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RAQUEL PELTA
Manufacturando la realidad contemporánea
La autora apunta que el sistema de consumo actual, basado en la caducidad de los
objetos e inserto en una cultura en permanente transformación, necesita una
reflexión, y en ésta el diseño se convierte en una herramienta crítica útil.
“No es exagerado decir que los diseñadores están comprometidos en nada menos que en la
manufactura de la realidad contemporánea. Hoy vivimos y respiramos diseño. Pocas de las
experiencias que valoramos en la casa, en el tiempo libre, en la ciudad o en la calle están
libres de su toque alquímico. Absorbemos el diseño tan profundamente, que no
reconocemos la miríada de caminos en los que nos mueve, engatusa, perturba y excita. Es
completamente natural. Así son las cosas1
”.
Una cita de Rick Poynor, —uno de los críticos de diseño más influyentes de los últimos
diez años—, para empezar un breve recorrido por algunas de las ideas que marcan la
práctica contemporánea del diseño.
Como punto de partida, las palabras de Poynor nos sitúan ante la consciencia de unos
diseñadores —que no son todos, también hay que decirlo— para quienes el diseño es algo
más que una profesión, pues entienden que cualquier contenido —y por contenido no sólo
se refieren al que se encuentra presente en un texto, sino también al que existe en cada
objeto— está siempre mediatizado por el diseño en la medida en que nos ayuda a
entenderlo, percibirlo o sentirlo.
En un momento en el que la mayoría de los productos que nos rodean, y por lo que se
refiere a sus prestaciones, no son demasiado distintos entre sí, sólo su diseño puede
hacerlos diferentes ante nuestros ojos de consumidores/usuarios. Ahí estaría, por tanto, el
auténtico poder del diseño, un poder que no pasa desapercibido para unos diseñadores que
ya no creen que el diseño sea una relación de una sola vía ni un simple servicio al cliente,
pues se sienten responsables —conectando así con la vieja teoría social del diseño, aunque
ahora renovada en sus objetivos— de crear una “nueva cultura de la contemplación”, como
señaló Marcus Field2
hablando de los diseñadores británicos más avanzados—.
Por eso, no es extraño que haya vuelto a salir a la luz el viejo manifiesto del diseñador
británico Ken Garland3
ni que, en 1999, algunos de los diseñadores más notables —tanto
por su teoría como por su práctica— de los tiempos recientes firmaran el First Things First
Manifesto 20004
, en el que hacían patente su resistencia a una visión del diseño
comprometida casi exclusivamente con el márketing, el desarrollo de las marcas y la
publicidad.
Criticado por su visión utópica, sin embargo, el manifiesto nos situó, ya hace algo más de
tres años, ante una toma de posiciones que significa una manera de hacer en la que el
diseño se entiende como una forma no sólo de comunicar mensajes, sino también de
explorar cuestiones intelectuales, sociales y culturales.
Tal vez también por ello, se está produciendo un desplazamiento del producto final por su
proceso de realización o, lo que es lo mismo, un número cada vez más significativo de
diseñadores jóvenes valoran más el proceso que el resultado final, algo que rompe con la
concepción tradicional del diseño para la que el objeto producido de manera industrial y en
serie, perfectamente terminado e introducido en el mercado era, precisamente, lo que daba
sentido a la profesión del diseñador y lo que permitía diferenciarlo del artista.
Para una nueva generación de diseñadores, surgidos a lo largo de la década de los noventa,
el diseño se entiende como un proceso de imaginar, representar y probar, que se repite
hasta obtener una respuesta aceptable o satisfactoria. Esto es lo que piensan, por ejemplo,
los daneses Ole Lund y Jan Nielsen o el conocido grupo británico Tomato.
Así, según los primeros: “puede que el diseño no sea arte, pero es algo a lo que hay que
aproximarse con la pasión de un artista, buscando la luz a tientas hasta encontrar lo que está
oculto. El diseño es un proceso de conocimiento y creación. Nuestras estrategias y estéticas
de creación son un proceso de reflexión pendular y de expresión5
”.
De acuerdo con los segundos, el proceso se concibe como un viaje: “Se trata de moverse,
buscando, implicándose, transformándose. No es un viaje lineal hacia un punto fijo, sino un
viaje dentro de un círculo que explora y dibuja un mapa con las posibilidades que surgen en
el camino. Nosotros estamos aquí, no estamos todavía allí o ahí: esto es lo que es, ¿a dónde
vamos? Desde este momento al próximo, desde el centro a la periferia y volver adonde
empezamos y de nuevo, otra vez, encontrando, recordando, mostrando, encontrando…
El proceso permanece vivo. Nos hace humanos, pensando, actuando, pensando de nuevo,
aceptando o rechazando. Necesitamos aplicar nuestras ideas a nuestros métodos. Somos
personas, la idea es el proceso, el acto es el proceso”6
.
Y en ese viaje al que se refieren Tomato, el trabajo se entiende como un mapa en
construcción que toma forma a medida que se avanza en él. Pero este mapa es abierto,
reversible, susceptible de constante modificación, y puede concebirse como una obra de
arte construida como una acción política o como una reflexión; no se limita a copiar el
territorio, sino que intenta crear una nueva realidad dando lugar a un mapa, concreto o
abstracto que, a su vez, se anula a sí mismo, sugiriendo otro mapa.
De tal manera que —como ya sucedió en el arte conceptual— el trabajo es acto/idea,
proceso en sí mismo, y los procedimientos empleados son, de hecho, el reconocimiento de
ese proceso.
Y esa idea de que el trabajo —el objeto, la pieza de comunicación, etc. — es la evidencia
del proceso (el proceso del proceso) que se revela en sí mismo e informa sobre los procesos
que lo acompañan está dando lugar a artefactos donde pueden seguirse los diversos estadios
por los que ese objeto ha ido pasando hasta concretarse. Por eso en estos momentos —y
siempre hablando de un diseño que no circula habitualmente dentro de un mercado de
masas— podemos encontrarnos con productos que muestran los diversos pasos que se han
dado para construirlos, incluyendo errores e indecisiones.
El objeto ya no existe por sí mismo, sino siempre en referencia al acto de hacerlo y siempre
informado por el contexto cultural y filosófico en el que ha sido creado. Es un objeto en el
que se quiere reflejar la memoria de la batalla creativa de quien lo ha proyectado,
mostrando lo que está en la mente humana y fuera de su control. Y en tal batalla creativa se
ha producido además la confrontación entre lo propio, lo personal y lo ajeno, el mundo
exterior; una confrontación que en el diseño es difícil de resolver, porque esta disciplina
siempre se ha visto determinada por la existencia de un usuario final y de un proceso
tecnológico imprescindible para la producción industrial que significaba la desaparición de
la voz del diseñador.
Era esto, también, lo que ha caracterizado al diseño y ha servido para diferenciarlo del arte
o de la artesanía. Y es ahí donde entra la reflexión sobre los límites y la ruptura con ellos
que forma parte de las preocupaciones de una generación de diseñadores que se cuestionan
sobre la neutralidad de su presencia y sobre su papel como autores, ya que consideran que
es imposible no tener un punto de vista personal cuando, precisamente y además, son
muchos los clientes que compran una visión particular, incluso con nombres y apellidos,
para su producto o servicio.
Pero volvamos a la concepción procesual del diseño, ya que desde esa perspectiva el
resultado son artefactos en cuya forma se percibe todo ese proceso, objetos en los que se
intenta incluir la experiencia proyectual, pero también la del futuro usuario. En ellos se
exalta el momento, algo que se concreta en imágenes y objetos que se muestran en estado
de transición, transmitiendo al lector-espectador-usuario una sensación de que lo que está
viendo o utilizando posiblemente ya no será igual la próxima vez, porque es un producto
que no está definitivamente resuelto, dado que demanda la intervención de ese usuario para
completarse.
Y, frente a un diseño basado en la excelencia de los materiales, se recurre a materias primas
pobres, sencillas, ecológicas, reciclables y recicladas, que van tomando forma a medida que
se usan. Se busca la interactividad porque se desea que el usuario retome el proceso abierto
y lo continúe con su acción dando vida a unos artefactos que no desean celebrar la técnica
ni la tecnología, sino plantear preguntas, aunque no cualquier pregunta, no el ¿cómo lo
haces?, sino ¿cómo te sientes?
Hay quienes han percibido en todas estas ideas un síntoma de falta de profesionalidad, la
justificación del “todo vale” o una visión demasiado romántica7
, pero, en un momento en el
que la tecnología permite acabados perfectos, es la manifestación de una voluntad y una
postura ante una situación que para muchos diseñadores es crítica no sólo en el campo del
diseño, sino también en el de la sociedad y la cultura.
Ante un mundo donde todo es comercializable y comercializado, algunos diseñadores
tratan de resolver la tensión entre una producción ilimitada de objetos, la mayoría de las
veces innecesarios, los problemas ecológicos que ello plantea y su tradicional papel social
como mediadores entre el usuario y la tecnología.
Por eso, adoptan una posición que es consecuencia, posiblemente, de un punto de vista
crítico iniciado ya en la década de los noventa, cuando diseñadores como Tibor Kalman o
Karrie Jacobs8
subrayaron que la gente ya no compra los objetos por su funcionalidad, sino
para definir lo que cada uno es, pues para algunas personas esos artefactos suponen su
marco ideológico completo, una especie de filosofía o de religión.
En un mundo dominado por las grandes empresas, para Kalman y Jacobs el diseñador está
obligado a luchar por el equilibrio entre la cultura corporativa y la cultura real, y es ahí
donde puede tener algo que decir pues el diseño impregna esta última, ya que se encuentra
en cualquier parte.
Y porque está en todas partes y puede ejercer influencia en la cultura, debería tener algo
menos de estilo y algo más de contenido. En el sistema actual de objetos, y siempre desde
el punto de vista de los nuevos diseñadores, sería la única manera de que estos alcanzaran
un significado y tuvieran un valor dentro de unas relaciones de intercambio que durante
mucho tiempo se ha resuelto mayoritariamente en términos de una productividad que
demandaba estilo. Si el diseñador quiere incidir en la cultura, entonces debe adentrarse en
el interior de las cosas, ir a los procesos, que es donde se contiene el significado y el valor.
En una sociedad donde sólo importan los resultados finales, reivindicar aquello que no se
vende —los bocetos, las maquetas… lo no concluido— significa una manera alternativa de
concebir un diseño que está tratando de liberarse —al menos en gran parte— de su talante
meramente mercantil, como ya intentó hacerlo el arte hace varias décadas.
Estas ideas pueden ser discutibles, pero en todo caso el sistema actual, basado en la
obsolescencia de los objetos dentro de una sociedad y una cultura que se transforman
continuamente, precisa de una reflexión, y esta manera de concebir el diseño se configura
como una herramienta crítica útil.
Y si empecé este texto con una cita, me gustaría cerrarlo con otra de Gillian Crampton que
resume bien la que podría ser la tarea de los diseñadores no sólo en estos momentos, sino
también en el futuro: “Queda para los diseñadores abogar por el significado sobre la
función; por las personas sobre la tecnología9
”.
RAQUEL PELTA es historiadora del diseño. Vive en Madrid.
NOTAS Y REFERENCIAS
1
POYNOR, R. “First things first, a brief history” en Adbusters nº 27, otoño 1999. Recogido en
BIERUT, M.; DRENTTEL, W.; HELLER, S. Looking Closer 4, New York: Allworth Press, 2002,
p. 6.
2
FIELD, M. “From Luddites to love. A brief history of design” en Catálogo exposición Lost and
found, London: The British Council, 1999, pp. 48-61.
3
Ken Garland publicó en 1964 un manifiesto titulado “First Things First”, del que se distribuyeron
400 copias. Firmado, además, por Anthony Froshaug y Edward Wright, entre los profesionales más
notables del momento, tuvo una gran repercusión.
4
Entre esos diseñadores hay que citar a Jonathan Barnbrook, Nick Bell, Andrew Blauvelt, Hans
Bockting, Irma Boom, Sheila Levrant de Bretteville, Max Bruinsma, etc.
5
Conferencia impartida en la Escola Elisava de Barcelona el 27 de marzo de 2003.
6
TOMATO Process; a tomato project, London: Thames and Hudson Ltd., 1996, s.p.
7
Esa visión del diseño inquieta especialmente a aquellos profesionales más anónimos que perciben
a los que practican esta manera de entender el diseño como una élite que ha llegado tan arriba que
puede permitirse estos devaneos “artísticos”. Tampoco son percibidos con buenos ojos por los
artistas más tradicionales, que perciben estas posturas como una intromisión en el territorio que les
ha sido propio.
8
Ver YELAVICH, S. (ed.): The edge of the Millennium. An International Critique of Architecture,
Urban Planning, Product and Communication Design, New York: Whitney Library of Design,
1993.
9
Citado por CULLEN, M. “Future Teach” en STEVEN, S. (ed.): The education of a graphic
designer, New York: Allworth Press, 1998, p. 31.

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Pelta[1]

  • 1. RAQUEL PELTA Manufacturando la realidad contemporánea La autora apunta que el sistema de consumo actual, basado en la caducidad de los objetos e inserto en una cultura en permanente transformación, necesita una reflexión, y en ésta el diseño se convierte en una herramienta crítica útil. “No es exagerado decir que los diseñadores están comprometidos en nada menos que en la manufactura de la realidad contemporánea. Hoy vivimos y respiramos diseño. Pocas de las experiencias que valoramos en la casa, en el tiempo libre, en la ciudad o en la calle están libres de su toque alquímico. Absorbemos el diseño tan profundamente, que no reconocemos la miríada de caminos en los que nos mueve, engatusa, perturba y excita. Es completamente natural. Así son las cosas1 ”. Una cita de Rick Poynor, —uno de los críticos de diseño más influyentes de los últimos diez años—, para empezar un breve recorrido por algunas de las ideas que marcan la práctica contemporánea del diseño. Como punto de partida, las palabras de Poynor nos sitúan ante la consciencia de unos diseñadores —que no son todos, también hay que decirlo— para quienes el diseño es algo más que una profesión, pues entienden que cualquier contenido —y por contenido no sólo se refieren al que se encuentra presente en un texto, sino también al que existe en cada objeto— está siempre mediatizado por el diseño en la medida en que nos ayuda a entenderlo, percibirlo o sentirlo. En un momento en el que la mayoría de los productos que nos rodean, y por lo que se refiere a sus prestaciones, no son demasiado distintos entre sí, sólo su diseño puede hacerlos diferentes ante nuestros ojos de consumidores/usuarios. Ahí estaría, por tanto, el auténtico poder del diseño, un poder que no pasa desapercibido para unos diseñadores que ya no creen que el diseño sea una relación de una sola vía ni un simple servicio al cliente, pues se sienten responsables —conectando así con la vieja teoría social del diseño, aunque ahora renovada en sus objetivos— de crear una “nueva cultura de la contemplación”, como señaló Marcus Field2 hablando de los diseñadores británicos más avanzados—. Por eso, no es extraño que haya vuelto a salir a la luz el viejo manifiesto del diseñador británico Ken Garland3 ni que, en 1999, algunos de los diseñadores más notables —tanto por su teoría como por su práctica— de los tiempos recientes firmaran el First Things First Manifesto 20004 , en el que hacían patente su resistencia a una visión del diseño comprometida casi exclusivamente con el márketing, el desarrollo de las marcas y la publicidad. Criticado por su visión utópica, sin embargo, el manifiesto nos situó, ya hace algo más de tres años, ante una toma de posiciones que significa una manera de hacer en la que el diseño se entiende como una forma no sólo de comunicar mensajes, sino también de explorar cuestiones intelectuales, sociales y culturales. Tal vez también por ello, se está produciendo un desplazamiento del producto final por su proceso de realización o, lo que es lo mismo, un número cada vez más significativo de diseñadores jóvenes valoran más el proceso que el resultado final, algo que rompe con la concepción tradicional del diseño para la que el objeto producido de manera industrial y en
  • 2. serie, perfectamente terminado e introducido en el mercado era, precisamente, lo que daba sentido a la profesión del diseñador y lo que permitía diferenciarlo del artista. Para una nueva generación de diseñadores, surgidos a lo largo de la década de los noventa, el diseño se entiende como un proceso de imaginar, representar y probar, que se repite hasta obtener una respuesta aceptable o satisfactoria. Esto es lo que piensan, por ejemplo, los daneses Ole Lund y Jan Nielsen o el conocido grupo británico Tomato. Así, según los primeros: “puede que el diseño no sea arte, pero es algo a lo que hay que aproximarse con la pasión de un artista, buscando la luz a tientas hasta encontrar lo que está oculto. El diseño es un proceso de conocimiento y creación. Nuestras estrategias y estéticas de creación son un proceso de reflexión pendular y de expresión5 ”. De acuerdo con los segundos, el proceso se concibe como un viaje: “Se trata de moverse, buscando, implicándose, transformándose. No es un viaje lineal hacia un punto fijo, sino un viaje dentro de un círculo que explora y dibuja un mapa con las posibilidades que surgen en el camino. Nosotros estamos aquí, no estamos todavía allí o ahí: esto es lo que es, ¿a dónde vamos? Desde este momento al próximo, desde el centro a la periferia y volver adonde empezamos y de nuevo, otra vez, encontrando, recordando, mostrando, encontrando… El proceso permanece vivo. Nos hace humanos, pensando, actuando, pensando de nuevo, aceptando o rechazando. Necesitamos aplicar nuestras ideas a nuestros métodos. Somos personas, la idea es el proceso, el acto es el proceso”6 . Y en ese viaje al que se refieren Tomato, el trabajo se entiende como un mapa en construcción que toma forma a medida que se avanza en él. Pero este mapa es abierto, reversible, susceptible de constante modificación, y puede concebirse como una obra de arte construida como una acción política o como una reflexión; no se limita a copiar el territorio, sino que intenta crear una nueva realidad dando lugar a un mapa, concreto o abstracto que, a su vez, se anula a sí mismo, sugiriendo otro mapa. De tal manera que —como ya sucedió en el arte conceptual— el trabajo es acto/idea, proceso en sí mismo, y los procedimientos empleados son, de hecho, el reconocimiento de ese proceso. Y esa idea de que el trabajo —el objeto, la pieza de comunicación, etc. — es la evidencia del proceso (el proceso del proceso) que se revela en sí mismo e informa sobre los procesos que lo acompañan está dando lugar a artefactos donde pueden seguirse los diversos estadios por los que ese objeto ha ido pasando hasta concretarse. Por eso en estos momentos —y siempre hablando de un diseño que no circula habitualmente dentro de un mercado de masas— podemos encontrarnos con productos que muestran los diversos pasos que se han dado para construirlos, incluyendo errores e indecisiones. El objeto ya no existe por sí mismo, sino siempre en referencia al acto de hacerlo y siempre informado por el contexto cultural y filosófico en el que ha sido creado. Es un objeto en el que se quiere reflejar la memoria de la batalla creativa de quien lo ha proyectado, mostrando lo que está en la mente humana y fuera de su control. Y en tal batalla creativa se ha producido además la confrontación entre lo propio, lo personal y lo ajeno, el mundo exterior; una confrontación que en el diseño es difícil de resolver, porque esta disciplina siempre se ha visto determinada por la existencia de un usuario final y de un proceso tecnológico imprescindible para la producción industrial que significaba la desaparición de la voz del diseñador. Era esto, también, lo que ha caracterizado al diseño y ha servido para diferenciarlo del arte o de la artesanía. Y es ahí donde entra la reflexión sobre los límites y la ruptura con ellos
  • 3. que forma parte de las preocupaciones de una generación de diseñadores que se cuestionan sobre la neutralidad de su presencia y sobre su papel como autores, ya que consideran que es imposible no tener un punto de vista personal cuando, precisamente y además, son muchos los clientes que compran una visión particular, incluso con nombres y apellidos, para su producto o servicio. Pero volvamos a la concepción procesual del diseño, ya que desde esa perspectiva el resultado son artefactos en cuya forma se percibe todo ese proceso, objetos en los que se intenta incluir la experiencia proyectual, pero también la del futuro usuario. En ellos se exalta el momento, algo que se concreta en imágenes y objetos que se muestran en estado de transición, transmitiendo al lector-espectador-usuario una sensación de que lo que está viendo o utilizando posiblemente ya no será igual la próxima vez, porque es un producto que no está definitivamente resuelto, dado que demanda la intervención de ese usuario para completarse. Y, frente a un diseño basado en la excelencia de los materiales, se recurre a materias primas pobres, sencillas, ecológicas, reciclables y recicladas, que van tomando forma a medida que se usan. Se busca la interactividad porque se desea que el usuario retome el proceso abierto y lo continúe con su acción dando vida a unos artefactos que no desean celebrar la técnica ni la tecnología, sino plantear preguntas, aunque no cualquier pregunta, no el ¿cómo lo haces?, sino ¿cómo te sientes? Hay quienes han percibido en todas estas ideas un síntoma de falta de profesionalidad, la justificación del “todo vale” o una visión demasiado romántica7 , pero, en un momento en el que la tecnología permite acabados perfectos, es la manifestación de una voluntad y una postura ante una situación que para muchos diseñadores es crítica no sólo en el campo del diseño, sino también en el de la sociedad y la cultura. Ante un mundo donde todo es comercializable y comercializado, algunos diseñadores tratan de resolver la tensión entre una producción ilimitada de objetos, la mayoría de las veces innecesarios, los problemas ecológicos que ello plantea y su tradicional papel social como mediadores entre el usuario y la tecnología. Por eso, adoptan una posición que es consecuencia, posiblemente, de un punto de vista crítico iniciado ya en la década de los noventa, cuando diseñadores como Tibor Kalman o Karrie Jacobs8 subrayaron que la gente ya no compra los objetos por su funcionalidad, sino para definir lo que cada uno es, pues para algunas personas esos artefactos suponen su marco ideológico completo, una especie de filosofía o de religión. En un mundo dominado por las grandes empresas, para Kalman y Jacobs el diseñador está obligado a luchar por el equilibrio entre la cultura corporativa y la cultura real, y es ahí donde puede tener algo que decir pues el diseño impregna esta última, ya que se encuentra en cualquier parte. Y porque está en todas partes y puede ejercer influencia en la cultura, debería tener algo menos de estilo y algo más de contenido. En el sistema actual de objetos, y siempre desde el punto de vista de los nuevos diseñadores, sería la única manera de que estos alcanzaran un significado y tuvieran un valor dentro de unas relaciones de intercambio que durante mucho tiempo se ha resuelto mayoritariamente en términos de una productividad que demandaba estilo. Si el diseñador quiere incidir en la cultura, entonces debe adentrarse en el interior de las cosas, ir a los procesos, que es donde se contiene el significado y el valor.
  • 4. En una sociedad donde sólo importan los resultados finales, reivindicar aquello que no se vende —los bocetos, las maquetas… lo no concluido— significa una manera alternativa de concebir un diseño que está tratando de liberarse —al menos en gran parte— de su talante meramente mercantil, como ya intentó hacerlo el arte hace varias décadas. Estas ideas pueden ser discutibles, pero en todo caso el sistema actual, basado en la obsolescencia de los objetos dentro de una sociedad y una cultura que se transforman continuamente, precisa de una reflexión, y esta manera de concebir el diseño se configura como una herramienta crítica útil. Y si empecé este texto con una cita, me gustaría cerrarlo con otra de Gillian Crampton que resume bien la que podría ser la tarea de los diseñadores no sólo en estos momentos, sino también en el futuro: “Queda para los diseñadores abogar por el significado sobre la función; por las personas sobre la tecnología9 ”. RAQUEL PELTA es historiadora del diseño. Vive en Madrid. NOTAS Y REFERENCIAS 1 POYNOR, R. “First things first, a brief history” en Adbusters nº 27, otoño 1999. Recogido en BIERUT, M.; DRENTTEL, W.; HELLER, S. Looking Closer 4, New York: Allworth Press, 2002, p. 6. 2 FIELD, M. “From Luddites to love. A brief history of design” en Catálogo exposición Lost and found, London: The British Council, 1999, pp. 48-61. 3 Ken Garland publicó en 1964 un manifiesto titulado “First Things First”, del que se distribuyeron 400 copias. Firmado, además, por Anthony Froshaug y Edward Wright, entre los profesionales más notables del momento, tuvo una gran repercusión. 4 Entre esos diseñadores hay que citar a Jonathan Barnbrook, Nick Bell, Andrew Blauvelt, Hans Bockting, Irma Boom, Sheila Levrant de Bretteville, Max Bruinsma, etc. 5 Conferencia impartida en la Escola Elisava de Barcelona el 27 de marzo de 2003. 6 TOMATO Process; a tomato project, London: Thames and Hudson Ltd., 1996, s.p. 7 Esa visión del diseño inquieta especialmente a aquellos profesionales más anónimos que perciben a los que practican esta manera de entender el diseño como una élite que ha llegado tan arriba que puede permitirse estos devaneos “artísticos”. Tampoco son percibidos con buenos ojos por los artistas más tradicionales, que perciben estas posturas como una intromisión en el territorio que les ha sido propio. 8 Ver YELAVICH, S. (ed.): The edge of the Millennium. An International Critique of Architecture, Urban Planning, Product and Communication Design, New York: Whitney Library of Design, 1993. 9 Citado por CULLEN, M. “Future Teach” en STEVEN, S. (ed.): The education of a graphic designer, New York: Allworth Press, 1998, p. 31.