas que forman filigra- nas y suben a morir entre las rocas de las recoletas ca- las. Es como un recorrido de peregrinos. Montados en las coloridas canoas que siempre llevan nombres sugestivos de paisajes y de mujeres amadas, nos adentramos en busca de los flamencos en el San- tuario y les seguimos sus desplazamientos por las cié- nagas y bahías de la Alta Guajira. Como Jesús, el divino Maestro, caminan un trecho sobre el agua para tomar vuelo. Ya en el aire alargan sus aerodinámicos cuerpos y quiero creer que son las almas de los wayús sobrevo- lando su territorio. Honda y Hondita son dos bahías hermanas que se encuentran cerca del punto más septentrional geográ- fico del mapa de Sur América: Punta Gallinas y su faro. Bordeando las bahías crecen hileras de mangles en los que he presenciado la alegre algarabía de pájaros en época de anidación. Se juntan centenares de aves nati- vas y migratorias y el verde de los mangles se tiñe con colores chillones de plumajes rojos, blancos, y negros. Bajo la gravedad de todas las bellezas y de mis anda- res (me gusta esta palabra) por toda la geografía de Co- lombia, declaro que Bahía Hondita es el más bello pai- saje marino del país. Sé que aventurarme a describirlo es un despropósito pero debo intentarlo. La bahía es un rectángulo abierto por uno de sus lados menores, im- polutas arenas color naranja cierran los otros tres. Una línea de manglares se adentra en las azules y tranqui- las aguas; una barca varada en la arena, como alma en pena esperando otra oportunidad, añade una pincelada de rojo color. Las veces que he visitado la Alta Guajira sentado en un barranco he invertido horas de mi vida, que siempre han sido pocas, contemplando la bahía, “embobado” (no encuentro otra palabra). Esta contemplación le ha hecho bien a mi alma y también a mi cuerpo. En mi primer viaje, en compañía de Andrés Morales y Francisco Huérfano, nos llevaron a La Laguna de los Patos. Cerca del mar y rodeada de arenas una pequeña laguna rebosaba vida. Nunca imaginé que en medio del desierto pudieran vivir boas de gran tamaño. Una fuerte arremetida de las olas destruyó la laguna y ahora se ha formado otra enorme, bellísima, en medio de inmensas dunas de arena fina. La máxima extensión de arenales se encuentra en las Dunas de Taroa. Son varios kilómetros de arenas fi- nas y amarillas que el viento, siempre presente en la Guajira, moldea a su antojo. Se encuentran paralelas al mar y recorrerlas es imperativo de la belleza. Se logran memorables fotografías que contrastan las arenas ama- rillas con las olas de un mar infinitamente azul, el mar de los descubridores. Yo las recorro en toda su longi- tud hasta llegar a una preciosa lagunita que hay en el extremo. En el confín norte de la Guajira se encuentra el Par- que Nacional de la Macuira. Se trata de un milagro de la naturaleza, único en el mundo. En medio de las ari- deces del desierto se levanta una serranía coronada por bosques de niebla cuyos árboles toman el agua de la humedad del aire. En la Macuira nunca llueve. La pre- sencia de muchas especies epífitas habla de la buena salud del bosque. Tan increíble como la existencia de un bosque de niebla en el desierto es su riqueza en fauna: 17 especies endémicas de aves, 20 de mamíferos y 15 de serpientes. Entre los mamíferos se encuentran tigrillos, venados y micos. Cuenta la leyenda que los tres hijos del cacique de la Sierra Nevada de Santa Marta huyeron contra el parecer de su padre y se convirtieron en los tres picos cimeros de La Macuira. El más alto se llama Palúa y alcanza los 865 metros sobre el nivel del mar. Sus hermanos menores son Huaresch y Jiborne. Haciendo contraste con el verde profundo del bosque que la rodea en el corazón de la montaña se encuentra una duna amarilla llamada Arewaru. Entrar a caminarla es una tentación irresistible. Recorriendo los pliegues de la Macuira con John Bejarano, Diego Castro y Yovany Castro nos hemos encontrado el milagro de varias po- cetas profundas de aguas frescas y limpias formadas con el agua que los árboles toman directamente de las nubes. Mis viajes a la Guajira terminan siempre en Puerto López. Este poblado abandonado representa para mí la belleza de la desolación. Las pocas casas que quedan, semidestruidas, en cuyos interiores crecen los cactus y por cuyas paredes se persiguen las lagartijas, parecen arrancadas de un cuento de Rulfo. El viento sopla incle- mente y arrastra matojos de yerbas secas. La fragata Almirante Padilla destruyó el pueblo cuando era hervi- dero del contrabando. Un pegajoso vallenato de Rafael Escalona titulado Tite Socarrás, recuerda la historia: “Allá en la Guajira arriba donde nace el contrabando el Almirante Padilla barrió a Puerto López y lo dejó arruinado. Pobre Tite, pobre Tite, pobre Tite Socarrás. Ahora se encuentra muy triste, lo ha perdido todo por contrabandear. Los wayús, dueños del desierto, se reparten entre Colombia y Venezuela, para ellos no hay fronteras. Sus costumbres y tradiciones son admirables. Como en los pueblos épicos de la antigua Grecia, los ancianos os- tentan gran influencia y autoridad; son los palabreros, cuya sabiduría ilumina la vida de la comunidad y dirime las diferencias. Recorriendo los caminos de la Guajira se ven los niños montados en los pacientes burros que van a los pozos en busca del escaso líquido. En algunas rancherías los wayús han construido jagüeyes a los que acuden también los rebaños de cabras y los pájaros del contorno. Estos reservorios de agua constituyen un te- soro para la ranchería. Allí es posible ver en los dividivis al pájaro emblemático del desierto, el vistoso cardenal rojo. Allá en la Guajira, arriba, se encuentra un desierto, uno de los lugares más inspiradores de Colombia, reino del viento, de la soledad y del silencio.
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  • 49. 96 97 “De niño, –te lo confié alguna vez– vigilaba la alta noche contando las estrellas y esperando que la mía cumpliera su camino. Hoy, tras muchos años de alegrías y fracasos, luchas y conquistas, FIDELIDADES y miserias, sigo contando las estrellas, con los dedos, no con calculadora”. (Cartas del camino. Andrés Hurtado García.) Guainía, “salvaje territorio” que ofrece a los colom- bianos la posibilidad de reconciliación con la vida en la más pura de sus manifestaciones: el agua. Antes de seguir debo confesar que me acojo a la de- finición de los indios de las praderas del Oeste: ”Salvaje es lo más parecido a libre”. Guainía en lengua yurí signi- fica “territorio de muchas aguas”. Su río medular, el Iní- rida, recorre el departamento prodigando vitalidad a la selva, a las comunidades indígenas y a Inírida, la capital. Invito a los colombianos a peregrinar al Guainía a presentar cósmicas excusas a “sus muchas aguas” por haber convertido a los ríos que atraviesan nuestras ciu- dades en vertederos de basuras e inmundicias. ¿Qué me ha llevado y qué me atrae todos los años en el Guainía? El río Inírida y sus raudales, los Cerros de Mavecuri, Caño Mina y La Estrella Fluvial del Sur. Yo exploré largamente Caño Cristales en la década de los 70, abrí la mayoría de sus caminos, lo di a conocer a Colombia y al mundo y lo colmé de calificativos que por doquiera repiten las publicaciones: el río más bello del mundo, el río de los cinco colores, el río donde se derritió el arco iris, el río que escapó del paraíso cuando ocurrió aquello. Muchos fueron mis compañeros en es- tos recorridos de reconocimiento. La médica Alejandra Murcia, Álvaro Gaviria, Carlos Andrés Torres y Jorge To- rres fueron algunos. No obstante el río más completo de Colombia es el Inírida. Remontándolo, a tres horas de la capital comienzan a verse las siluetas de tres podero- sos cerros. El corazón late con fuerza. El espectáculo no es para cardíacos. Son los Cerros de Mavecuri. En uno de ellos está encerrada una princesa indígena que llora una pena de amor y en noches de luna se la escucha gemir. Se llaman: El Mono, el Pajarito y Mavecuri y su estampa domina la planicie infinita de la selva. ¡Cuántas GUAINÍA, territorio de muchas aguas
  • 50. 98 99 veces levanté mi carpa nómada en la cima plana del ce- rro Mavecuri, el más bajo de los tres; por la noche su- bían hasta mí los ruidos de la selva circundante, entre los que no faltaban los gruñidos de algún felino! ¡Cuán- tas veces acostado sobre la roca al lado de mi carpa me extasié mirando viajar sobre mí el domo celeste cuaja- do de luceros y cuántas veces vi rodar estrellas fugaces que me dieron tiempo para pedir deseos! El Mono y el Pajarito están de un lado del río y al frente Mavecuri. El espectáculo de los tres gigantes y del río que los separa y a la vez los une es uno de los más impresionantes de la oro-geografía colombiana. Cuando llueve el agua for- ma sobre el negro granito hilos de plata brillantes que tapizan las rocas de arriba abajo. Una foto así que tomé en el cerro Pajarito fue la escogida, ampliada hasta el tamaño de una pared, por la Biblioteca Nacional de Chi- na, en Pekín, para la presentación de mi libro Colombia Secreta. Dos poblados indígenas flanquean los Cerros: El Re- manso y El Venado. Los indígenas nos acompañan a co- nocer la Flor del Inírida. Extraña y bella, crece por can- tidades detrás de uno de los Cerros formando un jardín roji-blanco. Más arriba de los Cerros comienzan los míticos rau- dales del Inírida, que en su orden son : Samuro, Kualet, Payara, Morroco, Danta, Guacamaya y Raudal Alto del Inírida. En todos ellos el agua se encabrita y forma vio- lentos remolinos tan peligrosos como hermosos. Al lle- gar a ellos saltamos a tierra y arrastramos las embar- caciones, unas veces por el agua en las orillas y otras sacándolas y empujándolas por las rocas. En todos los raudales se hacen fotos memorables. Raudal Alto del Inírida es un tremendo cañón de un kilómetro de lon- gitud y salvaje belleza por el cual el río se precipita en una infernal barahúnda de chorros y remolinos. Antes de llegar a este raudal nos desviamos del Inírida a mano izquierda subiendo y penetramos en las aguas tranqui- las de Caño Mina. Son aguas negras y brillantes. Así lle- gamos a una enorme piscina de aguas rojo-anaranjadas en cuyas orillas montamos la carpa. Hemos llegado al paraíso del Guainía. Pedimos per- miso a los dioses de la manigua para permanecer tres días, respetuosos, en sus dominios. Por un caminito de selva llegamos al Raudal de Caño Mina, una cascada de 15 metros que es la foto de portada de mi libro Colombia Secreta. Carlos Andrés Torres es el compañero que abre las manos frente a la cascada. Allí hemos sido, afortuna- dos mortales, testigos de un prodigio de la naturaleza: el arco iris se forma completo a un lado de la cascada y va descendiendo despacio hasta desaparecer en las aguas del caño. Este debería ser uno de los paisajes que los buscadores de los espectáculos únicos y supremos debe- rían contemplar antes de morir. Se presta, además, para hacer las fotos más curiosas “colocando” el arco iris al gusto del fotógrafo. Un día apareció por allí un indígena con taparrabo y traía en la mano una copita con una sus- tancia oscura. Era curare. Quisimos conseguirlo al estilo de nosotros “los civilizados” que todo pretendemos com- prarlo con dinero. Se negó y dijo: “No, peligro, mata.” En verano el cielo deslumbra con las nubes más be- llas que yo haya visto en los ríos de Colombia. No sé qué tienen, no sabría explicar su diferencia con “otras”. El hecho es que asombran por sus geometrías y contor- nos. En la misma época, que ocurre en los meses de diciembre y enero, al bajar las aguas el río desnuda las piedras redondeadas de las orillas. Todo en el río Inírida es un encanto para los ojos y para el espíritu. Una de las mayores concentraciones de agua dulce en tierra firme en el mundo por la conjunción de varios ríos se presenta precisamente en este “territorio de mu- chas aguas”. Aguas abajo de la capital del Guainía el Iní- rida se une al Guaviare. Hay una lucha de colores entre los dos: el Guaviare arrastra aguas lechosas, las llama- das blancas y nuestro Inírida, aguas negras, se juntan y durante un trecho se nota la diferencia de colores. Al final se sobrepone el color lechoso porque el Guaviare es más caudaloso. Así avanzan los dos ríos unidos, en sentido occidente oriente y llegan a chocarse de frente contra territorio venezolano. Allí se encuentra la pobla- ción de San Fernando de Atabapo. Del sur avanza el río Atabapo que aporta el caudal de sus aguas negras bri- llantes, bellísimas. De nuevo se asiste a la lucha por la supervivencia de los colores de los ríos y se sobrepone el Guaviare. Ya tenemos tres ríos. El Guaviare engrosado por el Inírida y el Atabapo tuerce hacia la izquierda y se enrumba hacia el norte y a dos kilómetros de distancia rinde su caudal al poderoso Orinoco que entra por la de- recha en sentido oriente occidente y se desprende de la Serranía de Parima, en la entraña de Venezuela. El conjunto forma una cruz levemente distorsionada, visi- ble desde el aire y que recibe el nombre de Estrella Flu- vial del Sur. Me dijo una vez “Juanchuzo”, un personaje entrañable de la capital del Guainía: ”Aquí hay agua para repartir a todo el planeta”. ¡Que la vida me permita navegar muchas veces más este Inírida portentoso! En mis oídos retumban las pa- labras de Vasudeva, el barquero: “Ama este río. Quédate con Él. Aprende de el”. (SIDDHARA.Hermann Hesse).
  • 56. 110 111 “Por mí puedes llamar amigo al viento. Por mí las estrellas te tutean y el sol conoce la inquietud cuando te espera. Yo enseñé a las águilas a mirarte con cariño; mañana ellas mismas te iniciarán en los misterios del vuelo. Dime ahora, compañero, ¿cuándo aprenderás de la pequeña flor de los caminos la gigante lección de las fidelidades?” (Cartas del camino. Andrés Hurtado García). Casanare huele a vientos, a soles indómitos, a po- tros salvajes, a gruñidos de tigre en la mata-e-monte, a llaneros cabalgando por las llanuras cual “centauros indomables”, a cantos de alcaravanes, a melodías de ar- pas, a libertad. “Para todas las cosas existe siempre una primera vez”. No sé por qué se grabó profundamente en mi alma esta frase que oí a los siete años en una película de Tar- zán, el héroe de mi niñez. Tarde en mi vida, pero las co- sas que han de llegar llegan, conocí el Llano y a él des- cendí y fue la primera de muchas veces. Nací como la mayoría de los colombianos en la entraña de los Andes donde nuestros horizontes se “estrellan” contra una ba- rrera, bella y dichosa barrera, las montañas. En los An- des nacimos, allí vivimos y quizás allí moriremos. Pero hay otras realidades, maravillosas también, ilímites, donde la tierra se derrite en los espejismos del horizon- te y el alma embebida en la magia del paisaje se entrega a atávicos recuerdos de algún edén perdido y hacia el cual ilusionadamente caminamos. En mis viajes a Casanare siempre me detengo en Pore, ciudad que por un día fue capital de la Nueva Gra- nada y visito reverente los muros que quedan de las cár- celes en las que los españoleas encerraban a los gra- nadinos. Bolívar venía desde los Llanos de Venezuela vadeando ríos peligrosos. Santander le entregó un gru- po de llaneros que había reclutado en Arauca y Casa- nare, hombres valientes que semidesnudos volaban por las llanuras detrás de potros y mautes salvajes. Ellos no sabían de los rigores del páramo y así escasos de ropa remontaron Pisba y cayeron al pueblo de Socha Viejo en Boyacá donde los habitantes les dieron ropas, medicinas y provisiones. En la batalla del Pantano de Vargas los HATO LA AURORA, paraíso de la fauna
  • 57. 112 113 realistas quedaron admirados del valor de las mujeres granadinas. No, eran llaneros para los cuales no alcan- zaron las vestimentas de varones. “El 4 de julio de 1.819 los hombres y mujeres de Socha se desvistieron en la casa de Dios para vestir a la patria recién parida” reza la placa en la iglesia del pueblo. En el Museo de los Andes que Antonio María Benítez ha fundado en Socha Viejo se muestran los instrumentos con los que los españoles torturaban a los granadinos. En mi segunda travesía del Páramo de Pisba llegué a Socha en plena contienda electoral para la alcaldía. Me acompañaban Yovany Castro y Wilfredo Garzón. Una candidata había escogido como lema de campa- ña este curioso reclamo:”Socha para todos”. En la presentación de uno de mis libros se me ocu- rrió decir esta frase: “En la vida solo hay dos momentos, nacer, morir y en el medio agradecer.” Enorme gratitud, deben Casanare y Colombia a dos personajes, casana- reño uno, Armando Barragán y payanés el otro, Jorge Londoño. Armando Barragán y su esposa Ligia crearon un hato a orillas del Ariporo y lo bautizaron como Hato La Aurora. En 16.000 hectáreas el Hato alberga la mayor cantidad de animales silvestres de Colombia; totalmente libres los animales viven en los bosques y sabanas del hato y se mezclan con el ganado. Este es el inapreciable regalo que Armando Barragán y su familia hacen a la biodiversidad de Colombia y del mundo. En este apacible rincón de los Llanos de Casanare los animales se atraviesan en los caminos. Los chigüi- ros abundan en los esteros, los venados miran desde los matorrales y las babillas se calientan al sol. Pertenecientes a la misma saga y enamorados de la inmensidad, de la soledad y del viento, el argentino José Hernández y el colombiano Nelson Barragán, hijo de Ar- mando, han cantado a la tierra que coquetea con el ho- rizonte y con los espejismos de la lejanía. El primero le cantó a la pampa tendida bajo las constelaciones del sur y el segundo a los Llanos dormidos bajo las estrellas del trópico. El argentino en “Martín Fierro” y el colombiano en “Mi llano en cuadros y canciones”. Así comienza el llanero Barragán: “Voy a empezar a cantar con sentimiento y coraje para retratar al Llano y a sus distintos lugares y para arrancar del pecho las penas y los pesares”. Y así comienza el austral Hernández: “Aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela, que al hombre que lo desvela una pena extraordinaria como el ave solitaria con el cantar se consuela”. Al llegar al Hato, Nelson, sus hermanos, los vaque- ros y los empleados reciben a los visitantes como si fue- ran viejos amigos que vuelven a encontrarse. El hotel se llama Juan Solito y tiene las comodidades necesarias y confortables y servicio de luz eléctrica. El Hato ofrece ocho motivos cuyo conjunto no se encuentra reunido en ningún lugar similar de Colombia: paz, amabilidad en el servicio, posibilidad de aventura, indefinible belleza del paisaje, fauna, flora representada en bosques y matas de monte y espectáculo de la cultura llanera tradicio- nal. Un motivo más, no menos importante: la comida es abundante y deliciosa. En verano el día comienza con sinfonía de pájaros y amanecer esplendoroso y termina con atardeceres aho- gados en paletadas de todos los colores. Los visitantes se desplazan en camperos por las sabanas y se detienen para admirar, fotografiar y acercarse a los animales. He aquí el tesoro del Hato: miles de chigüiros, centenares de venados, babillas y caimanes; zorros, tortugas, puer- cos salvajes, zarigüeyas, tigrillos, armadillos, yaguarun- dis, osos hormigueros, iguanas, matos, osos mieleros, picures, potros salvajes…Cuando yo conocí el Hato en 1.977 no había tigres; en Colombia a los jaguares les decimos ti- gres o tigres mariposos por su piel moteada. Ahora se mueven por el hato 40 jaguares y otro tanto número de pumas. Estos grandes felinos son de hábitos nocturnos. Otro tesoro de La Aurora son las boas acuáticas llama- das anacondas. Alcanzan los 8 metros, son inofensivas y verlas e incluso tocarlas es una experiencia inolvi- dable. Se diría que el Creador destinó a La Aurora su “cargamento” de aves. Hay 350 especies, varias endé- micas, que van desde los diminutos colibríes hasta los enormes garzones que sobrepasan un metro de altura, pasando por toda clase de rapaces. Cadenas famosas de televisión visitan frecuentemente el Hato para hacer filmaciones de naturaleza. En campero, a caballo o a pie se puede gozar de los paisajes de las sabanas. Me gusta caminar solo sintiendo el viento en la cara y mirando los pájaros y las florecitas del campo. El Hato La Aurora es el paraíso preferido de los fotógrafos en Colombia. Con mi hermana Gladys y con el guía de naturaleza Diego Castro hemos vivido unas Navidades memorables en el Hato La Aurora. Por las noches Nelson y sus hermanos encienden la fiesta llanera. Julio recita poemas del Llano: los amores y desdenes de las bellas muchachas, los espantos de la sabana, los encuentros con el tigre en las matas de monte. Jorge, el experto en jaguares, ilustra a los visi- tantes sobre “sus hijos”, a todos les tiene nombre, los distingue por sus pintas y parentescos. Nelson es pintor, poeta, compositor y cantante. Arpa en mano canta al lla- no, a sus paisajes, a las muchachas bonitas, al alcara- ván eterno compañero del vaquero en sus correrías por las sabanas, al cielo estrellado, a la inmensidad… Un día, para mí siempre inolvidable, Ovidio, otro hijo de Armando, nos invita a presenciar el trabajo de cam- po: marcaje de potros salvajes y de reses. Muy temprano madrugan el caporal y los vaqueros a los rincones le- janos del fundo a reunir las vacadas y los hatos de po- tros cerreros. El momento cumbre de mi visita al Hato (no debería confesarlo, quizás no me hago entender) ocurre cuando van llegando los vaqueros conduciendo la vacada de cien o más reses; yo los estoy esperando. Los llaneros conducen a los mautes con gritos y silbidos que han sido consagrados por la UNESCO como Patri- monio Cultural e Inmaterial de la Humanidad. Son “los cantos de vaquería”. Menos mal que suelo estar solo, para que no vean los compañeros las lágrimas que se me escapan sin yo poder evitarlas. Siento en esos gritos la salvaje belleza de lo telúrico, la inocencia y la virilidad del rudo trabajo de campo, trasmitido de generación en generación por unos hombres sencillos que alejados del bullicio de las ciudades copulan íntimamente, sin sa- berlo, con la fuerza que emana de la tierra. Comulgo con la simple belleza y la tremenda fuerza de esos gritos elementales. Y cuando subido en la talanquera del esta- blo admiro la pericia de los vaqueros que enlazan a los potros ariscos ayudándose del botalón para reducirlos y marcarlos, pienso que estos hombres rudos llevan la sangre de los llaneros que marcharon a Pisba y nos die- ron la libertad en el Pantano de Vargas y en Boyacá. Hay otros momentos en los que no puedo disimular las lá- grimas: ocurren cuando camino los cafetales y las fincas del Quindío. En una de estas nací y el Paisaje Cafetero que meció mi cuna ha sido incluido por la UNESCO en la lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad. Con permiso de los dueños del Hato me gusta que- darme por la noche lejos de Juan Solito en compañía de la médica Alejandra Murcia y de Francisco Murillo, para mirar cómo a la hora del sangriento atardecer garzas blancas y garzas rojas (corocoras) se posan en los ár- boles a orillas de la laguna y los convierten en preludios de navidad. El Hato La Aurora es el paraíso de Colombia.
  • 63. 124 125 “Los largos caminos exigen largas fidelidades y a medida que se alargan los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas”. (Cartas del camino. Andrés Hurtado García). Casanare se escribe con cuatro vocales abiertas, como abierta es el alma de los llaneros, alegres, traba- jadores, poetas de la inmensidad. En un rincón de Casanare a orillas del Cravo Sur se encuentra Hato Palmarito, consagrado como Reserva Privada de la Sociedad Civil; sus 2.800 hectáreas se di- viden en tres zonas: una para conservación, otra para amortiguación y la tercera para producción ganadera. Realmente la verdadera vocación del Hato por deci- sión de su dueño, Jorge Londoño, es la conservación de flora, de fauna, de biodiversidad. Jorge Londoño, nacido en Popayán, ciudad que se enorgullece de poseer en ex- clusiva “las cenizas del Quijote”, es un empresario hote- lero con una tremenda vocación altruista y conservacio- nista. Se ha empeñado en la titánica empresa de salvar el caimán llanero. Al comienzo de su quijotesca idea de- bió recordar al Quijote: ”Ladran, luego caminamos”. Con el tiempo los ladradores se callaron cuando vieron que los espléndidos saurios se fueron posicionando poco a poco de ríos y ciénagas de los Llanos Orientales de la Orinoquia. En el Bioparque Wisirare, término de Oro- cué, están los padrotes de los que se obtienen los hue- vos que se encuban y cuando los animalitos alcanzan un metro de longitud son liberados en lugares aptos para tal fin, ricos en la alimentación propia de los grandes reptiles y lejos de presencia humana. Para esta cientí- fica labor Jorge Londoño trajo de España a Rafael An- telo, experto en caimanes. En Colombia a los cocodrilos les decimos caimanes. Los de la costa caribe, llamados “Crocodylus acutus” están salvados gracias a la incan- sable labor de los biólogos Giovanni Ulloa y Clara Lucía Sierra en Cispatá. El caimán llanero “Crocodylus inter- medius” se encontraba en peligro de extinción y gracias a la filantrópica labor de Jorge Londoño y su Fundación Palmarito presidida por Alejandro Olaya, se puede decir que la especie está salvada; ya se han llevado a cabo más de 200 liberaciones en la cuenca del Orinoco y por medio de sensores electrónicos adheridos a la piel de los saurios se les hace seguimiento. HATO PALMARITO, las sabanas del arco iris
  • 64. 126 127 Además de la salvación del caimán llanero o del Ori- noco el país debe inmensa gratitud a Jorge Londoño porque con su ejemplo y el asesoramiento de su fun- dación se ha logrado que muchos finqueros de Casa- nare, sin abandonar su vocación ganadera, conviertan sus propiedades en reservas donde se privilegie la bio- diversidad. En las sabanas de Palmarito, gracias a la devoción por la fauna de Jorge y de su esposa Angelita Arboleda, miles de chigüiros y de venados cola blanca (llamados Odoicoleus virginianus por los zoólogos) se mezclan con las vacas y en las ciénagas las babillas se cuentan por millares y se esconden las anacondas; en las sabanas se ven zorros, armadillos gigantes llamados cachicamos, iguanas, tortugas, potros salvajes y entre los felinos no faltan los pumas y algunos jaguares. Pal- marito es un paraíso para las aves: gavilanes colorados, carracos de picos rojos, gavanes, patos cucharos, gar- zones soldados, correcaminos, tautacos, alcaravanes y tiranas. Este pájaro tiene pintado en un ala el sol y en la otra la luna. Al atardecer acuden las bandadas de aves al garcero que es su dormitorio y convierten al árbol en un amasijo de algodones blancos y rojos. Son hermosos los chigüiros pequeñitos pegados “a las faldas” de sus madres, algunas de las cuales mues- tran en sus lustrosas ancas los mordiscos de otras hembras o las dentelladas de los felinos. “Struggle for life”, sentenciaba Darwin. Con Wilfredo Garzón a pie y en cuadrimotor he recorrido todos los rincones de Pal- marito buscando las huellas del tigre y varias veces nos sorprendió la noche perdidos en las sabanas. Sobrevolar Palmarito en un ultraliviano asombra en verano y en invierno. En verano el espectáculo corre a cargo del Cravo Sur y en invierno de las sabanas inunda- das, que brillan con todos los colores del arco iris. En mi lista de los 10 ríos más bellos de Colombia figura el Cravo Sur que bordea el Hato Palmarito. Nace en el Páramo de Pisba y recorre los departamentos de Boyacá y Casanare y desemboca en el Meta frente a Oro- cué, municipio al que pertenece Hato Palmarito. Es un río apacible, yo lo llamaría elegante. En verano desnuda playones de arena de curiosas y variables geometrías, todos de impactante belleza. Sobrevolarlo es un deleite para los ojos y para el espíritu. El río desemboca en el Meta frente a Orocué. Orocué es un pueblo llanero que tiene para mí un encanto especial, allí se conserva la casa en la que se alojaba José Eustasio Rivera y se cuenta que al pie de un árbol que crece a orilla del río Meta se sentaba el novelista-poeta a escribir su novela. El árbol ya no existe pero sí su retoño. La palabra Orocué, según algunos, viene de oro y cuero; otros niegan esta etimología. Oro- cué fue un pueblo importante por el comercio con Euro- pa. Las embarcaciones bajaban por el río Meta, caían al Orinoco y por el Atlántico se enrumbaban hacia el viejo continente. Se exportaban cargamentos de plumas de garzas y de otras aves que llegaban a París y embelle- cían los atuendos de las bailarinas del cancan y de Mou- lin Rouge. Las sabanas de Palmarito, verdes en la estación seca, inundadas en invierno parecen rivalizar en colo- res con el arco iris: amarillos, naranjas, azules, ocres. A ratos uno jura que no puede ser posible tanta belleza, que todo es un espejismo. Pero…no es necesario pelliz- carse para comprobar la realidad. Este espectáculo se goza en toda su intensidad sobrevolando las sabanas. Cerca de la casa del Hato se ha establecido un garcero sobre una sabana inundada. Las bulliciosas garzas y corocoras desnivelan a menudo las ramazones en las que se asientan los nidos en precarios equilibrios. Las babillas y los caimanes están listos para recibir del cielo la inesperada alimentación. Así lo vi yo y así lo narra La Vorágine en el pasaje del garcero. He gozado Palmarito caminándolo sin descanso; a mi paso voy fotografiando los búhos sabaneros; los gra- ciosos animalitos hacen sus nidos en el suelo y vigilan con sus enormes ojos el contorno; me topo con mana- das de chigüiros; a veces aparece un oso hormiguero que corre a perderse en la espesura de un matorral; en las ciénagas me detengo a mirar las babillas que se ca- lientan impasibles en las orillas y al acercarme se van hundiendo lentamente en el agua; en una ocasión me detuve a escuchar a un chiriguare que posado en una cerca le cantaba a su hembra y esta “no le paraba bo- las”. ¡La vida es dura!. Iba hasta el garcero a ver las co- rocoras y las garzas acomodarse en el árbol para pasar la noche. He andado solitario y embobado los caminos de Palmarito. Casanare es tierra de hombres valientes, cuna de la libertad y refugio de la belleza.
  • 70. 138 139 “La voz del río le hablaba; de ella aprendió, pues el agua le educó y le enseñó. El río parecía un dios”. (Siddhartha. Hermann Hesse). Comencemos con superlativos, a ellos están muy dadas las geografías. Con 2.140 kilómetros de longitud es el cuarto río sudamericano más largo; con un cau- dal de 30.000 metros cúbicos por segundo es el tercer río más caudaloso del mundo, después del Amazonas y del Congo. Datos impresionantes que sin embargo no trasmiten pasión. Prefiero saber que el Orinoco ha sido llamado el río de la Libertad y quiero mirarlo con la tre- menda emoción telúrica con que lo contempló y nave- gó durante dos meses y medio el sabio Alexander von Humboldt en compañía de Amadeo Bonpland en 1.799. En su libro “Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente” el sabio narró los cinco años que vivió en Sur América, dos de los cuales en Colombia, repartidos en dos viajes: uno remontando el Orinoco hasta el Caño Casiquiare y otro remontando el Magdalena hasta llegar a Bogotá el 8 de julio de 1.801, en su viaje a Quito. Como dato anecdótico y curioso el sabio observó que las da- mas de la alta sociedad bogotana tenían piojos. El Orinoco es un río bello y majestuoso que ha pulido las piedras de sus orillas dándoles formas redondeadas y dejándolas marcadas con sus crecientes estaciona- rias. Tres veces en compañía de Diego Castro, Mauricio Soler, Néstor Rosanía y Alejandra Murcia, he seguido los pasos del sabio en su navegación del río que marca lími- te entre Venezuela y Colombia. A pesar de que el Orinoco ha perdido parte del encanto y de la fascinación que pro- dujo en Humboldt porque ya no posee la misma cantidad de fauna, sigue siendo un río salvaje y maravilloso. Al paso de la canoa de Humboldt se asomaban a las ori- llas centenares de caimanes que se calentaban pere- zosos en las arenas. El sabio midió uno de 6,40 metros. Los cocodrilos africanos que vemos en las series sobre naturaleza que nos muestran por televisión no alcan- zan estos tamaños. Bandadas de garzas blancas y rojas (corocoras) tapaban la luz del sol. Palabra de sabio. A veces los jaguares (los llamados tigres americanos) se asomaban a la orilla del río. Cuenta Humboldt que toda una noche se posó debajo de su hamaca uno de ellos. Con ácido humor escribía el sabio que los mosquitos se EL ORINOCO, río de la libertad
  • 71. 140 141 turnaban para picar, unos de día, otros al atardecer y otros por la noche. Picaban siempre. Los expediciona- rios descubrieron que por la noche algunos mosquitos no podían volar alto y por ello para dormir colocaban las hamacas casi en las copas de los árboles. En un pobla- do a orillas del río conocieron a Francisco Loyano, un nativo cuyo cuerpo producía leche y con ella amamantó durante 5 meses a un bebé. Palabra de sabio. La gran preocupación de los dos viajeros eran los seis baúles en los que llevaban 60.000 muestras de plantas además de pieles y animales disecados. Durante el viaje Humboldt y Bonpland descubrieron centenares de plantas y anima- les nuevos para la ciencia. Las investigaciones que los sabios llevaron a cabo abarcaban todas las ramas de las ciencias naturales desde el vulcanismo hasta la astro- nomía. Humboldt es el padre de la geografía moderna y sus datos sobre su recorrido por Venezuela sirvieron a Bolívar cuando planeó y llevó a cabo la Campaña Liber- tadora en los Llanos del vecino país. Humboldt recorrió nuestra América tropical con mi- rada romántica y con rigor científico. Su visión del mun- do se ajustaba al precepto de Pascal: el hombre debe poseer “dos espíritus, el de fineza (mirada romántica, poesía) y el de geometría (rigor científico)”. La navegación del Orinoco depara una serie de emo- ciones inolvidables. Yo diría que hasta las cámaras foto- gráficas se calientan por la sucesión incontrolable de disparos. El Orinoco forma dos raudales que Humboldt llamaba cataratas, el de Atures y el de Maipures. El de Atures, ubicado frente al poblado de Casuarito en Co- lombia mide 10 kilómetros de longitud. Ambos raudales son una sucesión de chorreones, rápidos y cascadas que entorpecen la navegación. En algunos tramos se debe saltar a tierra y arrastrar la embarcación. Las enormes piedras de las márgenes del río adoptan formas curio- sas que se roban muchas fotografías desde diferentes ángulos. El sabio no conoció Puerto Carreño porque fue fun- dado en 1.922, pero sí narra su paso por San Fernando de Atabapo, poblado venezolano fronterizo con Colom- bia, ubicado en el sitio donde el Guaviare se une con el Atabapo y fundado en 1.758. Al paso del sabio todavía no había estallado el ”boom” del caucho en la Amazo- nia. En la plaza de San Fernando fue fusilado en 1.921 el coronel José Tomás Funes, temible personaje de la fiebre del caucho. José Eustasio Rivera lo nombra en La Vorágine. En uno de mis viajes yo redescubrí la tumba de Funes, perdida en un viejo cementerio y oculta entre matorrales. Humboldt remontó el río Atabapo y coro- nó su sueño de conocer el caño Casiquiare que une las cuencas del Orinoco y del Amazonas. El sabio Humboldt abrió América tropical al mundo.
  • 77. 152 153 PARQUE NACIONAL NATURAL EL TUPARRO “Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtié- ramos el momento preciso empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron y en la lontananza de ópalo al nivel de la tierra apareció un celaje de incendio, una pincela- da violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba hendieron el aire los patos chillones, las garzas mo- rosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores”. (La vorágine. José Eustasio Rivera). El Parque Nacional Natural El Tuparro es una de las 58 áreas del sistema nacional de reservas protegidas, de las cuales 42 son Parques Nacionales Naturales. Debo decir que es mi Parque preferido cuya riqueza y variedad de elementos es impresionante: ríos, caños, raudales, islas, playas doradas, selvas, más de 150 lagunas, saba- nas, tepuyes, bosques de galería o riparios ( los que bor- dean los ríos), morichales, saladillales, sitios arqueoló- gicos. La fauna es variada: cinco especies de primates, anacondas, tigres mariposos, pumas, venados, 320 es- pecies de aves… En los ríos se ven los delfines rosados o toninas que son objeto de leyendas curiosas entre los nativos que aseguran que se convierten en personas y salen a bailar con las muchachas. Lo aseguran y juran que es verdad. El Tuparro es Monumento Nacional y Re- serva de la Biosfera declarada por la Unesco. Fue crea- do en 1.970 como Territorio Faunístico. Hasta aquí llegan los datos y ahora empiezan mis emociones. El recuerdo más memorable de los visitan- tes del Llano es la contemplación de los amaneceres, la “gloria del alba”. De repente el cielo estalla y lanza pinceladas de colores que llenan todos los ámbitos del firmamento. Para ello, -¡elemental!- hay que tener cor- tesía con el sol y madrugar sabiendo que por ubicarse el Parque Tuparro en el extremo oriental del país ( en el departamento del Vichada) amanece más temprano según el horario nacional. A Colombia el sol y la vida le llegan desde el Orinoco. A su paso por el Parque el río Orinoco se encabrita y a lo largo de 5 kilómetros forma el Raudal de Maipu- res, declarado por el sabio Humboldt como “la octava maravilla del mundo”. Chorros endiablados, remolinos
  • 78. 154 155 trambucadores, violentos cascadones , enormes rocas que, por Dios, no deberían estar allí, el agua en su más salvaje manifestación. En medio de esa barahúnda de elementos una hermosa piedra que parece una escultura, apodada “El Balancín” se roba todas las miradas y las fotografías. Nadie sabe si está puesta allí encima de una roca o si está pegada a ella, el hecho curioso es que ni las más violentas crecidas del río cuando las aguas la tapan completamente han podido arrastrarla. El conjunto del raudal es de salva- je belleza. Hace muchos años me permitían levantar mi carpa a ambas orillas del río, tanto a escasos metros de “El Balancín” como en la isla, del otro lado. Para llegar a la isla debíamos enfrentarnos a la parte más “suave” del raudal y remontarla unos 100 metros. De todos modos era una maniobra muy peligrosa y no puedo negar que me sobrecogía no miedo, sino pavor. Montaba la carpa en una pequeña explanada y solía dormir al lado de ella, mirando las estrellas y arrullado por la tremenda sin- fonía del raudal. En una de esas ocasiones durmiendo fuera, con el rabillo del ojo derecho vi algo que se movía cerca de mi mano. Era una escolopendra “gigas”, que es el ciempiés venenoso de unos 30 centímetros de lon- gitud, de picadura muy dolorosa y peligrosa. Me quedé quieto. Eran, creo, las 11 de la noche y una luna inmensa llenaba de luz la escena. Apareció de pronto un indio que pescaba a esa hora y al ver la escolopendra se asus- tó mucho y dijo: “quieto, ese mata”. Me levanté y cogí con cuidado el bicho; el indio todavía cree que yo soy un mago o un dios. Es problema suyo. Uno de los nombres de la isla es Carestía. Del lado colombiano es una roca de 100 metros de altura y fácil ascenso. Desde su cumbre se goza del paisaje más es- pectacular del Parque: la visión del Raudal de Maipures es total; a los pies del promontorio discurre el Orinoco con sus aguas leonadas; al frente le entrega sus aguas azul-verdosas el río Tuparro; hacia el interior de Co- lombia las inconmensurables sabanas se pierden en el horizonte y en medio de ellas se levantan los tepuyes; mirando hacia atrás la isla avanza hacia Venezuela. La isla pertenece a los dos países. En otra ocasión, debió ser en 1.998, plantamos la car- pa en la cima de la isla y, desde allí presenciamos el amanecer. Me acompañaban Mauricio Soler, Juan Ca- milo Garibello y Carlos Alberto Camargo. En la cima de la roca hay una piedra redonda de dos metros de altura. A ella me subía y pasaba horas sentado mirando el río y en su discurrir mi vida. Venían a mi mente los versos del poeta: “Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor. …. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”. (Coplas por la muerte de su padre. Jorge Manrique). Caminar, caminar por las sabanas, siempre caminar. Es uno de mis íntimos deberes para con la vida. Estoy graduado en caminos. Tengo “Mis pies olorosos a cami- nos”, así se titula un libro mío y el “leif motiv” de “Cartas del Camino”, otro libro mío, dice así: “Los largos cami- nos exigen largas fidelidades y a medida que se alargan los caminos las fidelidades se vuelven más hermosas”. En el Tuparro me entrego a mi fascinación por los cami- nos, me subo a todas las piedra y tepuyes, me embriago de horizontes, regreso iluminado. El Orinoco recibe dos afluentes por su margen iz- quierda: el Tuparro, que da nombre al Parque y el Tomo. El Tuparro es un río muy bello de aguas azul-verdosas. El Tomo viene de muy lejos del interior del Vichada y en el verano forma inmensos playones de arena amarilla. En medio de las sabanas se encuentra un rincón sagra- do para los indígenas, se llama Caño Lapa. En medio de enormes rocas redondeadas el riachuelo se lanza en cascadas y se abre formando varios canales estrechos por los que discurren las límpidas aguas. El lugar im- pone respeto. En estas latitudes crece una palmera de bellísima estampa; en los Llanos la llaman moriche y en la sel- va amazónica cananguche. Los morichales crecen en medio de las sabanas siguiendo el curso de pequeños riachuelos. De esta manera se alargan hasta perderse en el horizonte. Los indígenas les sacan provecho total: al tronco para construcción de malocas, las grandes ra- mas para los techos, los frutos, que crecen en grandes racimos, para comerlos y para hacer chicha. Humboldt le contó 26.000 frutos a una palmera. En la selva creen que la palmera de cananguche va siguiendo el rumbo del sol y así sirvió de orientación a Clemente Silva, per- dido en la manigua.(La Vorágine). Unos 50 años antes que Humboldt recorrió los Lla- nos el misionero jesuita Joseph Gumilla. Su libro: ” El Orinoco ilustrado y defendido. Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertien- tes” es un clásico de obligada lectura para conocer cómo eran los Llanos en el siglo XVIII. Tiene capítulos deliciosamente fantasiosos. Así narra él cómo fabricaban los indígenas el curare. Escogían la mujer más vieja de la tribu. Se sabía que moría en el trabajo. El veneno actúa por vía sanguínea pero a fuerza de respirarlo tanto tiempo el veneno entraba a la sangre de la mujer por las mucosas. Se cocinan en una olla varios tallos de plantas venenosas con bastante agua. Cuando esta se ha evaporado, llaman a un gue- rrero y le practican una herida en una pierna. Le acer- can el veneno y si la sangre sigue saliendo es porque el veneno no está listo. Echan de nuevo agua y sigue la cocción. De nuevo la herida. Si la sangre se detiene “a la vista” del veneno, es porque casi está listo. Más agua y más cocción. Cuando queda una sustancia oscura y pas- tosa se acerca de nuevo a la herida del guerrero. Si la sangre retrocede hacia el interior, el veneno está listo y ya se puede aplicar a la punta de las flechas. La elección de los jefes es una bárbara historia. Se presentan los candidatos. Primera prueba: el aspirante debe aguantar sin quejarse los azotes que le propinan los miembros de la comunidad. Superada satisfactoria- mente la prueba y luego de haberse curado las heridas viene la segunda: arrojado desnudo a un bachaquero (hormiguero) debe aguantar sin quejarse todas las pi- caduras de los rabiosos insectos, piquen donde piquen. La tercera prueba es mortal, si es que las dos primeras no lo fueron, porque muchos aspirantes morían, en el intento. El candidato es metido desnudo en una cama de hojas y mecido sobre una hoguera. (¿Un asado?.) No me disgustaría que para elegir en Colombia a nuestros gobernantes y Honorables Padres de la Patria revivié- ramos estas interesantes pruebas de los indígenas del Llano. Otros gallos cantarían en los gallineros de la Patria. El día que yo muera “y el día esté lejano” como decía Barbajacob, mi espíritu errante deshará los pasos y lo verán pasar raudo y amigable por las sabanas del Par- que Tuparro.
  • 84. 166 167 “Cuando uno está triste le gusta contemplar las puestas de sol”. (El principito. Saint-Exupéry). Quizás sean los amaneceres y los atardeceres los dos fenómenos naturales más bellos en la geografía del trópico, ya que carecemos de auroras boreales. Yo, ca- minante de todos los caminos de la patria y del planeta, declaro bajo la gravedad de las más exultantes emocio- nes vividas en mis excursiones por Colombia que en el Vichada es donde he presenciado las más espectacula- res manifestaciones del sol. Los tepuyes aislados en las sabanas son balcones privilegiados para contemplar en toda su grandiosi- dad la majestad del Llano. Estos cerros están compues- tos por granitos cuyas capas rugosas tienen excelente adherencia, permiten fácil ascenso y constituyen la pro- longación hacia el occidente del Escudo Guyanés de Ve- nezuela, considerado el macizo rocoso más antiguo del planeta. He escogido cuatro balcones, cada uno de los cuales ofrece una visión particular de la majestad de las saba- nas: La isla Carestía o Guahibos y tres tepuyes que son: Canabayo, Morrocoy y Zamuro. Desde la cima de la Isla Carestía del Parque Nacional Natural Tuparro se goza de un atardecer reflejado en el agua. Allí se juntan el Tuparro con el Orinoco y forman un lago inmenso. Grandes piedras redondeadas y un arenal amarillo que aparece en el verano forman parte del espectáculo. El cielo se tiñe con paletadas de vivos colores y se prodiga generoso: rojos y naranjas violen- tos, lilas, azules, matices verdes. No faltan tonos oscu- ros que añaden al conjunto siniestra belleza. En medio de este mágico escenario la bola roja del sol va descen- diendo sin prisa y todo el soberbio espectáculo se refleja en las aguas del Orinoco. En el cerro Morrocoy el espectáculo corre otra vez por cuenta del sol, esta vez sobre tierra, montando el espectáculo del ocaso sobre las sabanas. Sentados en la roca oímos los trinos espaciados de los pájaros; ellos también saben que el sol se marcha para otras latitu- des. La oscuridad avanza lentamente y el sol alumbra una larga hilera de palmeras que crecen en medio de la sabana proyectando su sombra sobre el verde de los LAS SABANAS DEL VICHADA, balcones de la inmensidad
  • 85. 168 169 pastizales. Acuden a la mente los versos de Guillermo Valencia: “Hay un instante del crepúsculo en que las cosas brillan más, fugaz momento palpitante de una morosa intensidad. … Mi ser florece en esa hora de misterioso florecer; llevo un crepúsculo en el alma de ensoñadora placidez; en él revientan los renuevos de la ilusión primaveral, y en él me embriago con aromas de algún jardín que hay más allá. (Hay un instante. Guillermo Valencia). Cuando la temprana noche arropaba las sabanas Die- go Castro y yo bajábamos del Cerro Morrocoy, habiendo pactado la paz y envueltos en la armonía del cosmos. El tercer balcón se encuentra en la cima del Cerro Canabayo y “su especialidad” es mostrar desde la cima la inmensidad de la sabana constelada de cerros de di- ferentes forma y altura. El escenario se parece a un mar verde en el que asoman la cabeza muchas islas rocosas. El verde no es uniforme; hay sectores de la sabana en los que el verde es más oscuro, en otros más claro y en otros el verde coquetea con el amarillo. No sé qué ocu- rre pero uno llega incluso a enamorarse de esas bellas rocas sembradas en la inmensidad de las sabanas. Sí, al amarlas se ama la Tierra. Este cerro invita, insinuación que hemos aceptado con Mauricio Soler, a recordar a Fernando Pessoa y a seguir su cósmico consejo: “Sién- tate al sol, abdica y sé rey de ti mismo”. Mucha falta nos hace dejar de querer dominar el mundo para, por fin, intentar ser dueños de nosotros mismos. El último mirador corona el Cerro Zamuro, el más bajo de todos. Allí el espectáculo ocurre al amanecer. El cerro se encuentra cerca de la cabaña de Barú, precioso hotel de madera que administran María Fernanda, Fredy y su hijo Duván, unos paisas emprendedores que ofre- cen todas las comodidades. Estamos en una región del Vichada que parece estar en medio de la nada absoluta, lejísimos de todo, lo que le da un encanto especial de so- ledad cósmica. Cerca del hotel hay tres sitios dignos de visita: un río apacible, una mina de cuarzo y un jardín de rocas. Millones de piedras sueltas y blancas de cuarzo fino cubren varias hectáreas de la sabana. Allí cerca el visitante se adentra en un bosque de rocas que adoptan las más curiosas formas: monstruos, animales, cosas; muchas de las piedras tienen pictografías indígenas. El espectáculo que ofrece el Cerro Zamuro es el de las hileras de morichales que se alargan por las saba- nas. La tibia luz del amanecer que llega a espaldas de los espectadores dibuja las sombras y los perfiles de las palmeras. Los pájaros, que se levantan a sus labores diarias, son los encargados de la sinfonía mañanera y una inmensa paz llena el ambiente. Al regresar del Parque Tuparro a Puerto Carreño por un carreteable que avanza paralela al río Orinoco, se va contemplando durante mucho tiempo la estampa altiva del Cerro Humeante, el más alto del contorno, que es sagrado para los indios piaroas; ellos lo consideran el centro del universo donde se originó la vida, de allí sur- gieron las plantas y los animales. Su altura es de 250 metros. La carretera cruza tres ríos de aguas muy lim- pias y bellas pocetas: el Mesetas, el Dagua que se cruza en ferry y llegando a Puerto Carreño el Bita, uno de los ríos más bellos de Colombia y cuyos derechos han sido consagrados por la ley. Es un río protegido, rico en flora y fauna. De paso es imperativo visitar la Reserva Natural Bo- jonawi que la Fundación Omacha posee a orillas del río Orinoco. Su director, el biólogo e investigador Fernando Trujillo, ha dedicado su vida a estudiar y defender los delfines rosados del Amazonas y la flora y la fauna de la Orinoquia y la Amazonia. El viaje se puede terminar en las bocas del río Meta que desemboca en el Orinoco a poca distancia de Puerto Carreño. Allí, en la conjunción de los dos ríos, saltan los delfines haciendo las delicias de fotógrafos y estudiosos. El Vichada, sus sabanas y el Orinoco son destinos para viajeros enamorados de la Tierra, más que para turistas.
  • 94. 186 187 “¡El mar, el mar siempre recomenzado! Qué regalo después de un pensamiento ver moroso la calma de los dioses”. (El cementerio marino. Paul Valéry). Llegué un lunes. Estaba cerrado. Muchas dependen- cias públicas están cerradas en Francia los lunes. Hablé con el guarda. Le supliqué: “–Mire, señor, vengo desde América, del otro lado del Atlántico; para mí esta visita es muy importante; toda mi vida…”. (No estaba mintien- do). El buen hombre entendió mi urgencia y me dejó en- trar. Desde la colina del cementerio contemplé “el mar siempre recomenzado”, el Mediterráneo. Encontré la tumba del poeta y frente a ella leí “El cementerio mari- no”, poema cuya copia yo llevaba: ”Ce toit tranquille où marchent les colombes”. Así saldé mi cuenta con Valéry, uno de mis pensadores preferidos, cuyas sibilinas pa- labras sobre los pueblos que no reconocen su pasado se convirtieron en alegato personal, íntimo y doloroso sobre el destino de mi país. Si el desierto revela el espíritu de Dios, la montaña hace descubrir la majestad del cosmos, el mar es el hombre mismo con toda sus grandezas y miserias. Las historias de mar, felices o desgraciadas, dan a conocer los heroísmos de los hombres y también sus bajezas. Las exploraciones polares son buen ejemplo de ello. “Colombia es la casa de la esquina” decía el sabio Caldas aludiendo a nuestras dos puertas de entrada y de salida: el Atlántico y el Pacífico. Y nos asomamos tam- bién a otro mar, el Amazonas, el mar interior más largo y caudaloso del planeta. Somos un país afortunado y sin embargo todavía vivimos de espaldas al mar. Comencemos por el Atlántico. A su orilla se levanta la montaña litoral más alta del mundo, la Sierra Nevada de Santa Marta, cuyos dos picos cimeros y gemelos, Colón y Bolívar, detienen los altímetros a 5.700 metros sobre el nivel del mar. En 1.977 desde la cumbre del Pico Co- lón contemplamos el mar allá abajo a 22 kilómetros de distancia; dos días después estando en la cima del Pico La Reina, un cóndor surgió de la base de la montaña, pasó casi rozándonos por encima de nuestras cabezas y voló a perderse hacia el mar. Diego Mesa, José Miguel Gómez y yo nos abrazamos emocionados. Habíamos hecho centro en la laguna Naboba, lugar sagrado por PARQUE NACIONAL TAYRONA, playas de ensueño
  • 95. 188 189 excelencia para los indígenas de la Sierra y desde allí ascendimos a los dos picos del norte y al Pico Tayrona, situado al sur. Los ríos que nacen en este Parque Na- cional Natural, coronado por numerosos picos nevados, riegan la zona carbonífera de la Guajira, la bananera del Cesar y del Magdalena y la turística de Santa Marta. A los pies de este macizo y prolongándolo se encuen- tra el Parque Nacional Natural Tayrona. ¿Cómo definir- lo? Un conjunto de playas de ensoñadora belleza aso- madas a un mar azul purísimo, “siempre recomenzado”; playas coronadas por manchas de cimbreantes palme- ras, detrás de las cuales se extienden bosques secos que hacen la conexión con los bosques de niebla que bajan de la Sierra Nevada. El Parque mide 15.000 hec- táreas terrestres y 4.500 marinas y se extiende desde el mar hasta los 900 metros de altura. En una extensión relativamente pequeña crecen 770 especies de plantas y la presencia de 4 especies de felinos y del ave más poderosa da a entender la inmensa variedad de la fauna. Los felinos son: jaguar, ocelote, tigrillo y puma y el ave, el águila harpía, animales que se encuentran en la cima de la cadena trófica. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos” cuando no nos habían descubierto, nosotros ya nos conocíamos, ya nos habíamos descubierto. Los indios tayronas pesca- ban al amanecer en las bahías del hoy Parque Tayrona; nadie los molestaba; nadie los descubría, eran felices. Rápidamente trasladaban el producido de la pesca a los pueblos ubicados a media montaña. El sistema funcionaba perfectamente. Una red de caminos de piedra unía las laderas y los pliegues de la gran serranía; los tayronas habían dominado la agres- te geografía de la montaña construyendo (siglo VII d.C.) terraplenes para sus ciudades. Pero llegaron los “des- cubridores” y destruyeron el admirable pero frágil equi- librio. Atacados los indios de abajo, los de arriba se que- daron sin la base de su alimentación, las proteínas. La conquista los obligó a remontarse más en la montaña. Tres lugares arqueológicos de relevancia mundial poseemos los colombianos: San Agustín, Tierradentro y Ciudad Perdida. Un afiebrado nacionalismo de algunos colombianos pretende que las dos únicas construccio- nes humanas que se ven a simple vista desde la luna son: la gran muralla china y Ciudad Perdida y su conjunto de caminos de piedra de la Sierra Nevada de Santa Marta. La tarea de la construcción de caminos, muros de con- tención, escaleras, terrazas y viviendas de piedras sí fue una labor ciclópea, admirada hoy por ingenieros y arqui- tectos. Con métodos primitivos los tayronas dominaron una naturaleza agreste y difícil trasladando y tallando millones de toneladas de piedra. Cuando en 1976 entra- ron los arqueólogos a estudiar las Ciudades Perdidas ya llevaban años los guaqueros excavando y robando los tesoros de los tayronas. Los constructores la llamaron Teyuna y los arqueólogos la distinguen como Buritaca 200. Con este nombre genérico se denominan varias de- cenas de ciudades o asentamientos descubiertos hasta hoy en la vertiente septentrional de la Sierra Nevada de Santa Marta. La visita de Ciudad Perdida, que es la ciudad principal y cuyo núcleo central es una enorme terraza sostenida por muros de contención y unida por varios caminos con sitios sagrados adyacentes, es sueño de colombianos y extranjeros. El lugar, rodeado por cerros cubiertos por tupida selva, es de una belleza impresionante. Impone respeto. Los kogis, los wiwas, los arhuacos y los kankuamos, son los descendientes de los tayronas y habitan hoy la Sierra en sus dos vertientes, norte y sur y en un sector del Parque Nacional Natural Tayrona. The Guardian, el prestigioso periódico de Londres, declaró, hace unos años, a las playas del Parque Tayro- na como las novenas playas más bellas del mundo. Los últimos 15 años el turismo del Parque fue administrado por Aviatur. Esta empresa aumentó considerablemente la afluencia de visitantes, mejoró las instalaciones, arre- gló y construyó algunos caminos y mantuvo excelentes relaciones y colaboración con los indígenas y con sus líderes. Inicio mi recorrido por Cañaveral donde se encuen- tran los ecohabs, que son cabañas construidas en pie- dra y techadas en paja, al estilo tayrona y en armonía con el paisaje, asentadas sobre una colina con esplén- dida vista al mar. El encanto de las playas de Tayrona reside en un con- junto de elementos: las olas, las arenas, las piedras, las franjas de palmeras, los bosques secos y los de niebla, las montañas y los picos lejanos. Yo clasifico las playas en dos clases: las solitarias y las de los bañistas; estas, bellas también, no me interesan. Caminar por las playas silenciosas es para mí un ejercicio de filosofía. Voy pisando el deleznable límite que marca la ola al morir en la playa y mi espíritu se lle- na de pensamientos de paz. A la orilla del mar bañadas día y noche por las insistentes olas yacen unas piedras blancas, redondeadas, que el mar “siempre recomen- zado” ha ido puliendo y que al viajero solitario no dejan indiferente. Inquietan por su pétrea y milenaria belleza. Las piedras de las playas, de los caminos, de las monta- ñas, siempre están ahí, siempre han estado ahí. Desa- fían la eternidad. Y convertidas en monumentos marcan el paso de las civilizaciones. “El hombre teme al tiempo y el tiempo teme a las pirámides”. Despacio embebido en la inmensidad del paisaje que empieza en el mar infinitamente azul y termina en los picos nevados de la Sierra voy llegando a las playas más visitadas por los bañistas. Imposible no detenerse para admirar, de paso, San Juan del Guía, destino preferido de los visitantes. Abandonando la playa busco, en compañía de Car- los Andrés Torres, Joaquín Lepeley y Francisco Prieto el camino de la selva que va subiendo sin descanso entre grandes piedras; por tramos nos acompaña la algarabía de micos bullosos que se asoman a los árboles y protes- tan por la presencia de los intrusos. Llegamos a Puebli- to. Sentado a la puerta de su cabaña un indígena con el poporó en una mano y el palito en la otra ejerce el rito del mambeo ceremonial. En la selva amazónica los indí- genas extraen la cal de la incineración de las hojas del yarumo. Aquí en la Sierra trituran las conchas del mar. En ambos mundos el polvo de la hoja sagrada de la coca libera la cocaína en la boca de los indígenas al mezclar- se con la cal. Se respira paz en Pueblito. Abajo quedó el bullicio en las playas atestadas de bañistas. El Parque Tayrona posee decenas de playas, algunas vetadas a los turistas y todas de singular belleza. Estas son algunas: Siete Olas, Neguanje, Gayraca, Chengue, Concha, Guachakyta, Castillete, Palmarito, Playa Nudis- ta o Boca del Saco. Al regresar a Santa Marta, al mundo de “los herma- nitos menores” como nos llaman los indígenas de la Sierra, y sus razones tendrán para ello, el ruido de la ciudad, con sus prisas, solicitaciones y consumo, ofen- de los oídos del cuerpo y del alma. Pero…la vida debe seguir.
  • 101. 200 201 “Yo te agradezco, Señor, porque me has creado negro, que hayas hecho de mí la suma de todos los dolores… El blanco es el color de todos los días, el negro es el color de algunas circunstancias”. (Te agradezco señor. Dadie Bernard). La costa pacífica colombiana se alarga entre Panamá y Ecuador. El punto intermedio entre Cocalito y Punta Ardita marca el límite con Panamá y la confluencia del río Mataje con el Mira, el límite con Ecuador. El Cabo Corrientes divide la cosa pacífica en dos: al sur es baja, anegadiza, alejada de la Cordillera Occidental; kilóme- tros sin fin de manglares coronan sus playas; al nor- te la costa es alta y rocosa como remate de la Serranía de Baudó. Así lo recuerdo de mi geografía de quinto de primaria y así lo he vivido recorriendo este Pacífico, tan bello como embrujador, habitado por gente de negro co- lor, tan negro y bello como bella y limpia es su alma. La arena del Pacífico es negra y brillante. El Pacífico sur es una sucesión abierta de playas y el norte lo es de amplios golfos que incluyen pequeñas bahías. Difícil, más todavía, imposible, definir cuál de las playas o de las bahías es la más hermosa porque en to- das la inmensa belleza de los paisajes se completa con la sencillez, la alegría y la hospitalidad de sus morado- res. Definitivamente la gente del Pacífico es bella y los niños diosecitos de ébano. Cerca de la desembocadura del río Patía en el Pacífi- co nariñense se encuentra la Isla de Gallo. Allí llegaron en 1.526 Francisco Pizarro y Diego de Almagro en su via- je al Perú. La historia de los “Trece de la Fama” ha sido contada de varias maneras. Esta es la más conocida. Descontentos los soldados por las penalidades sufridas, Pizarro los reunió en la playa y con la espada trazó una raya en el suelo y dijo: “De este lado está Panamá y la vida tranquila pero sin gloria ni riqueza, y de este otro el Perú, con penalidades pero con mucho riqueza y con gloria; escojan”. Cruzaron la raya 13 que marcharon con él a la conquista del incainato del Perú. Más al norte se encuentra el Parque Nacional Natu- ral Sanquianga y los poblados de Mulatos y Vigía, unidos por una kilométrica playa. Cuando baja el mar se for- man en la arena largas estrías paralelas de una plas- ticidad impresionante. Los habitantes de Mulatos son EL PACÍFICO, la belleza de la negritud
  • 102. 202 203 de cabellos rubios, de tez blanca y de ojos claros, una excepción en el Pacífico. Los llaman culimochos. Aven- turan algunos que son descendientes de vikingos y otros que de navegantes vascos. Los apellidos son netamente españoles: Estupiñán, Salas, Paredes, Reina. Caminan- do con marea baja se llega de Mulatos a Vigía haciendo un interesante recorrido. El placer de estas playas es meterse y navegar por los esteros. En compañía de dos biólogos, Carlos Alberto Camar- go y Juan Camilo Garibelo he explorado largamente lo- sesteros de este Pacífico sur. Son un mundo fabuloso. El departamento de Nariño se reparte en dos reali- dades telúricas: la costa y el interior, ambas de enorme y diferente belleza. La parte cordillerana de Nariño es rica en páramos y volcanes: Chiles, Cumbal, Azufral, Ga- leras, Doña Juana, Tajumbina. El cráter del Azufral y su laguna verde es el más bello cráter de Colombia. La re- gión que tiene como centro a Ipiales y que con siete pue- blos forma la antigua provincia de Obando es de bucólica belleza con sus sembrados del minifundio y la considero la zona agrícola más bella de Colombia. Las islas de Gorgona y Gorgonilla y su mar circun- dante forman otro Parque Nacional Natural. Stenos, Euríale y Medusa eran las Gorgonas, tres desagradables mujeres de la mitología griega que en vez de cabellos peinaban serpientes. Varios soldados de Pizarro, a su paso por la isla, murieron mordidos por estos reptiles. De allí surgieron los nombres de las islas que son un paraíso para los buzos y para los amantes de las playas solitarias. Estaban desmontando la prisión y nos invitaron a vi- sitarla. Nos pusieron de guía a un preso de buena con- ducta. Era un paisa agradable y conversador. Nos dijo que era inocente y le creímos. Al cabo de ocho días entre charla y charla nos fue contando, sin querer queriendo, que había matado a 26 personas. ¡Y era inocente! Al norte de Buenaventura se encuentra otro Parque Nacional Natural, el de Bahía Málaga, ahora llamado Uramba. Sus selvas y bahías se conservan intactas y protegidas por la Armada Nacional. Llegamos al mítico Cabo Corrientes en el que se pro- ducían calmas chichas que dejaban a los navegantes varados en el mar en la época de la conquista. El extre- mo del Cabo está formado por varias rocas de especial belleza. El gran Golfo de Tribugá arropa varios destinos muy buscados por el turismo del Pacífico: Nuquí, Pan- guí, Coquí y Arusí. Continuando hacia el norte aparece otro Parque Na- cional Natural, La Ensenada de Utría. La defino como una entrante estrecha del mar, casi perpendicular a él, paraíso de manglares y de fauna marina y terrestre. A veces las ballenas jorobadas se aventuran en la Ense- nada y al salir a la superficie quedan a muy poca distan- cia de los turistas. La Ensenada de Utría y la Playa del Almejal son dos paraísos fuera de serie en el Pacífico. Saltando hacia el norte se encuentra el gran Golfo de Cupica que engloba cinco bahías, todas de impactante belleza: Nabugá, Tebada, Chirichiri, Cupica y Octavia. Hace muchos años en compañía de Wilfredo Garzón viví una aventura tan emocionante como dura y peligro- sa. Atravesamos a pie la selvática Serranía de Baudó. Salimos de Quibdó, bajamos el Atrato hasta Bojayá, seguimos a Pogue y allí emprendimos el ascenso a la Serranía. Caímos a un poblado indígena donde tenían amarrado un jaguar y los niños indígenas lo torturaban y una mujer amamantaba a una guagua. Nos dijeron que es práctica común en la selva y cuando está gordo el animalito la matan y se lo comen, es un plato delicio- so. En esa aventura encontramos muchas serpientes venenosas y ranas tan vistosas como tóxicas. Llegamos muy cansados al mar en Nabugá. Con gran respeto por la enorme diferencia de las circunstancias recordamos a los 10.000 guerreros de Jenofonte cuando llegaron al mar. Nosotros no gritamos como ellos: ¡Talasa, Talasa!, pero sí nos lanzamos gozosos al agua para quitarnos el sudor y el cansancio acumulados. No pudimos disfru- tar del baño; inmediatamente saltamos desesperados a tierra porque las heridas que traíamos nos ardían al contacto con el agua salada. Mi paraíso preferido en el Pacífico norte es la playa del Almejal. A trece kilómetros de Bahía Solano por una carretera de selva se llega al pueblo de El Valle, habitado por pobladores negros y que se encuentra en la mitad de dos playas: Playa Larga hacia el sur y el Almejal hacia el norte. Playa Larga, de varios kilómetros de longitud ter- mina en los límites septentrionales de la Ensenada de Utría. Cuando el agua baja y la arena está todavía húme- da la playa se convierte en un espejo que permite intere- santes fotos de los caminantes. Me gusta recorrer esta playa. La Playa del Almejal se divide en dos secciones: la primera, de dos kilómetros de longitud, lleva hasta el Ecolodge el Almejal, el hotel más premiado del Pacífico colombiano por su sostenibilidad ambiental; lo forman 10 cabañas que armonizan con la naturaleza y que por su ubicación participan de ambiente de playa y de selva. Su dueño, César Isaza, entre las actividades que ofrece, lleva a los visitantes selva adentro y les explica los me- canismos del bosque. Partiendo del hotel hacia el norte comienza la segunda parte de la playa, “mi territorio” particular, que suele ser poco visitado por turistas. En medio de los arenales de la playa se levantan roquedales totalmente negros, que se miran a prudente distancia y que forman un bosque de hieráticos fantasmas cuando las neblinas, asiduas visitantes del Pacífico, los envuel- ven con su manto misterioso. Este ambiente me produce tremenda emoción. El Ecolodge tiene un tortugario. César compra a los nativos las nidadas de tortugas antes de que ellos apro- vechen los huevos para el desayuno y los encuba en el terrario. Los huevos tardan 60 días en eclosionar. He te- nido la tremenda alegría de presenciar el momento. Las tortuguitas deben recorrer los 100 o 200 metros que las separan del mar y lo hacen por instinto. Siempre hay un grupo de personas que emocionadas rodean este trán- sito hasta el mar, defendiendo los animalitos de posibles perros playeros, de pájaros depredadores y de los hu- manos. No se puede tocar las tortuguitas. Ellas corren, descansan y de nuevo emprenden la carrera. En ese tra- yecto ellas graban en su ADN el camino porque estén donde estén y a la distancia que estén en los mares del mundo cuando van a desovar deben regresar al punto de nacimiento, como los salmones. Al entrar al mar muchas tortuguitas van a parar al estómago de peces hambrientos. Solo el 1% de las tortugas logra sobrevivir. César ha liberado así 120.000 animalitos. ¿Se le debe o no un gigantesco agradecimiento? Este sector del Pacífico es el mejor balcón para ad- mirar las ballenas jorobadas, llamadas también yubar- tas, que todos los años entre julio y septiembre vienen de los fríos mares del sur a estos mares cálidos del tró- pico, a criar, amamantar y enseñar a sus crías “cómo comportarse en la vida”. El Ecolodge provee las lanchas y los hábiles timoneles. Los chorros de vapores blan- cos que lanzan las yubartas indican el sitio por donde van a salir a la superficie. Las ballenas aguantan entre 7 y 20 minutos dentro del agua y luego salen a respirar. Los dos momentos cumbres que a los turistas los lle- nan de tremenda emoción ocurren cuando los animales sacan a la superficie la enorme y bella cola y sobre todo cuando saltan proyectando al aire el tremendo peso de hasta 30 toneladas. En una ocasión a unos 4 metros de la lancha en que yo iba una ballena jugaba con su balle- nato, yo le hacía fotos y de repente el inmenso mamífero apareció al lado de la lancha por el lado donde yo esta- ba. El bello animal casi toca mi mano izquierda que yo tenía apoyada en el borde de la embarcación. Estuvo a menos de 20 centímetros de mi brazo, la ballena alcanzó a rozar levemente la lancha. Todos gritaron y yo tuve la suficiente tranquilidad para hacer tres fotos a la enorme trompa. Fue un momento de los que yo llamo de “orgas- mo cósmico”. Marina Arrospide, una amiga española, iba conmigo. Otro de los espectáculos en el Almejal es presenciar especialmente entre mayo y junio los saltos de decena y decenas de delfines que aprovechan la llegada de car- dúmenes de peces que por esa época vienen a la región. A 33 horas de navegación de Buenaventura se en- cuentra el islote de Malpelo que junto con cayos vecinos constituye el Santuario de Flora y Fauna de Malpelo . Cada año es visitado por numerosos científicos y depor- tistas de todo el planeta. Cuentan los afortunados buzos que en ningún otro mar del mundo han visto tal canti- dad de tiburones, hasta 300 al mismo tiempo: tiburones martillo, tiburones ballena y tiburones de profundidades. Por donde se lo mire el Pacífico Colombiano en toda su extensión es un paraíso.
  • 108. 214 215 Spengler y Toynbee, que han “filosofado” largamen- te sobre la historia, sostienen que el siglo VI antes de Cristo es el siglo eje de la historia. Contradicen así el parecer casi unánime que sitúa el siglo eje con el naci- miento de Cristo. Todos los acontecimientos de la histo- ria ocurren antes de Cristo y después de Cristo, no antes de Pericles o después de Confucio y de Buda. Sostienen los dos historiadores que el verdadero eje de la historia se ubica entre los siglos VI y V antes de Cristo porque en esa época vivieron Confucio, Buda, Pericles y dos de los llamados profetas hebreos, Jeremías y Daniel y la deci- siva influencia de estos personajes sobre la humanidad es innegable. Aceptada esta tesis acuso a Colombia y a mis coterráneos porque por nuestra culpa los dos his- toriadores no han escrito algo así: “Y porque además de Confucio, Buda y los profetas hebreos, allá en Colombia en un rincón de la Cordillera Oriental se encuentran los monumentos funerarios más importantes de América en el alto valle del Río Magdalena cerca de la población de San Agustín, de una fabulosa civilización que traba- jó la piedra y llegó a su apogeo en el siglo VI antes de Cristo”. Para la época de la muerte de Spengler, 1936, y la de Toynbee, 1975, ya nuestra zona arqueológica de San Agustín había sido explorada y reconocida. ¿Estaré soñando? ¿Estaré exagerando? ¿Me dejo arrastrar por un nacionalismo ridículo? Creo que no. Nuestra civilización de San Agustín ha sido reconocida por arqueólogos de todo el mundo como un hito importante en la historia. Sucede que los colombia- nos sabemos muchos de los bárbaros de Europa, de los Hunos y de los otros, y poco o nada de nuestros ances- tros indígenas. Y vuelvo a mi pensador preferido, Paul Valéry: ”No apostaría un céntimo por el futuro de un pueblo que no reconoce su pasado”. San Agustín debe estar en la mira de todos los colombianos, por dos pode- rosas razones: por su imponente belleza y por su impor- tancia histórica. Se encuentra en la puerta del Parque Nacional Natural del Puracé entrando por el Huila. Yo divido este Parque de 830 kilómetros cuadrados en dos regiones: la volcánica al norte y la “hídrica”, llamé- mosla así, al sur. La cadena de los Coconucos, formada por 13 volcanes, la inicia el Volcán Puracé al norte y la remata el Pan de Azúcar. Entre los dos se alinean 11 crá- teres apagados, de extraña y lunar belleza. Los he reco- rrido todos. El Puracé, es el único activo de la cadena. PARQUE NACIONAL PURACÉ, estrella fluvial de colombia
  • 109. 216 217 Allí, en su cráter, soporté una pavorosa ventisca que azotó toda la cordillera y que mató de hipotermia a va- rios soldados en el Cerro Patascoy de Nariño. Me acom- pañaban Wilfredo Garzón, John Bejarano y Carlos Alfon- so Avellaneda. Tres días con sus noches a 10 grados bajo cero en el fondo del cráter, sin poder comer ni dormir, sosteniendo lo que quedaba de las carpas que el viento había destrozado. Salimos heridos, arrastrándonos por los arenales. Pudimos morir allí de hipotermia. También había dormido en el fondo del cráter del Nevado del Ruiz años antes de la tragedia de Armero. Vivimos otra noche pavorosa en el cráter externo del Volcán Galeras. Henry Salazar y yo pudimos morir allí de hipotermia. Fue terri- ble. En otra ocasión en el borde del mismo cráter pre- senciamos dos erupciones del volcán, Wilfredo Garzón, Ricardo Orbes y yo. El volcán explotó a 100 metros de no- sotros. El calor y las piedras pudieron habernos matado. Tengo recuerdo de otra aventura vivida en el cráter del Volcán Cumbal. Estábamos metidos en una cueva dentro del cráter y nos estábamos asfixiando por los pestilen- tes gases de ácido sulfhídrico. Yo pensaba que el mal olor provenía de mi compañero Diego Mesa y él pensaba que yo era el culpable y cuando nos dimos cuenta que el culpable era el volcán salimos y pasamos toda la no- che corriendo entre las fumarolas. Nos sentábamos y cuando sentíamos que nos daba sueño nos levantába- mos para seguir corriendo. Así toda la noche, una noche pavorosa. Muy diferentes han sido las apacibles noches en el cráter del Volcán Azufral, al borde de su laguna co- lor verde esmeralda. Tengo recuerdos vívidos de noches allí pasadas mirando las estrellas, que parecían llorar y de otra noche vivida en el río Miritiparaná en compañía de indígenas de la etnia barasana. Hablando de cráteres activos y de mi amor por ellos, reconozco mis volcánicas pasiones. Cerca de los Coconucos se encuentra el Volcán Sotará. Mi primer intento de escalada fue fallido. Pregun- té a unos campesinos: cómo se llega al volcán? Y me contestaron: “Siga derecho doctor, derecho, derecho, y cuando llegue arriba a un árbol que ya no está voltee a la izquierda”. Años después sin ayuda del “árbol que ya no está”, llegué a la cumbre. Uno de mis paraísos consentidos en Colombia es el Páramo de las Papas. ¿Prueba de ello? Varias Navidades y Años Nuevos los he vivido allí en medio de sus valles de frailejones y de sus 30 lagunas. Entramos siempre por San Agustín, a 30 kilómetros está el poblado de Quin- chana. Allí nos esperan Carlos Guerra y Gustavo Papa- mija, funcionarios del Parque, ellos aportan los caballos y su inestimable compañía. Y allí comenzamos la subida. En los páramos y en los bosques de cordillera nacen los ríos de Colombia y por ello son nuestros ecosistemas vitales. Yo los definiría como los ecosistemas situados entre los 3.000 y los 4.500 metros sobre el nivel del mar en los Andes húmedos del trópico. Pocos países en el mundo, contados con los dedos de la mano, poseen el inestimable tesoro de los páramos. Allá arriba, en el Páramo de las Papas, donde el aire es más puro, los vientos indómitos y la soledad se adue- ña del paisaje, nacen los cuatro ríos medulares de la patria: al norte, en la zona de los volcanes, el Cauca y el Patía y al sur, el Magdalena y el Caquetá. Este es el relato de mi último ascenso al Páramo de las Papas. En dos etapas de cinco horas cada una subi- mos al Páramo. En la cabaña de Palechor dormimos la primera noche. Los campesinos son cordiales. El cami- no, siempre en subida, discurre entre bosques nativos, olorosos a quiches y enredaderas y ricos en orquídeas. Este ascenso es un auténtico goce para los sentidos y lo acompaña todo el tiempo, unas veces a la izquier- da y otras a la derecha, un torrente desbocado. Es el Magdalena, adolescente y brincón, que se despeña en constantes cascadas. Muy arriba el camino se bifurca: a la derecha avanza por el valle en el que se asienta la Laguna de la Magdalena y a la izquierda el camino se remonta y desde arriba como desde un balcón domina todo el paisaje de la laguna y su entorno de montañas. El límite entre el Cauca y el Huila pasa por la cima del Pá- ramo. Descendemos un poco y vamos a hacer nuestra base de operaciones en la casa del difunto don Reinel, en la vereda La Oyola. La primera visita es a la laguna donde nace Yuma, nombre que daban los indígenas al río Magdalena. Subi- mos a las Tres Tulpas, cerros desde los cuales contem- plamos el valle. Embelesados mirando el gran circo de montañas que rodea la laguna de repente aparece en el cielo el mejor regalo navideño que he recibido en mi vida: una pareja de cóndores nos da tres vueltas mirándonos, yo diría que con cariño, para desaparecer después hacia el norte. La laguna duerme su sueño glacial en medio de los frailejones en un silencio “ensordecedor”. Baja- mos a ella. Hace muchos años nos abríamos de piernas en el sitio exacto en el que el río se desprende de la la- guna y el Magdalena pasaba bajo nosotros. Ahora ya no es posible, se ha ampliado el boquete. Damos la vuelta completa a la laguna, siempre en silencio. Al pie de un enorme farallón rocoso se encuentra la Laguna de Santiago. Trepamos entre frailejones que en época de floración convierten al páramo en un jardín en- cantado de corolas amarillas. Al borde de la laguna y a 90 metros sobre ella nos sacude el viento, eterno com- pañero de estas soledades. De la laguna sale la quebra- da Lambedulce que es el primer afluente que el Magda- lena recibe por su margen derecha. Metida en un profundo hueco, totalmente escon- dida yace dormida la Laguna de Cusiyaco. Para llegar a ella debemos trepar una larga y empinada loma en cuya cima nos encontramos con un auténtico jardín de “atrapamoscas” Así se llaman comunmente y su nom- bre científico es “Befaria o Bejaria resinosa”. El arbusto pone paletadas de color rojo en medio del verde circun- dante. Alegra la vista. Las flores jóvenes son pegajosas y allí quedan las moscas; las flores “viejas” pierden el pegante. Los más de 100 metros de descenso a la laguna son verticales. Bajamos agarrados de las matas, es un decir, porque casi todo el tiempo rodamos sobre nuestras es- paldas y cojines adyacentes. La laguna impone respeto, el entorno parece un templo majestuoso. Dan ganas de arrodillarse y adorar a los dioses del agua. El río Caquetá, el coloso de nuestra selva amazóni- ca, tiene un origen humilde que no se compadece con la grandeza, el caudal y la majestad del mismo cuando penetra poderoso y peligroso en la Angostura entre pa- redones de 100 metros de altura y cuando más abajo se introduce por el Cañón del Diablo frente al que fue el fatídico Penal de Araracuara. Es el mismo río que no nace en una laguna sino que recoge aguas que se escu- rren en un cuenco modesto de montañas. Allí se estrena formando una humilde cascada de 20 metros e inicia su recorrido por un angosto y bellísimo valle de frailejones. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar” decía el poeta. Nosotros, como ellos tenemos nuestro destino, ninguno igual a otro. El Caquetá y el Magdalena, a pesar de nacer en el mismo Páramo y a una distancia menor de 5 kilómetros el uno del otro, llevan destinos muy diferentes. El Magdalena atravesará todo el país de sur a norte, dará vida a millones de colombianos, será la arteria vital de la patria antes de ir a morir al mar Caribe. El otro, el Caquetá, regará territorios silenciosos en las selvas del sur, dará vida a etnias ancestrales y con el nombre de Japurá entregará sus aguas al padre Amazonas en Brasil. Una semana anduvimos, ebrios de libertad y de in- mensidades, subiendo picos y buscando lagunas. Se nos atravesaron dantas y osos andinos, vimos volar águilas, presenciamos amaneceres de suaves pinceladas y atar- deceres de violentas paletadas. Una tarde nos acosta- mos en un frailejonal a ver pasar el sol, a sentir la cari- cia de la brisa, a oír el zumbido de los insectos y a hacer nada…a llenarnos de vida. En el camino del llamado Páramo del Letrero que es parte del Páramo de las Papas, contabilizamos y foto- grafiamos decenas de orquídeas que estaban florecidas. El orquidiólogo Carlos Uribe dice que esta región de Co- lombia es una de las más ricas en estas especies de flores. El Páramo de las Papas es llamado la Estrella Flu- vial Colombiana y ha merecido de la Unesco el título de Reserva de la Biosfera. Nosotros lo consideramos como el más puro abrevadero para la sed de nuestro corazón de colombianos.
  • 115. 228 229 Libro diseñado y editado en Colombia por VILLEGAS EDITORES S. A. Avenida 84a n.o 11-50, Interior 3 Bogotá, D. C., Colombia Conmutador (57-1) 616 1788 E-mail: informacion@VillegasEditores.com Dirección, diseño y edición Benjamín Villegas Fotografías y textos Andrés Hurtado García Departamento de Arte Enrique Coronado Revisión de estilo Stella Feferbaum Primera edición, diciembre de 2021 ISBN xxx Impreso en Colombia por Panamericana Formas e Impresos S. A. El editor agradece el apoyo de
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