Apartada soledad. Pan milagroso Destructor de sandalias 
D ÍA 1.° D E J U L I O 
SAN D O M I C I A N O 
ABAD Y FUNDADOR (t 440) 
Ya en la época de las persecuciones, pero sobre todo al convertirse 
el emperador Constantino, muchos cristianos se retiraron a los de­siertos 
para darse libre y totalmente al Señor. Tal fue el origen de 
la vida monástica. Los primeros monjes solían vivir en celdillas separadas, 
pero, andando el tiempo, juntáronse en comunidades regidas por un abad. 
San Domiciano, obrero de la primera hora en la magna empresa de la 
fundación de monasterios en Occidente, nació en Roma a principios del 
siglo v, imperando Constancio III. Sus nobles y cristianos padres guar­daron 
pura la fe del bautismo en medio de los malos ejemplos de los 
arríanos. Tan pronto como el muchacho se halló en edad de estudiar, 
diéronle maestros católicos, los cuales le comunicaron gran amor a la Sa­grada 
Escritura. El niño, que era de por sí muy aficionado a las lecturas 
santas, juntó a tan piadosa inclinación continua laboriosidad, de suerte 
que salió aprovechadísimo en la ciencia de las divinas Letras. 
Siendo de edad de doce años, logró que sus padres vendiesen parte 
del patrimonio familiar para ayudarle a emprender estudios superiores. 
Domiciano pretendía llegar a ser valeroso defensor de la fe. Pasados tres 
años escasos, los arríanos mataron al padre de nuestro Santo por la fe.
1.11 lin <1 ilnlni ilc l.i esposa, que quedó ciega, y no tardó en seguir al 
■••«mi' mui ni. Con csliis terribles pruebas afinaba Dios el temple de Do-ilili 
linio. 
LA VERDADERA LIBERTAD 
Hu é r f a n o el virtuoso joven, quedó tan desconsolado y sobre manera 
afligido, que de buena gana hubiera bajado él también al sepulcro 
con sus padres a quienes tanto amaba. Dos meses pasó dudando en qué 
emplearía sus cuantiosas riquezas. Estando así perplejo y sin saber qué 
partido tomar, se le ocurrió preguntar a un criado suyo: 
—Oye, Sisinio, ¿crees tú que el hombre, siendo libre y pudiendo vivir 
en libertad, tiene por fuerza que someterse a mil servidumbres, sólo para 
darse el gusto de disfrutar de estos bienes caducos? 
—Yo juzgo —respondió Sisinio— que, pudiéndolo, vale infinitamente 
más ser libre que esclavo. 
—Bien respondiste —repuso Domiciano—. Doctrina es del Apóstol, 
como en la escuela me lo enseñaron Si puedes vivir libre, prefiere la 
libertad a la servidumbre. Resucito estoy a observar tan sabio y santo 
consejo. Hoy mismo daré libertad a mis esclavos, en cuanto a mis bienes, 
los venderé y repartiré el dinero a los pobres. Y ejecutó su determinación. 
Pasadas dos semanas, habiendo ya vendido y distribuido cuanto tenía, 
dejó el siglo y se fue a un monasterio. 
Ignórase el lugar de su retiro; lo que sí se sabe de seguro es que per­maneció 
en él brevísimo tiempo disfrutando de la deseada paz y tranquili­dad. 
Partió para las Galias, visitó de paso el famoso monasterio de Leríns, 
y acabó por fijar su residencia en Arles, cuyo prelado, San Hilario, bri­llaba 
por entonces cual resplandeciente antorcha de aquella Iglesia. 
FUNDA SU PRIMER MONASTERIO 
Lu e g o echó de ver San Hilario la virtud y piedad de su huésped, por 
lo que juzgó poderle conferir la dignidad sacerdotal. Domiciano, que 
veía en ello la voluntad de Dios, consintió en recibir los sagrados órde­nes, 
mas no quiso nunca honras y dignidades eclesiásticas, porque sólo 
anhelaba volver a la soledad. Atraíale más que ningún otro lugar el mo­nasterio 
de la isla de Leríns, tenía ya dispuesto el viaje, cuando oyó 
hablar de la vida admirable de San Euquerio, obispo de Lyon. Mudó al 
punto de camino y fue remontando el valle del Ródano hasta llegar a la 
capital de las Galias, objeto de aquella larga peregrinación.
Euquerio le recibió con paternal bondad, le oyó referir la historia de 
su vida y peregrinaciones, y aprobó sus planes de vida solitaria. Hízole 
entrega de un ara con reliquias de los santos Crisanto y Daría, para que 
sobre ellas celebrase el Santo Sacrificio. Domiciano se fue a vivir en lugar 
apartado, donde edificó una ermita en honor de San Cristóbal. Allí le­vantaron 
más tarde los fieles la aldea llamada Burgo San Cristóbal. 
En tan solitario lugar se entregaba de lleno a la oración, vigilias, ayu­nos, 
y celebración de los divinos misterios, pero pronto empezó a llegar 
una multitud de discípulos deseosos de imitar el modo de vida del Santo. 
Aun muchas personas mundanas, al tener noticia del retiro donde vivía, 
acudieron a él en tan gran número que el santo varón determinó edificar 
un monasterio en lugar todavía más retirado. Fue antes a consultar, como 
solía, con San Euquerio, a quien había tomado desde su llegada como 
director espiritual. 
—Venerable padre —le dijo—, el lugar en que resido es ya tan fre­cuentado 
por toda clase de personas, y de tal manera llega hasta él el 
ruido del mundo, que ya no parece adecuado para monasterio, y más si 
tenemos en cuenta que es terreno árido y no hay en él agua que pueda 
beberse. 
San Euquerio le respondió. 
—Ve, hijo, busca donde quieras una soledad que sea conforme a tus 
gustos. El Señor te acompañará y favorecerá tus deseos. 
Y después de darle sus últimos paternales consejos, lo bendijo y se 
despidió de él. 
EN BUSCA DE SOLEDAD 
Al día siguiente, celebrada la misa, partió Domiciano camino de Le­vante 
con otro monje llamado Modesto. Después de caminar lar­guísimo 
trecho, llegaron a un espacioso valle cercado de espesos bosques, 
guarida en otro tiempo de ciertos acuñadores de moneda falsa. El paraje 
era sumamente delicioso y ameno, lo exploraron cuidadosamente y halla­ron 
en él varias fuentes de purísimas aguas. 
A eso de media noche, tuvo San Domiciano una visión. Apareciósele 
Nuestro Señor, quien mirándole con benevolencia, le dijo 
—Domiciano, sé valeroso, yo mismo te ayudaré en tus empresas. Aquí 
vendrán a juntarse contigo innumerables hijos que seguirán tus ejemplos. 
Ea, pues, manos a la obia. empieza ya a ejecutar lo que determinaste. 
Había Domiciano concebido la víspera un verdadero plan de monaste­rio. 
Sobre la colina donde brotaba la más caudalosa fuente, edificaría un 
amplio convento para los monjes, en la parte baja, cerca del camino, una
hospedería y una iglesia para los transeúntes y peregrinos. Al despertarse 
dio gracias a Dios, y corrió a notificar a los religiosos el feliz hallazgo 
y las bendiciones que el Señor le había prometido. 
Encargó a un virtuoso sacerdote el cuidado de la ermita de San Cris­tóbal 
y sus anejos, y él pasó con los monjes a la nueva soledad. A más 
del monasterio y la hospedería, edificó dos ermitas, una dedicada a la 
Virgen y otra a San Cristóbal. El mismo San Euquerio las consagró. 
Dedicáronse los monjes a roturar y sembrar buena parte del terreno. 
Un día de verano, tras un trabajo penosísimo, bajó San Domiciano con al­gunos 
monjes a bañarse en un riachuelo cercano. Estando todos ellos 
dentro del agua, llegó una zorra y empezó a roer el calzado del siervo de 
Dios. Viola Domiciano y, levantando al cielo los ojos, oró así al Señor 
— ¡ Oh Dios!, criador de todos los seres, pídote por favor que en ade­lante, 
así nosotros como nuestros sucesores, no recibamos daño ninguno, 
ni del animal que está allí en la orilla del riachuelo, ni de los de su especie. 
No bien hubo acabado de orar, cayó muerta la zorra a la vista de los 
monjes. De allí en adelante nunca las zorras ocasionaron daño alguno en 
el monasterio. 
DON DE MILAGROS 
Po r entonces favoreció el Señor a su siervo con el don de arrojar a los 
demonios del cuerpo de los posesos, no fue menester más para que 
las muchedumbres aprendiesen el camino del nuevo monasterio. Pero Do­miciano, 
para evitar las muestras de veneración de aquellas gentes, se 
ocultaba en algún lugar apartado y no volvía al convento hasta el domin­go, 
y sólo para ver a los monjes y tomar su frugal sustento, pues no 
comía entre semana. Afligiéronse los monjes con tan prolongadas ausen­cias 
de su superior, a quien manifestaron que a cada paso necesitaban 
sus consejos. Prometióles el Santo quedarse con ellos y consintió, además, 
en comer un poco cada día para quitarles la cariñosa preocupación que 
por su salud tenían. 
Al ver que día tras día afluían más peregrinos, resolvió Domiciano 
edificar una espaciosa iglesia que sería lugar de peregrinación. 
Los monjes, muy conformes con la determinación de su santo abad, 
empezaron sin demora a excavar el terreno para poner los cimientos del 
edificio. Llamaron para ayudarles a algunos albañiles de las cercanías, con 
lo que en breve tiempo levantaron un edificio digno de admiración. 
Sobrevino entre tanto fuerte hambre que asoló algunas provincias de 
las Galias y en particular el valle del Ródano. Monjes y albañiles se que­daron 
sin pan. Mas el Santo no perdió ni por un instante su esperanza.
QUÉ hacemos así, hermanos? —dice San Domiciano a los obreros 
desfallecidos—. Tres dias ha que estáis sin trabajar; ya basta. 
Aquí os traigo pan para que recobréis fuerzas». Despiértanse los 
obreros, toman alimento, y en poco tiempo terminan la construcción 
de la iglesia.
—Seguid trabajando —les dijo— , entretanto, daré yo una vuelta por 
los pueblos vecinos en busca de alimento para vosotros. 
Montado en su jumentillo partió para la aldea de Torciaco, adonde 
llegó cabalmente un día en que los habitantes se habían juntado para 
cocer el pan. Sucedió que habiendo ya cada cual reconocido y tomado su 
provisión, sacaron del horno un pan grandísimo y más hermoso que los 
otros. Todos a una prorrumpieron en gritos de admiración y convinieron 
en que el Señor lo había enviado a su siervo Domiciano, que buscaba pan 
para sus monjes y criados. Diéronle, pues, el milagroso pan, y el Santo 
volvió con él gozoso al monasterio. Todos salieron alborozados a recibirle. 
—Aquí tenéis la comida que el Señor os ha preparado —dijo a los 
monjes y albañiles— ; confiad siempre y el cielo no os abandonará. 
Otro prodigio obró el Señor, multiplicando el exquisito regalo de tal 
manera, que bastó para dieciséis monjes y cuatro albañiles, durante los 
diez días siguientes. 
ECHA POR TIERRA DOS TEMPLOS PAGANOS 
Ha c ía ya días que Dios sustentaba milagrosamente a su siervo, cuando 
salió éste a dar otra vuelta por los pueblos en busca de provisio­nes. 
Fue más allá de Torciaco, dobló el monte vecino y llegó a Latiniaco, 
así llamado por ser dueño del lugar un rico señor galorromano por nom­bre 
Latino. Hallóle el Santo sentado a la sombra, hablando con su mu­jer 
Siagria y con los aldeanos que iban a comprarle trigo. Acercóseles Do­miciano, 
montado en su borriquillo y, apeándose, les dijo 
—El Señor os conceda prosperidad y larga vida, nobles esposos. Unos 
siervos de Dios que viven cerca de aquí en el desierto, me enviaron a pe­diros 
a vosotros y a los demás señores del país algunas provisiones. Bien 
merecen que seáis caritativos con ellos, puesto que les faltó el pan mien­tras 
edificaban una iglesia. Sed generosos y el Señor os lo recompensará. 
Latino le respondió 
—Más cara tienes de bandido, que de siervo de Dios. ¿Cómo preten­des, 
pues, mi trigo, que sólo ha sido cosechado para gentes honradas? 
—En el clavo diste, noble señor —repuso Domiciano— , porque real­mente 
no vivo yo conforme a mi profesión. 
Era Latino hereje arriano, y, como todos sus correligionarios, aprove­chaba 
cualquier ocasión de discutir sobre asuntos religiosos. Contento, 
pues, de hallar con quien hablar de tales cuestiones, preguntó al monje- 
—Ya que te presentas como superior de los siervos de Dios que viven 
en el desierto, dime, ¿qué fe profesas? 
Conoció Domiciano la intención de la pregunta y respondió presta­
mente: —La fe, si es variable, engendra almas endebles y ciegas; si es 
invariable y universal, lleva seguramente a cuantos la tienen a la eterna 
bienaventuranza, que sólo a quienes la tienen ha sido prometida. 
—¿Cuál es la fe invariable y universal? —preguntó Latino. 
—La que yo recibí de mis maestros, sucesores de los Apóstoles. Con­tra 
ella se han enfurecido los arríanos, predicadores de nuevas doctrinas. 
—¿Cuál es? —tornó a preguntar el hereje aun más intrigado. 
Apuntando entonces directamente a la herejía arriana que negaba la 
divinidad de Cristo, Domiciano hizo ante Latino magnífica profesión de 
fe católica tal como la enseñó siempre la Iglesia. 
—Creer en Dios Padre todopoderoso —dijo— y en Jesucristo su único 
Hijo, Nuestro Señor, y en el Espíritu Santo. Digo Dios Padre, porque 
tiene Hijo, Dios Hijo, porque tiene Padre, a quien se asemeja totalmen­te 
por la divinidad. De ambos procede el Espíritu Santo, que es consubs­tancial 
y coeterno con el Padre y el Hijo. Confesamos que hay tres Per­sonas 
en un solo Dios, porque sólo hay una Divinidad, un Poder, una 
Eternidad, una Majestad Indivisa. 
—¿Acaso el peder del Padre no es mayor que el del Hijo? 
—No, porque Padre e Hijo tienen un solo y mismo poder divino. 
—Lo que dices, no puede ser así —repuso el arriano—. ¿Por ventura 
serio yo prudente si dejara mis bienes y mi dignidad al arbitrio de mi 
hijo, cuando aun es incapaz para usar de ellos cumplidamente? Por lo 
mismo no pudo Dios comunicar su peder y dignidad a su Hijo, habién­dole 
engendrado. 
—Tu sabiduría es del todo carnal —respondió Domiciano— . Para de­mostrarte 
que dije verdad, mira. En el nombre del Hijo único de Dios, 
coeterno y semejante en todo a su Padre, caigan al suelo al punto aquellos 
templos paganos que han sido siempre guarida de los demonios. 
Había cerca de allí dos templos dedicados a Júpiter y a Saturno, donde 
los aldeanos supersticiosos solían presentar a ocultas ofrendas y oraciones. 
A la voz del Santo, tembló la tierra, y los dos templos se derrumbaron 
con horroroso estruendo. Al mismo tiempo cubrióse el cielo con negros 
nubarrones y, en medio de relámpagos y truenos, cayó espantosa grani­zada. 
Latino, vuelto en sí del susto, había corrido a guarecerse y entendió 
ser aquel prodigio señal con que el cielo manifestaba que la fe del monje 
limosnero era la verdadera. Los consejos de su mujer, católica de co­razón 
hacía tiempo, acabaron por decidirle a tomar una lógica resolución. 
La tormenta duró sólo unos momentos; otra vez resplandeció radiante 
sol en el límpido azul del cielo. Latino y los suyos salieron en busca del 
siervo de Dios, y le hallaron en la era, donde se entretenía haciendo sur­cos 
con su bastón para que el agua no llegase hasta el trigo, al que no
mojaron ni la lluvia ni el granizo. El hereje se echó a los pies del Santo 
le pidió perdón y le rogó que le instruyese en la verdadera fe. Túvole en 
su casa tres días, pasados los cuales le dejó partir para el monasterio con 
abundantes provisiones. Quiso también proveer a las necesidades que pu­dieran 
tener los monjes en lo sucesivo, y así, por acta notarial firmada de 
su mano y refrendada por su mujer e hijos, hizo donación de extensísi­mas 
heredades en favor del monasterio de San Ramberto al que protegió 
desde entonces. 
ALBAÑILES DORMIDOS.— MUERTE DEL SANTO 
Vu e l t o al monasterio, quedó asombrado al ver que los albañiles dor­mían 
en vez de trabajar. Despertólos al punto y les dijo 
—Pero ¿qué hacemos, hermanos? ¿A qué dejar sin más ni más la 
obra empezada? ¿Acaso no tenéis ya fuerza para trabajar? 
—No, padre —le respondieron todos a una—. Diez días hemos comido 
del delicioso pan que nos trajisteis, pero ayer, viernes, ya nos quedamos 
sin probar bocado, y hemos decidido abandonar la obra y volver a casa. 
—No, hijos míos, no —repuso el Santo— , comed lo que os traigo, y 
a trabajar otra vez. Hay que ser, más constantes en la obra de Dios. 
Comieron los albañiles y emprendiendo el trabajo con nuevo ardor, 
prontamente dejaron concluida la iglesia. San Euquerio fue también a con­sagrarla, 
y bendijo al mismo tiempo el nuevo monasterio. Pronto acudie­ron 
numerosos discípulos, atraídos por la fama de santidad de Domiciano. 
Finalmente, siendo ya muy entrado en años, dejó la dirección del mo­nasterio 
a un santo monje llamado Juan, para poder con más libertad 
prepararse a la muerte, porque parecíale ya muy cercano el momento. 
Acometido de repentina enfermedad el año 440, llamó a los monjes y, 
cuando ya estuvieron todos alrededor de su lecho, les dijo 
—Vivid en paz y santidad, porque es condición indispensable para 
ver un día al Señor en la gloria. Obedeced siempre a quien el Cielo os 
designare por superior. Yo os dejaré ya dentro de poco, puesto que Dios 
me llamará a Sí el día primero de julio. 
Al oír tales palabras prorrumpieron todos en llanto- 
—¿Por qué dejamos tan pronto, venerable padre? —le preguntaron. 
—No os dejo, hermanos, alegraos, voy a ser vuestro protector y 
medianero cerca de Dios. 
El día primero de julio celebróse una misa en el aposento del mori­bundo, 
en ella comulgaron Domiciano y los monjes. Levantó luego el 
Santo las manos al cielo, y habiendo dicho «Señor, en tus manos en­comiendo 
mi espíritu», expiró dulcemente en brazos de sus religiosos.
Al mismo tiempo, llenóse la celda del Santo de fragancia suavísima 
que sanó a algunos monjes enfermos. Enterraron su sagrado cuerpo en la 
iglesia del monasterio, cerca del altar del mártir San Ginés. En el correr 
de los siglos obró el Señor en su sepulcro, innumerables milagros. 
RELIQUIAS DE LOS SANTOS RAMBERTO Y DOMICIANO 
El monasterio que fundó San Domiciano, se llamó en un principio aba­día 
de Bebrón, nombre del torrente que por allí pasaba, pero luego le 
llamaron de San Domiciano. 
El año 680 los monjes enterraron en el monasterio el cuerpo de San 
Ramberto, emparentado con la familia real francesa, y asesinado a orillas 
del Bebrón por mandato de Ebroín, mayordomo de palacio. 
Andando los años, el monasterio se llamó de los Santos Domiciano y 
Ramberto; así le llamaban todavía en el año 1138. Pero más adelante, se 
fue borrando la memoria de San Domiciano y arraigó más y más la de 
San Ramberto. De aquí vino el nombre de San Ramberto de Joux que tu­vieron 
el monasterio y la aldea próxima, la cual se llama hoy San Ram­berto 
de Bugey. Los monjes adscritos a la Orden benedictina de Cluny 
permanecieron allí hasta la Revolución francesa. El día 12 de junio de 1789 
trasladaron a la iglesia parroquial las reliquias de ambos santos y las demás 
conservadas en el monasterio. Aun hoy día se las venera en dicha iglesia, 
encerradas en un solo relicario desde el año 1763. 
Otras reliquias de ambos Santos se hallan en la iglesia de San Ramberto 
de Forez, encerradas desde el año 1872 en un magnífico relicario. 
S A N T O R A L 
La Pr e c io s ís im a S ang r e d e N u e s t r o S e ñ o r J e s u c r is t o (véase nuestro tomo «Fes­tividades 
del Año Litúrgico»), — Santos Domiciano, abad y fundador; Aarón, 
Sumo Sacerdote, hermano de Moisés; Rumoldo, obispo en Irlanda y en 
Bélgica. Galo, obispo de Clermont; Conrado, obispo de Tréveris, a quien 
dieron muerte precipitándole cuando iba a posesionarse de su diócesis; Pedro 
el Patricio, el cual dejó las glorias militares para retirarse y hacer peni­tencia; 
Teodorico, Cibardo y Carilefo, abades; Casto y Secundino, obispos 
y mártires, en Sinuesa; Martín, discípulo de los Apóstoles y obispo de 
Viena de Francia; Leoncio, obispo de Autún; Julio y Aarón. mártires en 
Bretaña, Simeón el Simple, dechado de heroica humildad, Simón el La­brador, 
venerado en Navarra; Teobaldo, perteneciente a la familia de los 
condes de Champaña, y Lupiano, anacoretas. Santa Reina de Denain, es­posa 
de San Adelberto y madre de Santa Ragenfrida, abadesa.
D IA 2 D E J U L I O 
SAN OTÓN OBISPO. APÓSTOL DE POMERANIA (1062-1139) 
Fu e San Otón natural de Mistelbach de Franconia. Allí nació, por 
los años de 1062, de padres nobles, pero pobres en bienes terrenales. 
Desde jovencito se dio al estudio de las letras humanas y llevaba ya 
algunos años de grande aprovechamiento, cuando, casi a un tiempo, se 
le murieron los padres, con lo que se tornó más apurada su situación. 
Para no ser gravoso a su hermano mayor, pasó a Polonia, que por en­tonces 
carecía de maestros, y puso escuela, a la que en breve acudieron 
muchísimos alumnos. Con su ciencia, piedad y finos modales se ganó muy 
presto la confianza de los principales señores de Polonia, los cuales no sólo 
se hicieron amigos de Otón, sino que a menudo ponían en sus manos muy 
enmarañados pleitos para que él los compusiera. Creció tanto su fama, que 
el duque Boleslao I I le nombró su capellán; y habiendo muerto su primera 
mujer, eligió al Santo para que fuese a pedir para él la mano de Judit, 
hermana de Enrique IV de Alemania. 
El negocio salió admirablemente, pero el duque perdió en él a su pru­dente 
y sabio consejero; porque el emperador, prendado del embajador de 
Boleslao lo retuvo en su corte. Y Otón, que dejara su patria, pobre y casi 
desconocido, volvió a ella como personaje importante y calificado. Su
principal oficio fue por entonces, rezar salmos a coro con el emperador. 
Vacó entretanto el cargo de canciller, y el emperador, no hallando per­sona 
más capaz que su capellán para desempeñarlo cumplidamente, le 
nombró canciller del imperio. El Santo ejerció tan importante empleo por 
espacio de algunos años con celo y acierto tales, que nunca prosperaron 
tanto los negocios de palacio como en el tiempo en que los administró 
San Otón. Quiso el emperador premiarle dándole un obispado, aun a costa 
de los intereses del imperio que perdería a tan sabio ministro, pero el 
Santo no aceptó aquella dignidad. No llegaba a entender Enrique [V cómo 
un varón tan virtuoso y prudente rehusaba el obispado, siendo así que 
eran muchos los que con intrigas y amaños lo solicitaban. Ignoraba que 
su canciller tenía corazón muy noble para allanarse a tamaña bajeza. 
Sabía Otón que el poder de distribuir beneficios y obispados, lo había 
usurpado el emperador a la Iglesia, y temía manchar su alma con el 
crimen de simonía, si aceptaba la propuesta de su señor. 
OBISPO DE BAMBERG. — FIDELIDAD AL PAPA 
El año 1102 quedó vacante el obispado de Bamberg. Otra vez propuso 
el emperador a su canciller que aceptase el ser obispo. El santo varón 
que tan obstinadamente había hasta entonces rehusado tal dignidad, la 
aceptó ahora para evitar que en la silla de Bamberg se sentasen hombres 
indignos. Hizo más, consintió en recibir de manos del impío emperador el 
anillo y el báculo pastoral, aunque con propósito de permanecer fiel de 
corazón a la Iglesia, y haciendo voto de no aceptar la consagración epis­copal 
hasta tanto que el Sumo Pontífice ratificase aquella elección. 
Por disposición del emperador, los obispos de Wurzburgo y Augsburgo 
acompañaron a Otón hasta Bamberg. Hicieron el viaje a principios del mes 
de febrero en que el frío es rigurosísimo en aquellas tierras. En cuanto 
vio de lejos la torre de la catedral, Otón se descalzó, y prosiguió el viaje 
andando sobre hielo y nieve, rodeado del clero y pueblo que salieron a 
recibirle con grande alborozo. 
Lo primero que hizo al llegar, fue escribir al papa Pascual II, para in­formarle 
de lo sucedido y pedirle consejo sobre lo que tenía que hacer. 
Al mismo tiempo le afirmaba estar pronto a partir para Roma, si tal era 
la voluntad del Pontífice. 
—Por espacio de dos años —dice en la carta- serví a Enrique, mi 
señor, logré ganar su amistad, pero dos veces he rechazado la investi­dura 
que me ofrecía, por juzgar yo que el emperador no es quién para 
otorgar la dignidad episcopal. Instóme a ello tercera vez y me nombró
obispo de Bamberg, mas si yo supiera no ser del agrado de Vuestra 
Santidad el investirme y consagrarme, renunciaría al obispado. Por tanto, 
suplicóle me dé a conocer cuál sea su voluntad en este negocio, para que 
al acudir yo a Vuestra Santidad no sea en balde. 
Mucho se regocijó el Papa al leer la carta de Otón, pues raras veces 
recibía tales muestras de adhesión y respeto de parte de los prelados ale­manes. 
Al punto correspondió Su Santidad con otra en la que le decía: 
—Pascual, siervo de los siervos de Dios, a Otón, hermano amadísi­mo, 
obispo electo de la iglesia de Bamberg, salud y bendición apostólica. 
El hijo sabio llena de alegría el corazón de su padre. Tus obras y todas 
tus trazas dan a entender que eres varón prudentísimo. Nos juzgamos que 
es menester respetar y amparar tu promoción. No dudes de Nuestra bene­volencia, 
ven cuanto antes a darnos con tu presencia cumplido gozo. 
La paternalísima acogida que el Padre Santo le brindaba, calmó de 
momento las ansiedades de Otón; no obstante lo cual, preparóse el celoso 
obispo para acudir cuanto antes. Urgíale resolver de manera definitiva 
aquel enojoso asunto que le preocupaba. Porque, además de las razones 
alegadas en su carta a Roma, había otras de carácter personal que in­fluían 
en su ánimo y le invitaban a descargarse de su responsabilidad. 
Partió el siervo de Dios para Italia, acompañado de nutrida repre­sentación 
de los fieles de Bamberg. El Papa le recibió en la ciudad de 
Anagni. Otón le refirió cuanto hacía a su elección, entregó al Vicario de 
Cristo el báculo y anillo recibidos de mano del emperador, y le pidió hu­mildemente 
perdón de cuanto hallara de reprensible en su conducta. AI 
mismo tiempo confesó ante el Pontífice ser indigno del episcopado, e 
insistió para que le quitase de los hombros carga tan pesada. Pero el 
Papa, admirado de tan grande humildad, le dijo «Cerca estamos de la 
fiesta del Espíritu Santo; encomendémosle este asunto». Al volver a 
casa, Otón se puso a considerar las dificultades de aquellos tiempos, los 
peligros a que estaban expuestos de continuo los obispos, y la indocilidad 
de reyes y vasallosi a la Iglesia. Aun temió que su elección estuviera 
contaminada con algún rastro de simonía. Estando en estas considera­ciones, 
vínole el pensamiento de renunciar a las dignidades y honras 
vanas de este mundo para vivir en apartado retiro hasta su muerte. Re­suelto 
ya a poner por obra su propósito, partió a toda prisa para Alema­nia 
, pero aun estaba en la primera jomada del viaje cuando le alcanzaron 
los embajadores del Sumo Pontífice que le llevaban mandato de obedien­cia 
de desandar lo andado, y volver a presentarse al Papa. A vista de 
orden tan expresa y formal, bajó el Santo la cabeza y volvió a ver al 
Pontífice, el cual le consagró obispo, el 17 de mayo del año 1103, fiesta 
de Pentecostés.
PROPAGA LA VIDA RELIGIOSA Y HACE VOTO 
DE OBEDIENCIA 
V u l l t o ya a Bamberg, juzgó el nuevo prelado que para ejercer acción 
duradera en los fieles de su diócesis, necesitaba auxiliares que le 
ayudasen eficazmente. Por eso su primera providencia fue favorecer cuan­to 
pudo a las Órdenes religiosas. En breves años fundó y dotó en Ale­mania 
unos veinte monasterios, merced a la liberalidad de los fieles. Que­jábanse 
algunos de que levantase tantos monasterios, pero él solía respon­derles: 
«Hermanos, nunca edificaremos demasiadas hospederías para los 
que se consideran extranjeros y desterrados en este mundo». 
En tanto que de esta suerte se mostraba liberal para con los prójimos, 
llevaba él mismo vida tan pobre y austera, que todos cuantos le servían 
quedaban admirados. 
Llevaba de ordinario vestidos remendados como los pobres; en la co­mida 
era sobrio como un anacoreta. Muy a menudo salía del comedor sin 
haber casi probado los manjares, lo cual hacía de intento para que los 
diesen a los menesterosos. Un día de ayuno, trájole el administrador un 
pescado hermoso, pero algo caro. «¿Cuánto ha costado? —le preguntó 
el obispo—. Dos monedas de plata —respondió el criado—. Pues no se 
dirá que el pobrecillo Otón se ha comido hoy él solo cosa tan cara. 
Tomó luego la fuente y añadió: «Lleva este manjar a Jesucristo. 
Ofréceselo en la persona de algún pobre enfermo o paralítico. Por lo que 
a mí hace, ya estoy bastante robusto; me bastará con un pedazo de pan». 
Más adelante padeció el Santo larga enfermedad. Cuando ya estuvo 
curado, mandó llamar al abad Wolfrán de quien era íntimo amigo, y le 
rogó con vivas ansias que se dignase admitirle entre sus monjes. Díjole 
además que estaba resuelto a dejar las insignias episcopales para vivir 
apartado de los vanos cuidados del siglo, y entregado a la pobreza, obe­diencia 
y mortificación. Alabó mucho el abad tan santo propósito, y 
accediendo a los deseos del prelalo, recibió su voto de obediencia. Pasada 
una temporada, volvió Otón a ver a su superior para pedirle que le admi­tiese 
ya en el monasterio y le diese el hábito de monje. 
No quería el abad Wolfrán privar a la Iglesia de Dios de un apóstol 
tan celoso como el santo obispo de Bamberg; recordaba quizá lo que 
hizo el abad de San Vanne cuando el emperador Enrique I I le pidió que 
le admitiese entre los monjes. 
—¿Estáis dispuesto —preguntó al obispo— a observar fielmente el 
voto de obediencia por el que os habéis obligado conmigo? 
—En el nombre del Hijo de Dios «que se hizo obediente por nosotros 
hasta la muerte», dispuesto estoy a observarlo —respondió Otón.
Cu á n t o costó ese pescado? —pregunta Otón al administrador. -—Dos 
piezas de plata. —Retíralo —ordena el prelado—. No quiero se 
diga de mi que en día de ayuno he comido por tanto valor. Llévaselo 
a Jesucristo en la persona de algún pobre enfermo que lo necesite. Estoy 
bastante robusto y me bastará un pedazo de pan.
IX- sci asi repuso el abad— os mando, santísimo Padre, que 
prosigáis las buenas obras y santas ocupaciones que habéis emprendido 
para gloria de Dios. Creo que ésa es la divina voluntad. 
Otón se sometió humildemente. De allí adelante, el palacio episcopal 
de Bamberg fue para el Santo como un monasterio en el que vivió como 
humilde religioso y donde hallaban cariñosa acogida todos los pobres. 
APÓSTOL DE POMERANIA 
Po r aquel entonces conquistó a Pomerania Boleslao, duque de Polo­nia, 
el cual, para someter a los súbditos, bárbaros e indisciplinados, 
no halló mejor camino que ganar su amistad trayéndolos a la fe católica 
que él profesaba. Ocurriósele encargar al celoso obispo de Bamberg la 
evangelización de aquella provincia, propuesta que el Santo acogió con 
indecible gozo de su alma. Y en cuanto supo que el Papa bendecía aque­lla 
empresa, a toda prisa preparó lo necesario para el viaje. De sobra sabía 
que Pomerania era una provincia opulenta, donde se odiaba y menospre­ciaba 
a los pobres, por eso juzgó ser necesario presentarse con mucho 
aparato y ostentación, para que los bárbaros entendiesen que no buscaba 
sus bienes sino sus almas. Llevó consigo algunos virtuosos clérigos y 
también se proveyó, de misales, salterios, cálices, ornamentos sagrados y 
de cuanto era menester para el servicio del altar. Llevó asimismo telas y 
otros regalos de mucho precio para jefes y principales de aquella nación. 
Partió el celosísimo apóstol el día 24 de abril de 1124, cruzó a Bohe­mia 
y fue primero a la ciudad de Gnezno, que era a la sazón capital 
de Polonia. Siete días le tuvo albergado en su palacio el duque Boleslao. 
Al despedirle, diole algunos intérpretes entre los que iba un tal Paulicio 
que ayudó mucho al Santo en el ministerio de la predicación. 
Después de seis días de penoso caminar a través de la selva, hicieron 
alto a orillas del río Netze. En la ribera opuesta acampaba el duque de 
Pomerania, que vino con quinientos soldados al tener noticia de la llegada 
del Santo. Cruzó el río con unos cuantos hombres y fue a saludar al obis­po. 
Ambos se abrazaron muy efusivamente, pues ya entonces el jefe de 
los bárbaros era cristiano, si bien en secreto por temor de los infieles. 
San Otón ofreció al príncipe, entre otros preciosos regalos, un lindo 
bastón de marfil, que el duque tomó al punto y utilizó desde aquel ins­tante, 
agradeciendo al Santo tan fino obsequio. 
La piadosa caravana partió para Piritz, adonde llegó al anochecer, 
pero nadie quiso entrar en la ciudad. Aquel mismo día habían celebrado 
los paganos una fiesta en honor de sus dioses, con bacanales y bulliciosas 
diversiones, y aun de noche seguía el ruido y alboroto.
Al amanecer del siguiente día, Paulicio y algunos delegados del duque 
fueron a entrevistarse con los principales señores de la ciudad, para dar­les 
parte de la llegada del obispo de Bamberg, y mandarles que saliesen 
a recibir al prelado. Embarazados por lo inesperado de la visita, pidieron 
por favor que les dejasen deliberar unos instantes; pero los delegados 
entendieron ser aquello una artimaña, y así les dijeron que convenía de­terminarse 
cuanto antes, porque el prelado estaba ya a la puerta de la 
ciudad, y, si le hacían aguardar, lo tomarían a mal los duques de Pome-rania 
y Polonia. Los señores de Piritz se espantaron al oír que el obispo 
estaba tan cerca. Determinaron salir a recibirle, pues «no podemos 
—decían— resistir al Dios verdadero que sabe frustar todos nuestros 
planes; bien comprendemos que nuestros ídolos no son dioses». Dieron 
parte a toda la ciudad de su determinación, y todos a una pidieron a 
gritos que viniese el obispo. Los bárbaros, que salieron en tropel a reci­birle, 
se quedaron admirados ante sus nuevos huéspedes, y, cuando ya 
hubieron curioseado a su gusto las personas, hábitos y enseres de los 
recién llegados, los aposentaron lo mejor que pudieron en su ciudad y 
los honraron con muestras de profundo aprecio. 
Entretanto, el santo obispo vestido de pontifical, subió a una emi­nencia, 
y habló con intérprete al pueblo que ansiaba oírle. 
—Bendígaos el Señor —les dijo— por la buena acogida que me habéis 
otorgado. No ignoráis por qué causa hemos venido a vosotros de tan le­janas 
tierras; sólo para traeros la dicha y la salvación; eternamente se­réis 
felices si queréis conocer y servir a vuestro Criador. 
Estaba así hablando al pueblo con admirable familiaridad y sencillez, 
cuando todos a una voz clamaron que deseaban conocer y abrazar la fe 
cristiana. Una semana pasó el Santo enseñándoles la doctrina, ayudado 
en tan excelente ministerio por los demás sacerdotes y clérigos. Mandóles 
luego que ayunasen tres días, al cabo de los cuales hizo que se vistiesen 
de blanco para disponerse al bautismo que había de administrarles poco 
después. 
SANTA EMULACIÓN ENTRE DOS CIUDADES 
No tuvo el Santo igual acogida en Vollín, ciudad comercial situada 
en la desembocadura del río Oder, pues aun cuando el prelado se 
albergó en el palacio ducal, todo el pueblo, alborotado y furioso, acudió 
allí dando voces contra él. La paciencia del santo misionero los impre­sionó, 
sin embargo, de tal manera, que acabaron declarándose dispuestos 
a abrazar la fe cristiana, si los habitantes de Stettín les daban ejemplo 
convirtiéndose primero, proposición que el apóstol aceptó complacido.
l’artió San Otón para la ciudad de Stettín. Paulicio y los delegados del 
duque se adelantaron al Santo, y fueron a hablar con los principales hom­bres 
de la ciudad, proponiéndoles que recibiesen a Otón. «No queremos 
dejar nuestras leyes y costumbres —respondieron ellos— ; nuestra religión 
nos gusta muchísimo. Corre la voz que hay entre los cristianos muchos 
ladrones a quienes les cortan los pies y les sacan los ojos; se dice que 
entre ellos se cometen toda suerte de delitos y que se odian entre sí. 
Religión así, no la queremos». Como se ve, la calumnia ponía obstáculos. 
Dos meses permanecieron obstinados los de Stettín. Finalmente, dos 
mancebos nobles vinieron a ver al santo obispo, para que los adoctrinase. 
Con ternura indecible acogió San Otón a aquellos jóvenes, que eran las 
primicias de nueva y abundante cosecha; los instruyó, y luego los tuvo 
consigo ocho días, vestidos de blanco como solían estar los neófitos. Dio­les 
unas túnicas bordadas de oro, cinturón dorado y vistoso calzado. Al 
volver a casa y juntarse con sus compañeros, contáronles cuanto habían 
observado en el misionero: su vida ordenada y santa, su mansedumbre, 
caridad y liberalidad con los pobres. Otros jóvenes paganos, alentados 
con lo que oían, siguieron el ejemplo de sus dos compañeros; lo propio 
hicieron luego mozos y ancianos, de suerte que toda la ciudad se con­virtió 
en poco tiempo a la religión que antes repudiara. 
El padre de los primeros bautizados se hallaba fuera de casa cuando 
se convirtieron aquéllos. Al saber que su dos hijos y casi toda su familia 
eran ya cristianos, enfurecióse sobremanera y juró vengarse del obispo. 
Pero después, apaciguado con las súplicas de su mujer y movido de la 
gracia de Dios, fue a ver a San Otón, se echó a sus plantas bañado en 
lágrimas, y le declaró que había ya recibido el bautismo en Sajonia, mas 
que por haberle ofrecido los paganos cuantiosas riquezas, .no quiso nunca 
mostrarse públicamente cristiano. Hecha esta humilde confesión, aquel 
hombre se trocó en celoso apóstol de la fe de que había renegado. 
Volvió San Otón a la ciudad de Vollín, y esta vez halló al pueblo dis­puesto 
a recibir la luz del Evangelio. Habían enviado secretamente dele­gados 
a Stettín para que se informaran de la acogida que los de aquella 
ciudad habían otorgado a los misioneros. Recibieron, pues, en Vollín al 
santo prelado con grande alborozo, y para reparar los malos tratos que le 
habían dado en su primer viaje, colmáronle de atenciones y agasajos. 
Rasgos semejantes a éste se repitieron en multitud de casos. Que así 
como el mal ejemplo de algunos había provocado la apostasía de muchos, 
la vuelta al redil de los débiles fue en parte consecuencia de la rectifica­ción 
de aquellos a quienes la santidad y mansedumbre del siervo de Dios 
atrajeron al recto camino. El santo prelado podía estar satisfecho de su 
obra. Finalmente, tras una ausencia de casi un año, regresó a Bamberg.
SEGUNDA MISIÓN. — MUERTE DEL SANTO 
El. año de 1128, con la bendición del papa Honorio II y el beneplácito 
del rey Lotario, Otón dejó nuevamente a Bamberg y partió para Po-merania, 
donde la idolatría amenazaba desvanecer totalmente las hala­güeñas 
esperanzas concebidas en los principios de la misión. Detúvose 
primero en Stettín, donde halló muy divididos a los habitantes: unos per­severaban 
firmes en la fe, pero los más habían vuelto al paganismo. Los 
sacerdotes de los ídolos amotinaron a los apóstatas que, como fieras, 
asaltaron a gritos la casa del obispo, dando mueras al apóstol. 
San Otón, ansioso de ser mártir de la fe, vistióse de pontifical, mandó 
alzar la cruz, y entonando himnos y salmos, salió procesionalmente con 
su clero para encomendar al Señor aquel postrer combate. Maravillados 
los bárbaros al ver el buen temple de aquellos hombres que aun estando 
a punto de morir tenían humor para cantar, empezaron a amansarse un 
tanto. Pero al ver llegar al sumo sacerdote de los ídolos que había man­dado 
matar al Santo los apóstatas enristraron sus lanzas para atravesar 
con ellas al misionero. ¡Oh maravilla! Los brazos de aquellos desdicha­dos 
se paralizaron de repente y permanecieron rígidos y como petrifi­cados. 
El Santo se movió a compasión y con sólo bendecirlos sanólos a 
todos. Al ver tan grande prodigio, pidieron perdón al Santo y lloraron 
sus pasados yerros. 
San Otón pasó después a la ciudad de Vollín, cuyos habitantes re­cibieron 
humildemente sus amonestaciones; y dejando en Pomerania algu­nos 
sacerdotes, volvió a Bamberg, donde murió a 30 de junio de 1139. 
Canonizado por Clemente III en 1189, celébrase su fiesta el 2 de julio. 
S A N T O R A L 
I.A V is it a c ió n d e la V ir g e n M a r ía a su p r im a Santa I sa b e l (véase nuestro tomo 
«Festividades del Año Litúrgico»), — Santos Otón, obispo y apóstol de Po-merania; 
Proceso y Martiniano, mártires en Roma; Aristón y compañeros, 
mártires en Campania; Bernardino Realino, confesor, cuya fiesta se celebra 
mañana: Bonifacio y compañeros, monjes, mártires de los vándalos, en 
Cartago; Acesto y Longinos, soldados encargados de custodiar a San Pablo, 
fueron mártires por la fe tres días después que el santo Apóstol; Sabino y 
Cipriano, mártires en Brescia, Swithuno. capellán en la corte de Egberto 
de Inglaterra, y luego obispo de Vinchester; Lindano, abad benedictino; 
Gerundio y Adeodato, presbíteros y confesores. Beatos Juan .de Vicenza, 
dominico; Pedro de Luxemburgo. cardenal, obispo de Metz. Santas Murcia 
y Sinforosa, mártires; Monegunda. solitaria, en Francia.
D Í A 3 D E J U L I O 
SAN BERNARDINO REALINO 
DE I.A COMPAÑIA DE JESÜS (1530-1616) 
No siempre se manifiesta la vocación religiosa con la espontaneidad 
del primer impulso, a veces permite el Señor que los llamados al 
divino servicio orienten su vida hacia otros rumbos, y aun los 
deja prosperar y afianzarse en ellos hasta que, lograda ya la deseada 
cumbre, advierten que el camino se les ha terminado y que el apetecido 
ideal queda aún muy lejos. Es el momento crítico aprovechado por Dios 
para insinuar la invitación. «Si quieres ser perfecto. ». Momento en 
que el alma se llama a reflexión para descubrir, desde la atalaya íntima, 
los horizontes que hasta entonces permanecieron ocultos tras el primer 
plano de otras preocupaciones. Tal es el caso de San Bernardino Realino. 
INFANCIA Y PRIMEROS AÑOS 
Na c ió nuestro Santo el 1.“ de diciembre de 1530 en Carpi, ciudad ita­liana 
de la provincia de Módena. Fueron sus padres don Francisco 
Realino, caballerizo mayor del príncipe don Luis de Gonzaga, más tarde 
hombre de confianza del cardenal Madruzzo, y doña Isabel Bellentani, 
mujer ilustre y piadosísima.
I ii l;i cacmonia del santo Bautismo, celebrada ocho días después, 
uiihii) el niño los nombres de Bernardino Luis. 
Las excelentes disposiciones del niño y el sabio gobierno con que las 
encauzara su madre fueron despertando en el alma de aquél las virtudes 
que darían carácter a su vida toda. No dejó de costarle trabajo este per­feccionamiento 
espiritual: su natural vivo e impetuoso trató de salirle al 
paso y hasta alguna vez le cortó la marcha, mas, apenas estuvo sobre 
aviso, combatiólo con tan buena maña que llegó a dominarlo por com­pleto. 
Descollaba principalmente por la integridad de sus costumbres y la 
exquisitez de modales con que a todos admiraba. Cuando estudiante, 
hizo gala de extraordinaria memoria y de inteligencia privilegiada que le 
mantenían en primer plano dentro de la competencia escolar; pero jamás 
se prevalió de los talentos en desmedro de sus condiscípulos, y aun, 
siempre que en su mano estuvo procurarles una ayuda, la realizó con 
tanto desinterés como generosidad, y tratando de no ofender a nadie en 
su amor propio. 
EN LA UNIVERSIDAD 
De c id id o a estudiar filosofía, eligió para ello la Universidad de Mó-dena. 
Pronto el brillo de su talento y aquel notabilísimo tacto y 
don de gentes característicos en él le conquistaron el nuevo escenario de 
su actividad. Fueron magníficos comienzos. 
Algunos malos compañeros —que nunca faltan aliados al demonio—, 
seducidos por las prendas personales de Bernardino, cayeron en la pérfi­da 
intención de malearlo. Dadas las aficiones del incauto joven, nada 
más fácil que acogerse a la literatura y a la filosofía para entrar en ma­teria. 
La víctima sé dejó prender en la tenue red de aquel mísero engaño 
y fue cediendo paulatinamente en sus disposiciones. Ya no gustaba con la 
misma fruición de los ejercicios piadosos. Aquella intensidad en los es­tudios 
decayó igualmente, y el que tiempo antes hallaba escaso el margen 
de horas para concentrarse sobre los libros, malgastábalo ahora sin tino 
ni provecho. Fue, por gracia de Dios, una crisis pasajera. Su buena madre 
lo respaldaba al igual que hiciera Mónica por su hijo Agustín, mientras 
Bernardino se dejaba arrastrar a la deriva, las oraciones de Isabel prepa­raban 
la vuelta definitiva del hijo pródigo. 
Muy pronto se percató éste del mal paso en que se encontraba y rom­pió 
valientemente con aquellos sus perversos amigos. Y aun, para asegurar 
mejor sus propósitos de recuperación, dejó la Universidad de Módena y 
trasladóse a la de Bolonia, Remedio costoso, pero plenamente eficaz.
Acaeció por aquellos días la muerte de doña Isabel, golpe terrible para 
Bernardino cuyo corazón había sido siempre una hoguera de amor hacia 
su santa madre. Ni aun la gracia tuvo de recibir su último suspiro. 
Cienos litigios, provocados por algunos deudos con motivo de he­rencia, 
obligáronle a trasladarse a Ferrara para tomar sobre sí aquel 
negocio. En vista de que aquello le robaba un tiempo precioso, acordóse 
con la parte contraria en nombrar un árbitro. Éste, contra toda razón y 
derecho, desposeyó a Bernardino. Volvió nuestro joven para pedir expli­caciones. 
pero el incorrecto juez se limitó a recibirlo de mala manera. 
Arrebatado por aquel desprecio, atacóle Bernardino espada en mano. 
Esquivó el golpe su contrario, no sin recibir una herida en la frente. 
Enteróse el duque y, aunque admirador y amigo del agresor, desterrólo 
de sus estados. Comprendió el joven cuánto dañaba a su reputación y 
valer personal la irascibilidad de su temperamento, y diose con el mayor 
ahinco a corregirla, a fin de eliminar hasta los menores asomos de la pasión. 
Muy duros eran los golpes con que el Señor probaba las fuerzas de 
su elegido. Bernardino supo aprovecharlos como avisos del cielo, y entre­góse 
desde entonces a la voluntad divina. Dedicaba diariamente varias 
horas a la oración y meditación, sin que por ello descuidara en lo más 
mínimo sus estudios. Hasta halló ocasión para escribir varios importantes 
libros. Doctoróse, por fin, en ambos derechos, v consiguió de la Universi­dad 
un magnífico lauro que aún hoy se conserva en Roma. 
EN LOS CARGOS PÚBLICOS 
Do n Francisco Realino, que estaba entonces al servicio del cardenal 
Madruzzo, gobernador de Milán, llamó a su lado al flamante doctor. 
Llegó Bernardino el 8 de octubre. 
Al poco tiempo, por haber vacado la gobernación de la ciudad de Fe-lizzano, 
pusieron sus habitantes los ojos en el recién llegado y, valiéndose 
de la influencia del príncipe Segismundo, consiguieron el nombramiento 
de aquél. Bernardino tomó posesión en diciembre de 1556. Duraba un 
año el ejercicio del cargo, pasado el cual, los de Felizzano pidieron que 
continuara, pero él negóse rotundamente • apuntaban a más sus aspira­ciones 
y no veía posibilidad de satisfacerlas caso de proseguir allí. 
Por aquel entonces, al cesar en su mandato el cardenal Madruzzo, 
perdió Bernardino el apoyo que hasta entonces tuviera. Acudió por carta 
al monarca español Felipe II, en cuyo nombre había sustituido el duque 
de Alba al cardenal. Fue enviado a Alejandría de Piamonte, en calidad 
de abogado fiscal, allí permaneció durante dos años, al cabo de los
cuales pasó como gobernador a Cassino por dos años más. Con tan admi­rable 
acierto desempeñó tales cargos, que su fama llegó a extenderse por 
toda Italia. Influido por ella el marqués de Pescara, entonces gobernador 
de Milán designólo para el gobierno de Castel-Leone, la ciudad principal 
de sus estados. Tenía Bernardino treinta y dos años. 
Hallábase la región profundamente dividida por bandos que con pre­textos 
de compensaciones o venganzas sembraban el crimen y la muerte 
y favorecían el pillaje. El nuevo gobernador pulsó primeramente todos 
los resortes de la bondad y de la paciencia. Los resultados eran casi nulos. 
En vista de ello, depuso aquella primera actitud y acudió al rigor de 
la justicia. 
Púsose personalmente a la cabeza de su gente de armas, y salió a 
imponer la ley doquier la veía conculcada, sin que valieran escondrijos 
para los infractores. Mantenía el derecho a par del rigor, sin hacer caso 
alguno de recomendaciones. Fue labor de algunos meses- al cabo de 
ellos, lo que había llegado a juzgarse mal incurable, desapareció de raíz. 
No eran estos méritos exclusivos del hombre prudente y del discreto 
político: el gobernador pasaba largos ratos en oración, meditaba asidua­mente 
; oía misa y rezaba el rosario cada día, llevaba con fervorosa pun­tualidad 
su examen de conciencia y frecuentaba los santos Sacramentos. 
Así, pues, y como él hizo constar en sus Memorias, había en todo aquel 
éxito una parte principalísima de lo Alto. 
Cuando se hubo cumplido el plazo de dos años, tras el cual solía el 
gobernador de Milán remover a sus subordinados, los de Castel-Leone 
acudieron a la marquesa doña Isabel de Gonzaga, que gobernaba en 
ausencia de su marido, para pedir la vuelta de Bernardino. Accedió ella 
gustosísima y éste comenzó un nuevo período en enero de 1564. 
De vuelta ya el marqués de Pescara, quedó asombrado de la profun­da 
transformación ocurrida durante el mando de su subalterno y resolvió 
traerlo a su corte en calidad de oidor y lugarteniente general. Previa­mente 
mandóle escribir una memoria respecto a cómo debían regirse los 
gobiernos y envió una copia a cada uno de los jefes de los Estados. 
LA VOCACIÓN RELIGIOSA 
Be r n a r d in o no había sentido hasta entonces ninguna inquietud for­mal 
respecto a su manera de vida. Dios Nuestro Señor había venido 
asentando los pilares para sobre ellos afirmar con sólida estructura la 
vocación religiosa de su siervo que, por entonces, sólo pensaba en man­tener 
la trayectoria primitiva.
Un a noche en que Bernardino meditaba absorto en el misterio de la 
Navidad, aparécete el Divino Niño envuelto en vivísima luz. 
•¿Dónde quieres ponerme?« — pregúntale al Santo. Aunque embebecido 
ante tamaña sorpresa, aun atina éste a entreabrir el hábito. uAqu'n — res­ponde, 
mientras señala el corazón.
Un día. yendo i"" una di- las calles de la ciudad, topó con dos jóvenes 
religiosos que maullaban en sentido inverso. Impresionóle sobremanera 
la modestia que en ellos había observado y quiso conocerlos. Supo que 
perlemvian a la Compañía de Jesús, y el domingo siguiente acudió a oír 
misa en la iglesia de los jesuítas. Allí precisamente le esperaba el llama­miento 
divino. En el momento en que Bernardino entraba, el padre Juan 
Carminata, discípulo de San Ignacio de Loyola, ponderaba la necesidad 
de menospreciar los bienes caducos y escuchar los divinos llamamientos. 
Nuestro Santo pasó la mañana en su despacho, a vueltas con las 
verdades de aquel sermón. Por la tarde, presentóse en la residencia de 
los Padres y preguntó por el predicador. Oyóle el Padre Carminata muy 
serenamente y, después que hubo estudiado y admirado las excelencias 
de aquella alma, aconsejóle un retiro espiritual de ocho días. Durants 
estos ejercicios, Dios Nuestro Señor habíase servido iluminarle la senda 
por donde iba a conducirle a la santidad. Comprendió Bernardino que 
su vocación estaba en la vida ieligiosa y diose a examinar cuál género 
de ésta se avendría mejor con sus inquietudes. Y tras mucho discurrir y 
encomendarse a Dios, decidióse por la Compañía de Jesús. 
Apenas hubo resuelto aquella duda, asaltóle una terrible desazón : pen­saba 
en su anciano padre, harto maltrecho y quebrantado después de 
una grave enfermedad que padeciera, y sobrevínole el temor de romper, 
con su resolución, el último hilo de que humanamente dependía aquella 
vida. Turbábale, por otra parte, el pensamiento de ofender al marqués 
de Pescara, de quien poco antes recibiera el honroso cargo de la privan­za. 
En estas congojas andaba, cuando un día, mientras rezaba con ex­traordinaria 
devoción el Santo Rosario, apareciósele la Santísima Virgen 
y le invitó con muy dulces palabras a desechar aquellas tentaciones y 
titubeos y a ingresar sin más dilación en la Compañía. Bernardino corrió 
a su confesor el Padre Carminata. Ignorante de la visión que nuestro 
Santo había tenido, púsole éste por delante una larga serie de dificulta­des, 
mas, ante la férrea decisión de Realino, acabó por ceder. 
Cuando don Francisco Realino supo por carta de su hijo la resolución 
que éste había tomado, bendíjole de todo corazón. Arregló, pues, Ber-nardino 
sus asuntos temporales, despidióse del de Pescara, y el 13 de 
octubre de 1564, ingresó en el Noviciado de Nápoles. 
Aquel período de probación transcurrió en medio de extraordinario 
fervor y de repetidos favores sobrenaturales. Un día también mientras 
rezaba el santo Rosario, apareciósele nuevamente la Virgen, para arran­car 
de su corazón el fomes peccati: y tan libre de él quedó el santo no­vicio 
que ya nunca volvió a sentir incentivo alguno contra la santa pureza. 
Las extraordinarias muestras de virtud que en él habían observado,
determinaron a los superiores a romper en su favor con una costumbre 
de la Compañía. Porque a mitad del Noviciado —que es regularmente 
de dos años— ya le dedicaron a los estudios. En el año 1567, el 24 de 
mayo, fue ordenado sacerdote, y en la fiesta del Corpus Christi celebró 
su primera misa. Por nueva excepción, debida al General de entonces, 
San Francisco de Borja, hizo la profesión solemne de cuatro votos el 
1." de mayo de 1570. Durante tres años ejerció el ministerio en Nápoles, 
intensamente dedicado a la catcquesis entre los pobres. 
EL APÓSTOL DE LECCE 
Dios Nuestro Señor teníale reservado un escenario de más humilde 
apariencia a los ojos del mundo. la ciudad de Lecce. En ella había 
de gastarse íntegra la energía del Santo. 
Esperábale una ingente labor, pero el Cielo había de ayudarle en ella 
y premiar su esfuerzo con abundantísimo fruto. Asistíale, además, con 
gracias sobrenaturales, que se hicieron notar en repetidos milagros. Pron­to 
cambió el aspecto religioso de la ciudad. 
El Padre Bernardino cuidaba, con muy especial amor, de los pobres y 
más abandonados. La cátedra sagrada ocupaba muchas de sus horas, es-especialmente 
en los domingos y fiestas, en que la catedral se llenaba de 
bote en bote por el ansia general de escuchar sus sermones. 
De igual manera, el fervor popular y su misma fama como director 
de conciencias, obligábanle a permanecer largos ratos en el confesionario. 
Ya antes de que se abriera la iglesia, estaba el Padre Bernardino en ora­ción, 
mientras aguardaba el desfile de los penitentes, desfile que ciertos 
días duraba hasta ocho o diez horas ininterrumpidas, para, después de 
ellas, volver a empezarse y continuar hasta muy tarde. Veces hubo en que, 
rendido nuestro Santo por el esfuerzo, llegó a caer desmayado, no obstan­te 
lo cual, apenas repuesto y a pesar de los ruegos que se le hacían, vol­vía 
otra vez a su tarea. Y cuando el estado de postración le impedía rein­tegrarse 
al confesonario, quedábase en la enfermería y allí, recostado en 
un sillón, o acostado en la cama, seguía recibiendo a los penitentes. 
En varias oportunidades habían querido los superiores sacarlo de 
Lecce para llevarlo a más vastos escenarios, en todas ellas pareció opo­nerse 
el Cielo a semejante propósito, pues lo mismo era disponerse el 
Padre Bernardino para el viaje que caer con altísima fiebre. En una de 
aquellas ocasiones, ya prevenido, ordenó el General que en caso de enfer­mar 
el buen Padre, saliera hacia Roma tan pronto como curase. Ocho 
meses se sucedieron en la espera. Los médicos habían agotado sus reme-
i l io s m u procurarle alivio alguno y confesaron ser aquel un mal extraor­dinario. 
Uno de ellos, quizá el más avisado, llegó a decir que sólo una 
contraorden del Padre General podía resolver aquel caso. Efectivamente; 
todo fue venir la revocación del mandato y desaparecer la pertinaz ca­lentura. 
SANTIDAD Y MILAGROS 
El milagro más grande que a un hombre pueda pedirse es el de la 
propia santificación, y en este aspecto constituye la vida de San 
Bemardino un prodigio constante. Aquellas virtudes incipientes que admi­rábamos 
en su infancia habían venido evolucionando hasta completar el 
ciclo de su progreso en la madurez de la vida. Sus contemporáneos ates­tiguaron 
unánimemente que jamás habían podido sorprender en él pala­bra 
alguna que rozara los límites del pecado venial. 
Dormía, de ordinario, no más allá de cuatro horas y lo hacía en el 
duro suelo o sobre un basto tablón que le robaba hasta la más ínfima 
comodidad. Cubría su cintura ancho y muy áspero cilicio y se azotaba con 
unas recias disciplinas. A par de estas penitencias iba su ayuno. En la 
cuaresma tomaba sólo pan y algunas raíces o hierbas simplemente cocidas 
en agua. En lo restante del año añadía un poquito de queso. El brevísi­mo 
descanso que se permitía, dejábale un no estrecho margen de tiempo, 
que el Santo dedicaba a la oración, ya ante el Santísimo Sacramento, ya 
en su propia habitación. Era extremoso en guardar la modestia durante 
los rezos, pero muchas veces quiso Dios ensalzar los méritos de su siervo. 
Viósele entonces despedir del encendido rostro brillantes destellos que du­raban 
largo rato. Otras veces, cuando más recogido se hallaba en su 
unión con Dios, alzábase varios palmos sobre el suelo. 
La gente de Lecce, conocedora de su gran valimiento para con Dios, 
acudía a mil industrias para apoderarse de algún objeto o prenda que hu­biera 
servido al Santo valiéndose de los niños, cambiábanle la caña de 
que en su ancianidad se servía a guisa de báculo, cortábanle trozos del 
hábito mientras confesaba, y hasta le quitaron varias veces el rosario. 
Una noche de Navidad, hallábase sumido en profunda meditación, 
cuando se iluminó repentinamente la estancia. Rodeado de luz vivísima, 
el Niño Jesús miraba sonriente a su amado siervo. «¿Dónde quieres po­nerme? 
» —preguntó al estupefacto religioso. Sin dejar de contemplarlo 
con emocionado embeleso, colocó el Padre sus manos sobre el corazón. 
«Aquí», —le respondió. Y en un arrebato de ternura, arrojósele el Niño 
al cuello para abrazarle y besarle. 
En otra ocasión sacáronle del confesonario transido de frío. Lleváron­le 
a la enfermería y, no bien hubo salido el Hermano que lo cuidaba,
llenóse de luz la estancia y apareciósele la Santísima Virgen con el Niño 
en los brazos. «¿Por qué tiemblas?», —preguntó la Divina Madre. «Ten­go 
frío Señora», —respondió él. María puso entonces a su Santísimo Hijo 
en brazos del bienaventurado. Cuándo un rato después volvía el enfer­mero, 
oyó la voz ansiosa del Padre que decía ■ « ¡ O h !, no, Señora, to­davía 
no, dejádmelo siquiera un instante más.» 
ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE 
Te n ía ochenta años nuestro Santo. Aquel día 3 de marzo había pa­sado 
toda la mañana en el confesonario y acababa de subir a su 
aposento. Al querer bajar la escalera, pisó en falso y se vino al suelo 
con gran violencia. Acudieron los Padres y halláronle sin sentido y con 
dos profundas heridas por las que salía abundantísima la sangre. 
Después de aquel accidente, aún vivió el Siervo de Dios seis años. 
El 29 de junio de 1616, sobrevínole una debilidad extraordinaria. Al 
día siguiente perdió el habla; los médicos juzgáronle gravísimo. El 
Padre Rector administróle los últimos Sacramentos, y el Santo los recibió 
con devoción tal, que arrancaba lágrimas a los presentes. 
El 2 de julio, sábado, fiesta de la Visitación, dijéronle que quizá en 
aquel día esperaba la Santísima Virgen recibirle en el cielo. « ¡ Oh, San­tísima 
Señora mía», exclamó. Fueron sus últimas palabras. Poco después 
del mediodía, mientras tenía la mirada en el crucifijo, entregó al Señor 
su bendita alma. El Consejo de la ciudad tomó los funerales a su cargo. 
San Bemardino Realino fue beatificado por León X I I I el 27 de sep­tiembre 
de 1895. Su Santidad Pío X I I canonizóle en junio de 1947 
S A N T O R A L 
Santos Bernardino Realino, jesuíta; León 11, papa y confesor; Anatolio, obispo 
de Laodicea; Heliodoro, obispo de Altino; Beltrán, obispo de París; Félix, 
presbítero e Ireneo, diácono, mártires en Toscana; Eulogio, mártir de los 
arríanos en Constantinopla; Jacinto, chambelán del emperador Trajano, 
mártir; Trifón, Marcos, Muciano, Pablo y compañeros, mártires en Ale­jandría; 
Focas, hortelano y mártir en Sínope (Turquía); Dato, obispo de 
Ravena, y Agrícola de Nevers; Agapio, venerado en Córdoba; Raimundo 
de Tolosa, confesor; Gutacón. príncipe irlandés, ermitaño y confesor. 
Beatos Roberto Estuardo, príncipe escocés, franciscano; Juan Grande, de 
la Orden de San Juan de Dios, y Miguel, solitario en Cazorla. Santa Mus­tióla, 
mártir en Toscana. Beata doña María, llamada la Pobre Franciscana, 
en Toledo.
Sabio prelado y vigilante pastor Medalla del emperador Otón 
D ÍA 4 D E J U L I O 
S A N U L R I C O 
OBISPO DE AUGSBURGO (890-973) 
Sa n Ulrico es el primer Santo solemnemente canonizado por la Igle­sia. 
Este acto, de singular importancia histórica como bien puede 
entenderse, fue el más notable del pontificado del papa Juan XV, 
que ocupó la silla de San Pedro desde el año 985 hasta el 996. 
Ulrico de Dillingen, llamado también Udalrico, nació en el año 890 
en Augsburgo. Hijo del conde Ubaldo, estaba unido por su madre Ditper-ga, 
hija del duque Burchard, a la casa de Suabia, la más ilustre de Ale­mania 
en aquella época, tal unión se trocó en parentesco por el matrimo­nio 
de su hermana Huitgarda, cuyo marido reinó también en dicho Ducado. 
Vino Ulrico al mundo con una complexión tan delicada que sus padres 
temían verle morir de un momento a otro, así las cosas, y ante el peli­gro 
de perder el hijo único que Dios les había dado, elevaron al cielo 
fervorosas oraciones para pedir la salud y la vida de aquel ser que tan 
querido les era. Sus súplicas fueron favorablemente acogidas y no sólo el 
niño recobró las fuerzas físicas sino que dio prueba de muy enérgico y 
poderoso carácter. El cielo preparaba así, con una especial bendición, al 
que había de ser muy pronto dechado de espiritual fortaleza y rigurosa 
austeridad.
ULRICO EN EL MONASTERIO DE SAN GALO 
Ha c ía ya tres siglos que San Galo, discípulo de San Columbano, ha­bía 
fundado cerca del lago de Zug el célebre monasterio que lle­vaba 
su nombre. En el siglo x, la abadía, regida según la regla de San 
Benito, había llegado a su máximo esplendor, hasta el punto de que mu­chos 
príncipes y nobles del imperio enviaban a ella a sus hijos para que 
fueran instruidos en todas las ciencias conocidas entonces. En esta escuela 
dióse Ulrico a la virtud, al mismo tiempo que se entregaba al estudio de 
las letras divinas y humanas con fervoroso entusiasmo. 
Pronto llamó la atención el joven estudiante, a su penetración de es­píritu 
unía las virtudes del verdadero religioso, y fue el modelo de sus 
condiscípulos por la asiduidad en el estudio. A las pasiones que en esta 
edad suelen dominar a la juventud oponía él las armas poderosas de la 
oración y de la austeridad, fortalecido con ellas, progresaba de continuo 
por los ásperos caminos de la virtud. Su inalterable afabilidad y manse­dumbre 
le ganaban los corazones de cuantos le trataban, jamás salió de 
su boca una palabra ofensiva para nadie. Fuera de esto, tenía un domi­nio 
tal sobre los movimientos y afectos del corazón, que vivía en este 
mundo como si realmente no estuviese sometido a sus influencias. 
Los monjes de San Galo, admirados de tan hermosas disposiciones, 
instaron al joven para que vistiese el hábito benedictino. Ulrico consultó 
largamente cuál fuese la voluntad de Dios sobre su vocación, y al fin 
fue atendido. En efecto, Santa Guiborada, que vivía retirada cerca de 
San Galo, le predijo el episcopado, anunciándole que Dios le destinaba 
para grandes luchas. Su humildad le hizo vacilar un instante, pero las 
instancias y ruegos de la santa le determinaron a volver a su patria, «por­que 
—le decía— allí te llama Dios para socorrer a muchísimas almas 
afligidas». 
A partir de aquel momento el estudiante se sintió inflamado de en­cendidísimo 
deseo de conquistar almas para Jesucristo, y convencido de 
que el Señor le llamaba hacia el nuevo estado de su vida, entregóse de 
lleno a cumplir las obligaciones que le imponía esta resolución con el fin 
de prepararse convenientemente para el sacerdocio. 
Aunque no hizo profesión como benedictino, guardó durante toda la 
vida, no sólo el espíritu de la Orden, sino también el hábito y hasta la 
observancia regular en cuanto ello le fue posible. 
De esta manera, imprimió a su conducta un carácter de austeridad y 
fervor, gracias al cual se le hizo más fácil y asequible el camino que 
había de llevarlo a las grandes conquistas de la santidad.
PEREGRINACIÓN A ROMA — EL EPISCOPADO 
Po r aquellos días ejercía el episcopado en Augsburgo, Adalberón, pre­ceptor 
de Ulrico desde el año 906. El joven clérigo fue nombrado 
familiar del obispo y, luego, canónigo de la catedral. Deseoso de visitar 
el sepulcro de los Apóstoles, comunicóselo al prelado, el cual le aprobó 
y le dio, además, cartas para el Sumo Pontífice. 
Ulrico tomo el camino de Roma vestido de peregrino, y edificó con 
sus virtudes a cuantos hubieron de tratarle durante el viaje. Una vez sa­tisfecha 
aquella devoción, visitó al Papa a fin de cumplir ante él el en­cargo 
de su obispo. Recibióle Sergio I I I con bondad, y le anunció, al 
mismo tiempo, la muerte de Adalberón, suceso que el Padre Santo había 
conocido por inspiración de Dios. Aún más, le insinuó la idea de consa­grarle 
obispo y designarle como sucesor del prelado difunto, el cual, en 
una de las cartas de que Ulrico era portador, hacía grandes elogios de su 
familiar y canónigo. El peregrino, sinceramente asustado, alegó su gran 
juventud y su inexperiencia —tenía entonces diecinueve años— y suplicó 
al Papa que no le impusiese una carga tan por encima de sus fuerzas. 
Sergio III no le instó más, pero le aseguró, de parte de Dios, que su ne­gativa 
no le libraría del episcopado más adelante. Predíjole que grandes 
calamidades afligirían a su futura diócesis. 
Ambas profecías se realizaron en efecto catorce años más tarde cuan­do 
al morir el obispo Hiltino, sucesor de Adalberón, todos los sufragios 
de clero y pueblo, recayeron sobre Ulrico. A pesar de su resistencia fue 
llevado en triunfo a la Catedral y, con gran solemnidad, consagrado obis-por 
el 28 de diciembre del año 923. Realmente era la voluntad del Señor. 
EPISCOPADO DE ULRICO 
Com o lé había predicho Sergio III, el nuevo obispo encontró la ca­pital 
de la diócesis presa de las mayores calamidades. Las terribles 
invasiones de los hüngaros, aún paganos, habían devastado iglesias y con­ventos, 
el rebaño estaba disperso, sin guía y sin pastor, y, lo que era 
peor aún, muchos cristianos llevaban vida poco edificante. A la vista de 
tan triste espectáculo, Ulrico se sintió penetrado de vivo dolor y suplicó 
al Señor tuviese piedad de su pueblo. 
Los cristianos fieles que le habían reconocido por su obispo ayudáron­le 
a reconstruir la ciudad que se hallaba medio en ruinas. El prelado 
procuró al mismo tiempo elevar la decaída moral de sus diocesanos por
medio de continuas y celosas instrucciones, corrigió los abusos que se 
habían introducido entre los clérigos, y reprimió los vicios con gran ener­gía. 
Ningún obstáculo podía detenerle en sus viajes apostólicos, pues de­dicado 
por completo al cuidado de su rebaño, iba de pueblo en pueblo 
socorriendo a los pobres y consolando a los afligidos. 
Varios aldeanos le visitaron un día para suplicarle que fuese a bende­cir 
una capillita que ellos mismos habían construido en lo alto de unas 
rocas, el camino era de muy difícil subida y varios obispos habían ya 
rehusado ir a tal lugar por considerarlo inaccesible. Ulrico no vaciló en 
complacer a los campesinos, y siguiólos a través de las rocas, feliz y di­choso 
en sufrir esas incomodidades por Jesucristo, su divino modelo. 
Gracias a esta solicitud, cada día mayor en el santo obispo, la Iglesia 
de Augsburgo volvió a resurgir floreciente, parecía que todos habían ol­vidado 
las desgracias pasadas, a las que sucedieron días de paz; pero 
aquella calma era sólo aparente no tardaron en presentárseles nuevas y 
graves amenazas. 
DOBLE RESCATE DE AUGSBURGO. — DERROTA 
DE LOS HÚNGAROS 
La guerra había estallado entre el emperador Otón I, llamado el Grande 
y su hijo Luitolfo, que pretendía destronarle. Ulrico se declaró ló­gicamente 
contra el desnaturalizado hijo. Éste, en venganza, envió contra 
Augsburgo a uno de sus mejores generales llamado Amoldo, que tomó 
por sorpresa la ciudad y la entregó al pillaje, pero, al pretender apode­rarse 
del obispo, fue duramente castigado. En efecto, mientras estrechaba 
el sitio de la ciudadela donde Ulrico se había refugiado, un reducido ejér­cito 
de campesinos que corrió a socorrer al prelado, derrotó a las huestes 
de Amoldo, no obstante la superioridad de éstas. Tal suceso, tenido por 
milagroso, fue atribuido a las oraciones de Ulrico, el cual, apenas se vió 
libre, apresuróse a mediar entre el emperador y su rebelde hijo hasta 
conseguir reconciliarlos hacia fines del año 954. 
Al año siguiente, en una nueva invasión, los húngaros pasaron a san­gre 
y fuego los países de la Nórica desde el Danubio hasta la Selva Negra. 
Llegados poco después a las puertas de Augsburgo, pusiéronle cerco, sa­quearon 
los alrededores e incendiaron la iglesia de Santa Afra, pero 
como en otro tiempo el ejército de Átila fue contenido en su marcha triun­fal 
sobre Roma, así también los nuevos bárbaros encontraron en Ulrico a 
un nuevo León, que se opuso a su avance y a sus devastaciones. El obispo 
tuvo conocimiento de la invasión, por una aparición de Santa Afra, pa-
S a n Ulrico, revestido de pontifical, acude a las murallas para animar 
a los habitantes de la ciudad que resisten al invasor, en defensa de 
su fe e independencia. Bajo una verdadera nube de piedras y de flechas, 
el Defensor de la ciudad infunde a todos el valor que da la victoria.
liona de la ciudad. En ella le anunció al mismo tiempo el triunfo contra 
el invasor. Al acercarse las hordas paganas, revistióse Ulrico con los or­namentos 
sagrados y determinó a los habitantes a defenderse, recordán­doles 
que combatían por su fe y su independencia. Bajo la lluvia de pie­dras 
y flechas lanzadas por los bárbaros, el obispo recorría las murallas 
inflamando los ánimos y sosteniendo el ardor de los sitiados. Después, 
rodeado de sus clérigos, dirigía a Dios y a la Santísima Virgen públicas 
oraciones para pedir la salvación de la ciudad. Gracias al proceder del 
obispo, Augsburgo contuvo el choque de los bárbaros el tiempo suficiente 
como para dar tiempo a la llegada del emperador Otón al frente de su 
ejército. Al acercarse éste, los húngaros, que habían sufrido ya durante 
el sitio sensibles pérdidas, se desalentaron, y fueron completamente derro­tados. 
Era el 10 de agosto de 955. En su precipitada huida dejaron aban­donados 
gran número de muertos sobre el campo de batalla. 
Reconocido Otón, agradeció a Ulrico la ayuda generosa y valiente que 
le había prestado en tan críticas circunstancias, y ofrecióle los medios ne­cesarios 
para reparar los daños causados en la ciudad por los sitiadores. 
Tal suceso que el pueblo atribuía a la virtud de su pastor, redobló el ca­riño 
y veneración de todos. Ulrico, por su parte, no descuidó medio alguno 
para reparar los desastres anteriores. Se le apareció de nuevo Santa Afra 
para revelarle el lugar de su sepultura, y el piadoso obispo se apresuró a 
reconstruir en dicho lugar la iglesia dedicada a la santa mártir. 
Recogió en su palacio episcopal a todos los sacerdotes a quienes la 
invasión de los bárbaros había privado de medios de vida, multiplicó 
las limosnas en favor de los desgraciados, a quienes distribuyó todos sus 
haberes, de suerte que su nombre vino a considerarse como sinónimo de 
caridad y como expresión de grandeza de alma y de religiosa sencillez. 
PEREGRINACIÓN A ROMA 
Cu a n d o la ciudad de Augsburgo estuvo libre de todo peligro, el santo 
pastor ordenó en toda la diócesis solemnes oraciones en acción de 
gracias, y no contento con esta pública manifestación de su reconocimien­to 
hacia la bondad divina, resolvió hacer por segunda vez el viaje a Roma 
para agradecer a los santos apóstoles Pedro y Pablo, su insigne y visible 
protección sobre la capital del episcopado, ya que en su poder y guarda 
había confiado cuando los húngaros la amenazaban. 
Cumplió Ulrico esta peregrinación con gran piedad y sincera humil­dad. 
Acogido a su paso por las ciudades como libertador, refería a Dios 
cuanta gloria le tributaban, y exhortaba a los fieles a confiar en Aquel
que puede dar el triunfo sobre los malvados. «Demos gracias al Señor 
—decía—, pues nos ha otorgado la victoria sobre nuestros enemigos tem­porales, 
pero no olvidemos que, si nos ha dispensado tal favor, es para 
que vigilemos con más diligencia y atención las puertas de nuestra alma, 
a fin de evitar los asaltos del demonio, nuestro más formidable rival». 
Llegado a Roma, fue recibido solemnemente por el papa Juan XII. 
El duque Alberico de Camerino, gran cónsul de Roma, para demostrarle 
su adhesión fervorosa le hizo donación de la cabeza de San Abundio, in­signe 
reliquia que el prelado aceptó con gran alegría para enriquecer el 
tesoro espiritual de su diócesis. 
En 927, a pesar de su ancianidad y de sus achaques. Lírico peregrinó 
de nuevo a Roma, pues quería, antes de morir, visitar por última vez el 
sepulcro de los Apóstoles, hacia quienes sentía gran veneración. 
PODER DE LA ORACIÓN Y DE LA FE 
En uno de estos viajes, Ulrico se vio detenido por el Taro, que, al des­bordarse, 
había inundado las tierras de ambas márgenes. Cuantos le 
acompañaban buscaron en vano un medio para atravesarlo. Comprendió 
el santo obispo que era necesario recurrir a Dios, y ordenó que levanta­sen 
un altar a la orilla del río, celebró en él la santa misa y, por la 
sola eficacia de su oración, el agua retrocedió a su cauce, con lo cual 
pudieron los viajeros continuar su camino sin peligro alguno. 
Otra vez, atravesando el Danubio, al chocar el barco que le conducía 
contra una roca, abrióse en él profunda brecha. Todos los pasajeros se 
apresuraron a ganar tierra. Ulrico se quedó el último a fin de favorecer el 
salvamento de los demás, y Dios le recompensó este acto de caridad, ha­ciendo 
que llegara sano y salvo a la orilla. En el mismo momento de 
poner pie en tierra, el barco, hasta entonces sostenido como por una fuer­za 
invisible, se hundió en las aguas del río. 
En otra ocasión, dirigiéndose a Ingelheim para asistir a un concilio 
provincial, encontró en el camino a un mendigo gravemente herido. Lleno 
de compasión, el santo obispo le ofreció generosa limosna diciendo «En 
nombre de Nuestro Señor, toma esto y vete en paz». Poco después, Ro­berto 
—que así se llamaba el mendigo— se sintió completamente curado. 
El santo pastor había fundado en uno de los arrabales de la ciudad un 
convento de religiosas. Una de ellas, a quien sus hermanas querían con­fiar 
el encargo de administradora, a causa de su práctica en los negocios, 
asustada del tráfago que acompaña de ordinario a dicho cargo, rehusó 
aceptar. El obispo le mandó que se sometiera por caridad a sus herma-
ñas, mas, a pesar de ello, aún se resistió. Sin embargo, aconteció que 
una noche, mientras dormía, recibió aviso sobrenatural de que en castigo 
de su desobediencia quedaría paralítica. Efectivamente, al despertar se 
sintió sin movimiento en ambas piernas. En tal estado, la condujeron a 
presencia del cbispo, a quien pidió perdón de la falta cometida, y, reci­bido 
que hubo su bendición, se levantó completamente curada; con lo 
que dio muchas gracias a su bienhechor. 
Cierto día corrió el rumor de que el obispo de Constanza había muer­to, 
todos esperaban las órdenes de Ulrico para saber las honras fúnebres 
que se habían de celebrar por el eterno descanso del alma de su colega 
en el episcopado. «Permaneced tranquilos —les respondió el hombre de 
Dios— , que mañana sabremos lo que hay de cierto respecto a esa noti­cia 
» , al día siguiente, en efecto, un mensajero llegado de Constanza anun­ciaba 
que el obispo de aquella diócesis gozaba de perfecta salud. 
Refieren los biógrafos de Ulrico que los Santos Fortunato y Adalbe-rón, 
sus predecesores, se le aparecieron durante la celebración del santo 
sacrificio de la misa, y, le asistieron de una manera especialísima en la 
bendición de los santos óleos que se hace el Jueves Santo. Un gran nú­mero 
de dolientes recobraron la salud al ser ungidos con dichos óleos. el 
mismo Ulrico, gravemente enfermo, recobró la salud de esta manera. 
A la vuelta de su tercera peregrinación a Roma, fue llamado a Ra-vena, 
donde el emperador quería consultarle algunas cuestiones importan­tes. 
Apenas Otón supo que se acercaba el Santo, salió a su encuentro y 
lo recibió con grandes honores, pues lo tenía en particular estimación. 
La emperatriz Santa Adelaida, que se hallaba también en Ravena, sin­tió 
grande alegría al poder conversar con el siervo de Dios de las cosas 
referentes al servicio divino y a la salvación de las almas. Santa Adelaida, 
modelo de princesas por la eminencia de sus virtudes, aprovechó los avi­sos 
y ejemplos que con muy fraternal afecto le prodigó el celoso obispo. 
FALTA Y REPARACIÓN 
Quiso Ulrico, antes de morir, proveer de sucesor a su Iglesia, y pensó 
para ello en su sobrino Adalberón, a quien estimaba grandemente 
por sus eminentes cualidades. Juzgando que no podía ser más favorable 
la ocasión de obtener para él el obispado, habló sobre el particular al 
emperador, quien accedió a su demanda. Semejante proceder era contra­rio 
a los sagrados cánones, los cuales castigaban con la pena de entre­dicho 
a los obispos que nombraran en vida a sus sucesores. 
En un Concilio reunido en Ingelheim, los obispos censuraron unáni­mes 
la conducta de su colega y prohibieron a Adalberón el ejercicio de
las funciones episcopales. Ulrico se sometió humildemente a todas las 
exigencias del Concilio, pidió perdón de su falta y solicitó permiso para 
tomar la cogulla benedictina. Los obispos juzgaron que debía continuar 
ejerciendo sus deberes episcopales, a lo que se sometió sin réplica; pero 
él se impuso severas penitencias a fin de expiar lo que llamaba su crimen. 
La espontaneidad y fervor de su gesto causaron gran admiración. 
MUERTE DEL SANTO 
Los últimos años de la vida de San Ulrico fueron una larga cadena de 
penitencias, que aumentaban en número y en rigor a medida que 
sentía acercarse la muerte. A pesar de sus fatigas continuó visitando su 
diócesis y predicando al pueblo la palabra de Dios. El tiempo que le 
quedaba e incluso muchas veces el de la comida y descanso, lo consagraba 
a la oración, a las santas lecturas y a la meditación. Supo por revelación 
divina, que muy pronto iría a unirse definitivamente con Aquél que lle­naba 
su alma, y este pensamiento le colmó de alegría. Distribuyó entre los 
pobres los poquísimos bienes que aun le quedaban y, momentos antes de 
expirar, con el fin de imitar a Jesucristo hasta el último suspiro, se ex­tendió 
sobre un lecho de ceniza preparado en forma de cruz. Ocurrió su 
santa muerte el día 4 de julio del año 973. 
Enterrado en Augsburgo en la iglesia de Santa Afra, obró desde su 
sepultura numerosos milagros. Fue canonizado solemnemente por Juan XV 
el primero de febrero de 993. El texto de la Bula se ha conservado hasta 
nuestros días, y hacen mención de ella muchos historiadores. Este pre­cioso 
documento lleva, además de la firma del «obispo de la Santa Igle­sia 
Católica, Apostólica y Romana», la de cinco obispos, diez cardenales, 
un arcediano y tres diáconos, y constituye una joya bibliográfica. 
S A N T O R A L 
Santos Ulrico o Udalrico, obispo de Augsburgo; Laureano, arzobispo de Sevilla, 
mártir; Odón, arzobispo de Cantórbery; Sisoés de Egipto, solitario; Elias, 
patriarca de Jerusalén, Flaviano II, patriarca de Antioquía, Ageo y 
Oseas, profetas; Jocundiano, Nanfanión y compañeros, mártires en África; 
Teodoro, obispo de Cirene de Libia; Florencio, obispo de Cahors (Francia); 
Procopio, abad, en Praga. Beatos Valentín de Bcrrio Ochoa, obispo y 
mártir (véase su biografía el 1.° de noviembre); Barduccio y Juan Ves-pignano, 
confesores; Bernoldo, Bruno y Hatton, benedictinos. Santas 
Moduvena, virgen irlandesa; Berta, viuda y abadesa.
D IA 5 D E J U L I O 
SAN MIGUEL DE LOS SANTOS 
TRINITARIO DESCALZO (1591-1625) 
Sa n Miguel de los Santos —llamado en el Bautismo Miguel Jerónimo 
José— nació el 29 de septiembre de 1591 en la muy noble y leal 
ciudad de Vich. 
Sus padres, Enrique Argemir y Margarita Monserrada, tan ilustres en 
prosapia como ricos en méritos de virtud, residían en la villa de Centellas, 
donde Enrique ejercía el oficio de escribano. Ocho hijos les había con­cedido 
el Cielo, los cinco que sobrevivieron fueron objeto de esmeradísi­ma 
educación. Rezaban diariamente el Santo Rosario y, con frecuencia 
también, el Santo Oficio Parvo de la Santísima Virgen. Cuatro años tenía 
nuestro Santo cuando perdió a su virtuosa madre, y ya entonces asistía 
con su padre y sus hermanos a las Completas que, en honor de Nuestra 
Señora, se cantaban los sábados en la iglesia llamada la Rotonda. 
María premió desde el Cielo la piedad y confianza de sus fieles de­votos 
otorgando a uno de ellos, al pequeño Miguel, gracias extraordina­rias 
que lo llevarían a la santidad. 
Cinco años tenía cuando el relato de los padecimientos del divino Sal­vador 
le hacía derramar abundantísimas lágrimas, determinó entonces 
odiar con toda su alma el pecado y darse a rigurosa penitencia. Había
< contar cómo muchos santos llevaron vida penitente en los desiertos 
y, decidido a imitarlos con otros dos amiguitos de su misma edad, salió 
hacia el Montseny, elevada montaña que dista unas tres leguas de Vich. 
A poco de ponerse en camino, volvióse uno de ellos por miedo de sus 
padres. Miguel y su compañero siguieron adelante hasta dar en una cueva 
que pronto abandonaron por hallarla plagada de sabandijas. A poco andar 
encontraron no uno sino dos refugios adecuados a su propósito y en ellos 
se instalaron. Mas como el niño que se había vuelto refiriese en el pueblo 
todo lo ocurrido, los padres de ambos solitarios salieron a buscarlos. 
Don Enrique halló a Miguel aún dentro de la cueva, hincado de ro­dillas 
y llorando amargamente. 
—¿Por qué lloras, hijo mío? —le preguntó. 
—Lloro —respondió Miguel— por lo mucho que los hombres han 
hecho padecer a Nuestro Señor Jesucristo. 
No esperaba el padre tal respuesta y se quedó suspenso unos instantes. 
—Pero, dime, ¿cómo piensas que vas a poder vivir en un lugar tan 
abandonado y peligroso en el que no encontrarás ni qué comer? 
—Mire, padre —repuso ingenuamente Miguel— ; Dios que se cuidó 
tan bien de los demás santos, ya se cuidará de mí. 
Quedaron los padres muy edificados de la piedad y animosa determi­nación 
de sus hijos, pero con todo, juzgaron prudente llevárselos a casa. 
De allí en adelante fue Miguel tan modesto y recatado, que todos le 
llamaban flor de los Santos. Conservó el espíritu de piedad y penitencia 
que le había llevado al Montseny, huía del trato y conversaciones inú­tiles 
con los demás niños, y se retiraba a los rincones de casa a llorar la 
Pasión del Salvador. Su piadoso padre que le mandaba de cuando en 
cuando salir a recrearse un poco con sus hermanos, le envió cierto día a 
una viña no muy distante de la ciudad. Al ver en el camino un matorral 
de abrojos y espinas, el niño se desnudó y fue a revolcarse en él, para 
imitar, decía, al Patriarca de Asís. Muy grato debió ser al Señor aquel 
gesto, pues impidió que las espinas lastimaran ese inocente cuerpo. 
Desde los siete años ayunaba ya toda la Cuaresma, y en lo demás del 
año, tres veces cada semana. Al igual que San Luis Gonzaga, discipliná­base 
con frecuencia; llevaba, además, en la espalda, una cruz llena de 
puntitas aceradas y hacía muchas otras penitencias que le sugería su amor 
a Jesús Crucificado. Era muy asiduo para visitar las iglesias, en ellas 
permanecía largas horas en oración, y en su casa levantó un altarcito 
ante el cual se reunía con sus amigos para rezar. 
Cumplía Miguel los doce años cuando murió su cristiano padre. Poco 
después, transportado de alegría, comunicaba a su hermana cómo aquél
se había salvado y gozaba en el purgatorio de los sufragios que enton­ces, 
dos de noviembre, celebraba la Santa Iglesia por los difuntos. 
Llegado Miguel a la edad de elegir carrera, preguntóle su tutor hacia 
cuál se sentía inclinado —«Seré Religioso» —contestó; pero aunque 
llamó a muchas puertas, en ningún convento quisieron recibirle por juz­garle 
demasiado joven. Tomóle entonces a su servicio uno de los tutores, 
para que ayudase en la tienda, y poco después le puso de dependiente en 
casa de un vinatero; esperaba que así se desvanecerían aquellos deseos 
de vida religiosa que él no quería aprobar bajo ningún concepto. 
EN EL CONVENTO DE LOS TRINITARIOS 
No sucedió lo que se imaginaba el tutor. Miguel siguió siendo tan mor­tificado 
y virtuoso como en su casa. Si bajaba a la bodega a despa­char 
el vino, se quedaba luego a orar en un rincón, lo que le valió mil 
reprensiones. Dormía en el suelo, rezaba dos veces cada día los salmos 
penitenciales en sufragio de sus difuntos padres, y muy a menudo guar­daba 
casi toda su comida para darla a los pobres. Lleváronle a una 
granja llamada Mas Mitjá, poco distante de la ciudad, para que descan­sase. 
Lo primero que hizo al llegar fue pedir haces de leña y dos piedras 
que le sirvieron de cama. Todo su solaz consistió en disciplinarse dura­mente, 
hacer en todas partes cruces que besaba repetidas veces, y andar 
por allí cantando los nombres de Jesús, María y José. 
Consta, en el folio 52 del Proceso vicense, que al volver de la granja, 
mientras Miguel estaba orando en una capillita de Nuestra Señora colo­cada 
detrás de las puertas de Gurb y Manlleu, se le apareció su padre y 
le alentó a que se hiciese religioso. Decidido a ello, presentóse nuevamente 
a las puertas de todos los conventos de Vich, pero aún no lo admitie­ron. 
Viendo que los hombres le cerraban los caminos por donde Dios le 
llamaba, resolvió presentarse en algún monasterio de Barcelona. 
Partióse, pues, ocultamente, a pie, sin guía ni recomendación ninguna 
y casi sin dinero. Al día siguiente llegó a Barcelona rendido de cansancio. 
La Divina Providencia guió los pasos del fugitivo hasta topar con la 
mujer de un honrado obrero, ¡a cual, compadecida de verle en tal estado, 
le llevó a su casa para que descansase. Maravillóse la buena señora del 
aire de nobleza, de la amabilidad y candor del joven, y lo trató con ca­riño 
y bondad maternales. También el marido se mostró muy benévolo 
con él y le ofreció hospitalidad. Al amanecer del siguiente día, preguntó 
Miguel si había en los alrededores alguna iglesia donde pudiese oír misa. 
Señaláronle la de los padres Trinitarios. Allí fue, sin sospechar siquiera
que el .Señor le llevaba como por la mano al término del viaje, porque 
en aquel convento iba Miguel a ver cumplidos sus anhelos de vida religio­sa. 
El Señor premió allí su fidelidad a la gracia con nuevos y maravillo­sos 
favores. Aquel día oyó Miguel todas las misas que se dijeron en la 
iglesia de los Padres, y en días sucesivos se ofreció con fervorosa insis­tencia 
para ayudar algunas. 
Los religiosos se admiraron grandemente al ver la piedad, recato y mo­destia 
del angelical mancebo, por eso, cuando pasado algún tiempo vino 
a suplicarles que le admitiesen como novicio, recibiéronlo de muy buena 
gana. En agosto de 1603, siendo tan sólo de edad de trece años, vistió 
el hábito de la Orden de los Trinitarios, fundada en el siglo xni por San 
Juan de Mata y San Félix de Valois en honra de la Virgen María. 
En el noviciado fue Miguel dechado perfectísimo para sus hermanos. 
Señalóse en la obediencia cumpliendo con escrupuloso cuidado todos los 
empleos, aun los manuales, por los que sentía natural repugnancia. 
Fue extraordinariamente devoto de Jesús Sacramentado y de la Virgen 
María. Pasaba todos los ratos libres al pie de los altares derramando su 
corazón en el de su amadísimo Señor, y tanto llegó a dilatarse su amor 
al divino Prisionero del Tabernáculo, que hablaba con Él como si lo viese 
cara a cara. Pidió y logró de sus superiores que le destinaran al servicio 
de la sacristía y a ayudar a misa, cargos que desempeñaba con tanta devo­ción 
y tan grande edificación de los fieles, que muchos mudaron de vida 
sólo con ver la compostura y dulce modestia del buen religioso. 
Estaba a la sazón en el convento de Barcelona el ilustre padre Jeró­nimo 
Dezza como lector de filosofía de los jóvenes profesos. Luego que 
conoció a Miguel, quedó prendado de su preclaro talento, pues el santo 
joven no tenía menos ingenio que devoción y virtud. Logró llevárselo al 
convento de Zaragoza donde lo dedicó al estudio de las letras humanas. 
Mas habiendo oído hablar al padre Manuel de la Cruz, Trinitario Des­calzo, 
del fervor de vida y perfecta observancia que reinaban en la Refor­ma 
verificada por el Beato Juan Bautista de la Concepción, pidió a los 
superiores y obtuvo de ellos licencia para pasarse a dicha religión. 
Partió, pues, de Zaragoza, y fue al Convento de Descalzos de Pam­plona, 
donde recibió el hábito a principios del mes de enero del año 1608. 
También allí mudó el apellido del siglo; llamáronle primero Miguel de 
San José, pero al poco tiempo escogió él mismo el de Miguel de los San­tos. 
Desde Pamplona, pasó al noviciado de Madrid. Terminado el año, 
profesó en Alcalá, de donde fue enviado a Solana y luego a Sevilla. Estu­dió 
Filosofía en Baeza v Teología en Salamanca, sin que por ello se en­tibiasen 
su fervor y devoción. Terminados los estudios, hiciéronle con­ventual 
de Baeza, a donde volvió en 1616 ya ordenado sacerdote.
Un a noche que estaba San Miguel de los Santos pidiendo al Señor 
que le trocase el corazón por otro más inflamado en el amor di­vino, 
apareciósele Jesús, y arrancando del propio pecho su adorable 
Corazón, cambiólo por el del Santo, el cual se sintió desde entonces, 
presa de un ardentísimo amor
TAREAS APOSTÓLICAS. — ÉXTASIS 
Se is años permaneció fray Miguel en Baeza ejerciendo primero el ofi­cio 
de Vicario y después los cargos de confesor y predicador. Con 
sus oraciones y vida penitente atrajo sobre sus tareas copiosísimas bendi­ciones 
del Cielo. Llegó a ser tal la afluencia de fieles que acudían a los 
sermones de fray Miguel y tan copiosos los frutos, que no bastaban los 
Padres todos del convento para oír las confesiones. El joven apóstol solía 
decir que todos los trabajos y padecimientos en nada podían disminuir el 
inmenso placer que le causaba la conversión de un alma a Dios. 
Eran sus sermones sencillos, apostólicos, y limpios de todo adorno y 
aparato literario, pero había en ellos tanto celo y piedad, que arrancaban 
llanto general en el auditorio. Todos se hacían lenguas ponderando los 
sermones de fray Miguel de los Santos y afirmaban que aquel bendito 
Padre tenía el verdadero espíritu de Dios. 
Donde él predicaba, solía reunirse un gentío innumerable. Favorecían 
aquella concurrencia los éxtasis que solían arrebatarle en el epílogo del 
sermón. Ya siendo estudiante había tenido raptos extraordinarios. Así, en 
Baeza, mientras conversaba con unos señores en el huerto del convento, 
exclamó uno de ellos. ¿Qué sucederá cuando gocen las almas las delicias 
del paraíso? Bastóle a Miguel oír tales palabras para quedar al punto 
arrobado. En otra ocasión, siendo estudiante de Teología en Salamanca, 
escuchaba cierto día unas explicaciones sobre el misterio de la Encarna­ción, 
cuando dio de repente tres impetuosos saltos, y quedó en éxtasis 
por espacio de un cuarto de hora, levantado más de una vara sobre los 
demás estudiantes; éstos, atónitos, guardaron profundo silencio hasta 
que volvió en sí y tornó con la mayor naturalidad a su ejercicio. 
Cuando fue sacerdote y predicador, los transportes se repetían a dia­rio; 
y duraban quince minutos y hasta media hora. Los que tuvo cele­brando 
misa o ante el Santísimo expuesto, fueron innumerables. Unas 
veces quedó arrobado mientras alzaba el cáliz, otras, al hacer la genu­flexión 
en el et homo factus est, o al decir- Verbum caro factum est. 
Creció tanto entre los baezanos la opinión de santidad de fray Miguel, 
que todos le llamaban «el Santo». Salió cierto día de la Catedral una 
gran procesión, y en ella iba Miguel con los demás Padres. En cuanto le 
vieron salir, de todas partes le gritaban « ¡ El Santo, el Santo! » Conclui­da 
la procesión, fray Francisco que le acompañaba le dijo* «Vos, Padre 
Miguel, debéis ser santo; me convence de ello el ver en qué opinión os 
tienen todos». San Miguel, riéndose, contestó: «Calla, fray Francisco, 
todos están como locos. Si tanto vosotros como ellos me conocierais, aca­baríais 
por aborrecerme, porque soy un miserable, un gran pecador».
JESÜS CAMBIA SU CORAZÓN CON EL DE MIGUEL 
Es t a convicción que el Santo tenía de la propia flaqueza, nacía cierta­mente 
de una humildad profundísima. No eran sólo palabras ni 
meras disculpas, pues de continuo pugnaba por levantarse a mayor per­fección 
sin que su alma se diese fácilmente por satisfecha en las espiritua­les 
conquistas. Aspiraba a lo más alto en el terreno de la caridad. 
Parecíale siempre que no amaba lo bastante al Señor. Y como estu­viese 
una noche pidiendo a Jesús, con todas las fuerzas de su alma, que se 
dignase trocarle el corazón por otro más inflamado de su amor purísimo, 
apareciósele entonces el Divino Salvador, y acercándose, le tomó del pe­cho 
el corazón, y le dio el suyo propio. Este cambio fue místico y no 
real; pero el corazón del Santo quedó de allí adelante tan perfectamente 
modelado en el de Jesús, que ya no parecía ser corazón humano, sino el 
Corazón mismo del Redentor. 
HUMILDAD DEL SANTO 
A pesar de tantos favores como recibía de Dios, de sus éxtasis mara­villosos, 
de los copiosísimos frutos de sus predicaciones, del aplauso 
de las muchedumbres que se agolpaban alrededor de su púlpito y de la 
gran fama de santo que tenía, conservábase Miguel siempre modesto y 
humilde, como suelen serlo todos los Santos. Siendo estudiante en Baeza, 
entró Miguel en una iglesia donde exorcizaban a un poseso, el cual, así 
que le vio, empezó a gritar: « ¡ Cuánta humildad, cuánta humildad!» El 
padre Ministro, admirado, preguntó a Miguel qué estaba pensando en 
aquel momento. «Pensaba —dijo éste— que soy más abominable que los 
mismos demonios». Si alguien le alababa por las singulares mercedes que 
del Señor recibía, él interrumpía diciendo. «Soy un abismo de pecados; 
mi alma está más negra que el carbón. Sólo merezco desprecios». 
Dos compañeros del mismo convento, le acusaron al padre Provincial 
de haber censurado el gobierno de los Superiores. El padre Provincial dio 
crédito a tales calumnias, abrió proceso contra el Santo y le llamó para 
que contestara a los cargos que se le hacían. Miguel se contentó con res­ponder: 
¡«Cosas peores hiciera yo, si el Señor me dejara de su mano!» 
Encerráronle en la celda y en ella permaneció cerca de un mes, contento 
de poder padecer algo por Dios. Sacáronle al fin, cuando se supo la 
verdad, y él, desde aquel día, se mostró tan agradecido a sus dos ca­lumniadores 
y usó con ellos de tanta mansedumbre, que logró traerlos a 
mejores sentimientos.
SUPERIOR DE VALLADOLID 
El año de 1622 fue nombrado por los Superiores Ministro del convento 
de Valladolid. Al tener el Santo noticia de ello, escribióles inmediata­mente, 
renunciando a este cargo del que se juzgaba indigno. Pero fue en 
balde, y hubo de salir para el nuevo destino, dejando a los baezanos en 
grande aflicción y absoluta disconformidad con aquel despojo. 
No había obrado fray Miguel a la ligera ni por humanas considera­ciones, 
ya que la obediencia constituía su máxima preocupación. 
Estaba profundamente persuadido de su incapacidad para el buen go­bierno 
del convento. Por eso pedía al Señor, con vivas instancias, que le 
diese las luces, sabiduría y prudencia de que ha menester un superior 
para desempeñar cumplidamente el cargo. Los religiosos le obedecían de 
muy buena gana y aun con alegría, mandaba las cosas con tanta deli­cadeza 
y humildad, que más parecía ser el último de los Padres que no el 
superior del convento; y si a veces se mostraba rígido, era cuando debía 
reprimir inobservancias y abusos, pero, aun entonces, solía amonestar 
con tanta dulzura que fácilmente lograba la enmienda de los culpables. 
Recomendaba mucho a sus hermanos el desasimiento de las cosas terre­nas 
y el amor a la santa pobreza. Él misma daba ejemplos admirables 
de esta virtud. Cuando fue nombrado superior, escogió para sí la celda 
más estrecha y oscura del convento, y, según consta en los procesos 
canónicos, ni aun sabía distinguir las monedas en sus diversas especies y 
en su valor. Acontecíale, cuando había de parar en algún mesón, tener 
que entregar todo el dinero que llevaba para que el huésped se cobrase. 
En premio de sus virtudes, concedióle el Cielo el don de penetrar los 
corazones, y una tarde en que oraba con la comunidad en el coro del 
convento de Sevilla, levantóse de improviso y fue hacia dos jóvenes reli­giosos 
que allí en su rincón parecían rezar a coro con los demás: «No 
juzguéis, hermanos míos —les dijo—, y no seréis juzgados». Advertencia 
que impresionó grandemente a ambos, pues, sin haberse entendido para 
ello, revolvían en su mente y desaprobaban cosas que habían observado 
en el Santo. En el convento de Baeza le acaeció otro suceso notable. Y fue 
que encontró a un cierto Cristóbal Pérez, cuya historia no podía conocer, 
y le increpó diciendo ¿Eres acaso tú mi ángel malo?» Entendió Pérez 
el significado de la pregunta y corrió a confesarse. Al volver, se hizo en­contradizo 
con fray Miguel, el cual exclamó gozoso al verle: «Ahora sí 
que eres un ángel bueno y no antes que más bien parecías como una mu-jerzuela 
sucia y desgreñada. Piensa que sólo en Dios encuentra el hombre 
la propia dignidad».
ENFERMEDAD Y MUERTE 
De tiempo atiás había predicado el Santo que moriría a los treinta y 
tres años. El primero de abril de 1625 sobrevínole una inflamación 
que a los pocos días degeneró en tabardillo. Los médicos no lo juzgaron 
mortal por el momento, pero sabedor nuestro Santo de la proximidad 
de su muerte, rogó se le administraran los últimos Sacramentos. Antes 
de recibir el Viático, de rodillas, pidió perdón a sus hermanos de cuantos 
malos ejemplos les había dado y de las molestias que les ocasionara. 
A unos caballeros que vinieron a visitarle, les dijo «Considerad, her­manos, 
cuán poco es la vida humana. Pronto, como yo, llegaréis vosotros 
al último trance. Todos los placeres y bienes terrenales son pura vanidad 
y un poco de barro. Pensad que de esta vida sólo habrán de servirnos 
las buenas obras». Con igual celo y caridad aprovechó aquella ocasión 
para dictar sus últimas enseñanzas a cuantos acudieron a interesarse por 
su salud. 
A la una de la madrugada del día 10 de abril hizo su última profesión 
de fe «Creo en ti. Dios mío —exclamó—, en ti espero y te amo de 
todo corazón. Señor, me pesa en el alma de haberte ofendido». Y dichas 
estas palabras, expiró plácidamente teniendo los ojos puestos en el cielo. 
Hiciéronsele solemnísimos funerales a los que asistieron la nobleza y 
el pueblo de Valladolid unidos en el común dolor y en el cariño. 
Los muchos y portentosos milagros que obró el Señor por mediación 
de su fiel siervo, movieron al papa Benedicto XIV a declararlo Beato 
el 10 de abril de 1742. Pío IX lo canonizó solemnemente el 8 de junio 
de 1862. 
S A N T O R A L 
Santos Antonio María Zacarías, fundador; Miguel de los Santos, trinitario; Ata-nasio, 
diácono y mártir; Numerario, obispo de Tréveris; Floregio, obispo 
regionario en Auvernia; Esteban primer obispo de Reggio, Casto, her­mano 
de San Juan de Irlanda, obispo y mártir; Pablo, obispo de Sens; 
Domicio solitario y mártir, en tiempos de Juliano el Apóstata, Agatón, 
mártir en Sicilia; Marino, Teodoro y Sedofa, mártires en la Escitia; Basilio 
V setenta compañeros mártires en Palestina. Beato Arcángel de Calatafino, 
franciscano. Santas Cirila y compañeras, mártires en Africa; Zoa o Zoé, 
esposa de San Nicóstrato, convertida por San Sebastián, mártir en Roma 
(véase las páginas 202 y 207 de nuestro primer tomo); Trifina, martiri­zada 
en Sicilia, Filomena, virgen italiana.
D ÍA 6 D E J U L I O 
S A N G O A R 
PRESBÍTERO Y ERMITAÑO EN TRÉVERIS (t 575) 
La mayoría de los autores señalan el nacimiento de Goar hacia el 
año 525. Sus padres pertenecían a la nobleza de Aquitania y eran, 
por sus virtudes, el ornato y la edificación de la provincia. Goar dio 
desde su infancia señales de verdadera santidad. La historia nos lo mues­tra 
orlado con la aureola de la inocencia su exquisita pureza daba a 
su rostro una expresión más suave que la alborada, junto a este lirio de 
inmaculada blancura crecía lozana y fresca la rosa de la caridad, que 
ya en los tiernos años inspiraba todas sus acciones e hizo que se mostrara 
siempre extremadamente amable y obsequioso para con los demás. 
Apenas alcanzó Goar la edad de la razón, ya se entregó de lleno a la 
práctica de las obras buenas. Gozábase en consolar a los afligidos y so­correr 
a los pobres, y su corazón se inflamaba cada día en el amor al 
prójimo. La pureza de su vida y el ardor de la caridad le granjearon muy 
pronto el afecto de cuantos le rodeaban, circunstancias que él aprovechó 
para darse por entero al apostolado de los pobres y de los ignorantes. 
Ya desde sus tiernos años hablaba de Dios con tal fervor y celo, que 
ponía admiración en cuantos le escuchaban, sus palabras, precedidas 
siempre del ejemplo, penetraban suavemente en los corazones por duros
i|iir luí-sen. Sus instrucciones, exhortaciones y consejos, encendían en las 
,limas l;i llama de la virtud, y muchos pecadores, escuchándole, renun­ciaron 
a los placeres del mundo y abandonaron la senda del vicio. 
SACERDOTE Y ERMITAÑO 
Ta n bellos comienzos atrajeron sobre Goar a atención de su obispo, 
que, complacido de la actuación del niño, }uiso investirle del carác­ter 
sacerdotal para hacer más fecundo su apo:tolado. 
Cuando el joven apóstol llegó a la edad reqterida, recibió los órdenes 
sagrados. Fue siempre sacerdote celosísimo del cumplimiento de sus de­beres, 
y muy fervoroso en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. 
Ejerció, además, el ministerio de la predicación y con sus exhortaciones 
convirtió a gran número de personas que habím permanecido sordas a 
otros llamamientos y que acudieron a la primera invitación del Santo. 
Los esfuerzos de Goar para hacer desaparacer los abusos y las cons-tumbres 
inveteradas de la época —resabios aúi de bárbaros y paganos 
tiempo— viéronse coronados con resultados tan satisfactorios, que le 
dieron motivo para temer que su humildad fue% empañada por la vana­gloria, 
a causa de las alabanzas que le prodigaban. Para huir de semejante 
peligro, resolvió retirarse a la soledad, y poniendo por obra su propósito, 
se encaminó a un lugar desierto situado a orillas del Rin. 
Tras larga correría, paróse a descansar a oiillas de un riachuelo lla­mado 
Vocaire, que regaba la hermosa campiña de Tréveris. Era aquél 
un país sembrado de muchos templos paganos donde los falsos dioses con­taban 
con entusiastas adoradores. El celoso sacerdote encontró en estos 
parajes un vasto campo abierto a su celo apc¡stólico, pidió a Fibicio, 
obispo de Tréveris, licencia para construir un modesto santuario, y pronto 
una capillita quedó adosada a la ermita que Goar se había edificado. 
Encerrándose en profundo retiro, encontró en la oración, las vigilias, 
los ayunos y las austeridades de la vida solitaria, las fuerzas necesarias 
para cumplir los trabajos del apostolado a que había de entregarse. Pro­visto 
de armas tan poderosas, abandonó luego su eremítica soledad, de­vorado 
su corazón por el celo de la salvación de las almas. Recorrió los 
pueblos vecinos predicando la palabra de Dios y señalando su paso con 
numerosas conversiones. Para dar más autoridad a su palabra, favore­cióle 
el Señor con el precioso don de milagros. A su voz, los paganos re­nunciaban 
a sus errores y abandonaban los templos de los falsos dioses. 
Sin embargo, no se veía Goar al obrigo de pruebas y tentaciones. El de­monio, 
irritado, le acometió, unas veces secretamente, y otras de manera
manifiesta, pero cada combate suponía un triunfo para el siervo de Dios, 
con lo cual las luchas no hacían sino aumentarle el ardor y el entusiasmo 
por la causa de Cristo. 
CÓMO PRACTICABA LA HOSPITALIDAD 
De la Santa Misa, más que de ninguna otra devoción, sacaba Goar el 
celo ardoroso que desplegaba en la evangelización de los pueblos. 
Celebraba el Santo Sacrificio todos los días en cumplimiento de una obli­gación 
que él mismo se había impuesto y rezaba, además, todo el salterio. 
Se le iba gran parte de la noche en vigilias y oraciones, y no bien la 
aurora esparcía sobre la tierra los primeros resplandores, él comenzaba 
el cántico de los salmos, y ofrecía luego la Víctima sin mancha. 
Pronto fue aquel sitio el lugar de cita de todos los pobres y enfermos 
de la comarca. Cuando Goar había terminado sus largas devociones, se 
entregaba por completo a las obras de caridad. Hacía sentar a los pobres 
a su mesa, y él mismo les servía la comida, dando al propio tiempo libre 
curso a su celo apostólico con tal unción de fe y amor, que muchos de 
ellos se convertían a Dios o, por lo menos, cambiaban de conducta. Los 
que tenían la suerte de ser comensales suyos, recogían sus palabras y, 
atraídos por sus ejemplos y palabras, se hacían a menudo discípulos e 
imitadores suyos. Goar acogía con gusto a cuantos peregrinos llegaban a 
su ermita, servíalos con cariño y procurábales cuantos cuidados necesi­taban, 
esmerándose para que la hospitalidad que ofrecía fuese lo más 
cómoda posible. Tan absorto estaba en predicar que con frecuencia, en 
el fervor de sus amonestaciones se olvidaba del propio alimento. 
ES ACUSADO ANTE EL OBISPO DE TRÉVERIS 
No todos veían con buenos ojos la conducta de Goar. Dos familiares 
del obispo de Tréveris, acudieron a la ermita, para cobrar un tri­buto 
destinado al culto y ornato de la iglesia de San Pedro. La vista de 
la ermita y de los pobres y peregrinos con quienes Goar repartía su pan 
desde la mañana, impresionó desfavorablemente a los dos emisarios, los 
cuales consideraron este acto de caridad como una infracción de las re­glas 
monásticas del ayuno y de la abstinencia. Al regresar a Tréveris 
denunciaron a Goar ante el obispo, como a hombre amigo de comilonas y 
como piedra de escándalo para todo el país, pues arrastraba a muchos 
hombres a estos mismos excesos que con sus malos ejemplos propagaba. 
El obispo creyó de buena fe cuanto le contaron sus familiares, y les
ordenó que volvieran apresuradamente a la ermita y trajesen a Goar a 
su presencia para pedirle cuenta de su conducta. Goar los recibió con su 
acostumbrada amabilidad, sin manifestar la menor extrañeza por esta 
visita inesperada. Cuando los enviados le comunicaron la orden del obis­po, 
exclamó. «El Señor me dé fuerzas para que la obediencia no sufra 
retraso». Pasó la noche en oración, y al amanecer del día siguiente, des­pués 
de celebrada la misa, dijo a su discípulo. «Hijo mío, prepara la 
comida para que los enviados de nuestro Pontífice puedan comer con 
nosotros». Cuando esto oyeron los familiares del obispo, se indignaron, y 
echaron en cara al sacerdote su desprecio de las leyes del ayuno y sus 
excesos en la comida. Goar, sin alterarse por estas acusaciones, les de­mostró 
que las leyes del ayuno no son superiores a las de la caridad. 
Estaba todavía hablando cuando su discípulo introdujo a un peregrino. 
Goar le invitó también a sentarse a la mesa y no tuvo ningún reparo en 
comer con él. Cuando los familiares del obispo se disponían a salir, el 
ermitaño les ofreció provisiones para el camino, que ellos aceptaron gus­tosos. 
Montaron a caballo y emprendieron la vuelta a Tréveris; Goar los 
seguía a pie. Los dos jinetes se alejaron poco a poco hasta que se per­dieron 
en el horizonte. Cabalgaban en silencio, cuando he aquí que se 
sintieron acometidos de hambre tan atroz, tan atormentadora sed, y can­sancio 
tan extraño, que creían llegada su última hora. Sabían que por allí 
corría un arroyuelo, y se pusieron a buscarlo, muy presto encontraron el 
cauce, pero sin una gota de agua. Se acuerdan entonces de las provi­siones 
que les diera Goar en el momento de la partida; las buscan en sus 
alforjas, pero habían desaparecido. En vista de ello, tratan de llegar pron­to 
a Tréveris y redoblan la velocidad, mas pronto, uno de ellos, exte­nuado 
de fatiga, sed y hambre, cae del caballo y pierde el conocimiento. 
El otro compañero, reconociendo su falta, espera al ermitaño que los 
seguía de cerca, se echa a sus pies y le pide ayuda. Goar, siempre amable y 
caritativo, le escucha y accede a sus deseos. Mas antes le dice. «Acordaos 
de que Dios es amor el que permanece en amor está en Dios y Dios en 
él. Cuando esta mañana os invitaba a tomar conmigo algún alimento no 
teníais que haber despreciado aquel acto de amor. Dios os castiga a fin de 
que aprendáis a practicar la candad, vínculo de toda perfección». 
De improviso se presentaron a su vista tres ciervas. Goar les mandó 
que se detuvieran, y fue obedecido al punto; se acercó a ellas, las or­deñó, 
y después las dejó seguir su carrera a través de los bosques. Vuelto 
a los dos hambrientos, les ofreció la leche que la Providencia le había 
suministrado, «id —les dijo luego— a buscar agua al río y llenad las 
alforjas de provisiones». Así lo hicieron, el riachuelo, seco pocos mo­mentos 
antes, llevaba una límpida corriente, en la que se refrigeraron;
UNO de los familiares del obispo ruega a San Goar que acuda en so­corro 
de aquel su compañero desfallecido. El Santo se presta gus­toso 
a ello, no sin advertirle antes: tTened muy presente que Dios es 
caridad, y el que vive con caridad vive con Dios. No habéis tenido 
caridad esta mañana y Dios os castiga ahora».
al mismo tiempo, las provisiones, reaparecidas milagrosamente, confor­taron 
sus decaídas fuerzas. Este milagro les abrió los ojos; convencidos 
de la santidad de Goar, hablaron de él al obispo, no como acusadores, 
sino como amigos entusiastas y pregoneros de sus virtudes. Rústico —tal 
era el nombre del prelado— se resistió a creerlos, hizo reunir a todo su 
clero, y esperó al caritativo ermitaño. Quería proceder con discreción y 
conocimiento antes de formar juicio 
EL SEÑOR VUELVE POR EL HONOR DE SU SIERVO 
Lo primero que hizo Goar al entrar en Tréveris. fue acudir a visitar al 
Santísimo Sacramento en compañía de su querido discípulo, luego se 
encaminó al palacio episcopal. Al llegar a la sala del Consejo —según 
dice la leyenda— obró un prodigio: a falta de percha, colgó su manteo 
de un rayo de sol. El obispo tomó de ello ocasión para acusarle de ma­gia, 
atribuyendo este milagro a su comunicación con el espíritu de las 
tinieblas. Luego le reprochó su intemperancia y el desprecio que hacía de 
las leyes monásticas del ayuno y de la abstinencia. El acusado escuchaba 
en silencio, sorprendido y asombrado del milagro que le reprochaban; él 
había creído suspender su manteo de un objeto destinado a ese fin. 
Apenas hubo terminado el obispo su parlamento, Goar, levantando 
los ojos al cielo respondió. «Dios, juez justísimo, que escudriña los cora­zones 
y sondea los pensamientos, sabe muy bien que nunca fui iniciado en 
el arte de la magia. Si ciertos animales salvajes se detuvieron brindán­dome 
su leche, no les obligué a ello mediante culpables encantamientos. 
Sólo la caridad me guiaba a procurar, con el permiso divino y por su 
orden, salvar la vida de los que me acompañaban. Me reprocháis el comer 
y beber desde que apunta la aurora. Dios que ve todas las cosas, y es 
juez supremo, podría deciros si mis actos se inspiran en la inmortificación 
o en la caridad». 
Mientras el ermitaño se defendía con su habitual dulzura y manse­dumbre, 
llegó un clérigo que llevaba en brazos a un niño recién nacido, 
abandonado por su madre en la pila de mármol destinada al efecto en 
la iglesia. Al verle, volviéndose hacia los eclesiásticos, dijo Rústico con 
aire de triunfo: «Ahora veremos si las obras de Goar se deben a Dios o 
al demonio. Que haga hablar a este niño para que diga en nuestra pre­sencia 
quiénes son sus padres, y creeremos entonces en la santidad de sus 
obras. Si no lo puede hacer, lo tomaremos como prueba palpable de que 
sus obras son fruto de comercio con el espíritu de las tinieblas. 
El hombre de Dios se estremeció al oír tal proposición. Se esforzó en
convencer al obispo, de que no debía exigirle cosa tan extraordinaria 
«Además —decía— ese milagro no serviría más que para cubrir de ver­güenza 
a los padres de la criatura. Sólo la caridad me inspira en mis obras, 
y en nombre de esta misma caridad, debo resistirme a ejecutar lo que 
me mandáis». 
El obispo, rechazando tales excusas, le ordenó que se conformase 
con sus deseos. Goar levantó los ojos al cielo, hizo a Dios una ardiente 
oración, y se aproximó al niño. Luego se volvió hacia la asamblea y pre­guntó: 
«¿Qué edad tiene este niño? —Tres días» —se le respondió—. 
Inclinándose en seguida-hacia él, le dijo: «En nombre de la Santísima 
Trinidad, te conjuro que nos digas, clara y distintamente, y por su nombre, 
quiénes son tu padre y tu madre». Entonces el niño señaló con su ma-necita 
a un personaje allí presente, infiel a sus deberes, y dijo: «He ahí a 
mi padre: —y le nombró— , mi madre se llama Flavia». En seguida se 
cambiaron los papeles. Goar vio a sus pies al culpable derramando co­piosas 
lágrimas. Él también lloraba por haber sido el instrumento de la 
revelación de este pecado vergonzoso, pero en su ardiente caridad en­contró 
palabras de consuelo y aliento. Levantóse el sacrilego con la segu­ridad 
de que el ermitaño uniría sus oraciones y penitencias a las suyas 
propias para obtener de Dios el perdón de tamaño pecado. En efecto, 
Goar le prometió hacer con él y por él una penitencia de siete años. El 
auditorio quedó asombrado de tanta caridad y humildad. El culpable es­cuchó 
provechosamente las exhortaciones de Goar, se sometió a todos 
los rigores de las reglas canónicas, dispuesto a borrar la memoria de los 
graves desórdenes pasados, y su austerísima penitencia le valió llegar a 
ser un gran Santo, honrado como tal en la Iglesia de Tréveris. 
SAN GOAR EN LA CORTE DE SIGEBERTO 
La noticia de este milagro se extendió rápidamente, y no tardó en llegar 
hasta la misma corte de Sigeberto, rey de Austrasia. El monarca 
quiso tener una entrevista con el taumaturgo para oír de sus propios la­bios 
los pormenores de la asamblea de Tréveris. Con este fin le envió 
emisarios que pronto le trajeron a su presencia. Sigeberto le rogó que le 
contase cuanto había sucedido. Pero la modestia prohibía a nuestro Santo 
manifestar las circunstancias de un hecho que tanta gloria podía repor­tarle, 
y optó por guardar silencio. Algo contrariado el monarca, le ordenó, 
en nombre de la autoridad que le confería el poder real, que manifestase 
cuanto había ocurrido en Tréveris. Goar se inclinó ante una orden tan 
expresa. Pero como la caridad es siempre ingeniosa, rogó al rey que le 
contase lo que supiera del caso. Accedió Sigeberto, y cuando hubo ter­
minado, le dijo su interlocutor. «Estoy obligado a obedeceros, pero no 
tengo nada que añadir a vuestro relato, ya que vos lo sabéis todo». 
Esta respuesta a la vez ingeniosa y humilde, le ganó las simpatías de 
todos; y una voz unánime se levantó de toda la cámara del rey procla­mando 
a Goar digno del episcopado, y proponiendo al príncipe que le 
elevase a la silla de Tréveris; Goar era el único que discrepaba de la 
opinión general, y suplicó a Sigeberto que no le apartara de su dulce 
soledad. El rey se mostró sordo a estas súplicas; pero el hombre de Dios 
redobló sus instancias hasta haber conseguido un plazo de veinte días. 
Confiaba el Santo que en aquella demora habría de presentarse alguna 
razón o circunstancia que lo redimiera del compromiso. Porque se le 
hacía muy cuesta arriba a su humildad tener que cargar sobre sí el peso 
de aquel grandísimo honor con que se le quería distinguir. Juzgaba que 
no a él sino a otros más preclaros y virtuosos varones correspondía se­mejante 
deferencia, y que el Cielo iba a valerse del lapso concedido para 
rectificar los juicios de los hombres, más dados a juzgar por circunstancias. 
Pero no quiso confiar sus esperanzas en meras razones, y se propuso 
hacer méritos para poner al Señor de su parte. Contaba, por lo pronto, 
con aquel plazo que el rey le concediera, y con el fin de aprovecharlo 
para sus intentos, despidióse de la Corte, quizá con esperanza de no 
retornar. 
RETORNO A LA SOLEDAD 
Go a r volvió jubiloso a las orillas del Rin, para encerrarse en su celda. 
Pasaba los días y las noches suplicando al Señor que le enviase 
una enfermedad para que Sigeberto no pudiera realizar sus planes. Y con 
el fin de hacer más eficaz su oración, la acompañó con grandes morti­ficaciones. 
Oyó el Señor las súplicas de su fiel siervo, y antes de que llega­se 
a su término el plazo concedido por el rey, se vio Goar acometido por 
una fiebre muy violenta. Era el principio de una enfermedad que debía 
retenerle en cama por espacio de siete años, y conducirle al fin a la sepul­tura. 
Sigeberto no pudo, pues, elevar a su candidato a la silla episcopal 
de Tréveris. Libre ya de aquella preocupación, pensó Goar en satisfacer 
cumplidamente la promesa que había hecho en Tréveris. A tal fin, ofre­cióse 
al Señor como víctima propiciatoria. La enfermedad que le aque­jaba 
proporcionóle crueles sufrimientos que el Santo aceptaba de boní­simo 
humor y con entrega total de su voluntad en manos del Altísimo. 
Al mismo tiempo que ofrecía al cielo el mérito de sus dolores, no des­cuidaba 
de orar fervorosamente por la propagación de la fe, y para pedir 
el triunfo de la Iglesia.
MUERTE DE GOAR 
Pa s a d o s siete años, recobró Goar la salud. Apenas lo supo Sigeberto, le 
mandó nuevos emisarios para que aceptase la mitra que le había pro­puesto 
tiempo hacía. Goar respondió que la hora de su muerte estaba 
próxima, y que rogaba no se pensase más en privarle de la paz y de la 
dicha que se gozan en la soledad. Pidió, además, al rey le enviase dos 
sacerdotes para que le asistieran en sus últimos momentos. Sigeberto 
accedió, pero los dos enviados llegaron sólo para recoger el último suspiro 
del valiente soldado de Cristo, del amigo de los pobres y de los humildes. 
El cuerpo de San Goar fue enterrado en la capillita edificada por el 
Santo. Más tarde, Pipino el Breve mandó construir a orillas del Rin una 
magnífica basílica para guardar en ella las preciosas reliquias. Aunque 
en el sepulcro se realizaron multitud de milagros, parece que Goar se 
complacía principalmente en salvar del naufragio a los que le invocaban 
en semejante trance. 
Se dice que quien a sabiendas pasaba por delante de la iglesia dedi­cada 
al Santo sin entrar a dirigirle una súplica, tenía su castigo. Cuéntase 
que Carlomagno, durante una excursión que hizo por el Rin, dejó de 
ofrecer al Santo sus homenajes. Durante la travesía se levantó una furio­sa 
tempestad, y por más de doce horas el navio del emperador perdió 
el rumbo sin que el piloto, a pesar de sus esfuerzos pudiera gobernarlo. 
Al día siguiente enviaba Carlomagno a la iglesia de San Goar veinte libras 
de plata y dos tapices de seda. 
S A N T O R A L 
Santos Goar, presbítero y ermitaño en Tréveris; Tomás Moro, mártir; Isaías, pro­feta 
y mártir; Paladio, primer obispo de Escocia; Astio, obispo de Du-razzo 
y mártir, Rómulo, consagrado por el Apóstol San Pedro como 
obispo de Fiésoli, en Toscana, mártir en la persecución de Domiciano; 
Nicolás y Jerónimo, mártires en Brescia; Tranquilino, esposo de Santa 
Marcia y padre de Santos Marcos y Marceliano, fue convertido por San 
Sebastián y murió mártir por la fe (véase las páginas 202 y 207 del 
primer tomo); Sisoés el Tebano, anacoreta. Santas Godoleva, mártir en 
Flandes; Sexburga, reina de Kent y abadesa, Lucía, mártir con otros 
diez y ocho compañeros,, en tiempo de Diocleciano; Dominica, virgen y 
mártir, en Campania, imperando Diocleciano; María Gorettí, virgen y már­tir; 
Mónica, virgen inglesa; Ángela, virgen carmelita, en Bohemia.
D Í A 7 D E J U L I O 
SANTOS CIRILO Y METODIO 
APÓSTOL DE LOS ESLAVOS (827-869 y 8207-885) 
Los Santos Cirilo y Metodio, griegos de linaje, bizantinos por su patria, 
romanos y apóstoles de la raza eslava por su misión, son, con justo 
título, considerados como las dos lumbreras de Oriente, porque allí 
sembraron y propagaron la semilla de la fe cristiana. En vano se ha pre­tendido 
presentarlos a la faz del mundo como enemigos del catolicismo, ya 
que los hechos nos los muestran como sumisos y respetuosos hijos de la 
Iglesia, inseparablemente unidos al sucesor -de San Pedro, y dispuestos 
siempre a responder al primer llamamiento del Sumo Pontífice y a seguir 
fielmente sus directivas en la misión de apostolado que emprendieran. 
En la ciudad de Tesalónica —hoy Salónica—, iluminada con la luz 
de la fe por el Apóstol de las gentes, vivía a principios del siglo ix un 
noble caballero griego, por nombre León, alto funcionario del Estado. 
Naciéronle dos hijos; el mayor, hacia el año 820, que fue bautizado con 
el nombre de Metodio, el segundo, que vio la luz primera hacia el 827, 
pusiéronle por nombre Constantino, pero había de ser más adelante co­nocido 
por el de San Cirilo de Tesalónica, célebre en la Historia de la 
Iglesia como el de su hermano.
Como ambos hablaron desde su infancia la lengua eslava, se ha su­puesto 
haber sido su madre de esta nacionalidad, b cual no es de extrañar, 
ya que eran eslavos buena parte de los residentes en Tesalónica. Cons­tantino 
y Metodio fueron enviados por su padre i Constantinopla, donde 
pronto se hicieron célebres por su erudición y rápidos progresos. Distin­guióse 
Constantino por la agudeza de ingenio, especialmente en las artes 
militares y en la Jurisprudencia, hacia las que le inclinaba su ánimo. 
Pero no menos admirable que su ciencia era la santidad de ambos her­manos 
, por doquier se los citaba como dechados de virtud. Su humildad, 
piedad y mansedumbre atraían los corazones de cuantos los trataban; la 
misma emperatriz Teodora los tenía en muy gran aprecio y consideración. 
METODIO, MONJE. — MISIÓN DE CONSTANTINO 
Fu e promovido Metodio a la prefectura de la provincia eslava del im­perio 
bizantino, algunos años más tarde, renunció a ella para vestir 
el humilde y tosco sayal de los basilios en el monasterio de Policronio, 
cerca de Constantinopla. Constantino se preparaba a seguir sus huellas, 
cuando los kazares —pueblo que habitaba más allá de la Táurida, hoy 
Crimea— manifestaron a la emperatriz deseos de abrazar el cristianismo, 
y le pidieron que enviara algún misionero para instruirlos en la fe. Hasta 
entonces, su religión había sido una mezcla de judaismo y mahometismo. 
Entre los años 857 y 860, el emperador Migud III, hijo de Teodora, 
escogió para aquella misión a Constantino, bibliotecario del patriarca, 
maestro de filosofía, y que había desempeñado varias funciones diplo­máticas. 
Constantino aceptó el cargo que se le confiaba, y encaminóse a la 
región donde debía ejercer su apostolado llevando consigo a Metodio, que 
había ya pasado el tiempo de prueba en un monasterio del monte Atos. 
A su paso por Querson —la antigua Quersoneso— detúvose una tem­porada 
para estudiar la lengua de los kazares. Allí encontró las reliquias 
del papa San Clemente, desterrado y martirizado en aquel país por orden 
de Trajano. Fue descubierto el cuerpo debajo de unas ruinas, y al lado 
se hallaba todavía el áncora con que el mártir fue arrojado a las olas. 
Propúsose Constantino trasladar las preciosas reliquias a Roma, y 
mientras aguardaba la ocasión de ejecutar su proyecto, se apresuró a salir 
para dar término a su misión entre los kazares. Allí confundió a los sec­tarios 
judíos y musulmanes, y la nación se hizo cristiana. Mientras perma­neció 
en el país, cifró todos sus afanes en la instrucción del pueblo, y 
al ser nuevamente llamado a Constantinopla, dejó sacerdotes piadosos e 
ilustrados para asegurar la permanencia y prosecución de su obra.
LOS DOS HERMANOS EN MORAVIA. — VIAJE A ROMA 
De vuelta en Constantinopla, el celoso misionero vivió retirado cabe 
la iglesia de los Santos Apóstoles, Metodio llegó a ser hegómeno 
o abad del monasterio de Policronio, cargo al que le habían llevado los 
monjes, prendados de su rara virtud y exquisita prudencia. 
Pero el Cielo reservaba un nuevo campo de acción para ambos herma­nos. 
Porque habiendo llegado a oídos de Ratislao, rey de los moravos, la 
obra realizada por Constantino entre los kazares, envió una embajada a 
Teodora, para exponerle su deseo y el de su pueblo, que ansiaba abrazar 
la religión cristiana, por lo cual le suplicaba que enviase misioneros. 
Designados, al efecto, Constantino y Metodio, se encaminaron inme­diatamente 
a Moravia. Ambos fijaron su residencia en Velerado, donde 
su celo misional obró maravillas (863). Fue entonces cuando Constantino 
inventó los caracteres glagolíticos —alfabeto usado en Eslavia y Croa­cia— 
que tan grandísima utilidad significó para los pueblos eslavos. 
Afírmase equivocadamente que la conversión de Bulgaria fue obra 
directa de estos misioneros. Mas si no fue obra directa de ellos, lo fue de 
sus discípulos, lo que les da deiecho al agradecimiento de esta nación. 
Los resultados del celo de ambos hermanos habían henchido de gozo 
el corazón del papa San Nicolás I, gozo que aumentó con la noticia del 
hallazgo de las reliquias de San Clemente, por lo cual el Sumo Pontífice 
mostró grandes deseos de verlos y de acelerar el traslado de las reliquias 
del Pontífice mártir, y les instó a llegarse cuanto antes a Roma. 
Dirigiéronse allá los dos, pero al llegar a la capital del mundo cató­lico, 
ya había muerto el papa Nicolás. Adriano I I (867), su digno sucesor, 
seguido del clero y pueblo romano, salió al encuentro de los misioneros, 
recibió de sus manos las reliquias de su santo predecesor y las depositó 
en la basílica de San Clemente. 
Excavaciones llevadas a cabo en el siglo xix, para la edificación sub­terránea 
de la iglesia actual, permitieron encontrar la basílica primitiva, 
decorada todavía con los frescos que se pintaron en memoria de este 
traslado. Una de esas pinturas nos presenta a Constantino y Metodio, 
con los hábitos sacerdotales. Entre ambos está el Papa con el palio sobre 
la casulla, tiene las manos extendidas en actiKid de paternal bondad, 
como atrayendo hacia sí a las multitudes que sus misioneros convertían 
a la verdadera fe. Es éste el monumento más elocuente, según expresión 
de un sabio investigador italiano, de la devoción romana hacia los após­toles 
de los eslavos, y al propio tiempo una prueba irrecusable y muy 
expresiva de la subordinación filial eslava a la Sede apostólica.
EL RITO ESLAVO 
FU e b o n , Constantino y Metodio, los civilizadores de los pueblos esla­vos, 
no sólo por haberles llevado el inapreciable tesoro de la fe cris­tiana, 
s*no también por haberlos dotado, como hemos dicho, de un alfa­beto, 
por rnedio del cual, estos pueblos pudieron en adelante escribir 
en su propia lengua, con grandísima ventaja para el adelanto de su cultura. 
Para luchar contra la influencia germánica, que amenazaba ahogar el 
sentimiento nacional so capa de religión, creyéronse ellos obligados a tra­ducir 
en lengua eslava los Libros Sagrados y a emplear aquel idioma en 
los actos del culto. Esta innovación litúrgica, que sólo en circunstancias es­peciales 
podía justificarse, debía ser ratificada por la autoridad ponti­ficia, 
y el papa Adriano II, por la Bula Gloría in excelsis Deo, la autorizó 
solemnemente. Los dos santos hermanos celebraron conforme a este rito 
en las grandes iglesias de Roma: San Pedro, San Pablo y San Andrés. 
Sin embargo, por referencias, tal vez demasiado interesadas, el Sumo Pon­tífice 
llegó a sospechar de ambos innovadores, y les dio luego a conocer 
las acusaciones que se habían levantado contra ellos. Explicaron Constan­tino 
y Metodio con toda claridad y franqueza su comportamiento, y ter­minaron 
con una espontánea profesión de fe católica, que luego sellaron 
con el más fervoroso y firme juramento. 
CONSAGRACIÓN EPISCOPAL. — EL MONJE CIRILO. 
SU MUERTE 
Sa t i s f e c h í s im o de la entrevista, reconoció Adriano I I las relevantes 
prendas de tan santos varones, y propúsose consolidar la magna obra 
comenzada. Metodio fue ordenado sacerdote en compañía de algunos dis­cípulos 
suyos —febrero de 868— ; luego el Papa le consagró obispo y le 
elevó a la sede arzobispal de Panonia. Afirman algunos, que Constantino 
recibió la misma dignidad, pero que no llegó a ejercer sus funciones. 
De todos modos ya no volvería a ver este último las comarcas por él 
evangelizadas. Cuarenta- y dos años tenía Constantino, y ya sus fuerzas 
estaban agotadas. Sintiéndose impotente para sobrellevar la carga epis­copal, 
obtuvo del Papa el debido permiso para retirarse a la soledad del 
claustro, e ingresó en el monasterio griego de Roma, donde siguió llevan­do 
una vida ejemplarísima. Al hacer la profesión religiosa, tomó el nom­bre 
de Cirilo.
Al pasar por Quersón, San Cirilo logra descubrir las reliquias del 
papa San Clemente, que fuera desterrado y martirizado en aquel 
país en tiempo del emperador Trajano. Con las reliquias estaba el 
áncora que había servido para martirizarle, cuando, cargado con ella, 
le arrojaron al mar.
Murió nuestro Santo, según la leyenda paleoeslava, en brazos de su 
herinano, el 14 de febrero del 869, a los cuarenta días de ingresar en el mo­nasterio, 
cuando ya se había conquistado la admiración y cariño de todos. 
Roma entera lloró su muerte. Metodio pidió autorización al Papa para 
trasladar el cuerpo de su hermano a Constantinopla • «Nuestra madre 
—añadió— nos suplicó con lágrimas que nuestros cuerpos, después de 
muertos, descansasen en «tierras de la patria». 
El Papa accedió a ello, pero el pueblo rogó con vivas instancias que 
no le arrebatasen el cuerpo del Santo. Entonces, Adriano II dispuso la 
inhumación del cuerpo de Cirilo con los honores reservados al Sumo Pon­tífice, 
y la concurrencia del clero de ambos ritos latino y oriental, en la 
basílica de San Pedro y en la tumba reservada a su propia persona. 
Dolorido Metodio, al no lograr los mortales despojos de su queridísi­mo 
hermano, suplicó que, a lo menos, fuese inhumado en la basílica de 
San Clemente, en memoria del hallazgo de las sagradas reliquias por el 
santo misionero. El Papa no puso dificultad, y el cadáver fue definitiva­mente 
llevado a la basílica clementina, y depositado en magnífico sepulcro 
construido al efecto, que no tardó en ser lugar de oración para los fieles. 
SAN METODIO, ARZOBISPO DE MORAVIA 
Luis II el Germánico, emperador de Franconia Oriental, que ejercía 
la soberanía feudal en Panonia y Moravia, veía con sumo recelo el 
acrecentamiento del poder de Ratislao, cuyo sobrino, Esviatopluk, prín­cipe 
de Nitra, gobernaba las provincias orientales, integrantes del reino 
esloveno. Determinó Esviatopluk, arrebatar a su tío el cetro, para lo cual, 
aliado con Luis el Germánico que había invadido a Moravia, se apoderó 
de Ratislao (870), y lo entregó a los alemanes. Luego se volvió contra 
Luis el Germánico, obligándole a reconocer su independencia. 
Esviatopluk tenía sumo interés en favorecer el rito eslavo, y en pro­teger 
la obra de Metodio, arzobispo de Moravia, y de sus sufragáneos, uno 
de los cuales residía en Nitra. ¿Por qué no lo hizo? Nada nos dice la 
historia. El hecho es que favoreció a los obispos alemanes que defendían 
su influencia en esta regiones. El eslavo Esviatopluk se trocó, pues, en 
instrumento de latinización. Inspirado por el obispo Viching, introdujo 
la liturgia latina en sus dominios. Estas pugnas entre obispos alemanes y 
bizantinos paralizaron en parte el apostolado de Metodio. 
También surgieron en Roma nuevas dificultades. El papa Juan VIII. 
en 873, prohibió a Metodio la celebración del Santo Sacrificio, en rito que 
no fuera el latino o griego. Esta prohibición fue reiterada en 879, en el
momento en que el misionero recibía la orden de salir para Roma. Com­pareció, 
pues, ante el Pontífice en 880. Por segunda vez explicó y aclaró 
su comportamiento con tan convincentes razones, que el Papa autorizó en 
términos claros y formales el uso de la lengua eslava, no solamente para 
la predicación de la divina palabra sino también para la liturgia. 
Fácil es comprender por qué la Iglesia Católica pone tantas dificulta­des 
para aceptar innovaciones en la liturgia sagrada, sin embargo, las 
aprueba y confirma una vez consagradas por el uso, o, en casos como el 
presente, para evitar que algunos pueblos poco instruidos, se dejen arras­trar 
al cisma por pastores mercenarios o perversos que apelan a la exal­tación 
del sentimiento nacional para sus dañados fines e intereses. 
Por otra parte, la Santa Sede consideró deber suyo el amparar la len­gua 
eslava en las iglesias donde se usaba para el servicio divino; única­mente 
exigieron los Papas fidelidad en las traducciones con el fin de evitar 
errores de interpretación, y que usasen el eslavo antiguo, así se evitaría 
que en el transcurso del tiempo, sufriese modificaciones. 
Todavía existe en nuestros días, en la liturgia latina, el rito eslavo o 
glagolítico, en algunas diócesis costeras del Adriático. Este privilegio ha 
sido confirmado por varios Papas, especialmente por Inocencio IV en 1248, 
Urbano VIII en 1631, Benedicto XIV en 1754, León X I I I en 1898, Pío X 
en 1906, y parece estar en vías de extenderse por Yugoslavia. 
ÚLTIMOS TRABAJOS 
Ce l o s o continuador de la obra comenzada por San Cirilo, su herma­no 
Metodio parecía haber sido llamado por Dios para evangelizar, 
ya por sí mismo, ya por sus discípulos y continuadores inmediatos, toda 
la parte de la Europa oriental que aun no había abrazado la verdadera 
fe. En Bohemia, la conversión y el bautismo del príncipe Borzivoy y de 
su mujer Ludmila, arrastraron en pos de sí a toda la nación; que, como 
suele acaecer, en el buen ejemplo de quienes son cabeza y guía de los 
pueblos, inspírame éstos mejor que en las palabras. 
El santo apóstol tuvo que luchar contra los esfuerzos amistosos y apre­miantes 
de Focio, patriarca de Constantinopla, que a la sazón turbaba la 
paz de la Iglesia, y que esperaba inducirlo al cisma. Aquellas tentativas 
no dieron resultado, pues lo que parecía haber originado un conflicto entre 
el obispo de Panonia y la Santa Sede, era sólo una cuestión disciplinaria • 
la libertad de un rito, distinto del latino, y no una cuestión dogmática, ni 
discusión alguna sobre la primacía del Sumo Pontífice. Jamás pudo til­darse 
a Metodio del más leve desvío para con la doctrina de la Santa
Iglesia Romana, ni para con sus verdaderos y legítimos representantes. 
Bastaron, sin embargo, estos ligerísimos y muy naturales motivos, 
para remover las aguas de la discusión en torno de la ortodoxia de su 
conducta. La perfecta unión de Cirilo y Metodio con la cátedra de Pedro, 
ha sido, históricamente, el más firme testimonio de su rectitud y no cabe 
frente a ella sino reconocer la autenticidad de su doctrina, largamente 
aprobada por el Cielo con la santidad y con los milagros obrados por sus 
siervos. 
MUERTE DÉ METODIO 
Ha b ía llegado ya la hora del descanso, este celoso apóstol que estu­viera 
tan íntimamente unido a su hermano durante la vida, iba muy 
pronto a juntarse con él en eterno abrazo y a recibir el galardón merecido. 
Al advertir la proximidad de su fin, designó a Gorazdo, uno de sus pres­bíteros, 
como sucesor suyo en el episcopado. Dio al clero y al pueblo las 
últimas instrucciones y consejos y durmióse en la paz del Señor el Martes 
Santo 6 de abril del año 885. 
Su cuerpo fue llevado a Roma con la triple y majestuosa solemnidad 
de las liturgias latina, griega y eslava, y sepultado en la basílica de San 
Gemente, junto al de su hermano San Cirilo. La santidad de ambos her­manos 
fue corroborada por numerosos milagros obrados sobre su tumba. 
CULTO DE LOS SANTOS CIRILO Y METODIO 
De s d e tiempo inmemorial figuran sus nombres en la liturgia eslava, 
en la grecobizantina no aparecen hasta el siglo xm, Polonia, en 
su oficio de rito latino, los invocaba, desde mediados del siglo xiv, como 
a patronos y apóstoles del reino. 
No obstante, en el correr de los siglos, fuese desvaneciendo la memo­ria 
de los dos Santos hasta tal punto que, desde el siglo x i i i hasta el x v i i i 
se les negó la paternidad de la liturgia eslava y del alfabeto glagolítico, 
tan justamente llamado «ciriliense», atribuidos durante dichos siglos a 
San Jerónimo el Eslavón. Los rusos ortodoxos suprimieron el oficio pro­pio 
de ambos hermanos en 1682, y en el siglo x v i i i , ya ni el calendario 
hacía mención de ellos. Su memoria fue reivindicada en 1863. 
En este intervalo, los estudios eslavos inaugurados por José Dobrovski 
( f 1829) esclarecieron los nombres de ambos apóstoles, también contri­buyó 
poderosamente a ello la celebración de los centenarios de 1863, 1869 
y 1885. El «Museo Británico» de Londres ha conservado, en copias del
siglo x i i , 55 cartas del papa Juan VIII, muchas de las cuales se refieren 
a las misiones del arzobispo de Panonia. 
En 1858, Pío IX concedió a los bohemios, mora vos y croatas de raza 
eslava, que acostumbraban celebrar anualmente el 9 de marzo la fiesta 
de San Cirilo y San Metodio, autorización para celebrarla en adelante el 
5 de julio. Con ocasión del Concilio Vaticano, numerosos obispos solici­taron 
y consiguieron que se hiciese extensiva esta fiesta a la Iglesia Uni­versal. 
Actualmente se celebra el 7 de julio, en virtud de un decreto de 
la Sagrada Congregación de Ritos, que modificó el Breviario y el Misal 
en diciembre de 1897, y trajo a esta fecha la dicha celebración. 
Hanse fundado, bajo la advocación de estos dos Santos, varias asocia­ciones. 
La primera fue instituida el año 1850 en Bruno (Moravia), otra 
se fundó en 1851, y prosperó bajo los auspicios del siervo de Dios An­tonio 
Martín Slomseck, obispo de Maribor. Esta nueva cofradía fue apro­bada 
en Roina el 12 de mayo de 1852, y se extendió rápidamente no sólo 
entre los eslovenos, sino también en Moravia, Hungría y Galitzia. 
En Moravia especialmente fue instituida por el «Apostolado de los 
Santos Cirilo y Metodio», asociación fundada en 1892 por monseñor Sto-jan, 
y cuyos fines son propagar los sentimientos religiosos y nacionales, 
y trabajar para lograr la unión de las Iglesias entre los eslavos. 
En 1927, con ocasión del undécimo centenario del nacimiento de San 
Cirilo, se celebraron en Praga solemnísimas fiestas en honor de ambos 
apóstoles eslavos. El mismo año, con la anuencia y delegación del papa 
Pío XI, reunióse en Velerado un congreso internacional para estudiar y 
redactar una fórmula de unión de la Iglesia eslava con la romana. 
S A N T O R A L 
Santos Cirilo y Metodio, obispos, apóstoles de los esclavos; Panteno, apóstol de 
la India; Fermín, obispo de Pamplona y mártir (véase su biografía el 25 
de septiembre); Vilibaldo, compañero del apóstol de Alemania San Boni­facio, 
y ordenado por él obispo de Eichstadt; Félix, obispo de Nantes; 
Odón, obispo de Urgel; Eddas, obispo de Winchester; Apolonio, obispo de 
Brescia; Ilidio, obispo de Clermont; Eoldo, obispo de Viena, en Francia; 
Juan obispo de Ravena, y Cónsul, de Como; Valfrido, solitario y monje; 
Nicóstrato, esposo de Santa Zoé y mártir; Claudio y su hermano Victorino, 
Sinforiano, hijo de Claudio, y Castorio, cuñado de aquél, convertidos por 
San Sebastián y mártires de la fe (véase las páginas 202 y 207 de nuestro 
primer tomo). Beatos Benedicto XI, papa; Lorenzo de Bríndisi, capuchino, 
y Davanzato, terciario franciscano. Santas Ciríaca, mártir en la persecución 
de Diocleciano, y Edilburga, hija de un rey inglés.
Cetro y corona de reina Cordón de terciaria Rosas del milagro 
D ÍA 8 DE JUL IO 
S A N T A I S A B E L 
REINA DE PORTUGAL (1271-1336) 
Za r a g o z a , la Inmortal, la de los Innumerables Mártires, Pilar de 
nuestra raza y Columna de nuestra fe, fue la ciudad donde vio 
Isabel la luz primera. Andando el tiempo, había de ceñir sus sie­nes 
con la diadema real y merecer más tarde el honor de los altares por 
la santidad de su vida. Nació Isabel en el castillo de la Aljafería, de la 
capital aragonesa, corriendo el año del Señor 1271. Fue hija de Pedro, pri­mogénito 
del rey de Aragón, don Jaime I, y de Constanza, hija de Man-fredo, 
rey de Sicilia, y nieta, por línea materna, del emperador de Alema­nia 
Federico II. Por parte de su madre, sobrina segunda de Santa Isabel 
de Hungría, cuyo nombre se le dio en el bautismo. 
Habiéndose contraído contra la voluntad de don Jaime el matrimonio 
de don Pedro con Constanza, se siguieron, entre padre e hijo, una serie de 
desavenencias que dividían el reino. El nacimiento de Isabel vino a poner 
fin a estos desacuerdos Jaime I, que consintió en verla, quedó tan pren­dado 
de las cualidades de su nieta, que inmediatamente fue a visitar a su 
madre, a la que mostró desde entonces un afecto verdaderamente paternal. 
Perdonó a su hijo, y todos los resentimientos que desde muy atrás 
tenía contra él fueron echados en olvido. Quiso don Jaime que la niña,
causa de la reconciliación, viviera con él en su mismo palacio. Isabel 
cumplió durante toda su vida esta hermosa misión de pacificadora, misión 
admirable que exalta la santa madre Iglesia en la liturgia de este día. 
Como la aurora precede al día, así brillaba en el alma de Isabel el re­flejo 
de la santidad antes que en ella despertara la luz de la razón. Para 
consolarla cuando lloraba, bastaba con que le mostrasen un crucifijo o la 
imagen de María Santísima. Por esto decía don Jaime que aquella niña 
llegaría a ser la mujer más famosa del reino de Aragón. El padre de Isa­bel, 
Pedro III, sucedió en el trono a Jaime I, el cual murió en 1276, tras 
largo reinado que le mereciera el dictado de Santo y Conquistador. 
Ya en la corte, renunció Isabel a la magnificencia de los vestidos, al 
atractivo de los placeres y diversiones y a toda ocupación inútil. Aborre­cía 
los cuentos y las historias profanas, y se gozaba, en cambio, en la lec­tura 
de los libros de piedad, y en la repetición de los salmos e himnos 
religiosos, se entregaba a las prácticas de devoción, a la caridad y peni­tencias, 
y socorría a los pobres con ternura y compasión verdaderamente 
maternales. 
REINA DE PORTUGAL 
La joven Isabel, que sentía gran atractivo por la virginidad, no hubiera 
aceptado esposo alguno terrenal, pero una luz particular le manifestó 
que por razón de estado debía sacrificarse y acatar el deseo de sus padres. 
La alianza con el valeroso rey de Aragón, llamado el Grande a pesar de 
su corto reinado, era muy solicitada. El emperador de Oriente, y los reyes 
de Francia, Inglaterra y Portugal, habían pedido la mano de Isabel. Para 
evitarse la pena que les produciría el alejamiento de su hija, buscaron los 
padres al rey más próximo, y, con este fin enviaron embajadores a Dio­nisio, 
rey de Portugal, para anunciarle que aceptaban su petición. 
Dionisio, que se encontraba entonces en Alentejo, en guerra contra su 
hermano don Alfonso, cesó en las hostilidades al recibir a los enviados del 
rey de Aragón. Tardó mucho el rey Pedro en dejar salir a su amada hija, 
pero al fin cedió, y, acompañándola hasta la frontera de su reino, se des­pidió 
de ella con abundantes lágrimas. A su paso por Castilla, fue la joven 
princesa magníficamente recibida en todas partes. El 24 de junio de 1282 
hizo su entrada solemne en Trancoso, donde la esperaba el rey, y allí 
celebraron la boda el mismo día con extraordinaria solemnidad y no pe­queño 
regocijo del pueblo. Dionisio tenía a la sazón unos veinte años, y 
la reina frisaba en los doce. 
La mudanza de estado no alteró las costumbres de Isabel. En la corte 
de Portugal como antes en la de Aragón, siguió siendo modelo de todas
las virtudes Su marido le dejó amplia libertad para los ejercicios piado­sos, 
si bien procuró moderar sus mortificaciones para que no le alterasen 
la salud ni amenguaran su extraordinaria belleza. El buen ejemplo de 
Isabel decidió a muchas damas de la corte a vivir cristianamente como su 
reina, los servicios de tocador se redujeron a justa medida; desterróse la 
ociosidad de entre los que la rodeaban; las damas de palacio trabajaban 
para los hospitales, iglesias, monasterios y casas pobres, y cuidaban de dar 
a la conversación un tono elevado y digno. Pronto la fama de estas refor­mas 
se propagó por todo el reino, excitando en todas partes santa emula­ción 
para el bien, de manera especial entre las familias nobles. 
Portugal acababa de barrer de su territorio a los sarracenos, amplian­do 
así sus fronteras hasta los límites actuales, y entraba en una nueva era 
de paz y prosperidad. Dionisio reparó las ruinas acumuladas por las an­teriores 
guerras- no menos de cuarenta fueron las ciudades reconstruidas 
o edificadas, fundó muchos hospitales y centros de saber, entre éstos la 
célebre Universidad de Coímbra, y dio gran impulso a la agricultura y al 
comercio. La historia, con muy merecida justicia, ha calificado de «edad 
de oro de Portugal» a los cuarenta y tres años de este reinado. 
Isabel tuvo parte considerable en esta obra de restauración, principal­mente 
en la construcción, y adorno de las iglesias, hospitales y orfanatos; y 
si el pueblo agradecido dio a su soberano los títulos de «Rey labrador» y 
«Padre de la Patria», saludó a su reina con el dictado de «Patrona de los 
agricultores», por el grande amor que siempre les demostró. 
En 1288 tuvo Isabel el primer vástago, Constanza, la cual debía casar 
años más tarde con Fernando IV, rey de Castilla, y murió en el año 1313. 
TERRIBLES PRUEBAS — UN RASGO DE JUSTICIA DIVINA 
Tr a s de algunos años de dicha conyugal perfecta, el rey se dejó llevar 
de culpables pasiones. La desdichada reina soportó aquella pesadí­sima 
cruz con tan heroica paciencia, que jamás se le escapó ni la más li­gera 
queja ni la más mínima señal de disgusto o resentiminto. Menos ofen­dida 
de sus agravios y del abandono en que se veía, que de las ofensas 
hechas a la majestad de Dios, se contentaba con clamar en secreto al 
Señor por la conversión del rey, pidiéndosela sin cesar con oraciones, lá­grimas 
y limosnas. Al fin la paciencia y mansedumbre de la reina conmo­vieron 
el corazón del rey, el cual volvió a la práctica de sus deberes reli­giosos 
e hizo penitencia por sus pasados extravíos con sincerísimo arre­pentimiento. 
Tenía la reina un paje muy virtuoso, de mucho juicio y singular pru­
dencia; por estas prendas se valía de él así para las limosnas reservadas 
de muchos pobres vergonzantes, como para varias otras buenas obras. Otro 
paje, compañero de él, lleno de envidia, determinó perderle, con cuya ma­ligna 
intención significó al rey que no era muy inocente la inclinación de 
la reina hacia aquel paje suyo, el cual abusaba de los favores de la prin­cesa 
en ofensa de Su Majestad. El rey dio crédito con demasiada ligereza 
al calumniador. Volviendo un día de caza, pasó por una calera, y lla­mando 
aparte al dueño de ella, le previno de que a la mañana siguiente 
le enviaría un paje a preguntarle si había ejecutado ya aquella orden que 
le había dado. Al punto, sin responder palabra, debía arrojarle al horno 
de la calera. 
A la mañana siguiente, muy temprano, el rey envió al lugar convenido 
al paje de la reina. Partió al instante, pero hubo de pasar cerca de una 
iglesia cuando la campana anunciaba el momento de la consagración, 
entró y oyó el final de aquella misa y aún otras dos que se celebraron a 
continuación. Impaciente el rey por saber cómo habían cumplido su man­dato, 
despachó al calumniador para que se informara de ello. Llegó el 
emisario a la calera, y, apenas abrió la boca para preguntar si se había 
hecho lo que el rey ordenara, cuando los caleros le arrebataron y le arro­jaron 
al horno. Poco después llegó el paje de la reina, y enterándose de 
que la orden había sido cumplida ya, volvió a palacio; asombrado el rey 
al verle, le hizo varias preguntas, descubrió la extraña equivocación y 
hubo de reconocer la singular providencia del Señor, que protege a los 
inocentes y castiga a los culpados, aun a pesar de las estudiadas maqui­naciones 
de los hombres. 
SANTA ISABEL RESTABLECE LA PAZ 
Al f o n s o , príncipe heredero de Portugal, deseoso de figurar en el campo 
de la política, intentó, en 1322, apoderarse por sorpresa de Lisboa. 
El rey conocedor de estos planes, quiso evitar la guerra y no encontró 
más expeditivo remedio que hacer prisionero al rebelde. 
Isabel, luchando entre su amor de esposa y su amor de madre, trató 
de reconciliar al padre con el h ijo , luego, para que no hubiera efusión de 
sangre, advirtió a su hijo Alfonso el peligro que corría. Algunas personas 
mal intencionadas la acusaron de ser partidaria del príncipe, y el rey, de­masiadamente 
crédulo, echó a la reina del palacio de Santarem, donde él 
estaba, privóla de todas sus rentas y la desterró a la villa de Alenquer. En 
tan crítica circunstancia, muchos señores ofrecieron sus servicios a la rei­na, 
pero ella lo rehusó todo, alegando que la primera obligación que a 
todos cabía era la de condescender con los deseos del rey.
La santa reina de Portugal visita a los pobres enfermos y cúralos 
con sus propias manos sin asco ni pesadumbre. Les lava los pies, 
aunque tengan enfermedades enojosas, y con gran devoción se los besa. 
Todo le parece poco, sabiendo que Dios es digno de infinito amor 
y servicio.
El joven príncipe, so pretexto de defender a su madre, pidió socorros a 
Castilla y Aragón, mientras Dionisio preparaba un gran ejército. Ante 
tales extremos, marchóse la reina de Alenquer, no obstante la prohibición 
del rey, y fue a Coímbra a echarse a los pies de su esposo, el cual la re­cibió 
con bondad y consintió que se interpusiera cerca de su hijo. Apre­suradamente 
fue Isabel a Pombal, donde el príncipe se hallaba al frente 
de las tropas rebeldes, le ofreció el perdón paterno, y se restableció nue­vamente 
la paz. 
PIEDAD Y VIRTUD DE NUESTRA SANTA. — SUS MILAGROS 
La virtuosa reina comenzaba el día con un acto de piedad que tenía 
lugar en la capilla de palacio. Allí rezaba Maitines y Laudes, y oía 
luego la santa Misa. Tenía en alto grado el don de lágrimas y era su 
anhelo sufrir por Nuestro Señor. Durante la cuaresma practicaba ayunos 
rigurosos y llevaba debajo de sus vestidos ásperos cilicios. Los viernes, 
con licencia del rey, daba de comer en sus habitaciones particulares a 
doce pobres, los servía ella misma, y les daba vestidos, calzado y dinero. 
En sus frecuentes visitas a los hospitales, consolaba a los enfermos, e 
interesábase por su salud, más de una vez, después de esta visita, los 
pacientes se sentían libres o muy mejorados de sus dolencias. Un día, en 
el monasterio de Chelas, en Lisboa, iba a visitar a una religiosa que estaba 
muriendo de un cáncer en el pecho; quiso la reina ver la llaga, la tocó y 
el mal desapareció en el mismo instante. Otro caso análogo sucedió con 
una sirvienta suya gravemente enferma desde tiempo atrás. 
Bajo el patronato de Santa Isabel, fundó un hospital capaz para quince 
enfermos menesterosos. A fin de poder estar más próxima a las monjas y 
más cerca de los pobres, hizo construir enfrente del hospital un palacio 
que luego, ante notario, legó al convento, estipulando, para evitar las mo­lestias 
de vecindad a las religiosas, que únicamente podrían habitarlo los 
reyes o los infantes. Cuando se elevaban estas edificaciones, cierto día en 
que Isabel llevaba algunos donativos para los obreros, habiéndola encon­trado 
el rey, le preguntó qué ocultaba tan cuidadosamente. Por toda res­puesta, 
entreabrió la Santa su vestido, del que cayó un puñado de rosas. 
En recuerdo de este milagro, se dio el nombre de «Puerta de las Rosas» 
a una del monasterio de Santa Clara. 
Una noche, durante el sueño, Isabel recibió inspiración del Espíritu 
Santo, para edificar un templo en su honor. Muy de madrugada, hizo la 
piadosa reina ofrecer el santo Sacrificio, y rogó al Señor que le manifes­tase 
claramente su voluntad. Una vez conocida ésta, mandó algunos ar­
quitectos al sitio que le parecía más conveniente para la construcción pro­yectada, 
pero volvieron para comunicarle que los cimientos ya estaban 
trazados y que se podía empezar inmediatamente la construcción. Fue cosa 
muy sorprendente, pues la víspera no había absolutamente nada. El rey 
ordenó una indagación e hizo levantar acta acerca de este hecho mara­villoso; 
cuando la reina llegó al lugar para cerciorarse de lo sucedido, 
tuvo un prolongado éxtasis, del que fueron muchos testigos. 
Poco tiempo después, yendo Isabel a visitar los trabajos, encontró a 
una muchacha que llevaba un ramo. Pidióselo y repartió las flores a los 
obreros, éstos después de agradecer el delicado obsequio, las dejaron en 
lugar seguro, mas al ir a recogerlas después del trabajo, vieron que se 
habían convertido en doblones. La construcción de la iglesia y las fiestas 
solemnes de su inauguración fueron señaladas con multitud de maravillas. 
Junto al parque de Alenquer corría un río en cuyas aguas la reina la­vaba 
la ropa de los enfermos del hospital. Dice la historia que al contacto 
con sus manos, estas aguas adquirieron propiedades maravillosas con las 
cuales muchos enfermos recobraron la salud y otros mejoraron de sus do­lencias. 
MUERTE DEL REY 
Ha l l á n d o s e enfermo Dionisio y cansado del clima de Lisboa donde 
se encontraba en compañía de la reina, decidió ir a Santarem, pero 
en el viaje le aumentó la fiebre y tuvo que detenerse en el poblado de 
Villanueva. Isabel envió inmediatamente emisarios para que hicieran venir 
a su hijo y se apresuró a hacer trasladar al enfermo a Santarem donde se 
agravó de tal manera, que se le tuvieron que administrar los últimos sa­cramentos. 
La reina, que no le abandonó un momento, cuidóle con admi­rable 
solicitud y logró que se entregara completamente en las manos de 
Dios. Murió el rey piadosamente el 7 de enero de 1325. 
Isabel se retiró a sus habitaciones para dar desahogo a su dolor; se des­pojó 
de los vestidos reales, y púsose el pobre hábito de clarisa. Desde 
aquel día hasta el de los funerales, que tuvieron lugar en Odinellas, hizo 
celebrar muchas misas y rezar muchas oraciones por el eterno descanso 
del alma de su marido, y dióse personalmente extraordinarias penitencias. 
Con aquel suceso quedaba la santa reina libre de los compromisos a 
que le obligaba su vida en la corte, y ya sólo pensó en consagrarse de 
lleno a las exigencias de su piadosísimo corazón. Ofrecíasele así un magní­fico 
campo a su fervor; en adelante, vacaría exclusivamente a los inte­reses 
de su alma, y a encomendar a la misericordia de Dios el descanso 
eterno del difunto rey. Dios había de bendecir aquella generosa resolución.
PEREGRINACIONES A COMPOSTELA. 
LA REINA, CON LAS MONJAS CLARAS 
En medio de su luto, la reina resolvió ir en peregrinación a Compostela 
para visitar el sepulcro de Santiago. Quiso realizar el viaje de incóg­nito, 
en compañía de otras damas, pero, no obstante haber salido secre­tamente 
de Odinellas, la fama de su santidad la precedió por todas partes. 
En Arrifana de Santa María, diócesis de Oporto, ur.a mujer se arrojó a 
los pies de la reina suplicándola que tocase los ojos de su hija que era 
ciega de nacimiento. La reina se contentó con darle una cuantiosa limos­na, 
pero ante las súplicas reiteradas de la mujer, consintió en ver a la 
niña, a la cual sanó milagrosamente, la curación sólo pudo comprobarse 
unos días después; así lo dispuso Dios para respetar la humildad de su 
sierva. Una vez llegada a la vista de la catedral de Santiago, bajó Isabel 
de su litera, besó varias veces el suelo, y a pie llegó hasta la ciudad, en 
la que permaneció dos días junto a la tumba del Apóstol. Los ricos pre­sentes 
que hizo el día 25 de julio, fiesta de Santiago, descubrieron la per­sonalidad 
de la egregia peregrina. El obispo le regaló un bordón incrus­tado 
de plata que Isabel guardó toda la vida como preciosa reliquia. 
Al regresar de Compostela, quiso nuestra Santa poner por obra su 
deseo de abrazar la vida religiosa y, para que su sacrificio fuese más com­pleto, 
entró en la Orden de las pobrísimas monjas Claras. Fue, pues, al 
convento de Coímbra. Pero por consejo de sus directores, estuvo allí sólo 
a título de donada o terciaria. 
Deseosa de repetir la peregrinación a Compostela, pensó hacerla a pie, 
acompañada de dos solas criadas. Tenía entonces sesenta y cuatro años. 
Aunque el trayecto era largo, no quiso vivir más que de limosna. En un 
zurrón guardaba los regojos de pan que pedía de puerta en puerta, y eso 
con el agua de las fuentes, era todo su alimento. 
Apenas estuvo de vuelta en Coímbra, supo la reina que su nieto, Al­fonso 
XI de Castilla, y su hijo. Alfonso IV de Portugal, estaban para 
declararse la guerra. Con el fin de reconciliar a los dos reyes partió al 
punto a Estremoz, donde se hallaba su hijo con todo el ejército. 
Pero el viaje era de más de treinta leguas y los terribles calores del 
mes de junio le hicieron dificultosísima la marcha. La reina enfermó, y no 
tardó en declarársele una postema perniciosa que aumentó la fiebre. Se 
juzgó su estado de mucha gravedad, y a petición suya se le dieron los 
últimos sacramentos. Aún quedó tiempo a la Santa para conseguir que 
su hijo renunciase a la guerra.
SU MUERTE. — PRODIGIOS QUE LA SIGUIERON 
Los médicos, que habían sido llamados con grande urgencia, encontra­ron 
muy débil el pulso de la enferma. En cuanto salieron de la habi­tación, 
quiso la reina levantarse del lecho; pero, apenas descansó los pies 
en el suelo, cayó desvanecida. Vuelta en sí, rezó el Credo y una plegaria 
a la Virgen, besó el Crucifijo y se durmió en la paz del Señor. Era el 4 de 
julio de 1336, tenía a la sazón sesenta y cinco años. 
En su testamento, Isabel legaba todos sus bienes al monasterio de 
Santa Clara de Coímbra, en el cual pedía que se la enterrase, aunque con 
expresa prohibición de que embalsamasen su cadáver. A causa de los 
calores se temió la rápida descomposición, lo que originó algunas dudas 
respecto a dicho mandato, sin embargo, por no quebrantar el último deseo 
de la reina, su cuerpo, revestido con el hábito de Santa Clara y envuelto 
en una sábana, fue depositado en un sencillísimo ataúd de madera. 
Junto a su tumba se multiplicaron los. milagros. En el proceso de su 
beatificación, se reconoció la curación de seis moribundos, cinco paralí­ticos, 
dos leprosos y un loco. Isabel fue beatificada por León X en 1516. 
El 26 de marzo de 1612, al ser abierta su sepultura, se observó que su 
cuerpo incorrupto exhalaba exquisito perfume. Fue canonizada por Su 
Santidad Urbano VIII el día 25 de mayo del año 1625. 
Muchas ciudades la han escogido por Patrona: Zaragoza donde nació, 
Estremoz donde murió, Coímbra donde vivió como humilde terciaria de 
San Francisco, y la nación portuguesa en que había brillado como reina 
y como santa. 
S A N T O R A L 
Santos Quitiano o Kiliuno, obispo y mártir; Auspicio, obispo de T o u l; Aquila, 
esposo de Santa Priscila (véase en el día 16 de enero); Proco pió, mártir 
en Cesáreo; Grimbaldo, primer abad de Winchester; Ducelino, venerado 
en la diócesis de Angers; Colomano y Tornano, mártires; cincuenta sol­dados 
convertidos durante el martirio de Santa Bonosa y mártires a su 
vez (siglo iii); los monjes Abrahamitas, martirizados por los iconoclastas. 
Beatos Eugenio 111 y Adriano III, papas; Pedro Cendra, dominico. Santas 
Isabel, reina de Portugal; Witburga, virgen; y Landrada, virgen y abadesa 
de Bilsen (Holanda); Suniva, virgen y mártir en Noruega; Teodosia y 
doce compañeras, mártires en Oriente.
D ÍA 9 D E J U L I O 
SANTA VERONICA DE JULIANIS 
ABADESA CAPUCHINA (1660-1727) 
Er a el año 1664. Benita Mancini, piadosa madre de familia, se hallaba 
en sus últimos momentos, después de una vida consagrada total­mente 
a la práctica de las virtudes cristianas. Desposada con Fran­cisco 
de Julianis, caballero distiguido de Mercantello, ciudad del ducado 
de Urbino, en la Italia central, había tenido siete hijos, dos de éstos la 
habían precedido en el camino de la eternidad. Poco antes de morir, 
llamó a los otros cinco en torno a su lecho de dolor y mostrándoles el 
crucifijo les habló a sí- 
—Que las sagradas llagas de nuestro Divino Salvador sean hijos míos, 
vuestro refugio durante toda la vida. Os lego una de ellas a cada uno de 
vosotros para que tengáis dónde reposar vuestras inquietudes y vuestro 
amor. Nunca la abandonéis, y seréis felices en la vida. 
A Úrsula, que era la más pequeña de los cinco, le correspondió la 
llaga del costado divino. Parecía obedecer esta herencia a una disposición 
providente del Señor, ya que Él mismo había escogido esta alma para que 
constituyese uno de los florones de su corona, y la había prevenido con 
gracias extraordinarias en atención a la grandeza de su futura santidad.
Na c id a el 27 de diciembre de 1660, Úrsula, que más tarde había de 
tomar el nombre de Verónica, comenzó desde la infancia a practi­car 
el ayuno los miércoles, viernes y sábados en memoria de los sufri­mientos 
de Jesús y en honra de la Virgen Santísima. Contaba apenas 
dos años, cuando, encontrándose cierto día con una criada de su madre 
en una tienda de comestibles, dijo con voz clara y fuerte al vendedor que 
quería engañar en el peso «Sea usted justo, que Dios le ve». 
A la edad de tres años ya tenía comunicaciones familiares con Jesús y 
María. Gustábale mucho adornar un altarcito colocado delante de un cua­dro 
que representaba a la Virgen con el Niño Jesús en los brazos. Sobre 
este altar depositaba muchas veces su desayuno, y, con frecuencia, antes 
de tomar su porción de comida, invitaba al Niño a comer con ella. El 
Señor, a quien tanto agradaban la inocencia y la sencillez, aceptaba com­placido 
aquel obsequio de amor, más de una vez se animó la imagen 
de María, y bajando el Niño de los brazos de su Madre a los de Úrsula, 
hasta llegó a saborear alguna vez los manjares ofrecidos por la parvulita. 
Llena de caridad para con los pobres, entregó un día sus zapatos a 
una niña descalza que pedía limosna. Creía haberlo hecho a una de tantas 
niñas desvalidas, poco después los vió en los pies de la Santísima Virgen, 
milagrosamente agrandados y esplendentes de pedrería. 
Úrsula se había propuesto imitar a Santa Catalina de Sena y a Santa 
Rosa de Lima, y a su ejemplo se complacía en mortificar el cuerpo. Una 
vez se dejó coger los dedos al cerrar una puerta, lo que le ocasionó gran 
dolor y abundante derramamiento de sangre; de no haber sido por obe­diencia 
no habría aceptado cuidado alguno para la mano magullada, tan 
extraordinario era su deseo de sufrir por amor de Jesús. 
La muerte de su piadosa madre fue para Úrsula una prueba terrible 
que sirvió para afianzarla más en la piedad, al mostrarle de cerca la va­nidad 
de las cosas mundanas y las grandezas de la vida futura. Su padre, 
recién nombrado superintendiente de hacienda en Plasencia, trasladó el 
domicilio a dicha ciudad en 1668. Allí hizo Úrsula la primera comunión 
cuando contaba diez años. Desde aquel momento sintió su corazón tan 
abrasado en el amor divino que, al volver a casa, preguntó a sus her­manas 
si cada vez que se comulgaba se sentía un placer tan grande. 
El padre, que la amaba con predilección, pensaba ya en prepararle un 
brillante matrimonio; muchos jóvenes nobles aspiraban a la mano de la 
noble doncella; pero cuantos esfuerzos se hicieron para que consintiera 
en tomar esposo, fueron completamente ineficaces. «Vuestras instancias 
son inútiles decía; pues yo he de ser religiosa».
LA HERMANA VERÓNICA 
De s p u é s de muchas resistencias, acabó su padre por ceder a las sú­plicas 
de la joven y le permitió entrar en el convento de capuchi­nas 
de Cittá di Castello. En él tomó Úrsula el hábito el 23 de octubre 
de 1677 con el nombre de Hermana Verónica, contaba a la sazón diez y 
siete años. Desde el primer día, cumplió rigurosamente las austeras obser­vancias 
del convento; su entusiasmo, alegría y modestia, edificaban a 
todas las Hermanas. Mas no todo fue paz, que no dejó el demonio de 
asaltarla con muchas tentaciones para hacerla caer en la duda, tristeza y 
desaliento, triple arma que exige recio temple en las vocaciones primerizas. 
El sostén de la piadosa novicia en medio de sus penas fue la medita­ción 
de los dolores de Nuestro Señor; en este ejercicio aprendió a inmo­larse 
enteramente a su Divino Rey y a servirle, costara lo que costase, 
aun en el caso de verse privada de todo consuelo. El 1.° de noviembre 
de 1678, la Hermana Verónica emitió los votos de religión con una alegría 
inmensa. Cada año celebraba esta fecha con profundo recogimiento. 
La noble hija de Francisco de Julianis cumplió a las mil maravillas 
los diversos empleos del convento; y según se lo exigió la obediencia, 
fue cocinera, despensera, enfermera, sacristana y portera, sin que ninguno 
de estos oficios lograra desviarla de su firme propósito de adelantar más 
y más en la virtud. Dulce y obsequiosa con todas las Hermanas, se apres­taba 
a suplirlas en sus cargos siempre que la caridad lo exigía, aun en­tonces, 
elegía para sí lo más penoso y desagradable. En los empleos de 
cocinera y enfermera experimentó al principio las naturales repugnancias; 
pero triunfó de ellas con heroica virtud. Así, por ejemplo, la mortificaba 
mucho y no podía soportar el olor de ciertos pescados, para vencerse, 
tomó uno, lo llevó a su celda, y allí lo conservó hasta que estuvo corrom­pido. 
Acostumbraba decir Todo el que quiera ser de Dios ha de morir 
a sí mismo», su vida fue un ejercicio continuo de vencimiento propio. 
A los treinta y cuatro años, la Hermana Verónica fue nombrada maes­tra 
de novicias, empleo que desempeñó por espacio de veintidós años. 
Durante ellos formó una multitud de religiosas, muchas de las cuales lle­garon 
a un alto grado de perfección. Entre otras se cita a la Venerable 
Florina Ceoli que le sucedió más tarde en el gobierno del monasterio. 
La prudente Madre procuraba inducir a sus hijas a la práctica de la 
humildad según se lo había recomendado el Niño Jesús en una aparición. 
Ella sabía que hay que seguir siempre las vías ordinarias, a menos que el 
Espíritu Santo manifieste claramente otra dirección, por esto se esforzaba 
en instruir bien a sus novicias en lo referente a los mandamientos de Dios,
la doctrina, la regla y las constituciones. «No despreciéis —repetía— las 
cosas pequeñas, pues no hay cosas pequeñas a los ojos de Dios». 
HIJA DE LA CRUZ 
En medio de todos los empleos exteriores, la Hermana Verónica sufría 
un martirio de amor en unión con Jesucristo crucificado. Muchas pá­ginas 
harían falta para encarecer con qué intensidad y devoción sobrellevó 
los lances de esta vida que tan íntimamente la unían a los dolores del 
Salvador. Comenzó aquel padecer en los primeros años de su vocación 
religiosa, y ya no la volvió a dejar. Ello hizo que firmara en sus escri­tos 
«Hija de la Cruz». Porque realmente la cruz fue como la nodriza de 
su adelanto espiritual. 
Describe así la Santa una de las muchas apariciones con que la honró 
el Señor para alentarla a proseguir en su martirio 
«Me pareció ver a Nuestro Señor que llevaba la Cruz sobre sus es­paldas 
y me invitaba a compartir con Él esta carga preciosa. Experimen­té 
ardiente deseo de sufrir, y parecía como que el Señor plantaba su cruz 
en mi corazón y que así me hacía comprender el precio de los sufrimien­tos. 
Me encontraba como rodeado de toda clase de penas, en el mismo 
instante vi aquellas penas transformadas en joyas y en piedras preciosas 
talladas todas en forma de cruz. Al mismo tiempo me fue revelado que 
Dios sólo exigía de mí sufrimientos y desapareció la visión. Apenas me 
hube recobrado, sentí en mi corazón un intenso dolor que ya nunca me 
abandonó. El deseo que yo tenía de sufrir era tan vivo, que gustosa hu­biera 
afrontado todos los tormentos imaginables. A partir de aquel mo­mento, 
no he cesado de repetir «La cruz y los sufrimientos son valiosísi­mos 
tesoros, verdaderas delicias». 
La figura de la cruz y de otros instrumentos de la Pasión quedaron 
impresas física y realmente en su corazón, según se pudo comprobar des­pués 
de su muerte. Un día, festividad de la Asunción, aparecióse la San­tísima 
Virgen a la sierva de Dios, y tomando un cáliz de las manos de 
su divino Hijo, presen tóselo a Verónica diciendo: a Toma, hija mía, este 
don precioso que Jesús te ofrece por mi mano». En esta ocasión, acom­pañaban 
a la Virgen, Santa Catalina de Sena y Santa Rosa de Lima. 
El día de San Agustín, el Salvador se mostró a su sierva, acompañado 
por el Doctor de Hipona, y le presentó un cáliz lleno de un licor que 
borbotaba y vertía; licor cuyas gotas recogían los ángeles en copas de oro 
para ofrecerlas al trono de Dios. Verónica entendió que este licor repre­sentaba 
los sufrimientos que habría de soportar por amor a Nuestro Señor
Di c e Jesús a Sania Verónica: «Vengo a coronarte, hija mían. Quítase 
entonces la corona de espinas v se la pone a la Santa. Los dolores 
agudísimos que Verónica sintió en la cabeza desde entonces, solían re­crudecerse 
e intensificarse los viernes y en otras muchas circunstancias, 
sobre todo en Semana Santa.
Jesucristo. Estos sufrimientos fueron muchos, largos y terribles. Doloro-sas 
e interminables enfermedades, tentaciones violentas del espíritu de las 
tinieblas, arideces, oscuridades y desolaciones interiores. Veces hubo en 
que le parecía que Dios, sordo a sus oraciones, se había retirado de ella 
para abandonarla a una agonía más cruel que la muerte. 
Pero la mano divina estaba allí, sosteniendo el ánimo de su heroica 
sierva, la cual, invencible, repetía en medio de sus angustias: « ¡ Bendito 
sea Dios! Todo esto es poca cosa para lo que se merece su amor. ¡Viva la 
cruz, sola y sin adornos! ¡Viva el sufrimiento! Todo lo acepto para 
hacer lo que a mi Señor gusta y para cumplir su santa voluntad». 
El 4 de abril de 1694, Jesucristo se le apareció coronado de espinas. 
A su vista exclamó Verónica «Oh Esposo de mi alma, dadme esas es­pinas, 
pues yo soy quien las merezco y no Vos, «mi soberano Bien». El 
Salvador le respondió: «Precisamente he venido a coronarte, amada mía». 
Y quitándose la corona púsola sobre la cabeza de Verónica. Experimentó 
ésta tal sufrimiento cual jamás lo había sentido. Desde entonces su cabe­za 
quedó coronada de dolores que no la dejaron nunca más, dolores que 
aumentaban de intensidad cada viernes, por Cuaresma, sobre todo, en Se­mana 
Santa. Los médicos, al intervenir, aumentaron sus padecimientos, le 
aplicaron un botón de fuego a la cabeza y le cortaron la piel del cuello 
con una gruesa aguja enrojecida para hacerle un sedal nada lograron, y 
tuvieron que reconocer que aquella enfermedad les era desconocida. 
Con humildad propia de una santa, Verónica manifestaba francamente 
a su confesor y director todo lo que le pasaba, y las gracias extraordi­narias 
que Dios le concedía. Es éste el medio más seguro —como dice 
Santa Teresa— para no errar y no ser víctima de las ilusiones del demo­nio. 
Su obediencia en esto, como en todo, era perfecta. 
El 5 de marzo de 1696, Nuestro Señor le ordenó que ayunase a pan y 
agua por espacio de tres años, pero los superiores no se lo consintieron. 
Habiendo renovado el Divino Maestro su orden, díjole ella- «Señor y 
Dios mío, yo quiero obedeceros, pero sé que vuestra voluntad es que sólo 
haga lo que me permiten vuestros representantes respecto a mí. Si deseáis, 
pues, que yo cumpla vuestras órdenes, disponed en consecuencia el áni­mo 
de los que habéis puesto para dirigirme». Así se hizo. Poco después 
se le concedía a la Santa el permiso deseado. 
El Viernes Santo, 5 de abril de 1697, mientras meditaba sobre los su­frimientos 
de Nuestro Señor, apareciósele Cristo en la Cruz de sus cinco 
llagas salieron sendos rayos inflamados que fueron a herir a Verónica en 
sus manos, pies y costado, al mismo tiempo sintió ella un gran dolor y 
experimentó un tormento semejante al de una persona clavada en cruz. 
También tuvo que sufrir varias veces el suplicio de la flagelación.
EN EL CRISOL DE LAS PRUEBAS 
Sa b e d o r a la autoridad eclesiástica de los hechos extraordinarios que se 
referían de Sor Verónica, quiso examinar el caso detenidamente para 
comprobar si estos fenómenos venían del espíritu de Dios o bien del de­monio, 
tan hábil para engañar y seducir a las almas. Por orden del tri­bunal 
del Santo Oficio, el obispo de Cittá di Castello fue el encargado 
de poner a prueba la obediencia, humildad y resignación de Verónica, 
pues estas son las piedras de toque de la verdadera santidad. 
Se empezó por destituirla de su cargo de Maestra de novicias; se la 
separó luego de la comunidad como si fuera una oveja enferma cuyo con­tacto 
resultase peligroso; se la encerró en un cuarto de la enfermería con 
prohibición de ir al coro, excepto los días de precepto, para oír misa. No 
podía bajar al recibidor, ni escribir carta alguna como no fuese a sus her­manas 
religiosas que vivían en Mercatello. Estuvo bajo la custodia de una 
Hermana conversa que tenía orden de mandarle con severidad. Finalmen­te, 
y fue lo que le causó más pena, se la privó de la Sagrada Comunión. 
Por su parte, el demonio procuró hacerle perder la estima de sus Her­manas 
y presentarla a los ojos de todos como una hipócrita. Renovando 
una vieja estratagema, tomaba la forma y vestidos de Verónica y se mos­traba 
a las demás monjas comiendo a hurtadillas, fuera de las horas re­glamentarias, 
ya en el refectorio, ya en la despensa o en la cocina. Como 
esto sucedía precisamente en la época en que Verónica había obtenido 
autorización para practicar un ayuno de tres años, puede suponerse qué 
pensarían las religiosas viendo tales infracciones. Cierto día en que una de 
ellas había creído verla comiendo a escondidas, corrió al coro, pero ¡cuál 
no sería su sorpresa al ver allí, con las otras, a Verónica, arrodillada y en­tregada 
a la oración! Así se descubrió la superchería del espíritu del mal. 
Por lo demás, en medio de tantas pruebas, la Santa permanecía tran­quila 
y apacible, y se juzgaba dichosa de poder sufrir y ser humillada. El 
obispo de Citta di Castello, muy edificado y admirado de cuanto obser­vaba, 
escribía al Santo Oficio el 26 de septiembre de 1697: 
«La Hermana Verónica continúa practicando la santa obediencia, pro­funda 
humildad y abstinencia sorprendentes, sin dar la menor señal de 
tristeza; antes, al contrario, aparece con una paz y una tranquilidad inal­terables. 
Es objeto de la admiración de sus compañeras, las cuales, inca­paces 
de ocultar la grata impresión que les produce, hablan de ello a las 
gentes. A pesar de que a las que más hablan las conmino con penitencias 
para que no alimenten la curiosidad del pueblo, que en sus conversacio­nes 
no trata de otra cosa, me cuesta gran trabajo lograr moderación».
LA ABADESA SANTA 
El 5 de abril de 1716, terminado ya el ingrato episodio de las pruebas, 
las Hermanas la eligieron, por unanimidad, abadesa del monasterio, 
cargo en el que permaneció hasta su muerte, acaecida en 1727. La Madre 
Verónica se desvelaba para conservar en el convento el espíritu de pobre­za 
franciscana en todo su rigor. Al morir la Hermana Constanza Dini, 
que había guardado en su celda algunos objetos inútiles, su alma fue al 
purgatorio. En tal estado fue vista por la santa abadesa, la cual subió 
apresuradamente a la celda de la difunta, y tomando aquellas superflui­dades 
exclamaba con dolor: « ¡ Ah, si mi Hermana Constanza pudiese 
volver entre nosotras, qué pronto se desprendería de todo esto!». Sin 
embargo de este rigor, quería que la decencia y la limpieza acompañasen 
siempre a la pobreza de los vestidos. Mandó, además, hacer en el con­vento 
las reparaciones necesarias; ordenó la construcción de un gran dor­mitorio 
y de una capilla privada, y procuró a la comunidad todas las co­modidades 
compatibles con el espíritu de la^Regla. En estos pormenores 
se denunciaba su enemiga a la singularidad. 
Nada igualaba a su caridad para con los pecadores. No pasaba ni un 
solo día sin rogar y sufrir por su conversión. Algunas veces se la vio 
derramar lágrimas de sangre por la desgracia de las almas en estado de 
pecado mortal De continuo se ofrecía a Dios como víctima por su sal­vación 
y suplicaba a las Hermanas que se unieran a ella, en tan apos­tólico 
deseo. 
He aquí el fragmento de una oración que escribió con su propia 
sangre: «Os pido —decía a su celestial Esposo— la conversión de los pe­cadores 
, otra vez me pongo como intermediaria entre Vos y ellos. Estoy 
dispuesta a perder mi sangre y mi vida por su bien y por su confirmación 
en la fe; Señor, os ofrezco esta plegaria en nombre de vuestro amor y 
de vuestro Sagrado Corazón. ¡Oh almas rescatadas por la sangre de 
Jesús! ¡Oh pecadores!, venid todos a su Corazón adorable, fuente de 
vida, océano inmensurable de amor. Venid todos, pecadores; huid del 
pecado, venid a Jesús». 
Sus confesores declararon que, según revelación tenida por la Santa y 
manifestada por obediencia, por/sus penitencias y oraciones se convirtie­ron 
muchos pecadores al buen camino, y multitud de almas fueron liber­tadas 
del purgatorio, varias de las cuales se mostraron visiblemente por 
disposición de Dios. Así vio, por ejemplo, cómo salía de las llamas expia­torias 
el alma del padre Capellati, antiguo confesor de la comunidad; la 
de monseñor Eustachi, su obispo, fallecido en 1715, y la del papa Ciernen-
te XI en 1721, por quienes se había ofrecido como víctima de expiación. 
Llegada al más alto grado de la vida espiritual, Nuestro Señor la 
honró con los místicos desposorios, que son el preludio de la unión bien­aventurada 
del cielo. En espléndida visión, el Rey de la gloria se le 
apareció en medio de los coros angélicos, y le puso en el dedo un anillo 
nupcial que llevaba grabado el nombre adorable de Jesús. Al propio tiem­po 
le dio nuevas reglas de vida, a fin de que, muerta del todo a sí misma, 
se sometiese enteramente a su santa voluntad. Más de una vez recibió la 
Sagrada Comunión de manos de un ángel, de la Santísima Virgen o del 
mismo Jesucijsto. Dios nuestro Señor le concedió, además, el don de mi­lagros 
y el de profecía. 
LA MUERTE 
A los cincuenta años de esta vida de inmolación, llegó para ella la 
hora de la recompensa. Fortalecida con los últimos Sacramentos y 
a punto de expirar, interrogó con una mirada a su confesor. Éste se acordó 
que ella había declarado a menudo que no quería morir sino por obedien­cia, 
y entonces le dijo: «Sor Verónica, si es la voluntad de Dios que va­yáis 
a gozar de Él, salid de este mundo». Al oír estas palabras, la Madre 
Abadesa miró por última vez a sus queridas hijas, bajó los ojos en señal 
de sumisión, e inclinando la cabeza, expiró. Era precisamente un viernes, 
el 9 de julio de 1727, cuando el Señor la llamó a su descanso. 
Beatificada por Pío VII, el 8 de junio de 1804, fue canonizada por 
Gregorio XVI, treinta y cinco años después, el 26 de mayo de 1839. 
S A N T O R A L 
Santos Cirilo de Gortina, obispo y mártir: Herumberto, primer pbispo de Minden; 
Félix, obispo de Génova, y Bricio, de Santa María de Pantano; Agilulfo, 
obispo de Colonia y mártir; Ponciano, obispo de Todi (Italia) y mártir, en 
tiempo de Diocleciano; los mártires Gorcomienses (once franciscanos, dos 
premonstratenses, cuatro sacerdotes y un dominico) martirizados en Gorcum 
por los calvinistas; Zenón y compañeros, mártires en Roma, en 298; Pa-termucio, 
Copretes y Alejandro, mártires en tiempo de Juliano el Apóstata. 
Beatos Juan de España, cartujo, y Damián de Valencia, martirizado en 
África por los sarracenos. Santas Verónica de Julianis, abadesa; Anatolia, 
virgen y mártir; Everilda, princesa y virgen; Prócula. Floriana y Faustina, 
vírgenes y mártires. Beata Leonor, cisterciense, en Poblet. En Colombia: 
N u e s t r a S e ñ o r a d e C h iq u in q u ir á , patrona de la nación (véase en nuestro 
tomo de «Festividades del Año Litúrgico», página 331).
Unidos por la sangre, y aún más unidos por la fe y el amor 
D ÍA 1 0 D E J U L I O 
SAN JENARO Y SUS SEIS HERMANOS 
HIJOS DE SANTA FELICIDAD, MARTIRES (+ 162) 
Co r r ía el año 162 de la era cristiana. Imperaba en Roma Marco 
Aurelio, hijo adoptivo del viejo emperador Antonino Pío. Este 
príncipe, que se las echaba de filósofo, era sumamente supersti­cioso 
respecto de los dioses del paganismo, y, a pesar de la segunda apo­logía 
de San Justino en favor de los cristianos, inició una nueva era de 
persecución en la que los hijos de Santa Felicidad y esta misma heroica 
madre, fueron de las primeras víctimas sacrificadas por la fe. 
UNA MADRE ADMIRABLE 
Pe r t e n e c ía Santa Felicidad a una de las más ilustres familias roma­nas, 
quizá a la patricia Claudia. Del que fue su marido no nos quedan 
otros datos que los referentes a su muerte, acaecida en el año 160, aun­que 
parece muy verosímil que fuera también cristiano, ya que permitió 
a su esposa el libre ejercicio de la religión a más de consentir en que se 
criasen en la fe y santo temor de Dios los siete hijos que el Cielo les
había dado. Fueron éstos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vi­dal 
y Marcial; modelo, cada uno de ellos, de cristianas y heroicas virtu­des 
en su corta vida y en la difícil prueba del martirio. 
Cuando hubo muerto su esposo, persuadióse Felicidad de que el Señor 
había disuelto el vínculo matrimonial para, en adelante, ocupar Él solo 
todo su corazón. Hizo, pues, voto de no pasar a segundas nupcias, por 
parecerle el estado de viudez muy propio para santificarse; renunció a las 
galas, fausto y profanidad, y se dedicó a copiar perfectamente el retrato 
que de la viuda cristiana hace San Pablo. Desde luego, encontró grandes 
atractivos en la soledad y en el retiro. Pasaba gran parte del día y de la 
noche en sus devociones, pero como sabía muy bien que el primero de 
sus deberes era la educación de los hijos y el gobierno de la familia, a 
ello se aplicó principalmente y con todo el fervor de su alma. 
Hablaba a sus hijos de la brevedad, vanidad e inconstancia de los 
bienes caducos y perecederos de este mundo, y de la gloria perdurable 
que gozan los bienaventurados en el cielo. «¡Qué dichosos seríais, hijos 
míos —les decía muchas veces después de contarles lo que tantos ilustres 
mártires padecían— , qué dichosos seríais vosotros, y qué afortunada ma­dre 
sería yo si algún día os viese derramar vuestra sangre por Jesucristo!» 
Las continuas oraciones que por ellos hacía y sus fervorosas palabras, 
inflamaron de tal manera a aquellas inocentes almas en el deseo del mar­tirio, 
que cuando se juntaban los siete hermanos no acertaban a hablar 
entre sí de otra cosa. «Yo —decía Jenaro— soy el mayor de todos, y por 
mayor tengo derecho a dar mi sangre por la fe antes que otro alguno—. 
Aunque nosotros seamos los más pequeños —replicaban Vidal y Marcial— 
tenemos también ese derecho; y si el tirano quisiera perdonarnos por más 
niños, levantaríamos tanto el grito proclamando nuestra fe, que le habría­mos 
de obligar a no negarnos la corona del martirio—. Y los demás 
—decía otro— ¿piensas que habríamos de estar mudos? También tenemos 
lengua, y también sabríamos gritar de manera que nos oyesen—. La vir­tuosísima 
señora escuchaba con indecible gusto este piadoso desafío de sus 
hijos, y pedía sin cesar al Señor que se dignase escogerlos para Sí. 
Cumpliéronse muy presto sus deseos. Hacía tanta impresión en los co­razones 
la fervorosa vida de Felicidad y de sus hijos, que no solamente 
se edificaban y confirmaban en la fe los cristianos de Roma, sino que 
hasta los gentiles quedaban admirados, y persuadidos de que no podía 
menos de ser verdadera aquella religión que producía alma tan puras y 
santas, renunciaban a sus impías supersticiones y abrazaban el cristianis­mo. 
Con lo que muy pronto se corrió la fama de aquellos cambios. 
Sobresaltáronse los sacerdotes de los ídolos al ver la creciente influen­
cia de aquella santa mujer, e hicieron llegar sus quejas al emperador, el 
cual puso la causa en manos de Publio, prefecto de Roma. 
Ese desconocido Publio que citó a Santa Felicidad a su tribunal, fue 
Salvio Juliano, el famoso jurisconsulto redactor del edicto perpetuo. 
Antes de proceder de acuerdo con los formulismos legales en práctica, 
quiso Publio tentar privadamente los medios persuasivos. A este fin, 
llamó a su presencia a la santa madre y le expuso la necesidad en que ella 
estaba de atender a su propio prestigio ante la sociedad romana y de 
velar por el futuro de sus hijos. El magistrado, que en un principio la 
tratara con exquisitas deferencias y amabilidad, hubo de comprender muy 
pronto que perdía el tiempo con tales razones, y la amonestó severamente. 
Tampoco esta vez halló eco en aquella alma bien templada. Amenazóla 
entonces con gravísimos castigos, pero, en vista de su nuevo fracaso, de­terminó 
proceder contra ella judicialmente, quizá con la esperanza de im­presionarla. 
ANTE EL PREFECTO DE ROMA 
Al día siguiente, hubieron de comparecer Felicidad y sus hijos ante el 
mismo Publio en su tribunal del foro de Augusto, llamado posterior­mente 
foro de Marte. El funcionario imperial trata de inducir a la madre 
a que convenza a los siete jóvenes de la necesidad en que están de ofre­cer 
sacrificios a los ídolos. En lugar de acceder a los requerimientos del 
prefecto, Felicidad se dirige a ellos para disponerlos a la lucha por su 
fe y aun a la muerte. Y así les dijo: 
— ¡Mirad al cielo, hijos míos! Alzad los ojos a lo alto, pues allí os 
está aguardando Jesucristo con sus Santos. Combatid todos valerosamente 
por la salvación de vuestras almas y mostraos fieles al amor de Dios. 
Irritado por aquella valerosa actitud que él toma por afrenta, ordena 
Publio que abofeteen a la intrépida madre y que la saquen del pretorio. 
A esto siguió la comparecencia de los siete hermanos. Uno a uno: acaso 
así resultaría más fácil vencerlos. El primero en presentarse fue Jenaro. 
Publio le promete cuantiosos bienes si consiente en sacrificar a los 
ídolos, y le amenaza con azotes si rehúsa. El joven le contesta con firmeza: 
—Lo que me propones es una insensatez, y yo me guío sólo por la 
sabiduría de Dios, el cual me dará la victoria contra tu impiedad. 
El prefecto ordena que le azoten con varas y que, ensangrentado, lo 
encierren en un calabozo, a fin de que piense con calma en su actitud 
definitiva.
Manda comparecer al segundo, Félix, y le exhorta a ser más cuerdo 
que su hermano si no quiere un castigo semejante. 
—No hay más que un Dios, dice Félix, y es el que nosotros adoramos, 
y a quien rendimos el amor de nuestros corazones. No pienses arrebatarnos 
el amor de Jesucristo; no lo lograrán ni tus insinuaciones ni tus tormentos. 
El juez lo manda a la cárcel; comprende que haría lamentable papel 
frente a semejante decisión. Dirigiéndose al tercero, llamado Felipe, le dice: 
—Nuestros invencibles emperadores te ordenan que, como buen roma­no, 
sacrifiques a los dioses omnipotentes. 
—Pero, ¡ si no son dioses! —responde el joven— ; ¡ si no tienen poder 
alguno; ni son más que míseros e insensibles simulacros! Ten presente, 
señor, que quienes les ofrezcan sacrificios han de ser castigados con tor­mentos 
eternos. Por lo menos no nos quieras pervertir a nosotros. 
Publio da señales de impaciencia y Felipe es conducido a la cárcel. 
Se presenta al prefecto el cuarto, Silvano. 
—Veo —le dice el magistrado— que os habéis entendido todos con 
vuestra madre para menospreciar las órdenes de los emperadores. Bueno 
está, pero tened presente que seréis todos condenados a muerte. 
—Si retrocediésemos ante el suplicio de un momento —replica el mu­chacho 
con calma— nos expondríamos a castigos sin fin. Pero porque 
sabemos con toda certidumbre qué recompensas aguardan a los justos y 
qué tormentos a los pecadores, despreciamos vuestras amenazas y despre­ciamos 
vuestros ídolos; y en cambio servimos al Señor omnipotente que 
nos dará la vida eterna y para quien reservamos todo nuestro amor. 
Al tiempo que se llevan a Silvano, ya el juez se ha dirigido a Ale­jandro. 
Le apura despachar de una vez aquel ingrato pleito. 
—Supongo —le dice— que querrás salvar la vida y gozar tu juventud; 
pero sólo podrás conseguirlo si obedeces a nuestro emperador. No es 
difícil, basta con que adores a los dioses; si así lo haces, nuestros Augus­tos 
te colmarán de regalos y volverás a tu paz completamente libre. 
—Siervo soy de Jesucristo, —le responde Alejandro—. Ahora, como 
siempre, reconozco y confieso su divinidad; y mi corazón que sólo ha 
sido para Él, seguirá amándole por toda la eternidad. Y en esto, Publio, 
de adorar al único Dios verdadero, puedes ver cuánto más vale la sabi­duría 
de un jovenzuelo que toda la experiencia de los ancianos que se es­clavizan 
de las falsas divinidades. Tiempo tendrás de convencerte cuando 
veas cómo se aniquilan, junto con esos dioses, los que hoy los adoran. 
Toca el turno a Vidal, es el penúltimo. El prefecto, ya harto impaciente, 
aunque sin albergar mayores esperanzas, se atreve a insinuarle: 
—Tú, por lo menos, tendrás ansias de gozar, y no ganas de exponer tu 
vida como acaban de exponerla por puro capricho tus hermanos.
Ma n d a el cruelísimo juez que quiten los vestidos a Jenaro, que le 
azoten bárbaramente y le quebranten con plomadas hasta que 
expire. Asimismo murieron sus hermanos en're atroces tormentos. Cua­tro 
meses más tarde fue decapitada su heroica madre, Santa Felicidad.
—Y ¿quién es más razonable entre los que desean vivir —responde el 
niño—, el que busca la protección de Dios o el que busca el favor del 
demonio? 
—¿Quién es el demonio? —pregunta Publio, sorprendido. 
—Demonios son los dioses de los paganos —replica Vidal. 
Cuando Nuestro Señor predijo a sus discípulos las persecuciones que 
habrían de sufrir en el mundo por su causa, les recomendó que no se in­quietasen 
acerca de lo que habrían de responder ante los tribunales. «El 
Espíritu Santo —les dijo— os inspirará lo que hayáis de decir». Esta pro­mesa 
acaba de realizarse de un modo sorprendente ante el prefecto. 
¿Cuándo se había visto, en efecto, a un grupo de muchachos, amenazados 
con suplicios y la muerte misma, responder con tanta calma, cordura e 
intrepidez? 
Faltaba el séptimo, el niño Marcial. Imaginó Publio que también con 
él fracasaría en su intento. En efecto, Marcial fue digno de sus hermanos 
y de su madre. 
—Vais a morir todos —le anuncia el juez—, y por culpa vuestra. ¿Por 
qué en vez de obedecer a las órdenes de los emperadores os empeñáis en 
perder la vida negando el culto que debéis a los dioses? 
— ¡Oh, si supierais —dice con aire de majestad el tierno niño—, si 
supierais las penas reservadas a los adoradores de los ídolos! Dios, usan­do 
de paciencia, no quiere aún lanzar sobre vosotros los rayos de su indig­nación; 
pero día vendrá en que todos los que no reconozcan a Jesucristo 
por verdadero Dios, serán arrojados a las llamas eternas, donde no existe 
redención. 
El juez, que se siente fracasado ante la intrepidez de aquellos decididos 
jóvenes, ordena que lleven a Marcial a la cárcel e inmediatamente envía 
a los emperadores el acta del interrogatorio para que ellos dispongan. 
E l ÚLTIMO COMBATE 
Poco se hizo aguardar la respuesta imperial. Marco Aurelio condenó a 
muerte a toda la familia. Mas, a fin de evitar en aquel momento un 
escándalo demasiado grande y para que no pesara toda la responsabilidad 
de la horrible tragedia sobre el prefecto, las causas de los condenados 
fueron sometidas a varios jueces subtalternos, los cuales habían de apli­car 
la pena en diferentes formas a los intrépidos confesores. 
Jenaro, el mayor de los siete, fue azotado con cuerdas armadas de 
bolas de plomo. Prolongóse el cruel suplicio hasta que la inocente víctima 
exhaló el postrer aliento. Félix y Felipe murieron apaleados, a Silvano lo
arrojaron de lo alto de una roca; los tres últimos fueron decapitados. 
Esto acaecía el 10 de julio, día en que se celebra su fiesta. 
Felicidad, ya siete veces mártir con la muerte de cada uno de sus hijos, 
fue degollada el 23 de noviembre siguiente, en que la tiene inscrita el 
Martirologio. No sirvió aquella espera para vencer a la valerosa madre. 
SEPULTURA. — CULTO 
Po r los datos anteriores, se comprenderá que los siete hermanos, entre­gados 
a jueces diferentes, no pudieron ser ejecutados en un mismo 
lugar de la ciudad de Roma, aunque sí lo fueran el mismo día. 
Según Actas, al parecer apócrifas, los cuerpos de los siervos de Dios 
fueron abandonados a las aves rapaces y otros animales carniceros, que 
milagrosamente los respetaron. Según piadosa tradición exhalábase un 
suave perfume de aquellos sagrados miembros que, recogidos al favor de 
la noche por algunos cristianos, fueron honrosamente sepultados en las 
catacumbas próximas y honrados con profunda veneración. 
Félix y Felipe, inmolados juntos, descansaron en el cementerio de Pás­a 
la ; Alejandro, Vidal y Marcial, muertos en el mismo lugar, fueron colo­cados 
en una tumba común en la catacumba de Gordiano; a Silvano, que 
fuera martirizado separadamente, se le inhumó en el cementerio de Má­ximo, 
y cerca de él, la piedad de los fieles depositó luego los restos de su 
heroica madre. Hasta el siglo vm visitaban las sepulturas de aquellos 
héroes de la fe numerosos peregrinos, y la veneración que se les profe­saba 
era tan grande que se llamaba a su fiesta «el día de los mártires». 
Desde principios del siglo vil, el papa Bonifacio IV, a causa de las in­vasiones 
de los bárbaros, hizo trasladar a la ciudad de Roma muchas de 
las reliquias veneradas en sus catacumbas; en el siglo vm y en el ix. lom­bardos 
y sarracenos acumularon tantas ruinas sobre aquellos sagrados lu­gares 
que desde entonces quedaron casi cubiertos y olvidados. 
En los tiempos modernos, y especialmente a partir de mediados del 
siglo xix, volvieron a ser visitados aquellos subterráneos, testigos de la fe 
de los primeros siglos de la era cristiana. En 1856 el ilustre aqueólogo 
Juan Bautista Rossi, halló el sitio donde fue enterrado San Jenaro y luego 
la tumba de sus hermanos. También apareció, treinta años después, aunque 
en lamentable estado, la capilla subterránea donde se depositara el cuerpo 
de Santa Felicidad después de su martirio. 
He aquí el texto, varias veces secular, con que el 10 de julio se refiere 
el Martirologio a este grupo admirable: 
«En Roma, martirio de los siete hermanos, hijos de Santa Felicidad, 
también mártir, a saber: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y
Marcial. Padecieron en tiempo del emperador Antonino (Marco Aurelio), 
siendo Publio prefecto de la ciudad. Jenaro fue azotado con varas, sufrió 
los rigores de la cárcel y murió golpeado con azotes de plomo; Félix y 
Felipe murieron apaleados; Silvano fue precipitado de gran altura, y Ale­jandro, 
Vidal y Marcial, decapitados». 
El breviario de Osnabruk, publicado en 1516, pone el 10 de agosto el 
oficio en que se canta la gloria de Santa Felicidad y sus siete hijos. 
» ELOGIO DE LOS SIETE HERMANOS 
El monasterio benedictino de Ottobeuern, en la diócesis de Augsburgo, 
veneraba a los siete hermanos mártires como patronos especiales desde 
que el cuerpo de San Alejandro fue llevado al citado monasterio. Además 
los autores de las Actce Sanctorum nos han conservado un discurso, com­puesto 
—quizá por uno de esos monjes— en honor de los siete Santos. 
El tal discurso, lleno de comparaciones ingeniosas y de piadosos do­naires, 
podrá parecer un tanto sutil, pero no deja de ser una bella apología 
y úna lección. Entresacamos de él algunas citas esenciales. Dice el au to r; 
«El primero de los hijos, el de más edad, se llama Jenaro —del latín, 
Januaríus; derivado a su vez de janua, puerta—. Viene a recordarnos lo 
que dijo el Salvador: «Yo soy la puerta; quien entra por Mí, será salvo». 
El segundo se llama Félix, que quiere decir feliz. Y añade el comen­tarista 
a manera de glosa y complemento: 
«¿Quién puede aspirar a la felicidad sino el bautizado que cree en 
Jesucristo? Porque sólo podemos pensar en ser verdaderamente dichosos 
—dentro de la relatividad en que lo permite nuestra condición— si re­chazamos 
toda vacilación contra la fe y esperamos en la palabra de aquel 
Señor que nos promete vida bienaventurada». 
Felipe, en el concepto del autor, viene a significar antorcha, y en el 
corazón del santo mártir ardía precisamente una llama de amor que abra­saba 
su espíritu y que le llevó a encarar ardorosamente la última prueba. 
«Dios, todo amor, al descender sobre los Apóstoles bajo la forma de 
lenguas de fuego, inflamó más aún su corazón que su inteligencia. Parad 
mientes, además, en que la llama, por razón de su misma sutilidad, tiende 
siempre hacia arriba; de igual manera, tiende la caridad a elevarnos más 
y más y a separarnos de lo material para acercarnos a lo eterno». 
El nombre de Silvano se refiere, etimológicamente, a ciertos dioses de 
la selva adorados como tales por el paganismo; y trae a la memoria del 
autor el recuerdo de las ermitas en que se santificaron los famosos ana­coretas 
del Egipto. Éstos, dice el panegirista, son a manera de dioses sel­
váticos huidos de la ruindad y miserias del mundo para entregarse 
con casto amor en brazos de Aquel que murió por nosotros en la cruz». 
Alejandro, según explica San Jerónimo, nace del griego, y equivale a 
disipador de los vientos de las tinieblas. Estas tinieblas son, a juicio de 
nuestro monje, las dudas y tentaciones que esparcen los ángeles malos 
para turbación y desaliento de quienes luchan por la causa de Dios. 
Pero si aceptamos con valor esta lucha y en ella ponemos nuestra ener­gía 
material y todas las reservas de nuestra alma, saldremos victoriosos 
de la lid ; y si llegáramos a caer por influjos de nuestra natural debilidad, 
acabaríamos por levantamos con mayor vigor, con más vida —que esto 
nos recuerda el nombre de Vidal— a semejanza del fabuloso Anteo, el 
cual, arrojado a tierra por Alcides, levantábase cada vez con más impe­tuosos 
bríos: 
En fin, todo cristiano debe ser enérgico frente a las dificultades, y mar­char 
por la vida como una atleta marcial y belicoso a quien nada arredra. 
De esta forma, precedidos por los siete Santos Mártires y cargando 
airosamente con la propia cruz, seguimos al Señor en el camino de su 
voluntad y le servimos con nuestras palabras y con nuestras obras. 
A continuación del panegírico se lee una secuencia que probablemente 
estuvo en uso en el monasterio de Ottobeuern. En ella, después de recor­dar 
le nombre de Santa Felicidad y el género de suplicio con que fue 
martirizado cada uno de sus hijos, prosigue el autor en estos términos: 
«Alemania entera celebra las alabanzas debidas a San Alejandro, flor 
brillante, piedra preciosa, perla magnífica, cuyo cuerpo venerando, la 
Sede de Roma envió para nuestro bien a estas tierras alemanas». 
Este discurso nos informa de cuál fue en la Edad Media, el tono de 
la elocuencia religiosa para enaltecer el mérito de los Santos, y nos de­muestra, 
al propio tiempo, que la memoria de los hijos de Santa Felicidad 
perduraba inextinguible en el corazón de los cristianos. 
S A N T O R A L 
Santos Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y Marcial, hijos de Santa 
Felicitas, mártires; Generoso, abad; Pascario, obispo de Nantes; Antonio, 
abad, fundador de un monasterio cerca de Kíef, en Rusia; Pedro, abad 
de Monte Caprario (Italia); Ulrico, benedictino; Jenaro y Marino, mártires 
en África; Leoncio, Mauricio, Daniel y compañeros, martirizados en Nicó-polis 
de Armenia; Bianor y Silvano, en Pisidia, y Apolonio, crucificado en 
Iconio de Licaonia. Beatos Domingo de Cordobanal y Amador Espí, do­minicos; 
Hermano Pacífico, franciscano. Santas Rufina, Segunda y Susana, 
mártires; Amalberga, viuda, y Amalia, virgen.
Moneda de Antonino Pío El Poder de las llaves 
D ÍA 11 D E JUL IO 
SAN PÍO I 
PAPA Y MÁRTIR (t hacia 155) 
El Pontífice romano que primero llevó el nombre de Pío —apelativo 
que en el correr de los siglos de la era cristiana varios Papas habían 
de ilustrar con su santidad y con su ciencia—fue sucesor de San 
Higinio en la cátedra apostólica. Su pontificado se intercala en la primera 
mitad del siglo 1 1 , en el reinado de Antonino Pío (138-161). 
Según un documento cuya redacción primitiva se remonta a los tiempos 
del papa San Eleuterio (174-189) y quizá un poco más allá, el papa Pío I 
gobernó la iglesia durante unos quince años. Se sabe que fue elegido pocos 
días después de la muerte de San Higinio, pero no puede precisarse la 
fecha de la elección. Su muerte no debió ocurrir más allá de los años 
154 ó 155, puesto que cuando San Policarpo vino a Roma para tratar del 
día en que había de celebrarse, era ya Sumo Pontífice San Aniceto. 
Aunque la exacta puntualidad de estos datos no implica dificultades 
para el tema hagiográfico ni arguye contra la veracidad de los hechos, no 
deja de ser interesante, ya que permite encuadrar con rigor histórico 
una vida que da escena y carácter a muchas otras de época coincidente 
y que se incluyen en esta obra.
RESEÑA DEL «LIBER PONTIFICALIS» 
La reseña dedicada a este Papa por el autor del Líber pontificalis —su­cinto 
resumen histórico de la vida de los Papas desde San Pedro hasta 
Adriano II, que falleció en 872—, es tan breve como la de los demás 
Pontífices de los primeros siglos, esa brevedad encierra, además, oscuri­dad 
e incertidumbre. Parece que San Pío nació en Aquileya, en el noreste 
de Italia, a orillas del Adriático, ciudad considerada entonces como una 
segunda Roma y llave de Italia, a causa de su situación en la ruta de las 
Galias a Oriente. 
El mencionado libro nos dice que San Pío, hijo de un tal Rufino, tenía 
un hermano llamado Pastor. El Canon de Muratori —catálogo oficial de 
los libros que la Iglesia reconoce como inspirados, fechado a fines del 
siglo ii y publicado en 1740— atribuye la célebre obra titulada El Pastor, 
a un hermano del papa Pío I, con estas palabras. «En cuanto a El Pastor, 
que acaba de ver la luz en la ciudad de Roma, ha sido escrito por 
Hermas, mientras su hermano Pío ocupaba, como obispo, la sede de la 
Iglesia de la ciudad de Roma». 
Lo que aparece como seriamente fundado, es la existencia de relaciones 
íntimas entre Pío y el autor de aquella obra. Dicho autor, al declarar en 
su libro que pertenecía a una familia griega y cristiana, y que fue vendido 
como esclavo a una mujer de nombre Roda, la que pronto le libertó, nos 
suministra informes auténticos acerca de la condición social del Papa, 
su contemporáneo y más probablemente hermano suyo. Sea como fuere 
lo cierto es que Pío y Hermas pertenecían al presbiterado romano. 
LA IGLESIA EN LA ÉPOCA DÉ SAN PÍO I 
An t o n in o Pío era ya de edad madura cuando sucedió a Adriano. Nin­gún 
emperador romano goza de tan buena fama como él en la Histo­ria, 
y se la merece por sus cualidades y dotes de gobierno. Fue varón re­ligioso, 
de costumbres austeras, sin ambición, amparador de desgraciados, 
amable y, a la vez firme y justo en el ejercicio del poder. Su reinado fue 
una época de tranquilidad para el imperio y para la Iglesia. 
A pesar de los indulgentes rescriptos de Trajano y de Adriano, la re­ligión 
cristiana seguía proscrita por la ley de Nerón y, en concecuencia, era 
precaria la seguridad de los discípulos de Cristó y de las comunidades 
de fieles. Antonino tuvo la cordura de dejar sin efecto en la práctica el 
edicto de persecución y aun llegó a publicar un decreto en el que prohibía
perseguir a los cristianos por el hecho de serlo; señalaba, además, penas 
para quienes sólo por tal motivo los acusaran. Muchos críticos afirman la 
autenticidad de este documento dirigido «a la asamblea de Asia» y publi­cado 
por el historiador Eusebio. 
De todos modos durante aquel reinado el Estado dio prueba de tole­rancia 
general para la Iglesia. Y si bien hubo algunos mártires en Roma 
y en provincias, fueron excepciones debidas a magistrados, celosos en 
demasía o débiles ante el populacho, amotinado por calumniosas acusa­ciones 
lanzadas contra los fieles por sus enemigos, especialmente los judíos. 
Las tolerantes disposiciones del poder central favorecieron la multipli­cación 
de los fieles, y la Iglesia pudo salir a la luz del día y transformar 
algunos edificios en lugares oficiales de oración y reunión. Llegóse incluso 
a establecer escuelas de filosofía en la propia Roma. 
A la sombra de esta paz lograda por la Iglesia en la primera mitad del 
siglo II, aparecieron algunos indicios de relajación, tanto entre los fieles 
como en ciertos elementos del clero. Aquella obra de Hermas se refiere 
concretamente a este decaimiento en la pureza de la fe y en la práctica de 
la penitencia, males a los que puso inmediato remedio la atención vigi­lante 
de los pastores. Y si grave fue el daño provocado por aquellas de­bilidades, 
resultaron doblemente aleccionadoras las conversiones de los 
arrepentidos y la expiación a que debieron someterse. 
También por aquel entonces, la herejía estableció su centro en la mis­ma 
Roma, donde Cerdón, Valentín y Marción trataron no sólo de propa­gar 
los errores gnósticos, sino además, según varios testimonios, de apo­derarse 
de la dirección de la Iglesia. 
El enemigo que exigió mayor vigilancia por parte de San Pío, fue el 
heresiarca Valentín. Era de vivo ingenio, lleno de fuego, muy cultivado, de 
modales airosos, y de un singular atractivo- su elocuencia suspendía y 
enamoraba; pero sobre todo, engañaba al vulgo con su continua afectación 
de reforma y una bien estudiada exterioridad de virtud. Fácilmente descu­brió 
San Pío la malignidad y el Veneno de los artificios de aquel solemne 
embustero. Fulminó contra él todas las censuras de la Iglesia; persiguióle, 
y no paró hasta exterminar una secta que aniquilaba la religión, destru­yendo 
los principos de la moral cristiana. 
No menos preocupaciones y trabajos le procuró la hipocresía y mal­dad 
del heresiarca Marción. Era éste natural de Sínope, en el Ponto Euxi-no, 
e hijo de padre cristiano que al enviudar se había ordenado sacer­dote 
y que llegó a ser obispo. En sus comienzos hizo Marción profesión 
de virtuoso, y hasta aparentaba grande amor a la pobreza y al retiro. 
No tardó, sin embargo, en descubrir la verdadera personalidad, y a tal 
punto llegó en su disolución que hubo de excomulgarle su mismo padre.
Guiado siempre por sus hipócritas ambiciones, llegó a Roma, mas a 
pesar de toda su apariencia de virtud y autoridad, no pudo conseguir se 
le admitiera a la comunión de los fieles. Despechado por aquella repulsa, 
abrazó la herejía gnóstica de Cerdón y aun añadió muchas impiedades a 
las de éste. Cuéntase que habiendo venido a Roma San Policarpo, hízose 
Marción encontradizo con él en la calle: «¿No me conoces? —le pre­guntó. 
«Sí —respondió tranquilamente el Santo— ; conózcote muy bien 
por hijo primogénito de Satanás». 
Este impío, al igual que Valentín, procuraba disfrazarse con las apa­riencias 
de arrepentido y devoto; señuelo que le sirvió para engañar a 
muchos sencillos ,pero también en este caso descubrió el santo Pontífice 
los embustes, y excomulgó al perturbador. 
BAUTISMO DE LOS JUDÍOS CONVERTIDOS. DECRETOS 
DISCIPLINARIOS 
Ta l era la situación general del imperio romano y del cristianismo 
en Roma al advenimiento del papa Pío I, de cuyo pontificado, que 
duró catorce o quince años, pocos hechos se conocen como históricamente 
ciertos. Pío I decretó que los que procedían directamente del judaismo y 
no de una secta cristiana judaizante, se bautizaran. Esa disposición era 
motivada, ya que los judíos, habiendo dado siempre culto al Dios ver­dadero 
y siendo herederos de las promesas hechas a Abrahán, podían fi­gurarse 
que se hallaban en mejor condición que los paganos y que, por 
derecho propio de la Sinagoga, podían pasar sin más requisitos a la Iglesia. 
El Papa declaró, pues, que el bautismo era tan necesario a los judíos 
como a los gentiles, para entrar en el seno de la Iglesia y para vivir dentro 
de la fe cristiana. 
Se le atribuye otro decreto por el que imponía una penitencia a los 
sacerdotes que, por negligencia, dejasen caer al suelo, durante la misa, al­gunas 
gotas de la preciosa Sangre del Señor. Cuando ocurriese tal des­gracia, 
debía recogerse cuanto se pudiera y lavar o raer lo demás, y el 
agua que hubiese servido, así como los pedacitos de la piedra o madera 
que hubiesen saltado, debían quemarse y las cenizas echarse en la piscina. 
Consistía la penitencia en varios días de ayuno según la gravedad de la 
profanación. Pero es muy dudoso que dicha decisión disciplinaria sea de 
este pontificado; razón por la cual, León XIII la suprimió de la leyenda 
o noticia que el Breviario romano dedicaba a San Pío en el día de su fiesta. 
También se consideran apócrifas otras dos disposiciones que este Papa 
habría dictado contra los blasfemos; lo mismo que dos cartas dirigidas a
El piadosísimo papa San Pío ¡ recibe el holocausto de Santa Prá­xedes, 
y la consagra al Señor en la iglesia fundada en su misma 
rasa paterna. El Santo la dirige y da disposiciones acertadísimas sobre 
todos los puntos referentes a la disciplina religiosa que ha de guiar a 
las vírgenes.
San Justo, obispo de Viena de la Galias. La primera de ellas nos da a 
conocer que el predecesor de Justo acababa de dar la vida por la fe, y 
exhorta a éste a mostrarse lleno de caridad para con los fieles, los diá­conos 
y los sacerdotes; a honrar las tumbas de los mártires, y a sostener 
a los confesores de la fe. En la segunda, alude el Papa a un viaje que el 
obispo de Viena acababa de hacer a Roma; declara los progresos de la 
religión en su diócesis y lamenta los estragos que causa en la Iglesia 
la herejía de Cerinto. Según algunas colecciones de decretales de los Papas, 
confeccionadas en el siglo ix. Pío I ordenó que los bienes de la Iglesia 
fuesen inalienables, prohibió que se empleasen los vasos y ornamentos 
sagrados para usos profanos y que se admitiese al voto perpetuo de cas­tidad 
a doncellas menores de veinticinco años. A ninguno de estos de­cretos 
disciplinarios puede darse carta de indiscutible autenticidad. 
El Breviario romano hace notar que entre los actos importantes del 
sucesor de San Higinio, está el de prescribir la celebración de la Pascua 
en domingo, en memoria de la resurrección de Cristo. Es cierto, según 
San Ireneo, que no sólo Pío I, sino también sus predecesores Higinio, 
Telesforo y Sixto, ordenaron la celebración de la Pascua en domingo y 
no otro día. Algunas escuelas de Oriente y ciertas autoridades eclesiásticas, 
por el contrario, persistían en celebrar cada año la Pascua el 14 del mes 
de Nisán, al estilo de los judíos, y sostenían que así había de ser. Esta 
divergencia entre, la Iglesia de Occidente y la de Oriente desapareció 
poco a poco, mas no sin haber suscitado dificultades a fines del siglo ii. 
IGLESIAS DE SANTA PUDENCIANA Y DE SANTA PRÁXEDES 
Cu a n d o San Pedro estaba en Roma, hacia el año 42, hospedábase en 
casa de un patricio convertido llamado Pudencio, que vivía en el 
Esquilino. Pudencio era, probablemente, el abuelo de las Santas Puden-ciana 
y Práxedes que vivieron en tiempo del papa Pío I. Sabemos su his­toria 
por el Liber pontificalis y por un documento titulado Actas de las 
Santas Pudenciana y Práxedes, en el que la verdad y la leyenda están tan 
entrelazadas que no es fácil separar una de otra. 
Estas Actas constan de dos cartas y un apéndice narrativo escrito por 
un sacerdote contemporáneo de Pío I. En la primera carta, dicho sacer­dote 
se dirige a su colega Timoteo y le manifiesta que Pudencio, en la 
hora de su muerte, por consejo del bienaventurado obispo Pío, había re­suelto 
consagrar su casa al culto divino, convirtiéndola en iglesia o título, 
con el nombre de Pastor. Añade que habiendo muerto Pudencio, sus dos 
hijas Pudenciana y Práxedes, que habían permanecido vírgenes, vendieron
sus bienes a fin de darlos a los pobres, y se consagraron al servicio de 
Dios y de los fieles. De común acuerdo entre ellas y el sacerdote Pastor, y 
con la aprobación y plácemes del obispo Pío, erigióse en aquella iglesia 
una piscina bautismal en la que, el día de Pascua, el mismo Pontífice 
confirió el bautismo a los esclavos todavía paganos de ambas hermanas, 
después de proceder al requisito legal de la liberación. La antigua man­sión 
de Pudencio se convirtió, pues, en lugar permanente de oración y 
de reunión donde, muy a menudo, celebraba Pío I los santos misterios 
y administraba los sacramentos. 
La iglesia o título del Pastor que se designa también en algunos do­cumentos 
de los siglos iv y v con el nombre de casa de Pudencio o iglesia 
de Santa Pudenciana, fue reconstruida o modificada en tiempo del papa 
San Siricio (384-398). El célebre mosaico del fondo del ábside representa 
al Salvador, sentado en un trono y con un libro abierto donde se leen 
estas palabras. «El Señor, guardián de la iglesia Pudenciana®. 
Ignórase cuándo murió Pudenciana, pero se sabe que fue sepultada en 
el panteón familiar, en el cementerio de Priscila, el más antiguo de Roma. 
Práxedes continuó habitando la casa paterna. El papa Pío y muchos 
sacerdotes y cristianos, entre otros Novato, hombre muy caritativo con los 
fieles pobres, la visitaban para darle consuelo. Este Novato, antes de 
morir, dejó en testamento sus bienes a Práxedes y a Pastor. Éste consultó 
con el sacerdote Timoteo, hermano de Novato y su heredero natural. Ti­moteo, 
en una carta le contestaba confirmando aquella donación. 
Habiendo tomado posesión de los bienes legados por Novato, Práxedes 
transformó las termas del Vicus Lateritius en lugar de reunión para los 
fieles y de ahí un segundo título o iglesia cuya consagración hizo Pío I 
con el nombre de Práxedes. Dichas dos iglesias, dedicadas a las santas 
hermanas, son de los monumentos más antiguos de la Roma cristiana. 
PRIMERA APOLOGÍA DE SAN JUSTINO AL EMPERADOR 
ANTONINO PÍO 
Ca d a día más amenazado por la difusión de la religión cristiana, el 
paganismo se atrevió a lanzar contra su terrible adversario las acu­saciones 
más dañinas y en particular las de ateísmo, inmoralidad e inu­tilidad 
social. Estas calumniosas imputaciones no sólo provenían del 
pueblo más o menos excitado, sino también de gente culta que ocupaba 
puestos oficiales, como Frontón de Cirta, amigo de Antonino Pío y pre­ceptor 
de Marco Aurelio, quien participando de los prejuicios de la plebe, 
impugnó al cristianismo con la palabra y con la pluma.
Entonces envió el Señor a su Iglesia los apologistas, escritores del 
siglo ii, que no sólo refutaron las atroces calumnias de que era blanco su 
religión, sino que demostraron a las autoridades y a los filósofos paganos 
el valor racional y sobrenatural de la doctrina evangélica. Sus escritos, 
dirigidos ya contra los judíos, siempre prontos a calumniar a los fieles, 
ya contra los idólatras, son apologías propiamente dichas, obras de con­troversia 
y tesis que exponen y justifican las creencias cristianas. 
Constituían, pues, no meras obras de carácter defensivo sino poderosos 
argumentos de apostolado. Y en esto radicaba su mérito principal, ya 
que, dedicadas a gentes de una cultura superior, al par que aclaraban las 
turbias opiniones que del Cristianismo tenían ciertos personajes influ­yentes, 
sembraban entre ellos las ideas fundamentales de una posible reac­ción 
espiritual. Porque además de desorganizar básicamente su erróneo con­cepto 
de las falsas divinidades, ponían en contraposición la ideología cris­tiana, 
tan luminosa en las exposiciones doctrinales como elocuente en la 
realidad de su historia. Que siempre han sido los hombres de Dios valien­tes 
en la lucha como ardorosos y precisos en el apostolado de la verdad. 
El más célebre defensor fue San Justino, quien publicó su primera 
apología en favor de los cristianos en el pontificado de Pío I. Hacia el 
año 152 y a lo que parece en Roma, se dirige al emperador Antonino 
Pío, a Marco Aurelio su hijo adoptivo, al Senado y al pueblo romano, en 
favor de ciertos hombres injustamente odiados y perseguidos. Reclama 
que se los trate con justicia y equidad, sin prejuicio, sin atender a anti­guos 
y pérfidos rumores. Después de protestar contra las ilegalidades de 
las pesquisas intentadas contra los cristianos, prueban que éstos son hon­rados, 
y leales, y que si bien no admiten el absurdo culto de los ídolos, 
distan mucho de ser ateos. Luego compara el cristianismo con el paga­nismo 
y demuestra positivamente la infinita superioridad del primero. 
Las fábulas paganas, a veces vergonzosas, las prácticas de libertinaje, de 
magia y corrupción ponen a los idólatras muy por debajo de los cristianos. 
Lo mejor del paganismo —añade— está sacado de la Biblia. 
Últimamente, para demostrar que las prácticas de la religión de Jesu­cristo 
nada tienen de inmoral, habla abiertamente del Bautismo o cere­monia 
de la iniciación cristiana, así como de los ritos sagrados del sacri­ficio 
eucarístico celebrado en las asambleas dominicales. ¿Recibió acogida 
favorable del emperador Antonino Pío esta apología tan intrépida y tan 
científica del cristianismo? Puede creerse que por ella aquel Príncipe se 
mostró aún más tolerante con la nueva religión, hacia cuyos seguidores 
parecía inclinarle su espíritu justiciero y magnánimo. Por los menos, así 
parece poder deducirse del relativo sosiego que coincidió con la publi­cación 
de los famosísimos documentos.
Sin embargo, aún no había terminado la misión de los apologistas, es­taba 
todavía la Iglesia en un período de luchas en que aquellos respiros 
eran simples treguas contra las que se mantenía latente el espíritu del mal. 
Hacia el fin del reinado de Antonino o al principio del de Marco 
Aurelio, San Justino se dirigió nuevamente a los Soberanos y al Senado 
para protestar contra nuevas persecuciones y proclamar la inocencia de los 
cristianos. Es indudable que, viviendo ordinariamente en Roma, la se­gunda 
mitad de su vida, el gran apologista conocía al papa Pío, y que se 
inspiró en las normas de éste al defender y enseñar la doctrina católica. 
MUERTE DE SAN PÍO I 
Según la cronología comúnmente adoptada en nuestros días, murió este 
Papa en 155. En cinco ordenaciones de diciembre había creado die­ciocho 
sacerdotes, veintiún diáconos y doce obispos para diversos países, 
como consta en el Líber pontijicalis. 
No hay documento alguno que precise su género de muerte. No obs­tante, 
algunos documentos hagiográficos afirman que este pontífice tuvo 
la gloria de derramar su sangre por la fe en circunstancias hasta ahora 
desconocidas. El Breviario romano considera a San Pío I como mártir, y 
la Iglesia rezaba el oficio de los mártires el día de su fiesta, 11 de julio, 
en que habría sido sacrificado imperando aún Antonino Pío. 
Su cuerpo fue depositado en Roma al lado de la tumba de San Pedro. 
Parte de sus reliquias fueron trasladadas más tarde a la iglesia de Santa 
Pudenciana. Se veneran algunas de ellas en Bolonia, en algunas iglesias de 
la diócesis de Amiens y en otros varios lugares. 
S A N T O R A L 
Santos Pío I, papa y mártir; Hidulfo, obispo y solitario; Juan, obispo de Bér-gamo 
y mártir; Pedro, obispo de Creta y mártir; Dictinio, obispo de 
Astorga, y Leoncio, de Burdeos; Abundio, presbítero y mártir en Córdoba; 
Cindeo y Bertevino, presbíteros y mártires; Sabino y Cipriano, hermanos, 
mártires de los arrianos; Eutiquio, mártir en Alejandría; Jenaro, mártir 
en Nicópolis de Armenia; Marciano, martirizado en Iconio de Licaonia, 
y Sidronio, en Viena de Francia; Drostano, de familia real escocesa, abad. 
Santas Olga o Elena, princesa rusa, viuda; Golinducha de Persia, muy 
favorecida de Dios con el don de milagros y profecías; Pelagia, mártir con 
San Jenaro en Nicópolis de Armenia. Beata Juana Scopello, carmelita.
D IA 12 D E JUL IO 
SAN JUAN GUALBERTO 
FUNDADOR DF. LOS BENEDICTINOS DE VALLUMBROSA (9957-1073) 
La regla de San Benito, redactada en 529 en la soledad del Monte 
Casino, e inspirada, al decir del papa San Gregorio, por el Espíritu 
Santo, pobló en poco tiempo el mundo de innumerables monjes, 
dedicados unos a la agricultura, entregados otros con ahinco a los estu­dios 
literarios y científicos, o a cantar las divinas alabanzas. Fue la regla 
de San Benito antorcha luminosa de la Edad Media, cuando florecían 
en Europa millares de monasterios, cada uno de los cuales albergaba, 
con frecuencia, a centenares de cenobitas. Más de quince mil religiosos 
diseminados por el planeta, siguen actualmente sus prescripciones. 
Por su sabiduría, discreción y conformidad con las aspiraciones del 
espíritu humano en su ascenso a la perfección, ha sido la regla de San 
Benito como el manantial de donde han brotado buena parte de las cons­tituciones 
particulares que a las distintas órdenes han dado sus funda­dores. 
En ella inspiró las de su Orden, San Juan Gualberto, como años 
antes hiciera San Romualdo con la de los Camaldulenses, y, más tarde, 
San Roberto con la de los Cistercienses, San Silvestre de Ósimo con la de 
los Silvestrinos; y el Beato Bernardo Tolomei con la de los Olivetanos.
VIDA MUNDANA DE SAN JUAN GUALBERTO 
V i v í a en Florencia a fines del siglo x una aristocrática familia. Lla­mábase 
el jefe Gualberto y la madre, cuyo nombre se ignora, pro­cedía, 
según se cree, de la ilustre y real alcurnia carlovingia. Hugo y 
Juan fueron los frutos de bendición de este matrimonio. 
Es creencia general que Juan nació el año 995, aunque no faltan cro­nistas 
que apuntan su nacimiento diez años antes y otros, en cambio, tres 
años después. Acaso no se atendió con esmero a su primera educación 
religiosa, o si, como parece más natural, la recibió esmerada y cristianísi­mas, 
el ruido de las armas cuya carrera siguió, le hizo olvidar poco a 
poco los buenos principios recibidos. La vida cómoda y muelle de gran 
señor había borrado por completo de su memoria el deber primordial de 
todo cristiano —la salvación del alma—, cuando un trágico acontecimien­to 
tuvo entonces para él insospechadas consecuencias la muerte de su 
hermano Hugo, vilmente asesinado por un caballero florentino. 
Frisaba ya Juan en los treinta años. Creyó enloquecer de dolor al co­nocer 
tan alevoso crimen. El único recurso que se le ocurrió para tran­quilizar 
su apenado corazón, fue quitarle la vida al asesino; y siguiendo 
la costumbre de aquella época, juró vengar a la desgraciada víctima. Pero 
Dios se sirvió de tan injusto afán para convertir a aquel hombre a quien 
llamaba, cual otro Saulo, para vaso de elección. 
Efectivamente, poco después se dirigía Juan, acompañado de numero­sa 
escolta, a Florencia. Al pasar por un estrecho sendero bordeado de 
altos valladares, encontróse frente a frente con el asesino de Hugo; les 
era imposible cruzarse sin cerrarse el paso mutuamente. Ante tal coyun­tura, 
el corazón de Juan se estremeció de feroz alegría; inesperadamente 
se le presentaba la ansiada ocasión de satisfacer su venganza. Requiere s« 
espada, y se apresta a caer sobre el indefenso caballero, cuando éste, so­bresaltado, 
se postra de hinojos, y, con los brazos en cruz, pide perdón y 
clemencia en nombre de Jesús crucificado. Era el día de Viernes Santo, 
y Juan no pudo menos de recordar la sangrienta escena del Calvario y 
las palabras del Padrenuestro: «Perdónanos... como nosotros perdonamos 
a nuestros deudores». Parécele ver a Jesús en la persona de aquel hombre 
que aguarda humilde el golpe mortal, y, en vez de herirle, arroja la 
espada al suelo, se arrodilla a su vez y exclama: «No puedo negarte el 
perdón que me pides en nombre de Jesucristo». Y dicho esto, después 
de abrazarle, deja que prosiga su camino. 
En sentido contrario siguió Juan el suyo hasta llegar a las alturas de 
la orilla izquierda del Arno, desde donde se divisa el bello panorama de
Florencia. Dirigióse a ella, mas, al pasar junto a la iglesia de San Miniato, 
entró para desahogarse y calmar la honda emoción del pasado trance. Pú­sose 
a rezar delante de un Santo Cristo, cuando ve con asombro que la 
imagen del Crucificado inclina dulcemente hacia él la cabeza coronada de 
espinas, como aprobando el generoso acto de clemencia de poco ha, y 
siente en su interior que Dios le perdona los pecados en pago de haber 
el perdonado a su enemigo. Fue aquél un toque de gracia para el alma 
de Gualberto. 
SAN JUAN GUALBERTO, RELIGIOSO 
De s d e aquel punto iba a entregarse la fogosa alma de Juan a las aus­teridades 
de la penitencia con mayor ardor que el que antes ponía 
en correr tras los placeres. Pretextando un motivo cualquiera, ordenó a su 
comitiva que, sin aguardarle, entrase en la ciudad. Él se quedó en el con­vento 
de los cluniacenses. Al salir del templo, entró en el cenobio, echóse 
(i los pies del abad, le refirió el prodigio obrado en su favor y le pidió 
el hábito monacal. El abad, hombre de gran prudencia, pintóle con vivos 
colores las dificultades de la vida monástica y los sacrificios que suponía 
la renuncia a tan regalada vida y la sumisión a la austeridad de la regla, 
pero como Juan manifestase estar dispuesto a todo, el abad le permitió 
quedarse en el monasterio, aunque no le dio el hábito. 
Entretanto, llegaron los compañeros de Juan Gualberto a Florencia, y 
notificaron lo ocurrido, a su padre, quien, al ver que su hijo no volvía, 
tomó a unos cuantos hombres armados y fuéle buscando por toda la ciu­dad 
hasta que le encontró en San Miniato. Decidido a llevarse a su hijo, 
declaró al abad que, si no se lo entregaba, entraría a saco en el edificio, 
líl abad le escuchó serenamente y se limitó a responder: 
-Ahora mismo vendrá vuestro hijo; decidle lo que queráis, y si desea 
seguiros, libre es de hacerlo. 
Supo Juan que su padre ie aguardaba y comprendió la necesidad de 
acudir a medios extraordinarios. Tomó unos hábitos de fraile y entró en 
la iglesia; él mismo se cortó la cabellera delante del altar, despojóse en­tonces 
del traje seglar, vistió la túnica monástica y, en esta forma, se pre­sentó 
a su padre; le refirió el encuentro con el asesino de su hermano y 
el prodigioso suceso de la iglesia de San Miniato, y acto seguido le pidió 
licencia para seguir el llamamiento del Señor. Emocionado por aquel rela­to 
e impresionado por el hábito monástico que llevaba su hijo. Gualberto 
acabó por ceder, y abrazando a Juan, le bendijo y se despidió de él. 
Desde aquel momento, radie pudo detener al nuevo monje en la 
<;irrcra emprendida. Como novicio, fue dechado de obediencia, paciencia
y humildad; como profeso, admiración de todos los religiosos por su fer­vor 
en la oración y en el exacto cumplimiento de las vigilias, ayunos y abs­tinencias. 
Se había dado por entero a Dios; sólo pensaba en vivir para Él. 
EN LA CAMÁLDULA 
Na d a más natural, por tanto, que a la muerte del abad pensasen los 
monjes en escoger a Juan Gualberto para sucederle y guiarles por 
el camino de la perfección. Pero el humilde Santo, considerando que había 
entrado en el convento para obedecer y no para mandar, se negó en abso­luto 
a aceptar el cargo que sus hermanos intentaban conferirle, y para que 
no insistiesen, tomó un medio radical, que fue marcharse de San Miniato. 
Las crónicas más antiguas de la Orden de Vallumbrosa atribuyen 
aquella determinación a motivos de distinta índole. Según éstas, prefirió 
Juan no estar bajo la jurisdicción del nuevo abad, cuya elección era ta­chada 
de simonía, abuso frecuente en el siglo xi. Pero desde que Mabillón 
demostró la falta de autenticidad de dichas crónicas, no cabe otra inter­pretación 
a tal salida que la humildad de Juan. Llevó consigo a otro 
monje que con él compartía los anhelos de perfección. 
Ambos remontaron las orillas del Arno y escalaron el Apenino, al 
este de Florencia, siguiendo probablemente la ruta señalada hoy por los 
pueblos de Pontassieve, Diacceto, Borselli, Consuma, Casaccia, Pratovec-chio 
y Stía. Cerca de uno de estos lugares ocurrió indudablemente el ma­ravilloso 
suceso con el que el cielo quiso aprobar aquella determinación. 
Cierto día encontraron a un mendigo que imploró su caridad. 
—Hermano —dijo Juan a su compañero—, da a este pobre la mitad 
del pan que llevas. 
—¿Pero no veis que lo necesitamos para la cena? Además, este hom­bre 
fácilmente hallará quien le dé de comer en el pueblo cercano. 
—Vamos, hermano, haz lo que te digo. 
Obedeció el religioso. Al atardecer, llegaron a una villa en donde Juan 
no quiso entrar, y mandó a su acompañante que fuese a pedir limosna. 
No tardó éste en volver, poco menos que con las manos vacías. Pero, al 
poco rato, fueron llegando uno en pos de otro tres lugareños con un pan 
cada uno para obsequiar a los religiosos. Y es que unos pastores, al vol­ver 
a casa con sus rebaños, habían oído la conversación de Juan con su 
compañero; contáronlo a sus convecinos, y, admirados éstos de tanta ca­ridad, 
quisieron socorrer a los religiosos. 
En dos o tres días recorrieron nuestros caminantes los cincuenta kiló-mentros 
que dista Florencia de Stía. Desde aquí, atravesaron el valle del 
Arno, no lejos del nacimiento de este río, hasta llegar a otro valle cuya
Ju a n Gualberto, bien armado, encuentra en un camino estrecho al ase­sino 
de su hermano. El criminal, al verse perdido, arrójase a los pies 
de Juan y pídele que, por amor a Jesucristo crucificado, le perdone la 
vida. A l oír nombrar a Jesucristo crucificado, Juan, conmovido, le per­dona 
la vida y le abraza.
selvática y pintoresca soledad era ideal para la contemplación. Ya en 1012, 
San Romualdo había fundado por aquellos contornos su primer eremito­rio. 
Dos siglos después, San Francisco de Asís, atraído por aquel aparta­miento, 
estableció su residencia veinte kilómetros más al sur, en los mon­tes 
de Alvernia. 
Denominábase el lugar «Campus Máldoli», de donde ha venido a lla­marse 
Camáldula. Al llegar allí, Juan Gualberto suplicó al abad o prior 
le permitiese vivir con su compañero entre los ermitaños dependien­tes 
de la Orden benedictina. Hay quien afirma haber sido recibido por el 
mismo San Romualdo, muerto en 1027, otros, en cambio, aseguran que 
ya entonces era prior Pedro Daguino. Sea como fuere, el antiguo monje 
de San Miniato recibido en el eremitorio, se mostró dechado perfecto de 
todas las virtudes. Al cabo de algunos años, quiso el abad ordenarle sa­cerdote, 
pero resistióse Juan por juzgarse indigno de tan elevado honor, y 
pidió licencia para ir en busca de mayor soledad. Diósela el abad con 
estas palabras, inspiradas sin duda por el cielo: 
—Id, hermano; dad principio a la Orden que Dios os tiene destinada. 
Difícil es precisar la fecha de este trascendental acontecimiento, pero 
puede conjeturarse que debió ser por los años de 1025 a 1039. 
FUNDACIÓN DE VALLUMBROSA 
En c a m in ó s e Juan hacia el oeste, y atravesando el valle Casentino, a 
medio camino entre la Camáldula y Florencia, se halló con un tupi­do 
y sombrío bosque de hayas y abetos, a más de 900 metros de altitud. 
Allí, en la más completa soledad, construyó con ramas de árboles una 
choza, con intención de establecer en ella su morada sin más testigos que 
el mismo Dios; mas poco a poco empezó a extenderse la fama de sus 
virtudes, y acudió numerosa concurrencia de discípulos ansiosos de imi­tarle 
y de vivir sometidos a su gobierno. Construyéronse otras chozas al­rededor 
de la de Juan, y una capilla común. Como el número de monjes 
aumentara de día en día, hubieron de dividirse en dos órdenes clérigos o 
de coro, dedicados a la vida contemplativa, y conversos o legos, encarga­dos 
de los oficios manuales, división ésta que después fue corriente entre 
los religiosos de Órdenes posteriores. 
Gualberto, convertido así, muy a pesar suyo, en padre de numerosos 
hijos espirituales, dióles la regla de San Benito, que él mismo había se­guido 
hasta entonces, y cuya observancia exigía con toda exactitud y al 
pie de la letra, prescindiendo de las modificaciones introducidas en ella 
en el transcurso del tiempo.
Los monjes de Vallumbrosa cantaban con seráfico fervor las divinas 
alabanzas y cumplían los preceptos de la vida religiosa con valeroso es­fuerzo. 
La abstinencia era observada escrupulosamente. En cierta ocasión 
en que carecían de pan, mandó Gualberto matar un carnero, y que lo sir­viesen 
a la mesa. Pero el manjar quedó intacto, porque todos habían pre­ferido 
quedarse en ayunas antes que romper la abstinencia. Lo mismo 
ocurrió en otra ocasión; pero he aquí que en aquel momento llamaron a 
la puerta. Salió el hermano portero y, con no pequeño asombro, encontró 
abundante cantidad de pan y harina. Nunca llegaron a saber quién había 
sido el espléndido y oportuno donante. 
VIRTUDES Y MILAGROS 
El fervor extraordinario del monasterio era debido a que Juan, elegido 
abad por aclamación, era ejemplar acabado de las más excelsas virtu­des 
y a que Dios obraba innumerables prodigios por su mediación. 
Horrorizábale soberanamente la simonía. Aconsejado por un recluso 
de Florencia, llamado Teuzón, denunció en la plaza pública al obispo 
Pedro de Pavía, reo de tal delito. Causó este suceso enorme impresión, y 
Juan, cediendo a las exigencias del pueblo, consintió que uno de sus reli­giosos, 
San Pedro Aldobrandini, pasase por la prueba del fuego para con­vencer 
al simoníaco. El monje salió ileso de las llamas; Pedro de Pavía, 
arrepentido, confesó su grave falta, e hizo de ella ejemplar penitencia. 
Pero si Juan Gualberto sentía el más enconado odio contra el pecado, 
rebosaba de misericordia con el pecador, como lo demostró recibiendo en 
su monasterio a varios sacerdotes simoníacos que manifestaron verdaderos 
deseos de convertirse y de reparar eficazmente sus escándalos. 
Poco será cuanto se diga de su amor a la pobreza, cuya práctica exigía 
con la mayor exactitud en todas las casas por él fundadas. Al visitar el 
recién construido convento de Muscerano, se encontró ante un espléndido 
edificio por el cual estaba muy ufano el abad. Echóle en cara el Santo su 
falta contra el espíritu de pobreza, y rogó al Señor que pusiese Él mismo 
remedio. Efectivamente, así sucedió el cercano riachuelo creció desafora­damente 
hasta inundar el monasterio, que se desplomó con gran estrépito. 
Consecuencia de este amor a la pobreza era la ilimitada confianza que 
el Santo tenía en la Divina Providencia. Un año de gran escasez, los mo­nasterios 
de la Orden se hallaban exhaustos de trigo. Creyó Juan que se lo 
suministraría el convento de Passignano, situado en la orilla oriental del 
lago Trasimeno. Llegado allí, rogó al ecónomo le cediese la mitad del que 
poseía. El buen monje, apenado, fue a enseñar a Juan el granero, poco 
menos que vacío, y ¡cual no sería su asombro cuando, al abrir la puerta,
vio que estaba repleto de excelente grano! Llenáronse los sacos que Juan 
había hecho llevar, y cuando el administrador volvió a entrar en el gra­nero, 
lo encontró nuevamente lleno. 
En otra ocasión, habiendo recibido visita del papa San León IX, y no 
teniendo nada que ofrecerle para comer, mandó a dos novicios que fueran 
a una laguna próxima, que por cierto era de escasísima pesca. A poco re­gresaban 
ambos novicios saltando de gozo, con dos magníficos sollos. 
Interminable sería intentar referir todos los portentos que los hagiógra-fos 
atribuyen al fundador de Vallumbrosa. Sólo traemos el siguiente: Cier­to 
día acudió el escudero de un señor cuyas propiedades distaban poco de 
allí. Con lágrimas y sollozos contó al santo Fundador cómo su amo había 
enfermado gravísimamente y, ya desahuciado de todo humano socorro, 
estaba en el último trance con desesperación de familiares y criados. 
Juan Gualberto habíale escuchado con profunda atención e íntima­mente 
dolorido de aquella desgracia que se cernía sobre multitud de ho­gares 
acogidos a la sombra del castellano. Comprendió que la congoja del 
escudero mucho más provenía de cariño que de humano interés, y le hizo 
algunas reflexiones como para despertar en él la conformidad con los de­signios 
del Señor, que apuntan siempre a nuestras verdaderas necesidades. 
El buen hombre, aunque ya en su corazón acataba la voluntad divina, 
seguía dando rienda suelta a su dolor, mientras el Santo se había recogi­do 
y oraba fervorosamente. 
Después de un rato, volvió en sí Juan Gualberto, acercóse al mensa­jero 
y, cuando quiso éste tomar a sus ruegos, interrumpióle para decirle: 
—Volved al palacio, que el señor Ubaldo ya está bueno y os espera. 
El escudero emprendió apresuradamente la vuelta, y halló al caballero 
en perfecto estado de salud. 
Tuvo, además, nuestro Santo, el don de profecía, y según cuentan sus 
biógrafos, leía como en libro abierto en el corazón de los demás. En más 
de una ocasión hubo de admirar a los postulantes que deseaban entrar en 
su Orden, cuando les descubría las verdaderas razones que los guiaban 
en su petición, razones que aun los mismos interesados no habían anali­zado 
a fondo. 
SU MUERTE 
Sus austerísimas penitencias y los grandes trabajos que padeció en el 
servicio de Dios y para el bien del prójimo, minaron la salud del 
Santo en tales términos, que al fin hubo de rendirse al peso de gravísi­ma 
enfermedad, precursora de una muerte próxima. 
Así lo entendió nuestro bienaventurado, y atento a la salvación de su
alma, y a la santificación de los religiosos cuya dirección le había sido 
confiada, preparóse a comparecer ante el Juez Supremo con la fervorosa 
recepción de los últimos Sacramentos. Congregó luego, al pie de su lecho, 
a sus hermanos en religión y los exhortó a perseverar en la santa vida 
i|ue habían abrazado. Hízoles prometer que observarían puntualmente la 
regla de San Benito, y la perfecta caridad fraterna. 
Cumplidos estos deberes se entregó por completo a la piadosa tarea 
ile auxiliarse a sí propio a bien morir con repetidos actos de fe, esperan­za 
y caridad. Y con el nombre dulcísimo de Jesús en los labios, exhaló 
el último suspiro, en Passignano, el día 12 de julio del año 1073, a los 
veintidós de haber fundado la Congregación de Vallumbrosa. Su cuerpo 
fue sepultado en la iglesia del convento. 
Grande fue el duelo de todos sus religiosos y de cuantas personas 
luvieron la dicha de tratarle, al contemplar los inanimados restos del sier­vo 
de Dios, que tanto bien había sembrado dondequiera pasara; pero 
esta amargura se trocó muy pronto en inefable júbilo ante los milagros 
que Dios obraba junto al sepulcro del Santo, y que, al confirmar su san­tidad, 
ofrecían una sólida garantía de la eficacia de su intercesión. 
Dichos prodigios movieron a sus religiosos y a gran número de segla­res 
muy calificados, a pedir que se abriera el proceso de su canonización, 
que, previos los trámites canónicos, fue solemnemente proclamada el 6 de 
octubre de 1193 por el papa Celestino I I I ; Inocencio XI elevó la fiesta a 
rito doble el 18 de enero de 1680. 
Buena parte dé las reliquias de San Juan Gualberto se conservan en 
Passignano; uno de los brazos, en Vallumbrosa; una mandíbula y el 
Santo Cristo milagroso de San Miniato, en la iglesia de la Santísima Tri­nidad 
de Florencia. 
S A N T O R A L 
Santos Juan Gualberto, fundador; Nabor y Félix, mártires en Milán; León, abad; 
Jasón, discípulo del Señor; Hermágoras, discípulo del Evangelista San 
Marcos, primer obispo de Aquilea y mártir, en tiempo de Nerón, con su 
diácono Fortunato; Patemiano, obispo de Bolonia, y Vivenciolo, de Lyón; 
Paulino, consagrado por San Pedro como primer obispo de Lucca, en Tos-cana; 
Proclo o Próculo e Hilarión, mártires en tiempo del emperador Tra-jano. 
Beatos Witgerio, esposo de Santa Amalberga (véase día 10) y padre 
de San Emeberto (obispo de Cambray) y de Santas Reinalda y Gúdula; De­siderio, 
hermano lego de Claraval; Andrés, niño del Tirol, mártir de los 
judíos, en 1459; Mancio y Matías Araki, hermanos, y sus compañeros, 
mártires en Japón. Santas Marciana, virgen y mártir, y Epifanía, martiri­zada 
en Sicilia.
D ÍA 1 3 D E JUL IO 
S A N E U G E N I O 
OBISPO DE CARTAGO, Y SUS QUINIENTOS COMPAÑEROS. MARTIRES 
( t hacia 505) 
Por la muerte del obispo San Deogracias, acaecida en 457, la Iglesia 
de Cartago quedó huérfana de Pastor durante más de cinco lustros. 
En la mencionada fecha —segunda mitad del siglo v— el África del 
Norte, que como posesión romana por espacio de seis siglos, se había en­tregado 
por completo a los placeres de la vida, según testimonio de Silvia-iio. 
estaba en poder de los vándalos. Estos bárbaros, bajados como 
lorrente del norte de las Galias y a través de España, cruzaron el estrecho 
de Gibraltar en 429 y fueron a sembrar inmensas ruinas en aquellas co­marcas 
norteafricanas. 
Su rey Genserico, cuyo fanatismo arriano corría parejas con su cruel­dad 
y su odio contra el catolicismo, se apoderó de Cartago en 439. Ade­más 
de inundar el África con sangre de mártires, intentó dar el último 
nolpe a la religión ortodoxa prohibiendo bajo pena de muerte la ordena­ción 
de nuevos obispos, a fin de interrumpir la perpetuidad de la jerarquía 
eclesiástica e impedir la sucesión del episcopado. Sin embargo, en 476, un 
mu» antes de su muerte, permitió Genserico que fuesen abiertos de nuevo 
los templos y que volviesen los obispos desterrados.
EUGENIO, OBISPO DE CARTAGO 
A Genserico le sucedió su hijo mayor, Hunerico, tan feroz y tan arria-no 
como su padre. Sin embargo, durante los comienzos de su reinado 
dio a los católicos aparente tolerancia, pues hacía veinticinco años que 
Cartago carecía de obispo y les permitió elegir uno, merced a la influencia 
de Zenón, emperador de Oriente, pero el rey vándalo lo hizo con tales 
condiciones que su permiso estuvo a punto de no surtir efecto alguno. El 
edicto en que autorizaba la elección y que fue leído públicamente por el 
real notario, decía así: 
«En nombre de nuestro soberano, os hago saber: que a ruegos del em­perador 
Zenón y de la muy noble Placidia, os concede que ordenéis al 
obispo que os plazca, a condición de que los obispos de nuestra religión, 
residentes en Constantinopla y en las provincias de Oriente, tengan la li­bertad 
de predicar en sus iglesias y en la lengua que quieran y de ejercer 
la religión cristiana conforme a sus creencias, como vosotros tenéis la li­bertad 
aquí y en vuestras iglesias de África de celebrar, predicar y ejercer 
vuestra religión. Si el emperador niega esta libertad en Oriente a los nues­tros, 
nuestro monarca desterrará a Mauritania no sólo al obispo de Car­tago 
que va a elegirse, sino a todo el clero de África, sin excepción». 
Como se echa de ver, este edicto es un verdadero trueque cargado de 
amenazas, pues el documento establece que los católicos gozarán entre los 
herejes arrianos de África de los mismos derechos que los arríanos en el 
imperio; y si los arrianos de Oriente no gozan de libertad, los católicos 
de África serán entregados a los mauritanos. Condición que dejaba puer­ta 
abierta a lamentables equívocos. Ante condiciones tales, parecía prefe­rible 
que la Iglesia de Cartago se quedase sin obispo. Esta conclusión, 
empero, no era del agrado de la cristiandad de Cartago, privada de pastor 
desde tanto tiempo. Así es que se sintió satisfecha en 481 al ser elegido el 
presbítero Eugenio, a quien recibió con indescriptible entusiasmo, y hasta 
con expresiones de ruidosa alegría. 
TRIBULACIONES DE LA IGLESIA DE CARTAGO 
Na d a nos ha transmitido la historia ni de la familia ni de los prime­ros 
años de aquel Eugenio que, en circunstancias tan críticas, venía 
a ocupar la sede que un día honraran los Ciprianos y los Agustines. Lo 
cierto es que, desde el primer momento, se mostró como un pastor in­comparable, 
a quien animaba la más ardiente caridad.
No es posible referir el triste estado a que habían reducido a la Iglesia 
de Cartago las desde entonces proverbiales devastaciones de los vándalos, 
no obstante, el buen obispo hallaba medios de repartir cuantiosas limos­nas 
a los pobres, como si el Señor se complaciera en multiplicar los 
recursos en las manos de su siervo. Su Hombradía le atrajo pronto la en­vidia 
de los obispos arríanos, los cuales representaron al rey cuán perju­diciales 
resultaban a su Iglesia las predicaciones de Eugenio. Llegaron a 
aconsejarle que mandase al obispo católico que no dejara entrar en su 
templo a cuantos no se presentasen con el traje vándalo. El santo prelado, 
al enterarse de aquella extraña exigencia, contestó que la casa de Dios es­taba 
abierta para lodos y que no podía dejar de admitir a los fieles que 
quisieran entrar en ella. 
Esta noble respuesta fue la señal de nueva persecución. Hunerico apos­tó 
a la puerta de las iglesias verdugos que se abalanzaban sobre cuantos 
acudían vestidos a la romana, les sacaban los ojos, los golpeaban con pesa­das 
mazas de hierro u otros instrumentos, y luego los paseaban por las 
calles y plazas para que sirviesen de escarmiento a los seguidores de Cristo. 
La persecución, concentrada primero en el interior de Cartago, no 
tardó en extenderse. Quiso Hunerico obligar a todos los oficiales de su 
palacio a firmar una profesión de fe arriana, acto seguido, los católicos 
que desempeñaban cargos en la corte y que preferían la muerte a la apos-lasía, 
fueron desterrados a los llanos de Útica, y allí, casi desnudos, ex­puestos 
a los ardientes rayos del sol y sometidos como esclavos a las 
rudas labores del campo. A uno de ellos que no podía valerse de una 
mano desde hacía varios años, le señalaron aquellos bárbaros un trabajo 
más penoso que el de los demás. El confesor de la fe, lleno de confianza, 
púsose en oración, y el Señor devolvió a su mano paralizada el movi­miento 
y la vida. 
Esta primera persecución se dirigía sobre todo contra los simples fie­les, 
pues Hunerico no se había atrevido aún a perseguir a los obispos por 
temor de que el emperador Zenón se portase en Constantinopla de igual 
manera con el clero arriano. Por lo cual Eugenio, a pesar de las incesantes 
vejaciones del astuto vándalo, cuyo palacio se elevaba al lado de la resi­dencia 
episcopal, gozaba aún de relativa independencia, que aprovechaba 
ixira visitar consolar y animar a sus ovejas y prepararlas a nuevos com­bates. 
Por otra parte, Hunerico, príncipe egoísta y cruel, se ensañaba con-tru 
los miembros de su misma familia, y desterraba o daba muerte a sus 
próximos parientes, a fin de dejar a sus hijos un trono sólidamente afian­zado, 
y cuando creyó que ya nadie se lo estorbaría, decidió establecer en 
Africa el arrianismo, como religión oficial. Iniciaba con ello una nueva era 
de persecución que había de dar innumerables santos al cielo.
DESTIERRO A MAURITANIA 
Re s u e l t o entonces a dirigir directamente sus ataques contra los obis­pos, 
que como fuente del sacerdocio eran el obstáculo principal para 
sus planes, recurrió, primero, a infames procedimientos. Hizo reunir a las 
vírgenes consagradas a Dios e intentó obligarlas a deponer contra el honor 
de los prelados y clérigos católicos. Para dar idea de los espantosos tor­mentos 
que se hizo padecer a las heroínas cristianas, bástenos decir que 
les ataban enormes pesos a los pies, las suspendían en el aire, y con plan­chas 
de hierro candentes les cubrían el cuerpo de horribles quemaduras. 
A pesar de todo, ni una palabra calumniosa salió de los labios de aquellas 
santas doncellas. 
El feroz vándalo ya no disimuló más sus criminales anhelos. Hasta 
entonces no había hecho más que proferir amenazas contra el clero, pero 
ya en adelante dejaría las iglesias desiertas a fuerza de horribles matanzas. 
Con fecha de 19 de mayo del año séptimo del reinado de Hunerico, pu­blicóse 
un decreto de destierro contra los obispos, sacerdotes, diáconos y 
católicos de distinción que permanecían fieles. En virtud del mismo fueron 
reunidos en números de cuatro mil novecientos setenta y seis en Sicca 
Veneria —hoy Le Kef— y en Lares —hoy Lorba— para ser deportados a 
Mauritania y allí sometidos a la más dura esclavitud. El pueblo enterne­cido 
seguía a los sacerdotes con cirios en las manos, y las madres con sus 
hijos en brazos se ponían a los pies de los santos confesores y les decían. 
—¿Cómo nos abandonáis para correr al martirio? ¿Quién bautizará a 
nuestros hijos? ¿Quién nos administrará la penitencia y nos librará del 
peso de los pecados con el beneficio de la reconciliación? ¿Quién nos 
enterrará después de muertos, y quién ofrecerá por nosotros el divino 
sacrificio? ¿Qué? ¿No nos será permitido marcharnos con vosotros? 
El obispo Víctor de Vite —que también fuera desterrado y persegui­do— 
nos ha dejado el relato de los padecimientos de aquellos generosos 
cristianos. Es un largo martirologio escrito con espíritu de fe y caridad 
por la pluma de un mártir. 
«No hallo palabras —dice el testigo de la persecución— para describir 
el espectáculo verdaderamente trágico de que fuimos objeto cuando nos 
entregaron en poder de los mauritanos. No nos dejaban rezar en alta voz; 
y si a alguno, por cansancio o enfermedad, se le hacía imposible la mar­cha, 
los bárbaros le clavaban sus venablos o le apedreaban. Por fin, al 
llegar a cierta población de Mauritania, nos encerraron en una cárcel que 
más parecía sepultura. Allí nos echaron sin miramiento alguno unos en­cima 
de otros como montones de langostas o, más bien como grano purí-
Sa n Eugenio dice con santa entereza a los enviados de Hunerico, el 
rey arriano: «Decid a vuestro dueño y señor que en modo alguno 
puedo acatar las órdenes que de su parte me traéis. La casa del Señor 
está abierta para todos y, cualquiera que sea su traje, a nadie impediré 
la entrada».
simo dispuesto para ser molido. Con esto se juntaban un calor sofocante 
y el pestilente olor ocasionado por tantos cuerpos enfermos y por la aglo­meración 
de las inmundicias que convertían nuestro calabozo en fosa de 
podredumbre y de cieno...» 
Hubiérase dicho que los bárbaros hacían befa de todos los sentimien­tos 
humanitarios. Aquella desgraciada cristiandad de África, diezmada 
con tantas muertes, se veía imposibilitada de reanudar el vínculo sacer­dotal 
con nuevas ordenaciones, de suerte que el luto y la devastación se 
extendían por doquiera y las zarzas y abrojos crecían a discreción en las 
iglesias, convertidas en pajares y establos por los mismos perseguidores. 
LA ASAMBLEA DE CARTAGO 
El piloto de la nave de la desolada Iglesia de Cartago había podido per­manecer 
en la ciudad. No es que se hubiesen amansado la furia del 
rey vándalo, porque el 19 de mayo de 483, fiesta de la Ascensión, mien­tras 
los católicos reunidos en el templo celebraban la solemnidad del 
día, un grupo de bárbaros penetró en el sagrado recinto para presentar a 
Eugenio un nuevo decreto real que proponía, en forma de ultimátum, una 
discusión entre católicos y arríanos para el primero de febrero de 484. 
Eugenio contestó a los enviados del rey que si éste quería discutir sobre 
religión, debería convocar a los obispos de otros países como Italia, Galia 
y España, a fin de que las decisiones tomadas lo fueran por unanimidad. 
«Hazme monarca del universo —replicó arrogante Hunerico— y te 
concederé lo que pides». 
«No es necesario qus seáis señor del orbe —dijo el prelado— , basta 
con que solicitéis de vuestros amigos los príncipes arríanos que dejen venir 
a sus obispos, yo invitaré a los nuestros, especialmente al de Roma, Obis­po 
de los obispos, para que todos reunidos declaren cuál sea la verdadera 
fe. Ya veis que la fórmula que propongo no es difícil ni exagerada». 
Demasiado razonable parecía aquella proposición para que fuera del 
agrado de Hunerico, que, presa de la ira, hizo arrestar a varios obispos, 
de los cuales unos fueron desterrados y otros flagelados, y varios conde­nados 
a la pena capital. Prohibió, además, a sus súbditos, que comiesen 
con los católicos. Con tales providencias, como bien se entiende, lo que 
menos pretendía era conseguir la paz y la concordia. 
Sin embargo, la asamblea de Cartago se celebró el día señalado y con­currieron 
a ella 466 obispos. La víspera, el rey hizo arrestar y desaparecer 
al santo obispo Lato, uno de los más sabios, para de esta suerte intimidar 
a los demás. Convocada de mala fe, aquella asamblea sirvió a Hunerico
de pretexto para renovar la persecución. Los católicos habían designado a 
diez de sus prelados para tomar parte en la discusión, pero no se les dejó 
hablar. Entonces redactaron éstos una profesión de fe que contenía la 
doctrina ortodoxa sobre la unidad de sustancia y trinidad de Personas en 
Dios; la necesidad de emplear el vocablo «consustancial®, la divinidad del 
Espíritu Santo y demás dogmas impugnados por el arrianismo. Esta pro­fesión 
de fe, enviada por duplicado al rey y a los obispos arrianos, es 
digna de figurar en la historia del dogma de Nicea al lado de las magis­trales 
exposiciones de San Atanasio y de San Hilario. 
En respuesta del mencionado documento, el rey vándalo publicó un 
edicto, firmado en Cartago a 25 de febrero, por el cual, según amenaza 
anterior, se aplicaban a los católicos de sus dominios las penas que en 
Oriente se infligían a los herejes. En consecuencia, desde el primero de 
junio siguiente, todas las iglesias católicas serían cerradas, sus bienes con­fiscados 
y sus obispos y clérigos llevados a los tribunales. 
Todos los que habían acudido a la asamblea de Cartago fueron em­barcados 
y transportados a Córcega, donde se les empleó en cortar árbo­les 
para la construcción de navios. Los fieles permanecieron constantes 
en la fe, padecieron crueles suplicios, y ciudades enteras quedaron des­pobladas 
por haber sido sus habitantes llevados al destierro. 
En Tipasa, mientras los católicos reunidos en una casa particular ce­lebraban 
los santos misterios, una horda de bárbaros penetró en el recinto 
y cortó de raíz la lengua a todos los asistentes, que, por milagro, con­servaron 
el habla. «Y si alguno duda del prodigio —escribe Víctor de 
Vite—•, ruégole que se encamine a Constantinopla, allí verá a un subdiá-cono 
por nombre Reparto, que fue uno de esos confesores de la fe, que 
habla con maravillosa elocuencia y es hombre a quien la corte toda del 
emperador Zenón trata con veneración suma como a irrecusable testi­monio 
del poder de Dios». 
DESTIERRO DE SAN EUGENIO 
Con todo, aún Hunerico no había destrozado lo bastante la grey de 
Cartago como para que se atreviese a perseguir libremente a su 
Pastor, se encargó de hacerlo de su cuenta el impío Cirila, jefe de los 
arríanos, el cual, viéndose cada día más objeto de execración pública, 
intentó recobrar el crédito popular perdido. 
Por él fue deportado Eugenio a un desierto de Trípoli y entregado a 
un obispo arriano llamado Antonio, que, orgulloso y duro, le mantuvo 
mucho tiempo encarcelado en húmedo calabozo, donde esperaba verle 
sucumbir víctima de los malos tratos. Es de notar que los obispos arrianos
se presentaban personalmente como perseguidores y verdugos, y recorrían 
los pueblos a la cabeza de pelotones de soldados armados, multiplicando 
increíblemente las víctimas de su crueldad e insensato furor. 
Sin embargo, el peso de la mano de Dios pareció dejarse sentir sobre 
los verdugos de sus siervos, Consumía poco a poco el cuerpo de Hune-rico 
una enfermedad horrible; tratábase —según Víctor de Vite— de una 
úlcera que se extendía por sus extremidades inferiores, y en la que podía 
verse cómo los gusanos le iban devorando vivo. San Gregorio Turonense 
añade que, frenético, se desgarraba las carnes con sus propios dientes; y 
San Isidoro de Sevilla escribe que las entrañas le salían del vientre. Tal 
espectáculo, repugnante a los ojos de sus mismos secuaces, causó honda 
impresión entre éstos. Hunerico murió en medio de atroces sufrimientos 
el 13 de diciembre de 484. Todos señalaban su caso como ejemplo de la 
divina venganza. Sucedióle Gutamundo o Gombod, con el cual cesó la 
persecución y permitió que los desterrados volviesen a sus hogares. 
MUERTE DE NUESTRO SANTO 
Tras breve intervalo de paz, Trasamundo, sucesor de Gombod en 496, 
renovó la persecución contra los católicos. No adoptó contra sus 
súbditos ortodoxos el sistema de violencias públicas ni de suplicios bár­baros, 
ni de sangrientas ejecuciones. Trasamundo buscaba seducir a los 
católicos con promesas de cargos, dignidades, dinero o favores. Pero ni 
las seducciones ni las persecuciones corrompen la fe, antes bien, la puri­fican; 
y los artificios de aquel tirano resultaron tan impotentes como el 
rigor de las anteriores persecuciones para los fieles de Cartago. Despe­chado 
el rey vándalo, mandó prender al santo Obispo, mas como no pu­diese 
reducir su constancia con la amenaza de los suplicios, lo deportó, 
probablemente a Cerdeña, según carta del papa San Símaco dirigida a los 
deportados que en aquella isla sufrían por la causa de la fe. 
Es también posible que fuese desterrado a Córcega, de lo cual hay tra­dición 
, y de allí pasaría a Italia y, siguiendo la vía romana de la Galia, 
llegaría hasta Albí, para establecerse junto a la tumba de San Amaranto 
cuando pacíficamente reinaba Alarico II al sur de aquel hospitalario país. 
Vio el fin de sus días, el valiente atleta de la fe, el 13 de julio de 505. Fue 
sepultado en el monasterio por él fundado cerca de la mencionada ciudad 
y su nombre se hizo pronto célebre por los milagros obrados gracias a su 
intercesión y poderosísimo valimiento. 
De San Eugenio han llegado hasta nosotros los siguientes tratados.
Exhortación a los fieles de Cartago; Exposición de la fe católica; Apo­logía 
de la fe y fragmentos de la Discusión con los arrianos. 
En 1404, Luis de Amboise, obispo de Albí, trasladó a la catedral las 
reliquias del santo obispo de Cartago y las de San Amaranto que en el 
siglo m honrara también aquella tierra vertiendo su sangre por Cristo. 
MÁS DE QUINIENTOS MÁRTIRES 
La figura de San Eugenio es representativa de la Iglesia de Cartago en 
aquellos días de gran tribulación. Como sol que centra sobre sí un 
sistema, el piadosísimo obispo supo conducir con celo pastoral aquella 
grey que hacía frente a los embates del infierno. Nunca es más peligrosa 
la persecución que cuando tiende a disgregar el cuerpo perseguido. Máxi­me 
si, para lograrlo, se acude a la fácil tentación del halago y a las pro­mesas 
de un premio apetecido. Pero también entonces es más abundante 
la ayuda del cielo. Y en nuestro caso la obra de los enemigos sólo sirvió 
para apretar más y más aquellos fervorosos cristianos en torno a su jefe. 
Por eso nuestra Santa Madre la Iglesia al conmemorar en su martirologio 
la fiesta de San Eugenio, junta en el recuerdo a «todo el clero de aquella 
Iglesia, que se componía de más de quinientas personas». Todos sufrieron 
liersecución por haber permanecido fieles a las enseñanzas cristianas. Du­rante 
la persecución de los vándalos, en el reinado de Hunerico, rey arria-no. 
padecieron hambre y azotes. Entre ellos había muchos niños lectores y 
cantores que también sufrieron con alegría las penas del destierro. Los 
más célebres fueron el insigne arcediano Salutario, y Muritas, ministro 
coadjutor de aquella Iglesia, los cuales habiendo sido atormentados tres 
veces,y confesando otras tantas la fe católica, alcanzaron el glorioso títu­lo 
de confesores de Jesucristo. 
S A N T O R A L 
''untos Eugenio, arzobispo de Cartago; Anacleto, papa y mártir (véase el 26 de 
abril); Silas, compañero de San Pablo; Turiano, obispo de Dol, en Bre­taña; 
Joel y Esdras, profetas; Arnton, obispo de Wutzburgo, en Fran-conia, 
y mártir; Salutario, presbítero y mártir, arrestado juntamente con 
San Eugenio de Cartago; Serapión, mártir en tiempo del emperador Se­vero; 
Esteban Taumaturgo, solitario. Santas Maura y Brígida, vírgenes y 
mártires; Petronila, esposa de San Gilberto y abadesa; Dagila, mártir de 
los arrianos; Mirope, martirizada en la isla de Chíos; Sara, virgen y aba­desa, 
en Egipto; Trófima, virgen y mártir, en Alejandría.
D ÍA 14 DE JUL IO 
SAN BUENAVENTURA 
FRAILE MENOR, CARDENAL, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA 
(1221-1274) 
Ju a n de Fídenza, tan célebre en la Iglesia con el nombre de San Buena­ventura, 
nació en Bagnorea de Toscana, en 1221. Cuatro años tenía 
cuando fue acometido por una enfermedad tan peligrosa, que los mé­dicos 
perdieron la esperanza de curarle, su madre, sin embargo, resol­vió 
salvarle por medio de un milagro. San Francisco de Asís recorría a 
la sazón los campos de Umbría, sembrando prodigios a su paso. A él acu­dió 
la angustiada madre para pedirle con lágrimas la curación de su hijo. 
Prometía, en retorno, consagrarlo a Dios en la Orden que el «Poverello» 
acababa de fundar. Éste tomó al niño en sus brazos, y después de curarle, 
I >reviendo los misteriosos destinos que le estaban reservados en la Iglesia, 
rxclamó « ¡Oh buena ventura! » De esta efusiva exclamación le quedó el 
nombre de Buenaventura, con que se le conoce. 
Llegado que fue a la edad de entenderlo, descubrióle su madre el voto 
que había hecho. Esta noticia hizo saltar de gozo a Buenaventura a quien 
m i natural inclinación empujaba hacia el claustro. Sin embargo, antes de 
ingresar en el convento, hubo de prepararse con profundos estudios. En­viáronle, 
para ello, a las universidades más célebres de Italia. La humil­
dad y la inocencia de nuestro joven, le preservaron eficazmente de los 
peligros espirituales a que por desgracia suele estar expuesto el mundo 
estudiantil. 
EN LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES 
Estaba Buenaventura en los diecisiete años; era el momento de cumplir 
la promesa que hiciera su madre y que él de tan buen talante había 
aprobado. Precisaba, pues, trocar la vida cómoda del siglo por la auste­ridad 
del claustro, y nuestro mancebo se entregó generosamente a la que 
entendía ser su verdadera vocación. Ingresó en la Orden de los Frailes 
Menores y, después de un fervorosísimo noviciado, dio desahogo a sus 
ansias con la profesión religiosa. 
Pronto notaron sus superiores las felices disposiciones y cualidades 
eminentes del joven profeso; por lo cual determinaron, hacia el año 1242 
probablemente, enviarle a la Universidad de París, en donde fue confiado 
a los cuidados del célebre Alejandro de Hales, llamalo el «Doctor irrefu­table 
». Éste, considerando la pureza de Buenaventura, su gracia y mo­destia, 
y la suavidad de sus palabras, hablando de él solía decir: «Éste es 
un verdadero israelita en quien parece no haber pecado Adán». 
Por aquel tiempo llegó también a París Santo Tomás de Aquino, con 
quien Buenaventura trabó muy pronto amistad tan íntima y santa, que 
parecía hacer revivir la que San Basilio y San Gregorio Nacianceno se tu­vieran 
en Atenas. 
Ambos corrían, más bien que andaban, por las vías de la ciencia y de 
la virtud. Buenaventura pasó sin interrupción y con el más prodigioso re­sultado, 
de las escabrosidades de la filosofía a las excelsitudes y profun­didades 
de la teología, reina de las ciencias. Muy pronto se halló apto 
para resolver con exacta precisión las más intrincadas dificultades, por lo 
que resonaron en su honor los aplausos y alabanzas de toda la Uni­versidad. 
Pero su única intención al adquirir conocimientos iba encami­nada 
a la más rápida y perfecta inteligencia de sus deberes. Las luces 
del estudio servían para hacerle avanzar con mayor rapidez y seguridad 
por las sendas de la virtud y para acercarle más a Dios. Empezaba siem­pre 
el estudio por la invocación al Espíritu Santo. 
La caridad consumía su corazón. Servir a los enfermos era su más 
dulce anhelo. Cuidábalos con paternal amor y exquisita delicadeza hacien­do 
caso omiso de la repugnancia natural. El valor para tan heroica abne­gación 
hallábalo a los pies del Crucifijo, fuente inagotable de caridad. 
En vista de tanta virtud y de tan extraordinarios talentos no pudieron re­
signarse los superiores a que permaneciese nuestro Santo como simple lego 
y se propusieron elevarle al sacerdocio. 
Convencido Buenaventura de que el deseo era voluntad manifiesta de 
Dios, pospuso toda repugnancia y temor, nacidos de su profunda humil­dad. 
y fuese a los pies del obispo para recibir la unción sagrada. Desde 
entonces el augusto ministerio de los altares, única y exclusiva preocupa­ción 
de su espíritu, le absorbía por completo. Los ardores de su caridad 
inflamábanse más y más durante el Santo Sacrificio. Su corazón derretido 
en tierno amor a Jesucristo encendía en divino amor a los asistentes mien­tras 
celebrada. Hablaba de la Eucaristía con acentos arrebatadores. 
BUENAVENTURA, DOCTOR 
Poco después, encargáronle sus superiores de explicar una cátedra en 
las escuelas de la Orden; pero su fama traspasó pronto tan cercados 
límites, y cuando Juan de la Rochela dejó su cátedra en la Sorbona, en 
el año 1254, Buenaventura, a la sazón de treinta años, fue designado para 
sucederle. Allí explicó las teorías de Pedro Lombardo, el «Maestro de las 
Sentencias», con tal abundancia de doctrina y tanta claridad, que más bien 
se le hubiera tomado por autor que por intérprete. Empezaba la prueba 
de sus cuestiones por las Sagradas Escrituras, continuaba por la autoridad 
de los Padres y juntaba a ellas razones tan convincentes y sugestivas, que 
110 daba lugar a la menor duda acerca de las materias por él explanadas. 
De dónde sacaba tales conocimientos, él mismo nos lo dirá. Cierto día en 
que fue Tomás de Aquino a visitarle, preguntóle en qué libros aprendía 
la profunda doctrina que tan justamente en él admiraban. Buenaventura le 
enseñó algunos volúmenes que leía con frecuencia. Su amigo respondióle 
que también él manejaba igualmente aquellos libros, pero que no veía en 
ellos la rica mina que con tanta fortuna explotaba. Buenaventura entonces 
le señaló un crucifijo que sobre su mesa tenía y le dijo: «Esta es la ver­dad, 
la fuente de mi doctrina, de estas sagradas llagas fluyen mis luces». 
Con justo título es conocido por «el Doctor Seráfico», pues sus ense-nanzas 
tenían tanto fervor y fuerza, que al mismo tiempo llevaban a los 
espíritus la luz y la ciencia y a los corazones el fuego del amor divino. 
Tan preciosas cualidades le valieron la más completa confianza del rey 
San Luis. Este piadoso monarca convidábale a menudo a su mesa y le 
admitía en sus consejos. Buenaventura ayudaba siempre con amable can­dor 
a su real amigo. A ruegos del rey mitigó la regla de Santa Clara para 
las jóvenes de la Corte que quisieran consagrarse a Dios e ingresar en la 
abadía de Longchamps.
No le impedían, sin embargo, sus innumerables ocupaciones, partici­par 
activamente en la lucha, tristemente célebre, que ciertos espíritus ha­bían 
emprendido contra las Órdenes mendicantes. En esta lucha estuvo 
también al lado de Santo Tomás. Escribó dos opúsculos: Ap.ología de 
los pobres y Pobreza de Jesucristo, para refutar las funestas y pérfidas 
impugnaciones de Guillermo de Saint-Amour y del maestro Gerardo de 
Abbeville. 
MINISTRO GENERAL DE LA ORDEN 
ie n t r a s el ilustre Doctor prodigaba sus luces en la Universidad de 
París, la Orden de Frailes Menores era presa de disensiones intes­tinas, 
producidas, en gran parte, por las sospechas de herejía que con 
respecto al Ministro General, Juan de Parma, alimentaban algunos. 
Lamentábase principalmente el papa Alejandro IV de esta situación, 
y para esclarecerla convocó un Capítulo general, que reunió el 2 de fe­brero 
de 1257, en el convento de Araceli, en Roma. El General dimitió; y, 
por deferencia, le rogaron sus Hermanos que escogiese un sucesor. Nom­bró 
sin vacilar a fray Buenaventura como el más indicado para dirigir la 
Orden Seráfica. Este nombramiento fue acogido con unánimes aplausos. 
El Papa lo confirmó y Buenaventura, a pesar de su resistencia e insisten­tes 
súplicas, tuvo que aceptar el cargo. 
El nuevo General salió inmediatamente de París para Roma, donde su 
presencia era de absoluta necesidad, y emprendió, sin pérdida de tiempo, 
la tarea de apaciguar los espíritus. Dulzura sin debilidad, firmeza sin 
acritud, palabras impregnadas de suavidad y fuerza: tales fueron las 
armas que empleó para animar a los cobardes, estimular a los tibios y 
sostener a los fervorosos. Gracias a esta conducta, volvió pronto la sereni­dad 
a los espíritus, y pudo nuestro Santo regresar a París. Visitó de ca­mino 
todos los conventos sometidos a su jurisdicción, mostrando por 
doquier que no había sido nombrado superior sino para dar más perfecto 
ejemplo de humildad y de caridad. 
Durante su estancia en París, desplegó Buenaventura prodigiosa acti­vidad, 
que le permitió atender a sus múltiples ocupaciones sin perjuicio 
de los estudios personales. Ya Santo Tomás y San Buenaventura habían 
liquidado el pleito de las Órdenes religiosas y a las pasadas turbulencias 
habíanse sucedido la paz y la calma. Como prueba de reconciliación, brin-dóseles 
la borla del doctorado que previamente conquistaron en lucidos 
ejercicios. Aun hubo una pugna entre ambos santos por ver quién sería 
coronado primero; triunfó, por fin, la humildad de San Buenaventura al 
conseguir, aunque a duras penas, que aceptara la primacía su compañero.
Do s nuncios vienen de Roma, portadores de la insignia cardenalicia 
para San Buenaventura. El Santo está en el patio de la cocina 
fregando los platos, y para no interrumpir esta humilde ocupación, 
ruégales que esperen un momento y que cuelguen el sombrero en 
un árbol vecino. 
10. — IV
Después de este suceso acaecido el 23 de octubre de 1257, se retiró a 
Nantes para gozar allí de apacible soledad que le permitió escribir varios 
tratados. El año 1260 convocó, en Narbona, el primer Capítulo general de 
su mandato, en él se dio a las Constituciones de la Orden la forma defi­nitiva, 
y se determinó escribir la Vida del seráfico San Francisco. De allí 
pasó al monte Alvemia, con el propósito de vivir durante algún tiempo en 
el oratorio donde su bienaventurado Padre recibiera la impresión de las 
llagas. Su vida fue un éxtasis continuo, cuya sublimidad puede apreciarse 
en las páginas de la obra Camino para llegar a Dios, que compuso poco 
después. 
Antes de salir de Italia, visitó en Asís los distintos lugares donde San 
Francisco viviera, y recogió informes de boca de quienes fueron testigos 
oculares de las maravillas obradas por el santo fundador. De vuelta en 
París en 1261, consagróse a su noble tarea con increíble fervor. Basta, en 
efecto leer la admirable Vida de San Francisco que San Buenaventura 
escribió, para notar que el autor poseía en grado eminente las virtudes 
que ensalza. 
Tomás de Aquino fue cierto día a visitarle, y estando entreabierta la 
puerta de la habitación, viole en éxtasis fuera de sí y levantado del suelo, 
penetrado de admiración y de respeto, no quiso estorbarle y se retiró di­ciendo 
«Dejemos a un santo escribir la vida de otro santo». 
EL SIERVO DE MARÍA 
De s u ferviente devoción a la Madre de Dios dio San Buenaventura cla­rísimas 
e inequívocas muestras al principio de su generalato. Inme­diatamente 
después de su elección puso su Orden y su persona bajo la 
especial protección de María; su vida fue una continua propagación de la 
devoción a la Santísima Virgen y todos sus escritos respiran el más puro 
amor y la más absoluta confianza en tan cariñosa Madre. En su Espejo 
de la Virgen describe maravillosamente las gracias, virtudes y privilegios 
con que María fue favorecida. Compuso asimismo en su honor un Oficio 
que destila las más tierna efusión de un corazón amante y respetuoso. 
El Sumo Pontífice deseaba investirle con alguna dignidad eclesiástica 
para darle más autoridad. Habiendo vacado el arzobispado de York, en 
Inglaterra, Clemente IV, sucesor de Urbano IV, no encontró persona más 
a propósito para gobernar esta iglesia que Buenaventura. Sin consultarle, 
le nombró arzobispo el 24 de noviembre de 1265. Esta noticia sobrecogió 
al humilde religioso, que acudió espantado a echarse a los pies del Papa, 
para suplicarle que descargase sus débiles espaldas de tan pesada carga.
Tantas fueron sus instancias, que Clemente IV cedió, aunque a disgusto, 
y Buenaventrua, conservado al amor de sus hijos, se dio de lleno a guiar­los 
por las vías de la santidad, más con ejemplos que con palabras. 
Presidía todos los actos de su vida una profundísima humildad. Con­vencido 
de su indignidad, se abstuvo durante algún tiempo de celebrar el 
Santo Sacrificio; pero asistiendo una mañana a la Santa Misa y mientras 
meditaba sobre la Pasión de Cristo, desprendióse milagrosamente una 
parte de la hostia consagrada de manos del sacerdote y vino a posarse en 
labios del Santo. Este dulcísimo favor llenó su alma de celestiales delicias. 
CARDENAL Y OBISPO DE ALBANO 
A la muerte de Clemente IV, en 1268, reinó la mayor indecisión y des­concierto 
en el Colegio de los cardenales, para designar sucesor. La­mentábase 
toda la Iglesia, pues tan larga vacante, se prolongó por espacio 
de dos años y diez meses, cuando Buenaventura decidió poner remedio. 
Procuró que los cardenales se inclinasen hacia el piadoso Teobaldo, oriun­do 
de Placencia, cuya elección tuvo lugar el primero de septiembre de 1271. 
hl recién electo tomó el nombre de Gregorio %. 
Vuelto Buenaventura a París, reanudó sus trabajos. Fue entonces cuan­do 
compuso su Hexameron —Sermones acerca de los seis días de la Crea­ción—, 
en donde se encuentra, rica y sentenciosa, toda la penetración de 
la sutil escolástica. Apenas hubo acabado esta obra, recibió un Breve de 
Roma, fechado en 3 de junio de 1273, en el que Gregorio X le nombraba 
obispo de Albano y cardenal de la Santa Iglesia. Para que no pudiese 
oponer nuevos obstáculos, el Sumo Pontífice le intimaba la orden de acep­tar 
y de salir inmediatamente para Roma. Al mismo tiempo despachaba 
dos nuncios que debían encontrarle en camino y entregarle, en nombre 
del Papa, las insignias cardenalicias. Halláronle, efectivamente, en el 
convento franciscano de Muglio, cerca de Florencia. El General, que siem­pre 
buscaba los oficios más humildes, estaba ocupado, con varios de sus 
Hermanos, en fregar los platos. La llegada de los legados pontificios no 
le afectó lo más mínimo, pidióles permiso para continuar el trabajo y les 
rogó colgaran de una rama de árbol, que allí cerca había, el capelo carde­nalicio 
que en aquel momento no podía tomar decentemente con sus ma­nos. 
Los enviados accedieron a su deseo. Una vez que Buenaventura aca­bó 
su humilde tarea fue a rendirles los honores debidos a su dignidad. 
La alegría de tan grata nueva distrajo a los religiosos hasta el punto 
de que dejaron pasar la hora de rezar Completas sin atreverse a aban­donar 
a sus respetables huéspedes. Éstos no salieron del convento hasta
la tarde. Después, dirigiéronse los religiosos al refectorio, aplazando el ofi­cio 
para después de la comida. No bien se hubieron sentado a la mesa 
cuando el General, a cuya atención nada escapaba, quiso saber si habían 
rezado Completas, ante la respuesta negativa, preguntóles cuál de los dos 
ejercicios debía prudentemente ser aplazado, y mandó suspender la co­mida 
para acudir al coro. A los religiosos gustó sobremanera tal proceder. 
EN EL CONCILIO DE LYÓN 
Mie n t r a s transcurrían estos sucesos llegó el Papa a Florencia, donde 
le fue presentado San Buenaventura. Gregorio X le exhortó a sobre­llevar 
con valor su nuevo cargo como príncipe de la Iglesia. El nuevo 
cardenal recibió la orden de prepararse para hablar en el XIV Concilio 
ecuménico que con el fin de estudiar una forma de unión entre las iglesias 
griega y latina, iba a reunirse en Lyón. 
Había sido llamado también Santo Tomás, pero falleció en el camino. 
Hondamente preocupado por los nuevos deberes que el cardenalato le im­ponía 
y perfectamente compenetrado con los deseos y propósitos del Papa, 
entregóse Buenaventura a una tenaz labor. Una vez abierto el Concilio, 
dirigió las asambleas preliminares y planteó todos los extremos que se 
habían de estudiar. A la llegada de los embajadores griegos, tuvo primero 
que conferenciar con ellos, refutar sus objeciones y defenderse de sus ar­gucias. 
Su dulzura y la fuerza de su argumentación los subyugó de tal 
modo que acabaron por someterse a todo lo que les fue propuesto. 
La intensidad de estos trabajos habían acabado por debilitar una salud 
hasta entonces muy robusta. Buenaventura, sin embargo, cuidóse muy 
poco de ella. Asistió a la apertura del Concilio el 7 de mayo de 1274 y 
después del Papa dirigió la palabra a los Padres, reunidos en número de 
quinientos tomando por tema el Surge, Jerúsalem, «Levántate, Jerusalén, 
álzate a un sitio elevado, mira hacia el Levante y ve a tus hijos reunidos 
desde el Oriente hasta el Occidente». 
La oportunidad y precisión del texto, junto con los encantos y fluidez 
de su elocuencia arrastraron los corazones. Pero se temía que ciertos inte­reses 
creados impidieran a los circunstantes ponerse de acuerdo. Como 
por milagro, pudo Buenaventura sostenerse todavía hasta la cuarta sesión 
del Concilio, a principios de julio. Convenía, en efecto que el obrero del 
Señor gozase por un momento el admirable efecto de su obra. Durante 
la misa, después del canto del Credo, los griegos, de manera oficial, abju­raron 
el cisma, aceptaron la profesión de fe de la Iglesia romana y re­conocieron 
libremente y sin restricción alguna la primacía del Papa.
Los incesantes y duros trabajos que, no obstante su debilidad, se había 
impuesto el Siervo de Dios, redujéronle a un extremo abatimiento 
físico, y aunque el espíritu pugnaba por seguir en su ardoroso esfuerzo, 
hubo de rendirse ante la enfermedad. 
No fueron los dolores corporales su tormento mayor. Devoto fervoro­sísimo 
del Santísimo Sacramento, hubo de privarse .de la Sagrada Co­munión 
a causa de los continuos y violentos vómitos que le molestaban, 
y sólo encontraba lenitivo repitiendo de continuo sus comuniones es­pirituales. 
Con el fin de complacer los deseos que multitud de veces expresara, lle­varon 
a su cuarto el santo copón. No bien lo hubo visto cuando, recon­centró 
todas sus fuerzas, elevó fijamente sus ojos al Pan de los Ángeles, y 
arrebatado de fe y amor, suplicó al sacerdote le acercara el Sacratísimo 
Cuerpo de Cristo y lo pusiese sobre su pecho. Apenas la Sagrada Hostia 
hubo tocado el corazón ardiente de este serafín terrenal, penetró en su 
pecho dejando visible señal del milagro. Después de este divino favor, 
en una paz inalterable alzó nuestro Santo el vuelo hacia Dios. Era el 15 
de julio de 1274. Tenía entonces 53 años. 
Toda la Iglesia le lloró, pues en él perdía a uno de sus más valiosos 
y bellos ornamentos, un Doctor incomparable, que aprendiera mucho 
más de las revelaciones divinas que en sus estudios, y que supo traducir 
su ciencia al humano lenguaje con inflamado amor. 
San Buenaventura fue canonizado el 14 de abril de 1482, por Sixto IV. 
El 14 de marzo de 1567, Sixto V lo incluyó en el número de los Doctores. 
S A N T O R A L 
Santos Buenaventura, Doctor de la Iglesia; Justo, soldado y mártir; Heraclas, 
hermano del mártir San Plutarco y obispo de Alejandría; José, hermano 
de San Nicolás Estudita y arzobispo de Tesalónica; Focas, obispo de 
Sinope, y Pedro, de Creta, mártires; Ciro, obispo de Cartago; Félix, primer 
obispo de Como; Optaciano, primer obispo de Brescia; Madelgario, Ro­lando 
y Guillermo, abades, en Francia; Liberto de Malinas, mártir; Ba-sino, 
padre de Santa Aldegunda, mártir; Marcelino, discípulo de San 
Wilibrordo, presbítero y confesor. Beatos Gaspar de Bono, mínimo; Ros-nata, 
premonstratense, mártir en Dopel, Bohemia; Humberto de Romans, 
General de .los Dominicos. Santas Reinofra, virgen; y Toscana, viuda. 
Beata Angelina de Corbara, fundadora: su fiesta se celebra el 21 de julio.
D ÍA 15 D E J U L I O 
SAN ENRIQUE 
REY Y EMPERADOR (973-1024) 
San Enrique es, cronológicamente, el décimo tercero de los veinte reyes 
inscritos por la Iglesia en el Catálogo de los Santos. Pero, como de­licadamente 
observa uno de sus biógrafos, han sido tales las dificul­tades 
que han tenido que vencer estos hombres para llegar a ser santos en 
el lugar que ocupaban, que su número, tan exiguo aparentemente, es, 
sin embargo, un título de gloria para la Humanidad. 
Nació Enrique el 6 de mayo de 973, probablemente en Ratisbona. Era 
el primogénito de Enrique II el Pendenciero, duque de Baviera y primo 
del emperador Otón II. Su madre, Gisela, hija de un rey de Borgoña, tuvo 
que preocuparse pronto de la educación de su hijo, pues apenas Enrique 
había llegado a los dos años de edad cuando su padre fue encarcelado 
por orden de su poderoso primo. Para desarmar el enojo del monarca, Gi­sela 
llevó al niño al monasterio de Hildesheim, en Sajonia, prometió con­sagrarlo 
a la vida de los Canónigos regulares. Dirigido así, oficialmente, 
hacia el claustro, no había lugar a los recelos de Otón II. 
Allí, al contacto asiduo con los autores sagrados, con los hagiógrafos, 
literatos y filósofos de nota, el futuro emperador empezó a adquirir 
aquella flexibilidad de espíritu, aquel discernimiento de las cosas de la
Iglesia y amplitud y moderación de ideas que más tarde le sirvieron de 
gran ayuda en el gobierno de los hombres. 
Necesario era, con todo, para la popularidad del joven príncipe, que 
su educación se completase en Baviera, en el ducado que su padre había 
gobernado y a la cabeza del cual se esperaba ver pronto al hijo. Por ello, 
sus padres le confiaron a San Volfango, religioso benedictino, y obispo 
a la sazón de Ratisbona, famoso por su sabiduría y gran piedad. 
En tan magnífica escuela siguió acrecentando el caudal de sus conoci­mientos 
y sobre todo perfeccionándose en experiencia del corazón hu­mano 
que tan buena ayuda presta a quienes deben dirigir a los demás 
DUQUE DE BAVIERA 
Te n ía Enrique veintidós años cuando los señores de Baviera le desig­naron 
para suceder, como duque de Baviera, a su padre Enrique II, 
muerto el 28 de agosto de 995. El difunto había dispuesto todo para pre­parar 
esta elección, la cual se hizo con tanta menos dificultad cuanto 
más se declaraba la tendencia a reconocer los derechos hereditarios, en 
un país, en donde hasta entonces, las dignidades eran electivas. El em­perador 
Otón III, sucesor de Otón II, ratificó sin dificultad la elección de 
la nobleza bávara. 
Por aquel tiempo, el nuevo duque, cediendo a las instancias de su 
pueblo, contrajo matrimonio. Encontró esposa digna de él en la persona 
de Cunegunda, hija de Sigfredo, conde de Luxemburgo. Como debía de­clararlo 
Eugenio III, en 1145, en la Bula de canonización, su unión fue 
santificada por una castidad conservada intacta hasta la muerte. 
Durante los siete años que gobernó su ducado, Enrique IV, leal y 
abnegado, esforzóse en apaciguar las turbulencias de los señores feudales. 
Acompañó al emperador en 996 y 998 en sus expediciones a Italia. 
Existían entre Enrique y Otón III cordiales relaciones, pero esta cordia­lidad 
duró poco, pues el 21 de enero de 1002 murió Otón III, a la edad 
de 21 años. Su real ascendencia, así como el favor demostrado por un 
gran número de señores influyentes, autorizaban al duque de Baviera a 
pretender la sucesión del imperio. En una Dieta que se reunió en Werla, 
el año 1002, la asamblea reconoció que Enrique debía reinar «con ayuda 
de Cristo y en virtud de su derecho hereditario». Los rivales intentaron 
oponérsele en otras Dietas, pero fue elegido y consagrado el domingo 7 de 
junio de 1002, en Maguncia. El duque de Baviera, Enrique IV, llegaba a 
ser así Enrique II, rey de Germania. Su dignidad fue reconocida por 
todos poco después.
REY DE GERMANIA 
A la subida de Ennque II al trono, Alemania, a más de los cinco du­cados 
de Sajonia, Franconia, Suabia, Baviera y Lorena, comprendía 
Bélgica, Países Bajos, casi toda Suiza y algunas provincias de Italia y de 
Francia. Esta enorme aglomeración carecía de la homogeneidad necesaria 
para ser duradera. Por eso, el nuevo monarca trabajó constantemente para 
vencer las dificultades. En el seno del imperio agitábase una nobleza or-gullosa, 
brutal, mal avenida con el yugo común, siempre dispuesta a re­belarse 
y a veces a la traición. En su misma casa, los cinco hermanos de 
su mujer llenaban el palacio de intrigas, en fin, Italia, y sobre todo Po­lonia, 
constituían sus mayores amenazas. 
El año 1003, se entabló la lucha entre Alemania y Boleslao I el In­trépido, 
temible jefe de los polacos. Después de tres guerras indecisas, 
medió, por fin, el 30 de enero de 1018, un compromiso entre ambos reyes: 
a cambio de Lusacia, renunciaba Boleslao a la corona germánica. 
Al mismo tiempo que hacía frente a Polonia, Enrique tenía que defen­derse 
por el sur, en donde el rey Arduino procuraba levantar contra el 
imperio el sentimiento nacional. La necesidad de combatir y de rechazar 
a los sarracenos y a los griegos, obligó al monarca alemán a realizar tres 
expediciones a Italia. Durante la primera, el año 1004, recibió en Pavía 
la corona de Lombardía. 
Como príncipe lleno de espíritu cristiano, Enrique habíase propuesto 
extender el reino de Dios sobre la tierra. Fiel a este ideal, buscó siempre 
conciliar los intereses de la Iglesia y los del Estado. Uno de sus primeros 
actos fue dotar a numerosos monasterios de Baviera y fundar otros nuevos. 
En esta época el monacato presentábase como un organismo maravillo­samente 
adaptado a la obra civilizadora, pues, además de asegurar el 
bienestar de las poblaciones por el trabajo, impidió a los señores, por la 
inclusión de sus extensas posesiones entre las de los nobles, como zonas 
neutrales, adquirir una preponderancia territorial amenazadora para el so­berano. 
Por otra parte, cada centro monástico constituía un ejemplar foco 
de oración y estudio. En sus viajes, gustaba Enrique de hospedarse en los 
conventos; edificábase de la regularidad de los monjes, pero no temía in­tervenir 
resueltamente para hacer cesar los abusos doquiera los encontrase. 
Por afán de popularidad, Bernardo, abad del monasterio de Hersfeld, 
íiI norte de Fulda, dejó que su monjes vivieran con excesivo regalo. Hasta 
él mismo, so pretexto de salud, retiróse con sus familiares a un edificio 
construido en la montaña. Vivía muy holgadamente, tanto que los monjes 
hubieron de quejarse de que empleaba para su uso los bienes del monas­
terio. La queja fue dirigida a Enrique, el cual nombró al momento, como 
abad de Hersfeld, a un santo religioso llamado Godeardo, con encargo 
de reformar los abusos. «No es un monasterio lo que me confían —ex­clamó 
el nuevo abad, a la vista de tantas frivolidades— antes parece 
una corte real». Y sin más espera, el abad convenció a los religiosos de 
qué venía para hacer observar la regla de San Benito, y que quienes no 
se sintiesen con fuerza para someterse, deberían retirarse. Sólo algunos 
ancianos y unos pocos jóvenes se quedaron. La deserción de tantos, sin 
embargo, no desanimó ni a Enrique ni a Godeardo. Los fugitivos vol­vieron 
poco a poco; los bienes sobrantes fueron distribuidos entre los 
pobres, la sencillez monástica, reintegrada a su antiguo honor, y pronto 
Hersfeld volvió a florecer, con toda la austeridad de la regla benedictina. 
Lo que se hizo en Hersfeld acaeció también en muchos otros monas­terios, 
bajo el impulso del piadoso soberano, que mantenía las más ín­timas 
relaciones con los grandes reformadores de su época, en particular 
con San Odilón, abad de Cluny. Comprendíanse admirablemente uno y 
otro, y se puede decir —escribe Lesetre— que asi en la reforma monás­tica 
de Alemania, Odilón fue la cabeza, Enrique fue su brazo derecho». 
Las intrigas de los señores, sostenidas por los cuñados de Enrique y por 
otros miembros de su familia, le crearon muchas preocupaciones. De 
acuerdo con el obispo de Wurtzburgo, estos ambiciosos habían combinado 
el plan de un reparto de las diócesis, para despojar al arzobispo de Magun­cia 
de la supremacía sobre las regiones fronterizas de Bohemia. Esta me­dida 
era la ruina de la obra de San Bonifacio, y, en el ánimo de los autores, 
el preludio de un parcelamiento del imperio en provecho propio. 
A fin de malograr semejantes cálculos y «destruir el paganismo de los 
eslavos», el rey negoció con el papa Juan XIX la erección del obispado 
de Bamberg (año 1006), bajo la protección directa de la Santa Sede, pero 
sin sustraerlo por ello a la jurisdicción del metropolitano de Maguncia. 
EMPERADOR DE ALEMANIA 
Por sus brutalidades y torpezas, Arduino, el pretendido «rey nacional», 
había descontentado a sus súbditos italianos, los cuales empezaban a 
declararse por el monarca alemán, pero éste esperaba una ocasión favora­ble 
para intervenir con seguridad de éxito. Suministróle esta ocasión 
en 1012, la elección de Benedicto VIII, en favor del cual se declaró Enri­que 
II contra el antipapa Gregorio, que presto perdió el poder usurpado. 
La presencia del ejército alemán en Italia, a final de 1013, repercutió 
en toda la península. Arduino, viéndose perdido, renunció a la corona
Dic e el abad a San Enrique: «Accedo a vuestra súplica y os recibo 
como religioso; pero os mando, en virtud de santa obediencia, que 
volváis al gobierno del imperio que en vuestras manos ha puesto la Di­vina 
Providencia. Y no olvidéis que de vos depende la salvación de 
muchos súbditos vuestros«.
para retirarse a un monasterio. En Roma, los partidarios de Gregorio juz­garon 
su causa desesperada, y le abandonaron. Mientras, Benedicto VIII 
volvía a tomar posesión de la ciudad y de los palacios apostólicos. 
El rey llegó también allá en los primeros días de febrero. El Papa, 
rodeado de numeroso cortejo de prelados, salió a su encuentro, llevando 
un globo riquísimo terminado en una cruz, símbolo del poder que el sobe­rano 
debía ejercer sobre el mundo como leal soldado de Cristo. Enrique 
recibió el regalo con gozo, y después de examinarlo, dijo al Papa: «San­tísimo 
Padre, lo que aquí me presentáis es muy significativo y con ello 
me dais una excelente lección, mostrándome, por símbolo de mi imperio, 
con qué principios debo gobernar». Después añadió: «Nadie es más digno 
de poseer tal presente que aquellos que, apartados del mundo, se dedican 
a seguir la cruz de Jesucristo». Y el globo de oro fue llevado a Cluny. 
La coronación tuvo lugar el 14 de febrero de 1014. En la mañana de 
ese día, el rey con su esposa Cunegunda, dirigióse a la basílica de San 
Pedro. El Papa los esperaba en las gradas del peristilo, para hacer a Enri­que 
las preguntas acostumbradas si consentía en ser el celoso patrono y 
defensor de la Iglesia romana y si prometía fidelidad en todas las cosas 
a él y a sus sucesores. Contestó Enrique afirmativamente, y fue introdu­cido 
en la basílica, consagrado emperador, y después coronado solemne­mente 
junto con la emperatriz Cunegunda. Acto seguido, donó su corona 
para que fuese colocada en el altar del Príncipe de los Apóstoles. 
Con esta ocasión el nuevo emperador concedió al Papa una carta de 
privilegios. Garantizábale la Toscana, Parma, Mantua, Venecia, Istria, los 
ducados de Espoleto y de Benevento y, eventualmente, los territorios de 
Nápoles y Gaeta, que aún estaban bajo el poder bizantino. Otra cláusula 
estipulaba que todo el clero y toda la nobleza romana se comprometían 
con juramento a no proceder a la elección de los Papas sino con arreglo a 
las leyes canónicas, y que el nuevo elegido, antes de ser consagrado, se 
obligaría él mismo, en presencia de los enviados del emperador y ante el 
pueblo, a mantener los derechos de todos». Era, en suma, la confirmación 
de un derecho reconocido por Eugenio II (824-827) en favor de Ludovico 
Pío, y que explica, en este período de revueltas y anarquías, las dificul­tades 
de la elección pontificia. Con todo, esta tutela imperial ejercida 
sobre la Iglesia encerraba gravísimos peligros, pues algunos de los empe­radores 
de Alemania se sirvieron de ella para reclamar y justificar into­lerables 
intervenciones en los asuntos del Papado. 
La buena inteligencia, así sellada entre Benedicto VIII y Enrique II, 
no se desmintió ni un solo instante, durante su común reinado. Esta inte­ligencia 
permitióles trabajar eficazmente en el bien de la cristiandad, par­ticularmente 
en la observancia de la Tregua de Dios, instituida en el Con­
cilio de Poitiers el año 1000, y que para incorporarse a las costumbres 
tenía necesidad de la ayuda del brazo secular. 
En los primeros años, vióse a Enrique II recorrer las provincias de 
Alemania, proclamando la paz local, en las grandes asambleas, como en 
Zurih en 1005, en Merseburgo en 1012, donde todos, desde el más humil­de 
hasta el más poderoso, juraron «que mantedrían la paz, y que no serían 
cómplices de los bandolerismos». Muchos señores y obispos siguieron este 
ejemplo. Burkhardo, obispo de Worms, publicó un edicto de paz, a fin de 
someter a sus súbditos «ricos y pobres» a la misma ley. Para afianzar tan 
generoso intento, el emperador no titubeó en imponer severos castigos y 
aun despojar de su cargo a los margraves que se resistían. 
El deseo de plasmar el pensamiento pontificio de una paz universal, 
determinó también a Enrique II a entrevistarse en Mousson, cerca de 
Sedán, en agosto de 1023, con Roberto el Piadoso, rey de Francia. Los dos 
monarcas estudiaron allí los medios de atajar los males en que continua­mente 
se veía envuelta la cristiandad, discutieron la manera de hacer 
frente a tantos daños materiales y espirituales, y convinieron en pedir al 
Papa la celebración de un Concilio General que pusiera fin a los abusos. 
El emperador de Constantinopla conservaba aún cierta pretensión so­bre 
los Estados Pontificios. Algunas ciudades de la Italia Meridional que 
habían quedado bajo su dominio, estaban administradas por un goberna­dor. 
Éste, obedeciendo órdenes de su señor, invadió varias ciudades de la 
Apulia, que dependían de la Santa Sede, y no disimuló su intención de 
restablecer la influencia bizantina en la península. El Papa envió contra él 
a Raúl, príncipe de Normandía, el cual obligó a los griegos a retirarse. 
Mas, a fin de asegurar definitivamente la independencia de Italia, Be-uedicto 
VIII pasó los Alpes y fue a exponer al emperador el estado de 
los negocios. La entrevista tuvo lugar en Bamberg (abril de 1020). En ella 
fueron examinadas cuestiones importantísimas, tanto en el aspecto social 
como en el religioso, y tratóse de rechazar el dominio bizantino, hostil a 
la Iglesia y enemigo de la unidad. San Enrique renovó al Papa sus pro­mesas 
de fidelidad y le aseguró que volaría en defensa de la Santa Sede tan 
pronto como la viera amenazada en sus derechos sacrosantos. Estudiáron­se, 
igualmente, diversos asuntos de disciplina y reforma del clero. 
A mediados de noviembre de 1021, el emperador salió de Augsburgo 
para su tercera expedición por Italia, nuevamente invalida por los griegos, 
lista vez la victoria fue completa. Enrique desposeyó a los enemigos de 
todas las plazas que habían conservado hasta entonces y las donó a la 
Santa Sede. Pacificada ya la península, volvió a sus Estados. Detúvose, 
sin embargo, algún tiempo en Monte Casino, donde arregló con el Papa 
diversos asuntos referentes a la administración de la célebre abadía.
LA CORONA ETERNA 
Un día que Enrique visitaba en Lorena las construcciones de la abadía 
de San Vanne, que acababa de restaurar el abad Ricardo, profirió, 
entrando en el claustro, aquellas palabras del salmista «Éste es el lugar 
de mi reposo; aquí habitaré, en la morada de mi elección». Haimón, obis­po 
de Verdún, que acompañaba al soberano, conocía su inclinación a la 
vida monástica y advirtió al abad lo que probablemente iba a suceder. 
En efecto, Enrique no tardó en manifestar el deseo de abandonar la vida 
secular para hacerse monje. Comprendió Ricardo que la vocación del im­perial 
visitante no era la de un modesto religioso, y buscó un recurso para 
satisfacer la piedad del príncipe sin perjudicar al Estado. Reunió a la 
Comunidad y rogó al emperador que manifestara sus deseos ante todos 
los religiosos. Enrique declaró su resolución de abandonar las vanidades 
del siglo para consagrarse al servicio de Dios en aquel monasterio. 
—¿Queréis —dijo el abad— . a ejemplo de Jesucristo, practicar la obe­diencia 
hasta la muerte? 
—Lo quiero —respondió Enrique, con humilde firmeza y decisión. 
—Puesto que así es —replicó el abad—, desde este momento os recibo 
en el número de los religiosos. Acepto la responsabilidad de vuestra alma 
si de vuestra parte prometéis seguir, para la gloria de Dios, todo lo que os 
ordenare como a miembro de nuestra comunidad. 
—Juro obedeceros puntualmente en todo lo que mandéis. 
—Quiero, pues —concluyó Ricardo—, y os ordeno, en virtud de santa 
obediencia, que volváis a tomar el gobierno del imperio confiado a 
vuestros cuidados por la Providencia divina. Quiero que procuréis, en todo 
cuanto de vos dependa, la salvación de vuestros súbditos, por vuestra vi­gilancia 
y firmeza en la administración de la justicia. 
No esperaba el emperador aquella solución, y hubo de sorprenderle. 
Porque una de sus razones para abrazar el estado religioso era descargarse 
definitivamente de la pesada cruz que el gobierno imponía a su conciencia. 
Sometióse, no obstante, a aquel primer mandato de la obediencia que 
acababa de jurar, y volvió dispuesto a seguir en su empresa con nuevo y 
más vehemente fervor. 
De esta manera, aquel voto que liga al religioso estrictamente con la 
voluntad divina por intermedio del superior, hacía del piadoso rey un go­bernante 
más decidido y eficaz en el cumplimiento de su graves deberes. 
Pudo así continuar honrando al trono con las virtudes que, reducidas 
al claustro, hubieran sido, en este caso especialísimo, quizá más eminentes, 
pero indudablemente menos provechosas para la nación.
Empero, aquella vida, tan llena de obras meritorias, tocaba a su fin. 
La salud de Enrique había sido precaria siempre. Los incesantes viajes, 
las numerosas campañas, los desvelos de todo género y especialmente su 
última permanencia en Italia, habían minado sus fuerzas. A principios 
del año 1024 encontróse sumamente decaído. Un reposo de tres meses en 
Bamberg, le procuró algún alivio. Creyéndose bastante fuerte, volvió a 
sus tareas. La muerte le abatió en el ejercicio de los deberes de su cargo, 
el 13 de julio de 1024, en el castillo de Grona, no lejos de Goslar. Con 
él se extinguía la casa de Sajonia, cuyo fundador, Enrique el Grande, había 
trabajado en agrupar a su alrededor los pueblos germánicos; y cuyo últi­mo 
representante, Enrique el Santo, había servido noblemente a la Iglesia. 
Poco más de un siglo después de su muerte, el papa Eugenio III hizo 
instruir el proceso de canonización y proclamó, el 12 de marzo de 1146, la 
santidad del soberano. En medio de la nave central de la catedral de 
Bamberg se ve aún el monumento erigido a la memoria del emperador 
San Enrique y de la emperatriz Santa Cunegunda. Esta tumba, cambiada 
de lugar en 1658, fue devuelta a su primitivo asiento en 1833. De los dos 
esposos, sólo se conserva hoy, en ese sepulcro, un poco de sus cenizas. Lo 
que queda de sus huesos en Bamberg, principalmente el cráneo y un fé­mur 
de San Enrique y el cráneo de Santa Cunegunda, se guarda en el 
tesoro de la catedral, con otros objetos que les pertenecieron. La tumba 
lleva esta inscripción- «A los Santos Enrique y Cunegunda, juntos en im­perial 
y virginal unión, fundadores, defensores y patronos de esta iglesia». 
El papa Pío XI, el 4 de diciembre de 1923, extendió el culto de San 
l-nrique, elevando su fiesta a rito doble para toda Alemania. 
S A N T O R A L 
Mantos Enrique II, emperador de Alemania; Pompilio Pirrotli, escolapio; Wladi-miro, 
duque de Moscovia, confesor; Atanasio, obispo de Nápoles, Benito, 
de Angers, y Jaime, de Nisibi. en Mesopotamia; Félix, obispo de Pavía 
y mártir; Plequelmo y David, abades, Ansuero y compañeros, mártires 
en Ratzemburgo. en la Baja Sajonia; Antíoco, médico y su verdugo Ci­ríaco, 
mártires en Sebaste; Eutropio, martirizado con sus hermanas, en 
tiempo del emperador Aureliano; Catulino, diácono; Felipe, Zenón. Narseo 
y diez niños, mártires en Alejandría; Muritas, diácono y mártir en Carta­go; 
Jenaro, Flotencio y Abundemio, mártires. Beatos Ignacio de Acevedo 
y compañeros,'mártires; Gerardo de Florencia y Pedro de San Severino, 
franciscanos. Santas Bonosa y Zósima, mártires, hermanas de San Eutro­pio; 
Julia y Justa, mártires en Cartago; Juana Antida Thouret, virgen y 
fundadora de las Hermanas de la Caridad, María Micaela, cuya fiesta se 
celebra el 25 de agosto. Beata Teresa, cirterciense.
Para los pobres enfermos Para los pobres ignorantes 
D ÍA 16 DE JUL IO 
STA. M.A MAGDALENA POSTEL 
FUNDADORA DE LAS HERMANAS DE LAS ESCUELAS 
CRISTIANAS DE LA MISERICORDIA (1756-1846) 
a n t a María Magdalena Postel, mujer de carácter enérgico y de firme 
e ininterrumpida abnegación, realizó durante su casi centenaria vida, 
y en medio de un sinfín de dificultades, dos grandes obras de carác­ter 
religioso y social: la fundación de un Instituto dedicado a educar 
cristianamente a la juventud del pueblo y al cuidado de los enfermos, y 
la restauración de una de las antiguas abadías de Francia. 
Nació Julia Francisca Catalina Postel en Barfleur, puerto del distrito 
de Coutances, en el departamento francés de La Mancha, el 28 de noviem­bre 
de 1756. Tan enclenque y delicada vino al mundo, que hubo de serle 
administrado sin demora el santo Bautismo. Los padres, labradores aco­modados 
y pequeños propietarios de la aldea La Bretonne, próxima a 
Barfleur, eran asimismo ricos en fe y en virtudes cristianas, como lo evi­denciaron 
al proporcionar a sus siete hijos sólida y religiosa educación. 
En ambiente tan propicio, expansionóse maravillosamente el alma de 
Julia, siempre fiel a los influjos de la gracia bautismal 
Solía la niña rezar el santo Rosario con su padre, mientras éste hacía 
cuerdas de cáñamo; y cuando acudía a los oficios de la iglesia, pasábase 
el tiempo absorta con los ojos clavados en el altar. Ya a los cinco años
asistía a la catcquesis parroquial y a ella iba con el regocijo de quien 
corre a una fiesta. «Sus respuestas —decía el señor cura— pasman por la 
exactitud de su doctrina y por la viva espontaneidad con que las va 
improvisando al par de las preguntas. Más parece que habla en ella una 
persona mayor y altamente versada en las cuestiones religiosas». 
Pero no se contenta Julia con saber; le interesa inmensamente más 
impregnar su conducta con las realidades aprendidas, y para ello pone en 
práctica la enseñanza religiosa que, por cierto, retiene con memoria ex­traordinaria. 
A pesar de su corta edad, pesa rigurosamente el pan que 
ha de comer durante la cuaresma, valiéndose para ello de una balanza 
que se ha fabricado con unas conchas, pone bajo las sábanas de su lecho 
una tabla y, por almohada, una piedra. 
La gran pureza de su conciencia —jamás empañada por ningún pe­cado 
deliberado, dice la Bula de beatificación—, la conducta formal y el 
vivísimo afecto a la Eucaristía, le valieron el privilegio de recibir a los 
nueve años la primera comunión, en vez de a los once o doce, según la 
costumbre de la época. Desde entonces siguió recibiéndola diariamente. 
Después de las clases, llevaba Julia a los pobres las porciones de 
sopa y leña que para ellos pedía de puerta en puerta. Para prepararla a 
su futura misión, Dios inspiró a una bienhechora la idea de pagar los 
gastos de su pensión en las benedictinas de la real abadía de Valognes. 
Allí, lo mismo que en Barfleur, fue modelo de virtud para sus compañeras 
y el consuelo de sus maestras. Hizo voto de consagrarse al servicio de 
Dios y del prójimo, aunque no en esta abadía de Valognes, cuya regla 
le parecía demasiado suave. Ella quería religiosas que no tuviesen más 
rentas que sus manos y que estuviesen obligadas a trabajar para sub­venir 
a sus necesidades y a las de los pobres. 
GUARDIANA DE LA EUCARISTÍA 
En 1774, vuelve Julia a la casa paterna, decidida a hacer para las niñas 
lo que San Juan Bautista de la Salle hiciera para los niños. Tiene 
dieciocho años y su alma se halla adornada por una piedad sólida, ali­mentada 
y fortalecida por la oración y la comunión diaria. En la escuela 
que funda, y a la cual añade un internado especialmente destinado a las 
huérfanas, enseña el catecismo, el cálculo, la escritura y las labores. 
La infatigable maestra cuida también a los enfermos, asiste a los mori­bundos, 
pide limosna para los pobres, y para ellos trabaja de noche hi­lando 
en la oscuridad por economía. Su única comida diaria se compone 
de una sopa acompañada de legumbres, a menudo reemplazadas por pan
duro y agua, nunca come carne ni pescado, y duerme sobre tablas, con un 
crucifijo en la mano derecha. Esta vida de austeridad la acompañará hasta 
su muerte, sin que la voluntad ceda un ápice en tan riguroso progama. 
Cuando sobreviene la sangrienta persecución del Terror, en 1791, oculta 
Julia los vasos sagrados, y rehúsa, a pesar de las amenazas y de la vio­lencia, 
asistir a los oficios del cura intruso. En su casa de La Bretonne, 
debajo de una escalera de granito, dispone, para capilla dedicada a María, 
Madre de Misericordia, un cuartito de algunos metros cuadrados. Allí, 
en aquella reducida morada, deposita el Santísimo Sacramento un sacer­dote; 
Julia será la guardiana, durante el día entero y buena parte de la 
noche —el jueves, toda—, hará acto de desagravio por los pecados de los 
hombres, y aún encontrará tiempo, en estas vigilias nocturnas, para leer 
las obras de los Santos Padres y de los autores místicos y ascéticos. 
A pesar de las numerosas visitas domiciliarias, nunca fue descubierto 
ni profanado el oratorio. Sin embargo, allí iban sacerdotes a decir la Misa, 
a administrar los sacramentos, a dar la comunión a los niños y a los 
adultos que Julia había preparado y convocado. Fue facultada para darse 
a sí misma la comunión cada día, para llevar la Eucaristía a los mori­bundos 
cuando el sagrado ministro no podía ir a buscarla, y para distri­buirla 
a los fieles que frecuentaban su capilla. Los ángeles custodios 
—a los que Julia honraba con culto particular— velaban sobre su casa, 
y varias veces, gracias a ellos, franqueó en pocos instantes obstáculos 
insuperables o difíciles de vencer. Por su oración, procuró a su padre, se­pultado 
bajo los escombros de una casa derrumbada, la absolución de 
un sacerdote no juramentado. 
FUNDACIÓN DEL INSTITUTO 
La muerte de su madre en 1804, la adhesión de una de sus tías al cisma 
de la «Pequeña Iglesia», disensiones y querellas entre curas y feligre­ses, 
pero principalmente la admiración declarada e ingenua con que sus 
compatriotas hieren su modestia la apartan de su tierra natal. Además, 
acaba Dios de manifestarle su misión y particular destino, por boca de 
una niña de ocho años, a la que Julia, su maestra, ha preparado para la 
primera Comunión. 
«Usted —le dice la niña en su lecho de muerte— fundará una comu­nidad 
religiosa. Durante largos años, sus hijas serán poco numerosas y no 
se hará ningún caso de ellas. Luego, la llevarán a usted a una abadía y allí 
morirá en edad avanzada, después de haberse ocupado en la restauración 
de una iglesia que ha sido muy célebre en la historia religiosa de Francia».
La predicción, que se realizará al pie de la letra, será luz y fuerza 
para la nueva fundadora, a la cual infundió grandes ánimos aquel anuncio. 
Tiene Julia cuarenta y nueve años, los trabajos, las austeridades y 
las vigilias han alterado su salud, pero no su ánimo. Se marcha de 
Barfleur, prometiendo a Dios no volver más allí. En Cherburgo, guiada 
por la gracia, encuentra en la capilla del hospicio al capellán de la casa, 
Luis Cabart, que desde hacía mucho tiempo consagraba a los pobres su 
fortuna y su persona. Confiésase con él, le expone su intención de instruir 
a las muchachas pobres, de sacrificarse por los desgraciados y de fundar 
una Congregación que tenga ese doble fin. No posee más recursos que la 
Providencia, el trabajo de sus manos y la pobreza personal. El sacerdote 
cree haber dado con la persona que buscaba para reemplazar, al frente de 
las niñas desheredadas, a las Hermanas de la Providencia que aún no se 
han vuelto a instalar en Cherburgo, ofrécele su obra, alquila una casa y 
en ella establece una escuela, a la que muy pronto acudirán trescientas 
niñas de la clase obrera. Una de sus amigas de Barfleur, ayuda a la di­rectora; 
luego llegan dos jóvenes aspirantes, una de ellas Luisa Viel, la 
futura Madre Plácida. El Instituto se funda con la aprobación del obispo 
de Coutances, bajo la dirección del celoso capellán. El 8 de septiembre 
de 1807, la fundadora —en adelante, Madre María Magdalena— y sus 
dos compañeras, profesan como religiosas. Las Hijas de la Misericordia 
—es el nombre que han escogido— se consagran a la instrucción y edu­cación 
de las muchachas pobres y al cuidado de los enfermos, el silencio y 
el trabajo serán casi continuos: observarán la mayor austeridad en la comi­da 
y en el sueño; rezarán el breviario de los sacerdotes; procurarán hacer 
cuanto bien puedan, llevando al mismo tiempo vida oculta; vivirán de su 
trabajo, y trabajarán hasta por la noche, a fin de no ser carga para nadie. 
Muy pronto se presentaron algunas postulantas. La fundadora pudo 
enviar a dos de sus hijas a dirigir la escuela de Octeville. En 1811, toda 
la comunidad se trasladó a esta localidad, pues las Hermanas de la Pro­videncia 
reorganizaron en Cherburgo sus talleres y clases. Con una ge­nerosidad 
heroica, que podía ser fatal al nuevo Instituto, la Madre Postel 
resolvió cederles el sitio para dedicarse sólo a los campesinos. 
NUEVAS FUNDACIONES. — DIFICULTADES Y PRUEBAS 
La nueva casa de Octeville era un establo espacioso, del que habían sa­cado 
los animales en vísperas de llegar las Hermanas. Era la pobre­za 
de Belén en todo su rigor. Húbose de trabajar mucho para poderse 
instalar en ella, y aun a pesar de todo, sólo se consiguió vivir en extrema 
indigencia. Una Hermana y una huérfana llevadas de Cherburgo, murie-
La administración municipal expulsa a Santa María Magdalena Postel 
de una casa que fuera comprada para ella y sus monjas. La Santa 
acata con humildad la injusta disposición. Como único bien, llévase una 
imagen de Nuestra Señora de los Dolores, a quien pide consuelo en el 
desamparo.
ron en la nueva residencia, y de no poner rápido remedio, era de prever 
que la muerte seguiría diezmando a la ya menguada comunidad. 
En tales condiciones, no les era posible a las Hermanas consagrarse a 
los fines de su vocación. La situación no podía durar. La antigua escuela 
de las Hermanas de San Vicente de Paúl de Tamerville encuadraba per­fectamente 
para casa matriz, y así optaron por ella. El propietario se ave­nía 
cederla, pero una inquilina de conducta sospechosa la tenía en arrien­do 
y se negaba a abandonarla. Tras muchas diligencias y ruegos, y 
después de severos reproches que le dirigió la fundadora, la inquilina dejó 
la casa. Las religiosas traspasaron allí su modesto mobiliario y tomaron a 
su cargo doce huérfanas. No faltaron las pruebas: falleció la Hermana 
Catalina Bellot, la primera compañera de Julia Postel; la maestra oficial 
declaróles su hostilidad desde el principio, y el propietario, que se negaba 
a renovar el alquiler, puso a las Hermanas en el trance de comprar la 
casa o abandonarla. Pero !a Providencia intervino oportunamente. El prín­cipe 
Lebrún, tesorero jefe del imperio, compró el establecimiento en 1813, 
con la intención de dejar el disfrute del mismo a las religiosas. La admi­nistración 
municipal, sin embargo, las obligó a marchar en el siguiente 
mes de octubre. La superiora, que llevaba la imagen de la Virgen dolo-rosa 
en sus brazos, volvióse diciendo: «Te volveré a ver, Tamerville». 
En Valognes, donde se instalaron en una modesta casa alquilada por 
el Señor Cabart, no podían hacer nada las Hermanas, por haber ya tres 
comunidades para la instrucción y los talleres. Viéronse obligadas a des­pedir 
a las huérfanas; y, para ganar el pan cotidiano, tuvieron que dedi­carse 
a la fabricación de paraguas. Vivían en extremada pobreza, pues no 
contaban con ningún socorro. Los mismos superiores eclesiásticos que 
hasta entonces habían dirigido y sostenido a la fundadora, la aconsejaron 
abandonar su empresa. La obra no parecía tener esperanzas de vida. 
Había desaparecido todo apoyo humano. Julia, no obstante, lejos de ami­lanarse, 
descansaba en la Providencia. Las Hermanas tuvieron consejo: al­quilaron 
junto a Tamerville una miserable choza y a ella fueron a vivir. 
El administrador de las propiedades del príncipe Lebrún, en Tamer­ville, 
llegó a ser alcalde de este Ayuntamiento. Gracias a él, las Hijas de 
la Misericordia pudieron, en 1816, volver a entrar en su antigua casa y 
acoger algunas huérfanas. Además del cuidado de los enfermos y ense­ñanza 
del catecismo, habían tomado la dirección de la escuela municipal. 
y como la ley exigía de toda maestra examen oficial previo, la superiora, 
a pesar de sus 62 años, se sometió con toda sencillez a esta prueba para 
animar a sus hijas. En 1817, para hacer frente a la terrible penuria, vendió 
cuanto halló a mano, y aunque la comunidad tuvo que alimentarse con 
hierbas hervidas, nunca faltó el pan a las huérfanas ni a los pobres.
Pruebas y alegrías se entremezclaron durante la vida de la fundadora. 
Marcháronse varias postulantes, y algunas profesas murieron o cayeron 
gravemente enfermas. Por este tiempo pudo fundar dos pequeñas residen­cias 
en Tourlaville y en la Glacerie. Hacia el 1827, la Madre se vio pri­vada 
de los dos sacerdotes que la dirigían hacía largo tiempo: el señor 
Dancel fue nombrado obispo de Bayona; y el señor Cabart, que había 
presidido la fundación del Instituto, murió y fue sustituido por el presbí­tero 
Lerenard. 
TRASLADO DE LA CASA MATRIZ 
En el convento de Tamerville se albergaban la Comunidad, noviciado, 
pensionistas y huérfanas, y aunque las religiosas fuesen poco numero­sas, 
resultaba demasiado pequeño. En 1832 adquiere la Madre María Mag­dalena, 
a nombre de su ecónomo, la vieja abadía benedictina de San 
Salvador del Vizconde, cuya iglesia y la mayor parte de las dependencias 
están medio demolidas. Ni siquiera tienen con qué pagar al notario; la 
fundadora, como siempre, cuenta sólo con la Providencia. El 15 de octu­bre 
de 1832, acompañada de dos sacerdotes, toma posesión, con su pe­queña 
comunidad, de aquellas ruinosas construcciones. Organiza personal­mente 
la nueva casa; instala la capilla en el lado bajo al sur de la iglesia; 
arregla una extensa huerta, acomoda talleres de tejidos y de costura; recoge 
las huérfanas y abre una escuela de pensionistas. La extremada pobreza, 
el trabajo abrumador, las zozobras de todo género, la envidia, la crítica, 
la enemiga del municipio..., y otras muchas cruces pesan sobre la Santa. 
El vicario general de Coutances, nombrado superior eclesiástico, es re­cibido 
por la Madre Postel como enviado de Dios, destinado a darle, en 
nombre de la autoridad diocesana, una Regla aprobada por la Iglesia; y 
a propuesta suya, con humildad que es uno de sus más hermosos títulos 
de gloria, acepta para su Instituto las Constituciones de las Hermanas de 
las Escuelas Cristianas. «Esta es realmente la voluntad de Dios» —afirma 
ella. Los votos religiosos fueron precedidos por un año de noviciado, al 
que siguió un retiro espiritual memorable. Ochenta y dos años tenía la 
fundadora cuando, el 21 de septiembre de 1838, hizo profesión con sus 
hijas según las Reglas definitivas. Un lazo íntimo unió desde entonces a 
los dos Institutos dedicados a la misma obra de la educación de la juven­tud. 
La superiora logró conservar el rezo del oficio divino, el cargo de 
sacristana, que le permitía vivir más unida al Sagrario, su única comida 
diaria, los ayunos, las noches de adoración, el justillo de mil puntas de 
hierro, la cama de tablas y las otras prácticas de austeridad y de humil­dad 
que solía ejercitar, y que habían sido mitigadas en las nuevas Reglas.
RESTAURACIÓN DE LA IGLESIA ABACIAL 
Pa r e c e como que la Madre María Magdalena viviera de milagro. Sin 
embargo, y a pesar de tanta pobreza y de las pruebas y contradiccio­nes 
que la cercan, emprende la restauración de la iglesia abacial. «Hagá­moslo 
—dice— porque es voluntad de Dios». Así debe ser, pues los obs­táculos 
que provenían de los propietarios, desaparecen, y la Providencia 
les envía recursos según la necesidad. Por obediencia a su Madre, la Her­mana 
Plácida Viel, que le sucederá en el cargo de Superiora general, va 
en 1824 a mendigar a París, a provincias y aun fuera de Francia, y Dios 
protege y bendice a la humilde religiosa. Con el objeto de levantar una ca­pilla 
más amplia y hermosa, la Superiora y sus hijas desbrozan el terreno, 
escogen las piedras y preparan los materiales con extraordinario ardor. Un 
simple carpintero desempeña las funciones de arquitecto, escultor y capa­taz: 
los exiguos recursos de la casa no consienten otra solución. 
El 25 de noviembre de 1842, el campanario reedificado ábrese como 
un libro y se desploma. No hay que lamentar ninguna desgracia personal, 
por lo que, en acción de gracias, entonan el Te Deum. Como respuesta al 
desaliento general, dispone la fundadora comenzar de nuevo. «Vamos a 
reconstruir todo a la vez —dice—■, el dinero no faltará hasta que la igle­sia 
esté acabada, yo la veré terminar... desde el cielo». Se derribó y se 
volvió a construir. En una piedra angular, la Madre hizo grabar estas 
palabras, que eran toda su divisa: «Confianza en Dios». La Hermana 
Plácida pidió de limosna los fondos necesarios. Viéronse repetidas veces 
en apurada situación: algunos se empeñaban en parar los trabajos y des­pedir 
a los obreros; la Superiora se opuso terminantemente y la Providen­cia 
realizó su predicción con socorros inesperados. Reedificada la iglesia, 
fue consagrada en 1856 por monseñor Delamare, obispo de Luijón. 
ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE LA SANTA 
En los postreros años, el aumento considerable de vocaciones permitió a 
Magdalena Postel fundar numerosas escuelas y residencias, una de 
ellas en París. Contribuyó, además, a establecer la Congregación de Her­manos 
de la Misericordia, semejante, en los fines, a la suya. No obstante 
su vejez patriarcal, continuó la vida de trabajo y austeridad hasta que la 
fatiga acabó por rendirla definitivamente. Aún pugnó con sobrehumana 
entereza por imponerse al propio agotamiento; y en cuanto se lo permitía 
su extremada debilidad siguió compartiendo los trabajos con sus Herma-
ñas y asistiendo a los ejercicios religiosos, hasta consumir el último resto 
de su vigor físico. Fiel a su resolución, quiso dar admirable ejemplo de 
constancia a sus hijas. Entendía que la solidez de las bases era esencial 
para el afianzamiento de aquella obra que tanto complacía al Señor. 
Comprendió entonces que la muerte andaba ya muy cerca y se concen­tró 
en sí misma para prepararse al paso definitivo. 
El día 2 de julio de 1846, anunció a cuantos la rodeaban que la próxi­ma 
primera fiesta de la Santísima Virgen sería su día postrero en la 
tierra; había tenido el presentimiento de lo que realmente aconteció. 
María Santísima recibió a su fidelísima sierva el 16 de julio, festividad 
de Nuestra Señora del Carmen. Tenía más de noventa años, y pudo, si­guiendo 
la práctica de toda su vida, comulgar por la mañana y rezar el 
oficio del día. Sus últimas palabras fueron: «Dios mío. en tus manos en­comiendo 
mi alma», después de las cuales expiró plácidamente. 
Durante las exequias, más bien que rezar por el descanso de su alma, 
se encomendaban todos a su intercesión. El cuerpo, colocado en la cripta 
situada en el coro de la iglesia abacial, fue luego trasladado a la capilla 
de la Cruz. Allí, bajo una arcada hecha en la pared, se levantó una tumba 
sobre la que domina la estatua de piedra de la Madre Postel, está repre­sentada 
de rodillas delante de una cruz, en la que están grabadas estas 
palabras- «Obediencia hasta la muerte». Innumerables gracias y prodigios 
asombrosos que se obtuvieron por mediación de la humilde fundadora 
en favor de su abadía, contribuyeron a propagar su devoción. 
María Magdalena Postel fue beatificada el 17 de mayo de 1908, y ca­nonizada 
al mismo tiempo que la fundadora de otro Instituto religioso 
dedicado a la enseñanza, Santa Magdalena Sofía Barat, el 24 de mayo 
de 1925. Celébrase su fiesta el 17 de julio, día siguiente al aniversario de 
su muerte. 
S A N T O R A L 
N u e s t r a S e ñ o r a d e l C a rm e n (véase nuestro tomo de «Festividades del Año Li­túrgico 
», página 341). — E l T r i u n f o d e l a S a n t a C r u z (pág. 351 del 
citado tomo). Conmemórase este hecho el día 17 ó 21. Santos Sise-nando, 
diácono y mártir; Domnión y Justiniano, niños mártires; Eusta­quio, 
patriarca de Antioquía; Atenógenes, obispo, y diez discípulos suyos, 
mártires en Sebaste de Armenia; Vitaliano, Eterio y Landerico, obispos 
y confesores; Hilarino, monje, martirizado en Arezzo (Toscana); Fausto, 
clavado en cruz, y luego asaeteado, en tiempo de Decio; Zuirardo, monje 
y solitario húngaro. Beato Ceslas, dominico. Santas María Mardalena 
Postel, virgen y fundadora, cuya fiesta se celebra mañana; Reinelda o 
Reinalda, virgen y mártir.
D IA 17 DE JUL IO 
SAN AL E JO 
CONFESOR ( t hacia el 412) 
Ap a r e c e en varios documentos latinos, con algunos variantes de se­cundario 
interés, una larga relación de la vida de San Alejo. Esta 
relación, redactada en Roma hacia el siglo x, al parecer por los 
monjes encargados de la iglesia de San Bonifacio, parece ser como la tra­ducción, 
algo retocada, de una leyenda o biografía que en lengua griega 
fuera compuesta más de un siglo antes por un autor desconocido. La bio­grafía 
griega, a su vez tiene mucho parecido, por una parte, con una 
narración del siglo v, posterior a la muerte de Rabula, obispo de Edesa 
u Orfa, en Mesopotamia (t 435), y, por otra, con las Actas del monje San 
Juan Calibita que, como San Alejo, vivió varios años en la casa paterna, 
sin ser reconocido por sus padres hasta después de su muerte. El relato 
siríaco y las Actas han debido inspirar, muy probablemente, al redactor 
griego de la historia de San Alejo, aparecida a principios de la Edad Me­dia. 
Aunque varias partes de esta obra se consideran históricamente dis­cutibles, 
la coincidencia de ciertos datos documentales y la tradición 
apoyan la veracidad esencial del asunto en aquello que viene a ser como 
la medula de la narración. Y como quiera que es ésta la parte más inte­resante 
para nuestro estudio, a ella nos atendremos.
FAMILIA DE SAN ALEJO 
Se g ú n el historiador griego, Alejo nació en Roma, hacia la segunda 
mitad del siglo iv. Era su padre Eufemiano, uno de los más ricos e 
ilustres senadores de la ciudad; y su madre Agíais, de nobleza igual a la 
de su esposo; pero ambos, aún mucho más recomendables por su noto­ria 
virtud que por su nacimiento y bienes de fortuna. Su casa era albergue 
de todos los necesitados, y su caridad ilimitada. Fuera de las muchas li­mosnas 
secretas que repartían entre los pobres honrados y vergonzantes, 
cada día daban de comer a trescientos o cuatrocientos indigentes a la 
puerta de su casa, de manera que todas sus grandes rentas se consumían 
en limosnas. Inclinábales más a esta misericordiosa liberalidad el hallarse 
sin sucesión y sin heredero, pero al fin les concedió el cielo uno que, desde 
luego, consideraron como fruto de sus limosnas y de sus oraciones. 
El nacimiento de Aiejo llenó de gozo a toda la familia, la santidad de 
su vida la colmó con el tiempo de gloria y esplendor. Pasó los primeros 
años de la niñez en compañía de sus padres, cuyos ejemplos y doctrina 
eran igualmente eficaces para grabar en su tierno corazón el amor a todas 
las virtudes. Pusieron ellos el mayor cuidado en buscarle maestros que 
fuesen tan hábiles en la ciencia de los santos como en las ciencias huma­nas. 
Con la ayuda de éstos, hizo Alejo progresos extraordinarios que acre­ditaron 
en poco tiempo la excelencia de su ingenio. 
Concurrían, además, en nuestro joven la afabilidad y nobilísima indole 
del carácter, rara agudeza y penetración, y fácil palabra. Condiciones éstas 
que no tardaron en granjearle muy halagadora fama. Como, por otra 
parte, realzaba tales dotes con un exquisito trato y modales elegantes y 
finos, pronto aquel renombre acabó por formar un ambiente de popula­ridad 
que hizo de Alejo la admiración y el encanto de la ciudad entera. 
Lo cual no dejaba de alegrar profundamente a sus padres. Fundaban ellos 
todas sus humanas ilusiones en el que había de heredar las glorias familia­res, 
y aquel feliz comienzo tenía que causarles gran satisfacción. 
Heredero de inmensa fortuna, y emparentado por alguno de sus ascen­dientes 
con el príncipe que a la sazón gobernaba el imperio romano, el 
joven parecía naturalmente destinado a empleos y cargos distinguidos, el 
mundo con sus glorias y honores le sonreía. Pero todo ello le importaba 
poco. Al paso que iba creciendo en sabiduría, crecía también en virtud, y 
desde luego fue fácil conocer el tedio y disgusto que le causaban las cosas 
terrenales. Dios, que le destinaba a una gloria más sólida que la de la 
tierra, preparábale para que fuera en el mundo, maravilloso signo de 
contradicción concediéndole el don sin par de la pobreza voluntaria.
PRINCIPIO Y FIN DE UNA BODA 
Cuando Alejo llegó a la edad núbil, sus padres le propusieron en ma­trimonio 
a una doncella romana, emparentada también con la fami­lia 
imperial. Competían en ella la virtud y la hermosura, y parecía desti­nada 
expresamente por el cielo para coronar las felicidades de aquella 
familia. A pesar de sus repugnancias por el estado de matrimonio, condes­cendió 
Alejo con la voluntad de sus padres, precisamente por el respeto 
que les profesaba, y por temor a disgustarlos con su resistencia. Éstos se 
alegraron sobremanera al ver asegurada la felicidad de su hijo, al mismo 
tiempo que la continuación de su casa y las tradiciones cristianas de la 
familia, ambiciones éstas que son muy naturales en todo hogar. 
Cuando llegó el día indicado, empezáronse, con esplendor extraordina­rio, 
las diversas ceremonias o formalidades que en aquella época acompa­ñaban 
a la celebración del matrimonio. Alejo se prestó a todo, pero en 
la noche del mismo día, en el momento de cumplir la formalidad que 
debía hacer definitivo el contrato empezado, vaciló el joven. En vez de 
acompañar a su desposada a la suntuosa habitación que les estaba desti­nada, 
Alejo se apartó de los convidados, y en ferviente oración pidió a 
Dios que le hiciera conocer su voluntad. Por divina inspiración, con la 
gracia que iluminó su alma, renovó la promesa que había hecho de perte­necer 
sólo a Jesucristo y de imitarle en su humildad y pobreza, consagró 
su cuerpo y su alma a Dios determinando permanecer virgen. 
Alejo debía de dar a conocer a su desposada la decisión que acababa 
de tomar. A este efecto, puso en la habitación de la joven el anillo de 
oro, prenda de la alianza, cuya devolución, en aquella hora, según las 
costumbres de la época, rompía el matrimonio aún no definitivamente 
concluido. Libre ya del compromiso, como de una servidumbre, Alejo 
abandonó secretamente, aquella misma noche, la casa paterna para poder 
practicar la pobreza voluntaria e imitar a Cristo que, siendo dueño de 
todas las cosas, quiso hacerse pobre y vivir por amor al hombre en la 
más extremada humildad. 
DE ROMA A EDESA 
Con el fin de escapar más rápida y seguramente a las pesquisas que 
sus padres no dejarían de hacer, Alejo debió apresurarse a salir de 
Roma para llegar al puerto de Ostia, desde donde podía, por barco, arri­bar 
a Egipto o a Siria. Desconócese el itinerario que siguió el piadoso pere­
grino. Pero bien puede suponerse que evitaba con cuidado todo lo que 
pudiera darle a conocer a los mensajeros enviados por sus padres. 
Para alejarse más aún de su familia, encaminóse a pie hacia una an­tigua 
y opulenta ciudad de la Mesopotamia septentrional. Era Edesa 
—hoy Orfa—, capital de Osroena, ciudad fronteriza romana que había 
sido evangelizada en los primeros días del cristianismo. Edesa había lle­gado 
a ser el primer centro religioso de los arameos cristianos y el foco 
ardiente de un movimiento intelectual, gracias a su célebre escuela o uni­versidad. 
Había en ella más de trescientos monasterios fervientes en los 
que el culto de María se celebraba con extraordinario fervor. Esta ciudad, 
profundamente cristiana, fue escogida por el joven patricio romano para 
su asiento. Mezclóse a los mendigos que permanecían acostumbrada­mente 
cerca del santuario, muy concurrido, de la Santísima Virgen. Como 
ellos, pedía limosna a la puerta de esta iglesia algunas horas del d ía ; las 
demás, las pasaba en oración. Por la noche dormía en el pórtico de ella 
tendido en el duro suelo. Contentábase con un poco de pan y algunas 
legumbres, y daba a los otros pobres lo demás que recibía de los fieles. 
Aquel modo de vivir era muy distinto del que conociera en sus años 
mozos, y así, en breve tiempo, se desfiguró de manera que era imposible 
conocerle. Llegaron a Edesa, en busca suya, algunos criados de su padre, 
con la noticia que tuvieron de que un mancebo se había embarcado para 
el Oriente, conociólos él muy bien, pidióles limosna, y se la dieron sin 
saber a quién se la daban. No estuvo escondida mucho tiempo virtud tan 
extraordinaria, a pesar de las diligencias que Alejo hacía para ocultarla. 
El sacerdote sacristán de la iglesia quedó muy edificado de la conducta 
y palabras de este pobre, que un día, bajo el sello del secreto, le abrió su 
alma y le dio a conocer la razón de su presencia en Edesa. Si ha de creer­se 
al autor de la vida griega, el hijo del senador Eufemiano debió perma­necer 
diecisiete años en la abyección y el olvido entre los mendigos de 
Edesa. Tras este lapso de tiempo, plugo a la Santísima Virgen glorificar 
a su siervo revelando su gran santidad por un portentoso milagro. 
SAN ALEJO SALE DE EDESA 
Pa s a n d o un día el tesorero, o tal vez el sacristán de la iglesia, bajo los 
pórticos del santuario dedicado a María, la imagen de la Virgen se 
iluminó con claridad repentina. Asombrado por este prodigio, el sacer­dote 
se arrodilló temblando a los pies de Nuestra Señora. La Madre de 
Dios le tranquilizó con ademán lleno de dulzura y, mostrándole el men­digo 
que estaba cerca, le dijo: «Ve, prepara a este pobre una habitación
Lo s padres y la esposa de San Alejo descubren bajo la escalera de 
la propia casa, al hijo y al esposo a quien tanto han llorado y a 
quien, sin saberlo, tan cerca tenían. Todos derraman abundantes lágri­mas 
sobre el venerando cadáver, y la ciudad de Roma, conmovida, cele­bra 
gloriosos funerales.
conveniente, no puedo sufrir que uno de mis siervos tan devoto perma­nezca 
abandonado y desconocido a la puerta misma de mi santuario». 
La noticia de esta revelación se divulgó pronto por la ciudad. Alejo, 
para sustraeise a las muestras de respeto y veneración de que era objeto, 
y para impedir que su verdadera condición viniera a descubrirse, salió in­mediatamente 
de Edesa y, por etapas, llegó a la costa siria, y embarcóse 
en un navio que se hacía a la vela para Tarso. Esperaba visitar esta ciu­dad 
llena aún le recuerdos de San Pablo, pero una furiosa tempestad 
obligó al barco a cambiar de rumbo. Después de una travesía bastante 
larga, llegaron frente a las costas de Italia y no lejos de Roma, en donde 
la Providencia había fijado la morada definitiva del ilustre peregrino. 
MENDIGO EN LA CASA PATERNA 
Al entrar pobre y desconocido en esta ciudad en donde su familia ocu­paba 
situación distinguida, concibió Alejo un pensamiento sublime. 
En vez de escoger para refugio, como en Edesa, el pórtico de una iglesia, 
se dirigió hacia la morada paterna y pidió un rincón en la casa que le 
pertenecía. Considerándole por menesteroso, Eufemiano, que jamás re­chazaba 
a los pobres, no quiso que se impidiese permanecer en su casa, 
día y noche, al que llegaba con vestido tan pobre y roto. Preparósele, pues 
un aposentillo, debajo de la escalera principal, y en pago de esta hospi­talidad, 
que el mundo juzgaba extraordinaria, el bienhechor no pidió más 
que un favor. 
—¿Cuál? —interrogó el mendigo. 
—Que ruegues por la pronta vuelta de un hijo único que nos abando­nó 
hace mucho tiempo. 
El corazón se le desgarró ante las lágrimas de sus padres, pero guardó 
su secreto, pensando que el Señor se había comprometido a recompensar 
magníficamente todo sacrificio sufrido en su nombre, y que aun el dolor 
de su padre se cambiaría en gozo en el cielo. Resolvió, pues, permanecer 
desconocido de los suyos, y distribuyó el día entre la oración, la visita a 
las iglesias y las obras de caridad. Tuvo que sufrir a menudo las burlas e 
insultos del populacho y los malos tratamientos de los criados de su 
padre. Vio las lágrimas de su madre, las de su desposada, que conservó 
inviolable fidelidad a aquel a quien había esperado pertenecer. Escuchan­do 
sus quejas y la relación de sus sufrimientos, supo sin duda consolarlas 
y darles una legítima esperanza. Su alma sufría lo indecible viendo sufrir 
a los que amaba tan ardientemente, pero guardó silencio para poder per­manecer 
fiel al amor perfecto prometido a Jesús. Así vivió otros diecisiete 
años, como mendigo, en la propia casa de sus padres, en frecuente con­
tacto con ellos. Dios permitió que quedase ignorada de todos hasta la 
hora de su muerte. Sin embargo, llegó un día en que se ordenó pusiera por 
escrito su nombre y la historia de su vida. Hízolo así Alejo con sencillez y 
cual si ya no importase su secreto; comprendía que estaba cerca su fin. 
MUERTE DE SAN ALEJO 
Ag o t a d o por las austeridades a que se entregaba desde hacía tantos 
años, el pobre de Cristo se vio obligado por la enfermedad a quedar­se 
en su pobre escondrijo. Alegrábase de esta última prueba, pero ansioso 
de llevar su secreto a la tumba, continuó aquella lucha extraordinaria 
con Dios, que quería glorificar a su siervo, mientras éste no se cuida­ba 
más que de glorificar la humildad y la pobreza evangélicas. 
Lucha maravillosa que sólo pueden comprender quienes se han inicia­do 
en los misterios del divino amor. Pugna admirable en que el Santo se 
esfuerza por conquistar el último galardón de la virtud —la perseveran­cia—, 
por temor de que un desfallecimiento o un punto de vanidad roben 
un poquito de la gloria que ha querido reservar exclusivamente para Dios. 
Algunos días después —cuenta la leyenda—, estando el papa San Ino­cencio 
I (401-417) celebrando misa en la basílica de San Pedro, en presen­cia 
del emperador y de gran concurso de fieles, oyóse una voz que decía: 
«Buscad al siervo de Dios, y rogará por Roma y el Señor le será pro­picio 
». Por toda la ciudad se buscó a ese santo desconocido, cuya exis­tencia 
se dignaba el cielo revelar. Pero los esfuerzos fueron infructuosos. 
El pueblo, reunido de nuevo en la misma basílica, se puso a rogar, supli­cando 
al Señor le hiciera conocer el retiro de su siervo. «El siervo de Dios 
que buscáis —fue la respuesta—, se encuentra en la casa de Eufemiano». 
El senador no creía poseer semejante tesoro, pero un esclavo, que había 
adquirido cierta amistad con Alejo, dijo: «Señor, el siervo de Dios, cuya 
existencia en vuestra casa ha revelado el cielo, debe ser aquel pobre a 
quien vos dais hospitalidad, porque es hombre que comulga a menudo, 
reza mucho, ayuna, visita las iglesias y sufre con' paciencia, humildad y 
alegría muchas y graves molestias de los criados de casa». 
Eufemiano entró en el cuartucho; en él, tendido en el suelo, cubierto 
el rostro con su pobre capa, estaba el Santo: Alejo había muerto pocas 
horas antes. Esto sucedió —según el autor de la biografía latina— en el 
pontificado de San Inocencio I. San Alejo moriría, pues, entre el 401 y 
el 417, en los primeros años del siglo v y en fecha que no se puede pre­cisar 
exactamente. El Martirologio y Breviario romanos, señalan el 17 de 
julio como el día de su fallecimiento.
RECONOCIDO POR SUS PADRES 
Co m p r o b a d a la muerte del mendigo, quitaron el saco que le cubría 
pecho y manos. Tenía en éstas un pergamino que llenó de estupor 
a todos los asistentes en él se revelaba la personalidad verdadera de aquel 
mendigo. El hijo único del senador Eufemiano acababa de morir desco­nocido 
y casi abandonado en la casa de su propia familia. Fácilmente se 
adivina el dolor de los padres de Alejo ante tan dolorosa e inesperada sor­presa. 
Casi no podían creerlo. Hallaban, por fin, a su hijo, pero sin vida, 
¡y le habían albergado, sin saberlo, durante tantos años! Reprochábanse 
no haber sabido reconocerle bajo los harapos que le cubrían. Era espec­táculo 
desgarrador ver a toda la familia sumida repentinamente en tan 
terrible prueba. El Papa hizo celebrar funerales tan solemnes, cual no se 
vieron semejantes en Roma, y durante una semana, el cuerpo de Alejo 
quedó expuesto en la basílica de San Pedro, ante un concurso inmenso de 
pueblo que acudía a implorar la protección del siervo de Dios. 
Algunos días más tarde —si se ha de creer el relato de varios manus­critos 
latinos— se le trasladó a la iglesia de San Bonifacio, donde se había 
desposado, y erigiósele en ella un magnífico sepulcro, que hizo glorioso el 
Señor con gran número de milagros. Con el tiempo, se convirtió en la 
iglesia de San Alejo el palacio de Eufemiano, sito en el monte Aventino; 
aun hoy se muestran algunos peldaños de la escalera bajo la cual estaba 
el aposentillo del Santo, y también una imagen de Nuestra Señora, que, 
según se cree, es la misma que estaba colocada sobre la puerta de la 
iglesia de Edesa y que habló al sacristán en favor de San Alejo. 
SU CULTO 
El culto de nuestro Santo quedó casi desconocido para gran parte del 
Occidente hasta fines del siglo x. Los Martirologios y los calendarios 
litúrgicos que nos han llegado, no mencionan fiesta alguna en su honor. 
A principios de la Edad Media hállase su nombre asociado al de San Bo­nifacio, 
como titular de una iglesia de Roma. Parece ser que el obispo 
Sergio de Damasco, refugiado en Roma en aquella época, dio a conocer 
en Italia la historia de San Alejo y propagó su culto. Hacia fines del 
siglo x, el papa Benedicto VII puso a disposición del prelado oriental la 
iglesia de San Bonifacio. Sergio estableció en ella un pequeño monasterio 
de monjes griegos que propagaron con entusiasmo la vida extraordinaria 
del joven patricio romano y tradujeron, retocándola, la relación griega 
ya compuesta, a que nos hemos referido anteriomente.
En la Ciudad Eterna, se hizo pronto muy popular la devoción a San 
Alejo, porque el peregrino mendicante era romano de origen y había 
vuelto a morir a la casa paterna. Pero esta devoción se propagó también 
fuera de Roma. San Adalberto, obispo de Praga, que vivió durante algún 
tiempo en el monasterio benedictino de los Santos Bonifacio y Alejo, 
en el Aventino (997), dejó una homilía sobre el Santo. Otro obispo del 
siglo x i i , llamado Marbodio, compuso un extenso poema sobre el mismo. 
Baronio hace notar en sus Anales eclesiásticos del año 1004. un milagro 
obtenido por intercesión de los Santos Alejo y Bonifacio, en favor de un 
religioso enfermo de la peste. La cripta de San Clemente, en Roma, con­serva 
frescos de la segunda mitad del siglo xi, en uno de los cuales se 
representan algunas escenas de la vida de San Alejo. 
En la Iglesia latina, la fiesta de este confesor, instituida probable­mente 
hacia el año 1200, se celebra el 17 de julio. Sólo se hizo durante 
mucho tiempo una simple conmemoración según el Breviario de 1550. 
El papa Urbano VIII, el 18 de octubre de 1637, la elevó a rito semidoble, 
que es el que conserva. El 31 de agosto de 1697 Inocencio XII la esta­bleció 
como fiesta de precepto para la diócesis de Roma. La Iglesia griega 
honra a San Alejo el 17 de marzo. 
En la iconografía cristiana, represéntase a San Alejo con las insignias 
de los peregrinos de antaño, el bordón, la cuenca y el sombrero, o como 
un mendigo que tiene entre las manos, rígidas por la muerte, el escrito 
que le hizo reconocer. Es invocado como patrono de los peregrinos y men­digos. 
El cuerpo de San Alejo se halla bajo el altar mayor de la iglesia 
de San Bonifacio, en Roma. En el altar del Santísimo Sacramento de la 
citada iglesia se venera una imagen de la Virgen que el peregrino trajo 
de Edesa. 
S A N T O R A L 
Santos Alejo, confesor; León W, papa; Fredegando, misionero; Enodio. obispo de 
Pavía: Teodosio. obispo de Auxerre; Jacinto, mártir en Amestrida de 
Paflagonia: Generoso, martirizado en Tívoli; Turnino, monje y confesor: 
Juan Anglico, trinitario, Arnulfo. obispo de Tours y mártir; Quenelmo, 
príncipe inglés, mártir; Espérate, Narzal. Citino, Vetulio. Félix, Acilino 
y Letancio. naturales de Escilita y martirizados en Cartago. Beatos Bar­tolomé 
de los Mártires, de la Orden de Santo Domingo, arzobispo. Benigno, 
abad de Vallumbrosa. Santas María Magdalena Postel, virgen y funda­dora 
(véase el día de ayer); Marcelina, virgen; Teodora, mártir de los ico­noclastas; 
Jenara. Generosa, Vestina. Donata y Segunda, naturales de 
Escilita y mártires en Cartago.
El papa Sixto V Perdición y conversión 
D IA 18 DE JUL IO 
SAN CAMILO DE LELIS 
FUNDADOR DE LOS MINISTROS DE LOS ENFERMOS 
O CAMILOS (1550-1614) 
Es t e gran apóstol de la caridad, padre de los pobres y de los enfer­mos, 
consagró a su servicio, en el siglo sensual y egoísta de la Re­forma, 
sus propias fuerzas y la Congregación que fundó. El antiguo 
soldado a quien sólo apasionaba el juego, empleó sus días, salud, y vida 
en pro de los miembros doloridos del cuerpo místico de Cristo. Enfer­mo 
como estaba, el dolor y el amor le dieron un corazón de madre ante 
el sufrimiento, como ha pasado por el hospital, conocerá las miserias que 
hay que aliviar y los desórdenes que deben ser suprimidos. Pondrá a la 
cabecera de los desgraciados, en vez de enfermeros codiciosos y, en 
ocasiones, descuidados, almas complacientes, abrasadas de la ardiente 
llama de la divina caridad. El hospital es su elemento; su paraíso terrestre; 
fuera de él desfallece su vida. En el lecho de muerte, como un gesto 
simbólico, hará que le traigan las llaves del hospital, porque ellas le 
abrirán el cielo, como se lo abrirán a sus hijos y a cuantos sean en esta 
lierra «ministros caritativos», siervos de los enfermos. Santa y poderosa 
filosofía cuya verdad es el mismo amor, única fuerza de crear los grandes 
héroes de la fe.
SUEÑO PROFÉTICO. — INFANCIA Y JUVENTUD 
Ca m il o de Lelis nació, como el Divino Salvador, en un establo. Fue 
el 25 de mayo de 1550, en Bucchianico, villa del antiguo reino de 
Nápoles, verdadera fortaleza por su posición y por sus defensas. Su padre, 
Juan de Lelis, dedicado al ejercicio de las armas, era uno de los mejores 
capitanes de Carlos V, el nombíe de la madre, Camila Compellio, era 
ilustre en la marca de Ancona. 
El nacimiento de nuestro Santo fue especial don del cielo, pues su 
madre tenía ya sesenta años de edad, y tal debilidad de constitución, que 
toda razón humana debía juzgarla estéril. Pocos días antes de dar a luz 
a Camilo tuvo un misterioso sueño, parecióla que su hijo iba, como 
jefe, a la cabeza de una cuadrilla de niños que tenían como él una cruz 
roja en el pecho, y que llevaba un estandarte donde aparecía una cruz 
igual. La virtuosa madre tuvo miedo, el niño tanto tiempo deseado, ¿no 
llegaría a ser jefe de bandoleros, y, por tanto, vergüenza de la noble y 
antigua familia de los Lelis? Pero este sueño no era un presagio siniestro, 
sino anuncio de la maravillosa vocación del que sería padre y jefe de una 
familia de héroes que tendrían por distintivo la cruz roja. 
Durante los trece años que vivió todavía, consagróse la madre con vigi­lante 
solicitud a la educación moral y religiosa del niño, le inculcó fe 
profunda y sólida piedad basada en el amor y temor de Dios y en el 
horror al pecado. Aunque de natural ardiente y de carácter noble y deli­cado, 
disgustóse pronto Camilo del estudio, y, muerta su madre, dejólo a 
un lado para entregarse a la lectura de libros de caballería y, sobre todo, 
para jugar a los naipes y a los dados en compañía de otros jóvenes. el 
juego vino ser su pasión dominante y su gran ocupación diaria. 
Llegado a la edad de 19 años, resolvió Camilo, al igual que dos primos 
suyos, abrazar la carrera militar, en la que se habían distinguido mucho 
sus antepasados y a la cual le preparaba su educación. Partió, pues, con 
su padre, a sentar plaza al servicio de la república de Venecia. Los dos 
cayeron enfermos y hubieron de volverse atrás. A poco murió Juan de 
Lelis, en San Lupidio, junto a Loreto, en casa de un capitán amigo suyo. 
Cumplidos los últimos deberes para con su padre, prosiguió Camilo su 
itinerario con el firme propósito de alistarse. Para colmo de desgracias, 
le había salido en la pierna una llaga que le hacía cojear y que compro­metía 
su porvenir en el ejército. Enfermo como estaba, el huérfano tuvo, 
que pararse en la ciudad de Fermo. Vio allí, casualmente, a dos reli­giosos 
franciscanos cuya compostura y modestia reflejaban vivamente la 
santidad de sus costumbres. Espectáculo tal le compungió el alma y le
hizo avergonzarse de su vida disipada. Reflexionó y decidió cambiar de 
vida, y para conseguirlo con mayor facilidad hizo allí mismo voto de 
tomar el hábito de San Francisco en una de las casas de la gloriosa Orden. 
Deseoso de poner por obra su promesa, presentóse en el convento de 
San Bernardino, en Áquila. El guardián, tío suyo, no se atrevió a admitir 
a aquel postulante enfermo y de vocación tan repentina. Camilo tomó 
pie de esta negativa para abandonar su resolución de hacerse religioso. 
Con el fin de aprovechar para curar la pierna, entró de enfermero en el 
hospital de Santiago de Roma. Pero la pasión por el juego, que le hacía 
olvidar el cuidado de los enfermos, y su carácter fogoso fueron causa de 
que al cabo de un mes se le despidiera, no curado aún por completo. 
Era el año 1569. En Roma se reclutaban soldados para combatir al 
sultán Selim, que quería arrebatar Chipre a los venecianos. Camilo se 
alistó y permaneció tres años al servicio de la república de Venecia. En 
Corfú cayó gravemente enfermo, por lo que no pudo tomar parte en la 
batalla de Lepanto; en el sitio de Cáttaro sufrió mucha necesidad y hasta 
tuvo que alimentarse de hierbas. 
Después de esta terrible campaña, en la que Dios le protegió de un 
modo visible, pasó al servicio de la corona de España. Durante una 
violenta tempestad renovó —28 de octubre de 1574— el voto de hacerse 
franciscano. Las galeras reales sufrieron tales averías, que llegadas a Ná-poles 
hubo que desarmarlas y licenciar a la dotación. Aunque Camilo no 
tenía más bienes que los vestidos que llevaba puestos, dejóse otra vez 
vencer por su pasión dominante, y jugó la espada, el mosquete, la taba­quera, 
el capote de campaña y hasta la camisa. Hubo de perderlo todo; 
con lo cual vióse en el mayor desamparo y en la necesidad de mendigar 
el pan. Dios, para convertirle, le enviaba la enfermedad, la humillación, 
la miseria. Este jugador empedernido no fue, sin embargo, ni impúdico, 
ni blasfemo, ni traidor. Permaneció casto aun en la vida licenciosa del 
campamento, no mancharon su labios ni la blasfemia, ni la imprecación, 
en el juego fue siempre justo y noble, y en su vida aventurera, perma­neció 
fiel a la fe de su infancia. 
CONVERSIÓN MILAGROSA Y DEFINITIVA 
A fines de noviembre de 1574, Camilo, con un compañero llamado Ti­berio, 
pide limosna a la puerta de la iglesia de Manfredonia. Un 
tal Antonio de Nicastro, encargado de la construcción de un convento 
de Capuchinos, le ofrece trabajo; Tiberio le impide aceptarlo y le lleva 
consigo hacia Barletta. Empero, instigado Camilo por una voz interior,
vuelve atrás y pide trabajo en el convento de los religiosos. Diéronle el 
encargo de acarrear piedra y cal con la ayuda de unos jumentos. Aunque 
el ejercicio era en sí poco penoso, costaba mucho a su arrogancia de 
soldado • « ¡ Vaya ocupación más degradante para quien ha manejado la 
espada!» —le repetía Tiherio—. Los pilludos menudeaban asimismo las 
befas contra el militar. Fue necesaria toda la amabilidad de los buenos 
Padres para calmar un poco el orgullo que se encabrita. Camilo estaba 
resuelto a dejar el hospitalario convento por la guerra, el juego y la vida 
frívola y disipada, en cuanto tuviera un poco de dinero. 
Así pensaba él, pero Dios iba a orientar su vida en una dirección 
totalmente contraria. En los comienzos de 1575 nuestro mozo va al con­vento 
de San Juan, a algunas leguas de Manfredonia, para traer de allí 
una carga de vino. Fray Ángel, guardián del convento, le toma aparte, le 
habla de la brevedad de la vida, de la cuenta que deberá dar un día del 
empleo del tiempo, y de cómo ha de habérselas para alejar y vencer las 
tentaciones. Camilo le escucha con atención. Al día siguiente, durante el 
camino, reflexiona sobre las palabras del religioso. Una luz extraordinaria 
inunda su alma: ahora se da cuenta de la bondad de Dios, de la fealdad 
del pecado, de la vanidad de los mundanos placeres. Conmovido y 
arrepentido, cae de hinojos en medio del campo. « ¡ Ah, desgraciado de 
mí! —exclama—. ¿Por qué he conocido tan tarde a mi Dios? ¿Cómo he 
podido ofender a un Padre tan misericordioso? Perdonad, Señor, a este 
miserable pecador, dadle tiempo para hacer rigurosa penitencia. No quiero 
quedarme más en medio del mundo que me aparta de Vos. Renuncio, 
Señor, renuncio a él para siempre». 
Acababa de cumplir Camilo los veinticinco años, y ya nunca dejó de 
celebrar con fervorosa gratitud el aniversario de esta conversión tan de­cisiva 
para su vida y tan fecunda en resultados para sus proyectos de 
caridad. 
EN EL NOVICIADO DE LOS PADRES CAPUCHINOS 
En cuanto llegó a Manfredonia, pidió y obtuvo el hábito franciscano. 
De allí fué enviado a Trivento para hacer el noviciado como Her­mano 
converso. Le apellidaban el Hermano Humilde por su amor a la 
abyección, a la obediencia y a la paciencia. Poco antes de la fecha fijada 
para la profesión, habiéndose renovado, con el continuo ludir del hábito, 
la llaga peligrosa que tenía en la pierna, no pudo continuar en aquel tenor 
de vida. Los religiosos, que estimaban sumamente las virtudes heroicas 
que advertían en él, prometieron recibirle siempre que sanase de su llaga. 
Esta promesa suavizó un tanto la amargura de su corazón.
De s d e s u conversación con Fray Ángel, una luz celestial ha penetra-dro 
el corazón de Camilo. El Santo apéase del caballo, y, arrodi­llado 
en medio del camino, deshecho en copioso llanto, pide a Dios 
perdón de sus pecados; promete hacer asperísima penitencia y entrar 
lo antes posible en religión.
Volvió, pues, Camilo a Roma para hacerse curar en el hospital de San 
tiago. Allí sirvió a los enfermos durante cuatro/años, con gran fidelidad y 
abnegación. Una vez curado, creyóse obligado, a causa de su voto, a 
volver a la orden seráfica. En el noviciado de Tagliacozzo, en los Abruzos, 
volvió a abrírsele la llaga, y tuvo que alejarse nuevamente como se lo 
había pronosticado en Roma su confesor San Felipe Neri. Nueva estancia 
en el hospital de Santiago, donde le dieron el empleo de mayordomo. Con 
una administración prudente, restableció el orden y procuró a los pobres 
enfermos los cuidados más asiduos. Comunicó a los enfermeros y em­pleados, 
con sus pláticas o con lecturas piadosas y, sobre todo, con el 
ejemplo de una vida de paciencia, de abnegación y de amor sobrenatural, 
algunas centellas de su ardiente caridad para con los desgraciados. Siem­pre 
preocupado por su voto, intentó, por dos veces más entrar en la Orden 
de San Francisco. Dos certificados de negativa motivada, expedidos por 
los superiores, calmaron finalmente sus inquietudes, pero conservó 
siempre profunda devoción hacia el Pobre de Asís, en cuyos ejemplos 
aprendiera bellísimas obras de caridad. 
CAMILO, YA SACERDOTE, FUNDA SU INSTITUTO 
Te s t ig o de la negligencia con que los empleados asalariados solían 
atender al cuidado de los enfermos, y del abandono en que se de­jaba 
a los moribundos así como los graves desórdenes que pudo muy a 
menudo observar dentro del hospital, buscaba Camilo remedio para tantos 
y tan graves males. 
Se imponía una obra nueva. Por la fiesta de la Asunción de 1582, de­cidióse 
a agrupar a su alrededor algunos hombres de aspiraciones sobre­naturales, 
generosos y abnegados, prestos a servir a los enfermos única­mente 
por amor a Jesús. Sería su distintivo la cruz encarnada que llevarían 
sobre el hábito. Después de haber orado, ayunado y pasado largas noches 
de hinojos, para empezar mejor, escogió Camilo cinco enfermeros de los 
más piadosos y les comunicó su proyecto. En una habitación que había 
transformado en oratorio, tenía con ellos diversos ejercicios de devoción 
y trataban de los medios conducentes para mejorar la suerte de los enfer­mos. 
Tal fue el núcleo de la Orden, de los Ministros de los Enfermos. No 
tardó en llegar el período de las contradicciones. Engañados los directores 
del hospital por delaciones calumniosas, deshicieron el pequeño oratorio. 
El mobilario fue repartido, y el gran Crucifijo, arrojado sin respeto detrás 
de una puerta. Aunque muy afligido Camilo con esta desgracia, no cedió 
a la tentación de abandonar el hospital. Llevó piadosamente el Crucifijo
a su aposento; y estando delante de él vertiendo muchas lágrimas por la 
destrucción de aquella obra caritativa, advirtió que el divino Salvador des­pués 
de desclavar las manos de la cruz, le decía con gran ternura: « ¿ De 
qué te afliges, oh pusilánime? Sigue la empresa, que yo te ayudaré en 
esta obra que es enteramente mía y no tuya». El milagroso Crucifijo está 
todavía en Roma en la iglesia de Santa Magdalena. Camilo dio parte de 
esta visión a sus compañeros. Desde entonces se reunieron en la capilla del 
hospital; sin embargo, los obstáculos y las pruebas no habían terminado. 
Los alientos y las aprobaciones no escasearon tampoco. Aconsejábanle, 
sobre todo, que antes de fundar una Congregación, se hiciese ordenar de 
sacerdote. Para disponerse a ello, frecuentaba las aulas inferiores del Co­legio 
romano, no obstante tener ya treinta y dos años. Los estudiantes 
se burlaban de él, diciendo: « ¡ Muy tarde te has acordado! » Su generoso 
corazón aceptaba en silencio estas afrentas. Los progresos fueron rápidos. 
El antiguo soldado celebró su primera misa el 10 de junio de 1584, en el 
altar de la Santísima Virgen en la capilla del hospital de Santiago. Algunos 
meses más tarde le encargaron de la pequeña iglesia llamada la Madonnina 
dei Miracoli. Allí fundó su Congregación y dio el hábito a los dos primeros 
discípulos. La pequeña comunidad repartía el tiempo entre la oración y 
el cuidado ds los enfermos en el gran hospital del Espíritu Santo. Enfermo 
de gravedad, así como uno de sus discípulos, hubo de volver Camilo al 
hospital de Santiago. Dios le curó y le envió con qué poder alquilar para 
sus hijos un lugar más salubre en otra calle de Roma. 
Hubo entonces afluencia de postulantes, pero quedaron muy pocos, 
porque el nuevo Instituto, muy austero, se proponía, además de cuidar 
de los enfermos en los hospitales, la asistencia de los moribundos, día y 
noche, aun en las casas particulares. Fue aprobado por el papa Sixto V 
el 18 de marzo de 1586. Los religiosos, que habían de llamarse «Minis­tros 
de los Enfermos», llevarían sobre la sotana y del lado derecho, una 
gran cruz encarnada. Así se realizó el sueño de la madre de Camilo. A fi­nes 
de diciembre de 1586, el fundador instaló a sus primeros compañeros 
en los edificios contiguos a la iglesia de Santa Magdalena que acababa de 
adquirir. Esta fue definitivamente la casa matriz de su Congregación. 
FUNDACIÓN EN ÑAPOLES. — VOTOS SOLEMNES 
Con trece de sus religiosos, fundó Camilo una casa en Nápoles. Gracias 
a la ardiente caridad que demostraron, pronto se despertó en toda 
la ciudad gran amor por los enfermos. Habían llegado al puerto soldados 
atacados de peste. Tres religiosos murieron cuidando a los apestados.
Esta heroica caridad atrajo a la comunidad numerosos miembros. En 
una sola mañana recibió Camilo a doce, entre eUos a su futuro biógrafo, 
Santis Cicatelli. En 1590 una fiebre maligna devastaba un arrabal de 
Roma habitado principalmente por obreros. Camilo no contento con enviar 
socorros a los desgraciados, visitábalos con sus religiosos, les daba de 
comer, hacía las faenas de casa, los atendía, en fin, con amor de madre. 
El año siguiente el hambre y la peste causaron en Roma al pie de sesenta 
mil víctimas. Camilo dio a los necesitados hasta lo de su comunidad, y 
recorrió los sótanos y los establos de Roma para asistir a los desgraciados 
que allí se habían refugiado. Los cardenales y los religiosos convirtieron 
sus habitaciones en hospitales, mas, a pesar de todo, fue preciso establecer 
en San Sixto, un nuevo hospicio, que el incansable hospitalario organizó 
y dirigió en lo temporal y en lo espiritual. Durante la terrible epidemia, 
veinte hijos suyos cayeron víctimas de la abnegación. 
Pasados aquellos días de luto, Gregorio XIV erigió la Congregación en 
Orden religiosa. Camilo fue elegido Superior General, y el 8 de diciembre 
de 1591 hizo profesión solemne con veinticinco religiosos más. A los tres 
votos ordinarios, añadieron el de servir a los enfermos, incluso a los apes­tados. 
Las vocaciones abundaron y el fundador pudo establecer poco a 
poco casas en Milán, Génova, Florencia, Mesina, Palermo, Ferrara, etc. 
Por donde quiera que iba, pasaba haciendo el bien. Apaciguó una fu­riosa 
tempestad en la que estuvieron en grave riesgo los religiosos, falto 
de recursos, dio lo que tenía a los enfermos y a los pobres, contando con 
la Providencia que hace envíos milagrosos, y tuvo siempre lo necesario 
para calmar a los acreedores inquietos, o alimentar a los religiosos en 
extrema necesidad. Dios le preservó de peligros en sus viajes, le ayudó 
en sus apuros pecuniarios y le asistió palpablemente en las fundaciones; 
pero le dejó la cruz del sufrimiento físico, cinco achaques corporales que 
Camilo llamaba las cinco misericorias de Dios. 
ÚLTIMOS AÑOS. — LA MUERTE 
En los albores del siglo xvn, Camilo considera a su Orden como defi­nitivamente 
organizada. Él, empero, gastado y agobiado por los acha­ques, 
consigue que le sustituyan en el cargo de Superior General. Hasta 
llega a pedir insistentemente que se le trate como al último de sus reli­giosos. 
Consagra los últimos años al cuidado de los enfermos en los hos­pitales 
de Nápoles, Génova, Milán y, sobre todo, en el del Espíritu Santo 
de Roma. Allí pasa casi toda la noche asistiendo a los moribundos y luego 
la mañana toda haciendo camas, sirviendo comidas, curando llagas y
administrando los sacramentos. A este trabajo abrumador y a sus con­tinuos 
sufrimientos, añade disciplinas, ayunos, largas oraciones que dice 
de rodillas y el servicio de los enfermos más repugnantes. 
En 1612 y 1613 acompaña Camilo al Superior General en su visita a 
las casas de los Abrazos y de Lombardía. En la ciudad de Bucchianico, 
acosada por el hambre, multiplica milagrosamente la cosecha de un campo 
de habas en beneficio de los pobres. De vuelta a Roma, agotado ya y sa­biendo 
que iba a morir, acudió por última vez a rezar junto a la tumba 
de los Apóstoles. Aún pudo cuidar con sus manos ya sin fuerzas a sus 
queridos enfermos del hospital del Espítitu Santo. El 14 de julio de 1614 
—como lo había anunciado— expiró Camilo, con los brazos puestos en 
cruz, durante el rezo de las oraciones de los agonizantes. Tenía 64 años. 
Sus hijos y el pueblo todo de Roma hicieron a los venerados restos 
del «Padre de los pobres», solemnísimas exequias. El cuerpo, depositado 
en un triple ataúd, fue colocado en la iglesia de Santa Magdalena, primero 
cerca del altar mayor y después debajo del altar dedicado al Santo. 
No tardaron en obrarse milagros portentosos en la tumba de Camilo. 
Su intercesión, el contacto de sus reliquias y el llevar su pequeña cruz roja 
fueron, asimismo, motivo para ellos. En abril de 1742, Benedicto XIV 
beatificó al ñindador de los «Ministros de los Enfermos»: cuatro años 
más tarde, el 29 de junio de 1746, Camilo de Lelis fue solemnemente 
canonizado. Su fiesta se celebra el 18 de julio con rito doble. El 22 de 
junio de 1886, León XIII proclamó a San Camilo, con San Juan de Dios, 
«Protector celestial de todos los enfermos y de todos los hospitales del 
mundo católico». Por breve del 28 de agosto de 1930, Pío XI dio a estos 
dos Santos por patronos de las asociaciones hospitalarias y de los enfermos 
de ambos sexos, proponiéndolos como modelos de lo que debe ser la 
verdadera caridad en el servicio de nuestros hermanos dolientes. 
S A N T O R A L 
Santos Camilo de Lelis, fundador; Federico, obispo y mártir; Crescente, Julián, 
Nemesio, Primitivo, Justino, Eugenio y Estacteo, mártires, con su madre 
Sinforosa; Arnulfo, obispo de Metz y solitario; Materno, obispo de Milán; 
Filastro, de Brescia; Bruno, de Segni; y Rufilo, de Forlimpópoli, los 
cuatro en Italia; Emiliano y siete compañeros, mártires en la Misia, en 
tiempos de Juliano el Apóstata; Pambo, discípulo de San Antonio y so­litario. 
Santas Sinforosa, mártir, con sus siete hijos; Marina, virgen y már­tir; 
O undena, virgen, sufrió cruelísimo martirio en Cartago; Radegunda, 
virgen víctima de los lobos mientras acudía a cumplir una obra de caridad; 
Henna, madre de San Kentingerno; Segunda y Donata, mártires. Beata 
Berta de Marbais, abadesa.
j v r i v f j v i w v f j 
Hermanas de la Caridad 
^ r / v r ^ w v / 
Padres de la Misión 
D ÍA 19 D E J U L I O 
SAN VICENTE DE PAÚL 
APÓSTOL DE LA CARIDAD (1581-1660) 
Al formar el corazón del hombre. Dios infundió en él la bondad 
—dice Bossuet—. En pocos ha tenido esta verdad tan brillante ma­nifestación 
como en Vicente de Paúl, cuyo nombre personifica la 
abnegación y caridad. Es, este hombre extraordinario y gran santo, honor 
de la Humanidad, y una de las glorias más preclaras de la Iglesia católi­ca. 
que siempre lo ha propuesto como digno de admiración. 
Nació, según se cree en Pouy, pueblecito de las Landas, cerca de Dax 
Francia— el 12 de abril de 1581. Durante su infancia, y al igual que hi­cieran 
el inocente Abel y el esforzado David, guardó los rebaños de su 
padre. Puede muy bien decirse de nuestro Santo, a tono con la Sagrada 
Escritura, que había «recibido del Cielo un alma buena y que la miseri­cordia 
crecía en él». 
Niño aún, cada vez que volvía del molino a la casa paterna llevando 
harina, daba puñados de ella a los pobres que se la pedían; por cierto 
que, al decir de su biógrafo, «el padre de Vicente, hombre íntegro a carta 
cabal, nunca puso reparos a semejante proceder». En cierta ocasión —te­nía 
el niño doce años— encontróle un pobre que parecía hallarse en extre­ma 
necesidad; movido a compasión, entróse en casa para luego volver con
una treintena de monedillas que puso en manos dtí mendigo: era su 
capital íntegro; los pequeños y laboriosos ahorros que al paso de los 
años lograban reunir los chicuelos del campo que en aquellas épocas 
coleccionaban sus parcos ingresos económicos. 
Eran, en este niño de bendición, las señales primeras de la gran ca­ridad 
con que había de asombrar al mundo. Estas felices disposiciones de­cidieron 
al padre de Vicente a imponerse algunos sacrificios para dedicarle 
a la carrera sacerdotal. El joven estudió primero en Dax; más tarde, ven­dió 
su padre una pareja de bueyes para ayudarle a continuar sus estudios 
en la Universidad de Tolosa, donde se graduó en Teología. 
SACERDOTE. — ESCLAVO EN TÚNEZ. — PÁRROCO 
íc e n t e de Paúl fue ordenado de sacerdote el 13 de septiembre del 
año 1600. Tenía a la sazón sólo 19 años, pues los decretos del Con­cilio 
de Trento no regían aún en Francia. En 1605 hizo un viaje por mar, 
debía desembarcar en Marsella, pero cayó prisionero de los piratas y fue 
llevado a Túnez. Él mismo nos cuenta el percance. 
«Habíase celebrado en Beaucaire una feria que era conceptuada entre 
las mejores de la cristiandad. Con el fin de asaltar las embarcaciones que 
de aquel punto venían, habíanse juntado hasta tres bergantines turcos. 
Apenas nos divisaron, vinieron sobre nosotros con tal acometividad y 
furia que mataron a dos o tres y dejaron heridos a los demás. Yo recibí 
un flechazo que me servirá de reloj para toda la vida. Hubimos de ren­dirnos 
incondicionalmente. Después de lo cual desahogaron su furia des­cuartizando 
al piloto y cargándonos de cadenas a los restantes. 
Curaron muy ligeramente a los heridos y emprendieron rumbo a Ber­bería. 
Llegados allí, nos pusieron en venta.» 
Vicente fue primero vendido a un pescador, después a un médico y por 
fin a un renegado que le empleó en trabajos del campo. Una de las mu­jeres 
de este renegado que era turca, sirvió de instrumento a la Providen­cia 
para la conversión del marido. Vicente, a instancias de ella, ponderó 
la belleza de la religión cristiana ante su patrón y dueño. 
El marido, recordando a su vez lo que un día fue su máximo contento, 
se embarcó en un ligero esquife y huyó de aquella tierra infiel, con Vicente 
su esclavo. Desembarcaron en Aigues-Mortes, y el renegado hizo su abju­ración 
en manos del vicedelegado del Papa, en Aviñón, con gran contento 
de Vicente de Paúl, que no tenía poco que ver en aquella conquista. 
A fines del año de 1608 la Providencia llevó al apóstol a París, em­porio 
de todas las miserias y de sus convenientes remedios. Llegó a ser
capellán de la reina Margarita de Francia y en su nombre visitaba los 
hospitales. En adelante, su vida será un acto sublime y continuo de cari­dad 
en servicio de los necesitados. 
Vicente sirvió a los pobres en todas las circunstancias. Primero en hu­mildes 
parroquias provincianas donde ejerció la cura de almas, luego en 
Clichy, cerca de París, y en Chatillón, que entonces pertenecía a la diócesis 
de Lyón. No había lugar en que no brillase su extraordinario celo. 
De tal modo se manifestaba en él la mano de Dios que transformó en 
contados años la población de Clichy, reconstruyó la iglesia, instituyó co­fradías, 
y puso las bases de una escuela eclesiástica; pero principalmente 
trabajó para ganar para sí todos los corazones. 
En Chatillón, de donde aceptó ser cura en 1617 en atención a los rue­gos 
de su director espiritual, no empleó sino cinco meses para realizar las 
maravillas que había llevado a cabo en Clichy atrajo a vida ejemplar a 
los sacerdotes que vivían en aquella población; convirtió a multitud de 
herejes, y, finalmente, allí fundó las primeras asociaciones de caridad. 
LAS «CONFERENCIAS DE SAN VICENTE DE PAÚL». 
Un domingo del mes de agosto, algunos días después de su llegada a 
la parroquia, postuló Vicente durante el sermón, en favor de una 
familia enferma y abandonada en una granja vecina. 
Una vez acabado el sermón, la mayoría de los oyentes, provista de 
socorros, se dirigió a la granja. Después de vísperas, acudió también Vi­cente 
y quedó gratamente sorprendido al ver los grupos que volvían de 
Chatillón o buscaban bajo los árboles del camino un refugio contra el 
excesivo calor. 
Es éste —exclamó— un caso de mucha caridad, pero mal organizada; 
porque esos pobres enfermos disponen ahora de demasiadas provisiones, 
dejarán malgastar parte de ellas y volverán después a su primera necesi­dad 
». 
Y con el espíritu de orden y de método que en todo tenía, trazó un 
reglamento para las mujeres piadosas y caritativas de Chatillón: de esta 
manera, quedaban fundadas las cofradías y las asociaciones de caridad. En 
otras localidades de diferentes regiones, como Folieville, Courboin, Joigny, 
Macón, Montreuil, preparó un reglamento análogo para los hombres que 
quisieron reunirse bajo su dirección; de ahí nacieron más tarde las famo­sas 
y beneméritas Conferencias de San Vicente de Paúl. 
Se conserva, escrito de su puño y letra, un reglamento referente a la 
organización cristiana de una fábrica, y para el mejor modo de socorrer en
sus necesidades a los pobres y darles medios de vida. mbién se inclu­yen 
en dicho manuscrito los deberes del maestro obrero y del aprendiz, y 
un método para el empleo cristiano del día, es, como se ve, un primer 
paso hacia la mutualidad entre patronos y obreros en el amplio sentido 
cristiano. 
EN CASA DE LOS GONDI 
Su carida era universal. También por mandato de su confesor aceptó ir 
a vivir con la noble familia de los Gondi, que entonces daba servi­dores 
al Estado y jefes a la iglesia de París. Vicente fue pronto como el 
alma de la casa. La condesa de Gondi no podía prescindir de él en la 
dirección de su conciencia y la práctica de las buenas obras. 
El Conde era administrador general de las galeras de Francia. Vicente 
aprovechó de su influencia para poder visitar a los presos, evangelizarlos y 
procurar el mejoramiento material de los condenados a prisiones y galeras. 
Luis XIII le dio el título de capellán general de las galeras de Francia; 
título que grandemente apetecía el Santo, por abrir ancho campo a su 
caridad y del que supo aprovecharse generosamente en favor de los pobres. 
MISIONES EN EL CAMPO. — OBRAS DE CARIDAD 
EN PARÍS 
Los pobres son evangelizados» —había dicho Nuestro Señor. Fueron tal 
vez las palabras del Evangelio que más profundamente se grabaron 
en el corazón de Vicente. Para evangelizar a los pobres, fundó una comu­nidad 
de misioneros. Fue a principios de 1617 Encontrábase con el conde 
de Gondi en el castillo de Folleville, en la diócesis de Amiéns, cuando 
se le llamó a una aldea próxima para confesar a un labriego que se hallaba 
en peligro de muerte. Tenía éste fama de hombre de bien, pero una falsa 
vergüenza hacíale ocultar, de mucho tiempo atrás, algunas faltas en la 
confesión. Vicente invitó al moribundo a hacer confesión general, y devol­vióle 
la p a z , de modo que el penitente no cesó de bendecir a Dios públi­camente 
durante los pocos días que vivió. « ¡ A h !, señora —dijo a la 
condesa de Gondi—, si no hubiera yo hecho confesión general estaba con­denado, 
por causa de varios pecados graves de los que temía acusarme». 
Emocionada y asustada por este ejemplo, la piadosa condesa instó en­tonces 
a Vicente para que evangelizara a los pueblos de la comarca. Pre­cisamente 
era aquél el más ardiente deseo del hombre de Dios. A su 
alrededor se agruparon otros sacerdotes celosos que se dedicaron a la
Co r r e r ía s nocturnas de San Vicente de Paúl. Aprovechando las 
tinieblas de la noche, nuestro Santo va recogiendo los niños que 
por la malicia o la miseria de sus padres quedan abandonados. Su ca­ridad 
le hizo hallar eficaz remedio para este mal tan extendido entonces.
misma obra y se comprometieron por voto, bajo la dirección de Vicente, 
a trabajar toda su vida en la salvación de los campesinos. Así empezó la 
Congregación de la Misión. Quedaba así fundada una de las obras apostó­licas 
más importantes de Vicente que aún hoy día produce frutos abun­dantes. 
Nuestro Santo trabajó durante toda su vida en la evangelización 
de los sencillos labriegos; tenía setenta y cinco años y aún seguía con 
las misiones. Cuando entró en París, decía, pensando en los pobres que 
quedaban por evangelizar: «Me parece que las murallas de la ciudad 
van a derrumbarse sobre mí para aniquilarme». 
A fin de conservar los frutos de aquel apostolado, era necesario esta­blecer 
en los pueblos buenos curas. Se imponía, pues, la reforma eclesiás­tica. 
Los ejercicios espirituales de los ordenados, los seminarios, las 
reuniones periódicas de que hablaremos más abajo, fueron los principales 
medios de que se valió para regenerar el clero. 
Las obras de caridad se multiplicaban por doquier al paso de Vicente, 
y su reputación se extendía cada vez más. El mismo Luis XIII, ya en su 
lecho de muerte (1643), hizo llamar al hombre de Dios para que le prepa­rase 
a comparecer ante el Supremo Juez. 
Cerca de la iglesia de San Lázaro había una gran casa en la que residía 
una comunidad de canónigos que se extinguía; el prior, testigo de la labor 
emprendida por Vicente, y de la modestia y celo de sus discípulos, ofre­cióles 
la residencia. Con esto, la nueva Congregación recibió el nombre 
popular de Lazaristas, y la iglesia de su advocación, por la presencia del 
Santo, vino a ser el centro de la caridad material y espiritual de París, 
centro a donde confluyeron las iniciativas de la generosidad cristiana. 
En San Lázaro, organizó el hombre de Dios la obra de los Niños Expó­sitos. 
Los recién nacidos que madres desnaturalizadas abandonaban en las 
calles o depositaban en las iglesias, eran llevados por orden de la policía a 
la llamada Casa Cuna, en donde, por falta de alimentos y cuidados, mo­rían 
casi todos. Con ayuda de las Señoras de la Caridad, tomó Vicente a 
su cargo aquellas criaturas y logró rescatarlas así de la muerte, luego las 
cuidaba hasta que estaban en edad de ganarse la vida. Esta obra hizo su 
nombre celebérrimo en los anales de la caridad. Fundó también, en el 
arrabal de San Martín, el hospital del Nombre de Jesús, de San Lázaro 
salieron los que de él se encargaron. Hizo lo mismo con la fundación y 
organización del Hospital general de París, destinado a recoger a los innu­merables 
mendigos que plagaban la capital. En la puerta de San Lázaro, 
multiplicaba asimismo las limosnas, sin dejar de prodigar al mismo tiempo 
los socorros espirituales. Multitudes de seglares, sacerdotes y soldados 
acudían a San Lázaro para hacer ejercicios espirituales. El clero de París 
reuníase allí para las llamadas conferencias del martes, presididas por
Vicente; tratábanse temas científicos y de virtud. Bossuet, que era uno de 
sus miembros, escribía de ellas al Sumo Pontífice: «Al oír las palabras de 
este santo sacerdote, parecíanos estar oyendo palabras de Dios». Allí tam­bién 
organizó Vicente la lucha contra el Jansenismo, entonces en boga. 
VICENTE DE PAÚL ALIMENTA A PROVINCIAS ENTERAS 
Desd e 1639, durante el último período de la guerra de los Treinta Años. 
Vicente había realizado prodigios para acudir en socorro de Lorena, 
devastada por la guerra. No quedaban ya cosechas, ni semillas en aquellos 
campos recorridos continuamente por las tropas. Viéronse los horrores del 
hambre y hasta hubo casos abominables de antropofagia. Agotada por 
cinco cuerpos de ejército que mantenía entonces en pie de guerra, Francia 
no tenía qué dar a sus numerosos mendigos. Un hombre de corazón mise­ricordioso 
se atrevió a soñar en el alivio de provincias enteras: este hom­bre 
era también Vicente de Paúl. 
Postuló en la Corte, organizó la caridad y envió sacerdotes y hermanos 
de su Congregación a aquellas provincias con el pan material y los so­corros 
de la Religión. La peste se juntó con el hambre. Vicente hacía en­terrar 
a los muertos y distribuir entre los labradores pan y semillas. So­corría 
a los nobles lo mismo que a los labriegos, suministraba a los 
sacerdotes ornamentos para las iglesias arruinadas; y recogía a las reli­giosas 
arrojadas de sus conventos por la guerra y la miseria. 
En Lorena, en Champaña, en Picardía y en otras provincias, la gente 
se acostumbró a mirar a Vicente de Paúl como a una encamación de la 
Providencia. En la capital, hubo de renovar idénticos prodigios durante 
las turbulencias de la Fronda. Cuando se le agotaba la bolsa de San Lá­zaro, 
pedía limosna por sí y por otros. Este hijo de labradores pudo distri­buir 
durante su vida, limosnas cuyo total debió de sobrepasar la cantidad 
de ¡veinticuatro millones de pesetas! Indudablemente, merecía el nombre 
de «salvador de la patria» que le dieron varias ciudades agradecidas. 
«Dios —decía Salomón— me ha dado un corazón cuyo amor es exten­so 
como las playas del mar». Vicente de Paúl, cuyo celo no conoció 
barreras, podría haber dicho otro tanto; envió a sus misioneros a las 
Hébridas, a Polonia y hasta a Berbería para cuidar a los cristinos que 
los turcos tenían cautivos en las mazmorras de Argelia y de Túnez. 
Previendo la conquista de Argelia, impulsó a Richelieu y después a 
Luis XIV a llevar a cabo aquella empresa. Mientras tanto, aceptó para sus 
misioneros los títulos de cónsules y de prefectos apostólicos de Túnez y 
Argelia, que le daban medios de socorrer a los esclavos. En las mazmorras
se evangelizó primero en secreto; más tarde se celebró en ellas la santa 
misa y se cumplieron otras ceremonias litúrgicas. El día del Corpus era 
llevado en procesión el Santísimo. Escoltábanlo los cautivos que, a su 
modo, con sus cadenas y sus harapos, rendían a Jesucristo un espléndido 
homenaje. Los misioneros enviados por Vicente eran a veces condenados 
a los grillos o morían de la peste mientras evangelizaban en las cárceles, 
pero los que sucumbían eran pronto reemplazados por otros 
Envió también obreros evangélicos a la isla de Madagascar, y al fin de 
sus días aún preparaba una expedición de misioneros para China, Babi­lonia, 
y Marruecos. Sólo le dolía no poder acudir él también como un 
apóstol más. 
LAS HIJAS DE LA CARIDAD 
La obra cumbre de Vicente de Paúl fue, tal vez, la fundación de las 
Hijas de la Caridad. De acuerdo con una señora de rara inteligencia 
y de fe eminente, llamada Luisa de Marillac —que la Iglesia había de ca­nonizar 
en 1934—, planeó y estableció esta obra con una audacia que 
sólo el genio de la caridad podía inspirarle. Hasta entonces, las mujeres 
consagradas a Dios vivían en los claustros. Vicente osó lanzar a sus hijas 
en medio del mundo, contando con su abnegación para asegurar la salva­guardia 
de la angélica caridad: «Las Hermanas de la Caridad —escribía— 
tendrán por monasterios las casas de los pobres, y vivirán en la calle y en 
los hospitales; su clausura será la obediencia, y su velo la santa modes­tia 
». Siempre prontas a entregarse a su heroico apostolado, las Hijas de 
San Vicente se desvivían junto a las cunas de los niños expósitos o sobre 
el lecho de los moribundos. Fueron enviadas por su mismo bienaven­turado 
Padre al campo de batalla, en el sitio de Calais, y aun se las vio 
entre los apestados. Su grandeza de alma provocó un grito de admiración 
que no ha cesado de resonar en la conciencia católica. Estas humildes re­ligiosas 
proclamaban así su fidelidad al servicio de los pobres, a quienes 
Vicente les había enseñado a mirar como a señores y amos. Una de ellas 
moría asistida por el santo Fundador. 
—¿No tienes nada que te inquiete? —preguntó éste. 
—Sólo una cosa, padre mío —replicó la moribunda— ; he experimen­tado 
demasiado placer en el cuidado de los pobres. ¡Me sentía tan feliz 
a su servicio! 
—Muere en paz, hija mía —dijo el hombre de Dios, emocionado y 
consolado por tanta sencillez y caridad. 
Las Hijas de San Vicente de Paúl están hoy esparcidas por todo el 
mundo, en naciones católicas y entre pueblos infieles.
CÓMO EMPLEABA EL DÍA — SU MUERTE 
El secreto de tantas maravillas, que apenas hemos apuntado, estaba en 
el amor de Dios, amor práctico, que ardía en el corazón de San Vi­cente. 
«Amemos a Dios, señores y hermanos míos —decía a los miembros 
de su comunidad—, y amémosle con el sudor de nuestras frentes». 
De hecho, el hombre de Dios, hasta su muerte —y murió a los ochenta 
y cuatro años— se levantó cada mañana a las cuatro. A menudo inaugu­raba 
la jornada con una sangrienta disciplina. Las horas primeras del día 
eran para la oración y la meditación, que hacía de rodillas, con los suyos, 
en la capilla de la casa de San Lázaro. Celebraba después la santa misa 
con extraordinaria devoción. Durante el santo sacrificio le sucedía, a veces, 
extasiarse con divinas visiones: un día vio el alma de Santa Juana de 
Chantal que subía al cielo y la de San Francisco de Sales que venía a 
recogerla, y cómo luego las dos almas iban a abismarse en Dios. 
Cuando terminaba de decir la misa, dábase al trabajo del día sin per­mitirse 
ni una tregua. En su trato con reyes, príncipes o mendigos, fue 
siempre hombre de extraordinaria humildad. Inspirado por el celo, solía 
decir que «un sacerdote debe tener siempre más trabajo que el que puede 
realizar». Juntaba al trabajo una penitencia incesante; oyósele decir más de 
una vez cuando entraba al refectorio. «Desgraciado, ¿has ganado el pan 
que vas a comer?» Su día se prolongaba hasta muy entrada la noche, y 
antes de entregarse al sueño, poníase en la presencia de Dios y se prepa­raba 
a la muerte. 
Dios le llamó a Sí el 27 de septiembre de 1660. Benedicto XIII le 
beatificó el 13 de agosto de 1729, y Clemente XII le canonizó el 16 de 
junio de 1737 Sus reliquias descansan en la iglesia de los Lazaristas de 
París. León XIII le proclamó, en 1885, Patrono de las Instituciones de 
caridad. 
S A N T O R A L 
Santos Vicente de Paúl, fundador; Símaco, papa, Arsenio, solitario: Epafras, con­sagrado 
obispo de Colosos por el Apóstol San Pablo, mártir; Martín, obispo 
de Tréveris y mártir; Lorenzo, obispo de Nápoles, y Félix, de Verona; 
Reticio, obispo de Autún, autor eclesiástico muy celebrado por San Agustín, 
San Jerónimo y San Gregorio de Tours; Pedro, confesor, venerado en 
Foligno (Italia). Santas Justa y Rufina, vírgenes, mártires en Sevilla; 
Macrina la Joven, virgen: Áurea, virgen y mártir, en Córdoba, en 856.
Fiero guerrero Llave milagrosa que le libra de grillos, esposas y cadenas 
D IA 20 DE JUL IO 
SAN JERÓNIMO EMILIANO 
FUNDADOR DE LOS CLÉRIGOS REGULARES SOMASCOS (1481-1537) 
l ilustre Santo, padre de los pobres, amparo y protector de los huér­fanos, 
San Jerónimo Emiliano, nació en Venecia de la distinguida 
familia de los Emiliani, que había dado a la Iglesia varios ilustres 
prelados, y a la República veneciana procuradores de San Marcos, senado­res 
y capitanes. A su natural alegre ardoroso y viva inteligencia, unía la 
prudencia y gravedad propias de la edad madura. Con tan sobresalientes 
cualidades no es de maravillar que hiciera rápidos progresos en las ciencias 
y en las letras, máxime teniendo presente el solícito cuidado que para 
conservarlas y desenvolverlas ponía su familia. Como su padre se hallaba 
continuamente ocupado en los negocios de la república y en el cumpli­miento 
de los cargos principales de ella, la educación de Jerónimo quedó 
casi enteramente al cuidado de su madre, doña Eleonora Morosini, dama 
de mucha piedad, que infiltró en el corazón del niño las máximas de re­ligión 
cristiana y le acostumbró desde muy temprano a los ejercicios de 
devoción y virtudes propias de su clase y de su edad. 
Como habremos de comprobar a lo largo de su historia, aquel solícito 
y piadoso cariño materno fue el germen fecundo de una gran santidad.
SOLDADO A LOS QUINCE AÑOS. — VIDA MUNDANA 
Y DESORDENADA 
La s conquistas realizadas por Carlos VIII de Francia en tierras de Italia 
a fines del siglo xv, inquietaron sobremanera a los venecianos, los 
cuales se aprestaron a la defensa de su territorio. Recabaron para ello el 
auxilio armado del papa Alejandro VI, del emperador Maximiliano I, del 
rey de España Fernando el Católico, del rey de Nápoles, del duque de 
Milán y del Marqués de Mantua. Trabajo costó armonizar los intereses 
de cada uno de los países representados, pero, ante el común peligro, fir­móse 
la coalición el 31 de marzo de 1495, para «mantener —dice el acta 
oficial— la paz en Italia, salvar la cristiandad, defender los derechos de 
la Iglesia y salvaguardar el honor del Imperio Romano». 
El entusiasmo cundió por doquier y de todas partes acudían jóvenes a 
los campamentos para ejercitarse en el manejo de las armas. Jerónimo 
Emiliano, que acababa de perder a su padre, tenía a la sazón quince 
años, ávido de independencia y de gloria, sintiendo el ímpetu de la*san­gre 
que le arrastraba a la defensa de su patria, dejó los estudios y se alistó 
en el ejército a pesar de las súplicas y lágrimas de su madre, que temía 
más los peligros que amenazaban el ama que el cuerpo de su hijo. 
Inclinóse la victoria a favor de las armas de la Liga, y el poder de Ve-necia 
llegó a su apogeo. No cabe la menor duda de que Emiliano cumplió 
valerosamente en los varios encuentros y combates que tuvo con los ene­migos 
, pero, desgraciadamente, los temores de su virtuosa madre se iban 
realizando. En medio del estrépito de las armas y de la licencia de los 
campamentos, contrajo Jerónimo toda suerte de vicios. El de la ira ava­salló 
de tal modo su espíritu, que, a veces, traspasando los límites de la 
razón llegaba a los extremos del furor; y tan profundamente arraigó en 
él, que fue el que más le costó extirpar después de su conversión. Sus mis­mas 
dotes naturales eran un peligro para su virtud: amable, agraciado y 
noble, no faltaron compañeros que procuraron granjearse su amistad; y 
como quiera que Jerónimo no cuidase ni poco ni mucho de seleccionarlos, 
pronto las malas compañías le arrastraron a espantosa corrupción. 
En tan deplorable estado perseveró Jerónimo hasta la edad de 30 años, 
en cuyo tiempo quiso la Divina Bondad mirarle con ojos de misericordia 
y convertir en vaso de elección al que hasta entonces lo había sido de 
ignominia; y como quiera que para realizar sus planes, se sirve Dios de 
todas las circunstancias, valióse de su desmedida ambición para frenar los 
desórdenes del pobre soldado veneciano.
PRISIONERO DE GUERRA. — LA CONVERSIÓN 
El Senado de Venecia tenía la loable costumbre de otorgar los princi­pales 
cargos de la República, no a los más ricos y ambiciosos, sino 
a los más virtuosos. Jerónimo, ávido de honores, entendió que no podía 
medrar si no cambiaba de vida. En 1508 los venecianos se levantaron en 
armas contra la Liga de Cambray, que el 10 de diciembre formaran el 
papa Julio II, Luis XII de Francia, Maximiliano de Alemania y Feman­do 
el Católico rey de España. Confiésele a Emiliano la defensa de Castel-nuovo, 
cerca de Treviso, seriamente amenazada por el enemigo. Tomó po­sesión 
del mando de la plaza en circunstancias verdaderamente críticas, 
pues el gobernador, presa de pánico, había huido cobardemente al primer 
ataque de los imperiales. Sin perder tiempo mandó reparar las brechas ya 
abiertas en la muralla, mientras rechazaba enérgicamente los furiosos asal­tos 
de los sitiadores. Quisieron éstos intimidar el ánimo esforzado de Jeró­nimo, 
y amenazáronle con graves peligros si no rendía la plaza. Lejos de 
amilanarse, contestó a los emisarios: a Decid al emperador que puede po­ner 
a prueba el valor de nuestro pecho cuando guste, y lanzar contra nos­otros 
toda suerte de metralla, pero que le conste que jamás nos verá huir». 
Siguieron las hostilidades, y, no obstante la heroica defensa de los ve­necianos, 
fue tomada por asalto la ciudadela, Jerónimo Emiliano quedó 
prisionero de guerra, y, según el uso de aquellos tiempos, fue tratado con 
increíble rigor. Cargáronle de cadenas, y aherrojado con esposas y grillos y 
una argolla al cuello, lo metieron en lo más profundo de un torre. 
En este lastimoso estado habló eficazmente el Señor al corazón de Je­rónimo. 
Las interminables horas de cárcel le hacían acordarse de las su­blimes 
lecciones de piedad y virtud que en la infancia recibiera de su 
cristiana madre, y de los consejos y buenos ejemplos de sus hermanos, y 
con el recuerdo de aquellos tiempos felices que para él ya habían pasado, 
enternecíase aquel pecho que jamás tembló en el fragor del combate. To­cado 
de la gracia, entró dentro sí mismo y vio claramente los desórdenes 
de su vida pasada, humillóse ante el Señor, reconoció su divina justicia y 
besó amorosamente la mano de la Providencia que de aquel modo le tra­taba. 
Al mismo tiempo, con incesantes lágrimas y suspiros, rogaba al 
Padre de las misericordias se apiadase de él, le perdonase sus muchos 
pecados y le librara de la condenación eterna que le amenazaba. 
A fin de obtener con más seguridad lo que pedía, acudió Jerónimo a 
la que es Refugio de pecadores y Consuelo de afligidos. Recordó que en 
su infancia había sido consagrado por su madre a la Reina de los Ángeles, 
y que en otros tiempos había visitado el santuario de Nuestra Señora de
Treviso, y con el fervor de quien se ve al borde del sepulcro, cayó de hi­nojos, 
la invocó devotamente, confióle el estado y negocio de su alma, 
e hizo el voto de ir a pie y descalzo a visitar su imagen en dicho santuario, 
encargar la celebración de una misa y publicar sus favores luego que es­capase 
de aquel peligro en que por sus males se hallaba. 
Pronto experimentó Jerónimo los efectos de la confianza en María. 
Porque apenas hubo formulado la promesa, una luz sobrenatural iluminó 
el oscuro calabozo, se le apareció la soberana Señora, llamóle por su nom­bre 
y después de entregarle las llaves de la prisión, soltó los grillos, espo­sas 
y cadenas que le sujetaban, y ordenóle salir de aquella mazmorra para 
dar cumplimiento a su voto. Ella misma le sirvió de guía y acompañó sano 
y salvo por entre las huestes enemigas hasta las puertas de Treviso. 
Entró solo en la ciudad, encaminóse directamente al templo, y allí, 
postrándose ante el altar de la Virgen María, más con lágrimas y sollozos 
que con palabras, dio las más rendidas gracias a su celestial Bienhechora 
por tan gran merced. Acto seguido, dejó sobre el altar las llaves de la 
prisión con las esposas, grillos y argollas, para que fuesen perpetuos tes­tigos 
del beneficio recibido. Luego pregonó ampliamente el estupendo su­ceso 
y lo hizo registrar en documento público ante notario, y aun encargó 
a un pintor varios cuadros con las diversas escenas de su maravillosa li­beración. 
NUEVOS PROGRESOS EN LA VIRTUD 
Quiso el Senado recompensar el valor y generosidad del que había sa­bido 
mostrarse tan valiente soldado, y, al efecto, nombróle «podestá» 
de Castelnuovo, cargo que ejerció poco tiempo, pues se trasladó pronto a 
Venecia para tomar sobre sí la tutela de los hijos que en tierna edad 
dejaba su hermano mayor al morir, y la administración de los bienes que 
les dejaba la herencia. 
Al mismo tiempo trabajaba calladamente y sin desmayo en la correc­ción 
de los propios defectos, y escuchaba la divina palabra con gran asi­duidad 
y gozo de su alma. Postrábase con frecuencia ante un Crucifijo, y 
al contemplarlo exclamaba enternecido- «¡Oh Jesús, no seas Juez mío, 
sino Salvador!» Otras veces se le oía repetir con San Agustín: « ¡ Señor, 
sé para mí verdaderamente Jesús! ¡Sólo Tú puedes ser mi Salvador!» 
No paró ahí la devoción de Emiliano, entendiendo que en los com­bates 
del alma, como en los materiales, el soldado necesita la dirección 
de un experto jefe, buscó un director de conciencia y encontróle a medida 
de sus deseos en un piadosísimo y docto canónigo regular de Letrán. 
Hecha confesión general de su vida, ya no pensó sino en vivir y sacri-
San Jerónimo Emiliano recoge a los niños huérfanos, pobres y desva­lidos 
de Venecia, y los alimenta, instruye y educa. Los días de fiesta, 
vístelos de blanco en honor de la Santísima Virgen, y sale con ellos por 
las calles y plazas de la ciudad para cantar las alabanzas de Nuestra 
Señora.
ficarse por Jesús. A este fin, empezó por cerrar el paso a la ambición con 
la renuncia de los oficios públicos y cargos de la República, combatió la 
soberbia y la vanidad entregándose a obras humildes, huyendo de las ala­banzas 
y aceptando sin quejas toda clase de humillaciones. Su liberalidad, 
siempre generosa, no se ciñó a socorrer únicamente a los pobres de los 
hospitales, sino que con solicitud verdaderamente apostólica, preveía los 
peligros morales que amenazaban la virtud de las jóvenes, y para evitar 
tamaña desventura, dotábalas y asegurábales airoso porvenir. 
Poco a poco fue venciendo sus pasiones hasta el extremo de reducirlas 
a esclavitud. Logró dominar perfectamente la ira, que tanto le había ense­ñoreado, 
y llegó a ser el hombre más humilde y pacífico del mundo. 
PADRE DE POBRES Y HUÉRFANOS 
El hambre que en 1528 afligió a toda Italia, presentó a Jerónimo Emi­liano 
ocasión muy oportuna de ejercitar su generosa caridad con los 
pobres; porque, aunque en Venecia se sintió al principio menos que en 
otras partes gracias a las copiosas provisiones con que se previniera el 
Senado, por la abundancia de pobres que se llegaron a aquella ciudad, 
sobrevino pronto la escasez. Con lo cual, agotados los recursos y los me­dios 
de proveerse, llenáronse las plazas y calles de gente tan necesitadas 
de humano socorro, que la muerte se cernía amenazadora sobre el pueblo. 
Estremecióse el piadoso corazón de Jerónimo a la vista de aquel lasti­moso 
espectáculo, y considerando en aquellos infelices la persona de Je­sucristo, 
resolvió emplear todos sus bienes para aliviarlos. A tal fin, ven­dió 
tapices, muebles preciosos, plata y cuanto poseía. No reservaba nada 
para sí mientras hubiera a su alrededor un necesitado que socorrer; y aun 
solicitó el concurso de sus conciudadanos ricos, los cuales, movidos por su 
ejemplo, contribuyeron gustosos al sustento de los pobres. Pudo así auxi­liar 
a los enfermos y moribundos, a los que visitaba con extremada soli­citud, 
sin que pareciera agotarse su energía. Durante la noche, enterraba 
los muertos, cuyos cadáveres llevaba sobre sus hombros al cementerio. 
Fueron tantas las fatigas y las incomodidades que padeció en esta 
obra de caridad, que al fin cayó enfermo asaltado de una fiebre ardiente, 
contagiosa, que en pocos días le puso a los últimos términos de su vida. 
Pidió al Señor la salud, no para gozar de ella, sino para satisfacer por sus 
pecados y trabajar en la salvación de las almas. Curó y, conforme a sus 
propósitos, dedicóse con nuevos bríos al desempeño de su caritativa misión. 
Tantas virtudes atrajeron hacia Jerónimo a otras almas generosas, y 
señaladamente a San Cayetano y a Juan Pedro Caraffa —que fue más tar­
de Papa con el nombre de Paulo IV—, los cuales le ayudaron con sus con­sejos 
y protección personal. Las guerras, la carestía y el contagio habían 
hecho multitud de víctimas en la población, los huérfanos, numerosísimos, 
hallábanse reducidos a la mendicidad, sin socorro de ningún género y, lo 
que es peor, expuestos a todos los peligros de la corrupción. Compadecido 
Jerónimo Emiliano de las miserias espirituales y temporales de tantos 
niños, determinó recogerlos y juntarlos en una casa que compró para este 
fin cerca de la iglesia de San Roque, allí ejercitaba con ellos los oficios 
de padre y de maestro; dióles profesores que les enseñaran a leer y escri­bir, 
y él mismo se empleaba todos los días en esa misión. Quería que 
aprendiesen algún oficio según la condición y disposiciones de cada u n o ; 
a más de esto, alimentábalos y vestíalos; acudía para ello a la piedad y 
caridad de las personas ricas y hacendadas, a fin de que con sus limosnas 
ayudasen a sostener tan santa y provechosa obra. Si solícito andaba en 
procurar el bienestar material, más cuidaba todavía de las almas, acom­pañábalos 
todas las mañanas a oír misa, ejercitábalos en la oración y 
estableció entre ellos la confesión mensual. Consagrados a la Reina de los 
cielos, los días festivos recorrían las calles y plazas de Venecia vestidos 
de blanco, cantando las glorias de su Soberana la Virgen María, y atra­yéndose 
las simpatías del pueblo que, como arrastrado por una fuerza 
invisible, acudía cabe aquellos niños para cantar con ellos las letanías 
lauretanas y el santo Rosario. 
FUNDACIÓN DE ESTABLECIMIENTOS BENÉFICOS 
Co n s id e r a n d o suficientemente arraigada la obra, de modo que podía 
subsistir sin su personal asistencia, alejóse Jerónimo de sus queridos 
huerfanitos para recorrer otras ciudades del dominio veneciano, en la 
que el hambre y la peste se habían cebado de manera extraordinaria. 
Faltos de humano socorro, perecían a diario numerosos jóvenes y an­cianos, 
y a remediar aquel mal acudió el hombre de Dios. Agradecido 
el Senado por tan desinteresada virtud, ofrecióle la dirección del hospicio 
de incurables, misión que Jerónimo aceptó por las reiteradas instancias 
de sus amigos y confiando sólo en la Divina Providencia. En sus apre­miantes 
necesidades hacía rezar a los parvulitos; escogía cuatro menores 
de 8 años, y, de rodillas con ellos, impetraba los socorros que necesitaba. 
Promovió la misma obra, fuera ya del dominio veneciano, en Padua; 
y luego, en 1531, en Verona. Encaminóse después a Brescia; allí compró 
una casa y recogió en ella a cuantos huerfanitos pobres pudo encontrar, 
e iba a buscar para ellos, de casa en casa, el sustento que necesitaban.
Puesto ya todo en marcha, pasó a Bérgamo, donde le pareció más 
urgente la necesidad, porque tales estragos causaron el hambre y la 
peste, que las cosechas se perdían en los campos por falta de brazos que 
las recogieran. El «Santo» —así le llamaban ya en aquellas comarcas— 
no vaciló en reunir cuantas hoces pudo y, poniéndose al frente de los 
hombres robustos, dióse tanto afán en el trabajo de la siega, que logró 
salvar la mayor parte de la cosecha y librar a los naturales de nuevos días 
de luto. Dedicó luego sus actividades a la fundación de tres casas; una 
para huérfanos, otra para jóvenes y la tercera para recoger las mujeres de 
mal vivir que, en número considerable y gracias a sus exhortaciones, 
se habían convertido al camino de la salvación y abrazado la penitencia. 
La fama de santidad que rodeó a Jerónimo, le atrajo las voluntades. 
Alejandro Bezulio y Agustín Barilo, sacerdotes acomodados y famosos, 
abandonaron el bienestar y las riquezas para abrazar junto a Jerónimo 
la vida de pobreza y sacrificio. No tardaron en acudir nuevos compañeros, 
Bernardo Odescaldi, el cual distribuyó sus bienes entre diversas fundacio­nes 
de caridad y acabó por entregar su persona a tan benemérita obra. 
La Divina Providencia ponía en manos de nuestro Santo aquellos valiosos 
auxiliares para ayudarle a perpetuar sus fundaciones. 
INSTITUCIÓN DE LOS «CLÉRIGOS REGULARES SOMASCOS» 
En t e n d ió Jerónimo Emiliano que en el reloj de la Providencia había 
sonado la hora de realizar un proyecto que acariciaba desde tiempo 
atrás fundar una Congregación religiosa que cuidara de los pobres y de 
los huérfanos. Se le antojaba suficientemente manifiesta la voluntad di­vina, 
y, por otra parte, sus colaboradores instábanle para que les diera 
una regla común. El siervo de Dios no vaciló en emprender la nueva obra. 
Pero no quiso que el brillo y aparato exterior acompañaran los orígenes 
de una empresa dedicada al servicio del menesteroso; y así, en vez de 
situar la casa matriz en una ciudad importante, comenzó su empresa en 
un lugar retirado entre Bérgamo y Milán, llamado Somasca; precisamente 
de aquí les viene a sus religiosos el nombre de Somascos dados a los clé­rigos 
regulares de su Congregación, llamados también «Clérigos regulares 
de San Máyolo», por la iglesia de este nombre, sita en Pavía, que les 
confió San Carlos Borromeo. El Santo redactó por sí mismo los puntos 
esenciales de la regla, tomando por modelo la de San Agustín. 
De tiempo en tiempo diseminaba el santo Fundador a sus religiosos 
para que recorriesen los poblados vecinos y evangelizasen a las gentes, 
consolasen a los afligidos, socorriesen a los pobres, recogiesen a los huér­
fanos y, sobre todo, para que instruyesen a los niños, a fin de descubrir 
vocaciones eclesiásticas. En aquellas catequesis reclutaban postulantes 
para su Congregación. En seis años estableció doce casas y reunió trescien­tos 
religiosos. 
ÚLTIMOS AÑOS. — MUERTE 
En los postreros años de su vida, dedicóse Jerónimo Emiliano a conso­lidar 
su obra, particularmente en Como, Milán y Pavía. Visitaba a 
pie todas las residencias, y no tomaba otro alimento que pan y agua. 
Previendo ya la proximidad del término de su vida, volvió a Somasca para 
recoger y examinar detenidamente su conciencia. Construyóse una celda 
sin admitir ayuda de nadie, y en ella pasaba largas horas en fervientes 
plegarias y austeras penitencias. Como le invitara el cardenal Caraffa a 
trasladarse a Roma, contestó el Santo: «El padre Caraffa me invita a ir a 
Roma, Dios me invita al cielo; prefiero acudir al llamamiento de Dios». 
Preparó su salida de este mundo con gran solicitud, y repetía con ex­traordinario 
fervor las palabras de San Pablo: «Quiero la muerte para 
vivir con Cristo». Reunió a sus discípulos; animólos a seguir sin desmayo 
la obra emprendida y dioles saludables consejos. Pidió, luego le adminis­traran 
los Saci amentos de la Iglesia, que recibió con gran devoción. Acae­ció 
su bendita muerte el 8 de febrero de 1537, a medianoche, teniendo las 
manos juntas, los ojos fijos en el cielo y conservando plena lucidez hasta 
el fin. Los santos nombres de Jesús y María sellaron sus labios. Fue ins­crito 
en el Catálogo de los Santos en 1767, por Clemente XIII, que fijó su 
fiesta en el 20 de julio. El 14 de marzo de 1928, Pío XI proclamó a nues­tro 
Santo, patrono universal de los niños huérfanos y abandonados. 
S A N T O R A L 
Santos Jerónimo Emiliano, fundador; Elias, projeta y fundador de la Orden Car­melitana, 
i Pablo, diácono y mártir en Córdoba; Aurelio, obispo de Car­tago; 
José Barsabás, llamado el Justo, discípulo de Nuestro Señor; Vut-maro 
y Ansegiso, abades; Pedro, Amable, Luciano, Agripiano y veintiocho 
compañeros, mártires en África; Sabino, Juliano, Máximo, Macrobio, Pablo 
y otros once compañeros, mártires en Damasco. Beato Gregorio López, 
madrileño, ermitaño en Méjico. Santas Margarita, virgen y mártir en Antio-quía; 
Severa, virgen, hermana de San Modoaldo, obispo de Tréveris; Li­brada, 
virgen y mártir (véase su vida el 18 de enero); Columbra, virgen 
y mártir, venerada en Coímbra.
Virgen y sierva de mártires y encarcelados Iglesia de la Santa en 1628 
D I A 2 1 D E J U L I O 
S A NT A P RÁXEDE S 
VIRGEN ROMANA ( t hacia el año 164) 
La s únicas preocupaciones que parecen llenar la existencia de la mujer 
pagana de todos los tiempos, son la frivolidad y la sensualidad. 
Obsérvase más acentuada esta tendencia, en los períodos y épocas 
de mayor decadencia; no se atiende entonces más que a las exigencias 
del tocador, de los vestidos, del peinado, etc., y cuídase únicamente de 
procurar toda clase de placeres, sin reparar en su licitud o ilicitud. Y aun 
mientras los cristianos de los primeros siglos son ferozmente martirizados 
en los potros, o devorados por las fieras en el circo, y mientras los bár­baros 
del norte, ministros de las divinas venganzas sobre el Imperio per­seguidor 
y corrompido, preparan en las fronteras sus devastadoras 
invasiones, la mujer romana sueña solamente en el regalo del cuerpo 
rodéase de cósmetas, mujeres que la sirven y cuidan en el adorno de sus 
vestidos y tocados, cinífloras, que dan a su cabello colorido de distintos 
matices, y calamistas, que se lo rizan en las más caprichosas y variadas 
formas. 
En el transcurso de los tiempos y a través de la vicisitudes, varían los 
nombres, pero las costumbres perduran, ello no obstante, en el seno de 
la corrupción y perversidad social, y a pesar de los obstáculos que a la
virtud se oponen, abundan las almas fieles, vírgenes puras que forman 
«la porción más preciada del rebaño de Cristo; gozo y prez de la Santa 
Madre Iglesia, que en ellas ve florecer con creces su fecundidad gloriosa» 
—según expresión de San Cipriano. Entre la innúmera pléyade de valien­tes 
mujeres, cuyos nombres constan en nuestros Martirologios, ocupan 
lugar preeminente Santa Práxedes y su hermana Santa Pudenciana, perte­necientes 
ambas a linajuda familia de la Roma antigua y célebres en los 
fastos de la Iglesia Católica. 
EL SENADOR PUDENS Y SU MANSIÓN 
Cuando en el año 42 de nuestra era llegó San Pedro a Roma, enca­minóse 
al Esquilino, para hospedarse en el palacio de un tal Pudens 
o Pudencio. Quién sea este personaje, es cosa que no se puede precisar 
con certeza, probablemente es el mencionado por San Pablo en su se­gunda 
epístola a Timoteo, cuando dice «Eubulo y Pudens, con Lino y 
Claudia, te saludan». Alguien ha creído ver en él a un nobilísimo senador 
de la célebre familia de los «Cornelios», o al centurión Cornelio bautizado 
por San Pedro en Palestina, si bien esta última hipótesis parece quedar 
definitivamente desechada por parte de críticos e historiadores. 
El ambiente aristocrático en que San Pedro halló tan generosa hospi­talidad 
al llegar a Roma, prueba que la doctrina por él predicada no era 
patrimonio exclusivo de los judíos de condición humilde, ocultos en 
modestas tiendas de las tortuosas calles del Transtévere, sino que también 
hacía prosélitos entre las clases ricas y pudientes. 
En aquella época los potentados patricios solían fabricarse en sus 
mansiones cuanto los demás ciudadanos debían comprar. A juzgar por las 
ruinas que se conservan de edificios análogos, podemos deducir lo que 
fue la cjisa del senador Pudens. Abarcaba, la finca, considerable extensión 
de terreno amurallado que habitaba el dueño, plazas, calles y teatros, 
aparte, levantábanse los establos, las vivendas de los esclavos, almacenes 
y otros pabellones; los jardines y foros o pórticos en los que el dueño 
pasaba horas de solaz con sus amigos, estaban profusamente adornados 
con mármoles y estatuas: es decir, que el conjunto formaba algo así 
como una ciudad en pequeño dotada de todos los servicios. 
Ignórase si el Pudens que el año 42 hospedó al Príncipe de los Após­toles 
era padre o bien abuelo de nuestra Santa. Los Bolandistas admiten 
la existencia de dos Pudens: el abuelo, casado con Priscila, y el padre, 
casado con Sabinela. Esta opinión tiene la ventaja de armonizar más fá­cilmente 
la llegada de Pedro a la Ciudad Eterna el año 42, con la época
del pontificado de San Pío I, posterior en un siglo (140-155), y que es pre­cisamente 
la que honró Práxedes con sus virtudes y meritorios trabajos. 
Por el contrario, un crítico moderno, apoyándose en autores más anti­guos, 
admite que Práxedes y su hermana llegaron a edad muy avanzada, 
y que muy bien pudieran ser hijas del espléndido amigo de San Pedro. 
Ésta es la versión que adopta el Martirologio romano el 19 de mayo 
considera a San Pudencio como a padre de las Santas Práxedes y Puden-ciana, 
y de él añade el texto que «revestido de Jesucristo en el bautismo, 
conservó inmaculada la túnica de la inocencia hasta el término de 
sus días». 
En cualquiera de ambos casos, no cabe la menor duda de que nos 
hallamos en presencia de una familia de raigambre cristiana y privilegiada, 
y, como dice muy atinadamente el autor de Estudio de Roma Cristiana: 
«Fue familia gloriosa hasta en el nombre, evocador de honestidad, 
temor de Dios, noble prosapia y renovación. A ella cupo el honor de 
realizar, por vez primera en la Historia, la transición de las ideas egoístas 
en que se fundaba el antiguo patriciado a los sentimientos de la verdadera 
fraternidad que constituye la igualdad cristiana. En su casa celebraban los 
cristianos sus asambleas, en las que el esclavo que trabajaba en las can­teras 
sentábase junto al grande y potentado, y ambos, animados de unos 
mismos sentimientos, recibían los divinos misterios de manos del jefe 
común, San Pedro, que allí vivía. Este solo hecho es más que suficiente 
para ennoblecer tan preclara como dichosa familia». 
Con tales antecedentes, ¿a quién puede extrañar que Pudens, cristiano 
fervorosísimo, procurase sin descanso infundir en sus hijas aquel amor 
a la virginidad y sujeción a los preceptos del Señor que las llevaron a la 
santidad? 
FUNDACIÓN DE UN «TÍTULO» O IGLESIA EN CASA 
DE PUDENS 
La historia de Práxedes y su hermana ha sido conservada y transmi­tida 
por un sacerdote llamado Pastor, que vivía con la familia de 
Pudens. A este sacerdote, consejero y sostén de Práxedes y Pudenciana, 
y contemporáneo y pariente del Papa San Pío I, se le atribuyen tres do­cumentos 
de gran valor histórico. Va el primero dirigido a Timoteo, y 
es una de las más bellas páginas de la Historia Eclesiástica de los tiempos 
apostólicos. El segundo parece ser la respuesta de Timoteo, y el tercero 
es un apéndice narrativo, debido al mismo Pastor, que alcanza hasta la 
muerte de Práxedes, a cuyo cadáver dio él mismo honrosa sepultura.
Quizá este escrito no sea rigurosamente auténtico en esta misma forma, 
y parece muy posible que en el siglo V o VI sufriera ciertos retoques en­caminados 
a edificar al lector; sin embargo, aunque la leyenda se encuen­tre 
más o menos mezclada -con la historia —caso bastante repetido en los 
escritos de entonces—, no hay razón para desechar por falsos los intere­santes 
pormenores con que dichos documentos nos brindan. Careciendo de 
fuentes más antiguas y seguras, nos atendremos a los escritos de Pastor. 
«Pudens —dice—, ya viudo, quiso, siguiendo los consejos del bien­aventurado 
obispo Pío, tranformar su casa en iglesia, y para realizar el 
piadoso deseo puso los ojos en este pecador. Erigió, pues, en esta ciudad 
de Roma, y en el Vicus Patrícii, un título o iglesia, al que dio su nombre». 
El Martirologio romano hace la siguiente mención el 26 de julio: «En 
Roma, San Pastor, presbítero, a cuyo nombre existe un título cardenalicio 
en el monte Viminal en Santa Pudenciana». 
En el siglo ir, y debido a las persecuciones, los cristianos se veían pre­cisados 
a reunirse, para rezar y celebrar los misterios, en casas particu­lares 
o en la oscuridad de las catacumbas. Dábanse allí con gran fervor a 
los actos del culto y a las prácticas de devoción, esperando tiempos más 
propicios que les permitieran congregarse en edificios públicos llamados 
después basílicas. 
MUERTE DE SAN PUDENCIO. — CELO APOSTÓLICO 
DE LAS SANTAS PRÁXEDES Y PUDENCIANA 
Mie n t r a s tanto —continúa el presbítero Pastor— voló Pudencio al 
Señor, dejando a sus hijas el rico patrimonio de la castidad y del 
conocimiento de la ley divina». Ambas hermanas vendieron entonces 
sus haciendas y repartieron el importe entre los cristianos, muchos de los 
cuales vivían, a causa de su fe, en extrema miseria. 
Fieles al amor de Cristo, perseveraron las dos vírgenes, unidas en san­tas 
vigilias, ayunos y oraciones. Preocupánbales sobremanera el desenvol­vimiento 
de la religión, y en alas de sus deseos, expusieron al Pontífice 
San Pío 1 el proyecto que abrigaban de erigir un bautisterio en el título o 
iglesia parroquial que su difunto padre fundara. El santo Papa acogió 
favorablemente la iniciativa de las piadosas hermanas, designó él mismo el 
sitio en que habría de emplazarse la santa piscina, y llevóse a cabo la 
construcción siguiendo puntualmente sus indicaciones. 
Por aquel entonces reunieron ambas siervas de Cristo a cuantos escla­vos 
tenían en Roma y fuera de ella, y al tiempo que daban absoluta 
libertad a los que eran cristianos, comenzaban la evangelización y cate-
Sa n t a Práxedes da sepultura a los mártires con sumo respeto y vene­ración 
en un gran sepulcro, propiedad de su familia, en el cementerio 
de Priscila, de la Vía Salaria, en las afueras de Roma. Allí mismo fue 
ella enterrada, esperando la resurrección en la paz del Señor.
quesis de los demás, muchos de los cuales abrazaron voluntariamente el 
cristianismo, y obtuvieron la libertad en una solemne ceremonia que el 
Pontífice ordenó realizar en la iglesia. Llegada la solemnidad de Pascua, 
fecha tradicional para la celabración, recibieron el bautismo 96 neófitos. 
Imperando Antonino Pío, época que coincidió precisamente con la vida 
de San Pío, papa, el mundo en general y la Iglesia en particular, gozaron 
de relativa paz y tranquilidad. Este emperador, oriundo de Nimes, a 
quien se debe la construcción o la conclusión, por lo menos, del puente 
del Gard, era un pagano «purificado», es decir, había llegado al máximo 
encumbramiento moral a que un pagano podía aspirar. Dicen de él que 
dejó dormir los edictos persecutorios, y aun se le atribuye un rescripto, 
de dudosa autenticidad, sin embargo, por el que prohibía toda perse­cución 
tanto legal como ilegal en contra de los seguidores del Evangelio. 
Está probado, no obstante, que cuando el populacho se amotinaba 
contra los cristianos y pedía su muerte, fácilmente encontraba magistra­dos 
complacientes que se prestaban a satisfacer sus sanguinarios deseos, 
así ocurrió repetidas veces en distintas ciudades del imperio. 
No está, pues, muy claro el trato que la religión de Cristo recibía en 
este tiempo, pero es lo cierto que la casa de ambas vírgenes vino a ser 
lugar de cita para los fieles, los cuales acudían allí día y noche para sus 
devociones. Muchos paganos iban asimismo en busca de la fe, y recibían 
el bautismo con gran contento espiritual, y como quiera que las reuniones 
públicas estaban prohibidas a los cristianos, no a otra parte iban los Pon­tífices 
a celebrar los divinos misterios y administrar los sacramentos. 
TRÁNSITO DE SANTA PUDENCIANA. — MUERTE DE NOVATO 
Habiendo fallecido Santa Pudenciana, fue amortajada por Práxedes, 
la cual, después de embalsamar el cadáver de su hermana, túvolo 
oculto en el interior del oratorio durante veintiocho días, hasta que el 14 
de las calendas de junio —19 de mayo—, aprovechando las sombras de 
la noche, fue trasladado al cementerio de Priscila, sito en la «Vía Salaria», 
y enterrado junto al de San Pudencio. Este cementerio cristiano, el más 
antiguo de cuantos existen, fue fundado por el cónsul Glabrión, marti­rizado 
en el año 91, cuando aún regía Domiciano los destinos del Imperio, 
merece especial mención por recordar la primera predicación de San 
Pedro en Roma. La ilustre familia Pudens tenía allí sepultura propia, y 
a ella eran llevados los cuerpos de los mártires, en carromatos de los que 
solían emplear los huertanos para abastecer la Ciudad Eterna, disimu­lando 
la preciosa carga con apariencias de un montón de provisiones.
Después de la muerte de su hermana, siguió Práxedes viviendo en el 
título, entre inequívocas demostraciones de afecto por parte de los cris­tianos 
todos. También el Pontífice Pío la visitaba frecuentemente, para 
consolarla y darle alientos. Entre los que con más asiduidad la trataban 
y se encomendaban a sus oraciones, estaba San Novato, hombre rico y 
bondadoso en extremo, y tan caritativo que gastó su hacienda toda en 
beneficio y provecho de los pobres de Cristo. El Martirologio, en el 20 de 
junio, le llama «hermano de Práxedes», pero conviene entender esta pa­labra 
en el sentido que entonces se le daba de «hermano en Cristo». 
He aquí lo que escribe San Pastor: «Un año y veintiocho días después 
del tránsito de Pudenciana, notóse la ausencia de Novato en las asam­bleas 
de los fieles. El obispo Pío, cuya solicitud cobijaba sin excepción a 
todos los cristianos, se interesó vivamente por él. Todos nos afligimos 
mucho al enterarnos de que una enfermedad le retenía en cama, y por esa 
causa no había acudido a la reunión. La virgen Práxedes dijo entonces 
al Pontífice: «Si lo permitís, iremos a visitar al enfermo, quizá vuestras 
oraciones obtengan del Señor su curación». La asamblea acogió favora­blemente 
esta iniciativa; y aprovechando la oscuridad de la noche, el 
santo obispo Pío, la virgen Práxedes y yo nos presentamos en casa de 
Novato. En cuanto nos vio agradeció de corazón al Señor la merced que 
le hacía con nuestra visita. Permanecimos en aquella morada los dos días 
siguientes. En este intervalo tuvo a bien legar al título y a la virgen Prá­xedes 
cuanto poseía. Cinco días más tarde volaba al señor». 
Práxedes solicitó del santo Pontífice un segundo título o iglesia al lado 
de la antigua, en las termas de Novato, ya desiertas, que ocupaban una 
sala grande y espaciosa. Accedió San Pío y la dedicó a la bienaventurada 
virgen Pudenciana. Más tarde dedicó otra en el lugar que hoy ocupa la 
iglesia de Santa Práxedes, estableciendo además un bautisterio. 
NUEVA PERSECUCIÓN. — MUERTE DE LA SANTA 
Su c e s o r de Antonino Pío, fue en el año 161, Marco Aurelio, emperador 
filósofo, hombre de rígidos principos, que encuadraba en los que se 
ha dado en llamar «santo laico». Derramó este emperador tanta sangre 
cristiana, como Nerón y Domiciano juntos. Probablemente en su gobierno 
acabó su carrea mortal la virgen Práxedes; así parece indicarlo el Bre­viario 
romano, al hablar de la persecución del emperador Marco Anto­nino, 
es decir, Marco Aurelio, de la familia de los Antoninos. 
Algún tiempo después, desencadenóse contra los cristianos una furiosa 
tempestad, y muchos de ellos conquistaron la palma del martirio. Prá­
xedes, dice el Breviario, se esforzó cuanto pudo en ayudar a los siervos 
de Dios «Socorríalos con sus bienes, prestábales toda clase de servicios, 
y los consolaba en sus afliciones. Ocultaba a unos en su casa, exhortaba 
a otros a guardar inquebrantable la fe , velaba porque nada faltase a los 
presos y condenados a trabajos forzados», y cuidaba de enterrar los cuer­pos 
de los héroes, que, resistiendo valientemente en los combates por 
Cristo, habían conquistado la inmarcesible corona de los mártires. 
Mas habiendo llegado a conocimiento de Marco Aurelio que los cris­tianos 
celebraban reuniones en casa de Práxedes, envió allá soldados con 
órdenes terminanrtes de actuar severamente. Muchos de ellos, entre los que 
se contaba el sacerdote Semetrio, fueron llevados al suplicio sin formación 
de causa, y sin mediar el más breve interrogatorio. Práxedes recogió sus 
restos por la noche y los enterró en el cementerio de Priscila. 
Pero ya se acercaba el día del propicio descanso para nuestra Santa, 
la cual, por ser a la sazón de edad muy avanzada, no tenía más ansias ni 
aspiraciones que gozar el eterno galardón «en la paz de Cristo». 
«No pudiendo soportar el bárbaro espectáculo de la sangrienta per­secución, 
rogó a Dios, si era su beneplácito, no le permitiese presenciar 
tal desolación. Oyóla el Señor y llevósela al cielo en recompensa de su 
piedad». Nada más nos dice el Breviario respecto de su muerte. 
Así rezan sus Actas: «Práxedes, virgen consagrada, voló al Señor el 12 
de las calendas de agosto. Yo, Pastor, sacerdote, enterré su cuerpo junto 
al de su padre, en el cementerio de Priscila, en la Vía Salaria». 
CULTO TRIBUTADO A SU MEMORIA 
Pr á x e d e s , a quien cupo el honor de levantar un templo a Jesucristo 
y dar un asilo a su Iglesia, merecía ser honrada después de su muerte 
de un modo especial. Y así fue, pues dedicóse a su memoria, en la Ciudad 
Eterna, una basílica, que es uno de los títulos cardenalicios más antiguos. 
La iglesia actual, confiada a los Benedictinos de Vallumbrosa, consta de 
tres naves separadas por dieciséis columnas de granito; el altar mayor 
está decorado con precioso baldaquino, sostenido por cuatro columnas 
de pórfido. Antiquísimos mosaicos adornan las tribunas y el arco prin­cipal. 
En la primera tribuna puede admirarse un cuadro de la Santa, obra 
del pintor Dominico Muratori. Es aún más admirable la esbelta capillita, 
adornada con mosaicos de gran valor y antigüedad. Guárdase en ella, 
una columna que el cardenal Juan Colonna trajo de Jerusalén el año 1234, 
y que, según la tradición, es la de los Azotes de nuestro Divino Redentor. f 
En el centro de la iglesia hay un pozo donde —según piadosamente se
cree— la virgen Práxedes iba recogiendo la sangre de los mártires. Mués­trase 
también una esponja que le servía para lavar los preciosos restos. 
El cuerpo de Santa Práxedes, que Su Santidad Pascual I mandó sacar 
de las catacumbas en el siglo ix, descansa debajo del altar mayor. Ordenó 
además el mismo Papa que fueran trasladados a dicha iglesia los cuerpos 
de dos mil mártires, que, el día de la resurrección final, formarán gloriosa 
comitiva con la que en vida fue humilde sierva de los confesores de la fe. 
Habiendo recibido San Carlos Borromeo el título cardenalicio de Santa 
Práxedes, enriqueció con numerosos beneficios a esta iglesia, tan cara 
para él por su antigüedad y por la multitud de reliquias en ella guardadas. 
No satisfecho con restaurarla y embellecerla, el santo cardenal construyó­se 
en sus dependencias una habitación para cuando se viese obligado a 
permanecer en Roma. Una capilla, religiosamente conservada, perpetúa 
el recuerdo del gran arzobispo de Milán. En la puerta de bronce de la 
iglesia de Santa Pudenciana, hay un busto esculpido, considerado como 
uno de los primeros documentos de Santa Práxedes, que data del siglo v 
o v i, representa a nuestra Santa sosteniendo cual virgen prudente una 
lámpara encendida. En la misma iglesia de Santa Pudenciana encuéntrase 
un famoso mosaico del siglo ix, en el que Nuestro Señor aparece sentado 
en un trono al pie de la cruz y rodeado de los Apóstoles, detrás del grupo, 
dos matronas con sendas coronas. Los célebres arqueólogos Juan Bautista 
de Rossi y su discípulo Horacio Marucchi, reconocen en las dos mujeres, 
a Santa Práxedes y a su hermana Santa Pudenciana. 
Así quiere la Santa Iglesia honrar a estas sus dos preclaras hijas que 
en tiempos de persecución supieron renunciar al propio bienestar para 
dedicar todos sus entusiasmos al ejercicio de la caridad. Hermanas en la 
sangre, en el amor y en la fe, habían de serlo igualmente en la gloria. Por 
eso su recuerdo las enlaza en la memoria de los fieles y las hace considerar 
como un ejemplo típico de unión y fraternidad cristianas. 
S A N T O R A L 
Santos Daniel, profeta; Víctor, Alejandro y compañeros, mártires; Arbogasto, 
obispo de Estrasburgo: Zótico. obispo, martirizado en Comuna de Capa-docia 
en tiempos del emperador Severo: Juan, compañero de San Simeón 
Estilita, monje; Víctor, Emiliano, Safo, Montano y otros, mártires en 
África; los tres santos mártires de Malacia: veinte otros mártires, compa­ñeros 
de Santa Julia. Beatos Oddín Barotto, párroco de Josano (Italia); 
Juan Forestier, franciscano, mártir de Enrique VIII de Inglaterra; Be­nigno 
y caro, agustinos. Santas Práxedes, virgen, y Julia, virgen y mártir 
Beata Angelina, fundadora (véase el 14 de julio).
El ángel de la Resurrección La santa Gruta 
D IA 2 2 D E J U L I O 
SANTA MARÍA MAGDALENA 
PENITENTE (siglo I) 
n los Santos Evangelios se nos habla de María la pecadora, de María 
hermana de Marta, y de María Magdalena. Orígenes, Teofilacto, 
Eutimio y otros comentaristas, creen que estos tres nombres corres­ponden 
a tres personas diferentes. San Agustín y otros identifican a la 
pecadora con María de Betón ia, hermana de Lázaro, a la que distinguen 
de María Magdalena. San Gregorio hace de las tres una sola persona. 
Este criterio es el que ha prevalecido en la Iglesia, la cual celebra la fiesta 
de la Santa en el día de hoy. Ello nos permite suponer que no hay razón 
alguna de peso, ni argumento decisivo contra la unidad de las tres Marías, 
razón por la cual, al igual de muchos autores y comentaristas, seguire­mos 
esta tradición en el relato de la presente historia. 
Nació María Magdalena en Betania, ciudad de Judea, en el seno de 
una familia rica, de la que el Santo Evangelio da a conocer a Lázaro, 
resucitado por Jesús a los cuatro días de haber fallecido, a Marta, la her­mana 
mayor, que en la adolescencia recibió la administración de los bienes 
patrimoniales y, finalmente, a María, la menor, que vivía en su castillo 
de Magdala, de donde le sobreviene el sobrenombre de Magdalena. 
Para mejor inteligencia del relato evangélico conviene no olvidar que
los romanos, al adueñarse de Judea, llevaron consigo los vicios todos del 
paganismo. Hasta qué límites influyeron éstos en las costumbres de Mag­dalena, 
lo ignoramos; pero nos consta positivamente por el texto sagrado 
que estuvo poseída de siete demonios, y el mismo Evangelio la designa 
con el nombre de «pública pecadora». 
El Salvador había cumplido ya treinta años; la fama de sus milagros 
y de la santidad de su vida comenzaba a extenderse de una manera por­tentosa 
y de todas partes acudían muchedumbres a oírle. El estrépito 
de los placeres del mundo, no llegó a ser tan ensordecedor para María 
Magdalena que impidiera llegar a sus oídos las nuevas de la predicación 
del Divino Mesías, además, Lázaro y Marta, que ya eran discípulos muy 
adictos de Jesús, no cesaban de pedir a Dios para que convirtiera a su 
extraviada hermana. Pronto iban a ser aquellos deseos una dulce realidad. 
Magdalena, atormentada más por los remordimientos de su conciencia 
que por los espíritus inmundos que la tiranizaban, acudió también al 
nuevo Profeta en busca de consuelo; y libertada por Él del yugo infernal, 
creyó en el Mesías. Desconocemos los pormenores de su conversión, pero 
sin reparo podemos creer que, al oír la dulce invitación de Jesús «No 
vine por los justos, sino por los pecadores», el alma tierna y delicada de 
María Magdalena sintió los atractivos irresistibles del amor de Cristo y 
se determinó a seguir al que en adelante debía ser su Maestro. 
EN CASA DE SIMÓN 
Un fariseo llamado Simón quiso celebrar un banquete, probablemente 
en Cafarnaúm, e invitó a Jesús para que le honrara con su presencia. 
Accedió amablemente el Salvador a aquella prueba de amistad y he aquí 
que entró inesperadamente en la sala del festín, una mujer que llevaba 
en las manos un vaso lleno de perfume delicioso. Era María Margclalena 
que, hollando el respeto humano, afrontaba varonilmente la indignación 
del rígido fariseo. Llegóse a Jesús, como hierro atraído por poderoso imán, 
postróse a sus pies, y comenzó a bañárselos simultáneamente con lágrimas 
de penitencia y perfumes de amor. 
Muy a mal llevó Simón la —a su parecer— intempestiva visita de la 
«Pecadora» que, con su presencia manchaba el honor de aquella casa. 
«Ciertamente —pensaba entre sí—, si este hombre fuese profeta sabría ' 
quién es la mujer que le besa los pies». Leyó Cristo los pensamientos de 
de Simón, y volviéndose hacia él de dijo- «Simón, una cosa tengo que 
decirte—. Di, Maestro —respondió él—. Cierto acreedor tenía dos deu­dores; 
uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo
ellos con qué pagar, perdonó a entrambos la deuda. ¿Cuál de ellos le 
amará más? —Maestro —respondió el fariseo—, me parece que aquel a 
quien se perdonó más—. Y díjole Jesús- —Has juzgado rectamente—. 
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón —¿Ves a esta mujer? Yo 
entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, masi ésta 
los ha lavado con sus lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. Tú 
no me has dado el ósculo de paz, pero ésta, desde que llegó, no ha 
cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta 
ha derramado sobre mis pies sus perfumes. Por todo lo cual te digo 
Que le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho». Doc­trina 
sublime de exaltación del amor. 
No es para descrita la alegría que embargó el corazón de Magdalena 
al oír las absolutorias palabras del Redentor, pues que sólo la remisión 
de sus pecados buscaba en aquella visita. Resucitó su alma con resurrec­ción 
más admirable que la que más tarde viera en la persona de su her­mano 
Lázaro, y en su nueva vida —dice San Bernardo— la Penitente 
de Betania salvará más almas que perdiera la Pecadora de Magdala. 
María Magdalena, una vez perdonada por Jesucristo, despojóse de sus 
galas y preseas de mujer mundana, y fuése de nuevo a vivir en compañía 
de sus hermanos Lázaro y Marta. Desde entonces, constituyeron los tres 
aquel hogar apacible y recogido al que, después, tantas veces se retiraría 
a descansar de las fatigas de su predicación el Salvador del mundo. 
EL HUÉSPED DE BETANIA 
Je s u c r is t o vivía de los recursos con que le ayudaban María Magda­lena 
y otras piadosas mujeres agrupadas en torno de la Virgen. 
En una de sus correrías, llegó el Salvador a Betania, cerca de Jerusalén. 
Allí estaba la casa de sus querísimos amigos Lázaro, Marta y María 
Magdalena, a ella se dirigió y fue, según costumbre, recibido con muestras 
de singular afecto. Andaba Marta muy ocupada y solícita en aderezar lo 
necesario para la comida; por el contrario, María estábase devotamente 
sentada a los pies del Maestro, saboreando con deleitable atención el 
néctar de la divina palabra. Atareada Marta por obsequiar al santo 
Huésped, iba y venía con mujeril inquietud, y llevando a mal que su 
hermana la dejara sola en sus faenas, paróse una vez de las que pasó 
junto a Jesús y le dijo como en son de reproche para María • 
—Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas 
de la casa? Dile, pues, que me ayude.
No creía, de seguro, que Jesús aprobase aquella aparente inactividad. 
—Marta, Marta; tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas 
cosas, y en verdad que una sola cosa es necesaria. María ha escogido la 
mejor suerte y jamás será privada de ella. 
Lección divina en la que el Señor exalta la legitimidad y preeminencia 
de la vida contemplativa, tan discutida a veces por el humano criterio. 
RESURRECCIÓN DE LÁZARO 
Poco tiempo después traspasaba el dolor los umbrales de aquella casa: 
Lázaro se puso muy gravemente enfermo. En tal apuro, mandaron a 
Jesús un mensajero que le dijese; «Señor, el que amas está enfermo». 
Pero Jesús se contentó con responder- «Esta enfermedad no es mortal, 
sino que está ordenada para gloria de Dios, a fin de que por ella el Hijo 
de Dios sea glorificado». Y como los recursos de la ciencia son ineficaces 
cuando Dios ha determinado que el hombre muera, de nada o poco me­nos 
le sirvieron a Lázaro los solícitos cuidados de sus hermanas; y así, 
murió cuando Cristo predicaba lejos de Betania. Dos días después de re­cibir 
el recado dijo el Señor a los Apóstoles. «Vamos otra vez a Judea, 
pues nuestro amigo Lázaro duerme». 
Marta supo antes que nadie la llegada del Salvador, y saliendo a su 
encuentro, echóse a sus pies llorando y dijo: «Señor, si hubieses estado 
aquí, mi hermano Lázaro no hubiera muerto. Pero sé que Dios te concede 
cuanto le pides». María, llamada por el Salvador, acudió al instante, y 
postrándose también como su hermana, exclamó: «Señor, si hubieses 
estado aquí, no habría muerto mi hermano». Y no pudo proseguir ha­blando, 
porque el llanto anudaba su garganta. Enternecióse el misericor­dioso 
Corazón de Jesús al contemplar aquella escena hasta el punto de 
estremecerse y gemir. «¿Dónde le habéis puesto? —preguntó. —Ven, Se­ñor 
—le dijeron—, y lo verás». Y entonces, también lloró el Hijo de Dios. 
Con aquellas lágrimas nos enseña Jesús a llorar con los que lloran 
—dice San Ambrosio— ; pero de modo especial significa aquel llanto 
la intensa pena que le produce la muerte espiritual de los pecadores, 
muerte en cuya comparación la corporal no pasa de mera figura. Algunos 
judíos, testigos de aquella escena, decían por lo bajo «¡Cuánto le ama­ba! 
» Otros murmuraban diciendo: «Ese hombre que ha curado tantos 
ciegos, ¿no podía haber impedido la muerte de su amigo?» Llegaron al 
sepulcro, y en medio de imponente silencio mandó Jesús retirar la piedra 
que cubría el cubículo, el cadáver había empezado a descomponerse. Ante 
la expectación de los presentes que preveían un grande acontecimiento, 
Jesucristo levantó los ojos al cielo y exclamó: «Padre, gracias te doy
Ma r t a , Marta; tú te afanas y acongojas distraída en multitud de me­nesteres; 
y a la verdad que sólo una cosa es necesaria. María ha 
escogido la mejor suerte y ya nunca se verá privada de ella». Con estas 
palabras ensalza Nuestro Señor a quienes, olvidados del mundo, hunden 
sus inquietudes en la contemplación de Dios.
porque oíste mi ruegos. Mirando luego al difunto gritó «Lázaro, sal 
afuera». Y Lázaro se levantó con vida y salió del sepulcro. El portentoso 
milagro fue para Marta y María Magdalena recompensa de su fe, y para 
Cristo pretexto de su sentencia de muerte. 
SEGUNDA UNCIÓN EN BETANIA 
El triunfo del Redentor en Jerusalén el domingo de Ramos, de tal ma­nera 
exasperó a los fariseos que los indujo a planear definitivamente 
la muerte del Hijo de Dios. Jesús se hospedaba en casa de sus amigos 
predilectos. Estaban reunidos a la mesa con Él, Lázaro, Marta y María 
Magdalena, la Madre del Salvador, los Apóstoles y algunos de los discí­pulos 
más adictos. Lázaro estaba sentado frente ai Señor, Marta servía 
como de costumbre, y María Magdalena otra vez había escogido la mejor 
suerte; porque habiendo abandonado momentáneamente la sala del festín, 
volvió luego con un vaso de alabastro que contenía delicado perfume y lo 
derramó sobre los benditos pies y sobre la sagrada cabeza del Maestro. 
También esta vez fue mal interpretada aquella acción; Judas, ins­pirado 
por su avaricia, murmuró indignado: «¿A qué esta excesiva pro­digalidad? 
Mejor hubiera hecho en venderlo por trescientos denarios y 
repartirlos entre los pobres». Asimismo, otros Apóstoles llevaron a mal 
el pretendido despilfarro. Pero también Cristo sale en defensa de Mag­dalena, 
que ha obrado guiada única y exclusivamente por amor: «¿Por 
qué amonestáis a esta mujer? —pregunta— ; lo que conmigo ha hecho, 
bien hecho está, pues vosotros siempre tendréis pobres a vuestro lado, 
pero a mí no siempre me tendréis. Derramando sobre mi cuerpo ese nardo 
se ha adelantado a ungir mi cuerpo para el día de la sepultura. Por todo 
ello os declaro en verdad que dondequiera que se predicare este Evan­gelio, 
y lo será por todo el mundo, se referirá en honra suya lo que acaba 
de hacer. 
MAGDALENA EN LA PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE JESÚS 
Pe r o donde el amor de Magdalena hacia Jesús se manifestó más intensa­mente 
si cabe fue en la Pasión. En efecto; preso el Redentor, sus 
Apóstoles le abandonan; uno de ellos, Pedro, se turba ante una criada y 
le niega tres veces. María Magdalena, en cambio, a pesar de la debilidad 
propia de su sexo, de las amenazas, burlas e injurias del populacho, sigue 
varonilmente al que los judíos maldicen, y le acompaña hasta el Calvario,
sin separarse un momento de su atribulada Madre. Y cuando Cristo, le­vantado 
en alto y sin más sostén que los terribles clavos, sufría las impre­caciones 
e insultos de sus enemigos, la antigua Pecadora, de pie cabe la 
Cruz, lloraba en silencio. Y aun después; no se apartará del que ama, 
hasta que ya difunto, sea enterrado por José de Arimatea y Nicodemo. 
Llegó el domingo. A primera hora de la mañana iban al sepulcro María 
Magdalena y sus compañeras con la esperanza de poder embalsamar el 
cuerpo de Cristo; pero cuando llegaron al término de su piadosa peregri­nación, 
encontráronse con que Jesús había resucitado. Junto a la piedra 
levantada del sepulcro, vieron a un hermoso mancebo, un ángel, que les 
anunció que ya no estaba allí Aquel a quien buscaban. «Y ahora —aña­dió 
el ángel— id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; 
y he aquí que irá delante de vosotras a Galilea: allí le veréis. Ya os lo 
prevengo de antemano». Ellas fueron corriendo a dar a los Apóstoles la 
nueva de lo que ocurría; Pedro y Juan acudieron presurosos y quedaron 
también sorprendidos, pues no habían penetrado el sentido de las profé-ticas 
palabras del Maestro: «Resucitaré al tercer día». 
Sin embargo, María Magdalena volvió sola cerca del sepulcro vacío y 
comenzó a vagar por el huerto donde aquél estaba, animada por el deseo 
de hallar el cuerpo del Salvador, o alguien, al menos, que le diera noti­cias 
del sitio adonde había sido trasladado. De repente vió dos jóvenes 
vestidos de blanco que le preguntaron: «Mujer, ¿por qué lloras? —Por­que 
se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto» —respondió 
ella. Giróse luego, como para indagar, y topó su vista con la de Jesús, 
mas no le reconoció, sino que tomándole por el hortelano le dijo: «Señor, 
si vos lo habéis tomado, decidme dónde está, e iré por él». Miróla un 
instante Jesús y exclamó: «¡María!». Ella, reconociendo la voz del 
Maestro, postróse para besar, sus pies, gritando • « ¡ Rabbi, Maestro! —No 
me toques —replicó Jesús— , no he subido todavía a mi Padre; pero 
ve a los míos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y 
vuestro Dios». La feliz mensajera corrió a llevar el divino recado. 
MAGDALENA EN LA SANTA GRUTA. — SU MUERTE 
Ex a c t ís im a fue Magdalena en cumplir el encargo de Cristo, pero en la 
dureza de su corazón, ni Apóstoles ni discípulos —recordemos a los 
dos de Emaús— creyeron del todo sus noticias. 
Los Evangelios no vuelven a mencionar a María Magdalena, pero po­demos 
creer que no se quedaría al margen de los trabajos de la naciente 
Iglesia, sino que estaría en el Cenáculo con los Apóstoles perseverando
en la oración, y dilatando a par de ellos su amor con las comunicaciones 
del Espíritu Santo. 
Posteriormente, según autorizada leyenda que reverentes aceptamos, los 
judíos prendieron a la Santa y a otros veintitrés discípulos del Señor y 
hacinándolos en mísera embarcación sin velas, remos ni timón, los aban­donaron 
a merced de las olas. Quiso la Providencia que sanos y salvos 
arribaran a las costas de Provenza, con gran asombro de los del país, que 
no cesaban de mirar y admirar a aquel grupo de extranjeros llegados allí 
como por milagro y que alegremente cantaban las alabanzas del Señor. 
En el lugar donde tuvo fin la estupenda y portentosa travesía, existe 
un santuario conocido con el nombre de las Santas Marías del Mar. 
Los ilustres desterrados dispersáronse por el país con el propósito de 
sembrar la doctrina de la religión cristiana. Lázaro fue a Marsella; Maxi­mino 
escogió la ciudad de Aix, Marta se dirigió a Aviñón y Tarascón; 
María Magdalena se despidió de Marta y ayudó a Lázaro, aunque por 
poco tiempo, pues abandonó Marsella, determinada a vivir solitaria. 
Acompañada de ángeles o, según piadosa leyenda, llevada por ellos, se 
retiró a la Sainte-Baume —la Santa Gruta— enclavada entre Tolón, Aix y 
Marsella, donde se encerró para honrar con treinta años de heroica peni­tencia, 
los treinta años de silencio de Jesús en la tierra. Allí comenzó y 
acabó la antigua pecadora aquella vida más angélica que humana, incom­prensible 
a cuantos arrastran existencia carnal. Arrodillada en la gruta, 
con los brazos en alto y los ojos clavados en el cielo, pasaba los días y 
las noches, los meses y los años en la contemplación de Cristo, sentado a 
la diestra del Padre. En esa postura —dice la leyenda— comulgó de manos 
de San Maximino, el día de su bienaventurado tránsito de este mundo. 
LAS RELIQUIAS 
Los despojos mortales de la Santa fueron encerrados en un mausoleo. 
En el siglo vm, y por temor a los sarracenos, se llevaron a un lugar 
oculto para evitar posibles profanaciones. Con esta providencia púsoselos 
a salvo, mas perdióse así su memoria, hasta que Carlos II, rey de Sicilia y 
conde de Provenza, sobrino de San Luis, dio con ellos en 1272. 
Por esta misma época, confióse la custodia de los lugares santificados 
por la penitencia a los religiosos de Santo Domingo, éstos construyeron 
una hermosa iglesia en el lugar denominado «San Maximino». 
Vezelay, emplazado en los confines de Nivernais y Borgoña, disputa a 
San Maximino el honor de poseer el rico tesoro de las reliquias de la 
Santa, consistentes tan sólo en la venerada cabeza.
Por espacio de varios siglos se ha venerado en la iglesia de la Magda­lena 
un cuerpo tenido por el de nuestra Santa. Allí acudieron ingentes 
muchedumbres de devotas peregrinaciones, allí predicó también San Ber­nardo 
la Cruzada en 1146 ante Luis VII y los grandes del reino. 
En 1267 reconociéronse las reliquias en presencia de San Luis, cere­monia 
que tuvo como efecto el dar nuevo impulso a las peregrinaciones. 
La urna de Santa María Magdalena desapareció en el siglo xvi durante 
las guerras de religión causantes de tantos estragos y destrozos. 
ÓRDENES RELIGIOSAS. — CULTO POPULAR 
Santa María Magdalena ha sido honrada en todos los tiempos con culto 
especial por mujeres que, sin haberla imitado siempre en la vida des­ordenada, 
quieren seguir su ejemplo en la austera penitencia. 
Varias Órdenes o monasterios llevan su nombre; en Alemania existen 
las Religiosas Penitentes de la Magdalena, que datan del siglo x i , Metz 
las tenía en el siglo xv. En el siglo xvn se fundaron en París las «Magda­lenas 
»; en esa corporación ingresaban las mujeres que luego de abando­nar 
los vicios en que vivían, abrazaban la vida de perfección. Dirigiéronlas 
en un principio las religiosas de la Visitación, luego encargáronse de ellas 
las Ursulinas, hasta que más tarde lo hicieron las monjas de San Miguel. 
Con ciertas reservas, desde luego, se admiten, aún hoy día, en algunas 
Hermandades religiosas, las «Magdalenas arrepentidas», ganosas de expiar, 
apartadas del mundo, los desórdenes de su vida pasada. 
La iconografía de Santa María Magdalena es muy rica, comúnmente 
se la representa con un vaso en la mano, otras veces arrodillada teniendo 
cabe sí una calavera, no es raro verla comulgando milagrosamente o 
transportada al cielo por los ángeles. Además figura en la mayoría de los 
descendimientos de la cruz que nos han dejado pintores y escultores. 
La tienen por Patraña los perfumistas, guanteros y hortelanos. 
S A N T O R A L 
Santos Vandregisilo y Meneleo. abades; Platón, mártir; Cirilo, obispo de Antio-quía, 
y Jerónimo, de Pavía; José de Palestina, confesor; Teófilo, pretor 
de la isla; de Chipre, martirizado por los mahometanos; Acto, abad de 
Oña; Hilario, Pancracio y Justo, obispos de Besanzón; Salviano, célebre 
escritor eclesiástico; Valfrido, solitario; Gualtero, confesor. Santas María 
Magdalena, penitente, y Levina, virgen y mártir en Inglaterra.
Instrumentos del cruel martirio Basílica del Santo en Ravena 
D ÍA 2 3 D E J U L I O 
SAN APOLINAR DE RAVENA 
OBISPO Y MARTIR ( t 78) 
Ab a se a n tig u am e n te e l n om b r e d e « p a s ió n » a lo s d o c um e n to s h a g io - 
gráficos que relataban el martirio de los santos. Poseemos variadas 
y antiquísimas «pasiones», pero algunas carecen de autoridad in­formativa 
por habérseles añadido tradiciones y leyendas populares, reco­gidas 
sin gran escrupulosidad y a expensas de la historia. 
De la «pasión» de San Apolinar, entresacamos el presente relato, cuyo 
fondo es rigurosamente verídico y está científicamente demostrado; a 
saber que San Apolinar fundó la Iglesia de Ravena por encargo del 
mismo San Pedro; que obró portentosos milagros y que alcanzó la palma 
del martirio imperando Vespasiano. De ello da fe el doctor de la Iglesia 
San Pedro Crisólogo, sucesor de nuestro Santo en la sede episcopal rave-nense 
desde 432 a 452 y celoso guardián de su memoria entre los fieles. 
Los diálogos que reproducimos han de considerarse como mera expre­sión 
literaria, detrás de la cual se esconde la realidad de una vida muy 
semejante en su santidad a la de todos aquellos primeros apóstoles que 
formaron el núcleo inicial de la Santa Madre Iglesia. Una vida plenamen­te 
saturada de Dios y digna de ser coronada con las glorias del martirio.
OBISPO EN RAVENA 
Fie l y fervoroso cumplidor del precepto de Jesucristo «Id y enseñad 
a todas las gentes», San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, envió por 
todo el orbe celosos operarios a trabajar en la viña del Señor. Entre los 
primeros y más ilustres cuéntase a San Apolinar, infatigable cooperador 
del Santo Apóstol desde su traslado de la Sede de Antioquía a Roma. 
Llegado a las cercanías de Ravena hacia el año 50, presentóse en casa 
de un soldado pidiendo hospedaje. Ireneo —que así se llamaba éste— le 
recibió con cariñosas muestras de afecto, mereciendo que Apolinar le con­tara 
llanamente las incidencias del viaje y le diera a conocer los proyectos 
que se proponía realizar en aquella población. Observando en el militar 
creciente interés por cuanto oía, invitóle a desechar el falso culto de los 
dioses y abrazar la religión cristiana, cuya doctrina le expuso. 
Replicóle Ireneo: «Si el Dios que me predicas, ¡oh extranjero!, es 
tan poderoso como dices, suplícale que devuelva la vista a mi hijo y 
creeré todas esas doctrinas que tan ardorosamente proclamas». 
Trajeron al ciego, y hecha sobre sus ojos la señal de la cruz recobró 
la vista, con gran admiración y asombro de los muchos curiosos que allí 
se habían congregado para contemplar de cerca al extraño forastero. Este 
inesperado prodigio influyó favorablemente en el ánimo de los circunstan­tes, 
los cuales se prestaron a escuchar las admirables enseñanzas del Santo. 
ANTE EL GOBERNADOR 
a llá ba se Ireneo, al día siguiente, en casa de un tribuno militar, ami­go 
suyo, y cuya mujer, por nombre Tecla, padecía una enfermedad 
que los médicos reputaban incurable. Después de oír las angustiosas pa­labras 
del tribuno, dijo Ireneo: «Oye, tribuno; hospedo en mi casa a un 
forastero que ha curado la ceguera de mi hijo sin auxilio de medicamen­tos, 
y que puede devolver la salud a tu esposa». 
Llamado Apolinar curó de cuerpo y alma a la enferma en virtud de lo 
cual, convirtiéronse a la fe de Cristo el tribuno con toda su familia y nu­merosos 
amigos. Desde entonces vivió el Santo en aquella casa, conver­tida 
en centro de su actividad apostólica donde secretamente se reunían 
cuantos deseaban oír al predicador del Evangelio. No faltó quien incluso 
le confiara la educación cristiana de sus hijos. De este modo se formaba 
en Ravena una cristiandad floreciente atendida por dos sacerdotes, Aderito 
y Calócero, y dos diáconos que el Santo ordenó, Marciano y Leucedio.
Los cuatro vivían en común bajo la inmediata dirección de Apolinar. 
Pronto la fama de éste se esparció por toda la población, y los pa­ganos, 
temerosos de que el culto de los dioses se extinguiera, prendieron 
al Santo obispo para llevarlo a presencia del gobernador Saturnino. Éste, 
influido ya por las acusaciones de los idólatras, condújole al Capitolio de 
Ravena para interrogarle en presencia de los sacerdotes de los ídolos. 
—¿Qué intentas hacer entre nosotros? —preguntó el gobernador. 
—Predicar la fe de Cristo —contestó el Santo con decisión. 
—¿Y quién es ese Cristo al que quieres predicar? 
—Es el Hijo de Dios, el que ha dado vida a cuantos seres existen. 
—Según eso, has sido enviado para destruir el culto de nuestros dioses, 
¿verdad? ¿Desconoces quizá el nombre del gran Júpiter que mora en el 
Capitolio y a quien debes invocar con temor? 
—Ignoro en absoluto quién sea ese Júpiter de que me hablas. 
—Que se venga con nosotros —dijeron los pontífices al juez— y podrá 
contemplar la magnificencia del templo y la hermosa estatua de nuestro 
dios poderoso y temible. Que venga, pues quiere conocerlo. 
Accedió el juez, y acompañaron a Apolinar al templo. Al ver la esplén­dida 
construcción, sonrió y dijo a los presentes en tono compasivo. 
—¿De esta magnificencia y de estos adornos os enorgullecéis? Más os 
valdría vender todo eso y repartir su precio entre los pobres en vez de 
dedicar tan cuantiosas riquezas al culto de los demonios. 
Los idólatras, ciegos de furor, amotinaron al populacho contra el Santo 
sacaron a éste violentamente de la población y lleváronle a rastras hasta 
la orilla del mar. Allí, tras un brutal apaleamiento, le dejaron abandonado 
y medio muerto. Sus discípulos le recogieron al amparo de la noche y 
lleváronle a casa de una piadosa viuda. Los solícitos cuidados de ésta le 
devolvieron poco a poco la salud. En cuanto se halló totalmente resta­blecido 
dirigióse a Chiusi (Toscana), instado por un tal Bonifacio, a cuya 
hija posesa curó milagrosamente. De allí fue a Emilia para volver luego 
a Ravena. 
EL EX CÓNSUL RUFO 
Vivía a la sazón en Ravena el ex cónsul Rufo. Habíale concedido el 
cielo, en el ocaso de su vida, una hija en quien cifraba todas sus es­peranzas, 
y a la que amaba entrañablemente, pero una maligna y gravísi­ma 
enfermedad pugnaba por arrebatársela. 
Amargado por el dolor, envió al siervo de Dios un mensajero para que 
expusiera su triste situación, estaba convencido que sólo el Santo podía
remediarla. Acudió Apolinar, mas llegó a casa del noble patricio cuando 
la doliente fallecía. El angustiado padre exclamó inconsolable: 
¡Ojalá no te hubieras llegado a mi casa, Apolinar, pues Júpiter no hu­biera 
vengado el desprecio que le hice al confiar en la virtud de tu Dios! 
Y luego, descorazonado por el dolor de aquella irreparable pérdida, 
añadió: —¿Qué puedes hacer ya por ella? 
—Ten confianza, Rufo —respondió el Santo—. Promete dejar a tu 
hija en absoluta libertad de seguir a Jesucristo y Él hará lo que conviene. 
—Mi hija ha muerto —suspiró el ex cónsul—, pero si por un imposi­ble 
volviere a la vida, no sería yo quien me opusiera a sus deseos. Aunque 
hubiese de abandonar mi casa por seguir los consejos y los ejemplos de 
su libertador, accedería de todo corazón a ello. 
Triste y desoladora era la escena de dolor que aquel hogar presentaba. 
El más profundo silencio, sólo interrumpido por los sollozos, reinaba en 
torno de la difunta. Acercóse el santo obispo al lecho y elevó a Dios 
esta plegaria: «Señor, Tú que concediste a Pedro el don de milagros, da 
a su discípulo el de resucitar a esta tu criatura, pues te confieso por 
único Dios». Y tomando de la mano el cadáver de la joven, le dijo: 
—En nombre de Cristo, levántate y confiesa que no hay más Dios ver­dadero 
que el de los cristianos en cuya virtud vuelves a la vida. 
Levantóse la doncella, y con voz segura exclamó: 
—Confieso no haber más divinidad que la que predica este hombre. 
Los presentes quedaron estupefactos, mas luego, llenos de alegría, 
convirtiéronse a la fe; y con ellos, hasta trescientos. El Santo, después 
de catequizarlos, administró a todos el bautismo comenzando por Rufo y 
su hija. 
ANTE EL VICARIO IMPERIAL 
Ru fo amaba a su bienhechor y le seguía, aunque en secreto, por temor 
al César, su hija habíase consagrado al Señor con el voto de castidad. 
El rápido desenvolvimiento del cristianismo en Ravena alarmó nuevamen­te 
a los paganos, sobre todo a los sacerdotes de los ídolos, cuya influen­cia 
había disminuido desde la llegada de Apolinar. Elevaron sus quejas 
al emperador Vespasiano, y éste, por complacerlos, ordenó a su vicario de 
Ravena que públicamente interrogara al extranjero para averiguar la ver­dad 
de la acusación. Hízolo así Mesalino y entablóse el siguiente diálogo: 
—¿Cómo te llamas------- preguntóle el delegado imperial. 
—Apolinar —respondió el santo obispo. 
—¿De dónde vienes? 
—De Antioquía.
Ha b ía fallecido la hija del ex cónsul Rufo. San Apolinar, acercóse 
al lecho, tomando una mano del cadáver, dijo: —En nombre de 
Cristo, levántate y confiesa que no hay más Dios que el de los cristianos. 
La difunta tornó a la vida y confesó ser Cristo verdadero Dios.
—¿Cuá! es tu oficio? 
—Soy cristiano, y como tal, discípulo de los Apóstoles de Cristo. 
—¿Y quién es ese Cristo de quien tantas veces oigo hablar? 
—El Hijo de Dios vivo, criador del cielo y de la tierra, del mar y de 
cuanto ellos contienen, y sustentador de todo el universo. 
—¿Será tal vez aquel Jesús que los judíos crucificaron por llamarse 
Hijo de Dios? Si tal es, no entiendo yo cómo podía ser Dios dejándose 
insultar impunemente y crucificar con ignominia. Comprende que estás en 
grave error. Abandona, pues, esa religión, ludibrio de la humanidad, y no 
incurras en la locura de tener por Dios a quien muere en patíbulo infame. 
—Pues mira, Mesalino, ese Cristo era Dios, lo sigue siendo y lo será 
siempre. Nació de una virgen, sufrió y murió por redimir al hombre de la 
esclavitud del demonio y de los males del pecado. 
—Sí, ya nos han contado todo eso que dices, mas en modo alguno po­demos 
-admitir tal absurdo que choca con la más elemental razón. 
—Atiende, Mesalino, sin prevención e imparcialmente: Ese Dios, en­carnado 
en el seno de una virgen, obró un sin fin de milagros mientras 
vivió y, si bien es verdad que padeció afrentosa muerte en cruz, a manos 
de los judíos, únicamente padeció y murió su humanidad, no su divini­dad 
; y al tercer día resucitó glorioso y subió a los cielos algún tiempo 
después por su propia virtud. Concedió a sus discípulos la potestad de 
ahuyentar a los demonios, curar a los enfermos y resucitar a los muertos. 
—En vano tratas de persuadirme, no puedo reconocer por Dios a 
quien el Senado romano desecha. Cesa tu insensato discurso y sacrifica 
al inmortal Júpiter. Mira que si no atiendes a lo que buenamente se te 
aconseja, las torturas y el destierro habrán de persuadirte a que lo hagas. 
—Haz de mí lo que te plazca, puesto que sólo a Cristo mi Señor 
ofreceré incienso en alabanza y olor de suavidad. 
—Este hombre usurpa el título de pontífice que únicamente nosotros 
podemos tener —gritaron los sacerdotes paganos— , y además pretende 
seducir y engañar al pueblo. Ese crimen ha de ser castigado. 
Mandó Mesalino llamar a los verdugos, y les dio orden de flagelar des­piadadamente 
al santo obispo. Y como el mártir, firme en la fe, no ce­saba 
de confesar a Cristo, quiso vencer su constancia a fuerza de supli­cios 
; a la cruel flagelación siguió el tormento del potro; y luego la inmer­sión 
en aceite hirviendo. Por fin, desterróle a Iliria cargado de cadenas. 
— ¡Mesalino! —exclamó el Santo mártir— , ¿por qué no reconoces a 
Cristo y así te evitarías los tormentos eternos de la vida futura? 
Mucho ofendió al vicario imperial tanto atrevimiento y juzgó del caso 
castigar ejemplarmente tal audacia, ordenó pues, que golpearan al santo 
mártir en la boca con piedras afiladas. Los cristianos testigos de tan in­
humano proceder, tomaron la justicia por su mano y arremetieron con 
fuerza contra los paganos, haciéndolos huir a la desbandada. 
Este desagradable incidente no hizo más que reavivar la ira de los 
gentiles. Apoderáronse de Apolinar y lo arrojaron en un profundo y oscu­ro 
calabozo, para dejarlo morir de hambre, pero Dios quiso demostrar la 
santidad de su siervo, y dispuso que a la primera noche un ángel le sir­viera 
de comer a vista de los estupefactos carceleros, que, pasmados, no 
podían creer lo que sus ojos veían ni se atrevían a contárselo al juez. 
Cuatro días pasó en aquella mazmorra sufriendo toda clase de priva­ciones 
y atropellos antes de ser embarcado con rumbo a su destierro de 
Iliria. 
CORRERIAS APOSTÓLICAS — SEGUNDO INTERROGATORIO 
Ya en alta mar sobrevino una gran tormenta que hizo zozobrar la em­barcación, 
la cual arrastró en su rápido hundimiento a la mayoría 
de los tripulantes. Apolinar, sostenido por «el que manda el mar y los 
vientos», ganó la orilla oriental del Adriático con dos o tres soldados. 
Éstos, convertidos a la fe cristiana por el santo naúfrago, fueron luego sus 
valiosos auxiliares en la evangelización de la comarca que tan extraña­mente 
les había deparado la Providencia. El demonio, que vio tambalearse 
su poder donde hasta entonces había tenido tranquilo dominio, trató de 
malograr el apostolado de Apolinar endureciendo el corazón y torciendo 
la voluntad de los naturales. Pero burló Dios los propósitos del infernal 
enemigo; nuestro Santo curó de la lepra al hijo de un noble de Mesia, y 
la vista de este prodigio determinó a muchos de aquellos bárbaros a abra­zar 
la fe cristiana que tan grande poder daba a sus santos. 
No se detuvo Apolinar allí, a pesar de la hermosa perspectiva que a 
la religión se prometía en aquella tierra, sino que bordeó el Danubio y 
descendió a Tracia, convirtiendo, de paso, gran número de idólatras. Como 
prolongara mucho su estancia en una ciudad de esta provincia, el ídolo en­mudeció. 
En vano indagaron las causas del extraño silencio, hasta que, a 
una consulta de los paganos, contestó el demonio por boca de la estatua, 
que no volvería a hablar ni apaciguaría su cólera en tanto que un tal Apo­linar 
predicador del cristianismo estuviera en la comarca. 
Buscaron a toda prisa al forastero, y cuando le hubieron ya en sus 
manos maltratáronle con cruel ensañamiento. Luego, puesto en un barco 
que se hacía a la mar, le expulsaron con sus compañeros a Italia. 
Tres años habían transcurrido desde que Apolinar saliera de Ravena. 
Su vuelta fue acogida por los cristianos con singulares muestras de afecto.
Por su parte los paganos, que más aún que antes le consideraban como 
irreconciliable enemigo, no cejaron en su empeño de excitar al populacho 
en contra del Santo, a quien por fin apresaron, maniataron y arrastraron 
al templo de Apolo. Pero la estatua se vino estrepitosamente al suelo, tan 
pronto como el mártir puso pie en los umbrales. 
Fue puesto entonces a disposición del pretor Tauro, a cuyo hijo curó 
de completa ceguera, invocando el nombre de Cristo. Agradecido el pretor, 
y para sustraerle a las iras de los gentiles, simuló su detención y arrestóle 
en una «quinta», donde el Santo pasó cuatro años de apostolado intenso 
fortaleciendo la fe de los muchos convertidos, ganando nuevos adeptos a 
la causa de Dios y curando milagrosamente toda clase de enfermedades. 
INTENTO DE EVASIÓN. — MUERTE DEL SANTO 
Los sacerdotes de los ídolos descubrieron las intenciones que abrigaba 
Tauro al retener en su finca al obispo, razón por la cual acudieron 
nuevamente a Vespasiano, asegurándole que peligraban los intereses del 
imperio si no cesaban las activas propagandas que el cristianismo venía 
realizando en perjuicio de la religión de los romanos. 
Ante denuncia tan grave, dio el emperador orden al patricio Demós-tenes 
para que juzgara al supuesto criminal sin pérdida de tiempo. 
En cuanto estuvo el reo ante el tribunal, preguntóle Demóstenes: 
—Viejo seductor, ¿cuál es tu linaje? 
—Soy cristiano y tengo a mucha gloria y satisfacción el serlo. 
— ¡Insensato! Ha sonado ya la hora de acabar con tus locuras y cal­mar 
la cólera de los dioses justamente irritados contra ti. Te invito, pues, 
a rendirles adoración y a dejar tus ridiculas innovaciones. 
—Lejos de mí semejante villanía. Moriré fiel a mi Dios y gustoso ofre­ceré 
mi vida en holocausto por mis hijos espirituales. Y ¡ay de vosotros, 
Demóstenes, y demás paganos, que rehusáis adorar a Cristo! Las llamas 
eternas del infierno serán el galardón que premie el culto que dais a los 
demonios personificados en vuestras estatuas. 
Exasperó al juez confesión tan valiente. Confió la custodia del reo a 
un centurión, mientras él ideaba nuevos géneros de tormentos que aca­baran 
con la vida del santo mártir. Pero el centurión, que era cristiano, 
aunque no manifiestamente, pensando prestar un servicio a la fe que pro­fesaba, 
propuso al detenido un plan de evasión. Aceptó Apolinar, con la 
mira puesta únicamente en la extensión de la fe, y realizóse la aventura 
a medianoche. Pero otros eran los designios de la divina Providencia, que 
quería recompensar los trabajos de su siervo; estando ya fuera de la
población, reconociéronle unos espías paganos que andaban en su busca, 
y le prendieron y apalearon tan bárbaramente que le dejaron por muerto. 
Recogido por sus discípulos, fue llevado a casa de un leproso, donde 
vivió aún siete días. Allí predijo a los cristianos grandes persecuciones 
contra la Iglesia, las cuales serían seguidas de la más completa calma. 
Murió el atleta de Cristo el 27 de julio del año 78, y su cadáver fue 
enterrado en Classe —hoy día Classe Fuori—, arrabal de Ravena. Junto 
a su sepultura se reunían los habitantes de la ciudad en circunstancias en 
que se había de prestar solemne juramento, y al efecto extendían las 
manos sobre la tumba que guarda las reliquias de su glorioso apóstol. 
RELIQUIAS DE SAN APOLINAR 
onócese desde muy antiguo la historia de estas reliquias. Por testimo­nios 
fidedignos sabemos que ya en el siglo vi había en Classe una 
iglesia dedicada al Santo, debida a la munificencia de un devoto llamado 
Juliano y consagrada en 549 por el obispo Maximiliano. 
Un siglo después, otro obispo por nombre Mauro (642-671), colocó las 
reliquias en medio de la iglesia y grabó su historia en láminas de plata. 
Reconociéronse los sagrados restos en 1173, en el pontificado de Ale­jandro 
III; y en 1511, en el de Julio II, al ser restaurada la tumba. 
Cuando en el siglo xvi los religiosos de San Apolinar de Classe se tras­ladaron 
al convento de San Romualdo de Ravena, llevaron secretamente 
las reliquias de su ilustre Patrón y las depositaron en su iglesia. El cabildo 
de la catedral las reclamó alegando que los restos de su primer obispo 
pertenecían de derecho a la iglesia metropolitana por él mismo fundada. 
Llevado el pleito a Roma, ganólo el cabildo; y en 1654, por decreto de 
la Sagrada Congregación de Ritos, fueron transportadas las reliquias de­finitivamente 
a la antigua basílica y depositados en la cripta, debajo del 
altar mayor. 
S A N T O R A L 
Santos Apolinar, obispo y mártir; Liborio, obispo de Mans, y Donato, de Besan-zón; 
Bernardo y dos hermanas suyas, mártires; Teótimo y Teófilo, már­tires; 
Raveno, presbítero, y Rasifo, hermanos, mártires; Apolonio y Eu­genio, 
mártires en Roma. Beatos Felipe, obispo de Badajoz, carmelita; 
Juan Casiano, abad de San Víctor de Marsella. Santas María y Gracia, 
mártires en . Valencia, con su hermano Bernardo; Primitiva, virgen, mártir 
en Roma; Ana, Rómula, Redenta y Erundina, vírgenes. Beata Juana de 
Orvieto, de la Orden Tercera de Santo Domingo, virgen.
D ÍA 24 DE JUL IO 
S ANT A C R I S T I N A 
VIRGEN Y MÁRTIR EN ITALIA (f hacia el año 300) 
Es ta virgen mártir recibió los honores del culto casi inmediatamente 
después de su muerte. Las Actas del martirio, sólo en parte son con­sideradas 
como auténticas por algunos hagiógrafos. Brilla en ellas 
singularmente lo sobrenatural. ¿Quién no admirará la intrépida fe de esta 
doncella, fiel a Jesucristo a pesar del furor de su padre pagano y verdugo, 
de las lágrimas de su madre y de los horrorosos suplicios a que fue some­tida? 
Razón tuvo el gran padre de la Iglesia, San Ambrosio, en llamar 
a esta esposa amada del Salvador, «campo hermoso, tierra amena, here­dad 
del Señor fecunda en santidad y virtud». La incomparable virgen es 
testimonio prodigioso de la gracia del Señor, y prueba elocuente de su in­mensa 
bondad y poder. La niña Cristina será siempre gloria inmortal del 
cristianismo y ornamento eterno de la Iglesia Católica. Esta alma solidí­sima 
en carne flaca, este espíritu agigantado en un cuerpecito débil, este 
corazón intrépido frente al poder del mundo, será siempre el honor de las 
mujeres por su modestia, el modelo de las vírgenes por su pureza, la 
emulación de los mártires por su constancia y una exaltación de la gracia 
por su ternura. Un milagro de la virtud llevado a lo más alto de su 
eficacia.
LA JOVEN RECLUSA 
No se sabe a punto fijo dónde nació Cristina. Algunos historiadores 
afirman que era romana. Según las Actas, sufrió el martirio en la 
villa de Tiro, situada en una isla del lago de Bolsena, en Toscana. Su fa­milia 
profesaba el paganismo y su padre Urbano era gobernador de la 
villa de Tiro. La joven Cristina había recibido del cielo, a la par que una 
gran hermosura corporal, las más bellas cualidades morales y grandes bie­nes 
de fortuna; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a hacer 
humanamente feliz a una persona. 
Sin embargo, Dios le había otorgado un don mucho más valioso a ú n , 
el don inestimable de la fe. La que parecía destinada por su nacimiento a 
permanecer en las tinieblas del error, halló la verdad y la abrazó con since­ridad 
y valor, no obstante la perspectiva de los peligros y tormentos, y 
consagró a Jesucristo todo su amor, decidida a serle fiel hasta la muerte. 
Su familia ignoraba este cambio. Urbano, que estaba orgulloso de su 
amada hija, quiso ocultarla a los ojos del mundo y aun probablemente, 
sustraerla al proselitismo de los discípulos de Cristo, a quien odiaba, e hizo 
construir una especie de torre que adornó con profusión de dioses de oro y 
plata. Allí encerró a Cristina con algunas sirvientas, dándoles orden expre­sa 
de ofrecer incienso y sacrificios a los ídolos. Nuestra joven tenía en­tonces 
once años. Todas estas precauciones hubieran sido completamente 
ineficaces para hacer a Cristina virtuosa, si fuera pagana, pues el culto 
de los demonios no ayuda a la santificación; más Cristina era ya cristiana 
y tenía en Jesús la fuente de sus virtudes; por eso no temía aquella peligro­sa 
soledad y hasta encontraba en ella un medio de unirse más a Dios. 
La piadosa doncella elevaba sus pensamientos y sus miradas al cielo, 
para conversar en silencio con el celestial Rey de su alma, y para pedirle 
luz, fuerza y perseverancia. De este modo preparaba su corazón y su cuer­po 
para la lucha más dura y sangrienta que cabe en la imaginación y en 
la idea, pues el mismo que le dio la vida, había de ser el tirano cruel y 
desnaturalizado que por odio a la religión se hartara de su sangre inocente. 
Siete días habían transcurrido ya desde su encierro y las estatuas de 
las divinidades paganas no habían recibido aún ningún honor. Las sir­vientas 
comenzaron a inquietarse. Dijeron, pues, a su ama; 
—Siete días llevamos aquí encerradas y no hemos ofrecido a nuestros 
dioses ni incienso ni sacrificios. Van a irritarse y hacemos morir. 
Ciertamente que más temían la cólera de Urbano que la de los dioses, 
y se extrañaban de que Cristina, tan obediente en todas las cosas, des­obedeciese 
a su padre en un punto que ellas juzgaban importantísimo.
—¿Por qué teméis? —respondió vivamente la joven—. Vuestros dioses 
son ciegos y no me verán; sordos y no oirán mis oraciones. Por lo que a 
mí toca, sólo ofrezco sacrificios al único Dios verdadero que ha hecho el 
cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se encierra. 
Horrorizadas al oírla hablar de esta manera, las sirvientas se arrojaron 
a sus pies para decirle entre sollozos. 
—Te rogamos que nos oigas. Eres de familia noble; tu padre es pre­fecto 
de la ciudad, ¿por qué adoras a un Dios que no ves? Si tu padre lo 
sabe, nos acusará de haberte enseñado una religión impía y nosotras sufri­remos 
injustamente las consecuencias de su enojo. 
—El demonio os ha seducido —respondió Cristina— , poneos conmi­go 
en los brazos del Dios Todopoderoso, haced ofrenda de vuestros cora­zones 
a Jesucristo, y Él os librará del demonio y os devolverá la tran­quilidad. 
CRISTINA ES CONSOLADA POR UN ÁNGEL 
Tr a n s c u r r id o s algunos días, fue Urbano a ver a su hija y a venerar a 
los dioses. Mas como encontrase la puerta cerrada, y no se la abrie­sen, 
golpea desesperadamente y grita amenazador. Cristina, absorta en la 
oración, no le oye. Tiene los ojos levantados al cielo y contempla a su 
Dios en éxtasis sublime y completamente ajena a cuanto pasa a su alrede­dor. 
Por fin las sirvientas acuden a los golpes y gritos, abren las puertas 
y le manifiestan que Cristina es cristiana y desprecia a los dioses. 
Irritado Urbano, corre cabe su hija y le dice: 
—¿Cómo es eso, Cristina? ¿Es posible que te hayas cegado hasta el 
punto de adorar a un Dios que no pudo salvarse a sí mismo? Sacrifica a 
los dioses o de lo contrario te harán morir. 
—Vuestros dioses no tienen ningún poder sobre mí —responde Cris­tina— 
; soy hija del Dios del cielo, único a quien ofrezco mis sacrificios. 
Urbano se retiró muy encolerizado. Temiendo Cristina que vendrían 
días de luchas terribles, suplicó a Jesús que acudiera en su ayuda. Al 
punto se le apareció un ángel y le d ijo: «El Señor ha oído tu oración, ten 
buen ánimo, pues combatirás contra tres jueces. Si triunfas, serás corona­da 
». Mientras esto decía, el mensajero celestial iba trazando la señal de 
la cruz sobre la frente de la doncella como para bendecirla. 
Aquel signo redentor infundió nuevos ánimos a la generosa doncella. 
Y si antes estaba dispuesta a esperar serenamente las dificultades, sentíase 
ahora con alientos como para salir en busca del martirio. Ya no pensaba 
en los tres jueces de que le hablara el ángel, sino en la dicha de padecer 
y morir por su Dios a quien sin tardar quería sacrificar la vida.
COMIENZO DE UN LARGO MARTIRIO 
In d ig n a d a Cristina al ver a su alrededor las estatuas de los ídolos, rom­pió 
al atardecer todas las que pudo, e hizo distribuir los fragmentos de 
metal precioso entre los cristianos pobres e indigentes. 
Algunos días después volvió Urbano a entrevistarse con su hija. Su 
furor se desbordó al saber lo que Cristina había hecho, y trocando en 
rabia el amor paternal, asió a la virgen niña por los cabellos, la arrastró 
por el suelo sin piedad, y a grandes golpes y bofetadas trató de vencer su 
firmeza. Fue en vano aquella crueldad del inicuo padre. 
Llama inmediatamente a los verdugos y les manda que desnuden y 
azoten con varas a la inocente víctima. Desgarraron luego su cuerpo en­sangrentado, 
con peines y garfios acerados, hasta hacer saltar su carne a 
pedazos; pero Cristina, invencible en la fe, tiene aún valor para decir al 
magistrado: «Ved que los que me azotan están ya rendidos; vuestros 
dioses no pueden ni siquiera darles fuerzas». Urbano, avergonzado de 
verse vencido por su hija, le hace arrojar en el calabozo y se vuelve con­fuso 
a su casa. 
La madre de Cristina, informada de cuanto había pasado, fue adonde 
estaba la niña y le dijo: «Hija mía, ten piedad de tu madre, y no la hagas 
morir de pena; tú eres mi hija única y todo lo que tengo es tuyo». 
Pero ni las lágrimas ni las súplicas pudieron vencer la constancia de 
la joven mártir. Cristina amaba tiernamente a su madre, pero sabía muy 
bien que es preciso amar a Jesucristo con amor infinitamente más grande 
y que debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. 
Llamóla Urbano nuevamente a su tribunal para decirle: 
—Cristina, adora a los ídolos, de lo contrario, no te llamaré hija mía. 
—Soy hija de Dios —replicó la cristiana doncella—. De Él he recibido 
el alma y la vida, a ti sólo te debo el cuerpo. 
El gobernador no pudo ya contener su indignación. Llamó a los ver­dugos 
y les ordenó que de nuevo azotasen con varas a su hija. Los miem­bros, 
todavía magullados por las flagelaciones precedentes, desgárranse 
con el furor de los golpes. Su cuerpo queda hecho una llaga, y su sangre 
inocente brota abundante de sus venas. Sostenida por una fuerza divina, 
la heroica joven sonríe en medio de tan atroces suplicios. Inclínase con 
calma, recoge sin inmutarse un trozo de carne ensangrentada que acaba 
de caer a tierra, y se lo enseña a su padre desnaturalizado. Mas no por 
esto se conmueve el inicuo juez; tal vez teme el muy ruin perder el pues­to 
y la magistratura si perdona a una cristiana. Quiere, pues, terminar por 
un suplicio digno de su propia vileza. Manda tender en el suelo gran can-
El prefecto Urbano procura con fuerzas y mañas que su hija Cristina 
sacrifique a los ídolos. Irritado luego por su resistencia, se desnuda 
de su afecto de padre y, vistiéndose del de verdugo, le da grandes bo­fetadas, 
la golpea y la hace asaetear, con lo que recibe ¡a Santa martirio 
glorioso.
tidad de carbones encendidos con aceite y pez, y atando la niña a una 
rueda de hierro, le hace dar vueltas en el aire, para atormentarla lenta­mente 
en la fragua de la tribulación y del tormento hasta ver de rendirla. 
—Señor, Dios mío, —exclamó Cristina a la vista de las llamas— no 
me abandonéis en este nuevo combate; miradme propicio y que vuestros 
santos ángeles apaguen este fuego a fin de que no reciba herida alguna. 
Conforme a su súplica el fuego respetó sus doloridos miembros, y las 
llamas, volviéndose hacia los espectadores, consumieron a algunos, según 
consta en las Actas. Como Urbano le preguntase de dónde lo venía aquel 
extraordinario socorro, respondió la virgen mártir: 
—De Jesucristo me viene este auxilio, Él me ha enseñado a sufrir; 
Él, que es luz de los ciegos y vida de los muertos. En su nombre triunfo 
de tus esfuerzos y de tu poder, que es poder de Satanás. 
Rugió de ira Urbano al oír esta respuesta, y mandó que Cristina fuese 
llevada al calabozo y que en él se la abandonase. 
Dios se encargó de consolar a su fiel sierva, enviándole tres ángeles 
que le curaron las llagas, alimentaron su cuerpo, confortaron su ánimo y 
la prepararon para seguir en su lucha hasta coronarla con nuevos triunfos. 
NUEVOS TRIUNFOS DE CRISTINA 
Du r a n t e la noche, cinco hombres, enviados secretamente por el prefec­to, 
se apoderaron de la mártir y atándole una piedra al cuello la pre­cipitaron 
en un lago. Pero, ¡oh maravilla!, Cristina quedó a flote sobre 
las aguas por las que avanzaba tranquilamente hacia la orilla. Una her­mosa 
corona circundaba su frente; llevaba una estola de púrpura al cuello 
y delante de ella |ab rían paso los ángeles del Señor. 
Al verla sana y salva, su padre, ciego de cólera, ordenó que fuera nue­vamente 
encarcelada, pero mientras la conducían a la prisión, el cruel y 
desnaturalizado padre cayó mortalmente herido por la justicia divina y 
poco después expiró en medio de horribles dolores que nadie supo aliviar. 
A Urbano sucedió Dión, pagano y perseguidor de los cristianos. Ente­rado 
Dión de los procedimientos seguidos hasta entonces con la prisione­ra 
hízola comparecer en su presencia y probó de intimidarla nuevamente. 
—Cristina —le dijo—, tú eres de familia noble, ¿qué error te ciega, 
pues, y te lleva a abandonar a nuestros benévolos dioses, para adorar a un 
Dios crucificado? Ofréceles sacrificios, de otro modo me veré obligado a 
entregarte a suplicios, de los que tu Dios no podrá librarte. 
—Espíritu malvado —respondió ella con energía—. Has de saber que 
Cristo, a quien tú desprecias, me librará de tus manos.
Sonrió el juez ante aquel desafío, y mandó sumergirla en una caldera 
de aceite hirviendo mezclado con pez, pero Dios velaba por su fidelísima 
sierva; hizo ella la señal de la cruz y, ante el pasmo y confusión de sus 
verdugos, mantúvose sin daño ni molestia en medio de aquel baño mortal. 
—A los dioses debes esta defensa —le dijo Dión— ; sin duda quieren 
salvarte la vida porque te guardan para grandes cosas. 
—Te equivocas —replicó Cristina—, a solo Cristo, mi Dios, se la 
debo; a Cristo que te sepultará en los infiernos si continúas persiguién­dole 
en la persona de los cristianos como has hecho hasta ahora. 
Rabioso ya el pagano juez, ordena que le corten los cabellos y le des­trocen 
los vestidos, y que la expongan así desnuda a las burlas e insultos 
del populacho. Mas el pueblo, que estaba admirado del heroísmo de la 
intrépida jovencita, clamó contra aquella orden inhumana; sobre todo, las 
mujeres manifestaron ostensiblemente su indignación. Cristina dio gracias 
al Señor y rogó a su Divino Esposo, que continuara auxiliándola en los 
combates y a despecho de las industrias de aquellos sus enemigos. 
DIÓN Y SUS FALSOS DIOSES.— EL FUEGO DOMINADO. 
RESURRECCIÓN DE UN HECHICERO 
Algún tiempo después, Dión hizo conducir a Cristina al templo de 
Apolo. Apenas la virgen hubo franqueado el umbral, cuando la es­tatua 
del ídolo se desplomó de su pedestal haciéndose añicos. Llenos de 
estupor ante este milagro, muchos paganos creyeron en el verdadero Dios. 
Dión huyó espantado, y ya meditaba el modo de vengarse de aquella derro­ta, 
cuando, herido súbitamente por la ira de Dios, cayó por tierra dando es­pantosos 
gritos. Poco después, murió, como Urbano, entre atroces dolores. 
Le sucedió en la magistratura Juliano, hombre más feroz, si cabe, 
que los anteriores. Había leído las actas del proceso de la joven mártir, 
y, deseoso de conocer a esta niña extraordinaria, hízola comparecer en 
su presencia, seguro de que él conseguiría lo que no pudieron los otros. 
—Hechicera —le dijo—, adora a los dioses o te haré morir. 
—¿Tú también —respondió Cristina— tratas de amedrentarme? ¿No 
comprendes que tus palabras no podrán jamás hacerme perder la fe? 
—Pues bien, si así es, que enciendan un horno y que la arrojen en 
él —dijo Juliano— ; de esa manera resolveremos el asunto. 
Sus órdenes fueron ejecutadas al pie de la letra, y la pobre doncella 
que ya tantos duelos había probado, fue precipitada en el horno ardiente. 
Un ángel descendió del cielo, tomó de la mano a Cristina y cantaba 
con ella las glorias del Señor.
Al oír los soldados aquellos cantos impregnados de celestiales armo­nías, 
corrieron a dar la nueva al prefecto. Éste hizo abrir el homo, y ante 
el estupor de sus verdugos, salió Cristina llena de vida y de fuerzas, des­pués 
de haber permanecido cinco días en el fuego abrasador. 
No sabía Juliano cómo terminar con esta joven cristiana, victoriosa 
de tantos suplicios, y el demonio le sugirió una idea, hija legítima de su 
maldad. Decidido a ponerla en ejecución inmediata, mandó llamar a los 
soldados: «Haced venir a un hechicero para que arroje en el calabozo de 
esta joven impía, serpientes y víboras». 
Hizo el mago lo que se le había ordenado Excitó cuanto pudo con 
sus encantamientos a los reptiles, mas éstos se llegaron a la mártir sin 
hacerle daño alguno; volviéronse luego y acometieron al hechicero cau­sándole 
mordeduras mortales. Cristina se puso entonces de rodillas en 
fervorosa oración, y dijo después a las serpientes. «En nombre de mi 
Señor Jesucristo, marchaos lejos de aquí y no hagáis daño a nadie». 
Luego rogó por el desgraciado hechicero, víctima indirecta del per­seguidor 
Juliano. Oída su oración, el mago recobró al instante la vida y 
las fuerzas, reconoció el poder del Dios de los cristianos y le dio gracias. 
Los espectadores quedaron atónicos a la vista de tales portentos- el 
magistrado, en cambio, cegado por su odio a la religión cristiana, atribu­yólo 
todo a maleficios de Cristina, y volvió a exigirle que sacrificara a los 
dioses del imperio. Como la virgen cristiana se negara rotundamente, 
mandó que el verdugo le hiciera en el pecho varios cortes profundos y 
dolorosísimos. 
LOS ÜLT1MOS TORMENTOS 
Viend o Juliano que ningún suplicio era bastante para quitar la vida 
a la invencible doncella, la hizo poner de nuevo en la cárcel. 
Allí convirtió Cristina a varias mujeres que fueron a visitarla. 
Poco tiempo después, Juliano la hizo comparecer en su presencia y 
le dijo: 
—Cristina, vas a morir inmediatamente si no sacrificas a los dioses. 
—Es inútil que insistas: Jamás lograrás hacer que reniegue de mi fe. 
—Verdugos, cortadle la lengua —rugió el tirano. 
Al oír Cristina esa cruel orden, levantó sus ojos al cielo y suplicó: 
—Señor, mira a tu humilde sierva y acógela ya en tu divino seno. 
Oyóse, entonces, como una voz sobrenatural que dijo: 
—Cristina, sierva buena y fiel, merecedora del reposo eterno, ven a 
recibir la recompensa que has conquistado por la heroica confesión de 
tu fe.
Cortáronle la lengua y, finalmente, fue atada a un gran tronco de árbol 
y asaeteada hasta que Dios recibió en sus manos aquella alma pura de 
tantos modos afligida y tan gloriosamente triunfante de los enemigos. 
Sucedió esto, según los Martirologios más antiguos, el 24 de julio. 
El año del martirio es desconocido. Algunos relatos indican como fecha 
probable los principios del siglo iv, durante la persecución de Diocleciano. 
CULTO Y RELIQUIAS 
Los preciosos restos de Santa Cristina, recogidos por un pariente suyo, 
fueron llevados poco después de su martirio a la ciudad de Palermo, 
en donde se los tuvo en gran veneración. Su tumba exhalaba suaves per­fumes 
y fluía de ella un aceite milagroso. Créese que la condesa Matilde 
—en el siglo xi— logró que fueran devueltos a Bolsena y depositados en 
un hipogeo próximo a dicha ciudad. 
Sin embargo, lo cierto es que gran parte de las reliquias fueron ro­badas. 
La tumba de la mártir fue descubierta en 1880; el sarcófago había 
sido ro to ; en su interior se halló un vaso funerario de mármol, parecido 
a un cofre, con una inscripción abreviada que permitió no obstante iden­tificar 
su contenido. La inscripción parece ser del siglo vm. 
El Martirologio romano recuerda el día 24 de julio, los diversos su­plicios 
que la virgen Cristina tuvo que sufrir en Tur o Tiro, en Toscana. 
El mismo día se hace conmemoración de la Santa en el Breviario romano. 
La iconografía representa ordinariamente a Santa Cristina con una ser­piente 
o unas flechas en la mano, a veces aparecen junto a su imagen 
ídolos que caen hechos pedazos. También se la figura andando sobre las 
aguas acompañada de ángeles, o con una gran piedra al cuello y a punto 
de ser arrojada a un lago, otros la representan sosteniendo una rueda. 
S A N T O R A L 
Santos Francisco Solano, franciscano, apóstol de los indios; Dictino, obispo de 
Astorga, Valeriano de Niza, y Declano, en Irlanda; Víctor, Antinógenes 
y Estercacio, hermanos, mártires en Mérida; Ursicino, obispo de Sens, 
y Pavacio, de Mans; Vicente, mártir en Roma; Meneo y Capitón; Román 
y David, mártires, patronos de Moscú. Beatos Antonio Turriano. agus­tino; 
Bartolomé, carmelita, muerto por los turcos en Argel. Santas Cris­tina, 
virgen y mártir; Sigulena, abadesa; Aquilina y Niceta, convertidas 
por San Cristóbal, mártires; Cristina la Admirable, virgen, en Lieja. Beata 
Luisa de Saboya, viuda y monja.
Pilar angélico Esforzado apóstol y glorioso mártir 
D ÍA 25 D E JUL IO 
SANTIAGO EL MAYOR 
APÓSTOL, PATRÓN DE ESPAÑA (siglo i) 
Al gloriosísimo apóstol Santiago el Mayor eligió Dios para alumbrar 
los reinos de España con los primeros resplandores de la luz 
evangélica y sembrar en ellos la semilla del cielo. Grande gloria 
suya es haber sido el primero de los doce Apóstoles que triunfó de la 
muerte dando la vida por Cristo y sellando así con su sangre la doctrina 
que predicaba. No se apagó con su muerte, el amor y cariño grandes que 
Santiago tuvo a sus hijos de España, antes puede afirmarse que desde 
el cielo se ha complacido en manifestarles este amor de modo singula­rísimo, 
y en forma tal, que no consta lo haya hecho otro ninguno de los 
Doce con las tierras que evangelizaron, porque verdad histórica es que 
este intrépido Apóstol, a manera de capitán y montando blanco caballo, 
no una sino muchas veces ha peleado delante de los bizarros soldados 
españoles, para defenderlos y ampararlos, y para con ellos atacar, vencer 
y desbaratar a los poderosos ejércitos enemigos de su amada España. 
El apóstol Santiago, cuya fiesta celebra la Iglesia a 25 de julio, era 
hermano mayor de San Juan Evangelista. Su padre se llamaba Zebedeo y 
vivía a orillas del lago de Genesaret, el Evangelio nos lo presenta por 
primera vez ocupado con sus dos hijos en los trabajos de la pesca.
María Salomé, su madre, estaba emparentada con la Virgen María! 
Algunos han llegado a decir que era su hermana; lo cual no es cierto; 
ya que María Santísima fue hija única. No cabe duda sin embargo de que 
la familia de Santiago estaba unida a la de Jesús por los lazos de la 
sangre, y que este santo apóstol era pariente cercano del Salvador en 
cuanto a la carne. Por causa de este parentesco, llama el Evangelio re­petidas 
veces a los hijos de Zebedeo «hermanos del Señor», frase que 
designaba entonces a los que eran meramente primos. 
La Iglesia le llama el Mayor para distinguirlo de Santiago el Menor 
hijo de Alfeo; y quizá también para señalar alguna excelencia y superio­ridad 
de nuestro Santo respecto de su homónimo, puesto que el mismo 
Salvador se dignó darles a él y a su hermano Juan mayor honra distin­guiéndolos 
de muy especial manera en varias circunstancias de su vida 
terrenal. 
LA VOCACIÓN 
Re f ie r e el evangelista San Marcos, que andando el Señor por la ri­bera 
del mar de Galilea, vio a los dos hermanos, Santiago y Juan, 
que estaban en un navio con su padre, reparando las redes. A veces Jesús 
adelántase a sus discípulos sin aguardar a que le busquen, y así lo hizo 
con Santiago y Juan, porque Él mismo, de por Sí, los llamó para que 
le siguiesen y fuesen sus discípulos. Ellos se mostraron tan obedientes al 
divino llamamiento, que luego dieron de mano a todo, a su padre, a 
las redes, barca y ejercicio en que estaban ocupados, para ir en pos del 
Salvador. Y ¿cómo obrar de otro modo cuando es Dios mismo quien 
llama? Con todo eso, tanto las redes del mundo como los oficios u ocu­paciones 
son muy de temer al tratarse de seguir la divina invitación, y, 
a veces más que nada, es temible la oposición de los propios padres y 
parientes. Zebedeo, en cambio, dejó que se fuesen sus hijos, y se quedó 
solo en la tarea. Algo debió costarle tamaño sacrificio; pero Jesús dispone 
de las almas como dueño soberano que es de ellas, y por eso, los lazos de 
carne y sangre, las ternezas y arrullos humanos han de romperse y des­oírse 
para atender sólo la divina vocación, que, en último término, orienta 
y define nuestra vida según la dirección que ha de llevarla a su plenitud 
como valor espiritual. Santiago y Juan, no bien oyeron la voz de Jesús, 
comprendieron que sólo tras Él marcharían por buen camino, y sin 
pararse a filosofar sobre vanas teorías o humanas conveniencias, respon­diéronle 
pronta y espontáneamente con el «Aquí estamos, Señor, a lo 
que mandes».
LOS HIJOS DEL TRUENO 
El Señor mudó el nombre a los dos nuevos apóstoles; llamólos Boaner-ges, 
que quiere decir a hijos del trueno». Esta mudanza es digna de 
consideración, porque de todos los Apóstoles, trocó Jesús el nombre a 
sólo San Pedro, que había de ser cabeza de la Iglesia y piedra fundamental 
sobre la que se había de edificar, y a estos dos hermanos cuya sonora voz 
había de conmover al mundo y convertirlo. Este sobrenombre no sustituyó 
al que tenían, como sucedió con Simón; sirvió sólo para designar el 
fogoso natural de Santiago y Juan, cuyos arrebatos tuvo que corregir el 
Salvador alguna que otra vez, según consta en el sagrado Evangelio. 
Cierto día —dice San Lucas— subía Jesús a Jerusalén para celebrar la 
Pascua. Estando ya cerca de la ciudad de Samaría, envió delante algunos 
discípulos para que preparasen lo que había de comer. Los samaritanos 
no quisieron recibirlos. Santiago y Juan sintieron en el alma la injuria 
inferida a su divino Maestro. Movidos de celo y deseosos de vengarla, hu­bieran 
querido que las iras del cielo destruyesen al punto aquella ciudad. 
«Señor, dijeron a Jesús, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo y que 
abrase a toda esa gente? » Estaba fuera del plan redentor aquella dureza, 
y sólo les contestó: No sabéis de qué espíritu sois». 
Esa natural fogosidad de Santiago y Juan se ordenó merced al im­pulso 
de las divinas inspiraciones, pero hasta su muerte justificó el sobre­nombre 
de Boanerges. El Apocalipsis de San Juan, escrito entre relámpa­gos 
y truenos, es buena prueba de ello: las sangrientas ejecuciones de los 
santos ángeles y las copas de oro llenas de implacable cólera amedrentran 
el ánimo. Y por lo que a Santiago se refiere, España le venera como a es­forzado 
e invicto capitán que siempre defendió a sus amados españoles, 
dándoles al mismo tiempo ejemplo de intrépido valor y arriesgado empuje. 
INTIMIDAD CON JESÚS 
La familiaridad del Señor y el señalado cariño que mostraba a los dos 
hermanos, fueron sin duda gran parte para moverlos a esperar lugar 
más notable entre los Apóstoles. Y tomaron a su madre por mediadora 
para que hiciese al Salvador la atrevida petición. María Salomé acer­cóse 
al Señor muy confiada, por ser un deudo y estar quizá acostumbrada 
a que le otorgase cuanto pedía, y solicitó de Jesús nada menos que los 
dos preeminentes lugares de su reino: «Manda que mis dos hijos se
sienten uno a tu diestra y el otro a tu siniestra. No me lo puedes negar. 
Casi te obligan a ello el ser pariente nuestro y el amarles a ellos dos con 
singular amor.® Pidió sin duda esta merced, ya por creer que Jesús había 
de llegar a ser rey temporal y tener cabe sí algunos ministros y personas 
de alta dignidad para su servicio, ya por pretender que en el reino de 
los cielos fuesen sus dos hijos aventajados sobre todos los Santos. 
Sabía bien el Divino Salvador que Santiago y Juan hablaban por boca 
de su madre. Por eso contestó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis acaso 
beber mi cáliz? Habláis de gloria y no pensáis en lo que ha de prece­derla. 
El modo de alcanzar lo que deseáis no es acertado, pues queréis el 
triunfo antes de haber peleado y vencido, y pretendéis alcanzar por favor 
lo que no se da sino por merecimiento. Además, si pedís dignidad tem­poral, 
sabed que mi reino no es de este mundo, y si queréis la del cielo, 
menester será que la ganéis con padecimientos y quizá por la muerte.» 
Pero a ellos nada los arredra. Son ambiciosos, es verdad, pero también 
animosos y esforzados. Espontáneamente contestan: «Sí; podemos.» 
No obstante de esto, Jesús no les da lo que desean, porque ve que los 
mueve más la gloria propia que la divina. Bien sabe Él cuánto tendrán 
que padecer ambos; por eso les dice: «En verdad beberéis el cáliz que 
yo beberé.» Pero por lo que toca a la dignidad y preeminencia, remítelos 
a los eternos juicios de su Padre celestial, diciéndoles: «En cuanto a 
sentaros a mis diestra y siniestra, no me toca a mí el dároslo; eso será 
para aquellos a quienes mi Padre lo ha destinado». 
Los demás Apóstoles, que tenían el corazón lleno de idénticos deseos, 
se indignaron contra Santiago y Juan, al oírles pedir los primeros lugares. 
Faltábales luz para conocerse y corregirse, si bien la tenían sobrada para 
amonestar a sus compañeros más atrevidos que ellos. No tardó en sor­prenderles 
el Divino Maestro cuando disputaban entre sí sobre «quién de 
ellos tendría el primer lugar». El Señor les dijo: «Quien quisiere hacerse 
mayor entre vosotros, ha de ser vuestro criado, y quien quisiere ser el 
primero, debe hacerse siervo de todos. Porque aun el Hijo del hombre no 
vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por la redención de 
muchos». Lección que pone a la caridad como pórtico para la gloria. 
Estas ambiciones y defectos de los Apóstoles fueron desapareciendo 
poco a poco; la mudanza se obró en ellos merced a las enseñanzas y 
ejemplos del Señor, y a la efusión de los dones del Espíritu Santo. De 
donde podemos colegir que si bien Dios no exige que seamos perfectos 
desde los principios, quiere que paso a paso adelantemos en la virtud. 
En varias circunstancias de su vida pública dio a entender el Divino 
Salvador, que después de Pedro, eran Santiago y Juan sus más íntimos 
amigos. Cuando resucitó a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, quiso el
No una, sino muchas veces se ha visto al apóstol Santiago, caballero 
en blanco corcel, ir delante de los ejércitos cristianos, como inven­cible 
capitán protector y amparo de España, haciendo gran riza y estrago 
entre los enemigos grandes y poderosos.
Señor que solamente esos tres apóstoles fuesen testigos de su divino poder. 
Cuando se transfiguró en el monte Tabor. sólo Pedro, Santiago y Juan 
tuvieron el privilegio y la dicha de contemplar la gloria del Redentor. 
Finalmente, cuando llegada la víspera de su muerte se retiró Jesús al 
huerto de Getsemaní para orar a su eterno Padre y padecer las angustias 
de su agonía, sólo llevó consigo a los tres predilectos, para que sólo ellos 
fuesen confidentes de sus mortales aflicciones y testigos de sus misteriosos 
desmayos. 
SANTIAGO, EN ESPAÑA 
Ca r e c em o s de testimonios positivos sobre el apostolado de Santiago 
el Mayor. Lo único cierto es que fue relativamente breve, pues San­tiago, 
primer apóstol mártir, fue degollado en Jerusalén tan sólo trece 
años después de la muerte del Divino Maestro. 
Es tradición universal, recibida y asentada de todas las iglesias de 
España, que este glorioso apóstol vino a evangelizar la Península, des­pués 
de predicar en Jerusalén. El fruto no fue al principio muy copioso, 
no obstante su ardiente celo, pues el «hijo del trueno» sólo convirtió nueve 
españoles a la fe cristiana. Fueron éstos Torcuato, Esiquio, Eufrasio, 
Cecilio, Segundo, Indalecio, Tesifonte, Atanasio y Teodoro. Motivo es 
esto de consuelo para los predicadores que logran poco fruto con sus ser­mones. 
Así puede a veces probar el Señor la fe y valor de sus ministros. 
Siembren ellos y no desmayen, otros recogerán los frutos. El Señor tenía 
reservado a su amado apóstol Santiago un dulcísimo consuelo. 
Aún vivía por entonces la Madre del Salvador, y residía en Jerusalén, 
en casa de su hijo adoptivo San Juan, hermano de Santiago. Jesús la 
dejaba aún en el mundo, para que fuese guía y sostén de la naciente Iglesia. 
Llegado el apóstol Santiago a Zaragoza, salió una noche con sus dis­cípulos 
a orillas del río Ebro para orar. Estando allí, oyó de pronto en el 
aire un suave concierto de voces que cantaban. Era un cortejo de innume­rables 
ángeles que acompañaban a su gloriosa Reina. Traían una columna 
o pilar de jaspe, sobre la que se tenía en pie Nuestra Señora. Venía la 
Divina Madre a retemplar los ánimos del discípulo. Conocióla al punto 
el santo Apóstol, y lleno de alegría postróse para reverenciarla. 
Díjole entonces la Virgen María «Santiago, hijo mío, quiere el Señor 
que le labres en este lugar un templo que lleve mi nombre. Yo sé que 
España ha de ser muy devota mía y me amará con fervor. Desde ahora 
seré su especial protectora y abogada». 
El santo apóstol hizo con gran diligencia lo que del cielo le había sido 
mandado, y edificó la santa capilla de Nuestra Señora del Pilar, así llama­
da por haber quedado en ella la columna de jaspe sobre la cual apareció 
la Virgen. Concluida la obra del Templo, Santiago puso sobre el mismo 
pilar una estatua de la Virgen María. Andando los años, la primitiva 
iglesia fue reemplazada por una suntuosísima basílica. La Virgen del Pilar 
no ha cesado de derramar bendiciones sobre sus hijos los españoles. En 
su profunda fe, inconmovible como una roca, halló siempre el indómito y 
noble pueblo español la audacia y firmeza que lo empujaron a sus gloriosos 
destinos; audacia y firmeza que hacen de cada hombre un héroe. Zarago­za 
debe a su Virgen del Pilar los gloriosos timbres que la ennoblecen. 
MARTIRIO DE SANTIAGO 
No se sabe el tiempo que estuvo en España el santo Apóstol. Lo cierto 
es que se hallaba de vuelta en Jerusalén el año 42, a poco de haber 
restaurado Agripa el reino de su abuelo Herodes el Grande. Las adulacio­nes 
y cortesanías con que Agripa consiguiera adueñarse del ánimo de los 
emperadores Calígula y Claudio, le habían logrado aquel favor. 
El día 24 de enero del año 41, el tribuno Quereas asesinó a Calígula, 
patrocinador de Agripa. Éste, que se hallaba entonces en Roma, intervino 
para que el Senado nombrase emperador a Claudio, tío del difunto. En 
agradecimiento, dilató el nuevo soberano las posesiones de Agripa, aña­diendo 
la Samaría y la Judea a las tres tetrarquías ya gobernadas por él. 
El reino del primer Herodes fue, así, restablecido por su nieto, con Jeru­salén 
por capital. La conducta del abuelo encontró un digno seguidor. 
Al mismo tiempo que instauraba teatros, circos y luchas de gladiadores 
en las principales ciudades del reino, hacía Agripa gran alarde de celo 
por la religión mosaica, para encubrir con capa de afectado judaismo su 
origen idumeo. Cumplía puntualmente la ley, ofrecía víctimas sin número 
y era muy asiduo a las solemnidades judías. Ofrendó al Templo una ca­dena 
de oro que le había regalado Calígula, y cuyo peso equivalía al de 
otra de hierro que llevó en Roma en las cárceles de Tiberio. 
Este aparente resurgir del reino de Palestina, esta solemnidad extra­ordinaria 
con que Agripa realzaba las ceremonias rituales, halagaba so­bremanera 
el orgullo nacional de los judíos. Pensó Herodes que para 
ganar su estimación era lo más a propósito perseguir a los cristianos, y 
así dicen los «Hechos de los Apóstoles» en su duodécimo capítulo. «Por 
este tiempo —año 42—, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos de la 
Iglesia. Primeramente hizo degollar a Santiago, hermano de Juan. Después, 
viendo que esto complacía a los judíos, determinó prender también a 
Pedro... con el designio de presentarle al pueblo pasada la Pascua.
A San Pedro le puso milagrosamente en libertad el ángel del Señor, 
pero Santiago, degollado por orden de su perseguidor, tuvo así la honra 
de ser el primero de los Apóstoles que dio su vida por Cristo. Sin duda 
que los judíos hicieron blanco de sus odios a este ahijó del trueno» por 
el ardiente celo con que predicaba la doctrina del divino Crucificado, 
Agripa, por su parte, pretendía con aquello ganar popularidad. 
Al tiempo que le llevaban al suplicio, un paralítico le pidió la salud, 
y el Apóstol se la dio muy entera en nombre de Jesucristo. El escriba 
Josías, el que con más ímpetu y rabia había arremetido al Apóstol y el 
que primero acudiera a prenderle, al ver el prodigio de la curación del 
paralítico, se convirtió a la fe, confesó que Cristo era Dios, y pidió perdón 
al santo Apóstol con gran humildad y arrepentimiento. Santiago le per­donó 
con ternísimas palabras y le dio el beso de paz. Alteráronse los judíos 
viendo esto; echaron mano de Josías y le degollaron con el santo Apóstol. 
El lugar donde fue martirizado Santiago el Mayor se venera todavía 
en Jerusalén, en la catedral que hoy gobiernan los armenios cismáticos. 
LA TUMBA DEL APÓSTOL 
No hay ningún documento de la antigüedad relativo a las sagradas 
reliquias del apóstol Santiago. Sábese que fueron enterradas en 
Jerusalén, donde permanecieron poco tiempo. Pero la tradición viva y 
arraigada en todas las iglesias de España y aun en la cristiandad entera, 
establece que el precioso tesoro del cuerpo de Santiago se halla en el fa­mosísimo 
templo de Compostela, de Galicia. En la Edad Media acudían 
peregrinos de todas las naciones de la cristiandad, para visitar y venerar 
las reliquias del primer Apóstol mártir. Es tan universal y constante esta 
tradición, que en balde algunos autores modernos han querido ponerla 
en tela de juicio. 
No puede precisarse en qué época fue traído el santo cuerpo a España. 
Créese que a poco de morir el valeroso Apóstol, tomaron sus discípulos 
el sagrado cuerpo por haberlo así dispuesto antes su maestro, o por parti­cular 
revelación de Dios, y le llevaron al puerto de Jo p e; de allí, ponién­dole 
en un navio, navegaron por el Mediterráneo, y pasado el estrecho de 
Gibraltar, entraron por el Atlántico hasta la costa de Galicia. Desem­barcaron 
el santo cuerpo en la ciudad de Iria Flavia que ahora se llama 
Padrón, donde estuvo muchos años secreto y escondido. El Señor lo reveló 
y descubrió a principios del siglo ix, reinando en Asturias don Alfonso II 
el Casto, el cual lo mandó trasladar a Compostela, donde continúa siendo 
reverenciado. De esta traslación se hace memoria a los 30 de diciembre.
Los Papas otorgaron grandes mercedes y privilegios al santuario de 
Santiago de Compostela, que fue uno de los principales lugares de pere­grinación 
en la Iglesia universal. Hasta hace poco tiempo, sólo el Sumo 
Pontífice podía dispensar del voto de ir en romería a Compostela. En los 
siglos de fe viva y pujante, solían los peregrinos de las regiones del norte 
de Europa empezar las grandes romerías con una visita al santuario de 
San Miguel del Monte (Francia), donde el peregrino se proveía de conchas. 
De allí pasaba a Compostela, luego a Roma, y, finalmente a Jerusalén. 
Ese interminable peregrinar de los romeros semejábase a la larga cinta 
de estrellas que parece dividir el cielo cual si fuese un camino sin fin 
lleno de luirinosos viandantes. Por eso quizá las devotas gentes de 
aquellos siglos de fe, llamaron a la Vía Láctea «Camino de Santiago». 
SANTIAGO, CAUDILLO DE ESPAÑA 
Siem p r e se ha mostrado Santiago defensor celoso de la fe cristiana y 
de la independencia española. Muchas veces le vieron nuestros sol­dados 
pelear contra los enemigos y hacer gran estrago entre ellos. Sucedió 
esto por vez primera el año 859, en tiempo del rey don Ordoño I, en la 
batalla de Albelda. Estando en guerra con el renegado Muza de Tudela, 
retiróse al cerro de Clavijo, y allí encomendóse al santo Apóstol. Entrada 
la noche se le apareció Santiago y le dijo: «Manda que tu gente con­fiese 
y comulgue mañana, y luego acomete al enemigo invocando el nom­bre 
de Dios y el mío. Yo iré delante de tu ejército sobre un caballo 
blanco, con un estandarte blanco en la mano y los moros quedarán des­hechos. 
» Así se hizo, y en aquella batalla Albelda fue tomada y destruida. 
Los cristianos ocuparon, además, sus reales y ganaron la ciudad de Ca­lahorra. 
Desde ese tiempo empezaron los soldados españoles a dar señal 
para acometer al enemigo con esta invocación a su valeroso caudillo y 
defensor: ¡Santiago, y cierra, España! 
S A N T O R A L 
Santiago el Mayor, Apóstol, Patrón de España; Cristóbal, mártir; Teodomiro, 
monje, mártir en Córdoba; Magnerico, obispo de Tréveris; Cucufate, 
mártir en San Cugat (o Cucufate) del Vallés (Barcelona), su fiesta se ce­lebra 
el día 27; Pablo, mártir en Palestina, durante la persecución de 
Maximiano Galerio; Florencio y Félix, mártires venerados en Forconio 
(Italia). Beatos Pedro Moliano y Bautista de Cangiano, franciscanos. 
Santas Valentina y Tea, vírgenes y mártires; Glosinda, virgen; Olimpíada, 
noble viuda romana; Jerusalem, mártir, venerada entre los griegos.
Precioso relicario de Apt Santurario de Santa Ana en Bretaña 
D ÍA 2 6 D E J U L I O 
S A N T A ANA 
MADRE DE I A SANTISIMA VIRGEN 
Los escritos más antiguos que nos hablan de Santa Ana, son los Evan­gelios 
apócrifos, el Evangelio de la Natividad de María y de la 
infancia del Salvador, y finalmente el Protoevangelio de Santiago. 
Nos contentaremos con relatar las circunstancias que refieren esos escritos, 
sin entrar en la crítica de los mismos. Añadamos solamente que la Iglesia 
admite los tradicionales nombres de Joaquín y de Ana, con los cuales 
designamos los cristianos a los padres de la Santísima Virgen. 
JUVENTUD DE SANTA ANA 
Nació, muy probablemente, en Belén. Descendía por línea materna de 
la raza sacerdotal de Aarón, pues es creencia común que su padre, 
Matán, que era sacerdote, pertenecía como San Joaquín a la familia real 
de David. 
La bienaventurada niña recibió en su nacimiento el nombre de Ana, 
que significa gracia o misericordia; nombre muy a propósito para la que
estaba destinada a ser madre de aquella a quien el ángel había de llamar 
«llena de gracia». 
Ana tuvo dos hermanas • Sobé, casada en Belén, y que fue madre de 
Santa Isabel y abuela de San Juan Bautista, y María, desposada también 
en Belén, que fue madre de María Solomé, mujer de Cleofás o Alfeo, 
hermano de San José. Según costumbre generalizada entre los hebreos, el 
Evangelio llama hermana de la Santísima Virgen a María Salomé, si bien 
en realidad era sólo prima hermana. 
Es creencia general entre los teólogos que Nuestro Señor otorgó a Santa 
Ana el mismo favor que a Jeremías, a Juan Bautista y probablemente a 
San José, es a saber, ser santificada en el seno de su madre. 
Una singularísima inocencia, acrecentada sin cesar por los más valio­sos 
tesoros espirituales, fue patrimonio de su santa vida. Se cree piadosa­mente 
que a los cinco años fue conducida al templo y que moró en él 
doce años, consagrada al divino servicio y al ejercicio de la propia san­tificación. 
SANTA ANA Y SAN JOAQUÍN 
El Señor, que preparaba a María una madre conforme a su dignidad, 
escogió igualmente al varón dichoso que había de ser su padre. «Señor 
—dice la Santa Iglesia en sus oraciones—, Vos que entre todos los Santos 
habéis escogido al bienaventurado Joaquín, para ser padre de la Madre 
de vuestro amado Hijo, etc.»». Era Joaquín natural de Galilea, de la casa 
y familia de David. El fue —dice San Juan Damasceno— el que mereció 
recibir en matrimonio a Ana, mujer escogida por Dios y adornada de 
las más excelsas virtudes, cuando apenas contaba veinticuatro años. 
El afortunado hijo de David vivió con su esposa en Nazaret, en aquella 
misma casa donde tiempo adelante debía obrarse el gran misterio de la 
Encarnación del Verbo el día de la Anunciación. 
«Dios, cuya mirada abarca el presente, el pasado y el porvenir —dice 
Santa Brígida— no halló quienes más digna y santamente merecieran ser 
padre de la Virgen María»." 
Eran ambos justos a los ojos de Dios —dice San Lucas hablando de 
los padres de San Juan Bautista—, guardando como guardaban todos los 
mandamientos y leyes del Señor irreprensiblemente. ¿Podían ser de otra 
manera los padres de la augusta Madre de Jesucristo, Hijo de Dios? San 
Jerónimo afirma que hacían tres partes de su bienes la primera, desti­nábanla 
al templo de Jerusalén, la segunda la distribuían entre los pobres, 
y con la tercera atendían a las necesidades de la casa. La más exigente 
caridad no hubiera podido adminístralos mejor.
ESTERILIDAD MISTERIOSA 
De este modo vivió el santo matrimonio durante largos años sin que 
la menor sombra alterase la serenidad de aquel cielo doméstico en 
el que reinaban, con absoluto imperio, la paz espiritual, el amor honesto 
y desinteresado, y la pureza de costumbres. 
Un solo sentimiento, nacido de las preocupaciones de la sociedad mo­saica 
más que del propio deseo, empañaba a veces la felicidad de aquel 
hogar, y traía al ánimo de Santa Ana motivos de resignada tristeza. La 
esterilidad privaba a estos esposos de la alegría más dulce que podía de­sear 
un matrimonio en Israel: la esperanza de ser los ascendientes del Me­sías, 
o al menos de poder presenciar en su posteridad los días del Salvador. 
«Dichoso seré —exclamaba el viejo Tobías moribundo— si queda algún 
descendiente de mi linaje para ver la claridad de Jerusalén.» Por esto la 
esterilidad era considerada entre los judíos como una especie de oprobio 
y como una maldición de Dios. 
El dolor de Ana y Joaquín no era debido a aquella aparente humilla­ción 
que recaía sobre ellos, pues la sobrellevaban con resignada paciencia, 
y con sumisión a la voluntad de Dios, sino más bien a la consideración 
de la venida del Mesías, tanto más que los tiempos prescritos para la 
realización del augusto misterio estaban ya próximos, y el Salvador, según 
las profecías, había de nacer precisamente de la familia de David. 
Es que —como nos dicen los Padres de la Iglesia— la esterilidad de 
Ana obedecía a motivos sobrenaturales y misteriosos. Ana era figura del 
mundo, estéril hasta entonces, pero muy pronto y para la salvación del gé­nero 
humano iba a producir milagroso fruto, según la expresión del profeta. 
Por otra parte, nada de lo acaecido en la tierra desde el principio del 
mundo podía compararse con la maravilla que Dios iba a realizar con el 
nacimiento de María. Este prodigio de prodigios, este abismo de milagros, 
como lo llama San Juan Damasceno, sólo podía comenzar por un milagro. 
Esta Virgen, cuya maternidad será tan admirable, debía nacer de modo 
admirable también. Además, María debía ser hija de la gracia más que 
de la carne y de la sangre, debía venir del cielo más que de la tierra, 
y sólo Dios podía dar al mundo un fruto tan celestial y divino. 
Tesoro tan inesíimabe reservado por divino beneplácito a San Joaquín 
y a Santa Ana hizo que el Cielo les prodigara de antemano bendiciones 
y gracias sin cuento. Pero quiso dejarles el honor de pagar, en cierto modo, 
el precio de tan gran distinción, con años de oraciones, promesas, ayunos, 
limosnas y con la práctica de virtudes admirables.
A todo esto juntaron los dos santos esposos la promesa de consagrar al 
Señor el ser querido que les concediera. Y aunque pasaban los años y 
cada día parecía disminuir su esperanza, no cesaban de suplicar y confiar 
en Aquel que, según la Escritura, de las piedras del desierto puede hacer 
nacer hijos de Abrahán. Dios iba a premiar aquella confianza con gran 
esplendidez. 
VISITA DEL ÁNGEL 
ELEBRÁBASb una de las fiestas legales más solemnes: la de los Ta­bernáculos; 
y al igual que la multitud de los jefes de familia que se 
reunían en el Templo para presentar sus ofrendas, acudieron también 
Joaquín y Ana a la ciudad santa. Mas, por mucha que fuese la nobleza 
de su estirpe, los sacerdotes se las rehusaron públicamente. 
—¿Cómo pueden ser aceptas al Señor —les dijeron— las ofrendas de 
un matrimono al que Él no se ha dignado hacer fecundo ni concederle 
lo que concede a tantos otros? ¿Qué crimen oculto le ha irritado contra 
vuestro hogar para que os haya negado un fruto de bendición? 
Joaquín no se justificó. Sumisos ambos esposos a la voluntad de Dios 
que los probaba, aceptaron sin murmurar tan terrible afrenta, y salieron 
del templo para volverse a Nazaret. Unos días después, fuese Joaquín a 
una montaña cercana a apacentar sus rebaños, y allí permaneció por 
espacio de cinco meses, llevando vida de intensa oración y ayuno. 
Ana, por su parte, rogaba ardientemente al Altísimo que les conce­diera 
por fin lo que tanto deseaban. Un día en que sentada en su jardín 
de Nazaret, donde vivía recogida, suplicaba con mayor fervor al Señor, 
apareciósele el arcángel Gabriel, y le anunció de parte de Dios que sus 
oraciones habían sido oídas; le predijo el nacimiento de una hija que se 
llamaría María, objeto de la predilección de Dios y de la veneración de 
los ángeles. Al mismo tiempo, era comunicada a Joaquín la grata nueva. 
Pronto comprendió Ana que ella misma era un santuario en donde el 
Altísimo había realizado el más admirable prodigio que había salido de 
sus manos y que únicamente la maravilla de la Encarnación había de 
superar. En su seno acababa de cumplirse la inmaculada concepción de la 
Virgen María, misterio inefable de amor y de gracia. 
Después de María, que fue objeto de la inmaculada concepción, no 
hay nadie más íntimamente unida a este misterio que Santa Ana, lo que 
nos hace suponer cuál sería su eminente santidad. 
Rebosaba en Joaquín la felicidad con que el cielo había premiado sus 
esperanzas, y el altísimo honor que aquella traía aparejada. Tomó, pues, 
diez corderos y los hizo sacrificar en el Templo en acción de gracias.
Cu a n d o la Santísima Virgen tiene tres años, su madre, Santa Ana, 
cumple la promesa que había hecho de consagrarla al Señor. Ella 
misma la presenta al templo de Jerusalén, para hacer al Altísimo la 
ofrenda de más valor que le ha sido deditada desde los comienzos del 
mundo.
SANTA ANA Y MARÍA SANTÍSIMA 
Cu a n d o se cumplieron sus días, nació de Ana la que había de ser 
Madre de Dios. Según opinión común, sucedió esto en Jerusalén, 
en la misma casa en que hoy se levanta majestuosa la basílica de Santa 
Ana. La alegría de aquel acontecimiento desbordó el alma de los padres. 
Darás a luz tus hijos con dolor, había dicho el Señor a la primera mujer 
al arrojarla del paraíso terrenal. Era un castigo del pecado, pero María 
no tuvo nada común con el pecado, y esta ley no alcanzó a su madre, 
del mismo modo que no le había alcanzado a ella la ley del pecado ori­ginal. 
De esa suerte y por modo maravilloso, brilló en el mundo la aurora 
incomparable del gran día de la Redención. 
No se olvidó Ana del voto que junto con Joaquín había hecho, y tan 
pronto como María pudo pasar sin los cuidados maternales, pensaron en 
consagrarla al Señor que se la había concedido. 
Conforme a los propios deseos de María, condujéronla al Templo. La 
santa niña subió las quince gradas del santuario y admitida por los sacer­dotes 
entre las vírgenes y viudas que vivían a la sombra de la casa de 
Dios, consagróse de lleno a su santo servicio. Permaneció en el lugar 
santo, desde los tres años hasta sus desposorios con San José. 
Tuvo que ser muy doloroso para la santa madre el verse separada de 
su excelsa Hija; mas ya que no podía habitar bajo el mismo techo que 
ella, trasladóse desde Belén a Jerusalén, y tomó casa lo más cerca que 
pudo del Templo. De este modo fuéle posible seguir cuidando de la edu­cación 
de la Santísima Virgen, a quien veía diariamente, pues Santa Ana 
habitaba más en el Templo que en su propia casa, desde que su esposo, 
ya feliz por el cumplimiento de sus esperanzas, muriera dulcemente en sus 
brazos poco después de la Consagración de su inmaculada Hija al Señor. 
Cumplida ya su misión en el mundo, pasó Santa Ana el resto de sus 
días entregada a continua oración y regalando su espíritu con la contem­plación 
de las perfecciones de la Santísima Virgen. Ignoramos la fecha 
precisa de su muerte, créese que murió algunos años después de San 
Joaquín, cuando María estaba aún en el Templo. 
Suponen algunos que vivió hasta después de regresar la Sagrada Fa­milia 
de Egigto. Así parece que lo reveló la Santísima Virgen a Santa 
Brígida. Si tal fue, la bienaventurada madre pudo ser testigo de la divina 
misión de su Santísima Hija, v pudo con alegría inmensa estrechar contra 
su corazón a su nietecito amado, al Hijo de Dios, por cuya venida suspira­ba 
el pueblo elegido, y morir llevando juntamente con las últimas oracio­nes 
de José y de María las postreras caricias y el último beso de Jesús.
SANTA ANA, PATRONA DEL HOGAR DOMÉSTICO 
Santa Ana ha sido siempre considerada como Patrona del hogar do­méstico, 
y es piadosa y muy fundada la creencia que la invocación 
de su nombre convierte en hacendosas a las mujeres un tanto descuidadas, 
y protege a las trabajadoras hasta el punto de que la eficacia de su inter­cesión 
en este punto ha dado lugar a la frase llena de sencilla ternura 
con que se dirigen a ella algunas mujeres que, por necesidad, tienen que 
abandonar sus casas durante algunas horas. 
—«Santa Ana —dicen al tiempo de salir—, cuidadme el puchero». 
Frase es ésta que muy brevemente compendia y resume toda la vida 
de tan gloriosa Santa, modelo de la mujer honesta y recogida cuya dicha 
se cifra en servir a Dios desde el lugar de sus deberes, cuidando amoro­samente 
del hogar y de los hijos, lejos del bullicio del mundo. 
Dios, su marido y su hija, fueron los objetos en que se concentraron 
todos los afectos de Santa Ana, sin que fuera de ellos hubiera nada en el 
mundo que atrajera su atención. Por eso la vemos, cuando la aflicción de 
su esterilidad dominaba su espíritu, correr al Templo a desahogar su co­razón 
en el seno amoroso de Dios, en vez de andar de casa en casa como 
suelen hacer gentes poco discretas que van dando fama a sus desventuras 
y buscando en charlas inútiles un lenitivo a sus penas. 
La vemos también, una vez colmados sus deseos maternales, reco­gerse 
en su casa para dar gracias al Señor y prepararse dignamente a 
educar a su hija en el santo temor de Dios y en d amor a las virtudes 
domésticas que tan fielmente practicaba ella misma. 
Y como la santa humildad ha sido siempre la característica de las 
almas grandes y de eminente santidad, podremos comprobar cómo después, 
al paso que se agiganta ante los hombres la figura de su benditísima Hija, 
cuida ella de pasar como inadvertida y olvidada ante los hombres. 
Santa Ana crió a la Virgen Santísima a sus pechos, sin confiar a nin­guna 
otra mujer esta hermosa prerrogativa de la maternidad. En el apa­cible 
hogar de Belén, los bienaventurados San Joaquín y Santa Ana y la 
inmaculada Virgen María, constituían, por decirlo así, tres cuerpos y una 
sola alma, sin que entre aquéllos y su excelsa Hija, hasta que fue ésta con­sagrada 
a Dios en el Templo, se interpusiera persona alguna. Santa Ana, 
especialmente, así que la futura Madre de Dios empezó a balbucir las pri­meras 
palabras, se encargó de enseñarle los mandamientos de la ley divi­na, 
los salmos y todas las demás oraciones que la ley y la costumbre 
habían determinado se hicieran aprender a los hijos de los israelitas.
EL CULTO DE SANTA ANA 
El culto de Santa Ana se remonta a los primeros siglos del cristianismo. 
En aquella época tomó gran incremento, sobre todo en Oriente, en 
donde los Santos Padres cantaron a porfía las glorias de aquella santísima 
mujer a quien el Cielo había elegido para ser madre de la Virgen. 
«Los primeros cristianos —dice San Epifanio— recogieron piadosa­mente 
sus veneradas reliquias, y las colocaron con gran pompa en la igle­sia 
llamada de Nuestra Señora, en el valle de Josafat». 
En 550 el emperador Justiniano, hizo construir en Constantinopla una 
iglesia en honor de Santa Ana y de San Joaquín, y según la tradición, dos 
siglos más tarde fue depositado allí el cuerpo de Santa Ana, en 710. 
La Iglesia griega honra a la Santa el 4 de septiembre; el 9 de diciem­bre 
celebra su concepción, y el 25 de julio su muerte. En la iglesia, latina, 
celébrase la fiesta el 26 de julio, fecha en que fueron trasladadas sus reli­quias 
a Constantinopla. El nombre de Santa Ana consta en el Breviario 
romano en el año 1550. Su fiesta, suprimida por San Pío V, fue restable­cida 
por Gregorio XIII en 1584. Gregorio XV, el 24 de abril de 1622, la 
puso como fiesta de guardar; Clemente XI la elevó a rito doble mayor 
el 20 de septiembre de 1708, en fin, León XIII, cuyo nombre de pila era 
Joaquín, estableció, el primero de agosto de 1879, con rito doble de se­gunda 
clase, las fiestas de San Joaquín y de Santa Ana. 
La ciudad de Apt, en Provenza, reivindica la gloria de poseer gran 
parte de las reliquias. La leyenda dice que fueron llevadas a Piovenza por 
Lázaro, Marta y María Magdalena, y remitidas luego a San Auspicio, 
obispo de Apt, para sustraerlas a las profanaciones. Pero como la perse­cución 
llegara a la ciudad de Apt, San Auspicio tuvo la precaución, de 
abrir una cripta bajo las losas de la catedral, y de ocultar allí el precioso 
depósito, que de este modo sorteó las incursiones de los bárbaros y de los 
sarracenos, quedando ignorado durante varios siglos. 
Se cuenta que Carlomagno, después de una de sus numerosas expedi­ciones 
contra los sarracenos, se retiró a Apt. Era el día de Pascua del 
año 792, asistía el monarca a los oficios divinos rodeado de sus caballe­ros 
y de todo el pueblo. De repente un joven de unos catorce años, ciego 
y sordomudo de nacimiento, Juan, hijo del barón de Casanueva, del que 
el emperador era huésped, entró en la iglesia y conducido por mano in­visible 
avanzó hasta el pie del santuario. Pidió con gestos que levantasen 
unas losas y cavasen. Quiso el monarca que se le obedeciera y conforme 
a los deseos del joven levantáronse unas losas y descubrióse la cripta en 
que yacían las reliquias. El joven, curado repentinamente, exclamó: «Aquí
está el cuerpo de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen». Y, efectiva 
mente, a poco de excavar apareció una caja de madera de ciprés, dchajt 
de la cual se leían estas palabras: «Aquí yace el cuerpo de la bienaventu 
rada Ana, madre de la Santísima Virgen María». Abierta la caja, putlié 
ronse contemplar las preciosas reliquias que exhalaban suavísimo perfume 
Júzguese de la intensa emoción del pueblo testigo de este prodigio es 
tupendo. El emperador hizo escribir una relación exacta del hecho niara 
villoso, y la envió al papa Adriano I que la autenticó con su firma y rú 
brica dando al acontecimiento carácter oficial. 
Muchos templos se han levantado en honor de Santa Ana en todo e 
mundo. El culto de la madre de la Santísima Virgen es uno de los má< 
extendidos; no hay pueblo alguno en el orbe en que no se invoque si 
santo lumbre con especial veneración. Entre los más célebres santuario; 
—además del de Apt de Provenza— son notabilísimos el de Santa Ana 
de Auray, en Bretaña, y el de Beaupré, en el Canadá, al cual acuden cada 
año 600.000 peregrinos del país y de los Estados Unidos. 
En España existen igualmente varios templos dedicados a Santa Ana 
y entre ellos hemos de mencionar el existente en Granada, donde, as 
como en toda Andalucía, es grande y muy tierna la devoción que se pro­fesa 
a la Santa. En el templo del Pilar de Zaragoza, se exponen a la ve­neración 
de los fieles algunas de sus reliquias, encerradas en riquísimo 
busto de plata. También se le ha dedicado la catedral de Canarias, de 
donde es Patraña; su fiesta se celebra allí con gran solemnidad. En Bar­celona 
es muy venerada y hay una hermosa iglesia erigida en su honor 
Antes de la supresión de las llamadas medias fiestas en España, el día 
de Santa Ana era de este número; pero en realidad habíalo sido entera 
hasta fines del siglo xv iii. Hoy son pocas la familias verdaderamente cris­tianas 
que no siguen en este punto lo antiguamente establecido, ofreciendo 
a Dios el santo Sacrificio de la Misa por intercesión de nuestra bien­aventurada 
y consagrándole un piadoso recuerdo este día. 
S A N T O R A L 
Santa Ana, madre de la Bienaventurada Virgen María. Santos Pastor, presbí­tero; 
Sinfronio y compañeros, mártires; Erasto, compañero de San Pablo, 
obispo y mártir; Valente, Fredeberto y Urso, obispos respectivos de Ve-rona. 
Agen y Troyes; Monulfo y Gondulfo, obispos de Maestricht; Be­nigno 
y Lázaro o Caro, solitarios; Simeón, monje y solitario; Jacinto, 
mártir en Roma. Santas Loe va, virgen; Cristina, hija de un rey inglés, virgen
D ÍA 27 D E JUL IO 
SAN P ANT A L EÓN 
MÉDICO Y MÁRTIR EN NICOMEDIA ( t 303) 
El 23 de febrero del año 303, el viejo emperador Diocleciano, cedien­do 
a las instancias de su copartícipe el césar Galerio, firmó el decre­to 
de exterminio general de los cristianos. Esto fue el principio de la 
décima gran persecución, la más violenta y sanguinaria de todas, durante 
la cual el imperio romano —con excepción de las Galias— se vio anegado 
en la sangre de los cristianos. 
La ciudad de Nicomedia, en Asia Menor, residencia de los empera­dores 
de Oriente, fue testigo del martirio de miles de cristianos que ver­tieron 
generosamente su sangre por la fe. Entre estos innumerables héroes, 
fue uno de los principales San Pantaleón, a quien hoy honramos. 
Nació Pantaleón en Nicomedia en el siglo m. Su padre, senador rico 
e idólatra, se llamaba Eustorgio. Su madre, Eubula, era fervorosa cristia­na, 
mas, por su muerte prematura, sólo tuvo tiempo de dar al niño Pan­taleón 
unas ideas confusas e incompletas de la religión. Después de 
haberle hecho estudiar las letras, confió Eustorgio la educación de su hijo 
a Eufrosino, médico primero de Diocleciano. En la escuela de maestro 
tan eminente, el joven discípulo de Hipócrates, que era muy despierto, 
hizo tan rápidos progresos, que el mismo emperador pensó en tomarlo
como médico propio. A la ciencia de la medicina unía Pantaleón trato 
afable y modales distinguidos, junto con notable prudencia y honestidad 
rara entre los paganos. A juzgar por los comienzos preparábasele brillante 
porvenir, pero Dios reservaba para él una palma mil veces más honrosa 
que los lauros de la ciencia profana y los aplausos del mundo. 
En una casa humilde y apartada vivía un santo anciano llamado Her-molao, 
investido del sacerdocio cristiano. La persecución le había obli­gado 
a buscar un refugio en aquel lugar ignorado, y sólo salía de él cuan­do 
el bien del prójimo lo pedía. En cierta ocasión, encontróse Hermolao 
con el joven Pantaleón que iba a casa de su maestro Eufrosino, y admira­do 
de su afabilidad y modestia, le invitó a detenerse un instante y solicitó 
el honor de una amigable entrevista. Consintió muy gustoso el estudiante. 
Preguntóle t i anciano, quién era y a qué se dedicaba. 
«Sólo tengo una ambición —le dijo el joven—: llegar a curar todas 
las enfermedades humanas. Tú ambición es muy digna de alabanza —res­pondió 
el santo sacerdote—, y yo te deseo mucho acierto en tus nobles 
propósitos. Pero ten presente, que Esculapio, Hipócrates, Galeno y otros 
maestros de la medicina, curan sólo los cuerpos y los curan por poco 
tiempo y aún no siempre. Jesucristo, al contrario, cura los cuerpos y las 
almas y da la vida eterna. Mientras vivió sanó a cuantos enfermos le pre­sentaron, 
aunque estuvieran desahuciados por los médicos. Tiene el poder 
de comunicar ese don a sus discípulos, los cuales en su nombre han dado 
y dan aún la vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos, el 
uso de sus miembros a los paralíticos y vida a los muertos. 
Este lenguaje llenó de admiración al joven médico: «Mi madre era 
cristiana —dijo—, pero como tuve la desgracia de perderla demasiado 
pronto, no me fue posible aprender la divina medicina de Cristo; y mi 
padre, que practica la religión del imperio, me ha dado por maestro al 
célebre Eufrosino. Aún hablaron un rato sobre asuntos del alma y, Pan­taleón 
se despidió del venerable anciano prometiendo volver a verle. 
PANTALEÓN CONVIERTE A SU PADRE 
Mu y pronto otorgó Dios a su alma recta y sincera, una gracia extra­ordinaria. 
En una de sus excursiones al campo, halló en el camino 
el cadáver de un niño muerto y , junto a él, la víbora que le había mor­dido. 
Lleno de compasión y viendo que la medicina humana no tenía re­cursos 
para tales males, acordóse de las palabras del sacerdote cristiano, 
de que el nombre de Cristo bastaba para resucitar a los muertos, y dijo 
con espíritu de fe digno de un veidadero cristiano: «¡En nombre de
Jesucristo vuelve a la vida, y tú, serpiente, recibe el mal que has 
hecho!». En el mismo punto se levantó el niño con vida y quedó la ví­bora 
muerta. 
A la vista de este prodigio, corrió Pantaleón a echarse a los pies de 
Hermolao, contóle lo acaecido, y, cristiano ya de corazón, solicitó con 
insistencia el santo bautismo. Hermolao accedió gustoso a sus deseos, pero 
imponiéndole que completaría antes su instrucción en la fe cristiana, a 
este fin el anciano ministro del Señor, retúvole consigo siete días, para en­señarle 
las verdades de la religión. Administróle después el santo bautis­mo, 
y ambos dieron juntos gracias a Dios por aquel hermoso principio. 
Volvió Pantaleón a casa de su padre con ardiente deseo de procurar 
la vida espiritual al que le había dado la temporal, pero juzgó que era 
necesario proceder con toda prudencia, con miramientos, persuasión y 
mansedumbre. Mientras tanto, rogaba mucho, y no perdía oportunidad de 
llamar la atención de su padre sobre la vanidad de los ídolos. 
Cierto día, llamaron a la puerta de su casa unos hombres que guiaban 
a un ciego y solicitaban ver al médico Pantaleón. Tratábase de una enfer­medad 
incurable, pero esto era precisamente lo que esperaba nuestro santo 
joven para convencer a su padre. Llama, pues a Eustorgio y preséntase 
con él ante el enfermo. «Vengo a ti —dijo éste— como a mi última y 
mejor esperanza. Estoy completamente ciego. He consultado a muchos mé­dicos 
; he gastado inútilmente gran parte de mi fortuna para pagarlos, y 
sólo he conseguido perder la poca vista que me quedaba». «Si te devuel­vo 
la vista —preguntóle Pantaleón—, ¿qué me darás?». «Todos los 
bienes que me quedan serán tuyos, con tal que yo vea» —respondió el 
enfermo. «El Padre de las luces te devolverá la vista por mi ministerio 
—prosiguió el médico cristiano—, y el dinero que me ofreces, lo darás 
a los pobres». 
Puso Pantaleón sus manos sobre los ojos del infortunado al tiempo que 
invocaba el nombre de Jesucristo e inmediatamente abrió el ciego los ojos 
y recobró la vista. Ante semejante maravilla, Eustorgio y el ciego curado 
cayeron de rodillas, confesaron la divinidad de Jesucristo, y después de 
abominar del culto vano de los ídolos, declararon ser cristianos. Eustorgio 
recogió las estatuas de los ídolos que adornaban su casa, las hizo pedazos 
y las arrojó a una fosa, con inmenso júbilo y alegría de su hijo. Hízose 
luego instruir en la santa Religión y recibió el Bautismo. Pantaleón dio 
de ello infinitas gracias a Dios. Eustorgio no tuvo tiempo de perder la 
gracia bautismal: poco después le llamó el Señor al descanso eterno. 
Era éste un magnífico premio para el joven y un poderoso estímulo 
para su fe. Resuelto así el problema familiar, podrá darse de lleno al 
fervor apostólico que inundaba su generosa alma.
ANTE EL TRIBUNAL DE DIOCLECIANO 
En cuanto Pantaleón se vio en posesión de su herencia, dio libertad a 
los esclavos, a los que entregó con qué poder vivir honradamente, y 
distribuyó luego la casi totalidad de su fortuna entre las viudas, los huér­fanos 
e indigentes que se presentaron. La oración y las obras de caridad 
le ocuparon todo el día. En calidad de médico visitaba a los enfermos, 
curábalos en nombre de Jesucristo, y lejos de exigirles salario, los socorría 
con largueza siempre que estaban necesitados. 
Los otros médicos de Nicomedia, abandonados por los clientes, y des­contentos 
de ver disminuir día a día sus beneficios, ardieron en celos, y 
como entendían que Pantaleón andaba en relaciones con los cristianos, le 
denunciaron a Diocleciano como partidario de una religión ilegal. Para 
confirmar sus asertos hicieron comparecer ante el emperador al ciego que 
Pantaleón había curado. —«También yo, dijo, soy cristiano, y proclamo 
que a Jesucristo, y no a Esculapio, soy deudor de haber recobrado la vista. 
Vos mismo —añadió dirigiéndose al emperador Diocleciano— que adoráis 
a vanos ídolos, debierais suplicar a Cristo que os curara de vuestra ce­guera 
espiritual». —«¡Te atreves a ultrajar a los dioses!, clamó enfure­cido 
el emperador, ¿no conoces, ingrato que a su benevolencia debes la 
vista?». —«Y ¿cómo, señor, vuestras divinidades, falsas y ciegas, podrán 
dar la vista a otros? ¿No os parece tal idea un evidente absurdo?». 
Irritado por tales atrevimientos, mandó el cruel emperador que le cor­tasen 
la cabeza. Pantaleón consiguió recoger el cuerpo del mártir y lo se­pultó 
junto a los restos de su padre Eustorgio. 
Diocleciano dio orden de que compareciera el médico Pantaleón, y 
probó de conquistarlo con buenas palabras. «Sólo conozco —respondió 
el generoso cristiano— a un Dios verdadero, a Cristo; a Él sólo dirijo 
mis adoraciones. Convoca a tus sacerdotes, Diocleciano, y que traigan 
un paralítico a nuestra presencia. Yo invocaré a Jesucristo, vuestros 
sacerdotes suplicarán a Jüpiter, a Esculapio y a todos vuestros dioses; 
quien de ellos devuelva la salud al enfermo, será reconocido por único 
Dios verdadero. ¿No te parece un buen criterio para discernir?». 
Esta proposición excitó la curiosidad del tirano. Por orden suya tra­jeron 
a presencia de todo el concurso un paralítico impedido de todos sus 
miembros desde mucho tiempo atrás, y a quien los remedios humanos no 
habían podido curar. Los sacerdotes paganos acudieron en gran número, 
pues no podían desoír las órdenes del emperador ni darse por vencidos 
antes del combate. Apuraron todas sus devociones, sus gritos y encanta­mientos 
mágicos, sus sacrificios y deprecaciones, mas todo fue inútil, pues
Ll e g a n las fieras con grande ímpetu y braveza, mas viendo a San Pan-taleón, 
luego la pierden, y como mansas ovejas se echan a sus pies. 
El pueblo se entusiasma ante suceso tan extraordinario y aplaude frené­ticamente. 
Muchos fueron los que entonces se convirtieron a nuestra fe.
sus dioses permanecieron sordos como en otro tiempo lo hiciera Baal. 
Cuando los sacerdotes paganos cedieron en su porfía, invocó Pantaleón 
al verdadero Dios, acercóse luego al lecho del paralítico, lo tomó de la 
mano y dijo con gran confianza. «¡En nombre de Jesucristo, Hijo de 
Dios vivo, levántate y an d a!». El enfermo, recobrando al instante el uso 
de sus miembros, se levantó y echó a andar. Un estremecimiento de en­tusiasmo 
conmovió a la muchedumbre expectante y muchos paganos, sa­cudiendo 
la parálisis de su alma se convirtieron al cristianismo. 
Furiosos los sacerdotes de los ídolos, persuadieron a Diocleciano de 
que si no castigaba con rigor e inmediatamente al mágico Pantaleón, la reli­gión 
del imperio caería en desprestigio y sería abandonada por el pueblo. 
Accedió fácilmente Diocleciano a los deseos de los sacerdotes. «Panta­león 
—dijo al joven cristiano—, créeme y deja esos mágicos artificios, 
pues no han hecho feliz a ninguno de cuantos los han practicado». Des­pués, 
recordando el nombre del santo obsipo de Nicomedia, al que había 
bárbaramente martirizado, añadió: «Acuérdate de Antimo, ese viejo in­sensato, 
que era jefe de los cristianos; ¿de qué le sirvió, dime, su obstina­ción? 
Pereció de muerte cruel, como también los otros compañeros ene­migos 
de los dioses y sus imitadores en la impiedad. A los mismos espan­tosos 
suplicios debiera haberte condenado por el desprecio que de ellos 
has hecho. Pero te perdonaré en atención a tu inexperiencia y juventud. 
Sacrifica, pues, a los dioses». —«Ni tus amenazas, ni tus vanas promesas, 
lograrán conmover mi corazón, ¿cómo se te ocurre pensar que voy a de­jarme 
tentar por tus bienes, si he renunciado a los que poseía? En cuanto 
a los suplicios con que me amenazas, no sólo no los temo, antes deseo 
ardientemente sufrir y morir por amor de Jesucristo. Acabas de hablarme 
del obispo Antimo; envidio su suerte, pues ahora está gozando de la bea­titud 
eterna en la contemplación del único Dios verdadero. A ti, en cam­bio, 
te están reservados suplicios interminables. La muerte coronó digna­mente 
su santa vida, y la púrpura del martirio embelleció el brillo de las 
canas que nimbaban su venerable cabeza. Si un viejo, abrumado por los 
años, pudo resistir a tu furor, ¿cómo piensas vencer con tales argumentos 
el ánimo de un hombre joven como yo?» 
COMIENZA EL MARTIRIO 
Era ya excesivo el discurso para la paciencia de Diocleciano. Los verdu­gos 
tenían preparado el potro y sólo esperaban las órdenes del em­perador. 
Mandó éste retirar de su presencia a Pantaleón y darle tormento. 
Los verdugos atan al mártir en el potro, le extienden los miembros, des­
garran sus carnes con uñas de hierro, y como si tanto refinamiento les 
pareciera poco, aplican hachas encendidas a las llagas. Estos atroces su­plicios 
no perturbaron la serenidad de la víctima. Para más, vino Dios en 
socorro de su siervo de manera sobrenatural, pues en medio de los tor­mentos, 
apareciósele Nuestro Señor al santo mártir, le consoló e hizo en­trever 
las alegrías de la Jerusalén celestial en donde le esperaba. 
Muy pronto, como fatigado por un peso invisible, adormecióse el 
brazo de los verdugos al mismo tiempo en que las hachas se apagaban. El 
paciente se reanimó entonces extraordinariamente: no sentía ningún dolor 
y sus carnes no conservaban señal de herida ni tortura. 
— ¡Mágico vil —le dijo el emperador asombrado ante aquel extraordi­nario 
suceso—, ya descubriremos el secreto de tu impostura! 
—Mi ciencia es Jesucristo —repuso el mártir— , no poseo ningún otro 
talismán que su divino amor. 
—«¿Y si yo aumento tus suplicios?» —«Mi recompensa crecerá en 
proporción; y así, tú mismo tejerás mi corona». 
Al oír esto, dio orden el tirano, de que fundieran plomo en una gran 
caldera y lo arrojasen en ella. A la vista del líquido hirviente, el valiente 
confesor de la fe ruega al Señor con humildad y confianza. «Dios mío, 
escucha mi corazón y líbrame del temor de mis enemigos». Y en seguida, 
arrójase con intrepidez al líquido abrasador. El Señor oyó sus súplicas y 
al punto se enfrió el plomo, de manera que no le causó daño alguno. 
Los testigos de esta escena, estaban mudos de admiración; pero Dio-cleciano, 
ofuscado por su espiritual ceguera, buscaba un medio para des­embarazarse 
de aquel hombre a quien no podía vencer. 
Varios oficiales que sabían la gran veneración que los cristianos tenían 
a los mártires, aconsejaron al emperador que lo mandara arrojar al mar, 
con el fin —decían— de que perdido su cuerpo en el abismo no pudieran 
los cristianos recogerlo para después darle culto. 
Agradó al tirano esa proposición. Fue, pues, conducido el mártir a la 
costa; atáronle al cuello una gran piedra y lo precipitaron al mar. Mas el 
Dios que apaga la voracidad de las llamas, sabe también descubrir «sobre 
las olas senderos desconocidos a toda criatura». Jesucristo se le apareció 
por tercera vez, tomó a su fiel siervo por la mano, y caminaron ambos 
hacia la playa ante el pasmo de los ejecutores. 
El emperador quedó en extremo sorprendido e irritado al verle llegar 
sano y salvo. «Qué, ¿también el mar obedece a tus encantamientos?», 
preguntó escamado. —«El mar, como los demás elementos, obedece a 
las órdenes que recibe de Dios —respondió el mártir—. Tus servidores te 
obedecen a ti, monarca de un día, y ¿quieres que las criaturas no obedez­can 
al Rey eterno que las ha criado y las conserva?»
EN EL ANFITEATRO 
Ve r em o s —dijo Diocleciano— de qué te sirven tus artes mágicas frente 
a las fieras». Y dio orden de que se le trasladara al anfiteatro. La 
noticia de que un cristiano iba a ser arrojado a las fieras, corrió como la 
pólvora por toda la ciudad, y una muchedumbre inmensa acudió para 
presenciar el sangriento espectáculo. 
El héroe cristiano adelantóse tranquilo al medio de la arena y levantó 
sus ojos al cielo. Al abrirse las jaulas, varias fieras corrieron hacia él. 
Mas así que llegaron, como fascinadas por un poder sobrenatural, se 
acercan respetuosamente al Santo, le lamen los pies, y después de recibir 
su bendición se retiran. Ante espectáculo semejante, aquel gentío, entusias­mado 
y aterrado al mismo tiempo, aplaude frenéticamente, a la vez que 
se oye el grito de muchas voces: « ¡Qué grande es el Dios de los cristia­nos! 
¡Ciertamente es el único Dios verdadero! ¡Que pongan al justo en 
libertad!» En su cólera, el tirano mandó matar a las fieras. 
El mártir Pantaleón, fue luego sometido al tormento de la rueda, y 
como saliera sano del suplicio, le arrojaron en un oscuro y hediondo ca­labozo. 
Mientras tanto Hermolao y otros dos cristianos, Hermipo y Her-mócrates, 
a quienes detuvieron en su casa, fueron conducidos ante el san­guinario 
juez. «¿Sois, pues, vosotros —les dijo— los que habéis seducido 
al joven Pantaleón para hacerle abandonar el culto de los dioses inmor­tales? 
» —«Jesucristo, respondieron, tiene muchos medios para atraer a 
la luz de la fe a los que se hacen dignos de recibirla». —«Dejemos estas 
fantasías absurdas. No tenéis más que un medio para obtener el perdón 
del crimen que habéis cometido, y es el de atraer nuevamente a Pantaleón 
al culto de nuestros dioses». —«Lejos de pensar en pervertir a nuestro her­mano, 
nosotros estamos dispuestos a morir por Jesucristo». El emperador 
mandó que los sometieran a diversos suplicios y luego les cortasen la 
cabeza. Sus nombres constan en el Martirologio romano el mismo día 27 
de julio. 
ÚLTIMO COMBATE.— LA VICTORIA 
Pa ntal eó n compareció nuevamente ante Diocleciano: «Tus maestros 
Hermolao, Hermipo y Hermócrates —le dijo el emperador— han re­conocido, 
por fin, sus verdaderos intereses, y han adorado a los dioses, por 
lo que los he recompensado espléndidamente confiriéndoles grandes digni­dades. 
— ¡ No veo por ningún sitio a esos tres personajes entre los oficiales 
de tu corte! —respondió Pantaleón—. No es extraño —replicó cínica­
mente el emperador— , acabo de enviarlos fuera para resolver asuntos ur­gentes. 
—Dices más verdad de lo que piensas —replicó el Santo—, pues 
acabas de mandarlos a la ciudad de Dios, nuestra patria verdadera». 
Convencido el tirano de la inutilidad de sus esfuerzos, mandó que fla­gelaran 
cruelmente al mártir, mas no porque confiara vencer su esforzado 
ánimo, sino únicamente para satisfacer la propia sed de venganza y saciar 
su cólera. Luego le condenó a ser decapitado y quemado su cadáver. Vio 
llegado Pantaleón el termino de sus combates y pensando en la gloria que 
le esperaba, fue al suplicio con rostro alegre y bendiciendo a Dios por sus 
muchas mercedes. Atáronle al tronco de un olivo, y un lictor levantó su 
espada para segarle la cabeza, pero el hierro se reblandeció como la cera 
y el cuello de la víctima quedó intacto. Ante este nuevo prodigio, arrojá­ronse 
los verdugos de rodillas a los pies del Santo para pedirle perdón. 
Vióse entonces un espectáculo entemecedor. El mártir, deseoso de 
verter su sangre por Jesucristo, suplicó a sus verdugos que ejecutasen la 
orden. Todos rehusaban, mas, al fin, tanto insistió Pantaleón, que des­pués 
de abrazarle, se decidieron a cumplir la sentencia. El olivo se vio 
milagrosamente lleno de frutos. Los soldados no se atrevieron a quemar 
el cuerpo del Santo, éste fue recogido por los cristianos y sepultado. 
Más tarde, Constantinopla, y Luca en Italia, fueron depositarías de 
aquellas preciosas reliquias. Carlomagno obtuvo la cabeza del insigne con­fesor 
de Cristo, y la entregó a la ciudad de Lyón, otros huesos los donó 
a la célebre abadía de San Dionisio, próxima a París. Las numerosas gra­cias 
obtenidas por su intercesión, han hecho muy popular el culto de San 
Pantaleón. Los médicos le honran como a uno de sus principales patronos. 
S A N T O R A L 
Santos Pantaleón, mártir; Aurelio y compañeros, mártires en Córdoba; los siete 
Santos Durmientes, mártires; Eterio, obispo de Auxerre, y Deseado, de 
Besanzón; Mauro, obispo, y sus compañeros Pantalemón y Sergio, már­tires 
en Italia, en tiempo de Trajano; Los Mártires de Arabia, quemados 
vivos en tiempo del tirano Dunaán; Félix, martirizado en Ñola; Hermolao, 
presbítero, maestro en la fe de San Pantaleón; Hermipo y Hermócrates, 
hermanos, mártires en tiempo de Galerio. Beatos Fernando, dominico; 
Rodolfo Aquaviva y compañeros, mártires; Nevolón, el cual se santificó 
en el humilde oficio de zapatero en Faenza, de la Romaña italiana; Hugo, 
niño inglés, martirizado por los judíos en 1255. Santas Juliana y Sempro-niana, 
vírgenes y mártires; Julia y Jucundia, mártires en Ñola; Antusa, 
que después de atormentada por los inconoclastas murió en el destierro; Bar-tolomea 
Capitanio, cofundadora de las Hermanas de la Caridad (véase el 
tomo III, pág. 612). Beatas Lucía de Amelia, terciaria agustina; María 
Madoz; y Cunegunda. reina virgen y religiosa clarisa, patrona de Polonia.
Taumaturgo y solitario Paloma constante y fiel 
D ÍA 28 D E JUL IO 
EL SANTO OBISPO SANSÓN 
ABAD Y PRIMER OBISPO DE DOL (4807-565?) 
arón es éste de sorprendente originalidad, pues que fue a la vez 
monje y misionero, ermitaño y peregrino, modesto abad y prela­do 
insigne a quien caracterizó siempre una profunda humildad. 
Cabeza de los «siete Santos de Bretaña», se le considera como uno de los 
principales evangelizadores de aquella región de la Galia. 
Su llegada a las costas armoricanas coincide con el período más activo 
del éxodo del pueblo bretón, cuando, cediendo éste al empuje violento y 
devastador de los sajones, vino a establecer en el país de Domnonea, que 
forma en la actualidad la parte septentrional de la Bretaña francesa. 
Por espacio de doscientos años fueron llegando verdaderas caravanas 
de embarcaciones que surcaban el canal de la Mancha trayendo a aquellos 
voluntarios desterrados a su nueva patria. En la mayoría de los casos eran 
los monjes quienes tutelaban dichas emigraciones, monjes cuyo arrojo y 
santidad se imponían a sus conciudadanos gracias a ellos fue posible 
realizar aquellas penosas travesías y organizar después los nuevos núcleos 
de población en aquel país totalmente desconocido para ellos.
Sansón, cuya vida vamos a narrar, puede a buen título considerarse 
como el tipo acabado de esos hombres extraordinarios que aun hoy a pe­sar 
de la realidad de su historia, se nos ofrecen como héroes de leyenda. 
NACIMIENTO Y PRIMEROS AÑOS 
La familia de Sansón era originaria del sur de Gales. Su padre por nom­bre 
Amón Du, procedía del condado de Clamorgan, su madre, Ana, 
de la provincia de Gwent. Ambos consortes eran de noble alcurnia; sus 
progenitores habían desempeñado en la corte de los reyezuelos de aquellas 
provincias, el cargo de «dystain», que vale tanto como maestresala, dig­nidad 
importante que seguía inmediatamente a las de mayordomo de 
palacio y capellán de la casa real. 
Fruto de este matrimonio fue, hacia 480, el niño Sansón, cuyo naci­miento 
esperaron ansiosamente los padres por espacio de muchos años. 
Siguiéronle cinco hermanos y una hermana. 
La piadosísima madre, que había consagrado en secreto a su primogé­nito 
al servicio del altar, veló con especial cuidado sobre su tierna infan­cia. 
Cumplidos los cinco años, tratóse en familia el asunto de la educa­ción 
del parvulito. Amón deseaba que su hijo mayor, a la usanza de aque­llos 
tiempos, siguiera la carrera de las armas, pero muy otra era la vo­luntad 
divina, y así, el padre, después de algunas vacilaciones, consintió 
en enviar al niño a la escuela monástica. Es más, presentóse en persona 
con su hijo al abad Iltudo que gobernaba el monasterio de Llantwit. 
Aquel santo abad e insigne educador, dióse pronto cuenta de las bellas 
cualidades que atesoraba el nuevo discípulo, rodeóle, pues, de tiernos cui­dados 
y no perdonó medio para hacer fructificar al ciento por uno los 
talentos de aquel ser privilegiado, de manera que a los quince años el dis­cípulo 
casi igualaba al maestro y por su erudición podía compararse con 
los más aventajados de entonces. Lejos, sin embargo, de envanecerse por 
ello, buscaba únicamente enriquecer su alma con aquella encumbrada sa­biduría 
que nace de la humildad. Cierto día en que no hallaba solución a 
una dificultad filosófica, encomendóse a Dios de modo más apremiante, 
como único maestro de quien deseaba recibir enseñanza, y no sólo ilu­minó 
su entendimiento el anhelado destello de luz divina, sino que hasta 
la misma celda quedó inundada de claridad al tiempo que una voz le 
prometía despachar favorablemente cuantas gracias solicitase de lo alto. 
Los milagros de Sansón demuestran bien a las claras que Dios no re­husaba 
cosa alguna a su siervo, y que estaba dispuesto a facilitarle los 
caminos para llevarlo a una gran santidad.
VIDA MONÁSTICA Y SAGRADOS ÓRDENES 
Cie r t o día de verano en que, por orden de San Iltudo, se hallaba nues­tro 
joven, con otros estudiantes, arrancando plantas silvestres en un 
campo de trigo, como uno de los niños removiese una piedra, saltó una 
víbora y le picó en la pierna. La muerte del niño era inminente, entonces 
Sansón, recordando al Señor la promesa que le hiciera de asistirle siempre 
que le invocara, bendijo la herida, empleando para ello agua bendita y 
aceite de la lámpara del santuario, e inmediatamente sanó el niño. 
Tomó Sansón el hábito en el monasterio en que se educara, y al ha­cerlo 
se abrazó definitivamente con las austeridades que de ordinario se 
imponen los santos. San Dubricio, obispo de Caerlón —Isla Silurum—, 
confirióle el diaconado, y durante la ceremonia vióse una paloma revolo­tear 
sobre la cabeza del joven, cual si con ello quisiera manifestar el Señor 
cuan grato le era el nuevo diácono. La paloma volvió a verse en la cere­monia 
de la elevación al sacerdocio y, más tarde, en la de su consagración 
episcopal: Testimonio de la predilección con que el Señor amaba a su siervo. 
SU FAMILIA ABRAZA EL ESTADO RELIGIOSO 
No acierta uno a comprender cómo Sansón pudo tener enemigos. Su­cedió, 
no obstante, que dos sobrinos de Iltudo, que vivían en el mo­nasterio, 
ambos de costumbres depravadas, cobraron tal aversión al siervo 
de Dios, que no perdonaron acasión de agraviarle, llegando hasta a que­rerle 
envenenar. A tal efecto, uno de ellos, que era farmacéutico, preparó 
un brebaje emponzoñado y se lo ofreció cierto día en que, por prescrip­ción 
de la regla, todos los monjes del monasterio debían tomar una be­bida 
de efectos medicinales. Con gran sorpresa de los dos malvados, bebió­la 
Sansón sin experimentar el menor daño, no obstante haber dado muerte 
a un perro grande al cual se lo propinaran por vía de ensayo. 
Bien pronto se percató el pueblo de las extraordinarias virtudes de 
Sansón y de los milagros que el cielo obraba por sus manos, por lo cual 
nuestro Santo, que deseaba llevar vida más recogida, pidió a San Iltudo 
licencia para retirarse a un monasterio situado en una isla apartada, bajo 
el gobierno del abad Pyrón. Dicho monasterio, que se llama hoy día Cal-dey, 
conserva su gran celebridad en la historia religiosa de Inglaterra. 
Quince días llevaba allí nuestro Santo cuando se presentó un correo 
para pedirle que acudiera a la casa paterna, pues su padre, que se encon­
traba moribundo, quería ver a su hijo antes de expirar. El abad Pyrón or­denó 
a su discípulo que partiera sin demora, y éste obedeció. Con tal 
motivo, refiere la leyenda que al atravesar un bosque el monje y su acom­pañante 
fueron perseguidos por el demonio que se presentó bajo la forma 
de una dama de incomparable hermosura. El tentador, que no pudo triun­far 
ni de uno ni de otro, para vengarse, arrastró por las peñas y las zar­zas 
al emisario del anciano moribundo hasta dejarle en estado lastimoso. 
En semejante trance, acudió Sansón al Señor; y, haciendo la señal de la 
cruz, ahuyentó al espíritu maligno y sanó al herido sin que se notase en 
él rastro alguno de contusiones. Llegado que hubieron a casa de Amón, 
experimentó éste gran alegría, a pesar de la gravedad de su estado; mas 
volviendo por el interés de su alma, reprimió los demás sentimientos, y 
humildemente se confesó con su propio hijo. Sansón quedó admirado de 
las santas disposiciones de su padre y oró por él con tanto fervor que, al 
otorgar al penitente el perdón de sus culpas, curóle igualmente de la en­fermedad 
que le tenía a las puertas del sepulcro. 
Este inesperado favor movió al agraciado a consagrar su vida al So­berano 
Maestro. Cinco hijos suyos, hermanos de nuestro Santo, tomaron 
igual resolución, así como su madre; de esta suerte toda aquella piadosa 
familia emprendió el camino del monasterio, dirigiéndose cada uno hacia 
donde la gracia de Dios le inclinaba. Un tío y una tía del Santo no pudie­ron 
resistir a ejemplo tan avasallador e imitaron a sus familiares en el 
sacrificio. La hermana de Sansón fue la única que se quedó en el siglo. 
Amón y Umbrafel, padre y tío respectivamente del Santo, le siguieron 
a su regreso al monasterio de Pyrón y allí vistieron el hábito y se consa­graron 
a Dios. La ejemplaridad de su vida dio fe de su sincera devoción. 
ES NOMBRADO ABAD. — VIAJE A IRLANDA 
Pocos meses habían transcurrido en paz y tranquilidad, cuando el abad 
Pyrón vino a fallecer. Esta muerte contrarió sobremanera a Sansón, 
pues con ello perdía a un padre y a un amigo. Cerrada apenas la tumba, 
hubo de procederse a nueva elección, y a la voz de sus Hermanos se con­certó 
para elegirle por abad. El elegido vio malparada su humildad, pero, 
al fin, hubo de rendirse a la voluntad de Dios. Apreciábanse en el nuevo 
abad todas las cualidades que deben adornar a un prelado: celo, caridad, 
prudencia; pero lo que más brilló en él en esta época de su vida, fue la 
caridad para con los pobres, tenía dada orden de que no se despidiera a 
nadie sin socorrerlo. Cierto día, como no tuviese otra cosa que darles sino 
la miel de las colmenas del huerto, dejóse llevar por la vehemencia de su
El padre del santo abad y obispo Sansón, se presenta en el monasterio 
con su hijo y solicita que se le permita pasar bajo su dirección es­piritual 
los años que el Señor le conceda de vida. La esposa de este ven­turoso 
padre y cinco hijos suyos imitáronle tomando idéntica resolu­ción. 
Toda la familia, menos una hermana de Sansón entró en un 
monasterio.
caridad y mandó despojarlas en provecho de los pobres. Dios, en premio, 
permitió que al día siguiente las colmenas se vieran tan surtidas como si 
no se las hubiera catado. 
Diecinueve meses gobernó Sansón el monasterio. Un buen día pasaron 
por Llantwit unos religiosos irlandeses que regresaban de Roma y quiso 
el Santo acompañarlos a su tierra; en el poco tiempo que los tratara, 
habíase dado cabal cuenta de lo versados que estaban en las ciencias sa­gradas, 
y deseó aprender en la escuela. Así, pues, pidió licencia a su obispo 
San Dubricio, y pasó, por algún tiempo, a la verde Erín. 
Mas no duró mucho tiempo su estancia allí. Los repetidos milagros 
con que el Señor le honraba, acabaron por atraerle una serie de honores 
y deferencias incompatibles con su humildad. Solició, pues, y obtuvo de 
sus nuevos superiores autorización para volverse a su monasterio. 
Acababa de embarcarse e iban ya a abandonar el puerto cuando a 
toda prisa se presentaron dos religiosos para suplicarle que acudiera en 
socorro del superior, repentinamente atacado por el espíritu del mal. El 
capitán del barco no quería retrasar la partida. «Podéis marchar cuando 
queráis —dijo Sansón—, que mañana os alcanzaré». El capitán dio orden 
de levar anclas, y aunque trataron de hacerse a la vela, no pudieron salir 
al mar porque el viento los rechazaba de continuo. De manera que, cuan­do 
al día siguiente regresó Sansón, aún seguía la nave en el puerto. 
HUYE A LA SOLEDAD 
De vuelta a su monasterio, tuvo la satisfacción de comprobar los pro­gresos 
de su padre y de su tío en la senda de la virtud, y sobrepo­niéndose 
a toda consideración humana, les mandó, en virtud de santa 
obediencia, que fueran al monasterio de Irlanda. Ante los ruegos de los 
monjes que le pedían aceptase nuevamente el gobierno del convento, 
rehusó él en absoluto. Después, movido por impulso de lo alto, abandonó 
para siempre su abadía y se puso en camino con cuatro de sus monjes 
que quisieron seguirle en la nueva peregrinación. 
En las márgenes del Saverna, no lejos de las ruinas de un antiguo 
castillo, descubrieron nuestros viajeros, en el corazón de un intrincado 
bosque, una gruta de difícil acceso. Sansón instaló a sus cuatro compa­ñeros 
en las ruinas del castillo y él se retiró a la mencionada gruta con 
orden expresa de que le dejaran solo. Salía los domingos para celebrar 
la santa Misa en el oratorio que sus monjes habían improvisado, y se vol­vía 
luego sin decir el paraje adonde se retiraba.
Por entonces celebraba sínodo el obispo de la región. Habiendo llega­do 
a oídos de la asamblea el relato de la vida y milagros del santo monje, 
mandó que fueran en su busca y en atención a sus grandes virtudes, obli-gósele, 
por precepto de obediencia, a tomar la dirección del monasterio 
fundado años atrás por San Germán de Auxerre en aquellos parajes. 
DE MONJE A OBISPO 
Algún tiempo después se congregaron tres obispos en el monasterio 
de nuestro Santo para proceder a la elección de un nuevo Pastor. 
Era costumbre de la Iglesia de Cambria por aquellos remotos tiempos, 
que en la consagración de un prelado fueran asimismo consagrados 
otros dos más que pudieran servirle de asesores. Esta vez el obispo ti­tular 
ya estaba elegido, así como uno de los que debían compartir con 
él tal dignidad; pero la elección del tercero se había aplazado hasta el día 
de la asamblea. San Dubricio, uno de los tres prelados oficiantes, tuvo 
aquella misma noche una visión en la que un ángel le advertía que, por 
divina voluntad, había de ser Sansón el tercer obispo consagrado. 
El cargo de obispo in pártibus, aunque muy honorífico, no bastaba al 
celo del nuevo pontífice, con todo permaneció en esta forma por espacio 
de varios años. «Cruza el mar —le dijo un ángel en una noche de Pascua— 
y vete al país de la Armórica, donde te aguardan las ovejas que Dios 
encomienda a tu custodia». Partió Sansón sin demora, y fue derramando 
favores a su paso durante el viaje. Al atravesar una aldea en donde cele­braban 
una fiesta pagana en honor de un ídolo que todavía allí conserva­ban, 
sucedió que una joven que guiaba una carroza tirada por briosos 
corceles, dio tan espantosa caída que falleció en el acto. Sansón mandó 
que le trajeran el cadáver, púsose a orar por espacio de dos horas y le 
devolvió la vida. En vista de lo cual el vecindario renunció a sus dioses y 
pidió se le preparara con el fin de abrazar el cristianismo. 
Más adelante halló el santo prelado un paraje que le pareció muy a 
propósito para edificar un monasterio; detúvose, pues, allí, y a su tiempo 
dio feliz término a la fundación. La cueva que eligiera para morada, era 
precisamente guarida de una espantosa fiera que sembraba terror y 
espanto por aquellas cercanías , las crónicas afirman que era un «dragón», . 
apelativo que los antiguos aplicaban a toda suerte de animales de extraor­dinaria 
ferocidad. Sansón libró de aquella plaga a la comarca. 
Terminado que hubo el nuevo monasterio, llamó a su padre para 
que lo dirigiera y él partió para la Armórica.
FUNDA UN MONASTERIO EN DOL 
No llegó solo el infatigable monje: muchos coterráneos suyos y varios 
religiosos obtuvieron licencia para acompañarle. Entre ellos merecen 
especial mención San Maglorio y San Mein o Mevino. Tomaron tierra en 
la desembocadura de un río llamado Guyul y se encontraron con un señor 
de la región llamado Privato, cuya mujer padecía lepra y cuya hija estaba 
poseída del demonio. Movido a compasión, el santo viajero siguióle hasta 
su casa y curó a las dos enfermas. La gratitud de Privato fue tan seña­lada 
que ofreció al santo obispo parte de sus tierras para fundar en ellas 
un convento: el convento de Dol, que bien pronto se vio rodeado de 
cabañas hasta llegar a convertirse poco a poco en una verdadera aldea. 
Poco después levantó Sansón otro convento en Landtmor, y dejó por abad 
a San Maglorio. Toda la Bretaña y particularmente la parte septentrional, 
fueron el campo de las.correrías apostólicas del infatigable apóstol; allí 
fundó numerosos monasterios filiales del de Dol, que no tardaron en con­vertirse 
en otras tantas parroquias adonde pudieron en su día acogerse los 
nuevos emigrados de allende la Mancha. 
Grandes turbulencias traían por entonces dividida la Bretaña; habíalas 
provocado la muerte del rey Jonás a manos de su colega el rey Conomor. 
Los hombres más principales de la comarca fueron a rogar al abad de 
Dol que acudiese a París para interesar a Childeberto en favor de Judual, 
hijo de Jonás. Prestóse el Santo a cumplir esta misión, y si bien Childe­berto, 
cediendo a consideraciones políticas, no se determinó a restablecer 
inmediatamente al joven príncipe, deferente con el santo embajador, 
cedióle tierras en las riberas del río Risle, en Normandía. Sansón edificó 
allí el monasterio de Pental, sufragáneo de Dol. 
Judual entró por fin en posesión de sus Estados, y, muy agradecido, 
colmó de favores al monasterio de Dol. Mas no paró ahí su interés por el 
Santo apoyado por la autoridad de Childeberto, gestionó ante el papa 
Pelagio I que el monasterio fuera erigido en obispado. El Papa le otorgó 
este favor y envió el palio a Sansón, el cual lo recibió descalzo y de hino­jos. 
Ocurría esto hacia el 556. 
Esta prodigiosa actividad no fue impedimiento para que el santo obis­po 
dedicara muchas horas al recogimiento y a la oración. Y, aunque en 
todos sus trabajos obraba con el espíritu sobrenatural, gustaba a menudo 
de apartarse de ellos, para concentrarse en más íntima unión con Dios y 
para entregarse ardorosa y profundamente al estudio de las cosas que 
entraban en el campo de su misión apostólica.
ASISTE AL III CONCILIO DE PARÍS.— SU MUERTE 
El año 557, trasladóse nuevamente a París para asistir al tercer Con­cilio 
que se celebraba en aquella ciudad. En semejante circunstancia 
brilló su humildad con destellos singulares. Resistióse a firmar con los 
arzobispos, a pesar de que se lo autorizaba el privilegio del palio e 
hízolo el penúltimo entre los obispos con esta fórmula «Yo, Sansón, 
pecador, obispo.. » Movido de los mismos sentimientos de humildad, 
rehusó ocupar el aposento que el rey había mandado disponer en su 
propio palacio, y fue a hospedarse en el monasterio de San Germán. Era 
a la sazón de edad avanzada y estaba encorvado bajo el peso de los años. 
En el viaje de regreso a Bretaña, rompióse una de las ruedas del vehículo, 
encontrábanse entonces en ias llanuras de Chartres y era difícil dar allí 
con un obrero que reparase la avería. Hizo Sansón la señal de la cruz en 
la rueda y permitió el cielo que al instante quedase ésta en perfecto estado 
con lo que les permitió continuar su camino. Informado el rey Childe-berto, 
mandó que en recuerdo de semejante prodigio se edificara un mo­nasterio. 
Llegado a su residencia, libró a ocho endemoniados y curó a dos en­fermos 
que estaban a las puertas de la agonía. Igualmente, devolvió la 
vista a una señora que, sin atender a su prohibición, había penetrado en 
el claustro y se había quedado ciega en castigo. 
Como se prolongase mucho una enfermedad que padecía, vino a enten­der 
que el término de su carrera estaba cercano. Congregó, pues, a los 
monjes y, después de exhortarlos vivamente a perseverar en su estado con 
gran entusiasmo, nombró a San Maglorio por sucesor. Recibidos, al fin, 
los últimos sacramentos, entregó su bendita alma al Creador el 28 de 
julio de 565. 
S A N T O R A L 
Santos Víctor /, papa y mártir; Nazario y Celso, mártires: Inocencio I. papa, 
Sansón, obispo; Peregrino, presbítero; Acacio, mártir en Mileto. en tiempo 
del emperador Licinio; Eustasio, mártir en Ancira (Angora); Raimundo 
Palmier, confesor; Botvino. mártir en Suecia; Cameliano. obispo de Tro-yes. 
Beato Antonio de Leonisa, franciscano. Santas Catalina Tomás, virgen; 
Columba, virgen y mártir, hija de un noble zaragozano; Septimia y Augus­ta, 
vírgenes. Irene, abadesa en el monasterio constantinopolitano de Cri-sobalante.
La «tarasca» Iglesia de las Santas Marías del Mar 
D ÍA 29 D E JUL IO 
S A N T A MA R T A 
VIRGEN; HERMANA DE MARIA MAGDALENA Y DE LÁZARO (siglo I) 
Marta es el nombre de una de las santas mujeres que aparecen 
en el Sagrado Evangelio. Sábese positivamente que era hermana 
de Lázaro y de María, los tres de Betania. Como ya dijimos, 
el día 22 de este mismo mes, es creencia muy admitida en la Iglesia la 
identidad de María de Betania, María la pecadora y María de Magdala, 
citadas así en el Santo Evangelio. El poeta cristiano Fortunato fue el pri­mero 
que adjudicó a Santa Marta el título de «virgen», apelativo hermo­sísimo 
que siempre ha sido ratificado por el pueblo cristiano. 
LA FAMILIA AMIGA DEL SEÑOR 
Había sido convidado Jesús por Simón el fariseo a comer en su casa 
de Cafarnaúm. Estaba sentado el Señor en la sala del banquete, cuan­do 
he aquí que una pecadora, sobrado conocida en la ciudad y alrededores, 
entró en el lugar y fue a echarse a los pies de Jesús. Allí, humildemente 
postrada, besábaselos sin cesar mientras las lágrimas corrían abundantes
de sus ojos. Con su larga y hermosa cabellera iba al mismo tiempo enju­gándolos 
y los ungía después con un perfume delicioso que a profusión 
derramaba de un vaso de alabastro. 
Los espectadores de aquella escena, incapaces entonces de comprender 
su sublimidad, murmuraban abiertamente contra lo que juzgaban desca­rado 
atrevimiento por parte de aquella mujer. 
El Maestro Divino, que leía en el fondo de aquel dolorido corazón, dijo 
solemnemente a la arrepentida pecadora- «Perdonados te son tus peca­dos 
». La mujer así purificada era María Magdalena, hermana de Marta. 
A partir de aquel día uniéronse las dos al séquito del Salvador, y fueron, 
con su hermano Lázaro, los amigos más privilegiados del Divino Maestro; 
precisamente en la casa que ellos tenían en Betania le gustaba venir a des­cansar 
de las fatigas de su predicación. En ella encontraba corazones puros 
y desinteresados, y el bien incomparable de un cordial y verdadero afecto. 
«LA MEJOR PARTE» 
En cierta ocasión, iba el Señor a Jerusalén; de camino entró en un po­blado 
que no se nombra en el Evangelio, pero que fue, sin duda, 
Betania, lugar donde vivían nuestros amigos. 
Salió Marta a recibirle. Y mientras ella se entregaba con diligencia a 
las labores domésticas, María, su hermana, estábase a los pies de Jesús es­cuchando 
sus palabras. Marta, que no comprendió entonces el valor de 
aquella divina contemplación, juzgando que su hermana no llenaba los 
deberes de la hospitalidad y no usaba de caridad al descargar en ella todos 
los quehaceres de la casa, exclamó: 
—Señor, ¿no ves que mi hermana se desentiende de lo que yo hago? 
Dile que me ayude. 
María ni siquiera se defendió, parecía confiar a Cristo la respuesta. 
Marta, Marta —dijo entonces el divino Maestro con dulzura y gra­vedad, 
¿por qué te turbas y te inquietas así? Te preocupas demasiado; a 
la verdad una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte 
y no le será quitada. 
Un autor glosa de este modo la respuesta de Jesús: «El Señor vitupera 
lo que pudiera haber de excesivo en la actividad de Marta, y ello porque 
ese exceso impide ocuparse en lo principal, que es el cuidado de la vida 
espiritual. María escogió la mejor suerte, la verdadera mejor suerte; la 
que Marta tomó para sí carece de esa bondad primaria. Nuestro Señor no 
quiere pues, que María se vea obligada a abandonar lo necesario, y a la 
vez excelente, por lo que tan sólo es bueno y útil».
RESURRECCIÓN DE LÁZARO 
Fo r za d o a salir de Jerusalén y amenazado de muerte por los judíos, 
hubo de volver Jesús a Galilea. Lázaro enfermó por entonces, y sus 
dos hermanas enviaron en seguida este recado al Salvador 
—Señor, el que amas, está enfermo. 
Pero sea por poner más a prueba la fe de Marta y de María, sea por 
acrecentar la fe de sus discípulos con el mayor brillo del milagro que pre­paraba, 
Jesús no se dio prisa alguna en corresponder al fraternal ruego, y 
cuando llegó a Betania, hacía cuatro días que Lázaro había muerto. 
Para unirse al duelo de las dos hermanas habían acudido, a Betania 
muchos judíos. Apenas conoció Marta la llegada de Jesús, corrió a su en­cuentro 
y exclamó al verle 
—Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero 
ya sé que todo lo que pidas a Dios, te lo concederá. 
—Tu hermano resucitará —aseguró Jesús. 
Marta, empero, abstraída en su dolor, sólo acertó a contestar- 
—Sí, Señor, ya sé que resucitará en el día postrero. 
—Yo soy la resurrección y la vida —replicó Jesús— , el que cree en 
Mí, aun cuando haya muerto, vivirá, y el vive y cree en Mí, no morirá 
para siempre. ¿Crees esto? 
Marta, entonces, iluminada por el cielo, añadió al punto: 
—Sí, Señor, creo que eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has 
venido al mundo. 
Después de tan hermosísima confesión, corrió Marta hacia su hermana 
y díjole al oído: 
—El Maestro está ahí y te llama. 
Al oírlo, María levantóse precipitadamente y corrió a echarse a los pies 
de Cristo que se mantenía a cierta distancia del bullicio, en el sitio mismo 
en que Marta le había encontrado. Y repitió presurosa la misma dulce 
queja de su hermana: 
—Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. 
Profundamente apenado, fuése el Salvador hacia el sepulcro y mandó 
quitar la losa que lo cubría. Marta, temerosa de que la fetidez molestara 
al Señor, dijo «Ya hiede, Maestro, hace cuatro días que murió». Jesús le 
replicó con suave autoridad «¿No te he dicho antes que si crees verás 
la gloria de Dios?» Y poniéndose ante el sepulcro abierto, dio testimonio 
de su Padre que está en los cielos, y, con voz poderosa, gritó: 
—Lázaro, sal fuera.
A la orden de Dios, levantóse el difunto incorporándose a pesar de los 
lienzos y ligaduras que le envolvían por completo, y adoró al que le había 
arrebatado de las garras de la muerte. Prodigio tan estupendo que debiera 
haber bastado para abrir los ojos a sus enemigos, sólo sirvió para inci­tarles 
a tramar la muerte del Señor. 
Parece ser que aún enseñan en Betania un aljibe cavado en la roca 
denominado «aljibe de Santa Marta», junto al cual, según se cree, encon­tró 
por vez primera la Santa a Nuestro Señor. Al pie del aljibe, y un 
tanto elevada de la roca del suelo, existía una piedra oblonga, llamada 
vulgarmente «la piedra de Betania», que ha sido siempre muy venerada 
porque, según dice la tradición, en ella estuvo sentado el Salvador espe­rando 
a María cuando Marta fue a buscarla... Los peregrinos arrancan 
con respeto pedacitos de esta piedra que guardan y honran como reli­quias. 
. Algunos autores la llaman «la piedra del coloquio o del diálogo». 
DESDE LA PASIÓN A LA ASCENSIÓN 
Se is días antes de Pascua estaba Jesús de nuevo en Betania. Cenó en 
casa de Simón el leproso; Lázaro era uno de los convidados; Marta 
servía a la mesa. En esta circunstancia, María Magdalena repitió la esce­na 
del vaso precioso cuyo contenido vertió en los pies y cabeza del Salva­dor, 
utilizando sus blondos cabellos como toalla y provocando con su santa 
osadía murmuraciones de varios comensales, murmuraciones a las que el 
Señor contestó con una bellísima apología del gesto de aquélla. 
La antevíspera de la Pasión no fue a Jerusalén como en los días 
precedentes; pasó aquellas horas supremas en Betania orando y en mutuas 
confidencias con María, su Madre, con sus discípulos y con la familia ami­ga 
que le brindaba hospitalidad. 
Desde este momento ya no hace el Evangelio referencia alguna de la 
Santa. Llegada la hora definitiva de la victoria, fuése Jesús a Jerusalén. 
Y mientras María Magdalena, la pecadora purificada, se deshacía en lá­grimas 
viendo sufrir por los pecados de los hombres al que ella tanto había 
amado, Marta, más reposada en su propia aflicción, confortaba con tierna 
solicitud a la Madre de Dios. Con Ella quedó al pie de la Cruz, junto con 
las demás santas mujeres, durante la jornada luctuosa del Viernes Santo, 
y formó luego en el fúnebre cortejo del entierro de Cristo. 
Cuarenta días después de resucitado, abandonó Jesús esta tierra y subió 
a los cielos teniendo a la vista Betania, vuélto los ojos hacia sus muros, 
del lado del Oriente, casi a igual distancia del Calvario donde murió y de 
la casa en que más y mejor se le había amado.
Si hubieses estado aquí, Señor —dice Marta—, no hubiera muerto mi 
hermano». <¡Yo soy —respondió Jesús— la resurrección y la vida. 
El que cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto, Marta?» iCreo. 
Señor, que Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo que has venido al 
mundo».
LA TRADICIÓN DE LAS IGLESIAS PROVENZALES 
Es t a segunda parte de la vida de Santa Marta ha tenido la virtud de 
hacer correr ríos de tinta. En ella se ha involucrado la gran cuestión 
de la apostolicidad de la Iglesia de las Galias. En el siglo xvu un tal 
Juan de Launoy —escritor de crítica tan extremada que hubieron de ser 
incluidas treinta de sus obras en el Catálogo del índice publicado en el 
pontificado de Pío XI— daba a luz una disertación latina titulada «Sobre 
la ilusoria venida de Lázaro y Maximino, Magdalena y Marta a Provenza». 
Posteriormente, varios escritores más han roto lanzas en el mismo sentido, 
pero se han levantado contra ellos no pocos defensores de la opinión tra­dicional 
cuyos títulos más incontrastables remontan al siglo x i i , sin que 
eso quiera decir que no existan otros documentos anteriores. 
Y, como quiera que siempre ha de pesar más ante el buen sentido el 
testamento oral de los pueblos —quizá algo desfigurado por la forma 
misma de su propagación, pero medularmente histórico—, que no la crítica 
de sentido iconoclasta, traemos aquí, en estrado, las tradiciones que guar­dan 
y veneran los pueblos costeros del Mediterráneo francés. 
Después de la Asunción de la Santísima Virgen, María Magdalena, 
Marta y su sierva Marcela, junto con María Salomé, que habían atendido 
abnegadamente a la Madre de Dios, alcanzadas por la sañuda persecu­ción 
de los judíos, fueron embarcadas con Lázaro, Maximino y otros en 
una nave privada de velas y timón, y abandonada así en alta mar. 
Pero Jesús, que en la más deshecha tempestad había salvado y dirigido 
la barca de Pedro, velaba también sobre sus amigos de Betania y las 
olas calmaron sus furores ante los siervos de Cristo. Los mismos ángeles 
pilotaron aquella embarcación hasta dejar su precioso cargamento en la 
costa gala. En memoria de este portentoso hecho, existe aún hoy día la 
aldea de las Santas Marías y su Iglesia en el lugar mismo en que abordó 
la nave. Allí conservan, como inapreciable depósito, los cuerpos de las San­tas 
Salomé y Jacobé que son todavía instrumento de innúmeros prodigios. 
Los santos viajeros tomaron posesión, en nombre de Dios, de la tierra 
que de su mano recibían Lázaro se fijó en Marsella, cuya iglesia le venera 
como a su primer obispo y guarda su sepulcro, Trófimo y Maximino fun­daron 
respectivamente las hoy iglesias metropolitanas de Arlés y Aix, 
María Magdalena se refugió en la soledad de la Sainte-Baume para con­tinuar 
allí su vida de penitencia y contemplación, entretanto que Marta y 
Marcela se entregaban a los trabajos evangélicos en Aviñón y más tarde 
en las inmediaciones de la actual ciudad de Tarascón.
SANTA MARTA ENCADENA A UN DRAGÓN 
Las poblaciones ribereñas del Ródano donde Marta iniciaba su obra 
evangelizadora, veíanse dominadas por la presencia de un monstruo 
formidable, muy semejante, por las señas que la tradición nos ha dejado 
algo exageradas, a los que describen los tratados de paleontología. 
Un día en que Marta dirigía la palabra a los habitantes de Tarascón, 
no lejos de donde tenía su guarida la tremenda bestia, hízole saber la mu­chedumbre 
que si lograba dar muerte al dragón abrazarían la nueva fe. 
—Si estáis dispuestos a creer —replicó la virgen— no será difícil con­seguirlo, 
porque todo es hacedero para el alma creyente. 
Y avanzó tranquila y sonriente hacia el temible antro, seguida a muy 
respetable distancia por la gente, que apenas se atrevía a creer posible 
aquella gallarda actitud con que Marta se acercaba al peligro. 
Tan sólo el signo de la cruz empleó la intrépida mujer contra el ene­migo 
del pueblo, el feroz animal baja entonces la inmensa cabeza, y Marta 
sujétalo con su ceñidor, y lo lleva como trofeo de victoria a la multitud. 
Todos temen que sea aquello una añagaza del monstruo, y el espanto crece 
a medida que lo ven acercarse. La virgen cristiana los anima y entonces, 
cuando se han convencido de la grata realidad, precipítanse sobre la bestia 
cruel y la inmolan mientras dan rendidas gracias a Cristo triunfador. 
Desde entonces celebran los tarasconeses su ventura con una magnífica 
procesión que invariablemente cierra la figura de un monstruo, que llaman 
«la tarasca» y es recuerdo del de antaño. 
Marta fijó su residencia en aquella ciudad, se constituyó en sierva 
de los necesitados y estableció en su casa una comunidad de vírgenes. 
Pronto aquello fue un centro de atracción para las gentes y un foco de 
apostolado y conversiones por los numerosos milagros que el Señor obraba 
por su insigne sierva. Al poco tiempo levantóse allí una magnífica iglesia 
que, según la tradición, dedicaron San Trófimo y San Eutropio. 
MUERTE DE LA SANTA 
El fin de aquella vida se acercaba. Ya Marta había visto, por divina 
permisión, el alma de su santa hermana que volaba al cielo en com­pañía 
de los ángeles. Ella misma, enferma ya. pero penitente aún, supo 
la hora de su dichoso tránsito, y se preparó con gozo indecible para volar 
hacia el Amado de su corazón. Tardábale ya aquel momento por el que 
venía suspirando desde tantos años atrás.
Llegado el día designado, hizo extender bajo un frondoso árbol un 
lecho de paja cubierto por un cilicio; allí fue colocado su cuerpo enfermo, 
de conformidad con sus indicaciones. Pidió entonces el Crucifijo; volvió 
luego el rostro hacia los devotos venidos para recibir su postrer suspiro, 
les rogó aceleraran con sus rezos la hora de la liberación final. Y mientras 
alzaba sus ojos a la Cruz expiró en un éxtasis de amor. Era el 4 de las 
calendas de agosto —29 de julio—, ocho días después de la muerte de 
su hermana Magdalena. Marta contaba entonces sesenta y cinco años. 
FUNERALES MILAGROSOS 
Un a multitud incontable asistió a las exequias de la Santa. Durante 
ellas ocurrió un hecho extraordinario. Estaban todos reunidos para 
la ceremonia del entierro. San Frontón, obispo de Perigueux, que había 
prometido a Marta asistir a sus funerales preparábase a pontificar en su 
catedral. Sentado en la silla episcopal, esperaba la llegada de los fieles, 
cuando súbitamente se quedó traspuesto por modo misterioso. Apareció-sele 
Jesús y le dijo: «Ven, hijo mío, a cumplir tu promesa, ven a enterrar 
a Marta, mi hospedera». No bien hubo terminado de hablar el Salvador, 
hallóse el Prelado en la iglesia de Tarascón; a su lado estaba Cristo y 
los dos se mostraron al pueblo llevando un libro en la mano. El Señor 
ordenó a Frontón que levantara con cuidado el cuerpo de la Santa, y 
ayudado por Él púsolo en el mausoleo, el pueblo quedó presa de gran 
estupor por la vista del prodigio. Entonces acercóse un clérigo para pre­guntarle 
quién era y de dónde venía. Cristo respondió por los dos, y dejó 
entre las manos del sacerdote el libro que llevaba. En él se leían estas 
palabras. «La memoria de Marta, hospedera de Cristo, será perdurable». 
Entretanto en Perigueux, cansábanse los fieles de esperar en la iglesia. 
Cuando el diácono fue a despertar al obispo* «No extrañéis mi tardanza, 
dijo éste disculpándose; vengo de Tarascón, adonde he sido transportado 
milagrosamente para rendir a Marta los supremos honores del sepulcro». 
Este prodigio, registrado a la vez por los habitantes de Perigueux y los 
de Tarascón, atrajo a la tumba de la Santa innumerables peregrinos. Mu­chos 
sordos, mudos, ciegos y paralíticos curados, daban fe del gran va­limiento 
de su intercesión ante Dios. 
El primer rey cristiano de los francos, Clodoveo, aquejado de terrible 
dolencia, quedó curado el año 500 con sólo tocar el sepulcro de Marta. 
En agradecimiento por aquel insigne favor de la Santa, otorgó a la basílica 
todos los poblados, bosques y terrenos de ambas orillas del Ródano en 
tres leguas a la redonda.
CULTOS Y RELIQUIAS 
Lo más esencial de todas las tradiciones que preceden, compendíalo así 
la lección del Breviario- «Cuéntase que después de la Ascensión del 
Señor, Marta, presa por los judíos junto con sus hermanos y otros muchos 
seguidores de Cristo, fue encerrada en un navio sin velas ni timón que 
llegó felizmente a Marsella. Ante semejante prodigio y por efecto de sus 
predicaciones, convirtiéronse a la fe los marselleses y otros pueblos ve­cinos. 
Marta, después de haberse ganado por sus extraordinarias virtudes, 
especialmente por su caridad, el cariño y la admiración de todos los mar­selleses, 
retiróse con algunas piadosas mujeres a un lugar apartado del hu­mano 
bullicio. Allí permaneció largo tiempo, fervorosamente dada a la 
piedad. Finalmente, luego de profetizar con gran antelación su propia 
muerte, y sin dejar de acompañar su fama con insignes milagros, voló san­tamente 
hacia Dios». 
El texto del Martirologio, igual en este punto en las ediciones de Gre­gorio 
XIII, y Benedicto XV, dice sencillamente; 
«En Tarascón, Galia narbonense, Santa Marta, virgen, huésped del 
Salvador, hermana de la bienaventurada María Magdalena y San Lázaro.» 
En 1187 encontróse el sagrado cuerpo de Marta y se celebró solemne­mente 
su traslación. Su sepulcro, que se ve ahora en la cripta de la iglesia 
de Santa Marta de Tarascón, es honrado con culto varias veces centenario 
y muy visitado por los peregrinos. 
Tarascón tiene a Santa Marta por patrona y celebra su fiesta con rito 
doble de primera clase y octava. 
S A N T O R A L 
Santos Félix y Urbano II, papas; Simplicio y Faustino, hermanos y mártires en 
Roma; Guillermo, obispo de San Brieuc; Lupo, obispo de Troyes, y Guiller­mo. 
de Orleáns; Constantino I, patriarca de Constantinopla; Faustino, 
confesor; Calínico, mártir, quemado vivo dentro de un horno, en Cangres 
de Paflagonia; Eugenio, Antonio, Teodoro y dieciocho compañeros, mártires 
en Roma; Olaf u Olao, rey de Noruega, mártir. Beatos, Luis Bertrán, 
Mancio de Santa Cruz y Pedro de Santa María, dominicos, mártires en 
Japón. Santas Marta, virgen; Beatriz, martirizada en Roma con sus herma­nos 
Faustino y Simplicio; Serafina convertida por el Apóstol Santiago; Mar­cela, 
criada de Lázaro, Marta y María Magdalena; Lucila y Flora, mártires 
en Roma.
La «santa tumba» Instrumentos de martirio. Símbolo de triunfo 
D ÍA 3 0 D E J U L I O 
/ / SANTOS ABDON Y SENEN 
MARTIRES EN ROMA (i hacia 250) 
a tradición ha hecho de Abdón y Senén dos príncipes o sátrapas 
persas, tan ilustres por su nacimiento como por sus cuantiosas ri­quezas 
y encumbrada dignidad. El historiador moderno Pablo Allard 
que sigue este parecer, cree que se trata de dos prisioneros hechos en la 
expedición del emperador Gordiano 111 contra Sapor, rey de Persia. Por 
el contrario, Alberto Dufourq, también historiador moderno, supone que 
eran simples obreros. Funda su opinión en el hecho de que sus tumbas 
estaban en las cercanías del barrio poblado por los obreros adscritos a 
las factorías del Tíber. Lo cierto es, como la tradición atestigua y con­firman 
los nombres, que ambos eran de origen oriental. 
Sábese que los dos padecieron martirio por la fe de Jesucristo el 30 de 
julio del año 250 ó 251, durante la cruel persecución del emperador Decio. 
Conócese, asimismo, el lugar de su inhumación. 
Y como cualquiera de ambas interpretaciones puede aceptarse en nues­tro 
caso sin perjudicar a la esencia doctrinal del suceso histórico, optare­mos 
por la que ha encontrado más arraigo en el sentimiento del pueblo.
SON CONDUCIDOS A ROMA 
Según el primitivo relato de su pasión, Abdón y Senén, aunque ven­cidos 
en la guerra y hechos prisioneros cuando la sublevación del rey 
Sapor, gozaron de relativa libertad, hasta que habiendo sido informado 
Decio, general del ejército imperial, de que habían dado tierra a unos 
cristianos martirizados en Babilonia y Cordula, mandó arrestarlos e hízo- 
Ios comparecer ante su tribunal. Ya en su presencia les dijo con mal disi­mulada 
indignación: 
—Así que, ¿también vosotros sois del número de los insensatos? Vues­tra 
misma impiedad ha hecho que los dioses os pusieran en mis manos 
como a cautivos de Roma. 
—Mejor sería decir que hemos alcanzado victoria con el auxilio de Dios 
y de Nuestro Señor Jesucristo que reina eternamente —contestaron los ca­balleros 
cristianos. 
—Yo creo —dijo el general— que no negaréis que vuestra existencia 
depende de mi arbitrio, y que sois mis esclavos. 
—Has de saber, oh Decio, que sólo nos rendimos y prestamos vasallaje 
a Nuestro Señor Jesucristo, humillado por amor de los hombres hasta des­cender 
a la tierra. 
Irritado per tan valientes respuestas, mandó el general que los dos con­fesores 
fuesen encerrados en estrecho y oscuro calabozo. 
Pronto los sucesos obligaron a Decio a dejar aquel país y volver a 
Roma. Según costumbre llevóse consigo algunos prisioneros para que sir­vieran 
de espectáculo al pueblo romano; entre ellos iban Abdón y Senén. 
Cuatro meses duró aquel largo y penoso viaje, pero las fatigas y traba­jos 
que en él padecieron nuestros prisioneros, quedaron compensados con 
la esperanza de recibir la palma del martirio. No obstante, fue disposición 
divina que a su llegada a Roma hallaran, no la muerte que esperaban, sino 
la libertad, gracias al emperador Filipo el Árabe, que sucediera a Gordia­no 
III en 244, y que manisfestaba gran admiración por los cristianos. 
ANTE EL TRIBUNAL DE DECIO 
Dec io, que sucedió en el Imperio a Filipo, no heredó de éste la bene­volencia 
para con los seguidores de Cristo, antes, llevado de la 
antipatía personal y política, quiso darse la cruel satisfacción de perseguir 
a muerte a los que aquél había protegido y honrado con su confianza. 
Fueron encarcelados muchos cristianos, entre ellos Abdón y Senén. Quiso
el emperador que el juicio de estos dos últimos revistiera extraordinaria 
solemnidad, y, según rezan las Actas, citó a los senadores al templo de la 
Tierra, anunciando que él personalmente presidiría el acto. 
Reunida la asamblea, hubieron de comparecer los dos mártires. Fueron 
recibidos con un murmullo general, efecto de la admiración que en la 
asamblea despertara la magnificencia de sus vestidos y el brillante res­plandor 
de las joyas con que se adornaban. 
Decio mandó a Claudio, pontífice del Capitolio, que trajese el trípode 
sagrado destinado a las ofrendas. Luego, dirigióse a los caballeros de Cristo 
para exhortarlos a que renunciasen a la fe. 
—Ofreced sacrificios a los dioses —les dijo—■ y al instante obtendréis 
la gracia del Imperio, y seréis colmados de honores y riquezas. 
—Aunque indignos y miserables pecadores, nos hemos ofrecido a Dios 
en holocausto sempiterno. Así que ya nada tenemos que ofrendar a vues­tros 
dioses —contestaron los valientes confesores de la fe. 
—Preparad para estos miserables los más acerbos suplicios y las tortu­ras 
más horribles —rugió Decio, fuera de sí— ; disponed en seguida leones 
y osos hambrientos que acaben con tamaña insolencia. 
—Haz lo que tengas por conveniente, —replicaron los Santos— por­que 
nuestra confianza la ciframos en Cristo Señor nuestro, que tiene poder 
para desbaratar todos tus planes y contra cuya providencia de nada ser­virán 
tus enojos y tiránicos caprichos. 
Hubo de sonreír el emperador ante aquella noble osadía de sus prisio­neros. 
Debió juzgar desmedidas la confianza e intrepidez con que se dis­ponían 
a enfrentar sus amenazas, pero pensó que la reflexión y la soledad 
acabarían por doblegarlos e hizo que los volvieran a los calabozos. 
EL MARTIRIO 
Cuando al siguiente día bajaba el emperador del monte Palatino, ca­mino 
ya del anfiteatro de Vespasiano, anunciáronle que los osos 
y leones destinados a los dos cristianos persas, habían sido hallados muer­tos 
en las jaulas. Encolerizóse Decio por este contratiempo, y desistió de 
presenciar los juegos. Al mismo tiempo, dio órdenes terminantes al pre­fecto 
de la ciudad, llamado Valeriano. «Lleva a los presos ante el dios 
Sol —le dijo—, y si se obstinan en no adorarle, haz que sean arrojados a 
las fieras que haya disponibles». 
Cumplió Valeriano la orden, y conminó a los confesores, diciéndoles: 
—Considerad la nobleza de vuestro linaje tan reñida con las doctrinas
cristianas, y ofreced a los dioses el sacrificio que se les debe, de lo con­trario 
tened entendido que os arrojaré a las bestias feroces. 
—Sólo a Cristo nuestro Dios adoramos, y por nada del mundo incli­naremos 
nuestras cabezas ante esos ídolos, fabricados por los hombres 
—respondieron los atletas de la fe. 
No obstante la decisión y firmeza de estas palabras, los arrastraron los 
soldados hasta la estatua y quisieron forzarlos a sacrificar; mas ellos, 
llevados de santa indignación, escupieron al ídolo, y luego, encarándose 
con Valeriano le dijeron: 
—Comprende, Valeriano, que tus vanos ídolos sólo pueden inspirarnos 
desprecio, así que, lo que has de hacer, hazlo pronto. 
Ebrio de furor, ordenó el prefecto que los azotasen despiadadamente. 
Cumplióse con exquisita crueldad aquella orden hasta ensangrentar los 
mismos vestidos de los valerosos mártires. Pero no consiguieron los verdu­gos 
arrancarles ni una sola queja. Parecía aquello un desafío entre el furor 
sanguinario de los sayones y la calma imperturbable de sus víctimas. 
Ya que hubieron desfogado su rabia, condujéronlos al circo, donde es­peraba 
ya la multitud. 
En cuanto aparecieron en el anfiteatro, recibiólos un clamoreo confu­so. 
A una orden del heraldo, llegáronse los dos hermanos ante Valeriano, 
presidente del espectáculo por ausencia del emperador, para dirigirle el 
acostumbrado saludo de los que debían morir. 
—Venimos —le dijeron— a recibir la corona que nos tiene reservada 
Nuestro Señor Jesucristo. Que Él te perdone el mal que piensas hacer y 
te conceda la gracia de conocerle un día. Ya ves con qué regocijo y sere­nidad 
acatamos tu sentencia. Gracias a ella se nos abrirán hoy las puertas 
del cielo, el mismo Señor por cuya fe hemos venido al suplicio, nos presta 
aliento y fuerza para el supremo combate. Aprende tú, ¡oh Valeriano! y 
aprended, romanos todos de esta lección que la omnipotencia de Jesucris­to 
os da en sus dos humildes siervos. 
Encamináronse después muy tranquilamente hacia el centro de la plaza 
y esperaron la muerte sumidos en fervorosa oración. 
Dio el prefecto orden de soltar las fieras, y con loco regocijo de los 
espectadores alzáronse las rejas de los fosos subterráneos. Corrieron aqué­llas 
con temerosa furia hacia sus víctimas, mas ya cerca de ellas paráronse 
cual si las detuviera alguna fuerza sobrenatural. Aproximáronse luego len­tamente 
hasta donde los mártires aguardaban y, cual si de bestias mansas 
se tratase, rodeáronlos y tumbáronse a sus pies. 
La muchedumbre, aquella muchedumbre frenética y voluble que de 
tan diversas maneras solía reaccionar ante lo extraordinario, prorrumpió 
en atronadora gritería maldiciendo la súbita transformación.
La saña del prefecto Valeriano no queda satisfecha con la muerte de 
los heroicos santos Ahdón y Senén, por lo cual, así que han exha­lado 
el último suspiro, ordena que sus cuerpos sean arrastrados por la 
ciudad y que se los deje luego insepultos ante la estatua que no han 
querido adorar.
«He ahí bien palpables los efectos de la magia», exclamó Valeriano, 
y ordenó a los reciarios y gladiadores que avanzaran para acabar de una 
vez con los atletas cristianos. 
Tuvieron que habérselas primeramente contra las fieras que súbita­mente 
recobraron su agresividad. Llegáronse después donde estaban los 
dos Santos; y esgrimiendo contra ellos sus punzantes armas los hirieron 
tan bárbara y sañudamente que en aquel suplicio murieron. 
La crueldad sanguinaria de los perseguidores quedaba satisfecha, mas 
no así su fanatismo; porque de acuerdo con una nueva orden de Valeria­no, 
ataron por los pies los destrozados cadáveres y los arrastraron a través 
del recinto hasta la puerta de la Muerte, fuera del anfiteatro, donde los 
dejaron abandonados junto a la estatua del dios Sol. Tres días después un 
subdiácono llamado Quirino, que vivía cerca de Coliseo, amparado por 
las sombras de la noche, los recogió cuidadosamente y los llevó a su casa. 
EN EL CEMENTERIO DE PONCIANO 
Cosa de medio siglo más tarde y siendo ya cristiano el emperador 
Constantino —dicen las Actas— apareciéronse los santos Mártires 
para revelar el lugar de su tumba. Removiéronse entonces con sumo res­peto 
y decoro las preciosas reliquias y fueron trasladadas al cementerio 
de Ponciano. En un Cronógrafo o Martirologio de la Iglesia romana que 
data del siglo iv, se lee lo siguiente con fecha 30 de julio- «Abdón y 
Senén, en el cementerio de Ponciano, cerca del Oso Cubierto». 
Esta cita del Martirologio es el documento histórico más antiguo que 
poseemos sobre los dos mártires. 
El cubículum o cámara sepulcral de los Santos Abdón y Senén se con­virtió 
desde el siglo iv al vil en uno de los lugares de reunión preferidos 
por los cristianos.de Roma. Llama poderosamente la atención una pin­tura 
del siglo vi o vil que todavía se conserva y que decora la cara ante­rior 
del sepulcro, representa la apoteosis de los ilustres mártires. En 
terreno del cementerio edificóse una basílica hacia el siglo v n , pero como 
aquella parte de la ciudad fue la castigada en la prolongada lucha habida 
entre los lombardos y la Santa Sede, quedó el templo, como tantos otros, 
en lamentable estado. En vista de ello, el papa Gregorio IV determinó 
trasladar los santos cuerpos a la iglesia de San Marcos, en el interior de 
la ciudad. Llevóse a cabo la traslación en 826. Guardóse allí tan rico 
tesoro hasta la segunda mitad del siglo x.
SANTA MARÍA DE ARLES EN EL ROSELLÓN 
Por aquella época, el monasterio benedictino de Santa María, en la 
actual diócesis de Perpiñán, y todo el valle de Arles de Tech, parecía 
experimentar los efectos de la indignación de Dios. Año tras año, asola­ban 
los campos continuas y terribles tormentas, los lobos, osos y gatos 
monteses, acosados por el hambre, abandonaban sus guaridas para destruir 
lo poco que en las campiñas quedaba. Los damnificados hacían continuas 
rogativas para obtener de la divina misericordia el término de aquel azote; 
pero en vano; diríase que Dios no quería en modo alguno escuchar los 
ruegos de aquellas atribuladas gentes. 
Amolfo, abad del monasterio, determinó ir a Roma en busca de reli­quias 
de santos, persuadido de que por ellas se aplacaría el Señor. Así, 
pues, a pesar de su avanzada edad, partió para la Ciudad Eterna. Los 
acontecimientos confirmaron que Dios le guiaba en aquella empresa. 
Habiendo reparado el Papa en la presencia del abad Amolfo durante 
la procesión estacional, llamóle y se informó por él de las grandes pruebas 
que afligían al monasterio y territorios anejos. Edificado, además, por el 
objeto de su largo y penoso viaje, concedióle, dice la tradición, las reli­quias 
que deseara llevar, excepto, naturalmente, las de los apóstoles 
Pedro y Pablo y de los mártires Esteban y Lorenzo. 
Durante el sueño fuele revelado al abad las reliquias que debía pedir. 
Vio una cripta, y en ella dos tumbas de donde manaba una fuente de san­gre. 
Era la confesión de la basílica de San Marcos en la que la víspera 
había tenido lugar la estación. «Las reliquias que hay en estas tumbas, 
díjole una voz, son las de los bienaventurados mártires Abdón y Senén». 
Vuelto hacia donde partía la voz, exclamó Arnolfo: «Plázcaos, Señor, 
que me las lleve para remedio de los males que afligen a mi país». Sus de­seos 
fueron cumplidos, porque informado el Papa de aquella revelación, 
mandó buscar las sagradas reliquias, y halladas, hizo con ellas dos lotes, 
uno de los cuales recibió el abad con gran contento y satisfacción. 
Era, en verdad rico el tesoro adquirido, y por ende, expuesto a gran­des 
peligros, máxime en aquellos siglos de fe viva. No lo ignoraba el di­choso 
abad, y para prevenir la piadosa codicia que pudiera suscitarse en 
los moradores de los lugares por donde debía pasar, acudió a una inge­niosa 
estratagema; y fue —dice la crónica— que mandó hacer un barril 
con tres compartimientos, puso en el del medio su preciosa carga, y llenó 
de vino los dos extremos.
GRANDES MILAGROS 
Pronto se manifestó la virtud que las reliquias comunicaban al vino, 
porque en el puerto de Génova, el demonio denunció la presencia de 
los mártires por boca de una posesa. El avisado abad dio a la mujer un 
poco de aquel vino y quedó ésta libre del demonio. Ya en alta mar desen­cadenóse 
una furiosa tempestad. En lo más recio del peligro postróse de 
rodillas el abad, e invocó la protección de los mártires, imitáronle los 
demás y juntos hicieron un voto al Señor. En un momento, experimen­taron 
los maravillosos efectos de la oración, porque aparecieron en el 
barco dos jóvenes de extraordinaria hermosura, que se dieron a arreglar 
el palo mayor, roto a consecuencia de la borrasca; acomodaron las velas, 
y, por fin, apaciguaron el mar, con gran pasmo de los atribulados nautas. 
Éste y otros estupendos milagros realizados abordo, despertaron la 
atención de todos los que en el buque iban, pero el buen abad, siempre des­confiado 
y con temor de que pudieran asaltar su preciado tesoro guardó 
absoluto secreto sobre él, de manera que pasó completamente inadvertido 
para cuantos viajaban. 
Desembarcado que hubo en una ensenada del cabo de Creus, cargó 
Arnolfo el preciado barril sobre sus venerables hombros y continuó su 
camino por tierra. Al llegar al pie de los Pirineos, topó con dos ciegos 
que pedían limosna; dioles también a beber un poco del vino del miste­rioso 
barril y recobraron al punto la vista. Para atravesar la cordillera 
con más comodidad, trató Arnolfo con un arriero y convinieron en ir 
juntos hasta el convento. En cuanto pisaron tierra patrimonial del monas­terio, 
las campanas de los lugares por donde pasaban, repicaban alegre­mente 
por sí solas, como para dar la bienvenida a los celestiales protec­tores. 
Ya se oía el alegre carillón del monasterio cuando plugo a Dios 
manifestar la santidad de sus siervos con otro milagro; porque cuando su­bían 
una empinada pendiente del flanco de la montaña, de tal manera agui­joneó 
el arriero a la pobre bestia que le hizo perder el equilibrio y rodó, 
entre peñas y malezas, hasta dar en el río. ¡Dios Santo! —exclamó' ner­viosamente 
el buen arriero—, si no tengo dentro de mí al mismísimo dia­blo, 
yo no sé lo que me pasa. ¿Por qué habré hecho esta barbaridad?». 
Con todo, la acémila no sufrió el menor daño, sino que levantóse por 
sí sola, remontó el lecho del río con la carga intacta sobre sus lomos, y 
llegó al monasterio antes que los dos estupefactos caminantes. 
Con las santas reliquias recibió el valle de Arles de Tech la bendición 
de Dios, pues desde entonces se vio libre de las terribles calamidades que 
habían venido azotándolo.
Y no sólo recibió esta gracia, sino que, además, se multiplicaron ex­traordinariamente 
los prodigios, de modo que llegó a hacerse popularísi-ma 
la devoción a estos santos mártires; devoción que el cielo ha refren­dado 
con aquellos favores debidos a su poderosa intercesión. 
LA «SANTA TUMBA» 
Junto a una capillita y en el ángulo formado por la fachada de la 
iglesia de Nuestra Señora de Arles y el muro exterior del claustro, 
hay un sarcófago de mármol blanco, que data del siglo IV o quizá del III. 
Dos ménsulas de piedra le aislan del suelo, y otras dos, de la pared. 
Según la tradición, ese sepulcro encierra las reliquias de los gloriosos 
Santos Abdón y Senén. Si ello no es cierto, es muy probable que en otros 
tiempos hubieran contenido alguna parte de las mismas. Allí existe un 
prodigioso manantial cuyas aguas se renuevan de continuo. Alguna vez 
se agotó ese manantial, pero bastó implorar con públicas oraciones el so­corro 
de los mártires persas para que nuevamente brotara. 
La Revolución francesa profanó, en 1794, la «santa tumba»; fue 
abierto el sepulcro y colmado de inmundicias. Dieciséis meses más tarde 
repararon los fieles el ultraje; limpiaron el sarcófago, lo lavaron y, efec­tuadas 
las convenientes reparaciones, viose el agua salir nuevamente de las 
paredes y llenar el fondo, sin que hasta el presente se haya interrumpido. 
Varias veces se ha pretendido explicar, tras detenidos exámenes, la 
maravilla de la «santa tumba»; pero han fracasado rotundamente los dis­tintos 
ensayos de la ciencia. En cambio, la sencilla fe del pueblo ve en ello 
una prueba manifiesta de poder de Dios que quiere así honrar a sus 
Santos. 
S A N T O R A L 
Santos Abdón y Senén, mártires; Rufino, mártir; Abel, hijo de Adán y Eva, 
a quien invocamos en las oraciones de los agonizantes; Explecio, obispo 
de Metz; Urso e Imerio, obispos. Beatos Tomás de Kempis, canónigo regu­lar, 
autor de la «Imitación de Cristo»; Manés de Guzmán, hermano de 
Santo Domingo de Guzmán y su colaborador; Luis Gandullo. dominico. 
Santas Máxima, Donatila y Segunda, vírgenes y mártires; Julita, mártir 
en Cesarea de Capadocia. Venerable Luisa de Carvajal, la cual consagró 
su vida a sostener el ánimo de los fieles perseguidos por la Reforma en 
Inglaterra.
D ÍA 3 1 DE JUL IO 
SAN IGNACIO DE LOYOLA 
FUNDADOR DE LA COMPAÑIA DE JESÚS (1491-1556) 
Cuando más arreciaban contra la cristiandad los enemigos de nues­tra 
Santa Religión, levantó el Señor las cruzadas, a cuya cabeza 
puso siempre, con singular providencia, un esforzado capitán. En 
la primera mitad del siglo xvi, eligió Dios para tan noble empresa de 
su gloria, al insigne caballero español Iñigo de Loyola. Siglo fue aquél 
de confusión y desconcierto para las inteligencias. Amenazaban a la fe 
católica príncipes malvados, monjes apóstatas y el desbordamiento de 
ideas paganas que so capa de Renacimiento se derramaron por los ám­bitos 
de Europa. Menester era, para contener su avasallador empuje, el 
dique de un Renacimiento cristiano y de una cruzada intelectual, cuyos 
soldados juntasen a la fe la ciencia, y a las virtudes apostólicas un tacto 
exquisito y un perfectísimo conocimiento del campo en que habían de 
actuar a fin de poder combatir al enemigo con sus propias armas. Esta 
adaptación maravillosa de lo humano a lo sobrenatural fue papel reser­vado 
en la Iglesia de Dios muy particularmente a la ínclita «Compañía 
de Jesús» y a su esclarecido patriarca y fundador San Ignacio de Loyola. 
.Nació San Ignacio en el castillo de Loyola de la pronvicia de Guipúz­coa, 
la Noche Buena del año 1491. Bautizáronle en la iglesia de Azpeitia
y le llamaron Iñigo o Ignacio. Fue el último de los trece hijos de Beltrán 
de Loyola y María Sáenz de Balda. Para situar más concretamente la vida 
de nuestro Santo, diremos que nació durante el reinado de los Reyes 
Católicos y murió dos años antes que el emperador Carlos V. 
Mostró desde niño vivo y despierto ingenio. Enviáronle sus padres a 
la corte para que allí se educase con otros jóvenes de su calidad; y 
como era de grande y brioso ánimo, pronto se aficionó a las armas. Ya 
en su edad varonil, capitán de los ejércitos de don Fernando, se nos pre­senta 
como uno de tantos hidalgos, prendado de la vida cortesana y de 
las gestas guerreras, pundonoroso y arrogante caballero. 
No cabe duda de que Ignacio tuviera buenos principios de religión y 
moral, pero no nos atreveríamos a asegurar que bastasen para apartarle 
de lamentables extravíos. Hay distintas opiniones entre los biógrafos 
sobre la juventud de nuestro héroe, la cual, por cierto, fue no poco mun­dana. 
¡Trazas misteriosas de la Divina Providencia! Quizá permitió el 
Señor aquellos deslices y angustias morales en consideración al futuro mi­nisterio 
de Ignacio, a quien destinaba para establecer una Orden que ha­bía 
de dedicarse principalmente a reanimar en los hombres la virtud de 
la esperanza. 
SITIO DE PAMPLONA. — CONVERSIÓN 
El año de 1521, mientras Iñigo defendía el castillo de Pamplona contra 
las tropas de Francisco I, fue herido de bala en la pierna derecha. 
Lleváronle a toda prisa al castillo de Loyola. Para no quedar cojo, se so­metió 
heroica y calladamente a sucesivas operaciones dolorosísimas; mas, 
a pesar de tantos cuidados, quedóle de aquel mal una leve cojera hasta 
el fin de su vida. La convalecencia había sido lenta. Para matar el tiempo 
durante ella, y no aburrirse, pidió el Amadís de Gaula, novela de aven­turas 
amorosas y bélicas muy estimada de nobles y guerreros. Mas no 
fue posible dar con tal libro y hubo de contentarse Ignacio con otro de 
Vidas de Santos y la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia. La inmovi­lidad 
le invitó a reflexionar; y así, de grado o por fuerza, tuvo que admi­rar 
aquellos ejemplos de pobreza voluntaria, de humildad, de desasimien­to 
y de aparente flaqueza que ocultaba, en realidad, la más varonil y, 
fecunda energía. Llegó así a familiarizarse con Cristo, ideal de santidad, 
a quien contemplaba padeciendo otra vez la Pasión para satisfacer por los 
delitos de los pecadores. De esta suerte y casi sin caer en ello, fue Igna­cio 
descubriendo los maravillosos horizontes del mundo sobrenatural.
Decíase a sí mismo «Ea, ¿por qué no he de hacer yo lo que San 
Francisco de Asís o Santo Domingo hicieron?» Pero a estos pensamientos 
religiosos se juntaban otros de vanos recuerdos del siglo. Púsose entonces 
a reflexionar sobre el carácter de unos y otros, y descubrió que los malos 
pensamientos, al desvanecerse dejan el corazón vacío, siendo así que los 
espirituales llenan el alma. 
Pero ni reflexiones ni lecturas bastaban a esta alma ardiente y gene­rosa. 
Con obras quería mostrar al mundo que estaba resuelto a mudar de 
vida. Pensó al principio en que se haría Cartujo en cuanto volviera de un 
viaje que deseaba emprender a Jesusalén; estaba determinado a dejar 
familia y bienes para darse de lleno a la penitencia. Habiendo sanado de 
las heridas, montado en una muía, fue cierto día a visitar al duque de 
Nájera, virrey de Navarra. Detúvose en el famoso santuario de Nuestra 
Señora de Aránzazu, y cumplido que hubo con el duque, partióse para 
Nuestra Señora de Montserrat, que está cerca de Barcelona. 
Pensando en la peregrinación que quería hacer a Tierra Santa, com­pró, 
al llegar al pie de la montaña de Montserrat, un equipo completo de 
peregrino: hábito y esclavina de sayal, cinturón y sandalias de cuerda, 
bordón y calabacino. Tres días permaneció en Montserrat; allí hizo con­fesión 
general de su vida, y antes de partirse colgó delante del altar de 
la Virgen su espada, con la que durante el viaje había estado a punto de 
matar a un moro que en su presencia se permitiera blasfemar de Nuestra 
Señora. 
EN MANRESA. — EL LIBRO DE LOS «EJERCICIOS» 
A n t e s de embarcarse para Jerusalén, salió Ignacio hacia Manresa, 
donde había un hospital para los peregrinos. Allí vivió de limosna 
mientras cuidaba a los enfermos y cumplía rigurosísima penitencia. Solía 
juntarse con quienes, sin duda, le baldonarían a sus anchas por lo desa­liñado 
que a sabiendas andaba; porque pensando Ignacio en el esmero y 
cuidado que ponía en otro tiempo para lucir elegantes atavíos, pretendía 
ahora castigar aquella vanidad y vencerse en esto, andando por el hos­pital 
muy descompuesto en su persona. Tuvo, pues, que sufrir toda clase 
de afrentas. Mas nada fue todo ello si se compara con las grandes tenta­ciones 
por que pasó hallándose en aquel lugar. Asaltáronle los escrúpulos 
y hasta llegó a apretarle con fuerza el pensamiento de suicidarse, pensa­miento 
que él rechazaba horrorizado por considerarlo ofensa gravísima 
al Criador. Triunfó, por fin, después de durísimos combates, de aquella 
impertinente molestia, y consiguió en premio aquel don singular, que le 
acompañó toda su vida, de saber serenar las almas escrupulosas.
Por entonces tuvo sus célebres visiones, que si bien no fueron exte­riores 
y objetivas, por ellas «entendió maravillosamente —dice su secre­tario— 
muchísimas cosas respecto de las ciencias naturales y los misterios 
de la fe recibiendo allí más luces que en todas sus demás visiones y en 
todos los estudios de su vida juntos». Siguiéronse, por poco tiempo des­pués, 
raptos y éxtasis maravillosos, uno de lo cuales le duró toda una 
semana, de suerte que le daban por muerto. 
Entretanto, el peregrino de Montserrat había ido adentrándo.se en los 
secretos de la santidad por la dolorosa senda de la prueba interior, y por 
la práctica de una muy rigurosa penitencia. Por tal manera iba orien­tándose 
poco a poco en la- vida espiritual, y creciendo en, confianza y 
amor. Finalmente, creyó llegada la hora en que podía ser útil a los demás 
con el caudal de su propia experiencia. No era desde luego hombre sin 
letras, pero tampoco de sobra ilustrado; no descuidó, pues, las ocasiones 
de aprender: estudió gramática y se ejerció en la elocución, yendo adrede 
en busca de auditorio. Empezaron los del hospital a mirarle con buenos 
ojos; no se burlaban ya de él, ni le maltrataban, antes le dieron desde 
entonces muestras de benevolencia y respeto. Al advertirlo Ignacio, tomó 
aquello por nuevo lazo del demonio, y, para evitarlo, fuése en busca de 
lugar apartado donde poder vivir más retirado y oculto que en el hospital. 
Hallólo en el fondo de un vecino valle, en una cueva llena de malezas, 
La Santa Cueva, muy venerada aún hoy día de los fieles en Manresa, fue 
testigo de maravillosas y heroicas austeridades que trocaron y gastaron la 
robusta complexión de nuestro Santo. En ella se bosquejó una de las más 
prodigiosas obras maestras del ascetismo; el famosísimo libro de los 
Ejercicios, teniendo como Maestra a la Santísima Virgen a quien Ignacio 
profesaba ternísima devoción. 
Andando el tiempo, este excelente libro se ha vulgarizado sobrema­nera 
entre los fieles. Su epígrafe tiene visos de arenga militar, y es que el 
pensamiento del antiguo defensor de Pamplona, fue trazar como un plan 
de campaña para uso de quien, queriendo vencerse y dejar el pecado, 
se declara a sí mismo cruda guerra, para ir consiguiendo, con la gracia de 
Dios, y victoria tras victoria, la perfección y santidad que sólo se logra 
«bajo la bandera de Cristo» y en lucha contra demonio, mundo y carne. 
San Ignacio escribió el libro de los Ejercicios para sí mismo y para 
los que habían de ser sus compañeros en el apostolado. Mas también 
lo destinó a las personas del siglo algo ilustradas, pero cristianas a medias, 
que deseaban enfervorizarse en la práctica de la religión, lo mismo que a 
quienes, viviendo ya cristianamente, aspiran a mejorar su vida más y más. 
De ahí la singularidad y eficaz virtud de este excelente libro confirmado y 
alabado por el papa Paulo III el año 1543 y por los auditores de la Rota
Es t a n d o San Ignacio en la defensa del castillo de la ciudad de Pam­plona, 
es herido de una bala en la pierna derecha, de manera que 
le desmenuzó los huesos. Aquel suceso fue punto de partida para una 
prodigiosa conversión que hizo del capitán Ignacio un poderoso ba­luarte 
de la Religión.
y tribunales de la Inquisición. Siglos lleva ya este precioso libro de fecun­da 
influencia en el mundo espiritual, y hoy puede afirmarse que, a pesar 
del continuo progreso que viene realizando como obra de apostolado, no 
ha logrado todavía la cumbre a que ha de llevarla su extraordinario 
mérito. 
JERUSALÉN, ESPAÑA, PARÍS 
Ha l lá n d o s e ya notablemente mejorado de su dolencia, dejó Ignacio 
la villa de Manresa y partió para Jerusalén. Embarcóse en Barce­lona, 
cruzó el Mediterráneo, y fue a desembarcar a Gaeta. De allí men­digando, 
prosiguió a pie hasta Roma, adonde llegó el domingo de Ramos 
del año 1523. A los quince días salió para Venecia. Dio allí con un rico 
español, el cual intervino cerca del dux para que reservasen a Ignacio un 
puesto a bordo de un navio que debía pasarle a la isla de Chipre. Aunque 
cansadísimo y enfermo, embarcóse el día 14 de julio. En la travesía quiso 
reprimir el libertinaje de los marineros, pero poco faltó para que aquellos 
desalmados le dejasen abandonado en un islote solitario. Llegado a Chi­pre, 
embarcó Ignacio en el navio en que solían hacerlo los peregrinos, y 
tras cuarenta y ocho días de navegación abordaron al puerto de Jafa, de 
donde nuestro Santo se dirigió a Jerusalén. Finalmente, después de cinco 
días de viaje llegó a la Ciudad Santa, y entró en ella el 5 de septiembre. 
Lloró de consuelo a vista de los Santos Lugares y visitó muchas veces 
todas las estaciones de la Pasión del Salvador. Hubiera querido quedarse 
allí para predicar y convertir a los infieles; pero no se le permitió, y 
viose obligado a retornar con los demás peregrinos. 
Volvió a Barcelona, y merced a la liberalidad de una insigne bien­hechora 
llamada Isabel Roses, estudió Ignacio humanidades por espacio 
de dos años con el sabio maestro Jerónimo Ardébalo, sin por eso disminuir 
sus austeridades ni dejar de trabajar en la salvación de las almas. Pasó 
luego a la Universidad de Alcalá, donde se encontró con tres antiguos 
compañeros y un muchacho francés con quien trabó amistad. Aquí como 
en todas partes, vivió de limosna. Pronto llegó a tener enemigos por causa 
del celo que mostraba para convertir pecadores y promover la práctica de 
los Ejercicios. Acusáronle de herejía, y con malas artes lograron que se 
le detuviera y encerrara en la cárcel. Cuarenta y dos días quedó en ella 
sin saber por qué. Diéronle al fin libertad y amparado por el señor Arzo­bispo 
de Toledo pasó a Salamanca para proseguir los estudios. 
Ignacio y sus tres compañeros no tuvieron mejor suerte en Salamanca, 
porque allí también los encarcelaron. Vínole entonces la idea de pasar a 
París, donde solían estudiar por entonces muchos españoles, y allá se
encaminó para llegar el dos de febrero de 1528. Asistió a los cursos del 
colegio de Monteagudo y luego estudió Filosofía en el de Santa Bárbara, 
y consiguió graduarse de Maestro en Artes a los 14 de marzo de 1535. 
Entretanto, como se acercase el día en que el Señor iba a dar a su 
Iglesia por medio de Ignacio la ínclita Compañía de Jesús, inspiró a seis 
compañeros del Santo para que se le juntasen con el propósito de trabajar 
unidos en la salvación de los prójimos. Eran éstos Francisco Javier, a 
quien Ignacio ganó el corazón con su exquisita amabilidad; Santiago 
Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, Simón Rodríguez y Pedro 
l abro, sacerdote originario de Saboya; todos ellos hombres insignes en 
virtud y letras. Con todo, ni ellos m San Ignacio tuvieron antes de 1538 
el pensamiento de fundar el Instituto religioso que tan célebre y admirado 
sería en el mundo entero. El día de la Asunción de 1534, en la capilla 
ilel mártir San Dionisio del monasterio benedictino de Montmartre, hicie­ron 
voto de ir a Jerusalén para dedicarse totalmente a la conversión de los 
infieles en Oriente, y, si no les fuese posible, acudir a Roma y presentarse 
iiI Sumo Pontífice para que los emplease en servicio de la Iglesia. En el 
mismo lugar y fecha, renovaron este voto los años 1535 y 1536. 
FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS 
An t es de cumplirlo, tuvo el santo fundador que volver a España para 
arreglar algunos negocios en provecho de sus discípulos. De aquí 
salió para Venecia, donde habían de ir sus compañeros, citados allí por 
él. Pasaron varios meses antes de que llegase, y en el ínterin, juntáronse 
a ellos tres compañeros más. Llegaron los nueve a Venecia el día 6 de ene-io 
de 1537. Ignacio había conquistado a un bachiller español llamado Ho­ces, 
el cual ya no los abandonó hasta su muerte, ocurrida poco después. 
En dicha ciudad fueron ordenados de presbíteros Ignacio y aquellos 
discípulos suyos que no eran todavía sacerdotes. Realizóse la ceremonia 
el día de San Juan del mismo año de 1537; ofició en ella el nuncio Mon­señor 
Varallo que fue después cardenal. Un año entero pasó el Santo 
preparándose a recibir las sagradas órdenes, y los cuarenta días inmediata­mente 
anteriores vivió solitario, en una casucha arruinada y expuesta a 
indos los vientos, entregado de lleno al ayuno y a la oración. 
Declaróse entretanto la guerra entre venecianos y turcos, lo cual hizo 
imposible la peregrinación a Jerusalén. Ignacio, que permaneció un año en 
Venccia, envió a algunos de sus compañeros a las universidades de Italia 
para que enfervorizasen a los estudiantes, y en compañía de los demás 
fue a Roma para informar al Sumo Pontífice y pedirle consejo y dirección.
El papa Paulo III, que estaba por entonces preocupado por la refor­ma 
de costumbres en el clero secular y regular, blanco principal de los 
trabajos del Concilio de Trento, otorgó cariñosísima acogida a aquel gru­po 
da sacerdotes, la misma ideal perfección de vida que se habían ya 
propuesto los Teatinos aprobados en el año 1524, y los Somascos, fun­dados 
en 1528. Ignacio y sus compañeros, aspiraban, además, a cumplir 
el apostolado cristiano en todas sus formas, por la predicación apostólica, 
la enseñanza, y las misiones dentro y fuera de Europa. El año de 1539, 
convinieron en fundar un nuevo Instituto, resolución que aprobó verbal­mente 
el Papa el 23 de septiembre de 1539. A 27 de septiembre del 
siguiente año, 1540, por la Constitución Regímini militántis Ecclésios, 
Paulo III dio licencia a San Ignacio y a sus compañeros para fundar una 
Sociedad llamada «Compañía de Jesús», y para admitir en ella a quien 
estuviese dispuesto a hacer voto de pobreza, obediencia y castidad per­petua, 
y a trabajar por medio de la predicación, ejercicios espirituales, 
confesión y obras de misericordia, para que las almas adelantasen en la 
práctica de la vida cristiana. Esta nueva institución estaba destinada a 
luchar eficazmente contra el protestantismo. 
DIFUSIÓN DE LA COMPAÑÍA 
Pronto repartió Ignacio a su hijos por todo el mundo: antes de pu­blicarse 
la Constitución apostólica, ya San Francisco Javier corre 
a evangelizar las Indias, dos padres y un novicio llegan a Irlanda y 
empiezan la predicación con grave riesgo de su vida. Entretanto, entregá­base 
el fundador a otras empresas: reconciliaba grandes enemigos políti­cos, 
fundaba casas de refugio para judíos conversos, otras para pecadoras 
arrepentidas y diversos centros de educación para los jóvenes. 
El 22 de abril de 1541, con unánime sentir, fue Ignacio elegido Pre­pósito 
General en San Pablo extramuros. Recibió luego votos de sus dis­cípulos 
y emitió los suyos antes de comulgar. No faltó a la Compañía el 
apoyo de Paulo III: en 1543, logró el fundador una Carta apostólica que 
suprimía la limitación del número de profesos- dos años después, por 
otra Carta facultábase a la Compañía para predicar y administrar los Sa­cramentos, 
en 1546, otorgóse a los Padres derecho de tener coadjutores 
para lo temporal y espiritual, en 1548, a petición del duque de Gandía, 
que fue después el padre Francisco de Borja, fue aprobado y alabado el 
libro de los Ejercicios por Paulo III. Todas estas decisiones fueron con­firmadas 
en 1550 por Julio III, y después por muchos otros Pontífices que 
han colmado a la Compañía de Jesús de merecidos elogios y privilegios.
SU MUERTE 
En 1547, llevado de su profunda humildad, quiso San Ignacio renunciar 
al generalato, y nombrar sucesor al padre Laínez; tres años después, 
en 1550, volvió a insistir con otra carta, pero fue también en balde. Los 
postreros años de su vida los pasó revisando las Constituciones de la Com­pañía, 
y escribiendo su redacción definitiva, y el comentario y aplicación 
de las mismas. 
Sobrevínole grave enfermedad el año 1556, con lo que dejó el gobierno 
a tres de sus discípulos. Finalmente, habiendo recibido la bendición del 
Sumo Pontífice, dio con gran paz y sosiego su espíritu al Señor, a los 31 
de julio del mismo año. Enterráronle en la iglesia de la casa profesa. Más 
tarde fue trasladado el Sagrado cadáver a la del Gesü. 
Aunque la Compañía llevaba sólo dieciséis años de fundada, al morir 
San Ignacio dejaba un centenar de casas distribuidas en diez provincias. 
Fue beatificado por el papa Paulo V el día 27 de julio de 1609. Su 
Santidad Gregorio XV lo canonizó con fecha del 12 de marzo de 1622. 
La historia de la Compañía es, desde sus comienzos, inseparable de la 
historia de la Iglesia. A mediados del siglo xvm se concertaron contra 
ella todas las potestades infernales que tenían a su servicio el judaismo, el 
protestantismo, la enciclopedia y la mayor parte de los soberanos de 
Europa; los cuales valiéndose de mil engaños y violentas amenazas, logra­ron 
al fin que el débil Clemente XIV firmara con mano temblorosa el 
Breve de extinción de la Compañía a 21 de julio de 1773. Pero veintiocho 
años después, otro papa, Pío VII, volvió por el honor de la Orden y la res­tableció, 
primero en Rusia en 1801, y en 1814, en todo el mundo. 
S A N T O R A L 
Santos Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús; Juan Colombino, 
fundador de los Jesuatos; Germán, obispo de Auxerre; Calimerio. obispo de 
Milán, mártir bajo Antonino Pío; Firmo, obispo de Tagaste, y Pedro, de 
Ravena; Fabio, soldado y mártir; Demócrito. Segundo y Dionisio, már­tires 
en Sinada de Frigia; Onésimo y compañeros, mártires en Italia. 
Santa Elena de Skofden, mártir.
El emperador Diocleciano El papa Formoso 
D IA 1.° D E AGOS TO 
/ SAN FELIX DE GERONA 
a última persecución general contra la Iglesia, en los primitivos 
tiempos del Cristianismo, fue la decretada por el emperador Diocle­ciano. 
Durante ella corrió a torrentes la sangre de innumerables 
víctimas, especialmente en España, donde, por haber sido tantos los que 
murieron por la fe, se denominó a esta época «era de los mártires» (303). 
Como satélite del emperador y encargado de hacer cumplir sus crueles 
disposiciones, vino a la Península, Daciano, el enemigo más señalado del 
nombre de Cristo. Sus poderes debían de ser mucho más amplios que los 
de un simple gobernador, por cuanto tan pronto se le veía ocupar el 
estrado presidencial para condenar a los cristianos de Cartagena, como a 
los de la Tarraconense o a los de Lusitania. El cruel delegado aprovechó 
aquella amplitud de prerrogativas para cruzar en todas direcciones los 
territorios de nuestra nación y sembrarlos de mártires. No existe lugar 
donde no haya posado su garra una y mil veces sin que la fecundidad 
prodigiosa del Cristianismo llegara a saciar su desatado furor ignoraba 
que era precisamente aquella crueldad germen poderoso para el acrecen­tamiento 
de la odiada doctrina, como bien se lo explicó San Félix de 
Gerona. 
MÁRTIR ( t hacia el 304)
UN HIMNO DE PRUDENCIO 
El poeta Prudencio en su maravilloso himno Peri Stephanon, en el que 
corren parejas el patriotismo y el sentimiento religioso, canta las 
gestas gloriosas de sus compatriotas mártires, entre cuyas falanges re­serva 
lugar de honor para ensalzar cumplidamente a nuestro Santo. 
Imagínase que en el día del Juicio Universal, cuando Cristo venga al 
mundo a ponderar con la balanza de su justicia las acciones de los pue­blos, 
cada una de las ciudades de su patria se pondrá en marcha para 
presentar en sendas canastillas las reliquias de los respectivos mártires. 
«Este desfile de ciudades ante el Supremo Rey de cielos y tierra, en 
las actitudes más diversas, oprimiendo una contra el seno su tesoro, ofre­ciendo 
otra el suyo bajo el símbolo de magníficas coronas rutilantes de 
pedrería, ciñendo ésta la frente con corona de olivo, emblema de paz, 
ofreciendo aquélla sobre el altar con gesto confiado las cenizas de una 
doncella mártir, es una de las concepciones más grandiosas de la poesía 
cristiana. Creería uno estar contemplando esos largos desfiles de Santos 
que llevan en la mano o en los pliegues de su ropaje, un objeto precioso, 
o algún libro o corona, que en los frisos de las basílicas cristianas desta­can 
sobre campo de oro sus elegantes líneas y parecen avanzar con paso 
uniforme hacia el trono de Cristo que fulgura en el fondo del ábside». 
(Tomado del libro de Pablo Allard, titulado Persecuciones de España). 
Entre las poblaciones que en la creación de Prudencio figuran en esta 
soberbia procesión, la ciudad depositaría de las reliquias de San Félix 
desfila inmediatamente después de Tarragona, la cual ofrenda las coronas 
de Fructuoso, Augurio y Eulogio, martirizados muchos años antes en 
dicha ciudad, mientras estaba al frente del imperio el impío Valeriano. 
Veamos de qué medios se valió la divina Providencia para conducir a 
nuestro Santo a esta ciudad, en que luego habría de sufrir el martirio. 
EN DISFRAZ DE MERCADER.—APÓSTOL SIN SER SACERDOTE 
Nació Félix en Sicilium o Scilita, ciudad del África proconsular o car­taginesa, 
célebre por el martirio de doce de sus hijos, condenados 
y muertos por la fe en Cartago en tiempos del emperador Severo. Las 
riquezas de su nobilísima familia le permitieron en hora muy temprana 
atravesar la Numidia y la Mauritania Sitifense y pasar a Julia Cesarea 
—hoy Cherchell, en el departamento de Argel— en compañía de su 
amigo y compatricio San Cucufate, para dedicarse al estudio de las artes
liberales. El tráfico comercial intenso del puerto de Cesarea con los de la 
Tarraconense, puso en conocimiento de Félix la horrible persecución que 
en esta sufría el cristianismo y las huellas de sangre que marcaban el 
paso de Daciano, teniente imperial de Diocleciano. Y como bullía en su 
corazón mozo la ardiente sangre siciliana que tantas veces fue derramada 
por la fe en la plaza de Cartago, sintióse émulo de aquellos héroes de su 
patria y determinó acudir al foco mismo de la persecución para alentar 
a sus hermanos. Arrojó, pues, lejos de sí los libros que hasta entonces le 
ocuparan. «¿De qué me sirve —pensaba— la ciencia de los hombres? 
¡ Busquemos la ciencia que estudia al Autor mismo de la vida!». 
Cucufate compartía los nobles sentimientos de su amigo Félix. Así, 
pues, disfrazados ambos de mercaderes, embarcaron con rumbo a Bar­celona, 
en donde apenas llegados, a fines del año 303, entregáronse ávi­damente 
a las prácticas cristianas con todo el fervor de sus corazones. 
Traficantes de nuevo cuño, la caridad constituía su comercio, no ven­dían, 
que regalaban, juzgándose harto remunerados con ganar almas para 
Jesucristo, a cuya gloria, repartido que hubieron sus bienes, consagraron 
por entero sus personas, decididos a vivir enteramente para Él. 
Según las 4ctas de Santa Eulalia de Barcelona, Félix hubo de confe­sar 
la fe al propio tiempo que esta noble virgen. No le olvidó Eulalia, 
cuyo cuerpo dejaron los vei dugos pendiente del patíbulo durante tres días 
para que fuese devorado por las aves de rapiña. Porque al acudir los 
cristianos para darle piadosa sepultura, halláronlo cubierto con albo manto 
de nieve que milagrosamente cayera del cielo para protegerlo, y como 
Félix, que también estaba allí, felicitase a la heroica virgen por haber 
sido la primera en conquistar la palma del martirio, Eulalia —dice el 
cronista— entreabrió nuevamente los labios dibujando una leve sonrisa. 
Dejó Félix a Cucufate en Barcelona —a la que poco después había 
de honrar éste con la efusión de su sangre—, y siguió él hacia el norte 
hasta llegar a Ampurias. Llegado a aquella ciudad, entregóse por entero 
al estudio de las Divinas Letras y al ejercicio de la caridad. Era —dicen 
las Actas— casto, sobrio, manso, pacífico y sincero, amado del pueblo 
por sus incesantes limosnas y hospitalario para con todos cuantos a él 
acudían. Así, los ejemplos que daba confirmaban sus exhortaciones a la 
compasión para con los menesterosos y a la benevolencia con todos. 
No conocemos documento alguno en que conste haber recibido Félix 
las órdenes sagradas, mas no por eso dejó de practicar las virtudes corres­pondientes 
al estado de vida que ellas suponen, ya que fue su más gran­de 
preocupación derramar en las almas de sus hermanos los tesoros es­pirituales 
de que estaba henchido su ferviente y generoso corazón. 
¿Por qué amar la vida de este mundo tan fugaz y estéril? —de­
cía—. Busquemos más bien la que el Señor promete a cuantos le sirven 
en verdad. Pensad, hermanos, que los tormentos con que el impío Da-ciano, 
hijo de Satanás, nos amenaza, durarán poco y se desvanecerán 
como el humo. 
Caminaba, pues, sin temor e iba sembrando —como dicen las Actas— 
«las perlas preciosas de la palabra evangélica». Muy pronto llegó a Gerona. 
INTRÉPIDO CONFESOR DE LA FE 
Pre sto logró reunir Félix en torno suyo a considerable número de 
cristianos a quienes exhortaba y fortalecía en la fe. Empero, el demo­nio 
no había de sufrir mucho tiempo el apostólico celo que tantas almas 
le disputaba. Uno de los oficiales de Daciano, Rufino, apresuróse a 
anunciar ante su señor la audacia de aquel africano que, a la vista de los 
mismos que debían abolir la nueva religión, osaba predicar la doctrina de 
Jesucristo. Inmediatamente dio Daciano la orden de prenderlo y propo­nerle 
la elección entre dos partidos: o conquistarse la gracia del perse­guidor 
ofreciendo sacrificios a los dioses del imperio o ser castigado con 
los más crueles tormentos si rehusaba someterse a los edictos imperiales. 
Rufino, a quien interesaba sobremanera apoderarse de las riquezas que 
Félix tan liberalmente repartía entre los pobres, acudió inmediatamente a 
Gerona e informado de que se había retirado a casa de Plácida noble ma­trona 
cristiana, no tardó en hacerlo detener por sus sicarios. Llevado el pri­sionero 
a su presencia trató de conquistarlo por la adulación y la astucia • 
—Me han dicho que tu boca destila palabras llenas de prudencia y dul­ces 
como la miel, recibe por tanto los plácemes de Daciano a quien hala­ga 
de verdad el tener en su provincia hombres tan discretos. Quiere que 
yo elija para ti una esposa rica, virtuosa y noble como tú, con la única 
condición de que ofrezcas incienso a los dioses del imperio. 
Al escuchar la impía propuesta Félix no pudo contener su indignación: 
— ¡Oh lengua diabólica y emponzoñada! —le responde—. Halagas 
tan sólo para engañar y prometes bienes terrenos para robarme los del 
cielo. Desprecio esas vanas riquezas; guárdalas para tus hijos si te pa­rece, 
que en cuanto a mí, nadie me apartará de la caridad de Cristo. 
— ¡Así, pues, tu elección es irrevocable, cristiano maldito! —exclamó 
Rufino con rabia. 
—Malditos son, replicó Félix, aquellos a quienes aprobáis tú y tu padre 
el diablo. Sedúcelos a ellos con tus falaces promesas y arrástralos contigo 
a tu vergonzosa idolatría, que muy presto arderéis juntos eternamente. 
Irritado Rufino, mandó apalear brutalmente al intrépido confesor de
Fu e r a ya de sí, ordena el tirano que aten los pies a San Félix y que 
sujeto por ellos a un par de mulos, sea arrastrado por las calles de 
la ciudad. Con lo cual queda tari bárbaramente destrozado el cuerpo del 
insigne mártir, que sólo por milagro pudo sobrevivir al tormento.
la fe, que de tal modo se atrevía a resistírsele, y que luego se le encerrase 
en lóbrega cárcel. Félix, lleno de alegría exclamó: «Gracias te doy, Señor, 
por la suerte que me espera. En ti confío, porque tú probaste mi forta­leza 
y en las tinieblas me visitaste». 
No dándose por vencido en su empeño, acudió Rufino a la astucia: 
—Óyeme como hermano. También yo, al llegar aquí, me sentí extraño 
en ajena tierra y sin recurso alguno, pero la sumisión a Daciano me 
valió el verme muy pronto colmado de honores, riquezas y regalos. 
—Aunque pudieras ofrecerme —replicó Félix— las mismas delicias 
del paraíso a cambio de renunciar a Cristo, no accedería a tus deseos. 
EL MARTIRIO 
Ya fuera de sí, ordenó el tirano que atasen a Félix por los pies, y que 
fuera así sujeto a los costados de un par de indómitos mulos. Éstos 
hostigados por los satélites de Rufino, arrastraron al santo mártir en de­senfrenada 
carrera por las calles de la ciudad hasta dejar su cuerpo las­timosamente 
destrozado. Así le trajeron a presencia del inicuo juez. 
Por un efecto maravilloso del poder divino aún le quedaba un soplo 
de vida cuando le volvieron a la cárcel. Llegada la noche, apareciósele un 
joven hermosísimo. «Jesús me manda venir a ti» —le dijo— , y tocando 
sus miembros doloridos desaparecieron al instante todas las heridas. 
Quedó Félix fortalecido y consolado con esta celestial visita, y a la vez 
aparejado para los recios combates que aún le esperaban. Llegada la ma­ñana, 
lleváronle nuevamente a la presencia del juez. Lejos de conmoverse 
éste a vista de los prodigios obrados, renovó sus instancias y juzgando que 
su ejemplo sería tal vez más eficaz que las palabras, dijo al santo mártir 
mientras ofrecía incienso a los dioses y les sacrificaba víctimas: 
—Haz como nosotros, ya ves con qué facilidad puedes dar satisfac­ción 
a los decretos imperiales y volver por los intereses de tu vida. 
— ¡ Ciegos esclavos del demonio —replicó Félix con viveza—, abando­nad 
a vuestros falsos dioses, hechura de hombres, que sólo los demonios 
han podido inspirar, y reconoced al solo Dios vivo que nos creó! 
Ante tales palabras, arrojáronse los verdugos sobre el intrépido con­fesor 
y le arrancaron las uñas y parte de la piel. Colgáronlo luego por los 
pies y tuviéronle en esa postura desde las nueve de la mañana hasta la 
puesta del sol, de manera que impresionaba aun a los mismos verdugos. 
La gracia divina, que hasta entonces había sido su fortaleza y sostén, 
impidió sucumbiera en esos espantosos tormentos. Llegada la noche lo 
encerraron nuevamente en la prisión. Mas renovándose el prodigio de la
noche anterior, vióse el esforzado mártir envuelto en resplandeciente luz, 
mientras los ángeles formaban corro en torno a él y con cánticos de ale­gría 
le alentaban a resistir nuevos combates hasta la victoria final. 
Tantos y tan repetidos milagros, provocaron la admiración de los car­celeros, 
que fueron a referir a Rufino las maravillas de que habían sido 
testigos. Este relato no logró, sin embargo, conmover el corazón empe­dernido 
del tirano, el cual sólo buscó nuevos modos le saciar su venganza. 
Así, pues, mandó que desde Gerona fuese llevado Félix a Guíxols, y 
que allí, con las manos atadas a la espalda y cargado de pesadas cadenas, 
lo arrojaran al agua en alta mar. No por eso el miedo halló cabida en el 
alma del santo mártir. «Señor —decía—■, tu diestra me sostendrá». 
En efecto, apenas lanzado al agua, por un prodigio no menos extraor­dinario 
que los anteriores, rompiéronse sus férreas ligaduras « cual si fue­ran 
hojas de papel». Apareciósele al mismo tiempo un coro de ángeles 
que le ayudaron a caminar sobre las ondas hasta dejarlo salvo, en la orilla. 
No es fácil expresar —dicen las Actas— el espanto y la admiración de 
los marineros ante semejante espectáculo. ¿Cómo se atreverían a compa­recer 
delante de Rufino para confesar este nuevo fracaso y convencerle 
una vez más de lo inútil de sus crueldades? Menester fue, no obstante, 
decir toda la verdad del suceso que a ellos les parecía sobrenatural. 
La ira del tirano ya no conoció límites. En un acceso de rabia diabó­lica, 
ordenó que se apoderasen una vez más del esforzado mártir y le 
desgarrasen las carnes con garfios de hierro hasta dejarle al descubierto 
los huesos, y que luego lo trajesen a su presencia. Cual si ignorase las cir­cunstancias 
maravillosas en los anteriores suplicios, díjole cuando lo tuvo 
ante s í. —No comprendo por qué te empeñas en perseverar en tu locura. 
Ya ves que no has de reportar de semejante obstinación sino dolorosísi-rnos 
suplicios y en último término la muerte. Considera tu propio interés, 
vuelve a los caminos de cordura que en tan mala hora has abandonado y 
entrarás de nuevo en la gracia del emperador. Ya ves cuán compasivos se 
muestran aún contigo nuestros dioses. Ofréceles, pues, sacrificios. 
—No haré yo tal —respondió Félix con viveza— ; mejor es que sigas 
tú en ello, ya que tan bien te va en el servicio y adoración de los demonios. 
Rufino no supo ya qué contestar y hubo de confesarse vencido. Inca­paz 
de soportar siquiera su presencia, ordenó a los guardias que alejasen 
al santo mártir y lo arrastrasen por abruptos caminos, así lo hicieron 
aquéllos hasta que, deshecho el cuerpo, sucumbió Félix a tantas cruelda­des 
mientras su alma subía triunfante a recibir la palma de la victoria. 
Una piadosa cristiana recogió los sagrados despojos del mártir y los 
encerró en el sepulcro que él mismo había preparado para sí en Gerona. 
Ocurría esto el día primero de agosto del año 304.
RELIQUIAS, CULTO Y MILAGROS 
Las preciosas reliquias del glorioso atleta de Cristo se guardaron siem­pre 
en Gerona, según lo atestigua antiquísima tradición, a la vez que 
múltiples testimonios, tales como el de San Gregorio Turonense y un di­ploma 
del papa Formoso (893) que menciona la ciudad de Gerona, «en la 
que el bienaventurado Félix, mártir de Cristo, descansa corporalmente». 
Su devoción ha sido siempre singularísima entre los españoles tanto, 
que a fines del siglo vi, habiendo abrazado la fe católica el religioso prín­cipe 
Recaredo, ofreció su corona real al sepulcro del Santo, ilustrado por 
el Señor con repetidísimos milagros. Muchas son las iglesias parroquiales 
de Cataluña que le tienen por patrono, sobre todo en el obispado de 
Gerona, donde hay muy importantes iglesias dedicadas a su nombre. 
De su sepulcro se sacaron una porción de reliquias para distribuirlas 
entre diversos santuarios levantados en honra de San Félix. Entre éstos, 
los erigidos en Torralba, pueblo tarraconense, en la Abadía de Cuxá, 
antigua diócesis de Elna —hoy de Perpiñán—, en Narbona, y en Portugal. 
La extraordinaria celebridad del Santo se debe, indudablemente tanto 
al recuerdo de su heroico martirio, como al esplendor de sus milagros. 
He aquí dos que refiere San Gregorio de Tours: 
—Un ladrón robó muchas cosas de valor pertenecientes a la iglesia 
construida en Narbona bajo la advocación del ilustre Mártir. En el camino 
juntósele un hombre desconocido. Pronto trabaron tan íntima amistad 
que no tuvo el ladrón recelo en confiarle el secreto del robo y de los ob­jetos 
sustraídos. Ofrecióse el viajero a poner a buen recaudo las alhajas 
robadas, más tarde las venderían para repartirse el importe. El expolia­dor 
convino en ello gustoso y siguió a su guía sin advertir que volvía a 
tomar el camino de la Basílica. En llegando a ella, díjole al acompañan­te: 
«Ve aquí mi casa, de la que te he hablado; entra y deja las alhajas». 
Hízolo así el ladrón y, vuelto en sí, maravillóse al ver que se encontraba 
con su botín en el lugar mismo de donde lo sustrajera poco antes. Creció 
su estupor con la súbita desaparición de su compañero, por donde com­prendió 
que el propio Santo había sido el autor de aquel prodigio. Tuvo 
miedo, y para acallar su conciencia, confesó en público su crimen, con­tando 
en loa del santo mártir el prodigio de que acababa de ser objeto. 
El otro prodigio, que refiere el mismo autor, fue que, habiendo un 
cortesano lisonjero aconsejado al rey Alarico que rebajase la altura de la 
iglesia de Narbona, donde se conservan las reliquias del Santo, porque 
impedía que desde el palacio se viese un lugar delicioso, apenas comenza­ron 
los operarios a destruir el templo, quedó ciego de repente el que tal 
consejo diera.
Aun son más notables los milagros que se enumeran en los himnos de 
la liturgia mozárabe. El Misal del mismo rito contiene también una misa 
en cuyas Oraciones y Prefacio se describen, con admirables rasgos, la vida 
upostólica y las maravillosas cricunstancias del martirio de San Félix. 
Se advierte, en todas las tradiciones, un concierto unánime de elogios 
al Santo por las maravillas incesantes debidas a su intercesión; y no 
faltan ilustres escritores, como Morales, que reprochan a los gerundenses 
el haber sido remisos en su loor al no consignar los recuerdos que harían 
más ilustre aún la memoria del valeroso mártir. 
Crítica excesiva nos parece ésta. Los habitantes de Gerona hicieron 
algo más que celebrar en libros al Mártir. La suntuosa basílica —conver­tida 
más tarde en Colegiata—- que le dedicaron poco tiempo después de 
su muerte, constituye una elocuentísima prueba de la veneración que aqué­llos 
le profesaban ya en el año 1128 en que se hizo el traslado de sus reli­quias. 
La actual iglesia de San Félix, cuyo campanario octogonal termi­nado 
en pirámide, domina la parte baja de la ciudad, data del siglo xiv. 
La insigne reliquia de la cabeza de San Félix estaba colocada dentro 
de la cabeza de un busto de plata que desapareció en 1936, cuando el 
templo fue profanado. Desde 1943, el sepulcro está empotrado en las pa­redes 
del presbiterio. Ha quedado exhausto de reliquias, por las reiteradas 
donaciones que de ellas se han hecho. 
Los títulos de Apóstol, Profeta y Doctor que recibió San Félix, aun 
sin ser sacerdote, testimonian su amor a la verdad y su celo en propagarla. 
No se confunda a este santo mártir de origen africano, con su homó­nimo, 
diácono de San Narciso. 
S A N T O R A L 
Santos Pedro ad Vincula (memoria de la prisión del Príncipe de los Apóstoles); 
Félix de Gerona, mártir; los siete hermanos Macabeos, martirizados junta­mente 
con su madre; Ethelwoldo, obispo de Winchester; Exuperio, obispo 
de Bayeux, y Vero, de Viena de Francia; Nemesio, confesor; Pelegrino, 
príncipe irlandés, ermitaño; Romo, presbítero, Faustino, Mauro y otros 
nueve compañeros, mártires en Roma; Cirilo, Áquila, Pedro, Domiciano, 
Rufo y Menandro, mártires en Filadelfia de Arabia; Leoncio, Accio, Ale­jandro 
y otros seis compañeros, mártires en Perge de Panfilia; Justino, 
mártir. Beatos Pedro Eymard, fundador de la Congregación del Smo. Sacra­mento; 
Antonio Fontadini, célebre teólogo franciscano; y Pedro, cister-ciense. 
Santas Salomé, madre de los hermanos Macabeos; Fe, Esperanza y 
Caridad, vírgenes y mártires; María la Consoladora, virgen, en Verona.
D IA 2 DE AGOS TO 
SAN ALFONSO M.A DE LIGORIO 
FUNDADOR DE LOS REDENTORISTAS, OBISPO Y DOCTOR (1696-1787) 
San Alfonso María de Ligorio estaba destinado a cumplir una múlti­ple 
y providencial misión de apostolado, evangelizar a los pobres, 
renovar la devoción a la Sagrada Eucaristía y a la Santísima Virgen, 
refutar las doctrinas de los falsos filósofos y restaurar entre los fieles la 
piedad verdadera, harto malparada por influjos del jansenismo. 
Nació el 27 de septiembre de 1^06 en Marianella, pueblo poco distante 
de Nápoles. Presentado a San Francisco de Jerónimo, de la Compañía de 
Jesús, bendíjolo el Santo y, con espíritu profético, dijo a su madre- «Este 
niño vivirá más de noventa años, será obispo y obrará grandes cosas». 
Sus venturosos progenitores, tan ilustres por su piedad como por la 
nobleza de su linaje, le educaron cristianamente. Devotísimo era su padre 
el marqués de Ligorio, capitán a la sazón de las galeras de Nápoles, bajo 
la dominación austríaca. En cuanto a su madre, Ana Catalina Cavalieri, 
tenía por única preocupación acrecentar el amor de Nuestro Señor Jesu­cristo 
en el corazón de los cuatro hijos y tres hijas que el cielo le dio. 
Alfonso, el primogénito, fue quien mejor respondió a aquella solicitud. 
Ya desde muy niño entregóse con ardor al estudio, llegando a sobresalir 
en todas las disciplinas, singularmente en literatura y en música, como lo
demostró en los piadosos y exquisitos cánticos que compuso en loor de 
Jesús y de María. Cuando sólo contaba dieciséis años se le confirió, con 
dispensa de edad, el grado de doctor en ambos derechos, canónico y civil. 
Emprendió en seguida la práctica del foro y en breve llegó a ser uno 
de los abogados más aplaudidos e ilustres de Nápoles. Diez años conti­nuó 
en este estado; diez años durante los cuales quiso Dios que se ofre­ciera 
como modelo de virtud para los hombres del siglo, al mismo tiempo 
que a él le mostraba cuán de temer es el contacto del mundo para quien 
quiere salvarse. 
A pesar de los esfuerzos que realizó para conservar el fervor cristiano, 
iba su piedad declinando insensiblemente. Solía su padre conducirle al 
teatro y a reuniones profanas; con lo cual, las ideas, atractivos, halagos y 
lisonjas del mundo, a fuerza de batir su alma, acabaron por abrir brechas 
en ella. Él mismo confesaba más tarde, que de haber permanecido más 
tiempo en aquella situación peligrosa, presto hubiera caído en alguna 
culpa grave. No tardó Dios en sacarlo de ese peligro. Un amigo le pro­puso 
1722 hacer juntos unos días de retiro espiritual; Alfonso aceptó 
con sumo gusto. Alumbrado por la gracia, lloró amargamente su enfria­miento 
en la piedad, pidió a Dios perdón y salió animado con nuevo ardor. 
Fruto principal de los santos Ejercicios fue el aumento de su devoción 
a la Sagrada Eucaristía, amor que le hizo desprenderse paulatinamente 
del mundo. Asistía diariamente al santo sacrificio de la misa, se confesa­ba 
cada semana y comulgaba con frecuencia, y todos los años consagraba 
unos días a los santos Ejercicios. Era muy asiduo en las visitas al Santísi­mo 
Sacramento del Altar y no dejaba ningún día de adorar a Jesús Sa­cramentado 
en la iglesia en que por celebrarse el piadoso ejercicio de las 
cuarenta horas, estaba el Señor de manifiesto. Era de admirar el angelical 
fervor con que Alfonso permanecía horas enteras, con la vista clavada en 
el imán de sus amores, y ajeno a todo cuanto pasaba en su alrededor. 
EN EL CAMINO DE LA PROPIA VOCACIÓN 
La distinguida posición que en el mundo ocupaba la familia de los Li-gorio 
y la benevolencia con que la honraba el rey de Nápoles, junto 
con la simpática admiración que inspiraban las virtudes y los talentos de 
Alfonso, indujeron a las más nobles familias a buscar con él una alianza 
matrimonial. Dos brillantes proyectos se le ofrecieron sucesivamente con 
grande alegría de su padre; pero Alfonso, que había resuelto dar su co­razón 
a solo Dios, supo apartarlos con tanta discreción como firmeza. 
Un suceso providencial acabó de mostrarle claramente el camino que
había de seguir. En el año 1723 confiáronle un pleito de mucha importan­cia 
que había de defender contra el Gran Duque de Toscana. Un mes 
entero empleó en el estudio de todas las piezas del proceso. Cuando ya se 
creyó seguro del triunfo, presentóse ante el Tribunal a defender su tesis, 
lo que hizo con tal elocuencia que arrancó del público los más entusiastas 
aplausos. Todos daban ya por ganada la causa y el presidente sólo pensa­ba 
en pronunciar sentencia en su favor, cuando el abogado de la parte 
contraria se levanta sonriente y, mostrándole una de las piezas del proce­so, 
señala a nuestro brillante orador una circunstancia esencial en que no 
había reparado y que destruye por su base la tesis de aquella defensa. 
Un rayo que cayera en aquel momento no habría producido efecto 
más fulminante en el joven letrado, cuya lealtad se mostró siempre tan 
sincera. Con el carmín de la vergüenza en el rostro: «Perdonen, señores 
—dijo—, me he equivocado estaba en un error». Y sale en seguida dicien­do: 
«Mundo falaz, te conozco, en adelante ya nada serás para mí». 
Acostumbraba visitar y asistir a los enfermos del hospital de incura­bles. 
El 28 de agosto de 1723, mientras ejercía este oficio de caridad, pa­recióle 
que la sala se llenaba de vivos resplandores y que una voz le de­cía: 
«¿Qué haces todavía en el mundo? —¡Señor! —contestó—, dema­siado 
tiempo he resistido ya. Heme aquí haz de mi cuanto te plazca». 
Y saliendo del hospital, entró en la iglesia de los Padres Mercedarios, 
que a corta distancia estaba, y en la cual se hallaba expuesto el Santísimo 
Sacramento. Postrado Alfonso ante la Víctima divina, ofrecióse nueva­mente 
a Dios sin reserva; y como prenda de su sacrificio, fuése a depo­sitar 
su espada en el altar de la Santísima Virgen. Su director espiritual, 
el Padre Pagano, de la Congregación del Oratorio, le alentó a perseverar 
en sus propósitos, sin hacer caso de las dificultades que sobrevinieran. 
Mas para seguir los impulsos de la gracia, iba a encontrar grandes 
obstáculos en su propia familia, cuya resistencia fue duradera y tenaz. Su 
padre, especialmente, parecía dispuesto a no ceder en manera alguna. Do­blegóse, 
por fin, pero con la condición de que su hijo no había de entrar 
en la Congregación del Oratorio y seguiría habitando la casa paterna. 
El sábado 23 de octubre de 1723, Alfonso se despojó para siempre de 
sus vestidos de gentilhombre. Ya antes había comenzado con ardor el es­tudio 
de la sagrada Teología. Su inteligencia poco común y su natural 
despejado, junto con las reglas minuciosas y severas que se impuso para 
la mejor distribución del tiempo de estudio, le permitieron reservar bas­tantes 
horas para dedicarse a las obras de caridad y de apostolado. Y así, 
era espectáculo a la par asombroso y edificante ver a ese joven noble y 
de porte distinguido que había renunciado a un porvenir brillante y re­corría 
las calles y plazas públicas para recoger a los pequeñuelos, condu-
cirios a la iglesia y enseñarles con tanto celo como paciencia y humildad 
los primeros rudimentos de la Doctrina Cristiana y las primeras nociones 
del amor de Dios. 
Vestía con sencillez y modestia, ayunaba todos los sábados a pan y 
agua en honra de María Santísima; maceraba su carne con cilicios y dis­ciplinas 
y ejercitábase en todo momento, con profunda fe e infatigable 
ardor, en las prácticas de penitencia y en la mortificación de los sentidos. 
El 21 de diciembre de 1726, el cardenal Pignatelli, arzobispo de Ná-poles, 
le confirió el orden sacerdotal. Poco después cantó su primera misa. 
EN EL PÚLPITO. — GOZO DE UN PADRE 
Puede afirmarse que desde ese día, su vida entera fue una predicación 
continua y una perpetua exhortación a la virtud. Sólo Dios conoce 
el sinnúmero de almas que convirtió, fortaleció en la vida cristiana o im­pulsó 
por los caminos de la perfección. Las multitudes acudían en masa 
para verle y no se cansaban de escucharle. Las parroquias y las Comu­nidades 
religiosas solicitaron de todas partes la edificación de su palabra 
apostólica. Clérigos y magistrados, magnates y plebeyos, caballeros y da­mas 
de la más noble alcurnia, al igual que los artesanos y las humildes 
mujeres del pueblo, llenaban los templos en que había de predicar. 
Su palabra, a la vez noble, llana, viva y arrebatadora, fluía con unción 
santa de su boca, penetraba suavemente las inteligencias y los corazones 
de sus oyentes, y siempre producía fruto en las almas. «Un sacerdote que 
no predica a Jesús crucificado —decía más tarde el Santo—, se predica 
a sí mismo, falta a las obligaciones de su sagrado ministerio y no obtiene 
provecho alguno». En esta norma basó siempre sus sermones. Lo cual 
explica en parte la fama del encendido orador y el éxito de sus pláticas. 
Pasaba cierto día el marqués de Ligorio por delante de una iglesia en 
que se celebraba el piadoso ejercicio de las Cuarenta Horas, y su devo­ción 
le impulsó a penetrar en el templo. Alfonso ocupaba en aquel mo­mento 
la Cátedra Sagrada. No le cayó muy en gracia al padre esta co­yuntura, 
porque él, tan aficionado en otros tiempos a escuchar los dis­cursos 
de su hijo abogado, no tenía ahora valor para asistir a un sermón 
de su hijo sacerdote. Con todo, permaneció en la iglesia. Muy presto se 
apoderó de su alma honda emoción: el padre terrible, desarmado por las 
palabras del hijo santo, se conmueve hasta derramar dulces lágrimas. Ape­nas 
terminado el sermón, corre a la sacristía al encuentro de su hijo, le 
abraza y exclama «¡Hijo mío! Tú me has revelado a Dios, bendito 
seas, Alfonso, por haber abrazado una carrera tan santa, perdóname los 
disgustos que te causé al oponerme a los designios de Dios sobre ti».
ZE 
El padre de San Alfonso María de Ligorio, muy incomodado contra 
él porque ha dejado la abogacía para ordenarse de sacerdote, asiste, 
sin quererlo, a un sermón de su hijo. Alfonso predica con tanto fervor 
que, terminado el acto, el padre le pide perdón y le felicita 'por la vida 
santa que lleva.
DIRECTOR DE CONCIENCIAS 
No menos consoladores eran los frutos que el santo misionero alcan­zaba 
en el confesionario. Asustóle en un principio la idea elevada 
que concibió de un ministerio tan sublime y que tan eminentes cualidades 
requiere, y fue menester que el cardenal Pignatelli le mandase, en virtud 
de santa obediencia, hacer uso de los poderes que le confiriera. Alfonso 
obedeció y logró un bien inmenso. «Cuanto más encenagada en el vicio 
está un alma —decía más tarde— y más enredada con las ligaduras de la 
culpa, tanto más se ha de procurar, a fuerza de bondad, arrancarla de las 
garras del demonio para ponerla en brazos de Dios». Así lo practicaba 
puntualmente él mismo, y tal ascendiente alcanzaba sobre los infelices pe­cadores, 
que jamás hubo de verse en la dolorosa obligación de despachar 
a uno solo sin haberlo antes reconciliado con la divina Misericordia. 
Bondad ha sido ésta muy característica en la obra de San Alfonso 
María de Ligorio, y que ha venido como herencia hasta sus hijos. 
Acostumbraba dar como penitencia el volverse a confesar al cabo de 
cierto tiempo, la frecuentación de los santos sacramentos de Penitencia y 
Eucaristía y la asistencia diaria al santo sacrificio de la misa acompañada 
de la meditación en los sufrimientos de Jesucristo. No imponía en forma 
obligatoria las maceraciones corporales, pero procuraba en cambio que 
sus penitentes mortificasen los propios sentidos y se sometiesen por propia 
iniciativa a las necesarias expiaciones. «La meditación —decía— os des­cubrirá 
vuestros defectos como un espejo, la mortificación os ayudará a 
enmendarlos; sin mortificación no hay verdadera oración, ni es posible la 
mortificación sin el espíritu de oración. De cuantos verdaderos peniten­tes 
he tratado, no he visto uno solo que no se diera a ambos ejercicios». 
Vivamente alentaba a practicar la visita cotidiana al Santísimo Sacra­mento, 
y así decía: «No existe delicia comparable con la de permanecer 
prosternado ante el altar y allí, en íntimo acercamiento, conversar familiar­mente 
con Jesús, que por nuestro amor se encierra en el Sagrario, implo­rar 
perdón por los disgustos que se le han dado, exponerle las propias ne­cesidades 
como un amigo a su amigo y pedirle su amor y sus mercedes». 
Su celo ardiente le sugirió la idea de reunir todas las noches a los arte­sanos 
y personas de humilde condición social, después de terminado el 
trabajo diario, para instruirlos en los elementos de la Religión. No falta­ron 
cooperadores celosos, tanto eclesiásticos como seglares, que se le unie­ron 
para esta santa obra social cristiana, a la que sirvió de modelo la 
que años antes estableciera en Roma San Felipe Neri. Con ella alcanzó 
Alfonso los resultados más consoladores; muchos años después de su 
muerte, se contaban en Nápoles cerca de ochenta reuniones de esta clase,
a cada una de las cuales asitían alrededor de ciento cincuenta personas. 
Aún hoy día se celebran. El programa suele ser: instrucción, canto, re­zos 
y al final las confesiones. 
FUNDA LA CONGREGACIÓN DEL SANTISIMO REDENTOR 
El celo que abrasaba el corazón de Alfonso, le inspiró el deseo de llevar 
a otros pueblos la fe cristiana. Resolvió, pues, ir a la China con tal 
objeto; mas habiéndolo consultado antes con su confesor, por no haber 
aprobado éste el proyecto, renunció sin más a aquel su dorado sueño. 
Aconteció por entonces que una santa religiosa de Scala, sor María 
Celeste Costarosa, favorecida del Señor con gracias sobrenaturales, afir­maba 
haber tenido una visión el día 3 de octubre de 1731, vigilia de la 
fiesta de San Francisco de Asís; Nuestro Señor se le había aparecido con 
el Pobrecito a su diestra y Ligorio a su izquierda. Llevada a la presencia 
de éste, le dijo: «Dios os llama a fundar una Congregación de Misione­ros 
que procuren socorros espirituales a los más desprovistos de instruc­ción 
religiosa». 
Estas palabras alarmaron grandemente a Alfonso y diéronle no poca 
turbación. Preocupado por ellas, entregóse de lleno a la oración, y suplicó 
al Señor le manifestase su voluntad. Muy pronto conoció que Dios recla­maba 
de él la realización de aquella empresa que había de ser la mayor 
y más fecunda de todas su obras. En breve se agruparon en Scala, bajo 
su inmediata dirección, varios eclesiásticos dispuestos a dar misiones, es­pecialmente 
en las parroquias rurales, que entonces estaban muy aban­donadas 
(1732). Aunque su programa era hermosísimo, no escasearon a la 
nueva Congregación las contrariedades humanas y los obstáculos de todo 
género. La mayor parte de los amigos de Alfonso le desaprobaron. Su 
anciano padre, deshecho en lágrimas al pensar en el alejamiento del hijo, 
trató por cuantos medios halló a su alcance de disuadirle. Sus compañeros, 
salvo dos, le abandonaron por hallar sus programas duros de cumplir. 
No arredraron, sin embargo, a nuestro santo misionero aquellas difi­cultades. 
Confiaba en que la Santísima Virgen, su refugio ordinario, le 
ayudaría a sortearlas. Pronto acudieron nuevos auxiliares en considerable 
número, de suerte que al cabo de tres años el naciente Instituto contaba 
ya con cuatro casas establecidas. El principal afán del fundador era fo­mentar 
las virtudes religiosas y el celo apostólico entre sus compañeros. 
Al divisar un poblado en que se proponía dar la misión, rezaba con 
fervor las letanías de la Santísima Virgen y otras oraciones, iba directa­mente 
a la iglesia y luego de adorar al Santísimo Sacramento subía al pul­pito 
y dirigía una ardiente exhortación al pueblo para invitarle a sacar pro­
vecho de los ejercicios espirituales que iba a predicar. Solían éstos durar 
de quince días a un mes. Además de las reuniones generales, celebraba 
otras especiales amoldadas a las distintas categorías de concurrentes. . 
En los tres pirmeros días, al anochecer, recorrían los Padres Misione­ros 
las calles más frecuentadas para invitar a todos los habitantes a las ins­trucciones 
y recordarles de paso las postrimerías. Tres veces durante la 
Misión, en el curso de los sermones acerca del pecado, del escándalo y 
del infierno, el santo predicador se flagelaba en el púlpito con una soga. 
El consuelo más dulce para el celoso misionero era hablar de María 
Santísima. Cierto día, mientras trataba en Foggia de este su tema favorito 
ante una muchedumbre inmensa de fieles, un rayo de luz resplandeciente 
que salió de un cuadro de la Virgen vino a iluminar con claridad celestial 
el rostro del santo predicador, que arrobado en éxtasis quedó levantado a 
varios codos sobre el suelo. Testigo el pueblo de tamaño prodigio prorrum­pió 
en gritos de « ¡Milagro! ¡ Milagro! » y fue tal la emoción que se apo­deró 
de algunas públicas pecadoras, allí presentes, que comenzaron a pedir 
a voz en grito perdón de sus pasados extravíos, y días después abandona­ron 
el mundo para consagrar el resto de su vida a ejercicios de rigurosa 
penitencia. 
ES NOMBRADO OBISPO 
Co n f ia ba Alfonso María de Ligorio acabar plácidamente su vida ro­deado 
de sus hijos espirituales, cuando en marzo de 1762 recibió del 
papa Clemente XIII las Letras Apostólicas en que le nombraba obispo 
de Santa Águeda de los Godos, pequeña ciudad situada entre Benevento y 
Capua. Su sorpresa sólo puede compararse con el dolor que experimentó. 
Suplicó al Sumo Pontífice le permitiese declinar tan pesada carga, pero 
sólo consiguió que el Papa le enviara, por medio del cardenal Negroni, 
su secretario, orden formal de aceptar. « ¡ Cúmplase la divina voluntad! 
—dijo Alfonso—. Y ya que Él me pide el sacrificio de los días que me 
quedan de vida, me someteré. El Papa ordena y yo debo obedecer. Dios 
me expulsa de la Congregación a causa de mis pecados». 
Fue tal la impresión, que nuestro Santo enfermó gravemente. Ya re­puesto, 
acudió a recibir en Roma la consagración episcopal el día 20 de 
junio de 1762; seguidamente marchó a la capital de su diócesis. No es 
para descrito el júbilo y el entusiasmo con que en ésta le recibieron cual 
a un nuevo San Carlos Borromeo. Su primera preocupación fue la refor­ma 
del Seminario y del clero. Empleóse luego en fundar cofradías que fo­mentasen 
la piedad y la frecuencia de sacramentos. Cada año visitaba 
una mitad de su diócesis. La caridad con que atendía a los pobres le lie-
vaha a desprenderse en su favor aun de las cosas más indispensables. Cier­to 
día que regresaba a casa, viose envuelto por un grupo numeroso de 
necesitados que le pedían limosna. «Hijos míos —les dijo—, ya nada me 
queda con qué socorreros; he vendido el coche, las millas y cuanto te­nía; 
no tengo dinero ni encuentro una persona que quiera prestármelo». 
Y, profundamente dolorido, se echó a llorar. 
SU MUERTE Y GLORIFICACIÓN 
A los trece años de fecundo episcopado, quebrantada su salud por la 
edad y por graves indisposiciones corporales, logró le aceptase el 
papa Pío VI la dimisión de sus funciones y regresó al convento de Pa-gani, 
sito a cinco leguas de Nápoles. Considerábase feliz de morar nueva­mente 
con sus hermanos de Religión y de volver a abrir su clavicordio. 
Las persecuciones, humillaciones, tentaciones y escrúpulos habían de 
amargar los últimos años del Santo. Al final de su vida, Dios le devolvió 
la paz y murió San Alfonso bendiciendo a sus religiosos, cumplidos los 
noventa años de edad conforme predijera San Francisco de Jerónimo. Sus 
venerados restos descansan en Pagani. Beatificado el 6 de septiembre 
de 1816, fue canonizado el 26 de mayo de 1839. 
Joven aun, hizo San Alfonso María de Ligorio voto de no perder 
nunca ni un solo instante de tiempo. El cumplimiento estricto de este 
voto le permitió escribir innumerables obras de piedad sólida, de teolo­gía 
moral y de controversia religiosa, con las que perpetúa su apostolado 
a través de los tiempos. Pío IX proclamó la excelencia de tales libros al 
conferir a su autor, por Breve de 7 de julio de 1871, el título de Doctor 
de la Iglesia universal. 
Pío XII le constituyó celestial patrono de los confesores y moralistas. 
S A N T O R A L 
N u e s t r a S eñora d e l o s á n g e l e s (véase nuestro libro «Festividades del año 
Litúrgico», pág 360). Santos Alfonso María de Ligorio, fundador de 
los Redentoristas; Esteban I, papa y mártir; Pedro, obispo de Osma; 
Rutilo, mártir en Africa; Bertario, obispo de Chartres; Máximo, obispo 
de Padua, y Gunzo, de Eichstad (Alemania); Uniaco, abad en Irlanda. 
Beatos Gualterio, franciscano; Juan de Rieti, agustino. Santa Teodota, 
martirizada juntamente con sus tres hijos en Nicea de Bitinia; Eteldrida 
o Alfreda, virgen, en Inglaterra. Beata Juana de Aza, madre de Santo 
Domingo de Cuzmán.
D ÍA 3 DE AGOS TO 
S A N D A L M A C I O 
ABAD DE CONSTANTINOPLA ( t hacia el año 440) 
En los comienzos del siglo v, surgieron en Constantinopla y en sus 
arrabales numerosos monasterios, merced al impulso que diera, ha­cia 
el año 383, un monje sirio llamado Isaac. Algunos de ellos con­taban 
cincuenta y hasta cien monjes cuya principalísima ocupación era 
alabar a Dios. El que San Isaac estableció en la capital no conservó 
el nombre de su fundador, muerto éste tuvo a su frente a un hombre cé­lebre 
en los fastos de la historia monástica, Dalmacio, considerado en las 
postrimerías del siglo iv como jefe y patriarca de los monjes de Cons-tantinopia, 
y de él tomó el nombre de Monasterio de Dalmacio. 
Dalmacio vio la luz primera en Oriente, en lugar y fecha que no he­mos 
podido precisar. En los comienzos de la estancia del emperador Teo-dosio 
I en Constantinopla, a fines del año 380, lo encontramos en la capi­tal 
del imperio de Oriente. Era a la sazón oficial de segundo orden 
del «cuerpo de guardias», o sea de una de las cohortes que tenían bajo 
su cargo la custodia del palacio de los emperadores bizantinos. 
Vivía en compañía de su esposa, también oriental, y de sus dos hijos, 
un niño llamado Fausto y una niña cuyo nombre no ha conservado la 
historia, Dalmacio era joven y rico, a la vez que fervoroso cristiano.
Con un emperador como Teodosio, tan afecto a la Iglesia católica, fácil 
le hubiera sido aspirar a un brillante porvenir, mas el trato con el mon­je 
Isaac, a quien conoció en el curso de una visita que le hiciera en su 
ermita en compañía del emperador, despertó súbitamente en su alma 
vivas ansias de más elevada perfección. Originarios ambos de Oriente, 
establecióse entre ellos una amistad fuerte y tanto creció la influencia de 
Isaac sobre el oficial que pudo decirle un día con toda confianza: 
—Preciso es que dejes todo y te encierres en adelante aquí conmigo. 
—Tengo familia e hijos —contestó Dalmacio—. ¿Cómo desprenderme 
de ellos? ¿Crees tú que será cosa fácil romper con tantas obligaciones? 
—Hijo mío —le replicó Isaac—. Dios me ha revelado que debes 
vivir aquí a mi lado. Ya sabes que el Divino Maestro dijo: «El que ama 
a su padre, o a su mujer, o a su hijo más que a mí no es digno de mí». 
Harto conocía Dalmacio el consejo dado por Jesús en otro tiempo a 
las almas fervorosas, mas tampoco ignoraba que su mujer, a pesar de 
ser excelente cristiana, habría de oponerse tenazmente a la separación in­mediata. 
Y aunque así fue, tras de repetidos ruegos, abundantes lágri­mas 
y conversaciones prolongadas, acabó el oficial por convencerla. Re­tiróse, 
pues, la esposa, junto con su hijita, a Siria, a casa de sus padres, 
y Dalmacio, con su hijo Fausto, se encerró definitivamente en la ermita 
de Isaac. Dos años largos de lucha le había costado este sacrificio. 
EL PRIMER MONJE DE CONSTANTINOPLA 
El monje Isaac, cuya vida iba a compartir Dalmacio, no es un des­conocido 
en la Historia Eclesiástica. Por un acto de cristiana audacia, 
que hubiera podido acarrearle terribles castigos, atrajo súbitamente so­bre 
su persona la atención pública en muy memorable ocasión. 
Un día del mes de julio del año 387, disponíase el emperador Va-lente, 
en guerra a la sazón con los godos, a emprender la campaña de 
Tracia en la que le esperaba una muerte atroz, cuando de repente salta 
delante de él un hombre que agarrando la brida de su caballo, le detiene, le 
increpa y le anuncia las venganzas del Cielo, prestas a descargar sobre él 
si rehúsa hacer justicia a los católicos. Era Isaac. Tomólo el emperador 
por un loco y despreció la amenaza. Unos días más tarde, Valente, derro­tado 
por las tropas enemigas, perecía abrasado en el interior de una ca­baña 
abandonada, no lejos de Andrinópolis. Con lo cual se cumplía la 
predicción de Isaac. 
Tuvo Isaac el mérito y la gloria de implantar la vida religiosa en la 
capital del imperio.
Muerto Valente (278), disfrutó la Iglesia de una era de tranquilidad 
con el advenimiento de Tcodosio I. No obstante, Isaac había de continuar 
siendo, por algún tiempo todavía, el único representante de la vida reli­giosa 
en Constantinopla. Vivía en la soledad aunque sin morada fija, al 
menos en los comienzos. A fines del año construyéronle una ermita y, 
ya en el transcurso del año siguiente, acudieron a ponerse debajo de su 
inmediata dirección muchos discípulos, cuyo número aumentó en breve 
tiempo y en forma tal, que hubo de pensarse en erigir un amplio monas­terio. 
Llevóse a inmediata realización aquella idea, merced, principal­mente, 
a la generosidad de Dalmacio, monje desde el año 383, el cual 
empleó en la construcción gran parte de su inmensa fortuna. Tan pre­ponderante 
fue la participación del antiguo oficial en esta obra, que ya 
desde los comienzos fue designado el nuevo monasterio, no con el nombre 
de Isaac su fundador y primer Superior, sino con el del oficial que faci­litara 
la construción. 
Así, el primero y más antiguo monasterio de Constantinopla fue el 
Monasterio de Dalmacio, cuyo archimandrita o abad, en funciones de 
exarca de los monjes de la capital, gozaba del privilegio de estampar su 
firma en los documentos y actas de los Concilios, antes de todos los 
superiores. 
VIDA RELIGIOSA 
No toda la fortuna de Dalmacio quedó absorbida por la construcción 
del convento. Quedábale buena parte de ella y fuéla distribuyendo 
en abundantes limosnas a la puerta de su celda. Cuantos pobres había 
en la ciudad y en su contornos, conocedores de su largueza, acudían a 
él como a fuente inagotable de recursos, diciéndose unos a otros 
—Vayamos al señor Dalmacio. 
Y tanto repitió el pueblo el nombre de su bienhechor que fue pronto 
uno de los más conocidos y admirados entre las gentes de la capital. 
No se crea sin embargo, que el nuevo monje ambicionaba el bullicio 
de la popularidad y de las glorias mundanas. Apreciaba mucho más la 
soledad del claustro y en ella permanecía, entregado con fervoroso entu­siasmo 
a la oración y al trabajo de la propia perfección. 
Muy diferente del suyo era el carácter de su maestro. No contento con 
aclimatar la vida religiosa en las riberas del Bosforo, imprimió en la ca­pital 
un admirable impulso hacia el monaquismo que ya nunca había de 
disminuir. Mientras Dalmacio y su hijo Fausto vivían en el retiro más 
completo, prodigábase Isaac en el exterior, e impulsado por un celo ar­diente, 
establecía nuevas casas religiosas, que luego visitaba con frecuencia.
MILAGROSA PRESENCIA EN UNA IGLESIA LEJANA 
La vida de oración, austeridades, ayunos y toda suerte de mortifica- 
. ciones a que Dalmacio se había entregado, era tan rigurosa que, a no 
mediar la gracia, fuérale imposible sostenerse en ella. Aconteció que un 
año, durante el episcopado de Ático (406-425), el piadoso monje pasó 
la Cuaresma entera sin probar bocado, hasta el día de Jueves Santo en el 
que, luego de asistir a misa y de comulgar, consintió en tomar un leve 
refrigerio. Aunque con las fuerzas agotadas, aún permaneció cuarenta y 
tres días más recostado sobre el pobre camastro que le servía de lecho, 
musitando rezos a veces y adormecido otras, notándosele apenas una li­gera 
respiración por la que delataba estar aún en vida. Finalmente, en 
el día de la Ascensión, llegóse Isaac a él para decirle: «¿Hasta cuándo 
piensas dormir, Dalmacio? Paréceme que ya te habrás repuesto suficien­temente. 
Vamos, levántate». 
Incorporóse algo Dalmacio al oír a su superior y respondió: 
—Padre, nuestros Hermanos han acabado ahora el canto de Tercia. 
—¿Cómo puedes estar tan enterado? ¿Dónde te hallabas? 
—Aquí, pero antes he asistido a misa en la iglesia de los Macabeos. 
—¿Y cómo puedes demostrarme que te encontrabas allí? 
—Estaba yo en la segunda fila, cerca del trono patriarcal. También he 
visto a tres monjes nuestros que asistían a los oficios en la misma iglesia. 
Isaac convocó en seguida a toda la comunidad, y resultó que en 
efecto tres Hermanos habían asistido a misa en la iglesia de los Maca­beos, 
y habían ocupado1 precisamente el lugar señalado por Dalmacio. 
SE ENCARGA DE LA DIRECCIÓN DEL. MONASTERIO 
La fama de este hecho maravilloso, bastó para denunciar la santidad 
del humilde religioso de manera que hasta los personajes más emi­nentes 
desearon conversar con él para admirar más de cerca sus virtudes. 
El patriarca Ático y aun el mismo emperador le visitaban en su pobre 
celda sin que por ello manifestase el humilde religioso emoción alguna, 
ni cambiase en nada su norma de vida. No ha de maravillar que al 
morir Isaac, fuese elegido Dalmacio para sucederle en el cargo. 
Parece natural que al encargarse de la dirección del Monasterio y 
aceptar el sacerdocio de manos del patriarca, continuara igualmente las 
obras externas de San Isaac y se convirtiese en el jefe activo del mona-
11 111111! 111 M' l M I IFT T' 
El monje Isaac dice a Dalmacio, oficial de la Guardia Imperial: 
«Mira, hijo mío; el Señor me ha revelado que tú también vendrás 
a compartir mi vida y mis trabajos. N o olvides las palabras del Maestro: 
El que ama a su padre, a su esposa, o a su hijo, más que a mí, no es 
digno de mí».
quismo bizantino. Pero no fue así. Aficionado a su retiro, jamás con­sintió 
en abandonarlo ni en franquear la puerta de su convento. Con 
este riguroso ejemplo quería inculcar, en sus religiosos una estima pro­fundísima 
de la clausura monacal, salvaguarda del recogimiento interior, 
y estímulo del espíritu conventual en su verdadero significado. 
Cierto día en que un temblor de tierra sumió a la capital en el mayor 
espanto, aterrorizadas las muchedumbres, organizaron en seguida una 
de esas procesiones solemnes que tan bien cuadraban con la exhube-rancia 
de su piedad, mas a despecho de todos los ruegos, Dalmacio 
permaneció encerrado en su celda. Ni siquiera quiso atender las súplicas 
de Teodosio II que en otra ocasión se había llegado a él en persona para 
rogarle saliese de su retiro. 
Unánimemente declaran todos los historiadores de la vida del santo 
monje, que desde su ingreso en el convento, en el año 383, hasta 431 en 
que se celebró el Concilio de Éfeso, es decir, en el espacio de cuarenta y 
ocho años, ni una sola vez salió del recinto de su monasterio. 
Ello no le impedía, sin embargo, el ocuparse de asuntos temporales 
que sometían a su criterio, de procesos cuyo fallo le encomendaban y 
de multitud de consultas que se le hacían por toda clase de gentes. 
DEFENSA DEL CONCILIO DE ÉFESO 
El Concilio de Éfeso, presidido por San Cirilo de Alejandría, había 
condenado los errores de la doctrina de Nestorio, pero, debido a la 
precipitación un tanto apasionada que apreciaron en el examen de esta 
causa, los delegados imperiales y de ellos principalmente el conde Can-diano, 
se opusieron resueltamente a la ejecución de la sentencia. Inclu­so 
llegaron a establecer una vigilancia tan estrecha en torno de Cirilo y 
de sus partidarios, que se vieron en la imposibilidad de escribir al empe­rador 
y a la Iglesia de Constantinopla para informarles de lo ocurrido. 
Sabedor Teodosio, por medio de su representante oficial, de las irregu­laridades 
de forma habidas en la tramitación de la causa y de que San 
Cirilo no había aguardado la llegada del episcopado sirio ni la de los 
delegados del Papa, no se atrevía a aprobar las Actas del Concilo. Más 
aún, había hecho redactar una caita desfavorable en absoluto a los 
adversarios de Nestorio, y antes de cursarla a Éfeso, fuese a mostrarla a 
Dalmacio para conocer su opinión respecto a las proposiciones en ella 
contenidas. 
Rogó el Santo al emperador que escribiese a los Padres del Concilio 
en términos más favorables y le señaló los retoques que convenía hacer.
Consintió en ello Teodosio y, redactada nuevamente la carta, hízola 
llevar al santo monje. Tampoco satisfizo a Dalmacio la nueva forma del 
escrito; mas, para evitar al emperador la molestia de venir a verle, diri­gióle 
un memorial en el que expuso cuantas modificaciones juzgó indis­pensables 
para que se dirigiera por ellas. 
Desgraciadamente los delegados imperiales estaban ganados para la 
causa de los adversarios de San Cirilo y no entregaron al soberano las 
notas de Dalmacio. Así es que la carta en que el emperador reprobaba 
lo hecho por el Concilio, fue expedida a Éfeso sin enmiendas ni ate­nuaciones. 
IMPONENTE MANIFESTACIÓN POPULAR 
a s i al mismo tiempo, llegaron también a Éfeso los legados del Sumo 
Pontífice y se declararon francamente en favor de San Cirilo y de 
su Sínodo. Con ello se normalizó la situación de los conciliares, lo cual 
les permitió llevar a buen término la obra que habían emprendido. 
Desde el día 31 de julio pudieron celebrar todas las sesiones del Con­cilio 
y promulgar libremente los correspondientes cánones. 
No era, sin embargo, cosa fácil el informar a la corte ni a la Iglesia 
de Constantinopla, ya que los amigos de Nestorio y más aún los del 
episcopado sirio, se organizaron en guardia permanente en la capital 
para no dejar circular más noticias que las favorables a su causa. A pesar 
de estos cuidados, llegó a Constantinopla cierto mendigo, portador, en 
un bastón hueco, de una carta que San Cirilo escribía a Dalmacio y en 
la cual le describía con vivos colores la tiranía que el conde Candidiano 
y el episcopado sirio ejercían sobre el legítimo Concilio, y solicitábale 
licencia para enviar al emperador una diputación de obispos que ex­pusiera 
ante él la situación. 
Ya queda dicho que en el espacio de cuarenta y ocho años, y a pesar 
de las muchas instancias que se le hicieron, jamás consintió Dalmacio en 
abandonar la querida soledad de su monasterio. Pero el bien general de 
la Iglesia hablaba ahora con más elocuencia que sus propios deseos de 
tranquilidad. Parecióle, como cuenta él mismo, oír una voz del Cielo 
que le ordenaba salvase a la Iglesia, y al frente de sus religiosos se diri­gió 
al palacio imperial. Los conventos, ante una noticia tan insólita, orga­nizaron 
en seguida grandiosa procesión de monjes que, guiados por sus 
abades y archimandritas y cantando himnos, acudió a presencia del 
emperador. Imponente muchedumbre de pueblo seguía detrás. 
Teodosio II, que profesaba a Dalmacio grande aprecio y veneración, 
le dispensó excelente acogida. Sorprendido al verle recorrer las calles
de la capital, siendo así que él mismo en persona jamás había logrado 
decidirle a abandonar su amada celda, salió a su encuentro y lo intro­dujo 
en su palacio, mientras la multitud de archimandritas, monjes y 
fieles esperaban ante la puerta entonando cánticos religiosos. El empe­rador 
leyó la carta recibida de Éfeso, inquirió algunos pormenores com­plementarios 
y no puso dificultad en admitir a su presencia a los 
representantes de San Cirilo. 
Inicióse entonces entre el soberano y el recluso el siguiente diálogo, 
que nos relata el propio Dalmacio y que ha conservado la’ historia: 
—Si tal es —dijo Teodosio—, no veo difícil la solución, que venga 
una representación de obispos del Concilio para entrevistarse conmigo. 
—A ninguno de ellos se le autoriza. —¿Por qué? Nadie lo impide. 
—Sí que lo impiden, puesto que los detienen y les imposibilitan el 
venir. Los de la fracción de Nestorio van y vienen y se mueven libre­mente, 
mas no así los Padres del Concilio, a ninguno de los cuales se 
le consiente acudir a Vuestra Piedad para informarle de lo que se hace. 
El santo abad prosigue de este modo el relato de la audiencia im­perial: 
«Le he dicho, además, en presencia de todos, para sostener el 
partido de Cirilo: «¿Qué preferís? Oír la voz de 6.000 obispos, o la de 
un solo impío?». He dicho 6.000, teniendo en cuenta los que dependen 
de los metropolitanos y con intención de alcanzar una orden para que 
puedan venir algunos obispos a explicar lo ocurrido. El emperador me ha 
dado esta respuesta- «Bien habéis hablado. Rogad por mí». Y ha acce­dido 
a la justa demanda». 
Apenas hubo salido Dalmacio de la estancia imperial, cuando impa­cientes 
los monjes y el pueblo por saber el resultado de sus gestiones 
ante el soberano, preguntáronle con grandes voces cuál había sido la 
respuesta de Teodosio. Contestó aquél que fueran a la iglesia de San 
Mocio, situada próxima a la cisterna llamada hoy Chukur-Bostán y que 
allí les daría cuenta de su misión. Allí se encaminaron los archi­mandritas 
con los monjes y con todo el pueblo en masa y Dalmacio leyó 
desde la tribuna la Carta llegada de Éfeso y dio a conocer los porme­nores 
de su entrevista con el emperador. La multitud, transportada de 
júbilo, clamó a grandes voces: « ¡ Anatema sea a Nestorio!» Seguida­mente 
todos se retiraron en paz. 
Gracias a la enérgica firmeza del santo monje y a su oportuna inter­vención, 
la causa de la ortodoxia había triunfado definitivamente en la 
capital del imperio. Con ello se aseguraba la paz interior, se abría ancho 
campo a la expansión de la verdad católica y podían los pastores de la 
Iglesia atender libremente al cuidado de su grey. Todos reconocían y 
admiraban a nuestro Santo como al sostén principal de aquella situación.
INFLUENCIA EN LA CORTE. — SU MUERTE 
Nu ev am en t e hubo de intervenir Dalmacio en la corte, a petición 
del Concilio, en favor de San Cirilo de Alejandría, de Memnón 
obispo de Éfeso y de sus amigos; mas esta vez lo hizo por escrito. 
En su carta, que data probablemente del 13 de agosto de 431, aseguraba 
al Concilio que seguiría correspondiendo a sus deseos y que había reali­zado 
ya determinadas gestiones en defensa de los conciliares. 
En otra carta, reconocía el Concilio que sólo a Dalmacio se debía 
el haber podido descubrir la verdad al emperador, y le rogaba que pro­siguiese 
sus gestiones hasta lograr poner término a todas las dificultades. 
En esta carta se confería al monasterio fundado por San Isaac, derecho 
de preeminencia y supremacía sobre todas las casas religiosas de la capital. 
Otros documentos dan fe de la enorme influencia que Dalmacio ejer­cía 
en el imperio. En el año 433 el arcediano de Alejandría solicitaba 
que se hiciese intervenir al Santo cerca de Teodosio II para alcanzar 
que fuera borrado definitivamente de los dípticos el nombre de Nesto-rio. 
También el patriarca San Proclo habla de él en términos precisos y 
muy elocuentes en carta particular dirigida a Juan de Antioquía. 
Este es el último documento que menciona a Dalmacio en vida y 
como, al parecer, se escribió en el año 437, da pie para señalar como 
fecha aproximada de la muerte del ilustre archimandrita, los alrededores 
del 440. El patriarca San Proclo presidió sus funerales. Su hijo, San 
Fausto, continuó dirigiendo con celo y fruto el monasterio de Isaac. 
La Iglesia griega menciona a San Fausto y a San Isaac en el mismo 
día 3 de agosto en que se celebra al fiesta de San Dalmacio. 
S A N T O R A L 
Invención del cuerpo de San Esteban, protomártir. Santos Dalmacio, abad; Nico-demo, 
discípulo de Nuestro Señor; Gamaliel, maestro de San Pablo, mártir; 
Abibón, hijo de San Gamaliel; Asprén, milagrosamente curado por San 
Pedro y consagrado por él obispo de Nápoles; Pedro, obispo de Anagni, 
en Italia, y Eufronio, de Autún; Agustín, dominico, obispo de Zagreb 
v de Nocera, cuya fiesta se celebra el día 8; Hermelo, mártir en Constan-tinopla; 
Román y Tomás, martirizados en Gerona; Diógenes, Esteban y 
Albino, mártires en Roma, Walteno, abad cisterciense. Beato Pablo Ez-querra, 
carmelita. Santas Maranna y Cira, solitarias; Lidia, convertida en 
Filipos por San Pablo, a quien hospedó varias veces.
Escudo y divisa del Santo El papa Inocencio III 
D ÍA 4 D E AGOS TO 
STO. DOMINGO DE GUZMÁN 
FUNDADOR DE LA ORDEN DE PREDICADORES (1170-1221) 
ue el glorioso patriarca Santo Domingo natural de Caleruega, lugar 
del obispado de Osma, en Castilla la Vieja. Nació a 24 de junio del 
año 1170 de muy ilustres padres, pues eran los Guzmanes de an­tiguo 
y nobilísimo linaje. Su padre se llamó don Félix de Guzmán, y 
fue cristiano de cuerpo entero, su madre, doña Juana de Aza, igual 
en la nobleza y sangre a su marido, fue muy venerada de los fieles des­pués 
de muerta, lo que movió a León XII a aprobar su culto en 1828. 
De tan esclarecido y santo matrimonio nacieron tres hijos, señalados 
i‘ii virtud como su padres. El mayor fue sacerdote y acabó recogiéndose 
a un hospital para servir a los pobres, el segundo tomó el hábito de 
Predicadores, y el menor en edad fue nuestro Santo Domingo. 
Ya antes de que Domingo naciese, quiso el Señor dar muestras de 
tenerle destinado a grandes empresas de su gloria, porque estando en­cinta 
de él su madre, tuvo dos revelaciones de lo que había de ser el 
h i j o que llevaba en sus entrañas. Apareciósele una noche Santo Domingo 
de Silos, de quien era devotísima, y le dijo que Dios le concedería un 
h i j o de raros talentos y virtudes. Por esta revelación, pusieron al niño el 
nombre de Domingo. Pocos meses antes de darle a luz, doña Juana
tuvo en sueños otra visión. Vio a su hijo en figura de perro, el cual lleva­ba 
en la boca un hacha que alumbraba y encendía al mundo. 
Luego que Domingo recibió el bautismo, su madrina le vio en la 
frente una estrella por demás clara y resplandeciente. Con estas señales 
quería el Señor mostrar que el Santo había de defender a la Iglesia de 
Dios, y alumbrarla con su santa vida y con sus enseñanzas. También se 
dice que estando el niño en la cuna, apareció un enjambre de abejas que 
se posaba en su boca como para simbolizar la dulzura que destilarían 
sus palabras. 
Siendo de edad de siete años enviáronle sus padres a que se educase 
y aprendiese con un tío suyo llamado Guillermo, que era arcipreste en 
Gumiel de Izán. Era el niño tan dócil y bien inclinado, que antes era 
menester poner freno a su piedad que espolearla. En edad tan temprana 
ensayábase en la penitencia y asperezas de vida que había de hacer siendo 
mayor. Bajábase de la cama para acostarse en el suelo era sumamente 
sobrio en el comer y beber, y se apartaba de los deleites y pasatiempos 
en que solían entretenerse los demás niños. Se aficionó mucho a las 
letras, al canto y al oficio eclesiástico. Sólo se ocupaba en estudiar, leer, 
orar y servir al coro. Su recreación era ordenar y limpiar los altares y 
estarse orando con ternísima devoción ante el Santísimo Sacramento. 
ESTUDIANTE Y CANÓNIGO 
Siend o como de catorce años de edad, fue a Palencia, que era enton­ces 
la ciudad de España donde más florecían los Estudios generales. 
Maestros y discípulos echaron luego de ver el agudo ingenio del joven 
estudiante y la afición con que se daba al ejercicio de las ciencias hu­manas 
y divinas. En breve tiempo salió muy aprovechado en todas ellas. 
Lo que más admiraba, era ver que, a pesar de darse Domingo tan de 
veras a las letras, no descuidaba el aprovechamiento de su alma. Veíanle 
entregarse mucho a la oración, huir de las malas compañías, y ser muy 
compasivo y misericordioso en su trato con los prójimos. 
Los pobres y los huérfanos empezaron pronto a acudir a él, seguros 
de hallar amparo y auxilio. Sucedió por entonces una grande hambre. 
Para remediar las necesidades de la gente pobre, llegó nuestro joven a 
vender sus alhajas y vestidos lujosos y aun los libros de estudio ano­tados 
de su mano. «¿Cómo estudiar cómodamente —decía— habiendo 
quienes mueren de hambre?». A ejemplo del santo mozo, muchos con­discípulos 
suyos y otros caballeros de la ciudad, vendieron sus haciendas
para remedio de los necesitados, con lo cual quedó muy aliviada aquella 
triste situación. 
Vio Domingo cierto día llorar amargamente a una pobre mujer, por 
haber los moros llevado cautivo a un hermano suyo. No tenía ya el 
Santo más dinero, por lo que hizo instancias a la afligida mujer para 
que le vendiese a él por esclavo, y así rescatase a su hermano; pero no 
quiso hacerlo por no privar al pueblo de tan eximio bienhechor. 
La fama de virtud y de sabiduría de Domingo se extendió pronto por 
toda la comarca. El obispo de Osma, que a la sazón lo era don Martín 
de Bazán, tomó tan a pecho la reforma de su iglesia, que en pocos años 
logró que los canónigos viviesen en comunidad observando la regla de 
San Agustín. Con mucha diligencia y cuidado buscaba hombres de gran 
espíritu y letras, que llevasen adelante la reforma. En el año 1194 tra­bajó 
con todo empeño para sacar a Domingo de Palencia y llevarle a 
Osma, y al fin salió con su intento. El santo mozo, ya sacerdote sin duda, 
obedeció el mandato del prelado, y partió para Osma, donde tomó el 
hábito de canónigo regular, y se consagró de lleno a la nueva obligación. 
A poco de su llegada fue hecho por el obispo subprior de aquella 
iglesia. Domingo aceptó el cargo por obediencia, y en él se señaló sobre­manera 
en toda virtud. Mostrábase humilde, manso, afable y llano con 
todos, pero al mismo tiempo celoso y grave reprensor de los vicios. 
APÓSTOL DE LOS ALBIGENSES 
El año de 1203, el rey de Castilla don Alfonso VIII envió a la corte de 
Dinamarca al nuevo obispo de Osma y antiguo prior de los canó­nigos, 
Diego de Acevedo, con cierta embajada y negocios de grande im­portancia. 
El prelado llevó en su compañía a Santo Domingo, que a la 
sazón tenía treinta y tres años. Al pasar por el mediodía de Francia, vio 
nuestro Santo con inmenso dolor los estragos que hacía en toda la comar­ca 
del Languedoc la herejía de los albigenses —neomaniqueos que ense­ñaban 
y defendían la doctrina de la doble divinidad, la del bien y la 
del mal—, la que ocho siglos antes había seducido al inquieto Agustín 
de Tagaste, ahora hacía presa en las provincias meridionales de Francia. 
Los condes de Tolosa, con haber sido los primeros en acudir a poner 
sitio a Jerusalén en tiempo de las Cruzadas, se habían declarado patro­cinadores 
de la nueva herejía; y los fieles de las provincias de la Pro-venza 
y del Languedoc querían seguir perteneciendo a la Iglesia católica, 
pero practicando la religión a su manera. De tanto simplificar las doc­trinas 
del catolicismo, llegaban a destruirlo esencialmente al par que
socavaban los fundamentos de la familia y de la moral. Estos herejes 
eran un gravísimo peligro para la sociedad. Extendíase su influencia desde 
Marsella hasta los Pirineos, las ciudades de Albí, de donde tomaron el 
nombre, Montpeller, Beziers, Carcasona y Aviñón eran feudos suyos. 
Fueron muchos los apóstoles del bien que de una u otra manera tra­taron 
de poner freno a los desmanes de la nueva secta, pero chocaron sus 
esfuerzos contra el furor de aquellos fanáticos sin lograr provecho. 
Para conjurar aquel grave peligro, el papa Inocencio III ordenó un 
plan de conquista que no pudo llevar a efecto como hubiera deseado. 
La cruzada «de los albigenses», mandada por el esforzado capitán conde 
Simón de Montfort, fue con sus violencias más allá de lo que el Sumo 
Pontífice se proponía. Desde el año 1213 en adelante, la cruzada se con­virtió 
en dura guerra de los condes del Norte y de los reyes franceses 
—Felipe Augusto en particular— contra los condes del Sur, para agregar 
la provincia del Languedoc a la corona de Francia. Pero el intento del 
Pontífice era reducir a los herejes con el arma de la persuasión, mane­jada 
por varones de probada virtud. En esa guerra espiritual lucharon 
Diego de Acevedo —después de cumplida satisfactoriamente la misión 
que le confiriera el rey de Castilla— y, sobre todo, el insigne Santo 
Domingo. Juntáronse a ellos algunos monjes del famoso monasterio del 
Cister, y emprendieron un modo de apostolado tan sobrenatural como 
racional y metódico, con disputas particulares y sermones públicos. 
Una de esas disputas fue célebre por haber intervenido el cielo de 
modo maravilloso en favor de nuestro Santo. Ocurrió el suceso en la 
ciudad de Fangeaux, diócesis de Carcasona. En el convento de las Ma­dres 
Dominicas de dicha ciudad hay todavía una capilla que llaman 
«del Milagro». Un día de controversia, acudió todo el pueblo a ver dis­putar 
al famoso predicador. Esta vez trajeron los albigenses una «me­moria 
» o libro de las doctrinas de su secta, pero el Santo había escrito 
una soberbia réplica en la que defendía y comprobaba la verdad cató­lica. 
Designáronse tres jueces para que determinasen de qué parte se 
hallaba la razón, mas como no lograran ponerse acordes, decidieron 
someter ambas memorias a la prueba del fuego. Echadas en una grande 
hoguera a vista de todo el pueblo, el libro de los herejes quedó en un 
instante abrasado y consumido, mientras el libro de Santo Domingo, 
saltando en alto sin que el fuego lo chamuscase siquiera, volaba por los 
aires hasta ir a ponerse encima de una viga que cerca de allí estaba, 
en la que dejó profunda huella de fuego. Tres veces volvieron los here­jes 
los papeles del Santo al fuego, y las tres se repitió el mismo prodigio. 
En la iglesia de Fangeaux puede verse todavía la viga con las tres que­maduras.
Sin haberse jamás visto, cortócense al punto Domingo de Guzmán y 
el Santo de Asís, «Compañeros somos —dice Domingo mientras 
le abraza—, y criados de un mismo Señor; los mismos negocios trata­mos; 
unos son nuestros intentos; vayamos a una y no habrá fuerza 
infernal que nos desbaraten.
FUNDA EL CONVENTO DE PRULLÁ Y PREDICA 
EL ROSARIO 
El canónigo español que lejos de su país trabajaba sin tregua predican­do 
la verdad, era hombre incansable en la acción, y de oración inten­sísima. 
Estas dos cualidades le caracterizaron durante su vida toda. Al 
paso que con todo ahinco luchaba contra la herejía por medio de la pre­dicación, 
quiso que algunas almas fervorosas le mereciesen con sus ple­garias 
al auxilio divino. A 22 de noviembre de 1206, Domingo fundó en 
las inmediaciones del santuario de Prulla —parroquia de Fangeaux—, 
consagrado a la Reina de los Ángeles, un convento de monjas claustradas 
que empezó a llevar vida regular al mes de fundado. No cabe duda de 
que este monasterio observó como su santo fundador la regla de San 
Agustín. También en Prulla redactó Santo Domingo las Constituciones de 
la Orden de Predicadores que estaba resuelto a fundar en cuanto sus tra­bajos 
le dejaran algún respiro. 
Al mismo tiempo que establecía esta obra de las monjas de Nuestra 
Señora de Prulla, dedicadas a la oración y penitencia, trabajaba Do­mingo 
con grandísimo fruto en la propagación de la devoción del santo 
Rosario que la misma Virgen María le había inspirado. Frente a la here­jía 
albigense que amenazaba a la Iglesia, la nueva devoción propagada 
por Santo Domingo era medio eficacísimo y muy popular para fortalecer 
a los fieles en la fe y alumbrar a los herejes. 
FUNDA LA ORDEN DE PREDICADORES 
Cu a r en ta y cinco años tenía Santo Domingo cuando, vencida ya la 
herejía, volvió a Tolosa. Era a la sazón obispo de aquella ciudad 
el cisterciense Fulco, el cual trabajaba ardorosamente para apaciguar su 
diócesis. Al celoso obispo, que alentaba con todas sus fuerzas las empre­sas 
de Santo Domingo, gustóle sobremanera la idea de formar un grupo 
de predicadores que observasen vida religiosa en comunidad. 
Los primeros compañeros de Domingo fueron cuatro misioneros que 
con él trabajaban ya. Uno de ellos era el Beato Manés, hermano del San­to 
, otro, Pedro Seila, noble caballero tolosano, que hizo donación a la 
naciente Orden de su propia casa, uno de los más bellos edificios de la 
ciudad. Domingo juntó en ella, el 25 de abril de 1215, a los seis primeros 
discípulos y les dio el hábito de Canónigos regulares de Osma, que él 
seguía llevando: túnica de lana blanca, sobrepelliz de lino, capa y ca­
pucha de lana negra. Como iba a celebrarse el cuarto Concilio de Letrán, 
partió Domingo para Roma en compañía del prelado Fulco; juzgaban 
ambos que la fundación de Predicadores podía extenderse a toda la 
Iglesia. Mil doscientos ochenta y cinco prelados se juntaron en Roma. 
Kn las cartas convocatorias, Inocencio III proponía, como fin del Con­cilio, 
«la extinción de la herejía y el afianzamiento de la fe». Ése era pre­cisamente 
el blanco de las actividades de Domingo, once años hacía. 
I’cro el Papa manisfestó aún más explícitamente su voluntad. Por el 
décimo canon del Concilio, que trataba de la fundación y establecimiento 
de los Predicadores, mandó a todos los obispos que tuviesen algunos a 
su lado, para que les sirviesen de coadjutores en el ministerio de la predi­cación 
y en el confesonario. En atención al fin peculiar para el que había 
sido instituida, la nueva Orden llamóse entonces «Orden de Hermanos 
Predicadores», nombre oficial que ha guardado hasta el día de hoy. 
En 1217, el papa Honorio III confirmó la Orden de Santo Domingo. 
PRIMER ENCUENTRO DE DOS SANTOS 
tro consuelo muy singular y maravilloso tuvo Santo Domingo en 
Roma el mes de septiembre de 1215. El Señor suscitó por entonces 
otra familia espiritual, que debía traer a vida cristiana al mundo paga­nizado 
dándole ejemplo de penitencia y de total desapego de las rique­zas 
perecederas. Poco hacía que el insigne San Francisco de Asís había 
juntado a sus primeros discípulos a la sombra y amparo del santuario de 
Nuestra Señora de los Ángeles. Él también fue a Roma con intento de 
hacer aprobar su Orden. Francisco y Domingo no se habían visto antes. 
Sucedió, pues, que estando Domingo en oración en la basílica de San 
Pedro, tuvo una muy extraña visión. Apareciósele Jesucristo como eno­jado 
por los pecados de los hombres y con tres lanzas en la mano para 
castigar con ellas al mundo. Pero la Reina de los Ángeles, que a su lado 
estaba, presentó a su Divino Hijo dos hombres, diciéndole que por la pre­dicación 
de ambos el mundo se reformaría. Santo Domingo se reconoció 
a sí mismo como uno de ellos, pero no sabía quién era el otro. Al día 
siguiente, al entrar en una iglesia de Roma vio un pobre cuyas facciones 
oran exactamente iguales a las de aquel compañero a quien no conociera 
i:n la visión. Corrió a él y le abrazó con entrañable afecto, mientras le 
decía «Compañeros somos y criados de un mismo Señor». De allí en 
adelante los dos Santos se concertaron en perpetua y santísima amistad 
que los unió de por vida. 
Este cariñoso y fraternal encuentro movió la fantasía de muchos pin­tores 
y artistas cristianos. En Roma sd guarda la memoria del suceso
en forma muy singular. Cada año, el Ministro General de los Franciscanos 
pasa con algunos religiosos a celebrar la fiesta de Santo Domingo en el 
convento de los padres Dominicos; para devolver cortésmente la visita, 
el día de San Francisco pasa el Maestro General de los Dominicos a cele­brar 
con los padres Franciscanos y en la residencia de éstos, la fiesta del 
fundador. 
PROPAGACIÓN DE LA ORDEN DE SANTO DOMINGO 
Seg u r o ya Santo Domingo del plan que había de llevar adelante, dejó 
a Roma al empezar la cuaresma del año 1217 y se volvió a Tolosa. 
Tras de haber pasado unos meses con sus discípulos, les declaró que se 
acercaba ya el día en que habían de ir a peregrinar por el mundo, de­cíales 
«El grano amontonado, fácilmente se corrompe, en cambio, sem­brado 
a voleo, da copiosísimo fruto». En cosa de pocos meses, la nueva 
Orden plantó sus reales en tres lugares estratégicos de la cristiandad en 
Roma, donde el papa Honorio III dio a Domingo el monasterio de San 
Sixto, cerca del Coliseo, en París y en Bolonia, que eran a la sazón los 
dos famosísimos centros universitarios de Europa. En París ganó el Beato 
Reginaldo para la Orden a muchos ilustres catedráticos universitarios y 
estudiantes. 
Cuarenta y ocho años contaba Santo Domingo de Guzmán cuando re­gresó 
a España, tras prolongada ausencia, y es fama que visitó y predicó 
en las ciudades de Pamplona, Guadalajara, Segovia, Madrid, Palencia, 
Zamora, Compostela, Burgos, Osma, Zaragoza, Lérida y Barcelona. En 
San Esteban de Gormaz y en su pueblo natal, Caleruega, detúvose más 
tiempo. En la mayor parte de los lugares que visitó, dejó fundados con­ventos 
de su Orden, y en estas apostólicas tareas se ocupó hasta que, 
terminada la cuaresma del año 1219, se despidió nuestro bienaventurado 
de España. Pasó luego a París, en cuyo convento de Santiago residió algún 
tiempo. Allí encontró un hermoso plantel de religiosos, en número su­ficiente 
como para poder distribuir algunos entre Alemania, Inglaterra, 
Escocia y varias comarcas de Francia. 
Los excelentes servicios que los Hermanos Predicadores prestaron a 
la Iglesia, movieron a los Papas a nombrarlos en muchos lugares inqui­sidores 
de la fe. Para premiar los importantísimos servicios que como tales 
prestaron los Dominicos, tienen todavía reservados dos puestos en la curia 
romana: el primero y más importante es el de maestro del Sacro Pala­cio, 
el segundo, el de comisario general de la Sagrada Congregación del 
Santo Oficio; el Maestro de la Orden y el maestro del Sacro Palacio son, 
por derecho propio, consultores de esta Congregación romana.
TEMPRANO FIN DE UNA HERMOSA VIDA 
Só l o tenía Santo Domingo cincuenta años y ya sus fuerzas estaban ago­tadas. 
Después de haber evangelizado el norte de Italia y la Lombar-día, 
pasó a Roma, donde recibió del Papa grandes muestras de aprecio 
y benevolencia para la familia de los Predicadores. Salió de Roma para 
visitar algunos conventos de Italia, y estando en Venecia cayó en gravísi­ma 
enfermedad. Volvió a Bolonia y a pesar de su extremada debilidad 
y de las súplicas de sus hijos, quiso seguir fielmente la Regla en todos sus 
puntos. Trasladáronle fuera de la ciudad a un paraje muy sano, pero allí 
se agravó el mal que padecía. Aunque se hallaba ya moribundo, pidió 
que le tornasen a Bolonia. Allí murió el 6 de agosto del año 1221. 
El cardenal Hugolino, legado del Papa, y grande amigo de Santo Do­mingo, 
quiso presidir personalmente los funerales. Cuando después fue 
elegido Papa con el nombre de Gregorio IX, dio licencia a los Dominicos 
para que trasladasen solemnemente las reliquias del santo fundador a 
la nueva iglesia de San Nicolás. Los milagros obrados por Dios mediante 
la intercesión de Santo Domingo de Guzmán, se multiplicaron al pie de 
su sepulcro, y siguieron sin interrupción durante el trascurso del tiempo, 
lo que movió al papa Gregorio IX, trece años después del dichoso trán­sito 
de nuestro Santo, a dar por terminado el proceso de su canonización, 
con estas memorables palabras: «No dudo de su santidad más que de la 
de los Apóstoles Pedro y Pablo». 
Su sepulcro se halla ahora en la iglesia de Santo Doménico, edificada 
por los años de 1730. Clemente VIII trasladó su fiesta al 4 de agosto. 
S A N T O R A L 
Santos Domingo de Guzmán, fundador de los Dominicos; Eufronio, arzobispo 
de Tours; Aristarco, obispo de Tesalónica; Agabio, obispo de Verona, y 
Marino, de Auxerre; Domingo Martínez, abad cisterciense; Lugilo, abad 
en Irlanda, Tertuliano, presbítero, mártir en Roma, Baumado, solitario 
en la región deb Maine; Eleuterio y Protasio, mártires. Beatos Juan Barre­da, 
mínimo; Reginaldo, de San G il; y Querubín de Espoleto, franciscano. 
Santas Flaminea, virgen y mártir; Sigrada, madre de los Santos Leodegario 
y Guarino; la. virgen, mártir en Persia; Perpetua, romana, madre del 
mártir San Nazario, 'convertida y bautizada por el Apóstol San Pedro. 
Beata Paula de Montant. clarisa.
El cruelísimo Diocleciano Sepulcro profanado y glorioso 
D ÍA 5 D E AG OS TO 
S A N T A A F R A 
PENITENTE Y MARTIR ( t 304) 
Gr a n d e es la misericordia del Señor y el poder de la gracia divina, 
que saca del fango del vicio a las almas sumidas en los más ab­yectos 
pecados, para conducirlas por el sendero de la virtud a las 
más altas cimas de la perfección. Buena prueba de ello es la vida de 
nuestra Santa, la cual, arrancada de su miseria moral con infinito amor y 
predilección para ser transportada a los vergeles de la Pureza infinita, 
brillará eternamente como testimonio de la bondad infinita de Dios. 
Nació Afra en Augusta Vindelicorum, hoy Augsburgo, en Alemania. 
Sus padres, que eran paganos, educáronla desde la más tierna infancia 
según los principios de su religión. Ya mayor, tributaba culto especial a la 
voluptuosa Venus, y para mejor honrarla convirtió la propia casa en mo­tada 
de corrupción. Al tener noticia de la guerra que Diocleciano había 
decretado contra los cristianos, cuya moralidad conocía, pero cuyos dog­mas 
ignoraba, sintió un atisbo de compasión hacia ellos. Desde este mo­mento 
la gracia divina comenzó su bienhechora influencia y no cesó en 
ella hasta conseguir su total conversión. Afra se prestó de su parte a se­cundar 
los planes divinos sin que bastaran pasiones ni tormentos para 
apartarla un punto de Su empresa.
LAS OVEJAS DESCARRIADAS 
Hu y e n d o de la persecución de Diocleciano, el obispo de Gerona San 
Narciso, salió de su patria con un diácono llamado Félix. Guiado 
por el Señor, fuése a Alemania con deseo de predicar el Evangelio a aque­llos 
pueblos y convertirlos a nuestra santa Religión. Al llegar a la ciudad 
de Augusta, quiso tomar posada y fue encaminado a la casa de Afra, 
mujer principal, cuya desarreglada vida le era desconocida en absoluto. 
Afra, como dueña de la casa, acogió a los recien llegados y les pre­paró 
cena abundante. Admiró, desde los primeros momentos, la gravedad 
y modestia de sus miradas, su porte correctísimo y su lenguaje sencillo y 
honesto; cualidades que tan desconocidas le eran en su habitual compa­ñía. 
La admiración y sorpresa rebasaron todo límite cuando, al principiar 
la cena, sin falsos respetos, el más anciano bendijo la mesa. No pudo 
entonces Afra contener la emoción y se dirigió decidida a Narciso 
— ¿Quién sois? —le preguntó. 
—Soy —respondió éste— un pontífice de los cristianos. 
Al oír estas palabras, Afra, llena de temor y vergüenza, se arroja a 
sus pies, y después de una breve y dolorida pausa, acabó por decir 
—Señor, apartaos de esta indigna morada la mujer que os habla es 
la más depravada de todo el país y no merece el honor de hospedaros. 
—Nuestro Señor no desecha nunca la oración del pecador arrepentido 
—replicó el obispo con paternal bondad—. Él, la santidad misma, ha 
muerto para expiar todos los pecados y purificar todas las conciencias. Re­cibe, 
hija mía, la luz de la vida, de la fe, y tus pecados te serán perdona­dos, 
mi entrada en tu casa será para ti manantial de alegría eterna. 
Llena de confusión, preguntó Afra: 
—¿Cómo se podrán borrar mis pecados, que no tienen número? 
—Cree en Jesucristo, recibe el bautismo y te salvarás, dijo Narciso. 
La pobre mujer creía soñar. Arrebatada de inmenso júbilo, llama a 
sus tres esclavas, compañeras de infamias. Digna, Eunomia y Euprepia 
«El venerable anciano que ha entrado en mi casa —les dijo—, es un obis­po 
de los cristianos, me ha asegurado que si creo en su doctrina y recibo 
el bautismo, quedaré purificada de mis iniquidades. ¿Qué me decís? —Es­clavas 
tuyas somos, respondieron, tu voluntad será la nuestra, te hemos 
seguido por el camino de la infamia, te seguiremos en el de la virtud». 
Al clarear el día, presentáronse los emisarios del juez en busca de los 
dos fugitivos. «Son de los míos —respondió ella con entereza— ; en 
estos momentos se hallan en el sacrificio». Los soldados creyeron que se 
encontraban en algún templo de los ídolos y se alejaron.
Satisfecha Afra de haber vencido la primera dificultad, siguió ocultan­do 
sigilosamente a los enviados del Señor; acudió a casa de su madre 
Hilaria, y le dijo Tengo en mi casa un obispo cristiano; durante toda la 
noche, con las manos levantadas al cielo, ha dirigido plegarias a su Dios, 
a instancias suyas hemos rogado con él. Al cantar el gallo, las luces se 
apagaron y por más que hice por encenderlas todo fue inútil. Entonces su 
acompañante me d ijo - «Mujer, no busques la luz que se apaga, hoy mis­mo 
verás otra luz que no se extingue nunca». Mientras tanto el obispo 
rogaba a su Dios en estos términos «Oh luz verdadera, desciende de los 
cielos, muéstranos tus resplandores para que seamos iluminados». Di 
repente, la sala quedó iluminada de brillantísima luz que persistió hasta 
la aurora, en que el pontífice terminó su oración. Desde entonces la cla­ridad 
iba amortiguándose a medida que el día avanzaba. Presa de gran 
asombro, dije al venerable pontífice: «Indigna soy de recibirte en mi casa, 
soy gran pecadora. —He venido a donde Dios me ha guiado», respondió. 
«Al amanecer —prosigió Afra—, varios soldados, encargados de pren­derlos, 
registraron la casa. Para evitar el peligro de nuevas pesquisas, con­vendría 
esconderlos aquí esta noche. ¿Qué os parece? 
—Haz lo que te propones, hija mía» —respondió Hilaria». 
Apenas llegó la noche, Afra comunicó al venerable anciano sus propó­sitos 
, éste aceptó gustoso la invitación. En cuanto se halló en su presen­cia, 
Hilaria se arrojó a sus pies y, abrazándoselos con efusión dijo 
—Os ruego, señor, limpiéis mi alma de pecado. 
—Grande es tu fe —respondió Narciso—. pues antes de oír hablar de 
los misterios de Dios, crees en ellos, cuando tantos otros los desprecian 
aún después de conocerlos. Veo con satisfacción que te hallas dispuesta a 
recibir la verdad; prepárate, pues, desde hoy, con ayunos y oraciones. 
Entretanto, yo te instruiré durante siete días en los misterios de la f e , el 
octavo, te regeneraré en las aguas bautismales y tu alma se tomará pura e 
¡nocente como la de un niño y gozará el amor de aquel que la creara. 
EL DEMONIO ANTE EL OBISPO 
Si os place —dijo Hilaria—, os explicaré cuáles han sido hasta el pre­sente 
nuestra religión y nuestras creencias. 
—Habla —respondió Narciso—, que así encontrará desahogo tu corazón. 
—Mis padres —prosiguió Hilaria—, aunque eran de la isla de Chi­pre, 
vinieron a establecerse en esta ciudad para tributar adoración a Venus, 
nuestra diosa preferida, a quien consagré mi hija, pensando honrarlos con 
ello. Por este motivo se dio a toda clase de deshonestidades y de infamias».
Al oír este relato, el santo obispo, con los ojos bañados en lágrimas, 
dijo a su diácono Félix: «Pidamos al Señor, hermano mío, que derrame 
sus gracias donde abunda la iniquidad, y que aborrezcamos y hagamos 
aborrecer una religión tan monstruosa e infame». 
Mientras oraban apareció en la cámara el demonio con aspecto de un 
horrible y deforme negro, cubierto de lepra y de úlceras repugnantes. 
— ¡Oh santo obispo Narciso! —exclamó el espíritu infernal—. ¿Qué 
haces entre mis fidelísimas siervas? Las almas santas, los cuerpos puros, 
los sacrificios inmaculados, sean, enhorabuena, para- tu Dios y Señor; 
pero la iniquidad, la maldad y el vicio, me pertenecen; son fruto de mi 
trabajo. Vete, pues, de aquí donde nada es tuyo. 
—Espíritu inmundo —replicó Narciso—, en nombre de mi Señor, te 
ordeno que respondas a mis preguntas. Dime, malvado, ¿conoces a Jesu­cristo, 
mi Dueño, a aquel Jesús de Nazaret que fue arrestado, escupido, 
coronado de espinas, crucificado, muerto en la Cruz, y que resucitó al 
tercer día? 
—Ojalá no le hubiera conocido nunca —vociferó el demonio con ra­bia—. 
Al ser crucificado vuestro Dios, nuestro jefe huyó de su presencia 
y fue amarrado con fuertes cadenas de fuego por el poder del Redentor. 
—¿Cómo se llama vuestro jefe? 
—Satanás. 
—Pero, ¿qué mal había hecho Jesús para ser crucificado? 
—Ninguno, pues nunca pecó. 
—Si estaba exento de culpa, ¿por qué y por quién ha sufrido tanto? 
—No sufría por sus pecados, sufría por los pecados de los hombres. 
—Espíritu infernal, has caído en el lazo de tus propios argumentos. Si 
sabes que Jesucristo sufrió y murió en cruz por los crímenes de los hom­bres, 
apártate de estas mujeres, pues para ellas han sido y son los frutos 
del divino Sacrificio. En virtud de esta redención, reciben hoy su fe y sa­cian 
su sed espiritual en el saludable manantial de su gracia. 
—Tu ley te prohíbe tomar el bien del prójimo —rugió el demonio—. 
Alardeas de justo y santo, y me arrebatas las almas conquistadas tiempo 
ha por mis esfuerzos. 
—Ladrón y salteador, condenado para siempre —replicó con energía 
el obispo— : estas almas son obra de Dios, tú se las has robado y yo 
quiero restituírselas. 
—Entonces, ¿por qué no me conduces al Creador? Por ventura, ¿no 
soy también su criatura? 
—Has de saber que Jesucristo —según tu propio testimonio— padeció 
por los pecados de los hombres, pero no por las maquinaciones de los 
demonios. Márchate, pues, y ve a juntarte con tu jefe Satanás. 
—Permite, por lo menos, que me quede aquí esta noche.
Lo s verdugos atan a Santa Afra al poste. Junto a él amontonan gran 
cantidad de leña, a la cual prenden fuego. Entretanto, la Santa, con 
la vista fija en el cielo, ofrece el sacrificio de su vida en desagravio de 
sus pasados extravíos, y da gracias al Señor por la grande merced del 
martirio.
—Si puedes, accedo a ello. 
—Fácil me será si acabas de una vez tus oraciones. 
—Espíritu eternamente maldito, toda la noche rezaré y haré rezar a 
los moradores de esta casa para obtener del Señor el perdón de los peca­dos 
y para desbaratar tus propósitos. 
Ante tal decisión, dio el espíritu infernal un gran alarido y desapareció. 
BAUTISMO DE AFRA, DE SU MADRE Y DE SUS COMPAÑERAS 
Hila r ia , Afra y sus compañeras, testigos de esta escena, llenas de 
temor y temblor, habían prorrumpido en copioso llanto y, con el 
rostro pegado en tierra, imploraban el auxilio y protección del Dios de 
los cristianos. Fortaleciólas San Narciso con paternales consejos y pruden­tes 
instrucciones. Tanto él, como su diácono, unieron a la oración el ayu­no 
para,asegurar el triunfo definitivo sobre el demonio. El Señor atendió 
sus súplicas días más tarde, Hilaria, su hija, las tres esclavas, todos sus 
familiares recibían las regeneradoras aguas del bautismo. 
San Narciso permaneció nueve meses en Augsburgo conquistando 
almas para el cielo: los paganos acudían secretamente a casa de Hilaria 
y allí recibían de labios del celoso obispo palabras de vida eterna. Al 
establecerse definitivamente el cristianismo, la casa de Hilaria fue desti­nada 
al culto cristiano bajo la advocación del Salvador y de su santa 
Madre. En aquel templo se reunían los primitivos cristianos; allí confirió 
San Narciso el sacerdocio —y según algunos el episcopado-r- a Dionisio, 
tío de Afra, que no tardaría en dar su sangre por la fe, hombre merece­dor 
de esta distinción y de este honor, por el celo infatigable con que 
continuó la obra de las conversiones. La sangre de los mártires es semilla 
de cristianos, por lo cual, cimentada y fertilizada esta nueva cristiandad, 
San Narciso y su diácono Félix se volvieron a Gerona, donde, a los tres 
años de apostolado, recogieron la palma del martirio. La Iglesia celebra 
su fiesta el 29 de octubre. 
EN EL TRIBUNAL DE CAYO 
La persecución de Diocleciano, sangrienta como ninguna otra, conti­nuaba 
devastando el campo cristiano. Los magistrados, antiguos pro­tectores 
de Afra pecadora, no bien se enteraron de su transformación, 
mandaron detenerla. Sin el miramiento debido a su edad, condición y 
sexo, fue conducida ante el juez Cayo. Sus respuestas, recogidas en las
Actas de Santa Afra, ex halan el perfume de una prüfutida humildad y de 
una confianza ilimitada en los méritos de su divino Salvador. ••••: 
Ca*o. — Sacrifica a los dioses, que más ventajoso té será vivit ¿^tima­da 
de los hombres que perecer en los tormentos.' 
Afra.— Bastantes pecados he cometido en mis años de desvarío, cuán­do 
desconocía a mi Dios y Señor, para que ahora le ofénda cumpliendo 
lo que me mandas. Nunca te obedeceré. 
Cayo. — Vete al Capitolio y sacrifica a los diosés. 
Afra. — Mi Capitolio es Jesucristo, a quien tengo siempre delante de 
mis ojos y a quien pido, cada día, perdón de mis iniquidades. Indigna soy 
de ofrecerle un sacrificio inmaculado, lo comprendo; pero quiero, al 
menos, aunque pecadora, ofrecerme en holocausto. Feliz me consideraré, 
si mi cuerpo purifica, en los suplicios y en el fuego, los pecados de que 
ha sido instrumento. 
Cayo. — Conozco la vida que has llevado, muy contraria, por cierto, 
a esos sentimientos que parecen animarte ahora. 
Afra. — Verdad es cuanto dices, pero mi Dueño y mi Vida descendió 
de los cielos por los pecadores, como dice el Evangelio. Él perdonó a la 
pecadora que bañó su pies con lágrimas de arrepentimiento, y nunca me­nospreció 
a las pobres mujeres ni a los publícanos, antes quiso comer 
con ellos • así, pues, confío que perdonará también mis pasados extravíos. 
Cayo. — Déjate de tonterías; abraza, como en otro tiempo, el culto 
de Venus, y disfrutarás de riquezas y honores. 
Afra. — Menosprecio tus viles promesas, precio y fruto del pecado. 
El dinero que tenía ya lo he echado de mí, porque no lo podía guardar 
con buena conciencia. 
Cayo. — Ese Dios que adoras te juzgará indigna de ser su sierva; en 
vano le servirás, ya que nunca te considerará como suya: jamás una 
mujer de mala vida podrá decirse cristiana. 
Afra.— Aunque ciertamente no merezco llamarme cristiana, la infinita 
misericordia del Señor suple con creces mis escasos méritos. Él mismo me 
ha concedido el honor de llevar tan glorioso nombre. 
Cayo. — ¿Qué pruebas tienes de la verdad de lo que tú afirmas? 
Afra. — En este mismo instante tengo una prueba manifiesta, al otor­garme 
el Señor la dicha de confesar públicamente su nombre y la gracia 
de poder expiar mis pecados por el martirio. 
Cayo. — Puras leyendas y cuentos. Sacrifica a los dioses y ellos te sal­varán 
de este mal paso en que te has metido. 
Afra. — Mi único salvador es Jesús. Aquel que pendiente en la cruz 
prometió el paraíso al buen ladrón que confesó públicamente su divinidad.
Cayo. — ¡ Basta de cuentos! Sacrifica a los dioses o serás azotada con 
varas en presencia de tus amantes. 
A fra. — Una sola cosa me sonroja: mis pecados. • 
Cayo. — Avergonzado estoy de haber disputado contigo tanto tiempo; 
obedece o morirás. 
Afra. — Eso es lo que anhelo. ¡ Ojalá consiga con el martirio la gloria 
tan largamente esperada. 
Cayo. — Sacrifica a los dioses, o mando que te atormenten, y que te 
quemen viva. 
Afra. — Padezca tormentos este cuerpo, instrumento de iniquidad, 
para que por él se purifique mi alma. 
Entonces el juez, harto de razones, dictó sentencia por la cual con­denaba 
a Afra a ser quemada viva, por el delito de declararse cristiana 
públicamente y negar a los dioses del imperio el culto que les era debido. 
LA HOGUERA 
Al punto los soldados se apoderaron de la valerosa cristiana. Condu-jéronla 
a una isla del río Lech, en las afueras de Augsburgo, y una 
vez llegados allí, atáronla bárbaramente a un poste. Mientras los verdugos 
amontonaban en su derredor la leña que había dé consumirla, Afra, con 
los ojos elevados al cielo, pronunciaba esta hermosa plegaria, que uno 
de sus historiadores nos ha transmitido: «Omnipotente y eterno Señor 
que invitáis a penitencia a los pecadores y cuyas promesas son verdaderas; 
que recibís al pecador en cualquier momento, olvidado ya de sus culpas 
pasadas, recibid ahora el sacrificio que de mi vida os hago en espíritu de 
expiación. Os suplico, Señor, por este fuego temporal preparado para 
atormentar mi cuerpo, que me libréis del fuego eterno que devora cuerpo 
y alma juntamente». 
Los verdugos encendieron la hoguera; por entre el crepitar de los leños 
encendidos, oíase la voz de la generosa mártir que continuaba su plegaria: 
«Señor Jesús, infinitas gracias os sean dadas por la gloria que me cabe de 
ser víctima indefensa de mi fe. A Vos, sacrificado en el leño de la Cruz 
por la salvación del mundo entero, a Vos, Justísimo Señor, ofrecido por 
los injustos; Bendito, sacrificado por los malditos; Manso, inmolado por 
los violentos y rudos, Santo, ofrecido por los pecadores, a Vos me ofrez­co 
en sacrificio; a Vos que vivís y reináis en unidad del Padre y del Es­píritu 
Santo pqr los siglos de los siglos b. Pronunciaba estas últimas pala­bras 
cuando su alma, purificada con la sangre del martirio, voló al cielo 
para recibir la recompensa de los mártires tan esforzadamente conquistada.
SUPLICIO DE SANTA HILARIA Y DE SUS COMPAÑERAS 
La s esclavas de nuestra Santa, trocadas en hermanas suyas por el cris­tianismo, 
presenciaron el glorioso triunfo de su ama, desde la orilla 
opuesta. Consumado el sacrificio, a instancias suyas, los verdugos las lle­varon 
al lugar donde Santa Afra acabada de expirar. Quedaron atónitas 
las tres jóvenes al no descubrir en el santo cuerpo lesión alguna. Dios 
nuestro Señor había querido así glorificar aquel cuerpo que, si un día 
fuera carne de pecado y objeto de perdición, había sido rehabilitado por 
el Bautismo y en el fuego abrasador de los torturas, voluntariamente 
sobrellevadas en defensa de la fe y como testimonio de perfecto amor. 
Hilaria, acompañada por varios sacerdotes cristianos, aprovechó la 
paz de la noche para recoger los preciosos restos. Trasladáronlos con santa 
devoción y diéronles sepultura en el sepulcro familiar, cerca de Augsburgo. 
Poco tiempo después, noticioso Cayo de que algunas mujeres cris­tianas 
se reunían para orar en la capillita erigida sobre la tumba de Santa 
Afra, mandó un escuadrón de soldados con orden de quemarlos vivos si 
no rendían culto a los dioses del imperio. Ni las promesas más tenta­doras, 
ni las más severas conminaciones pudieron doblegar la constancia 
ile Hilaria y de sus tres compañeras. Encerráronlas, pues, en el pequeño 
oratorio, que llenaron al mismo tiempo de sarmientos, maleza y hierbas 
secas. Luego prendieron fuego y cerraron la puerta. Hilaria y sus tres 
compañeras Digna, Eunomia y Euprepia, en íntima unión con Dios, espe­raron 
arrodilladas la unión definitiva en las moradas eternas. La voraci­dad 
de las llamas y la intensidad del humo, realizaron en breves mo­mentos, 
tan santos deseos. 
S A N T O R A L 
Nuestra Señora de las Nieves. Santos Osvaldo, rey; Memmio, obispo; Teodorico 
y Juan XIX, obispos de Cambray y Arrás; Casiano, obispo de Autún, y 
Venancio de Viviers; Abel, arzobispo de Reims; Emigdio, obispo y mártir 
en la Marca de Ancona, París, obispo de Teano, en Italia: Cantidio, 
Cantidiano y Sobelo, mártires en Antioquía; Yon, discípulo de San Dio­nisio, 
presbítero y mártir; Eusignio, martirizado en Antioquía cuando ya 
tenía ciento diez años, por haber reprochado su apostasía al emperador 
Juliano; Ireneo, Heraclio y Dacio, mártires en Galatz (Rumania). Santas 
Afra, penitente y mártir; Nona, madre de San Gregorio Nacianceno; Mar­garita, 
viuda, venerada en la Marca de Ancona.
D ÍA 6 D E AGOS TO 
SAN S I X T O II 
PAPA Y MÁRTIR (t 258) 
Subió San Sixto al solio pontificio ciento noventa años después de la 
gloriosa muerte del Príncipe de los Apóstoles, cuando el trono de 
San Pedro se hallaba teñido en púrpura con la sangre de los már­tires. 
También él, como su predecesor derramó su sangre por Cristo, enro­jeciendo 
real y materialmente la cátedra de Roma, pues fue decapitado 
en el trono mismo en que presidía las reuniones de los fieles. 
Su pontificado duró sólo un año. Había sucedido a San Esteban I, 
el 30 de agosto del año 257 y recibió la palma del martirio en la perse­cución 
de Valeriano, el 6 del mismo mes del año siguiente. 
Poseemos escasos datos biográficos de los primeros años de su vida. 
Tan sólo sabemos que nació en Atenas, que frecuentó las escuelas filosó­ficas 
de Grecia y que, convertido al cristianismo, fue ordenado sacerdote 
y llegó a ser arcediano de la Iglesia Romana. Al ser elevado al supre-mi 
sacerdocio, sucedióle en aquel cargo Lorenzo, mártir también según le 
profetizara San Sixto, cuando le conducían al suplicio. aPost tres dies me 
séqueris, sacerdotem levita, le había dicho. Dentro de tres días me seguirás 
en el sacrificio, ¡oh diácono!, para asistir al ministro del Señor».
EL PROBLEMA DE LOS REBAUTIZADOS 
La Iglesia cristiana de África veíase amenazada con un cisma por la 
cuestión de los rebautizados; una parte de Asia estaba a punto de 
separarse de la comunión de Roma por idéntica razón. 
Esta querella, suscitada en épocas anteriores, había alcanzado mayor 
recrudecimiento entre el papa San Esteban, predecesor de San Sixto, y 
el obispo de Cartago, San Cipriano. Se ventilaba la validez del bautismo 
conferido por los herejes. San Cipriano, impulsado por celo excesivo en 
pro de la pureza del dogma católico, declaraba nulo tal bautismo. Según 
su criterio, la validez del sacramento dimanaba de la santidad del que lo 
administraba, y no de su institución divina ni de las condiciones estable­cidas 
por el Divino Maestro. Error gravísimo que comprometía toda la 
economía de la religión. El Papa, defensor nato de la Verdad, declaróse, 
como era natural, en contra de tales teorías; de ahí surgieron profundas 
desavenencias entre Roma y Cartago. La doctrina ortodoxa triunfó, tras 
agrias controversias animadas, sin embargo, por bonísimas intenciones. 
Al advenimiento de Sixto II, el fuego de la discusión no estaba por 
completo apagado: San Cipriano vivía aún y la iglesia africana conserva­ba 
fielmente su ideas y su espíritu. San Sixto, dotado de gran paciencia y 
bondad, restableció la calma en los espíritus aunque sin ceder ni un ápice 
en las definiciones de sus antecesores, y en lo establecido en los antiguos 
usos romanos, reanudó las relaciones con el obispo de Cartago y volvió 
al seno de la Iglesia a numerosos disidentes. En el Concilio de Arlés (314) 
tomó a plantearse la misma dificultad, la cual sólo quedó zanjada defini­tivamente 
en el concilio de Nicea, el año 325. 
En el horizonte de la iglesia, divisábanse enemigos más terribles: los 
enemigos de fuera. 
LA OCTAVA PERSECUCIÓN PRIMER EDICTO 
De s e n c a d e n ó s e la octava persecución durante el gobierno del em­perador 
Valeriano. Su desarrollo comprende dos fases o épocas bien 
caracterizadas. La primera época fue suave en apariencia, se limitó a 
declarar ilícita la asociación de los cristianos, prohibir sus asambleas 
y desterrar a los principales jerarcas. En el primer edicto persecutorio 
—julio de 257— se conservaban ciertos miramientos para con los cristia­nos 
y se recordaba con aparente satisfacción la antigua simpatía que hacia
ellos tuviera el emperador. Marciano, hombre impío y sanguinario, valióse 
de su influencia como ministro, para torcer aquellas buenas inclinaciones 
y arrancar el edicto que contenía los extremos anteriormente expuestos. 
En medio de las mil vejaciones y penalidades, la fe y constancia de los 
discípulos de Cristo permaneció firme e inquebrantable; más aún, con 
sus ejemplos y consejos ganaban muchos prosélitos para la verdadera 
causa. 
Estos resultados tan adversos, contrariaron los planes de los persegui­dores 
y les hicieron cambiar de táctica. Las nuevas determinaciones fueron 
objeto de otro edicto, promulgado por orden de Valeriano en junio del 
año siguiente, antes de emprender la expedición contra los persas. Desde 
este instante la persecución entra en su segunda fase. Nuestro Santo será 
de los primeros en experimentar las terribles consecuencias de aquel 
cambio. 
SEGUNDO EDICTO 
Co n o c em o s algunos pormenores de este documento por una carta que 
San Cipriano dirigió a Suceso, obispo de Abbir Germaniciana, ciu­dad 
de la provincia proconsular de África, informándole de ciertos ru­mores 
que más tarde confirmaron plenamente unos emisarios enviados 
por él a la Ciudad Eterna con el fin de prevenir a sus hermanos. 
«Los enviados a Roma para cerciorarse de la veracidad del edicto pu­blicado 
contra nosotros —dice la carta—, están ya de regreso. Según ellos, 
el emperador Valeriano ha cursado un escrito al Senado para que san­cione 
las siguientes medidas: 
«Decapitación, sin juicio ni proceso, de los obispos, sacerdotes y diáco­nos 
cristianos, degradación e incautación de los bienes pertenecientes a 
los senadores nobles (egrégii viri) y caballeros romanos que se declaren 
cristianos, los cuales, si persisten en su declaración, serán igualmente deca­pitados, 
las matronas serán desposeídas de sus haciendas y condenadas 
al ostracismo, los empleados del palacio imperial (coesariani) que hayan 
hecho profesión de fe cristiana y no abjuren de la misma, se harán tribu­tarios 
del fisco y trabajarán encadenados como esclavos en los dominios 
del César. El emperador manda con este mensaje el modelo de la carta 
que será remitida a todos los gobernadores de las provincias romanas». 
Por lo transcrito podemos juzgar de la difícil situación creada a los 
cristianos. A la pena de destierro, prescrita en el edicto del 257, susti­tuídsela 
por la pena capital que, en este caso, se aplicaba conculcando las 
leyes más elementales del derecho procesal y penal, ya que no había 
interrogatorio, ni juicio regular, nt sentencia legitimada por la fórmula:
in continente animadvertantur. Numerosos clérigos fueron, efectivamente, 
ejecutados en el acto, sin que para ello mediara ningún requisito judicial. 
La aristocracia y los «cesarianos» sufrieron también el peso de la ley; 
en cambio, la clase baja —los humiliores— no fue molestada lo más mí­nimo. 
Buscábase la destrucción del cristianismo atacando a los jefes y a 
los cristianos influyentes; pensaban que así desorganizarían la religión. 
No iban mal encaminados los enemigos de Cristo, pues, ¿qué podían 
hacer los simples fieles sin la dirección de los Papas y sacerdotes y sin las 
dádivas y larguezas de los cristianos adinerados que socorrían todas 
sus necesidades espirituales y corporales? Para éstos les bastaba la aplica­ción 
del edicto anterior que les prohibía tener reuniones, acudir a los 
cementerios y a los lugares del culto. Los senadores, los nobles, los ca­balleros 
cristianos, después de confiscados sus bienes, debían renegar de 
su fe o morir víctimas de su constancia. La vida de los «cesarianos» era 
respetada, pero a la expropiación de sus bienes seguía la condena a traba­jos 
forzados, algunos eran encadenados, y debían trabajar para el em­perador 
en condiciones bárbaras e inhumanas, como simples esclavos. 
Tal es la parte dispositiva del fatal edicto del año 258. 
El Senado votó cuanto propuso Valeriano y su «senatus consultus» 
sembró, de este modo, el dolor y la muerte en todas las provincias. Roma , 
experimentó, antes que ninguna otra ciudad, los efectos de tan arbitraria 
disposición. En la misma carta a que anteriormente nos hemos referido, 
San Cipriano notificaba a Suceso el martirio del papa Sixto. 
«Con gran dolor —le decía— te comunico que Sixto, juntamente con 
cuatro diáconos, ha sido decapitado en las catacumbas, el día 8 de los 
idus de agosto. Los prefectos de Roma, se preocupan del cumplimiento 
del edicto con celo incansable; cada día son condenados a muerte o pri­vados 
de sus bienes muchos de nuestros hermanos. Te ruego avises a los 
fieles, a fin de que, en todas partes, se hallen dispuestos al combate que 
nos dará la victoria final». No estaba de más aquella caritativa y oportu­na 
prevención. 
TRASLADO DE LOS SAGRADOS CUERPOS DE LOS SANTOS 
APÓSTOLES PEDRO Y PABLO «AD CATACUMBAS» 
Aq u e l la s draconianas disposiciones amenazaban destruir los lugares 
destinados al culto y aun la existencia misma de la Iglesia. Una de 
las yrimeras providencias del papa Sixto fue poner a salvo los veneran­dos 
restos de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo. Sus sepulcros, 
umversalmente conocidos, se hallaban en el monte Vaticano, junto a la
A punto ya de salir hacia el martirio, dice el pontífice San Sixto a 
su diácono Lorenzo: «No te abandono, hijo mío; antes te hago 
saber que deberás soportar otra batalla más dura y otros tormentos más 
rigurosos; pero triunfarás con mayor victoria del tirano. Presto me 
seguirás».
vía Cornelia, y en la quinta de Lucina, junto a la vía Ostia, respectiva­mente. 
La piedad de los primitivos cristianos había levantado capillitas 
sobre sus tumbas; se temió con fundamento fuesen profanadas sus reli­quias 
en tan críticas circunstancias. 
El 29 de junio del año 258 —según opinión autorizada— el Papa 
mandó trasladar los sagrados restos a una cripta de la vía Apia, en el 
sitio denominado ad catacumbas. Durante muchos años se desconoció el 
lugar preciso de su descanso. Los arqueólogos han emitido opiniones 
dispares sobre esta traslación; algunos la han negado a pesar de la tra­dición 
constante, corroborada por una inscripción del papa San Dámaso. 
En fin, excavaciones recientes, practicadas bajo el pavimento de la 
basílica de San Sebastián, han arrojado luz definitiva sobre este tema y 
han confirmado plenamente la creencia tradicional. 
Queda otro punto por dilucidar: ¿cuánto tiempo se conservaron los ve­nerandos 
restos en la cripta de la vía Apia? Lo ignoramos; muchos creen 
con gran probabilidad de certeza, que permanecieron allí hasta la paz de 
la Iglesia, y que el emperador Constantino los volvió a colocar en el pri­mitivo 
enterramiento al construirse las dos basílicas de San Pedro y San 
Pablo. Más tarde, San Dámaso hizo colocar, para perpetua memoria del 
traslado, la inscripción métrica siguiente: 
«Hic habitasse prius sonetos cognoscere debes. 
Nómina quisque Petri páriter Paulique requiris...» 
(«Debes saber que descansaron aquí, en tiempos pasados, los santos 
cuyos nombres buscas Pedro y Pablo. .») 
Esta inscripción no ha sido hallada, sólo se conoce por transcripciones 
antiguas, de aquí las vacilaciones para determinar con precisión el lugar 
de esta sepultura provisional. 
Pero las recientes excavaciones han descubierto, bajo la basílica de 
San Sebastián, en las paredes del subterráneo, gran número de grafías 
—más de cien— con las cuales los piadosos peregrinos del siglo III invo­caban 
la protección de los Santos Apóstoles. Transcribimos algunas Pedro 
y Pablo, acordaos de nosotros. — Pedro y Pablo, socorred al mayor de 
los pecadores. — Pedro y Pablo, interceded por todos nosotros. — Pedro y 
Pablo, y tú que lees esto, acordaos de Sozomena. — Pedro y Pablo, con­servadnos 
a Vicente. 
Este precioso descubrimiento —unido a la tradición constante según 
la cual los cuerpos de los Santos Apóstoles fueron trasladados a esta 
región—, nos permite afirmar rotundamente ser aquél el lugar preciso en 
donde fueron ocultadas las santas reliquias.
MARTIRIO DEL PAPA SAN SIXTO II 
San Cipriano, en la carta dirigida a Suceso, no refiere más datos sobre 
la muerte de San Sixto. Con todo, el pormenor concreto de su deca­pitación 
en la catacumba es importantísimo y echa por tierra leyendas 
que habían oscurecido la historia de sus postreros momentos. Sabed que 
Sixto ha sido decapitado en la catacumba el 6 de agosto —escribe lacó­nicamente 
el obispo de Cartago; afirmación tan sucinta como elocuente. 
Las circunstancias de este martirio son emocionantes: Hallábase el 
pontífice en la catacumba de Pretextato, lugar funeraria privado, para 
celebrar los divinos misterios. Los agentes del emperador, celosos para 
impedir las reuniones de los cristianos, irrumpieron en el subterráneo y 
sorprendieron a San Sixto que sentado en su cátedra, dirigía la divina 
palabra a los fíeles. Sin hacer caso de los demás, apoderáronse al punto 
del santo obispo y de los ministros que le acompañaban para conducirlos 
a presencia del prefecto más celoso y enemigo de los cristianos. Celebrada 
la entrevista, fueron condenados Sixto y sus compañeros a ser decapitados 
en el mismo lugar en que fueran sorprendidos en flagrante delito de culto 
ilegal. Momentos después se los condujo al suplicio. 
En el trayecto encuentran a Lorenzo, primer diácono, el cual entabla 
con el Pontífice el sublime diálogo que San Ambrosio nos ha legado y 
que la Iglesia ha consagrado en su liturgia. 
—¿Adonde vas, padre, sin tu hijo? ¿Adonde vas, sacerdote, sin tu 
diácono? ¿Vas a ofrecerte a Dios en sacrificio? ¿Pues cómo le quieres 
ofrecer —fuera de tu costumbre— sin ministro? ¿Qué has visto en mí 
por donde me deseches? ¿Hasme hallado por ventura cobarde y flaco? 
Dísteme cargo que administrase a los fieles el Sacramento de la sangre de 
Cristo; y ¿ahora quieres sin mí derramar tu sangre? Escogísteme para 
lo que es más, y ¿no me quieres para lo que es menos? Mira que no te 
reprendan de inconsiderado, aunque te alaben de fuerte, pues la falta del 
discípulo es deshonra del maestro. Muchos ilustres varones alcanzaron 
renombre de victoriosos por haber vencido; muchos capitanes triunfaron 
por haber peleado sus soldados valerosamente. 
—No te dejo, hijo mío — respondió el santo pontífice Sixto—, ni te 
deshecho por pusilánime y cobarde, antes te hago saber que te queda 
otra batalla más dura que la mía y otros tormentos más rigurosos. Por ser 
yo viejo y flaco, mi tormento será breve y ligero, mas tú, que eres mozo 
robusto, triunfarás con mayor victoria del tirano. Deja de llorar, que pres­to 
me seguirás. Pasados esos tres días, tú, que eres diácono, seguirás a 
tu sacerdote. ¿Para qué buscas compañía en tu pasión, pues toda la gloria
de tu martirio se ha de atribuir a tus grandes hazañas? ¿Para qué me 
quieres contigo? Elias dejó a Elíseo, y no por eso le faltó virtud y fuerza 
para hacer grandes maravillas; lo mismo harás tú sin mí; sólo te enco­miendo 
que los tesoros de la Iglesia que están a tu cargo, los repartas a 
los pobres como a ti te pareciere y con santa libertad. 
La profecía se cumplió íntegramente: cuatro días después, el 10 de 
agosto San Lorenzo sufría por Cristo espantosos tormentos. 
Al llegar a la catacumba, los soldados hicieron sentar a San Sixto 
sobre la silla pontifical y le cortaron la cabeza. Igual suerte corrieron sus 
cuatro diáconos Jenaro, Magno, Vicente y Esteban. En distinto lugar y 
el mismo día fueron inmolados también dos diáconos llamados Felicísi­mo 
y Agapito. Todos recibieron sepultura en la catacumba de Pretextato; 
pero los restos del santo Pontífice y de sus cuatro compañeros fueron 
trasladados a la cripta papal, en la catacumba de Calixto, tan pronto como 
los cristianos recobraron el uso de sus cementerios; la cátedra ensangren­tada 
fue colocada detrás del altar. El año 1700, Inocencio XII cedió esta 
gloriosa .reliquia a Cosme II, duque de Toscana, el cual, a su vez la donó 
a la catedral de Pisa, donde aún se conserva. 
Encima del cementerio de Pretextato se construyó más tarde una pe­queña 
basílica, en el lugar mismo ubi decollatus est Xystus, donde Sixto 
fue decapitado. El papa San Dámaso grabó la inscripción anteriormente 
citada, cuyo texto reproducimos más abajo; ratifica en ella que Sixto 
presentó su cabeza al verdugo. Pruebas tan convincentes confirman el tes­timonio 
de San Cipriano respecto al género de muerte de nuestro Santo. 
El Líber Pontificalis, recogiendo la doble tradición de los escritos y de los 
monumentos, dice en la nota biográfica que San Sixto II fue decapitado: 
cápite truncatus est. Por todo lo cual queda sin fuerza cualquier opinión 
que atribuya a nuestro mártir otro género de suplicio. 
EPITAFIO DAMASIANO DE SAN SIXTO II 
TEMPORE QUO GLADIUS SECUIT PIA VISCERA MATRIS 
HIC POSITUS RECTOR CELESTIA JUSSA DOCEBAM 
ADVENIUNT SUBITO RAPIUNT QUI FORTE SEDENTEM 
MILITIBUS MISSIS POPULI TUNC COLLA DEDERE 
MOX UBI COGNOVIT SENIOR QUIS TOLLERE VELLET 
PALMAM SEQUE SUUMQUE CAPUT PRIOR OBTULIT IPSE 
IMPATIENS FERITAS POSSET NE L/EDERE QUEMQUAM 
OSTENDIT CHRISTUS REDDIT QUI PREMIA VITjE 
PASTORIS MERITUM NUMERUM GREGIS IPSE TUETUR
T raducción..— Cuando la espada desgarró las entrañas sagradas de 
la Madre, yo, pastor enterrado aquí, enseñaba los mandatos del cielo. 
De repente, se apoderan de mí sentado en mi cátedra, los soldados que 
habían eriviado: el pueblo tendió el cuello a la espada. El anciano 
pronto se percató que deseaba recibir, en su lugar, la palma del martirio. 
Entonces él ofreció y entregó el primero su cabeza, para que el inquieto 
furor de los enemigos no se cebase en ningún otro. Cristo, que da la vida 
?teffia en recompensa, atestigua el mérito del pastor y ciuda él mismo su 
rebaño. 
LARGA VACANTE DE LA SILLA PONTIFICIA 
La muerte del Papa y de sus diáconos trajo la desorganización de la 
Iglesia de Roma, la cual vióse imposibilitada para nombrar sucesor 
inmediato, porque la violencia de la persecución se cebaba en todas partes 
y no dejaba ni un resquicio de libertad para proceder en tan delicada 
coyuntura. La asistencia del Espíritu Santo —garantía de perdurabilidad 
y esperanza de aquellos fervorosísimos creyentes— mantuvo la fe en el 
porvenir. No podía estar lejana la solución del problema; pero, entre­tanto, 
hubo que realizar una ímproba labor para contrarrestar los efectos 
de aquella rigurosísima situación, humanamente insostenible ya. 
En Roma ya no quedaban diáconos; y aunque los hubiera, es pro­bable 
que no tendrían bienes que administrar, ya que, sin duda alguna, el 
Estado había logrado confiscarlo todo; los cristianos se congregaron tardía 
y clandestinamente y sin más apoyo que el propio entusiasmo. 
Privado de diáconos, el clero creó un Consejo provisional, compuesto 
de sólo sacerdotes, según hace notar el Líber Pontificalis: Presbyteri prce-fuerunt. 
La historia no registra ninguna disposición durante este largo 
período en que estuvo vacante el trono pontificio (agosto de 25$ a julio 
de 259). 
S A N T O R A L 
La T ra n s f ig u r a c ió n d e N u e s t r o S eñ o r J e su c r is t o (véase el tomo de «Festivida­des 
del Año Litúrgico», pág. 370). — Santos Sixto II, papa y mártir; Hor-misdas, 
papa; Justo y Pastor, niños mártires; los Mártires de Cardeña, en 
Burgos; Jenaro, Magno, Vicente, Esteban, Felicísimo y Agapito, diáconos 
del papa Sixto II, degollados en Roma; Santiago, ermitaño en Amida de 
Mesopotamia; Cremes, abad en Sicilia. Venerable Bernardino de Obregón, 
fundador de los Hermanos Enfermeros de la Orden Tercera franciscana.
Vida de fe y de divino amor Barca salvadora 
DÍA 7 DE A G O S T O 
SAN C AY E T ANO 
COFUNDADOR DE LOS CLÉRIGOS REGULARES TEATINOS 
(1480-1547) 
En Vicenza, ciudad de la República de Venecia, vivían pacífica y cris-tiamente, 
a fines del siglo XV, el conde Gaspar de Tiene y su 
esposa María de Porto. Gaspar había heredado cuantiosas riquezas 
y un nombre ilustrado por virreyes, teólogos y guerreros, María des­cendía 
también de noble linaje, realzado por sus relevantes virtudes. 
Antes del nacimiento de Cayetano —segundo de sus hijos—, María, 
prevenida por una voz celestial, abandonó su rico palacio y se retiró a 
una humilde casa de su propiedad, pues no convenía que el futuro após­tol 
de la pobreza evangélica naciese en la opulencia y el regalo. En las 
aguas bautismales recibió el nombre de Cayetano, en memoria de un 
ilustre tío suyo, canónigo y profesor de la Universidad de Padua, y el de 
María, por ser consagrado a tan tierna Madre desde su nacimiento. 
Este niño debía ser, andando el tiempo, soldado de Cristo, antorcha 
que iluminaría al mundo con-sus virtudes, padre amante de los pobres y 
broche de oro que debía cerrar la cadena gloriosa de sus -antepasados. 
Cayetano sintió desde sus primeros años gran predilección por los 
desheredados de la fortuna. Su corazón tierno y bondadoso correspondía 
a las finezas de la gracia • derramaba abundantes lágrimas a vista de las
miserias humanas; todos los pobres conocían y cariñosamente llama­ban 
«su amiguito», al que más tarde llamarían «su padre». Con genero­sidad 
infantil, prodigábales toda clase de atenciones y cuidados, repar­tíales 
los dinerillos que sus padres le entregaban a título de recompensa; 
y cuando éstos se le agotaban ponía en juego su santa habilidad para 
reponer aquel pequeño tesoro que tantas alegrías significaba para los 
pobres. Cuando no lograba reunir sus dinerillos, pedía limosna «por amor 
de Dios» a cuantos parientes y conocidos había a mano. 
ESTUDIANTE 
La vida modesta de Cayetano explica la penumbra que envuelve todos 
sus actos, y nos impide conocer los pormenores de su vida. Dos años 
tenía cuando murió su padre, su virtuosa madre quedó sola al cuidado 
de los tres hijos Bautista, el mayor, Cayetano y un recién nacido. Ca­yetano 
estudió humanidades en su pueblo natal, y terminó doctorándose 
en derecho civil y canónico en la Universidad de Padua. Vuelto a Vicenza, 
se inscribió en el Colegio de Abogados de dicha ciudad. 
A medida que ensanchaba el cauce de sus conocimientos crecía también 
su celo por la santificación de las almas. Los habitantes de Rampazzo, 
pueblo enclavado en una de su posesiones, se veían privados de la Santa 
Misa por carecer de iglesia. El joven abogado, que posponía los bienes 
materiales a los espirituales, se concertó con su hermano Bautista, y 
ambos construyeron en aquel lugar una iglesia bajo la advocación de 
Santa María Magdalena, y destinaron 60 ducados al sostenimiento del 
culto y clero de aquel pueblo. 
La Ciudad Eterna, centro y foco del catolicismo, le atraía de modo 
irresistible; por el deseo de imbuirse en el espíritu eclesiástico, y de per­feccionarse 
más en él, empredió un viaje a Roma, con determinada re­solución 
de hacer en aquella ciudad una vida retirada y escondida, y de 
emplearse únicamente en los más bajos ejercicios de humildad. Pero no 
le valió; porque su insigne virtud y grande reputación le descubrieron 
luego, dándole a conocer por lo que era. Quiso verle el papa Julio II, y, 
reconociendo en él señales muy visibles de un extraordinario mérito y de 
una eminente santidad, que algún día podían ser muy útiles al bien de 
la santa Iglesia, le mandó que se quedase en la corte. No era este precepto 
acomodado a la inclinación de Cayetano, que suspiraba por la soledad; 
pero le fue preciso obedecer. El Papa le dio un oficio de protonotario 
participante. La amistad con el Pontífice le brindó la ocasión de ultimar las 
condiciones de paz entre el Papa y la República de Venecia, su patria.
Cierto número de prelados distinguidos del séquito pontifical, entre 
ellos Jacobo Sadoleto, secretario particular de León X, y Juan Pedro Ca-raffa, 
que fue más tarde Paulo IV, y nuestro Cayetano, mostraron al mun­do, 
con su ejemplo, que la fe y las obras no habían muerto en la Roma 
del Renacimiento, presentada entonces por Lutero como centro de todos 
los vicios. En respuesta a tan absurdas como mal intencionadas afirma­ciones, 
sesenta prelados de la corte pontificia se agruparon en 1516 y 
fundaron la cofradía del «Divino Amor», que fue aprobada por León X. 
La práctica constante de los ejercicios de piedad despertó en Cayeta­no 
gran inclinación hacia el sacerdocio, inclinación que se vio muy favo­recida. 
Por indulto especial de León X, recibió la dignidad sacerdotal en 
cuatro días: el 27 de septiembre del año 1516 le confirieron los órdenes 
menores, el 28 el subdiaconado, el 29 el diaconado, el 30 el sacerdocio. 
Desde esta fecha caminó velozmente por el sendero de la perfección, su 
piedad acendrada, según testigos fidedignos, no tuvo rival. Comúnmente 
se decía: Cayetano es un serafín en el altar, y en el pulpito, un apóstol. 
«Cuando se ama a Dios —repetía con frecuencia— todo es fácil». Su 
íntima unión con el Señor llegaba hasta la familiaridad. Hallábase cierta 
noche de Navidad (1517) orando en Santa María la Mayor, ante las reli­quias 
de la Cuna del Niño Jesús, cuando Nuestro Señor se le apareció en 
forma de niño. Con la venia de la Santísima Virgen, tomóle en sus brazos, 
y, con el corazón fundido de amor no se hartaba de mirarle y acariciarle. 
Desde entonces la fiesta de Navidad tuvo para él encantos indescrip­tibles 
• hacía pequeños belenes que adornaba con gran primor y predicaba 
los misterios de Navidad con tanta unción que arrancaba lágrimas a su 
auditorio. 
EN VICENZA. — OBRAS SOCIALES OBRERAS. 
LOS NOBLES VENECIANOS 
ue stro Santo hubo de salir precipitadamente de Roma, para asistir 
a su madre, que había caído gravemente enferma. Llegado a Vi-cenza, 
tuvo aún el consuelo de recoger sus últimos consejos y enjugar sus 
postreras lágrimas. Murió la virtuosa condesa el 14 de agosto de 1518. 
A partir de esta fecha, la caridad de Cayetano no tuvo límites. Inscribióse 
en la cofradía de San Jerónimo. Esta corporación obrera iba decayendo 
de su primitivo fervor; pero así que ingresó en ella, supo nuestro Santo 
de tal modo inflamar en el amor divino los corazones de los asociados, 
que en muy poco tiempo fueron restablecidas y aun aumentadas las prác­ticas 
de piedad que en ella habían ido cayendo en lamentable desuso.
Cayetano soportó una lluvia de burlas y desprecios, incluso de sus fa­miliares 
que veían con desagrado cómo se ponía al nivel de los obreros y 
artesanos. Mas él, inspirado de lo alto, prosiguió su labor apostólica en 
pro de la clase humilde; los opimos frutos recogidos trocaron el parecer 
de los mismos enemigos, que se convirtieron en sus más fervientes admi­radores. 
Inculcó en los corazones de los obreros los dos grandes amores: 
el amor a Dios oculto en el Sagrario, y el amor al prójimo que era víc­tima 
del sufrimiento en el lecho del dolor. Consiguió establecer la comu­nión 
frecuente entre los afiliados a la cofradía; él mismo los acompañaba 
al hospital y les enseñaba a curar y asistir a los enfermos. 
Más tarde fundó un hospital para los incurables. La fama de su cari­dad 
corrió como reguero de pólvora hasta los confines de Italia; Verana 
recibió su bienhechora influencia durante todo el año 1519; en Venecia, 
por mandato de su director espiritual, que era dominico, reorganizó el 
hospital Nuevo con tanta abnegación y acierto que, en 1526, los adminis­tradores 
le concedieron el honroso título de «protector y conservador» de 
la casa, y después de su muerte colocaron su efigie sobre la puerta prin­cipal 
con una inscripción conmemorativa. Los ejemplos del «señor conde 
Cayetano» tuvieron eco en los nobles de Vicenza y de Venecia: muchos 
aprendieron de él a curar las heridas, a preparar medicamentos y a barrer 
las salas del hospital. Fue aquel un eficaz apostolado de caridad cristiana. 
FUNDACIÓN DE LOS TEATINOS 
Una mañana del año 1523, Cayetano, a la voz de su director espiritual, 
emprendía el camino de Roma sin más riquezas que una sotana re­mendada, 
un báculo y el breviario. Sintió inmensa alegría al volver a su 
querida Congregación del Divino Amor. Por esta fecha concibió la idea de 
reformar las costumbres del clero, para lo cual pensaba fundar una nueva 
Orden de Clérigos regulares cuyos miembros contrarrestasen, por la ejem-plaridad 
de su vida, los graves escándalos de los eclesiásticos relajados. 
Compartían la misma idea eminentes personajes: Bonifacio de Cola, 
hábil y virtuoso abogado; el ya citado Juan Pedro Caraffa, obispo de 
Teati, y Pablo Consiglieri, hombre de alta alcurnia y de vida angelical. 
Después de maduro examen fijaron el reglamento de la nueva Orden y 
sometiéronlo al beneplácito del Papa. Clemente VII acogió con benevo­lencia 
tan loables propósitos, alentó a los fundadores en su empresa y, 
por un breve del 24 de junio de 1524, reconoció y colmó a la naciente 
Orden de singulares privilegios. Manifestó al mismo tiempo el deseo de 
que Juan Pedro Caraffa conservase el título de obispo de Teati, en latín
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CO N motivo del saqueo de Roma por el condestable de Borbón y 
sus soldados, hubo de padecer mucho Cayetano porque, creyendo 
ellos que el Santo tenía grqn cantidad de alhajas y de dinero, tomáronlo 
un día en la misma iglesia, y después de maltratarlo, le hicieron pasar 
tormentos bárbaros e inhumanos.
Theatinus: de donde el nombre de «Teatinos» que se dio a la nueva ins­titución. 
Caraffa fue nombrado primer Superior general. 
Cayetano hubiera deseado que sus religiosos abrazasen la pobreza ab­soluta, 
hasta el punto de no poder mendigar, pues repetía a menudo- 
«El que alimenta a los pajarillos, que no siembran ni recogen, el que 
viste primorosamente a los lirios, no dejará perecer a ninguno de los suyos 
por falta de alimento y vestido». Causas ajenas a su voluntad le impidie­ron 
llevar a efecto sus propósitos. Con todo, practicaban la mayor po­breza, 
de tal suerte que pronto fue popular aquella famosa expresión: 
«vivir como un teatino». 
CONQUISTA Y SAQUEO DE ROMA 
Desd e la fundación, dedicáronse los religiosos al cuidado de los enfer­mos 
y a la asistencia espiritual de los ajusticiados. Estableciéronse 
primero en el Campe de Marte y después en el Monte Pincio. El 6 de 
mayo de 1527, el condestable de Borbón, con un ejército de treinta mil 
soldados, abigarrada mezcla de luteranos y asalariados, puso sitio a la 
Ciudad Eterna. El intrépido jefe, cuya bravura era digna de mejor causa, 
dirigió personalmente el asedio; durante el combate fue herido de muerte. 
Con todo, Roma, indefensa y cansada de resistir, cayó en poder de los si­tiadores. 
Los luteranos, acuciados por su odio al catolicismo, y la advene­diza 
soldadesca, ávida de destrucción y sedienta de sangre y de dinero, 
se entregaron a toda clase de desmanes. Dos meses estuvo Roma a mer­ced 
de la chusma que no respetó lugares ni personas. 
Cayetano y sus compañeros se desvivieron para llevar por doquier el 
bálsamo de la religión y los consuelos de la caridad cristiana» Por su in­tercesión 
evitaron gravísimos males que amenazaban destruirlo todo; con 
la palabra y el ejemplo trabajaron denodadamente en la conversión de los 
mismos enemigos. El espíritu del mal, envidioso del bien que hacían Ca­yetano 
y los suyos, no tardó en dirigir sus tiros contra ellos. Un antiguo 
criado de la casa de Tiene, que capitaneaba un grupo de soldados, reco­nocióle 
mientras iba prodigando los socorros a los desgraciados. Creyendo 
que su antiguo amo se había disfrazado de pordiosero para ocultar su 
noble linaje y sus grandes riquezas, mandóle apresar y le sometió a un 
severo interrogatorio. El siervo de Dios soportó tamaña insolencia con 
gran alegría y entereza de ánimo, sin parar mientes en la injusticia. 
Burlados en su codicia de riquezas, saciaron sus perversos instintos de 
venganza saqueando al día siguiente el convento y atormentando inhuma­namente 
a sus moradores, a quienes hallaron postrados al pie del altar.
No contentos con esto, condujeron a los religiosos a una torre sita en el 
Vaticano y allí, encerrados, los abandonaron. Un oficial español que a los 
pocos días pasó por aquel lugar, oyó suaves melodías que salían de la 
torre. Enterado de lo ocurrido y conmovido por la piedad y devoción de 
los religiosos, ordenó que los libertasen al momento. 
Llegados al Tíber, buscaron una embarcación para ponerse a salvo; un 
desconocido se ofreció espontánea y generosamente para conducirlos a su 
destino. Un capitán romano los detuvo durante la huida, mas el temor de 
los primeros momentos trocóseles en gozo, pues aquel hombre, lejos de 
molestarlos en lo más mínimo, prodigóles toda clase de atenciones. 
FUNDACIÓN EN ÑAPOLES 
Co n d u c id o s por la Divina Providencia, llegaron los fugitivos al puerto 
de Ostia. Encontraron allí al embajador de la República de Venecia, 
quien se brindó a reintegrarlos a su patria. En Venecia, los nobles y el 
pueblo, que recordaban ¡os beneficios de Cayetano, los recibieron triun­falmente. 
Cayetano visitó primeramente su inolvidable hospital y lo am­plió 
construyendo, junto a él, un convento. La peste que desoló aquel 
año la ciudad, íe ofreció magnífica ocasión de desplegar su celo entre los 
apestados. San Jerónimo Emiliano se puso por esta época bajo su direc­ción 
y recibió alientos para fundar la Orden de los Somascos. 
El papa Clemente VII, en bula fechada el 11 de febrero de 1533, orde­naba 
al entonces superior de la Orden, Caraffa, la fundación en Nápoles 
de un convento de Teatihos, y fue designado Cayetano para llevarla a 
efecto. Acompañado del Beato Juan Marinoni, conocido por el «santo de 
Dios», partió para aquella ciudad. Bajo el sol abrasador de agosto, hi­cieron 
la entrada solemne en la ciudad del Vesubio. 
Toda la nobleza salió al encuentro de los dos humildes religiosos. El 
conde de Oppido los instaló en el convento e iglesia que les había prepa­rado. 
Ofrecióles también algunas rentas para atender a las necesidades ma­teriales 
del convento; mas el Santo, cuya confianza en Dios no tenía lími­tes, 
se negó a recibirlas diciendo que «la divina Providencia le había pro­curado 
en todas partes lo necesario». El conde, con gran donaire, respon­dió 
• «Considere, Padre, que en Nápoles hay pocas riquezas y mucho lujo, 
mientras que en Venecia hay poco lujo y muchas riquezas, lo que permite 
vivir fácilmente. —Con todo —repuso Cayetano—, creo que el Dios bon­dadoso 
de Venecia seguirá siendo bondadoso en Nápoles. 
Estas palabras no convencieron al generoso donante, que insistió ma­chaconamente 
en sus buenos propósitos. Nuestro Santo, deseoso de prac­
ticar la regla con la más absoluta independencia, abandonó en 1535 la 
iglesia y el convento legados por el importuno conde, y se acomodó en 
un local cedido por una noble napolitana, la Beata Lorenza Longa, a corta 
distancia del hospital de incurables. En esta nueva residencia, llamada la 
Pequeña Cuna, curó con la señal de la Cruz a un Hermano lego a quien 
debían amputar una pierna, por haber fracasado los humanos remedios. 
Con el aumento de la comunidad, resultó el local insuficiente, por lo 
que tres años más tarde, el 16 de mayo de 1538, vióse obligado a trasla­darse 
nuevamente. Por mediación del virrey de Nápoles, Pedro de Tole­do, 
estableciéronse en la iglesia de San Pablo, lo que valió a los Teatinos 
el sobrenombre de «Paulinos» con que también se los llamaba. 
Mientras vivió en Nápoles, veló el Santo por la pureza de la ortodoxia 
católica, luchó contra algunos herejes, cuya solapada influencia minaba 
los fundamentos de la fe, y prohibió a sus penitentes que se relacionasen 
con aquellos impostores. Cuando la herejía salió de la vida privada, es­cribió 
a Caraffa, elevado ya a la dignidad de cardenal, para que informa­se 
al Padre Santo de los progresos de la misma y dictase los medios de 
atajarla. Él mismo dirigía desde el púlpito severas diatribas contra los he­rejes. 
Los innovadores, para burlar el fallo de la Inquisición, huyeron de 
Italia. A ruegos de Cayetano, fundóse, en 1542, por mediación del car­denal 
Caraffa, la Sagrada Congregación del Santo Oficio, a cuyo cargo 
estaba el cuidado de velar por la pureza de la fe y las costumbres en todo 
el pueblo cristiano. 
MUERTE Y CULTO DE SAN CAYETANO 
En abril del año 1540. Cayetano fue nombrado prepósito del convento 
de Venecia. Antes de posesionarse de su nuevo cargo, a ruegos del 
obispo Giberti, amigo suyo, detúvose unos días en Verona. El prelado, 
hombre generoso, atendía ampliamente al bienestar material de los teati­nos. 
Cayetano, amante de la pobreza, protestó respetuosa pero enér­gicamente 
contra aquel generoso proceder. «Disminuya, Excelencia, sus 
larguezas —le dijo humildemente— ; si no, me marcharé inmediatamen­te 
a Venecia con mis religiosos. Prefiero perder una casa y todas las cosas 
de este mundo, antes que violar lo más mínimo la pobreza». 
En Venecia, en 1541, quiso el Señor confirmar la santidad de su sier­vo 
con dos portentosos milagros que le trajeron gran popularidad. Dos 
años más tarde volvió a Nápoles nombrado prepósito, pero su salud que­brantada, 
obligóle a renunciar el cargo al año siguiente.
Un grave acontecimiento precipitó el fin de sus días. El virrey, Pedro 
de Toledo, pretendió establecer en Nápoles el tribunal de la Inquisición, 
hubo un levantamiento para protestar del intento, pero la sedición fue 
ahogada en sangre. Las súplicas y la mediación de nuestro Santo resulta­ron 
impotentes para alejar la tempestad. Tantas calamidades le produjeron 
una fiebre maligna. Quisieron que se acostase en un colchón, pero el 
Santo se negó a ello. «Mi Salvador —decía— expiró en una cruz; bueno 
será que a lo menos muera yo sobre la ceniza*. Por espíritu de pobreza 
y penitencia rehusó la visita de otro médico que era, al parecer, más 
hábil. «Soy —dijo— un pobre religioso de escaso valor, que no merece 
ser asistido». Exhortó a sus hijos a que nunca sufriesen la menor relajación 
en la perfección de su Instituto, y hasta el último momento no cesó de 
proferir actos de confianza, de amor y de conformidad con la voluntad 
divina. Por fin, entregó su alma al Creador el 7 de agosto de 1547 Aquel 
mismo día los disturbios cesaron en la ciudad de Nápoles. La muche­dumbre, 
libre de zozobras, invadió la iglesia de San Pablo para contem­plar, 
por última vez, al que veneraba ya como a santo y muy insigne 
protector. Era aquél el primer testimonio público de un culto que des­pués 
sancionaría la Iglesia. 
Sus últimas voluntades fueron respetadas, enterrósele sin ceremonia 
alguna y su cadáver fue puesto en una fosa común, cerca de la iglesia de 
San Pablo. El año 1588, al alargar la nave, se ocupó parte del cementerio 
en que descansaban los preciosos restos, los cuales fueron trasladados a 
un sepulcro en el interior de la iglesia; allí se construyó una cripta en 
el año 1625. 
El siervo de Dios fue beatificado por Urbano VIII, el 22 de septiem­bre 
de 1624, y canonizado por Clemente X el 12 de abril de 1671. La ili­mitada 
confianza que en Dios ponía San Cayetano, le ha merecido el 
título de Patriarca de la Providencia. Con esta advocación y la de Santo 
de los Pobres, le ha invocado siempre y le invoca la piedad cristiana. 
S A N T O R A L 
Santos Cayetano, fundador de los Teatinos; Donato obispo y mártir; Alberto, 
carmelita; Carpóforo y compañeros, mártires; Victricio, obispo de Ruán, y 
Donaciano, de Chalons del Marne; Domecio, monje, en Nisibe de Mesopo-tamia; 
Fausto, soldado y mártir, venerado en Milán; Pedro. Julián y dieci­ocho 
compañeros, mártires en Roma; Sigeberto, rey inglés. Beato Conrado, 
príncipe de Baviera, monje cisterciense de Claraval.
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Trabajos forzados Tormento de la pez hirviendo 
D Í A 8 D E A G O S T O 
SAN CI R Í ACO 
DIÁCONO. Y COMPAÑEROS. MÁRTIRES (+ 303) 
El siglo m tocaba a su fin. Maximiano, soldado advenedizo y general 
cruel, había sido elevado al mando del imperio por Diocleciano. 
Estos dos «Augustos» con los «Césares» Galerio, subordinado a Dio­cleciano, 
y Constancio Cloro, a Maximiano, formaron la tetrarquía recto­ra 
de los destinos del mundo. Este último, en agradecimiento a su bien­hechor, 
determinó construir un magnífico edificio que perpetuara su nom­bre. 
Las Termas de Diocleciano iban a ser, sin duda alguna, el monu­mento 
más grandioso de Roma. Se iniciaron los trabajos en 302. 
Hasta esta fecha, Diocleciano se había mostrado condescendiente y be­névolo 
con los cristianos, algunos de ellos ejercían altos empleos en los 
diversos ramos administrativos, sobre todo en el ejército, los esclavos 
cristianos eran tratados con suavidad desconocida hasta entonces. La ne­fasta 
influencia de su yerno Galerio, hombre sanguinario y de instintos 
malvados, y la debilidad de carácter de Diocleciano, acabaron por cam­biar 
radicalmente tan buenas disposiciones. La primera labor de Galerio 
fue purificar el ejército (297). Seis años más tarde, el emperador, lleno de 
años y achacoso, se dejó arrancar los edictos persecutorios. Las «Actas» 
de un grupo de mártires africanos de esta época ofrecen algunos detalles.
En el reinado de Diocleciano y de Maximiano, las furias infernales se 
desencadenaron contra los cristianos; se buscaban los Libros Sagrados 
para quemarlos, se demolían las iglesias y se prohibía el culto y las reu­niones 
de los fieles. Pero la grey del Señor, al par que impedía en lo posi­ble 
aquellas horrendas profanaciones, se aprestó a defender su fe. 
El hierro, el fuego, las ruedas, los calabozos, los más diversos instru­mentos 
de tortura que inspirar pudiera la perfidia humana, entraron en 
juego contra ellos. El valor y la serenidad de los discípulos de Cristo enar­decía 
la cólera de sus perseguidores, los cuales, al verse vencidos, resol­vieron 
emplear un nuevo género de suplicio, tanto más cruel cuanto más 
prolongado, a cuya sorda violencia, consumiéndose en la oscuridad, se ex­tinguiría 
el nombre cristiano en todo el imperio. Ordenaron, pues, que el 
soberbio edificio de las Termas fuera erigido a costa del sudor de los 
cristianos, condenados a trabajar, como penados, en aquella obra. 
Era espectáculo verdaderamente digno de admiración del cielo ver 
aquel prodigioso número de confesores de Cristo de toda edad y condi­ción: 
los ancianos, vilmente tratados, acarreando piedras, arena y mor­tero; 
los nobles, uncidos a pesados carros, eran bárbaramente fustigados 
a latigazos como animales; los jóvenes y adolescentes perdían prematu­ramente 
el vigor de la vida sometidos a trabajos impropios de su edad. 
La degradada y corrompida Roma contemplaba impasible esta dolorosa 
escena de la humanidad doliente. El prolongado martirio se acrecentaba 
por la escasez y mala calidad de los alimentos y por la carencia de agua. 
Trabajaban sin descanso todo el día, expuestos a la inclemencia del tiem­po 
; sin embargo, era de maravillar la apacible tranquilidad con que aque­llos 
hombres, en medio de tantas penalidades e injusticias, cumplían sin 
protesta su labor. 
CIRÍACO Y SUS COMPAÑEROS, VÍCTIMAS DE SU CARIDAD 
Vivía en Roma, por aquel entonces, un noble cristiano, rico y podero­so, 
llamado Trasón, que, conmovido por las vejaciones de que eran 
blanco los siervos de Dios, resolvió emplear sus inmensas riquezas en so­correrlos. 
Ciríaco, Largo, Sisinio y Esmaragdo fueron los instrumentos 
de que se valió para llevar a término su generoso propósito. Según refiere 
un antiguo autor italiano, Ciríaco era toscano de origen; de familia rica, 
pero pagana. Sucedió a su padre en la prefectura de su provincia y más 
tarde fue agregado a la corte imperial en Roma. En esta ciudad conoció 
la religión cristiana, aprendió secretamente sus dogmas y su moral, distri­buyó 
sus riquezas entres los pobres, y abrazó el cristianismo para dedicar
el resto de su vida a las obras de caridad entre sus hermanos perseguidos. 
El valor, la abnegación, el celo y la caridad de estos cuatro varones 
granjearon la confianza de Trasón. Los atletas de Cristo, burlando la vi­gilancia 
de los guardianes, depositaban en las manos y en el corazón de 
sus hermanos, empleados en la construcción de las Termas, la limosna 
material y el consuelo espiritual. El papa San Marcelino, noticioso del celo 
con que Ciríaco y Largo se desvivían para aliviar y socorrer a los cristia­nos 
perseguidos, premió tan desinteresados servicios elevándolos a la dig­nidad 
del diaconado que tan merecida tenían por sus virtudes. 
El Señor quiso, además, recompensar con tesoros celestiales la heroi­ca 
abnegación de sus siervos dándoles parte en los sufrimientos de aqué­llos. 
Cierto día, los guardianes los sorprendieron en su caritativa ocupa­ción, 
al punto fueron arrestados y se los condenó a compartir idénticas 
penalidades y trabajos. Al serles comunicada la sentencia se llenaron de 
gozo, porque entendían tener ocasión de alentar a los demás. 
En adelante, no pudiendo aliviar a sus compañeros con limosnas, ayu­dábanles 
con exhortaciones y ejemplos. Risueños y sonrientes, Ciríaco y 
sus tres compañeros transportaban piedras y arena y arrastraban carre­tones. 
Terminada su labor, aún les sobraba tiempo para ayudar a los más 
necesitados y agobiados, cual si a ellos no les pesara la propia fatiga. 
Cierto día un venerable anciano, por nombre Saturnino, cayó rendido 
de fatiga; los cuatro jóvenes levantáronle respetuosamente y le prodigaron 
cuantos cuidados estaban a su alcance. Este acto humanitario llenó de ad­miración 
a sus propios guardianes, los cuales, pusieron en conocimiento 
del emperador ia virtud y entereza de nuestros Santos. Maximiano, en vez 
de conmoverse, se irritó en extremo. Ordenó que los arrojasen, sin de­mora, 
a un oscuro calabozo, y que allí los atormentasen sin piedad. 
MARTIRIO DE SISINIO Y SATURNINO 
Días más tarde, el emperador hizo comparecer a Sisinio ante su tribu­nal 
para ver si lo atraía hacia el culto de los falsos dioses. 
—¿Quién eres tú? —preguntóle. 
—Soy —respondió Sisinio con suavidad— un pecador, me llamo el 
siervo de ios siervos de Cristo. 
—¿Qué himnos cantan los cristianos? 
—Si los conocieseis, conoceríais y adoraríais a vuestro Creador. 
—¿Por fortuna hay otro Creador que Hércules, el invencible? 
—Me causa vergüenza oir pronunciar su nombre —-replicó el Santo.
—Propongo a tu inmediata elección esta alternativa, sacrificar al dios 
Hércules o ser pasto de las llamas. 
—Morir por Cristo es mi único deseo, ¡ dichoso de mí, si consigo la 
corona de la inmortalidad! 
Mortificado por semejante lenguaje, ordenó el emperador que le en­cerrasen 
en la cárcel Mamertina; mas, creyendo vencer su constancia, 
sometióle más tarde a un nuevo interrogatorio. Al comparecer ante los 
jueces, viéronle rodeado de una luz celestial y se oyó una voz que decía: 
Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os tengo preparado 
desde el principio de los siglos. Aproniano, testigo de este milagro, se con­virtió 
al cristianismo y recibió de manos de Sisinio las aguas bautismales. 
Algunos días después fue decapitado y su alma gloriosa voló al cielo con 
la falange de los mártires. Sisinio y su compañero Saturnino fueron con­ducidos 
de nuevo a la cárcel, donde instruían y bautizaban a numerosos 
paganos que los visitaban. Enterado de ello Laodicio, prefecto de Roma, 
mandó que, cargados de cadenas y pies descalzos, compareciesen ante él 
—¿Perseveráis aún dijo el prefecto— en vuestras vanas y ridiculas su­persticiones 
y negáis la adoración a los dioses del imperio? 
—Nosotros, pobres pecadores —replicó Sisinio—, somos siervos de 
Cristo y por nada del mundo nos envileceremos adorando a los demonios. 
Entonces Laodicio mandó traer el pebetero en que se ofrecía el incienso. 
—Confunda el Señor vuestra vanidad e idolatría —exclamó Saturnino. 
A esta voz cayó el ídolo en tierra, y dos soldados, llamados Papías y 
Mauro, movidos por la gracia de lo alto, se convirtieron a la fe cristiana. 
—Verdaderamente —exclamaron—, el Señor Jesucristo que adoran Si­sinio 
y Saturnino es el único Dios verdadero. 
Ebrio de cólera el juez, ordenó que extendiesen a Sisinio y Saturnino 
en el ecúleo y que fuesen golpeados con nervios de toro y varas flexibles. 
Sufrieron bárbaros tormentos sin dejar de repetir «Gloria a Ti, Señor de 
cielos y tierra, que nos concedes la gracia de ser contados entre tus siervos». 
Y dirigiéndose a los verdugos les decían 
—¿Es posible que el demonio os haga ser tan crueles? 
Estas palabras enfurecieron más al tirano Laodicio que mandó rom­perles 
las mandíbulas con piedras y quemarlos a fuego lento con antorchas 
encendidas. Estos suplicios no alteraron al paz y la alegría que se traslu­cía 
en sus rostros. Laodicio, vencido, ordenó que los decapitasen, lo cual 
ejecutaron los verdugos en la vía Nomentana. Como inocentes corderos 
se prestaron al sacrificio que les abría las puertas de la eterna gloria. 
Papías y Mauro fueron arrastrados bárbaramente hasta la misma vía. 
Perdieron la vida en este cruel e inhumano suplicio y como consecuencia 
de él quedaron su cuerpos horriblemente mutilados, era el día 29 de enero.
Co n d e n a d o a trabajos forzados, San Ciríaco ayuda a otros compañe­ros 
más ancianos, y les lleva la carga de piedra y arena con que 
ellos no pueden. Es tanta su virtud, que en medio de sus penalidades 
canta himnos, salmos y alabanzas al Señor, sin que ni por un momento 
flaqueen su caridad y su alegría.
CIRÍACO CURA A LA HIJA DEL EMPERADOR 
Cir ía c o y sus amigos acompañaban sus rudos trabajos con fervientes 
oraciones y alentábanse mutuamente en la práctica del bien y de la 
virtud. El Señor recompensó su fidelidad y sus sufrimientos con el don de 
milagros; por su intercesión algunos ciegos recobraron la vista y otros 
varios enfermos volvieron a encontrar la salud. 
Pero Nuestro Señor quiso manifestar por su fiel siervo Ciríaco, con 
mayor clarividencia, la fortaleza de su brazo. Una hija de Diocleciano, 
llamada Artemia, sufría horriblemente, porque era atormentada por el de­monio; 
la medicina humana se veía impotente para curar tan gran mal. 
El maligno espíritu gritaba sin cesar que sólo abandonaría su presa por 
orden de Ciríaco, diácono de los cristianos. Convenía, por lo tanto, re­currir 
a la benevolencia de aquel cristiano, condenado a trabajos forzados 
por la crueldad imperial, grande humillación se pedía al amor paterno. 
Por orden del emperador, Ciríaco y sus dos amigos, Largo y Esmaragdo, 
vinieron al palacio escoltados por los nobles de la corte, y con toda clase 
de atenciones y deferencias. Llegados a la cámara imperial, acercóse Ci­ríaco 
a la joven posesa y ordenó al demonio, en nombre de Dios, que 
abandonase el cuerpo de su víctima. «Si me arrojas de aquí —replicó el 
demonio—, haré que vayas a Persia». La diabólica predicción tuvo cabal 
cumplimiento, para confusión suya, y mayor gloria de Dios. 
El demonio cedió al poder divino y la princesa fue libertada del in­mundo 
espíritu. La emperatriz Prisca —cristiana en secreto, según Lac-tancio— 
instruyó a su hija sobre los misterios de la fe y la bautizó sin el 
conocimiento de Diocleciano. Éste, reconocido por aquel milagroso favor, 
concedió la libertad a Ciríaco, a Largo y Esmaragdo, y mandó que les 
diesen una casa en Roma y se les guardase toda clase de miramientos. 
VIAJE A PERSIA 
Al mismo tiempo que esto ocurría en Roma, Jobía, hija del rey de 
Persia, se halló poseída del mismo demonio. Presa de espantosas con­vulsiones, 
gritaba: «Sólo el diácono Ciríaco, que está en Roma, puede 
socorrerme». El rey envió con urgencia emisarios al emperador Dioclecia-no, 
suplicándole que le enviase a Ciríaco sin perder un instante. El em­perador 
accedió gustoso a sus ruegos. Ultimados los preparativos del viaje 
y nombrada la comitiva imperial, emprendieron el camino de Persia, yendo 
con Ciríaco sus dos compañeros. Hicieron por mar parte del viaje; y sal­
tando en tierra, no fue posible hacerles admitir el equipaje que se les 
daba para su comodidad. Caminaban los tres a guisa de peregrinos, con 
el bordón en la mano, sin dispensarse de sus acostumbradas penitencias, 
ayunando todos los días y cantando alabanzas al Señor. 
Cuando Ciríaco llegó al palacio del monarca persa, éste se arrojó a sus 
pies, y le pidió humildemente la curación de su hija. El santo diácono le 
prometió atender a su demanda. Puesto en oración, prosternado en tierra y 
con el rostro bañado en lágrimas, mandó al demonio, en nombre de Jesu­cristo, 
que dejase libre a Jobía. Obedeció al instante, y ante tamaño pro­digio, 
así el padre como la hija se convirtieron y recibieron el bautismo 
junto con más de cuatrocientos gentiles, testigos del estupendo milagro. 
El rey de Persia, en agradecimiento, quiso otorgarles ricos presentes; 
mas los austeros cristianos los rehusaron, diciendo: 
—Los siervos de Cristo dan gratuitamente lo que gratuitamente han re­cibido. 
No hay aquí méritos nuestros, sino sólo de Dios. 
¡Hermosa confesión del poder divino y de la debilidad humana! 
Para atender a los nuevos convertidos y confirmados en la fe, perma­necieron 
en la corte de Persia cuarenta y cinco días, después de los cua­les 
emprendieron el regreso a Roma. Eran portadores de cartas laudato­rias 
del rey de Persia para su colega Diocleciano, el cual les dispensó 
honroso recibimiento y los dejó después en absoluta libertad de acción. 
NUEVO ARRESTO. — EL MARTIRIO Y LA SEPULTURA 
Los tres confesores de Cristo aprovecharon de esta libertad y toleran­cia 
para proseguir repartiendo la limosna espiritual entre los pobres 
desgraciados y para frecuentar las reuniones cristianas. Mas esta paz pa­sajera 
preparaba furiosa tempestad. Diocleciano, viejo y achacoso, fijó 
su residencia en Nicomedia (Asia Menor), y dejó a Maximiano el cuida­do 
del Occidente. Éste, árbitro de la situación, descargó sobre los cris­tianos 
las iras de su venganza contenidas por el débil Diocleciano. No se 
había olvidado de Ciríaco, Largo y Esmaragdo, los cuales fueron arresta­dos 
y encarcelados nuevamente. Días más tarde comparecieron ante el 
tribunal de Carpasio. Ni las amenazas ni la adulación de este inicuo ma­gistrado 
doblegaron la voluntad indomable de los confesores de Cristo. 
—Insensatos —les dijo—, reconoced, al fin, vuestro error, adorad a 
los dioses del imperio, que son los únicos capaces de salvaros. 
—Nosotros no conocemos más que un solo Dios —repuso Ciríaco—, 
y este Dios es Jesucristo, Señor de cielos y tierra, muerto en la Cruz por 
nosotros. Confesaremos su nombre aunque nos cueste la vida.
Este lenguaje, propio de héroes cristianos, enardeció al juez, el cual or­denó 
al verdugo que derramara pez hirviendo sobre la cabeza de Ciríaco. 
El mártir daba gracias a Dios por tan señalado favor y exclamaba: «Glo­ria 
a Ti, Señor, que me has juzgado digno de sufrir por tu nombre!» 
La serenidad y el valor de la víctima, enfurecieron a Carpasio: 
—Que le pongan en el potro —decía—, y que desgarren sus miembros 
y le azoten con varas hasta que el dolor le vuelva a su juicio. 
Mientras los verdugos ejecutaban la bárbara sentencia, Ciríaco no ce­saba 
de orar. Parecía vivir en un mundo interior, ajeno a aquella escena. 
— ¡Oh Jesús, soberano y dueño mío —decía—, ten misericordia de 
este indigno siervo tuyo! Gracias te doy, ¡Dios mío!, porque me haces el 
honor de dejarme padecer por la gloria de tu santo nombre. 
Vencido el juez por la constancia de los mártires, los volvió a encar­celar 
y notificó al emperador la actuación del tribunal y su fracaso. 
El día siguiente, por mandato del príncipe, condujeron a Ciríaco, Largo 
y Esmaragdo, con otros veinte cristianos más, a la vía Salaria, no lejos de 
las puertas de Roma, para ser decapitados. El dichoso tránsito, según el 
martirologio romano, acaeció el 16 de marzo del año 303. Los sagrados 
cuerpos fueron recogidos por un santo sacerdote, llamado Juan y enterra­dos 
cerca de esta misma vía, excepto el de San Ciríaco, que, a ruegos de 
Lucina, rica y piadosa dama romana, fue colocado en la catacumba que 
ella misma había hecho construir en el camino de Ostia. Verificóse esta 
primera traslación el 8 de agosto, día en que la Iglesia celebra su fiesta. 
Más tarde las reliquias de San Ciríaco fueron trasladadas a Roma y depo­sitadas 
en la iglesia de Santa María «in vía Lata», edificada sobre el em­plazamiento 
de la casa donde viviera San Pablo antes de ser preso. 
ÜLTIMO DESTINO DE LAS TERMAS DE DIOCLECIANO 
Las Termas de Diocleciano, comenzadas por Maximiano en nombre de 
su regio protector, fueron inauguradas por Galerio y Maximiano. Te­nían 
capacidad para más de 3.200 bañistas. Estaban emplazadas en lo 
que hoy ocupa la iglesia de Santa María de los Ángeles, la plaza «dei 
Términi», el convento de los Cartujos y de los Bernardos, la cárcel, los 
graneros públicos, algunas casas y jardines que están alrededor y parte 
de la villa Mássimi; lo cual da una idea de su vasta amplitud. 
Los cristianos condenados por su fe a la pena de trabajos forzados y 
en número de 40.000, según el cardenal Baronio, llevaron a cabo la gigan­tesca 
obra. El mismo sabio cardenal ha descubierto ladrillos marcados 
con una cruz. A pesar de su solidez y amplitud, las Termas estuvieron
abiertas poco más de un siglo, tal vez las inutilizó Alarico en 410, desde 
esta fecha han pasado a la historia con la gloria de lo que fueron. Parece 
que el dedo de la Providencia ha querido borrar en gran parte las huellas 
de este monumento que excitaba con justicia la indignación del pueblo 
cristiano y civilizado, como recuerdo de un crimen de lesa humanidad. 
Estas construcciones estaban totalmente abandonadas en el siglo xvi, 
cuando el cardenal de Bellay, embajador de Francisco I, edificó en parte 
de su emplazamiento, una hermosa vivienda que fue adquirida poco tiempo 
después por San Carlos Borromeo. El santo Cardenal la cedió más tarde 
a su tío el papa Pío IV, el cual la donó a su vez a los Padres Cartujos. 
Las partes principales de estas construcciones santificadas por los su­dores 
y padecimientos de los discípulos de Cristo, y que aún hoy desafían 
la implacable mano del tiempo, son: el lacónicum, que hoy sirve de en­trada 
a las ruinas, el caldarium, transformado por Miguel Ángel en la 
iglesia de Santa María; la natatio o frigidarium, convertido en coro de la 
misma iglesia; y finalmente, inmensas ruinas esparcidas en los jardines 
de los Cartujos. Detrás de la basílica se halla el convento de los monjes 
con un claustro maravilloso que pregona las grandezas del arte cristiano. 
Sobre las ruinas de las Termas de Diocleciano se construyó asimismo 
el vasto hospicio de Santa María de los Ángeles, fundado por el papa 
Pío VII, donde se educaban más de 450 niños y 500 niñas. 
De tal forma aquellos muros seculares, levantados en otro tiempo por 
la mano de los mártires y santificados por sus padecimientos y su sangre, 
convirtiéronse, por admirable disposición de la Providencia, en asilo de la 
oración y de la caridad, y de lo que fuera un día gloria y pregón para 
aquellos inhumanos gobernantes, habían hecho los cristianos un monu­mento 
a la virtud y a la gloria de Dios. Que tal suele acabar el empeño 
orgulloso de los tiranos, para quienes no existe otra ley que sus propios 
desvarios ni otra inspiración que la insolente vanidad de sus errores. 
S A N T O R A L 
Santos Ciríaco, Largo, Esmaragdo y Sisinio, mártires; Agustín de Gazothes, do­minico, 
obispo; Emiliano, obispo de Cízico, en el Helesponto; Marino, már­tir: 
Mirón, obispo de Creta, y Ternato, Cervasio y Gedeón, de Besanzón; 
Mumolo, abad benedictino; Hormisdas, mártir en Persia, Eleuterio y Leó­nides, 
mártires; Severo, presbítero y confesor. Beatos Altman, obispo de 
Passau; Ratardo, presbítero; Suanés de Persia. Santas Asteria, Juliana. 
Agape y Metrodora, vírgenes y mártires.
D ÍA 9 D E AGOSTO 
SAN JUAN M.A VIANNEY 
CURA DE ARS (1786-1859) 
Fu e , San Juan María Vianney, un serafín de amor, émulo de San Juan 
Bautista por las continuas y espantosas austeridades que se impuso, 
y modelo acabado de pastores de almas por su celo infatigable. Ars 
va vinculado al recuerdo de Juan María Vianney, cual título de nobleza 
ganado en el campo de batalla. El «Cura de Ars», esas sencillas palabras 
constituyen de por sí una filiación, una enseñanza. 
Nació nuestro Santo el día 8 de mayo de 1786, en Dardilly, pueblo 
que mira a la colina de Fourviére, a ocho kilómetros al noroeste de Lyón. 
Bautizado el mismo día, recibió el nombre de Juan María. El padre, 
Mateo Vianney, que era, al igual que su consorte, excelente cristiano, si­guiendo 
una piadosa costumbre, ofreció este nuevo vástago a la Santísima 
Virgen. La madre —modelo acabado de fe ilustrada y de piedad eminen­te— 
enseñóle desde la más tierna edad a hacer la señal de la cruz, a amar 
a Dios y a balbucear las oraciones en que se inicia el cristiano. Dotóle 
el Señor de un corazón tan inclinado a la piedad, que ya desde niño ele­vaba 
de continuo el pensamiento a Dios y gustaba con preferencia de 
cuanto tenía relación con los misterios de la vida de Nuestro Señor y con 
los relatos de la Historia Sagrada. Dueño Juan María de una estatuita de
la Santísima Virgen, no la soltaba ni de día ni de noche; tanta era ya 
su tierna devociórf y acendrado cariño a la Reina del cielo. 
Su piadosa madre infundió en él aquella sed insaciable de oración y 
aquel profundo odio que desde pequeño tuvo al pecado. Decíale a veces 
su piadosa madre- «Si tus hermanos ofendieran a Dios, lo sentiría en el 
alma; pero sufriría inmensamente más si viera que le ofendías tú». Bue­no 
es que digamos, sin embargo, que Juanito mostraba cierta altivez y 
desenfado natural que la oración y prácticas piadosas no lograban des­arraigar 
del todo; pero esforzábase por dominarse, y obedecía con tanta 
prontitud que la madre solía proponerle como ejemplo a sus hermanos. 
INFANCIA Y PRIMERA COMUNIÓN 
Frisaba apenas Juan María en la edad de la razón cuando el Terror 
causaba sus terribles estragos en Francia y perseguía de muerte a los 
sacerdotes que no habían prestado el juramento civil. De éstos había al­gunos 
en los contornos de Dardilly, y la familia Vianney albergó de mo­mento 
a cuantos pudo; de ese modo el niño pudo asistir al Santo Sacri­ficio, 
celebrado a ocultas y de noche, y enterarse de que la familia tenía 
escondidos crucifijos e imágenes piadosas. A su vez guardó él cautelosa­mente 
su estatuita de María, y cuando le pusieron de pastorcillo del reba­ño 
paterno, llevaba siempre consigo el preciado tesoro. 
En los prados, en compañía de su hermana Margarita, y sobre todo 
cuando iban al hermoso vallejo de Chante-Merle, mientras cuidaba Juan 
María el ganado, tenía por costumbre entronizar la estatuita en el tronco 
de un árbol o sobre un altarcito, y le rezaba el Rosario. Poco a poco cobró 
ascendiente sobre los demás pastores, y les hacía rezar también; organi­zaba 
con ellos pequeñas procesiones, enseñábales las oraciones que apren­diera 
de su madre, y encarecíales mucho la obediencia y la corrección en 
el hablar. En una palabra, hízose su custodio. Lo cual no le impedía ju­gar 
a la rayuela como el que más cuando era el momento de divertirse. 
En el invierno de 1795, frecuentó el niño la modesta escuela de Dar­dilly, 
en la que muy pronto descolló por su cordura y aplicación. A los 
once años se confesó, por primera vez, con el ilustrado Padre Gaboz, de 
la Compañía de San Sulpicio. Éste indicó a los padres la conveniencia de 
procurar al niño la enseñanza religiosa más completa y les recomendó le 
enviaran a la aldea de Ecully, donde se hallaban ocultas dos monjas de 
San Carlos que preparaban a los niños para la primera comunión. Juan 
María se hospedó por espacio de un año, en casa de una tía suya.
Durante la segunda época del Terror, en 1799, que coincidía con la 
siega del heno, hizo el niño la primera comunión. Contaba a la sazón 
trece años cumplidos. Los dieciséis niños que componían el grupo, fueron 
llevados por separado a casa de la señora de Pingón, y en un cuarto 
—cerrrados los postigos de las ventanas y protegidas éstas exteriormente 
por carretadas de heno que, para más disimular, descargaron durante la 
ceremonia— tuvo lugar la misa de comunión. Fue, aquél, un día muy 
dichoso para Juan María. Más tarde, hablaba de él con verdadera emo­ción 
y hasta con lágrimas, como de un momento sublime e inenarrable. 
Inmediatamente después de la ceremonia, regresó Juan María a Dar-dilly. 
En casa no faltaba trabajo, púsose, pues, a ayudar a sus padres y 
a su hermano en las diversas labores de la pequeña propiedad. 
Cuando no le era fácil asistir a misa, uníase al celebrante espiritual­mente 
y por la oración; regresaba a casa rezando el rosario, y por la 
noche, antes de entregarse al sueño, pasaba buen rato leyendo el Evan­gelio 
y la Imitación de Cristo, y meditando lo que más le llegaba al alma 
en su lectura. Dios le preparaba así para una bellísima y santa vocación. 
VOCACIÓN TARDÍA BIEN PROBADA—EL SACERDOCIO 
Mucho tiempo hacía que Juan María suspiraba por ser sacerdote para 
ganar almas a Dios. Cuando la madre llegó a conocer las aspira­ciones 
de su hijo, lloró de alegría y de emoción. El padre, en cambio, no 
quería privarse en manera alguna de quien tanto le ayudaba en las faenas 
de casa. Por otra parte, como era ya mucho lo que llevaba gastado en 
la dote de su hija Catalina y en ayudar a su hijo mayor Francisco, sujeto 
a las quintas, se le hacía muy costoso resolverse a sufragar los estudios 
de Juan María. Por fin, tras muchas consideraciones, y rendido a las rei­teradas 
instancias del chico, le autorizó para que siguiera las clases en 
la preceptoría de Ecully, recién abierta por el párroco, señor Balley. 
Pero a causa de la ingrata memoria del pobre muchacho, las deficien­cias 
de sus estudios primarios y el tiempo transcurrido desde que dejara 
la escuela, tropezó el joven estudiante con muchas y muy serias difi­cultades 
para aprender latín. ¿Qué hace en semejante coyuntura? Orar 
mucho, mortificarse, estudiar con tesón, hasta con riesgo de la salud. 
Sin embargo, los adelantos no correspondían a tanto afán, y sintióse 
influir por el desaliento. Emprendió entonces una peregrinación a pie, 
mendigando el pan por el camino, y fue a postrarse ante el sepulcro de 
San Francisco de Regis, en la Louvesc. Volvió de allí con nuevos bríos y 
consiguió mejorar en sus estudios y en el concepto de sus profesores.
En 1809, nuestro aspirante al sacerdocio tuvo que hacer el servicio 
militar, y cayó enfermo en el cuartel. El año siguiente, debido a un con­junto 
de circunstancias en las que no cabía la menor culpa o premedita­ción 
de su parte, y en las cuales debe verse la intervención de la Provi­dencia, 
resultó legalmente desertor y hubo de permancer por espacio de 
dos inviernos en un villorrio de los Cevenes. Pasó aquella larga temporada 
enseñando a los niños y edificando a todos por su piedad. 
La amnistía general de 1811, y el ingreso anticipado de su segundo 
hermano en filas, le permitieron regresar a Ecully, donde prosiguió los 
estudios. De allí a poco murió su madre. Juan María, que estudiaba en­tonces 
filosofía en Verriéres, tenía a la sazón veintiséis años. Sus progre­sos 
eran muy deficientes. En otoño de 1813 ingresó en el Seminario 
Conciliar de Lyón, y la insuficiencia de sus conocimientos de la lengua 
latina le perjudicaron considerablemente, tanto para el aprovechamiento 
de las clases, como para el resultado de los exámenes. Al cabo de seis 
meses aconsejáronle los profesores que se retirase. Su antiguo preceptor 
de latín, señor Balley, siguió dándole lecciones y le presentó al examen 
que precede a la ordenación, pero sin mayor éxito. Finalmente consiguió 
que el tenaz candidato —aturullado por lo imponente del jurado y de 
aquel endiablado latín— fuese examinado en lengua vulgar en la rectoría 
de Ecully. Esta vez el vicario general y el Superior del Seminario que­daron 
muy satisfechos de sus respuestas. «Ya que el joven es modelo de 
piedad —dijo entonces el vicario general—, le admito al subdiaconado; 
la gracia de Dios hará lo demás». Juan María recibió los órdenes meno­res 
y el subdiaconado en julio de 1814. Quince meses más tarde, el obispo 
de Grenoble le ordenó sacerdote. 
COADJUTOR DE ECULLY Y PÁRROCO DE ARS 
CON inmenso regocijo del señor Balley, el nuevo sacerdote fue desig­nado 
para coadjutor de Ecully. La carta de nombramiento no le 
autorizaba para poder confesar todavía; en cuanto le fue permitido sen­tarse 
en el santo tribunal, su confesonario fue materialmente asediado, 
y los enfermos casi nunca llamaban más que a él. El primero que le ma­nifestó 
su conciencia fue el propio señor cura párroco. 
En el ejercicio de su santo ministerio, vémosle entregado al bien de las 
almas sin regateos; ruega por ellas, y por ellas se mortifica al par que 
las edifica con su piedad, abnegación y discreta sencillez. A los pobres 
da cuanto tiene, hasta los propios vestidos. 
A principios de febrero de 1818, la parroquia de Ars fue confiada al
Un o de aquellos incrédulos que con el apodo de «volterianos» estaban 
en boga entonces, declara al santo Cura de Ars que no puede ser 
cristiano porque no tiene fe en Dios ni cree en nada. «Arrodíllese —le 
contesta el santo— y confiese sus pecados, y verá cómo la fe vuelve a 
su alma».
celo del coadjutor de Ecully. Al firmar el nombramiento, díjole el vicario 
general: «En esa parroquia hay muy poco amor de Dios nuestro Señor, 
ya lo infundirá usted». No se equivocaba en su confianza al hablar así. 
Aquella aldea de doscientos treinta habitantes, situada a 35 kilómetros 
de Lyón, conseivaba un fondo religioso, pero las prácticas cristianas 
habían sido punto menos que abandonadas. La iglesia solía estar desierta; 
la blasfemia era un mal profundamente arraigado; los domingos, las 
cuatro tabernas del lugar hacían victoriosa competencia a los divinos 
oficios; no se conocía el descanso dominical; la embriaguez, el baile y 
las veladas nocturnas eran verdaderas plagas de las buenas costumbres. 
En la mañana del 10 de febrero de 1818, el nuevo pastor celebraba por 
primera vez en la pobre iglesia de Ars el Santo Sacrificio de la misa, y 
en él pedía a Dios la conversión de la parroquia. El santo sacerdote pasa 
el día y parte de la noche en la iglesia, orando u ocupado en la prepa­ración 
de sus pláticas doctrinales. El descanso de la noche lo tomará 
echado sobre unos sarmientos o en el duro suelo, pero antes de acostarse 
se disciplinará con un instrumento armado de aceradas puntas hasta 
derramar sangre. Sus modestos haberes son para los pobres y para el 
ornato de la casa de Dios. A veces, pasa dos o tres días sin probar boca­do; 
por espacio de diez años él mismo se adereza el escaso e invariable 
sustento que ha de bastarle para no morir de hambre; y en todo mués­trase 
afable, acude presuroso a la cabecera de los enfermos y visita a los 
feligreses. Para hacer más atractiva la iglesia, la embellece con un nuevo 
altar y trae ornamentos nuevos; habilita otras capillas y, declara guerra 
a la ignorancia valiéndose de la catequesis y de pláticas dominicales. 
Fueron menester ocho años de labor ardua y tenaz para combatir la 
indiferencia religiosa de los fieles, acabar casi por completo con la blas­femia 
y desterrar el trabajo de los días festivos y la clientela de las ta­bernas; 
tendrá empero que luchar más de veinticinco años para quitar a 
sus feligreses la afición al baile. Muchos proclamaban que tales placeres 
eran inocentes y legítimos; pero el celoso pastor abrió los ojos a aquellos 
infelices ciegos, lo mismo desde el pulpito que en el confesonario. «El 
baile —les decía—, el vestido indecente y las veladas nocturnas, tal como 
las usáis, son fomentadoras y encubridoras de la pasión torpe». Y no se 
limitaba a perorar, presentábase de improviso en la plaza pública: su 
sola presencia bastaba para hacer huir a los danzantes; y remuneraba 
al músico o al tabernero para que se ocultasen durante la diversión. En 
la capilla de San Juan Baustista, de la parroquia, había hecho poner esta 
inscripción tan evocadora- «Su cabeza fue el precio de un baile». Negá­base 
a dar la absolución a los jóvenes que frecuentaban el baile, y aun a 
los que sólo eran, en tales fiestas meros espectadores.
LA HORA DE LAS GRANDES CONTRARIEDADES 
El apóstol ha de fecundar su obra con el dolor si quiere hacerla eficaz. 
En Ars, las almas verdaderamente cristianas aceptaron gustosas las 
pláticas y reformas del señor cura; en la gente ignorante suscitaron, en 
cambio, cierta extrañeza, y aun quejas y murmuraciones, las almas 
pervertidas, los pecadores endurecidos fueron más lejos, esgrimieron el 
insulto, la calumnia, el ultraje difamante contra el humilde sacerdote, 
considerado por todos como un santo y llegaron hasta remitir al obispado 
cartas que determinaron una información canónica. 
Pero la oración, el buen ejemplo y la heroica austeridad del santo 
cura vencieron todas las contrariedades, y obtuvieron por fin la total 
transformación de la aldea. «Ars, ya no es Ars, es una modesta parroquia 
que sirve a Dios de todo corazón» —escribía el buen párroco— , los feli­greses 
han pasado del libertinaje a la virtud, unos, y otros, de la piedad 
incipiente al fervor. Ya no se conoce el respeto humano; la asistencia al 
templo es asidua, y los domingos se guardan con todo rigor, se reza el 
Angelus en el templo y en la calle, son más castas las conversaciones; 
las prácticas religiosas han reaparecido en los hogares, durante la se­mana 
está de continuo un adorador ante el Santísimo Sacramento. Mu­chas 
personas oyen diariamente misa antes de ir a la labor, la Cofradía 
del Santísimo Sacramento, que llevaba la vida lánguida, ha revivido, 
cada noche, al son de campana, congréganse los fieles en la iglesia para 
la oración en común. Las procesiones, y en particular la del Corpus, se 
celebran con la máxima solemnidad, testimonio del fervor de los fieles. 
Para las niñas de la parroquia, y más tarde para la educación cristiana 
de las huérfanas abandonadas, se gastó el santo párroco todo su patri­monio, 
fundando aquella admirable Casa de la Providencia, que fue 
modelo de obras para la educación popular y tuvo muchos imitadores. 
ROMERÍAS A ARS. — LUCHAS CON EL DEMONIO 
Desde 1820, el cura de Ars predicó y confesó asiduamente en las 
parroquias vecinas con motivo de la Hora Santa o de las misiones 
que allí se daban, consiguiendo abundantísimo fruto, no retrocedía ante 
ninguna molestia; fuera de día o de noche, en invierno o en verano, 
siempre acudió presuroso a prestar servicio a sus hermanos. 
Para tener el consuelo de ver y oír a este santo varón, a la vez que 
para pedirle consejo, acudían a Ars fieles de la Dombes, de la Bresse y del
Lyoncsado. Así tuvieron principio las célebres romerías que llevaban cada 
año a la parroquia de Ars a millares de personas de toda condición, no 
sólo de Francia sino también del extranjero, sacerdotes, religiosos, fun­cionarios 
públicos, incrédulos, pecadores, almas atribuladas y almas 
ganosas de perfección. Todos se volvían consolados, curados, ilustrados y 
convertidos después de haber visitado al siervo de Dios. 
Los pecadores corrían tras el humilde sacerdote; pero el demonio, 
despechado por las numerosas conversiones que el Santo obtenía y que­riendo 
a todo trance impedirlas, le abrumó por espacio de treinta y cinco 
años, con una molestísima y pesada obsesión. Quitábale el sueño y el 
descanso con recios golpes, alaridos y alborotos de todo género, estre­mecimientos 
de la casa y de los muebles, injurias y otras molestias por 
el estilo, y aun intentó disgustarle de la oración y de la labor apóstolica. 
Pero el Santo replicaba a estas tentaciones dándose con más ahinco a lo 
que el demonio combatía en él y multiplicando su celo por las almas. 
MARAVILLOSO MÉDICO DE LAS ALMAS 
La muchedumbre de peregrinos que diariamente invadía la localidad 
—llegaban a cien mil al año—, imponía al señor Cura largas sesio­nes 
de confesonario. Dios le había comunicado el talento de dirigir las 
almas; sabía infundir gusto y aun ansia de la confesión; leía en las 
conciencias, manifestaba a cada cual su estado y aconsejaba luego con 
luminosas y acertadas palabras. Levantábase a media noche para sus 
rezos, y a la una iba a la iglesia a confesar a los que ya le aguardaban. 
Terminada la misa, reanudaba las confesiones y las proseguía hasta la 
hora de la doctrina, es decir, hasta poco antes del mediodía. A eso de 
la una, regresaba nuevamente al templo para confesar sin interrupción 
hasta el toque de oraciones. Por espacio de treinta años pasó diariamente 
de dieciséis a veinte horas en el confesonario. A esta labor correspondían 
las bendiciones,di vinas que caían abundantes sobre las almas y aun sobre 
los cuerpos de los que acudían a él con esperanza de alivio. 
Todos los que a él se acercaban volvían con el corazón henchido de 
gozo y con el alma llena de las grandes ambiciones de la santidad; de 
manera que la peregrinación a Ars fue un continuo ascender a Dios. 
En su profunda humildad —que a juicio de Monseñor de Segur hu­biera 
bastado para canonizarle—- el santo cura de Ars atribuía tal cúmulo 
de gracias a su «amada santita», la mártir Santa Filomena, una de cuyas 
reliquias, recientemente descubiertas, había podido conseguir, y a la 
que había dedicado una capillita en la iglesia de Ars.
MUERTE Y HONRAS FÚNEBRES 
Re p e t id a s veces había anunciado el santo párroco su próximo fin. 
El viernes 29 de julio de 1859 se sintió mal. Aunque acometido de 
frecuentes sofocos, siguió confesando y explicó la doctrina como de cos­tumbre, 
el calor era asfixiante y la iglesia, colmada de fieles, un verda­dero 
horno; con todo, el ministro del Señor permaneció firme en su lugar. 
Por la noche estaba completamente extenuado. Costóle mucho llegar a 
la rectoría, y se acostó tiritando por la fiebre. «Hijos míos —dijo a los 
presentes—, he llegado al fin de mi carrera». Mandó llamar en seguida 
a su confesor, el párroco de Jassans, y se confesó con su habitual fervor 
y tranquilidad, sin manifestar el menor deseo de curación. La enfermedad 
hizo rápidos progresos- el moribundo bendecía a cuantos lograban acer­carse 
a él y a los peregrinos que se hallaban fuera, pero ya no hablaba 
sino con Dios nuestro Señor. Iniciáronse rogativas a Santa Filomena para 
que curara a su gran devoto: mas el estado del mismo empeoró, por 
manera que al día siguiente fuéronle administrados la Extremaución y el 
santo Viático. El obispo de Belley acudió a bendecir y abrazar por última 
vez el venerable moribundo. El jueves 4 de agosto, a las dos de la ma­drugada. 
el cura de Ars entraba en la gloria. 
Millares de peregrinos desfilaron ante el venerando cadáver, para 
tocar en él diversos objetos de piedad. Las honras fúnebres, presididas 
por el señor obispo, resultaron un verdadero cortejo triunfal. Los pre­ciosos 
despojos fueron colocados al pie del púlpito en una sepultura que 
no tardó en ser centro de romerías y de oraciones. Fue canonizado por 
Pío XI el 31 de mayo de 1925, y por un Breve expedido el 23 de abril 
de 1930, propuesto a los párrocos de todo el orbe católico como especial 
patrono y abogado. Celébrase su fiesta el 9 de agosto. 
S A N T O R A L 
Santos Juan María Vianney, Cura de Ars; Banderico, obispo de Soissons; Román, 
soldado y mártir; Julián, Marciano y compañeros, mártires; Auspicio, obis­po 
de Apt y mártir; Atumaro, obispo de Paderborn; Domiciano, obispo 
de Chalons, y Sereno, de Marsella; Numídico, presbítero de Cartago; Mar-celiano, 
Secundiano y Veriano, soldados, convertidos durante el martirio de 
San Román, y mártires a su vez en Cívita Vecchia; Antonino de Alejandría, 
mártir, Firmo o Fermín y Rústico, martirizados en Verona; Falco y Ni­colás, 
ermitaños en Calabria. Beato Juan de Salerno, dominico.
El tremendo instrumento de tortura Basílica de San Lorenzo en Roma 
D ÍA 10 DE AGOS T O 
SAN LOR E N ZO 
DIACONO Y MÁRTIR ( t 258) 
Fue San Lorenzo español de nación y natural de Huesca. Nació como 
a media legua de la ciudad, en una casa de campo que hasta el día 
de hoy ha guardado el nombre de Loreto. Su padre se llamó Orencio 
y su madre Paciencia. De ambos hace mención el Martirologio romano 
el día primero de mayo, y la Iglesia de Huesca celebra su fiesta respec­tivamente 
el 11 y el 13 del mismo mes. Tuvo un hermano, por nombre 
Orencio, que fue obispo de Auch y se conmemora el 26 de septiembre. 
De la niñez y juventud de San Lorenzo nada se sabe de cierto, sola­mente 
nos consta que siendo todavía jovencito fue a Roma, allí le criaron 
sus padres en virtud y letras. Salió el piadoso mancebo tan aprovechado, 
que se atrajo el aprecio y veneración de todos los fieles de aquella Iglesia. 
A 30 de agosto del año 257. ocupó la silla de San Pedro el papa Six­to 
II, ateniense de nación, y arcediano de la Iglesia romana. Para susti­tuirle 
en este cargo, el nuevo Pontífice nombró a San Lorenzo. 
Ya en los principios de la Iglesia, eligieron los Apóstoles siete auxilia­res, 
encargados de lo que llamaron «ministerio», que en griego es «dia-conía 
». Eran los diáconos, como aún lo son hoy día, clérigos investidos de 
cierta dignidad eclesiástica, inmediatamente inferior al presbiterado. So­
lían ejercer muy diversas funciones: por su cuenta corría, a lo menos en 
los principios, el proveer al abastecimiento material y asegurar el orden 
en la comunidad cristiana; asistían al presbítero en la celebración del 
culto divino, leían la Epístola y el Evangelio, despedían de los oficios, 
a su debido tiempo, a las distintas categorías de asistentes paganos, ca­tecúmenos, 
bautizados —el líe misa est es un recuerdo de lo que deci­mos— 
, distribuían la sagrada comunión, recibían las ofrendas y dirigían 
el canto. Los diáconos siguieron siendo coadjutores de los obispos y sa­cerdotes, 
pero andando el tiempo limitaron su actividad a la asistencia 
de los pobres. 
Vivían con el jefe de la comunidad cristiana, y eran algo así como 
testigos de la pureza de su doctrina y tenor de vida. Cuando la cabeza 
de la comunidad era un obispo, y más al tratarse del de Roma, subían 
de punto las funciones y dignidades de los diáconos, y de ahí que los 
que ahora llamamos cardenales, por ser los consejeros del Sumo Pontí­fice, 
pueden ser mirados como legítimos herederos de aquellos diáconos 
que servían a los Papas en los primeros siglos de la Iglesia. 
Era San Lorenzo el principal de los siete diáconos de Roma, cada uno 
de los cuales tenía a su cargo uno de los barrios de la ciudad; mejor 
dicho, era el arcediano y, como tal, tenía que encargarse en cierto modo 
de los 40.000 cristianos que había en Roma a mediados del siglo m. 
La situación legal de la Iglesia era muy precaria por entonces. La per­secución 
seguía haciendo estragos, pero la comunidad cristiana tenía en 
propiedad no pocas iglesias, casas y haciendas, que eran como un sa­grado 
patrimonio de las viudas, huérfanos y menesterosos. Con vivir en 
medio de tantos bienes terrenos, San Lorenzo era pobre y vivía como tal. 
EDICTO DE PERSECUCIÓN DEL AÑO 258 
Un edicto de persecución del año 257, decretó ya pena de destierro 
contra los más ilustres miembros de la comunidad cristiana. El mes 
de julio del siguiente año 258, el emperador Valeriano hizo aprobar 
por el Senado un edicto de persecución mucho más brava y cruel que 
la anterior. San Cipriano, obispo de Cartago, lo trae en una de sus cartas. 
«Los enviados a Roma para cerciorarse de la veracidad del edicto 
publicado contra nosotros —dice e! Santo— están ya de regreso. Según 
ellos, el emperador Valeriano ha cursado un escrito al Senado para que 
sancione las siguientes medidas, decapitación, sin previo juicio ni pro­ceso, 
de los obispos, sacerdotes y diáconos cristianos; degradación e in­cautación 
de los bienes pertenecientes a los senadores, nobles y caballeros
romanos que se declaren cristianos; los cuales, si persisten en su declara­ción, 
serán igualmente decapitados, las matronas serán desposeídas de 
sus haciendas y condenadas al ostracismo, los empleados del palacio 
imperial que hayan hecho profesión de fe cristiana y no abjuren de la 
misma, se harán tributarios del fisco y trabajarán encadenados como es­clavos 
en los dominios del César». 
San Cipriano puntualiza y declara más todavía 
«En esta persecución —dice— no pasa día sin denuncias de cristianos 
a quienes se les confiscan los bienes y se les condena a la pena de muerte». 
MARTIRIO DE SAN SIXTO 
El 6 de agosto del año 258, el papa Sixto II celebró los santos mis­terios 
en la catacumba de Pretextato, que era probablemente uno de 
tantos cementerios privados a los que no se extendía la confiscación. Pero 
la vigilancia de los prefectos era rigurosísima para impedir que en ningún 
lugar hubiese asambleas cristianas. Irrumpieron de pronto en la catacum­ba 
los delegados del gobernador y hallaron al Papa sentado en su cáte­dra 
y predicando a los fieles. Sin tener en cuenta con los oyentes, detu­vieron 
al obispo de Roma y demás sacerdotes y les hicieron comparecer 
ante uno de aquellos prefectos que tenían a la sazón tribunal permamente, 
como da a entender San Cipriano. A Sixto y sus compañeros, los conde­naron 
a ser degollados en el mismo lugar en que fueron presos. 
Salióles al camino Lorenzo, deseoso de acompañar a San Sixto en 
aquel sacrificio, y con muchas y tiernas lágrimas le rogó que le llevase 
en su compañía. Oigamos el sublime diálogo de los dos santos mártires- 
—¿Adonde vas, Padre, sin tu hijo— ¿Adonde vas, santo sacerdote, 
sin tu diácono? ¿Por ventura vas a ofrecerte al Señor en sacrificio? Pues 
¿cómo le quieres ofrecer, fuera de tu constumbre, sin ministro? ¿Qué 
has visto en mí que no te agrade, para que así me deseches? ¿Hasme 
hallado acaso flojo y remiso en el desempeño de mi cargo? 
De esta suerte deseaba Lorenzo con vivas ansias acompañar en los 
tormentos y sacrificios de la propia vida, al santo Pontífice a quien tantas 
veces había asistido en el sacrificio incruento del Redentor. Enternecióse 
San Sixto con las palabras y lágrimas de su amado diácono, y para con­solarle, 
dióle esperanza de que presto moriría él también por el Señor. 
—No te dejo, hijo mío — le respondió—, ni te desecho por flojo y re­miso; 
antes te hago saber que te queda otra batalla más dura que la mía 
y tormentos más atroces. Por ser yo viejo y flaco, mi tormento será breve 
y ligero; mas tú, que eres mozo robusto, triunfarás con mayor victoria
del tirano. Deja de llorar, que presto morirás tú también por Cristo. 
Esto dijo el santo Pontífice, y se despidió de su fidelísimo diácono. 
Apartóse Lorenzo muy afligido, y para cumplir el mandato del Pon­tífice, 
salió con gran diligencia en busca de los pobres cristianos y perso­nas 
miserables que estaban escondidas, para socorrerlas conforme a su 
necesidad. Entró en casa de una viuda llamada Ciríaca, que tenía escon­didos 
a muchos clérigos y cristianos. Lo primero que hizo al llegar, fue 
lavarles humildemente los pies. Puso luego las manos sobre la cabeza de 
Ciríaca, y con solo esto le quitó un fuerte dolor que padecía, después 
repartió cuantiosas limosnas a los pobres que allí estaban. Pasó de esta 
casa a otra de un cristiano llamado Narciso, donde halló gran número 
de cristianos angustiados, temerosos y afligidos, los consoló y esforzó, 
les dio limosna y a todos ellos les lavó los pies. A otros muchos cris­tianos 
visitó Lorenzo aquella misma noche, empleada toda ella en cum­plir 
cuanto le había mandado San Sixto. Dábales el ósculo de paz, lavá­bales 
los pies, repartíales limosnas y sanaba milagrosamente a los enfermos. 
LOS TESOROS DE LA IGLESIA 
Supo por entonces el emperador Valeriano que la comunidad cristiana 
poseía gran copia de riquezas, y deseoso de tomarlas y hartar con 
ellas su codicia, mandó comparecer a Lorenzo ante su presencia. 
—Oigo decir que vosotros, los cristianos, os quejáis de que os trata­mos 
cruelmente, pero ahora no hablemos de tormentos. De ti depende el 
darme lo que voy a pedirte. A juzgar por las noticias que hasta mí han 
llegado, los Pontífices cristianos ofrecen libaciones en vasos de oro, y 
vierten la sangre de las víctimas en copas de plata. Me han dicho que 
alumbráis los sacrificios nocturnos con candelabros de oro. Traedme esos 
tesoros, el emperador los ha menester para pagar la soldada a las tropas. 
—Confieso que nuestra Iglesia es riquísima —repuso Lorenzo—. Ni 
el mismo emperador posee tan grandes tesoros. Quiero mostrarte lo más 
precioso que hay en ella. Te pido que me dejes unos días para recogerlo. 
Dióle Valeriano tres días de plazo, y mandó a un caballero romano 
llamado Hipólito que anduviese siempre a su lado y no le perdiese de 
vista en aquellos tres días. Hipólito llevó al Santo a una cárcel donde 
había ya muchos presos, situada en el mismo lugar en que más tarde edi­ficaron 
la iglesia de San Lorenzo in fonte. En ella sanó el santo diácono 
a muchísimos enfermos y bautizó a no pocos neófitos. La conducta del 
nuevo preso y los grandes milagros que obraba, movieron a reflexión 
al caballero.
Ma n d a el Señor un ángel a San Lorenzo para que con una esponja 
le limpie el sudor del rostro y las llagas todas de su cuerpo. Lo 
ve un soldado que desde fuera le guarda, y, conmovido y alumbrado 
con luz del cielo, pide al Santo que le bautice. Bautizóle y fue mártir 
de Jesucristo.
— ¡Oh Hipólito! —le dijo Lorenzo—, si crees en Dios Padre todopo­deroso 
y en Jesucristo su Hijo, yo te prometo mostrarte grandes tesoros, 
y lo que es más, hacerte partícipe de la vida eterna. 
El caballero pidió noticia de la verdad de nuestra santa fe y de los 
tesoros inestimables que tiene Dios en el cielo para sus siervos; creyó en 
Jesucristo, y recibió el bautismo él y toda su familia, que eran diecinueve 
personas. Después, dio generosamente la vida por la fe, el 13 de agosto. 
Lorenzo empezó luego a recorrer la ciudad, en busca de los 1.500 po­bres 
que sustentaba la Iglesia de Roma. Juntó todos los ciegos, leprosos, 
cojos, paralíticos y mendigos que pudo hallar, hízolos poner en los carros 
que le habían enviado y fuése con ellos al emperador, y díjole: 
—Príncipe augusto, estos son los tesoros de la Iglesia; porque por sus 
manos suben al cielo nuestras limosnas, y alcanzamos las riquezas eternas. 
Aprovéchate de ellas para bien de Roma y de ti mismo. 
No es fácil figurarse la saña que sintió arder en su pecho el tirano, 
viéndose engañado por Lorenzo y burladas sus esperanzas. Mandó que 
al punto desnudasen delante de él al santo diácono y rasgasen sus carnes 
con escorpiones, que eran látigos armados de plomadas en las puntas. 
Hizo luego traer los instrumentos con que atormentaban a los mártires, 
para que entendiese que por todos ellos había de pasar, si no se rendía. 
—Bien sé que deseas la muerte —le dijo— ; pero no te la daré de 
golpe, no; antes habrás de aguantar uno a uno todos los tormentos. 
Mas el esforzado caballero de Cristo no se espantó, estaba su corazón 
tan encendido en el amor al Señor, que todas las penas le parecían pocas 
comparadas con las que él deseaba padecer. 
—¿Piensas, por ventura, atemorizarme con tus tormentos? —dijo al 
tirano—. Pues quiero que entiendas que estos suplicios que tan horribles 
te parecen, para mí son regalos y suavísimos deleites. Has de saber tam­bién 
que siempre he deseado comer de esta mesa y hartarme de estos 
manjares. 
Díjole el emperador que no confiase en los tesoros que tenía escondi­dos, 
porque no le podían librar de los tormentos que le estaban prepa­rados. 
Respondióle Lorenzo con mucho sosiego y alegría de su alma 
—En los tesoros del cielo confío yo. Son ellos la misericordia y piedad 
divina con que el Señor me ha de favorecer para que mi alma quede libre, 
mientras el cuerpo sienta los tormentos. 
Mandó Valeriano que le azotasen crudamente con varas, que le col­gasen 
en el aire y le quemasen los costados con planchas de hierro en­cendidas. 
El santo diácono, al par que se reía del tirano, diciéndole que 
no sentía sus tormentos, daba gracias al Señor, y decía: 
— ¡Oh Jesús, amor mío!, apiádate de tu siervo, porque siendo acusa­
do no te negué, y siendo preguntado te confesé en medio de los tormentos. 
—Tú eres mago —le gritó el tirano—, y por arte mágica te burlas de 
los suplicios, pero yo te juro por los dioses inmortales que has de pade­cer 
tantas y tan graves penas, como ningún hombre hasta hoy las padeció. 
—Con la gracia de mi Señor Jesucristo, nada temo. Los tormentos se 
han de acabar. Toma, pues, las cosas con calma; vete combinando a gus­to 
las torturas y hazme padecer cuanto se te antoje. 
Enojóse aún más el tirano, y mandó azotarle de nuevo con plomadas. 
Lo hicieron los verdugos tan atrozmente, que Lorenzo creyó morir, alzó 
los ojos al cielo y pidió al Señor que fuese servido de recibir su alma. Mas 
una voz que oyeron los presentes, díjole que aún le quedaba mucho por 
padecer. Alegró a Lorenzo la confianza que el Cielo depositaba en él. 
—Varones romanos —gritó entonces el tirano—, ¿no veis cómo los 
demonios amparan a este sacrilego que ni teme a los dioses, ni a vuestros 
príncipes, ni tan atroces tormentos ? 
Mandó que le extendiesen en el ecúleo, semejante a un caballete con 
ruedas en los extremos, para estirar y desconyuntar al mártir. Lorenzo, 
con rostro alegre, daba gracias al Señor y decía: 
—Bendito seas, Dios mío y Padre de mi Señor Jesucristo, que usas de 
tanta misericordia con quien tan poco la merece. Conjúrate, Señor, por 
tu sola bondad, que me des tu gracia, para que todos los circunstantes 
conozcan que no desamparas a tus siervos en el tiempo de la tribulación. 
El emperador creyó sin duda que los atrocísimos dolores de aquella 
prueba quebrantarían la constancia del santo mártir, y así mandó que lo 
apartasen ya de su presencia. Vino entonces un ángel del cielo que es­forzó 
a Lorenzo, le dio alivio en aquel suplicio, y con una esponja le 
limpió el sudor del rostro y las llagas de su cuerpo. Un soldado que 
allí estaba, llamado Román, vio también al ángel que limpiaba las llagas 
del santo mártir. Ya antes había sido testigo de la heroica constancia de 
Lorenzo, con lo que se movió a conversión, y alumbrado ahora con luz 
celestial, hízose cristiano. Bautizóle el mismo San Lorenzo y fue mártir 
el día 9 de agosto. 
EL TORMENTO DE LAS PARRILLAS 
Al caer la tarde, mandó el emperador que de nuevo compareciese 
Lorenzo. El inicuo juez preguntóle de qué linaje era. 
—En cuanto al linaje —respondió Lorenzo— soy español, criado en 
Roma desde pequeño, bautizado y enseñado en la fe cristiana. 
—¿Cómo —le dijo el juez— te atreves a llamar divina a una ley que 
te enseña a burlarte de los dioses?
—No me cansaré de repetir que hay un Dios, sólo uno —respondió 
Lorenzo— ; y en el nombre de mi Señor Jesucristo, mantendré esta ver­dad, 
a despecho de todos los suplicios. 
Amenazóle el tirano con atormentarle durante toda aquella noche. 
—Si así es —le respondió el mártir—, esta noche será clara y llena de 
alegría para mí, y no tendrá oscuridad alguna. 
El emperador no pudo ya contener su enojo, y mandó traer una cama 
de hierro a manera de parrillas, tan grandes que pudiesen sustentar el cuer­po 
del Santo, y debajo poner brasas para que poco a poco se fuese que­mando. 
Con gran presteza y solicitud prepararon los verdugos tan dura 
cama, desnudaron al Santo y le tendieron sobre las parrillas. El tirano le 
apostrofaba, los verdugos atizaban el fuego y traspasaban el cuerpo del 
mártir con agudas horquillas de hierro; los circunstantes miraban el es­pectáculo 
atónicos y pasmados. 
Permitió el Señor que su siervo Lorenzo, que tenía ya el cuerpo mo­lido 
y magullado, padeciese este nuevo tormento del fuego sin menoscabo 
de la tranquilidad de su alma. 
—Recibid, Señor —decía—, mi sacrificio en olor de suavidad. 
Volvió los ojos al tirano y díjole: 
—Entiende que este fuego es para mí suavísimo refrigerio y regalo; todo 
su ardor lo guarda para quemarte a ti eternamente, sin consumirte jamás. 
Valeriano estaba turbado en extremo. La saña y enojo le ofuscaron 
el juicio, y así no reflexionó como hubiera debido hacerlo al ver la he­roica 
constancia de aquel valeroso e invencible soldado de Cristo. 
—Mira, Valeriano —le dijo el santo mártir, con un soplo de voz que 
aún parecía recia—, ¿no ves que está ya asada una parte de mi cuerpo? 
Manda que me vuelvan para que se ase la otra y puedes tú comer de mis 
carnes sazonadas. 
Volviéronle los verdugos, y, pasados unos instantes, dijo Lorenzo. 
—Ya estoy asado, ahora puedes comer. 
Los cristianos recién bautizados que se hallaban presentes, vieron el 
rostro del mártir cercado de extraordinario resplandor, y sintieron que 
exhalaba su cuerpo suavísima fragancia. Finalmente, llegado el plazo que 
el Señor había determinado para coronarle, volvió Lorenzo a alabar a 
Dios, diciéndole: 
—Gracias te doy, Señor mío y Dios mío, por haberme dado poder 
entrar en el reino de tu bienaventuranza eterna. 
Diciendo esto, expiró. Era el día 10 de agosto del año 258. 
No cabe describir la confusión y bochorno que hubo de sufrir Vale­riano 
ante la humillante derrota que acababa de infligirle el fortísimo coa.
fesor de la fe. Aquella serenidad e indomable constancia, habían sido 
para su orgullo castigo mucho más violento que el soportado por su víc­tima. 
RELIQUIAS Y CULTO 
Hipó l ito y el presbítero Justino cogieron secretamente el cuerpo del 
santo mártir y lo enterraron extramuros de la ciudad, en una here­dad 
de Ciríaca, aquella viuda a la que Lorenzo había sanado. El em­perador 
Constantino edificó sobre el sepulcro un suntuoso templo, que 
está en el Campo Verano —cementerio de Roma—, y es una de las cinco 
iglesias patriarcales y de las siete principales «estaciones» de la ciudad. 
También el papa San Dámaso le edificó-un templo llamado San Lo­renzo 
in Dámaso, actualmente en el palacio de la Cancillería apostólica. 
Muchas otras iglesias de Roma son de su advocación. 
La famosa capilla que encierra tantas reliquias y se halla en la parte 
alta de la Scala sancta, llamada hoy día Sancta Sanctorum, era en otros 
tiempos el oratorio de San Lorenzo que servía a los Papas. 
La emperatriz Santa Pulquería, en el siglo v, edificó en Constantinopla 
un suntuoso templo a San Lorenzo, y el emperador Justiniano lo adornó 
después con magnificencia extraordinaria. 
El católico rey de España don Felipe II, edificó el célebre monaste­rio 
de San Lorenzo de El Escorial, distante pocas leguas de Madrid. Es 
un edificio suntuosísimo, digno de la grandeza y piedad de tan cristiano 
príncipe y tiene forma de parrillas. En los principios tuviéronle a su cargo 
los Jerónimos, ahora'guárdanlo los Padres Agustinos. 
Exornada está la literatura cristiana con muchas y bellísimas páginas 
que en prosa y verso ensalzan al sin par valeroso y fortísimo caballero de 
Cristo y esforzado mártir. De él escribieron insignes doctores y lumbreras 
de la Iglesia, como San Agustín, San Ambrosio, San Pedro Crisólogo, San 
Máximo de Turín. San Fulgencio y el poeta cesaraugustano Aurelio 
Prudencio, ilustre cantor del glorioso triunfo de los mártires hispanos. 
S A N T O R A L 
Santos Lorenzo, diácono y mártir; Blaan, obispo; Diosdado, labrador; Aredio, 
arzobispo de Lyón; Maleo, obispo de Irlanda; Donoaldo y Arnulfo, már­tires 
en Francia, Jaime, Juan y Abrahán, mártires en Etiopía. Beato Ama­deo 
Gómez, fundador de los Amadeístas. Santas Filomena, virgen y mártir; 
Basa, Paula y Agatónica, vírgenes, mártires en Cartago; Rusticóla, abadesa 
en Arlés.
D ÍA 11 DE AGOS TO 
S A N T A S U S A N A 
VIRGEN Y MARTIR EN ROMA (2807-295) 
Pr e s é n t a s e Santa Susana como maravilloso dechado de vírgenes, como 
una de las mujeres fuertes y valerosas que menospreciaron el mun­do 
y sus placeres engañosos para darse de todo en todo únicamen­te 
al amor y servicio de Nuestro Señor Jesucristo. A juzgar por la pintura 
que de ella hacen antiguos relatos, cuyos autores no pretendieron la pre­cisión 
histórica, sino sólo dejarnos edificante ejemplo de vida, Susana 
fue, como significa su nombre hebreo: «flor de azucena». 
Era Susana hija de San Gabino y sobrina del papa San Cayo, ambos 
deudos muy cercanos del mismo emperador Diocleciano. Después de naci­da 
Susana, enviudó su padre y abrazó el estado eclesiástico; y a poco, 
fue promovido a las santas funciones del sacerdocio cristiano. Con sumo 
cuidado y diligencia educó Gabino a su hija en el amor y temor de Dios. 
Susana, dotada de singular ingenio, se mostró desde pequeñita muy for­mal 
y laboriosa; dio de mano a los pasatiempos mundanos y frívolas 
lecturas, y se afanó en estudiar la Sagrada Escritura y los Santos Padres. 
Gustábale sobremanera leer el relato de las luchas y triunfos de los 
mártires que padecieron valerosamente los tormentos y la muerte antes 
que renunciar al amor de Jesucristo. ¡Cuántas veces bajaría la santa don-
celia a orar en las catacumbas, ante los sepulcros de los mártires, en com­pañía 
de otros futuros mártires! Levantábase entonces su corazón muy. 
por encima de lo terreno y de los deleites de esta vida, para aficionarla 
solamente a las cosas del cielo y de la eternidad. ¡Qué hermoso comen­tario 
de los Sagrados Libros eran aquellos ejemplos de valor de los már­tires! 
¡Qué elocuentes lecciones para Susana! Es de imaginar con cuán­ta 
atención oiría a su padre Gabino y al papa San Cayo cuando le expli­caban 
los misterios de nuestra religión sacrosanta y las sublimes verdades 
de la fe que los Apóstoles y discípulos confesaron con riesgo de su vida y 
sellaron con su sangre. 
También ella ansiaba amar al Señor con toda su alma, vivir sólo para 
Él, y aun morir por aquel divino Rey que por nosotros murió en la cruz. 
Pero conocía su flaqueza, y por eso suplicaba al Dios todopoderoso que 
se dignase sostenerla en sus trabajos y pruebas. 
PRETENDIENTES DE SU MANO 
Cu a n d o tenía Susana quince años de edad, determinó consagrarse de­finitivamente 
a Jesucristo y tomarle por único esposo. Postrada al 
pie del altar, suplicó humildemente al Rey de las vírgenes y de las almas 
santas, que se dignase aceptar aquella espiritual unión. 
Sobrevino entretanto la muerte de Valeria, hija de Diocleciano y mu­jer 
de Galerio constituido César por Diocleciano y hecho copartícipe suyo 
en el imperio. Quiso entonces el emperador que otra doncella emparen­tada 
con él fuese esposa de Galerio. En opinión de todos, la más indicada 
para el pretendido enlace era Susana; tenía Diocleciano noticia de las 
bellas prendas de su joven parienta, y así puso en ella los ojos, aunque 
no la conociese personalmente por no ir ella nunca a palacio. También 
sabía que Cayo, tío de Susana, era el jefe de los cristianos. Esto no obstan­te, 
aquel emperador que había de desencadenar más adelante una violen­tísima 
persecución y derramar tanta sangre cristiana, no era por enton­ces 
(295) tan enemigo de los fieles que no prefiriese la prosperidad de su 
familia y el encumbramiento de sus deudos a la ruina del cristianismo. 
Lo cierto es que Gabino y Cayo, con ser parientes del emperador, vivían 
apartados de su trato y conversación, tanto por humildad cristiana, como 
por prudencia y horror al paganismo y a los vicios que hallaban fácil 
ambiente en el palacio imperial. 
Cierto día mandó llamar Diocleciano a un primo suyo, por nombre 
Claudio, y le encargó que propusiese a Gabino el casamiento de su hija 
Susana con Galerio. Gozóse mucho el pagano Claudio con tan lisonjera
y honrosa embajada. Fuése a toda prisa a casa de Gabino, y le dijo 
—Oye, Gabino; los augustos emperadores nuestros soberanos, me han 
enviado a ti con una embajada que muestra cuánto te estiman. La obe­diencia 
que les debo me obliga a cumplir esta diligencia, pero dejado 
esto aparte, el vivo deseo que tengo de tu felicidad, me mueve a hablarte 
de un proyecto sobremanera esperanzador para tu familia. ¿Qué cosa 
mejor puedes desear que ver estrecharse más y más los lazos de tu pa­rentesco 
con el emperador y volver a su amistad? Hiciste mal en apartarte 
tanto del trato de los príncipes, que al cabo son tus deudos, pero de se­guro 
que ellos te aprecian, porque el augusto Diocleciano quiere casar a 
tu hija Susana con Maximiano Galeno, hijo suyo adoptivo. La mayor for­tuna 
y nobleza del imperio se os brinda a ti y a tu hija. Yo te doy de 
ello el parabién, y no dudo que este casamiento será de tu gusto. 
No rechazó Gabino al enviado del emperador, antes le dio muy cari­ñosa 
acogida y escuchó con suma atención cuanto le decía, pero le con­testó: 
«Dame, Claudio, unos días, y yo mismo trataré este negocio con 
mi hija». Entró Gabino en el aposento de Susana y díjole. «Deseo, hija 
mía, que vayas a entrevistarte con nuestro Santísimo Padre y Pontífice, 
para que la gracia del bautismo que recibiste, produzca en ti copioso fruto». 
ELECCIÓN DE SANTA SUSANA 
Co rrió Gabino a dar noticia a Cayo del deseo de Diocleciano, y de 
ello hablaron los dos hermanos con mucho detenimiento. 
—¿Qué hacemos? —preguntábanse llenos de zozobra—. Galerio no es, al 
cabo, sino un soldado advenedizo, y además enemigo acérrimo de los cris­tianos, 
pagano supersticioso, sanguinario y brutal. ¡ Menguado esposo para 
una casta doncella cristiana que sólo aspira a la unión espiritual y virginal 
de su alma con Jesucristo! Por otra parte, rechazar la pretensión de Dio­cleciano, 
¿no sería dejar escapar la ocasión, quizá única, de amansar el 
implacable enojo de ambos príncipes que usaban arbitrariamente de su po­der 
y autoridad? De cierto que traería además lamentables consecuen­cias: 
sentencia de muerte contra Susana, su padre, su tío y consejeros, y 
quizás un decreto de persecución contra los cristianos. En semejantes cir­cunstancias, 
¿no podía por ventura el Papa otorgar a la virgen cristiana 
las dispensas necesarias para casarse con el hijo adoptivo del emperador? 
Cayo y Gabino no quisieron determinar cosa alguna, antes de conocer 
el parecer de Susana; prefirieron dejar en manos de la doncella su propia 
suerte, dándole libertad para escoger lo que el Divino Espíritu le inspi­rase. 
Volviéronse juntos a casa de Gabino y llamaron a Susana.
—Querida hija —le dijeron, Claudio ha venido a decirnos que el em­perador 
quiere casarte con su hijo adoptivo, Maximiano Galerio... 
Asustóse Susana con tan inesperada noticia, pero pasados unos ins­tantes, 
respondió a su padre con tanta humildad como resolución: 
—¿En qué ha venido a parar tu prudencia, padre mío? ¿Acaso no 
sabes que soy cristiana? ¿No me enseñaste tú mismo los artículos de nues­tra 
santa fe? ¿Cómo, pues, diste oído a semejante propuesta? ¿Casarme 
yo con ese cruel pagano de quien tú mismo no quisiste pasar como pa­riente 
para ser fiel a la fe de Jesucristo? No, de ninguna manera puedo 
yo hacer eso. ¡Gloria y alabanza al Dios todopoderoso que se dignó ad­mitirme 
a la compañía de sus Santos! ¡Con su gracia menospreciaré yo 
a ese hombre, y me valdrá el honor de padecer el martirio por Cristo! 
—Hija mía —le dijo Gabino, conmovido—, persevera en tu fe; y 
quiera Dios que tu fidelidad nos depare a nosotros también de poderle 
ofrecer juntos contigo el mérito de nuestro sacrificio. 
—Dios ve el fondo de mi corazón —repuso Susana— y sabe cuánto 
deseo permanecerle fiel hasta la muerte. Tú, padre mío, me enseñaste desde 
niña a entregar mi corazón a Jesucristo y a guardar pureza virginal. A Él 
consagraré alma, vida y corazón, quiero conservarlos limpios de toda man­cha. 
Nunca jamás tendré otro esposo que Aquel a quien me entregué. 
—Ea, Susana —díjole el santo Pontífice Cayo— , pues que te entre­gaste 
por siempre a Jesucristo, quédate con Él y guarda sus mandamien­tos. 
Ten confianza y paz; el ángel del Señor guardará puro tu corazón. 
CONVERSIÓN DE CLAUDIO 
Pa sa d o s tres días, volvió Claudio a casa de Gabino, donde halló asi­mismo 
al pontífice Cayo. Renovó la petición en presencia de ambos 
hermanos y manifestóles al mismo tiempo cuán feliz se sentía de ser men­sajero 
de embajada tan esperanzadora para toda la familia. 
—No te ciegue el deseo de grandezas, Claudio —díjole Gabino—; pro­cedamos 
en este negocio con sabiduría y prudencia, no sea que después 
tengamos que arrepentimos. Menester es que Susana nos dé parecer. 
Llamó Gabino a su hija. Al verla Claudio, acercósele para darle óscu­lo 
de paz, la santa doncella le detuvo adelantando la mano: 
—No manches mis labios con un beso de tu boca —le dijo—. Los 
tengo consagrados a mi único Rey y Señor, Cristo Jesús; por eso no he 
tolerado nunca que tocase mi boca nada que fuese inmundo. 
Extrañó Claudio estas palabras, y quiso disculparse: creía poder mos­trarse 
familiar con Susana, por ser pariente muy cercano de ella.
Ma c e d o n io , hombre sacrilego y cruel, va a casa de Santa Susana 
con orden de hacerla adorar a los dioses o de matarla. Pénele 
delante un ídolo de Júpiter, mas haciendo oración la santa doncella 
desaparece al punto el ídolo, que es luego encontrado en la vía pública 
lejos de la casa.
—¿A qué manchas te refieres? —añadió—. ¿Qué culpas me repro­chas? 
Muéstramelas, y dime cómo podré borrarlas. 
—Tus labios están mancillados por los sacrificios de los ídolos —le 
respondió Susana—. Ese culto me horroriza, porque sé que Dios lo abo­mina. 
Si quieres quedar limpio, duélete de tus pecados y recibe el bautis­mo 
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 
—A vos toca instruirme y limpiarme —dijo Claudio al Pontífice—, de 
ser cierto que un hombre sea más puro creyendo en Jesucristo que ado­rando 
a los dioses. Hasta ahora ofrecí sacrificios a las mismas divinidades 
que adoran los emperadores, porque creí cumplir un deber. 
—Claudio, hermano mío, escúchame —le dijo San Cayo—. Viniste a 
nosotros para tratar de negocios terrenos, pero Dios te trajo para que re­dimas 
tu alma; las súplicas de Susana te alcanzaron esta gracia. Así ha­llará 
nuestra familia la verdadera salvación. Créeme, Claudio, no hay 
maldad más horrenda que la idolatría; ¡cuánto se envilece quien ahora 
a las criaturas y a los demonios, y se olvida del Señor, Criador y Dios 
suyo! Este señor nos amó tanto, que se dignó bajar a la tierra, nacer, 
humillarse, padecer y morir por nosotros, luego resucitó glorioso y subió 
a los cielos adonde nos espera para que vivamos con Él eternamente. 
—Me admira esta doctrina —dijo el pagano— , cumpliré cuanto vos 
queráis; pero mandad que alguien lleve pronto la respuesta al emperador. 
—Hermano mío —repuso Cayo—, sigue primeramente mis consejos, 
el Señor, a quien juntos rogaremos, dispondrá las cosas con sabiduría para 
nuestro provecho. Injustamente derramaste la sangre de los Santos; me­nester 
es que te arrepientas de ello; con eso te administraré el bautismo. 
—¿Lavará de veras el bautismo todos mis pecados? 
—Sí, hermano mío, todos; pero es necesario que tu fe sea sincera. 
Manifestó Claudio tan buena voluntad, que San Cayo le admitió en el 
número de los catecúmenos. Vuelto a su casa, contó a su mujer Prepedig-na 
lo sucedido. Ella también se sintió movida de la gracia y manifestó 
deseos de conocer la religión cristiana. Con ese intento pasó a casa de Su­sana, 
que la recibió con mucho cariño y bondad. Tras ella fue Claudio 
con sus dos hijos, Alejandro y Cucias, y así toda la familia se convirtió 
a la fe de Cristo y recibió el bautismo de manos de San Cayo, quien inme­diatamente 
después les administró la Confirmación y la Eucaristía. 
Claudio y su familia llevaron de allí adelante vida muy cristiana y 
santa. Comenzaron a dar grandes limosnas a los pobres, y Claudio fue 
durante la noche a los que estaban encarcelados y padecían por Cristo, 
echóse a sus pies y les suplicó humildemente que le alcanzasen la remi­sión 
de sus pecados, y le perdonasen de haberlos perseguido. Logró la 
libertad de muchos y proveyó liberalmente a todas sus necesidades.
CONVERSIÓN DE MÁXIMO. — MARTIRIO DE SUSANA 
Pa s ó más de. un mes, y Claudio no volvía a palacio. «¿Qué ha sido 
de él», preguntó Diocleciano muy extrañado. Respondiéronle que ha­bía 
caído enfermo. Sosegóse el emperador con la noticia, y como quería 
mucho a Claudio, mandó al hermano menor de éste, llamado Máximo, 
el cual era criado principal de palacio, que fuese a visitarle de su parte. 
Máximo halló a su hermano mayor orando de rodillas en su aposento, 
vestido de cilicio y anegado en llanto. 
—Has enflaquecido mucho, hermano mío —exclamó—. ¿Estás acaso 
de luto? ¿Qué te pasa? 
—Hago penitencia por mis pecados —respondió Claudio— , estoy pa­gando 
la injusticia grande que cometí al perseguir a inocentes cristianos. 
—Pero ¿qué dices, Claudio? En vez de cumplir el encargo del empe­rador, 
estás perdiendo el tiempo en bagatelas. 
Con viveza y fervor de neófito le refirió Claudio cómo había llegado a 
conocer la verdad, díjole cuánto le habían maravillado la sabiduría y 
las virtudes de Susana, y finalmente le invitó a que le acompañase a casa 
de Gabino. Aceptó Máximo la propuesta, porque ya con las palabras de 
Claudio se había conmovido su alma y estaba como conturbado y vaci­lante. 
Acogiólos Gabino con bondad, y habiéndolos saludado, exclamó 
—Señor, Dios nuestro, Tú que vuelves a juntar a los que andaban 
dispersos, bendice a cuantos ahora has congregado, y derrama tu luz en 
el alma de tus siervos, pues Tú eres lumbre verdadera y eterna. 
Pidióle. Máximo que llamase a Susana, y Gabino la mandó entrar. Al 
llegar a la habitación, dijo la santa doncella a su padre 
—Bendícenos, padre mío. 
Alzó el sacerdote su mano, y bendijo a los presentes diciendo: 
—Sea con nosotros la paz de Nuestro Señor Jesucristo, que vive y 
reina con Dios Padre todopoderoso por los siglos de los siglos. 
Fueron enseguida en busca del santo pontífice Cayo, y mientras éste 
conferenciaba con Máximo para prepararlo a aceptar los dogmas de la fe 
cristiana, apartóse la Santa, y estando en pie, oraba fervorosamente. Oyó 
el Señor las súplicas de Susana. Máximo abrió de par en par las puertas 
de su alma a la verdadera fe, echóse a los pies de San Cayo, que acabó 
de instruirle y le bautizó. Y a ejemplo de su hermano Claudio, repartió 
su hacienda a los pobres, y dióse a cumplir vida de perfecto cristiano. 
Un criado de Máximo, hombre malvado y adulador, dio al emperador 
la noticia de la conversión y de las limosnas de ambos hermanos. Embra­vecióse 
sobremanera Diocleciano y mandólos prender a todos, excepto al
papa San Cayo. Condenó al destierro a Claudio, a su mujer y dos hijos y 
a Máximo; pero mandó secretamente al oficial encargado de sacarlos de 
Roma que los quemaran vivos en el puerto de Ostia y echasen al mar sus 
cenizas. Mientras se llevaba a efecto tan cruel sentencia, Gabino y Susana 
fueron encarcelados. Cincuenta días después, sacaron de la cárcel a Susa­na 
y la llevaron a palacio- «Señor Dios mío —repetía la Santa en el ca­mino—, 
no abandones a tu sierva, pues ha depositado en Ti su confianza». 
Mandó Diocleciano a la emperatriz, Prisca, su esposa, que persuadiese 
a Susana de tomar por marido a Galerio. Por eso la llevaron a palacio y 
no a los tribunales. La emperatriz acogió a la virgen cristiana con cari­ñoso 
respeto. Admiróse de ello Susana, y al inclinarse para saludar a 
Prisca, la princesa la levantó, y abrazándola, le dijo: «Procura, hija, dar 
siempre gozo y contento a Cristo, único Señor a quien debemos obedien­cia 
absoluta». 
Era la emperatriz secretamente cristiana. Inefable consuelo llenó el co­razón 
de Susana al oír el saludo de la princesa. Desde entonces, las dos 
cristianas se ocupaban de día y de noche en oración, y platicaban de las 
verdades de nuestra fe y de la celestial bienaventuranza. 
Supo Diocleciano que Susana persistía en no querer casarse. Mandó 
entonces que se volviese a casa de su padre, y dio licencia a Galerio 
para que fuese tras ella y viese de rendirla por fuerza a sus planes. 
Fue Galerio a casa de Susana con este intento, pero al entrar en la 
habitación donde oraba la Santa, vio que un ángel rodeado de grande 
claridad y resplandor estaba de pie junto a ella en ademán de guardarla. 
Con esta inesperada novedad, volvióse atrás muy corrido y asustado. Dio 
parte de ello a Diocleciano, el cual atribuyó todo a arte de hechicería. 
A toda costa quería acabar con aquel negocio, pero entendió que para 
triunfar de la casta doncella, era menester arrebatarle la fe cristiana. 
Para ver de conseguirlo, mandó a un ministro suyo llamado Macedo-nio, 
hombre sacrilego y cruel, que fuese a casa de Susana y la obligase por 
la fuerza a sacrificar a los dioses. Tomó Macedonio un idolillo de Júpi­ter 
y un trípode, y pasó a casa de Susana. La santa doncella, al ver el 
ídolo, apartó de él su rostro y, arrodillándose, pidió la ayuda de Dios. 
—Señor Dios mío.—dijo—, aparta de mis ojos ese escondrijo del de­monio, 
y ven a socorrer a tu sierva. 
En aquel mismo instante y como por conjuro desapareció el idolillo. 
—Hechicera —gritó Macedonio—, ¿no me has robado la estatua? 
—El ángel del Señor la ha apartado de mis ojos —respondió Susana. 
Al poco rato llegó un criado de Macedonio, diciendo que la estatua de 
Júpiter se hallaba en medio de la calle, hecha añicos. Encendido en có­lera 
el pagano, y fuera de sí de rabia y furor, arrojóse sobre la virgen
cristiana y la golpeó brutalmente destrozando a latigazos las carnes de la 
casta doncella. Volvió luego a dar parte de todo al emperador. El impío y 
cruel Diocleciano mandó finalmente degollar a la heroica virgen, pero 
secretamente y en su misma casa, porque temía que se indispusiesen con 
él los romanos si llegaban a tener noticia de la injusta y bárbara sen­tencia. 
Obedeció el verdugo, y con esta muerte dio Susana al Señor su 
alma virginal. Cumplióse este martirio a los 11 días de agosto del año 295. 
Cuando lo supo la emperatriz, dio gracias a Dios por haberse dignado 
coronar para siempre a su valerosa amiga; fue de noche a casa de Su­sana 
y recogió cuanta sangre pudo con su propio velo, que guardó como 
precioso tesoro en una caja de plata; envolvió el sagrado cuerpo con sá­banas 
limpias y olorosas, llenas de especies aromáticas, y le enterró en 
las catacumbas de San Alejandro, junto a otros muchos santos mártires. 
VENERACIÓN DE LAS RELIQUIAS 
Mu c h a s veces celebró el pontífice Cayo el santo sacrificio en honra de 
Susana, en la misma casa donde había muerto la Santa. Pasada 
la era de las persecuciones, con advocación de esta santa mártir edificaron 
allí mismo un templo, al que trasladaron sus reliquias. Andando los años 
vino a fundarse contiguo a la iglesia un convento de monjas cistercienses. 
Adornaron y ensancharon aquel venerado templo los papas Juan VI, 
Adriano I y San León II, y lo reedificó Clemente VII el año 1603. 
Está en el Quirinal y es título cardenalicio. 
Los catalanes suelen invocar a Santa Susana para pedir que cese la 
sequía y en otras calamidades públicas. 
Gabino, tras larga prisión, recibió también la corona de los mártires, 
la Iglesia conmemora su fiesta el 19 de febrero. El papa San Cayo terminó 
asimismo su pontificado con el martirio en 296. Su fiesta es el 22 de abril. 
S A N T O R A L 
Santos Alejandro el Carbonero, obispo y mártir; Tiburcio, y su padre, Cromado, 
mártires; Taurino, consagrado obispo de Evreux por San Dionisio; Gauge-rico, 
obispo de Cambray y Arrás; Rufino, obispo de los marsos, y compa­ñeros, 
mártires; Equicio, abad. Beatos Pedro Fabro, jesuíta, compañero de 
San Ignacio; Pedro y Juan Becchelti de Fabriano, agustinos. Santas Su­sana, 
virgen y mártir; Agilberta, virgen y abadesa; Atracta, virgen irlandesa.
D ÍA 12 D E AGO S TO 
S A N T A C L A R A 
VIRGEN. FUNDADORA DE LAS CLARISAS (1194-1253) 
En una graciosa colina del hermoso valle de Espoleto, álzase la ciudad 
de Asís, ilustre por sus artistas, pero no menos célebre y más hon­rada 
por haber sido cuna de aquellas dos estrellas fulgentísimas en 
el cielo de la santidad que se llaman Francisco y Clara. Tocaba a su fin 
el siglo x ii. El mundo parecía hundirse en la más completa ruina espiri­tual 
debido a la piqueta demoledora del lujo, de las pasiones desenfrena­das 
y de la más descarada impiedad. Entonces envió el cielo para inyec­tarle 
vida, para vigorizarlo y sanarlo, a esos dos ángeles, a esas dos almas 
fuertes que le trajeron el remedio de la pobreza absoluta, de la mortifi­cación 
y humildad extremadas y de la piedad y caridad seráficas. 
Ya había concedido el Señor dos hijos a la noble dama Ortolana Fiu-mi, 
esposa del conde Favorino dei Scifi, cuando hizo la peregrinación a los 
Santos Lugares, visitó el célebre santuario de San Miguel en el monte 
Gárgano y se arrodilló ante la tumba de los Santos Apóstoles Pedro 
y Pablo. De vuelta a su casa de Asís, vio que iba a ser madre por ter­cera 
vez. 
Hallándose en oración en una iglesia, parecióle oír una voz misteriosa 
que le decía- «No temas, dichosa mujer, porque de ti nacerá una brillan­
tísima luz que disipará muchas tinieblas». Ese fue el motivo de bautizar 
con el nombre de Clara a la niña que vio la luz el 16 de julio de 1194. 
Aquella niña predestinada, aurora de divinos resplandores, apareció 
sonriente y dulce como presagio de la suave e infantil alegría que nunca 
le había de permitir mostrar ensombrecido el semblante ni humedecidos 
los ojos por lágrimas de tristeza. Los ríos de sus lágrimas que tenían su 
manantial en un corazón lacerado por los tormentos del celestial esposo, 
guardólos siempre para verterlos sin tasa a los pies del Señor crucificado. 
Veía la pidosa Ortolana que en el alma de aquella hija de bendición 
había depositado el cielo gérmenes preciosos de virtud, y puso esmeradí­simo 
cuidado en educarla, y en cultivar y desarrollar con sus lecciones y 
aun más con sus ejemplos, tan felices y santas disposiciones. No es de 
extrañar, pues, que desde sus más tiernos años sintiese Clara los atracti­vos 
de la vida retirada, de la oración fervorosa y del amor a los pobres; 
que despreciase al mundo y sus vanidades, y que las ansias de sufrir por 
su Amado la forzasen a llevar, bajo las joyantes sedas del vestido que 
su categoría social le imponía, el mortificante y áspero cilicio de los peni­tentes. 
VOCACIÓN DE SANTA CLARA 
Co n s e c u e n c ia natural de tales disposiciones era que la corriente de 
aquella alma desembocase en la vida religiosa, y esos deseos ar­dientes 
de Clara, que ya había cumplido los dieciséis años, no debían 
tardar en verse satisfechos muy a gusto de su alma. 
La fama de santidad del hijo de Bernardón, el rico mercader de Asís, 
transformado por la gracia divina en el pobrecito Francisco el «Heraldo 
del gran Rey», llegó a los oídos de Clara, que, sin duda movida por divi­na 
inspiración, fue a someterle el asunto de su vocación. El alma de Fran­cisco 
sintió que aquella otra alma vibraba al unísono con la suya, que 
aquella joven era una joya de subido valor, digna del esposo divino; y 
encendido en ansias de presentársela, le habló con aquellos acentos abra­sados 
tan propios de su inflamado pecho. Las palabras del Santo pren­dieron 
en alma tan bien dispuesta, la desasieron totalmente de todo lo 
terreno y la determinaron irrevocablemente a encerrarse en el claustro. 
Entregada por completo a la dirección de Francisco, preparóse Clara 
con el mayor secreto para la solemne despedida que quería dar al mundo, 
y siguiendo las instrucciones del Santo, ante la admiración de sus padres, 
conocedores de su modestia, el Domingo de Ramos de 1212, ataviada con 
sus mejores galas, se encaminó a la catedral para asistir a los oficios. 
En la noche de aquel mismo día y a la hora convenida, salió Clara
decidida de su casa y encaminó sus pasos a la iglesia de Santa María de 
los Ángeles, donde ya la esperaba San Francisco con sus religiosos. En 
presencia de ellos cortóle Francisco sus hermosas trenzas y la revistió con 
el grosero y áspero sayal franciscano. Quedaba así fundada la segunda 
orden franciscana, llamada de las Damas Pobres, u Orden de Santa Clara 
Sin esperar a que despuntase el día, condujo Francisco a Clara a un 
monasterio de benedictinas, situado en el lugar que entonces se llamaba 
ínsula Romana, y que hoy se conoce con el nombre de Badía. 
RUDO COMBATE CON SU FAMILIA 
Al notar la huida de Clara, sobresaltáronse sus padres creyendo com­prometido 
el honor de la familia, y cuando supieron el lugar de su 
refugio acudieron al monasterio de San Pablo para reclamarla. Emplea­ron 
para persuadirla amenazas y promesas halagadoras, ternuras extre­mas 
y arrebatos de cólera, sin que nada lograse quebrantar la firmeza de 
Clara. Mostróles ésta, como argumento decisivo, su cabeza rapada, prueba 
de inquebrantable resolución, y logró que, vencidos y llorosos, la dejaran 
seguir la vocación a que Dios la llamaba. Algunos días después trasladó 
Francisco a Clara a otro monasterio de la misma observancia, situado en 
la pendiente occidental del monte Subasio llamado Sant’Angelo di Panso. 
Apenas habían transcurrido dos semanas desde que Clara se había en­cerrado 
en el claustro, cuando su hermana Inés, que la quería entrañable­mente, 
fue a visitarla y a comunicarle su firme resolución de seguir su 
ejemplo consagrándose también al servicio del Señor. Estremecióse Clara 
de alegría al oir tan grata nueva, elevó al cielo acciones de gracias por la 
singular merced de enviarle como primera compañera a su misma hermana. 
Ya estaban resignados los padres de Clara por la pérdida de su hija 
mayor, pero cuando vieron que no volvía la segunda, que apenas contaba 
quince años, no quisieron consentirlo en modo alguno; y jurando salirse 
con su empeño, acudieron al monasterio para arrancar de él a su hija 
Inés. Como nada consiguieron con blandas palabras, arrojáronse sobre ella 
y agarrándola por los cabellos la sacaron por fuerza del convento. Pero 
de repente el cuerpo de aquella niña se hizo tan pesado que no les fue 
posible dar con ella ni un paso más. Clara, que había estado rezando por 
su hermana, llegó en aquel preciso momento adonde estaba su familia; 
acabó de apaciguarla con blandas y cariñosas palabras, y tomando consigo 
a Inés la introdujo en el monasterio, contentísima ésta con haberse pre­parado 
por el sufrimiento a la unión que anhelaba consumar con Jesús, el
dulce y regalado esposo de su alma. Francisco se apresuró a consagrarla 
al Señor para evitar que intentasen cualquier otro atropello contra ella. 
También el obispo se puso abiertamente de parte de las hijas de Or-tolana 
y cedió a Francisco la ermita de San Damián para que fuese la 
cuna de la Orden de las Damas Pobres. No tardaron en unirse a las dos 
hermanas otras jóvenes deseosas también de consagrarse al servicio de Dios. 
SUPERIOR A DE LA NUEVA COMUNIDAD 
Nec e s it a b a la nueva comunidad un gobierno regular y, por lo tanto 
una superiora legítimamente nombrada. Francisco, que conocía la 
virtud y las cualidades que adornaban a Clara, juzgó que aquella prime­ra 
piedra de su segunda Orden era también la que Dios destinaba para 
fundamento de la misma, y, con aplauso de todas las religiosas, nombróla 
superiora, cargo que sólo aceptó por respeto a la obediencia. 
Conocedora de los caminos del cielo y de la perfección religiosa, a 
pesar de su juventud, dirigió Clara a sus religiosas con prudencia admira­ble. 
Ilustraba las inteligencias en todo lo concerniente a las graves obliga­ciones 
de la vida monástica, mantenía la paz en el interior y precavía a 
sus hijas contra los enemigos de la perfección religiosa, defendíalas del 
mundo por la rigurosa clausura, del demonio con la oración fervorosa y 
continuada, y de la carne por la recepción frecuente de los santos sacra­mentos. 
Guardaban, además, estricto silencio y acendrada caridad. 
Con sus exhortaciones inflamaba los corazones en amor al sufrimiento, 
enarbolando en alto el madero sagrado de la cruz. Sus ejemplos, más po­derosos 
y elocuentes que sus palabras, inclinaban las voluntades con 
suave violencia a obrar siempre del modo más perfecto. Procuraba a sus 
monjas, cuantas veces le era posible, la dicha de oir la palabra de Dios 
de boca de San Francisco o de otros fervorosos religiosos, y ella, por su 
parte, ponía tal avidez y fervor en oírla, que el mismo Niño Jesús apare­cía 
a veces a su vera para sonreírle y acariciarla con infinito amor. 
Clara iba progresando incesantemente en el camino de la perfección: 
su fe era firme, ilimitada su esperanza, y su caridad no conocía barreras. 
El corazón de aquella virgen era un horno abrasador que a veces se de­claraba 
ya en forma de ardiente globo que planeaba sobre la cabeza, ya 
como aureola luminosa que nimbaba su frente, o ya también a manera 
de alas de fuego que le cubrían la cabeza y reflejaban en su rostro el 
brillo deslumbrador de sus rayos, dándole el aspecto de algo extraordi­nario 
y sobrenatural. 
El ansia del sufrimiento le hacía inventar y multiplicar los modos de
Es t a n d o ya para morir Santa Clara, visítala la Santísima Virgen 
María acompañada de un coro de vírgenes. La gloriosa Reina la 
conforta y la bendice; las otras vírgenes le entregan un manto vistosísi­mo, 
para que con él se presente como desposada del Hijo del Rey de la 
gloria.
mortificar su inocente cuerpo, y así, fabricóse con la piel de un animal 
una túnica erizada de púas que laceraban sus carnes, empleaba un cilicio 
hecho con crines de caballos trenzadas, e hizo habitual el uso de una dis­ciplina 
de finas cuerdas guarnecidas de nudos reciamente trabados. 
Se alimentaba de hierbas sazonadas con ceniza, y durante la cuares­ma, 
tomaba pan y agua, y eso, sólo tres veces por semana. El duro y des­nudo 
suelo fue, durante mucho tiempo, su lecho ordinario; un madero 
sin desbastar le servía de cabezal, las fiebres, que la consumieron durante 
veintiocho años, forzáronla a usar una cama que acondicionó con sar­mientos. 
A los ruegos de sus hermanas para que mitigase semejantes austeri­dades, 
solía contestar con muy alegre oportunidad: 
—Dejadme, hijas mías, que soy deudora a Dios de vuestras almas: la 
superiora debe amontonar un tesoro de méritos para borrar sus culpas y 
las de sus hijas. Si la cabeza afloja, ¿qué harán los miembros? 
Los sufrimientos morales vinieron a completar el holocausto de quien 
tan reciamente torturaba su cuerpo, acometiéronla las sequedades, tenta­ciones 
y arideces, aunque sin lograr impacientarla, ni alterar su serenidad 
que, en tan difíciles trances, era un consuelo para los corazones afligidos, 
una fuerza para los débiles y un remedio eficaz para cualquier dolencia. 
Ella, la superiora, considerábase como la última del convento y prác­ticamente 
lo demostraba, ella despertaba a las religiosas para el Oficio, 
las llamaba a Maitines, encendía las lámparas, y barría el monasterio con 
tanto esmero que la hermana encargada de ese menester estaba quejosa 
porque no le dejaba nada por hacer. «Mira, hermana —le decía la supe­riora—, 
esta clase de trabajos requiere un gusto especial, y yo te aseguro 
que he nacido para tales ocupaciones y menesteres». 
Cuando las hermanas torneras regresaban de la ciudad, lavábales los 
pies y luego se los besaba con inmenso cariño. 
La obediencia de Clara corría parejas con su humildad. Al ser nombra­da 
superiora, le resultaba tan embarazoso el uso de su voluntad que pro­metió 
obediencia a San Francisco, al cardenal Protector y al obispo 
de Asís. 
Pero la perla más preciosa de joya tan rica, era, sin género de duda, la 
virtud que da carácter y nombre a entrambas Órdenes franciscanas, la 
«santa pobreza». Clara la exigía de manera absoluta- vivir al día, sin 
fondos de reserva, sin pensiones y en perpetua clausura; y el cielo tuvo 
especial complacencia en recompensar con milagros aquel heroísmo de 
la pobreza. Ya es el pan que se multiplica en las manos de Clara para sa­tisfacer 
la necesidad de sus hijas carentes de todo alimento, o la alcuza 
que se vuelve a llenar de rico aceite al acabar de lavarla ella misma.
SANTA CLARA Y LA EUCARISTÍA 
El Sagrario, la Eucaristía, Jesús Hostia era el encanto y las delicias de 
Clara. La blanca paloma pasábase horas y días arrullando ante el 
nido de sus amores; y cuando la enfermedad la postraba, dedicábase a 
confeccionar con arte primoroso corporales que distribuía a las iglesias 
pobres. Es caso histórico muy conocido el modo milagroso cómo libró a su 
monasterio de las hordas mahometanas que, al servicio del impío empe­rador 
de Alemania, Federico II, devastaban los Estados Pontificios. Des­parramados 
por todo el valle de Espoleto, los sarracenos llegaron ante el 
recinto del monasterio y se aprestaron a franquearlo. Aunque estaba en­ferma, 
acudió Clara a postrarse ante el Señor Sacramentado. «No entre­gues, 
Señor —imploró—, no entregues a tus enemigos las almas de quienes 
en Ti pusieron su confianza». «Os guardo y os guardaré siempre», le 
respondió desde el sagrario una voz infantil que la colmó de alegría». 
Sin embargo, los bárbaros habían traspuesto ya los muros del monas­terio 
y habían acudido con ánimo de violentar la entrada. 
—Abrid las puertas de par en par —ordena la abadesa— y veamos de 
frente a los que se proclaman enemigos de nuestro Dios. 
Y en la ventana del dormitorio que da a la puerta de entrada, aparece 
ella portadora de la custodia santa, trono del Dios de la Majestad, ante 
quien doblan la rodilla el cielo, la tierra y los infiernos. No pudieron los 
sarracenos resistir aquella vista y huyeron despavoridos, mientras los que 
todavía escalaban los muros caían aturdidos y cegados por los resplan­dores 
que de la Hostia Santa emanaban. En pocas horas quedaron el mo­nasterio 
y la ciudad libres de tan terrible y peligrosísimo azote. 
SANTA CLARA Y JESÚS CRUCIFICADO 
El crucifijo era el objeto de las predilecciones de Clara. El Amor cruci­ficado 
había ganado el suyo de tal manera que todo su anhelo era 
acompañarle en sus humillaciones, compartir sus dolores, «subir al árbol 
triunfante de su cruz y saborear el regalado fruto entre las amarguras de 
su muerte». Los sufrimientos de su amado Jesús ocupaban noche y día 
su pensamiento, traspasaban su corazón y transportaban su alma. Hallá­base 
un Jueves Santo meditando con el mayor fervor las angustias mor­tales 
que inundaron el alma de Cristo en el huerto de Getsemaní, cuando 
cayó repentinamente en éxtasis que se prolongó por espacio de dos días.
hasta la tarde del Sábado Santo, en que la hermana que le servía su pobre 
y mezquina comida se atrevió a decirle: «Querida madre, nuestro direc­tor 
le han ordenado que tome todos los días algún alimento, ¿dónde está, 
pues, su obediencia?». A la palabra obediencia, se despertó Clara como 
de un dulce sueño y volvió a sus ocupaciones ordinarias. 
Con la señal de la cruz, la santa abadesa ahuyentaba los demonios y 
curaba multitud de males. Soportó con heroica paciencia varias largas y 
dolorosas enfermedades y considerábase muy feliz en sufrir por Cristo. 
TRANQUILO ATARDECER 
q ue l la v irg e n p r e d ile c ta d e l c ie lo y m o d e lo d e t a n t a s y t a n h e ro ic a s 
virtudes, aquella luz de tan vividos resplandores no podía menos 
de revelarse extramuros del convento. El Papa, los cardenales y digna­tarios 
de la corte pontificia le profesaban grandísima veneración y con­sideraban 
sus palabras como oráculos del cielo. Por eso iba creciendo 
también su audacia santa, y el arroyuelo que nació en Asís, convertido 
en río majestuoso, llevaba sus ondas por la Europa entera y bañaba mu­chas 
ciudades de la cristiandad. Ilustres princesas como Inés de Bohemia, 
Salomé de Polonia e Isabel de Francia, hermanas de San Luis, trocaban 
los esplendores de la corte por el claustro y el sayal de las Damas Pobres. 
Cuarenta y dos años estuvo Santa Clara en aquel convento, rigiéndole 
con santidad admirable; una excelente prueba de su gran virtud fue la 
paciencia y alegría con que soportó, durante veintiocho años, su enfer­medad, 
en los cuales, estando algunas veces muy apretada, nunca se 
vio en su rostro la tristeza, ni se oyó palabra de queja y sentimiento; el 
Señor, que como a esposa suya la probaba, también la esforzaba y rega­laba 
abundantemente en las mismas penas que por su amor padecía. 
En 1252 no le fue ya posible abandonar el lecho; y creció tanto la 
enfermedad y su flaqueza, que entendió ser llegada la hora que ella tanto 
deseaba de ser desatada de esta cárcel para poder gozar de su dulcísimo 
Esposo. En sus últimos diecisiete días fue su único alimento y sostén la 
sagrada Comunión. El papa Inocencio IV acudió por dos veces a visi­tarla 
y le concedió la indulgencia plenaria, que ella había solicitado. 
Ante sus hijas reunidas en torno a su lecho, dictó su testamento espi­ritual, 
ponderando las excelencias de la vida religiosa y recomendando 
vivamente la perfecta observancia de la regla y de las virtudes de hu­mildad 
y pobreza. Después, con el rostro transfigurado por el amor, dijo: 
—Yo, Clara, sierva inútil de Jesucristo, mezquina planta del bien­aventurado 
San Francisco trasplantada a los deliciosos jardines de la
religión; yo, aunque indigna hermana y madre vuestra, en nombre de 
la santísima y adorable Trinidad, os bendigo con todo amor. 
Y mientras sus hijas derramaban fuentes de lágrimas, ella serena y 
sonriente, entretenía y abrasaba su alma con el pensamiento de la pasión 
de Jesucristo. Pero he aquí que la celda se transforma en paraíso, una 
procesión de vírgenes con coronas de oro en las frentes entran en aquel 
pobre aposento, presididas por la Reina de los cielos, radiante de belleza, 
incomparable de dulzura y majestad, coronada con diadema de bellísimos 
resplandores y ataviada con un traje de sin igual hermosura. La Santísima 
Virgen invitaba a Clara con celestial sonrisa a irse con ella, al mismo 
tiempo que las otras vírgenes desplegaban, ante su ojos extáticos, el rico 
manto que su divino esposo le mandaba para el momento de los despo­sorios. 
Una fragancia de suavísimos aromas inundó la celda, y la visión 
desapareció. Clara acababa de celebrar las bodas eternales. 
AI amanecer del 11 de agosto de 1253, día en que la ciudad de Asís, 
vestida de fiesta, debía celebrar con músicas y alegrías la de su patrono 
el glorioso mártir San Rufino, toda la ciudad de Asís se agolpaba en la 
iglesia para los funerales de Clara. El papa Inocencio IV que se hallaba 
presente en la ceremonia quería que se cantase la misa de las vírgenes y 
no el oficio de difuntos, pero a ruegos del obispo de Ostia accedió a que 
no se variase la costumbre. 
La virgen de Asís, la predilecta hija del pobrecito Francisco y fun­dadora 
de las Damas Pobres, fue solemnemente canonizada por el papa 
Alejandro IV el 26 de septiembre de 1255, dos años después de su muerte. 
El 3 de octubre de 1260 el monasterio de San Damián se veía privado de 
aquel tesoro que había santificado sus muros, de aquel cuerpo de Clara 
que iba a enriquecer con sus milagros el nuevo monasterio erigido dentro 
de la ciudad de Asís, donde actualmente se venera. 
S A N T O R A L 
Santos Herculano, obispo de Brescia, y Casiano, de Benevento; Juniano, abad; 
Porcarlo, abad, y quinientos monjes de su monasterio, mártires; Euplio, 
diácono y mártir; Quiríaco, Largión, Crescenciano y compañeros, mártires; 
Macario y Julián, martirizados en Siria; Aniceto, conde del imperio, mártir 
en Nicomedia juntamente con su sobrino San Fotino; Graciliano, mártir 
en Faleria de Toscana. Beato Diego de Silva, franciscano, arzobispo de 
Braga. Santas Clara de Asís, virgen, fundadora de las Clarisas; Nimia y 
Juliana, mártires; Hilaria, madre de Santa Afra, y su criadas Eunomia, 
Digna y Euprepia o Eutropia, mártires (véase el día 5); Felicísima, virgen, 
martirizada en Faleria.
D IA 13 D E AGOS TO 
SANTA RADEGUNDA 
REINA DE FRANCIA (520-587) 
Er a hija de Bertario, rey de Turingia, en Germania, en donde nació 
hacia el año 519 ó 520. Fue llevada a Francia, niña todavía, en cir­cunstancias 
harto trágicas como consecuencia de una victoria gana­da 
contra su tío Hermenefrido por Thierry, rey de Metz, y Clotario I, 
rey de Soissons, ambos hijos de Clodoveo. Al decir de algunos escritores, 
Bertario había muerto asesinado por su propio hermano, mas este tes­timonio 
no está conforme con las opiniones de otros historiadores, ni 
tampoco con los recuerdos que Radegunda conservaba de su infancia. 
Lo que parece fuera de toda duda es que, cuando sucedió la derrota 
de Hermenefrido, tenía éste en casa a su sobrina, la cual fue hecha pri­sionera 
de los vencedores, quienes la llevaron consigo. 
Clotario, que desde un principio había puesto los ojos en la joven 
cautiva, se la adjudicó a sí propio en el reparto del botín y le señaló resi­dencia 
en el castillo de Athies, del actual obispado de Soissons, en espera 
de ocasión oportuna para desposarse con ella. Hanse podido obtener 
algunos detalles preciosos acerca de la vida de Radegunda posteriormente 
a su llegada a la Galia Franca, gracias a los testimonios de San Venancio 
Fortunato, obispo de Poitiers, que fue capellán y confidente de la reina, 
y de la monja Baudonivia, que vivió con ella en el mismo monasterio.
DE LA CAUTIVIDAD AL TRONO 
Los propósitos de Clotario de desposarse con Radegunda no podían 
realizarse de momento, por oponerse a ello obstáculos insuperables; 
fue primero la edad de la joven princesa, que sólo contaba a la sazón 
de ocho a diez años, y más tarde, el matrimonio con su primera mujer 
Ingunda, lazo que 110 se había atrevido a romper públicamente no obs­tante 
sus pocos escrúpulos y los ejemplos de lamentables desórdenes que 
daba cada día con escándalo de todo su pueblo. 
E11 nada se parecía Athies, residencia de Radegunda, a la corte de 
Soissons en donde Clotario hacía alarde de sus escándalos. Aquélla era, 
por el contrario, asilo de dulce paz que proporcionaba a la joven princesa 
cuantos recursos morales, religiosos e intelectuales podían deleitar a un 
alma pura e inocente como la suya. Sin sospecharlo siquiera, preparábase 
Radegunda de este modo para las luchas que más tarde había de sostener 
y ejercitaba las virtudes de que tendría que dar ejemplo en las diversas 
situaciones que la Providencia le depararía no mucho tiempo después. 
En un principio, niña aún, repartía el tiempo entre el estudio, la prác­tica 
de las virtudes cristianas compatibles con sus pocos años y las distrac­ciones 
propias de su edad. Algo más tarde, nos la muestra Fortunato 
dada de lleno al estudio de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Igle­sia 
y demás autores eclesiásticos y a la lectura de Vidas de Santos. 
Radegunda, que no ignoraba los proyectos que Clotario tenía sobre 
ella, sabía también los vergonzosos desórdenes de que era teatro la corte 
de Soissons. Su alma pura y delicada se espantaba a la vista de los peli­gros 
que sobre su porvenir se cernían, y para escapar de ellos en cuanto 
estaba de su parte había resuelto consagrar a Jesucristo su virginidad. 
Llegó el fatal momento en que iba a conocerse la voluntad del rey, cuya 
legítima esposa Ingunda había muerto dos años antes, en el 538. Clotario 
mandó que fuese llevada Radegunda a la corte, en donde todo estaba 
ya dispuesto para la celebración de las bodas. Obedeciendo ella a un sen­timiento 
de temor, y no siéndole posible dominar el disgusto que le 
causaba la vista del vencedor y verdugo de su patria y quizá verdugo de 
su padre, quiso la princesa valerse del silencio de la noche para huir, 
pero denunciada y descubierta por los mismos confidentes de su fuga, fue 
pronto alcanzada y llevada a la presencia de Clotario, a cuya solicitud 
ya no le fue posible resistir. Efectuóse, pues, el matrimonio que establecía 
a Radegunda por reina de los francos.
Desde ese momento ya no vio sino la voluntad de Dios en su nuevo 
estado, cuyas obligaciones quiso cumplir fielmente por deber de concien­cia. 
Es natural, sin embargo, que sintiera cierta repugnancia en caminar 
por la via dolorosa en que estaba comprometida con un esposo cuyo es­píritu, 
a pesar del bautismo, era bárbaro todavía. Añádanse a esta impre­sión 
los recuerdos de un pasado para ella imborrable, y se comprenderá 
que mirase la vida como un calvario de áspera ascensión, y su carga cual 
pesada cruz. Mas como era profundamente cristiana y heroica, buscaba 
consuelo para sus penas íntimas en los ejercicios de devoción y de caridad. 
Los rigores de su penitencia, que contrastaban con los desórdenes de 
su esposo, exasperaban a éste en forma tal que le hacían prorrumpir en 
reproches y amargas quejas por haberse desposado, decía el bárbaro, 
con una monja y no con una reina. Lo cual no impedía que Clotario 
estimara y respetara a la reina de los francos, cuya virtud, al fin, le sub­yugaba 
, y no era raro que, después de haberse desfogado contra ella con 
intemperancias de lenguaje, le demostrara su pesar y procurara reparar la 
falta colmándola de agasajos, extremos propios de su carácter violento. 
En una palabra, mientras vivió Radegunda en la corte, puso por obra 
cuantos medios le fueron posibles para llevar de frente sus deberes de 
reina y esposa cristiana, sin haber dado nunca el más mínimo motivo 
de queja. Un acontecimiento doloroso iba a decidir su alejamiento de­finitivo 
del mundo y su consagración a Dios. 
SE CONSAGRA A DIOS 
En t r e los prisioneros que Clotario llevara de Turingia a Soissons, en­contrábase 
un hermano de la joven princesa. La presencia de este 
hermano era para ella uno de los consuelos más dulces en su destierro. 
A pesar de los deseos apenas velados que tenía el cautivo de huir de su 
encierro y escapar del vencedor, consentía en permanecer junto a su her­mana 
y dejaba para más tarde la realización de su acariciado proyecto de 
fuga. Tuvo acaso el rey sospecha de esos propósitos y, para acabar de 
una vez con semejantes tentativas, mandó quitar la vida al prisionero. 
Ouedó roto el último lazo que pudiera retener a Radegunda en la corte. 
En efecto, a consecuencia de ese acto de crueldad, creyóse la reina 
autorizada para separarse definitivamente de su indigno esposo. Explícita­mente 
se lo manifestó a Clotario, de quien solicitó licencia para alejarse 
de la corte y consagrarse por entero a Dios. Quizá para reparar en parte 
su crimen, aceptó el rey la proposición y aun recomendó a Radegunda al 
obispo de Noyons, San Medardo, para que la ayudase en su propósito.
Aunque no se trataba con esto de pronunciar una sentencia de divor­cio 
que la ley divina declara imposible entre cristianos, resistíase el santo 
pontífice a sancionar esta separación canónica; pero la reina se metió 
intrépidamente en la sacristía de la iglesia donde se hallaba, cortóse el 
cabello, echóse a sí misma el velo y de esta guisa se presentó luego al 
santo prelado, que estaba delante del altar, y suplicóle con lágrimas en 
los ojos que no le dilatara el consuelo de conságrala al servicio de Jesu­cristo. 
Prendado el Santo de aquella resolución consintió por fin en im­poner 
sobre ella las manos y consagrar de este modo su renuncia al 
mundo. 
SU RETIRO EN SAIX 
Es t a renuncia no significaba todavía, propiamente hablando, el ingreso 
en la vida religiosa. Al contraer matrimonio, Clotario había dotado a 
su esposa con diversas propiedades, entre ellas, Saix, que Radegunda 
escogió para su retiro, luego de despojarse del fausto de sus vestiduras 
reales en beneficio de las iglesias y de los pobres, conforme al consejo de 
Jesucristo. De camino para Saix visitó sucesivamente los santuarios más 
venerados de la región: Orleáns, Tours y el sepulcro de San Martín. 
Más tarde encontramos a la santa reina en Candes, luego en Chinán, 
residencia de un piadoso ermitaño de Bretaña, de nombre Juan, que 
será para Radegunda auxiliar valioso y prudente guía espiritual y, final­mente, 
en Saix. En esas diversas etapas practicó toda suerte de obras de 
caridad, eligiendo con preferencia las más trabajosas y repugnantes a la 
naturaleza. Su método de vida y sus austeridades recuerdan los de los 
antiguos monjes del desierto: pan de centeno o cebada v algunas legum­bres 
o raíces eran su único alimento y el agua clara su sola bebida. Ser­víale 
de lecho un áspero cilicio recubierto de ceniza, Vina cadena de hierro 
le ceñía muy estrechamente la carne. Tales penitencias y mortificaciones 
eran realzadas por una humildad tan profunda que únicamente traslucía 
al exterior lo que no podía en modo alguno tener velado. Una de sus 
ocupaciones favoritas era la de hacer los panes que debían servir para el 
santo sacrificio del altar. 
Un episodio que iba a turbar por algún tiempo la santa paz de que 
disfrutaba en aquel retiro, le hizo redoblar sus penitencias y oraciones 
hasta que Dios, apiadado, oyó sus ardientes ruegos e hizo disipar la 
tormenta que la amenazaba en aquella dulcísima soledad. 
Clotario, que en medio de sus desvarios conservaba sincero afecto a 
su santa esposa, e incluso, tal vez verdadero amor, no tardó mucho en 
lamentar la separación. Pensó, pues, en volverla a llamar, o mejor dicho,
Sa n ta Radegunda declaró al obispo San Medardo su propósito de 
hacerse religiosa; mas. como se resistiese el Santo a acceder a sus 
ruegos, entróse la reina en la sacristía y se cortó por sí misma el cabello, 
para que nadie pudiera ya oponerse a su determinación, echóse el velo, 
y de esta guisa presentóse al santo obispo para que la consagrara.
llevarla nuevamente a la corte, y tal vez dejó traslucir su propósito, por 
cuanto el rumor del proyecto del rey llegó a oídos de Radegunda, quien, 
como es fácil concebir, se alarmó sobremanera. Para conjurar tamaño 
peligro apresuróse a mandar un mensaje al ermitaño Juan, suplicándole 
intercediera ante Dios para desviar la amenaza que sobre ella se cernía. 
Alentóla el piadoso varón asegurándole que aunque efectivamente eran 
esos los propósitos del monarca, no llegaría a ponerlos por obra, pues 
Dios no se lo había de consentir. A pesar de todo, ante la posibilidad de 
que se renovasen las tentativas del rey, creyó Radegunda que era lo más 
prudente levantar entre ambos esposos una barrera infranqueable, como 
así lo hizo yendo a Poitiers con el propósito de fundar un monasterio y 
encerrarse en él para siempre. Confiaba en que el Señor la acompañaría 
en tal propósito. 
EN POITIERS 
El recuerdo de San Hilario y la presencia de su venerado sepulcro 
movieron a Radegunda a elegir a Poitiers por lugar de su retiro, 
y aprovechando de las buenas disposiciones que entonces veía en Clo-tario 
solicitó de éste el solar y los necesarios recursos para la construc­ción 
del monasterio. El rey poseía en aquella ciudad diversas quintas 
y algunos terrenos; así es que no puso reparo alguno en acceder a la 
petición de la reina; más aún, hizo cuanto estuvo de su parte para que 
la obra se realizase con premura. Rápidamente se levantaron, pues, los 
muros del nuevo monasterio, que, puesto bajo la advocación y amparo de 
la Santísima Virgen, había de servir a modo de atalaya, salvaguardia y 
defensa de la ciudad. Podía gozarse en su tranquilidad la santa reina. 
Para mejor asegurar la perpetuidad del convenio, añadiéronsele dos 
fundaciones- una casa para los sacerdotes que atendieran al servicio 
religioso del monasterio y a las confesiones de las monjas, y un cemen­terio 
para sepultura de éstas. Como quiera que las leyes romanas, todavía 
vigentes en aquella época, no autorizaban la inhumación en el recinto de 
las ciudades, erigióse entre las murallas y el río Clain una iglesia a la 
que atendían los capellanes del monasterio, circundábala el cementerio 
de las religiosas, y así quedaba como a las puertas del monasterio. 
Terminadas las construcciones en 552, la piadosa princesa tomó po­sesión 
de su nueva morada en la que entró a pie y seguida de numerosas 
doncellas que pertenecían a las familias más nobles del reino; no menos 
de doscientas contábanse al morir la fundadora. Asistió a la bendición e 
inauguración solemne una inmensa muchedumbre atraída por ese espec­táculo, 
raramente visto. Cuando, terminadas las ceremonias, se cerraron
definitivamente las puertas del monasterio, Radegunda, olvidada de su 
carácter de reina y fundadora, no quiso admitir en adelante otro título 
que el de humilde sierva ds las esposas de Jesucristo. Hizo nombrar Supe-riora 
de la nueva comunidad a una doncella llamada Inés, que había sido 
dama suya, y púsose bajo su dirección, como si de una novicia se tratase. 
Este nombramiento, fue ratificado por San Germán, obispo de París, 
llegado a Poitiers con aquella harto delicada misión. Pesaroso una vez 
más el rey Clotario de haber consentido en el retiro de su esposa, abri­gaba 
el propósito de conducirla nuevamente a la corte. A este efecto, 
emprendió como penitente la peregrinación al sepulcro de San Martín de 
Tours, pero en realidad con la aviesa intención de arrancar a Radegunda 
de su monasterio y llevársela, de grado o por fuerza. Noticiosa de todo 
nuestra Sauta, acudió a la oración, al ayuno y la penitencia para conseguir 
de Dios que mudase el ánimo de Clotario. Al mismo tiempo envió un 
mensaje al santo obispo de París, que acompañaba a Clotario, para su­plicarle 
le desviase de su pensamiento sacrilego. Espantado de las con­secuencias 
que hubiera podido acarrearle su desdichado intento, aban­donó 
el rey el proyecto y delegó a San Germán para solicitar de la reina 
el perdón de su propósito y la ayuda de sus oraciones. 
También los intereses temporales del monasterio reclamaban la solici­tud 
de la fundadora, y a ellos atendió con cariño. A tal efecto, confió a 
San Venancio Fortunato la administración de los bienes del convento, 
que, merced a las liberalidades de los reyes y de los señores, habían llega­do 
a ser considerables y necesitaban una dirección prudente. 
Las altas relaciones que Radegunda había conservado en Francia, per­mitiéronle 
intervenir en diversas circunstancias cerca de los reyes y de los 
príncipes francos, y conseguir el cese de las discordias que entre ellos 
existían. Este papel de pacificadora, siempre ejercido por ella con tanta 
oportunidad como discreción, le mereció en la Historia el título de «Ma­dre 
de la patria». 
Arreglado que hubo los asuntos exteriores y tranquila ya en su retiro, 
no puso límites al fervor de su alma. Las penitencias a que se entregó 
espantaban aun a las religiosas más robustas; llevaba de continuo un 
cilicio armado con puntas de hierro; prohibióse para siempre el uso del 
vino; su alimento ordinario era un poco de pan de centeno y aun de 
éste se privaba los días de ayuno, en los que se sustentaba sólo de raíces 
crudas. Por cama usaba una estera extendida sobre unas tablas y su 
sueño nunca pasaba de dos horas. No pareciéndole bastante el cilicio 
para macerar su cuerpo, se apretaba fuertemente a la cintura una cade­nilla 
con puntas de alambre que hinchaba la carne y se metía dentro de 
ella tanto, que fue menester una dolorosa incisión al tener que quitársela.
DEVOCIÓN DE RADEGUNDA A LAS SANTAS RELIQUIAS 
El insaciable deseo que tenía de mortificarse, crecía al par que su amor 
a Jesús crucificado, y no podía mirar un crucifijo sin encenderse en 
santos deseos de padecer cuantos tormentos padecieron los mártires. Ese 
mismo amor a Cristo crucificado le movió a cambiar el nombre primi­tivo 
del monasterio por el de la Santa Cruz, y le hizo concebir la noble 
ambición de poseer algún fragmento del sagrado madero en que se con­sumó 
nuestra redención. No había logrado Francia hasta entonces tener 
porción alguna de esta inestimable reliquia; Radegunda manifestó sus 
ansias al emperador Justino II, sucesor de Justiniano y a la emperatriz, 
Sofía, los cuales respondieron con magnificencia a los deseos de nuestra 
Santa, pues además de un trozo del leño de la verdadera Cruz le enviaron 
reliquias de Apóstoles y de mártires y un evangeliario adornado con 
muchas y ricas perlas. La recepción de la Cruz, que se verificó con toda 
la solemnidad y pompa de las mayores ceremonias religiosas, constituyó 
un acontecimiento en el seno de la fervorosísima comunidad, la cual se 
había dispuesto a él con ayunos, oraciones y limosnas. La insigne fun­dadora 
no cabía en sí de gozo, y deshacíase en continuas acciones de 
gracias por la bendición que para su monasterio suponía la posesión de 
tan rico tesoro. Durante las fiestas, cantóse por vez primera el himno" 
Vexilla regís pródeunt, compuesto por Venancio Fortunato para aquella 
memorable solemnidad, y usado hoy en los oficios de Semana Santa. 
Celebróse la traslación hacia el año 568, y a partir de esa fecha se 
conmemoró todos los años el 19 de noviembre. Desde entonces la iglesia 
de la Santa Cruz se convirtió en centro de peregrinaciones, en el que se 
obraron muchos milagros, según afirma San Gregorio Turonense. 
Estas manifestaciones complacían grandemente a nuestra Santa, pero 
su preocupación más grave había sido siempre el buen gobierno del mo­nasterio. 
Guiábase, en su maternal solicitud, por aquella sabia convicción 
de que el espíritu de perfección en el cuerpo, sólo se consigue por la fiel 
observancia de cada uno de sus miembros dentro de una órbita general, 
prudentemente establecida. La práctica individual y desarticulada del 
ritmo común, jamás podrá servir como aglutinante, es necesario vivi­ficarla 
por la obediencia para que pueda servir en interés del conjunto. 
Con el ansia de que en su comunidad floreciese más y más la vida 
religiosa, emprendió Radegunda un viaje en compañía de la abadesa Inés, 
para estudiar prácticamente las reglas que el arzobispo San Cesáreo había 
establecido en el monasterio de su hermana Santa Cesárea, en Arlés, y 
que, de inmediato, adoptó para su querido monasterio de la Santa Cruz.
SU MUERTE 
Mu c h o tiempo hacía que las grandes penitencias de nuestra Santa 
tenían quebrantada su salud, cuando el Señor quiso premiar vida 
tan pura y mortificada. Apareciósele visiblemente Jesucristo y colmán­dola 
de aquellas dulzuras inefables que son como una muestra o des­tello 
de los goces de la gloria, le dio a entender que estaba muy cercana 
su muerte. La piedra en que se apoyaba el divino Salvador, conservó 
milagrosamente la huella de su pie, y aún hoy día se venera en Poitiers 
en la iglesia dedicada a Santa Radegunda. Tras breve enfermedad, el 
día 13 de agosto de 587, entre el llanto y los sollozos de sus queridas 
hijas, apagóse dulcemente aquella santa vida que tanta gloria diera a Dios. 
El venerando cadáver fue inhumado con gran solemnidad en la iglesia 
de Santa María, hoy de Santa Radegunda. Los muchos milagros que se 
obraron con motivo de la traslación y sobre su sepulcro, atestiguaron y 
propagaron muy presto la santidad de la ilustre reina de los francos. 
Los preciosos despojos se conservaron en el lugar mismo en que ha­bían 
sido inhumados hasta el siglo ix, pero las incursiones de los norman­dos 
habidas en esa época hicieron temer fueran profanados, por lo cual 
se los trasladó por algún tiempo a San Benito de Quin?ay, cerca de 
Poitiers, de donde volvieron algo más tarde a la iglesia de Santa Rade­gunda. 
El 28 de marzo de 1412 el duque de Berry, conde de Poitiers, 
mandó abrir el sepulcro: a pesar de los 825 años transcurridos, yacía el 
santo cuerpo perfectamente incorrupto. 
Las sagradas reliquias no pudieron salvarse del furor e impiedad de 
los hugonotes, quienes las quemaron en su basílica en el año 1562. Aún 
fue posible, sin embargo, recoger algunos fragmentos que, encerrados en 
una arca de plomo, se colocaron nuevamente en el sepulcro de la Santa. 
S A N T O R A L 
Santos Casiano, maestro .v mártir; Juan Berchmans, jesuíta; Hipólito, soldado 
mártir; Casiano, convertido durante el martirio de San Ponciano y después 
obispo de Todi, mártir; Vigberto, presbítero; Hipólito, presbítero, mártir 
en Roma; Máximo el Confesor; Erulfo y Ariolfo, obispos de Langres. 
Beato Benildo, de las Escuelas Cristianas. Santas Radegunda, reina; Cen­tola 
y Elena, vírgenes, martirizadas en territorio de Burgos; Concordia, 
nodriza del soldado San Hipólito, y mártir el mismo día que él; Vitalina,. 
virgen; Irene, monja de Constantinopla; Aurora, virgen.
Sepulcro milagroso Acémila del Santo 
D ÍA 14 DE AGOS TO 
EL BEATO SANTOS DE URBINO 
HERMANO LEGO FRANCISCANO (+ 1390) 
a vida del Beato Santos de Urbino ofrece admirables contrastes. 
Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida más 
tarde con el nombre de Giuliani, morirá más tarde como humilde 
Hermano lego en el seno de la familia franciscana, y el hombre que 
en los umbrales de la vida manejó la espada para ejercer un derecho 
de legítima defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que 
una pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor. 
Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). 
Ilustre por su sangre, no lo fue menos por la piedad e inocencia de cos­tumbres, 
a la par que por su inteligencia despejada y por los rápidos 
progresos que hizo en las ciencias y en las artes humanas. 
Sintió especial atractivo por la carrera de las armas y se prometía 
brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de idea 
y de género de vida, teníale destinado un lugar humanamente más hu­milde, 
pero de realidades mucho más espléndidas: la vocación religiosa. 
Aquel cambio repentino sobrevínole a consecuencia de un desagradable 
suceso que imprevistamente le ocurrió cuando contaba unos veinte años 
de edad.
PENITENCIA POR UN HOMICIDIO INVOLUNTARIO 
Un día, por motivos y en circunstancias que la Historia desconoce, 
hallóse frente a frente con su padrino que, armado de espada, le 
amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en trance de legítima defensa, 
echó rápidamente mano de su propia espada, y más ágil sin duda que 
su contrario, trató de reducirlo, para lo cual hirióle en la pierna. Sin em­bargo, 
a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días después. 
En realidad, nuestro joven no era culpable, pues se había limitado a 
rechazar al injusto agresor, sin embargo, experimentó por ello tales re­mordimientos 
que determinó abandonar el mundo y el brillante y linso-jero 
porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse enteramente al ser­vicio 
del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones. 
La Orden Franciscana le pareció la más conforme con las aspiraciones 
de su alma, que no eran otras que vivir vida penitente y desconocida de 
los hombres en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios. 
EL HERMANO CONVERSO 
Nadie ignora que en las Órdenes religiosas, especialmente en las an­tiguas, 
hay religiosos sacerdotes dedicados a las funciones de su 
ministerio y otros religiosos, llamados conversos o legos, que no reciben 
los órdenes sagrados, y viven ocupados en los diferentes empleos y 
trabajos manuales propios del monasterio. 
Dispuso San Francisco de Asís que entre sus religiosos no hubiera ca­tegorías, 
y que, por consiguiente, tanto los miembros investidos de la 
dignidad sacerdotal, como los simples Hermanos legos, vistieran el mismo 
sayal, se sentaran a la misma mesa y tuvieran igual lecho. Sin embargo, 
es natural que, debido a sus ocupaciones, el religioso sacerdote lleve vida 
más ostensible que el simple lego;y por lo mismo, puede ocurrir que las 
virtudes de éste permanezcan más fácilmente ignoradas o que sean menos 
conocidas, como consecuencia de aquella vida más retirada y humilde. 
Esto era cabalmente lo que deseaba Santos; y a pesar de la nobleza 
de su familia y haciendo caso omiso de los estudios cursados y de los 
conocimientos adquiridos, pidió y obtuvo ser admitido en calidad de 
Hermano lego. Pensaba valerse de la humildad de aquella vida para 
realizar los anhelos de santidad que el Señor le infundía. Temía el peligro 
de lo exterior y por nada del mundo hubiera dejado la seguridad que a 
sus inquietudes espirituales ofrecía aquel retraimiento conventual.
ARDIENTES DESEOS DE AUSTERIDAD 
Al hablar del Hermano Santos, nos dicen sus historiadores que desde 
los comienzos se distinguió por su santísima vida y que muy presto 
adelantó en perfección a los más fervorosos. Se ha dicho que ayunar 
a pan y agua es llevar la penitencia al último grado, pues bien, Santos 
fue más lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar un bocado 
de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y frutas en la can­tidad 
absolutamente indispensable para conservar la existencia. 
Llevado de los ardientes deseos de austeridad que llenaban su alma, 
suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos dolores en su cuerpo, y en el 
preciso lugar en que había herido a su adversario, el recuerdo de cuya 
muerte no se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego de su siervo, 
el cual tuvo que soportar, hasta la muerte, las molestias de una dolorosí-sima 
úlcera, aparecida en el muslo, sin que, humanamente hablando, na­die 
pudiera explicar su origen. Cuantos medios tomaron los superiores 
para curarle o al menos aliviar al paciente, resultaron inútiles. 
Cinco siglos han pasado desde entonces, y todavía puede observarse, 
en el cuerpo incorrupto del siervo de Dios, la señal de aquella llaga que 
fue para él señal pesadísima, pero muy gloriosa y amada cruz. 
EL MAESTRO DE LOS NOVICIOS LEGOS 
Ge n e r a lm e n t e , ya antes lo hemos apuntado, la vida del Hermano 
lego se desliza en la oscuridad y en el silencio del claustro; in­cluso 
sus virtudes parecen tener menos brillo. Sin embargo, Dios quiere 
a veces colocar la luz sobre el candelero a fin de que su fulgor irradie a 
todas partes, y fue de su divino beneplácito hacerlo así con fray Santos, 
cuya magnitud espiritual no podía pasar fácilmente inadvertida. 
Echóse de ver desde el principio que era hombre de Dios a quien una 
profunda humildad ponía al abrigo de muchos peligros. Considerándole 
sus superiores con sólida virtud y suficiente capacidad, no quisieron re­parar 
en la costumbre hasta allí seguida de no conferir cargos a los sim­ples 
Hermanos, y le confiaron la dificíl misión de formar en la vida y cos­tumbres 
religiosas a los postulantes legos en carácter de maestro. 
«Así como la verdadera sencillez rehúsa humildemente los cargos 
—dice San Francisco de Sales—, la verdadera humildad los ejerce sin 
jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra tuvo exacta 
realidad en la persona de fray Santos. La confianza que en él habían 
depositado los superiores, no salió fallida, y le hubieran dejado en el
cargo mucho más tiempo si su humildad no se resistiera ante el espanto 
que tal responsabilidad le producía. Suplicó, pues encarecidamente a 
los que le habían impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella y la 
depositaran en otros hombros más fuertes y robustos, ya que él quería 
trabajar en oficios más adecuados a su condición y a la vida de oración y 
silencio que, guiado por luz superior, había venido a buscar en el claustro. 
UN COCINERO PRODIGIOSO 
Pocos pormenores de la vida del Beato nos dan sus biógrafos, aunque 
nos lo muestran empleado en el humilde oficio de cocinero. Sin re­parar 
en trabajos y fatigas, entregóse Santos de lleno a su ocupación, con­vencido 
de que «trabajar es rezar», como afirma el doctor seráfico San 
Buenaventura. Por lo demás, los trabajos manuales no le impedían eJ 
ejercicio de la oración, y su gran espíritu de fe le ayudaba a sobrenatu-ralizar 
todas las obras. Esta intensa vida espiritual constituía el secreto 
de los favores que recibía de Dios. Hubiérase dicho que el Todopoderoso 
había abandonado en manos del humilde Hermano su dominio sobre la 
naturaleza, hasta el punto de permitirle obrar estupendos milagros, siem­pre 
que las necesidades del convento o la conveniencia lo demandaban. 
Cierto día en que la santa pobreza, tan amada de San Francisco, visitó 
el convento con la más completa penuria, era llegada ya la hora de pre­parar 
la comida y no había en la cocina ninguna provisión de boca. Re­cogióse 
el santo cocinero en la presencia de Dios por breves momentos, 
y luego, con la mayor naturalidad del mundo, mandó al religioso ayu­dante 
que fuera a buscar hortalizas a la huerta. El sumiso Hermano se 
abstuvo de hacer la menor observación, pero no pudo reprimir una son­risa 
pensado en la candidez del cocinero, que le mandaba traer lo que 
habían sembrado juntos el día anterior. 
Pero su sorpresa fue enorme al ver que las hortalizas ofrecían hermo­sísimo 
aspecto. La comida de Comunidad fue aquel día excelente, al 
decir del Padre Wadding, célebre cronista de la Orden Franciscana. 
Una mañana, después de poner la olla al fuego, se retiró a un rincón 
de la huerta para entregarse a la oración. Como se acercara la hora de co­mer, 
se volvió a la cocina, pero halló la marmita rota. Puesto de rodillas 
suplicó al Señor le socorriera en aquel aprieto, levantóse luego y vio que 
en uno de los trozos quedaba como media escudilla de caldo. Sólo Aquel 
que en el desierto sació el hambre de cinco mil personas con cinco panes 
y dos peces, puede decirnos cómo pudieron alimentarse, con caldo, los 
dieciocho religiosos y varios forasteros que fueron comensales aquel día.
Es t a n d o cocinando el Beato Santos, un día de gran fiesta, durante 
la Misa Mayor, póstrase al toque de la elevación y milagrosamen­te 
se abren las paredes para que el piadoso lego pueda contemplar y 
adorar la Sagrada Forma, objeto de todos sus amores y deseos.
SUS DEVOCIONES FAVORITAS 
Dic e el Breviario romanoseráfico el día 14 de agosto, que el siervo 
de Dios honraba con culto particular a la Santísima Virgen. Siem­pre 
ha sido la devoción a María Santísima una tradición en la Orden 
Franciscana. «Su amor más intenso —se ha dicho de San Francisco—, 
después del profesado a Nuestro Señor, era para su benditísima Madre, 
como él solía decir, «del Dios de majestad, la Virgen ha hecho nuestro 
hermano.. » La había constituido patrona de la Orden, y a medida que 
avanzaba en edad aumentaba en deseos de ver a sus religiosos protegi­dos 
por el cariñoso manto de la celestial Madre. 
No menor era la devoción del seráfico Padre a la Pasión del Salva­dor 
; a su ejemplo, su fiel discípulo fray Santos, meditaba asiduamente los 
sufrimientos del Hombre Dios, y en esa meditación profunda encontraba 
los medios de crecer en el amor divino con extraordinario aprovecha­miento. 
SU AMOR A LA SAGRADA EUCARISTÍA 
Nu e s t r o Beato honraba también de un modo especial a la Sagrada 
Eucaristía, centro donde convergen los amores de todos los santos. 
A ello contribuyó no poco el ejemplo de su Fundador, el Estigmatizado 
de Alvernia, gran amante e inflamado apóstol del Dios sacramentado. 
No le fue dado al humilde lego permanecer al pie de los altares largos 
ratos, como puede hacerlo, por regla general, el religioso sacerdote con 
la celebración y administración de los sacrosantos misterios, ni siquiera 
el acercarse a ellos con la frecuencia de otros legos, por ejemplo, el 
sacristán, antes al contrario, ¡ cuántas veces, con gran dolor de su alma, 
tuvo que alejarse del santuario durante la celebración de algún oficio! 
¡ Cuántas otras hubiera prolongado sus adoraciones profundas y fervientes 
plegarias de no habérselo impedido la voz del deber que le llamaba a otra 
parte! Pero la obediencia era para él expresión de la voluntad de Dios, y 
acudía gozoso doquiera el deber le esperaba. Mas si su cuerpo se alejaba 
del Sagrario, su corazón no se apartaba de allí ni interrumpía los amoro­sos 
coloquios con el Divino Prisionero. Dios recompensó aquella obe­diencia 
y sacrificio con favores maravillosos, tales como el siguiente. 
Era un día de fiesta Celebrábase en la iglesia del convento una misa 
solemne; pero, retenido en la cocina para el servicio de la comunidad, no 
podía fray Santos contemplar la pompa y magnificencia de las ceremonias
ni repetir sus coloquios con el Señor, que iba a descender de nuevo al 
altar. Sin embargo, el recuerdo de la Deidad tres veces Santa le acompa­ñaba 
en medio de sus quehaceres. Súbitamente oye el tañido de la campa­nilla 
que anuncia el solemne momento de la elevación, póstrase en se­guida 
vuelto del lado del altar y adora. . Mas, ¡oh prodigio!, en aquel 
instante entreábrense las paredes, y puede ver en las manos del celebrante 
la Sagrada Hostia, imán de su amores. La visión no duró mucho, pero fue 
lo suficiente para inundar el alma del cocinero de consuelos inefables. 
EL LOBO QUE ACARREA LEÑA 
No siempre tuvo que responder fray Santos de los trabajos de la co­cina, 
sino que fue empleado en otros menesteres. 
Durante un tiempo había sido encargado de proveer de leña al con­vento, 
y para transportarla desde las casas de los bienhechores o desde el 
bosque, tenía a su disposición un borriquillo. En cierta ocasión, al decli­nar 
de la tarde, dejó la acémila al raso, pues se presentaba una noche 
tranquila y serena y además tenía que volver al bosque muy de mañana 
para proseguir su trabajo. Acudió, en fecto, a primera hora conforme a 
sus propósitos; pero en vez del borrico se encontró con un lobo que 
acababa de darle muerte y se refocilaba devorando satisfecho los despo­jos 
de su víctima. Huyó la fiera a la vista del Hermano, pero éste la llamó 
como si de un ser racional se trata ra; recriminóle el perjuicio y daño que 
ocasionaba a la comunidad, le puso el ronzal al cuello, cargó spbre sus 
lomos la leña y se la hizo llevar al convento. Dícese que el lobo, más o 
menos domesticado, siguió en adelante prestando buenos servicios a los 
religiosos. Caso éste muy semejante a otros varios de santos. 
UN CEREZO CON FRUTO EN INVIERNO 
F• ig ú r a n s e algunos que los santos desconocen en esta vida las dificul­tades 
y molestias propias a todos los hijos de Adán. Los santos no 
se ven exentos de los dolores, enfermedades y demás pruebas que pesan 
sobre todos los mortales; pero saben soportarlas con paciencia y por 
amor de Dios, y así sobrenaturalizadas, se les tornan más llevaderas y 
acaban por amarlas y abrazarlas cual si de verdaderos regalos se tratase. 
El mismo cronista Padre Wadding nos muestra a fray Santos en el 
crisol del sufrimiento. Ya hemos visto con qué espíritu de sacrificio so­portaba 
la misteriosa llaga del muslo. En otra circunstancia, y sólo cedien­
do a los ardores de la fiebre, tuvo que guardar cama muy a pesar suyo; 
sentía, además extremada inapetencia. En tan triste situación manifestó 
sencillamente al enfermero que quizás comiendo cerezas muy maduras se 
apagaría la ardiente sed que le devoraba; en consecuencia le rogaba que 
le procurase algunas que le sería fácil encontrar en el mismo convento. 
Advirtióle el enfermero que en aquella época era de todo punto impo­sible 
acceder a su demanda. Como insistiera fray Santos, bajó el enfer­mero 
al huerto, y con gran asombro vio un árbol del que pendían cerezas 
hermosísimas. No dudó que Dios había obrado un milagro para aliviar los 
dolores de su fiel siervo. Añade Wadding que, para perpetuar el recuerdo 
de ese prodigio, los religiosos que fueron testigos de él pusieron en un 
frasco algunas de aquellas frutas y las guardaron por espacio de largos 
años. 
PRECIOSA MUERTE 
Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida del Her­mano 
Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los exigía el 
servicio de Dios, además, la llaga de la pierna, fruto de ardientes ple­garias, 
le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían para me­jorar 
su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo 
quería para Sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. 
Fue, pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado. 
Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de agosto de 1390, se 
durmió en la paz del Señor, en el convento de Santa María de Scotaneto, 
sito en las cercanías de Monte Baracio, diócesis de Pésaro en las Marcas, 
lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa. A pesar de 
la fama y general reputación de santidad de que gozaba mientras vivió, fue 
inhumado, después de muerto, en el cementerio común de los religiosos. 
UN LIRIO SOBRE SU TUMBA 
Un lirio de extraordinaria hermosura que floreció espontáneamente 
sobre su tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello vieron 
un signo patente del valimiento de que ante Dios gozaba. Muchos re-curieron 
a su intercesión y experimentaron muy pronto los efectos de su 
poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, preparóse 
un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra 
Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.
Cuando se quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron 
que estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este hecho sorpren­dente 
sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito lego, y Dios 
recompensó la confianza de los fieles obrando por intercesión de su siervo 
innumerables prodigios que hicieron del sepulcro lugar de piadosa romería. 
OTROS MILAGROS 
El cuerpo del Beato Santos de Urbino se conserva todavía incorrupto 
y tan flexible, que aun después de más de cinco siglos, se pueden 
mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. Consér-vanse 
en su tumba dos botellas que contienen bálsamo del que servía 
para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera, por él 
mismo labrada y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo de cilicio 
con que afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho. 
Seríamos excesivamente prolijos si nos pusiésemos a contar sus mila­gros. 
Sólo referimos dos que relatan los historiadores franciscanos sin 
entrar en pormenores. 
Una pobre mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en 
la cara que quedó tendida en el camino como muerta. Sus parientes, que 
acudieron presto a socorrerla, invocaron confiados a fray Santos, y la 
mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la herida. 
El segundo milagro lo realizó a favor de un pobre hombre que padecía 
fortísimos dolores de cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de 
perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea de acercarse al se­pulcro 
del santo, apoyó en él la cabeza y quedó instantáneamente curado. 
El papa Clemente XIV aprobó, el 18 de agosto de 1770, el culto que 
desde largo tiempo atrás se le tributaba. Celébrase la fiesta el 14 de agosto. 
S A N T O R A L 
Santos Eusebio, presbítero y mártir en tiempos de Constancio; Eusebio, también 
presbítero, mártir en la persecución de Diocleciano; Ursicio, soldado y már­tir; 
Accio, obispo de Barcelona, mártir; Calixto, obispo de Todi, mártir; 
Marcelo, obispo de Apamea, en Siria, mártir; Demetrio, mártir en África; 
Werenfrido, misionero en la antigua región de Batavia (Holanda); Riovano, 
monje. Beatos Santos de Urbino, lego franciscano, y Lorenzo de Fermo, 
frasciscano también; Alano de Rupe. Santa Atanasia, viuda. Beata Juliana 
de Busto Arsicio, virgen.
Epístolas de San Pablo Infatigable y sabio Pastor 
D ÍA 15 DE AGOS T O 
S A N A L I P I O 
OBISPO DE TAGASTE, EN ÁFRICA (f 431) 
No suele pecar de pródigo en los elogios el Martirologio romano 
cuando anuncia o comenta la festividad de sus Santos, pero en la 
de San Alipio manifiesta cierta delectación en. exponer con de­talle 
las relaciones de este Santo con el gran obispo de Hipona, como si 
el haber merecido la íntima amistad de San Agustín fuese hermoso tim­bre 
de gloria y casi garantía de santidad. Dice así: 
«En Tagaste, en África, San Alipio obispo, que habiendo sido primero 
discípulo de San Agustín, le acompañó en su conversión, fue colega suyo 
en las funciones episcopales, hermano de armas denodado en los combates 
contra los herejes, y por fin glorioso copartícipe en la recompensa eterna 
del paraíso». 
El mismo San Agustín nos tiazó la biografía de su amigo en las pági­nas 
inmortales de sus Confesiones, donde celebra las virtudes de Alipio y 
cuenta los momentos más conmovedores de su vida. Aunque el valor exac­to 
de esta biografía sólo adquiere su plenitud en el contexto de aquella 
admirable obra, la entresacamos para ajustarla a nuestro libro. Dice así:
SAN AGUSTÍN Y ALIPIO 
Al i p io nació, como yo, en la ciudad de Tagaste y pertenecía a una de 
las principales familias de dicha población. Era más joven que yo 
y acudió a mis lecciones como discípulo desde que puse cátedra en mi 
pueblo natal, siguiéndome después a Cartago. Me amaba mucho porque 
le parecía hombre de bien y muy devoto, y yo le amaba porque notaba 
en él natural disposición para la virtud, manifestada ya en tan tiernos años. 
Pero se dejó llevar por la corriente impetuosa de las costumbres de 
Cartago, cuyos habitantes eran aficionadísimos a los frívolos espectáculos 
del circo, y en ellos participó Alipio con verdadera furia. Cuando él an­daba 
envuelto miserablemente en esa pasión, empecé a enseñar pública­mente 
la retórica, pero él no acudía aún a mis lecciones porque había 
cierto disgusto entre su padre y yo... 
Un día, cuando yo enseñaba desde mi cátedra, entró Alipio, me saludó, 
se sentó y se puso a escucharme. Para hacer más comprensible y ameno 
el asunto que exponía, se me ocurrió traer a cuento lo que ocurría en los 
juegos del circo, burlándome con ironía de los esclavos de aquella pasión. 
Bien sabéis, Dios mío, que ni siquiera pensaba entonces en corregir a Ali­pio 
de aquella inclinación, pero tomó la burla para sí convencido de que 
había hablado sólo para él. Y lo que en otro cualquiera podía haber sido 
motivo para mirarme con enojo, en ese excelente mancebo lo fue para in­comodarse 
consigo mismo y aumentar el afecto que hacia mí sentía... 
Al oir aquellas palabras mías salió Alipio prontamente del abismo en 
que tan ciega y apasionadamente se hallaba hundido, y ya no volvió más 
a los juegos del circo... Poco después logró vencer la resistencia de su 
padre a que fuese* yo su maestro, con lo cual, convertido en discípulo mío, 
me siguió en las supersticiones de los maniqueos, amando él en ellos 
aquella continencia de que hacían ostentación y que él creía verdadera, 
siendo sólo fingida y engañosa.. 
Para conformarse con los deseos ambiciosos de sus padres, Alipio se 
apresuró a precederme a Roma, donde cursó la carrera de Derecho, y 
llegó a apasionarse increíblemente en los combates de los gladiadores. Esa 
pasión tuvo en él una causa por demás extraña. Porque sintiendo verda­dera 
aversión por tales espectáculos, se encontró cierto día con unos con­discípulos 
y amigos suyos que después de un banquete iban a asistir a 
esas diversiones. Invitáronle a acompañarlos, y como se resistiera con ver­dadera 
obstinación le hicieron amigable violencia logrando que los si­guiese; 
pero les decía- «Aunque obliguéis a mi cuerpo a ir al anfiteatro 
y me coloquéis entre vosotros, ¿podréis por ventura forzar mi alma ni
mis ojos a que presten atención a tan bárbaros espectáculos? Yo estaré 
allí como si no estuviera, y triunfaré de ellos y de vosotros». Mas sus 
amigos no le hicieron caso y le obligaron a entrar. 
Todo respiraba allí la voluptuosidad de la sangre y estaba el anfiteatro 
rebosante de gente, de modo que se colocaron donde pudieron. Apenas 
sentado, cerró Alipio las puertas de sus ojos para impedir que su alma 
presenciase aquellos horrores. ¡Ojalá que también hubiese cerrado los 
oídos! Porque en un incidente del combate se elevó de todos los ámbitos 
del anfiteatro tan formidable clamor que conmovió su alma y, creyéndose 
bastante preparado para vencerse después de haber visto, cedió a la cu­riosidad, 
abrió los ojos y quedó su alma más gravemente herida que el 
desgraciado a quien con ardiente mirada contemplaba desangrándose en 
la arena y que había provocado el ingente vocerío. En cuanto vio la san­gre, 
bebió con los ojos la crueldad y ya no volvió la cara para no ver, 
sino que abrió más los ojos con ansia de contemplar aquellos furores, los 
saboreó con delectación apasionada y se embriagó en la voluptuosidad del 
espectáculo. Ya no era el mismo joven que allí había entrado, era uno 
de tantos de aquel populacho y digno compañero de los que allí le lle­varon. 
¿Qué más diré? Vio, gritó, se inflamó, salió de los juegos con un 
ansia loca de volver a ellos, no ya como acompañante de sus amigos, sino 
como capitán y guía de otros. Y, sin embargo, de ese tan hondo abismo lo 
sacó vuestra mano poderosa y misericordiosa y le enseñó luego a no con­fiar 
en su fuerzas, sino en Vos únicamente, aunque eso fue mucho des­pués.. 
DETENIDO COMO LADRÓN.— SU PROBIDAD 
Ot r o contratiempo le ocurrió en Cartago, cuando era estudiante y 
discípulo mío. Sería la hora del mediodía y Alipio se paseaba en 
el Foro con las tablillas y el estilo, preparando un ejercicio escolar de 
declamación, cuando hete aquí que un mozalbete, también estudiante, pero 
verdadero ladrón, provisto de un hacha que ocultaba, entró sin que Ali­pio 
le viese y llegándose a los barrotes de plomo de los salidizos de la 
calle de los Plateros, empezó a cortarlos para llevárselos. Al oir los hacha­zos, 
dieron voces los plateros y enviaron algunos hombres en persecución 
del ladrón; pero éste, notando la alarma por los gritos, huyó tirando el 
hacha para que no le sorprendieran con ella. 
Alipio, que no le había visto llegar, le vio huir y escabullirse con pre­cipitación, 
y, queriendo enterarse del motivo, se acercó de aquel lugar, 
vio el hacha y se puso a examinarla extrañado de hallarla allí. En esto 
llegaron los que buscaban al ladrón y encontraron a Alipio con el hacha
en la mano. Detuviéronle y, llamando a todos los vecinos de la calle, lle­váronle 
a la presencia del juez, muy ufanos de haber cogido in fraganti 
al criminal. En el camino se encontraron con el arquitecto especialmente 
encargado del cuidado de los edificios públicos. Alegrándose grandemente 
y le presentaron el preso, para convencerle de que no eran ellos, como 
él suponía, los culpables de las fechorías que se cometían en el Foro. 
El arquitecto había visto varias veces a Alipio en casa de un senador 
a quien él visitaba con frecuencia. Lo reconoció al instante y, cogién­dole 
de la mano, se lo llevó aparte y le preguntó cuál era la causa de aquel 
desorden. Informado por Alipio de la verdad del caso, el arquitecto se 
volvió a toda aquella gente amotinada que gritaba amenazadora y mandó 
que le siguiesen. Llegaron todos a casa del mancebo ladrón y hallaron a 
la puerta un niño esclavo incapaz de comprender que sus declaraciones 
pudieran comprometer a su amo y que había acompañado a éste al 
Foro. Reconociólo Alipio y se lo indicó al arquitecto, quien le mostró el 
hacha y le preguntó de quién era: «Es nuestra», respondió el niño, y 
poco a poco fue descubriendo todo lo demás, según le fueron preguntando. 
Así el delito recayó en aquella casa y toda aquella gente que tan ale­gre 
estaba de haber prendido a Alipio, quedó corrida y se retiró confusa. 
Y el que había de ser. ¡oh Señor!, sembrador de vuestra palabra juez 
de tantos negocios eclesiásticos, salió de ese peligro con más experiencia. 
Volví, pues, a encontrar en Roma a Alipio, y de tal manera se estre­chó 
nuestra amistad, que me siguió a Milán, ya por no separarse de mí, 
ya también para ejercitarse en la práctica de la jurisprudencia, a la que 
se dedicaba más por complacer a sus padres que por inclinación propia. 
Mientras ejercía en Roma las funciones de asesor ante el superinten­dente 
de Hacienda, cierto senador muy poderoso por los muchos a quienes 
había favorecido y por el crédito de que gozaba, acostumbrado como es­taba 
a no encontrar obstáculos en su camino, pretendió se le permitiese 
algo que no estaba conforme con la ley; pero no se lo consintió Alipio. 
Prometiéronle una recompensa si accedía y la rechazó, acudieron a las 
amenazas y las despreció. Admirábanse todos de un hombre de tan raro 
valor y rectitud que no buscase por amigo ni temiese por contrario a quien 
tantos medios tenía para granjearle favores o para vengarse de él... 
Sólo la afición a las letras le tenía algún tanto enredado, porque pen­saba 
procurarse manuscritos prevaliéndose de su cargo, haciendo que los 
notarios públicos le copiasen algunos códices; mas, tomando consejo con 
la justicia, se decidió por lo mejor, prefiriendo la equidad que prohíbe a 
la ocasión que permite... 
Tal era el hombre tan íntimamente unido conmigo, y, como yo, va­cilante 
sobre el género de vida que debíamos seguir.
Sa n Alipio llega a Belén con una carta de San Agustín para San 
Jerónimo, y todo es satisfacción para ambos. Lo es luego para 
San Agustín, cuando se entera de la vida de honda quietud y suave 
alegría que en su retiro lleva el infatigable traductor y comentador 
de las Sagradas Escrituras.
LA CRISIS SUPREMA DE SAN AGUSTÍN 
Ap a r t á b a m e Alipio del matrimonio, alegando que esos lazos no nos 
permitían de ningún modo vivir tranquilamente juntos, en el amor 
de la sabiduría, como lo anhelábamos desde hacía tiempo. Porque él guar­daba 
una castidad perfecta tanto más admirable cuanto que en sus pri­meros 
juveniles años se había dejado vencer, pero reaccionó tan virilmente 
que sentía vivos remordimientos de aquellas caídas y tanto desprecio 
de los deleites sensuales que guardaba perfecta continencia... 
Vivía yo en una ansiedad congojosa suspirando siempre hacia Vos. 
Alipio estaba a mi lado, descansando por la tercera vez de sus funciones 
de asesor... Un día en que nuestro común amigo Nebridio estaba ausen­te, 
no recuerdo por qué causa, recibimos Alipio y yo la visita de uno de 
nuestra tierra llamado Ponticiano, hombre principal, uno de los primeros 
oficiales de la milicia palatina y además fervoroso cristiano.. En el curso 
de la conversación hablónos de Antonio, solitario de Egipto, cuyo nombre, 
tan glorioso entre los de vuestros siervos, nos era desconocido. 
Oíamos con admiración el relato de tan portentosas y auténticas mara­villas, 
recientes además y obradas por vuestros siervos en el seno de la 
santa Iglesia Católica. Y todos quedamos sorprendidos; nosotros de oir 
cosas tan grandes y extraordinarias, él de que nos fuesen tan nuevas y 
desconocidas. Hablónos después de los muchos monjes que llevaban en 
los monasterios vida más angelical que humana, del perfume suavísimo 
de sus virtudes, que de aquellas soledades se elevaba hacia Vos, y de la 
maravillosa fecundidad del desierto de la que tan ignorantes nos hallába­mos. 
Pero, ¿qué? ¡Si hasta desconocíamos que allí mismo, en Milán, 
extramuros de la ciudad, había un monasterio poblado de santos monjes 
que dirigía y cuidaba el santo obispo Ambrosio!... 
Mientras Ponticiano nos refería tantas maravillas de la gracia y de la 
virtud, mi conciencia se hallaba torturada por los remordimientos, y la 
vergüenza invadía todos los senos de mi alma. En cuanto dio fin a su 
relato y al asunto que motivó su visita, se retiró aquel amigo, enviado sin 
duda por tu Providencia misericordiosa... Entonces, reflejando en el ros­tro 
la tempestad que se había levantado en mi ánimo, me volví hacia Ali­pio 
y exclamé- «¿Y qué hacemos nosotros aquí? ¿No lo has oído? ¡Le-vántanse 
los ignorantes y arrebatan el cielo, y nosotros, hinchados de 
nuestra ciencia, estamos aquí revoleándonos en la carne y en la sangre! 
¿Es por ventura vergonzoso seguir sus huellas? ¿No es más humillante 
para nosotros tener el ánimo tan apocado que nos venzan en el dominio 
de las pasiones y en la perfección de la vida espiritual?».
Esas fueron poco más o menos mis palabras. Y la agitación que me 
dominaba me obligó a alejarme de él. Alipio me miraba en silencio, por­que 
mi voz tenía un sonido y Un deje para él desconocidos. Y aun más 
que mis palabras, la turbación de mi frente, el color de mis mejillas, la 
expresión de mis ojos, lo demudado de mi rostro y el timbre de mi voz, 
delataban la conmoción de mi alma... Me retiré al jardín y Alipio me 
siguió de cerca, porque comprendía que no podía dejarme solo en aquella 
crisis de mi ánimo, y nos sentamos lo más lejos posible de la casa. 
Hablábame yo en mi interior y me decía; «Ánimo, no hay que es­perar 
más». Y mis deseos parecían responder a mis palabras, veíame a 
punto de obrar y me quedaba suspenso... Los apetitos sensuales, las locas 
vanidades, mis antiguas amigas, me tiraban de la vestidura de mi carne y 
. me decían por lo bajo. « ¡Cómo!, ¿nos despachas?, ¿nunca jamás hemos 
de acompañarte?, ¿y ya desde ahora no podrás hacer esto ni aquello?» 
Y ¿qué era esto y aquello que me sugerían? ¡Oh Dios mío! ¡Apartad mi­sericordioso 
del alma de vuestro siervo y borrad de mi memoria esas 
manchas, esas torpezas, esas infamias! Pero ya no las oía más que a 
medias, ya no se me ponían de frente y con osadía, sino que tímidamente 
susurraban a mis espaldas, me seguían los pasos solicitando una mirada 
al alejarme. Pero retardaban la decisión de mi voluntad, faltábame valor 
para romper con ellas con brusquedad y librarme de sus importunidades, 
porque la violencia del hábito me hacía repetirme a mí mismo «¿Te 
imaginas que has de poder vivir sin ellas? ..». 
Pero eso me lo decían con poca firmeza, débilmente, porque en el ca­mino 
que veía delante y por el que temía pasar descubríaseme serena, ma­jestuosa, 
sonriéndome modesta y reservadamente amable la castidad, que, 
tendiéndome las manos pudorosas como para recibirme y abrazarme, me 
mostraba al mismo tiempo una multitud de niños, de vírgenes purísimas, de 
viudas venerables, de ancianos que ostentaban su niveo ropaje, y como ha­ciéndome 
cariñosa burla, pero revestida de invitación solícita al esfuerzo, 
parece que me decía «¿Qué? ¿No podrás hacer tú lo que hicieron éstos 
y aquéllos?...» Alipio, sin apartarse de mí, esperaba en silencio en qué 
pararían los descompuestos movimientos y los extremos que en mí veía. 
Y cuando tras las profundas reflexiones que ocuparon mi espíritu y 
conmovieron hasta lo más profundo de mi alma, puse ante la vista de mi 
conciencia todo aquel amasijo de miserias, se levantó de lo hondo de mis 
entrañas una como densísima nube que se resolvió en un diluvio de lágri­mas. 
Y para darles más libre curso y comprendiendo que para descargar 
hasta la última gota de aquella nube, necesitaba la soledad más absoluta 
y que debía evitar aun la presencia de mi amigo, me levanté y me alejé 
de él cuanto pude. Él permaneció sentado en el mismo sitio, lleno del ma­
yor asombro. Yo me eché debajo de una higuera, no sé de qué manera, y 
allí di rienda suelta a mi llanto y brotó de mis ojos un torrente de lágri­mas 
que Vos, Dios mío, recibisteis como gratísimo sacrificio.. 
CONVERSIÓN DE AGUSTÍN Y DE ALIPIO 
Así estaba yo cuando oí en la casa vecina una voz de niño que decía 
cantando- « ¡Toma y lee! ¡Toma y lee! » Cambiando entonces la ex­presión 
de mi rostro, empecé a reflexionar si acaso sería algún estribillo 
de juego de niños, pero no recordaba haberlo oído nunca. Y dando tregua 
a mi llanto, me levanté y tomé esas palabras como una orden de lo alto 
para que abriese la Escritura y leyese el primer capítulo que se me ofre­ciese. 
Volvíme al instante al lugar donde permanecía Alipio, porque 
allí había dejado las Epístolas de San Pablo, cogí el libro, lo abrí y leí 
para mí lo primero con que toparon mis ojos, y que decía a sí: 
«No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no 
en contiendas y emulaciones, sino revestios de Nuestro Señor Jesucristo, y 
no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo» (Epísto­la 
a los Romanos, XIII, 13-14). 
Ni quise, ni necesitaba leer más, porque luego de leídas esas palabras 
brilló en mi corazón una ráfaga de luz que disipó todas sus dudas y per­plejidades. 
Entonces, no recuerdo si con el dedo o con qué objeto, dejé 
señalada la página, cerré el libro y, con ánimo sosegado, conté a Alipio 
lo que me pasaba. Él también me refirió lo que le sucedía; me dijo que 
le indicase las palabras que había leído, y prosiguiendo él por el versícu­lo 
siguiente, tomó para sí estas palabras: «Recibid con caridad al que 
todavía está flaco en la fe». Fortalecido con esa advertencia unióse a mí 
sin la menor vacilación en aquella tan buena y santa resolución que ar­monizaba 
perfectamente con la pureza de costumbres en la que desde 
hacía tanto tiempo me aventajaba.. 
Dios mío, por vuestra gracia poderosa, ya somos vuestros.. Siento pla­cer 
en publicar los incentivos interiores con que habéis domado todo mi 
ser., y cómo sojuzgasteis a Alipio, el hermano de mi corazón, al suave 
yugo de vuestro unigénito Hijo Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo 
nombre quería él antes desdeñosamente apartar de nuestros escritos.. En 
cuanto llegó el momento de inscribirnos como cristianos, regresamos del 
campo a Milán. Alipio quiso ser bautizado al mismo tiempo que yo; ya 
estaba adornado de la humildad necesaria para recibir los sacramentos y 
domeñaba varonilmente su cuerpo hasta caminar con los pies descalzos 
por el suelo de Italia, cubierto entonces por los hielos.
PEREGRINO DE TIERRA SANTA Y OBISPO DE TAGASTE 
Esa era el alma de Alipio, tan magistralmente revelada por San Agus­tín 
en las hermosas páginas que acabamos de transcribir. San Am­brosio 
bautizó a los dos amigos y a Adeodato, hijo de San Agustín, por 
Pascua del 388 ó 389. 
Poco hay que añadir para completar la vida de nuestro Santo, y aun 
en eso poco hemos de acudir a las cartas de su amigo. Después de asistir 
a la muerte de Santa Mónica, Alipio y Agustín se embarcaron para Áfri­ca. 
Alipio fue uno de los discípulos escogidos que formaron el primer mo­nasterio 
agustiniano, de Tagaste y de Hipona sucesivamente. Con ellos 
vivió hasta que fue elegido para la sede de su ciudad natal, hacia el 394. 
Según el testimonio de San Paulino de Ñola, conservó en su nuevo 
cargo la austeridad de un religioso. Hizo cuanto pudo para reprimir los 
abusos que se habían introducido en su diócesis, y combatió la herejía. 
No hubo en África concilio, sínodo, ni asamblea de importancia en la que 
no fuese uno de los oráculos, y en la célebre Conferencia de Cartago con­tra 
los donatistas, él fue uno de los oradores escogidos para defender la 
doctrina católica. Alipio visitó los Santos Lugares cuando fue a entrevis­tarse 
con San Jerónimo, el célebre y sabio solitario de Belén. 
Como obispo, hizo Alipio cuanto pudo y con la más afectuosa com­placencia 
para favorecer los trabajos de Agustín. Él hacía copiar las obras 
de los pelagianos para que su amigo las refutase, él le acompañó en 
muchos viajes como el que hicieron a Mauritania, delegados por el papa 
San Zósimo, para conferenciar con el obispo donatista Emérito de Cesarea. 
Hay motivos para creer que, al ocurrir la invasión de los vándalos, 
Alipio se retiró al lado de San Agustín, a quien sobrevivió un año. 
S A N T O R A L 
La A su n c ió n a l c s c ie lo s d e l a San tísim a V irg en M a ría, M a d re d e Dios 
(véase el tomo «Festividades del Año Litúrgico», pág. 380). Santos Alipio, 
obispo de Tagaste; Arnulfo, obispo; Tarsicio, acólito y mártir; Napoleón o 
Neopol y Saturnino, mártires en Alejandría; Frambaldo, presbítero y soli­ta 
rio ; Balsemo, sobrino de San Basolo, a quien imitó en la vida so litaria; 
Alfredo, obispo de Hildesheim; Macarteno. obispo irlandés. Beatos Franco 
de Perusa, dominico, arzobispo de Sultanieh, en Persia; Antonio de los 
Reyes, mínimo, de C ó rd o b a ; Ruperto, abad en Baviera.
El perro caritativo Bordón y calabaza de peregrino 
D ÍA 16 D E AGOS TO 
S A N R O Q U E 
ABOGADO CONTRA LA PESTE (1295-1327) 
En los albores del siglo xiv eran ya muy intensas y frecuentes las re­laciones 
entre los diversos países de la cristiandad. Multitud de 
veleros berberiscos que arribaban a los puertos de la Europa meri­dional, 
traían no pocas veces, entre sus ricos cargamentos, los gérmenes 
de las pestes que asolaban por entonces comarcas enteras. En esta sazón 
vino al mundo un hombre prodigioso que, con la sola señal de la cruz, 
daría la salud a los apestados; un hombre que no sólo curó mientras 
vivía en la tierra, sino que desde el cielo sigue protegiendo con su inter­cesión 
poderosa a los que se encomiendan a él para ser preservados o 
curados de tan terrible azote: este hombre fue San Roque. 
Juan, gobernador de Montpeller por los reyes de Mallorca, de la real 
casa de Aragón, a quienes pertenecía por entonces aquella ciudad y su 
territorio, y su esposa Liberia, parecían estar en posesión de la felicidad, 
en cuanto se la puede gozar en este mundo; las riquezas afluían a ru casa, 
los pobres pregonaban su caridad generosa, los peregrinos, su amable hos­pitalidad, 
y todos su ferviente devoción. Algo, sin embargo, nublaba la 
dicha de aquel cristiano matrimonio, avanzaban en edad y no tenían 
ningún hijo, bien que con instancias lo pidiese al Señor.
Su perseverante oración agradó al Altísimo y, por los años de 1295, 
la virtuosa Liberia llegó a ser madre de un precioso niño, al que llamaron 
Roque. No falta, sin embargo, quien diga que el nombre de «Roque» o 
«Roe» lo tenía de sus ascendientes, pues la historia dice que personajes 
de este nombre habían sido cónsules de Montpeller durante el siglo xm. 
Creció el niño en tan cristiano hogar e hizo suyas las virtudes de sus 
padres, hasta el punto de olvidarse de sí mismo por pensar en los demás, 
veíasele de continuo ocupado en socorrer a los pobres y a los peregrinos, 
sus palabras, llenas de afabilidad y mansedumbre, conquistábanle inme­diatamente 
los corazones. Roque constituía la alegría de sus padres y de 
toda la ciudad de Montpeller. En día no muy lejano sería su mayor gloria. 
«SI QUIERES SER PERFECTO...» 
Pe r o un día llamó la muerte en la puerta de aquella casa. Tendido Juan 
en el lecho del dolor, llamó a su hijo, que ya tenía dieciocho años, y 
diole la última bendición, acompañándola con sabios y saludables conse­jos. 
Roque prometió guardarlos fielmente. Muerto su padre, dispuso la 
celebración de solemnes exequias. No había transcurrido un año entero, 
cuando la muerte arrebató también a su virtuosa madre. 
Dentro del orden natural de los sentimientos, aquellos duros golpes 
tenían que haber causado en el alma del joven penosísima impresión. Su 
inexperiencia y la circunstancia de ser ya de por sí tan sensible a los do­lores 
humanos, poníanle frente a una difícil contingencia. En aquel trance 
revelóse con todo su esplendor la grandeza de Roque. Hubo de doblegarse 
ante el rigor de la desgracia, pero no cedió ni un punto en su profunda y 
bien arraigada fe. Comprendió desde el primer momento que Dios lo ha­bía 
dispuesto así por ser lo más conveniente, y aceptó la prueba en abso­luta 
conformidad con sus designios inescrutables. Según Roque entendía, 
aquel suceso señalaba un rumbo nuevo a sus actividades; y de acuerdo 
con esta idea, que era para él la voz del Cielo, decidió el futuro. 
Trató entonces de poner por obra los consejos que su padre le diera y 
de amoldarlos a aquella sentencia del Salvador: Si quieres ser perfecto, 
vende cuanto tienes, da el precio a los pobres y sígueme. Dócil Roque a 
esta inspiración, vendió la hacienda, distribuyó su importe entre los me­nesterosos 
y cedió a un hermano de su padre los derechos de sucesión. 
Desprendida así su alma de todo cuidado terrenal, púsose un remenda­do 
hábito de peregrino y, sin más provisiones que un vacío morralillo y 
un ardentísimo deseo de caridad y penitencia, emprendió el camino de 
Roma.
CURACIÓN DE LOS POBRES APESTADOS 
Guardaba Roque absoluta pobreza y sólo se alimentaba con las li­mosnas 
que él pedía por amor de Dios, considerábase dichoso si 
recibía afrentas e injurias, triste, en cierto modo, si una mano amiga 
le prodigaba cuidados que él no creía merecer. De este modo llegó a 
Acquapendente, ciudad de los Estados Pontificios, en donde la peste cau­saba 
grandes estragos especialmente entre las gentes pobres. 
Un hombre vulgar habría cedido al movimiento de pánico que produce 
el solo anuncio de la proximidad de cualquier epidemia, y huiría de aquel 
lugar, sin tener en cuenta siquiera el puntillo de honra que mueve a mu­chos 
a afrontar el peligro. Roque era desconocido en Acquapendente; y 
así como había pasado inadvertida su entrada en la ciudad, de igual ma­nera 
lo hubiera pasado su salida. Pero su caridad, que corría parejas con 
el espíritu de fervor religioso que le llevaba a visitar los sepulcros de los 
santos apóstoles Pedro y Pablo, le inspiró un vivo deseo de asistir a los 
apestados. Presentóse, pues, en el hospital para ofrecerse en calidad de 
enfermero; mas temeroso el administrador de que la maligna peste se ce­bara 
presto en un joven de aspecto tan delicado, púsole por delante los 
inconvenientes de aquella ocupación, y rehusó el generoso ofrecimiento. 
Insistió nuestro Santo, diciendo «¿No puede acaso Dios dar a sus 
siervos la fortaleza necesaria para cumplir lo que se han propuesto, movi­dos 
por el solo deseo de su gloria?» Parecía haber fracasado en su santo 
propósito, pues tuvo que reiterar la súplica durante varios días. Venció, 
al fin, su constancia, y logró entrar al servicio de los enfermos, cuyo 
cuidado se entregó desde el primer instante con abnegación heroica. 
Recorrió las salas de los apestados y lavaba a éstos las heridas, hacía­les 
la cura uno por uno y trazaba sobre ellos la señal de la cruz, con lo 
cual muchos de ellos se sentían repentinamente curados. Recorrió después 
las casas de la ciudad sanando a cuantos apestados hallaba. Corrióse por 
la ciudad la voz de la santidad de Roque. «Un ángel ha bajado del cielo», 
exclamaban todos. Roque, entonces, para evitar el peso de tanta gloria, 
huyó de Acquapendente sin dejar indicios de su nuevo derrotero. 
Enterado luego de que en Cesena de Lombardía causaba estragos la 
misma enfermedad, apresuróse a llegarse allí y realizó los mismos pro­digios 
que en Acquapendente. Un fresco de la catedral recuerda el paso 
de Roque por Cesena en su peregrinación de caridad. 
La caridad con los apestados era la causa que iba retardando su lle­gada 
a Roma; pero este mismo motivo había de acelerarla ahora. Casti­gada, 
Roma, por el terrible azote, dirigió allí sus pasos nuestro Santo.
Por humildad no reveló a nadie San Roque su nombre ni su patria. 
Tres años vivió en Roma entregado a obras de devoción, y cuando 
hubo satisfecho la primera por sus continuas oraciones ante los sepulcros 
de los Apóstoles y de los mártires, visitó otras ciudades italianas castiga­das 
por la peste, para seguir en ellas su programa de caridad, al que acom­pañaron 
nuevos prodigios que sembraron por doquier la fama de nuestro 
Santo. 
FRENTE A LA PRUEBA 
De t ú v o s e un día en Placencia, dirigióse al hospital y púsose a curar 
a los enfermos. Rendido de cansancio y vencido por el sueño, tuvo 
durante él una visión: envuelto en muy resplandeciente aureola, apare-ciósele 
un ángel y, en nombre del Señor, le dijo: 
—Siervo fiel, tu valor ha sido grande al dedicarte por amor mío a re­mediar 
los males de tus hermanos: que no decaiga ahora que vas a pa­decer 
estos mismos males en tu persona. 
Al despertarse se sintió acometido por una ardiente fiebre, al mismo 
tiempo que experimentaba un agudo dolor. Reconociendo en sí los sínto­mas 
de la espantosa enfermedad comprendió que había sido una realidad 
aquella aparición, alzó, pues, los ojos al cielo y elevó a Dios una fer­viente 
plegaria de acción de gracias. 
Fue puesto con los apestados, el mal se agravaba, el dolor le opri­mía 
y, muy a pesar suyo, prorrumpió en ayes desgarradores. Mas por no 
ser ocasión de molestia para sus compañeros, se fue arrastrando traba­josamente 
hasta la puerta. Los transeúntes, ante el temor de quedar conta­giados, 
pretendían obligarle a entrar, pero él, que no quería ser carga 
para nadie, salió a duras penas de la ciudad y dirigióse a un bosque próxi­mo, 
en donde una cabaña deshabitada le iba a servir de asilo. 
Al agudo dolor que experimentaba añadióse una sed devoradora, oca­sionada 
por la ardiente fiebre, y agravada por la carencia de agua. 
— ¡Oh Dios de clemencia! —exclamó—. Gracias porque me das oca­sión 
de padecer por Ti. Sólo te pido que no me desampares. 
No bien hubo acabado de pronunciar esta oración, cuando de impro­viso 
brotó a su lado un manantial de agua purísima, y con ella lavó sus 
llagas y refrescó sus abrasados labios, con lo que sintió inmediatamente 
alivio. Experimentó también los efectos del hambre y Dios le deparó ali­mento 
por manera milagrosa, según cuentan los biógrafos, de este modo: 
Cerca de la cabaña de Roque había magníficas casas de campo, a las 
que los ricos de la ciudad acudían huyendo de la peste. Uno de ellos, lla­mado 
Gotardo, noble además de rico, observó un día que, durante la co-
Al saber San Roque que en Placencia se ha declarado una peste 
violentísima, movido de su ardiente caridad, trasládase allí, y se 
encierra en el hospital para dedicarse a curar por su mano las llagas 
de los enfermos. Dios acompañó su caritativa abnegación con mul­titud 
de estupendos milagros.
mida, uno de sus perros tomaba de la mesa un panecillo, para desaparecer 
con él rápidamente. No dio Gotardo importancia al hecho, que juzgaba 
travesura y voracidad del animal. 
Pero al día siguiente repitió el perro la misma operación, y Gotardo, 
creyendo entonces que los criados se descuidaban en dar de comer al can, 
llamó al criado encargado de la jauría y le riñó ásperamente, por lo que 
entendía ser culpable negligencia. Protestó el criado diciendo que a todos 
los peños, sin excepción alguna, daba abundante alimento, y así queda­ron 
las cosas hasta el tercer día, en que el perro se presentó en el come­dor 
y repitió el hurto sin atender amenazas. 
En vista de ello, siguió el caballero al perro y vio que se adentraba 
en el bosque y depositaba el pan junto a un enfermo abandonado, el 
cual recibía la iefección con grandes muestras de gratitud. 
En la mente de Gotardo surgió esta reflexión «Gran amigo de Dios 
debe ser este hombre, ya que los animales le sirven y obedecen». Enton­ces 
se aproximó a Roque y preguntóle cariñosamente cuál era su dolencia. 
—Soy un apestado —respondió el Santo—, por lo cual os ruego que 
os alejéis de mí, pues os exponéis a quedar contagiado. 
De regreso a su casa, púsose Gotardo a considerar el hecho de que 
había sido testigo: «Mi perro —se decía— es más caritativo que yo». 
Y avergonzado de su cobardía, regresó adonde estaba el enfermo, el cual, 
viendo en ello la voluntad de Dios, aceptóle muy complacido a su lado. 
EL RICO CONVERTIDO EN PORDIOSERO 
Go t a r d o quedó trocado en criado del pobre peregrino, ya no quiso 
volver a su castillo, por temor de contagiar a los suyos, pero el perro 
dejó de llevar la ordinaria provisión, cosa que desconcertó a Gotardo. 
«¿Con qué nos sustentaremos?», preguntó a Roque. «Tomad mi capa 
—repuso éste— e id a mendigar el sustento por esos contornos». Exce­siva 
parecía la humillación para un personaje de todos conocido, mas 
obedeciendo a la voz del espíritu y al consejo del Santo, partió sin replicar. 
Por lo general, Gotardo recibía injurias y malos tratos en vez de la li­mosna 
requerida, pero, ¿qué importaba? Los ángeles contaban sus pasos 
y presentaban a Dios la paciencia con que recibía tales afrentas. 
Tras una larga jornada, pudo llevar al enfermo dos panecillos. Roque 
se alegró al saber que su bienhechor había padecido por amor de Jesu­cristo. 
Acompañado del nuevo solitario, volvió a Placencia; y habiendo 
hecho la señal de la cruz en las calles y en el hospital, en el mismo punto
sanaron los enfermos que estaban tocados de la peste, y toda la ciudad 
quedó libre de aquel terrible azote. A vista de tan portentoso prodigio, 
todos concurrieron en tropel y acompañaron a Roque hasta su choza, 
dando gracias a Dios. En el camino oyó nuestro Santo una voz del cielo 
que le decía- 
—Roque, siervo mío fiel, ya estás sano; torna a tu patria y practica 
allí obras de penitencia por las que merezcas la dicha de ser contado 
entre los elegidos. Yo estaré contigo en todas tus tribulaciones y penas. 
El Santo, limpio, al punto, de la peste, no abandonó en seguida la 
cuidad de Placenc:a. Había conquistado un alma para Jesucristo y quiso, 
antes de partir, asegurar su perseverancia. Gotardo escuchaba gustoso los 
consejos de Roque y avanzaba en el camino de la perfección. Había re­nunciado 
a las riquezas y honores de que disfrutaba, y vivía en la espe­sura 
de un bosque una vida pobre y olvidada, consagrada totalmente 
a Dios. Roque, su amigo y maestro, fuéle afirmando en la práctica de 
la oración y mortificación, hasta que le juzgó seguro en el nuevo género 
de vida. Determinó entonces no dilatar, por más tiempo el cumplimiento 
de la orden que del cielo recibiera. En cuanto a Gotardo, se desconoce 
la fecha de su tránsito; algunos autores le dan en sus historias el título 
de santo. 
PRISIONERO INOCENTE 
De regreso a Montpeller, encontró a la ciudad en guerra, fue detenido 
por espía y como tal conducido al gobernador, que era su mismo 
tío, el cual había sucedido en el gobierno al padre de nuestro Santo. Como 
Roque se había obstinado siempre en no descubrir quién era, el goberna­dor 
también le tuvo por espía, y después de haberle maltratado, le con­denó 
a cárcel perpetua. El consuelo espiritual y la alegría interior de nues­tro 
Santo cuando se vio encarcelado y tratado con tanto menosprecio en 
su mismo país y por su propio tío, fueron inefables. 
La cárcel de Roque era un inmundo calabozo en donde no penetraba 
ni un rayo de luz; allí estuvo el Santo cinco años enteros sufriéndolo todo 
por amor de Jesucristo. Como si esto fuera poco, rehusaba por espíritu 
de mortificación todo alimento cocido, hería a golpes su pecho, desgarra­ba 
su cuerpo con disciplinas y pasaba en oración casi todo el tiempo del 
día y de la noche cual si fuese aquella su celda de penitente. 
Mas he aquí que un día una luz deslumbradora disipó las tinieblas de 
aquella cárcel: Jesús venía a anunciarle su pronta libertad. Oyóse enton­ces 
una voz que decía con cariñoso acento:
—Roque, fidelísimo siervo mío, he aquí llegada tu hora; tus penas 
tocan ya a su fin ; prepárate, que vas a entrar definitivamente en mi gozo. 
Roque pidió perdón de sus culpas y luego suplicó al Señor que todos 
los que recurrieran a él, quedaran preservados o curados de la peste. He­cha 
esta súplica, tendióse sobre la tierra, alzó los ojos al cielo y entregó 
su benditísima alma al Señor. Sucedía esto el 16 de agosto de 1327 
Así que murió Roque, por las rendijas de la puerta de su calabozo em­pezó 
a salir una luz clarísima que pasmó a los guardianes. Abriéronlo y 
hallaron que el cuerpo del Santo, tendido en el suelo, desprendía de sí 
aquel extraordinario resplandor. 
El suceso fue referido al gobernador de la ciudad. El tío de Roque, 
lleno entonces de dolor y confusión, al ver que sin saberlo se había cons­tituido 
en verdugo de su sobrino, no sabía qué hacer para dar cumplida 
satisfacción a su memoria. Públicamente se acusaba de torpe y aun de 
descastado, por no haber sentido los impulsos de la sangre al tener ante sus 
ojos a un pariente tan cercano, pues por muy desfigurado que estuviera, 
debió de conocerle y nunca condenarle; porque ahora que lo recapacitaba, 
veía bien que la humildad y compostura con que se le presentó, eran la 
protesta más elocuente contra la absurda acusación de espionaje a que 
tan ligeramente había dado crédito y ahora ya no tenía remedio su falta. 
Gran trabajo costó calmarle, pero, al fin, halló algún lenitivo su pena 
en la suntuosidad de los funerales que ordenó para honrar a su santo so­brino. 
Con gran pompa y lucido acompañamiento, fueron trasladados los 
sagrados restos desde el palacio del Gobierno hasta la iglesia principal, 
después de recorrer toda la ciudad en medio de las lágrimas y aclamacio­nes 
del pueblo. Poco después su mismo tío hizo erigir una magnífica iglesia 
en honor de su santo sobrino, y a ella fueron trasladadas sus reliquias. 
CULTO, ICONOGRAFÍA Y POPULARIDAD 
De s d e entonces, las ciudades, villas y pueblos de Provenza y Langue­doc, 
lo mismo que las de las regiones de Italia, en donde había mo­rado 
tanto tiempo, y las de España, recurrieron al siervo de Dios en las 
enfermedades contagiosas. Este culto, que era de carácter local, no tardó 
en extenderse a toda la Iglesia con grande alegría de sus devotos. 
Dícese que mientras se celebraba el concilio ecuménico de Constanza, 
en el que se trataba de poner término al llamado «Cisma de Occidente», 
empezó a castigar a la ciudad una terrible epidemia que amenazaba con 
interrumpir los trabajos de los Padres, con gran detrimento de la Cris­tiandad. 
Un joven alemán propuso entonces que se acudiera a San Roque.
Acordes todos con la iniciativa, prescribiéronse rogativas y ayunos, y or­ganizáronse 
públicas manifestaciones en las cuales la imagen del Santo 
era llevada en procesión. La epidemia cesó sin que quedara en la ciudad 
un solo enfermo. Roma, por su parte, sancionó la legitimidad de estos 
cultos en el pontificado de Alejandro VI, aprobando numerosas cofradías 
y la erección de un templo en honor del Santo, y posteriormente, escri­biendo 
su nombre en el martirologio en los días de Gregorio XIII. Se honra 
a San Roque en la familia franciscana como a uno de los patronos de 
la Orden terciaria, en virtud de una tradición según la cual el Santo per­teneció 
a la misma. Inocencio XII concedió a los Hermanos Menores la 
facultad de celebrar su fiesta con rito doble mayor. 
La devoción y culto de los pueblos para con el siervo de Dios ha ido 
siempre en aumento: es una prueba de ello la iconografía del Santo, tan 
rica y variada. Lo mismo la pintura que la escultura no han cesado desde 
el siglo xiv de representar a San Roque en las épocas más características 
de su vida: unas veces, curando a los apestados; otras, recibiendo de 
un ángel el anuncio de su enfermedad; ya aceptando el pan que Dios le 
enviara por medio del perro; ya, en fin, acabando su vida en la cárcel. 
La ciudad de Montpeller honra especialmente al santo peregrino cela-brando 
su fiesta con gran solemnidad. Tiene allí una magnífica iglesia a 
la que acuden los pueblos a implorar su protección. 
Debemos decir, sin embargo, en honor de la verdad, que San Roque 
no es solamente conocido en Montpeller, sino popularísimo en España, 
Francia e Italia, donde se celebra su día con extraordinaria solemnidad. 
Hubo un tiempo en que su fiesta se guardaba como fiesta de precepto. 
Muchos pueblos le tienen por patrono, se le invoca especialmente 
como abogado contra las epidemias y epizootias, es decir, en favor de los 
hombres y para los casos de peste entre los animales. 
S A N T O R A L 
Santos Joaquín, padre de la Santísima Virgen María (véase la vida de Santa Ana, 
26 de julio; Roque, confesor; Simpliciano, obispo de Milán; Eleuterio, 
obispo de Auxerre, y Nostriano, de Nápoles; Diomedes, médico y mártir; 
Tito, diácono, mártir en Roma; Ambrosio, centurión, martirizado en tiem­pos 
de Diocleciano; Raúl, monje del siglo x i i ; Arsacio, solitario en Nico-media. 
Beato Juan de Santa Marta, franciscano, mártir en el Japón. Santas 
Serena, mujer del emperador Diocleciano; Eufemia, virgen y mártir, en 
Galicia Beata Benedicta, abadesa, sucesora de Santa Clara.
León libertador y respetuoso Piedras y antorchas del martirio 
D I A 1 7 D E A G O S T O 
S AN MAME S 
MARTIR (t 275) 
Co n haber sido cortísima su carrera, dejó San Mamés o Mamerio 
en el mundo gloriosas e indelebles huellas de santidad. Insigne 
mártir le titulan Jas Iglesias orientales, y dos ilustres Doctores de 
la Iglesia, los Santos Basilio y Gregorio Nacianceno, hicieron de este Santo 
elocuentísima apología. Todas las maravillas mencionadas en esta vida, 
las traemos aquí tal como las refieren los autores de las Actas de su 
martirio, documento de valor inestimable y muy puntual en su contenido. 
PADRES Y NACIMIENTO DEL SANTO 
A mediados del siglo 1 1 , mientras la ciudad de Roma se revolvía en 
continuas guerras, vivían en Grange, aldea de Paflagonia, en Asia 
Menor, dos cristianos esposos llamados Teodoto y Rufina. Eran muy es­timados 
y venerados en el país por ser ricos en bienes materiales y de 
noble linaje, ambos descendían de antiguos patricios romanos, y aun, si 
admitimos lo que afirman algunos autores, parece que estaban emparen­tados 
con antiguos reyes de aquella comarca.
Llevaban vida muy ejemplar, dados de lleno a la práctica de todas las 
virtudes cristianas, y aprovechándose de aquel buen crédito y fama que 
gozaban, para traer muchos fieles al conocimiento y amor de Nuestro 
Señor Jesucristo. Supo Alejandro, gobernador de Grange, que los dos pa­tricios 
eran férvidos secuaces de la nueva religión, por lo cual mandó de­tener 
a Teodoto y le echó en rostro su desobediencia a las órdenes del 
emperador Valeriano. Tras largo interrogatorio en el que menudearon 
promesas y amenazas del gobernador, Teodoto se dejó encerrar en lóbre­ga 
y húmeda mazmorra, hasta que llegasen de Roma órdenes precisas. 
Por el tiempo en que encarcelaron a Teodoto, su esposa Rufina estaba 
a punto de dar a luz. Esta valerosa dama, tan intrépida y esforzada cris­tiana 
como abnegada esposa, ansiaba compartir la suerte de Teodoto y 
partió para Cesarea. Vivieron juntos unos días, hablando de la dicha y 
bienaventuranza eterna y del insigne honor del martirio que esperaban. 
Pero murió Teodoto agotado por los padecimientos y las privaciones, y 
pasados unos días, también Rufina enfermó gravemente y murió poco 
después de dar al mundo un hijo que estaba llamado a ser gran santo y 
mártir de Cristo y a quien dejaba en muy triste orfandad. 
Mientras todo esto ocurría, una dama cristiana, llamada Amia, reci­bió 
orden del cielo de enterrar los cuerpos del padre y de la madre, y 
encargarse de la crianza y educación del pobrecito huérfano y de adop­tarlo 
por hijo suyo. Amia obedeció al punto, fue a la cárcel y, merced a 
su elevada posición social, logró fácilmente licencia para trasladar los 
cuerpos de los dos confesores de la fe, a quienes dio muy honrosa sepul­tura 
en un campo que le pertenecía. Tomó también consigo a la criatura, 
y cuidó de ella con la ternura y solicitud que requerían su edad y débil 
complexión. 
EDUCACIÓN DE MAMÉS 
Fu e criado el muchacho por aquella noble señora con tanto amor y 
cariño, que no dio en la cuenta de que el Señor le había quitado su 
natural madre, pues juzgaba por tal a su madre adoptiva. 
No se contentó Amia con dar a su pupilo el pan material y los cuida­dos 
corporales. La virtuosa dama despertó asimismo en el corazón del 
huerfanito aquellos sentimientos de fe y piedad que dan a la infancia pe­culiar 
atractivo y encanto. Cuando el niño tuvo ya cinco años, proporcio­nóle 
maestros virtuosos y capaces para coadyuvar con celo a su cristiana 
educación. Mamés hizo en breve tan admirables progresos en las letras y 
ciencias humanas, que aventajó mucho a sus condiscípulos, de los cuales
era muy querido y respetado. Con ello logró en la ciudad fama de santo 
y sabio mancebo. Así llegó a los trece años, habiendo ganado todos los 
corazones por su asiduidad al estudio y vida ejemplar. De aquella influen­cia 
que tenía en la ciudad, servíase el santo estudiante para traer a los 
paganos al conocimiento de Jesucristo: por eso fue encarcelado. 
MAMÉS Y AURELIANO. — EL DESIERTO 
Ha l lá ba se por entonces el emperador Aureliano en Egea, ciudad si­tuada 
en la desembocadura del río Piramo, poco distante de Capa-docia. 
Allí mandó llevar al santo mancebo el gobernador de Cesarea. 
Aureliano creyó hallar ocasión propicia para triunfar del cristianismo; 
como tenía que pelear con un muchacho, esperaba vencer fácilmente su 
resistencia. Probó, pues, de doblegar la constancia del Santo con halaga­doras 
promesas. «Amigo mío —le dijo—, se te presenta en tu juventud 
muy brillante carrera. La fortuna te ofrece en este día dicha y gloria. Si 
lo quieres, puedes desde hoy tener parte conmigo en mis grandezas y 
placeres, sacrifica en el altar de Serapis, y tendrás habitación en mi pro­pio 
palacio, y aun comerás conmigo. Te honraré y mandaré que todos 
te honren de tal manera, que los hombres más nobles y principales de la 
nación envidiarán tu suerte. Basta, para ello, con un gesto sencillísimo». 
Pero hacía tiempo que el Santo sabía menospreciar honras y placeres, 
no hizo caso alguno de las vanas promesas del emperador y ni siquiera 
se dignó contestar a lo que le decía. Este silencio mortificó a Aureliano, 
el cual mudó de táctica, y amenazó al santo mancebo con atrocísimos 
tormentos. Cuando el niño vio que su juez se había sosegado un tanto, 
díjole con mansedumbre y valor- «Guárdeme el Señor mi Dios, ¡oh em­perador!, 
de dar culto a imágenes de piedra y mármol que carecen de 
movimiento y de vida. Podéis dar de mano a vuestras promesas y ame­nazas, 
prefiero sacrificar mi vida por mi Señor Jesucristo, que poseer 
las riquezas del mundo entero- mi grandeza, mi gloria y mi felicidad, 
serán morir por mi Dios». 
Enojado y fuera de sí, mandó Aureliano que en su presencia desnu­dasen 
al niño y le azotasen cruelmente. Pronto brotó sangre, y hasta las 
gradas del trono imperial saltaron pedacitos de la carne del mártir. El 
valeroso niño permaneció impasible, como si fuera un sueño. 
Ordenó Aureliano a los lictores que cesasen de azotarle, y fingiendo 
compadecerse del mártir, díjole: «Oye, amigo, di sólo una palabra: basta 
que me declares que quieres ofrecer sacrificio a los dioses y te dejaré ir. 
—Guardaréme mucho de renunciar a la fe cristiana. Creo en Jesucristo, y
a pesar de todos los tormentos, no puedo renegar ni de pensamiento, ni 
de palabra, del Dios a quien adoro. No puedo, me lo impide el amor». 
Ciego de rabia, mandó el emperador que abrasasen qoii hachas encen­didas 
los costados del valeroso mancebo y los miembros todos de aquel 
cuerpecito ya tan atrozmente herido; pero las llamas respetaron al mártir 
y volviéronse hacia los verdugos como si quisieran abrasarlos a ellos. En­furecióse 
Aureliano al ver que nada conseguía con aquel cruelísimo tor­mento 
y mandó que apedreasen al santo niño. Pero fue en balde, porque 
al mártir le parecían las piedras como rosas y perlas destinadas a entre­tejer 
su corona celestial, y las recibía con muy cándida sonrisa. 
El emperador desconfió al fin de poder doblegar la constancia del va­leroso 
niño, y así mandó que le arrojasen al mar, después de atarle al 
cuello una pesada masa de plomo; pero un ángel se apareció en figura 
humana a los presentes y cercó de resplandores al niño. Los verdugos, al 
verle, huyeron muy asustados. Rompiéronse al mismo tiempo las atadu­ras 
del Santo, y éste, viéndose solo y libre, marchó a ocultarse en la so­ledad 
que le había mostrado el celestial libertador. 
Había en los alrededores de Cesarea un encumbrado monte llamado 
Argeo, que servia de guarida a las bestias fieras, por lo que nadie solía 
acercarse a aquel lugar. En ese monte fue a esconderse el santo niño, can­tando 
al Señor himnos de gracias, mientras Aureliano, loco de rabia, man­daba 
buscarlo por todas partes, mas no podían dar con él. 
Allá en el silencio y la soledad, preparóse el Santo, como otro Moisés, 
para cumplir fielmente la voluntad del Señor. Cuarenta días estuvo sin 
comer ni beber, mortificando al mismo tiempo su cuerpo con muchas ma­neras 
de penitencias. Edificó un oratorio o ermita en sitio apartado del 
monte, y allí pasaba casi todo el día, meditando las verdades eternas ante 
una cruz de madera. Un ángel se le apareció, y le entregó un milagroso 
libro de los Evangelios. Abriólo el joven solitario y empezó a leer en voz 
alta el sagrado texto; ¡cosa maravillosa!, los árboles de los alrededores 
se estremecieron repentinamente, y las fieras acudieron a oir la voz del 
Santo, y le rodearon mansamente como si hubiesen perdido su natural 
ferocidad. Desde entonces, acudían diariamente. A su voz, juntábanse 
leones y osos, corderitos y ovejas, y con él permanecían mientras no los 
despedía. Hasta refiere Montbricio que el intrépido joven se alimentaba 
con la leche de las cabras y ovejas monteses, las cuales se dejaban ordeñar 
muy dócilmente y sin mostrar temor alguno en acercarse a él. 
Tres años permaneció el hijo de Teodoto y Rufina en aquella soledad, 
dedicado enteramente a la oración, estudio y trabajo, aunque sin dejar de 
prepararse para el caso, muy posible, de que los perseguidores dieran con 
su refugio y volvieran para él las pruebas del martirio.
......................... 
Es t a n d o en la soledad San Mantés tiene por compañeros ama­bles 
y respetuosos a las fieras que ante él parecen haber perdido 
su ferocidad. Juntos con los leones y los osos han venido los ciervos, 
las ovejas y los corderitos que no se marcharán hasta que el Santo 
les dé la despedida.
NUEVA DETENCIÓN. — INTERROGATORIO 
o fue bastante la oscuridad y apartamiento del bosque para impedir 
que el gobernador de la provincia tuviese noticia de los milagros 
del Santo. Envió al monte Argeo dos guardias de a caballo con orden de 
buscar el paradero del joven cristiano rebelde a los decretos imperiales, 
y traerle maniatado a su tribunal. El Santo recibió aviso del cielo de lo 
que iba a suceder. Salió al encuentro de los soldados, los cuales le pre­guntaron 
si tenía noticia de un joven llamado Mamés, que vivía en aque­llos 
parajes, y si podía decirles dónde se hallaba oculto. «Amigos —les 
dijo—, primeramente os convido a mi frugal comida campestre». Habien­do 
ya comido, abrió el libro de los Evangelios, y con voz potente leyó 
algunos versículos. Al punto acudieron las fieras del monte, para rodear­los. 
Los soldados, muy asustados, se acercaron a su huésped pidiendo 
protección. «No temáis —les dijo el Santo— , yo mismo soy aquel a quien 
buscáis. Id pues, volved a casa de vuestro amo, y decidle que llegaré a 
su presencia poco después de vosotros. Inmediatamente os seguiré». 
Despidió luego a las fieras y permaneció en oración mientras huían 
los soldados, contentos de haber salido de aquel peligro a tan poca costa. 
Llegó finalmente para el valeroso mancebo la hora de la suprema lucha. 
fortalecido con la oración y la gracia, partió para Cesarea, y se fue de­recho 
al palacio del gobernador. Allí se hallaban los dos soldados envia­dos 
para detenerle, los cuales estaban dando cuenta de su embajada. 
—¿Eres tú por ventura —le preguntó el gobernador— el famoso mago 
de quien todos hablan, que sabes encantar a las fieras del desierto? 
—Yo soy tan sólo un siervo de Jesucristo —respondió el santo 
mozo— , para los magos e idólatras es el fuego eterno; pero yo no sé de 
magia ni de encantamientos ni me he preocupado jamás de esas tonterías. 
—Bueno, bueno —repuso el gobernador—, ¿por qué arte secreto do­mesticas 
a las fieras, y por qué persistes en no querer adorar a nuestros 
dioses? Contesta, que si no, te arrancaré el secreto con atroces tormen­tos 
y castigos y sin que valgan tus encantamientos para nada. 
—Nada tengo que añadir a lo dicho. Adoro a Jesucristo y le serviré 
amorosamente, aun a costa de mi vida. Puedes atormentar mi cuerpo, 
pero no mi alma. Mi auxilio y mi fuerza los tiene el Señor en sus manos. 
—Jura por el César que no eres hechicero y te daré libertad. 
—Yo no juro ni por los hombres ni por los demonios, no tengo más 
Dios que el que gobierna cielos y tierra y sólo juraré en su nombre. 
—Mira, joven —repuso el gobernador con tono moderado—, hábla-me 
tranquilamente. Me dan lástima tu temprana edad y tu hermosura.
—Y a mí ir.e duele tu ceguera —le contestó el valeroso mártir. 
— ¡Vaya locura y temeridad! —exclamó el gobernador—. ¡Atreverte 
a resistir a los augustos emperadores y a ultrajarme! Los tormentos te 
darán sabiduría y te recordarán tus obligaciones con mejor elocuencia. 
Y dicho esto, hizo preparar varas y látigos para azotarle. 
MARTIRIO Y MUERTE DEL SANTO 
Ma n d ó el gobernador que extendiesen al mártir en el ecúleo, y le 
moliesen con azotes; pero el Santo mostró la misma fortaleza y 
constancia que antes mostrara frente al emperador, y ni siquiera abrió 
su boca para quejarse. El gobernador achacó la aparente insensibilidad 
del mártir a la poca fuerza de los latigazos y ordenó a los verdugos 
que arreciaran los golpes. Hiciéronlo ellos así, y azotáronle con tanta 
furia, que pronto se vieron las entrañas ensangrentadas del glorioso con­fesor 
de la fe. Oyóse tina voz del cielo que decía. «Ánimo, Mamés; 
pelea valerosamente, porque ya se acerca la hora del premio». 
Vencido y avergonzado, quiso el gobernador acabar de una vez, y 
mandó arrojar al mártir en lóbrega cárcel con la esperanza de que allí 
moriría después de tantos padecimientos. 
El santo mozo alentó a los cuarenta cristianos que se hallaban dete­nidos 
en aquella cárcel, y luego se apartó a orar. De noche bajó un ángel 
del cielo, y abrió a los cautivos las puertas como en otros tiempos al 
apóstol San Pedro. Todos ellos salieron excepto nuestro Santo, el cual 
se preparó con recogimiento y sosiego al combate supremo. 
Al siguiente día, supo el gobernador que aun vivía el intrépido mártir, 
y quedó muy admirado. Pero pensando entonces en la vergonzosa derrota 
de la víspera, mandó traerle de nuevo a su tribunal. 
—Confío, amigo —le dijo en presencia de la muchedumbre—, que ha­brás 
reflexionado y sacrificarás hoy a nuestros dioses. 
—¿A qué dioses? Yo conozco sólo a uno. 
—Nosotros tenemos muchos, mira cómo te observa el joven Apolo. 
—Bien dices —repuso el mártir— ; vuestros dioses tienen nombre 
que les cuadran; Apolo significa «perdición», y efectivamente, cuantos le 
ofrecen sacrificios pierden su alma para siempre. 
—Pero, ¿no sabes que he mandado encender un horno espantoso? 
—Ruégote —le contestó el joven— que no tardes más tiempo en em­plearlo. 
Ya no te hablaré palabra. 
Adelantándose entonces a los verdugos que venían a encadenarle, el
Santo, como si a lugar de delicias entrase,, se arrojó de por sí dentro de 
aquel homo encendido que causaba espanto a los espectadores. 
Dicen los autores que el esforzado confesor permaneció en él tres días, 
y que «se hallaba en medio de las llamas, tan a gusto como en una pra­dera 
cubierta de flores», alabando al Señor, y convidando a todas las 
criaturas a celebrar su divina grandeza como los tres jóvenes hebreos del 
Antiguo Testamento. Todos los presentes y el mismo gobernador, fueron 
testigos del maravilloso prodigio. Mandó entonces el cruel juez que arroja­sen 
al santo mozo al anfiteatro, para que muriese pasto de las fieras; 
pero los osos se echaron mansamente a sus pies como para besarlos, los 
leopardos le acariciaron y le lamieron las llagas, y los demás animales 
permanecieron echados en el suelo sin hacerle ningún daño. 
Hubo entonces fuerte griterío en la muchedumbre; unos alababan al 
poderoso Dios de Mamés, obrador de aquel prodigio; otros, en cambio, 
gritaban contra él desaforadamente cual si de un hechicero se tratase. 
De pronto se oye gran tumulto en la puerta del circo. « ¡ Auxilio, 
auxilio!», gritan de todas partes. Un león bajado del monte acaba de 
entrar en el anfiteatro sembrando por doquier la consternación y la 
muerte. Llegado ante el mártir, parece saludarlo con admiración y res­peto. 
El Santo le acaricia, y le manda que no haga daño a nadie y que 
se vuelva al monte. La fiera parece haber entendido y se retira. 
Con esto, el gobernador, ciego ya de cólera, mandó a un soldado que 
fuese a atravesar el cuerpo del enemigo de los dioses con un tridente de 
hierro. Obedeció al punto el soldado, y abalanzándose con furia sobre el 
inocente mancebo, le dio tan violento golpe, que hundió las tres puntas 
de hierro hasta el mango en el cuerpo del mártir. Con este tormento en­tregó 
Mamés al Señor su gloriosa alma. De noche vinieron algunos cris­tianos 
de Cesarea, tomaron secretamente el sagrado cuerpo del mártir y 
lo enterraron en una cueva que había cerca de la ciudad. 
Sucedió su martirio, a lo que se cree, el día 17 de agosto del año 275. 
SUS RELIQUIAS Y CULTO 
A los pocos años edificaron los cristianos un templo sobre el sepulcro 
de este santo mártir. Su devoción se extendió en breve tiempo por 
todas las Iglesias Orientales. San Gregorio Nacianceno hizo por los años 
de 389 un panegírico muy elocuente de San Mamés. Los historiadores 
griegos Zonares, Cedreno y Nicéforo hablan a menudo en sus escritos del 
monasterio de Constantinopla que estaba dedicado a nuestro Santo. 
No tardó en edificarse un templo en Roma con advocación de este glo­
rioso mártir de Cristo. A él fue en procesión el papa San Gregorio Magno 
con el clero y fieles de Roma, el día de la festividad del insigne mártir, 
y allí predicó su trigésimaquinta homilía. 
Las reliquias de San Mamés fueron tal vez trasladadas a Jerusalén 
mientras imperaba Constantino. Andando los años repartiéronse entre 
varias iglesias. Así llegaron algunas hasta la ciudad de Poitiers por la soli­citud 
de la reina Santa Radegunda, que era devotísima de este santo 
mártir y las hizo traer al monasterio de la Santa Cruz. 
En tiempo de las Cruzadas, algunos caballeros que volvían de Tierra 
Santa fueron testigos, en el viaje, de un hecho prodigioso. Habíanse dete­nido 
en las afueras de la ciudad de Langres, y al querer proseguir el viaje, 
no pudieron levantar del suelo las reliquias de San Mamés que consigo 
llevaban. El obispo de aquella ciudad, al tener noticia del prodigio, salió 
en solemne procesión y pudo trasladarlas a la catedral sin dificultad nin­guna. 
Dicha catedral se llamó después de San Mamés, y en ella se ve­neran 
algunos huesos del mártir; particualarmente un brazo y el sagrado 
cráneo, encerrado en preciosísimo relicario de plata dorada, el cual suele 
exponerse a la veneración de los fieles el día de la festividad del Santo. 
El culto de este gloriosísimo mártir viene ya de muy antiguo y ha sido 
extraordinariamente popular entre los cristianos. Quizá explique en parte 
esta devoción la bella historia de su vida, algunos de cuyos pormenores 
aparecen en sus Actas con el carácter de lo sobrenatural y milagroso. 
Suele invocársele en los casos de rabia, pero de muy especial manera, 
contra los dolores de entrañas y trastornos intestinales. 
La iglesia parroquial de Corro de Munt, del obispado de Barcelona, 
lo tiens por patrono, y por su intercesión poderosísima han obtenido los 
fieles singulares mercedes y muy abundantes beneficios. 
S A.N T O R A L 
Santos Jacinto, dominico; Mamés o Mamerio, mártir; Anastasio, obispo venerado 
en Terni; Liberato, Bonifacio, Servo, Rústico, Rogato, Séptimo y Máxi­mo, 
mártires; Estratón, Felipe y Eutiquiano, martirizados en Nicomedia; 
Mirón, presbítero, mártir en Acaya; Pablo, martirizado en Tolemaida, con 
su hermana Juliana, y con Estratónico, Acacio y Cuadrato; Amador, abad 
en Baviera. Beatos Carlomán, confesor; Francisco de Santa María, francis­cano 
y compañeros, mártires en el Japón; Martín de Santa María, francis­cano. 
Santa Juliana, martirizada al mismo tiempo que su hermano Pablo. 
Beata Emilia Bicchieri, dominica
Estandarte glorioso e instrumentos de nuestra Redención 
D Í A 18 D E A G O S T O 
S A N T A E L E NA 
EMPERATRIZ (2487-328) 
Pr e s é n t a n o s la Historia a Flavia Julia Elena como a madre de 
Constantino el Grande, primer emperador romano cristiano y fun­dador 
de la ciudad de Constantinopla. El recuerdo de esta ilustre 
matrona va, además, inseparablemente unido al acontecimiento memora­ble 
de la invención de la Vera Cruz, instrumento de nuestra Redención. 
Esta matrona, salida de las humildes capas sociales y encumbrada después 
a la más alta dignidad, preséntasenos, una vez convertida, como creyente 
apasionada por su Dios, animada del más vivo celo por la fe y el culto 
cristiano y dechado de humildad, de bondad nunca desmentida y de ca­ridad 
inagotable para con los pobres y desheredados de la fortuna. En una 
palabra, muéstrasenos como el prototipo de la emperatriz cristiana. 
Mucho se ha discutido en épocas pasadas acerca del lugar del naci­miento 
de Elena. Suponen algunos que nació en Inglaterra, pero en 
nuestros días tiénese como cosa averiguada que nació por los años 248, 
en Drepana —hoy Yalova—, hermosa villa de Bitinia, en la vertiente me­ridional 
del golfo de Nicomedia, y estación termal muy frecuentada. Sus 
padres eran paganos y de humilde condición. En esta pequeña población, 
que más tarde elevará Constantino a la categoría de ciudad con el nombre
de Helenópolis, en memoria de su madre, se crió la niña, ejerciendo para 
ganarse la vida la humildísima profesión de moza de posada. 
Un tribuno militar, oriundo de Iliria, por nombre Constancio Cloro, 
en ocasión de pasar por Drepana, prendóse tan ciegamente de la hermo­sura 
y viveza de la joven, y se la pidió a su padre por esposa (273). Ni uno 
ni otra —él a causa de su profesión militar, y ella por no ser romana—■ 
podían aspirar al matrimonio que se calificaba entonces de legítimo o de 
pleno derecho. Por eso, cuando en 293 Constancio Cloro llegó a ser César 
de las Galias, de la Gran Bretaña y de España, pudo legalmente —y a 
ello se vio obligado para conservar el imperio y excusar otros inconve­nientes— 
repudiar a Elena para casarse con Teodora, hijastra del empe­rador 
Maximino. 
Elena acompañó a su marido en las diversas etapas de su carrera 
militar. En Naisus (Nish) nació Constantino, aquel hijo que debía ser su 
orgullo, el consuelo de su vida y gloria del imperio romano. 
CONVERSIÓN DE ELENA 
Te n ía Elena cuarenta y cinco años próximamente cuando hubo de se­pararse 
de Constancio, su marido, y de su mismo hijo. La separa­ción 
duró trece años, durante los cuales Elena desaparece de la Historia, 
aunque no de la leyenda. Es muy verosímil que viviera lo más cerca 
posible de Constantino, a quien amaba con amor exclusivo y vigilante, y, 
por fortuna suya, fielmente correspondido como más tarde se vio. 
A la muerte de Constancio Cloro (306), Constantino fue proclamado 
Augusto; pero en aquel momento reinaban hasta seis emperadores a la 
vez. Mediante una serie de batallas victoriosas, y por procedimientos di­plomáticos 
no siempre honrados, logró Constantino vencer en Occidente 
a todos los rivales que le disputaban el imperio. En 312, después de la 
batalla de Puente Milvio, entró en Roma ostentando en el Lábaro imperial 
el monograma de Cristo. Desde entonces abrazó oficialmente la fe cris­tiana, 
si bien difirió hasta el fin de su vida el recibir el bautismo. 
No tardó Elena en juntarse con su hijo ya dueño absoluto de Occi­dente. 
Profunda fue la alegría que experimentó por ello, y, al fin, rindióse 
también al Dios de los cristianos que le había otorgado semejante dicha. 
El emperador —dice el historiador Eusebio— volvió a su madre, hasta 
entonces ignorante del verdadero Dios, tan piadosa y tan fervorosa cual 
si se hubiera educado en la escuela misma del Salvador. Elena ingresaba 
en el cristianismo en el ocaso de su vida, pues que contaba ya más de 
sesenta años; pero desde entonces fue cristiana con toda su alma ardiente.
LA EMPERATRIZ 
Hacia el año 317, Constantino otorgó a su madre el título de Augusta; 
la colmó de bienes, de honores y consideraciones; abrióle el tesoro 
imperial; le adjudicó una corte y un palacio —el Sessórium, cerca de 
Letrán— e hizo acuñar moneda de oro que llevaba su efigie. Valióse 
Elena de la influencia que sobre su hijo tenía para moverle a tratar a la 
Iglesia y a sus ministros con toda suerte de atenciones y miramientos. 
Con su valioso concurso, construyó y adornó la emperatriz varias basí­licas 
romanas; devolvió a los cristianos los bienes confiscados y los cargos 
de que habían sido despojados; interesóse por la suerte de los encarce­lados 
y de los condenados a la minas e intervino para que Constantino 
suavizara la legislación sobrado cruel de entonces. Dueña de los tesoros 
del imperio hizo partícipes a los pobres, distribuyendo entre ellos trigo, 
vestidos, dinero y auxilios de toda especie. No había miseria ni necesidad 
a las que no pusiera remedio con el sincero cariño de las almas grandes. 
Aun esperaba a la emperatriz una nueva alegría con la recuperación de 
los Santos Lugares para el culto cristiano: obra magnífica de Constantino. 
No sin político designio, había establecido el emperador Adriano en 
Jerusalén una colonia romana, y había prohibido a los judíos el acceso 
a la ciudad, organizada a la manera de todas las demás y dotada también 
de termas, templos paganos, etc. Para alejar a los cristianos del sepulcro 
del Salvador y del Calvario hizo cubrir el suelo primitivo de dichos luga­res 
con un terraplén como de unos cien metros de largo, donde, entre 
hermosos jardines, surgía en el Calvario la estatua de Júpiter, y en el Santo 
Sepucro, la de Venus. Dios permitió tales profanaciones para que se con­servaran 
los Santos Lugares en aquellos siglos de violenta persecución. 
Con ocasión del Concilio ecuménico de Nicea (325), varios obispos, y 
especialmente —a lo que parece— el de Jerusalén, hicieron presente al 
emperador Constantino la triste situación de los lugares santificados por 
la muerte y resurrección de Cristo. El emperador ordenó el derribo de 
estatuas, ídolos y templos paganos e hizo las más celosas diligencias para 
encontrar el emplazamiento de los monumentos primitivos. Lleváronse 
los trabajos con rapidez, durante todo el año de 326, y muy pronto apa­recieron 
el Calvario y el sepulcro del Salvador. En carta del emperador 
Constantino a San Macario, obispo de Jerusalén, le indica su expresa 
voluntad de que en el sepulcro se levante una suntuosa basílica que por 
la riqueza de los materiales y por su decoración sea digna de Él. El empe­rador 
añade que se encarga de costear los gastos de la construcción. 
Por aquellos días dio principio en Bitinia la celebración de las vice­
nales del emperador, que debían terminarse en Roma con grandes feste­jos, 
y, en consecuencia, la familia imperial, a excepción de Elena, se en­caminó 
a la gran urbe. El recibimiento fue un tanto frío, pues los romanos 
conservaban secreto rencor a Constantino por haber abandonado su ca­pital 
y su culto, y hasta ocurrió que el príncipe —en parte por culpa 
suya— fue objeto de violentas injurias. Fausta, su esposa, y sus cuñados 
aprovecharon la conyuntura para calumniar ignominiosamente a Crispo, 
hijo del emperador en su primer matrimonio, y Constantino, privado de los 
consejos de su madre, tuvo la fragilidad le dar crédito a las tendenciosas 
acusaciones de su mujer. El inocente Crispo fue, pues, arrestado y llevado 
a Pola de Istria, donde se le dio muerte sin trámite ni juicio alguno. 
La emperatriz había llegado tarde a Roma para salvar la vida de su 
nieto. Pero al menos consiguió desengañar al desventurado padre hacién­dole 
comprender su falta. Constantino, en lugar de arrepentirse, dejóse 
llevar de la ira v se vengó de cuantos le habían engañado, dándoles 
muerte. Elena, si bien quedó muy apenada por aquella cruel solución, no 
perdió la esperanza de enderezar los sentimientos del emperador, y pro­curó, 
satisfacer en su nombre a la divina justicia con grandes penitencias. 
PEREGRINACIÓN A LOS SANTOS LUGARES 
Hacia fines del año 326, inspirada de Dios, partió la emperatriz a 
Oriente por los Balcanes. Pronto cundió la noticia de que la madre 
del emperador se dirigía en peregrinación a Jerusalén. Sin duda la movía 
el deseo de dar pábulo a su piedad; pero también anhelaba dar gracias 
al Señor y pedirle por su hijo y por su nieto. 
Elena, aunque cargada de años, cumplió su propósito con infantil 
ardor —dice el historiador Eusebio—. Probablemente siguió la ruta con­tinental, 
pues visitó las provincias orientales del imperio. A su paso por 
las ciudades y pueblos mostraba una solicitud y generosidad regias, y re­cibía, 
en cambio, el respetuoso pero entusiasta homenaje de los morado­res 
que en tropel acudían para ver a aquella princesa extraordinaria. 
Es de imaginar el fervor y la piedad con que la cristiana emperatriz 
veneraría los Santos Lugares. Satisfecha ya su devoción, propúsose dejar 
allí magníficas y verdaderas pruebas de su munificencia. Habíale abierto 
su augusto hijo el tesoro imperial para que pudiera ella llevar a cabo 
sus piadosos designios, y en verdad que supo aprovechar la esplendidez 
con que se le brindaba, pues mandó levantar dos suntuosas basílicas, de­seosa 
de conservar en ellas como preciada reliquia los vestigios del Señor. 
Una de ellas fue la de Belén, en la gruta misma donde nació Jesús; la
Sa n t a Elena experimenta gran alegría y devoción con el descubri­miento 
de las tres cruces: la de Cristo nuestro Redentor y las 
de los dos ladrones; pero tan apartado se encontró el título de la 
cruz de Cristo, que no era posible entender cuál fuera ¡a del Señor. 
Pronto lo declaró un portentoso milagro.
otra es la célebre basílica de Eleona —o de los Olivos—, casi en la 
cumbre del monte Olívete, en memoria de la Ascensión, en el lugar 
donde solía el Señor adoctrinar a los Apóstoles. Ambos monumentos, de 
una belleza extraordinaria, fueron, juntamente con la basílica de la Re­surrección, 
los santuarios más venerados de la antigüedad cristiana y centro 
acostumbrado de numerosas peregrinaciones. 
INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ 
En la oración fúnebre pronunciada en 395, con motivo de las honras 
de Teodosio el Grande, alaba San Ambrosio la dicha de Constantino 
por haber tenido una madre que atrajo la protección divina sobre todas 
sus empresas, y dice él en el mismo sermón que, movida del Espíritu 
Santo, fue Elena a venerar los Santos Lugares. Llegada al Gólgota —lu­gar 
del divino combate— buscó el trofeo de la victoria, el estandarte de 
la salvación, que el demonio ocultara por manos de sus satélites. En unas 
canteras, próximas al Calvario, abríase una profunda excavación bajo 
una roca, y en ella, la tarde misma del Viernes Santo, fueron arrojados los 
patíbulos de los tres crucificados. Cuando, más tarde, Adriano llevó a 
cabo la nivelación del Calvario, desaparecieron aquéllos bajo la tierra 
añadida. Con el fin, pues, de hallar las reliquias de la Pasión, mandó 
Elena cavar el suelo hasta que se consiguió dar con las tres cruces. No 
es para decir la inmensa alegría que se apoderó del corazón de la piado­sísima 
emperatriz ante el descubrimiento y con cuánto fervor agradeció 
al Cielo aquel grandísimo honor que a ella tema reservado. 
Pero aún faltaba por descubrir cuál de las tres era la del Salvador. 
En los comienzos del siglo v nos referirá Rufino —y el relato lo trae 
el Breviario romano, en las lecciones de la Invención de la Santa Cruz, 
día 3 de mayo— cómo una curación milagrosa obtenida al contacto del 
santo madero sirvió para identificarla de modo irrecusable. Halláronse 
asimismo en aquel lugar, el rótulo y los clavos que atravesaron las manos 
y pies del Salvador. Según refiere la tradición, uno de ellos fue engastado 
en el casco o tal vez en la corona de Constantino, para que de ese modo, 
el respeto tributado a la persona del emperador alcanzara también a Cris­to, 
de quien él era sólo mandatario en el gobierno del pueblo. 
La porción más considerable del Sagrado Madero se quedó en Jeru-salén, 
en el santuario denominado de la Cruz. Otra porción con el rótulo 
y un clavo, fue enviada, según reza el Líber pontificalis, a Roma, en vida 
del emperador, y colocada en la iglesia erigida por Santa Elena en su pa­lacio 
Sesoriano, de donde dicha basílica tomó el nombre de Santa Cruz
de Jerusalén, que ha conservado. La tradición bizantina atestigua tam­bién 
el envío a Constantinopla de la otra parte de la Vera Cruz. 
San Cirilo, que vivía en Jerusalén a mediados del siglo iv, afirma la 
existencia de la cruz del Salvador en dicha ciudad. Por aquella misma 
época las reliquias de la cruz estaban ya esparcidas por el Oriente y el 
Occidente; en Constantinopla llevábanse al cuello engastadas en oro. 
En los siglos sucesivos, sobre todo en la Edad Media y en el Renacimien­to, 
el arte cristiano representó en variadas formas la escena de la inven­ción 
de la Santa Cruz por la emperatriz Elena. Tanto en las miniaturas 
como en las imágenes y pinturas y relicarios, Constantino y su madre 
ocupan a menudo respectivamente la derecha e izquierda de la Cruz, 
recordando de ese modo su papel en lo que concierne al hallazgo del 
lábaro glorioso de nuestra redención en aquellos memorables días. 
Pasados algunos días, regresó Elena a Constantinopla feliz de haber 
reavivado su piedad y templado su fe precisamente en el lugar donde el 
Salvador muriera por sus criaturas. Antes de despedirse de Tierra Santa 
visitó los monasterios de vírgenes consagradas a Dios, con tanta modestia 
y abatimiento de su imperial persona, que ella misma, vestida pobremen­te, 
las servía cual si fuera su criada, y considerándolas como a esposas 
de Cristo. 
SU MUERTE 
Viaje tan largo era más que suficiente para agotar las fuerzas de una 
mujer ya casi octogenaria. Poco después de su viaje a Nicomedia y 
seguidamente a Constantinopla, comprendió Elena que su última hora 
se avecinaba. Entendiéndolo así, otorgó testamento, por el que distribuía 
su patrimonio entre su hijo y sus nietos —hijos de la desventurada Faus­ta—, 
y en el que recomendaba a Constantino que se portara como bueno 
y gobernara a sus vasallos con justicia y equidad. Pocos días después 
exhaló el postrer aliento, en brazos de Constantino, en el mes de agosto 
del año 328 ó 329, problamente el día 18, fecha en que se celebra su fiesta. 
El fallecimiento de la emperatriz tuvo carácter de duelo nacional. Fue 
muy llorada en todo el imperio, sobre todo por la Iglesia católica, los de 
humilde posición y los pobres a quienes tanto socorría en vida. En aten­ción 
a la dignidad de que estaba investida y a los eminentes servicios que 
en su larga carrera prestó, mandó Constantino solemnísimos funerales 
en Constantinopla. El cadáver, acompañado de numeroso cortejo, fue 
más tarde trasladado a Roma y colocado en el sarcófago y mausoleo que 
el emperador mandara disponer para sí mismo cuando no había pensado 
todavía fijar su residencia a orillas del Bosforo. Dicho mausoleo se ha-
liaba situado en las afueras de Roma, en la Via Labicand, en un paraje 
denominado Tor Pignattara, ño lejos de la quinta Constantiria. A su 
izquierda abríase la catacumba de los santos mártires Pedro y Marcelino, 
y a pausa de la proximidad del sepulcro de Santd Elena, la pequeña ca­tacumba 
y su iglesia fueron designadas a veces por la indicación: Ab 
Sanctam Helenam.. En la sala de la Cruz griega del Museo Vaticano puede 
verse un hermosísimo y artístico sarcófago de pórfido rojo, que lleva 
asimismo, el nombre de Santa Elena. 
TRASLACIÓN DE SUS RELIQUIAS 
De s d e el mausoleo imperial no tardaron en ser trasladados los restos 
de la emperatriz, ya sea por previsión o por otro motivo que se 
ignora, a la cripta vecina de los santos mártires. A mediados del siglo iv, 
época de tráfico y de pillaje de reliquias romanas, un presbítero de Reims 
por nombre Teutgis, muy devoto de Santa Elena, pues que a ella debía 
la curación, acertó —en ocasión de una peregrinación a su sepulcro— 
a traerse consigo parte considerable de su cuerpo. El diácono romano a 
cargo de la administración de la catacumba de los Santos Pedro y Marce­lino 
facilitaría, a no dudarlo, semejante operación. Quedó en el sarcófago 
la cabeza, los brazos y las extremidades inferiores. A la llegada de las 
reliquias a la diócesis de Reims, el cabildo de dicha ciudad creyóse en 
el deber de enviar a Roma dos delegados para que hicieran una inves­tigación 
discreta y concienzuda a la vez, acerca de la autenticidad de los 
huesos llevados por el presbítero peregrino, y dicha investigación dio al 
cabildo plena tranquilidad, siendo depositadas las reliquias de Santa Elena 
en la abadía benedictina de Hautvilliers. Pronto acudieron a venerarlas 
gentes de toda la Champaña, y aun de Francia entera. Las peregrinaciones 
más señaladas eran las del 18 de agosto y 14 de septiembre, días en que 
la iglesia de Oriente celebra el aniversario de la invención de la Santa 
Cruz. (En Occidente dicha fiesta se celebra el día 3 de mayo, reserván­dose 
la fecha 14 de septiembre para honrar la exaltación de la Santa Cruz). 
Celebrábase solemne novena en la Pascua de Pentecostés, y en las tres 
circunstancias apuntadas, se exponía la urna a la veneración de los fieles. 
El 7 de febrero se conmemoraba la traslación de las reliquias de la Santa, 
que se hallaban envueltas en un sudario de seda con dibujos inspirados 
en el arte bizantino. Aun existen. Puédese fácilmente seguir la suerte de 
las reliquias de Santa Elena a través de los siglos en el monasterio de 
Hautvilliers, gracias a diversos procesos verbales de autenticidad y al rela­to 
de numerosos milagros conseguidos al contacto de dichas reliquias.
En 1820, a petición de la duquesa de Angulema, fueron cedidas por 
acta notarial a los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro establecidos 
en París, y depositadas en la iglesia de San Lupo o Lope, donde reciben 
hoy la veneración de los fieles. 
Los restos que Teutgis dejara en Roma, en el sepulcro de Santa Elena, 
ofrecían poca seguridad y por eso fueron trasladados —tal vez en el 
siglo x ii o quizá antes— al interior de la ciudad En la parte izquierda 
del crucero de la iglesia «Santa María» in Ara Cceli de Roma, existe una 
capilla dedicada Santa Elena que atesora en preciosa urna de pórfido 
algunos restos de su cuerpo, juntamente con los de los mártires Abundio 
y Abundancio. La archibasílica de San Juan de Letrán y la iglesia de 
Santa Sabina en el monte Aventino, dan también a venerar algunos de sus 
huesos. La cabeza se muestra en la abadía de San Matías de Tréveris. 
Todo ello atestigua la profunda veneración que siempre ha tenido el 
pueblo cristiano para con la memoria de aquella nobilísima señora que 
hizo de la cumbre del imperio un escalón para llegar a muy alta santidad. 
PATROCINIO Y CULTO LITÚRGICO 
La historia de Santa Elena va vinculada en la tradición católica á la 
de la invención de la Santa Cruz. Parece, pues, muy puesto en razón, 
que se invoque a esta Santa para hallar los objetos perdidos. Además, 
por tener la cruz la virtud de arrojar a los demonios, procede asimismo 
invocarla también para verse protegido contra los maleficios diabólicos. 
Santa Elena es patrona de los Caballeros del Santo Sepulcro y de la 
cofradía de la Santa Cruz en la iglesia de San Lupo, en París. 
S A N T O R A L 
Santos Agapito, mártir; los Mártires de Córdoba y Sahagún; Juan y Crispo, pres­bíteros, 
mártires en Roma; Fermín, obispo de Metz, y Agón, de Poitiers, 
Roque, confesor (véase día 16); Juan y Jorge, patriarcas de Constantinopla; 
Rainaldo, arzobispo de Ravena; Lauro y Floro, hermanos, mártires en 
lliria ; Hermas, Serapión y Poliano mártires en Roma, León, mártir en 
Mira de Licia. Beato Juan de Zumárraga, franciscano, arzobispo de Méjico, 
cuando la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Santas Elena, empe­ratriz; 
Clara de Montefalco, virgen; Juliana, mártir en Mira de Licia; Pi-lencia. 
Taciana, Marciana y otras, vírgenes y mártires, en Amasia (Turquía). 
Beata Beatriz de Silva, fundadora de la Concepcionistas.
D ÍA 19 DE AGOS TO 
SAN J U A N EUDES 
CONFESOR Y FUNDADOR (1601-1680) 
Su s c it ó el Señor en medio del siglo x v i i a este santísimo sacerdote 
de ardiente y celoso corazón, para establecer y propagar el culto 
litúrgico de los Sagrados Corazones de Jesús y María, formar clérigos 
en los Seminarios y renovar el espíritu cristiano del pueblo por medio 
de la predicación y las misiones. Fundó nuestro Santo seis Seminarios, 
dio más de cien misiones en catorce diócesis de Francia, y dejó escritas 
multitud de obras ascéticas y místicas. Se sobrevivió a sí mismo en dos 
Institutos religiosos, el de los Eudistas y el de las Hermanas de la Ca­ridad 
de Nuestra Señora, de los que es Padre y fundador. El mismo Santo 
escribió un Memorial que facilita grandemente la tarea de referir su vida. 
Nació San Juan Eudes el día 14 de noviembre de 1601 en el humilde 
pueblecito de Ri, en la diócesis de Seez, en Francia. Su padre, Isaac, 
que había emprendido cuando joven la carrera del sacerdocio, pero que 
hubo de dejar por haber muerto su familia víctima de la peste, dedicá­base 
a la agricultura y era médico rural. Rezaba diariamente el breviario 
y era notoria su piedad así como la de su esposa Marta. Juan fue el 
primogénito de los siete hijos que tuvieron estos virtuosos consortes. Uno 
de ellos, Francisco, señor de Mezeray, vino a ser con el tiempo historiador
de mérito. El nacimiento de Juan fue como la respuesta del cielo a un 
voto que hicieron sus padres de ir en peregrinación a una ermita de la 
Virgen del Socorro, distante como seis leguas del pueblo. Recien nacido 
este niño, «fruto de la oración más que de la naturaleza», ofreciéronle sus 
padres en agradecimiento a María en aquel santuario. 
El Señor favoreció al santo niño con dones admirables- agudo inge­nio, 
bondadoso corazón, voluntad recta y vigorosa, y, sobre todo, pro­fundo 
temor de Dios y gusto señalado por la piedad. Acercóse por vez 
primera a la Sagrada Mesa el día de Pentecostés del año 1613, y comulgó 
luego cada mes. A los catorce años, hizo voto de perpetua virginidad. Al 
paso que procuraba crecer en virtudes, abría de par en par su inteligencia 
a las lecciones de sus maestros, los Padres Jesuítas. Cinco o seis años 
frecuentó e! colegio de Mont, y salió aprovechadísimo en Humanidades. 
Con la gracia del Señor, conservó el virtuoso mancebo, en medio de 
los peligros de la ciudad, la pureza de su fe y costumbres, y acrecentó 
sobremanera su devoción. Por los años de 1618, entró Juan en la Congre­gación 
Mariana, y aquí recibió del Señor, por medio de María, gracias 
extrordinarias. El fervoroso congregante de la Virgen era espejo de sus 
condiscípulos, los cuales a una voz le llamaban «el devoto Eudes». Desde 
entonces miró a la Virgen no sólo como a Reina y Madre, sino aun 
como a Esposa suya amantísima; seguro de que esta elección sería muy 
del agrado de María, puso un anillo en el dedo de una de sus estatuas, 
escribió el contrato de esta santa unión, y lo firmó con su propia sangre. 
ABRAZA EL SACERDOCIO 
Ac o n s e jó l e su director espiritual que abrazase el estado eclesiástico. 
Este consejo fue para Juan una orden, y así de regreso al pueblo, 
declaró a sus padres que había resuelto hacerse sacerdote. Ellos habían 
olvidado la promesa que antaño hicieran a la Virgen del Socorro; ahora 
sólo pensaban en casar ventajosamente a su primogénito; pero vencidos 
por la denodada resistencia de su hijo, cedieron al fin. Por septiembre 
de 1620, recibió Juan en Seez la tonsura y las órdenes menores, y luego 
volvió a Caén para darse al estudio de la teología y demás ciencias ecle­siásticas. 
El javen clérigo juzgó que le sería difícil santificarse viviendo en 
medio del siglo, por eso, previo consejo de su confesor, y venciendo 
heroicamente la oposición de su familia, pidió y obtuvo ser admitido en 
la Sociedad del Oratorio de Jesús. Ocurría esto el año 1623. 
Entró Juan en el noviciado de París el día 25 de marzo de 1624. Fue 
maestro suyo el mismo fundador, gracias a cuyas lecciones y consejos ad­
quirió en breve la vida de oración y unión con Jesús, características de 
la nueva Congregación, y, con ella, todas las demás virtudes sacerdotales 
y religiosas. Ya desde el noviciado fue Juan modelo acabado de jóvenes y 
ancianos. Pasado un año de vida tan santa y fervorosa, enviáronle a la 
residencia de Aubervilliers, próxima a París, para que allí se preparase al 
sacerdocio amparado por Nuestra Señora de las Virtudes, y aprendiese 
del celoso padre Carlos de Condrén el secreto de la verdadera devoción 
al Verbo encarnado. Se ordenó de sacerdote el 20 de diciembre de 1625, 
y dijo la primera misa la noche de Navidad. Al año siguiente sobrevínole 
una enfermedad que le obligó a guardar descanso casi absoluto. 
Admitiéronle definitivamente en el Oratorio el año 1627. Hallábase 
en París disponiéndose al ejercicio de la predicación, cuando le llegó una 
carta en que su padre le llamaba para que cuidase a los apestados de los 
pueblos del territorio de Argentán. Partió Juan con licencia del superior, 
y ayudado por un virtuoso párroco en cuya casa se hospedaba, recorrió 
aquellos pueblos, cuidaba a los enfermos, los confesaba y les adminis­traba 
el santo Viático. Los meses de septiembre y octubre pasólos Juan 
ejerciendo tan heroico ministerio de caridad con los apestados, y fue mi­lagro 
que ambos sacerdotes se librasen del contagio. Cuando hubo ya 
cesado aquel azote, pasó Juan al Oratorio de Caen para prepararse a la 
vida de misionero. Cuatro años duró esta preparación, pero la interrum­pió 
para asistir con abnegación suma a los apestados de dicha ciudad. 
Por entonces otra enfermedad gravísima le puso en trance de muerte. 
El año 1632, él y sus hermanos del Oratorio, dieron seis misiones en 
la diócesis de Coutances, en ellas predicó y confesó el siervo de Dios 
con mansedumbre y piedad tan eficaces, que aquellos sus primeros ensa­yos, 
fueron ya aciertos de maestro experimentado. Por eso, tras dos años 
más de retiro y estudio, el padre Condrén nombróle superior de las mi­siones 
del Oratorio en Normandía. Algunos obispos de aquellas tierras le 
llamaron para que predicase en sus diócesis los años 1635 a 1641, porque 
el santo misionero entusiasmaba a las muchedumbres con su férvida 
elocuencia, y lograba copiosísimos y consoladores frutos de penitencia. 
Fueron también maravillosos los resultados conseguidos en San Pedro 
con las misiones de Adviento del año 1639 y Cuaresma de 1640. Cierto 
día en que había comovido profundamente al auditorio con un vivo y 
espantoso cuadro de los divinos castigos, invitó a los oyentes, en un arran­que 
de celo, a que cayesen lodos de rodillas y clamasen con él « ¡ Mi­sericordia, 
Señor, misericordia!» Todos se arrodillaron y repitieron varias 
veces esas palabras tan compungidos, que las lágrimas eran generales. 
Igual provecho logró en la misión de Ruán el año de 1642. Muchas veces 
prorrumpieron en llanto sus oyentes al oírle predicar. Por espacio de tres
meses asaltaron los penitentes los confesonarios; las conversiones no 
tenían cuento: montones de libros inmorales y cuadros preciosos pero des­honestos 
fueron quemados públicamente delante del santo misionero. Pre­dicó 
más adelante en San Malo y San Lo, en donde logró asimismo 
convertir a muchos calvinistas. 
FTJNDA LA CONGREGACIÓN DE JESÚS Y MARÍA 
Afl ig ía se sobremanera el padre Juan, al ver que a veces eran poco 
duraderos los frutos cosechados en las misiones por él y sus colabo­radores. 
Atribuíalo el celoso misionero a falta de pastores cultos y pia­dosos 
que tomasen a pechos el guardar con solicitud el fervor de los 
convertidos. Sus conferencias con los sacerdotes y los ejercicios que las 
acompañaban eran provechosos, pero insuficientes para remediar el mal. 
Hacían falta Seminarios donde los clérigos se preparasen a recibir las 
virtudes de su estado y los oficios propios de su ministerio. La mismo 
pensaban San Vicente de Paúl y otros muchos: el padre Juan se determi­nó 
a fundarlos. Creyó al principio poder llevar a efecto su determinación 
en el Oratorio. El Señor no lo quiso así. Aconsejado entonces por algunos 
virtuosos prelados, doctos religiosos y otras muchas personas santas y 
sabias, y alentado también por las palabras de una piadosa mujer llamada 
María de los Valles, célebre por sus estados místicos, determinó el padre 
J uan dejar el Oratorio y fundar una Congregación. El Cardenal Richelieu 
le llamó a París, le recibió muy honrosamente, le oyó con suma atención 
y aprobó sus propósitos; a principios de diciembre de 1642, el padre Juan 
recibió las patentes del rey, facultándole para fundar la Congregación. El 
santo varón, lleno de gozo, volvió a Caén, e inmediatamente dispuso las 
cosas para la fundación del nuevo Instituto que tanto le preocupaba. 
No escogió al acaso la fecha 25 de marzo de 1643 para la institución 
de la Sociedad. Determinóle a ello un elevado pensamiento: el de prose­guir 
los trabajos y oficios del Verbo encamado, y honrar principalmente 
la íntima unión de Jesús con su Madre Santísima. Determinado a em­pezar 
ese día con sus compañeros la vida que, consagrada al Hijo de Dios 
debía llevar el nuevo Instituto bajo el amparo y protección de María, des­pidióse 
de los Padres del Oratorio el día 24 por la mañana. Distante unos 
trece kilómetros de la ciudad de Caén, por la parte del mar, había una 
ermita dedicada a la Virgen María, que era lugar de peregrinación muy 
concurrido. Lo primero que hicieron Juan y sus cinco colaboradores fue ir 
en romería a dicho santuario, para consagrar a Jesús y a María sus per­sonas 
y las de sus sucesores. Después pasaron a vivir en su nueva casa,
El cardenal Richelieu aprueba los proyectos de San Juan Eudes, 
y le promete ayuda y protección contra todos los que le cri­tican. 
le calumnian o le presentan obstáculos. A los pocos meses de 
esta entrevista el rey manda publicar decretos en los que da carác­ter 
oficial a su Congregación.
confiados en la providencia del Señor y en el amparo de la Virgen María. 
San Juan Eudes llamó a su Instituto Congregación de Jesús y María, 
nombre que en el pensamiento del Sánto significaba Congregación de los 
Sagrados Nombres y Corazones de Jesús y María. Este nuevo Instituto, 
secular como lo era el del Oratorio, tenía como fin principal la formación 
de sacerdotes celosos en Seminarios y ejercicios espirituales, sólo después 
de esta obra primordial podían sus miembros misionar en las parroquias. 
Seis Seminarios fundó nuestro Santo entre los años 1643 y 1670; y, 
aunque muchos prelados le pidieron hiciese fundaciones en sus diócesis, 
sólo después de muerto el Santo pudieron sus hijos satisfacer aquellos 
deseos. En esta empresa, como en la fundación de los «Eudistas», salié­ronle 
al paso un sin fin de dificultades, oposiciones y contradiciones 
levantadas por la envidia, el odio y el vicio y el espíritu jansenista de la 
época, pero de todas triunfó el Santo por su piedad y heroica virtud. 
Con estar tan atareados en la fundación del nuevo Instituto, no dejó 
de evangelizar ciudades y pueblos, y aun tomó algunos hermanos, y re­corrió 
con ellos la Normandía y varias provincias de Francia. En todas 
partes se agolpaba la muchedumbre alrededor del Santo para oírle pre­dicar; 
durante los años 1643 a 1676 dio más de ochenta misiones, y logró 
en ellas conversiones maravillosas. Habíale el Señor otorgado las cuali­dades 
y dones peculiares del misionero perfecto: temperamento fogoso 
y audaz, y celo abrasado en las llamas del amor divino. Los contemporá­neos 
le miraban como a maestro de sagrada elocuencia, cuya palabra 
santa y enérgica, largo rato meditada en la presencia de Dios, brotaba de 
un corazón rebosante de caridad. Impugnaba con valor todos los vicios, 
cortaba de raíz los escándalos, y a todos predicaba la salvadora verdad, 
sin que pusieran trabas a su voz ni la dignidad, ni la nobleza de las 
personas. La caridad que mostraba en el confesonario atraía a los peni­tentes, 
porque, al fulminar contra los vicios, sabía apiadarse del pecador. 
INSTITUTO DE LA VIRGEN DE LA CARIDAD 
San Juan Eudes tuvo en sus misiones el grandísimo consuelo de volver 
a Dios algunas mujeres conocidas por insignes pecadoras. Ellas mis­mas 
pidieron al Santo que las dejase vivir en comunidad, como así lo hi­cieron, 
juntándose primero en casa de una santa y caritativa. señora, y 
más tarde, el año 1641, en un edificio más amplio y apropiado a su modo 
de vida. No fue esto del agrado del demonio, el cual sembró desaliento y 
envidia en las Madres directoras: todas ellas menos una dejaron el Re­fugio. 
Fue entonces el Santo a ver a las Salesas de Caén, y les suplicó que
le diesen algunas religiosas para gobernar a las arrepentidas y formar 
nuevas directoras. Las Salesas vinieron en ello; el año de 1644, cediéronle 
tíés religiosas, una de las cuales, llamada Madre Patín, era mujer de 
mucha virtud y talen(p. Merced a su ayuda y cooperación, pudo nuestro 
Santo fundamentar la Orden de la Virgen de la Caridad, a la que dio 
lá regla de San Agustín. Además de los tres votos de pobreza, castidad 
y obediencia, las religiosas de esta Orden debían hacer voto especial de 
dedicarse a la conversión de las doncellas y mujeres perdidas o expues­tas 
a caer en graves desórdenes. Este «hospital de las almas» fue una ins­titución 
santamente audaz, muy combatida y probada de mil maneras. 
Tres conventos semejantes fundó el Santo y otros cuatro se estable­cieron 
después de su muerte. La Orden se extendió más todavía desde la 
época de la Revolución francesa; pasó las fronteras de Francia y fundó 
algunas residencias en Europa y América. Más aún; el convento de 
Angers, erigido en casa generalicia el año 1835 por Santa María de Santa 
Eufrasia Pelletier, forma una rama muy próspera de la Orden. Con el 
nombre de la Virgen de la Caridad del Buen Pastor de Angers, ha fun­dado 
en las cinco partes del mundo, conventos que prosperan. 
DEVOCIÓN A LOS SAGRADOS CORAZONES 
Ya desde niño tuvo San Juan Eudes ferventísima devoción a los Sa­grados 
Corazones de Jesús y María; hallamos vestigios manifiestos 
en una obra suya publicada el año de 1637 Al fundar la Congregación, 
ordenó en ella el culto al Sagrado Corazón, ordenando rezar algunas ora­ciones 
cotidianas como el Ave, Cor Sanctíssimun y la celebración de de­terminadas 
fiestas anuales. Lo propio hizo con las religiosas de la Virgen 
de la Caridad, especialmente consagradas al Corazón de María, como los 
sacerdotes lo estaban al Corazón de Jesús. Esta devoción no quedó confi­nada 
en sus comunidades: la propagó cuanto pudo en las misiones, por 
medio de la predicación, oraciones, publicación de opúsculos y celebración 
de fiestas, y no tardó en hacerse muy popular. 
El año de 1648, hizo celebrar en Autún, previa aprobación del obispo, 
la primera festividad pública del Santísimo Corazón de María, la cual se 
propagó rápidamente en otras diócesis y conventos, de suerte que veinti­cuatro 
años más tarde, en 1672, el padre Juan afirmaba que la celebraba 
ya toda Francia. El cardenal de Vendóme, legado a látere, oprobó el año 
de 1668 esta fiesta con el oficio compuesto por el Santo, y el papa Cle­mente 
IX dio asimismo su aprobación poco tiempo después. Su sucesor 
Clemente X, por seis Breves promulgados los años 1674 y 1675, reconoció
y consagró la erección de las cofradías de los Corazones de Jesús y María 
establecidas en los Seminarios. Ya el día 29 de julio de 1672, el santo 
fundador mandó que en todas las casas del Instituto se celebrase con fe­cha 
20 de octubre la fiesta del Sagrado Corazón (le Jesús. En Rennes, 
venía celebrándose con un bellísimo oficio compuesto por el mismo Santo. 
Esta solemnidad pasó en breve a todas las diócesis y conventos donde 
ya se celebraba la del Corazón de María. 
Con sobra de razón llamaron los Sumos Pontífices a San Juan Eudes, 
autor, padre, doctor, apóstol, promotor y propagador del culto litúrgico 
de los Corazones de Jesús y María, porque ya antes de las famosas re­velaciones 
de Paray-le-Monial trabajó de todas las maneras para propagar 
esta devoción, entonces tan combatida por los jansenistas. En las parro­quias 
donde daba misión, solía erigir cofradías de los Sagrados Corazones. 
Mas como en tales cofradías se admitía a todos los fieles, fundó para las 
mujeres que permaneciendo en el siglo deseaban hacer vida perfecta con­forme 
al Evangelio, una pía asociación que llamó Sociedad del Corazón 
de la Madre Admirable, cuyos socios se proponían guardar el celibato. La 
porción escogida la formaron siempre algunas doncellas y devotas viudas. 
Aun hoy día prospera esta asociación en la Bretaña francesa y en Nor-mandía, 
donde se la llama, por analogía con las Terceras Órdenes anti­guas, 
Orden Tercera del Sagrado Corazón, de la Virgen de la Caridad y 
también de los Eudistas. 
OPOSICIÓN AL JANSENISMO — ESCRITOS ASCÉTICOS 
San Juan Eudes fue enemigo declarado de los jansenistas, y esta actitud 
le atrajo cruelísimas persecuciones. No era, con todo, partidario de 
violentas y públicas disputas, fue de los moderados y prudentes, de 
aquellos que escudados en la doctrina tradicional de la Iglesia y en las 
constituciones pontificias, sabían hablar y obrar prudentemente cuando era 
menester. El capítulo de las persecuciones que le ocasionó esta conducta, 
aunque muy glorioso, es demasiado largo para traerlo en este lugar. 
Tampoco podemos exponer debidamente sus heroicas virtudes: la fe 
viva y luminosa que levantaba su alma de las cosas terrenas para hacér­selas 
ver todas ellas en Dios; aquella firme esperanza que en medio de 
las tormentas servía de estímulo a su fervor y decidido apostolado; aque­lla 
ardiente caridad que le consumía día y noche en provecho de Dios y 
de los prójimos, y le comunicaba el valor de emprender y llevar a feliz 
término, para gloria de Dios y salvación de las almas, obras tales que 
la flaqueza humana no se atreviera a concebir y menos a realizar.
No le bastó a San Juan Eudes hablar y o bra r- quiso también pro­mover 
con la pluma el espíritu cristiano entre los fieles, y el espíritu sa­cerdotal 
entre los clérigos; de ahí las muchas y, en expresión de León XIII, 
notables obras que escribió. El Pacto del hombre con Dios por el santo 
Bautismo, aunque poco extensa, es de las mejores, Vida y Reino de 
Jesús en las Almas Cristianas, Meditaciones sobre la Humildad, Colo­quios 
del Alma Cristiana con Dios, Memorial de Vida Eclesiástica, Pre­dicador 
Apostólico, Buen Confesor, Admirable Corazón de la Sacratísi­ma 
Madre de Dios —obra que acabó pocos días antes de morir—. 
Cuanto más se acercaba San Juan Eudes a la muerte, más pesadas y 
desoladoras fueron sus pruebas y cruces, inseparables compañeras de toda 
su vida. Enfermedades y duelos de amigos y bienhechores, murmuracio­nes 
y calumnias propagadas por los jansenistas y aun por personas con­sagradas 
a Dios; solapadas y bajas maniobras encaminadas a desacredi­tarle 
ante el Papa y el rey de Francia, publicación de un libelo infamato­rio; 
dolorosos achaques de sus postreros años. Con esos y otros trabajos 
y adversidades plugo al Señor tejer la corona inmortal de su siervo. El año 
de 1-680 renunció al cargo de Superior General. Habiendo finalmente de­clarado 
a los Padres y religiosas sus últimos deseos y recomendaciones, 
recibió el Viático, de rodillas en el suelo de su cuarto, y entregó a Dios 
su bendita alma en medio de transportes de ardiente caridad, a los 19 días 
de agosto del año 1680, siendo de setenta y nueve de edad. 
Enterraron su cuerpo en la iglesia del Seminario de Caén. El año 1810, 
sus reliquias fueron trasladas a la iglesia de la Virgen de la Glorieta, 
capilla del antiguo Colegio de Mont, y parte de ellas vino a parar al 
convento de la Caridad de Caén, donde han estado en gran veneración. 
Fue beatificado por Pío X, y canonizado por Pío XI, el día 31 de mayo 
de 1925. Desde el año 1928, celébrase su fiesta en la Iglesia universal el 
día 19 de agosto, que es el mismo en que voló a la gloria del cielo. 
S A N T O R A L 
Santos Juan Eudes, fundador; Magno, mártir en tiempo de Decio; Luis, obispo 
de Tolosa; Magín, mártir; Magno, padre de San Agrícola, después de la 
muerte de su esposa fue obispo de Aviñón. 644; Rústico, obispo de 
Cahors, y Mocteo, de Irlan d a ; Timoteo, y Agapito, mártires en Cesarea 
de Palestina; Andrés, tribuno militar, y sus compañeros, mártires; Julio, 
senador romano, mártir; Donato, presbítero; Rufino, confesor; Sebaldo 
de Soecia, confesor; Mariano, ermitaño; Clitaneo, rey inglés y mártir. 
Beatos Pedro de Zuñiga, agustino, Luis Flores, dominico, y compañeros, 
mártires en el Japón (véanse er, 2 de marzo). Santas Tecla, mártir en Cesa-rea; 
Crescencia, virgen, honrada en París.
D IA 20 DE AGOS T O 
SAN B E RNARDO 
ABAD DE CLARAVAL Y DOCTOR (1091-1153) 
En un valle solitario llamado Cister, en medio de los bosques de Bor-goña, 
algunos fervorosos monjes edificaron un convento que fue 
famosísimo. Era una rama reformada de la Orden benedictina de 
Cluny. Todos ellos pretendían observar puntualísimamente la regla de 
San Benito. Pero ya desde su fundación por San Roberto el año de 1098, 
los monjes de dicho monasterio se dieron a vida tan austera, que llenaba 
de espanto a cuantos iban a visitarlos. Día llegó en que el reclutamiento 
de nuevos soldados empezó a darles cuidado a los «nuevos caballeros de 
Cristo», como a sí mismos solían llamarse los monjes del Cister. Ya el 
santo abad Esteban Harding dudaba de poder llevar adelante aquella fun­dación, 
pero el año de 1113 llegó a la puerta del monasterio un mancebo 
muy gallardo, de rostro hermoso y porte muy digno y noble. No iba solo. 
Acompañábanle unos treinta caballeros amigos, parientes o hermanos su­yos. 
«¿Qué deseáis? —preguntó el abad. —La misericordia de Dios y 
la vuestra —respondió el mancebo. —¿Qué más queréis? —Observar 
toda la regla. —Acabe de obrar el Señor en vosotros lo que Él mismo ha 
comenzado —dijo el abad». Amén —contestó la comunidad. A los tres 
días, fueron admitidos todos ellos en aquel lugar de voluntario anona­
damiento, «donde sólo tenían derecho a entrar las almas, dejando fuera 
la carne, que allí nada tenía que hacer». 
Aquel gallardo mancebo de veintitrés años era San Bernardo, hom­bre 
insigne que había de llenar de gloria a su Orden y a su patria; el 
mayor ingenio del siglo xn y el postrer Padre de la Iglesia latina. 
Nació San Bernardo el año 1091 en el castillo de Fontana, distante 
dos kilómetros de la ciudad de Dijón. Fue su padre el virtuoso caballero 
Tescelino, dueño y señor de casi todos los feudos y tierras de Borgoña, 
desde Troyes hasta Dijón, y de otro predio situado cerca de Claraval. 
Estaba casado con Alicia de Montbardo, mujer virtuosa, dechado de 
hacendosa dueña de palacio y providencia visible de los menesterosos. Solía 
visitar ella misma a los enfermos abandonados y sin familia, y no se des­deñaba 
de lavarles la vajilla y prepararles la comida. Tuvo siete hijos. 
Bernardo fue el tercero. Cuando llegó éste a los nueve años de edad, pu­siéronle 
a estudiar con los canónigos seculares de Chatillón de Sena. Go­zóse 
en extremo el muchacho con tener tan buenos maestros; con ellos 
leyó algunos poetas latinos, y se aficionó tanto a la suave y musical ca­dencia 
de aquellos versos que, siendo ya viejo, gustaba todavía declamar­los, 
recordando los felices años juveniles, tan gozosamente aprovechados. 
En la mirada angelical de sus grandes ojos azules, que impresionaba 
vivamente a cuantos le contemplaban, resplandeció toda su vida el vir­ginal 
candor de los tiernos años. Caro le había costado el don de la pu­reza 
celestial. La flor de la edad, las compañías y ocasiones le habían 
incitado repetidas veces en su juventud a dar rienda libre a los carnales 
apetitos. Nunca la soltó Bernardo, antes túvola siempre tirante, sujetando 
con el freno de la mortificación los bríos de la concupiscencia. Un día 
llegó a arrojarse desnudo en un estanque de agua helada, en el que per­maneció 
largo rato, para extinguir el fuego de una tentación que le ase­diaba. 
PRUEBAS, COMBATES Y TRIUNFOS 
Para librarse de la guerra de la carne, no veía Bernardo más remedio 
que apartarse del siglo, que suele ser cómplice de las pasiones y ati­zador 
del fuego de la deshonestidad. Sus hermanos creyeron adivinar su 
intento de retirarse al Cister, y se horrorizaron de ello. Pero, ¿cómo ha­cerle 
desistir de aquel propósito? ¿Por ventura hablándole de nobles en­laces 
matrimoniales? Jamás había soñado en ello. ¿Acaso interesándole 
en el ejercicio de las armas? Nunca manifestó aficiones de ese género. 
Hablándole de la Orden de Cluny, donde los monjes llevaban vida menos 
austera que en el Cister. «No, no —respondió Bernardo—. Mi alma se
halla tan enferma, que necesita el medicamento más eficaz». Por el otoño 
del año 1111, estando algunos hermanos y parientes suyos poniendo sitio 
a Grancey, hablóles Bernardo con tan suave elocuencia, que su tío Gan-dry 
declaró estar dispuesto a ir con Bernardo al Cister. Igual intención 
declararon sus hermanos, seducidos por el atractivo de la gracia divina. 
A los pocos días eran ya unos treinta los que determinaron seguir a 
Bernardo. Por última vez volvieron a Fontana los cinco hijos de Tesce-lino 
para despedirse de su padre. Mucho se afligió con esto el virtuoso 
anciano, pero más todavía su hija Humbelina. 
Nivardo, el menor de los hermanos, estaba jugando en la calle con 
otros muchachos. Como era todavía jovencito, la despedida parecía no 
hacer mella en su corazón. «¡Adiós, Nivardo! —le dijo Guido— ; nos­otros 
nos vamos al monasterio y te dejamos todos nuestros bienes y ha­cienda. 
—Pero, ¿cómo? —repuso el muchacho—, ¿vosotros tomáis el 
cielo y me dejáis la tierra? Mala partición es ésa». Y de allí a poco él 
también lo abandonó todo para ingresar junto a sus hermanos. 
Vacío quedaba por cierto el castillo de Fontana, pero nunca fue como 
en ese día digno de loa y gloria. Para Dios, todavía quedaba demasiado 
poblado. Andando el tiempo, el anciano Tescelino y su hija Humbelina 
dejaron también el siglo, de suerte que, con redadas sucesivas, el Divino 
Pescador llevó al claustro los miembros todos de aquella virtuosa familia. 
Su santa madre, Alicia, que muriera cristianamente siendo Bernardo toda­vía 
mozo, inauguró en el cielo la vida de santidad que seguirían los suyos. 
BERNARDO, ¿A QUÉ VINISTE? 
Comenzó Bernardo el noviciado siendo ya de veintitrés años. Tenía 
siempre en el corazón y muy de ordinario en la boca estas palabras: 
«Bernardo, Bernardo, ¿a qué viniste a la religión?» Él mismo contestó 
a la pregunta dándose a un modo de vida que espanta. «Aquí sobran la 
carne y sus apetitos», habíase dicho. Para llevar a efecto sus propósitos, 
de buena gana se hubiera deshecho de sus cinco sentidos. Y a la verdad, 
más parecía estar muerto que sólo mortificado. Trataba a su oídos como 
a enemigos: para que no le distrajera demasiado la conversación en el 
locutorio, tapábalos con estopa. ¿Y sus ojos? Como si no los tuviese. 
Sólo miraba el interior de su alma. Un año entero estuvo en el salón de 
los novicios, y no sabía si el techo era de bóveda o liso. De tal modo 
mortificó su gusto que vino a perderlo. Bastábale una libra de pan y al­gunas 
legumbres cada día, sin carne, pescado, huevos ni leche. Llegó a 
beber aceite por agua sin caer en ello. Aun el comer la libra de pan a las
tres de la tarde le parecía glotonería: nunca la comió entera. ¿Y qué 
diremos de su sueño? El reglamento del dormitorio le obligaba a dormir 
vestido en un jergón de paja y en un aposento común, y a ello se amoldó 
perfectamente. 
No pudiendo dedicarse por sus pocas fuerzas al cultivo del campo, ocu­pábase 
en otros humildes menesteres, ya cortando leña, barriendo y la­vando 
los platos; y aun llegó a saber segar con gracia y destreza. 
Con todo eso, en los ratos libres que le dejaban los ejercicios comunes, 
¡qué oración tan intensa! ¡Qué afán de leer y estudiar la divina Escri­tura, 
hasta lograr adquirir aquella ciencia maravillosa, aquella suave elo­cuencia 
que le mereció, como a San Ambrosio, el honroso y significativo 
nombre de Doctor mellífluus, el «Doctor de lenguaje dulce como la miel»! 
ABAD DE CLARAVAL 
El monasterio del Cister había venido muy a menos cuando llegó a él 
San Bernardo; pero el solo nombre del Santo era el mejor reclamo 
para llevar vocaciones. Los novicios acudieron sin número. Por décima  
tercera vez enjambró esta colmena el año de 1115. Trece monjes salieron 
un día de ella. Sólo quedaban lo necesario para el culto divino. Encami­náronse 
a un lugar solitario de Champaña, tan agreste y escabroso que 
le llamaban «el valle de los Ajenjos». Bernardo y sus monjes dieron gra­cias 
al Señor por haberles guiado a aquel Valle Claro, «Claraval», donde 
emprendieron vida monástica el día 25 de junio de 1115. 
Los principios fueron duros y rigurosísimos. Las camas parecían fére­tros 
mal labrados. Bernardo, con ser abad, vivía en una celda que más 
parecía una mísera buhardilla, iluminada por un estrecho tragaluz. Un 
solo asiento había en su celda, tallado en la pared a pie del piso. Cuando 
el piadoso abad quería sentarse o levantarse, menester le era agachar la 
cabeza para no dar con ella en las vigas del techo. 
Las comidas del Cister hubieran parecido espléndidos convites en Cla­raval 
, hacían la sopa con hojas de haya, y el pan era tan negro y desa­brido 
que un religioso que allí pasó unos días se llevó uno para mostrarlo 
en su convento y exhortar a los suyos a penitencia. Con todo, este valle 
apartado, en el que vivían como encovados y crucificados áquellos santos 
monjes, vino a ser en breve frecuentadísimo por la gente piadosa. 
Hasta vieron llegar cierto día en cuadrilla buen número de caballeros 
mozos, bizarros y gallardos. Iban sólo para entretenerse cabalgando y ejer­citándose 
en las armas, pero de paso se detuvieron en el monasterio para 
saludar a Bernardo, de quien la fama publicaba grandes cosas. Obsequió-
La hermana de San Bernardo, casada con un hombre rico y dada 
a galas y pompas del mundo, se presenta muy ataviada a visi­tar 
a sus hermanos al monasterio. Muy avergonzada se queda porque 
no la quieren ver. A l fin, Bernardo la recibe y de tal modo la per­suade, 
que se convierte totalmente.
les el Santo con un refresco, y antes de dárselo lo bendijo diciendo: 
«Brindo por la salud de vuestras almas, amigos». Rieron ellos a carcajada 
limpia al oir el brindis del abad, pero al salir del monasterio para pro­seguir 
el torneo, allá en sus adentros oían el eco de las palabras de Ber­nardo: 
fue el toque salvador de la divina gracia. Volvieron todos juntos 
al convento y pidieron ser admitidos en él, ofreciéndose al Santo para 
lavar los platos, barrer y hacer cuanto les mandara como a novicios. 
Verdad es que en Claraval reinaba entonces una severidad excesiva. 
El mismo San Bernardo declaró más adelante haberse mostrado con sus 
monjes más riguroso de lo que convenía, y así, sin ceder un punto en lo 
que era disciplina religiosa, fue después más blando y suave, y trataba de 
sacar de cada uno lo que buenamente podía. Para sí, empero, guardó 
toda la entereza y rigor de vida, y excediéndose tanto en la penitencia, 
que vino a enflaquecer extremadamente. Menester fue que el obispo Gui­llermo, 
su amigo y su prior, le fuese a la mano. Descargóle del gobierno 
del monasterio por un año. A distancia como de cuatrocientos metros del 
convento le edificaron una cabaña parecida a la de los leprosos», para 
que en ella descansase y fuera asistido por un médico que gozaba de 
cierta fama en la comarca. Mas, ¡ay!, el tal no era sino un curandero 
embaucador, a quien el empirismo había acostumbrado a tales dislates y  
atrocidades, que San Bernardo no pudo menos que decir al obispo Gui- ' 
llermo humorísticamente: «Yo, que hasta ahora mandaba a seres ra­cionales, 
por justo castigo de Dios, me veo condenado a tener que obede­cer 
a un irracional». Concluido el año, aquel «irracional» abdicó, y Ber­nardo 
volvió al monasterio con el estómago deshecho para toda su vida. 
Ello no obstante, pasada la pretendida cura, se dio con nuevo ardor a sus 
antiguas austeridades, cual si se hubiera recobrado. 
APÓSTOL DE LA VIDA RELIGIOSA 
En t r e t a n t o , no cabían ya los monjes en el estrecho recinto de Clara-val. 
Una noche vio el santo abad en sueños una gran muchedumbre 
de almas que acudían a su monasterio; eran tantas, que no podían entrar 
en él. Al siguiente día, el virtuoso anciano Tescelino, decidido a abando­nar 
el mundo, fue a pedir el hábito a Bernardo, gozoso de poder llamar 
en adelante «Padre» a quien hasta entonces había llamado hijo. 
También a Humbelina, hermana menor de Bernardo, le vinieron de­seos 
de ir a Claraval a ver a sus hermanos. Llegó, pues, al monasterio ele­gantemente 
vestida y acompañada de lucida escolta. Al verla, díjole Ber­nardo 
«¿Adónde con toda esa pompa, hermana mía? ¿Qué otra cosa
encubre todo ello sino un poco de basura?». Humbelina le contestó: 
«Hermano Bernardo, si menosprecias mi cuerpo, a lo menos apiádate de 
mi alma. No me deseches tan duramente; mándame cuanto gustes, que 
dispuesta estoy a cumplirlo». A los pocos días se recogió en un mo­nasterio, 
donde murió santamente el año de 1141. El Martirologio gali­cano 
trae su fiesta el día 21 de agosto. 
Por otra parte, no había en San Bernardo afán ninguno de corpora­ción. 
Supo que un familiar del emperador de Alemania, San Norberto, 
quería propagar el ejemplo de vida austera y penitente. «Por mí no que­dará 
» —dijo Bernardo— ; ayudó a Norberto a juntar compañeros y le 
cedió los derechos que tenía sobre el famoso bosque de Premontré. 
De cuando en cuando vertía el sobrante de la abadía de Claraval en 
otros monasterios filiales de aquél y más necesitados. El año de 1118 
fundó el de Tres Fontanas, y en años sucesivos los de Fontenay y Foigny. 
APÓSTOL DE LA CRISTIANDAD 
Nada aborrecía tanto San Bernardo como la gloria y honra vana del 
mundo. De ella estaba muy a cubierto en aquel apartado rincón de 
Claraval. Precisamente con el intento de vivir desconocido había él de­jado 
su señorial mansión de Borgoña. Pero las trazas del Señor, que eran 
muy distintas, iban a encaminarlo paso a paso por insospechadas sendas. 
Compuso Bernardo para sus monjes un Tratado de la Humildad; escu­dado 
en su larga experiencia de abad, desenmascaraba en dicho libro a 
la fingida austeridad para luego pisotearla, y fustigaba a la soberbia 
hasta en sus más escondidos reductos. Estas páginas de disecación moral 
circularon por todos los monasterios. Guigón, prior de la Cartuja, pidió 
a Bernardo que le escribiese algo sobre la Caridad; tal fue el origen de 
su hermoso Tratado de amor a Dios. El benedictino Suger, abad de San 
Dionisio y primer ministro que fue del rey Luis VII, se había convertido 
al leer una obra de San Bernardo sobre la Conversión de los Clérigos. 
De todas partes acudían a consultar al abad de Claraval; vino a ser el 
oráculo de toda clase de gentes, consejero de obispos y aun del mismo 
Papa, luz de los Concilios y árbitro de reyes y príncipes. 
Un acontecimiento dio a San Bernardo ocasión de desplegar todo su 
celo • el peligroso cisma de Anacleto II. Muerto el papa Honorio II, fue 
elegido canónicamente Inocencio II el año de 1130; pero unos cuantos 
prelados ambiciosos nombraron a un romano llamado Pierleoni. Con esta 
fecha empieza San Bernardo a ser un personaje histórico en Europa. 
Todos los caminos llevan a Roma, dice el refrán: Inocencio II tuvo
que huir de Roma, pero a ella volvió por los caminos de la cristiandad. 
Precedióle en ellos San Bernardo, para intentar que todos los príncipes 
europeos reconociesen al Papa. El rey de Francia Luis VI, reconocióle, 
en efecto, en el Concilio de Etampes: el mismo partido siguieron Alema­nia, 
Inglaterra y España. En Aquitania empero, el orgulloso duque Gui­llermo 
sostenía obstinadamente el cisma en que se había empeñado. Fue 
San Bernardo a Partenay a ver al duque. Dijo misa para pedir a Dios 
que aquel se convirtiera; tomó luego el Santísimo Sacramento en las 
manos y salió a verse con el duque, el cual se hallaba en la puerta de la 
iglesia por estar excomulgado. «Este es tu juez —le dijo— ; ¿le menos­preciarás 
también?» El duque tembló y cayó al suelo cual si le hubiese 
sobrevenido un ataque epiléptico. «Levántate —le dijo Bernardo— ; mira 
a tu obispo; dale el ósculo de paz y devuelve la tranquilidad a tus es­tados 
». El duque bajó la cabeza y reconoció a Inocencio. Después hizo 
asombrosa penitencia y llegó a ser el insigne San Guillermo de Aquita­nia, 
cuya fiesta celebra la Iglesia el 10 de febrero. 
Entretanto, el Sumo Pontífice quiso visitar la abadía de Claraval. De 
allí partió con San Bernardo para Italia, con el fin de arreglar algunas 
desavenencias políticas. Pasaron por Alemania, donde ordenó el Santo 
importantes negocios, y por Pisa y Milán, sembrando milagros a su paso 
y ganando el aprecio y veneración de las gentes. En breve vino a ser el 
árbitro universal, a quien acudió de allí en adelante el Papa en los asun­tos 
más graves y enredados de la Iglesia. Finalmente logró reducir al anti­papá 
sucesor de Anacleto; a los pocos días dejó Roma y volvió a Claraval. 
Nos quedan de San Bernardo unas ochenta cartas que escribió a los 
papas Inocencio II, Celestino II y Eugenio III. Para dirigir a este último, 
que había sido discípulo del Santo en Claraval, escribió el hermoso libro 
De la consideración. También nos quedan muchos sermones suyos. 
Bernardo impugnó victoriosamente los errores de Gilberto Porretano, 
obispo de Poitiers, y del famoso filósofo Abelardo; peleó con igual valor 
contra Amoldo de Brescia y los herejes de las riberas del Rin, y sosegó 
las iras del monje Raúl, que pedía la muerte de todos los judíos. A todos 
los males acudía pronto a ponerles remedio. Finalmente apaciguó el me­diodía 
de Francia, a la sazón muy dividido con la herejía de los ma-niqueos. 
Pero hubieran bastado sus sermones sobre la Virgen María para ha­cerle 
acreedor al aplauso y loa del mundo entero. Con San Bernardo 
principalmente, empiezan los cristianos a mirar a María como «el Acue­ducto 
por el que nos llegan las divinas aguas de la gracia; como la Me­dianera 
eficaz de la que nada tienen que temer aquellos mismos peca­dores 
que temblarían de miedo ante la soberana majestad de Cristo».
LA SEGUNDA CRUZADA. — MUERTE DEL SANTO 
Pa l e s t in a , tan heroicamente conquistada con la primera Cruzada, iba 
a caer de nuevo en poder de los sarracenos. Poco a poco fue dibuján­dose 
en la mente de San Bernardo todo un plan de conquista y de políti­ca 
cristiana, cuyo eje y móvil sería el sepulcro del Salvador. Predicó la 
cruzada, recorrió Francia, Suiza, Alemania, y movió a las provincias y 
reinos a tomar las armas. Hizo innumerables milagros, hasta treinta y 
seis en un solo día. Pero por disposición del Cielo, la expedición, salida 
con grandes esperanzas de triunfo, acabó en lamentable fracaso. Bien en­tendía 
Bernardo que aun en las causas más nobles ha de contarse primor­dialmente 
con la voluntad de Dios, ya que el término último de nuestras 
acciones sólo Él lo conoce. Y aunque no le había faltado al santo orga­nizador 
ese espíritu sobrenatural, el Señor permitió las cosas del tal ma­nera 
que aquella esforzada empresa se derrumbó cuando estaba en los 
cimientos. Paralizáronla no poco las disensiones entre príncipes cristianos. 
Bernardo volvió a Claraval. Llovían sobre él murmuraciones y quejas, 
aunque afligido, gozábase de que los golpes diesen en él y no en el Señor. 
«Buscar a Dios» fue el blanco de los anhelos de Bernardo. Al paso 
que se acercaba a la muerte, llegábase también al Señor. Ya ni comía, ni 
dormía, todo lo llenaba la contemplación del Sumo Bien. «Ya no soy 
de este mundo —exclamaba—. Y los monjes replicaban suplicantes 
Apiadaos de Claraval, padre nuestro». Parecía entonces querer vivir, 
como si titubeara su corazón entre el ansia grande de ver a Cristo y el 
amor a aquel rincón del mundo, el único pedazo de tierra que amó sin 
reparos. Levantó al cielo sus «ojos de paloma», y concluyó en conmo­vedor 
diálogo exclamando. «Dios decidirá». La divina determinación se 
manifestó el día 20 de agosto de 1153, día en que el-Santo murió. 
El papa Alejandro III le canonizó y le nombró Doctor de la Iglesia 
e! día 18 de enero de 1174. Celébrase la fiesta hoy, 20 de agosto. 
S A N T O R A L 
Santos Bernardo, abad y doctor de la Iglesia; Pío X, papa; Samuel, profeta; Ve-redemo, 
obispo de Aviñón; Lucio, senador romano mártir; Osvino. rey de 
Northumbria, mártir; Dióscoro, Heliodoro y Dozas, mártires; Memnón, 
centurión romano, y Severo, mártires; Filiberto, abad; Porfirio. Máximo y 
Manecio. confesores. Beato Bernardo, abad de Candeleda, cisterciense.
Toda la felicidad está en hallar la cruz de Cristo y abrazarse a ella 
D ÍA 21 DE AGOS TO 
SANTA JUANA DE CHANTAL 
FUNDADORA DE LA ORDEN DE LA VISITACIÓN (1572-1641) 
allé en Dijón —decía San Francisco de Sales— lo que Salomón 
ansiaba encontrar en Jerusalén, hallé a la mujer fuerte, en la 
persona de la señora de Chantal». Elogio admirable que ha sido 
confirmado por la Iglesia, y plenamente justificado por la misma Santa 
con una vida llena de sacrificios y prodigiosa actividad. 
Juana Francisca vio la luz primera en Dijón el 23 de enero de 1572 
en la suntuosa morada de los Fremyot, noble familia cuyo jefe descollaba 
entre los miembros del parlamento de Borgoña. Sólo contaba dieciocho 
meses cuando perdió a su madre y compartió su orfandad con otros dos 
hermanitos. Desde los más tiernos años, notáronse, en esa niña privilegia­da, 
amor entrañable a la Santísima Virgen y una extraordinaria afición 
a cuanto se relacionaba con la Santa Iglesia Católica. Contaba cinco años 
cuando asistió a la disputa que sostenía con su padre cierto gentilhombre 
protestante que negaba la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. 
■—Señor —le interrumpió Juana—, se debe creer que Jesucristo está 
en la Santísima Eucaristía, porque Él mismo lo ha dicho; si usted no 
cree en las palabras de Jesucristo, le trata sencillamente de embustero. 
Quiso el protestante discutir con ella, pero pronto le interrumpieron en
su porfía las sagaces respuestas de la niña; y para abreviar, obsequióle 
con unos bombones. Recibiólos la niña en su delantalcito para no to­carlos 
con las manos, e inmediatamente corrió a arrojarlos al fuego 
mientras decía: —Así arderán en el infierno todos los herejes, porque son 
gente orgu’losa y necia que no cree lo que dijo Jesucristo. 
Hombre de acrisolada virtud y muy elevado criterio, el s;ñor Fremyot 
supo apreciar el rico tesoro que Dios le había dado. Confió la educa­ción 
de sus hijos a maestros escogidos que les dieron sólida y brillante 
enseñanza, conforme a las tradiciones de las grandes familias de aquella 
época, y más aún impulsado por su caballeroso y cristiano corazón, se 
reservó para sí mismo el cuidado de dirigirlos por las sendas de la vir­tud 
y de inculcarles los santos principios de la doctrina cristiana y del 
amor de Dios. 
AMA DE CASA. — AMOR A LOS POBRES 
Pr en d a d o s no sólo de la belleza de Juana sino también de sus emi­nentes 
dotes de espíritu y corazón, muchos jóvenes de las más ilustres 
familias la pidieron en matrimonio, pero fue inútil su insistencia porque, 
según ella decía, era preferible morar en perpetua cárcel antes que entre 
mimos y regalos en el palacio de un hugonote cualquiera. 
Ouiso Dios recompensar su noble y cristiana firmeza, y le dio un digno 
esposo en la persona del barón de Chantal, que a la valentía, fe y genti­leza 
de un caballero chapado a la antigua, juntaba la delicadeza moral 
y la cortesanía de un caballero del siglo xvi. Celebróse la boda el 29 de 
diciembre de 1592; pocos días después el rey Enrique IV llamó a su lado 
al barón de Chantal «a quien amaba y de quien hacía mucho caso». 
En ausencia de su marido, la señora de Chantal se hizo cargo de 
todos sus bienes, y en poco tiempo puso orden en la dirección y marcha 
de aquellos negocios, que una negligencia larga y continuada tenía por 
completo descuidados. Restablecióse la celebración de la misa cotidiana 
en el castillo y a ella asistían, en amable consorcio, señora y criados. 
Una de las ocupaciones más agradables a la señora de Chantal era la 
de servir a los pobres y a los enfermos. Acudía personalmente a las ca­bañas 
más pobres, llevando no sólo el socorro de sus limosnas, sino tam­bién 
el de sus caritativos alientos; y cuidaba a los enfermos más repug­nantes 
con tan exquisita delicadeza, que los desgraciados de Bourbilly 
solían decir que «daba gusto estar enfermo para recibir la visita de la 
santa baronesa».
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  • 1. Apartada soledad. Pan milagroso Destructor de sandalias D ÍA 1.° D E J U L I O SAN D O M I C I A N O ABAD Y FUNDADOR (t 440) Ya en la época de las persecuciones, pero sobre todo al convertirse el emperador Constantino, muchos cristianos se retiraron a los de­siertos para darse libre y totalmente al Señor. Tal fue el origen de la vida monástica. Los primeros monjes solían vivir en celdillas separadas, pero, andando el tiempo, juntáronse en comunidades regidas por un abad. San Domiciano, obrero de la primera hora en la magna empresa de la fundación de monasterios en Occidente, nació en Roma a principios del siglo v, imperando Constancio III. Sus nobles y cristianos padres guar­daron pura la fe del bautismo en medio de los malos ejemplos de los arríanos. Tan pronto como el muchacho se halló en edad de estudiar, diéronle maestros católicos, los cuales le comunicaron gran amor a la Sa­grada Escritura. El niño, que era de por sí muy aficionado a las lecturas santas, juntó a tan piadosa inclinación continua laboriosidad, de suerte que salió aprovechadísimo en la ciencia de las divinas Letras. Siendo de edad de doce años, logró que sus padres vendiesen parte del patrimonio familiar para ayudarle a emprender estudios superiores. Domiciano pretendía llegar a ser valeroso defensor de la fe. Pasados tres años escasos, los arríanos mataron al padre de nuestro Santo por la fe.
  • 2. 1.11 lin <1 ilnlni ilc l.i esposa, que quedó ciega, y no tardó en seguir al ■••«mi' mui ni. Con csliis terribles pruebas afinaba Dios el temple de Do-ilili linio. LA VERDADERA LIBERTAD Hu é r f a n o el virtuoso joven, quedó tan desconsolado y sobre manera afligido, que de buena gana hubiera bajado él también al sepulcro con sus padres a quienes tanto amaba. Dos meses pasó dudando en qué emplearía sus cuantiosas riquezas. Estando así perplejo y sin saber qué partido tomar, se le ocurrió preguntar a un criado suyo: —Oye, Sisinio, ¿crees tú que el hombre, siendo libre y pudiendo vivir en libertad, tiene por fuerza que someterse a mil servidumbres, sólo para darse el gusto de disfrutar de estos bienes caducos? —Yo juzgo —respondió Sisinio— que, pudiéndolo, vale infinitamente más ser libre que esclavo. —Bien respondiste —repuso Domiciano—. Doctrina es del Apóstol, como en la escuela me lo enseñaron Si puedes vivir libre, prefiere la libertad a la servidumbre. Resucito estoy a observar tan sabio y santo consejo. Hoy mismo daré libertad a mis esclavos, en cuanto a mis bienes, los venderé y repartiré el dinero a los pobres. Y ejecutó su determinación. Pasadas dos semanas, habiendo ya vendido y distribuido cuanto tenía, dejó el siglo y se fue a un monasterio. Ignórase el lugar de su retiro; lo que sí se sabe de seguro es que per­maneció en él brevísimo tiempo disfrutando de la deseada paz y tranquili­dad. Partió para las Galias, visitó de paso el famoso monasterio de Leríns, y acabó por fijar su residencia en Arles, cuyo prelado, San Hilario, bri­llaba por entonces cual resplandeciente antorcha de aquella Iglesia. FUNDA SU PRIMER MONASTERIO Lu e g o echó de ver San Hilario la virtud y piedad de su huésped, por lo que juzgó poderle conferir la dignidad sacerdotal. Domiciano, que veía en ello la voluntad de Dios, consintió en recibir los sagrados órde­nes, mas no quiso nunca honras y dignidades eclesiásticas, porque sólo anhelaba volver a la soledad. Atraíale más que ningún otro lugar el mo­nasterio de la isla de Leríns, tenía ya dispuesto el viaje, cuando oyó hablar de la vida admirable de San Euquerio, obispo de Lyon. Mudó al punto de camino y fue remontando el valle del Ródano hasta llegar a la capital de las Galias, objeto de aquella larga peregrinación.
  • 3. Euquerio le recibió con paternal bondad, le oyó referir la historia de su vida y peregrinaciones, y aprobó sus planes de vida solitaria. Hízole entrega de un ara con reliquias de los santos Crisanto y Daría, para que sobre ellas celebrase el Santo Sacrificio. Domiciano se fue a vivir en lugar apartado, donde edificó una ermita en honor de San Cristóbal. Allí le­vantaron más tarde los fieles la aldea llamada Burgo San Cristóbal. En tan solitario lugar se entregaba de lleno a la oración, vigilias, ayu­nos, y celebración de los divinos misterios, pero pronto empezó a llegar una multitud de discípulos deseosos de imitar el modo de vida del Santo. Aun muchas personas mundanas, al tener noticia del retiro donde vivía, acudieron a él en tan gran número que el santo varón determinó edificar un monasterio en lugar todavía más retirado. Fue antes a consultar, como solía, con San Euquerio, a quien había tomado desde su llegada como director espiritual. —Venerable padre —le dijo—, el lugar en que resido es ya tan fre­cuentado por toda clase de personas, y de tal manera llega hasta él el ruido del mundo, que ya no parece adecuado para monasterio, y más si tenemos en cuenta que es terreno árido y no hay en él agua que pueda beberse. San Euquerio le respondió. —Ve, hijo, busca donde quieras una soledad que sea conforme a tus gustos. El Señor te acompañará y favorecerá tus deseos. Y después de darle sus últimos paternales consejos, lo bendijo y se despidió de él. EN BUSCA DE SOLEDAD Al día siguiente, celebrada la misa, partió Domiciano camino de Le­vante con otro monje llamado Modesto. Después de caminar lar­guísimo trecho, llegaron a un espacioso valle cercado de espesos bosques, guarida en otro tiempo de ciertos acuñadores de moneda falsa. El paraje era sumamente delicioso y ameno, lo exploraron cuidadosamente y halla­ron en él varias fuentes de purísimas aguas. A eso de media noche, tuvo San Domiciano una visión. Apareciósele Nuestro Señor, quien mirándole con benevolencia, le dijo —Domiciano, sé valeroso, yo mismo te ayudaré en tus empresas. Aquí vendrán a juntarse contigo innumerables hijos que seguirán tus ejemplos. Ea, pues, manos a la obia. empieza ya a ejecutar lo que determinaste. Había Domiciano concebido la víspera un verdadero plan de monaste­rio. Sobre la colina donde brotaba la más caudalosa fuente, edificaría un amplio convento para los monjes, en la parte baja, cerca del camino, una
  • 4. hospedería y una iglesia para los transeúntes y peregrinos. Al despertarse dio gracias a Dios, y corrió a notificar a los religiosos el feliz hallazgo y las bendiciones que el Señor le había prometido. Encargó a un virtuoso sacerdote el cuidado de la ermita de San Cris­tóbal y sus anejos, y él pasó con los monjes a la nueva soledad. A más del monasterio y la hospedería, edificó dos ermitas, una dedicada a la Virgen y otra a San Cristóbal. El mismo San Euquerio las consagró. Dedicáronse los monjes a roturar y sembrar buena parte del terreno. Un día de verano, tras un trabajo penosísimo, bajó San Domiciano con al­gunos monjes a bañarse en un riachuelo cercano. Estando todos ellos dentro del agua, llegó una zorra y empezó a roer el calzado del siervo de Dios. Viola Domiciano y, levantando al cielo los ojos, oró así al Señor — ¡ Oh Dios!, criador de todos los seres, pídote por favor que en ade­lante, así nosotros como nuestros sucesores, no recibamos daño ninguno, ni del animal que está allí en la orilla del riachuelo, ni de los de su especie. No bien hubo acabado de orar, cayó muerta la zorra a la vista de los monjes. De allí en adelante nunca las zorras ocasionaron daño alguno en el monasterio. DON DE MILAGROS Po r entonces favoreció el Señor a su siervo con el don de arrojar a los demonios del cuerpo de los posesos, no fue menester más para que las muchedumbres aprendiesen el camino del nuevo monasterio. Pero Do­miciano, para evitar las muestras de veneración de aquellas gentes, se ocultaba en algún lugar apartado y no volvía al convento hasta el domin­go, y sólo para ver a los monjes y tomar su frugal sustento, pues no comía entre semana. Afligiéronse los monjes con tan prolongadas ausen­cias de su superior, a quien manifestaron que a cada paso necesitaban sus consejos. Prometióles el Santo quedarse con ellos y consintió, además, en comer un poco cada día para quitarles la cariñosa preocupación que por su salud tenían. Al ver que día tras día afluían más peregrinos, resolvió Domiciano edificar una espaciosa iglesia que sería lugar de peregrinación. Los monjes, muy conformes con la determinación de su santo abad, empezaron sin demora a excavar el terreno para poner los cimientos del edificio. Llamaron para ayudarles a algunos albañiles de las cercanías, con lo que en breve tiempo levantaron un edificio digno de admiración. Sobrevino entre tanto fuerte hambre que asoló algunas provincias de las Galias y en particular el valle del Ródano. Monjes y albañiles se que­daron sin pan. Mas el Santo no perdió ni por un instante su esperanza.
  • 5. QUÉ hacemos así, hermanos? —dice San Domiciano a los obreros desfallecidos—. Tres dias ha que estáis sin trabajar; ya basta. Aquí os traigo pan para que recobréis fuerzas». Despiértanse los obreros, toman alimento, y en poco tiempo terminan la construcción de la iglesia.
  • 6. —Seguid trabajando —les dijo— , entretanto, daré yo una vuelta por los pueblos vecinos en busca de alimento para vosotros. Montado en su jumentillo partió para la aldea de Torciaco, adonde llegó cabalmente un día en que los habitantes se habían juntado para cocer el pan. Sucedió que habiendo ya cada cual reconocido y tomado su provisión, sacaron del horno un pan grandísimo y más hermoso que los otros. Todos a una prorrumpieron en gritos de admiración y convinieron en que el Señor lo había enviado a su siervo Domiciano, que buscaba pan para sus monjes y criados. Diéronle, pues, el milagroso pan, y el Santo volvió con él gozoso al monasterio. Todos salieron alborozados a recibirle. —Aquí tenéis la comida que el Señor os ha preparado —dijo a los monjes y albañiles— ; confiad siempre y el cielo no os abandonará. Otro prodigio obró el Señor, multiplicando el exquisito regalo de tal manera, que bastó para dieciséis monjes y cuatro albañiles, durante los diez días siguientes. ECHA POR TIERRA DOS TEMPLOS PAGANOS Ha c ía ya días que Dios sustentaba milagrosamente a su siervo, cuando salió éste a dar otra vuelta por los pueblos en busca de provisio­nes. Fue más allá de Torciaco, dobló el monte vecino y llegó a Latiniaco, así llamado por ser dueño del lugar un rico señor galorromano por nom­bre Latino. Hallóle el Santo sentado a la sombra, hablando con su mu­jer Siagria y con los aldeanos que iban a comprarle trigo. Acercóseles Do­miciano, montado en su borriquillo y, apeándose, les dijo —El Señor os conceda prosperidad y larga vida, nobles esposos. Unos siervos de Dios que viven cerca de aquí en el desierto, me enviaron a pe­diros a vosotros y a los demás señores del país algunas provisiones. Bien merecen que seáis caritativos con ellos, puesto que les faltó el pan mien­tras edificaban una iglesia. Sed generosos y el Señor os lo recompensará. Latino le respondió —Más cara tienes de bandido, que de siervo de Dios. ¿Cómo preten­des, pues, mi trigo, que sólo ha sido cosechado para gentes honradas? —En el clavo diste, noble señor —repuso Domiciano— , porque real­mente no vivo yo conforme a mi profesión. Era Latino hereje arriano, y, como todos sus correligionarios, aprove­chaba cualquier ocasión de discutir sobre asuntos religiosos. Contento, pues, de hallar con quien hablar de tales cuestiones, preguntó al monje- —Ya que te presentas como superior de los siervos de Dios que viven en el desierto, dime, ¿qué fe profesas? Conoció Domiciano la intención de la pregunta y respondió presta­
  • 7. mente: —La fe, si es variable, engendra almas endebles y ciegas; si es invariable y universal, lleva seguramente a cuantos la tienen a la eterna bienaventuranza, que sólo a quienes la tienen ha sido prometida. —¿Cuál es la fe invariable y universal? —preguntó Latino. —La que yo recibí de mis maestros, sucesores de los Apóstoles. Con­tra ella se han enfurecido los arríanos, predicadores de nuevas doctrinas. —¿Cuál es? —tornó a preguntar el hereje aun más intrigado. Apuntando entonces directamente a la herejía arriana que negaba la divinidad de Cristo, Domiciano hizo ante Latino magnífica profesión de fe católica tal como la enseñó siempre la Iglesia. —Creer en Dios Padre todopoderoso —dijo— y en Jesucristo su único Hijo, Nuestro Señor, y en el Espíritu Santo. Digo Dios Padre, porque tiene Hijo, Dios Hijo, porque tiene Padre, a quien se asemeja totalmen­te por la divinidad. De ambos procede el Espíritu Santo, que es consubs­tancial y coeterno con el Padre y el Hijo. Confesamos que hay tres Per­sonas en un solo Dios, porque sólo hay una Divinidad, un Poder, una Eternidad, una Majestad Indivisa. —¿Acaso el peder del Padre no es mayor que el del Hijo? —No, porque Padre e Hijo tienen un solo y mismo poder divino. —Lo que dices, no puede ser así —repuso el arriano—. ¿Por ventura serio yo prudente si dejara mis bienes y mi dignidad al arbitrio de mi hijo, cuando aun es incapaz para usar de ellos cumplidamente? Por lo mismo no pudo Dios comunicar su peder y dignidad a su Hijo, habién­dole engendrado. —Tu sabiduría es del todo carnal —respondió Domiciano— . Para de­mostrarte que dije verdad, mira. En el nombre del Hijo único de Dios, coeterno y semejante en todo a su Padre, caigan al suelo al punto aquellos templos paganos que han sido siempre guarida de los demonios. Había cerca de allí dos templos dedicados a Júpiter y a Saturno, donde los aldeanos supersticiosos solían presentar a ocultas ofrendas y oraciones. A la voz del Santo, tembló la tierra, y los dos templos se derrumbaron con horroroso estruendo. Al mismo tiempo cubrióse el cielo con negros nubarrones y, en medio de relámpagos y truenos, cayó espantosa grani­zada. Latino, vuelto en sí del susto, había corrido a guarecerse y entendió ser aquel prodigio señal con que el cielo manifestaba que la fe del monje limosnero era la verdadera. Los consejos de su mujer, católica de co­razón hacía tiempo, acabaron por decidirle a tomar una lógica resolución. La tormenta duró sólo unos momentos; otra vez resplandeció radiante sol en el límpido azul del cielo. Latino y los suyos salieron en busca del siervo de Dios, y le hallaron en la era, donde se entretenía haciendo sur­cos con su bastón para que el agua no llegase hasta el trigo, al que no
  • 8. mojaron ni la lluvia ni el granizo. El hereje se echó a los pies del Santo le pidió perdón y le rogó que le instruyese en la verdadera fe. Túvole en su casa tres días, pasados los cuales le dejó partir para el monasterio con abundantes provisiones. Quiso también proveer a las necesidades que pu­dieran tener los monjes en lo sucesivo, y así, por acta notarial firmada de su mano y refrendada por su mujer e hijos, hizo donación de extensísi­mas heredades en favor del monasterio de San Ramberto al que protegió desde entonces. ALBAÑILES DORMIDOS.— MUERTE DEL SANTO Vu e l t o al monasterio, quedó asombrado al ver que los albañiles dor­mían en vez de trabajar. Despertólos al punto y les dijo —Pero ¿qué hacemos, hermanos? ¿A qué dejar sin más ni más la obra empezada? ¿Acaso no tenéis ya fuerza para trabajar? —No, padre —le respondieron todos a una—. Diez días hemos comido del delicioso pan que nos trajisteis, pero ayer, viernes, ya nos quedamos sin probar bocado, y hemos decidido abandonar la obra y volver a casa. —No, hijos míos, no —repuso el Santo— , comed lo que os traigo, y a trabajar otra vez. Hay que ser, más constantes en la obra de Dios. Comieron los albañiles y emprendiendo el trabajo con nuevo ardor, prontamente dejaron concluida la iglesia. San Euquerio fue también a con­sagrarla, y bendijo al mismo tiempo el nuevo monasterio. Pronto acudie­ron numerosos discípulos, atraídos por la fama de santidad de Domiciano. Finalmente, siendo ya muy entrado en años, dejó la dirección del mo­nasterio a un santo monje llamado Juan, para poder con más libertad prepararse a la muerte, porque parecíale ya muy cercano el momento. Acometido de repentina enfermedad el año 440, llamó a los monjes y, cuando ya estuvieron todos alrededor de su lecho, les dijo —Vivid en paz y santidad, porque es condición indispensable para ver un día al Señor en la gloria. Obedeced siempre a quien el Cielo os designare por superior. Yo os dejaré ya dentro de poco, puesto que Dios me llamará a Sí el día primero de julio. Al oír tales palabras prorrumpieron todos en llanto- —¿Por qué dejamos tan pronto, venerable padre? —le preguntaron. —No os dejo, hermanos, alegraos, voy a ser vuestro protector y medianero cerca de Dios. El día primero de julio celebróse una misa en el aposento del mori­bundo, en ella comulgaron Domiciano y los monjes. Levantó luego el Santo las manos al cielo, y habiendo dicho «Señor, en tus manos en­comiendo mi espíritu», expiró dulcemente en brazos de sus religiosos.
  • 9. Al mismo tiempo, llenóse la celda del Santo de fragancia suavísima que sanó a algunos monjes enfermos. Enterraron su sagrado cuerpo en la iglesia del monasterio, cerca del altar del mártir San Ginés. En el correr de los siglos obró el Señor en su sepulcro, innumerables milagros. RELIQUIAS DE LOS SANTOS RAMBERTO Y DOMICIANO El monasterio que fundó San Domiciano, se llamó en un principio aba­día de Bebrón, nombre del torrente que por allí pasaba, pero luego le llamaron de San Domiciano. El año 680 los monjes enterraron en el monasterio el cuerpo de San Ramberto, emparentado con la familia real francesa, y asesinado a orillas del Bebrón por mandato de Ebroín, mayordomo de palacio. Andando los años, el monasterio se llamó de los Santos Domiciano y Ramberto; así le llamaban todavía en el año 1138. Pero más adelante, se fue borrando la memoria de San Domiciano y arraigó más y más la de San Ramberto. De aquí vino el nombre de San Ramberto de Joux que tu­vieron el monasterio y la aldea próxima, la cual se llama hoy San Ram­berto de Bugey. Los monjes adscritos a la Orden benedictina de Cluny permanecieron allí hasta la Revolución francesa. El día 12 de junio de 1789 trasladaron a la iglesia parroquial las reliquias de ambos santos y las demás conservadas en el monasterio. Aun hoy día se las venera en dicha iglesia, encerradas en un solo relicario desde el año 1763. Otras reliquias de ambos Santos se hallan en la iglesia de San Ramberto de Forez, encerradas desde el año 1872 en un magnífico relicario. S A N T O R A L La Pr e c io s ís im a S ang r e d e N u e s t r o S e ñ o r J e s u c r is t o (véase nuestro tomo «Fes­tividades del Año Litúrgico»), — Santos Domiciano, abad y fundador; Aarón, Sumo Sacerdote, hermano de Moisés; Rumoldo, obispo en Irlanda y en Bélgica. Galo, obispo de Clermont; Conrado, obispo de Tréveris, a quien dieron muerte precipitándole cuando iba a posesionarse de su diócesis; Pedro el Patricio, el cual dejó las glorias militares para retirarse y hacer peni­tencia; Teodorico, Cibardo y Carilefo, abades; Casto y Secundino, obispos y mártires, en Sinuesa; Martín, discípulo de los Apóstoles y obispo de Viena de Francia; Leoncio, obispo de Autún; Julio y Aarón. mártires en Bretaña, Simeón el Simple, dechado de heroica humildad, Simón el La­brador, venerado en Navarra; Teobaldo, perteneciente a la familia de los condes de Champaña, y Lupiano, anacoretas. Santa Reina de Denain, es­posa de San Adelberto y madre de Santa Ragenfrida, abadesa.
  • 10. D IA 2 D E J U L I O SAN OTÓN OBISPO. APÓSTOL DE POMERANIA (1062-1139) Fu e San Otón natural de Mistelbach de Franconia. Allí nació, por los años de 1062, de padres nobles, pero pobres en bienes terrenales. Desde jovencito se dio al estudio de las letras humanas y llevaba ya algunos años de grande aprovechamiento, cuando, casi a un tiempo, se le murieron los padres, con lo que se tornó más apurada su situación. Para no ser gravoso a su hermano mayor, pasó a Polonia, que por en­tonces carecía de maestros, y puso escuela, a la que en breve acudieron muchísimos alumnos. Con su ciencia, piedad y finos modales se ganó muy presto la confianza de los principales señores de Polonia, los cuales no sólo se hicieron amigos de Otón, sino que a menudo ponían en sus manos muy enmarañados pleitos para que él los compusiera. Creció tanto su fama, que el duque Boleslao I I le nombró su capellán; y habiendo muerto su primera mujer, eligió al Santo para que fuese a pedir para él la mano de Judit, hermana de Enrique IV de Alemania. El negocio salió admirablemente, pero el duque perdió en él a su pru­dente y sabio consejero; porque el emperador, prendado del embajador de Boleslao lo retuvo en su corte. Y Otón, que dejara su patria, pobre y casi desconocido, volvió a ella como personaje importante y calificado. Su
  • 11. principal oficio fue por entonces, rezar salmos a coro con el emperador. Vacó entretanto el cargo de canciller, y el emperador, no hallando per­sona más capaz que su capellán para desempeñarlo cumplidamente, le nombró canciller del imperio. El Santo ejerció tan importante empleo por espacio de algunos años con celo y acierto tales, que nunca prosperaron tanto los negocios de palacio como en el tiempo en que los administró San Otón. Quiso el emperador premiarle dándole un obispado, aun a costa de los intereses del imperio que perdería a tan sabio ministro, pero el Santo no aceptó aquella dignidad. No llegaba a entender Enrique [V cómo un varón tan virtuoso y prudente rehusaba el obispado, siendo así que eran muchos los que con intrigas y amaños lo solicitaban. Ignoraba que su canciller tenía corazón muy noble para allanarse a tamaña bajeza. Sabía Otón que el poder de distribuir beneficios y obispados, lo había usurpado el emperador a la Iglesia, y temía manchar su alma con el crimen de simonía, si aceptaba la propuesta de su señor. OBISPO DE BAMBERG. — FIDELIDAD AL PAPA El año 1102 quedó vacante el obispado de Bamberg. Otra vez propuso el emperador a su canciller que aceptase el ser obispo. El santo varón que tan obstinadamente había hasta entonces rehusado tal dignidad, la aceptó ahora para evitar que en la silla de Bamberg se sentasen hombres indignos. Hizo más, consintió en recibir de manos del impío emperador el anillo y el báculo pastoral, aunque con propósito de permanecer fiel de corazón a la Iglesia, y haciendo voto de no aceptar la consagración epis­copal hasta tanto que el Sumo Pontífice ratificase aquella elección. Por disposición del emperador, los obispos de Wurzburgo y Augsburgo acompañaron a Otón hasta Bamberg. Hicieron el viaje a principios del mes de febrero en que el frío es rigurosísimo en aquellas tierras. En cuanto vio de lejos la torre de la catedral, Otón se descalzó, y prosiguió el viaje andando sobre hielo y nieve, rodeado del clero y pueblo que salieron a recibirle con grande alborozo. Lo primero que hizo al llegar, fue escribir al papa Pascual II, para in­formarle de lo sucedido y pedirle consejo sobre lo que tenía que hacer. Al mismo tiempo le afirmaba estar pronto a partir para Roma, si tal era la voluntad del Pontífice. —Por espacio de dos años —dice en la carta- serví a Enrique, mi señor, logré ganar su amistad, pero dos veces he rechazado la investi­dura que me ofrecía, por juzgar yo que el emperador no es quién para otorgar la dignidad episcopal. Instóme a ello tercera vez y me nombró
  • 12. obispo de Bamberg, mas si yo supiera no ser del agrado de Vuestra Santidad el investirme y consagrarme, renunciaría al obispado. Por tanto, suplicóle me dé a conocer cuál sea su voluntad en este negocio, para que al acudir yo a Vuestra Santidad no sea en balde. Mucho se regocijó el Papa al leer la carta de Otón, pues raras veces recibía tales muestras de adhesión y respeto de parte de los prelados ale­manes. Al punto correspondió Su Santidad con otra en la que le decía: —Pascual, siervo de los siervos de Dios, a Otón, hermano amadísi­mo, obispo electo de la iglesia de Bamberg, salud y bendición apostólica. El hijo sabio llena de alegría el corazón de su padre. Tus obras y todas tus trazas dan a entender que eres varón prudentísimo. Nos juzgamos que es menester respetar y amparar tu promoción. No dudes de Nuestra bene­volencia, ven cuanto antes a darnos con tu presencia cumplido gozo. La paternalísima acogida que el Padre Santo le brindaba, calmó de momento las ansiedades de Otón; no obstante lo cual, preparóse el celoso obispo para acudir cuanto antes. Urgíale resolver de manera definitiva aquel enojoso asunto que le preocupaba. Porque, además de las razones alegadas en su carta a Roma, había otras de carácter personal que in­fluían en su ánimo y le invitaban a descargarse de su responsabilidad. Partió el siervo de Dios para Italia, acompañado de nutrida repre­sentación de los fieles de Bamberg. El Papa le recibió en la ciudad de Anagni. Otón le refirió cuanto hacía a su elección, entregó al Vicario de Cristo el báculo y anillo recibidos de mano del emperador, y le pidió hu­mildemente perdón de cuanto hallara de reprensible en su conducta. AI mismo tiempo confesó ante el Pontífice ser indigno del episcopado, e insistió para que le quitase de los hombros carga tan pesada. Pero el Papa, admirado de tan grande humildad, le dijo «Cerca estamos de la fiesta del Espíritu Santo; encomendémosle este asunto». Al volver a casa, Otón se puso a considerar las dificultades de aquellos tiempos, los peligros a que estaban expuestos de continuo los obispos, y la indocilidad de reyes y vasallosi a la Iglesia. Aun temió que su elección estuviera contaminada con algún rastro de simonía. Estando en estas considera­ciones, vínole el pensamiento de renunciar a las dignidades y honras vanas de este mundo para vivir en apartado retiro hasta su muerte. Re­suelto ya a poner por obra su propósito, partió a toda prisa para Alema­nia , pero aun estaba en la primera jomada del viaje cuando le alcanzaron los embajadores del Sumo Pontífice que le llevaban mandato de obedien­cia de desandar lo andado, y volver a presentarse al Papa. A vista de orden tan expresa y formal, bajó el Santo la cabeza y volvió a ver al Pontífice, el cual le consagró obispo, el 17 de mayo del año 1103, fiesta de Pentecostés.
  • 13. PROPAGA LA VIDA RELIGIOSA Y HACE VOTO DE OBEDIENCIA V u l l t o ya a Bamberg, juzgó el nuevo prelado que para ejercer acción duradera en los fieles de su diócesis, necesitaba auxiliares que le ayudasen eficazmente. Por eso su primera providencia fue favorecer cuan­to pudo a las Órdenes religiosas. En breves años fundó y dotó en Ale­mania unos veinte monasterios, merced a la liberalidad de los fieles. Que­jábanse algunos de que levantase tantos monasterios, pero él solía respon­derles: «Hermanos, nunca edificaremos demasiadas hospederías para los que se consideran extranjeros y desterrados en este mundo». En tanto que de esta suerte se mostraba liberal para con los prójimos, llevaba él mismo vida tan pobre y austera, que todos cuantos le servían quedaban admirados. Llevaba de ordinario vestidos remendados como los pobres; en la co­mida era sobrio como un anacoreta. Muy a menudo salía del comedor sin haber casi probado los manjares, lo cual hacía de intento para que los diesen a los menesterosos. Un día de ayuno, trájole el administrador un pescado hermoso, pero algo caro. «¿Cuánto ha costado? —le preguntó el obispo—. Dos monedas de plata —respondió el criado—. Pues no se dirá que el pobrecillo Otón se ha comido hoy él solo cosa tan cara. Tomó luego la fuente y añadió: «Lleva este manjar a Jesucristo. Ofréceselo en la persona de algún pobre enfermo o paralítico. Por lo que a mí hace, ya estoy bastante robusto; me bastará con un pedazo de pan». Más adelante padeció el Santo larga enfermedad. Cuando ya estuvo curado, mandó llamar al abad Wolfrán de quien era íntimo amigo, y le rogó con vivas ansias que se dignase admitirle entre sus monjes. Díjole además que estaba resuelto a dejar las insignias episcopales para vivir apartado de los vanos cuidados del siglo, y entregado a la pobreza, obe­diencia y mortificación. Alabó mucho el abad tan santo propósito, y accediendo a los deseos del prelalo, recibió su voto de obediencia. Pasada una temporada, volvió Otón a ver a su superior para pedirle que le admi­tiese ya en el monasterio y le diese el hábito de monje. No quería el abad Wolfrán privar a la Iglesia de Dios de un apóstol tan celoso como el santo obispo de Bamberg; recordaba quizá lo que hizo el abad de San Vanne cuando el emperador Enrique I I le pidió que le admitiese entre los monjes. —¿Estáis dispuesto —preguntó al obispo— a observar fielmente el voto de obediencia por el que os habéis obligado conmigo? —En el nombre del Hijo de Dios «que se hizo obediente por nosotros hasta la muerte», dispuesto estoy a observarlo —respondió Otón.
  • 14. Cu á n t o costó ese pescado? —pregunta Otón al administrador. -—Dos piezas de plata. —Retíralo —ordena el prelado—. No quiero se diga de mi que en día de ayuno he comido por tanto valor. Llévaselo a Jesucristo en la persona de algún pobre enfermo que lo necesite. Estoy bastante robusto y me bastará un pedazo de pan.
  • 15. IX- sci asi repuso el abad— os mando, santísimo Padre, que prosigáis las buenas obras y santas ocupaciones que habéis emprendido para gloria de Dios. Creo que ésa es la divina voluntad. Otón se sometió humildemente. De allí adelante, el palacio episcopal de Bamberg fue para el Santo como un monasterio en el que vivió como humilde religioso y donde hallaban cariñosa acogida todos los pobres. APÓSTOL DE POMERANIA Po r aquel entonces conquistó a Pomerania Boleslao, duque de Polo­nia, el cual, para someter a los súbditos, bárbaros e indisciplinados, no halló mejor camino que ganar su amistad trayéndolos a la fe católica que él profesaba. Ocurriósele encargar al celoso obispo de Bamberg la evangelización de aquella provincia, propuesta que el Santo acogió con indecible gozo de su alma. Y en cuanto supo que el Papa bendecía aque­lla empresa, a toda prisa preparó lo necesario para el viaje. De sobra sabía que Pomerania era una provincia opulenta, donde se odiaba y menospre­ciaba a los pobres, por eso juzgó ser necesario presentarse con mucho aparato y ostentación, para que los bárbaros entendiesen que no buscaba sus bienes sino sus almas. Llevó consigo algunos virtuosos clérigos y también se proveyó, de misales, salterios, cálices, ornamentos sagrados y de cuanto era menester para el servicio del altar. Llevó asimismo telas y otros regalos de mucho precio para jefes y principales de aquella nación. Partió el celosísimo apóstol el día 24 de abril de 1124, cruzó a Bohe­mia y fue primero a la ciudad de Gnezno, que era a la sazón capital de Polonia. Siete días le tuvo albergado en su palacio el duque Boleslao. Al despedirle, diole algunos intérpretes entre los que iba un tal Paulicio que ayudó mucho al Santo en el ministerio de la predicación. Después de seis días de penoso caminar a través de la selva, hicieron alto a orillas del río Netze. En la ribera opuesta acampaba el duque de Pomerania, que vino con quinientos soldados al tener noticia de la llegada del Santo. Cruzó el río con unos cuantos hombres y fue a saludar al obis­po. Ambos se abrazaron muy efusivamente, pues ya entonces el jefe de los bárbaros era cristiano, si bien en secreto por temor de los infieles. San Otón ofreció al príncipe, entre otros preciosos regalos, un lindo bastón de marfil, que el duque tomó al punto y utilizó desde aquel ins­tante, agradeciendo al Santo tan fino obsequio. La piadosa caravana partió para Piritz, adonde llegó al anochecer, pero nadie quiso entrar en la ciudad. Aquel mismo día habían celebrado los paganos una fiesta en honor de sus dioses, con bacanales y bulliciosas diversiones, y aun de noche seguía el ruido y alboroto.
  • 16. Al amanecer del siguiente día, Paulicio y algunos delegados del duque fueron a entrevistarse con los principales señores de la ciudad, para dar­les parte de la llegada del obispo de Bamberg, y mandarles que saliesen a recibir al prelado. Embarazados por lo inesperado de la visita, pidieron por favor que les dejasen deliberar unos instantes; pero los delegados entendieron ser aquello una artimaña, y así les dijeron que convenía de­terminarse cuanto antes, porque el prelado estaba ya a la puerta de la ciudad, y, si le hacían aguardar, lo tomarían a mal los duques de Pome-rania y Polonia. Los señores de Piritz se espantaron al oír que el obispo estaba tan cerca. Determinaron salir a recibirle, pues «no podemos —decían— resistir al Dios verdadero que sabe frustar todos nuestros planes; bien comprendemos que nuestros ídolos no son dioses». Dieron parte a toda la ciudad de su determinación, y todos a una pidieron a gritos que viniese el obispo. Los bárbaros, que salieron en tropel a reci­birle, se quedaron admirados ante sus nuevos huéspedes, y, cuando ya hubieron curioseado a su gusto las personas, hábitos y enseres de los recién llegados, los aposentaron lo mejor que pudieron en su ciudad y los honraron con muestras de profundo aprecio. Entretanto, el santo obispo vestido de pontifical, subió a una emi­nencia, y habló con intérprete al pueblo que ansiaba oírle. —Bendígaos el Señor —les dijo— por la buena acogida que me habéis otorgado. No ignoráis por qué causa hemos venido a vosotros de tan le­janas tierras; sólo para traeros la dicha y la salvación; eternamente se­réis felices si queréis conocer y servir a vuestro Criador. Estaba así hablando al pueblo con admirable familiaridad y sencillez, cuando todos a una voz clamaron que deseaban conocer y abrazar la fe cristiana. Una semana pasó el Santo enseñándoles la doctrina, ayudado en tan excelente ministerio por los demás sacerdotes y clérigos. Mandóles luego que ayunasen tres días, al cabo de los cuales hizo que se vistiesen de blanco para disponerse al bautismo que había de administrarles poco después. SANTA EMULACIÓN ENTRE DOS CIUDADES No tuvo el Santo igual acogida en Vollín, ciudad comercial situada en la desembocadura del río Oder, pues aun cuando el prelado se albergó en el palacio ducal, todo el pueblo, alborotado y furioso, acudió allí dando voces contra él. La paciencia del santo misionero los impre­sionó, sin embargo, de tal manera, que acabaron declarándose dispuestos a abrazar la fe cristiana, si los habitantes de Stettín les daban ejemplo convirtiéndose primero, proposición que el apóstol aceptó complacido.
  • 17. l’artió San Otón para la ciudad de Stettín. Paulicio y los delegados del duque se adelantaron al Santo, y fueron a hablar con los principales hom­bres de la ciudad, proponiéndoles que recibiesen a Otón. «No queremos dejar nuestras leyes y costumbres —respondieron ellos— ; nuestra religión nos gusta muchísimo. Corre la voz que hay entre los cristianos muchos ladrones a quienes les cortan los pies y les sacan los ojos; se dice que entre ellos se cometen toda suerte de delitos y que se odian entre sí. Religión así, no la queremos». Como se ve, la calumnia ponía obstáculos. Dos meses permanecieron obstinados los de Stettín. Finalmente, dos mancebos nobles vinieron a ver al santo obispo, para que los adoctrinase. Con ternura indecible acogió San Otón a aquellos jóvenes, que eran las primicias de nueva y abundante cosecha; los instruyó, y luego los tuvo consigo ocho días, vestidos de blanco como solían estar los neófitos. Dio­les unas túnicas bordadas de oro, cinturón dorado y vistoso calzado. Al volver a casa y juntarse con sus compañeros, contáronles cuanto habían observado en el misionero: su vida ordenada y santa, su mansedumbre, caridad y liberalidad con los pobres. Otros jóvenes paganos, alentados con lo que oían, siguieron el ejemplo de sus dos compañeros; lo propio hicieron luego mozos y ancianos, de suerte que toda la ciudad se con­virtió en poco tiempo a la religión que antes repudiara. El padre de los primeros bautizados se hallaba fuera de casa cuando se convirtieron aquéllos. Al saber que su dos hijos y casi toda su familia eran ya cristianos, enfurecióse sobremanera y juró vengarse del obispo. Pero después, apaciguado con las súplicas de su mujer y movido de la gracia de Dios, fue a ver a San Otón, se echó a sus plantas bañado en lágrimas, y le declaró que había ya recibido el bautismo en Sajonia, mas que por haberle ofrecido los paganos cuantiosas riquezas, .no quiso nunca mostrarse públicamente cristiano. Hecha esta humilde confesión, aquel hombre se trocó en celoso apóstol de la fe de que había renegado. Volvió San Otón a la ciudad de Vollín, y esta vez halló al pueblo dis­puesto a recibir la luz del Evangelio. Habían enviado secretamente dele­gados a Stettín para que se informaran de la acogida que los de aquella ciudad habían otorgado a los misioneros. Recibieron, pues, en Vollín al santo prelado con grande alborozo, y para reparar los malos tratos que le habían dado en su primer viaje, colmáronle de atenciones y agasajos. Rasgos semejantes a éste se repitieron en multitud de casos. Que así como el mal ejemplo de algunos había provocado la apostasía de muchos, la vuelta al redil de los débiles fue en parte consecuencia de la rectifica­ción de aquellos a quienes la santidad y mansedumbre del siervo de Dios atrajeron al recto camino. El santo prelado podía estar satisfecho de su obra. Finalmente, tras una ausencia de casi un año, regresó a Bamberg.
  • 18. SEGUNDA MISIÓN. — MUERTE DEL SANTO El. año de 1128, con la bendición del papa Honorio II y el beneplácito del rey Lotario, Otón dejó nuevamente a Bamberg y partió para Po-merania, donde la idolatría amenazaba desvanecer totalmente las hala­güeñas esperanzas concebidas en los principios de la misión. Detúvose primero en Stettín, donde halló muy divididos a los habitantes: unos per­severaban firmes en la fe, pero los más habían vuelto al paganismo. Los sacerdotes de los ídolos amotinaron a los apóstatas que, como fieras, asaltaron a gritos la casa del obispo, dando mueras al apóstol. San Otón, ansioso de ser mártir de la fe, vistióse de pontifical, mandó alzar la cruz, y entonando himnos y salmos, salió procesionalmente con su clero para encomendar al Señor aquel postrer combate. Maravillados los bárbaros al ver el buen temple de aquellos hombres que aun estando a punto de morir tenían humor para cantar, empezaron a amansarse un tanto. Pero al ver llegar al sumo sacerdote de los ídolos que había man­dado matar al Santo los apóstatas enristraron sus lanzas para atravesar con ellas al misionero. ¡Oh maravilla! Los brazos de aquellos desdicha­dos se paralizaron de repente y permanecieron rígidos y como petrifi­cados. El Santo se movió a compasión y con sólo bendecirlos sanólos a todos. Al ver tan grande prodigio, pidieron perdón al Santo y lloraron sus pasados yerros. San Otón pasó después a la ciudad de Vollín, cuyos habitantes re­cibieron humildemente sus amonestaciones; y dejando en Pomerania algu­nos sacerdotes, volvió a Bamberg, donde murió a 30 de junio de 1139. Canonizado por Clemente III en 1189, celébrase su fiesta el 2 de julio. S A N T O R A L I.A V is it a c ió n d e la V ir g e n M a r ía a su p r im a Santa I sa b e l (véase nuestro tomo «Festividades del Año Litúrgico»), — Santos Otón, obispo y apóstol de Po-merania; Proceso y Martiniano, mártires en Roma; Aristón y compañeros, mártires en Campania; Bernardino Realino, confesor, cuya fiesta se celebra mañana: Bonifacio y compañeros, monjes, mártires de los vándalos, en Cartago; Acesto y Longinos, soldados encargados de custodiar a San Pablo, fueron mártires por la fe tres días después que el santo Apóstol; Sabino y Cipriano, mártires en Brescia, Swithuno. capellán en la corte de Egberto de Inglaterra, y luego obispo de Vinchester; Lindano, abad benedictino; Gerundio y Adeodato, presbíteros y confesores. Beatos Juan .de Vicenza, dominico; Pedro de Luxemburgo. cardenal, obispo de Metz. Santas Murcia y Sinforosa, mártires; Monegunda. solitaria, en Francia.
  • 19. D Í A 3 D E J U L I O SAN BERNARDINO REALINO DE I.A COMPAÑIA DE JESÜS (1530-1616) No siempre se manifiesta la vocación religiosa con la espontaneidad del primer impulso, a veces permite el Señor que los llamados al divino servicio orienten su vida hacia otros rumbos, y aun los deja prosperar y afianzarse en ellos hasta que, lograda ya la deseada cumbre, advierten que el camino se les ha terminado y que el apetecido ideal queda aún muy lejos. Es el momento crítico aprovechado por Dios para insinuar la invitación. «Si quieres ser perfecto. ». Momento en que el alma se llama a reflexión para descubrir, desde la atalaya íntima, los horizontes que hasta entonces permanecieron ocultos tras el primer plano de otras preocupaciones. Tal es el caso de San Bernardino Realino. INFANCIA Y PRIMEROS AÑOS Na c ió nuestro Santo el 1.“ de diciembre de 1530 en Carpi, ciudad ita­liana de la provincia de Módena. Fueron sus padres don Francisco Realino, caballerizo mayor del príncipe don Luis de Gonzaga, más tarde hombre de confianza del cardenal Madruzzo, y doña Isabel Bellentani, mujer ilustre y piadosísima.
  • 20. I ii l;i cacmonia del santo Bautismo, celebrada ocho días después, uiihii) el niño los nombres de Bernardino Luis. Las excelentes disposiciones del niño y el sabio gobierno con que las encauzara su madre fueron despertando en el alma de aquél las virtudes que darían carácter a su vida toda. No dejó de costarle trabajo este per­feccionamiento espiritual: su natural vivo e impetuoso trató de salirle al paso y hasta alguna vez le cortó la marcha, mas, apenas estuvo sobre aviso, combatiólo con tan buena maña que llegó a dominarlo por com­pleto. Descollaba principalmente por la integridad de sus costumbres y la exquisitez de modales con que a todos admiraba. Cuando estudiante, hizo gala de extraordinaria memoria y de inteligencia privilegiada que le mantenían en primer plano dentro de la competencia escolar; pero jamás se prevalió de los talentos en desmedro de sus condiscípulos, y aun, siempre que en su mano estuvo procurarles una ayuda, la realizó con tanto desinterés como generosidad, y tratando de no ofender a nadie en su amor propio. EN LA UNIVERSIDAD De c id id o a estudiar filosofía, eligió para ello la Universidad de Mó-dena. Pronto el brillo de su talento y aquel notabilísimo tacto y don de gentes característicos en él le conquistaron el nuevo escenario de su actividad. Fueron magníficos comienzos. Algunos malos compañeros —que nunca faltan aliados al demonio—, seducidos por las prendas personales de Bernardino, cayeron en la pérfi­da intención de malearlo. Dadas las aficiones del incauto joven, nada más fácil que acogerse a la literatura y a la filosofía para entrar en ma­teria. La víctima sé dejó prender en la tenue red de aquel mísero engaño y fue cediendo paulatinamente en sus disposiciones. Ya no gustaba con la misma fruición de los ejercicios piadosos. Aquella intensidad en los es­tudios decayó igualmente, y el que tiempo antes hallaba escaso el margen de horas para concentrarse sobre los libros, malgastábalo ahora sin tino ni provecho. Fue, por gracia de Dios, una crisis pasajera. Su buena madre lo respaldaba al igual que hiciera Mónica por su hijo Agustín, mientras Bernardino se dejaba arrastrar a la deriva, las oraciones de Isabel prepa­raban la vuelta definitiva del hijo pródigo. Muy pronto se percató éste del mal paso en que se encontraba y rom­pió valientemente con aquellos sus perversos amigos. Y aun, para asegurar mejor sus propósitos de recuperación, dejó la Universidad de Módena y trasladóse a la de Bolonia, Remedio costoso, pero plenamente eficaz.
  • 21. Acaeció por aquellos días la muerte de doña Isabel, golpe terrible para Bernardino cuyo corazón había sido siempre una hoguera de amor hacia su santa madre. Ni aun la gracia tuvo de recibir su último suspiro. Cienos litigios, provocados por algunos deudos con motivo de he­rencia, obligáronle a trasladarse a Ferrara para tomar sobre sí aquel negocio. En vista de que aquello le robaba un tiempo precioso, acordóse con la parte contraria en nombrar un árbitro. Éste, contra toda razón y derecho, desposeyó a Bernardino. Volvió nuestro joven para pedir expli­caciones. pero el incorrecto juez se limitó a recibirlo de mala manera. Arrebatado por aquel desprecio, atacóle Bernardino espada en mano. Esquivó el golpe su contrario, no sin recibir una herida en la frente. Enteróse el duque y, aunque admirador y amigo del agresor, desterrólo de sus estados. Comprendió el joven cuánto dañaba a su reputación y valer personal la irascibilidad de su temperamento, y diose con el mayor ahinco a corregirla, a fin de eliminar hasta los menores asomos de la pasión. Muy duros eran los golpes con que el Señor probaba las fuerzas de su elegido. Bernardino supo aprovecharlos como avisos del cielo, y entre­góse desde entonces a la voluntad divina. Dedicaba diariamente varias horas a la oración y meditación, sin que por ello descuidara en lo más mínimo sus estudios. Hasta halló ocasión para escribir varios importantes libros. Doctoróse, por fin, en ambos derechos, v consiguió de la Universi­dad un magnífico lauro que aún hoy se conserva en Roma. EN LOS CARGOS PÚBLICOS Do n Francisco Realino, que estaba entonces al servicio del cardenal Madruzzo, gobernador de Milán, llamó a su lado al flamante doctor. Llegó Bernardino el 8 de octubre. Al poco tiempo, por haber vacado la gobernación de la ciudad de Fe-lizzano, pusieron sus habitantes los ojos en el recién llegado y, valiéndose de la influencia del príncipe Segismundo, consiguieron el nombramiento de aquél. Bernardino tomó posesión en diciembre de 1556. Duraba un año el ejercicio del cargo, pasado el cual, los de Felizzano pidieron que continuara, pero él negóse rotundamente • apuntaban a más sus aspira­ciones y no veía posibilidad de satisfacerlas caso de proseguir allí. Por aquel entonces, al cesar en su mandato el cardenal Madruzzo, perdió Bernardino el apoyo que hasta entonces tuviera. Acudió por carta al monarca español Felipe II, en cuyo nombre había sustituido el duque de Alba al cardenal. Fue enviado a Alejandría de Piamonte, en calidad de abogado fiscal, allí permaneció durante dos años, al cabo de los
  • 22. cuales pasó como gobernador a Cassino por dos años más. Con tan admi­rable acierto desempeñó tales cargos, que su fama llegó a extenderse por toda Italia. Influido por ella el marqués de Pescara, entonces gobernador de Milán designólo para el gobierno de Castel-Leone, la ciudad principal de sus estados. Tenía Bernardino treinta y dos años. Hallábase la región profundamente dividida por bandos que con pre­textos de compensaciones o venganzas sembraban el crimen y la muerte y favorecían el pillaje. El nuevo gobernador pulsó primeramente todos los resortes de la bondad y de la paciencia. Los resultados eran casi nulos. En vista de ello, depuso aquella primera actitud y acudió al rigor de la justicia. Púsose personalmente a la cabeza de su gente de armas, y salió a imponer la ley doquier la veía conculcada, sin que valieran escondrijos para los infractores. Mantenía el derecho a par del rigor, sin hacer caso alguno de recomendaciones. Fue labor de algunos meses- al cabo de ellos, lo que había llegado a juzgarse mal incurable, desapareció de raíz. No eran estos méritos exclusivos del hombre prudente y del discreto político: el gobernador pasaba largos ratos en oración, meditaba asidua­mente ; oía misa y rezaba el rosario cada día, llevaba con fervorosa pun­tualidad su examen de conciencia y frecuentaba los santos Sacramentos. Así, pues, y como él hizo constar en sus Memorias, había en todo aquel éxito una parte principalísima de lo Alto. Cuando se hubo cumplido el plazo de dos años, tras el cual solía el gobernador de Milán remover a sus subordinados, los de Castel-Leone acudieron a la marquesa doña Isabel de Gonzaga, que gobernaba en ausencia de su marido, para pedir la vuelta de Bernardino. Accedió ella gustosísima y éste comenzó un nuevo período en enero de 1564. De vuelta ya el marqués de Pescara, quedó asombrado de la profun­da transformación ocurrida durante el mando de su subalterno y resolvió traerlo a su corte en calidad de oidor y lugarteniente general. Previa­mente mandóle escribir una memoria respecto a cómo debían regirse los gobiernos y envió una copia a cada uno de los jefes de los Estados. LA VOCACIÓN RELIGIOSA Be r n a r d in o no había sentido hasta entonces ninguna inquietud for­mal respecto a su manera de vida. Dios Nuestro Señor había venido asentando los pilares para sobre ellos afirmar con sólida estructura la vocación religiosa de su siervo que, por entonces, sólo pensaba en man­tener la trayectoria primitiva.
  • 23. Un a noche en que Bernardino meditaba absorto en el misterio de la Navidad, aparécete el Divino Niño envuelto en vivísima luz. •¿Dónde quieres ponerme?« — pregúntale al Santo. Aunque embebecido ante tamaña sorpresa, aun atina éste a entreabrir el hábito. uAqu'n — res­ponde, mientras señala el corazón.
  • 24. Un día. yendo i"" una di- las calles de la ciudad, topó con dos jóvenes religiosos que maullaban en sentido inverso. Impresionóle sobremanera la modestia que en ellos había observado y quiso conocerlos. Supo que perlemvian a la Compañía de Jesús, y el domingo siguiente acudió a oír misa en la iglesia de los jesuítas. Allí precisamente le esperaba el llama­miento divino. En el momento en que Bernardino entraba, el padre Juan Carminata, discípulo de San Ignacio de Loyola, ponderaba la necesidad de menospreciar los bienes caducos y escuchar los divinos llamamientos. Nuestro Santo pasó la mañana en su despacho, a vueltas con las verdades de aquel sermón. Por la tarde, presentóse en la residencia de los Padres y preguntó por el predicador. Oyóle el Padre Carminata muy serenamente y, después que hubo estudiado y admirado las excelencias de aquella alma, aconsejóle un retiro espiritual de ocho días. Durants estos ejercicios, Dios Nuestro Señor habíase servido iluminarle la senda por donde iba a conducirle a la santidad. Comprendió Bernardino que su vocación estaba en la vida ieligiosa y diose a examinar cuál género de ésta se avendría mejor con sus inquietudes. Y tras mucho discurrir y encomendarse a Dios, decidióse por la Compañía de Jesús. Apenas hubo resuelto aquella duda, asaltóle una terrible desazón : pen­saba en su anciano padre, harto maltrecho y quebrantado después de una grave enfermedad que padeciera, y sobrevínole el temor de romper, con su resolución, el último hilo de que humanamente dependía aquella vida. Turbábale, por otra parte, el pensamiento de ofender al marqués de Pescara, de quien poco antes recibiera el honroso cargo de la privan­za. En estas congojas andaba, cuando un día, mientras rezaba con ex­traordinaria devoción el Santo Rosario, apareciósele la Santísima Virgen y le invitó con muy dulces palabras a desechar aquellas tentaciones y titubeos y a ingresar sin más dilación en la Compañía. Bernardino corrió a su confesor el Padre Carminata. Ignorante de la visión que nuestro Santo había tenido, púsole éste por delante una larga serie de dificulta­des, mas, ante la férrea decisión de Realino, acabó por ceder. Cuando don Francisco Realino supo por carta de su hijo la resolución que éste había tomado, bendíjole de todo corazón. Arregló, pues, Ber-nardino sus asuntos temporales, despidióse del de Pescara, y el 13 de octubre de 1564, ingresó en el Noviciado de Nápoles. Aquel período de probación transcurrió en medio de extraordinario fervor y de repetidos favores sobrenaturales. Un día también mientras rezaba el santo Rosario, apareciósele nuevamente la Virgen, para arran­car de su corazón el fomes peccati: y tan libre de él quedó el santo no­vicio que ya nunca volvió a sentir incentivo alguno contra la santa pureza. Las extraordinarias muestras de virtud que en él habían observado,
  • 25. determinaron a los superiores a romper en su favor con una costumbre de la Compañía. Porque a mitad del Noviciado —que es regularmente de dos años— ya le dedicaron a los estudios. En el año 1567, el 24 de mayo, fue ordenado sacerdote, y en la fiesta del Corpus Christi celebró su primera misa. Por nueva excepción, debida al General de entonces, San Francisco de Borja, hizo la profesión solemne de cuatro votos el 1." de mayo de 1570. Durante tres años ejerció el ministerio en Nápoles, intensamente dedicado a la catcquesis entre los pobres. EL APÓSTOL DE LECCE Dios Nuestro Señor teníale reservado un escenario de más humilde apariencia a los ojos del mundo. la ciudad de Lecce. En ella había de gastarse íntegra la energía del Santo. Esperábale una ingente labor, pero el Cielo había de ayudarle en ella y premiar su esfuerzo con abundantísimo fruto. Asistíale, además, con gracias sobrenaturales, que se hicieron notar en repetidos milagros. Pron­to cambió el aspecto religioso de la ciudad. El Padre Bernardino cuidaba, con muy especial amor, de los pobres y más abandonados. La cátedra sagrada ocupaba muchas de sus horas, es-especialmente en los domingos y fiestas, en que la catedral se llenaba de bote en bote por el ansia general de escuchar sus sermones. De igual manera, el fervor popular y su misma fama como director de conciencias, obligábanle a permanecer largos ratos en el confesionario. Ya antes de que se abriera la iglesia, estaba el Padre Bernardino en ora­ción, mientras aguardaba el desfile de los penitentes, desfile que ciertos días duraba hasta ocho o diez horas ininterrumpidas, para, después de ellas, volver a empezarse y continuar hasta muy tarde. Veces hubo en que, rendido nuestro Santo por el esfuerzo, llegó a caer desmayado, no obstan­te lo cual, apenas repuesto y a pesar de los ruegos que se le hacían, vol­vía otra vez a su tarea. Y cuando el estado de postración le impedía rein­tegrarse al confesonario, quedábase en la enfermería y allí, recostado en un sillón, o acostado en la cama, seguía recibiendo a los penitentes. En varias oportunidades habían querido los superiores sacarlo de Lecce para llevarlo a más vastos escenarios, en todas ellas pareció opo­nerse el Cielo a semejante propósito, pues lo mismo era disponerse el Padre Bernardino para el viaje que caer con altísima fiebre. En una de aquellas ocasiones, ya prevenido, ordenó el General que en caso de enfer­mar el buen Padre, saliera hacia Roma tan pronto como curase. Ocho meses se sucedieron en la espera. Los médicos habían agotado sus reme-
  • 26. i l io s m u procurarle alivio alguno y confesaron ser aquel un mal extraor­dinario. Uno de ellos, quizá el más avisado, llegó a decir que sólo una contraorden del Padre General podía resolver aquel caso. Efectivamente; todo fue venir la revocación del mandato y desaparecer la pertinaz ca­lentura. SANTIDAD Y MILAGROS El milagro más grande que a un hombre pueda pedirse es el de la propia santificación, y en este aspecto constituye la vida de San Bemardino un prodigio constante. Aquellas virtudes incipientes que admi­rábamos en su infancia habían venido evolucionando hasta completar el ciclo de su progreso en la madurez de la vida. Sus contemporáneos ates­tiguaron unánimemente que jamás habían podido sorprender en él pala­bra alguna que rozara los límites del pecado venial. Dormía, de ordinario, no más allá de cuatro horas y lo hacía en el duro suelo o sobre un basto tablón que le robaba hasta la más ínfima comodidad. Cubría su cintura ancho y muy áspero cilicio y se azotaba con unas recias disciplinas. A par de estas penitencias iba su ayuno. En la cuaresma tomaba sólo pan y algunas raíces o hierbas simplemente cocidas en agua. En lo restante del año añadía un poquito de queso. El brevísi­mo descanso que se permitía, dejábale un no estrecho margen de tiempo, que el Santo dedicaba a la oración, ya ante el Santísimo Sacramento, ya en su propia habitación. Era extremoso en guardar la modestia durante los rezos, pero muchas veces quiso Dios ensalzar los méritos de su siervo. Viósele entonces despedir del encendido rostro brillantes destellos que du­raban largo rato. Otras veces, cuando más recogido se hallaba en su unión con Dios, alzábase varios palmos sobre el suelo. La gente de Lecce, conocedora de su gran valimiento para con Dios, acudía a mil industrias para apoderarse de algún objeto o prenda que hu­biera servido al Santo valiéndose de los niños, cambiábanle la caña de que en su ancianidad se servía a guisa de báculo, cortábanle trozos del hábito mientras confesaba, y hasta le quitaron varias veces el rosario. Una noche de Navidad, hallábase sumido en profunda meditación, cuando se iluminó repentinamente la estancia. Rodeado de luz vivísima, el Niño Jesús miraba sonriente a su amado siervo. «¿Dónde quieres po­nerme? » —preguntó al estupefacto religioso. Sin dejar de contemplarlo con emocionado embeleso, colocó el Padre sus manos sobre el corazón. «Aquí», —le respondió. Y en un arrebato de ternura, arrojósele el Niño al cuello para abrazarle y besarle. En otra ocasión sacáronle del confesonario transido de frío. Lleváron­le a la enfermería y, no bien hubo salido el Hermano que lo cuidaba,
  • 27. llenóse de luz la estancia y apareciósele la Santísima Virgen con el Niño en los brazos. «¿Por qué tiemblas?», —preguntó la Divina Madre. «Ten­go frío Señora», —respondió él. María puso entonces a su Santísimo Hijo en brazos del bienaventurado. Cuándo un rato después volvía el enfer­mero, oyó la voz ansiosa del Padre que decía ■ « ¡ O h !, no, Señora, to­davía no, dejádmelo siquiera un instante más.» ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE Te n ía ochenta años nuestro Santo. Aquel día 3 de marzo había pa­sado toda la mañana en el confesonario y acababa de subir a su aposento. Al querer bajar la escalera, pisó en falso y se vino al suelo con gran violencia. Acudieron los Padres y halláronle sin sentido y con dos profundas heridas por las que salía abundantísima la sangre. Después de aquel accidente, aún vivió el Siervo de Dios seis años. El 29 de junio de 1616, sobrevínole una debilidad extraordinaria. Al día siguiente perdió el habla; los médicos juzgáronle gravísimo. El Padre Rector administróle los últimos Sacramentos, y el Santo los recibió con devoción tal, que arrancaba lágrimas a los presentes. El 2 de julio, sábado, fiesta de la Visitación, dijéronle que quizá en aquel día esperaba la Santísima Virgen recibirle en el cielo. « ¡ Oh, San­tísima Señora mía», exclamó. Fueron sus últimas palabras. Poco después del mediodía, mientras tenía la mirada en el crucifijo, entregó al Señor su bendita alma. El Consejo de la ciudad tomó los funerales a su cargo. San Bemardino Realino fue beatificado por León X I I I el 27 de sep­tiembre de 1895. Su Santidad Pío X I I canonizóle en junio de 1947 S A N T O R A L Santos Bernardino Realino, jesuíta; León 11, papa y confesor; Anatolio, obispo de Laodicea; Heliodoro, obispo de Altino; Beltrán, obispo de París; Félix, presbítero e Ireneo, diácono, mártires en Toscana; Eulogio, mártir de los arríanos en Constantinopla; Jacinto, chambelán del emperador Trajano, mártir; Trifón, Marcos, Muciano, Pablo y compañeros, mártires en Ale­jandría; Focas, hortelano y mártir en Sínope (Turquía); Dato, obispo de Ravena, y Agrícola de Nevers; Agapio, venerado en Córdoba; Raimundo de Tolosa, confesor; Gutacón. príncipe irlandés, ermitaño y confesor. Beatos Roberto Estuardo, príncipe escocés, franciscano; Juan Grande, de la Orden de San Juan de Dios, y Miguel, solitario en Cazorla. Santa Mus­tióla, mártir en Toscana. Beata doña María, llamada la Pobre Franciscana, en Toledo.
  • 28. Sabio prelado y vigilante pastor Medalla del emperador Otón D ÍA 4 D E J U L I O S A N U L R I C O OBISPO DE AUGSBURGO (890-973) Sa n Ulrico es el primer Santo solemnemente canonizado por la Igle­sia. Este acto, de singular importancia histórica como bien puede entenderse, fue el más notable del pontificado del papa Juan XV, que ocupó la silla de San Pedro desde el año 985 hasta el 996. Ulrico de Dillingen, llamado también Udalrico, nació en el año 890 en Augsburgo. Hijo del conde Ubaldo, estaba unido por su madre Ditper-ga, hija del duque Burchard, a la casa de Suabia, la más ilustre de Ale­mania en aquella época, tal unión se trocó en parentesco por el matrimo­nio de su hermana Huitgarda, cuyo marido reinó también en dicho Ducado. Vino Ulrico al mundo con una complexión tan delicada que sus padres temían verle morir de un momento a otro, así las cosas, y ante el peli­gro de perder el hijo único que Dios les había dado, elevaron al cielo fervorosas oraciones para pedir la salud y la vida de aquel ser que tan querido les era. Sus súplicas fueron favorablemente acogidas y no sólo el niño recobró las fuerzas físicas sino que dio prueba de muy enérgico y poderoso carácter. El cielo preparaba así, con una especial bendición, al que había de ser muy pronto dechado de espiritual fortaleza y rigurosa austeridad.
  • 29. ULRICO EN EL MONASTERIO DE SAN GALO Ha c ía ya tres siglos que San Galo, discípulo de San Columbano, ha­bía fundado cerca del lago de Zug el célebre monasterio que lle­vaba su nombre. En el siglo x, la abadía, regida según la regla de San Benito, había llegado a su máximo esplendor, hasta el punto de que mu­chos príncipes y nobles del imperio enviaban a ella a sus hijos para que fueran instruidos en todas las ciencias conocidas entonces. En esta escuela dióse Ulrico a la virtud, al mismo tiempo que se entregaba al estudio de las letras divinas y humanas con fervoroso entusiasmo. Pronto llamó la atención el joven estudiante, a su penetración de es­píritu unía las virtudes del verdadero religioso, y fue el modelo de sus condiscípulos por la asiduidad en el estudio. A las pasiones que en esta edad suelen dominar a la juventud oponía él las armas poderosas de la oración y de la austeridad, fortalecido con ellas, progresaba de continuo por los ásperos caminos de la virtud. Su inalterable afabilidad y manse­dumbre le ganaban los corazones de cuantos le trataban, jamás salió de su boca una palabra ofensiva para nadie. Fuera de esto, tenía un domi­nio tal sobre los movimientos y afectos del corazón, que vivía en este mundo como si realmente no estuviese sometido a sus influencias. Los monjes de San Galo, admirados de tan hermosas disposiciones, instaron al joven para que vistiese el hábito benedictino. Ulrico consultó largamente cuál fuese la voluntad de Dios sobre su vocación, y al fin fue atendido. En efecto, Santa Guiborada, que vivía retirada cerca de San Galo, le predijo el episcopado, anunciándole que Dios le destinaba para grandes luchas. Su humildad le hizo vacilar un instante, pero las instancias y ruegos de la santa le determinaron a volver a su patria, «por­que —le decía— allí te llama Dios para socorrer a muchísimas almas afligidas». A partir de aquel momento el estudiante se sintió inflamado de en­cendidísimo deseo de conquistar almas para Jesucristo, y convencido de que el Señor le llamaba hacia el nuevo estado de su vida, entregóse de lleno a cumplir las obligaciones que le imponía esta resolución con el fin de prepararse convenientemente para el sacerdocio. Aunque no hizo profesión como benedictino, guardó durante toda la vida, no sólo el espíritu de la Orden, sino también el hábito y hasta la observancia regular en cuanto ello le fue posible. De esta manera, imprimió a su conducta un carácter de austeridad y fervor, gracias al cual se le hizo más fácil y asequible el camino que había de llevarlo a las grandes conquistas de la santidad.
  • 30. PEREGRINACIÓN A ROMA — EL EPISCOPADO Po r aquellos días ejercía el episcopado en Augsburgo, Adalberón, pre­ceptor de Ulrico desde el año 906. El joven clérigo fue nombrado familiar del obispo y, luego, canónigo de la catedral. Deseoso de visitar el sepulcro de los Apóstoles, comunicóselo al prelado, el cual le aprobó y le dio, además, cartas para el Sumo Pontífice. Ulrico tomo el camino de Roma vestido de peregrino, y edificó con sus virtudes a cuantos hubieron de tratarle durante el viaje. Una vez sa­tisfecha aquella devoción, visitó al Papa a fin de cumplir ante él el en­cargo de su obispo. Recibióle Sergio I I I con bondad, y le anunció, al mismo tiempo, la muerte de Adalberón, suceso que el Padre Santo había conocido por inspiración de Dios. Aún más, le insinuó la idea de consa­grarle obispo y designarle como sucesor del prelado difunto, el cual, en una de las cartas de que Ulrico era portador, hacía grandes elogios de su familiar y canónigo. El peregrino, sinceramente asustado, alegó su gran juventud y su inexperiencia —tenía entonces diecinueve años— y suplicó al Papa que no le impusiese una carga tan por encima de sus fuerzas. Sergio III no le instó más, pero le aseguró, de parte de Dios, que su ne­gativa no le libraría del episcopado más adelante. Predíjole que grandes calamidades afligirían a su futura diócesis. Ambas profecías se realizaron en efecto catorce años más tarde cuan­do al morir el obispo Hiltino, sucesor de Adalberón, todos los sufragios de clero y pueblo, recayeron sobre Ulrico. A pesar de su resistencia fue llevado en triunfo a la Catedral y, con gran solemnidad, consagrado obis-por el 28 de diciembre del año 923. Realmente era la voluntad del Señor. EPISCOPADO DE ULRICO Com o lé había predicho Sergio III, el nuevo obispo encontró la ca­pital de la diócesis presa de las mayores calamidades. Las terribles invasiones de los hüngaros, aún paganos, habían devastado iglesias y con­ventos, el rebaño estaba disperso, sin guía y sin pastor, y, lo que era peor aún, muchos cristianos llevaban vida poco edificante. A la vista de tan triste espectáculo, Ulrico se sintió penetrado de vivo dolor y suplicó al Señor tuviese piedad de su pueblo. Los cristianos fieles que le habían reconocido por su obispo ayudáron­le a reconstruir la ciudad que se hallaba medio en ruinas. El prelado procuró al mismo tiempo elevar la decaída moral de sus diocesanos por
  • 31. medio de continuas y celosas instrucciones, corrigió los abusos que se habían introducido entre los clérigos, y reprimió los vicios con gran ener­gía. Ningún obstáculo podía detenerle en sus viajes apostólicos, pues de­dicado por completo al cuidado de su rebaño, iba de pueblo en pueblo socorriendo a los pobres y consolando a los afligidos. Varios aldeanos le visitaron un día para suplicarle que fuese a bende­cir una capillita que ellos mismos habían construido en lo alto de unas rocas, el camino era de muy difícil subida y varios obispos habían ya rehusado ir a tal lugar por considerarlo inaccesible. Ulrico no vaciló en complacer a los campesinos, y siguiólos a través de las rocas, feliz y di­choso en sufrir esas incomodidades por Jesucristo, su divino modelo. Gracias a esta solicitud, cada día mayor en el santo obispo, la Iglesia de Augsburgo volvió a resurgir floreciente, parecía que todos habían ol­vidado las desgracias pasadas, a las que sucedieron días de paz; pero aquella calma era sólo aparente no tardaron en presentárseles nuevas y graves amenazas. DOBLE RESCATE DE AUGSBURGO. — DERROTA DE LOS HÚNGAROS La guerra había estallado entre el emperador Otón I, llamado el Grande y su hijo Luitolfo, que pretendía destronarle. Ulrico se declaró ló­gicamente contra el desnaturalizado hijo. Éste, en venganza, envió contra Augsburgo a uno de sus mejores generales llamado Amoldo, que tomó por sorpresa la ciudad y la entregó al pillaje, pero, al pretender apode­rarse del obispo, fue duramente castigado. En efecto, mientras estrechaba el sitio de la ciudadela donde Ulrico se había refugiado, un reducido ejér­cito de campesinos que corrió a socorrer al prelado, derrotó a las huestes de Amoldo, no obstante la superioridad de éstas. Tal suceso, tenido por milagroso, fue atribuido a las oraciones de Ulrico, el cual, apenas se vió libre, apresuróse a mediar entre el emperador y su rebelde hijo hasta conseguir reconciliarlos hacia fines del año 954. Al año siguiente, en una nueva invasión, los húngaros pasaron a san­gre y fuego los países de la Nórica desde el Danubio hasta la Selva Negra. Llegados poco después a las puertas de Augsburgo, pusiéronle cerco, sa­quearon los alrededores e incendiaron la iglesia de Santa Afra, pero como en otro tiempo el ejército de Átila fue contenido en su marcha triun­fal sobre Roma, así también los nuevos bárbaros encontraron en Ulrico a un nuevo León, que se opuso a su avance y a sus devastaciones. El obispo tuvo conocimiento de la invasión, por una aparición de Santa Afra, pa-
  • 32. S a n Ulrico, revestido de pontifical, acude a las murallas para animar a los habitantes de la ciudad que resisten al invasor, en defensa de su fe e independencia. Bajo una verdadera nube de piedras y de flechas, el Defensor de la ciudad infunde a todos el valor que da la victoria.
  • 33. liona de la ciudad. En ella le anunció al mismo tiempo el triunfo contra el invasor. Al acercarse las hordas paganas, revistióse Ulrico con los or­namentos sagrados y determinó a los habitantes a defenderse, recordán­doles que combatían por su fe y su independencia. Bajo la lluvia de pie­dras y flechas lanzadas por los bárbaros, el obispo recorría las murallas inflamando los ánimos y sosteniendo el ardor de los sitiados. Después, rodeado de sus clérigos, dirigía a Dios y a la Santísima Virgen públicas oraciones para pedir la salvación de la ciudad. Gracias al proceder del obispo, Augsburgo contuvo el choque de los bárbaros el tiempo suficiente como para dar tiempo a la llegada del emperador Otón al frente de su ejército. Al acercarse éste, los húngaros, que habían sufrido ya durante el sitio sensibles pérdidas, se desalentaron, y fueron completamente derro­tados. Era el 10 de agosto de 955. En su precipitada huida dejaron aban­donados gran número de muertos sobre el campo de batalla. Reconocido Otón, agradeció a Ulrico la ayuda generosa y valiente que le había prestado en tan críticas circunstancias, y ofrecióle los medios ne­cesarios para reparar los daños causados en la ciudad por los sitiadores. Tal suceso que el pueblo atribuía a la virtud de su pastor, redobló el ca­riño y veneración de todos. Ulrico, por su parte, no descuidó medio alguno para reparar los desastres anteriores. Se le apareció de nuevo Santa Afra para revelarle el lugar de su sepultura, y el piadoso obispo se apresuró a reconstruir en dicho lugar la iglesia dedicada a la santa mártir. Recogió en su palacio episcopal a todos los sacerdotes a quienes la invasión de los bárbaros había privado de medios de vida, multiplicó las limosnas en favor de los desgraciados, a quienes distribuyó todos sus haberes, de suerte que su nombre vino a considerarse como sinónimo de caridad y como expresión de grandeza de alma y de religiosa sencillez. PEREGRINACIÓN A ROMA Cu a n d o la ciudad de Augsburgo estuvo libre de todo peligro, el santo pastor ordenó en toda la diócesis solemnes oraciones en acción de gracias, y no contento con esta pública manifestación de su reconocimien­to hacia la bondad divina, resolvió hacer por segunda vez el viaje a Roma para agradecer a los santos apóstoles Pedro y Pablo, su insigne y visible protección sobre la capital del episcopado, ya que en su poder y guarda había confiado cuando los húngaros la amenazaban. Cumplió Ulrico esta peregrinación con gran piedad y sincera humil­dad. Acogido a su paso por las ciudades como libertador, refería a Dios cuanta gloria le tributaban, y exhortaba a los fieles a confiar en Aquel
  • 34. que puede dar el triunfo sobre los malvados. «Demos gracias al Señor —decía—, pues nos ha otorgado la victoria sobre nuestros enemigos tem­porales, pero no olvidemos que, si nos ha dispensado tal favor, es para que vigilemos con más diligencia y atención las puertas de nuestra alma, a fin de evitar los asaltos del demonio, nuestro más formidable rival». Llegado a Roma, fue recibido solemnemente por el papa Juan XII. El duque Alberico de Camerino, gran cónsul de Roma, para demostrarle su adhesión fervorosa le hizo donación de la cabeza de San Abundio, in­signe reliquia que el prelado aceptó con gran alegría para enriquecer el tesoro espiritual de su diócesis. En 927, a pesar de su ancianidad y de sus achaques. Lírico peregrinó de nuevo a Roma, pues quería, antes de morir, visitar por última vez el sepulcro de los Apóstoles, hacia quienes sentía gran veneración. PODER DE LA ORACIÓN Y DE LA FE En uno de estos viajes, Ulrico se vio detenido por el Taro, que, al des­bordarse, había inundado las tierras de ambas márgenes. Cuantos le acompañaban buscaron en vano un medio para atravesarlo. Comprendió el santo obispo que era necesario recurrir a Dios, y ordenó que levanta­sen un altar a la orilla del río, celebró en él la santa misa y, por la sola eficacia de su oración, el agua retrocedió a su cauce, con lo cual pudieron los viajeros continuar su camino sin peligro alguno. Otra vez, atravesando el Danubio, al chocar el barco que le conducía contra una roca, abrióse en él profunda brecha. Todos los pasajeros se apresuraron a ganar tierra. Ulrico se quedó el último a fin de favorecer el salvamento de los demás, y Dios le recompensó este acto de caridad, ha­ciendo que llegara sano y salvo a la orilla. En el mismo momento de poner pie en tierra, el barco, hasta entonces sostenido como por una fuer­za invisible, se hundió en las aguas del río. En otra ocasión, dirigiéndose a Ingelheim para asistir a un concilio provincial, encontró en el camino a un mendigo gravemente herido. Lleno de compasión, el santo obispo le ofreció generosa limosna diciendo «En nombre de Nuestro Señor, toma esto y vete en paz». Poco después, Ro­berto —que así se llamaba el mendigo— se sintió completamente curado. El santo pastor había fundado en uno de los arrabales de la ciudad un convento de religiosas. Una de ellas, a quien sus hermanas querían con­fiar el encargo de administradora, a causa de su práctica en los negocios, asustada del tráfago que acompaña de ordinario a dicho cargo, rehusó aceptar. El obispo le mandó que se sometiera por caridad a sus herma-
  • 35. ñas, mas, a pesar de ello, aún se resistió. Sin embargo, aconteció que una noche, mientras dormía, recibió aviso sobrenatural de que en castigo de su desobediencia quedaría paralítica. Efectivamente, al despertar se sintió sin movimiento en ambas piernas. En tal estado, la condujeron a presencia del cbispo, a quien pidió perdón de la falta cometida, y, reci­bido que hubo su bendición, se levantó completamente curada; con lo que dio muchas gracias a su bienhechor. Cierto día corrió el rumor de que el obispo de Constanza había muer­to, todos esperaban las órdenes de Ulrico para saber las honras fúnebres que se habían de celebrar por el eterno descanso del alma de su colega en el episcopado. «Permaneced tranquilos —les respondió el hombre de Dios— , que mañana sabremos lo que hay de cierto respecto a esa noti­cia » , al día siguiente, en efecto, un mensajero llegado de Constanza anun­ciaba que el obispo de aquella diócesis gozaba de perfecta salud. Refieren los biógrafos de Ulrico que los Santos Fortunato y Adalbe-rón, sus predecesores, se le aparecieron durante la celebración del santo sacrificio de la misa, y, le asistieron de una manera especialísima en la bendición de los santos óleos que se hace el Jueves Santo. Un gran nú­mero de dolientes recobraron la salud al ser ungidos con dichos óleos. el mismo Ulrico, gravemente enfermo, recobró la salud de esta manera. A la vuelta de su tercera peregrinación a Roma, fue llamado a Ra-vena, donde el emperador quería consultarle algunas cuestiones importan­tes. Apenas Otón supo que se acercaba el Santo, salió a su encuentro y lo recibió con grandes honores, pues lo tenía en particular estimación. La emperatriz Santa Adelaida, que se hallaba también en Ravena, sin­tió grande alegría al poder conversar con el siervo de Dios de las cosas referentes al servicio divino y a la salvación de las almas. Santa Adelaida, modelo de princesas por la eminencia de sus virtudes, aprovechó los avi­sos y ejemplos que con muy fraternal afecto le prodigó el celoso obispo. FALTA Y REPARACIÓN Quiso Ulrico, antes de morir, proveer de sucesor a su Iglesia, y pensó para ello en su sobrino Adalberón, a quien estimaba grandemente por sus eminentes cualidades. Juzgando que no podía ser más favorable la ocasión de obtener para él el obispado, habló sobre el particular al emperador, quien accedió a su demanda. Semejante proceder era contra­rio a los sagrados cánones, los cuales castigaban con la pena de entre­dicho a los obispos que nombraran en vida a sus sucesores. En un Concilio reunido en Ingelheim, los obispos censuraron unáni­mes la conducta de su colega y prohibieron a Adalberón el ejercicio de
  • 36. las funciones episcopales. Ulrico se sometió humildemente a todas las exigencias del Concilio, pidió perdón de su falta y solicitó permiso para tomar la cogulla benedictina. Los obispos juzgaron que debía continuar ejerciendo sus deberes episcopales, a lo que se sometió sin réplica; pero él se impuso severas penitencias a fin de expiar lo que llamaba su crimen. La espontaneidad y fervor de su gesto causaron gran admiración. MUERTE DEL SANTO Los últimos años de la vida de San Ulrico fueron una larga cadena de penitencias, que aumentaban en número y en rigor a medida que sentía acercarse la muerte. A pesar de sus fatigas continuó visitando su diócesis y predicando al pueblo la palabra de Dios. El tiempo que le quedaba e incluso muchas veces el de la comida y descanso, lo consagraba a la oración, a las santas lecturas y a la meditación. Supo por revelación divina, que muy pronto iría a unirse definitivamente con Aquél que lle­naba su alma, y este pensamiento le colmó de alegría. Distribuyó entre los pobres los poquísimos bienes que aun le quedaban y, momentos antes de expirar, con el fin de imitar a Jesucristo hasta el último suspiro, se ex­tendió sobre un lecho de ceniza preparado en forma de cruz. Ocurrió su santa muerte el día 4 de julio del año 973. Enterrado en Augsburgo en la iglesia de Santa Afra, obró desde su sepultura numerosos milagros. Fue canonizado solemnemente por Juan XV el primero de febrero de 993. El texto de la Bula se ha conservado hasta nuestros días, y hacen mención de ella muchos historiadores. Este pre­cioso documento lleva, además de la firma del «obispo de la Santa Igle­sia Católica, Apostólica y Romana», la de cinco obispos, diez cardenales, un arcediano y tres diáconos, y constituye una joya bibliográfica. S A N T O R A L Santos Ulrico o Udalrico, obispo de Augsburgo; Laureano, arzobispo de Sevilla, mártir; Odón, arzobispo de Cantórbery; Sisoés de Egipto, solitario; Elias, patriarca de Jerusalén, Flaviano II, patriarca de Antioquía, Ageo y Oseas, profetas; Jocundiano, Nanfanión y compañeros, mártires en África; Teodoro, obispo de Cirene de Libia; Florencio, obispo de Cahors (Francia); Procopio, abad, en Praga. Beatos Valentín de Bcrrio Ochoa, obispo y mártir (véase su biografía el 1.° de noviembre); Barduccio y Juan Ves-pignano, confesores; Bernoldo, Bruno y Hatton, benedictinos. Santas Moduvena, virgen irlandesa; Berta, viuda y abadesa.
  • 37. D IA 5 D E J U L I O SAN MIGUEL DE LOS SANTOS TRINITARIO DESCALZO (1591-1625) Sa n Miguel de los Santos —llamado en el Bautismo Miguel Jerónimo José— nació el 29 de septiembre de 1591 en la muy noble y leal ciudad de Vich. Sus padres, Enrique Argemir y Margarita Monserrada, tan ilustres en prosapia como ricos en méritos de virtud, residían en la villa de Centellas, donde Enrique ejercía el oficio de escribano. Ocho hijos les había con­cedido el Cielo, los cinco que sobrevivieron fueron objeto de esmeradísi­ma educación. Rezaban diariamente el Santo Rosario y, con frecuencia también, el Santo Oficio Parvo de la Santísima Virgen. Cuatro años tenía nuestro Santo cuando perdió a su virtuosa madre, y ya entonces asistía con su padre y sus hermanos a las Completas que, en honor de Nuestra Señora, se cantaban los sábados en la iglesia llamada la Rotonda. María premió desde el Cielo la piedad y confianza de sus fieles de­votos otorgando a uno de ellos, al pequeño Miguel, gracias extraordina­rias que lo llevarían a la santidad. Cinco años tenía cuando el relato de los padecimientos del divino Sal­vador le hacía derramar abundantísimas lágrimas, determinó entonces odiar con toda su alma el pecado y darse a rigurosa penitencia. Había
  • 38. < contar cómo muchos santos llevaron vida penitente en los desiertos y, decidido a imitarlos con otros dos amiguitos de su misma edad, salió hacia el Montseny, elevada montaña que dista unas tres leguas de Vich. A poco de ponerse en camino, volvióse uno de ellos por miedo de sus padres. Miguel y su compañero siguieron adelante hasta dar en una cueva que pronto abandonaron por hallarla plagada de sabandijas. A poco andar encontraron no uno sino dos refugios adecuados a su propósito y en ellos se instalaron. Mas como el niño que se había vuelto refiriese en el pueblo todo lo ocurrido, los padres de ambos solitarios salieron a buscarlos. Don Enrique halló a Miguel aún dentro de la cueva, hincado de ro­dillas y llorando amargamente. —¿Por qué lloras, hijo mío? —le preguntó. —Lloro —respondió Miguel— por lo mucho que los hombres han hecho padecer a Nuestro Señor Jesucristo. No esperaba el padre tal respuesta y se quedó suspenso unos instantes. —Pero, dime, ¿cómo piensas que vas a poder vivir en un lugar tan abandonado y peligroso en el que no encontrarás ni qué comer? —Mire, padre —repuso ingenuamente Miguel— ; Dios que se cuidó tan bien de los demás santos, ya se cuidará de mí. Quedaron los padres muy edificados de la piedad y animosa determi­nación de sus hijos, pero con todo, juzgaron prudente llevárselos a casa. De allí en adelante fue Miguel tan modesto y recatado, que todos le llamaban flor de los Santos. Conservó el espíritu de piedad y penitencia que le había llevado al Montseny, huía del trato y conversaciones inú­tiles con los demás niños, y se retiraba a los rincones de casa a llorar la Pasión del Salvador. Su piadoso padre que le mandaba de cuando en cuando salir a recrearse un poco con sus hermanos, le envió cierto día a una viña no muy distante de la ciudad. Al ver en el camino un matorral de abrojos y espinas, el niño se desnudó y fue a revolcarse en él, para imitar, decía, al Patriarca de Asís. Muy grato debió ser al Señor aquel gesto, pues impidió que las espinas lastimaran ese inocente cuerpo. Desde los siete años ayunaba ya toda la Cuaresma, y en lo demás del año, tres veces cada semana. Al igual que San Luis Gonzaga, discipliná­base con frecuencia; llevaba, además, en la espalda, una cruz llena de puntitas aceradas y hacía muchas otras penitencias que le sugería su amor a Jesús Crucificado. Era muy asiduo para visitar las iglesias, en ellas permanecía largas horas en oración, y en su casa levantó un altarcito ante el cual se reunía con sus amigos para rezar. Cumplía Miguel los doce años cuando murió su cristiano padre. Poco después, transportado de alegría, comunicaba a su hermana cómo aquél
  • 39. se había salvado y gozaba en el purgatorio de los sufragios que enton­ces, dos de noviembre, celebraba la Santa Iglesia por los difuntos. Llegado Miguel a la edad de elegir carrera, preguntóle su tutor hacia cuál se sentía inclinado —«Seré Religioso» —contestó; pero aunque llamó a muchas puertas, en ningún convento quisieron recibirle por juz­garle demasiado joven. Tomóle entonces a su servicio uno de los tutores, para que ayudase en la tienda, y poco después le puso de dependiente en casa de un vinatero; esperaba que así se desvanecerían aquellos deseos de vida religiosa que él no quería aprobar bajo ningún concepto. EN EL CONVENTO DE LOS TRINITARIOS No sucedió lo que se imaginaba el tutor. Miguel siguió siendo tan mor­tificado y virtuoso como en su casa. Si bajaba a la bodega a despa­char el vino, se quedaba luego a orar en un rincón, lo que le valió mil reprensiones. Dormía en el suelo, rezaba dos veces cada día los salmos penitenciales en sufragio de sus difuntos padres, y muy a menudo guar­daba casi toda su comida para darla a los pobres. Lleváronle a una granja llamada Mas Mitjá, poco distante de la ciudad, para que descan­sase. Lo primero que hizo al llegar fue pedir haces de leña y dos piedras que le sirvieron de cama. Todo su solaz consistió en disciplinarse dura­mente, hacer en todas partes cruces que besaba repetidas veces, y andar por allí cantando los nombres de Jesús, María y José. Consta, en el folio 52 del Proceso vicense, que al volver de la granja, mientras Miguel estaba orando en una capillita de Nuestra Señora colo­cada detrás de las puertas de Gurb y Manlleu, se le apareció su padre y le alentó a que se hiciese religioso. Decidido a ello, presentóse nuevamente a las puertas de todos los conventos de Vich, pero aún no lo admitie­ron. Viendo que los hombres le cerraban los caminos por donde Dios le llamaba, resolvió presentarse en algún monasterio de Barcelona. Partióse, pues, ocultamente, a pie, sin guía ni recomendación ninguna y casi sin dinero. Al día siguiente llegó a Barcelona rendido de cansancio. La Divina Providencia guió los pasos del fugitivo hasta topar con la mujer de un honrado obrero, ¡a cual, compadecida de verle en tal estado, le llevó a su casa para que descansase. Maravillóse la buena señora del aire de nobleza, de la amabilidad y candor del joven, y lo trató con ca­riño y bondad maternales. También el marido se mostró muy benévolo con él y le ofreció hospitalidad. Al amanecer del siguiente día, preguntó Miguel si había en los alrededores alguna iglesia donde pudiese oír misa. Señaláronle la de los padres Trinitarios. Allí fue, sin sospechar siquiera
  • 40. que el .Señor le llevaba como por la mano al término del viaje, porque en aquel convento iba Miguel a ver cumplidos sus anhelos de vida religio­sa. El Señor premió allí su fidelidad a la gracia con nuevos y maravillo­sos favores. Aquel día oyó Miguel todas las misas que se dijeron en la iglesia de los Padres, y en días sucesivos se ofreció con fervorosa insis­tencia para ayudar algunas. Los religiosos se admiraron grandemente al ver la piedad, recato y mo­destia del angelical mancebo, por eso, cuando pasado algún tiempo vino a suplicarles que le admitiesen como novicio, recibiéronlo de muy buena gana. En agosto de 1603, siendo tan sólo de edad de trece años, vistió el hábito de la Orden de los Trinitarios, fundada en el siglo xni por San Juan de Mata y San Félix de Valois en honra de la Virgen María. En el noviciado fue Miguel dechado perfectísimo para sus hermanos. Señalóse en la obediencia cumpliendo con escrupuloso cuidado todos los empleos, aun los manuales, por los que sentía natural repugnancia. Fue extraordinariamente devoto de Jesús Sacramentado y de la Virgen María. Pasaba todos los ratos libres al pie de los altares derramando su corazón en el de su amadísimo Señor, y tanto llegó a dilatarse su amor al divino Prisionero del Tabernáculo, que hablaba con Él como si lo viese cara a cara. Pidió y logró de sus superiores que le destinaran al servicio de la sacristía y a ayudar a misa, cargos que desempeñaba con tanta devo­ción y tan grande edificación de los fieles, que muchos mudaron de vida sólo con ver la compostura y dulce modestia del buen religioso. Estaba a la sazón en el convento de Barcelona el ilustre padre Jeró­nimo Dezza como lector de filosofía de los jóvenes profesos. Luego que conoció a Miguel, quedó prendado de su preclaro talento, pues el santo joven no tenía menos ingenio que devoción y virtud. Logró llevárselo al convento de Zaragoza donde lo dedicó al estudio de las letras humanas. Mas habiendo oído hablar al padre Manuel de la Cruz, Trinitario Des­calzo, del fervor de vida y perfecta observancia que reinaban en la Refor­ma verificada por el Beato Juan Bautista de la Concepción, pidió a los superiores y obtuvo de ellos licencia para pasarse a dicha religión. Partió, pues, de Zaragoza, y fue al Convento de Descalzos de Pam­plona, donde recibió el hábito a principios del mes de enero del año 1608. También allí mudó el apellido del siglo; llamáronle primero Miguel de San José, pero al poco tiempo escogió él mismo el de Miguel de los San­tos. Desde Pamplona, pasó al noviciado de Madrid. Terminado el año, profesó en Alcalá, de donde fue enviado a Solana y luego a Sevilla. Estu­dió Filosofía en Baeza v Teología en Salamanca, sin que por ello se en­tibiasen su fervor y devoción. Terminados los estudios, hiciéronle con­ventual de Baeza, a donde volvió en 1616 ya ordenado sacerdote.
  • 41. Un a noche que estaba San Miguel de los Santos pidiendo al Señor que le trocase el corazón por otro más inflamado en el amor di­vino, apareciósele Jesús, y arrancando del propio pecho su adorable Corazón, cambiólo por el del Santo, el cual se sintió desde entonces, presa de un ardentísimo amor
  • 42. TAREAS APOSTÓLICAS. — ÉXTASIS Se is años permaneció fray Miguel en Baeza ejerciendo primero el ofi­cio de Vicario y después los cargos de confesor y predicador. Con sus oraciones y vida penitente atrajo sobre sus tareas copiosísimas bendi­ciones del Cielo. Llegó a ser tal la afluencia de fieles que acudían a los sermones de fray Miguel y tan copiosos los frutos, que no bastaban los Padres todos del convento para oír las confesiones. El joven apóstol solía decir que todos los trabajos y padecimientos en nada podían disminuir el inmenso placer que le causaba la conversión de un alma a Dios. Eran sus sermones sencillos, apostólicos, y limpios de todo adorno y aparato literario, pero había en ellos tanto celo y piedad, que arrancaban llanto general en el auditorio. Todos se hacían lenguas ponderando los sermones de fray Miguel de los Santos y afirmaban que aquel bendito Padre tenía el verdadero espíritu de Dios. Donde él predicaba, solía reunirse un gentío innumerable. Favorecían aquella concurrencia los éxtasis que solían arrebatarle en el epílogo del sermón. Ya siendo estudiante había tenido raptos extraordinarios. Así, en Baeza, mientras conversaba con unos señores en el huerto del convento, exclamó uno de ellos. ¿Qué sucederá cuando gocen las almas las delicias del paraíso? Bastóle a Miguel oír tales palabras para quedar al punto arrobado. En otra ocasión, siendo estudiante de Teología en Salamanca, escuchaba cierto día unas explicaciones sobre el misterio de la Encarna­ción, cuando dio de repente tres impetuosos saltos, y quedó en éxtasis por espacio de un cuarto de hora, levantado más de una vara sobre los demás estudiantes; éstos, atónitos, guardaron profundo silencio hasta que volvió en sí y tornó con la mayor naturalidad a su ejercicio. Cuando fue sacerdote y predicador, los transportes se repetían a dia­rio; y duraban quince minutos y hasta media hora. Los que tuvo cele­brando misa o ante el Santísimo expuesto, fueron innumerables. Unas veces quedó arrobado mientras alzaba el cáliz, otras, al hacer la genu­flexión en el et homo factus est, o al decir- Verbum caro factum est. Creció tanto entre los baezanos la opinión de santidad de fray Miguel, que todos le llamaban «el Santo». Salió cierto día de la Catedral una gran procesión, y en ella iba Miguel con los demás Padres. En cuanto le vieron salir, de todas partes le gritaban « ¡ El Santo, el Santo! » Conclui­da la procesión, fray Francisco que le acompañaba le dijo* «Vos, Padre Miguel, debéis ser santo; me convence de ello el ver en qué opinión os tienen todos». San Miguel, riéndose, contestó: «Calla, fray Francisco, todos están como locos. Si tanto vosotros como ellos me conocierais, aca­baríais por aborrecerme, porque soy un miserable, un gran pecador».
  • 43. JESÜS CAMBIA SU CORAZÓN CON EL DE MIGUEL Es t a convicción que el Santo tenía de la propia flaqueza, nacía cierta­mente de una humildad profundísima. No eran sólo palabras ni meras disculpas, pues de continuo pugnaba por levantarse a mayor per­fección sin que su alma se diese fácilmente por satisfecha en las espiritua­les conquistas. Aspiraba a lo más alto en el terreno de la caridad. Parecíale siempre que no amaba lo bastante al Señor. Y como estu­viese una noche pidiendo a Jesús, con todas las fuerzas de su alma, que se dignase trocarle el corazón por otro más inflamado de su amor purísimo, apareciósele entonces el Divino Salvador, y acercándose, le tomó del pe­cho el corazón, y le dio el suyo propio. Este cambio fue místico y no real; pero el corazón del Santo quedó de allí adelante tan perfectamente modelado en el de Jesús, que ya no parecía ser corazón humano, sino el Corazón mismo del Redentor. HUMILDAD DEL SANTO A pesar de tantos favores como recibía de Dios, de sus éxtasis mara­villosos, de los copiosísimos frutos de sus predicaciones, del aplauso de las muchedumbres que se agolpaban alrededor de su púlpito y de la gran fama de santo que tenía, conservábase Miguel siempre modesto y humilde, como suelen serlo todos los Santos. Siendo estudiante en Baeza, entró Miguel en una iglesia donde exorcizaban a un poseso, el cual, así que le vio, empezó a gritar: « ¡ Cuánta humildad, cuánta humildad!» El padre Ministro, admirado, preguntó a Miguel qué estaba pensando en aquel momento. «Pensaba —dijo éste— que soy más abominable que los mismos demonios». Si alguien le alababa por las singulares mercedes que del Señor recibía, él interrumpía diciendo. «Soy un abismo de pecados; mi alma está más negra que el carbón. Sólo merezco desprecios». Dos compañeros del mismo convento, le acusaron al padre Provincial de haber censurado el gobierno de los Superiores. El padre Provincial dio crédito a tales calumnias, abrió proceso contra el Santo y le llamó para que contestara a los cargos que se le hacían. Miguel se contentó con res­ponder: ¡«Cosas peores hiciera yo, si el Señor me dejara de su mano!» Encerráronle en la celda y en ella permaneció cerca de un mes, contento de poder padecer algo por Dios. Sacáronle al fin, cuando se supo la verdad, y él, desde aquel día, se mostró tan agradecido a sus dos ca­lumniadores y usó con ellos de tanta mansedumbre, que logró traerlos a mejores sentimientos.
  • 44. SUPERIOR DE VALLADOLID El año de 1622 fue nombrado por los Superiores Ministro del convento de Valladolid. Al tener el Santo noticia de ello, escribióles inmediata­mente, renunciando a este cargo del que se juzgaba indigno. Pero fue en balde, y hubo de salir para el nuevo destino, dejando a los baezanos en grande aflicción y absoluta disconformidad con aquel despojo. No había obrado fray Miguel a la ligera ni por humanas considera­ciones, ya que la obediencia constituía su máxima preocupación. Estaba profundamente persuadido de su incapacidad para el buen go­bierno del convento. Por eso pedía al Señor, con vivas instancias, que le diese las luces, sabiduría y prudencia de que ha menester un superior para desempeñar cumplidamente el cargo. Los religiosos le obedecían de muy buena gana y aun con alegría, mandaba las cosas con tanta deli­cadeza y humildad, que más parecía ser el último de los Padres que no el superior del convento; y si a veces se mostraba rígido, era cuando debía reprimir inobservancias y abusos, pero, aun entonces, solía amonestar con tanta dulzura que fácilmente lograba la enmienda de los culpables. Recomendaba mucho a sus hermanos el desasimiento de las cosas terre­nas y el amor a la santa pobreza. Él misma daba ejemplos admirables de esta virtud. Cuando fue nombrado superior, escogió para sí la celda más estrecha y oscura del convento, y, según consta en los procesos canónicos, ni aun sabía distinguir las monedas en sus diversas especies y en su valor. Acontecíale, cuando había de parar en algún mesón, tener que entregar todo el dinero que llevaba para que el huésped se cobrase. En premio de sus virtudes, concedióle el Cielo el don de penetrar los corazones, y una tarde en que oraba con la comunidad en el coro del convento de Sevilla, levantóse de improviso y fue hacia dos jóvenes reli­giosos que allí en su rincón parecían rezar a coro con los demás: «No juzguéis, hermanos míos —les dijo—, y no seréis juzgados». Advertencia que impresionó grandemente a ambos, pues, sin haberse entendido para ello, revolvían en su mente y desaprobaban cosas que habían observado en el Santo. En el convento de Baeza le acaeció otro suceso notable. Y fue que encontró a un cierto Cristóbal Pérez, cuya historia no podía conocer, y le increpó diciendo ¿Eres acaso tú mi ángel malo?» Entendió Pérez el significado de la pregunta y corrió a confesarse. Al volver, se hizo en­contradizo con fray Miguel, el cual exclamó gozoso al verle: «Ahora sí que eres un ángel bueno y no antes que más bien parecías como una mu-jerzuela sucia y desgreñada. Piensa que sólo en Dios encuentra el hombre la propia dignidad».
  • 45. ENFERMEDAD Y MUERTE De tiempo atiás había predicado el Santo que moriría a los treinta y tres años. El primero de abril de 1625 sobrevínole una inflamación que a los pocos días degeneró en tabardillo. Los médicos no lo juzgaron mortal por el momento, pero sabedor nuestro Santo de la proximidad de su muerte, rogó se le administraran los últimos Sacramentos. Antes de recibir el Viático, de rodillas, pidió perdón a sus hermanos de cuantos malos ejemplos les había dado y de las molestias que les ocasionara. A unos caballeros que vinieron a visitarle, les dijo «Considerad, her­manos, cuán poco es la vida humana. Pronto, como yo, llegaréis vosotros al último trance. Todos los placeres y bienes terrenales son pura vanidad y un poco de barro. Pensad que de esta vida sólo habrán de servirnos las buenas obras». Con igual celo y caridad aprovechó aquella ocasión para dictar sus últimas enseñanzas a cuantos acudieron a interesarse por su salud. A la una de la madrugada del día 10 de abril hizo su última profesión de fe «Creo en ti. Dios mío —exclamó—, en ti espero y te amo de todo corazón. Señor, me pesa en el alma de haberte ofendido». Y dichas estas palabras, expiró plácidamente teniendo los ojos puestos en el cielo. Hiciéronsele solemnísimos funerales a los que asistieron la nobleza y el pueblo de Valladolid unidos en el común dolor y en el cariño. Los muchos y portentosos milagros que obró el Señor por mediación de su fiel siervo, movieron al papa Benedicto XIV a declararlo Beato el 10 de abril de 1742. Pío IX lo canonizó solemnemente el 8 de junio de 1862. S A N T O R A L Santos Antonio María Zacarías, fundador; Miguel de los Santos, trinitario; Ata-nasio, diácono y mártir; Numerario, obispo de Tréveris; Floregio, obispo regionario en Auvernia; Esteban primer obispo de Reggio, Casto, her­mano de San Juan de Irlanda, obispo y mártir; Pablo, obispo de Sens; Domicio solitario y mártir, en tiempos de Juliano el Apóstata, Agatón, mártir en Sicilia; Marino, Teodoro y Sedofa, mártires en la Escitia; Basilio V setenta compañeros mártires en Palestina. Beato Arcángel de Calatafino, franciscano. Santas Cirila y compañeras, mártires en Africa; Zoa o Zoé, esposa de San Nicóstrato, convertida por San Sebastián, mártir en Roma (véase las páginas 202 y 207 de nuestro primer tomo); Trifina, martiri­zada en Sicilia, Filomena, virgen italiana.
  • 46. D ÍA 6 D E J U L I O S A N G O A R PRESBÍTERO Y ERMITAÑO EN TRÉVERIS (t 575) La mayoría de los autores señalan el nacimiento de Goar hacia el año 525. Sus padres pertenecían a la nobleza de Aquitania y eran, por sus virtudes, el ornato y la edificación de la provincia. Goar dio desde su infancia señales de verdadera santidad. La historia nos lo mues­tra orlado con la aureola de la inocencia su exquisita pureza daba a su rostro una expresión más suave que la alborada, junto a este lirio de inmaculada blancura crecía lozana y fresca la rosa de la caridad, que ya en los tiernos años inspiraba todas sus acciones e hizo que se mostrara siempre extremadamente amable y obsequioso para con los demás. Apenas alcanzó Goar la edad de la razón, ya se entregó de lleno a la práctica de las obras buenas. Gozábase en consolar a los afligidos y so­correr a los pobres, y su corazón se inflamaba cada día en el amor al prójimo. La pureza de su vida y el ardor de la caridad le granjearon muy pronto el afecto de cuantos le rodeaban, circunstancias que él aprovechó para darse por entero al apostolado de los pobres y de los ignorantes. Ya desde sus tiernos años hablaba de Dios con tal fervor y celo, que ponía admiración en cuantos le escuchaban, sus palabras, precedidas siempre del ejemplo, penetraban suavemente en los corazones por duros
  • 47. i|iir luí-sen. Sus instrucciones, exhortaciones y consejos, encendían en las ,limas l;i llama de la virtud, y muchos pecadores, escuchándole, renun­ciaron a los placeres del mundo y abandonaron la senda del vicio. SACERDOTE Y ERMITAÑO Ta n bellos comienzos atrajeron sobre Goar a atención de su obispo, que, complacido de la actuación del niño, }uiso investirle del carác­ter sacerdotal para hacer más fecundo su apo:tolado. Cuando el joven apóstol llegó a la edad reqterida, recibió los órdenes sagrados. Fue siempre sacerdote celosísimo del cumplimiento de sus de­beres, y muy fervoroso en la celebración del Santo Sacrificio de la Misa. Ejerció, además, el ministerio de la predicación y con sus exhortaciones convirtió a gran número de personas que habím permanecido sordas a otros llamamientos y que acudieron a la primera invitación del Santo. Los esfuerzos de Goar para hacer desaparacer los abusos y las cons-tumbres inveteradas de la época —resabios aúi de bárbaros y paganos tiempo— viéronse coronados con resultados tan satisfactorios, que le dieron motivo para temer que su humildad fue% empañada por la vana­gloria, a causa de las alabanzas que le prodigaban. Para huir de semejante peligro, resolvió retirarse a la soledad, y poniendo por obra su propósito, se encaminó a un lugar desierto situado a orillas del Rin. Tras larga correría, paróse a descansar a oiillas de un riachuelo lla­mado Vocaire, que regaba la hermosa campiña de Tréveris. Era aquél un país sembrado de muchos templos paganos donde los falsos dioses con­taban con entusiastas adoradores. El celoso sacerdote encontró en estos parajes un vasto campo abierto a su celo apc¡stólico, pidió a Fibicio, obispo de Tréveris, licencia para construir un modesto santuario, y pronto una capillita quedó adosada a la ermita que Goar se había edificado. Encerrándose en profundo retiro, encontró en la oración, las vigilias, los ayunos y las austeridades de la vida solitaria, las fuerzas necesarias para cumplir los trabajos del apostolado a que había de entregarse. Pro­visto de armas tan poderosas, abandonó luego su eremítica soledad, de­vorado su corazón por el celo de la salvación de las almas. Recorrió los pueblos vecinos predicando la palabra de Dios y señalando su paso con numerosas conversiones. Para dar más autoridad a su palabra, favore­cióle el Señor con el precioso don de milagros. A su voz, los paganos re­nunciaban a sus errores y abandonaban los templos de los falsos dioses. Sin embargo, no se veía Goar al obrigo de pruebas y tentaciones. El de­monio, irritado, le acometió, unas veces secretamente, y otras de manera
  • 48. manifiesta, pero cada combate suponía un triunfo para el siervo de Dios, con lo cual las luchas no hacían sino aumentarle el ardor y el entusiasmo por la causa de Cristo. CÓMO PRACTICABA LA HOSPITALIDAD De la Santa Misa, más que de ninguna otra devoción, sacaba Goar el celo ardoroso que desplegaba en la evangelización de los pueblos. Celebraba el Santo Sacrificio todos los días en cumplimiento de una obli­gación que él mismo se había impuesto y rezaba, además, todo el salterio. Se le iba gran parte de la noche en vigilias y oraciones, y no bien la aurora esparcía sobre la tierra los primeros resplandores, él comenzaba el cántico de los salmos, y ofrecía luego la Víctima sin mancha. Pronto fue aquel sitio el lugar de cita de todos los pobres y enfermos de la comarca. Cuando Goar había terminado sus largas devociones, se entregaba por completo a las obras de caridad. Hacía sentar a los pobres a su mesa, y él mismo les servía la comida, dando al propio tiempo libre curso a su celo apostólico con tal unción de fe y amor, que muchos de ellos se convertían a Dios o, por lo menos, cambiaban de conducta. Los que tenían la suerte de ser comensales suyos, recogían sus palabras y, atraídos por sus ejemplos y palabras, se hacían a menudo discípulos e imitadores suyos. Goar acogía con gusto a cuantos peregrinos llegaban a su ermita, servíalos con cariño y procurábales cuantos cuidados necesi­taban, esmerándose para que la hospitalidad que ofrecía fuese lo más cómoda posible. Tan absorto estaba en predicar que con frecuencia, en el fervor de sus amonestaciones se olvidaba del propio alimento. ES ACUSADO ANTE EL OBISPO DE TRÉVERIS No todos veían con buenos ojos la conducta de Goar. Dos familiares del obispo de Tréveris, acudieron a la ermita, para cobrar un tri­buto destinado al culto y ornato de la iglesia de San Pedro. La vista de la ermita y de los pobres y peregrinos con quienes Goar repartía su pan desde la mañana, impresionó desfavorablemente a los dos emisarios, los cuales consideraron este acto de caridad como una infracción de las re­glas monásticas del ayuno y de la abstinencia. Al regresar a Tréveris denunciaron a Goar ante el obispo, como a hombre amigo de comilonas y como piedra de escándalo para todo el país, pues arrastraba a muchos hombres a estos mismos excesos que con sus malos ejemplos propagaba. El obispo creyó de buena fe cuanto le contaron sus familiares, y les
  • 49. ordenó que volvieran apresuradamente a la ermita y trajesen a Goar a su presencia para pedirle cuenta de su conducta. Goar los recibió con su acostumbrada amabilidad, sin manifestar la menor extrañeza por esta visita inesperada. Cuando los enviados le comunicaron la orden del obis­po, exclamó. «El Señor me dé fuerzas para que la obediencia no sufra retraso». Pasó la noche en oración, y al amanecer del día siguiente, des­pués de celebrada la misa, dijo a su discípulo. «Hijo mío, prepara la comida para que los enviados de nuestro Pontífice puedan comer con nosotros». Cuando esto oyeron los familiares del obispo, se indignaron, y echaron en cara al sacerdote su desprecio de las leyes del ayuno y sus excesos en la comida. Goar, sin alterarse por estas acusaciones, les de­mostró que las leyes del ayuno no son superiores a las de la caridad. Estaba todavía hablando cuando su discípulo introdujo a un peregrino. Goar le invitó también a sentarse a la mesa y no tuvo ningún reparo en comer con él. Cuando los familiares del obispo se disponían a salir, el ermitaño les ofreció provisiones para el camino, que ellos aceptaron gus­tosos. Montaron a caballo y emprendieron la vuelta a Tréveris; Goar los seguía a pie. Los dos jinetes se alejaron poco a poco hasta que se per­dieron en el horizonte. Cabalgaban en silencio, cuando he aquí que se sintieron acometidos de hambre tan atroz, tan atormentadora sed, y can­sancio tan extraño, que creían llegada su última hora. Sabían que por allí corría un arroyuelo, y se pusieron a buscarlo, muy presto encontraron el cauce, pero sin una gota de agua. Se acuerdan entonces de las provi­siones que les diera Goar en el momento de la partida; las buscan en sus alforjas, pero habían desaparecido. En vista de ello, tratan de llegar pron­to a Tréveris y redoblan la velocidad, mas pronto, uno de ellos, exte­nuado de fatiga, sed y hambre, cae del caballo y pierde el conocimiento. El otro compañero, reconociendo su falta, espera al ermitaño que los seguía de cerca, se echa a sus pies y le pide ayuda. Goar, siempre amable y caritativo, le escucha y accede a sus deseos. Mas antes le dice. «Acordaos de que Dios es amor el que permanece en amor está en Dios y Dios en él. Cuando esta mañana os invitaba a tomar conmigo algún alimento no teníais que haber despreciado aquel acto de amor. Dios os castiga a fin de que aprendáis a practicar la candad, vínculo de toda perfección». De improviso se presentaron a su vista tres ciervas. Goar les mandó que se detuvieran, y fue obedecido al punto; se acercó a ellas, las or­deñó, y después las dejó seguir su carrera a través de los bosques. Vuelto a los dos hambrientos, les ofreció la leche que la Providencia le había suministrado, «id —les dijo luego— a buscar agua al río y llenad las alforjas de provisiones». Así lo hicieron, el riachuelo, seco pocos mo­mentos antes, llevaba una límpida corriente, en la que se refrigeraron;
  • 50. UNO de los familiares del obispo ruega a San Goar que acuda en so­corro de aquel su compañero desfallecido. El Santo se presta gus­toso a ello, no sin advertirle antes: tTened muy presente que Dios es caridad, y el que vive con caridad vive con Dios. No habéis tenido caridad esta mañana y Dios os castiga ahora».
  • 51. al mismo tiempo, las provisiones, reaparecidas milagrosamente, confor­taron sus decaídas fuerzas. Este milagro les abrió los ojos; convencidos de la santidad de Goar, hablaron de él al obispo, no como acusadores, sino como amigos entusiastas y pregoneros de sus virtudes. Rústico —tal era el nombre del prelado— se resistió a creerlos, hizo reunir a todo su clero, y esperó al caritativo ermitaño. Quería proceder con discreción y conocimiento antes de formar juicio EL SEÑOR VUELVE POR EL HONOR DE SU SIERVO Lo primero que hizo Goar al entrar en Tréveris. fue acudir a visitar al Santísimo Sacramento en compañía de su querido discípulo, luego se encaminó al palacio episcopal. Al llegar a la sala del Consejo —según dice la leyenda— obró un prodigio: a falta de percha, colgó su manteo de un rayo de sol. El obispo tomó de ello ocasión para acusarle de ma­gia, atribuyendo este milagro a su comunicación con el espíritu de las tinieblas. Luego le reprochó su intemperancia y el desprecio que hacía de las leyes monásticas del ayuno y de la abstinencia. El acusado escuchaba en silencio, sorprendido y asombrado del milagro que le reprochaban; él había creído suspender su manteo de un objeto destinado a ese fin. Apenas hubo terminado el obispo su parlamento, Goar, levantando los ojos al cielo respondió. «Dios, juez justísimo, que escudriña los cora­zones y sondea los pensamientos, sabe muy bien que nunca fui iniciado en el arte de la magia. Si ciertos animales salvajes se detuvieron brindán­dome su leche, no les obligué a ello mediante culpables encantamientos. Sólo la caridad me guiaba a procurar, con el permiso divino y por su orden, salvar la vida de los que me acompañaban. Me reprocháis el comer y beber desde que apunta la aurora. Dios que ve todas las cosas, y es juez supremo, podría deciros si mis actos se inspiran en la inmortificación o en la caridad». Mientras el ermitaño se defendía con su habitual dulzura y manse­dumbre, llegó un clérigo que llevaba en brazos a un niño recién nacido, abandonado por su madre en la pila de mármol destinada al efecto en la iglesia. Al verle, volviéndose hacia los eclesiásticos, dijo Rústico con aire de triunfo: «Ahora veremos si las obras de Goar se deben a Dios o al demonio. Que haga hablar a este niño para que diga en nuestra pre­sencia quiénes son sus padres, y creeremos entonces en la santidad de sus obras. Si no lo puede hacer, lo tomaremos como prueba palpable de que sus obras son fruto de comercio con el espíritu de las tinieblas. El hombre de Dios se estremeció al oír tal proposición. Se esforzó en
  • 52. convencer al obispo, de que no debía exigirle cosa tan extraordinaria «Además —decía— ese milagro no serviría más que para cubrir de ver­güenza a los padres de la criatura. Sólo la caridad me inspira en mis obras, y en nombre de esta misma caridad, debo resistirme a ejecutar lo que me mandáis». El obispo, rechazando tales excusas, le ordenó que se conformase con sus deseos. Goar levantó los ojos al cielo, hizo a Dios una ardiente oración, y se aproximó al niño. Luego se volvió hacia la asamblea y pre­guntó: «¿Qué edad tiene este niño? —Tres días» —se le respondió—. Inclinándose en seguida-hacia él, le dijo: «En nombre de la Santísima Trinidad, te conjuro que nos digas, clara y distintamente, y por su nombre, quiénes son tu padre y tu madre». Entonces el niño señaló con su ma-necita a un personaje allí presente, infiel a sus deberes, y dijo: «He ahí a mi padre: —y le nombró— , mi madre se llama Flavia». En seguida se cambiaron los papeles. Goar vio a sus pies al culpable derramando co­piosas lágrimas. Él también lloraba por haber sido el instrumento de la revelación de este pecado vergonzoso, pero en su ardiente caridad en­contró palabras de consuelo y aliento. Levantóse el sacrilego con la segu­ridad de que el ermitaño uniría sus oraciones y penitencias a las suyas propias para obtener de Dios el perdón de tamaño pecado. En efecto, Goar le prometió hacer con él y por él una penitencia de siete años. El auditorio quedó asombrado de tanta caridad y humildad. El culpable es­cuchó provechosamente las exhortaciones de Goar, se sometió a todos los rigores de las reglas canónicas, dispuesto a borrar la memoria de los graves desórdenes pasados, y su austerísima penitencia le valió llegar a ser un gran Santo, honrado como tal en la Iglesia de Tréveris. SAN GOAR EN LA CORTE DE SIGEBERTO La noticia de este milagro se extendió rápidamente, y no tardó en llegar hasta la misma corte de Sigeberto, rey de Austrasia. El monarca quiso tener una entrevista con el taumaturgo para oír de sus propios la­bios los pormenores de la asamblea de Tréveris. Con este fin le envió emisarios que pronto le trajeron a su presencia. Sigeberto le rogó que le contase cuanto había sucedido. Pero la modestia prohibía a nuestro Santo manifestar las circunstancias de un hecho que tanta gloria podía repor­tarle, y optó por guardar silencio. Algo contrariado el monarca, le ordenó, en nombre de la autoridad que le confería el poder real, que manifestase cuanto había ocurrido en Tréveris. Goar se inclinó ante una orden tan expresa. Pero como la caridad es siempre ingeniosa, rogó al rey que le contase lo que supiera del caso. Accedió Sigeberto, y cuando hubo ter­
  • 53. minado, le dijo su interlocutor. «Estoy obligado a obedeceros, pero no tengo nada que añadir a vuestro relato, ya que vos lo sabéis todo». Esta respuesta a la vez ingeniosa y humilde, le ganó las simpatías de todos; y una voz unánime se levantó de toda la cámara del rey procla­mando a Goar digno del episcopado, y proponiendo al príncipe que le elevase a la silla de Tréveris; Goar era el único que discrepaba de la opinión general, y suplicó a Sigeberto que no le apartara de su dulce soledad. El rey se mostró sordo a estas súplicas; pero el hombre de Dios redobló sus instancias hasta haber conseguido un plazo de veinte días. Confiaba el Santo que en aquella demora habría de presentarse alguna razón o circunstancia que lo redimiera del compromiso. Porque se le hacía muy cuesta arriba a su humildad tener que cargar sobre sí el peso de aquel grandísimo honor con que se le quería distinguir. Juzgaba que no a él sino a otros más preclaros y virtuosos varones correspondía se­mejante deferencia, y que el Cielo iba a valerse del lapso concedido para rectificar los juicios de los hombres, más dados a juzgar por circunstancias. Pero no quiso confiar sus esperanzas en meras razones, y se propuso hacer méritos para poner al Señor de su parte. Contaba, por lo pronto, con aquel plazo que el rey le concediera, y con el fin de aprovecharlo para sus intentos, despidióse de la Corte, quizá con esperanza de no retornar. RETORNO A LA SOLEDAD Go a r volvió jubiloso a las orillas del Rin, para encerrarse en su celda. Pasaba los días y las noches suplicando al Señor que le enviase una enfermedad para que Sigeberto no pudiera realizar sus planes. Y con el fin de hacer más eficaz su oración, la acompañó con grandes morti­ficaciones. Oyó el Señor las súplicas de su fiel siervo, y antes de que llega­se a su término el plazo concedido por el rey, se vio Goar acometido por una fiebre muy violenta. Era el principio de una enfermedad que debía retenerle en cama por espacio de siete años, y conducirle al fin a la sepul­tura. Sigeberto no pudo, pues, elevar a su candidato a la silla episcopal de Tréveris. Libre ya de aquella preocupación, pensó Goar en satisfacer cumplidamente la promesa que había hecho en Tréveris. A tal fin, ofre­cióse al Señor como víctima propiciatoria. La enfermedad que le aque­jaba proporcionóle crueles sufrimientos que el Santo aceptaba de boní­simo humor y con entrega total de su voluntad en manos del Altísimo. Al mismo tiempo que ofrecía al cielo el mérito de sus dolores, no des­cuidaba de orar fervorosamente por la propagación de la fe, y para pedir el triunfo de la Iglesia.
  • 54. MUERTE DE GOAR Pa s a d o s siete años, recobró Goar la salud. Apenas lo supo Sigeberto, le mandó nuevos emisarios para que aceptase la mitra que le había pro­puesto tiempo hacía. Goar respondió que la hora de su muerte estaba próxima, y que rogaba no se pensase más en privarle de la paz y de la dicha que se gozan en la soledad. Pidió, además, al rey le enviase dos sacerdotes para que le asistieran en sus últimos momentos. Sigeberto accedió, pero los dos enviados llegaron sólo para recoger el último suspiro del valiente soldado de Cristo, del amigo de los pobres y de los humildes. El cuerpo de San Goar fue enterrado en la capillita edificada por el Santo. Más tarde, Pipino el Breve mandó construir a orillas del Rin una magnífica basílica para guardar en ella las preciosas reliquias. Aunque en el sepulcro se realizaron multitud de milagros, parece que Goar se complacía principalmente en salvar del naufragio a los que le invocaban en semejante trance. Se dice que quien a sabiendas pasaba por delante de la iglesia dedi­cada al Santo sin entrar a dirigirle una súplica, tenía su castigo. Cuéntase que Carlomagno, durante una excursión que hizo por el Rin, dejó de ofrecer al Santo sus homenajes. Durante la travesía se levantó una furio­sa tempestad, y por más de doce horas el navio del emperador perdió el rumbo sin que el piloto, a pesar de sus esfuerzos pudiera gobernarlo. Al día siguiente enviaba Carlomagno a la iglesia de San Goar veinte libras de plata y dos tapices de seda. S A N T O R A L Santos Goar, presbítero y ermitaño en Tréveris; Tomás Moro, mártir; Isaías, pro­feta y mártir; Paladio, primer obispo de Escocia; Astio, obispo de Du-razzo y mártir, Rómulo, consagrado por el Apóstol San Pedro como obispo de Fiésoli, en Toscana, mártir en la persecución de Domiciano; Nicolás y Jerónimo, mártires en Brescia; Tranquilino, esposo de Santa Marcia y padre de Santos Marcos y Marceliano, fue convertido por San Sebastián y murió mártir por la fe (véase las páginas 202 y 207 del primer tomo); Sisoés el Tebano, anacoreta. Santas Godoleva, mártir en Flandes; Sexburga, reina de Kent y abadesa, Lucía, mártir con otros diez y ocho compañeros,, en tiempo de Diocleciano; Dominica, virgen y mártir, en Campania, imperando Diocleciano; María Gorettí, virgen y már­tir; Mónica, virgen inglesa; Ángela, virgen carmelita, en Bohemia.
  • 55. D Í A 7 D E J U L I O SANTOS CIRILO Y METODIO APÓSTOL DE LOS ESLAVOS (827-869 y 8207-885) Los Santos Cirilo y Metodio, griegos de linaje, bizantinos por su patria, romanos y apóstoles de la raza eslava por su misión, son, con justo título, considerados como las dos lumbreras de Oriente, porque allí sembraron y propagaron la semilla de la fe cristiana. En vano se ha pre­tendido presentarlos a la faz del mundo como enemigos del catolicismo, ya que los hechos nos los muestran como sumisos y respetuosos hijos de la Iglesia, inseparablemente unidos al sucesor -de San Pedro, y dispuestos siempre a responder al primer llamamiento del Sumo Pontífice y a seguir fielmente sus directivas en la misión de apostolado que emprendieran. En la ciudad de Tesalónica —hoy Salónica—, iluminada con la luz de la fe por el Apóstol de las gentes, vivía a principios del siglo ix un noble caballero griego, por nombre León, alto funcionario del Estado. Naciéronle dos hijos; el mayor, hacia el año 820, que fue bautizado con el nombre de Metodio, el segundo, que vio la luz primera hacia el 827, pusiéronle por nombre Constantino, pero había de ser más adelante co­nocido por el de San Cirilo de Tesalónica, célebre en la Historia de la Iglesia como el de su hermano.
  • 56. Como ambos hablaron desde su infancia la lengua eslava, se ha su­puesto haber sido su madre de esta nacionalidad, b cual no es de extrañar, ya que eran eslavos buena parte de los residentes en Tesalónica. Cons­tantino y Metodio fueron enviados por su padre i Constantinopla, donde pronto se hicieron célebres por su erudición y rápidos progresos. Distin­guióse Constantino por la agudeza de ingenio, especialmente en las artes militares y en la Jurisprudencia, hacia las que le inclinaba su ánimo. Pero no menos admirable que su ciencia era la santidad de ambos her­manos , por doquier se los citaba como dechados de virtud. Su humildad, piedad y mansedumbre atraían los corazones de cuantos los trataban; la misma emperatriz Teodora los tenía en muy gran aprecio y consideración. METODIO, MONJE. — MISIÓN DE CONSTANTINO Fu e promovido Metodio a la prefectura de la provincia eslava del im­perio bizantino, algunos años más tarde, renunció a ella para vestir el humilde y tosco sayal de los basilios en el monasterio de Policronio, cerca de Constantinopla. Constantino se preparaba a seguir sus huellas, cuando los kazares —pueblo que habitaba más allá de la Táurida, hoy Crimea— manifestaron a la emperatriz deseos de abrazar el cristianismo, y le pidieron que enviara algún misionero para instruirlos en la fe. Hasta entonces, su religión había sido una mezcla de judaismo y mahometismo. Entre los años 857 y 860, el emperador Migud III, hijo de Teodora, escogió para aquella misión a Constantino, bibliotecario del patriarca, maestro de filosofía, y que había desempeñado varias funciones diplo­máticas. Constantino aceptó el cargo que se le confiaba, y encaminóse a la región donde debía ejercer su apostolado llevando consigo a Metodio, que había ya pasado el tiempo de prueba en un monasterio del monte Atos. A su paso por Querson —la antigua Quersoneso— detúvose una tem­porada para estudiar la lengua de los kazares. Allí encontró las reliquias del papa San Clemente, desterrado y martirizado en aquel país por orden de Trajano. Fue descubierto el cuerpo debajo de unas ruinas, y al lado se hallaba todavía el áncora con que el mártir fue arrojado a las olas. Propúsose Constantino trasladar las preciosas reliquias a Roma, y mientras aguardaba la ocasión de ejecutar su proyecto, se apresuró a salir para dar término a su misión entre los kazares. Allí confundió a los sec­tarios judíos y musulmanes, y la nación se hizo cristiana. Mientras perma­neció en el país, cifró todos sus afanes en la instrucción del pueblo, y al ser nuevamente llamado a Constantinopla, dejó sacerdotes piadosos e ilustrados para asegurar la permanencia y prosecución de su obra.
  • 57. LOS DOS HERMANOS EN MORAVIA. — VIAJE A ROMA De vuelta en Constantinopla, el celoso misionero vivió retirado cabe la iglesia de los Santos Apóstoles, Metodio llegó a ser hegómeno o abad del monasterio de Policronio, cargo al que le habían llevado los monjes, prendados de su rara virtud y exquisita prudencia. Pero el Cielo reservaba un nuevo campo de acción para ambos herma­nos. Porque habiendo llegado a oídos de Ratislao, rey de los moravos, la obra realizada por Constantino entre los kazares, envió una embajada a Teodora, para exponerle su deseo y el de su pueblo, que ansiaba abrazar la religión cristiana, por lo cual le suplicaba que enviase misioneros. Designados, al efecto, Constantino y Metodio, se encaminaron inme­diatamente a Moravia. Ambos fijaron su residencia en Velerado, donde su celo misional obró maravillas (863). Fue entonces cuando Constantino inventó los caracteres glagolíticos —alfabeto usado en Eslavia y Croa­cia— que tan grandísima utilidad significó para los pueblos eslavos. Afírmase equivocadamente que la conversión de Bulgaria fue obra directa de estos misioneros. Mas si no fue obra directa de ellos, lo fue de sus discípulos, lo que les da deiecho al agradecimiento de esta nación. Los resultados del celo de ambos hermanos habían henchido de gozo el corazón del papa San Nicolás I, gozo que aumentó con la noticia del hallazgo de las reliquias de San Clemente, por lo cual el Sumo Pontífice mostró grandes deseos de verlos y de acelerar el traslado de las reliquias del Pontífice mártir, y les instó a llegarse cuanto antes a Roma. Dirigiéronse allá los dos, pero al llegar a la capital del mundo cató­lico, ya había muerto el papa Nicolás. Adriano I I (867), su digno sucesor, seguido del clero y pueblo romano, salió al encuentro de los misioneros, recibió de sus manos las reliquias de su santo predecesor y las depositó en la basílica de San Clemente. Excavaciones llevadas a cabo en el siglo xix, para la edificación sub­terránea de la iglesia actual, permitieron encontrar la basílica primitiva, decorada todavía con los frescos que se pintaron en memoria de este traslado. Una de esas pinturas nos presenta a Constantino y Metodio, con los hábitos sacerdotales. Entre ambos está el Papa con el palio sobre la casulla, tiene las manos extendidas en actiKid de paternal bondad, como atrayendo hacia sí a las multitudes que sus misioneros convertían a la verdadera fe. Es éste el monumento más elocuente, según expresión de un sabio investigador italiano, de la devoción romana hacia los após­toles de los eslavos, y al propio tiempo una prueba irrecusable y muy expresiva de la subordinación filial eslava a la Sede apostólica.
  • 58. EL RITO ESLAVO FU e b o n , Constantino y Metodio, los civilizadores de los pueblos esla­vos, no sólo por haberles llevado el inapreciable tesoro de la fe cris­tiana, s*no también por haberlos dotado, como hemos dicho, de un alfa­beto, por rnedio del cual, estos pueblos pudieron en adelante escribir en su propia lengua, con grandísima ventaja para el adelanto de su cultura. Para luchar contra la influencia germánica, que amenazaba ahogar el sentimiento nacional so capa de religión, creyéronse ellos obligados a tra­ducir en lengua eslava los Libros Sagrados y a emplear aquel idioma en los actos del culto. Esta innovación litúrgica, que sólo en circunstancias es­peciales podía justificarse, debía ser ratificada por la autoridad ponti­ficia, y el papa Adriano II, por la Bula Gloría in excelsis Deo, la autorizó solemnemente. Los dos santos hermanos celebraron conforme a este rito en las grandes iglesias de Roma: San Pedro, San Pablo y San Andrés. Sin embargo, por referencias, tal vez demasiado interesadas, el Sumo Pon­tífice llegó a sospechar de ambos innovadores, y les dio luego a conocer las acusaciones que se habían levantado contra ellos. Explicaron Constan­tino y Metodio con toda claridad y franqueza su comportamiento, y ter­minaron con una espontánea profesión de fe católica, que luego sellaron con el más fervoroso y firme juramento. CONSAGRACIÓN EPISCOPAL. — EL MONJE CIRILO. SU MUERTE Sa t i s f e c h í s im o de la entrevista, reconoció Adriano I I las relevantes prendas de tan santos varones, y propúsose consolidar la magna obra comenzada. Metodio fue ordenado sacerdote en compañía de algunos dis­cípulos suyos —febrero de 868— ; luego el Papa le consagró obispo y le elevó a la sede arzobispal de Panonia. Afirman algunos, que Constantino recibió la misma dignidad, pero que no llegó a ejercer sus funciones. De todos modos ya no volvería a ver este último las comarcas por él evangelizadas. Cuarenta- y dos años tenía Constantino, y ya sus fuerzas estaban agotadas. Sintiéndose impotente para sobrellevar la carga epis­copal, obtuvo del Papa el debido permiso para retirarse a la soledad del claustro, e ingresó en el monasterio griego de Roma, donde siguió llevan­do una vida ejemplarísima. Al hacer la profesión religiosa, tomó el nom­bre de Cirilo.
  • 59. Al pasar por Quersón, San Cirilo logra descubrir las reliquias del papa San Clemente, que fuera desterrado y martirizado en aquel país en tiempo del emperador Trajano. Con las reliquias estaba el áncora que había servido para martirizarle, cuando, cargado con ella, le arrojaron al mar.
  • 60. Murió nuestro Santo, según la leyenda paleoeslava, en brazos de su herinano, el 14 de febrero del 869, a los cuarenta días de ingresar en el mo­nasterio, cuando ya se había conquistado la admiración y cariño de todos. Roma entera lloró su muerte. Metodio pidió autorización al Papa para trasladar el cuerpo de su hermano a Constantinopla • «Nuestra madre —añadió— nos suplicó con lágrimas que nuestros cuerpos, después de muertos, descansasen en «tierras de la patria». El Papa accedió a ello, pero el pueblo rogó con vivas instancias que no le arrebatasen el cuerpo del Santo. Entonces, Adriano II dispuso la inhumación del cuerpo de Cirilo con los honores reservados al Sumo Pon­tífice, y la concurrencia del clero de ambos ritos latino y oriental, en la basílica de San Pedro y en la tumba reservada a su propia persona. Dolorido Metodio, al no lograr los mortales despojos de su queridísi­mo hermano, suplicó que, a lo menos, fuese inhumado en la basílica de San Clemente, en memoria del hallazgo de las sagradas reliquias por el santo misionero. El Papa no puso dificultad, y el cadáver fue definitiva­mente llevado a la basílica clementina, y depositado en magnífico sepulcro construido al efecto, que no tardó en ser lugar de oración para los fieles. SAN METODIO, ARZOBISPO DE MORAVIA Luis II el Germánico, emperador de Franconia Oriental, que ejercía la soberanía feudal en Panonia y Moravia, veía con sumo recelo el acrecentamiento del poder de Ratislao, cuyo sobrino, Esviatopluk, prín­cipe de Nitra, gobernaba las provincias orientales, integrantes del reino esloveno. Determinó Esviatopluk, arrebatar a su tío el cetro, para lo cual, aliado con Luis el Germánico que había invadido a Moravia, se apoderó de Ratislao (870), y lo entregó a los alemanes. Luego se volvió contra Luis el Germánico, obligándole a reconocer su independencia. Esviatopluk tenía sumo interés en favorecer el rito eslavo, y en pro­teger la obra de Metodio, arzobispo de Moravia, y de sus sufragáneos, uno de los cuales residía en Nitra. ¿Por qué no lo hizo? Nada nos dice la historia. El hecho es que favoreció a los obispos alemanes que defendían su influencia en esta regiones. El eslavo Esviatopluk se trocó, pues, en instrumento de latinización. Inspirado por el obispo Viching, introdujo la liturgia latina en sus dominios. Estas pugnas entre obispos alemanes y bizantinos paralizaron en parte el apostolado de Metodio. También surgieron en Roma nuevas dificultades. El papa Juan VIII. en 873, prohibió a Metodio la celebración del Santo Sacrificio, en rito que no fuera el latino o griego. Esta prohibición fue reiterada en 879, en el
  • 61. momento en que el misionero recibía la orden de salir para Roma. Com­pareció, pues, ante el Pontífice en 880. Por segunda vez explicó y aclaró su comportamiento con tan convincentes razones, que el Papa autorizó en términos claros y formales el uso de la lengua eslava, no solamente para la predicación de la divina palabra sino también para la liturgia. Fácil es comprender por qué la Iglesia Católica pone tantas dificulta­des para aceptar innovaciones en la liturgia sagrada, sin embargo, las aprueba y confirma una vez consagradas por el uso, o, en casos como el presente, para evitar que algunos pueblos poco instruidos, se dejen arras­trar al cisma por pastores mercenarios o perversos que apelan a la exal­tación del sentimiento nacional para sus dañados fines e intereses. Por otra parte, la Santa Sede consideró deber suyo el amparar la len­gua eslava en las iglesias donde se usaba para el servicio divino; única­mente exigieron los Papas fidelidad en las traducciones con el fin de evitar errores de interpretación, y que usasen el eslavo antiguo, así se evitaría que en el transcurso del tiempo, sufriese modificaciones. Todavía existe en nuestros días, en la liturgia latina, el rito eslavo o glagolítico, en algunas diócesis costeras del Adriático. Este privilegio ha sido confirmado por varios Papas, especialmente por Inocencio IV en 1248, Urbano VIII en 1631, Benedicto XIV en 1754, León X I I I en 1898, Pío X en 1906, y parece estar en vías de extenderse por Yugoslavia. ÚLTIMOS TRABAJOS Ce l o s o continuador de la obra comenzada por San Cirilo, su herma­no Metodio parecía haber sido llamado por Dios para evangelizar, ya por sí mismo, ya por sus discípulos y continuadores inmediatos, toda la parte de la Europa oriental que aun no había abrazado la verdadera fe. En Bohemia, la conversión y el bautismo del príncipe Borzivoy y de su mujer Ludmila, arrastraron en pos de sí a toda la nación; que, como suele acaecer, en el buen ejemplo de quienes son cabeza y guía de los pueblos, inspírame éstos mejor que en las palabras. El santo apóstol tuvo que luchar contra los esfuerzos amistosos y apre­miantes de Focio, patriarca de Constantinopla, que a la sazón turbaba la paz de la Iglesia, y que esperaba inducirlo al cisma. Aquellas tentativas no dieron resultado, pues lo que parecía haber originado un conflicto entre el obispo de Panonia y la Santa Sede, era sólo una cuestión disciplinaria • la libertad de un rito, distinto del latino, y no una cuestión dogmática, ni discusión alguna sobre la primacía del Sumo Pontífice. Jamás pudo til­darse a Metodio del más leve desvío para con la doctrina de la Santa
  • 62. Iglesia Romana, ni para con sus verdaderos y legítimos representantes. Bastaron, sin embargo, estos ligerísimos y muy naturales motivos, para remover las aguas de la discusión en torno de la ortodoxia de su conducta. La perfecta unión de Cirilo y Metodio con la cátedra de Pedro, ha sido, históricamente, el más firme testimonio de su rectitud y no cabe frente a ella sino reconocer la autenticidad de su doctrina, largamente aprobada por el Cielo con la santidad y con los milagros obrados por sus siervos. MUERTE DÉ METODIO Ha b ía llegado ya la hora del descanso, este celoso apóstol que estu­viera tan íntimamente unido a su hermano durante la vida, iba muy pronto a juntarse con él en eterno abrazo y a recibir el galardón merecido. Al advertir la proximidad de su fin, designó a Gorazdo, uno de sus pres­bíteros, como sucesor suyo en el episcopado. Dio al clero y al pueblo las últimas instrucciones y consejos y durmióse en la paz del Señor el Martes Santo 6 de abril del año 885. Su cuerpo fue llevado a Roma con la triple y majestuosa solemnidad de las liturgias latina, griega y eslava, y sepultado en la basílica de San Gemente, junto al de su hermano San Cirilo. La santidad de ambos her­manos fue corroborada por numerosos milagros obrados sobre su tumba. CULTO DE LOS SANTOS CIRILO Y METODIO De s d e tiempo inmemorial figuran sus nombres en la liturgia eslava, en la grecobizantina no aparecen hasta el siglo xm, Polonia, en su oficio de rito latino, los invocaba, desde mediados del siglo xiv, como a patronos y apóstoles del reino. No obstante, en el correr de los siglos, fuese desvaneciendo la memo­ria de los dos Santos hasta tal punto que, desde el siglo x i i i hasta el x v i i i se les negó la paternidad de la liturgia eslava y del alfabeto glagolítico, tan justamente llamado «ciriliense», atribuidos durante dichos siglos a San Jerónimo el Eslavón. Los rusos ortodoxos suprimieron el oficio pro­pio de ambos hermanos en 1682, y en el siglo x v i i i , ya ni el calendario hacía mención de ellos. Su memoria fue reivindicada en 1863. En este intervalo, los estudios eslavos inaugurados por José Dobrovski ( f 1829) esclarecieron los nombres de ambos apóstoles, también contri­buyó poderosamente a ello la celebración de los centenarios de 1863, 1869 y 1885. El «Museo Británico» de Londres ha conservado, en copias del
  • 63. siglo x i i , 55 cartas del papa Juan VIII, muchas de las cuales se refieren a las misiones del arzobispo de Panonia. En 1858, Pío IX concedió a los bohemios, mora vos y croatas de raza eslava, que acostumbraban celebrar anualmente el 9 de marzo la fiesta de San Cirilo y San Metodio, autorización para celebrarla en adelante el 5 de julio. Con ocasión del Concilio Vaticano, numerosos obispos solici­taron y consiguieron que se hiciese extensiva esta fiesta a la Iglesia Uni­versal. Actualmente se celebra el 7 de julio, en virtud de un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, que modificó el Breviario y el Misal en diciembre de 1897, y trajo a esta fecha la dicha celebración. Hanse fundado, bajo la advocación de estos dos Santos, varias asocia­ciones. La primera fue instituida el año 1850 en Bruno (Moravia), otra se fundó en 1851, y prosperó bajo los auspicios del siervo de Dios An­tonio Martín Slomseck, obispo de Maribor. Esta nueva cofradía fue apro­bada en Roina el 12 de mayo de 1852, y se extendió rápidamente no sólo entre los eslovenos, sino también en Moravia, Hungría y Galitzia. En Moravia especialmente fue instituida por el «Apostolado de los Santos Cirilo y Metodio», asociación fundada en 1892 por monseñor Sto-jan, y cuyos fines son propagar los sentimientos religiosos y nacionales, y trabajar para lograr la unión de las Iglesias entre los eslavos. En 1927, con ocasión del undécimo centenario del nacimiento de San Cirilo, se celebraron en Praga solemnísimas fiestas en honor de ambos apóstoles eslavos. El mismo año, con la anuencia y delegación del papa Pío XI, reunióse en Velerado un congreso internacional para estudiar y redactar una fórmula de unión de la Iglesia eslava con la romana. S A N T O R A L Santos Cirilo y Metodio, obispos, apóstoles de los esclavos; Panteno, apóstol de la India; Fermín, obispo de Pamplona y mártir (véase su biografía el 25 de septiembre); Vilibaldo, compañero del apóstol de Alemania San Boni­facio, y ordenado por él obispo de Eichstadt; Félix, obispo de Nantes; Odón, obispo de Urgel; Eddas, obispo de Winchester; Apolonio, obispo de Brescia; Ilidio, obispo de Clermont; Eoldo, obispo de Viena, en Francia; Juan obispo de Ravena, y Cónsul, de Como; Valfrido, solitario y monje; Nicóstrato, esposo de Santa Zoé y mártir; Claudio y su hermano Victorino, Sinforiano, hijo de Claudio, y Castorio, cuñado de aquél, convertidos por San Sebastián y mártires de la fe (véase las páginas 202 y 207 de nuestro primer tomo). Beatos Benedicto XI, papa; Lorenzo de Bríndisi, capuchino, y Davanzato, terciario franciscano. Santas Ciríaca, mártir en la persecución de Diocleciano, y Edilburga, hija de un rey inglés.
  • 64. Cetro y corona de reina Cordón de terciaria Rosas del milagro D ÍA 8 DE JUL IO S A N T A I S A B E L REINA DE PORTUGAL (1271-1336) Za r a g o z a , la Inmortal, la de los Innumerables Mártires, Pilar de nuestra raza y Columna de nuestra fe, fue la ciudad donde vio Isabel la luz primera. Andando el tiempo, había de ceñir sus sie­nes con la diadema real y merecer más tarde el honor de los altares por la santidad de su vida. Nació Isabel en el castillo de la Aljafería, de la capital aragonesa, corriendo el año del Señor 1271. Fue hija de Pedro, pri­mogénito del rey de Aragón, don Jaime I, y de Constanza, hija de Man-fredo, rey de Sicilia, y nieta, por línea materna, del emperador de Alema­nia Federico II. Por parte de su madre, sobrina segunda de Santa Isabel de Hungría, cuyo nombre se le dio en el bautismo. Habiéndose contraído contra la voluntad de don Jaime el matrimonio de don Pedro con Constanza, se siguieron, entre padre e hijo, una serie de desavenencias que dividían el reino. El nacimiento de Isabel vino a poner fin a estos desacuerdos Jaime I, que consintió en verla, quedó tan pren­dado de las cualidades de su nieta, que inmediatamente fue a visitar a su madre, a la que mostró desde entonces un afecto verdaderamente paternal. Perdonó a su hijo, y todos los resentimientos que desde muy atrás tenía contra él fueron echados en olvido. Quiso don Jaime que la niña,
  • 65. causa de la reconciliación, viviera con él en su mismo palacio. Isabel cumplió durante toda su vida esta hermosa misión de pacificadora, misión admirable que exalta la santa madre Iglesia en la liturgia de este día. Como la aurora precede al día, así brillaba en el alma de Isabel el re­flejo de la santidad antes que en ella despertara la luz de la razón. Para consolarla cuando lloraba, bastaba con que le mostrasen un crucifijo o la imagen de María Santísima. Por esto decía don Jaime que aquella niña llegaría a ser la mujer más famosa del reino de Aragón. El padre de Isa­bel, Pedro III, sucedió en el trono a Jaime I, el cual murió en 1276, tras largo reinado que le mereciera el dictado de Santo y Conquistador. Ya en la corte, renunció Isabel a la magnificencia de los vestidos, al atractivo de los placeres y diversiones y a toda ocupación inútil. Aborre­cía los cuentos y las historias profanas, y se gozaba, en cambio, en la lec­tura de los libros de piedad, y en la repetición de los salmos e himnos religiosos, se entregaba a las prácticas de devoción, a la caridad y peni­tencias, y socorría a los pobres con ternura y compasión verdaderamente maternales. REINA DE PORTUGAL La joven Isabel, que sentía gran atractivo por la virginidad, no hubiera aceptado esposo alguno terrenal, pero una luz particular le manifestó que por razón de estado debía sacrificarse y acatar el deseo de sus padres. La alianza con el valeroso rey de Aragón, llamado el Grande a pesar de su corto reinado, era muy solicitada. El emperador de Oriente, y los reyes de Francia, Inglaterra y Portugal, habían pedido la mano de Isabel. Para evitarse la pena que les produciría el alejamiento de su hija, buscaron los padres al rey más próximo, y, con este fin enviaron embajadores a Dio­nisio, rey de Portugal, para anunciarle que aceptaban su petición. Dionisio, que se encontraba entonces en Alentejo, en guerra contra su hermano don Alfonso, cesó en las hostilidades al recibir a los enviados del rey de Aragón. Tardó mucho el rey Pedro en dejar salir a su amada hija, pero al fin cedió, y, acompañándola hasta la frontera de su reino, se des­pidió de ella con abundantes lágrimas. A su paso por Castilla, fue la joven princesa magníficamente recibida en todas partes. El 24 de junio de 1282 hizo su entrada solemne en Trancoso, donde la esperaba el rey, y allí celebraron la boda el mismo día con extraordinaria solemnidad y no pe­queño regocijo del pueblo. Dionisio tenía a la sazón unos veinte años, y la reina frisaba en los doce. La mudanza de estado no alteró las costumbres de Isabel. En la corte de Portugal como antes en la de Aragón, siguió siendo modelo de todas
  • 66. las virtudes Su marido le dejó amplia libertad para los ejercicios piado­sos, si bien procuró moderar sus mortificaciones para que no le alterasen la salud ni amenguaran su extraordinaria belleza. El buen ejemplo de Isabel decidió a muchas damas de la corte a vivir cristianamente como su reina, los servicios de tocador se redujeron a justa medida; desterróse la ociosidad de entre los que la rodeaban; las damas de palacio trabajaban para los hospitales, iglesias, monasterios y casas pobres, y cuidaban de dar a la conversación un tono elevado y digno. Pronto la fama de estas refor­mas se propagó por todo el reino, excitando en todas partes santa emula­ción para el bien, de manera especial entre las familias nobles. Portugal acababa de barrer de su territorio a los sarracenos, amplian­do así sus fronteras hasta los límites actuales, y entraba en una nueva era de paz y prosperidad. Dionisio reparó las ruinas acumuladas por las an­teriores guerras- no menos de cuarenta fueron las ciudades reconstruidas o edificadas, fundó muchos hospitales y centros de saber, entre éstos la célebre Universidad de Coímbra, y dio gran impulso a la agricultura y al comercio. La historia, con muy merecida justicia, ha calificado de «edad de oro de Portugal» a los cuarenta y tres años de este reinado. Isabel tuvo parte considerable en esta obra de restauración, principal­mente en la construcción, y adorno de las iglesias, hospitales y orfanatos; y si el pueblo agradecido dio a su soberano los títulos de «Rey labrador» y «Padre de la Patria», saludó a su reina con el dictado de «Patrona de los agricultores», por el grande amor que siempre les demostró. En 1288 tuvo Isabel el primer vástago, Constanza, la cual debía casar años más tarde con Fernando IV, rey de Castilla, y murió en el año 1313. TERRIBLES PRUEBAS — UN RASGO DE JUSTICIA DIVINA Tr a s de algunos años de dicha conyugal perfecta, el rey se dejó llevar de culpables pasiones. La desdichada reina soportó aquella pesadí­sima cruz con tan heroica paciencia, que jamás se le escapó ni la más li­gera queja ni la más mínima señal de disgusto o resentiminto. Menos ofen­dida de sus agravios y del abandono en que se veía, que de las ofensas hechas a la majestad de Dios, se contentaba con clamar en secreto al Señor por la conversión del rey, pidiéndosela sin cesar con oraciones, lá­grimas y limosnas. Al fin la paciencia y mansedumbre de la reina conmo­vieron el corazón del rey, el cual volvió a la práctica de sus deberes reli­giosos e hizo penitencia por sus pasados extravíos con sincerísimo arre­pentimiento. Tenía la reina un paje muy virtuoso, de mucho juicio y singular pru­
  • 67. dencia; por estas prendas se valía de él así para las limosnas reservadas de muchos pobres vergonzantes, como para varias otras buenas obras. Otro paje, compañero de él, lleno de envidia, determinó perderle, con cuya ma­ligna intención significó al rey que no era muy inocente la inclinación de la reina hacia aquel paje suyo, el cual abusaba de los favores de la prin­cesa en ofensa de Su Majestad. El rey dio crédito con demasiada ligereza al calumniador. Volviendo un día de caza, pasó por una calera, y lla­mando aparte al dueño de ella, le previno de que a la mañana siguiente le enviaría un paje a preguntarle si había ejecutado ya aquella orden que le había dado. Al punto, sin responder palabra, debía arrojarle al horno de la calera. A la mañana siguiente, muy temprano, el rey envió al lugar convenido al paje de la reina. Partió al instante, pero hubo de pasar cerca de una iglesia cuando la campana anunciaba el momento de la consagración, entró y oyó el final de aquella misa y aún otras dos que se celebraron a continuación. Impaciente el rey por saber cómo habían cumplido su man­dato, despachó al calumniador para que se informara de ello. Llegó el emisario a la calera, y, apenas abrió la boca para preguntar si se había hecho lo que el rey ordenara, cuando los caleros le arrebataron y le arro­jaron al horno. Poco después llegó el paje de la reina, y enterándose de que la orden había sido cumplida ya, volvió a palacio; asombrado el rey al verle, le hizo varias preguntas, descubrió la extraña equivocación y hubo de reconocer la singular providencia del Señor, que protege a los inocentes y castiga a los culpados, aun a pesar de las estudiadas maqui­naciones de los hombres. SANTA ISABEL RESTABLECE LA PAZ Al f o n s o , príncipe heredero de Portugal, deseoso de figurar en el campo de la política, intentó, en 1322, apoderarse por sorpresa de Lisboa. El rey conocedor de estos planes, quiso evitar la guerra y no encontró más expeditivo remedio que hacer prisionero al rebelde. Isabel, luchando entre su amor de esposa y su amor de madre, trató de reconciliar al padre con el h ijo , luego, para que no hubiera efusión de sangre, advirtió a su hijo Alfonso el peligro que corría. Algunas personas mal intencionadas la acusaron de ser partidaria del príncipe, y el rey, de­masiadamente crédulo, echó a la reina del palacio de Santarem, donde él estaba, privóla de todas sus rentas y la desterró a la villa de Alenquer. En tan crítica circunstancia, muchos señores ofrecieron sus servicios a la rei­na, pero ella lo rehusó todo, alegando que la primera obligación que a todos cabía era la de condescender con los deseos del rey.
  • 68. La santa reina de Portugal visita a los pobres enfermos y cúralos con sus propias manos sin asco ni pesadumbre. Les lava los pies, aunque tengan enfermedades enojosas, y con gran devoción se los besa. Todo le parece poco, sabiendo que Dios es digno de infinito amor y servicio.
  • 69. El joven príncipe, so pretexto de defender a su madre, pidió socorros a Castilla y Aragón, mientras Dionisio preparaba un gran ejército. Ante tales extremos, marchóse la reina de Alenquer, no obstante la prohibición del rey, y fue a Coímbra a echarse a los pies de su esposo, el cual la re­cibió con bondad y consintió que se interpusiera cerca de su hijo. Apre­suradamente fue Isabel a Pombal, donde el príncipe se hallaba al frente de las tropas rebeldes, le ofreció el perdón paterno, y se restableció nue­vamente la paz. PIEDAD Y VIRTUD DE NUESTRA SANTA. — SUS MILAGROS La virtuosa reina comenzaba el día con un acto de piedad que tenía lugar en la capilla de palacio. Allí rezaba Maitines y Laudes, y oía luego la santa Misa. Tenía en alto grado el don de lágrimas y era su anhelo sufrir por Nuestro Señor. Durante la cuaresma practicaba ayunos rigurosos y llevaba debajo de sus vestidos ásperos cilicios. Los viernes, con licencia del rey, daba de comer en sus habitaciones particulares a doce pobres, los servía ella misma, y les daba vestidos, calzado y dinero. En sus frecuentes visitas a los hospitales, consolaba a los enfermos, e interesábase por su salud, más de una vez, después de esta visita, los pacientes se sentían libres o muy mejorados de sus dolencias. Un día, en el monasterio de Chelas, en Lisboa, iba a visitar a una religiosa que estaba muriendo de un cáncer en el pecho; quiso la reina ver la llaga, la tocó y el mal desapareció en el mismo instante. Otro caso análogo sucedió con una sirvienta suya gravemente enferma desde tiempo atrás. Bajo el patronato de Santa Isabel, fundó un hospital capaz para quince enfermos menesterosos. A fin de poder estar más próxima a las monjas y más cerca de los pobres, hizo construir enfrente del hospital un palacio que luego, ante notario, legó al convento, estipulando, para evitar las mo­lestias de vecindad a las religiosas, que únicamente podrían habitarlo los reyes o los infantes. Cuando se elevaban estas edificaciones, cierto día en que Isabel llevaba algunos donativos para los obreros, habiéndola encon­trado el rey, le preguntó qué ocultaba tan cuidadosamente. Por toda res­puesta, entreabrió la Santa su vestido, del que cayó un puñado de rosas. En recuerdo de este milagro, se dio el nombre de «Puerta de las Rosas» a una del monasterio de Santa Clara. Una noche, durante el sueño, Isabel recibió inspiración del Espíritu Santo, para edificar un templo en su honor. Muy de madrugada, hizo la piadosa reina ofrecer el santo Sacrificio, y rogó al Señor que le manifes­tase claramente su voluntad. Una vez conocida ésta, mandó algunos ar­
  • 70. quitectos al sitio que le parecía más conveniente para la construcción pro­yectada, pero volvieron para comunicarle que los cimientos ya estaban trazados y que se podía empezar inmediatamente la construcción. Fue cosa muy sorprendente, pues la víspera no había absolutamente nada. El rey ordenó una indagación e hizo levantar acta acerca de este hecho mara­villoso; cuando la reina llegó al lugar para cerciorarse de lo sucedido, tuvo un prolongado éxtasis, del que fueron muchos testigos. Poco tiempo después, yendo Isabel a visitar los trabajos, encontró a una muchacha que llevaba un ramo. Pidióselo y repartió las flores a los obreros, éstos después de agradecer el delicado obsequio, las dejaron en lugar seguro, mas al ir a recogerlas después del trabajo, vieron que se habían convertido en doblones. La construcción de la iglesia y las fiestas solemnes de su inauguración fueron señaladas con multitud de maravillas. Junto al parque de Alenquer corría un río en cuyas aguas la reina la­vaba la ropa de los enfermos del hospital. Dice la historia que al contacto con sus manos, estas aguas adquirieron propiedades maravillosas con las cuales muchos enfermos recobraron la salud y otros mejoraron de sus do­lencias. MUERTE DEL REY Ha l l á n d o s e enfermo Dionisio y cansado del clima de Lisboa donde se encontraba en compañía de la reina, decidió ir a Santarem, pero en el viaje le aumentó la fiebre y tuvo que detenerse en el poblado de Villanueva. Isabel envió inmediatamente emisarios para que hicieran venir a su hijo y se apresuró a hacer trasladar al enfermo a Santarem donde se agravó de tal manera, que se le tuvieron que administrar los últimos sa­cramentos. La reina, que no le abandonó un momento, cuidóle con admi­rable solicitud y logró que se entregara completamente en las manos de Dios. Murió el rey piadosamente el 7 de enero de 1325. Isabel se retiró a sus habitaciones para dar desahogo a su dolor; se des­pojó de los vestidos reales, y púsose el pobre hábito de clarisa. Desde aquel día hasta el de los funerales, que tuvieron lugar en Odinellas, hizo celebrar muchas misas y rezar muchas oraciones por el eterno descanso del alma de su marido, y dióse personalmente extraordinarias penitencias. Con aquel suceso quedaba la santa reina libre de los compromisos a que le obligaba su vida en la corte, y ya sólo pensó en consagrarse de lleno a las exigencias de su piadosísimo corazón. Ofrecíasele así un magní­fico campo a su fervor; en adelante, vacaría exclusivamente a los inte­reses de su alma, y a encomendar a la misericordia de Dios el descanso eterno del difunto rey. Dios había de bendecir aquella generosa resolución.
  • 71. PEREGRINACIONES A COMPOSTELA. LA REINA, CON LAS MONJAS CLARAS En medio de su luto, la reina resolvió ir en peregrinación a Compostela para visitar el sepulcro de Santiago. Quiso realizar el viaje de incóg­nito, en compañía de otras damas, pero, no obstante haber salido secre­tamente de Odinellas, la fama de su santidad la precedió por todas partes. En Arrifana de Santa María, diócesis de Oporto, ur.a mujer se arrojó a los pies de la reina suplicándola que tocase los ojos de su hija que era ciega de nacimiento. La reina se contentó con darle una cuantiosa limos­na, pero ante las súplicas reiteradas de la mujer, consintió en ver a la niña, a la cual sanó milagrosamente, la curación sólo pudo comprobarse unos días después; así lo dispuso Dios para respetar la humildad de su sierva. Una vez llegada a la vista de la catedral de Santiago, bajó Isabel de su litera, besó varias veces el suelo, y a pie llegó hasta la ciudad, en la que permaneció dos días junto a la tumba del Apóstol. Los ricos pre­sentes que hizo el día 25 de julio, fiesta de Santiago, descubrieron la per­sonalidad de la egregia peregrina. El obispo le regaló un bordón incrus­tado de plata que Isabel guardó toda la vida como preciosa reliquia. Al regresar de Compostela, quiso nuestra Santa poner por obra su deseo de abrazar la vida religiosa y, para que su sacrificio fuese más com­pleto, entró en la Orden de las pobrísimas monjas Claras. Fue, pues, al convento de Coímbra. Pero por consejo de sus directores, estuvo allí sólo a título de donada o terciaria. Deseosa de repetir la peregrinación a Compostela, pensó hacerla a pie, acompañada de dos solas criadas. Tenía entonces sesenta y cuatro años. Aunque el trayecto era largo, no quiso vivir más que de limosna. En un zurrón guardaba los regojos de pan que pedía de puerta en puerta, y eso con el agua de las fuentes, era todo su alimento. Apenas estuvo de vuelta en Coímbra, supo la reina que su nieto, Al­fonso XI de Castilla, y su hijo. Alfonso IV de Portugal, estaban para declararse la guerra. Con el fin de reconciliar a los dos reyes partió al punto a Estremoz, donde se hallaba su hijo con todo el ejército. Pero el viaje era de más de treinta leguas y los terribles calores del mes de junio le hicieron dificultosísima la marcha. La reina enfermó, y no tardó en declarársele una postema perniciosa que aumentó la fiebre. Se juzgó su estado de mucha gravedad, y a petición suya se le dieron los últimos sacramentos. Aún quedó tiempo a la Santa para conseguir que su hijo renunciase a la guerra.
  • 72. SU MUERTE. — PRODIGIOS QUE LA SIGUIERON Los médicos, que habían sido llamados con grande urgencia, encontra­ron muy débil el pulso de la enferma. En cuanto salieron de la habi­tación, quiso la reina levantarse del lecho; pero, apenas descansó los pies en el suelo, cayó desvanecida. Vuelta en sí, rezó el Credo y una plegaria a la Virgen, besó el Crucifijo y se durmió en la paz del Señor. Era el 4 de julio de 1336, tenía a la sazón sesenta y cinco años. En su testamento, Isabel legaba todos sus bienes al monasterio de Santa Clara de Coímbra, en el cual pedía que se la enterrase, aunque con expresa prohibición de que embalsamasen su cadáver. A causa de los calores se temió la rápida descomposición, lo que originó algunas dudas respecto a dicho mandato, sin embargo, por no quebrantar el último deseo de la reina, su cuerpo, revestido con el hábito de Santa Clara y envuelto en una sábana, fue depositado en un sencillísimo ataúd de madera. Junto a su tumba se multiplicaron los. milagros. En el proceso de su beatificación, se reconoció la curación de seis moribundos, cinco paralí­ticos, dos leprosos y un loco. Isabel fue beatificada por León X en 1516. El 26 de marzo de 1612, al ser abierta su sepultura, se observó que su cuerpo incorrupto exhalaba exquisito perfume. Fue canonizada por Su Santidad Urbano VIII el día 25 de mayo del año 1625. Muchas ciudades la han escogido por Patrona: Zaragoza donde nació, Estremoz donde murió, Coímbra donde vivió como humilde terciaria de San Francisco, y la nación portuguesa en que había brillado como reina y como santa. S A N T O R A L Santos Quitiano o Kiliuno, obispo y mártir; Auspicio, obispo de T o u l; Aquila, esposo de Santa Priscila (véase en el día 16 de enero); Proco pió, mártir en Cesáreo; Grimbaldo, primer abad de Winchester; Ducelino, venerado en la diócesis de Angers; Colomano y Tornano, mártires; cincuenta sol­dados convertidos durante el martirio de Santa Bonosa y mártires a su vez (siglo iii); los monjes Abrahamitas, martirizados por los iconoclastas. Beatos Eugenio 111 y Adriano III, papas; Pedro Cendra, dominico. Santas Isabel, reina de Portugal; Witburga, virgen; y Landrada, virgen y abadesa de Bilsen (Holanda); Suniva, virgen y mártir en Noruega; Teodosia y doce compañeras, mártires en Oriente.
  • 73. D ÍA 9 D E J U L I O SANTA VERONICA DE JULIANIS ABADESA CAPUCHINA (1660-1727) Er a el año 1664. Benita Mancini, piadosa madre de familia, se hallaba en sus últimos momentos, después de una vida consagrada total­mente a la práctica de las virtudes cristianas. Desposada con Fran­cisco de Julianis, caballero distiguido de Mercantello, ciudad del ducado de Urbino, en la Italia central, había tenido siete hijos, dos de éstos la habían precedido en el camino de la eternidad. Poco antes de morir, llamó a los otros cinco en torno a su lecho de dolor y mostrándoles el crucifijo les habló a sí- —Que las sagradas llagas de nuestro Divino Salvador sean hijos míos, vuestro refugio durante toda la vida. Os lego una de ellas a cada uno de vosotros para que tengáis dónde reposar vuestras inquietudes y vuestro amor. Nunca la abandonéis, y seréis felices en la vida. A Úrsula, que era la más pequeña de los cinco, le correspondió la llaga del costado divino. Parecía obedecer esta herencia a una disposición providente del Señor, ya que Él mismo había escogido esta alma para que constituyese uno de los florones de su corona, y la había prevenido con gracias extraordinarias en atención a la grandeza de su futura santidad.
  • 74. Na c id a el 27 de diciembre de 1660, Úrsula, que más tarde había de tomar el nombre de Verónica, comenzó desde la infancia a practi­car el ayuno los miércoles, viernes y sábados en memoria de los sufri­mientos de Jesús y en honra de la Virgen Santísima. Contaba apenas dos años, cuando, encontrándose cierto día con una criada de su madre en una tienda de comestibles, dijo con voz clara y fuerte al vendedor que quería engañar en el peso «Sea usted justo, que Dios le ve». A la edad de tres años ya tenía comunicaciones familiares con Jesús y María. Gustábale mucho adornar un altarcito colocado delante de un cua­dro que representaba a la Virgen con el Niño Jesús en los brazos. Sobre este altar depositaba muchas veces su desayuno, y, con frecuencia, antes de tomar su porción de comida, invitaba al Niño a comer con ella. El Señor, a quien tanto agradaban la inocencia y la sencillez, aceptaba com­placido aquel obsequio de amor, más de una vez se animó la imagen de María, y bajando el Niño de los brazos de su Madre a los de Úrsula, hasta llegó a saborear alguna vez los manjares ofrecidos por la parvulita. Llena de caridad para con los pobres, entregó un día sus zapatos a una niña descalza que pedía limosna. Creía haberlo hecho a una de tantas niñas desvalidas, poco después los vió en los pies de la Santísima Virgen, milagrosamente agrandados y esplendentes de pedrería. Úrsula se había propuesto imitar a Santa Catalina de Sena y a Santa Rosa de Lima, y a su ejemplo se complacía en mortificar el cuerpo. Una vez se dejó coger los dedos al cerrar una puerta, lo que le ocasionó gran dolor y abundante derramamiento de sangre; de no haber sido por obe­diencia no habría aceptado cuidado alguno para la mano magullada, tan extraordinario era su deseo de sufrir por amor de Jesús. La muerte de su piadosa madre fue para Úrsula una prueba terrible que sirvió para afianzarla más en la piedad, al mostrarle de cerca la va­nidad de las cosas mundanas y las grandezas de la vida futura. Su padre, recién nombrado superintendiente de hacienda en Plasencia, trasladó el domicilio a dicha ciudad en 1668. Allí hizo Úrsula la primera comunión cuando contaba diez años. Desde aquel momento sintió su corazón tan abrasado en el amor divino que, al volver a casa, preguntó a sus her­manas si cada vez que se comulgaba se sentía un placer tan grande. El padre, que la amaba con predilección, pensaba ya en prepararle un brillante matrimonio; muchos jóvenes nobles aspiraban a la mano de la noble doncella; pero cuantos esfuerzos se hicieron para que consintiera en tomar esposo, fueron completamente ineficaces. «Vuestras instancias son inútiles decía; pues yo he de ser religiosa».
  • 75. LA HERMANA VERÓNICA De s p u é s de muchas resistencias, acabó su padre por ceder a las sú­plicas de la joven y le permitió entrar en el convento de capuchi­nas de Cittá di Castello. En él tomó Úrsula el hábito el 23 de octubre de 1677 con el nombre de Hermana Verónica, contaba a la sazón diez y siete años. Desde el primer día, cumplió rigurosamente las austeras obser­vancias del convento; su entusiasmo, alegría y modestia, edificaban a todas las Hermanas. Mas no todo fue paz, que no dejó el demonio de asaltarla con muchas tentaciones para hacerla caer en la duda, tristeza y desaliento, triple arma que exige recio temple en las vocaciones primerizas. El sostén de la piadosa novicia en medio de sus penas fue la medita­ción de los dolores de Nuestro Señor; en este ejercicio aprendió a inmo­larse enteramente a su Divino Rey y a servirle, costara lo que costase, aun en el caso de verse privada de todo consuelo. El 1.° de noviembre de 1678, la Hermana Verónica emitió los votos de religión con una alegría inmensa. Cada año celebraba esta fecha con profundo recogimiento. La noble hija de Francisco de Julianis cumplió a las mil maravillas los diversos empleos del convento; y según se lo exigió la obediencia, fue cocinera, despensera, enfermera, sacristana y portera, sin que ninguno de estos oficios lograra desviarla de su firme propósito de adelantar más y más en la virtud. Dulce y obsequiosa con todas las Hermanas, se apres­taba a suplirlas en sus cargos siempre que la caridad lo exigía, aun en­tonces, elegía para sí lo más penoso y desagradable. En los empleos de cocinera y enfermera experimentó al principio las naturales repugnancias; pero triunfó de ellas con heroica virtud. Así, por ejemplo, la mortificaba mucho y no podía soportar el olor de ciertos pescados, para vencerse, tomó uno, lo llevó a su celda, y allí lo conservó hasta que estuvo corrom­pido. Acostumbraba decir Todo el que quiera ser de Dios ha de morir a sí mismo», su vida fue un ejercicio continuo de vencimiento propio. A los treinta y cuatro años, la Hermana Verónica fue nombrada maes­tra de novicias, empleo que desempeñó por espacio de veintidós años. Durante ellos formó una multitud de religiosas, muchas de las cuales lle­garon a un alto grado de perfección. Entre otras se cita a la Venerable Florina Ceoli que le sucedió más tarde en el gobierno del monasterio. La prudente Madre procuraba inducir a sus hijas a la práctica de la humildad según se lo había recomendado el Niño Jesús en una aparición. Ella sabía que hay que seguir siempre las vías ordinarias, a menos que el Espíritu Santo manifieste claramente otra dirección, por esto se esforzaba en instruir bien a sus novicias en lo referente a los mandamientos de Dios,
  • 76. la doctrina, la regla y las constituciones. «No despreciéis —repetía— las cosas pequeñas, pues no hay cosas pequeñas a los ojos de Dios». HIJA DE LA CRUZ En medio de todos los empleos exteriores, la Hermana Verónica sufría un martirio de amor en unión con Jesucristo crucificado. Muchas pá­ginas harían falta para encarecer con qué intensidad y devoción sobrellevó los lances de esta vida que tan íntimamente la unían a los dolores del Salvador. Comenzó aquel padecer en los primeros años de su vocación religiosa, y ya no la volvió a dejar. Ello hizo que firmara en sus escri­tos «Hija de la Cruz». Porque realmente la cruz fue como la nodriza de su adelanto espiritual. Describe así la Santa una de las muchas apariciones con que la honró el Señor para alentarla a proseguir en su martirio «Me pareció ver a Nuestro Señor que llevaba la Cruz sobre sus es­paldas y me invitaba a compartir con Él esta carga preciosa. Experimen­té ardiente deseo de sufrir, y parecía como que el Señor plantaba su cruz en mi corazón y que así me hacía comprender el precio de los sufrimien­tos. Me encontraba como rodeado de toda clase de penas, en el mismo instante vi aquellas penas transformadas en joyas y en piedras preciosas talladas todas en forma de cruz. Al mismo tiempo me fue revelado que Dios sólo exigía de mí sufrimientos y desapareció la visión. Apenas me hube recobrado, sentí en mi corazón un intenso dolor que ya nunca me abandonó. El deseo que yo tenía de sufrir era tan vivo, que gustosa hu­biera afrontado todos los tormentos imaginables. A partir de aquel mo­mento, no he cesado de repetir «La cruz y los sufrimientos son valiosísi­mos tesoros, verdaderas delicias». La figura de la cruz y de otros instrumentos de la Pasión quedaron impresas física y realmente en su corazón, según se pudo comprobar des­pués de su muerte. Un día, festividad de la Asunción, aparecióse la San­tísima Virgen a la sierva de Dios, y tomando un cáliz de las manos de su divino Hijo, presen tóselo a Verónica diciendo: a Toma, hija mía, este don precioso que Jesús te ofrece por mi mano». En esta ocasión, acom­pañaban a la Virgen, Santa Catalina de Sena y Santa Rosa de Lima. El día de San Agustín, el Salvador se mostró a su sierva, acompañado por el Doctor de Hipona, y le presentó un cáliz lleno de un licor que borbotaba y vertía; licor cuyas gotas recogían los ángeles en copas de oro para ofrecerlas al trono de Dios. Verónica entendió que este licor repre­sentaba los sufrimientos que habría de soportar por amor a Nuestro Señor
  • 77. Di c e Jesús a Sania Verónica: «Vengo a coronarte, hija mían. Quítase entonces la corona de espinas v se la pone a la Santa. Los dolores agudísimos que Verónica sintió en la cabeza desde entonces, solían re­crudecerse e intensificarse los viernes y en otras muchas circunstancias, sobre todo en Semana Santa.
  • 78. Jesucristo. Estos sufrimientos fueron muchos, largos y terribles. Doloro-sas e interminables enfermedades, tentaciones violentas del espíritu de las tinieblas, arideces, oscuridades y desolaciones interiores. Veces hubo en que le parecía que Dios, sordo a sus oraciones, se había retirado de ella para abandonarla a una agonía más cruel que la muerte. Pero la mano divina estaba allí, sosteniendo el ánimo de su heroica sierva, la cual, invencible, repetía en medio de sus angustias: « ¡ Bendito sea Dios! Todo esto es poca cosa para lo que se merece su amor. ¡Viva la cruz, sola y sin adornos! ¡Viva el sufrimiento! Todo lo acepto para hacer lo que a mi Señor gusta y para cumplir su santa voluntad». El 4 de abril de 1694, Jesucristo se le apareció coronado de espinas. A su vista exclamó Verónica «Oh Esposo de mi alma, dadme esas es­pinas, pues yo soy quien las merezco y no Vos, «mi soberano Bien». El Salvador le respondió: «Precisamente he venido a coronarte, amada mía». Y quitándose la corona púsola sobre la cabeza de Verónica. Experimentó ésta tal sufrimiento cual jamás lo había sentido. Desde entonces su cabe­za quedó coronada de dolores que no la dejaron nunca más, dolores que aumentaban de intensidad cada viernes, por Cuaresma, sobre todo, en Se­mana Santa. Los médicos, al intervenir, aumentaron sus padecimientos, le aplicaron un botón de fuego a la cabeza y le cortaron la piel del cuello con una gruesa aguja enrojecida para hacerle un sedal nada lograron, y tuvieron que reconocer que aquella enfermedad les era desconocida. Con humildad propia de una santa, Verónica manifestaba francamente a su confesor y director todo lo que le pasaba, y las gracias extraordi­narias que Dios le concedía. Es éste el medio más seguro —como dice Santa Teresa— para no errar y no ser víctima de las ilusiones del demo­nio. Su obediencia en esto, como en todo, era perfecta. El 5 de marzo de 1696, Nuestro Señor le ordenó que ayunase a pan y agua por espacio de tres años, pero los superiores no se lo consintieron. Habiendo renovado el Divino Maestro su orden, díjole ella- «Señor y Dios mío, yo quiero obedeceros, pero sé que vuestra voluntad es que sólo haga lo que me permiten vuestros representantes respecto a mí. Si deseáis, pues, que yo cumpla vuestras órdenes, disponed en consecuencia el áni­mo de los que habéis puesto para dirigirme». Así se hizo. Poco después se le concedía a la Santa el permiso deseado. El Viernes Santo, 5 de abril de 1697, mientras meditaba sobre los su­frimientos de Nuestro Señor, apareciósele Cristo en la Cruz de sus cinco llagas salieron sendos rayos inflamados que fueron a herir a Verónica en sus manos, pies y costado, al mismo tiempo sintió ella un gran dolor y experimentó un tormento semejante al de una persona clavada en cruz. También tuvo que sufrir varias veces el suplicio de la flagelación.
  • 79. EN EL CRISOL DE LAS PRUEBAS Sa b e d o r a la autoridad eclesiástica de los hechos extraordinarios que se referían de Sor Verónica, quiso examinar el caso detenidamente para comprobar si estos fenómenos venían del espíritu de Dios o bien del de­monio, tan hábil para engañar y seducir a las almas. Por orden del tri­bunal del Santo Oficio, el obispo de Cittá di Castello fue el encargado de poner a prueba la obediencia, humildad y resignación de Verónica, pues estas son las piedras de toque de la verdadera santidad. Se empezó por destituirla de su cargo de Maestra de novicias; se la separó luego de la comunidad como si fuera una oveja enferma cuyo con­tacto resultase peligroso; se la encerró en un cuarto de la enfermería con prohibición de ir al coro, excepto los días de precepto, para oír misa. No podía bajar al recibidor, ni escribir carta alguna como no fuese a sus her­manas religiosas que vivían en Mercatello. Estuvo bajo la custodia de una Hermana conversa que tenía orden de mandarle con severidad. Finalmen­te, y fue lo que le causó más pena, se la privó de la Sagrada Comunión. Por su parte, el demonio procuró hacerle perder la estima de sus Her­manas y presentarla a los ojos de todos como una hipócrita. Renovando una vieja estratagema, tomaba la forma y vestidos de Verónica y se mos­traba a las demás monjas comiendo a hurtadillas, fuera de las horas re­glamentarias, ya en el refectorio, ya en la despensa o en la cocina. Como esto sucedía precisamente en la época en que Verónica había obtenido autorización para practicar un ayuno de tres años, puede suponerse qué pensarían las religiosas viendo tales infracciones. Cierto día en que una de ellas había creído verla comiendo a escondidas, corrió al coro, pero ¡cuál no sería su sorpresa al ver allí, con las otras, a Verónica, arrodillada y en­tregada a la oración! Así se descubrió la superchería del espíritu del mal. Por lo demás, en medio de tantas pruebas, la Santa permanecía tran­quila y apacible, y se juzgaba dichosa de poder sufrir y ser humillada. El obispo de Citta di Castello, muy edificado y admirado de cuanto obser­vaba, escribía al Santo Oficio el 26 de septiembre de 1697: «La Hermana Verónica continúa practicando la santa obediencia, pro­funda humildad y abstinencia sorprendentes, sin dar la menor señal de tristeza; antes, al contrario, aparece con una paz y una tranquilidad inal­terables. Es objeto de la admiración de sus compañeras, las cuales, inca­paces de ocultar la grata impresión que les produce, hablan de ello a las gentes. A pesar de que a las que más hablan las conmino con penitencias para que no alimenten la curiosidad del pueblo, que en sus conversacio­nes no trata de otra cosa, me cuesta gran trabajo lograr moderación».
  • 80. LA ABADESA SANTA El 5 de abril de 1716, terminado ya el ingrato episodio de las pruebas, las Hermanas la eligieron, por unanimidad, abadesa del monasterio, cargo en el que permaneció hasta su muerte, acaecida en 1727. La Madre Verónica se desvelaba para conservar en el convento el espíritu de pobre­za franciscana en todo su rigor. Al morir la Hermana Constanza Dini, que había guardado en su celda algunos objetos inútiles, su alma fue al purgatorio. En tal estado fue vista por la santa abadesa, la cual subió apresuradamente a la celda de la difunta, y tomando aquellas superflui­dades exclamaba con dolor: « ¡ Ah, si mi Hermana Constanza pudiese volver entre nosotras, qué pronto se desprendería de todo esto!». Sin embargo de este rigor, quería que la decencia y la limpieza acompañasen siempre a la pobreza de los vestidos. Mandó, además, hacer en el con­vento las reparaciones necesarias; ordenó la construcción de un gran dor­mitorio y de una capilla privada, y procuró a la comunidad todas las co­modidades compatibles con el espíritu de la^Regla. En estos pormenores se denunciaba su enemiga a la singularidad. Nada igualaba a su caridad para con los pecadores. No pasaba ni un solo día sin rogar y sufrir por su conversión. Algunas veces se la vio derramar lágrimas de sangre por la desgracia de las almas en estado de pecado mortal De continuo se ofrecía a Dios como víctima por su sal­vación y suplicaba a las Hermanas que se unieran a ella, en tan apos­tólico deseo. He aquí el fragmento de una oración que escribió con su propia sangre: «Os pido —decía a su celestial Esposo— la conversión de los pe­cadores , otra vez me pongo como intermediaria entre Vos y ellos. Estoy dispuesta a perder mi sangre y mi vida por su bien y por su confirmación en la fe; Señor, os ofrezco esta plegaria en nombre de vuestro amor y de vuestro Sagrado Corazón. ¡Oh almas rescatadas por la sangre de Jesús! ¡Oh pecadores!, venid todos a su Corazón adorable, fuente de vida, océano inmensurable de amor. Venid todos, pecadores; huid del pecado, venid a Jesús». Sus confesores declararon que, según revelación tenida por la Santa y manifestada por obediencia, por/sus penitencias y oraciones se convirtie­ron muchos pecadores al buen camino, y multitud de almas fueron liber­tadas del purgatorio, varias de las cuales se mostraron visiblemente por disposición de Dios. Así vio, por ejemplo, cómo salía de las llamas expia­torias el alma del padre Capellati, antiguo confesor de la comunidad; la de monseñor Eustachi, su obispo, fallecido en 1715, y la del papa Ciernen-
  • 81. te XI en 1721, por quienes se había ofrecido como víctima de expiación. Llegada al más alto grado de la vida espiritual, Nuestro Señor la honró con los místicos desposorios, que son el preludio de la unión bien­aventurada del cielo. En espléndida visión, el Rey de la gloria se le apareció en medio de los coros angélicos, y le puso en el dedo un anillo nupcial que llevaba grabado el nombre adorable de Jesús. Al propio tiem­po le dio nuevas reglas de vida, a fin de que, muerta del todo a sí misma, se sometiese enteramente a su santa voluntad. Más de una vez recibió la Sagrada Comunión de manos de un ángel, de la Santísima Virgen o del mismo Jesucijsto. Dios nuestro Señor le concedió, además, el don de mi­lagros y el de profecía. LA MUERTE A los cincuenta años de esta vida de inmolación, llegó para ella la hora de la recompensa. Fortalecida con los últimos Sacramentos y a punto de expirar, interrogó con una mirada a su confesor. Éste se acordó que ella había declarado a menudo que no quería morir sino por obedien­cia, y entonces le dijo: «Sor Verónica, si es la voluntad de Dios que va­yáis a gozar de Él, salid de este mundo». Al oír estas palabras, la Madre Abadesa miró por última vez a sus queridas hijas, bajó los ojos en señal de sumisión, e inclinando la cabeza, expiró. Era precisamente un viernes, el 9 de julio de 1727, cuando el Señor la llamó a su descanso. Beatificada por Pío VII, el 8 de junio de 1804, fue canonizada por Gregorio XVI, treinta y cinco años después, el 26 de mayo de 1839. S A N T O R A L Santos Cirilo de Gortina, obispo y mártir: Herumberto, primer pbispo de Minden; Félix, obispo de Génova, y Bricio, de Santa María de Pantano; Agilulfo, obispo de Colonia y mártir; Ponciano, obispo de Todi (Italia) y mártir, en tiempo de Diocleciano; los mártires Gorcomienses (once franciscanos, dos premonstratenses, cuatro sacerdotes y un dominico) martirizados en Gorcum por los calvinistas; Zenón y compañeros, mártires en Roma, en 298; Pa-termucio, Copretes y Alejandro, mártires en tiempo de Juliano el Apóstata. Beatos Juan de España, cartujo, y Damián de Valencia, martirizado en África por los sarracenos. Santas Verónica de Julianis, abadesa; Anatolia, virgen y mártir; Everilda, princesa y virgen; Prócula. Floriana y Faustina, vírgenes y mártires. Beata Leonor, cisterciense, en Poblet. En Colombia: N u e s t r a S e ñ o r a d e C h iq u in q u ir á , patrona de la nación (véase en nuestro tomo de «Festividades del Año Litúrgico», página 331).
  • 82. Unidos por la sangre, y aún más unidos por la fe y el amor D ÍA 1 0 D E J U L I O SAN JENARO Y SUS SEIS HERMANOS HIJOS DE SANTA FELICIDAD, MARTIRES (+ 162) Co r r ía el año 162 de la era cristiana. Imperaba en Roma Marco Aurelio, hijo adoptivo del viejo emperador Antonino Pío. Este príncipe, que se las echaba de filósofo, era sumamente supersti­cioso respecto de los dioses del paganismo, y, a pesar de la segunda apo­logía de San Justino en favor de los cristianos, inició una nueva era de persecución en la que los hijos de Santa Felicidad y esta misma heroica madre, fueron de las primeras víctimas sacrificadas por la fe. UNA MADRE ADMIRABLE Pe r t e n e c ía Santa Felicidad a una de las más ilustres familias roma­nas, quizá a la patricia Claudia. Del que fue su marido no nos quedan otros datos que los referentes a su muerte, acaecida en el año 160, aun­que parece muy verosímil que fuera también cristiano, ya que permitió a su esposa el libre ejercicio de la religión a más de consentir en que se criasen en la fe y santo temor de Dios los siete hijos que el Cielo les
  • 83. había dado. Fueron éstos: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vi­dal y Marcial; modelo, cada uno de ellos, de cristianas y heroicas virtu­des en su corta vida y en la difícil prueba del martirio. Cuando hubo muerto su esposo, persuadióse Felicidad de que el Señor había disuelto el vínculo matrimonial para, en adelante, ocupar Él solo todo su corazón. Hizo, pues, voto de no pasar a segundas nupcias, por parecerle el estado de viudez muy propio para santificarse; renunció a las galas, fausto y profanidad, y se dedicó a copiar perfectamente el retrato que de la viuda cristiana hace San Pablo. Desde luego, encontró grandes atractivos en la soledad y en el retiro. Pasaba gran parte del día y de la noche en sus devociones, pero como sabía muy bien que el primero de sus deberes era la educación de los hijos y el gobierno de la familia, a ello se aplicó principalmente y con todo el fervor de su alma. Hablaba a sus hijos de la brevedad, vanidad e inconstancia de los bienes caducos y perecederos de este mundo, y de la gloria perdurable que gozan los bienaventurados en el cielo. «¡Qué dichosos seríais, hijos míos —les decía muchas veces después de contarles lo que tantos ilustres mártires padecían— , qué dichosos seríais vosotros, y qué afortunada ma­dre sería yo si algún día os viese derramar vuestra sangre por Jesucristo!» Las continuas oraciones que por ellos hacía y sus fervorosas palabras, inflamaron de tal manera a aquellas inocentes almas en el deseo del mar­tirio, que cuando se juntaban los siete hermanos no acertaban a hablar entre sí de otra cosa. «Yo —decía Jenaro— soy el mayor de todos, y por mayor tengo derecho a dar mi sangre por la fe antes que otro alguno—. Aunque nosotros seamos los más pequeños —replicaban Vidal y Marcial— tenemos también ese derecho; y si el tirano quisiera perdonarnos por más niños, levantaríamos tanto el grito proclamando nuestra fe, que le habría­mos de obligar a no negarnos la corona del martirio—. Y los demás —decía otro— ¿piensas que habríamos de estar mudos? También tenemos lengua, y también sabríamos gritar de manera que nos oyesen—. La vir­tuosísima señora escuchaba con indecible gusto este piadoso desafío de sus hijos, y pedía sin cesar al Señor que se dignase escogerlos para Sí. Cumpliéronse muy presto sus deseos. Hacía tanta impresión en los co­razones la fervorosa vida de Felicidad y de sus hijos, que no solamente se edificaban y confirmaban en la fe los cristianos de Roma, sino que hasta los gentiles quedaban admirados, y persuadidos de que no podía menos de ser verdadera aquella religión que producía alma tan puras y santas, renunciaban a sus impías supersticiones y abrazaban el cristianis­mo. Con lo que muy pronto se corrió la fama de aquellos cambios. Sobresaltáronse los sacerdotes de los ídolos al ver la creciente influen­
  • 84. cia de aquella santa mujer, e hicieron llegar sus quejas al emperador, el cual puso la causa en manos de Publio, prefecto de Roma. Ese desconocido Publio que citó a Santa Felicidad a su tribunal, fue Salvio Juliano, el famoso jurisconsulto redactor del edicto perpetuo. Antes de proceder de acuerdo con los formulismos legales en práctica, quiso Publio tentar privadamente los medios persuasivos. A este fin, llamó a su presencia a la santa madre y le expuso la necesidad en que ella estaba de atender a su propio prestigio ante la sociedad romana y de velar por el futuro de sus hijos. El magistrado, que en un principio la tratara con exquisitas deferencias y amabilidad, hubo de comprender muy pronto que perdía el tiempo con tales razones, y la amonestó severamente. Tampoco esta vez halló eco en aquella alma bien templada. Amenazóla entonces con gravísimos castigos, pero, en vista de su nuevo fracaso, de­terminó proceder contra ella judicialmente, quizá con la esperanza de im­presionarla. ANTE EL PREFECTO DE ROMA Al día siguiente, hubieron de comparecer Felicidad y sus hijos ante el mismo Publio en su tribunal del foro de Augusto, llamado posterior­mente foro de Marte. El funcionario imperial trata de inducir a la madre a que convenza a los siete jóvenes de la necesidad en que están de ofre­cer sacrificios a los ídolos. En lugar de acceder a los requerimientos del prefecto, Felicidad se dirige a ellos para disponerlos a la lucha por su fe y aun a la muerte. Y así les dijo: — ¡Mirad al cielo, hijos míos! Alzad los ojos a lo alto, pues allí os está aguardando Jesucristo con sus Santos. Combatid todos valerosamente por la salvación de vuestras almas y mostraos fieles al amor de Dios. Irritado por aquella valerosa actitud que él toma por afrenta, ordena Publio que abofeteen a la intrépida madre y que la saquen del pretorio. A esto siguió la comparecencia de los siete hermanos. Uno a uno: acaso así resultaría más fácil vencerlos. El primero en presentarse fue Jenaro. Publio le promete cuantiosos bienes si consiente en sacrificar a los ídolos, y le amenaza con azotes si rehúsa. El joven le contesta con firmeza: —Lo que me propones es una insensatez, y yo me guío sólo por la sabiduría de Dios, el cual me dará la victoria contra tu impiedad. El prefecto ordena que le azoten con varas y que, ensangrentado, lo encierren en un calabozo, a fin de que piense con calma en su actitud definitiva.
  • 85. Manda comparecer al segundo, Félix, y le exhorta a ser más cuerdo que su hermano si no quiere un castigo semejante. —No hay más que un Dios, dice Félix, y es el que nosotros adoramos, y a quien rendimos el amor de nuestros corazones. No pienses arrebatarnos el amor de Jesucristo; no lo lograrán ni tus insinuaciones ni tus tormentos. El juez lo manda a la cárcel; comprende que haría lamentable papel frente a semejante decisión. Dirigiéndose al tercero, llamado Felipe, le dice: —Nuestros invencibles emperadores te ordenan que, como buen roma­no, sacrifiques a los dioses omnipotentes. —Pero, ¡ si no son dioses! —responde el joven— ; ¡ si no tienen poder alguno; ni son más que míseros e insensibles simulacros! Ten presente, señor, que quienes les ofrezcan sacrificios han de ser castigados con tor­mentos eternos. Por lo menos no nos quieras pervertir a nosotros. Publio da señales de impaciencia y Felipe es conducido a la cárcel. Se presenta al prefecto el cuarto, Silvano. —Veo —le dice el magistrado— que os habéis entendido todos con vuestra madre para menospreciar las órdenes de los emperadores. Bueno está, pero tened presente que seréis todos condenados a muerte. —Si retrocediésemos ante el suplicio de un momento —replica el mu­chacho con calma— nos expondríamos a castigos sin fin. Pero porque sabemos con toda certidumbre qué recompensas aguardan a los justos y qué tormentos a los pecadores, despreciamos vuestras amenazas y despre­ciamos vuestros ídolos; y en cambio servimos al Señor omnipotente que nos dará la vida eterna y para quien reservamos todo nuestro amor. Al tiempo que se llevan a Silvano, ya el juez se ha dirigido a Ale­jandro. Le apura despachar de una vez aquel ingrato pleito. —Supongo —le dice— que querrás salvar la vida y gozar tu juventud; pero sólo podrás conseguirlo si obedeces a nuestro emperador. No es difícil, basta con que adores a los dioses; si así lo haces, nuestros Augus­tos te colmarán de regalos y volverás a tu paz completamente libre. —Siervo soy de Jesucristo, —le responde Alejandro—. Ahora, como siempre, reconozco y confieso su divinidad; y mi corazón que sólo ha sido para Él, seguirá amándole por toda la eternidad. Y en esto, Publio, de adorar al único Dios verdadero, puedes ver cuánto más vale la sabi­duría de un jovenzuelo que toda la experiencia de los ancianos que se es­clavizan de las falsas divinidades. Tiempo tendrás de convencerte cuando veas cómo se aniquilan, junto con esos dioses, los que hoy los adoran. Toca el turno a Vidal, es el penúltimo. El prefecto, ya harto impaciente, aunque sin albergar mayores esperanzas, se atreve a insinuarle: —Tú, por lo menos, tendrás ansias de gozar, y no ganas de exponer tu vida como acaban de exponerla por puro capricho tus hermanos.
  • 86. Ma n d a el cruelísimo juez que quiten los vestidos a Jenaro, que le azoten bárbaramente y le quebranten con plomadas hasta que expire. Asimismo murieron sus hermanos en're atroces tormentos. Cua­tro meses más tarde fue decapitada su heroica madre, Santa Felicidad.
  • 87. —Y ¿quién es más razonable entre los que desean vivir —responde el niño—, el que busca la protección de Dios o el que busca el favor del demonio? —¿Quién es el demonio? —pregunta Publio, sorprendido. —Demonios son los dioses de los paganos —replica Vidal. Cuando Nuestro Señor predijo a sus discípulos las persecuciones que habrían de sufrir en el mundo por su causa, les recomendó que no se in­quietasen acerca de lo que habrían de responder ante los tribunales. «El Espíritu Santo —les dijo— os inspirará lo que hayáis de decir». Esta pro­mesa acaba de realizarse de un modo sorprendente ante el prefecto. ¿Cuándo se había visto, en efecto, a un grupo de muchachos, amenazados con suplicios y la muerte misma, responder con tanta calma, cordura e intrepidez? Faltaba el séptimo, el niño Marcial. Imaginó Publio que también con él fracasaría en su intento. En efecto, Marcial fue digno de sus hermanos y de su madre. —Vais a morir todos —le anuncia el juez—, y por culpa vuestra. ¿Por qué en vez de obedecer a las órdenes de los emperadores os empeñáis en perder la vida negando el culto que debéis a los dioses? — ¡Oh, si supierais —dice con aire de majestad el tierno niño—, si supierais las penas reservadas a los adoradores de los ídolos! Dios, usan­do de paciencia, no quiere aún lanzar sobre vosotros los rayos de su indig­nación; pero día vendrá en que todos los que no reconozcan a Jesucristo por verdadero Dios, serán arrojados a las llamas eternas, donde no existe redención. El juez, que se siente fracasado ante la intrepidez de aquellos decididos jóvenes, ordena que lleven a Marcial a la cárcel e inmediatamente envía a los emperadores el acta del interrogatorio para que ellos dispongan. E l ÚLTIMO COMBATE Poco se hizo aguardar la respuesta imperial. Marco Aurelio condenó a muerte a toda la familia. Mas, a fin de evitar en aquel momento un escándalo demasiado grande y para que no pesara toda la responsabilidad de la horrible tragedia sobre el prefecto, las causas de los condenados fueron sometidas a varios jueces subtalternos, los cuales habían de apli­car la pena en diferentes formas a los intrépidos confesores. Jenaro, el mayor de los siete, fue azotado con cuerdas armadas de bolas de plomo. Prolongóse el cruel suplicio hasta que la inocente víctima exhaló el postrer aliento. Félix y Felipe murieron apaleados, a Silvano lo
  • 88. arrojaron de lo alto de una roca; los tres últimos fueron decapitados. Esto acaecía el 10 de julio, día en que se celebra su fiesta. Felicidad, ya siete veces mártir con la muerte de cada uno de sus hijos, fue degollada el 23 de noviembre siguiente, en que la tiene inscrita el Martirologio. No sirvió aquella espera para vencer a la valerosa madre. SEPULTURA. — CULTO Po r los datos anteriores, se comprenderá que los siete hermanos, entre­gados a jueces diferentes, no pudieron ser ejecutados en un mismo lugar de la ciudad de Roma, aunque sí lo fueran el mismo día. Según Actas, al parecer apócrifas, los cuerpos de los siervos de Dios fueron abandonados a las aves rapaces y otros animales carniceros, que milagrosamente los respetaron. Según piadosa tradición exhalábase un suave perfume de aquellos sagrados miembros que, recogidos al favor de la noche por algunos cristianos, fueron honrosamente sepultados en las catacumbas próximas y honrados con profunda veneración. Félix y Felipe, inmolados juntos, descansaron en el cementerio de Pás­a la ; Alejandro, Vidal y Marcial, muertos en el mismo lugar, fueron colo­cados en una tumba común en la catacumba de Gordiano; a Silvano, que fuera martirizado separadamente, se le inhumó en el cementerio de Má­ximo, y cerca de él, la piedad de los fieles depositó luego los restos de su heroica madre. Hasta el siglo vm visitaban las sepulturas de aquellos héroes de la fe numerosos peregrinos, y la veneración que se les profe­saba era tan grande que se llamaba a su fiesta «el día de los mártires». Desde principios del siglo vil, el papa Bonifacio IV, a causa de las in­vasiones de los bárbaros, hizo trasladar a la ciudad de Roma muchas de las reliquias veneradas en sus catacumbas; en el siglo vm y en el ix. lom­bardos y sarracenos acumularon tantas ruinas sobre aquellos sagrados lu­gares que desde entonces quedaron casi cubiertos y olvidados. En los tiempos modernos, y especialmente a partir de mediados del siglo xix, volvieron a ser visitados aquellos subterráneos, testigos de la fe de los primeros siglos de la era cristiana. En 1856 el ilustre aqueólogo Juan Bautista Rossi, halló el sitio donde fue enterrado San Jenaro y luego la tumba de sus hermanos. También apareció, treinta años después, aunque en lamentable estado, la capilla subterránea donde se depositara el cuerpo de Santa Felicidad después de su martirio. He aquí el texto, varias veces secular, con que el 10 de julio se refiere el Martirologio a este grupo admirable: «En Roma, martirio de los siete hermanos, hijos de Santa Felicidad, también mártir, a saber: Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y
  • 89. Marcial. Padecieron en tiempo del emperador Antonino (Marco Aurelio), siendo Publio prefecto de la ciudad. Jenaro fue azotado con varas, sufrió los rigores de la cárcel y murió golpeado con azotes de plomo; Félix y Felipe murieron apaleados; Silvano fue precipitado de gran altura, y Ale­jandro, Vidal y Marcial, decapitados». El breviario de Osnabruk, publicado en 1516, pone el 10 de agosto el oficio en que se canta la gloria de Santa Felicidad y sus siete hijos. » ELOGIO DE LOS SIETE HERMANOS El monasterio benedictino de Ottobeuern, en la diócesis de Augsburgo, veneraba a los siete hermanos mártires como patronos especiales desde que el cuerpo de San Alejandro fue llevado al citado monasterio. Además los autores de las Actce Sanctorum nos han conservado un discurso, com­puesto —quizá por uno de esos monjes— en honor de los siete Santos. El tal discurso, lleno de comparaciones ingeniosas y de piadosos do­naires, podrá parecer un tanto sutil, pero no deja de ser una bella apología y úna lección. Entresacamos de él algunas citas esenciales. Dice el au to r; «El primero de los hijos, el de más edad, se llama Jenaro —del latín, Januaríus; derivado a su vez de janua, puerta—. Viene a recordarnos lo que dijo el Salvador: «Yo soy la puerta; quien entra por Mí, será salvo». El segundo se llama Félix, que quiere decir feliz. Y añade el comen­tarista a manera de glosa y complemento: «¿Quién puede aspirar a la felicidad sino el bautizado que cree en Jesucristo? Porque sólo podemos pensar en ser verdaderamente dichosos —dentro de la relatividad en que lo permite nuestra condición— si re­chazamos toda vacilación contra la fe y esperamos en la palabra de aquel Señor que nos promete vida bienaventurada». Felipe, en el concepto del autor, viene a significar antorcha, y en el corazón del santo mártir ardía precisamente una llama de amor que abra­saba su espíritu y que le llevó a encarar ardorosamente la última prueba. «Dios, todo amor, al descender sobre los Apóstoles bajo la forma de lenguas de fuego, inflamó más aún su corazón que su inteligencia. Parad mientes, además, en que la llama, por razón de su misma sutilidad, tiende siempre hacia arriba; de igual manera, tiende la caridad a elevarnos más y más y a separarnos de lo material para acercarnos a lo eterno». El nombre de Silvano se refiere, etimológicamente, a ciertos dioses de la selva adorados como tales por el paganismo; y trae a la memoria del autor el recuerdo de las ermitas en que se santificaron los famosos ana­coretas del Egipto. Éstos, dice el panegirista, son a manera de dioses sel­
  • 90. váticos huidos de la ruindad y miserias del mundo para entregarse con casto amor en brazos de Aquel que murió por nosotros en la cruz». Alejandro, según explica San Jerónimo, nace del griego, y equivale a disipador de los vientos de las tinieblas. Estas tinieblas son, a juicio de nuestro monje, las dudas y tentaciones que esparcen los ángeles malos para turbación y desaliento de quienes luchan por la causa de Dios. Pero si aceptamos con valor esta lucha y en ella ponemos nuestra ener­gía material y todas las reservas de nuestra alma, saldremos victoriosos de la lid ; y si llegáramos a caer por influjos de nuestra natural debilidad, acabaríamos por levantamos con mayor vigor, con más vida —que esto nos recuerda el nombre de Vidal— a semejanza del fabuloso Anteo, el cual, arrojado a tierra por Alcides, levantábase cada vez con más impe­tuosos bríos: En fin, todo cristiano debe ser enérgico frente a las dificultades, y mar­char por la vida como una atleta marcial y belicoso a quien nada arredra. De esta forma, precedidos por los siete Santos Mártires y cargando airosamente con la propia cruz, seguimos al Señor en el camino de su voluntad y le servimos con nuestras palabras y con nuestras obras. A continuación del panegírico se lee una secuencia que probablemente estuvo en uso en el monasterio de Ottobeuern. En ella, después de recor­dar le nombre de Santa Felicidad y el género de suplicio con que fue martirizado cada uno de sus hijos, prosigue el autor en estos términos: «Alemania entera celebra las alabanzas debidas a San Alejandro, flor brillante, piedra preciosa, perla magnífica, cuyo cuerpo venerando, la Sede de Roma envió para nuestro bien a estas tierras alemanas». Este discurso nos informa de cuál fue en la Edad Media, el tono de la elocuencia religiosa para enaltecer el mérito de los Santos, y nos de­muestra, al propio tiempo, que la memoria de los hijos de Santa Felicidad perduraba inextinguible en el corazón de los cristianos. S A N T O R A L Santos Jenaro, Félix, Felipe, Silvano, Alejandro, Vidal y Marcial, hijos de Santa Felicitas, mártires; Generoso, abad; Pascario, obispo de Nantes; Antonio, abad, fundador de un monasterio cerca de Kíef, en Rusia; Pedro, abad de Monte Caprario (Italia); Ulrico, benedictino; Jenaro y Marino, mártires en África; Leoncio, Mauricio, Daniel y compañeros, martirizados en Nicó-polis de Armenia; Bianor y Silvano, en Pisidia, y Apolonio, crucificado en Iconio de Licaonia. Beatos Domingo de Cordobanal y Amador Espí, do­minicos; Hermano Pacífico, franciscano. Santas Rufina, Segunda y Susana, mártires; Amalberga, viuda, y Amalia, virgen.
  • 91. Moneda de Antonino Pío El Poder de las llaves D ÍA 11 D E JUL IO SAN PÍO I PAPA Y MÁRTIR (t hacia 155) El Pontífice romano que primero llevó el nombre de Pío —apelativo que en el correr de los siglos de la era cristiana varios Papas habían de ilustrar con su santidad y con su ciencia—fue sucesor de San Higinio en la cátedra apostólica. Su pontificado se intercala en la primera mitad del siglo 1 1 , en el reinado de Antonino Pío (138-161). Según un documento cuya redacción primitiva se remonta a los tiempos del papa San Eleuterio (174-189) y quizá un poco más allá, el papa Pío I gobernó la iglesia durante unos quince años. Se sabe que fue elegido pocos días después de la muerte de San Higinio, pero no puede precisarse la fecha de la elección. Su muerte no debió ocurrir más allá de los años 154 ó 155, puesto que cuando San Policarpo vino a Roma para tratar del día en que había de celebrarse, era ya Sumo Pontífice San Aniceto. Aunque la exacta puntualidad de estos datos no implica dificultades para el tema hagiográfico ni arguye contra la veracidad de los hechos, no deja de ser interesante, ya que permite encuadrar con rigor histórico una vida que da escena y carácter a muchas otras de época coincidente y que se incluyen en esta obra.
  • 92. RESEÑA DEL «LIBER PONTIFICALIS» La reseña dedicada a este Papa por el autor del Líber pontificalis —su­cinto resumen histórico de la vida de los Papas desde San Pedro hasta Adriano II, que falleció en 872—, es tan breve como la de los demás Pontífices de los primeros siglos, esa brevedad encierra, además, oscuri­dad e incertidumbre. Parece que San Pío nació en Aquileya, en el noreste de Italia, a orillas del Adriático, ciudad considerada entonces como una segunda Roma y llave de Italia, a causa de su situación en la ruta de las Galias a Oriente. El mencionado libro nos dice que San Pío, hijo de un tal Rufino, tenía un hermano llamado Pastor. El Canon de Muratori —catálogo oficial de los libros que la Iglesia reconoce como inspirados, fechado a fines del siglo ii y publicado en 1740— atribuye la célebre obra titulada El Pastor, a un hermano del papa Pío I, con estas palabras. «En cuanto a El Pastor, que acaba de ver la luz en la ciudad de Roma, ha sido escrito por Hermas, mientras su hermano Pío ocupaba, como obispo, la sede de la Iglesia de la ciudad de Roma». Lo que aparece como seriamente fundado, es la existencia de relaciones íntimas entre Pío y el autor de aquella obra. Dicho autor, al declarar en su libro que pertenecía a una familia griega y cristiana, y que fue vendido como esclavo a una mujer de nombre Roda, la que pronto le libertó, nos suministra informes auténticos acerca de la condición social del Papa, su contemporáneo y más probablemente hermano suyo. Sea como fuere lo cierto es que Pío y Hermas pertenecían al presbiterado romano. LA IGLESIA EN LA ÉPOCA DÉ SAN PÍO I An t o n in o Pío era ya de edad madura cuando sucedió a Adriano. Nin­gún emperador romano goza de tan buena fama como él en la Histo­ria, y se la merece por sus cualidades y dotes de gobierno. Fue varón re­ligioso, de costumbres austeras, sin ambición, amparador de desgraciados, amable y, a la vez firme y justo en el ejercicio del poder. Su reinado fue una época de tranquilidad para el imperio y para la Iglesia. A pesar de los indulgentes rescriptos de Trajano y de Adriano, la re­ligión cristiana seguía proscrita por la ley de Nerón y, en concecuencia, era precaria la seguridad de los discípulos de Cristó y de las comunidades de fieles. Antonino tuvo la cordura de dejar sin efecto en la práctica el edicto de persecución y aun llegó a publicar un decreto en el que prohibía
  • 93. perseguir a los cristianos por el hecho de serlo; señalaba, además, penas para quienes sólo por tal motivo los acusaran. Muchos críticos afirman la autenticidad de este documento dirigido «a la asamblea de Asia» y publi­cado por el historiador Eusebio. De todos modos durante aquel reinado el Estado dio prueba de tole­rancia general para la Iglesia. Y si bien hubo algunos mártires en Roma y en provincias, fueron excepciones debidas a magistrados, celosos en demasía o débiles ante el populacho, amotinado por calumniosas acusa­ciones lanzadas contra los fieles por sus enemigos, especialmente los judíos. Las tolerantes disposiciones del poder central favorecieron la multipli­cación de los fieles, y la Iglesia pudo salir a la luz del día y transformar algunos edificios en lugares oficiales de oración y reunión. Llegóse incluso a establecer escuelas de filosofía en la propia Roma. A la sombra de esta paz lograda por la Iglesia en la primera mitad del siglo II, aparecieron algunos indicios de relajación, tanto entre los fieles como en ciertos elementos del clero. Aquella obra de Hermas se refiere concretamente a este decaimiento en la pureza de la fe y en la práctica de la penitencia, males a los que puso inmediato remedio la atención vigi­lante de los pastores. Y si grave fue el daño provocado por aquellas de­bilidades, resultaron doblemente aleccionadoras las conversiones de los arrepentidos y la expiación a que debieron someterse. También por aquel entonces, la herejía estableció su centro en la mis­ma Roma, donde Cerdón, Valentín y Marción trataron no sólo de propa­gar los errores gnósticos, sino además, según varios testimonios, de apo­derarse de la dirección de la Iglesia. El enemigo que exigió mayor vigilancia por parte de San Pío, fue el heresiarca Valentín. Era de vivo ingenio, lleno de fuego, muy cultivado, de modales airosos, y de un singular atractivo- su elocuencia suspendía y enamoraba; pero sobre todo, engañaba al vulgo con su continua afectación de reforma y una bien estudiada exterioridad de virtud. Fácilmente descu­brió San Pío la malignidad y el Veneno de los artificios de aquel solemne embustero. Fulminó contra él todas las censuras de la Iglesia; persiguióle, y no paró hasta exterminar una secta que aniquilaba la religión, destru­yendo los principos de la moral cristiana. No menos preocupaciones y trabajos le procuró la hipocresía y mal­dad del heresiarca Marción. Era éste natural de Sínope, en el Ponto Euxi-no, e hijo de padre cristiano que al enviudar se había ordenado sacer­dote y que llegó a ser obispo. En sus comienzos hizo Marción profesión de virtuoso, y hasta aparentaba grande amor a la pobreza y al retiro. No tardó, sin embargo, en descubrir la verdadera personalidad, y a tal punto llegó en su disolución que hubo de excomulgarle su mismo padre.
  • 94. Guiado siempre por sus hipócritas ambiciones, llegó a Roma, mas a pesar de toda su apariencia de virtud y autoridad, no pudo conseguir se le admitiera a la comunión de los fieles. Despechado por aquella repulsa, abrazó la herejía gnóstica de Cerdón y aun añadió muchas impiedades a las de éste. Cuéntase que habiendo venido a Roma San Policarpo, hízose Marción encontradizo con él en la calle: «¿No me conoces? —le pre­guntó. «Sí —respondió tranquilamente el Santo— ; conózcote muy bien por hijo primogénito de Satanás». Este impío, al igual que Valentín, procuraba disfrazarse con las apa­riencias de arrepentido y devoto; señuelo que le sirvió para engañar a muchos sencillos ,pero también en este caso descubrió el santo Pontífice los embustes, y excomulgó al perturbador. BAUTISMO DE LOS JUDÍOS CONVERTIDOS. DECRETOS DISCIPLINARIOS Ta l era la situación general del imperio romano y del cristianismo en Roma al advenimiento del papa Pío I, de cuyo pontificado, que duró catorce o quince años, pocos hechos se conocen como históricamente ciertos. Pío I decretó que los que procedían directamente del judaismo y no de una secta cristiana judaizante, se bautizaran. Esa disposición era motivada, ya que los judíos, habiendo dado siempre culto al Dios ver­dadero y siendo herederos de las promesas hechas a Abrahán, podían fi­gurarse que se hallaban en mejor condición que los paganos y que, por derecho propio de la Sinagoga, podían pasar sin más requisitos a la Iglesia. El Papa declaró, pues, que el bautismo era tan necesario a los judíos como a los gentiles, para entrar en el seno de la Iglesia y para vivir dentro de la fe cristiana. Se le atribuye otro decreto por el que imponía una penitencia a los sacerdotes que, por negligencia, dejasen caer al suelo, durante la misa, al­gunas gotas de la preciosa Sangre del Señor. Cuando ocurriese tal des­gracia, debía recogerse cuanto se pudiera y lavar o raer lo demás, y el agua que hubiese servido, así como los pedacitos de la piedra o madera que hubiesen saltado, debían quemarse y las cenizas echarse en la piscina. Consistía la penitencia en varios días de ayuno según la gravedad de la profanación. Pero es muy dudoso que dicha decisión disciplinaria sea de este pontificado; razón por la cual, León XIII la suprimió de la leyenda o noticia que el Breviario romano dedicaba a San Pío en el día de su fiesta. También se consideran apócrifas otras dos disposiciones que este Papa habría dictado contra los blasfemos; lo mismo que dos cartas dirigidas a
  • 95. El piadosísimo papa San Pío ¡ recibe el holocausto de Santa Prá­xedes, y la consagra al Señor en la iglesia fundada en su misma rasa paterna. El Santo la dirige y da disposiciones acertadísimas sobre todos los puntos referentes a la disciplina religiosa que ha de guiar a las vírgenes.
  • 96. San Justo, obispo de Viena de la Galias. La primera de ellas nos da a conocer que el predecesor de Justo acababa de dar la vida por la fe, y exhorta a éste a mostrarse lleno de caridad para con los fieles, los diá­conos y los sacerdotes; a honrar las tumbas de los mártires, y a sostener a los confesores de la fe. En la segunda, alude el Papa a un viaje que el obispo de Viena acababa de hacer a Roma; declara los progresos de la religión en su diócesis y lamenta los estragos que causa en la Iglesia la herejía de Cerinto. Según algunas colecciones de decretales de los Papas, confeccionadas en el siglo ix. Pío I ordenó que los bienes de la Iglesia fuesen inalienables, prohibió que se empleasen los vasos y ornamentos sagrados para usos profanos y que se admitiese al voto perpetuo de cas­tidad a doncellas menores de veinticinco años. A ninguno de estos de­cretos disciplinarios puede darse carta de indiscutible autenticidad. El Breviario romano hace notar que entre los actos importantes del sucesor de San Higinio, está el de prescribir la celebración de la Pascua en domingo, en memoria de la resurrección de Cristo. Es cierto, según San Ireneo, que no sólo Pío I, sino también sus predecesores Higinio, Telesforo y Sixto, ordenaron la celebración de la Pascua en domingo y no otro día. Algunas escuelas de Oriente y ciertas autoridades eclesiásticas, por el contrario, persistían en celebrar cada año la Pascua el 14 del mes de Nisán, al estilo de los judíos, y sostenían que así había de ser. Esta divergencia entre, la Iglesia de Occidente y la de Oriente desapareció poco a poco, mas no sin haber suscitado dificultades a fines del siglo ii. IGLESIAS DE SANTA PUDENCIANA Y DE SANTA PRÁXEDES Cu a n d o San Pedro estaba en Roma, hacia el año 42, hospedábase en casa de un patricio convertido llamado Pudencio, que vivía en el Esquilino. Pudencio era, probablemente, el abuelo de las Santas Puden-ciana y Práxedes que vivieron en tiempo del papa Pío I. Sabemos su his­toria por el Liber pontificalis y por un documento titulado Actas de las Santas Pudenciana y Práxedes, en el que la verdad y la leyenda están tan entrelazadas que no es fácil separar una de otra. Estas Actas constan de dos cartas y un apéndice narrativo escrito por un sacerdote contemporáneo de Pío I. En la primera carta, dicho sacer­dote se dirige a su colega Timoteo y le manifiesta que Pudencio, en la hora de su muerte, por consejo del bienaventurado obispo Pío, había re­suelto consagrar su casa al culto divino, convirtiéndola en iglesia o título, con el nombre de Pastor. Añade que habiendo muerto Pudencio, sus dos hijas Pudenciana y Práxedes, que habían permanecido vírgenes, vendieron
  • 97. sus bienes a fin de darlos a los pobres, y se consagraron al servicio de Dios y de los fieles. De común acuerdo entre ellas y el sacerdote Pastor, y con la aprobación y plácemes del obispo Pío, erigióse en aquella iglesia una piscina bautismal en la que, el día de Pascua, el mismo Pontífice confirió el bautismo a los esclavos todavía paganos de ambas hermanas, después de proceder al requisito legal de la liberación. La antigua man­sión de Pudencio se convirtió, pues, en lugar permanente de oración y de reunión donde, muy a menudo, celebraba Pío I los santos misterios y administraba los sacramentos. La iglesia o título del Pastor que se designa también en algunos do­cumentos de los siglos iv y v con el nombre de casa de Pudencio o iglesia de Santa Pudenciana, fue reconstruida o modificada en tiempo del papa San Siricio (384-398). El célebre mosaico del fondo del ábside representa al Salvador, sentado en un trono y con un libro abierto donde se leen estas palabras. «El Señor, guardián de la iglesia Pudenciana®. Ignórase cuándo murió Pudenciana, pero se sabe que fue sepultada en el panteón familiar, en el cementerio de Priscila, el más antiguo de Roma. Práxedes continuó habitando la casa paterna. El papa Pío y muchos sacerdotes y cristianos, entre otros Novato, hombre muy caritativo con los fieles pobres, la visitaban para darle consuelo. Este Novato, antes de morir, dejó en testamento sus bienes a Práxedes y a Pastor. Éste consultó con el sacerdote Timoteo, hermano de Novato y su heredero natural. Ti­moteo, en una carta le contestaba confirmando aquella donación. Habiendo tomado posesión de los bienes legados por Novato, Práxedes transformó las termas del Vicus Lateritius en lugar de reunión para los fieles y de ahí un segundo título o iglesia cuya consagración hizo Pío I con el nombre de Práxedes. Dichas dos iglesias, dedicadas a las santas hermanas, son de los monumentos más antiguos de la Roma cristiana. PRIMERA APOLOGÍA DE SAN JUSTINO AL EMPERADOR ANTONINO PÍO Ca d a día más amenazado por la difusión de la religión cristiana, el paganismo se atrevió a lanzar contra su terrible adversario las acu­saciones más dañinas y en particular las de ateísmo, inmoralidad e inu­tilidad social. Estas calumniosas imputaciones no sólo provenían del pueblo más o menos excitado, sino también de gente culta que ocupaba puestos oficiales, como Frontón de Cirta, amigo de Antonino Pío y pre­ceptor de Marco Aurelio, quien participando de los prejuicios de la plebe, impugnó al cristianismo con la palabra y con la pluma.
  • 98. Entonces envió el Señor a su Iglesia los apologistas, escritores del siglo ii, que no sólo refutaron las atroces calumnias de que era blanco su religión, sino que demostraron a las autoridades y a los filósofos paganos el valor racional y sobrenatural de la doctrina evangélica. Sus escritos, dirigidos ya contra los judíos, siempre prontos a calumniar a los fieles, ya contra los idólatras, son apologías propiamente dichas, obras de con­troversia y tesis que exponen y justifican las creencias cristianas. Constituían, pues, no meras obras de carácter defensivo sino poderosos argumentos de apostolado. Y en esto radicaba su mérito principal, ya que, dedicadas a gentes de una cultura superior, al par que aclaraban las turbias opiniones que del Cristianismo tenían ciertos personajes influ­yentes, sembraban entre ellos las ideas fundamentales de una posible reac­ción espiritual. Porque además de desorganizar básicamente su erróneo con­cepto de las falsas divinidades, ponían en contraposición la ideología cris­tiana, tan luminosa en las exposiciones doctrinales como elocuente en la realidad de su historia. Que siempre han sido los hombres de Dios valien­tes en la lucha como ardorosos y precisos en el apostolado de la verdad. El más célebre defensor fue San Justino, quien publicó su primera apología en favor de los cristianos en el pontificado de Pío I. Hacia el año 152 y a lo que parece en Roma, se dirige al emperador Antonino Pío, a Marco Aurelio su hijo adoptivo, al Senado y al pueblo romano, en favor de ciertos hombres injustamente odiados y perseguidos. Reclama que se los trate con justicia y equidad, sin prejuicio, sin atender a anti­guos y pérfidos rumores. Después de protestar contra las ilegalidades de las pesquisas intentadas contra los cristianos, prueban que éstos son hon­rados, y leales, y que si bien no admiten el absurdo culto de los ídolos, distan mucho de ser ateos. Luego compara el cristianismo con el paga­nismo y demuestra positivamente la infinita superioridad del primero. Las fábulas paganas, a veces vergonzosas, las prácticas de libertinaje, de magia y corrupción ponen a los idólatras muy por debajo de los cristianos. Lo mejor del paganismo —añade— está sacado de la Biblia. Últimamente, para demostrar que las prácticas de la religión de Jesu­cristo nada tienen de inmoral, habla abiertamente del Bautismo o cere­monia de la iniciación cristiana, así como de los ritos sagrados del sacri­ficio eucarístico celebrado en las asambleas dominicales. ¿Recibió acogida favorable del emperador Antonino Pío esta apología tan intrépida y tan científica del cristianismo? Puede creerse que por ella aquel Príncipe se mostró aún más tolerante con la nueva religión, hacia cuyos seguidores parecía inclinarle su espíritu justiciero y magnánimo. Por los menos, así parece poder deducirse del relativo sosiego que coincidió con la publi­cación de los famosísimos documentos.
  • 99. Sin embargo, aún no había terminado la misión de los apologistas, es­taba todavía la Iglesia en un período de luchas en que aquellos respiros eran simples treguas contra las que se mantenía latente el espíritu del mal. Hacia el fin del reinado de Antonino o al principio del de Marco Aurelio, San Justino se dirigió nuevamente a los Soberanos y al Senado para protestar contra nuevas persecuciones y proclamar la inocencia de los cristianos. Es indudable que, viviendo ordinariamente en Roma, la se­gunda mitad de su vida, el gran apologista conocía al papa Pío, y que se inspiró en las normas de éste al defender y enseñar la doctrina católica. MUERTE DE SAN PÍO I Según la cronología comúnmente adoptada en nuestros días, murió este Papa en 155. En cinco ordenaciones de diciembre había creado die­ciocho sacerdotes, veintiún diáconos y doce obispos para diversos países, como consta en el Líber pontijicalis. No hay documento alguno que precise su género de muerte. No obs­tante, algunos documentos hagiográficos afirman que este pontífice tuvo la gloria de derramar su sangre por la fe en circunstancias hasta ahora desconocidas. El Breviario romano considera a San Pío I como mártir, y la Iglesia rezaba el oficio de los mártires el día de su fiesta, 11 de julio, en que habría sido sacrificado imperando aún Antonino Pío. Su cuerpo fue depositado en Roma al lado de la tumba de San Pedro. Parte de sus reliquias fueron trasladadas más tarde a la iglesia de Santa Pudenciana. Se veneran algunas de ellas en Bolonia, en algunas iglesias de la diócesis de Amiens y en otros varios lugares. S A N T O R A L Santos Pío I, papa y mártir; Hidulfo, obispo y solitario; Juan, obispo de Bér-gamo y mártir; Pedro, obispo de Creta y mártir; Dictinio, obispo de Astorga, y Leoncio, de Burdeos; Abundio, presbítero y mártir en Córdoba; Cindeo y Bertevino, presbíteros y mártires; Sabino y Cipriano, hermanos, mártires de los arrianos; Eutiquio, mártir en Alejandría; Jenaro, mártir en Nicópolis de Armenia; Marciano, martirizado en Iconio de Licaonia, y Sidronio, en Viena de Francia; Drostano, de familia real escocesa, abad. Santas Olga o Elena, princesa rusa, viuda; Golinducha de Persia, muy favorecida de Dios con el don de milagros y profecías; Pelagia, mártir con San Jenaro en Nicópolis de Armenia. Beata Juana Scopello, carmelita.
  • 100. D IA 12 D E JUL IO SAN JUAN GUALBERTO FUNDADOR DF. LOS BENEDICTINOS DE VALLUMBROSA (9957-1073) La regla de San Benito, redactada en 529 en la soledad del Monte Casino, e inspirada, al decir del papa San Gregorio, por el Espíritu Santo, pobló en poco tiempo el mundo de innumerables monjes, dedicados unos a la agricultura, entregados otros con ahinco a los estu­dios literarios y científicos, o a cantar las divinas alabanzas. Fue la regla de San Benito antorcha luminosa de la Edad Media, cuando florecían en Europa millares de monasterios, cada uno de los cuales albergaba, con frecuencia, a centenares de cenobitas. Más de quince mil religiosos diseminados por el planeta, siguen actualmente sus prescripciones. Por su sabiduría, discreción y conformidad con las aspiraciones del espíritu humano en su ascenso a la perfección, ha sido la regla de San Benito como el manantial de donde han brotado buena parte de las cons­tituciones particulares que a las distintas órdenes han dado sus funda­dores. En ella inspiró las de su Orden, San Juan Gualberto, como años antes hiciera San Romualdo con la de los Camaldulenses, y, más tarde, San Roberto con la de los Cistercienses, San Silvestre de Ósimo con la de los Silvestrinos; y el Beato Bernardo Tolomei con la de los Olivetanos.
  • 101. VIDA MUNDANA DE SAN JUAN GUALBERTO V i v í a en Florencia a fines del siglo x una aristocrática familia. Lla­mábase el jefe Gualberto y la madre, cuyo nombre se ignora, pro­cedía, según se cree, de la ilustre y real alcurnia carlovingia. Hugo y Juan fueron los frutos de bendición de este matrimonio. Es creencia general que Juan nació el año 995, aunque no faltan cro­nistas que apuntan su nacimiento diez años antes y otros, en cambio, tres años después. Acaso no se atendió con esmero a su primera educación religiosa, o si, como parece más natural, la recibió esmerada y cristianísi­mas, el ruido de las armas cuya carrera siguió, le hizo olvidar poco a poco los buenos principios recibidos. La vida cómoda y muelle de gran señor había borrado por completo de su memoria el deber primordial de todo cristiano —la salvación del alma—, cuando un trágico acontecimien­to tuvo entonces para él insospechadas consecuencias la muerte de su hermano Hugo, vilmente asesinado por un caballero florentino. Frisaba ya Juan en los treinta años. Creyó enloquecer de dolor al co­nocer tan alevoso crimen. El único recurso que se le ocurrió para tran­quilizar su apenado corazón, fue quitarle la vida al asesino; y siguiendo la costumbre de aquella época, juró vengar a la desgraciada víctima. Pero Dios se sirvió de tan injusto afán para convertir a aquel hombre a quien llamaba, cual otro Saulo, para vaso de elección. Efectivamente, poco después se dirigía Juan, acompañado de numero­sa escolta, a Florencia. Al pasar por un estrecho sendero bordeado de altos valladares, encontróse frente a frente con el asesino de Hugo; les era imposible cruzarse sin cerrarse el paso mutuamente. Ante tal coyun­tura, el corazón de Juan se estremeció de feroz alegría; inesperadamente se le presentaba la ansiada ocasión de satisfacer su venganza. Requiere s« espada, y se apresta a caer sobre el indefenso caballero, cuando éste, so­bresaltado, se postra de hinojos, y, con los brazos en cruz, pide perdón y clemencia en nombre de Jesús crucificado. Era el día de Viernes Santo, y Juan no pudo menos de recordar la sangrienta escena del Calvario y las palabras del Padrenuestro: «Perdónanos... como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Parécele ver a Jesús en la persona de aquel hombre que aguarda humilde el golpe mortal, y, en vez de herirle, arroja la espada al suelo, se arrodilla a su vez y exclama: «No puedo negarte el perdón que me pides en nombre de Jesucristo». Y dicho esto, después de abrazarle, deja que prosiga su camino. En sentido contrario siguió Juan el suyo hasta llegar a las alturas de la orilla izquierda del Arno, desde donde se divisa el bello panorama de
  • 102. Florencia. Dirigióse a ella, mas, al pasar junto a la iglesia de San Miniato, entró para desahogarse y calmar la honda emoción del pasado trance. Pú­sose a rezar delante de un Santo Cristo, cuando ve con asombro que la imagen del Crucificado inclina dulcemente hacia él la cabeza coronada de espinas, como aprobando el generoso acto de clemencia de poco ha, y siente en su interior que Dios le perdona los pecados en pago de haber el perdonado a su enemigo. Fue aquél un toque de gracia para el alma de Gualberto. SAN JUAN GUALBERTO, RELIGIOSO De s d e aquel punto iba a entregarse la fogosa alma de Juan a las aus­teridades de la penitencia con mayor ardor que el que antes ponía en correr tras los placeres. Pretextando un motivo cualquiera, ordenó a su comitiva que, sin aguardarle, entrase en la ciudad. Él se quedó en el con­vento de los cluniacenses. Al salir del templo, entró en el cenobio, echóse (i los pies del abad, le refirió el prodigio obrado en su favor y le pidió el hábito monacal. El abad, hombre de gran prudencia, pintóle con vivos colores las dificultades de la vida monástica y los sacrificios que suponía la renuncia a tan regalada vida y la sumisión a la austeridad de la regla, pero como Juan manifestase estar dispuesto a todo, el abad le permitió quedarse en el monasterio, aunque no le dio el hábito. Entretanto, llegaron los compañeros de Juan Gualberto a Florencia, y notificaron lo ocurrido, a su padre, quien, al ver que su hijo no volvía, tomó a unos cuantos hombres armados y fuéle buscando por toda la ciu­dad hasta que le encontró en San Miniato. Decidido a llevarse a su hijo, declaró al abad que, si no se lo entregaba, entraría a saco en el edificio, líl abad le escuchó serenamente y se limitó a responder: -Ahora mismo vendrá vuestro hijo; decidle lo que queráis, y si desea seguiros, libre es de hacerlo. Supo Juan que su padre ie aguardaba y comprendió la necesidad de acudir a medios extraordinarios. Tomó unos hábitos de fraile y entró en la iglesia; él mismo se cortó la cabellera delante del altar, despojóse en­tonces del traje seglar, vistió la túnica monástica y, en esta forma, se pre­sentó a su padre; le refirió el encuentro con el asesino de su hermano y el prodigioso suceso de la iglesia de San Miniato, y acto seguido le pidió licencia para seguir el llamamiento del Señor. Emocionado por aquel rela­to e impresionado por el hábito monástico que llevaba su hijo. Gualberto acabó por ceder, y abrazando a Juan, le bendijo y se despidió de él. Desde aquel momento, radie pudo detener al nuevo monje en la <;irrcra emprendida. Como novicio, fue dechado de obediencia, paciencia
  • 103. y humildad; como profeso, admiración de todos los religiosos por su fer­vor en la oración y en el exacto cumplimiento de las vigilias, ayunos y abs­tinencias. Se había dado por entero a Dios; sólo pensaba en vivir para Él. EN LA CAMÁLDULA Na d a más natural, por tanto, que a la muerte del abad pensasen los monjes en escoger a Juan Gualberto para sucederle y guiarles por el camino de la perfección. Pero el humilde Santo, considerando que había entrado en el convento para obedecer y no para mandar, se negó en abso­luto a aceptar el cargo que sus hermanos intentaban conferirle, y para que no insistiesen, tomó un medio radical, que fue marcharse de San Miniato. Las crónicas más antiguas de la Orden de Vallumbrosa atribuyen aquella determinación a motivos de distinta índole. Según éstas, prefirió Juan no estar bajo la jurisdicción del nuevo abad, cuya elección era ta­chada de simonía, abuso frecuente en el siglo xi. Pero desde que Mabillón demostró la falta de autenticidad de dichas crónicas, no cabe otra inter­pretación a tal salida que la humildad de Juan. Llevó consigo a otro monje que con él compartía los anhelos de perfección. Ambos remontaron las orillas del Arno y escalaron el Apenino, al este de Florencia, siguiendo probablemente la ruta señalada hoy por los pueblos de Pontassieve, Diacceto, Borselli, Consuma, Casaccia, Pratovec-chio y Stía. Cerca de uno de estos lugares ocurrió indudablemente el ma­ravilloso suceso con el que el cielo quiso aprobar aquella determinación. Cierto día encontraron a un mendigo que imploró su caridad. —Hermano —dijo Juan a su compañero—, da a este pobre la mitad del pan que llevas. —¿Pero no veis que lo necesitamos para la cena? Además, este hom­bre fácilmente hallará quien le dé de comer en el pueblo cercano. —Vamos, hermano, haz lo que te digo. Obedeció el religioso. Al atardecer, llegaron a una villa en donde Juan no quiso entrar, y mandó a su acompañante que fuese a pedir limosna. No tardó éste en volver, poco menos que con las manos vacías. Pero, al poco rato, fueron llegando uno en pos de otro tres lugareños con un pan cada uno para obsequiar a los religiosos. Y es que unos pastores, al vol­ver a casa con sus rebaños, habían oído la conversación de Juan con su compañero; contáronlo a sus convecinos, y, admirados éstos de tanta ca­ridad, quisieron socorrer a los religiosos. En dos o tres días recorrieron nuestros caminantes los cincuenta kiló-mentros que dista Florencia de Stía. Desde aquí, atravesaron el valle del Arno, no lejos del nacimiento de este río, hasta llegar a otro valle cuya
  • 104. Ju a n Gualberto, bien armado, encuentra en un camino estrecho al ase­sino de su hermano. El criminal, al verse perdido, arrójase a los pies de Juan y pídele que, por amor a Jesucristo crucificado, le perdone la vida. A l oír nombrar a Jesucristo crucificado, Juan, conmovido, le per­dona la vida y le abraza.
  • 105. selvática y pintoresca soledad era ideal para la contemplación. Ya en 1012, San Romualdo había fundado por aquellos contornos su primer eremito­rio. Dos siglos después, San Francisco de Asís, atraído por aquel aparta­miento, estableció su residencia veinte kilómetros más al sur, en los mon­tes de Alvernia. Denominábase el lugar «Campus Máldoli», de donde ha venido a lla­marse Camáldula. Al llegar allí, Juan Gualberto suplicó al abad o prior le permitiese vivir con su compañero entre los ermitaños dependien­tes de la Orden benedictina. Hay quien afirma haber sido recibido por el mismo San Romualdo, muerto en 1027, otros, en cambio, aseguran que ya entonces era prior Pedro Daguino. Sea como fuere, el antiguo monje de San Miniato recibido en el eremitorio, se mostró dechado perfecto de todas las virtudes. Al cabo de algunos años, quiso el abad ordenarle sa­cerdote, pero resistióse Juan por juzgarse indigno de tan elevado honor, y pidió licencia para ir en busca de mayor soledad. Diósela el abad con estas palabras, inspiradas sin duda por el cielo: —Id, hermano; dad principio a la Orden que Dios os tiene destinada. Difícil es precisar la fecha de este trascendental acontecimiento, pero puede conjeturarse que debió ser por los años de 1025 a 1039. FUNDACIÓN DE VALLUMBROSA En c a m in ó s e Juan hacia el oeste, y atravesando el valle Casentino, a medio camino entre la Camáldula y Florencia, se halló con un tupi­do y sombrío bosque de hayas y abetos, a más de 900 metros de altitud. Allí, en la más completa soledad, construyó con ramas de árboles una choza, con intención de establecer en ella su morada sin más testigos que el mismo Dios; mas poco a poco empezó a extenderse la fama de sus virtudes, y acudió numerosa concurrencia de discípulos ansiosos de imi­tarle y de vivir sometidos a su gobierno. Construyéronse otras chozas al­rededor de la de Juan, y una capilla común. Como el número de monjes aumentara de día en día, hubieron de dividirse en dos órdenes clérigos o de coro, dedicados a la vida contemplativa, y conversos o legos, encarga­dos de los oficios manuales, división ésta que después fue corriente entre los religiosos de Órdenes posteriores. Gualberto, convertido así, muy a pesar suyo, en padre de numerosos hijos espirituales, dióles la regla de San Benito, que él mismo había se­guido hasta entonces, y cuya observancia exigía con toda exactitud y al pie de la letra, prescindiendo de las modificaciones introducidas en ella en el transcurso del tiempo.
  • 106. Los monjes de Vallumbrosa cantaban con seráfico fervor las divinas alabanzas y cumplían los preceptos de la vida religiosa con valeroso es­fuerzo. La abstinencia era observada escrupulosamente. En cierta ocasión en que carecían de pan, mandó Gualberto matar un carnero, y que lo sir­viesen a la mesa. Pero el manjar quedó intacto, porque todos habían pre­ferido quedarse en ayunas antes que romper la abstinencia. Lo mismo ocurrió en otra ocasión; pero he aquí que en aquel momento llamaron a la puerta. Salió el hermano portero y, con no pequeño asombro, encontró abundante cantidad de pan y harina. Nunca llegaron a saber quién había sido el espléndido y oportuno donante. VIRTUDES Y MILAGROS El fervor extraordinario del monasterio era debido a que Juan, elegido abad por aclamación, era ejemplar acabado de las más excelsas virtu­des y a que Dios obraba innumerables prodigios por su mediación. Horrorizábale soberanamente la simonía. Aconsejado por un recluso de Florencia, llamado Teuzón, denunció en la plaza pública al obispo Pedro de Pavía, reo de tal delito. Causó este suceso enorme impresión, y Juan, cediendo a las exigencias del pueblo, consintió que uno de sus reli­giosos, San Pedro Aldobrandini, pasase por la prueba del fuego para con­vencer al simoníaco. El monje salió ileso de las llamas; Pedro de Pavía, arrepentido, confesó su grave falta, e hizo de ella ejemplar penitencia. Pero si Juan Gualberto sentía el más enconado odio contra el pecado, rebosaba de misericordia con el pecador, como lo demostró recibiendo en su monasterio a varios sacerdotes simoníacos que manifestaron verdaderos deseos de convertirse y de reparar eficazmente sus escándalos. Poco será cuanto se diga de su amor a la pobreza, cuya práctica exigía con la mayor exactitud en todas las casas por él fundadas. Al visitar el recién construido convento de Muscerano, se encontró ante un espléndido edificio por el cual estaba muy ufano el abad. Echóle en cara el Santo su falta contra el espíritu de pobreza, y rogó al Señor que pusiese Él mismo remedio. Efectivamente, así sucedió el cercano riachuelo creció desafora­damente hasta inundar el monasterio, que se desplomó con gran estrépito. Consecuencia de este amor a la pobreza era la ilimitada confianza que el Santo tenía en la Divina Providencia. Un año de gran escasez, los mo­nasterios de la Orden se hallaban exhaustos de trigo. Creyó Juan que se lo suministraría el convento de Passignano, situado en la orilla oriental del lago Trasimeno. Llegado allí, rogó al ecónomo le cediese la mitad del que poseía. El buen monje, apenado, fue a enseñar a Juan el granero, poco menos que vacío, y ¡cual no sería su asombro cuando, al abrir la puerta,
  • 107. vio que estaba repleto de excelente grano! Llenáronse los sacos que Juan había hecho llevar, y cuando el administrador volvió a entrar en el gra­nero, lo encontró nuevamente lleno. En otra ocasión, habiendo recibido visita del papa San León IX, y no teniendo nada que ofrecerle para comer, mandó a dos novicios que fueran a una laguna próxima, que por cierto era de escasísima pesca. A poco re­gresaban ambos novicios saltando de gozo, con dos magníficos sollos. Interminable sería intentar referir todos los portentos que los hagiógra-fos atribuyen al fundador de Vallumbrosa. Sólo traemos el siguiente: Cier­to día acudió el escudero de un señor cuyas propiedades distaban poco de allí. Con lágrimas y sollozos contó al santo Fundador cómo su amo había enfermado gravísimamente y, ya desahuciado de todo humano socorro, estaba en el último trance con desesperación de familiares y criados. Juan Gualberto habíale escuchado con profunda atención e íntima­mente dolorido de aquella desgracia que se cernía sobre multitud de ho­gares acogidos a la sombra del castellano. Comprendió que la congoja del escudero mucho más provenía de cariño que de humano interés, y le hizo algunas reflexiones como para despertar en él la conformidad con los de­signios del Señor, que apuntan siempre a nuestras verdaderas necesidades. El buen hombre, aunque ya en su corazón acataba la voluntad divina, seguía dando rienda suelta a su dolor, mientras el Santo se había recogi­do y oraba fervorosamente. Después de un rato, volvió en sí Juan Gualberto, acercóse al mensa­jero y, cuando quiso éste tomar a sus ruegos, interrumpióle para decirle: —Volved al palacio, que el señor Ubaldo ya está bueno y os espera. El escudero emprendió apresuradamente la vuelta, y halló al caballero en perfecto estado de salud. Tuvo, además, nuestro Santo, el don de profecía, y según cuentan sus biógrafos, leía como en libro abierto en el corazón de los demás. En más de una ocasión hubo de admirar a los postulantes que deseaban entrar en su Orden, cuando les descubría las verdaderas razones que los guiaban en su petición, razones que aun los mismos interesados no habían anali­zado a fondo. SU MUERTE Sus austerísimas penitencias y los grandes trabajos que padeció en el servicio de Dios y para el bien del prójimo, minaron la salud del Santo en tales términos, que al fin hubo de rendirse al peso de gravísi­ma enfermedad, precursora de una muerte próxima. Así lo entendió nuestro bienaventurado, y atento a la salvación de su
  • 108. alma, y a la santificación de los religiosos cuya dirección le había sido confiada, preparóse a comparecer ante el Juez Supremo con la fervorosa recepción de los últimos Sacramentos. Congregó luego, al pie de su lecho, a sus hermanos en religión y los exhortó a perseverar en la santa vida i|ue habían abrazado. Hízoles prometer que observarían puntualmente la regla de San Benito, y la perfecta caridad fraterna. Cumplidos estos deberes se entregó por completo a la piadosa tarea ile auxiliarse a sí propio a bien morir con repetidos actos de fe, esperan­za y caridad. Y con el nombre dulcísimo de Jesús en los labios, exhaló el último suspiro, en Passignano, el día 12 de julio del año 1073, a los veintidós de haber fundado la Congregación de Vallumbrosa. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del convento. Grande fue el duelo de todos sus religiosos y de cuantas personas luvieron la dicha de tratarle, al contemplar los inanimados restos del sier­vo de Dios, que tanto bien había sembrado dondequiera pasara; pero esta amargura se trocó muy pronto en inefable júbilo ante los milagros que Dios obraba junto al sepulcro del Santo, y que, al confirmar su san­tidad, ofrecían una sólida garantía de la eficacia de su intercesión. Dichos prodigios movieron a sus religiosos y a gran número de segla­res muy calificados, a pedir que se abriera el proceso de su canonización, que, previos los trámites canónicos, fue solemnemente proclamada el 6 de octubre de 1193 por el papa Celestino I I I ; Inocencio XI elevó la fiesta a rito doble el 18 de enero de 1680. Buena parte dé las reliquias de San Juan Gualberto se conservan en Passignano; uno de los brazos, en Vallumbrosa; una mandíbula y el Santo Cristo milagroso de San Miniato, en la iglesia de la Santísima Tri­nidad de Florencia. S A N T O R A L Santos Juan Gualberto, fundador; Nabor y Félix, mártires en Milán; León, abad; Jasón, discípulo del Señor; Hermágoras, discípulo del Evangelista San Marcos, primer obispo de Aquilea y mártir, en tiempo de Nerón, con su diácono Fortunato; Patemiano, obispo de Bolonia, y Vivenciolo, de Lyón; Paulino, consagrado por San Pedro como primer obispo de Lucca, en Tos-cana; Proclo o Próculo e Hilarión, mártires en tiempo del emperador Tra-jano. Beatos Witgerio, esposo de Santa Amalberga (véase día 10) y padre de San Emeberto (obispo de Cambray) y de Santas Reinalda y Gúdula; De­siderio, hermano lego de Claraval; Andrés, niño del Tirol, mártir de los judíos, en 1459; Mancio y Matías Araki, hermanos, y sus compañeros, mártires en Japón. Santas Marciana, virgen y mártir, y Epifanía, martiri­zada en Sicilia.
  • 109. D ÍA 1 3 D E JUL IO S A N E U G E N I O OBISPO DE CARTAGO, Y SUS QUINIENTOS COMPAÑEROS. MARTIRES ( t hacia 505) Por la muerte del obispo San Deogracias, acaecida en 457, la Iglesia de Cartago quedó huérfana de Pastor durante más de cinco lustros. En la mencionada fecha —segunda mitad del siglo v— el África del Norte, que como posesión romana por espacio de seis siglos, se había en­tregado por completo a los placeres de la vida, según testimonio de Silvia-iio. estaba en poder de los vándalos. Estos bárbaros, bajados como lorrente del norte de las Galias y a través de España, cruzaron el estrecho de Gibraltar en 429 y fueron a sembrar inmensas ruinas en aquellas co­marcas norteafricanas. Su rey Genserico, cuyo fanatismo arriano corría parejas con su cruel­dad y su odio contra el catolicismo, se apoderó de Cartago en 439. Ade­más de inundar el África con sangre de mártires, intentó dar el último nolpe a la religión ortodoxa prohibiendo bajo pena de muerte la ordena­ción de nuevos obispos, a fin de interrumpir la perpetuidad de la jerarquía eclesiástica e impedir la sucesión del episcopado. Sin embargo, en 476, un mu» antes de su muerte, permitió Genserico que fuesen abiertos de nuevo los templos y que volviesen los obispos desterrados.
  • 110. EUGENIO, OBISPO DE CARTAGO A Genserico le sucedió su hijo mayor, Hunerico, tan feroz y tan arria-no como su padre. Sin embargo, durante los comienzos de su reinado dio a los católicos aparente tolerancia, pues hacía veinticinco años que Cartago carecía de obispo y les permitió elegir uno, merced a la influencia de Zenón, emperador de Oriente, pero el rey vándalo lo hizo con tales condiciones que su permiso estuvo a punto de no surtir efecto alguno. El edicto en que autorizaba la elección y que fue leído públicamente por el real notario, decía así: «En nombre de nuestro soberano, os hago saber: que a ruegos del em­perador Zenón y de la muy noble Placidia, os concede que ordenéis al obispo que os plazca, a condición de que los obispos de nuestra religión, residentes en Constantinopla y en las provincias de Oriente, tengan la li­bertad de predicar en sus iglesias y en la lengua que quieran y de ejercer la religión cristiana conforme a sus creencias, como vosotros tenéis la li­bertad aquí y en vuestras iglesias de África de celebrar, predicar y ejercer vuestra religión. Si el emperador niega esta libertad en Oriente a los nues­tros, nuestro monarca desterrará a Mauritania no sólo al obispo de Car­tago que va a elegirse, sino a todo el clero de África, sin excepción». Como se echa de ver, este edicto es un verdadero trueque cargado de amenazas, pues el documento establece que los católicos gozarán entre los herejes arrianos de África de los mismos derechos que los arríanos en el imperio; y si los arrianos de Oriente no gozan de libertad, los católicos de África serán entregados a los mauritanos. Condición que dejaba puer­ta abierta a lamentables equívocos. Ante condiciones tales, parecía prefe­rible que la Iglesia de Cartago se quedase sin obispo. Esta conclusión, empero, no era del agrado de la cristiandad de Cartago, privada de pastor desde tanto tiempo. Así es que se sintió satisfecha en 481 al ser elegido el presbítero Eugenio, a quien recibió con indescriptible entusiasmo, y hasta con expresiones de ruidosa alegría. TRIBULACIONES DE LA IGLESIA DE CARTAGO Na d a nos ha transmitido la historia ni de la familia ni de los prime­ros años de aquel Eugenio que, en circunstancias tan críticas, venía a ocupar la sede que un día honraran los Ciprianos y los Agustines. Lo cierto es que, desde el primer momento, se mostró como un pastor in­comparable, a quien animaba la más ardiente caridad.
  • 111. No es posible referir el triste estado a que habían reducido a la Iglesia de Cartago las desde entonces proverbiales devastaciones de los vándalos, no obstante, el buen obispo hallaba medios de repartir cuantiosas limos­nas a los pobres, como si el Señor se complaciera en multiplicar los recursos en las manos de su siervo. Su Hombradía le atrajo pronto la en­vidia de los obispos arríanos, los cuales representaron al rey cuán perju­diciales resultaban a su Iglesia las predicaciones de Eugenio. Llegaron a aconsejarle que mandase al obispo católico que no dejara entrar en su templo a cuantos no se presentasen con el traje vándalo. El santo prelado, al enterarse de aquella extraña exigencia, contestó que la casa de Dios es­taba abierta para lodos y que no podía dejar de admitir a los fieles que quisieran entrar en ella. Esta noble respuesta fue la señal de nueva persecución. Hunerico apos­tó a la puerta de las iglesias verdugos que se abalanzaban sobre cuantos acudían vestidos a la romana, les sacaban los ojos, los golpeaban con pesa­das mazas de hierro u otros instrumentos, y luego los paseaban por las calles y plazas para que sirviesen de escarmiento a los seguidores de Cristo. La persecución, concentrada primero en el interior de Cartago, no tardó en extenderse. Quiso Hunerico obligar a todos los oficiales de su palacio a firmar una profesión de fe arriana, acto seguido, los católicos que desempeñaban cargos en la corte y que preferían la muerte a la apos-lasía, fueron desterrados a los llanos de Útica, y allí, casi desnudos, ex­puestos a los ardientes rayos del sol y sometidos como esclavos a las rudas labores del campo. A uno de ellos que no podía valerse de una mano desde hacía varios años, le señalaron aquellos bárbaros un trabajo más penoso que el de los demás. El confesor de la fe, lleno de confianza, púsose en oración, y el Señor devolvió a su mano paralizada el movi­miento y la vida. Esta primera persecución se dirigía sobre todo contra los simples fie­les, pues Hunerico no se había atrevido aún a perseguir a los obispos por temor de que el emperador Zenón se portase en Constantinopla de igual manera con el clero arriano. Por lo cual Eugenio, a pesar de las incesantes vejaciones del astuto vándalo, cuyo palacio se elevaba al lado de la resi­dencia episcopal, gozaba aún de relativa independencia, que aprovechaba ixira visitar consolar y animar a sus ovejas y prepararlas a nuevos com­bates. Por otra parte, Hunerico, príncipe egoísta y cruel, se ensañaba con-tru los miembros de su misma familia, y desterraba o daba muerte a sus próximos parientes, a fin de dejar a sus hijos un trono sólidamente afian­zado, y cuando creyó que ya nadie se lo estorbaría, decidió establecer en Africa el arrianismo, como religión oficial. Iniciaba con ello una nueva era de persecución que había de dar innumerables santos al cielo.
  • 112. DESTIERRO A MAURITANIA Re s u e l t o entonces a dirigir directamente sus ataques contra los obis­pos, que como fuente del sacerdocio eran el obstáculo principal para sus planes, recurrió, primero, a infames procedimientos. Hizo reunir a las vírgenes consagradas a Dios e intentó obligarlas a deponer contra el honor de los prelados y clérigos católicos. Para dar idea de los espantosos tor­mentos que se hizo padecer a las heroínas cristianas, bástenos decir que les ataban enormes pesos a los pies, las suspendían en el aire, y con plan­chas de hierro candentes les cubrían el cuerpo de horribles quemaduras. A pesar de todo, ni una palabra calumniosa salió de los labios de aquellas santas doncellas. El feroz vándalo ya no disimuló más sus criminales anhelos. Hasta entonces no había hecho más que proferir amenazas contra el clero, pero ya en adelante dejaría las iglesias desiertas a fuerza de horribles matanzas. Con fecha de 19 de mayo del año séptimo del reinado de Hunerico, pu­blicóse un decreto de destierro contra los obispos, sacerdotes, diáconos y católicos de distinción que permanecían fieles. En virtud del mismo fueron reunidos en números de cuatro mil novecientos setenta y seis en Sicca Veneria —hoy Le Kef— y en Lares —hoy Lorba— para ser deportados a Mauritania y allí sometidos a la más dura esclavitud. El pueblo enterne­cido seguía a los sacerdotes con cirios en las manos, y las madres con sus hijos en brazos se ponían a los pies de los santos confesores y les decían. —¿Cómo nos abandonáis para correr al martirio? ¿Quién bautizará a nuestros hijos? ¿Quién nos administrará la penitencia y nos librará del peso de los pecados con el beneficio de la reconciliación? ¿Quién nos enterrará después de muertos, y quién ofrecerá por nosotros el divino sacrificio? ¿Qué? ¿No nos será permitido marcharnos con vosotros? El obispo Víctor de Vite —que también fuera desterrado y persegui­do— nos ha dejado el relato de los padecimientos de aquellos generosos cristianos. Es un largo martirologio escrito con espíritu de fe y caridad por la pluma de un mártir. «No hallo palabras —dice el testigo de la persecución— para describir el espectáculo verdaderamente trágico de que fuimos objeto cuando nos entregaron en poder de los mauritanos. No nos dejaban rezar en alta voz; y si a alguno, por cansancio o enfermedad, se le hacía imposible la mar­cha, los bárbaros le clavaban sus venablos o le apedreaban. Por fin, al llegar a cierta población de Mauritania, nos encerraron en una cárcel que más parecía sepultura. Allí nos echaron sin miramiento alguno unos en­cima de otros como montones de langostas o, más bien como grano purí-
  • 113. Sa n Eugenio dice con santa entereza a los enviados de Hunerico, el rey arriano: «Decid a vuestro dueño y señor que en modo alguno puedo acatar las órdenes que de su parte me traéis. La casa del Señor está abierta para todos y, cualquiera que sea su traje, a nadie impediré la entrada».
  • 114. simo dispuesto para ser molido. Con esto se juntaban un calor sofocante y el pestilente olor ocasionado por tantos cuerpos enfermos y por la aglo­meración de las inmundicias que convertían nuestro calabozo en fosa de podredumbre y de cieno...» Hubiérase dicho que los bárbaros hacían befa de todos los sentimien­tos humanitarios. Aquella desgraciada cristiandad de África, diezmada con tantas muertes, se veía imposibilitada de reanudar el vínculo sacer­dotal con nuevas ordenaciones, de suerte que el luto y la devastación se extendían por doquiera y las zarzas y abrojos crecían a discreción en las iglesias, convertidas en pajares y establos por los mismos perseguidores. LA ASAMBLEA DE CARTAGO El piloto de la nave de la desolada Iglesia de Cartago había podido per­manecer en la ciudad. No es que se hubiesen amansado la furia del rey vándalo, porque el 19 de mayo de 483, fiesta de la Ascensión, mien­tras los católicos reunidos en el templo celebraban la solemnidad del día, un grupo de bárbaros penetró en el sagrado recinto para presentar a Eugenio un nuevo decreto real que proponía, en forma de ultimátum, una discusión entre católicos y arríanos para el primero de febrero de 484. Eugenio contestó a los enviados del rey que si éste quería discutir sobre religión, debería convocar a los obispos de otros países como Italia, Galia y España, a fin de que las decisiones tomadas lo fueran por unanimidad. «Hazme monarca del universo —replicó arrogante Hunerico— y te concederé lo que pides». «No es necesario qus seáis señor del orbe —dijo el prelado— , basta con que solicitéis de vuestros amigos los príncipes arríanos que dejen venir a sus obispos, yo invitaré a los nuestros, especialmente al de Roma, Obis­po de los obispos, para que todos reunidos declaren cuál sea la verdadera fe. Ya veis que la fórmula que propongo no es difícil ni exagerada». Demasiado razonable parecía aquella proposición para que fuera del agrado de Hunerico, que, presa de la ira, hizo arrestar a varios obispos, de los cuales unos fueron desterrados y otros flagelados, y varios conde­nados a la pena capital. Prohibió, además, a sus súbditos, que comiesen con los católicos. Con tales providencias, como bien se entiende, lo que menos pretendía era conseguir la paz y la concordia. Sin embargo, la asamblea de Cartago se celebró el día señalado y con­currieron a ella 466 obispos. La víspera, el rey hizo arrestar y desaparecer al santo obispo Lato, uno de los más sabios, para de esta suerte intimidar a los demás. Convocada de mala fe, aquella asamblea sirvió a Hunerico
  • 115. de pretexto para renovar la persecución. Los católicos habían designado a diez de sus prelados para tomar parte en la discusión, pero no se les dejó hablar. Entonces redactaron éstos una profesión de fe que contenía la doctrina ortodoxa sobre la unidad de sustancia y trinidad de Personas en Dios; la necesidad de emplear el vocablo «consustancial®, la divinidad del Espíritu Santo y demás dogmas impugnados por el arrianismo. Esta pro­fesión de fe, enviada por duplicado al rey y a los obispos arrianos, es digna de figurar en la historia del dogma de Nicea al lado de las magis­trales exposiciones de San Atanasio y de San Hilario. En respuesta del mencionado documento, el rey vándalo publicó un edicto, firmado en Cartago a 25 de febrero, por el cual, según amenaza anterior, se aplicaban a los católicos de sus dominios las penas que en Oriente se infligían a los herejes. En consecuencia, desde el primero de junio siguiente, todas las iglesias católicas serían cerradas, sus bienes con­fiscados y sus obispos y clérigos llevados a los tribunales. Todos los que habían acudido a la asamblea de Cartago fueron em­barcados y transportados a Córcega, donde se les empleó en cortar árbo­les para la construcción de navios. Los fieles permanecieron constantes en la fe, padecieron crueles suplicios, y ciudades enteras quedaron des­pobladas por haber sido sus habitantes llevados al destierro. En Tipasa, mientras los católicos reunidos en una casa particular ce­lebraban los santos misterios, una horda de bárbaros penetró en el recinto y cortó de raíz la lengua a todos los asistentes, que, por milagro, con­servaron el habla. «Y si alguno duda del prodigio —escribe Víctor de Vite—•, ruégole que se encamine a Constantinopla, allí verá a un subdiá-cono por nombre Reparto, que fue uno de esos confesores de la fe, que habla con maravillosa elocuencia y es hombre a quien la corte toda del emperador Zenón trata con veneración suma como a irrecusable testi­monio del poder de Dios». DESTIERRO DE SAN EUGENIO Con todo, aún Hunerico no había destrozado lo bastante la grey de Cartago como para que se atreviese a perseguir libremente a su Pastor, se encargó de hacerlo de su cuenta el impío Cirila, jefe de los arríanos, el cual, viéndose cada día más objeto de execración pública, intentó recobrar el crédito popular perdido. Por él fue deportado Eugenio a un desierto de Trípoli y entregado a un obispo arriano llamado Antonio, que, orgulloso y duro, le mantuvo mucho tiempo encarcelado en húmedo calabozo, donde esperaba verle sucumbir víctima de los malos tratos. Es de notar que los obispos arrianos
  • 116. se presentaban personalmente como perseguidores y verdugos, y recorrían los pueblos a la cabeza de pelotones de soldados armados, multiplicando increíblemente las víctimas de su crueldad e insensato furor. Sin embargo, el peso de la mano de Dios pareció dejarse sentir sobre los verdugos de sus siervos, Consumía poco a poco el cuerpo de Hune-rico una enfermedad horrible; tratábase —según Víctor de Vite— de una úlcera que se extendía por sus extremidades inferiores, y en la que podía verse cómo los gusanos le iban devorando vivo. San Gregorio Turonense añade que, frenético, se desgarraba las carnes con sus propios dientes; y San Isidoro de Sevilla escribe que las entrañas le salían del vientre. Tal espectáculo, repugnante a los ojos de sus mismos secuaces, causó honda impresión entre éstos. Hunerico murió en medio de atroces sufrimientos el 13 de diciembre de 484. Todos señalaban su caso como ejemplo de la divina venganza. Sucedióle Gutamundo o Gombod, con el cual cesó la persecución y permitió que los desterrados volviesen a sus hogares. MUERTE DE NUESTRO SANTO Tras breve intervalo de paz, Trasamundo, sucesor de Gombod en 496, renovó la persecución contra los católicos. No adoptó contra sus súbditos ortodoxos el sistema de violencias públicas ni de suplicios bár­baros, ni de sangrientas ejecuciones. Trasamundo buscaba seducir a los católicos con promesas de cargos, dignidades, dinero o favores. Pero ni las seducciones ni las persecuciones corrompen la fe, antes bien, la puri­fican; y los artificios de aquel tirano resultaron tan impotentes como el rigor de las anteriores persecuciones para los fieles de Cartago. Despe­chado el rey vándalo, mandó prender al santo Obispo, mas como no pu­diese reducir su constancia con la amenaza de los suplicios, lo deportó, probablemente a Cerdeña, según carta del papa San Símaco dirigida a los deportados que en aquella isla sufrían por la causa de la fe. Es también posible que fuese desterrado a Córcega, de lo cual hay tra­dición , y de allí pasaría a Italia y, siguiendo la vía romana de la Galia, llegaría hasta Albí, para establecerse junto a la tumba de San Amaranto cuando pacíficamente reinaba Alarico II al sur de aquel hospitalario país. Vio el fin de sus días, el valiente atleta de la fe, el 13 de julio de 505. Fue sepultado en el monasterio por él fundado cerca de la mencionada ciudad y su nombre se hizo pronto célebre por los milagros obrados gracias a su intercesión y poderosísimo valimiento. De San Eugenio han llegado hasta nosotros los siguientes tratados.
  • 117. Exhortación a los fieles de Cartago; Exposición de la fe católica; Apo­logía de la fe y fragmentos de la Discusión con los arrianos. En 1404, Luis de Amboise, obispo de Albí, trasladó a la catedral las reliquias del santo obispo de Cartago y las de San Amaranto que en el siglo m honrara también aquella tierra vertiendo su sangre por Cristo. MÁS DE QUINIENTOS MÁRTIRES La figura de San Eugenio es representativa de la Iglesia de Cartago en aquellos días de gran tribulación. Como sol que centra sobre sí un sistema, el piadosísimo obispo supo conducir con celo pastoral aquella grey que hacía frente a los embates del infierno. Nunca es más peligrosa la persecución que cuando tiende a disgregar el cuerpo perseguido. Máxi­me si, para lograrlo, se acude a la fácil tentación del halago y a las pro­mesas de un premio apetecido. Pero también entonces es más abundante la ayuda del cielo. Y en nuestro caso la obra de los enemigos sólo sirvió para apretar más y más aquellos fervorosos cristianos en torno a su jefe. Por eso nuestra Santa Madre la Iglesia al conmemorar en su martirologio la fiesta de San Eugenio, junta en el recuerdo a «todo el clero de aquella Iglesia, que se componía de más de quinientas personas». Todos sufrieron liersecución por haber permanecido fieles a las enseñanzas cristianas. Du­rante la persecución de los vándalos, en el reinado de Hunerico, rey arria-no. padecieron hambre y azotes. Entre ellos había muchos niños lectores y cantores que también sufrieron con alegría las penas del destierro. Los más célebres fueron el insigne arcediano Salutario, y Muritas, ministro coadjutor de aquella Iglesia, los cuales habiendo sido atormentados tres veces,y confesando otras tantas la fe católica, alcanzaron el glorioso títu­lo de confesores de Jesucristo. S A N T O R A L ''untos Eugenio, arzobispo de Cartago; Anacleto, papa y mártir (véase el 26 de abril); Silas, compañero de San Pablo; Turiano, obispo de Dol, en Bre­taña; Joel y Esdras, profetas; Arnton, obispo de Wutzburgo, en Fran-conia, y mártir; Salutario, presbítero y mártir, arrestado juntamente con San Eugenio de Cartago; Serapión, mártir en tiempo del emperador Se­vero; Esteban Taumaturgo, solitario. Santas Maura y Brígida, vírgenes y mártires; Petronila, esposa de San Gilberto y abadesa; Dagila, mártir de los arrianos; Mirope, martirizada en la isla de Chíos; Sara, virgen y aba­desa, en Egipto; Trófima, virgen y mártir, en Alejandría.
  • 118. D ÍA 14 DE JUL IO SAN BUENAVENTURA FRAILE MENOR, CARDENAL, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA (1221-1274) Ju a n de Fídenza, tan célebre en la Iglesia con el nombre de San Buena­ventura, nació en Bagnorea de Toscana, en 1221. Cuatro años tenía cuando fue acometido por una enfermedad tan peligrosa, que los mé­dicos perdieron la esperanza de curarle, su madre, sin embargo, resol­vió salvarle por medio de un milagro. San Francisco de Asís recorría a la sazón los campos de Umbría, sembrando prodigios a su paso. A él acu­dió la angustiada madre para pedirle con lágrimas la curación de su hijo. Prometía, en retorno, consagrarlo a Dios en la Orden que el «Poverello» acababa de fundar. Éste tomó al niño en sus brazos, y después de curarle, I >reviendo los misteriosos destinos que le estaban reservados en la Iglesia, rxclamó « ¡Oh buena ventura! » De esta efusiva exclamación le quedó el nombre de Buenaventura, con que se le conoce. Llegado que fue a la edad de entenderlo, descubrióle su madre el voto que había hecho. Esta noticia hizo saltar de gozo a Buenaventura a quien m i natural inclinación empujaba hacia el claustro. Sin embargo, antes de ingresar en el convento, hubo de prepararse con profundos estudios. En­viáronle, para ello, a las universidades más célebres de Italia. La humil­
  • 119. dad y la inocencia de nuestro joven, le preservaron eficazmente de los peligros espirituales a que por desgracia suele estar expuesto el mundo estudiantil. EN LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES Estaba Buenaventura en los diecisiete años; era el momento de cumplir la promesa que hiciera su madre y que él de tan buen talante había aprobado. Precisaba, pues, trocar la vida cómoda del siglo por la auste­ridad del claustro, y nuestro mancebo se entregó generosamente a la que entendía ser su verdadera vocación. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores y, después de un fervorosísimo noviciado, dio desahogo a sus ansias con la profesión religiosa. Pronto notaron sus superiores las felices disposiciones y cualidades eminentes del joven profeso; por lo cual determinaron, hacia el año 1242 probablemente, enviarle a la Universidad de París, en donde fue confiado a los cuidados del célebre Alejandro de Hales, llamalo el «Doctor irrefu­table ». Éste, considerando la pureza de Buenaventura, su gracia y mo­destia, y la suavidad de sus palabras, hablando de él solía decir: «Éste es un verdadero israelita en quien parece no haber pecado Adán». Por aquel tiempo llegó también a París Santo Tomás de Aquino, con quien Buenaventura trabó muy pronto amistad tan íntima y santa, que parecía hacer revivir la que San Basilio y San Gregorio Nacianceno se tu­vieran en Atenas. Ambos corrían, más bien que andaban, por las vías de la ciencia y de la virtud. Buenaventura pasó sin interrupción y con el más prodigioso re­sultado, de las escabrosidades de la filosofía a las excelsitudes y profun­didades de la teología, reina de las ciencias. Muy pronto se halló apto para resolver con exacta precisión las más intrincadas dificultades, por lo que resonaron en su honor los aplausos y alabanzas de toda la Uni­versidad. Pero su única intención al adquirir conocimientos iba encami­nada a la más rápida y perfecta inteligencia de sus deberes. Las luces del estudio servían para hacerle avanzar con mayor rapidez y seguridad por las sendas de la virtud y para acercarle más a Dios. Empezaba siem­pre el estudio por la invocación al Espíritu Santo. La caridad consumía su corazón. Servir a los enfermos era su más dulce anhelo. Cuidábalos con paternal amor y exquisita delicadeza hacien­do caso omiso de la repugnancia natural. El valor para tan heroica abne­gación hallábalo a los pies del Crucifijo, fuente inagotable de caridad. En vista de tanta virtud y de tan extraordinarios talentos no pudieron re­
  • 120. signarse los superiores a que permaneciese nuestro Santo como simple lego y se propusieron elevarle al sacerdocio. Convencido Buenaventura de que el deseo era voluntad manifiesta de Dios, pospuso toda repugnancia y temor, nacidos de su profunda humil­dad. y fuese a los pies del obispo para recibir la unción sagrada. Desde entonces el augusto ministerio de los altares, única y exclusiva preocupa­ción de su espíritu, le absorbía por completo. Los ardores de su caridad inflamábanse más y más durante el Santo Sacrificio. Su corazón derretido en tierno amor a Jesucristo encendía en divino amor a los asistentes mien­tras celebrada. Hablaba de la Eucaristía con acentos arrebatadores. BUENAVENTURA, DOCTOR Poco después, encargáronle sus superiores de explicar una cátedra en las escuelas de la Orden; pero su fama traspasó pronto tan cercados límites, y cuando Juan de la Rochela dejó su cátedra en la Sorbona, en el año 1254, Buenaventura, a la sazón de treinta años, fue designado para sucederle. Allí explicó las teorías de Pedro Lombardo, el «Maestro de las Sentencias», con tal abundancia de doctrina y tanta claridad, que más bien se le hubiera tomado por autor que por intérprete. Empezaba la prueba de sus cuestiones por las Sagradas Escrituras, continuaba por la autoridad de los Padres y juntaba a ellas razones tan convincentes y sugestivas, que 110 daba lugar a la menor duda acerca de las materias por él explanadas. De dónde sacaba tales conocimientos, él mismo nos lo dirá. Cierto día en que fue Tomás de Aquino a visitarle, preguntóle en qué libros aprendía la profunda doctrina que tan justamente en él admiraban. Buenaventura le enseñó algunos volúmenes que leía con frecuencia. Su amigo respondióle que también él manejaba igualmente aquellos libros, pero que no veía en ellos la rica mina que con tanta fortuna explotaba. Buenaventura entonces le señaló un crucifijo que sobre su mesa tenía y le dijo: «Esta es la ver­dad, la fuente de mi doctrina, de estas sagradas llagas fluyen mis luces». Con justo título es conocido por «el Doctor Seráfico», pues sus ense-nanzas tenían tanto fervor y fuerza, que al mismo tiempo llevaban a los espíritus la luz y la ciencia y a los corazones el fuego del amor divino. Tan preciosas cualidades le valieron la más completa confianza del rey San Luis. Este piadoso monarca convidábale a menudo a su mesa y le admitía en sus consejos. Buenaventura ayudaba siempre con amable can­dor a su real amigo. A ruegos del rey mitigó la regla de Santa Clara para las jóvenes de la Corte que quisieran consagrarse a Dios e ingresar en la abadía de Longchamps.
  • 121. No le impedían, sin embargo, sus innumerables ocupaciones, partici­par activamente en la lucha, tristemente célebre, que ciertos espíritus ha­bían emprendido contra las Órdenes mendicantes. En esta lucha estuvo también al lado de Santo Tomás. Escribó dos opúsculos: Ap.ología de los pobres y Pobreza de Jesucristo, para refutar las funestas y pérfidas impugnaciones de Guillermo de Saint-Amour y del maestro Gerardo de Abbeville. MINISTRO GENERAL DE LA ORDEN ie n t r a s el ilustre Doctor prodigaba sus luces en la Universidad de París, la Orden de Frailes Menores era presa de disensiones intes­tinas, producidas, en gran parte, por las sospechas de herejía que con respecto al Ministro General, Juan de Parma, alimentaban algunos. Lamentábase principalmente el papa Alejandro IV de esta situación, y para esclarecerla convocó un Capítulo general, que reunió el 2 de fe­brero de 1257, en el convento de Araceli, en Roma. El General dimitió; y, por deferencia, le rogaron sus Hermanos que escogiese un sucesor. Nom­bró sin vacilar a fray Buenaventura como el más indicado para dirigir la Orden Seráfica. Este nombramiento fue acogido con unánimes aplausos. El Papa lo confirmó y Buenaventura, a pesar de su resistencia e insisten­tes súplicas, tuvo que aceptar el cargo. El nuevo General salió inmediatamente de París para Roma, donde su presencia era de absoluta necesidad, y emprendió, sin pérdida de tiempo, la tarea de apaciguar los espíritus. Dulzura sin debilidad, firmeza sin acritud, palabras impregnadas de suavidad y fuerza: tales fueron las armas que empleó para animar a los cobardes, estimular a los tibios y sostener a los fervorosos. Gracias a esta conducta, volvió pronto la sereni­dad a los espíritus, y pudo nuestro Santo regresar a París. Visitó de ca­mino todos los conventos sometidos a su jurisdicción, mostrando por doquier que no había sido nombrado superior sino para dar más perfecto ejemplo de humildad y de caridad. Durante su estancia en París, desplegó Buenaventura prodigiosa acti­vidad, que le permitió atender a sus múltiples ocupaciones sin perjuicio de los estudios personales. Ya Santo Tomás y San Buenaventura habían liquidado el pleito de las Órdenes religiosas y a las pasadas turbulencias habíanse sucedido la paz y la calma. Como prueba de reconciliación, brin-dóseles la borla del doctorado que previamente conquistaron en lucidos ejercicios. Aun hubo una pugna entre ambos santos por ver quién sería coronado primero; triunfó, por fin, la humildad de San Buenaventura al conseguir, aunque a duras penas, que aceptara la primacía su compañero.
  • 122. Do s nuncios vienen de Roma, portadores de la insignia cardenalicia para San Buenaventura. El Santo está en el patio de la cocina fregando los platos, y para no interrumpir esta humilde ocupación, ruégales que esperen un momento y que cuelguen el sombrero en un árbol vecino. 10. — IV
  • 123. Después de este suceso acaecido el 23 de octubre de 1257, se retiró a Nantes para gozar allí de apacible soledad que le permitió escribir varios tratados. El año 1260 convocó, en Narbona, el primer Capítulo general de su mandato, en él se dio a las Constituciones de la Orden la forma defi­nitiva, y se determinó escribir la Vida del seráfico San Francisco. De allí pasó al monte Alvemia, con el propósito de vivir durante algún tiempo en el oratorio donde su bienaventurado Padre recibiera la impresión de las llagas. Su vida fue un éxtasis continuo, cuya sublimidad puede apreciarse en las páginas de la obra Camino para llegar a Dios, que compuso poco después. Antes de salir de Italia, visitó en Asís los distintos lugares donde San Francisco viviera, y recogió informes de boca de quienes fueron testigos oculares de las maravillas obradas por el santo fundador. De vuelta en París en 1261, consagróse a su noble tarea con increíble fervor. Basta, en efecto leer la admirable Vida de San Francisco que San Buenaventura escribió, para notar que el autor poseía en grado eminente las virtudes que ensalza. Tomás de Aquino fue cierto día a visitarle, y estando entreabierta la puerta de la habitación, viole en éxtasis fuera de sí y levantado del suelo, penetrado de admiración y de respeto, no quiso estorbarle y se retiró di­ciendo «Dejemos a un santo escribir la vida de otro santo». EL SIERVO DE MARÍA De s u ferviente devoción a la Madre de Dios dio San Buenaventura cla­rísimas e inequívocas muestras al principio de su generalato. Inme­diatamente después de su elección puso su Orden y su persona bajo la especial protección de María; su vida fue una continua propagación de la devoción a la Santísima Virgen y todos sus escritos respiran el más puro amor y la más absoluta confianza en tan cariñosa Madre. En su Espejo de la Virgen describe maravillosamente las gracias, virtudes y privilegios con que María fue favorecida. Compuso asimismo en su honor un Oficio que destila las más tierna efusión de un corazón amante y respetuoso. El Sumo Pontífice deseaba investirle con alguna dignidad eclesiástica para darle más autoridad. Habiendo vacado el arzobispado de York, en Inglaterra, Clemente IV, sucesor de Urbano IV, no encontró persona más a propósito para gobernar esta iglesia que Buenaventura. Sin consultarle, le nombró arzobispo el 24 de noviembre de 1265. Esta noticia sobrecogió al humilde religioso, que acudió espantado a echarse a los pies del Papa, para suplicarle que descargase sus débiles espaldas de tan pesada carga.
  • 124. Tantas fueron sus instancias, que Clemente IV cedió, aunque a disgusto, y Buenaventrua, conservado al amor de sus hijos, se dio de lleno a guiar­los por las vías de la santidad, más con ejemplos que con palabras. Presidía todos los actos de su vida una profundísima humildad. Con­vencido de su indignidad, se abstuvo durante algún tiempo de celebrar el Santo Sacrificio; pero asistiendo una mañana a la Santa Misa y mientras meditaba sobre la Pasión de Cristo, desprendióse milagrosamente una parte de la hostia consagrada de manos del sacerdote y vino a posarse en labios del Santo. Este dulcísimo favor llenó su alma de celestiales delicias. CARDENAL Y OBISPO DE ALBANO A la muerte de Clemente IV, en 1268, reinó la mayor indecisión y des­concierto en el Colegio de los cardenales, para designar sucesor. La­mentábase toda la Iglesia, pues tan larga vacante, se prolongó por espacio de dos años y diez meses, cuando Buenaventura decidió poner remedio. Procuró que los cardenales se inclinasen hacia el piadoso Teobaldo, oriun­do de Placencia, cuya elección tuvo lugar el primero de septiembre de 1271. hl recién electo tomó el nombre de Gregorio %. Vuelto Buenaventura a París, reanudó sus trabajos. Fue entonces cuan­do compuso su Hexameron —Sermones acerca de los seis días de la Crea­ción—, en donde se encuentra, rica y sentenciosa, toda la penetración de la sutil escolástica. Apenas hubo acabado esta obra, recibió un Breve de Roma, fechado en 3 de junio de 1273, en el que Gregorio X le nombraba obispo de Albano y cardenal de la Santa Iglesia. Para que no pudiese oponer nuevos obstáculos, el Sumo Pontífice le intimaba la orden de acep­tar y de salir inmediatamente para Roma. Al mismo tiempo despachaba dos nuncios que debían encontrarle en camino y entregarle, en nombre del Papa, las insignias cardenalicias. Halláronle, efectivamente, en el convento franciscano de Muglio, cerca de Florencia. El General, que siem­pre buscaba los oficios más humildes, estaba ocupado, con varios de sus Hermanos, en fregar los platos. La llegada de los legados pontificios no le afectó lo más mínimo, pidióles permiso para continuar el trabajo y les rogó colgaran de una rama de árbol, que allí cerca había, el capelo carde­nalicio que en aquel momento no podía tomar decentemente con sus ma­nos. Los enviados accedieron a su deseo. Una vez que Buenaventura aca­bó su humilde tarea fue a rendirles los honores debidos a su dignidad. La alegría de tan grata nueva distrajo a los religiosos hasta el punto de que dejaron pasar la hora de rezar Completas sin atreverse a aban­donar a sus respetables huéspedes. Éstos no salieron del convento hasta
  • 125. la tarde. Después, dirigiéronse los religiosos al refectorio, aplazando el ofi­cio para después de la comida. No bien se hubieron sentado a la mesa cuando el General, a cuya atención nada escapaba, quiso saber si habían rezado Completas, ante la respuesta negativa, preguntóles cuál de los dos ejercicios debía prudentemente ser aplazado, y mandó suspender la co­mida para acudir al coro. A los religiosos gustó sobremanera tal proceder. EN EL CONCILIO DE LYÓN Mie n t r a s transcurrían estos sucesos llegó el Papa a Florencia, donde le fue presentado San Buenaventura. Gregorio X le exhortó a sobre­llevar con valor su nuevo cargo como príncipe de la Iglesia. El nuevo cardenal recibió la orden de prepararse para hablar en el XIV Concilio ecuménico que con el fin de estudiar una forma de unión entre las iglesias griega y latina, iba a reunirse en Lyón. Había sido llamado también Santo Tomás, pero falleció en el camino. Hondamente preocupado por los nuevos deberes que el cardenalato le im­ponía y perfectamente compenetrado con los deseos y propósitos del Papa, entregóse Buenaventura a una tenaz labor. Una vez abierto el Concilio, dirigió las asambleas preliminares y planteó todos los extremos que se habían de estudiar. A la llegada de los embajadores griegos, tuvo primero que conferenciar con ellos, refutar sus objeciones y defenderse de sus ar­gucias. Su dulzura y la fuerza de su argumentación los subyugó de tal modo que acabaron por someterse a todo lo que les fue propuesto. La intensidad de estos trabajos habían acabado por debilitar una salud hasta entonces muy robusta. Buenaventura, sin embargo, cuidóse muy poco de ella. Asistió a la apertura del Concilio el 7 de mayo de 1274 y después del Papa dirigió la palabra a los Padres, reunidos en número de quinientos tomando por tema el Surge, Jerúsalem, «Levántate, Jerusalén, álzate a un sitio elevado, mira hacia el Levante y ve a tus hijos reunidos desde el Oriente hasta el Occidente». La oportunidad y precisión del texto, junto con los encantos y fluidez de su elocuencia arrastraron los corazones. Pero se temía que ciertos inte­reses creados impidieran a los circunstantes ponerse de acuerdo. Como por milagro, pudo Buenaventura sostenerse todavía hasta la cuarta sesión del Concilio, a principios de julio. Convenía, en efecto que el obrero del Señor gozase por un momento el admirable efecto de su obra. Durante la misa, después del canto del Credo, los griegos, de manera oficial, abju­raron el cisma, aceptaron la profesión de fe de la Iglesia romana y re­conocieron libremente y sin restricción alguna la primacía del Papa.
  • 126. Los incesantes y duros trabajos que, no obstante su debilidad, se había impuesto el Siervo de Dios, redujéronle a un extremo abatimiento físico, y aunque el espíritu pugnaba por seguir en su ardoroso esfuerzo, hubo de rendirse ante la enfermedad. No fueron los dolores corporales su tormento mayor. Devoto fervoro­sísimo del Santísimo Sacramento, hubo de privarse .de la Sagrada Co­munión a causa de los continuos y violentos vómitos que le molestaban, y sólo encontraba lenitivo repitiendo de continuo sus comuniones es­pirituales. Con el fin de complacer los deseos que multitud de veces expresara, lle­varon a su cuarto el santo copón. No bien lo hubo visto cuando, recon­centró todas sus fuerzas, elevó fijamente sus ojos al Pan de los Ángeles, y arrebatado de fe y amor, suplicó al sacerdote le acercara el Sacratísimo Cuerpo de Cristo y lo pusiese sobre su pecho. Apenas la Sagrada Hostia hubo tocado el corazón ardiente de este serafín terrenal, penetró en su pecho dejando visible señal del milagro. Después de este divino favor, en una paz inalterable alzó nuestro Santo el vuelo hacia Dios. Era el 15 de julio de 1274. Tenía entonces 53 años. Toda la Iglesia le lloró, pues en él perdía a uno de sus más valiosos y bellos ornamentos, un Doctor incomparable, que aprendiera mucho más de las revelaciones divinas que en sus estudios, y que supo traducir su ciencia al humano lenguaje con inflamado amor. San Buenaventura fue canonizado el 14 de abril de 1482, por Sixto IV. El 14 de marzo de 1567, Sixto V lo incluyó en el número de los Doctores. S A N T O R A L Santos Buenaventura, Doctor de la Iglesia; Justo, soldado y mártir; Heraclas, hermano del mártir San Plutarco y obispo de Alejandría; José, hermano de San Nicolás Estudita y arzobispo de Tesalónica; Focas, obispo de Sinope, y Pedro, de Creta, mártires; Ciro, obispo de Cartago; Félix, primer obispo de Como; Optaciano, primer obispo de Brescia; Madelgario, Ro­lando y Guillermo, abades, en Francia; Liberto de Malinas, mártir; Ba-sino, padre de Santa Aldegunda, mártir; Marcelino, discípulo de San Wilibrordo, presbítero y confesor. Beatos Gaspar de Bono, mínimo; Ros-nata, premonstratense, mártir en Dopel, Bohemia; Humberto de Romans, General de .los Dominicos. Santas Reinofra, virgen; y Toscana, viuda. Beata Angelina de Corbara, fundadora: su fiesta se celebra el 21 de julio.
  • 127. D ÍA 15 D E J U L I O SAN ENRIQUE REY Y EMPERADOR (973-1024) San Enrique es, cronológicamente, el décimo tercero de los veinte reyes inscritos por la Iglesia en el Catálogo de los Santos. Pero, como de­licadamente observa uno de sus biógrafos, han sido tales las dificul­tades que han tenido que vencer estos hombres para llegar a ser santos en el lugar que ocupaban, que su número, tan exiguo aparentemente, es, sin embargo, un título de gloria para la Humanidad. Nació Enrique el 6 de mayo de 973, probablemente en Ratisbona. Era el primogénito de Enrique II el Pendenciero, duque de Baviera y primo del emperador Otón II. Su madre, Gisela, hija de un rey de Borgoña, tuvo que preocuparse pronto de la educación de su hijo, pues apenas Enrique había llegado a los dos años de edad cuando su padre fue encarcelado por orden de su poderoso primo. Para desarmar el enojo del monarca, Gi­sela llevó al niño al monasterio de Hildesheim, en Sajonia, prometió con­sagrarlo a la vida de los Canónigos regulares. Dirigido así, oficialmente, hacia el claustro, no había lugar a los recelos de Otón II. Allí, al contacto asiduo con los autores sagrados, con los hagiógrafos, literatos y filósofos de nota, el futuro emperador empezó a adquirir aquella flexibilidad de espíritu, aquel discernimiento de las cosas de la
  • 128. Iglesia y amplitud y moderación de ideas que más tarde le sirvieron de gran ayuda en el gobierno de los hombres. Necesario era, con todo, para la popularidad del joven príncipe, que su educación se completase en Baviera, en el ducado que su padre había gobernado y a la cabeza del cual se esperaba ver pronto al hijo. Por ello, sus padres le confiaron a San Volfango, religioso benedictino, y obispo a la sazón de Ratisbona, famoso por su sabiduría y gran piedad. En tan magnífica escuela siguió acrecentando el caudal de sus conoci­mientos y sobre todo perfeccionándose en experiencia del corazón hu­mano que tan buena ayuda presta a quienes deben dirigir a los demás DUQUE DE BAVIERA Te n ía Enrique veintidós años cuando los señores de Baviera le desig­naron para suceder, como duque de Baviera, a su padre Enrique II, muerto el 28 de agosto de 995. El difunto había dispuesto todo para pre­parar esta elección, la cual se hizo con tanta menos dificultad cuanto más se declaraba la tendencia a reconocer los derechos hereditarios, en un país, en donde hasta entonces, las dignidades eran electivas. El em­perador Otón III, sucesor de Otón II, ratificó sin dificultad la elección de la nobleza bávara. Por aquel tiempo, el nuevo duque, cediendo a las instancias de su pueblo, contrajo matrimonio. Encontró esposa digna de él en la persona de Cunegunda, hija de Sigfredo, conde de Luxemburgo. Como debía de­clararlo Eugenio III, en 1145, en la Bula de canonización, su unión fue santificada por una castidad conservada intacta hasta la muerte. Durante los siete años que gobernó su ducado, Enrique IV, leal y abnegado, esforzóse en apaciguar las turbulencias de los señores feudales. Acompañó al emperador en 996 y 998 en sus expediciones a Italia. Existían entre Enrique y Otón III cordiales relaciones, pero esta cordia­lidad duró poco, pues el 21 de enero de 1002 murió Otón III, a la edad de 21 años. Su real ascendencia, así como el favor demostrado por un gran número de señores influyentes, autorizaban al duque de Baviera a pretender la sucesión del imperio. En una Dieta que se reunió en Werla, el año 1002, la asamblea reconoció que Enrique debía reinar «con ayuda de Cristo y en virtud de su derecho hereditario». Los rivales intentaron oponérsele en otras Dietas, pero fue elegido y consagrado el domingo 7 de junio de 1002, en Maguncia. El duque de Baviera, Enrique IV, llegaba a ser así Enrique II, rey de Germania. Su dignidad fue reconocida por todos poco después.
  • 129. REY DE GERMANIA A la subida de Ennque II al trono, Alemania, a más de los cinco du­cados de Sajonia, Franconia, Suabia, Baviera y Lorena, comprendía Bélgica, Países Bajos, casi toda Suiza y algunas provincias de Italia y de Francia. Esta enorme aglomeración carecía de la homogeneidad necesaria para ser duradera. Por eso, el nuevo monarca trabajó constantemente para vencer las dificultades. En el seno del imperio agitábase una nobleza or-gullosa, brutal, mal avenida con el yugo común, siempre dispuesta a re­belarse y a veces a la traición. En su misma casa, los cinco hermanos de su mujer llenaban el palacio de intrigas, en fin, Italia, y sobre todo Po­lonia, constituían sus mayores amenazas. El año 1003, se entabló la lucha entre Alemania y Boleslao I el In­trépido, temible jefe de los polacos. Después de tres guerras indecisas, medió, por fin, el 30 de enero de 1018, un compromiso entre ambos reyes: a cambio de Lusacia, renunciaba Boleslao a la corona germánica. Al mismo tiempo que hacía frente a Polonia, Enrique tenía que defen­derse por el sur, en donde el rey Arduino procuraba levantar contra el imperio el sentimiento nacional. La necesidad de combatir y de rechazar a los sarracenos y a los griegos, obligó al monarca alemán a realizar tres expediciones a Italia. Durante la primera, el año 1004, recibió en Pavía la corona de Lombardía. Como príncipe lleno de espíritu cristiano, Enrique habíase propuesto extender el reino de Dios sobre la tierra. Fiel a este ideal, buscó siempre conciliar los intereses de la Iglesia y los del Estado. Uno de sus primeros actos fue dotar a numerosos monasterios de Baviera y fundar otros nuevos. En esta época el monacato presentábase como un organismo maravillo­samente adaptado a la obra civilizadora, pues, además de asegurar el bienestar de las poblaciones por el trabajo, impidió a los señores, por la inclusión de sus extensas posesiones entre las de los nobles, como zonas neutrales, adquirir una preponderancia territorial amenazadora para el so­berano. Por otra parte, cada centro monástico constituía un ejemplar foco de oración y estudio. En sus viajes, gustaba Enrique de hospedarse en los conventos; edificábase de la regularidad de los monjes, pero no temía in­tervenir resueltamente para hacer cesar los abusos doquiera los encontrase. Por afán de popularidad, Bernardo, abad del monasterio de Hersfeld, íiI norte de Fulda, dejó que su monjes vivieran con excesivo regalo. Hasta él mismo, so pretexto de salud, retiróse con sus familiares a un edificio construido en la montaña. Vivía muy holgadamente, tanto que los monjes hubieron de quejarse de que empleaba para su uso los bienes del monas­
  • 130. terio. La queja fue dirigida a Enrique, el cual nombró al momento, como abad de Hersfeld, a un santo religioso llamado Godeardo, con encargo de reformar los abusos. «No es un monasterio lo que me confían —ex­clamó el nuevo abad, a la vista de tantas frivolidades— antes parece una corte real». Y sin más espera, el abad convenció a los religiosos de qué venía para hacer observar la regla de San Benito, y que quienes no se sintiesen con fuerza para someterse, deberían retirarse. Sólo algunos ancianos y unos pocos jóvenes se quedaron. La deserción de tantos, sin embargo, no desanimó ni a Enrique ni a Godeardo. Los fugitivos vol­vieron poco a poco; los bienes sobrantes fueron distribuidos entre los pobres, la sencillez monástica, reintegrada a su antiguo honor, y pronto Hersfeld volvió a florecer, con toda la austeridad de la regla benedictina. Lo que se hizo en Hersfeld acaeció también en muchos otros monas­terios, bajo el impulso del piadoso soberano, que mantenía las más ín­timas relaciones con los grandes reformadores de su época, en particular con San Odilón, abad de Cluny. Comprendíanse admirablemente uno y otro, y se puede decir —escribe Lesetre— que asi en la reforma monás­tica de Alemania, Odilón fue la cabeza, Enrique fue su brazo derecho». Las intrigas de los señores, sostenidas por los cuñados de Enrique y por otros miembros de su familia, le crearon muchas preocupaciones. De acuerdo con el obispo de Wurtzburgo, estos ambiciosos habían combinado el plan de un reparto de las diócesis, para despojar al arzobispo de Magun­cia de la supremacía sobre las regiones fronterizas de Bohemia. Esta me­dida era la ruina de la obra de San Bonifacio, y, en el ánimo de los autores, el preludio de un parcelamiento del imperio en provecho propio. A fin de malograr semejantes cálculos y «destruir el paganismo de los eslavos», el rey negoció con el papa Juan XIX la erección del obispado de Bamberg (año 1006), bajo la protección directa de la Santa Sede, pero sin sustraerlo por ello a la jurisdicción del metropolitano de Maguncia. EMPERADOR DE ALEMANIA Por sus brutalidades y torpezas, Arduino, el pretendido «rey nacional», había descontentado a sus súbditos italianos, los cuales empezaban a declararse por el monarca alemán, pero éste esperaba una ocasión favora­ble para intervenir con seguridad de éxito. Suministróle esta ocasión en 1012, la elección de Benedicto VIII, en favor del cual se declaró Enri­que II contra el antipapa Gregorio, que presto perdió el poder usurpado. La presencia del ejército alemán en Italia, a final de 1013, repercutió en toda la península. Arduino, viéndose perdido, renunció a la corona
  • 131. Dic e el abad a San Enrique: «Accedo a vuestra súplica y os recibo como religioso; pero os mando, en virtud de santa obediencia, que volváis al gobierno del imperio que en vuestras manos ha puesto la Di­vina Providencia. Y no olvidéis que de vos depende la salvación de muchos súbditos vuestros«.
  • 132. para retirarse a un monasterio. En Roma, los partidarios de Gregorio juz­garon su causa desesperada, y le abandonaron. Mientras, Benedicto VIII volvía a tomar posesión de la ciudad y de los palacios apostólicos. El rey llegó también allá en los primeros días de febrero. El Papa, rodeado de numeroso cortejo de prelados, salió a su encuentro, llevando un globo riquísimo terminado en una cruz, símbolo del poder que el sobe­rano debía ejercer sobre el mundo como leal soldado de Cristo. Enrique recibió el regalo con gozo, y después de examinarlo, dijo al Papa: «San­tísimo Padre, lo que aquí me presentáis es muy significativo y con ello me dais una excelente lección, mostrándome, por símbolo de mi imperio, con qué principios debo gobernar». Después añadió: «Nadie es más digno de poseer tal presente que aquellos que, apartados del mundo, se dedican a seguir la cruz de Jesucristo». Y el globo de oro fue llevado a Cluny. La coronación tuvo lugar el 14 de febrero de 1014. En la mañana de ese día, el rey con su esposa Cunegunda, dirigióse a la basílica de San Pedro. El Papa los esperaba en las gradas del peristilo, para hacer a Enri­que las preguntas acostumbradas si consentía en ser el celoso patrono y defensor de la Iglesia romana y si prometía fidelidad en todas las cosas a él y a sus sucesores. Contestó Enrique afirmativamente, y fue introdu­cido en la basílica, consagrado emperador, y después coronado solemne­mente junto con la emperatriz Cunegunda. Acto seguido, donó su corona para que fuese colocada en el altar del Príncipe de los Apóstoles. Con esta ocasión el nuevo emperador concedió al Papa una carta de privilegios. Garantizábale la Toscana, Parma, Mantua, Venecia, Istria, los ducados de Espoleto y de Benevento y, eventualmente, los territorios de Nápoles y Gaeta, que aún estaban bajo el poder bizantino. Otra cláusula estipulaba que todo el clero y toda la nobleza romana se comprometían con juramento a no proceder a la elección de los Papas sino con arreglo a las leyes canónicas, y que el nuevo elegido, antes de ser consagrado, se obligaría él mismo, en presencia de los enviados del emperador y ante el pueblo, a mantener los derechos de todos». Era, en suma, la confirmación de un derecho reconocido por Eugenio II (824-827) en favor de Ludovico Pío, y que explica, en este período de revueltas y anarquías, las dificul­tades de la elección pontificia. Con todo, esta tutela imperial ejercida sobre la Iglesia encerraba gravísimos peligros, pues algunos de los empe­radores de Alemania se sirvieron de ella para reclamar y justificar into­lerables intervenciones en los asuntos del Papado. La buena inteligencia, así sellada entre Benedicto VIII y Enrique II, no se desmintió ni un solo instante, durante su común reinado. Esta inte­ligencia permitióles trabajar eficazmente en el bien de la cristiandad, par­ticularmente en la observancia de la Tregua de Dios, instituida en el Con­
  • 133. cilio de Poitiers el año 1000, y que para incorporarse a las costumbres tenía necesidad de la ayuda del brazo secular. En los primeros años, vióse a Enrique II recorrer las provincias de Alemania, proclamando la paz local, en las grandes asambleas, como en Zurih en 1005, en Merseburgo en 1012, donde todos, desde el más humil­de hasta el más poderoso, juraron «que mantedrían la paz, y que no serían cómplices de los bandolerismos». Muchos señores y obispos siguieron este ejemplo. Burkhardo, obispo de Worms, publicó un edicto de paz, a fin de someter a sus súbditos «ricos y pobres» a la misma ley. Para afianzar tan generoso intento, el emperador no titubeó en imponer severos castigos y aun despojar de su cargo a los margraves que se resistían. El deseo de plasmar el pensamiento pontificio de una paz universal, determinó también a Enrique II a entrevistarse en Mousson, cerca de Sedán, en agosto de 1023, con Roberto el Piadoso, rey de Francia. Los dos monarcas estudiaron allí los medios de atajar los males en que continua­mente se veía envuelta la cristiandad, discutieron la manera de hacer frente a tantos daños materiales y espirituales, y convinieron en pedir al Papa la celebración de un Concilio General que pusiera fin a los abusos. El emperador de Constantinopla conservaba aún cierta pretensión so­bre los Estados Pontificios. Algunas ciudades de la Italia Meridional que habían quedado bajo su dominio, estaban administradas por un goberna­dor. Éste, obedeciendo órdenes de su señor, invadió varias ciudades de la Apulia, que dependían de la Santa Sede, y no disimuló su intención de restablecer la influencia bizantina en la península. El Papa envió contra él a Raúl, príncipe de Normandía, el cual obligó a los griegos a retirarse. Mas, a fin de asegurar definitivamente la independencia de Italia, Be-uedicto VIII pasó los Alpes y fue a exponer al emperador el estado de los negocios. La entrevista tuvo lugar en Bamberg (abril de 1020). En ella fueron examinadas cuestiones importantísimas, tanto en el aspecto social como en el religioso, y tratóse de rechazar el dominio bizantino, hostil a la Iglesia y enemigo de la unidad. San Enrique renovó al Papa sus pro­mesas de fidelidad y le aseguró que volaría en defensa de la Santa Sede tan pronto como la viera amenazada en sus derechos sacrosantos. Estudiáron­se, igualmente, diversos asuntos de disciplina y reforma del clero. A mediados de noviembre de 1021, el emperador salió de Augsburgo para su tercera expedición por Italia, nuevamente invalida por los griegos, lista vez la victoria fue completa. Enrique desposeyó a los enemigos de todas las plazas que habían conservado hasta entonces y las donó a la Santa Sede. Pacificada ya la península, volvió a sus Estados. Detúvose, sin embargo, algún tiempo en Monte Casino, donde arregló con el Papa diversos asuntos referentes a la administración de la célebre abadía.
  • 134. LA CORONA ETERNA Un día que Enrique visitaba en Lorena las construcciones de la abadía de San Vanne, que acababa de restaurar el abad Ricardo, profirió, entrando en el claustro, aquellas palabras del salmista «Éste es el lugar de mi reposo; aquí habitaré, en la morada de mi elección». Haimón, obis­po de Verdún, que acompañaba al soberano, conocía su inclinación a la vida monástica y advirtió al abad lo que probablemente iba a suceder. En efecto, Enrique no tardó en manifestar el deseo de abandonar la vida secular para hacerse monje. Comprendió Ricardo que la vocación del im­perial visitante no era la de un modesto religioso, y buscó un recurso para satisfacer la piedad del príncipe sin perjudicar al Estado. Reunió a la Comunidad y rogó al emperador que manifestara sus deseos ante todos los religiosos. Enrique declaró su resolución de abandonar las vanidades del siglo para consagrarse al servicio de Dios en aquel monasterio. —¿Queréis —dijo el abad— . a ejemplo de Jesucristo, practicar la obe­diencia hasta la muerte? —Lo quiero —respondió Enrique, con humilde firmeza y decisión. —Puesto que así es —replicó el abad—, desde este momento os recibo en el número de los religiosos. Acepto la responsabilidad de vuestra alma si de vuestra parte prometéis seguir, para la gloria de Dios, todo lo que os ordenare como a miembro de nuestra comunidad. —Juro obedeceros puntualmente en todo lo que mandéis. —Quiero, pues —concluyó Ricardo—, y os ordeno, en virtud de santa obediencia, que volváis a tomar el gobierno del imperio confiado a vuestros cuidados por la Providencia divina. Quiero que procuréis, en todo cuanto de vos dependa, la salvación de vuestros súbditos, por vuestra vi­gilancia y firmeza en la administración de la justicia. No esperaba el emperador aquella solución, y hubo de sorprenderle. Porque una de sus razones para abrazar el estado religioso era descargarse definitivamente de la pesada cruz que el gobierno imponía a su conciencia. Sometióse, no obstante, a aquel primer mandato de la obediencia que acababa de jurar, y volvió dispuesto a seguir en su empresa con nuevo y más vehemente fervor. De esta manera, aquel voto que liga al religioso estrictamente con la voluntad divina por intermedio del superior, hacía del piadoso rey un go­bernante más decidido y eficaz en el cumplimiento de su graves deberes. Pudo así continuar honrando al trono con las virtudes que, reducidas al claustro, hubieran sido, en este caso especialísimo, quizá más eminentes, pero indudablemente menos provechosas para la nación.
  • 135. Empero, aquella vida, tan llena de obras meritorias, tocaba a su fin. La salud de Enrique había sido precaria siempre. Los incesantes viajes, las numerosas campañas, los desvelos de todo género y especialmente su última permanencia en Italia, habían minado sus fuerzas. A principios del año 1024 encontróse sumamente decaído. Un reposo de tres meses en Bamberg, le procuró algún alivio. Creyéndose bastante fuerte, volvió a sus tareas. La muerte le abatió en el ejercicio de los deberes de su cargo, el 13 de julio de 1024, en el castillo de Grona, no lejos de Goslar. Con él se extinguía la casa de Sajonia, cuyo fundador, Enrique el Grande, había trabajado en agrupar a su alrededor los pueblos germánicos; y cuyo últi­mo representante, Enrique el Santo, había servido noblemente a la Iglesia. Poco más de un siglo después de su muerte, el papa Eugenio III hizo instruir el proceso de canonización y proclamó, el 12 de marzo de 1146, la santidad del soberano. En medio de la nave central de la catedral de Bamberg se ve aún el monumento erigido a la memoria del emperador San Enrique y de la emperatriz Santa Cunegunda. Esta tumba, cambiada de lugar en 1658, fue devuelta a su primitivo asiento en 1833. De los dos esposos, sólo se conserva hoy, en ese sepulcro, un poco de sus cenizas. Lo que queda de sus huesos en Bamberg, principalmente el cráneo y un fé­mur de San Enrique y el cráneo de Santa Cunegunda, se guarda en el tesoro de la catedral, con otros objetos que les pertenecieron. La tumba lleva esta inscripción- «A los Santos Enrique y Cunegunda, juntos en im­perial y virginal unión, fundadores, defensores y patronos de esta iglesia». El papa Pío XI, el 4 de diciembre de 1923, extendió el culto de San l-nrique, elevando su fiesta a rito doble para toda Alemania. S A N T O R A L Mantos Enrique II, emperador de Alemania; Pompilio Pirrotli, escolapio; Wladi-miro, duque de Moscovia, confesor; Atanasio, obispo de Nápoles, Benito, de Angers, y Jaime, de Nisibi. en Mesopotamia; Félix, obispo de Pavía y mártir; Plequelmo y David, abades, Ansuero y compañeros, mártires en Ratzemburgo. en la Baja Sajonia; Antíoco, médico y su verdugo Ci­ríaco, mártires en Sebaste; Eutropio, martirizado con sus hermanas, en tiempo del emperador Aureliano; Catulino, diácono; Felipe, Zenón. Narseo y diez niños, mártires en Alejandría; Muritas, diácono y mártir en Carta­go; Jenaro, Flotencio y Abundemio, mártires. Beatos Ignacio de Acevedo y compañeros,'mártires; Gerardo de Florencia y Pedro de San Severino, franciscanos. Santas Bonosa y Zósima, mártires, hermanas de San Eutro­pio; Julia y Justa, mártires en Cartago; Juana Antida Thouret, virgen y fundadora de las Hermanas de la Caridad, María Micaela, cuya fiesta se celebra el 25 de agosto. Beata Teresa, cirterciense.
  • 136. Para los pobres enfermos Para los pobres ignorantes D ÍA 16 DE JUL IO STA. M.A MAGDALENA POSTEL FUNDADORA DE LAS HERMANAS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS DE LA MISERICORDIA (1756-1846) a n t a María Magdalena Postel, mujer de carácter enérgico y de firme e ininterrumpida abnegación, realizó durante su casi centenaria vida, y en medio de un sinfín de dificultades, dos grandes obras de carác­ter religioso y social: la fundación de un Instituto dedicado a educar cristianamente a la juventud del pueblo y al cuidado de los enfermos, y la restauración de una de las antiguas abadías de Francia. Nació Julia Francisca Catalina Postel en Barfleur, puerto del distrito de Coutances, en el departamento francés de La Mancha, el 28 de noviem­bre de 1756. Tan enclenque y delicada vino al mundo, que hubo de serle administrado sin demora el santo Bautismo. Los padres, labradores aco­modados y pequeños propietarios de la aldea La Bretonne, próxima a Barfleur, eran asimismo ricos en fe y en virtudes cristianas, como lo evi­denciaron al proporcionar a sus siete hijos sólida y religiosa educación. En ambiente tan propicio, expansionóse maravillosamente el alma de Julia, siempre fiel a los influjos de la gracia bautismal Solía la niña rezar el santo Rosario con su padre, mientras éste hacía cuerdas de cáñamo; y cuando acudía a los oficios de la iglesia, pasábase el tiempo absorta con los ojos clavados en el altar. Ya a los cinco años
  • 137. asistía a la catcquesis parroquial y a ella iba con el regocijo de quien corre a una fiesta. «Sus respuestas —decía el señor cura— pasman por la exactitud de su doctrina y por la viva espontaneidad con que las va improvisando al par de las preguntas. Más parece que habla en ella una persona mayor y altamente versada en las cuestiones religiosas». Pero no se contenta Julia con saber; le interesa inmensamente más impregnar su conducta con las realidades aprendidas, y para ello pone en práctica la enseñanza religiosa que, por cierto, retiene con memoria ex­traordinaria. A pesar de su corta edad, pesa rigurosamente el pan que ha de comer durante la cuaresma, valiéndose para ello de una balanza que se ha fabricado con unas conchas, pone bajo las sábanas de su lecho una tabla y, por almohada, una piedra. La gran pureza de su conciencia —jamás empañada por ningún pe­cado deliberado, dice la Bula de beatificación—, la conducta formal y el vivísimo afecto a la Eucaristía, le valieron el privilegio de recibir a los nueve años la primera comunión, en vez de a los once o doce, según la costumbre de la época. Desde entonces siguió recibiéndola diariamente. Después de las clases, llevaba Julia a los pobres las porciones de sopa y leña que para ellos pedía de puerta en puerta. Para prepararla a su futura misión, Dios inspiró a una bienhechora la idea de pagar los gastos de su pensión en las benedictinas de la real abadía de Valognes. Allí, lo mismo que en Barfleur, fue modelo de virtud para sus compañeras y el consuelo de sus maestras. Hizo voto de consagrarse al servicio de Dios y del prójimo, aunque no en esta abadía de Valognes, cuya regla le parecía demasiado suave. Ella quería religiosas que no tuviesen más rentas que sus manos y que estuviesen obligadas a trabajar para sub­venir a sus necesidades y a las de los pobres. GUARDIANA DE LA EUCARISTÍA En 1774, vuelve Julia a la casa paterna, decidida a hacer para las niñas lo que San Juan Bautista de la Salle hiciera para los niños. Tiene dieciocho años y su alma se halla adornada por una piedad sólida, ali­mentada y fortalecida por la oración y la comunión diaria. En la escuela que funda, y a la cual añade un internado especialmente destinado a las huérfanas, enseña el catecismo, el cálculo, la escritura y las labores. La infatigable maestra cuida también a los enfermos, asiste a los mori­bundos, pide limosna para los pobres, y para ellos trabaja de noche hi­lando en la oscuridad por economía. Su única comida diaria se compone de una sopa acompañada de legumbres, a menudo reemplazadas por pan
  • 138. duro y agua, nunca come carne ni pescado, y duerme sobre tablas, con un crucifijo en la mano derecha. Esta vida de austeridad la acompañará hasta su muerte, sin que la voluntad ceda un ápice en tan riguroso progama. Cuando sobreviene la sangrienta persecución del Terror, en 1791, oculta Julia los vasos sagrados, y rehúsa, a pesar de las amenazas y de la vio­lencia, asistir a los oficios del cura intruso. En su casa de La Bretonne, debajo de una escalera de granito, dispone, para capilla dedicada a María, Madre de Misericordia, un cuartito de algunos metros cuadrados. Allí, en aquella reducida morada, deposita el Santísimo Sacramento un sacer­dote; Julia será la guardiana, durante el día entero y buena parte de la noche —el jueves, toda—, hará acto de desagravio por los pecados de los hombres, y aún encontrará tiempo, en estas vigilias nocturnas, para leer las obras de los Santos Padres y de los autores místicos y ascéticos. A pesar de las numerosas visitas domiciliarias, nunca fue descubierto ni profanado el oratorio. Sin embargo, allí iban sacerdotes a decir la Misa, a administrar los sacramentos, a dar la comunión a los niños y a los adultos que Julia había preparado y convocado. Fue facultada para darse a sí misma la comunión cada día, para llevar la Eucaristía a los mori­bundos cuando el sagrado ministro no podía ir a buscarla, y para distri­buirla a los fieles que frecuentaban su capilla. Los ángeles custodios —a los que Julia honraba con culto particular— velaban sobre su casa, y varias veces, gracias a ellos, franqueó en pocos instantes obstáculos insuperables o difíciles de vencer. Por su oración, procuró a su padre, se­pultado bajo los escombros de una casa derrumbada, la absolución de un sacerdote no juramentado. FUNDACIÓN DEL INSTITUTO La muerte de su madre en 1804, la adhesión de una de sus tías al cisma de la «Pequeña Iglesia», disensiones y querellas entre curas y feligre­ses, pero principalmente la admiración declarada e ingenua con que sus compatriotas hieren su modestia la apartan de su tierra natal. Además, acaba Dios de manifestarle su misión y particular destino, por boca de una niña de ocho años, a la que Julia, su maestra, ha preparado para la primera Comunión. «Usted —le dice la niña en su lecho de muerte— fundará una comu­nidad religiosa. Durante largos años, sus hijas serán poco numerosas y no se hará ningún caso de ellas. Luego, la llevarán a usted a una abadía y allí morirá en edad avanzada, después de haberse ocupado en la restauración de una iglesia que ha sido muy célebre en la historia religiosa de Francia».
  • 139. La predicción, que se realizará al pie de la letra, será luz y fuerza para la nueva fundadora, a la cual infundió grandes ánimos aquel anuncio. Tiene Julia cuarenta y nueve años, los trabajos, las austeridades y las vigilias han alterado su salud, pero no su ánimo. Se marcha de Barfleur, prometiendo a Dios no volver más allí. En Cherburgo, guiada por la gracia, encuentra en la capilla del hospicio al capellán de la casa, Luis Cabart, que desde hacía mucho tiempo consagraba a los pobres su fortuna y su persona. Confiésase con él, le expone su intención de instruir a las muchachas pobres, de sacrificarse por los desgraciados y de fundar una Congregación que tenga ese doble fin. No posee más recursos que la Providencia, el trabajo de sus manos y la pobreza personal. El sacerdote cree haber dado con la persona que buscaba para reemplazar, al frente de las niñas desheredadas, a las Hermanas de la Providencia que aún no se han vuelto a instalar en Cherburgo, ofrécele su obra, alquila una casa y en ella establece una escuela, a la que muy pronto acudirán trescientas niñas de la clase obrera. Una de sus amigas de Barfleur, ayuda a la di­rectora; luego llegan dos jóvenes aspirantes, una de ellas Luisa Viel, la futura Madre Plácida. El Instituto se funda con la aprobación del obispo de Coutances, bajo la dirección del celoso capellán. El 8 de septiembre de 1807, la fundadora —en adelante, Madre María Magdalena— y sus dos compañeras, profesan como religiosas. Las Hijas de la Misericordia —es el nombre que han escogido— se consagran a la instrucción y edu­cación de las muchachas pobres y al cuidado de los enfermos, el silencio y el trabajo serán casi continuos: observarán la mayor austeridad en la comi­da y en el sueño; rezarán el breviario de los sacerdotes; procurarán hacer cuanto bien puedan, llevando al mismo tiempo vida oculta; vivirán de su trabajo, y trabajarán hasta por la noche, a fin de no ser carga para nadie. Muy pronto se presentaron algunas postulantas. La fundadora pudo enviar a dos de sus hijas a dirigir la escuela de Octeville. En 1811, toda la comunidad se trasladó a esta localidad, pues las Hermanas de la Pro­videncia reorganizaron en Cherburgo sus talleres y clases. Con una ge­nerosidad heroica, que podía ser fatal al nuevo Instituto, la Madre Postel resolvió cederles el sitio para dedicarse sólo a los campesinos. NUEVAS FUNDACIONES. — DIFICULTADES Y PRUEBAS La nueva casa de Octeville era un establo espacioso, del que habían sa­cado los animales en vísperas de llegar las Hermanas. Era la pobre­za de Belén en todo su rigor. Húbose de trabajar mucho para poderse instalar en ella, y aun a pesar de todo, sólo se consiguió vivir en extrema indigencia. Una Hermana y una huérfana llevadas de Cherburgo, murie-
  • 140. La administración municipal expulsa a Santa María Magdalena Postel de una casa que fuera comprada para ella y sus monjas. La Santa acata con humildad la injusta disposición. Como único bien, llévase una imagen de Nuestra Señora de los Dolores, a quien pide consuelo en el desamparo.
  • 141. ron en la nueva residencia, y de no poner rápido remedio, era de prever que la muerte seguiría diezmando a la ya menguada comunidad. En tales condiciones, no les era posible a las Hermanas consagrarse a los fines de su vocación. La situación no podía durar. La antigua escuela de las Hermanas de San Vicente de Paúl de Tamerville encuadraba per­fectamente para casa matriz, y así optaron por ella. El propietario se ave­nía cederla, pero una inquilina de conducta sospechosa la tenía en arrien­do y se negaba a abandonarla. Tras muchas diligencias y ruegos, y después de severos reproches que le dirigió la fundadora, la inquilina dejó la casa. Las religiosas traspasaron allí su modesto mobiliario y tomaron a su cargo doce huérfanas. No faltaron las pruebas: falleció la Hermana Catalina Bellot, la primera compañera de Julia Postel; la maestra oficial declaróles su hostilidad desde el principio, y el propietario, que se negaba a renovar el alquiler, puso a las Hermanas en el trance de comprar la casa o abandonarla. Pero !a Providencia intervino oportunamente. El prín­cipe Lebrún, tesorero jefe del imperio, compró el establecimiento en 1813, con la intención de dejar el disfrute del mismo a las religiosas. La admi­nistración municipal, sin embargo, las obligó a marchar en el siguiente mes de octubre. La superiora, que llevaba la imagen de la Virgen dolo-rosa en sus brazos, volvióse diciendo: «Te volveré a ver, Tamerville». En Valognes, donde se instalaron en una modesta casa alquilada por el Señor Cabart, no podían hacer nada las Hermanas, por haber ya tres comunidades para la instrucción y los talleres. Viéronse obligadas a des­pedir a las huérfanas; y, para ganar el pan cotidiano, tuvieron que dedi­carse a la fabricación de paraguas. Vivían en extremada pobreza, pues no contaban con ningún socorro. Los mismos superiores eclesiásticos que hasta entonces habían dirigido y sostenido a la fundadora, la aconsejaron abandonar su empresa. La obra no parecía tener esperanzas de vida. Había desaparecido todo apoyo humano. Julia, no obstante, lejos de ami­lanarse, descansaba en la Providencia. Las Hermanas tuvieron consejo: al­quilaron junto a Tamerville una miserable choza y a ella fueron a vivir. El administrador de las propiedades del príncipe Lebrún, en Tamer­ville, llegó a ser alcalde de este Ayuntamiento. Gracias a él, las Hijas de la Misericordia pudieron, en 1816, volver a entrar en su antigua casa y acoger algunas huérfanas. Además del cuidado de los enfermos y ense­ñanza del catecismo, habían tomado la dirección de la escuela municipal. y como la ley exigía de toda maestra examen oficial previo, la superiora, a pesar de sus 62 años, se sometió con toda sencillez a esta prueba para animar a sus hijas. En 1817, para hacer frente a la terrible penuria, vendió cuanto halló a mano, y aunque la comunidad tuvo que alimentarse con hierbas hervidas, nunca faltó el pan a las huérfanas ni a los pobres.
  • 142. Pruebas y alegrías se entremezclaron durante la vida de la fundadora. Marcháronse varias postulantes, y algunas profesas murieron o cayeron gravemente enfermas. Por este tiempo pudo fundar dos pequeñas residen­cias en Tourlaville y en la Glacerie. Hacia el 1827, la Madre se vio pri­vada de los dos sacerdotes que la dirigían hacía largo tiempo: el señor Dancel fue nombrado obispo de Bayona; y el señor Cabart, que había presidido la fundación del Instituto, murió y fue sustituido por el presbí­tero Lerenard. TRASLADO DE LA CASA MATRIZ En el convento de Tamerville se albergaban la Comunidad, noviciado, pensionistas y huérfanas, y aunque las religiosas fuesen poco numero­sas, resultaba demasiado pequeño. En 1832 adquiere la Madre María Mag­dalena, a nombre de su ecónomo, la vieja abadía benedictina de San Salvador del Vizconde, cuya iglesia y la mayor parte de las dependencias están medio demolidas. Ni siquiera tienen con qué pagar al notario; la fundadora, como siempre, cuenta sólo con la Providencia. El 15 de octu­bre de 1832, acompañada de dos sacerdotes, toma posesión, con su pe­queña comunidad, de aquellas ruinosas construcciones. Organiza personal­mente la nueva casa; instala la capilla en el lado bajo al sur de la iglesia; arregla una extensa huerta, acomoda talleres de tejidos y de costura; recoge las huérfanas y abre una escuela de pensionistas. La extremada pobreza, el trabajo abrumador, las zozobras de todo género, la envidia, la crítica, la enemiga del municipio..., y otras muchas cruces pesan sobre la Santa. El vicario general de Coutances, nombrado superior eclesiástico, es re­cibido por la Madre Postel como enviado de Dios, destinado a darle, en nombre de la autoridad diocesana, una Regla aprobada por la Iglesia; y a propuesta suya, con humildad que es uno de sus más hermosos títulos de gloria, acepta para su Instituto las Constituciones de las Hermanas de las Escuelas Cristianas. «Esta es realmente la voluntad de Dios» —afirma ella. Los votos religiosos fueron precedidos por un año de noviciado, al que siguió un retiro espiritual memorable. Ochenta y dos años tenía la fundadora cuando, el 21 de septiembre de 1838, hizo profesión con sus hijas según las Reglas definitivas. Un lazo íntimo unió desde entonces a los dos Institutos dedicados a la misma obra de la educación de la juven­tud. La superiora logró conservar el rezo del oficio divino, el cargo de sacristana, que le permitía vivir más unida al Sagrario, su única comida diaria, los ayunos, las noches de adoración, el justillo de mil puntas de hierro, la cama de tablas y las otras prácticas de austeridad y de humil­dad que solía ejercitar, y que habían sido mitigadas en las nuevas Reglas.
  • 143. RESTAURACIÓN DE LA IGLESIA ABACIAL Pa r e c e como que la Madre María Magdalena viviera de milagro. Sin embargo, y a pesar de tanta pobreza y de las pruebas y contradiccio­nes que la cercan, emprende la restauración de la iglesia abacial. «Hagá­moslo —dice— porque es voluntad de Dios». Así debe ser, pues los obs­táculos que provenían de los propietarios, desaparecen, y la Providencia les envía recursos según la necesidad. Por obediencia a su Madre, la Her­mana Plácida Viel, que le sucederá en el cargo de Superiora general, va en 1824 a mendigar a París, a provincias y aun fuera de Francia, y Dios protege y bendice a la humilde religiosa. Con el objeto de levantar una ca­pilla más amplia y hermosa, la Superiora y sus hijas desbrozan el terreno, escogen las piedras y preparan los materiales con extraordinario ardor. Un simple carpintero desempeña las funciones de arquitecto, escultor y capa­taz: los exiguos recursos de la casa no consienten otra solución. El 25 de noviembre de 1842, el campanario reedificado ábrese como un libro y se desploma. No hay que lamentar ninguna desgracia personal, por lo que, en acción de gracias, entonan el Te Deum. Como respuesta al desaliento general, dispone la fundadora comenzar de nuevo. «Vamos a reconstruir todo a la vez —dice—■, el dinero no faltará hasta que la igle­sia esté acabada, yo la veré terminar... desde el cielo». Se derribó y se volvió a construir. En una piedra angular, la Madre hizo grabar estas palabras, que eran toda su divisa: «Confianza en Dios». La Hermana Plácida pidió de limosna los fondos necesarios. Viéronse repetidas veces en apurada situación: algunos se empeñaban en parar los trabajos y des­pedir a los obreros; la Superiora se opuso terminantemente y la Providen­cia realizó su predicción con socorros inesperados. Reedificada la iglesia, fue consagrada en 1856 por monseñor Delamare, obispo de Luijón. ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE LA SANTA En los postreros años, el aumento considerable de vocaciones permitió a Magdalena Postel fundar numerosas escuelas y residencias, una de ellas en París. Contribuyó, además, a establecer la Congregación de Her­manos de la Misericordia, semejante, en los fines, a la suya. No obstante su vejez patriarcal, continuó la vida de trabajo y austeridad hasta que la fatiga acabó por rendirla definitivamente. Aún pugnó con sobrehumana entereza por imponerse al propio agotamiento; y en cuanto se lo permitía su extremada debilidad siguió compartiendo los trabajos con sus Herma-
  • 144. ñas y asistiendo a los ejercicios religiosos, hasta consumir el último resto de su vigor físico. Fiel a su resolución, quiso dar admirable ejemplo de constancia a sus hijas. Entendía que la solidez de las bases era esencial para el afianzamiento de aquella obra que tanto complacía al Señor. Comprendió entonces que la muerte andaba ya muy cerca y se concen­tró en sí misma para prepararse al paso definitivo. El día 2 de julio de 1846, anunció a cuantos la rodeaban que la próxi­ma primera fiesta de la Santísima Virgen sería su día postrero en la tierra; había tenido el presentimiento de lo que realmente aconteció. María Santísima recibió a su fidelísima sierva el 16 de julio, festividad de Nuestra Señora del Carmen. Tenía más de noventa años, y pudo, si­guiendo la práctica de toda su vida, comulgar por la mañana y rezar el oficio del día. Sus últimas palabras fueron: «Dios mío. en tus manos en­comiendo mi alma», después de las cuales expiró plácidamente. Durante las exequias, más bien que rezar por el descanso de su alma, se encomendaban todos a su intercesión. El cuerpo, colocado en la cripta situada en el coro de la iglesia abacial, fue luego trasladado a la capilla de la Cruz. Allí, bajo una arcada hecha en la pared, se levantó una tumba sobre la que domina la estatua de piedra de la Madre Postel, está repre­sentada de rodillas delante de una cruz, en la que están grabadas estas palabras- «Obediencia hasta la muerte». Innumerables gracias y prodigios asombrosos que se obtuvieron por mediación de la humilde fundadora en favor de su abadía, contribuyeron a propagar su devoción. María Magdalena Postel fue beatificada el 17 de mayo de 1908, y ca­nonizada al mismo tiempo que la fundadora de otro Instituto religioso dedicado a la enseñanza, Santa Magdalena Sofía Barat, el 24 de mayo de 1925. Celébrase su fiesta el 17 de julio, día siguiente al aniversario de su muerte. S A N T O R A L N u e s t r a S e ñ o r a d e l C a rm e n (véase nuestro tomo de «Festividades del Año Li­túrgico », página 341). — E l T r i u n f o d e l a S a n t a C r u z (pág. 351 del citado tomo). Conmemórase este hecho el día 17 ó 21. Santos Sise-nando, diácono y mártir; Domnión y Justiniano, niños mártires; Eusta­quio, patriarca de Antioquía; Atenógenes, obispo, y diez discípulos suyos, mártires en Sebaste de Armenia; Vitaliano, Eterio y Landerico, obispos y confesores; Hilarino, monje, martirizado en Arezzo (Toscana); Fausto, clavado en cruz, y luego asaeteado, en tiempo de Decio; Zuirardo, monje y solitario húngaro. Beato Ceslas, dominico. Santas María Mardalena Postel, virgen y fundadora, cuya fiesta se celebra mañana; Reinelda o Reinalda, virgen y mártir.
  • 145. D IA 17 DE JUL IO SAN AL E JO CONFESOR ( t hacia el 412) Ap a r e c e en varios documentos latinos, con algunos variantes de se­cundario interés, una larga relación de la vida de San Alejo. Esta relación, redactada en Roma hacia el siglo x, al parecer por los monjes encargados de la iglesia de San Bonifacio, parece ser como la tra­ducción, algo retocada, de una leyenda o biografía que en lengua griega fuera compuesta más de un siglo antes por un autor desconocido. La bio­grafía griega, a su vez tiene mucho parecido, por una parte, con una narración del siglo v, posterior a la muerte de Rabula, obispo de Edesa u Orfa, en Mesopotamia (t 435), y, por otra, con las Actas del monje San Juan Calibita que, como San Alejo, vivió varios años en la casa paterna, sin ser reconocido por sus padres hasta después de su muerte. El relato siríaco y las Actas han debido inspirar, muy probablemente, al redactor griego de la historia de San Alejo, aparecida a principios de la Edad Me­dia. Aunque varias partes de esta obra se consideran históricamente dis­cutibles, la coincidencia de ciertos datos documentales y la tradición apoyan la veracidad esencial del asunto en aquello que viene a ser como la medula de la narración. Y como quiera que es ésta la parte más inte­resante para nuestro estudio, a ella nos atendremos.
  • 146. FAMILIA DE SAN ALEJO Se g ú n el historiador griego, Alejo nació en Roma, hacia la segunda mitad del siglo iv. Era su padre Eufemiano, uno de los más ricos e ilustres senadores de la ciudad; y su madre Agíais, de nobleza igual a la de su esposo; pero ambos, aún mucho más recomendables por su noto­ria virtud que por su nacimiento y bienes de fortuna. Su casa era albergue de todos los necesitados, y su caridad ilimitada. Fuera de las muchas li­mosnas secretas que repartían entre los pobres honrados y vergonzantes, cada día daban de comer a trescientos o cuatrocientos indigentes a la puerta de su casa, de manera que todas sus grandes rentas se consumían en limosnas. Inclinábales más a esta misericordiosa liberalidad el hallarse sin sucesión y sin heredero, pero al fin les concedió el cielo uno que, desde luego, consideraron como fruto de sus limosnas y de sus oraciones. El nacimiento de Aiejo llenó de gozo a toda la familia, la santidad de su vida la colmó con el tiempo de gloria y esplendor. Pasó los primeros años de la niñez en compañía de sus padres, cuyos ejemplos y doctrina eran igualmente eficaces para grabar en su tierno corazón el amor a todas las virtudes. Pusieron ellos el mayor cuidado en buscarle maestros que fuesen tan hábiles en la ciencia de los santos como en las ciencias huma­nas. Con la ayuda de éstos, hizo Alejo progresos extraordinarios que acre­ditaron en poco tiempo la excelencia de su ingenio. Concurrían, además, en nuestro joven la afabilidad y nobilísima indole del carácter, rara agudeza y penetración, y fácil palabra. Condiciones éstas que no tardaron en granjearle muy halagadora fama. Como, por otra parte, realzaba tales dotes con un exquisito trato y modales elegantes y finos, pronto aquel renombre acabó por formar un ambiente de popula­ridad que hizo de Alejo la admiración y el encanto de la ciudad entera. Lo cual no dejaba de alegrar profundamente a sus padres. Fundaban ellos todas sus humanas ilusiones en el que había de heredar las glorias familia­res, y aquel feliz comienzo tenía que causarles gran satisfacción. Heredero de inmensa fortuna, y emparentado por alguno de sus ascen­dientes con el príncipe que a la sazón gobernaba el imperio romano, el joven parecía naturalmente destinado a empleos y cargos distinguidos, el mundo con sus glorias y honores le sonreía. Pero todo ello le importaba poco. Al paso que iba creciendo en sabiduría, crecía también en virtud, y desde luego fue fácil conocer el tedio y disgusto que le causaban las cosas terrenales. Dios, que le destinaba a una gloria más sólida que la de la tierra, preparábale para que fuera en el mundo, maravilloso signo de contradicción concediéndole el don sin par de la pobreza voluntaria.
  • 147. PRINCIPIO Y FIN DE UNA BODA Cuando Alejo llegó a la edad núbil, sus padres le propusieron en ma­trimonio a una doncella romana, emparentada también con la fami­lia imperial. Competían en ella la virtud y la hermosura, y parecía desti­nada expresamente por el cielo para coronar las felicidades de aquella familia. A pesar de sus repugnancias por el estado de matrimonio, condes­cendió Alejo con la voluntad de sus padres, precisamente por el respeto que les profesaba, y por temor a disgustarlos con su resistencia. Éstos se alegraron sobremanera al ver asegurada la felicidad de su hijo, al mismo tiempo que la continuación de su casa y las tradiciones cristianas de la familia, ambiciones éstas que son muy naturales en todo hogar. Cuando llegó el día indicado, empezáronse, con esplendor extraordina­rio, las diversas ceremonias o formalidades que en aquella época acompa­ñaban a la celebración del matrimonio. Alejo se prestó a todo, pero en la noche del mismo día, en el momento de cumplir la formalidad que debía hacer definitivo el contrato empezado, vaciló el joven. En vez de acompañar a su desposada a la suntuosa habitación que les estaba desti­nada, Alejo se apartó de los convidados, y en ferviente oración pidió a Dios que le hiciera conocer su voluntad. Por divina inspiración, con la gracia que iluminó su alma, renovó la promesa que había hecho de perte­necer sólo a Jesucristo y de imitarle en su humildad y pobreza, consagró su cuerpo y su alma a Dios determinando permanecer virgen. Alejo debía de dar a conocer a su desposada la decisión que acababa de tomar. A este efecto, puso en la habitación de la joven el anillo de oro, prenda de la alianza, cuya devolución, en aquella hora, según las costumbres de la época, rompía el matrimonio aún no definitivamente concluido. Libre ya del compromiso, como de una servidumbre, Alejo abandonó secretamente, aquella misma noche, la casa paterna para poder practicar la pobreza voluntaria e imitar a Cristo que, siendo dueño de todas las cosas, quiso hacerse pobre y vivir por amor al hombre en la más extremada humildad. DE ROMA A EDESA Con el fin de escapar más rápida y seguramente a las pesquisas que sus padres no dejarían de hacer, Alejo debió apresurarse a salir de Roma para llegar al puerto de Ostia, desde donde podía, por barco, arri­bar a Egipto o a Siria. Desconócese el itinerario que siguió el piadoso pere­
  • 148. grino. Pero bien puede suponerse que evitaba con cuidado todo lo que pudiera darle a conocer a los mensajeros enviados por sus padres. Para alejarse más aún de su familia, encaminóse a pie hacia una an­tigua y opulenta ciudad de la Mesopotamia septentrional. Era Edesa —hoy Orfa—, capital de Osroena, ciudad fronteriza romana que había sido evangelizada en los primeros días del cristianismo. Edesa había lle­gado a ser el primer centro religioso de los arameos cristianos y el foco ardiente de un movimiento intelectual, gracias a su célebre escuela o uni­versidad. Había en ella más de trescientos monasterios fervientes en los que el culto de María se celebraba con extraordinario fervor. Esta ciudad, profundamente cristiana, fue escogida por el joven patricio romano para su asiento. Mezclóse a los mendigos que permanecían acostumbrada­mente cerca del santuario, muy concurrido, de la Santísima Virgen. Como ellos, pedía limosna a la puerta de esta iglesia algunas horas del d ía ; las demás, las pasaba en oración. Por la noche dormía en el pórtico de ella tendido en el duro suelo. Contentábase con un poco de pan y algunas legumbres, y daba a los otros pobres lo demás que recibía de los fieles. Aquel modo de vivir era muy distinto del que conociera en sus años mozos, y así, en breve tiempo, se desfiguró de manera que era imposible conocerle. Llegaron a Edesa, en busca suya, algunos criados de su padre, con la noticia que tuvieron de que un mancebo se había embarcado para el Oriente, conociólos él muy bien, pidióles limosna, y se la dieron sin saber a quién se la daban. No estuvo escondida mucho tiempo virtud tan extraordinaria, a pesar de las diligencias que Alejo hacía para ocultarla. El sacerdote sacristán de la iglesia quedó muy edificado de la conducta y palabras de este pobre, que un día, bajo el sello del secreto, le abrió su alma y le dio a conocer la razón de su presencia en Edesa. Si ha de creer­se al autor de la vida griega, el hijo del senador Eufemiano debió perma­necer diecisiete años en la abyección y el olvido entre los mendigos de Edesa. Tras este lapso de tiempo, plugo a la Santísima Virgen glorificar a su siervo revelando su gran santidad por un portentoso milagro. SAN ALEJO SALE DE EDESA Pa s a n d o un día el tesorero, o tal vez el sacristán de la iglesia, bajo los pórticos del santuario dedicado a María, la imagen de la Virgen se iluminó con claridad repentina. Asombrado por este prodigio, el sacer­dote se arrodilló temblando a los pies de Nuestra Señora. La Madre de Dios le tranquilizó con ademán lleno de dulzura y, mostrándole el men­digo que estaba cerca, le dijo: «Ve, prepara a este pobre una habitación
  • 149. Lo s padres y la esposa de San Alejo descubren bajo la escalera de la propia casa, al hijo y al esposo a quien tanto han llorado y a quien, sin saberlo, tan cerca tenían. Todos derraman abundantes lágri­mas sobre el venerando cadáver, y la ciudad de Roma, conmovida, cele­bra gloriosos funerales.
  • 150. conveniente, no puedo sufrir que uno de mis siervos tan devoto perma­nezca abandonado y desconocido a la puerta misma de mi santuario». La noticia de esta revelación se divulgó pronto por la ciudad. Alejo, para sustraeise a las muestras de respeto y veneración de que era objeto, y para impedir que su verdadera condición viniera a descubrirse, salió in­mediatamente de Edesa y, por etapas, llegó a la costa siria, y embarcóse en un navio que se hacía a la vela para Tarso. Esperaba visitar esta ciu­dad llena aún le recuerdos de San Pablo, pero una furiosa tempestad obligó al barco a cambiar de rumbo. Después de una travesía bastante larga, llegaron frente a las costas de Italia y no lejos de Roma, en donde la Providencia había fijado la morada definitiva del ilustre peregrino. MENDIGO EN LA CASA PATERNA Al entrar pobre y desconocido en esta ciudad en donde su familia ocu­paba situación distinguida, concibió Alejo un pensamiento sublime. En vez de escoger para refugio, como en Edesa, el pórtico de una iglesia, se dirigió hacia la morada paterna y pidió un rincón en la casa que le pertenecía. Considerándole por menesteroso, Eufemiano, que jamás re­chazaba a los pobres, no quiso que se impidiese permanecer en su casa, día y noche, al que llegaba con vestido tan pobre y roto. Preparósele, pues un aposentillo, debajo de la escalera principal, y en pago de esta hospi­talidad, que el mundo juzgaba extraordinaria, el bienhechor no pidió más que un favor. —¿Cuál? —interrogó el mendigo. —Que ruegues por la pronta vuelta de un hijo único que nos abando­nó hace mucho tiempo. El corazón se le desgarró ante las lágrimas de sus padres, pero guardó su secreto, pensando que el Señor se había comprometido a recompensar magníficamente todo sacrificio sufrido en su nombre, y que aun el dolor de su padre se cambiaría en gozo en el cielo. Resolvió, pues, permanecer desconocido de los suyos, y distribuyó el día entre la oración, la visita a las iglesias y las obras de caridad. Tuvo que sufrir a menudo las burlas e insultos del populacho y los malos tratamientos de los criados de su padre. Vio las lágrimas de su madre, las de su desposada, que conservó inviolable fidelidad a aquel a quien había esperado pertenecer. Escuchan­do sus quejas y la relación de sus sufrimientos, supo sin duda consolarlas y darles una legítima esperanza. Su alma sufría lo indecible viendo sufrir a los que amaba tan ardientemente, pero guardó silencio para poder per­manecer fiel al amor perfecto prometido a Jesús. Así vivió otros diecisiete años, como mendigo, en la propia casa de sus padres, en frecuente con­
  • 151. tacto con ellos. Dios permitió que quedase ignorada de todos hasta la hora de su muerte. Sin embargo, llegó un día en que se ordenó pusiera por escrito su nombre y la historia de su vida. Hízolo así Alejo con sencillez y cual si ya no importase su secreto; comprendía que estaba cerca su fin. MUERTE DE SAN ALEJO Ag o t a d o por las austeridades a que se entregaba desde hacía tantos años, el pobre de Cristo se vio obligado por la enfermedad a quedar­se en su pobre escondrijo. Alegrábase de esta última prueba, pero ansioso de llevar su secreto a la tumba, continuó aquella lucha extraordinaria con Dios, que quería glorificar a su siervo, mientras éste no se cuida­ba más que de glorificar la humildad y la pobreza evangélicas. Lucha maravillosa que sólo pueden comprender quienes se han inicia­do en los misterios del divino amor. Pugna admirable en que el Santo se esfuerza por conquistar el último galardón de la virtud —la perseveran­cia—, por temor de que un desfallecimiento o un punto de vanidad roben un poquito de la gloria que ha querido reservar exclusivamente para Dios. Algunos días después —cuenta la leyenda—, estando el papa San Ino­cencio I (401-417) celebrando misa en la basílica de San Pedro, en presen­cia del emperador y de gran concurso de fieles, oyóse una voz que decía: «Buscad al siervo de Dios, y rogará por Roma y el Señor le será pro­picio ». Por toda la ciudad se buscó a ese santo desconocido, cuya exis­tencia se dignaba el cielo revelar. Pero los esfuerzos fueron infructuosos. El pueblo, reunido de nuevo en la misma basílica, se puso a rogar, supli­cando al Señor le hiciera conocer el retiro de su siervo. «El siervo de Dios que buscáis —fue la respuesta—, se encuentra en la casa de Eufemiano». El senador no creía poseer semejante tesoro, pero un esclavo, que había adquirido cierta amistad con Alejo, dijo: «Señor, el siervo de Dios, cuya existencia en vuestra casa ha revelado el cielo, debe ser aquel pobre a quien vos dais hospitalidad, porque es hombre que comulga a menudo, reza mucho, ayuna, visita las iglesias y sufre con' paciencia, humildad y alegría muchas y graves molestias de los criados de casa». Eufemiano entró en el cuartucho; en él, tendido en el suelo, cubierto el rostro con su pobre capa, estaba el Santo: Alejo había muerto pocas horas antes. Esto sucedió —según el autor de la biografía latina— en el pontificado de San Inocencio I. San Alejo moriría, pues, entre el 401 y el 417, en los primeros años del siglo v y en fecha que no se puede pre­cisar exactamente. El Martirologio y Breviario romanos, señalan el 17 de julio como el día de su fallecimiento.
  • 152. RECONOCIDO POR SUS PADRES Co m p r o b a d a la muerte del mendigo, quitaron el saco que le cubría pecho y manos. Tenía en éstas un pergamino que llenó de estupor a todos los asistentes en él se revelaba la personalidad verdadera de aquel mendigo. El hijo único del senador Eufemiano acababa de morir desco­nocido y casi abandonado en la casa de su propia familia. Fácilmente se adivina el dolor de los padres de Alejo ante tan dolorosa e inesperada sor­presa. Casi no podían creerlo. Hallaban, por fin, a su hijo, pero sin vida, ¡y le habían albergado, sin saberlo, durante tantos años! Reprochábanse no haber sabido reconocerle bajo los harapos que le cubrían. Era espec­táculo desgarrador ver a toda la familia sumida repentinamente en tan terrible prueba. El Papa hizo celebrar funerales tan solemnes, cual no se vieron semejantes en Roma, y durante una semana, el cuerpo de Alejo quedó expuesto en la basílica de San Pedro, ante un concurso inmenso de pueblo que acudía a implorar la protección del siervo de Dios. Algunos días más tarde —si se ha de creer el relato de varios manus­critos latinos— se le trasladó a la iglesia de San Bonifacio, donde se había desposado, y erigiósele en ella un magnífico sepulcro, que hizo glorioso el Señor con gran número de milagros. Con el tiempo, se convirtió en la iglesia de San Alejo el palacio de Eufemiano, sito en el monte Aventino; aun hoy se muestran algunos peldaños de la escalera bajo la cual estaba el aposentillo del Santo, y también una imagen de Nuestra Señora, que, según se cree, es la misma que estaba colocada sobre la puerta de la iglesia de Edesa y que habló al sacristán en favor de San Alejo. SU CULTO El culto de nuestro Santo quedó casi desconocido para gran parte del Occidente hasta fines del siglo x. Los Martirologios y los calendarios litúrgicos que nos han llegado, no mencionan fiesta alguna en su honor. A principios de la Edad Media hállase su nombre asociado al de San Bo­nifacio, como titular de una iglesia de Roma. Parece ser que el obispo Sergio de Damasco, refugiado en Roma en aquella época, dio a conocer en Italia la historia de San Alejo y propagó su culto. Hacia fines del siglo x, el papa Benedicto VII puso a disposición del prelado oriental la iglesia de San Bonifacio. Sergio estableció en ella un pequeño monasterio de monjes griegos que propagaron con entusiasmo la vida extraordinaria del joven patricio romano y tradujeron, retocándola, la relación griega ya compuesta, a que nos hemos referido anteriomente.
  • 153. En la Ciudad Eterna, se hizo pronto muy popular la devoción a San Alejo, porque el peregrino mendicante era romano de origen y había vuelto a morir a la casa paterna. Pero esta devoción se propagó también fuera de Roma. San Adalberto, obispo de Praga, que vivió durante algún tiempo en el monasterio benedictino de los Santos Bonifacio y Alejo, en el Aventino (997), dejó una homilía sobre el Santo. Otro obispo del siglo x i i , llamado Marbodio, compuso un extenso poema sobre el mismo. Baronio hace notar en sus Anales eclesiásticos del año 1004. un milagro obtenido por intercesión de los Santos Alejo y Bonifacio, en favor de un religioso enfermo de la peste. La cripta de San Clemente, en Roma, con­serva frescos de la segunda mitad del siglo xi, en uno de los cuales se representan algunas escenas de la vida de San Alejo. En la Iglesia latina, la fiesta de este confesor, instituida probable­mente hacia el año 1200, se celebra el 17 de julio. Sólo se hizo durante mucho tiempo una simple conmemoración según el Breviario de 1550. El papa Urbano VIII, el 18 de octubre de 1637, la elevó a rito semidoble, que es el que conserva. El 31 de agosto de 1697 Inocencio XII la esta­bleció como fiesta de precepto para la diócesis de Roma. La Iglesia griega honra a San Alejo el 17 de marzo. En la iconografía cristiana, represéntase a San Alejo con las insignias de los peregrinos de antaño, el bordón, la cuenca y el sombrero, o como un mendigo que tiene entre las manos, rígidas por la muerte, el escrito que le hizo reconocer. Es invocado como patrono de los peregrinos y men­digos. El cuerpo de San Alejo se halla bajo el altar mayor de la iglesia de San Bonifacio, en Roma. En el altar del Santísimo Sacramento de la citada iglesia se venera una imagen de la Virgen que el peregrino trajo de Edesa. S A N T O R A L Santos Alejo, confesor; León W, papa; Fredegando, misionero; Enodio. obispo de Pavía: Teodosio. obispo de Auxerre; Jacinto, mártir en Amestrida de Paflagonia: Generoso, martirizado en Tívoli; Turnino, monje y confesor: Juan Anglico, trinitario, Arnulfo. obispo de Tours y mártir; Quenelmo, príncipe inglés, mártir; Espérate, Narzal. Citino, Vetulio. Félix, Acilino y Letancio. naturales de Escilita y martirizados en Cartago. Beatos Bar­tolomé de los Mártires, de la Orden de Santo Domingo, arzobispo. Benigno, abad de Vallumbrosa. Santas María Magdalena Postel, virgen y funda­dora (véase el día de ayer); Marcelina, virgen; Teodora, mártir de los ico­noclastas; Jenara. Generosa, Vestina. Donata y Segunda, naturales de Escilita y mártires en Cartago.
  • 154. El papa Sixto V Perdición y conversión D IA 18 DE JUL IO SAN CAMILO DE LELIS FUNDADOR DE LOS MINISTROS DE LOS ENFERMOS O CAMILOS (1550-1614) Es t e gran apóstol de la caridad, padre de los pobres y de los enfer­mos, consagró a su servicio, en el siglo sensual y egoísta de la Re­forma, sus propias fuerzas y la Congregación que fundó. El antiguo soldado a quien sólo apasionaba el juego, empleó sus días, salud, y vida en pro de los miembros doloridos del cuerpo místico de Cristo. Enfer­mo como estaba, el dolor y el amor le dieron un corazón de madre ante el sufrimiento, como ha pasado por el hospital, conocerá las miserias que hay que aliviar y los desórdenes que deben ser suprimidos. Pondrá a la cabecera de los desgraciados, en vez de enfermeros codiciosos y, en ocasiones, descuidados, almas complacientes, abrasadas de la ardiente llama de la divina caridad. El hospital es su elemento; su paraíso terrestre; fuera de él desfallece su vida. En el lecho de muerte, como un gesto simbólico, hará que le traigan las llaves del hospital, porque ellas le abrirán el cielo, como se lo abrirán a sus hijos y a cuantos sean en esta lierra «ministros caritativos», siervos de los enfermos. Santa y poderosa filosofía cuya verdad es el mismo amor, única fuerza de crear los grandes héroes de la fe.
  • 155. SUEÑO PROFÉTICO. — INFANCIA Y JUVENTUD Ca m il o de Lelis nació, como el Divino Salvador, en un establo. Fue el 25 de mayo de 1550, en Bucchianico, villa del antiguo reino de Nápoles, verdadera fortaleza por su posición y por sus defensas. Su padre, Juan de Lelis, dedicado al ejercicio de las armas, era uno de los mejores capitanes de Carlos V, el nombíe de la madre, Camila Compellio, era ilustre en la marca de Ancona. El nacimiento de nuestro Santo fue especial don del cielo, pues su madre tenía ya sesenta años de edad, y tal debilidad de constitución, que toda razón humana debía juzgarla estéril. Pocos días antes de dar a luz a Camilo tuvo un misterioso sueño, parecióla que su hijo iba, como jefe, a la cabeza de una cuadrilla de niños que tenían como él una cruz roja en el pecho, y que llevaba un estandarte donde aparecía una cruz igual. La virtuosa madre tuvo miedo, el niño tanto tiempo deseado, ¿no llegaría a ser jefe de bandoleros, y, por tanto, vergüenza de la noble y antigua familia de los Lelis? Pero este sueño no era un presagio siniestro, sino anuncio de la maravillosa vocación del que sería padre y jefe de una familia de héroes que tendrían por distintivo la cruz roja. Durante los trece años que vivió todavía, consagróse la madre con vigi­lante solicitud a la educación moral y religiosa del niño, le inculcó fe profunda y sólida piedad basada en el amor y temor de Dios y en el horror al pecado. Aunque de natural ardiente y de carácter noble y deli­cado, disgustóse pronto Camilo del estudio, y, muerta su madre, dejólo a un lado para entregarse a la lectura de libros de caballería y, sobre todo, para jugar a los naipes y a los dados en compañía de otros jóvenes. el juego vino ser su pasión dominante y su gran ocupación diaria. Llegado a la edad de 19 años, resolvió Camilo, al igual que dos primos suyos, abrazar la carrera militar, en la que se habían distinguido mucho sus antepasados y a la cual le preparaba su educación. Partió, pues, con su padre, a sentar plaza al servicio de la república de Venecia. Los dos cayeron enfermos y hubieron de volverse atrás. A poco murió Juan de Lelis, en San Lupidio, junto a Loreto, en casa de un capitán amigo suyo. Cumplidos los últimos deberes para con su padre, prosiguió Camilo su itinerario con el firme propósito de alistarse. Para colmo de desgracias, le había salido en la pierna una llaga que le hacía cojear y que compro­metía su porvenir en el ejército. Enfermo como estaba, el huérfano tuvo, que pararse en la ciudad de Fermo. Vio allí, casualmente, a dos reli­giosos franciscanos cuya compostura y modestia reflejaban vivamente la santidad de sus costumbres. Espectáculo tal le compungió el alma y le
  • 156. hizo avergonzarse de su vida disipada. Reflexionó y decidió cambiar de vida, y para conseguirlo con mayor facilidad hizo allí mismo voto de tomar el hábito de San Francisco en una de las casas de la gloriosa Orden. Deseoso de poner por obra su promesa, presentóse en el convento de San Bernardino, en Áquila. El guardián, tío suyo, no se atrevió a admitir a aquel postulante enfermo y de vocación tan repentina. Camilo tomó pie de esta negativa para abandonar su resolución de hacerse religioso. Con el fin de aprovechar para curar la pierna, entró de enfermero en el hospital de Santiago de Roma. Pero la pasión por el juego, que le hacía olvidar el cuidado de los enfermos, y su carácter fogoso fueron causa de que al cabo de un mes se le despidiera, no curado aún por completo. Era el año 1569. En Roma se reclutaban soldados para combatir al sultán Selim, que quería arrebatar Chipre a los venecianos. Camilo se alistó y permaneció tres años al servicio de la república de Venecia. En Corfú cayó gravemente enfermo, por lo que no pudo tomar parte en la batalla de Lepanto; en el sitio de Cáttaro sufrió mucha necesidad y hasta tuvo que alimentarse de hierbas. Después de esta terrible campaña, en la que Dios le protegió de un modo visible, pasó al servicio de la corona de España. Durante una violenta tempestad renovó —28 de octubre de 1574— el voto de hacerse franciscano. Las galeras reales sufrieron tales averías, que llegadas a Ná-poles hubo que desarmarlas y licenciar a la dotación. Aunque Camilo no tenía más bienes que los vestidos que llevaba puestos, dejóse otra vez vencer por su pasión dominante, y jugó la espada, el mosquete, la taba­quera, el capote de campaña y hasta la camisa. Hubo de perderlo todo; con lo cual vióse en el mayor desamparo y en la necesidad de mendigar el pan. Dios, para convertirle, le enviaba la enfermedad, la humillación, la miseria. Este jugador empedernido no fue, sin embargo, ni impúdico, ni blasfemo, ni traidor. Permaneció casto aun en la vida licenciosa del campamento, no mancharon su labios ni la blasfemia, ni la imprecación, en el juego fue siempre justo y noble, y en su vida aventurera, perma­neció fiel a la fe de su infancia. CONVERSIÓN MILAGROSA Y DEFINITIVA A fines de noviembre de 1574, Camilo, con un compañero llamado Ti­berio, pide limosna a la puerta de la iglesia de Manfredonia. Un tal Antonio de Nicastro, encargado de la construcción de un convento de Capuchinos, le ofrece trabajo; Tiberio le impide aceptarlo y le lleva consigo hacia Barletta. Empero, instigado Camilo por una voz interior,
  • 157. vuelve atrás y pide trabajo en el convento de los religiosos. Diéronle el encargo de acarrear piedra y cal con la ayuda de unos jumentos. Aunque el ejercicio era en sí poco penoso, costaba mucho a su arrogancia de soldado • « ¡ Vaya ocupación más degradante para quien ha manejado la espada!» —le repetía Tiherio—. Los pilludos menudeaban asimismo las befas contra el militar. Fue necesaria toda la amabilidad de los buenos Padres para calmar un poco el orgullo que se encabrita. Camilo estaba resuelto a dejar el hospitalario convento por la guerra, el juego y la vida frívola y disipada, en cuanto tuviera un poco de dinero. Así pensaba él, pero Dios iba a orientar su vida en una dirección totalmente contraria. En los comienzos de 1575 nuestro mozo va al con­vento de San Juan, a algunas leguas de Manfredonia, para traer de allí una carga de vino. Fray Ángel, guardián del convento, le toma aparte, le habla de la brevedad de la vida, de la cuenta que deberá dar un día del empleo del tiempo, y de cómo ha de habérselas para alejar y vencer las tentaciones. Camilo le escucha con atención. Al día siguiente, durante el camino, reflexiona sobre las palabras del religioso. Una luz extraordinaria inunda su alma: ahora se da cuenta de la bondad de Dios, de la fealdad del pecado, de la vanidad de los mundanos placeres. Conmovido y arrepentido, cae de hinojos en medio del campo. « ¡ Ah, desgraciado de mí! —exclama—. ¿Por qué he conocido tan tarde a mi Dios? ¿Cómo he podido ofender a un Padre tan misericordioso? Perdonad, Señor, a este miserable pecador, dadle tiempo para hacer rigurosa penitencia. No quiero quedarme más en medio del mundo que me aparta de Vos. Renuncio, Señor, renuncio a él para siempre». Acababa de cumplir Camilo los veinticinco años, y ya nunca dejó de celebrar con fervorosa gratitud el aniversario de esta conversión tan de­cisiva para su vida y tan fecunda en resultados para sus proyectos de caridad. EN EL NOVICIADO DE LOS PADRES CAPUCHINOS En cuanto llegó a Manfredonia, pidió y obtuvo el hábito franciscano. De allí fué enviado a Trivento para hacer el noviciado como Her­mano converso. Le apellidaban el Hermano Humilde por su amor a la abyección, a la obediencia y a la paciencia. Poco antes de la fecha fijada para la profesión, habiéndose renovado, con el continuo ludir del hábito, la llaga peligrosa que tenía en la pierna, no pudo continuar en aquel tenor de vida. Los religiosos, que estimaban sumamente las virtudes heroicas que advertían en él, prometieron recibirle siempre que sanase de su llaga. Esta promesa suavizó un tanto la amargura de su corazón.
  • 158. De s d e s u conversación con Fray Ángel, una luz celestial ha penetra-dro el corazón de Camilo. El Santo apéase del caballo, y, arrodi­llado en medio del camino, deshecho en copioso llanto, pide a Dios perdón de sus pecados; promete hacer asperísima penitencia y entrar lo antes posible en religión.
  • 159. Volvió, pues, Camilo a Roma para hacerse curar en el hospital de San tiago. Allí sirvió a los enfermos durante cuatro/años, con gran fidelidad y abnegación. Una vez curado, creyóse obligado, a causa de su voto, a volver a la orden seráfica. En el noviciado de Tagliacozzo, en los Abruzos, volvió a abrírsele la llaga, y tuvo que alejarse nuevamente como se lo había pronosticado en Roma su confesor San Felipe Neri. Nueva estancia en el hospital de Santiago, donde le dieron el empleo de mayordomo. Con una administración prudente, restableció el orden y procuró a los pobres enfermos los cuidados más asiduos. Comunicó a los enfermeros y em­pleados, con sus pláticas o con lecturas piadosas y, sobre todo, con el ejemplo de una vida de paciencia, de abnegación y de amor sobrenatural, algunas centellas de su ardiente caridad para con los desgraciados. Siem­pre preocupado por su voto, intentó, por dos veces más entrar en la Orden de San Francisco. Dos certificados de negativa motivada, expedidos por los superiores, calmaron finalmente sus inquietudes, pero conservó siempre profunda devoción hacia el Pobre de Asís, en cuyos ejemplos aprendiera bellísimas obras de caridad. CAMILO, YA SACERDOTE, FUNDA SU INSTITUTO Te s t ig o de la negligencia con que los empleados asalariados solían atender al cuidado de los enfermos, y del abandono en que se de­jaba a los moribundos así como los graves desórdenes que pudo muy a menudo observar dentro del hospital, buscaba Camilo remedio para tantos y tan graves males. Se imponía una obra nueva. Por la fiesta de la Asunción de 1582, de­cidióse a agrupar a su alrededor algunos hombres de aspiraciones sobre­naturales, generosos y abnegados, prestos a servir a los enfermos única­mente por amor a Jesús. Sería su distintivo la cruz encarnada que llevarían sobre el hábito. Después de haber orado, ayunado y pasado largas noches de hinojos, para empezar mejor, escogió Camilo cinco enfermeros de los más piadosos y les comunicó su proyecto. En una habitación que había transformado en oratorio, tenía con ellos diversos ejercicios de devoción y trataban de los medios conducentes para mejorar la suerte de los enfer­mos. Tal fue el núcleo de la Orden, de los Ministros de los Enfermos. No tardó en llegar el período de las contradicciones. Engañados los directores del hospital por delaciones calumniosas, deshicieron el pequeño oratorio. El mobilario fue repartido, y el gran Crucifijo, arrojado sin respeto detrás de una puerta. Aunque muy afligido Camilo con esta desgracia, no cedió a la tentación de abandonar el hospital. Llevó piadosamente el Crucifijo
  • 160. a su aposento; y estando delante de él vertiendo muchas lágrimas por la destrucción de aquella obra caritativa, advirtió que el divino Salvador des­pués de desclavar las manos de la cruz, le decía con gran ternura: « ¿ De qué te afliges, oh pusilánime? Sigue la empresa, que yo te ayudaré en esta obra que es enteramente mía y no tuya». El milagroso Crucifijo está todavía en Roma en la iglesia de Santa Magdalena. Camilo dio parte de esta visión a sus compañeros. Desde entonces se reunieron en la capilla del hospital; sin embargo, los obstáculos y las pruebas no habían terminado. Los alientos y las aprobaciones no escasearon tampoco. Aconsejábanle, sobre todo, que antes de fundar una Congregación, se hiciese ordenar de sacerdote. Para disponerse a ello, frecuentaba las aulas inferiores del Co­legio romano, no obstante tener ya treinta y dos años. Los estudiantes se burlaban de él, diciendo: « ¡ Muy tarde te has acordado! » Su generoso corazón aceptaba en silencio estas afrentas. Los progresos fueron rápidos. El antiguo soldado celebró su primera misa el 10 de junio de 1584, en el altar de la Santísima Virgen en la capilla del hospital de Santiago. Algunos meses más tarde le encargaron de la pequeña iglesia llamada la Madonnina dei Miracoli. Allí fundó su Congregación y dio el hábito a los dos primeros discípulos. La pequeña comunidad repartía el tiempo entre la oración y el cuidado ds los enfermos en el gran hospital del Espíritu Santo. Enfermo de gravedad, así como uno de sus discípulos, hubo de volver Camilo al hospital de Santiago. Dios le curó y le envió con qué poder alquilar para sus hijos un lugar más salubre en otra calle de Roma. Hubo entonces afluencia de postulantes, pero quedaron muy pocos, porque el nuevo Instituto, muy austero, se proponía, además de cuidar de los enfermos en los hospitales, la asistencia de los moribundos, día y noche, aun en las casas particulares. Fue aprobado por el papa Sixto V el 18 de marzo de 1586. Los religiosos, que habían de llamarse «Minis­tros de los Enfermos», llevarían sobre la sotana y del lado derecho, una gran cruz encarnada. Así se realizó el sueño de la madre de Camilo. A fi­nes de diciembre de 1586, el fundador instaló a sus primeros compañeros en los edificios contiguos a la iglesia de Santa Magdalena que acababa de adquirir. Esta fue definitivamente la casa matriz de su Congregación. FUNDACIÓN EN ÑAPOLES. — VOTOS SOLEMNES Con trece de sus religiosos, fundó Camilo una casa en Nápoles. Gracias a la ardiente caridad que demostraron, pronto se despertó en toda la ciudad gran amor por los enfermos. Habían llegado al puerto soldados atacados de peste. Tres religiosos murieron cuidando a los apestados.
  • 161. Esta heroica caridad atrajo a la comunidad numerosos miembros. En una sola mañana recibió Camilo a doce, entre eUos a su futuro biógrafo, Santis Cicatelli. En 1590 una fiebre maligna devastaba un arrabal de Roma habitado principalmente por obreros. Camilo no contento con enviar socorros a los desgraciados, visitábalos con sus religiosos, les daba de comer, hacía las faenas de casa, los atendía, en fin, con amor de madre. El año siguiente el hambre y la peste causaron en Roma al pie de sesenta mil víctimas. Camilo dio a los necesitados hasta lo de su comunidad, y recorrió los sótanos y los establos de Roma para asistir a los desgraciados que allí se habían refugiado. Los cardenales y los religiosos convirtieron sus habitaciones en hospitales, mas, a pesar de todo, fue preciso establecer en San Sixto, un nuevo hospicio, que el incansable hospitalario organizó y dirigió en lo temporal y en lo espiritual. Durante la terrible epidemia, veinte hijos suyos cayeron víctimas de la abnegación. Pasados aquellos días de luto, Gregorio XIV erigió la Congregación en Orden religiosa. Camilo fue elegido Superior General, y el 8 de diciembre de 1591 hizo profesión solemne con veinticinco religiosos más. A los tres votos ordinarios, añadieron el de servir a los enfermos, incluso a los apes­tados. Las vocaciones abundaron y el fundador pudo establecer poco a poco casas en Milán, Génova, Florencia, Mesina, Palermo, Ferrara, etc. Por donde quiera que iba, pasaba haciendo el bien. Apaciguó una fu­riosa tempestad en la que estuvieron en grave riesgo los religiosos, falto de recursos, dio lo que tenía a los enfermos y a los pobres, contando con la Providencia que hace envíos milagrosos, y tuvo siempre lo necesario para calmar a los acreedores inquietos, o alimentar a los religiosos en extrema necesidad. Dios le preservó de peligros en sus viajes, le ayudó en sus apuros pecuniarios y le asistió palpablemente en las fundaciones; pero le dejó la cruz del sufrimiento físico, cinco achaques corporales que Camilo llamaba las cinco misericorias de Dios. ÚLTIMOS AÑOS. — LA MUERTE En los albores del siglo xvn, Camilo considera a su Orden como defi­nitivamente organizada. Él, empero, gastado y agobiado por los acha­ques, consigue que le sustituyan en el cargo de Superior General. Hasta llega a pedir insistentemente que se le trate como al último de sus reli­giosos. Consagra los últimos años al cuidado de los enfermos en los hos­pitales de Nápoles, Génova, Milán y, sobre todo, en el del Espíritu Santo de Roma. Allí pasa casi toda la noche asistiendo a los moribundos y luego la mañana toda haciendo camas, sirviendo comidas, curando llagas y
  • 162. administrando los sacramentos. A este trabajo abrumador y a sus con­tinuos sufrimientos, añade disciplinas, ayunos, largas oraciones que dice de rodillas y el servicio de los enfermos más repugnantes. En 1612 y 1613 acompaña Camilo al Superior General en su visita a las casas de los Abrazos y de Lombardía. En la ciudad de Bucchianico, acosada por el hambre, multiplica milagrosamente la cosecha de un campo de habas en beneficio de los pobres. De vuelta a Roma, agotado ya y sa­biendo que iba a morir, acudió por última vez a rezar junto a la tumba de los Apóstoles. Aún pudo cuidar con sus manos ya sin fuerzas a sus queridos enfermos del hospital del Espítitu Santo. El 14 de julio de 1614 —como lo había anunciado— expiró Camilo, con los brazos puestos en cruz, durante el rezo de las oraciones de los agonizantes. Tenía 64 años. Sus hijos y el pueblo todo de Roma hicieron a los venerados restos del «Padre de los pobres», solemnísimas exequias. El cuerpo, depositado en un triple ataúd, fue colocado en la iglesia de Santa Magdalena, primero cerca del altar mayor y después debajo del altar dedicado al Santo. No tardaron en obrarse milagros portentosos en la tumba de Camilo. Su intercesión, el contacto de sus reliquias y el llevar su pequeña cruz roja fueron, asimismo, motivo para ellos. En abril de 1742, Benedicto XIV beatificó al ñindador de los «Ministros de los Enfermos»: cuatro años más tarde, el 29 de junio de 1746, Camilo de Lelis fue solemnemente canonizado. Su fiesta se celebra el 18 de julio con rito doble. El 22 de junio de 1886, León XIII proclamó a San Camilo, con San Juan de Dios, «Protector celestial de todos los enfermos y de todos los hospitales del mundo católico». Por breve del 28 de agosto de 1930, Pío XI dio a estos dos Santos por patronos de las asociaciones hospitalarias y de los enfermos de ambos sexos, proponiéndolos como modelos de lo que debe ser la verdadera caridad en el servicio de nuestros hermanos dolientes. S A N T O R A L Santos Camilo de Lelis, fundador; Federico, obispo y mártir; Crescente, Julián, Nemesio, Primitivo, Justino, Eugenio y Estacteo, mártires, con su madre Sinforosa; Arnulfo, obispo de Metz y solitario; Materno, obispo de Milán; Filastro, de Brescia; Bruno, de Segni; y Rufilo, de Forlimpópoli, los cuatro en Italia; Emiliano y siete compañeros, mártires en la Misia, en tiempos de Juliano el Apóstata; Pambo, discípulo de San Antonio y so­litario. Santas Sinforosa, mártir, con sus siete hijos; Marina, virgen y már­tir; O undena, virgen, sufrió cruelísimo martirio en Cartago; Radegunda, virgen víctima de los lobos mientras acudía a cumplir una obra de caridad; Henna, madre de San Kentingerno; Segunda y Donata, mártires. Beata Berta de Marbais, abadesa.
  • 163. j v r i v f j v i w v f j Hermanas de la Caridad ^ r / v r ^ w v / Padres de la Misión D ÍA 19 D E J U L I O SAN VICENTE DE PAÚL APÓSTOL DE LA CARIDAD (1581-1660) Al formar el corazón del hombre. Dios infundió en él la bondad —dice Bossuet—. En pocos ha tenido esta verdad tan brillante ma­nifestación como en Vicente de Paúl, cuyo nombre personifica la abnegación y caridad. Es, este hombre extraordinario y gran santo, honor de la Humanidad, y una de las glorias más preclaras de la Iglesia católi­ca. que siempre lo ha propuesto como digno de admiración. Nació, según se cree en Pouy, pueblecito de las Landas, cerca de Dax Francia— el 12 de abril de 1581. Durante su infancia, y al igual que hi­cieran el inocente Abel y el esforzado David, guardó los rebaños de su padre. Puede muy bien decirse de nuestro Santo, a tono con la Sagrada Escritura, que había «recibido del Cielo un alma buena y que la miseri­cordia crecía en él». Niño aún, cada vez que volvía del molino a la casa paterna llevando harina, daba puñados de ella a los pobres que se la pedían; por cierto que, al decir de su biógrafo, «el padre de Vicente, hombre íntegro a carta cabal, nunca puso reparos a semejante proceder». En cierta ocasión —te­nía el niño doce años— encontróle un pobre que parecía hallarse en extre­ma necesidad; movido a compasión, entróse en casa para luego volver con
  • 164. una treintena de monedillas que puso en manos dtí mendigo: era su capital íntegro; los pequeños y laboriosos ahorros que al paso de los años lograban reunir los chicuelos del campo que en aquellas épocas coleccionaban sus parcos ingresos económicos. Eran, en este niño de bendición, las señales primeras de la gran ca­ridad con que había de asombrar al mundo. Estas felices disposiciones de­cidieron al padre de Vicente a imponerse algunos sacrificios para dedicarle a la carrera sacerdotal. El joven estudió primero en Dax; más tarde, ven­dió su padre una pareja de bueyes para ayudarle a continuar sus estudios en la Universidad de Tolosa, donde se graduó en Teología. SACERDOTE. — ESCLAVO EN TÚNEZ. — PÁRROCO íc e n t e de Paúl fue ordenado de sacerdote el 13 de septiembre del año 1600. Tenía a la sazón sólo 19 años, pues los decretos del Con­cilio de Trento no regían aún en Francia. En 1605 hizo un viaje por mar, debía desembarcar en Marsella, pero cayó prisionero de los piratas y fue llevado a Túnez. Él mismo nos cuenta el percance. «Habíase celebrado en Beaucaire una feria que era conceptuada entre las mejores de la cristiandad. Con el fin de asaltar las embarcaciones que de aquel punto venían, habíanse juntado hasta tres bergantines turcos. Apenas nos divisaron, vinieron sobre nosotros con tal acometividad y furia que mataron a dos o tres y dejaron heridos a los demás. Yo recibí un flechazo que me servirá de reloj para toda la vida. Hubimos de ren­dirnos incondicionalmente. Después de lo cual desahogaron su furia des­cuartizando al piloto y cargándonos de cadenas a los restantes. Curaron muy ligeramente a los heridos y emprendieron rumbo a Ber­bería. Llegados allí, nos pusieron en venta.» Vicente fue primero vendido a un pescador, después a un médico y por fin a un renegado que le empleó en trabajos del campo. Una de las mu­jeres de este renegado que era turca, sirvió de instrumento a la Providen­cia para la conversión del marido. Vicente, a instancias de ella, ponderó la belleza de la religión cristiana ante su patrón y dueño. El marido, recordando a su vez lo que un día fue su máximo contento, se embarcó en un ligero esquife y huyó de aquella tierra infiel, con Vicente su esclavo. Desembarcaron en Aigues-Mortes, y el renegado hizo su abju­ración en manos del vicedelegado del Papa, en Aviñón, con gran contento de Vicente de Paúl, que no tenía poco que ver en aquella conquista. A fines del año de 1608 la Providencia llevó al apóstol a París, em­porio de todas las miserias y de sus convenientes remedios. Llegó a ser
  • 165. capellán de la reina Margarita de Francia y en su nombre visitaba los hospitales. En adelante, su vida será un acto sublime y continuo de cari­dad en servicio de los necesitados. Vicente sirvió a los pobres en todas las circunstancias. Primero en hu­mildes parroquias provincianas donde ejerció la cura de almas, luego en Clichy, cerca de París, y en Chatillón, que entonces pertenecía a la diócesis de Lyón. No había lugar en que no brillase su extraordinario celo. De tal modo se manifestaba en él la mano de Dios que transformó en contados años la población de Clichy, reconstruyó la iglesia, instituyó co­fradías, y puso las bases de una escuela eclesiástica; pero principalmente trabajó para ganar para sí todos los corazones. En Chatillón, de donde aceptó ser cura en 1617 en atención a los rue­gos de su director espiritual, no empleó sino cinco meses para realizar las maravillas que había llevado a cabo en Clichy atrajo a vida ejemplar a los sacerdotes que vivían en aquella población; convirtió a multitud de herejes, y, finalmente, allí fundó las primeras asociaciones de caridad. LAS «CONFERENCIAS DE SAN VICENTE DE PAÚL». Un domingo del mes de agosto, algunos días después de su llegada a la parroquia, postuló Vicente durante el sermón, en favor de una familia enferma y abandonada en una granja vecina. Una vez acabado el sermón, la mayoría de los oyentes, provista de socorros, se dirigió a la granja. Después de vísperas, acudió también Vi­cente y quedó gratamente sorprendido al ver los grupos que volvían de Chatillón o buscaban bajo los árboles del camino un refugio contra el excesivo calor. Es éste —exclamó— un caso de mucha caridad, pero mal organizada; porque esos pobres enfermos disponen ahora de demasiadas provisiones, dejarán malgastar parte de ellas y volverán después a su primera necesi­dad ». Y con el espíritu de orden y de método que en todo tenía, trazó un reglamento para las mujeres piadosas y caritativas de Chatillón: de esta manera, quedaban fundadas las cofradías y las asociaciones de caridad. En otras localidades de diferentes regiones, como Folieville, Courboin, Joigny, Macón, Montreuil, preparó un reglamento análogo para los hombres que quisieron reunirse bajo su dirección; de ahí nacieron más tarde las famo­sas y beneméritas Conferencias de San Vicente de Paúl. Se conserva, escrito de su puño y letra, un reglamento referente a la organización cristiana de una fábrica, y para el mejor modo de socorrer en
  • 166. sus necesidades a los pobres y darles medios de vida. mbién se inclu­yen en dicho manuscrito los deberes del maestro obrero y del aprendiz, y un método para el empleo cristiano del día, es, como se ve, un primer paso hacia la mutualidad entre patronos y obreros en el amplio sentido cristiano. EN CASA DE LOS GONDI Su carida era universal. También por mandato de su confesor aceptó ir a vivir con la noble familia de los Gondi, que entonces daba servi­dores al Estado y jefes a la iglesia de París. Vicente fue pronto como el alma de la casa. La condesa de Gondi no podía prescindir de él en la dirección de su conciencia y la práctica de las buenas obras. El Conde era administrador general de las galeras de Francia. Vicente aprovechó de su influencia para poder visitar a los presos, evangelizarlos y procurar el mejoramiento material de los condenados a prisiones y galeras. Luis XIII le dio el título de capellán general de las galeras de Francia; título que grandemente apetecía el Santo, por abrir ancho campo a su caridad y del que supo aprovecharse generosamente en favor de los pobres. MISIONES EN EL CAMPO. — OBRAS DE CARIDAD EN PARÍS Los pobres son evangelizados» —había dicho Nuestro Señor. Fueron tal vez las palabras del Evangelio que más profundamente se grabaron en el corazón de Vicente. Para evangelizar a los pobres, fundó una comu­nidad de misioneros. Fue a principios de 1617 Encontrábase con el conde de Gondi en el castillo de Folleville, en la diócesis de Amiéns, cuando se le llamó a una aldea próxima para confesar a un labriego que se hallaba en peligro de muerte. Tenía éste fama de hombre de bien, pero una falsa vergüenza hacíale ocultar, de mucho tiempo atrás, algunas faltas en la confesión. Vicente invitó al moribundo a hacer confesión general, y devol­vióle la p a z , de modo que el penitente no cesó de bendecir a Dios públi­camente durante los pocos días que vivió. « ¡ A h !, señora —dijo a la condesa de Gondi—, si no hubiera yo hecho confesión general estaba con­denado, por causa de varios pecados graves de los que temía acusarme». Emocionada y asustada por este ejemplo, la piadosa condesa instó en­tonces a Vicente para que evangelizara a los pueblos de la comarca. Pre­cisamente era aquél el más ardiente deseo del hombre de Dios. A su alrededor se agruparon otros sacerdotes celosos que se dedicaron a la
  • 167. Co r r e r ía s nocturnas de San Vicente de Paúl. Aprovechando las tinieblas de la noche, nuestro Santo va recogiendo los niños que por la malicia o la miseria de sus padres quedan abandonados. Su ca­ridad le hizo hallar eficaz remedio para este mal tan extendido entonces.
  • 168. misma obra y se comprometieron por voto, bajo la dirección de Vicente, a trabajar toda su vida en la salvación de los campesinos. Así empezó la Congregación de la Misión. Quedaba así fundada una de las obras apostó­licas más importantes de Vicente que aún hoy día produce frutos abun­dantes. Nuestro Santo trabajó durante toda su vida en la evangelización de los sencillos labriegos; tenía setenta y cinco años y aún seguía con las misiones. Cuando entró en París, decía, pensando en los pobres que quedaban por evangelizar: «Me parece que las murallas de la ciudad van a derrumbarse sobre mí para aniquilarme». A fin de conservar los frutos de aquel apostolado, era necesario esta­blecer en los pueblos buenos curas. Se imponía, pues, la reforma eclesiás­tica. Los ejercicios espirituales de los ordenados, los seminarios, las reuniones periódicas de que hablaremos más abajo, fueron los principales medios de que se valió para regenerar el clero. Las obras de caridad se multiplicaban por doquier al paso de Vicente, y su reputación se extendía cada vez más. El mismo Luis XIII, ya en su lecho de muerte (1643), hizo llamar al hombre de Dios para que le prepa­rase a comparecer ante el Supremo Juez. Cerca de la iglesia de San Lázaro había una gran casa en la que residía una comunidad de canónigos que se extinguía; el prior, testigo de la labor emprendida por Vicente, y de la modestia y celo de sus discípulos, ofre­cióles la residencia. Con esto, la nueva Congregación recibió el nombre popular de Lazaristas, y la iglesia de su advocación, por la presencia del Santo, vino a ser el centro de la caridad material y espiritual de París, centro a donde confluyeron las iniciativas de la generosidad cristiana. En San Lázaro, organizó el hombre de Dios la obra de los Niños Expó­sitos. Los recién nacidos que madres desnaturalizadas abandonaban en las calles o depositaban en las iglesias, eran llevados por orden de la policía a la llamada Casa Cuna, en donde, por falta de alimentos y cuidados, mo­rían casi todos. Con ayuda de las Señoras de la Caridad, tomó Vicente a su cargo aquellas criaturas y logró rescatarlas así de la muerte, luego las cuidaba hasta que estaban en edad de ganarse la vida. Esta obra hizo su nombre celebérrimo en los anales de la caridad. Fundó también, en el arrabal de San Martín, el hospital del Nombre de Jesús, de San Lázaro salieron los que de él se encargaron. Hizo lo mismo con la fundación y organización del Hospital general de París, destinado a recoger a los innu­merables mendigos que plagaban la capital. En la puerta de San Lázaro, multiplicaba asimismo las limosnas, sin dejar de prodigar al mismo tiempo los socorros espirituales. Multitudes de seglares, sacerdotes y soldados acudían a San Lázaro para hacer ejercicios espirituales. El clero de París reuníase allí para las llamadas conferencias del martes, presididas por
  • 169. Vicente; tratábanse temas científicos y de virtud. Bossuet, que era uno de sus miembros, escribía de ellas al Sumo Pontífice: «Al oír las palabras de este santo sacerdote, parecíanos estar oyendo palabras de Dios». Allí tam­bién organizó Vicente la lucha contra el Jansenismo, entonces en boga. VICENTE DE PAÚL ALIMENTA A PROVINCIAS ENTERAS Desd e 1639, durante el último período de la guerra de los Treinta Años. Vicente había realizado prodigios para acudir en socorro de Lorena, devastada por la guerra. No quedaban ya cosechas, ni semillas en aquellos campos recorridos continuamente por las tropas. Viéronse los horrores del hambre y hasta hubo casos abominables de antropofagia. Agotada por cinco cuerpos de ejército que mantenía entonces en pie de guerra, Francia no tenía qué dar a sus numerosos mendigos. Un hombre de corazón mise­ricordioso se atrevió a soñar en el alivio de provincias enteras: este hom­bre era también Vicente de Paúl. Postuló en la Corte, organizó la caridad y envió sacerdotes y hermanos de su Congregación a aquellas provincias con el pan material y los so­corros de la Religión. La peste se juntó con el hambre. Vicente hacía en­terrar a los muertos y distribuir entre los labradores pan y semillas. So­corría a los nobles lo mismo que a los labriegos, suministraba a los sacerdotes ornamentos para las iglesias arruinadas; y recogía a las reli­giosas arrojadas de sus conventos por la guerra y la miseria. En Lorena, en Champaña, en Picardía y en otras provincias, la gente se acostumbró a mirar a Vicente de Paúl como a una encamación de la Providencia. En la capital, hubo de renovar idénticos prodigios durante las turbulencias de la Fronda. Cuando se le agotaba la bolsa de San Lá­zaro, pedía limosna por sí y por otros. Este hijo de labradores pudo distri­buir durante su vida, limosnas cuyo total debió de sobrepasar la cantidad de ¡veinticuatro millones de pesetas! Indudablemente, merecía el nombre de «salvador de la patria» que le dieron varias ciudades agradecidas. «Dios —decía Salomón— me ha dado un corazón cuyo amor es exten­so como las playas del mar». Vicente de Paúl, cuyo celo no conoció barreras, podría haber dicho otro tanto; envió a sus misioneros a las Hébridas, a Polonia y hasta a Berbería para cuidar a los cristinos que los turcos tenían cautivos en las mazmorras de Argelia y de Túnez. Previendo la conquista de Argelia, impulsó a Richelieu y después a Luis XIV a llevar a cabo aquella empresa. Mientras tanto, aceptó para sus misioneros los títulos de cónsules y de prefectos apostólicos de Túnez y Argelia, que le daban medios de socorrer a los esclavos. En las mazmorras
  • 170. se evangelizó primero en secreto; más tarde se celebró en ellas la santa misa y se cumplieron otras ceremonias litúrgicas. El día del Corpus era llevado en procesión el Santísimo. Escoltábanlo los cautivos que, a su modo, con sus cadenas y sus harapos, rendían a Jesucristo un espléndido homenaje. Los misioneros enviados por Vicente eran a veces condenados a los grillos o morían de la peste mientras evangelizaban en las cárceles, pero los que sucumbían eran pronto reemplazados por otros Envió también obreros evangélicos a la isla de Madagascar, y al fin de sus días aún preparaba una expedición de misioneros para China, Babi­lonia, y Marruecos. Sólo le dolía no poder acudir él también como un apóstol más. LAS HIJAS DE LA CARIDAD La obra cumbre de Vicente de Paúl fue, tal vez, la fundación de las Hijas de la Caridad. De acuerdo con una señora de rara inteligencia y de fe eminente, llamada Luisa de Marillac —que la Iglesia había de ca­nonizar en 1934—, planeó y estableció esta obra con una audacia que sólo el genio de la caridad podía inspirarle. Hasta entonces, las mujeres consagradas a Dios vivían en los claustros. Vicente osó lanzar a sus hijas en medio del mundo, contando con su abnegación para asegurar la salva­guardia de la angélica caridad: «Las Hermanas de la Caridad —escribía— tendrán por monasterios las casas de los pobres, y vivirán en la calle y en los hospitales; su clausura será la obediencia, y su velo la santa modes­tia ». Siempre prontas a entregarse a su heroico apostolado, las Hijas de San Vicente se desvivían junto a las cunas de los niños expósitos o sobre el lecho de los moribundos. Fueron enviadas por su mismo bienaven­turado Padre al campo de batalla, en el sitio de Calais, y aun se las vio entre los apestados. Su grandeza de alma provocó un grito de admiración que no ha cesado de resonar en la conciencia católica. Estas humildes re­ligiosas proclamaban así su fidelidad al servicio de los pobres, a quienes Vicente les había enseñado a mirar como a señores y amos. Una de ellas moría asistida por el santo Fundador. —¿No tienes nada que te inquiete? —preguntó éste. —Sólo una cosa, padre mío —replicó la moribunda— ; he experimen­tado demasiado placer en el cuidado de los pobres. ¡Me sentía tan feliz a su servicio! —Muere en paz, hija mía —dijo el hombre de Dios, emocionado y consolado por tanta sencillez y caridad. Las Hijas de San Vicente de Paúl están hoy esparcidas por todo el mundo, en naciones católicas y entre pueblos infieles.
  • 171. CÓMO EMPLEABA EL DÍA — SU MUERTE El secreto de tantas maravillas, que apenas hemos apuntado, estaba en el amor de Dios, amor práctico, que ardía en el corazón de San Vi­cente. «Amemos a Dios, señores y hermanos míos —decía a los miembros de su comunidad—, y amémosle con el sudor de nuestras frentes». De hecho, el hombre de Dios, hasta su muerte —y murió a los ochenta y cuatro años— se levantó cada mañana a las cuatro. A menudo inaugu­raba la jornada con una sangrienta disciplina. Las horas primeras del día eran para la oración y la meditación, que hacía de rodillas, con los suyos, en la capilla de la casa de San Lázaro. Celebraba después la santa misa con extraordinaria devoción. Durante el santo sacrificio le sucedía, a veces, extasiarse con divinas visiones: un día vio el alma de Santa Juana de Chantal que subía al cielo y la de San Francisco de Sales que venía a recogerla, y cómo luego las dos almas iban a abismarse en Dios. Cuando terminaba de decir la misa, dábase al trabajo del día sin per­mitirse ni una tregua. En su trato con reyes, príncipes o mendigos, fue siempre hombre de extraordinaria humildad. Inspirado por el celo, solía decir que «un sacerdote debe tener siempre más trabajo que el que puede realizar». Juntaba al trabajo una penitencia incesante; oyósele decir más de una vez cuando entraba al refectorio. «Desgraciado, ¿has ganado el pan que vas a comer?» Su día se prolongaba hasta muy entrada la noche, y antes de entregarse al sueño, poníase en la presencia de Dios y se prepa­raba a la muerte. Dios le llamó a Sí el 27 de septiembre de 1660. Benedicto XIII le beatificó el 13 de agosto de 1729, y Clemente XII le canonizó el 16 de junio de 1737 Sus reliquias descansan en la iglesia de los Lazaristas de París. León XIII le proclamó, en 1885, Patrono de las Instituciones de caridad. S A N T O R A L Santos Vicente de Paúl, fundador; Símaco, papa, Arsenio, solitario: Epafras, con­sagrado obispo de Colosos por el Apóstol San Pablo, mártir; Martín, obispo de Tréveris y mártir; Lorenzo, obispo de Nápoles, y Félix, de Verona; Reticio, obispo de Autún, autor eclesiástico muy celebrado por San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio de Tours; Pedro, confesor, venerado en Foligno (Italia). Santas Justa y Rufina, vírgenes, mártires en Sevilla; Macrina la Joven, virgen: Áurea, virgen y mártir, en Córdoba, en 856.
  • 172. Fiero guerrero Llave milagrosa que le libra de grillos, esposas y cadenas D IA 20 DE JUL IO SAN JERÓNIMO EMILIANO FUNDADOR DE LOS CLÉRIGOS REGULARES SOMASCOS (1481-1537) l ilustre Santo, padre de los pobres, amparo y protector de los huér­fanos, San Jerónimo Emiliano, nació en Venecia de la distinguida familia de los Emiliani, que había dado a la Iglesia varios ilustres prelados, y a la República veneciana procuradores de San Marcos, senado­res y capitanes. A su natural alegre ardoroso y viva inteligencia, unía la prudencia y gravedad propias de la edad madura. Con tan sobresalientes cualidades no es de maravillar que hiciera rápidos progresos en las ciencias y en las letras, máxime teniendo presente el solícito cuidado que para conservarlas y desenvolverlas ponía su familia. Como su padre se hallaba continuamente ocupado en los negocios de la república y en el cumpli­miento de los cargos principales de ella, la educación de Jerónimo quedó casi enteramente al cuidado de su madre, doña Eleonora Morosini, dama de mucha piedad, que infiltró en el corazón del niño las máximas de re­ligión cristiana y le acostumbró desde muy temprano a los ejercicios de devoción y virtudes propias de su clase y de su edad. Como habremos de comprobar a lo largo de su historia, aquel solícito y piadoso cariño materno fue el germen fecundo de una gran santidad.
  • 173. SOLDADO A LOS QUINCE AÑOS. — VIDA MUNDANA Y DESORDENADA La s conquistas realizadas por Carlos VIII de Francia en tierras de Italia a fines del siglo xv, inquietaron sobremanera a los venecianos, los cuales se aprestaron a la defensa de su territorio. Recabaron para ello el auxilio armado del papa Alejandro VI, del emperador Maximiliano I, del rey de España Fernando el Católico, del rey de Nápoles, del duque de Milán y del Marqués de Mantua. Trabajo costó armonizar los intereses de cada uno de los países representados, pero, ante el común peligro, fir­móse la coalición el 31 de marzo de 1495, para «mantener —dice el acta oficial— la paz en Italia, salvar la cristiandad, defender los derechos de la Iglesia y salvaguardar el honor del Imperio Romano». El entusiasmo cundió por doquier y de todas partes acudían jóvenes a los campamentos para ejercitarse en el manejo de las armas. Jerónimo Emiliano, que acababa de perder a su padre, tenía a la sazón quince años, ávido de independencia y de gloria, sintiendo el ímpetu de la*san­gre que le arrastraba a la defensa de su patria, dejó los estudios y se alistó en el ejército a pesar de las súplicas y lágrimas de su madre, que temía más los peligros que amenazaban el ama que el cuerpo de su hijo. Inclinóse la victoria a favor de las armas de la Liga, y el poder de Ve-necia llegó a su apogeo. No cabe la menor duda de que Emiliano cumplió valerosamente en los varios encuentros y combates que tuvo con los ene­migos , pero, desgraciadamente, los temores de su virtuosa madre se iban realizando. En medio del estrépito de las armas y de la licencia de los campamentos, contrajo Jerónimo toda suerte de vicios. El de la ira ava­salló de tal modo su espíritu, que, a veces, traspasando los límites de la razón llegaba a los extremos del furor; y tan profundamente arraigó en él, que fue el que más le costó extirpar después de su conversión. Sus mis­mas dotes naturales eran un peligro para su virtud: amable, agraciado y noble, no faltaron compañeros que procuraron granjearse su amistad; y como quiera que Jerónimo no cuidase ni poco ni mucho de seleccionarlos, pronto las malas compañías le arrastraron a espantosa corrupción. En tan deplorable estado perseveró Jerónimo hasta la edad de 30 años, en cuyo tiempo quiso la Divina Bondad mirarle con ojos de misericordia y convertir en vaso de elección al que hasta entonces lo había sido de ignominia; y como quiera que para realizar sus planes, se sirve Dios de todas las circunstancias, valióse de su desmedida ambición para frenar los desórdenes del pobre soldado veneciano.
  • 174. PRISIONERO DE GUERRA. — LA CONVERSIÓN El Senado de Venecia tenía la loable costumbre de otorgar los princi­pales cargos de la República, no a los más ricos y ambiciosos, sino a los más virtuosos. Jerónimo, ávido de honores, entendió que no podía medrar si no cambiaba de vida. En 1508 los venecianos se levantaron en armas contra la Liga de Cambray, que el 10 de diciembre formaran el papa Julio II, Luis XII de Francia, Maximiliano de Alemania y Feman­do el Católico rey de España. Confiésele a Emiliano la defensa de Castel-nuovo, cerca de Treviso, seriamente amenazada por el enemigo. Tomó po­sesión del mando de la plaza en circunstancias verdaderamente críticas, pues el gobernador, presa de pánico, había huido cobardemente al primer ataque de los imperiales. Sin perder tiempo mandó reparar las brechas ya abiertas en la muralla, mientras rechazaba enérgicamente los furiosos asal­tos de los sitiadores. Quisieron éstos intimidar el ánimo esforzado de Jeró­nimo, y amenazáronle con graves peligros si no rendía la plaza. Lejos de amilanarse, contestó a los emisarios: a Decid al emperador que puede po­ner a prueba el valor de nuestro pecho cuando guste, y lanzar contra nos­otros toda suerte de metralla, pero que le conste que jamás nos verá huir». Siguieron las hostilidades, y, no obstante la heroica defensa de los ve­necianos, fue tomada por asalto la ciudadela, Jerónimo Emiliano quedó prisionero de guerra, y, según el uso de aquellos tiempos, fue tratado con increíble rigor. Cargáronle de cadenas, y aherrojado con esposas y grillos y una argolla al cuello, lo metieron en lo más profundo de un torre. En este lastimoso estado habló eficazmente el Señor al corazón de Je­rónimo. Las interminables horas de cárcel le hacían acordarse de las su­blimes lecciones de piedad y virtud que en la infancia recibiera de su cristiana madre, y de los consejos y buenos ejemplos de sus hermanos, y con el recuerdo de aquellos tiempos felices que para él ya habían pasado, enternecíase aquel pecho que jamás tembló en el fragor del combate. To­cado de la gracia, entró dentro sí mismo y vio claramente los desórdenes de su vida pasada, humillóse ante el Señor, reconoció su divina justicia y besó amorosamente la mano de la Providencia que de aquel modo le tra­taba. Al mismo tiempo, con incesantes lágrimas y suspiros, rogaba al Padre de las misericordias se apiadase de él, le perdonase sus muchos pecados y le librara de la condenación eterna que le amenazaba. A fin de obtener con más seguridad lo que pedía, acudió Jerónimo a la que es Refugio de pecadores y Consuelo de afligidos. Recordó que en su infancia había sido consagrado por su madre a la Reina de los Ángeles, y que en otros tiempos había visitado el santuario de Nuestra Señora de
  • 175. Treviso, y con el fervor de quien se ve al borde del sepulcro, cayó de hi­nojos, la invocó devotamente, confióle el estado y negocio de su alma, e hizo el voto de ir a pie y descalzo a visitar su imagen en dicho santuario, encargar la celebración de una misa y publicar sus favores luego que es­capase de aquel peligro en que por sus males se hallaba. Pronto experimentó Jerónimo los efectos de la confianza en María. Porque apenas hubo formulado la promesa, una luz sobrenatural iluminó el oscuro calabozo, se le apareció la soberana Señora, llamóle por su nom­bre y después de entregarle las llaves de la prisión, soltó los grillos, espo­sas y cadenas que le sujetaban, y ordenóle salir de aquella mazmorra para dar cumplimiento a su voto. Ella misma le sirvió de guía y acompañó sano y salvo por entre las huestes enemigas hasta las puertas de Treviso. Entró solo en la ciudad, encaminóse directamente al templo, y allí, postrándose ante el altar de la Virgen María, más con lágrimas y sollozos que con palabras, dio las más rendidas gracias a su celestial Bienhechora por tan gran merced. Acto seguido, dejó sobre el altar las llaves de la prisión con las esposas, grillos y argollas, para que fuesen perpetuos tes­tigos del beneficio recibido. Luego pregonó ampliamente el estupendo su­ceso y lo hizo registrar en documento público ante notario, y aun encargó a un pintor varios cuadros con las diversas escenas de su maravillosa li­beración. NUEVOS PROGRESOS EN LA VIRTUD Quiso el Senado recompensar el valor y generosidad del que había sa­bido mostrarse tan valiente soldado, y, al efecto, nombróle «podestá» de Castelnuovo, cargo que ejerció poco tiempo, pues se trasladó pronto a Venecia para tomar sobre sí la tutela de los hijos que en tierna edad dejaba su hermano mayor al morir, y la administración de los bienes que les dejaba la herencia. Al mismo tiempo trabajaba calladamente y sin desmayo en la correc­ción de los propios defectos, y escuchaba la divina palabra con gran asi­duidad y gozo de su alma. Postrábase con frecuencia ante un Crucifijo, y al contemplarlo exclamaba enternecido- «¡Oh Jesús, no seas Juez mío, sino Salvador!» Otras veces se le oía repetir con San Agustín: « ¡ Señor, sé para mí verdaderamente Jesús! ¡Sólo Tú puedes ser mi Salvador!» No paró ahí la devoción de Emiliano, entendiendo que en los com­bates del alma, como en los materiales, el soldado necesita la dirección de un experto jefe, buscó un director de conciencia y encontróle a medida de sus deseos en un piadosísimo y docto canónigo regular de Letrán. Hecha confesión general de su vida, ya no pensó sino en vivir y sacri-
  • 176. San Jerónimo Emiliano recoge a los niños huérfanos, pobres y desva­lidos de Venecia, y los alimenta, instruye y educa. Los días de fiesta, vístelos de blanco en honor de la Santísima Virgen, y sale con ellos por las calles y plazas de la ciudad para cantar las alabanzas de Nuestra Señora.
  • 177. ficarse por Jesús. A este fin, empezó por cerrar el paso a la ambición con la renuncia de los oficios públicos y cargos de la República, combatió la soberbia y la vanidad entregándose a obras humildes, huyendo de las ala­banzas y aceptando sin quejas toda clase de humillaciones. Su liberalidad, siempre generosa, no se ciñó a socorrer únicamente a los pobres de los hospitales, sino que con solicitud verdaderamente apostólica, preveía los peligros morales que amenazaban la virtud de las jóvenes, y para evitar tamaña desventura, dotábalas y asegurábales airoso porvenir. Poco a poco fue venciendo sus pasiones hasta el extremo de reducirlas a esclavitud. Logró dominar perfectamente la ira, que tanto le había ense­ñoreado, y llegó a ser el hombre más humilde y pacífico del mundo. PADRE DE POBRES Y HUÉRFANOS El hambre que en 1528 afligió a toda Italia, presentó a Jerónimo Emi­liano ocasión muy oportuna de ejercitar su generosa caridad con los pobres; porque, aunque en Venecia se sintió al principio menos que en otras partes gracias a las copiosas provisiones con que se previniera el Senado, por la abundancia de pobres que se llegaron a aquella ciudad, sobrevino pronto la escasez. Con lo cual, agotados los recursos y los me­dios de proveerse, llenáronse las plazas y calles de gente tan necesitadas de humano socorro, que la muerte se cernía amenazadora sobre el pueblo. Estremecióse el piadoso corazón de Jerónimo a la vista de aquel lasti­moso espectáculo, y considerando en aquellos infelices la persona de Je­sucristo, resolvió emplear todos sus bienes para aliviarlos. A tal fin, ven­dió tapices, muebles preciosos, plata y cuanto poseía. No reservaba nada para sí mientras hubiera a su alrededor un necesitado que socorrer; y aun solicitó el concurso de sus conciudadanos ricos, los cuales, movidos por su ejemplo, contribuyeron gustosos al sustento de los pobres. Pudo así auxi­liar a los enfermos y moribundos, a los que visitaba con extremada soli­citud, sin que pareciera agotarse su energía. Durante la noche, enterraba los muertos, cuyos cadáveres llevaba sobre sus hombros al cementerio. Fueron tantas las fatigas y las incomodidades que padeció en esta obra de caridad, que al fin cayó enfermo asaltado de una fiebre ardiente, contagiosa, que en pocos días le puso a los últimos términos de su vida. Pidió al Señor la salud, no para gozar de ella, sino para satisfacer por sus pecados y trabajar en la salvación de las almas. Curó y, conforme a sus propósitos, dedicóse con nuevos bríos al desempeño de su caritativa misión. Tantas virtudes atrajeron hacia Jerónimo a otras almas generosas, y señaladamente a San Cayetano y a Juan Pedro Caraffa —que fue más tar­
  • 178. de Papa con el nombre de Paulo IV—, los cuales le ayudaron con sus con­sejos y protección personal. Las guerras, la carestía y el contagio habían hecho multitud de víctimas en la población, los huérfanos, numerosísimos, hallábanse reducidos a la mendicidad, sin socorro de ningún género y, lo que es peor, expuestos a todos los peligros de la corrupción. Compadecido Jerónimo Emiliano de las miserias espirituales y temporales de tantos niños, determinó recogerlos y juntarlos en una casa que compró para este fin cerca de la iglesia de San Roque, allí ejercitaba con ellos los oficios de padre y de maestro; dióles profesores que les enseñaran a leer y escri­bir, y él mismo se empleaba todos los días en esa misión. Quería que aprendiesen algún oficio según la condición y disposiciones de cada u n o ; a más de esto, alimentábalos y vestíalos; acudía para ello a la piedad y caridad de las personas ricas y hacendadas, a fin de que con sus limosnas ayudasen a sostener tan santa y provechosa obra. Si solícito andaba en procurar el bienestar material, más cuidaba todavía de las almas, acom­pañábalos todas las mañanas a oír misa, ejercitábalos en la oración y estableció entre ellos la confesión mensual. Consagrados a la Reina de los cielos, los días festivos recorrían las calles y plazas de Venecia vestidos de blanco, cantando las glorias de su Soberana la Virgen María, y atra­yéndose las simpatías del pueblo que, como arrastrado por una fuerza invisible, acudía cabe aquellos niños para cantar con ellos las letanías lauretanas y el santo Rosario. FUNDACIÓN DE ESTABLECIMIENTOS BENÉFICOS Co n s id e r a n d o suficientemente arraigada la obra, de modo que podía subsistir sin su personal asistencia, alejóse Jerónimo de sus queridos huerfanitos para recorrer otras ciudades del dominio veneciano, en la que el hambre y la peste se habían cebado de manera extraordinaria. Faltos de humano socorro, perecían a diario numerosos jóvenes y an­cianos, y a remediar aquel mal acudió el hombre de Dios. Agradecido el Senado por tan desinteresada virtud, ofrecióle la dirección del hospicio de incurables, misión que Jerónimo aceptó por las reiteradas instancias de sus amigos y confiando sólo en la Divina Providencia. En sus apre­miantes necesidades hacía rezar a los parvulitos; escogía cuatro menores de 8 años, y, de rodillas con ellos, impetraba los socorros que necesitaba. Promovió la misma obra, fuera ya del dominio veneciano, en Padua; y luego, en 1531, en Verona. Encaminóse después a Brescia; allí compró una casa y recogió en ella a cuantos huerfanitos pobres pudo encontrar, e iba a buscar para ellos, de casa en casa, el sustento que necesitaban.
  • 179. Puesto ya todo en marcha, pasó a Bérgamo, donde le pareció más urgente la necesidad, porque tales estragos causaron el hambre y la peste, que las cosechas se perdían en los campos por falta de brazos que las recogieran. El «Santo» —así le llamaban ya en aquellas comarcas— no vaciló en reunir cuantas hoces pudo y, poniéndose al frente de los hombres robustos, dióse tanto afán en el trabajo de la siega, que logró salvar la mayor parte de la cosecha y librar a los naturales de nuevos días de luto. Dedicó luego sus actividades a la fundación de tres casas; una para huérfanos, otra para jóvenes y la tercera para recoger las mujeres de mal vivir que, en número considerable y gracias a sus exhortaciones, se habían convertido al camino de la salvación y abrazado la penitencia. La fama de santidad que rodeó a Jerónimo, le atrajo las voluntades. Alejandro Bezulio y Agustín Barilo, sacerdotes acomodados y famosos, abandonaron el bienestar y las riquezas para abrazar junto a Jerónimo la vida de pobreza y sacrificio. No tardaron en acudir nuevos compañeros, Bernardo Odescaldi, el cual distribuyó sus bienes entre diversas fundacio­nes de caridad y acabó por entregar su persona a tan benemérita obra. La Divina Providencia ponía en manos de nuestro Santo aquellos valiosos auxiliares para ayudarle a perpetuar sus fundaciones. INSTITUCIÓN DE LOS «CLÉRIGOS REGULARES SOMASCOS» En t e n d ió Jerónimo Emiliano que en el reloj de la Providencia había sonado la hora de realizar un proyecto que acariciaba desde tiempo atrás fundar una Congregación religiosa que cuidara de los pobres y de los huérfanos. Se le antojaba suficientemente manifiesta la voluntad di­vina, y, por otra parte, sus colaboradores instábanle para que les diera una regla común. El siervo de Dios no vaciló en emprender la nueva obra. Pero no quiso que el brillo y aparato exterior acompañaran los orígenes de una empresa dedicada al servicio del menesteroso; y así, en vez de situar la casa matriz en una ciudad importante, comenzó su empresa en un lugar retirado entre Bérgamo y Milán, llamado Somasca; precisamente de aquí les viene a sus religiosos el nombre de Somascos dados a los clé­rigos regulares de su Congregación, llamados también «Clérigos regulares de San Máyolo», por la iglesia de este nombre, sita en Pavía, que les confió San Carlos Borromeo. El Santo redactó por sí mismo los puntos esenciales de la regla, tomando por modelo la de San Agustín. De tiempo en tiempo diseminaba el santo Fundador a sus religiosos para que recorriesen los poblados vecinos y evangelizasen a las gentes, consolasen a los afligidos, socorriesen a los pobres, recogiesen a los huér­
  • 180. fanos y, sobre todo, para que instruyesen a los niños, a fin de descubrir vocaciones eclesiásticas. En aquellas catequesis reclutaban postulantes para su Congregación. En seis años estableció doce casas y reunió trescien­tos religiosos. ÚLTIMOS AÑOS. — MUERTE En los postreros años de su vida, dedicóse Jerónimo Emiliano a conso­lidar su obra, particularmente en Como, Milán y Pavía. Visitaba a pie todas las residencias, y no tomaba otro alimento que pan y agua. Previendo ya la proximidad del término de su vida, volvió a Somasca para recoger y examinar detenidamente su conciencia. Construyóse una celda sin admitir ayuda de nadie, y en ella pasaba largas horas en fervientes plegarias y austeras penitencias. Como le invitara el cardenal Caraffa a trasladarse a Roma, contestó el Santo: «El padre Caraffa me invita a ir a Roma, Dios me invita al cielo; prefiero acudir al llamamiento de Dios». Preparó su salida de este mundo con gran solicitud, y repetía con ex­traordinario fervor las palabras de San Pablo: «Quiero la muerte para vivir con Cristo». Reunió a sus discípulos; animólos a seguir sin desmayo la obra emprendida y dioles saludables consejos. Pidió, luego le adminis­traran los Saci amentos de la Iglesia, que recibió con gran devoción. Acae­ció su bendita muerte el 8 de febrero de 1537, a medianoche, teniendo las manos juntas, los ojos fijos en el cielo y conservando plena lucidez hasta el fin. Los santos nombres de Jesús y María sellaron sus labios. Fue ins­crito en el Catálogo de los Santos en 1767, por Clemente XIII, que fijó su fiesta en el 20 de julio. El 14 de marzo de 1928, Pío XI proclamó a nues­tro Santo, patrono universal de los niños huérfanos y abandonados. S A N T O R A L Santos Jerónimo Emiliano, fundador; Elias, projeta y fundador de la Orden Car­melitana, i Pablo, diácono y mártir en Córdoba; Aurelio, obispo de Car­tago; José Barsabás, llamado el Justo, discípulo de Nuestro Señor; Vut-maro y Ansegiso, abades; Pedro, Amable, Luciano, Agripiano y veintiocho compañeros, mártires en África; Sabino, Juliano, Máximo, Macrobio, Pablo y otros once compañeros, mártires en Damasco. Beato Gregorio López, madrileño, ermitaño en Méjico. Santas Margarita, virgen y mártir en Antio-quía; Severa, virgen, hermana de San Modoaldo, obispo de Tréveris; Li­brada, virgen y mártir (véase su vida el 18 de enero); Columbra, virgen y mártir, venerada en Coímbra.
  • 181. Virgen y sierva de mártires y encarcelados Iglesia de la Santa en 1628 D I A 2 1 D E J U L I O S A NT A P RÁXEDE S VIRGEN ROMANA ( t hacia el año 164) La s únicas preocupaciones que parecen llenar la existencia de la mujer pagana de todos los tiempos, son la frivolidad y la sensualidad. Obsérvase más acentuada esta tendencia, en los períodos y épocas de mayor decadencia; no se atiende entonces más que a las exigencias del tocador, de los vestidos, del peinado, etc., y cuídase únicamente de procurar toda clase de placeres, sin reparar en su licitud o ilicitud. Y aun mientras los cristianos de los primeros siglos son ferozmente martirizados en los potros, o devorados por las fieras en el circo, y mientras los bár­baros del norte, ministros de las divinas venganzas sobre el Imperio per­seguidor y corrompido, preparan en las fronteras sus devastadoras invasiones, la mujer romana sueña solamente en el regalo del cuerpo rodéase de cósmetas, mujeres que la sirven y cuidan en el adorno de sus vestidos y tocados, cinífloras, que dan a su cabello colorido de distintos matices, y calamistas, que se lo rizan en las más caprichosas y variadas formas. En el transcurso de los tiempos y a través de la vicisitudes, varían los nombres, pero las costumbres perduran, ello no obstante, en el seno de la corrupción y perversidad social, y a pesar de los obstáculos que a la
  • 182. virtud se oponen, abundan las almas fieles, vírgenes puras que forman «la porción más preciada del rebaño de Cristo; gozo y prez de la Santa Madre Iglesia, que en ellas ve florecer con creces su fecundidad gloriosa» —según expresión de San Cipriano. Entre la innúmera pléyade de valien­tes mujeres, cuyos nombres constan en nuestros Martirologios, ocupan lugar preeminente Santa Práxedes y su hermana Santa Pudenciana, perte­necientes ambas a linajuda familia de la Roma antigua y célebres en los fastos de la Iglesia Católica. EL SENADOR PUDENS Y SU MANSIÓN Cuando en el año 42 de nuestra era llegó San Pedro a Roma, enca­minóse al Esquilino, para hospedarse en el palacio de un tal Pudens o Pudencio. Quién sea este personaje, es cosa que no se puede precisar con certeza, probablemente es el mencionado por San Pablo en su se­gunda epístola a Timoteo, cuando dice «Eubulo y Pudens, con Lino y Claudia, te saludan». Alguien ha creído ver en él a un nobilísimo senador de la célebre familia de los «Cornelios», o al centurión Cornelio bautizado por San Pedro en Palestina, si bien esta última hipótesis parece quedar definitivamente desechada por parte de críticos e historiadores. El ambiente aristocrático en que San Pedro halló tan generosa hospi­talidad al llegar a Roma, prueba que la doctrina por él predicada no era patrimonio exclusivo de los judíos de condición humilde, ocultos en modestas tiendas de las tortuosas calles del Transtévere, sino que también hacía prosélitos entre las clases ricas y pudientes. En aquella época los potentados patricios solían fabricarse en sus mansiones cuanto los demás ciudadanos debían comprar. A juzgar por las ruinas que se conservan de edificios análogos, podemos deducir lo que fue la cjisa del senador Pudens. Abarcaba, la finca, considerable extensión de terreno amurallado que habitaba el dueño, plazas, calles y teatros, aparte, levantábanse los establos, las vivendas de los esclavos, almacenes y otros pabellones; los jardines y foros o pórticos en los que el dueño pasaba horas de solaz con sus amigos, estaban profusamente adornados con mármoles y estatuas: es decir, que el conjunto formaba algo así como una ciudad en pequeño dotada de todos los servicios. Ignórase si el Pudens que el año 42 hospedó al Príncipe de los Após­toles era padre o bien abuelo de nuestra Santa. Los Bolandistas admiten la existencia de dos Pudens: el abuelo, casado con Priscila, y el padre, casado con Sabinela. Esta opinión tiene la ventaja de armonizar más fá­cilmente la llegada de Pedro a la Ciudad Eterna el año 42, con la época
  • 183. del pontificado de San Pío I, posterior en un siglo (140-155), y que es pre­cisamente la que honró Práxedes con sus virtudes y meritorios trabajos. Por el contrario, un crítico moderno, apoyándose en autores más anti­guos, admite que Práxedes y su hermana llegaron a edad muy avanzada, y que muy bien pudieran ser hijas del espléndido amigo de San Pedro. Ésta es la versión que adopta el Martirologio romano el 19 de mayo considera a San Pudencio como a padre de las Santas Práxedes y Puden-ciana, y de él añade el texto que «revestido de Jesucristo en el bautismo, conservó inmaculada la túnica de la inocencia hasta el término de sus días». En cualquiera de ambos casos, no cabe la menor duda de que nos hallamos en presencia de una familia de raigambre cristiana y privilegiada, y, como dice muy atinadamente el autor de Estudio de Roma Cristiana: «Fue familia gloriosa hasta en el nombre, evocador de honestidad, temor de Dios, noble prosapia y renovación. A ella cupo el honor de realizar, por vez primera en la Historia, la transición de las ideas egoístas en que se fundaba el antiguo patriciado a los sentimientos de la verdadera fraternidad que constituye la igualdad cristiana. En su casa celebraban los cristianos sus asambleas, en las que el esclavo que trabajaba en las can­teras sentábase junto al grande y potentado, y ambos, animados de unos mismos sentimientos, recibían los divinos misterios de manos del jefe común, San Pedro, que allí vivía. Este solo hecho es más que suficiente para ennoblecer tan preclara como dichosa familia». Con tales antecedentes, ¿a quién puede extrañar que Pudens, cristiano fervorosísimo, procurase sin descanso infundir en sus hijas aquel amor a la virginidad y sujeción a los preceptos del Señor que las llevaron a la santidad? FUNDACIÓN DE UN «TÍTULO» O IGLESIA EN CASA DE PUDENS La historia de Práxedes y su hermana ha sido conservada y transmi­tida por un sacerdote llamado Pastor, que vivía con la familia de Pudens. A este sacerdote, consejero y sostén de Práxedes y Pudenciana, y contemporáneo y pariente del Papa San Pío I, se le atribuyen tres do­cumentos de gran valor histórico. Va el primero dirigido a Timoteo, y es una de las más bellas páginas de la Historia Eclesiástica de los tiempos apostólicos. El segundo parece ser la respuesta de Timoteo, y el tercero es un apéndice narrativo, debido al mismo Pastor, que alcanza hasta la muerte de Práxedes, a cuyo cadáver dio él mismo honrosa sepultura.
  • 184. Quizá este escrito no sea rigurosamente auténtico en esta misma forma, y parece muy posible que en el siglo V o VI sufriera ciertos retoques en­caminados a edificar al lector; sin embargo, aunque la leyenda se encuen­tre más o menos mezclada -con la historia —caso bastante repetido en los escritos de entonces—, no hay razón para desechar por falsos los intere­santes pormenores con que dichos documentos nos brindan. Careciendo de fuentes más antiguas y seguras, nos atendremos a los escritos de Pastor. «Pudens —dice—, ya viudo, quiso, siguiendo los consejos del bien­aventurado obispo Pío, tranformar su casa en iglesia, y para realizar el piadoso deseo puso los ojos en este pecador. Erigió, pues, en esta ciudad de Roma, y en el Vicus Patrícii, un título o iglesia, al que dio su nombre». El Martirologio romano hace la siguiente mención el 26 de julio: «En Roma, San Pastor, presbítero, a cuyo nombre existe un título cardenalicio en el monte Viminal en Santa Pudenciana». En el siglo ir, y debido a las persecuciones, los cristianos se veían pre­cisados a reunirse, para rezar y celebrar los misterios, en casas particu­lares o en la oscuridad de las catacumbas. Dábanse allí con gran fervor a los actos del culto y a las prácticas de devoción, esperando tiempos más propicios que les permitieran congregarse en edificios públicos llamados después basílicas. MUERTE DE SAN PUDENCIO. — CELO APOSTÓLICO DE LAS SANTAS PRÁXEDES Y PUDENCIANA Mie n t r a s tanto —continúa el presbítero Pastor— voló Pudencio al Señor, dejando a sus hijas el rico patrimonio de la castidad y del conocimiento de la ley divina». Ambas hermanas vendieron entonces sus haciendas y repartieron el importe entre los cristianos, muchos de los cuales vivían, a causa de su fe, en extrema miseria. Fieles al amor de Cristo, perseveraron las dos vírgenes, unidas en san­tas vigilias, ayunos y oraciones. Preocupánbales sobremanera el desenvol­vimiento de la religión, y en alas de sus deseos, expusieron al Pontífice San Pío 1 el proyecto que abrigaban de erigir un bautisterio en el título o iglesia parroquial que su difunto padre fundara. El santo Papa acogió favorablemente la iniciativa de las piadosas hermanas, designó él mismo el sitio en que habría de emplazarse la santa piscina, y llevóse a cabo la construcción siguiendo puntualmente sus indicaciones. Por aquel entonces reunieron ambas siervas de Cristo a cuantos escla­vos tenían en Roma y fuera de ella, y al tiempo que daban absoluta libertad a los que eran cristianos, comenzaban la evangelización y cate-
  • 185. Sa n t a Práxedes da sepultura a los mártires con sumo respeto y vene­ración en un gran sepulcro, propiedad de su familia, en el cementerio de Priscila, de la Vía Salaria, en las afueras de Roma. Allí mismo fue ella enterrada, esperando la resurrección en la paz del Señor.
  • 186. quesis de los demás, muchos de los cuales abrazaron voluntariamente el cristianismo, y obtuvieron la libertad en una solemne ceremonia que el Pontífice ordenó realizar en la iglesia. Llegada la solemnidad de Pascua, fecha tradicional para la celabración, recibieron el bautismo 96 neófitos. Imperando Antonino Pío, época que coincidió precisamente con la vida de San Pío, papa, el mundo en general y la Iglesia en particular, gozaron de relativa paz y tranquilidad. Este emperador, oriundo de Nimes, a quien se debe la construcción o la conclusión, por lo menos, del puente del Gard, era un pagano «purificado», es decir, había llegado al máximo encumbramiento moral a que un pagano podía aspirar. Dicen de él que dejó dormir los edictos persecutorios, y aun se le atribuye un rescripto, de dudosa autenticidad, sin embargo, por el que prohibía toda perse­cución tanto legal como ilegal en contra de los seguidores del Evangelio. Está probado, no obstante, que cuando el populacho se amotinaba contra los cristianos y pedía su muerte, fácilmente encontraba magistra­dos complacientes que se prestaban a satisfacer sus sanguinarios deseos, así ocurrió repetidas veces en distintas ciudades del imperio. No está, pues, muy claro el trato que la religión de Cristo recibía en este tiempo, pero es lo cierto que la casa de ambas vírgenes vino a ser lugar de cita para los fieles, los cuales acudían allí día y noche para sus devociones. Muchos paganos iban asimismo en busca de la fe, y recibían el bautismo con gran contento espiritual, y como quiera que las reuniones públicas estaban prohibidas a los cristianos, no a otra parte iban los Pon­tífices a celebrar los divinos misterios y administrar los sacramentos. TRÁNSITO DE SANTA PUDENCIANA. — MUERTE DE NOVATO Habiendo fallecido Santa Pudenciana, fue amortajada por Práxedes, la cual, después de embalsamar el cadáver de su hermana, túvolo oculto en el interior del oratorio durante veintiocho días, hasta que el 14 de las calendas de junio —19 de mayo—, aprovechando las sombras de la noche, fue trasladado al cementerio de Priscila, sito en la «Vía Salaria», y enterrado junto al de San Pudencio. Este cementerio cristiano, el más antiguo de cuantos existen, fue fundado por el cónsul Glabrión, marti­rizado en el año 91, cuando aún regía Domiciano los destinos del Imperio, merece especial mención por recordar la primera predicación de San Pedro en Roma. La ilustre familia Pudens tenía allí sepultura propia, y a ella eran llevados los cuerpos de los mártires, en carromatos de los que solían emplear los huertanos para abastecer la Ciudad Eterna, disimu­lando la preciosa carga con apariencias de un montón de provisiones.
  • 187. Después de la muerte de su hermana, siguió Práxedes viviendo en el título, entre inequívocas demostraciones de afecto por parte de los cris­tianos todos. También el Pontífice Pío la visitaba frecuentemente, para consolarla y darle alientos. Entre los que con más asiduidad la trataban y se encomendaban a sus oraciones, estaba San Novato, hombre rico y bondadoso en extremo, y tan caritativo que gastó su hacienda toda en beneficio y provecho de los pobres de Cristo. El Martirologio, en el 20 de junio, le llama «hermano de Práxedes», pero conviene entender esta pa­labra en el sentido que entonces se le daba de «hermano en Cristo». He aquí lo que escribe San Pastor: «Un año y veintiocho días después del tránsito de Pudenciana, notóse la ausencia de Novato en las asam­bleas de los fieles. El obispo Pío, cuya solicitud cobijaba sin excepción a todos los cristianos, se interesó vivamente por él. Todos nos afligimos mucho al enterarnos de que una enfermedad le retenía en cama, y por esa causa no había acudido a la reunión. La virgen Práxedes dijo entonces al Pontífice: «Si lo permitís, iremos a visitar al enfermo, quizá vuestras oraciones obtengan del Señor su curación». La asamblea acogió favora­blemente esta iniciativa; y aprovechando la oscuridad de la noche, el santo obispo Pío, la virgen Práxedes y yo nos presentamos en casa de Novato. En cuanto nos vio agradeció de corazón al Señor la merced que le hacía con nuestra visita. Permanecimos en aquella morada los dos días siguientes. En este intervalo tuvo a bien legar al título y a la virgen Prá­xedes cuanto poseía. Cinco días más tarde volaba al señor». Práxedes solicitó del santo Pontífice un segundo título o iglesia al lado de la antigua, en las termas de Novato, ya desiertas, que ocupaban una sala grande y espaciosa. Accedió San Pío y la dedicó a la bienaventurada virgen Pudenciana. Más tarde dedicó otra en el lugar que hoy ocupa la iglesia de Santa Práxedes, estableciendo además un bautisterio. NUEVA PERSECUCIÓN. — MUERTE DE LA SANTA Su c e s o r de Antonino Pío, fue en el año 161, Marco Aurelio, emperador filósofo, hombre de rígidos principos, que encuadraba en los que se ha dado en llamar «santo laico». Derramó este emperador tanta sangre cristiana, como Nerón y Domiciano juntos. Probablemente en su gobierno acabó su carrea mortal la virgen Práxedes; así parece indicarlo el Bre­viario romano, al hablar de la persecución del emperador Marco Anto­nino, es decir, Marco Aurelio, de la familia de los Antoninos. Algún tiempo después, desencadenóse contra los cristianos una furiosa tempestad, y muchos de ellos conquistaron la palma del martirio. Prá­
  • 188. xedes, dice el Breviario, se esforzó cuanto pudo en ayudar a los siervos de Dios «Socorríalos con sus bienes, prestábales toda clase de servicios, y los consolaba en sus afliciones. Ocultaba a unos en su casa, exhortaba a otros a guardar inquebrantable la fe , velaba porque nada faltase a los presos y condenados a trabajos forzados», y cuidaba de enterrar los cuer­pos de los héroes, que, resistiendo valientemente en los combates por Cristo, habían conquistado la inmarcesible corona de los mártires. Mas habiendo llegado a conocimiento de Marco Aurelio que los cris­tianos celebraban reuniones en casa de Práxedes, envió allá soldados con órdenes terminanrtes de actuar severamente. Muchos de ellos, entre los que se contaba el sacerdote Semetrio, fueron llevados al suplicio sin formación de causa, y sin mediar el más breve interrogatorio. Práxedes recogió sus restos por la noche y los enterró en el cementerio de Priscila. Pero ya se acercaba el día del propicio descanso para nuestra Santa, la cual, por ser a la sazón de edad muy avanzada, no tenía más ansias ni aspiraciones que gozar el eterno galardón «en la paz de Cristo». «No pudiendo soportar el bárbaro espectáculo de la sangrienta per­secución, rogó a Dios, si era su beneplácito, no le permitiese presenciar tal desolación. Oyóla el Señor y llevósela al cielo en recompensa de su piedad». Nada más nos dice el Breviario respecto de su muerte. Así rezan sus Actas: «Práxedes, virgen consagrada, voló al Señor el 12 de las calendas de agosto. Yo, Pastor, sacerdote, enterré su cuerpo junto al de su padre, en el cementerio de Priscila, en la Vía Salaria». CULTO TRIBUTADO A SU MEMORIA Pr á x e d e s , a quien cupo el honor de levantar un templo a Jesucristo y dar un asilo a su Iglesia, merecía ser honrada después de su muerte de un modo especial. Y así fue, pues dedicóse a su memoria, en la Ciudad Eterna, una basílica, que es uno de los títulos cardenalicios más antiguos. La iglesia actual, confiada a los Benedictinos de Vallumbrosa, consta de tres naves separadas por dieciséis columnas de granito; el altar mayor está decorado con precioso baldaquino, sostenido por cuatro columnas de pórfido. Antiquísimos mosaicos adornan las tribunas y el arco prin­cipal. En la primera tribuna puede admirarse un cuadro de la Santa, obra del pintor Dominico Muratori. Es aún más admirable la esbelta capillita, adornada con mosaicos de gran valor y antigüedad. Guárdase en ella, una columna que el cardenal Juan Colonna trajo de Jerusalén el año 1234, y que, según la tradición, es la de los Azotes de nuestro Divino Redentor. f En el centro de la iglesia hay un pozo donde —según piadosamente se
  • 189. cree— la virgen Práxedes iba recogiendo la sangre de los mártires. Mués­trase también una esponja que le servía para lavar los preciosos restos. El cuerpo de Santa Práxedes, que Su Santidad Pascual I mandó sacar de las catacumbas en el siglo ix, descansa debajo del altar mayor. Ordenó además el mismo Papa que fueran trasladados a dicha iglesia los cuerpos de dos mil mártires, que, el día de la resurrección final, formarán gloriosa comitiva con la que en vida fue humilde sierva de los confesores de la fe. Habiendo recibido San Carlos Borromeo el título cardenalicio de Santa Práxedes, enriqueció con numerosos beneficios a esta iglesia, tan cara para él por su antigüedad y por la multitud de reliquias en ella guardadas. No satisfecho con restaurarla y embellecerla, el santo cardenal construyó­se en sus dependencias una habitación para cuando se viese obligado a permanecer en Roma. Una capilla, religiosamente conservada, perpetúa el recuerdo del gran arzobispo de Milán. En la puerta de bronce de la iglesia de Santa Pudenciana, hay un busto esculpido, considerado como uno de los primeros documentos de Santa Práxedes, que data del siglo v o v i, representa a nuestra Santa sosteniendo cual virgen prudente una lámpara encendida. En la misma iglesia de Santa Pudenciana encuéntrase un famoso mosaico del siglo ix, en el que Nuestro Señor aparece sentado en un trono al pie de la cruz y rodeado de los Apóstoles, detrás del grupo, dos matronas con sendas coronas. Los célebres arqueólogos Juan Bautista de Rossi y su discípulo Horacio Marucchi, reconocen en las dos mujeres, a Santa Práxedes y a su hermana Santa Pudenciana. Así quiere la Santa Iglesia honrar a estas sus dos preclaras hijas que en tiempos de persecución supieron renunciar al propio bienestar para dedicar todos sus entusiasmos al ejercicio de la caridad. Hermanas en la sangre, en el amor y en la fe, habían de serlo igualmente en la gloria. Por eso su recuerdo las enlaza en la memoria de los fieles y las hace considerar como un ejemplo típico de unión y fraternidad cristianas. S A N T O R A L Santos Daniel, profeta; Víctor, Alejandro y compañeros, mártires; Arbogasto, obispo de Estrasburgo: Zótico. obispo, martirizado en Comuna de Capa-docia en tiempos del emperador Severo: Juan, compañero de San Simeón Estilita, monje; Víctor, Emiliano, Safo, Montano y otros, mártires en África; los tres santos mártires de Malacia: veinte otros mártires, compa­ñeros de Santa Julia. Beatos Oddín Barotto, párroco de Josano (Italia); Juan Forestier, franciscano, mártir de Enrique VIII de Inglaterra; Be­nigno y caro, agustinos. Santas Práxedes, virgen, y Julia, virgen y mártir Beata Angelina, fundadora (véase el 14 de julio).
  • 190. El ángel de la Resurrección La santa Gruta D IA 2 2 D E J U L I O SANTA MARÍA MAGDALENA PENITENTE (siglo I) n los Santos Evangelios se nos habla de María la pecadora, de María hermana de Marta, y de María Magdalena. Orígenes, Teofilacto, Eutimio y otros comentaristas, creen que estos tres nombres corres­ponden a tres personas diferentes. San Agustín y otros identifican a la pecadora con María de Betón ia, hermana de Lázaro, a la que distinguen de María Magdalena. San Gregorio hace de las tres una sola persona. Este criterio es el que ha prevalecido en la Iglesia, la cual celebra la fiesta de la Santa en el día de hoy. Ello nos permite suponer que no hay razón alguna de peso, ni argumento decisivo contra la unidad de las tres Marías, razón por la cual, al igual de muchos autores y comentaristas, seguire­mos esta tradición en el relato de la presente historia. Nació María Magdalena en Betania, ciudad de Judea, en el seno de una familia rica, de la que el Santo Evangelio da a conocer a Lázaro, resucitado por Jesús a los cuatro días de haber fallecido, a Marta, la her­mana mayor, que en la adolescencia recibió la administración de los bienes patrimoniales y, finalmente, a María, la menor, que vivía en su castillo de Magdala, de donde le sobreviene el sobrenombre de Magdalena. Para mejor inteligencia del relato evangélico conviene no olvidar que
  • 191. los romanos, al adueñarse de Judea, llevaron consigo los vicios todos del paganismo. Hasta qué límites influyeron éstos en las costumbres de Mag­dalena, lo ignoramos; pero nos consta positivamente por el texto sagrado que estuvo poseída de siete demonios, y el mismo Evangelio la designa con el nombre de «pública pecadora». El Salvador había cumplido ya treinta años; la fama de sus milagros y de la santidad de su vida comenzaba a extenderse de una manera por­tentosa y de todas partes acudían muchedumbres a oírle. El estrépito de los placeres del mundo, no llegó a ser tan ensordecedor para María Magdalena que impidiera llegar a sus oídos las nuevas de la predicación del Divino Mesías, además, Lázaro y Marta, que ya eran discípulos muy adictos de Jesús, no cesaban de pedir a Dios para que convirtiera a su extraviada hermana. Pronto iban a ser aquellos deseos una dulce realidad. Magdalena, atormentada más por los remordimientos de su conciencia que por los espíritus inmundos que la tiranizaban, acudió también al nuevo Profeta en busca de consuelo; y libertada por Él del yugo infernal, creyó en el Mesías. Desconocemos los pormenores de su conversión, pero sin reparo podemos creer que, al oír la dulce invitación de Jesús «No vine por los justos, sino por los pecadores», el alma tierna y delicada de María Magdalena sintió los atractivos irresistibles del amor de Cristo y se determinó a seguir al que en adelante debía ser su Maestro. EN CASA DE SIMÓN Un fariseo llamado Simón quiso celebrar un banquete, probablemente en Cafarnaúm, e invitó a Jesús para que le honrara con su presencia. Accedió amablemente el Salvador a aquella prueba de amistad y he aquí que entró inesperadamente en la sala del festín, una mujer que llevaba en las manos un vaso lleno de perfume delicioso. Era María Margclalena que, hollando el respeto humano, afrontaba varonilmente la indignación del rígido fariseo. Llegóse a Jesús, como hierro atraído por poderoso imán, postróse a sus pies, y comenzó a bañárselos simultáneamente con lágrimas de penitencia y perfumes de amor. Muy a mal llevó Simón la —a su parecer— intempestiva visita de la «Pecadora» que, con su presencia manchaba el honor de aquella casa. «Ciertamente —pensaba entre sí—, si este hombre fuese profeta sabría ' quién es la mujer que le besa los pies». Leyó Cristo los pensamientos de de Simón, y volviéndose hacia él de dijo- «Simón, una cosa tengo que decirte—. Di, Maestro —respondió él—. Cierto acreedor tenía dos deu­dores; uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo
  • 192. ellos con qué pagar, perdonó a entrambos la deuda. ¿Cuál de ellos le amará más? —Maestro —respondió el fariseo—, me parece que aquel a quien se perdonó más—. Y díjole Jesús- —Has juzgado rectamente—. Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón —¿Ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies, masi ésta los ha lavado con sus lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz, pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado sobre mis pies sus perfumes. Por todo lo cual te digo Que le son perdonados muchos pecados porque ha amado mucho». Doc­trina sublime de exaltación del amor. No es para descrita la alegría que embargó el corazón de Magdalena al oír las absolutorias palabras del Redentor, pues que sólo la remisión de sus pecados buscaba en aquella visita. Resucitó su alma con resurrec­ción más admirable que la que más tarde viera en la persona de su her­mano Lázaro, y en su nueva vida —dice San Bernardo— la Penitente de Betania salvará más almas que perdiera la Pecadora de Magdala. María Magdalena, una vez perdonada por Jesucristo, despojóse de sus galas y preseas de mujer mundana, y fuése de nuevo a vivir en compañía de sus hermanos Lázaro y Marta. Desde entonces, constituyeron los tres aquel hogar apacible y recogido al que, después, tantas veces se retiraría a descansar de las fatigas de su predicación el Salvador del mundo. EL HUÉSPED DE BETANIA Je s u c r is t o vivía de los recursos con que le ayudaban María Magda­lena y otras piadosas mujeres agrupadas en torno de la Virgen. En una de sus correrías, llegó el Salvador a Betania, cerca de Jerusalén. Allí estaba la casa de sus querísimos amigos Lázaro, Marta y María Magdalena, a ella se dirigió y fue, según costumbre, recibido con muestras de singular afecto. Andaba Marta muy ocupada y solícita en aderezar lo necesario para la comida; por el contrario, María estábase devotamente sentada a los pies del Maestro, saboreando con deleitable atención el néctar de la divina palabra. Atareada Marta por obsequiar al santo Huésped, iba y venía con mujeril inquietud, y llevando a mal que su hermana la dejara sola en sus faenas, paróse una vez de las que pasó junto a Jesús y le dijo como en son de reproche para María • —Señor, ¿no reparas que mi hermana me ha dejado sola en las faenas de la casa? Dile, pues, que me ayude.
  • 193. No creía, de seguro, que Jesús aprobase aquella aparente inactividad. —Marta, Marta; tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas, y en verdad que una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor suerte y jamás será privada de ella. Lección divina en la que el Señor exalta la legitimidad y preeminencia de la vida contemplativa, tan discutida a veces por el humano criterio. RESURRECCIÓN DE LÁZARO Poco tiempo después traspasaba el dolor los umbrales de aquella casa: Lázaro se puso muy gravemente enfermo. En tal apuro, mandaron a Jesús un mensajero que le dijese; «Señor, el que amas está enfermo». Pero Jesús se contentó con responder- «Esta enfermedad no es mortal, sino que está ordenada para gloria de Dios, a fin de que por ella el Hijo de Dios sea glorificado». Y como los recursos de la ciencia son ineficaces cuando Dios ha determinado que el hombre muera, de nada o poco me­nos le sirvieron a Lázaro los solícitos cuidados de sus hermanas; y así, murió cuando Cristo predicaba lejos de Betania. Dos días después de re­cibir el recado dijo el Señor a los Apóstoles. «Vamos otra vez a Judea, pues nuestro amigo Lázaro duerme». Marta supo antes que nadie la llegada del Salvador, y saliendo a su encuentro, echóse a sus pies llorando y dijo: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano Lázaro no hubiera muerto. Pero sé que Dios te concede cuanto le pides». María, llamada por el Salvador, acudió al instante, y postrándose también como su hermana, exclamó: «Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano». Y no pudo proseguir ha­blando, porque el llanto anudaba su garganta. Enternecióse el misericor­dioso Corazón de Jesús al contemplar aquella escena hasta el punto de estremecerse y gemir. «¿Dónde le habéis puesto? —preguntó. —Ven, Se­ñor —le dijeron—, y lo verás». Y entonces, también lloró el Hijo de Dios. Con aquellas lágrimas nos enseña Jesús a llorar con los que lloran —dice San Ambrosio— ; pero de modo especial significa aquel llanto la intensa pena que le produce la muerte espiritual de los pecadores, muerte en cuya comparación la corporal no pasa de mera figura. Algunos judíos, testigos de aquella escena, decían por lo bajo «¡Cuánto le ama­ba! » Otros murmuraban diciendo: «Ese hombre que ha curado tantos ciegos, ¿no podía haber impedido la muerte de su amigo?» Llegaron al sepulcro, y en medio de imponente silencio mandó Jesús retirar la piedra que cubría el cubículo, el cadáver había empezado a descomponerse. Ante la expectación de los presentes que preveían un grande acontecimiento, Jesucristo levantó los ojos al cielo y exclamó: «Padre, gracias te doy
  • 194. Ma r t a , Marta; tú te afanas y acongojas distraída en multitud de me­nesteres; y a la verdad que sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor suerte y ya nunca se verá privada de ella». Con estas palabras ensalza Nuestro Señor a quienes, olvidados del mundo, hunden sus inquietudes en la contemplación de Dios.
  • 195. porque oíste mi ruegos. Mirando luego al difunto gritó «Lázaro, sal afuera». Y Lázaro se levantó con vida y salió del sepulcro. El portentoso milagro fue para Marta y María Magdalena recompensa de su fe, y para Cristo pretexto de su sentencia de muerte. SEGUNDA UNCIÓN EN BETANIA El triunfo del Redentor en Jerusalén el domingo de Ramos, de tal ma­nera exasperó a los fariseos que los indujo a planear definitivamente la muerte del Hijo de Dios. Jesús se hospedaba en casa de sus amigos predilectos. Estaban reunidos a la mesa con Él, Lázaro, Marta y María Magdalena, la Madre del Salvador, los Apóstoles y algunos de los discí­pulos más adictos. Lázaro estaba sentado frente ai Señor, Marta servía como de costumbre, y María Magdalena otra vez había escogido la mejor suerte; porque habiendo abandonado momentáneamente la sala del festín, volvió luego con un vaso de alabastro que contenía delicado perfume y lo derramó sobre los benditos pies y sobre la sagrada cabeza del Maestro. También esta vez fue mal interpretada aquella acción; Judas, ins­pirado por su avaricia, murmuró indignado: «¿A qué esta excesiva pro­digalidad? Mejor hubiera hecho en venderlo por trescientos denarios y repartirlos entre los pobres». Asimismo, otros Apóstoles llevaron a mal el pretendido despilfarro. Pero también Cristo sale en defensa de Mag­dalena, que ha obrado guiada única y exclusivamente por amor: «¿Por qué amonestáis a esta mujer? —pregunta— ; lo que conmigo ha hecho, bien hecho está, pues vosotros siempre tendréis pobres a vuestro lado, pero a mí no siempre me tendréis. Derramando sobre mi cuerpo ese nardo se ha adelantado a ungir mi cuerpo para el día de la sepultura. Por todo ello os declaro en verdad que dondequiera que se predicare este Evan­gelio, y lo será por todo el mundo, se referirá en honra suya lo que acaba de hacer. MAGDALENA EN LA PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE JESÚS Pe r o donde el amor de Magdalena hacia Jesús se manifestó más intensa­mente si cabe fue en la Pasión. En efecto; preso el Redentor, sus Apóstoles le abandonan; uno de ellos, Pedro, se turba ante una criada y le niega tres veces. María Magdalena, en cambio, a pesar de la debilidad propia de su sexo, de las amenazas, burlas e injurias del populacho, sigue varonilmente al que los judíos maldicen, y le acompaña hasta el Calvario,
  • 196. sin separarse un momento de su atribulada Madre. Y cuando Cristo, le­vantado en alto y sin más sostén que los terribles clavos, sufría las impre­caciones e insultos de sus enemigos, la antigua Pecadora, de pie cabe la Cruz, lloraba en silencio. Y aun después; no se apartará del que ama, hasta que ya difunto, sea enterrado por José de Arimatea y Nicodemo. Llegó el domingo. A primera hora de la mañana iban al sepulcro María Magdalena y sus compañeras con la esperanza de poder embalsamar el cuerpo de Cristo; pero cuando llegaron al término de su piadosa peregri­nación, encontráronse con que Jesús había resucitado. Junto a la piedra levantada del sepulcro, vieron a un hermoso mancebo, un ángel, que les anunció que ya no estaba allí Aquel a quien buscaban. «Y ahora —aña­dió el ángel— id sin deteneros a decir a sus discípulos que ha resucitado; y he aquí que irá delante de vosotras a Galilea: allí le veréis. Ya os lo prevengo de antemano». Ellas fueron corriendo a dar a los Apóstoles la nueva de lo que ocurría; Pedro y Juan acudieron presurosos y quedaron también sorprendidos, pues no habían penetrado el sentido de las profé-ticas palabras del Maestro: «Resucitaré al tercer día». Sin embargo, María Magdalena volvió sola cerca del sepulcro vacío y comenzó a vagar por el huerto donde aquél estaba, animada por el deseo de hallar el cuerpo del Salvador, o alguien, al menos, que le diera noti­cias del sitio adonde había sido trasladado. De repente vió dos jóvenes vestidos de blanco que le preguntaron: «Mujer, ¿por qué lloras? —Por­que se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto» —respondió ella. Giróse luego, como para indagar, y topó su vista con la de Jesús, mas no le reconoció, sino que tomándole por el hortelano le dijo: «Señor, si vos lo habéis tomado, decidme dónde está, e iré por él». Miróla un instante Jesús y exclamó: «¡María!». Ella, reconociendo la voz del Maestro, postróse para besar, sus pies, gritando • « ¡ Rabbi, Maestro! —No me toques —replicó Jesús— , no he subido todavía a mi Padre; pero ve a los míos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». La feliz mensajera corrió a llevar el divino recado. MAGDALENA EN LA SANTA GRUTA. — SU MUERTE Ex a c t ís im a fue Magdalena en cumplir el encargo de Cristo, pero en la dureza de su corazón, ni Apóstoles ni discípulos —recordemos a los dos de Emaús— creyeron del todo sus noticias. Los Evangelios no vuelven a mencionar a María Magdalena, pero po­demos creer que no se quedaría al margen de los trabajos de la naciente Iglesia, sino que estaría en el Cenáculo con los Apóstoles perseverando
  • 197. en la oración, y dilatando a par de ellos su amor con las comunicaciones del Espíritu Santo. Posteriormente, según autorizada leyenda que reverentes aceptamos, los judíos prendieron a la Santa y a otros veintitrés discípulos del Señor y hacinándolos en mísera embarcación sin velas, remos ni timón, los aban­donaron a merced de las olas. Quiso la Providencia que sanos y salvos arribaran a las costas de Provenza, con gran asombro de los del país, que no cesaban de mirar y admirar a aquel grupo de extranjeros llegados allí como por milagro y que alegremente cantaban las alabanzas del Señor. En el lugar donde tuvo fin la estupenda y portentosa travesía, existe un santuario conocido con el nombre de las Santas Marías del Mar. Los ilustres desterrados dispersáronse por el país con el propósito de sembrar la doctrina de la religión cristiana. Lázaro fue a Marsella; Maxi­mino escogió la ciudad de Aix, Marta se dirigió a Aviñón y Tarascón; María Magdalena se despidió de Marta y ayudó a Lázaro, aunque por poco tiempo, pues abandonó Marsella, determinada a vivir solitaria. Acompañada de ángeles o, según piadosa leyenda, llevada por ellos, se retiró a la Sainte-Baume —la Santa Gruta— enclavada entre Tolón, Aix y Marsella, donde se encerró para honrar con treinta años de heroica peni­tencia, los treinta años de silencio de Jesús en la tierra. Allí comenzó y acabó la antigua pecadora aquella vida más angélica que humana, incom­prensible a cuantos arrastran existencia carnal. Arrodillada en la gruta, con los brazos en alto y los ojos clavados en el cielo, pasaba los días y las noches, los meses y los años en la contemplación de Cristo, sentado a la diestra del Padre. En esa postura —dice la leyenda— comulgó de manos de San Maximino, el día de su bienaventurado tránsito de este mundo. LAS RELIQUIAS Los despojos mortales de la Santa fueron encerrados en un mausoleo. En el siglo vm, y por temor a los sarracenos, se llevaron a un lugar oculto para evitar posibles profanaciones. Con esta providencia púsoselos a salvo, mas perdióse así su memoria, hasta que Carlos II, rey de Sicilia y conde de Provenza, sobrino de San Luis, dio con ellos en 1272. Por esta misma época, confióse la custodia de los lugares santificados por la penitencia a los religiosos de Santo Domingo, éstos construyeron una hermosa iglesia en el lugar denominado «San Maximino». Vezelay, emplazado en los confines de Nivernais y Borgoña, disputa a San Maximino el honor de poseer el rico tesoro de las reliquias de la Santa, consistentes tan sólo en la venerada cabeza.
  • 198. Por espacio de varios siglos se ha venerado en la iglesia de la Magda­lena un cuerpo tenido por el de nuestra Santa. Allí acudieron ingentes muchedumbres de devotas peregrinaciones, allí predicó también San Ber­nardo la Cruzada en 1146 ante Luis VII y los grandes del reino. En 1267 reconociéronse las reliquias en presencia de San Luis, cere­monia que tuvo como efecto el dar nuevo impulso a las peregrinaciones. La urna de Santa María Magdalena desapareció en el siglo xvi durante las guerras de religión causantes de tantos estragos y destrozos. ÓRDENES RELIGIOSAS. — CULTO POPULAR Santa María Magdalena ha sido honrada en todos los tiempos con culto especial por mujeres que, sin haberla imitado siempre en la vida des­ordenada, quieren seguir su ejemplo en la austera penitencia. Varias Órdenes o monasterios llevan su nombre; en Alemania existen las Religiosas Penitentes de la Magdalena, que datan del siglo x i , Metz las tenía en el siglo xv. En el siglo xvn se fundaron en París las «Magda­lenas »; en esa corporación ingresaban las mujeres que luego de abando­nar los vicios en que vivían, abrazaban la vida de perfección. Dirigiéronlas en un principio las religiosas de la Visitación, luego encargáronse de ellas las Ursulinas, hasta que más tarde lo hicieron las monjas de San Miguel. Con ciertas reservas, desde luego, se admiten, aún hoy día, en algunas Hermandades religiosas, las «Magdalenas arrepentidas», ganosas de expiar, apartadas del mundo, los desórdenes de su vida pasada. La iconografía de Santa María Magdalena es muy rica, comúnmente se la representa con un vaso en la mano, otras veces arrodillada teniendo cabe sí una calavera, no es raro verla comulgando milagrosamente o transportada al cielo por los ángeles. Además figura en la mayoría de los descendimientos de la cruz que nos han dejado pintores y escultores. La tienen por Patraña los perfumistas, guanteros y hortelanos. S A N T O R A L Santos Vandregisilo y Meneleo. abades; Platón, mártir; Cirilo, obispo de Antio-quía, y Jerónimo, de Pavía; José de Palestina, confesor; Teófilo, pretor de la isla; de Chipre, martirizado por los mahometanos; Acto, abad de Oña; Hilario, Pancracio y Justo, obispos de Besanzón; Salviano, célebre escritor eclesiástico; Valfrido, solitario; Gualtero, confesor. Santas María Magdalena, penitente, y Levina, virgen y mártir en Inglaterra.
  • 199. Instrumentos del cruel martirio Basílica del Santo en Ravena D ÍA 2 3 D E J U L I O SAN APOLINAR DE RAVENA OBISPO Y MARTIR ( t 78) Ab a se a n tig u am e n te e l n om b r e d e « p a s ió n » a lo s d o c um e n to s h a g io - gráficos que relataban el martirio de los santos. Poseemos variadas y antiquísimas «pasiones», pero algunas carecen de autoridad in­formativa por habérseles añadido tradiciones y leyendas populares, reco­gidas sin gran escrupulosidad y a expensas de la historia. De la «pasión» de San Apolinar, entresacamos el presente relato, cuyo fondo es rigurosamente verídico y está científicamente demostrado; a saber que San Apolinar fundó la Iglesia de Ravena por encargo del mismo San Pedro; que obró portentosos milagros y que alcanzó la palma del martirio imperando Vespasiano. De ello da fe el doctor de la Iglesia San Pedro Crisólogo, sucesor de nuestro Santo en la sede episcopal rave-nense desde 432 a 452 y celoso guardián de su memoria entre los fieles. Los diálogos que reproducimos han de considerarse como mera expre­sión literaria, detrás de la cual se esconde la realidad de una vida muy semejante en su santidad a la de todos aquellos primeros apóstoles que formaron el núcleo inicial de la Santa Madre Iglesia. Una vida plenamen­te saturada de Dios y digna de ser coronada con las glorias del martirio.
  • 200. OBISPO EN RAVENA Fie l y fervoroso cumplidor del precepto de Jesucristo «Id y enseñad a todas las gentes», San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, envió por todo el orbe celosos operarios a trabajar en la viña del Señor. Entre los primeros y más ilustres cuéntase a San Apolinar, infatigable cooperador del Santo Apóstol desde su traslado de la Sede de Antioquía a Roma. Llegado a las cercanías de Ravena hacia el año 50, presentóse en casa de un soldado pidiendo hospedaje. Ireneo —que así se llamaba éste— le recibió con cariñosas muestras de afecto, mereciendo que Apolinar le con­tara llanamente las incidencias del viaje y le diera a conocer los proyectos que se proponía realizar en aquella población. Observando en el militar creciente interés por cuanto oía, invitóle a desechar el falso culto de los dioses y abrazar la religión cristiana, cuya doctrina le expuso. Replicóle Ireneo: «Si el Dios que me predicas, ¡oh extranjero!, es tan poderoso como dices, suplícale que devuelva la vista a mi hijo y creeré todas esas doctrinas que tan ardorosamente proclamas». Trajeron al ciego, y hecha sobre sus ojos la señal de la cruz recobró la vista, con gran admiración y asombro de los muchos curiosos que allí se habían congregado para contemplar de cerca al extraño forastero. Este inesperado prodigio influyó favorablemente en el ánimo de los circunstan­tes, los cuales se prestaron a escuchar las admirables enseñanzas del Santo. ANTE EL GOBERNADOR a llá ba se Ireneo, al día siguiente, en casa de un tribuno militar, ami­go suyo, y cuya mujer, por nombre Tecla, padecía una enfermedad que los médicos reputaban incurable. Después de oír las angustiosas pa­labras del tribuno, dijo Ireneo: «Oye, tribuno; hospedo en mi casa a un forastero que ha curado la ceguera de mi hijo sin auxilio de medicamen­tos, y que puede devolver la salud a tu esposa». Llamado Apolinar curó de cuerpo y alma a la enferma en virtud de lo cual, convirtiéronse a la fe de Cristo el tribuno con toda su familia y nu­merosos amigos. Desde entonces vivió el Santo en aquella casa, conver­tida en centro de su actividad apostólica donde secretamente se reunían cuantos deseaban oír al predicador del Evangelio. No faltó quien incluso le confiara la educación cristiana de sus hijos. De este modo se formaba en Ravena una cristiandad floreciente atendida por dos sacerdotes, Aderito y Calócero, y dos diáconos que el Santo ordenó, Marciano y Leucedio.
  • 201. Los cuatro vivían en común bajo la inmediata dirección de Apolinar. Pronto la fama de éste se esparció por toda la población, y los pa­ganos, temerosos de que el culto de los dioses se extinguiera, prendieron al Santo obispo para llevarlo a presencia del gobernador Saturnino. Éste, influido ya por las acusaciones de los idólatras, condújole al Capitolio de Ravena para interrogarle en presencia de los sacerdotes de los ídolos. —¿Qué intentas hacer entre nosotros? —preguntó el gobernador. —Predicar la fe de Cristo —contestó el Santo con decisión. —¿Y quién es ese Cristo al que quieres predicar? —Es el Hijo de Dios, el que ha dado vida a cuantos seres existen. —Según eso, has sido enviado para destruir el culto de nuestros dioses, ¿verdad? ¿Desconoces quizá el nombre del gran Júpiter que mora en el Capitolio y a quien debes invocar con temor? —Ignoro en absoluto quién sea ese Júpiter de que me hablas. —Que se venga con nosotros —dijeron los pontífices al juez— y podrá contemplar la magnificencia del templo y la hermosa estatua de nuestro dios poderoso y temible. Que venga, pues quiere conocerlo. Accedió el juez, y acompañaron a Apolinar al templo. Al ver la esplén­dida construcción, sonrió y dijo a los presentes en tono compasivo. —¿De esta magnificencia y de estos adornos os enorgullecéis? Más os valdría vender todo eso y repartir su precio entre los pobres en vez de dedicar tan cuantiosas riquezas al culto de los demonios. Los idólatras, ciegos de furor, amotinaron al populacho contra el Santo sacaron a éste violentamente de la población y lleváronle a rastras hasta la orilla del mar. Allí, tras un brutal apaleamiento, le dejaron abandonado y medio muerto. Sus discípulos le recogieron al amparo de la noche y lleváronle a casa de una piadosa viuda. Los solícitos cuidados de ésta le devolvieron poco a poco la salud. En cuanto se halló totalmente resta­blecido dirigióse a Chiusi (Toscana), instado por un tal Bonifacio, a cuya hija posesa curó milagrosamente. De allí fue a Emilia para volver luego a Ravena. EL EX CÓNSUL RUFO Vivía a la sazón en Ravena el ex cónsul Rufo. Habíale concedido el cielo, en el ocaso de su vida, una hija en quien cifraba todas sus es­peranzas, y a la que amaba entrañablemente, pero una maligna y gravísi­ma enfermedad pugnaba por arrebatársela. Amargado por el dolor, envió al siervo de Dios un mensajero para que expusiera su triste situación, estaba convencido que sólo el Santo podía
  • 202. remediarla. Acudió Apolinar, mas llegó a casa del noble patricio cuando la doliente fallecía. El angustiado padre exclamó inconsolable: ¡Ojalá no te hubieras llegado a mi casa, Apolinar, pues Júpiter no hu­biera vengado el desprecio que le hice al confiar en la virtud de tu Dios! Y luego, descorazonado por el dolor de aquella irreparable pérdida, añadió: —¿Qué puedes hacer ya por ella? —Ten confianza, Rufo —respondió el Santo—. Promete dejar a tu hija en absoluta libertad de seguir a Jesucristo y Él hará lo que conviene. —Mi hija ha muerto —suspiró el ex cónsul—, pero si por un imposi­ble volviere a la vida, no sería yo quien me opusiera a sus deseos. Aunque hubiese de abandonar mi casa por seguir los consejos y los ejemplos de su libertador, accedería de todo corazón a ello. Triste y desoladora era la escena de dolor que aquel hogar presentaba. El más profundo silencio, sólo interrumpido por los sollozos, reinaba en torno de la difunta. Acercóse el santo obispo al lecho y elevó a Dios esta plegaria: «Señor, Tú que concediste a Pedro el don de milagros, da a su discípulo el de resucitar a esta tu criatura, pues te confieso por único Dios». Y tomando de la mano el cadáver de la joven, le dijo: —En nombre de Cristo, levántate y confiesa que no hay más Dios ver­dadero que el de los cristianos en cuya virtud vuelves a la vida. Levantóse la doncella, y con voz segura exclamó: —Confieso no haber más divinidad que la que predica este hombre. Los presentes quedaron estupefactos, mas luego, llenos de alegría, convirtiéronse a la fe; y con ellos, hasta trescientos. El Santo, después de catequizarlos, administró a todos el bautismo comenzando por Rufo y su hija. ANTE EL VICARIO IMPERIAL Ru fo amaba a su bienhechor y le seguía, aunque en secreto, por temor al César, su hija habíase consagrado al Señor con el voto de castidad. El rápido desenvolvimiento del cristianismo en Ravena alarmó nuevamen­te a los paganos, sobre todo a los sacerdotes de los ídolos, cuya influen­cia había disminuido desde la llegada de Apolinar. Elevaron sus quejas al emperador Vespasiano, y éste, por complacerlos, ordenó a su vicario de Ravena que públicamente interrogara al extranjero para averiguar la ver­dad de la acusación. Hízolo así Mesalino y entablóse el siguiente diálogo: —¿Cómo te llamas------- preguntóle el delegado imperial. —Apolinar —respondió el santo obispo. —¿De dónde vienes? —De Antioquía.
  • 203. Ha b ía fallecido la hija del ex cónsul Rufo. San Apolinar, acercóse al lecho, tomando una mano del cadáver, dijo: —En nombre de Cristo, levántate y confiesa que no hay más Dios que el de los cristianos. La difunta tornó a la vida y confesó ser Cristo verdadero Dios.
  • 204. —¿Cuá! es tu oficio? —Soy cristiano, y como tal, discípulo de los Apóstoles de Cristo. —¿Y quién es ese Cristo de quien tantas veces oigo hablar? —El Hijo de Dios vivo, criador del cielo y de la tierra, del mar y de cuanto ellos contienen, y sustentador de todo el universo. —¿Será tal vez aquel Jesús que los judíos crucificaron por llamarse Hijo de Dios? Si tal es, no entiendo yo cómo podía ser Dios dejándose insultar impunemente y crucificar con ignominia. Comprende que estás en grave error. Abandona, pues, esa religión, ludibrio de la humanidad, y no incurras en la locura de tener por Dios a quien muere en patíbulo infame. —Pues mira, Mesalino, ese Cristo era Dios, lo sigue siendo y lo será siempre. Nació de una virgen, sufrió y murió por redimir al hombre de la esclavitud del demonio y de los males del pecado. —Sí, ya nos han contado todo eso que dices, mas en modo alguno po­demos -admitir tal absurdo que choca con la más elemental razón. —Atiende, Mesalino, sin prevención e imparcialmente: Ese Dios, en­carnado en el seno de una virgen, obró un sin fin de milagros mientras vivió y, si bien es verdad que padeció afrentosa muerte en cruz, a manos de los judíos, únicamente padeció y murió su humanidad, no su divini­dad ; y al tercer día resucitó glorioso y subió a los cielos algún tiempo después por su propia virtud. Concedió a sus discípulos la potestad de ahuyentar a los demonios, curar a los enfermos y resucitar a los muertos. —En vano tratas de persuadirme, no puedo reconocer por Dios a quien el Senado romano desecha. Cesa tu insensato discurso y sacrifica al inmortal Júpiter. Mira que si no atiendes a lo que buenamente se te aconseja, las torturas y el destierro habrán de persuadirte a que lo hagas. —Haz de mí lo que te plazca, puesto que sólo a Cristo mi Señor ofreceré incienso en alabanza y olor de suavidad. —Este hombre usurpa el título de pontífice que únicamente nosotros podemos tener —gritaron los sacerdotes paganos— , y además pretende seducir y engañar al pueblo. Ese crimen ha de ser castigado. Mandó Mesalino llamar a los verdugos, y les dio orden de flagelar des­piadadamente al santo obispo. Y como el mártir, firme en la fe, no ce­saba de confesar a Cristo, quiso vencer su constancia a fuerza de supli­cios ; a la cruel flagelación siguió el tormento del potro; y luego la inmer­sión en aceite hirviendo. Por fin, desterróle a Iliria cargado de cadenas. — ¡Mesalino! —exclamó el Santo mártir— , ¿por qué no reconoces a Cristo y así te evitarías los tormentos eternos de la vida futura? Mucho ofendió al vicario imperial tanto atrevimiento y juzgó del caso castigar ejemplarmente tal audacia, ordenó pues, que golpearan al santo mártir en la boca con piedras afiladas. Los cristianos testigos de tan in­
  • 205. humano proceder, tomaron la justicia por su mano y arremetieron con fuerza contra los paganos, haciéndolos huir a la desbandada. Este desagradable incidente no hizo más que reavivar la ira de los gentiles. Apoderáronse de Apolinar y lo arrojaron en un profundo y oscu­ro calabozo, para dejarlo morir de hambre, pero Dios quiso demostrar la santidad de su siervo, y dispuso que a la primera noche un ángel le sir­viera de comer a vista de los estupefactos carceleros, que, pasmados, no podían creer lo que sus ojos veían ni se atrevían a contárselo al juez. Cuatro días pasó en aquella mazmorra sufriendo toda clase de priva­ciones y atropellos antes de ser embarcado con rumbo a su destierro de Iliria. CORRERIAS APOSTÓLICAS — SEGUNDO INTERROGATORIO Ya en alta mar sobrevino una gran tormenta que hizo zozobrar la em­barcación, la cual arrastró en su rápido hundimiento a la mayoría de los tripulantes. Apolinar, sostenido por «el que manda el mar y los vientos», ganó la orilla oriental del Adriático con dos o tres soldados. Éstos, convertidos a la fe cristiana por el santo naúfrago, fueron luego sus valiosos auxiliares en la evangelización de la comarca que tan extraña­mente les había deparado la Providencia. El demonio, que vio tambalearse su poder donde hasta entonces había tenido tranquilo dominio, trató de malograr el apostolado de Apolinar endureciendo el corazón y torciendo la voluntad de los naturales. Pero burló Dios los propósitos del infernal enemigo; nuestro Santo curó de la lepra al hijo de un noble de Mesia, y la vista de este prodigio determinó a muchos de aquellos bárbaros a abra­zar la fe cristiana que tan grande poder daba a sus santos. No se detuvo Apolinar allí, a pesar de la hermosa perspectiva que a la religión se prometía en aquella tierra, sino que bordeó el Danubio y descendió a Tracia, convirtiendo, de paso, gran número de idólatras. Como prolongara mucho su estancia en una ciudad de esta provincia, el ídolo en­mudeció. En vano indagaron las causas del extraño silencio, hasta que, a una consulta de los paganos, contestó el demonio por boca de la estatua, que no volvería a hablar ni apaciguaría su cólera en tanto que un tal Apo­linar predicador del cristianismo estuviera en la comarca. Buscaron a toda prisa al forastero, y cuando le hubieron ya en sus manos maltratáronle con cruel ensañamiento. Luego, puesto en un barco que se hacía a la mar, le expulsaron con sus compañeros a Italia. Tres años habían transcurrido desde que Apolinar saliera de Ravena. Su vuelta fue acogida por los cristianos con singulares muestras de afecto.
  • 206. Por su parte los paganos, que más aún que antes le consideraban como irreconciliable enemigo, no cejaron en su empeño de excitar al populacho en contra del Santo, a quien por fin apresaron, maniataron y arrastraron al templo de Apolo. Pero la estatua se vino estrepitosamente al suelo, tan pronto como el mártir puso pie en los umbrales. Fue puesto entonces a disposición del pretor Tauro, a cuyo hijo curó de completa ceguera, invocando el nombre de Cristo. Agradecido el pretor, y para sustraerle a las iras de los gentiles, simuló su detención y arrestóle en una «quinta», donde el Santo pasó cuatro años de apostolado intenso fortaleciendo la fe de los muchos convertidos, ganando nuevos adeptos a la causa de Dios y curando milagrosamente toda clase de enfermedades. INTENTO DE EVASIÓN. — MUERTE DEL SANTO Los sacerdotes de los ídolos descubrieron las intenciones que abrigaba Tauro al retener en su finca al obispo, razón por la cual acudieron nuevamente a Vespasiano, asegurándole que peligraban los intereses del imperio si no cesaban las activas propagandas que el cristianismo venía realizando en perjuicio de la religión de los romanos. Ante denuncia tan grave, dio el emperador orden al patricio Demós-tenes para que juzgara al supuesto criminal sin pérdida de tiempo. En cuanto estuvo el reo ante el tribunal, preguntóle Demóstenes: —Viejo seductor, ¿cuál es tu linaje? —Soy cristiano y tengo a mucha gloria y satisfacción el serlo. — ¡Insensato! Ha sonado ya la hora de acabar con tus locuras y cal­mar la cólera de los dioses justamente irritados contra ti. Te invito, pues, a rendirles adoración y a dejar tus ridiculas innovaciones. —Lejos de mí semejante villanía. Moriré fiel a mi Dios y gustoso ofre­ceré mi vida en holocausto por mis hijos espirituales. Y ¡ay de vosotros, Demóstenes, y demás paganos, que rehusáis adorar a Cristo! Las llamas eternas del infierno serán el galardón que premie el culto que dais a los demonios personificados en vuestras estatuas. Exasperó al juez confesión tan valiente. Confió la custodia del reo a un centurión, mientras él ideaba nuevos géneros de tormentos que aca­baran con la vida del santo mártir. Pero el centurión, que era cristiano, aunque no manifiestamente, pensando prestar un servicio a la fe que pro­fesaba, propuso al detenido un plan de evasión. Aceptó Apolinar, con la mira puesta únicamente en la extensión de la fe, y realizóse la aventura a medianoche. Pero otros eran los designios de la divina Providencia, que quería recompensar los trabajos de su siervo; estando ya fuera de la
  • 207. población, reconociéronle unos espías paganos que andaban en su busca, y le prendieron y apalearon tan bárbaramente que le dejaron por muerto. Recogido por sus discípulos, fue llevado a casa de un leproso, donde vivió aún siete días. Allí predijo a los cristianos grandes persecuciones contra la Iglesia, las cuales serían seguidas de la más completa calma. Murió el atleta de Cristo el 27 de julio del año 78, y su cadáver fue enterrado en Classe —hoy día Classe Fuori—, arrabal de Ravena. Junto a su sepultura se reunían los habitantes de la ciudad en circunstancias en que se había de prestar solemne juramento, y al efecto extendían las manos sobre la tumba que guarda las reliquias de su glorioso apóstol. RELIQUIAS DE SAN APOLINAR onócese desde muy antiguo la historia de estas reliquias. Por testimo­nios fidedignos sabemos que ya en el siglo vi había en Classe una iglesia dedicada al Santo, debida a la munificencia de un devoto llamado Juliano y consagrada en 549 por el obispo Maximiliano. Un siglo después, otro obispo por nombre Mauro (642-671), colocó las reliquias en medio de la iglesia y grabó su historia en láminas de plata. Reconociéronse los sagrados restos en 1173, en el pontificado de Ale­jandro III; y en 1511, en el de Julio II, al ser restaurada la tumba. Cuando en el siglo xvi los religiosos de San Apolinar de Classe se tras­ladaron al convento de San Romualdo de Ravena, llevaron secretamente las reliquias de su ilustre Patrón y las depositaron en su iglesia. El cabildo de la catedral las reclamó alegando que los restos de su primer obispo pertenecían de derecho a la iglesia metropolitana por él mismo fundada. Llevado el pleito a Roma, ganólo el cabildo; y en 1654, por decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, fueron transportadas las reliquias de­finitivamente a la antigua basílica y depositados en la cripta, debajo del altar mayor. S A N T O R A L Santos Apolinar, obispo y mártir; Liborio, obispo de Mans, y Donato, de Besan-zón; Bernardo y dos hermanas suyas, mártires; Teótimo y Teófilo, már­tires; Raveno, presbítero, y Rasifo, hermanos, mártires; Apolonio y Eu­genio, mártires en Roma. Beatos Felipe, obispo de Badajoz, carmelita; Juan Casiano, abad de San Víctor de Marsella. Santas María y Gracia, mártires en . Valencia, con su hermano Bernardo; Primitiva, virgen, mártir en Roma; Ana, Rómula, Redenta y Erundina, vírgenes. Beata Juana de Orvieto, de la Orden Tercera de Santo Domingo, virgen.
  • 208. D ÍA 24 DE JUL IO S ANT A C R I S T I N A VIRGEN Y MÁRTIR EN ITALIA (f hacia el año 300) Es ta virgen mártir recibió los honores del culto casi inmediatamente después de su muerte. Las Actas del martirio, sólo en parte son con­sideradas como auténticas por algunos hagiógrafos. Brilla en ellas singularmente lo sobrenatural. ¿Quién no admirará la intrépida fe de esta doncella, fiel a Jesucristo a pesar del furor de su padre pagano y verdugo, de las lágrimas de su madre y de los horrorosos suplicios a que fue some­tida? Razón tuvo el gran padre de la Iglesia, San Ambrosio, en llamar a esta esposa amada del Salvador, «campo hermoso, tierra amena, here­dad del Señor fecunda en santidad y virtud». La incomparable virgen es testimonio prodigioso de la gracia del Señor, y prueba elocuente de su in­mensa bondad y poder. La niña Cristina será siempre gloria inmortal del cristianismo y ornamento eterno de la Iglesia Católica. Esta alma solidí­sima en carne flaca, este espíritu agigantado en un cuerpecito débil, este corazón intrépido frente al poder del mundo, será siempre el honor de las mujeres por su modestia, el modelo de las vírgenes por su pureza, la emulación de los mártires por su constancia y una exaltación de la gracia por su ternura. Un milagro de la virtud llevado a lo más alto de su eficacia.
  • 209. LA JOVEN RECLUSA No se sabe a punto fijo dónde nació Cristina. Algunos historiadores afirman que era romana. Según las Actas, sufrió el martirio en la villa de Tiro, situada en una isla del lago de Bolsena, en Toscana. Su fa­milia profesaba el paganismo y su padre Urbano era gobernador de la villa de Tiro. La joven Cristina había recibido del cielo, a la par que una gran hermosura corporal, las más bellas cualidades morales y grandes bie­nes de fortuna; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a hacer humanamente feliz a una persona. Sin embargo, Dios le había otorgado un don mucho más valioso a ú n , el don inestimable de la fe. La que parecía destinada por su nacimiento a permanecer en las tinieblas del error, halló la verdad y la abrazó con since­ridad y valor, no obstante la perspectiva de los peligros y tormentos, y consagró a Jesucristo todo su amor, decidida a serle fiel hasta la muerte. Su familia ignoraba este cambio. Urbano, que estaba orgulloso de su amada hija, quiso ocultarla a los ojos del mundo y aun probablemente, sustraerla al proselitismo de los discípulos de Cristo, a quien odiaba, e hizo construir una especie de torre que adornó con profusión de dioses de oro y plata. Allí encerró a Cristina con algunas sirvientas, dándoles orden expre­sa de ofrecer incienso y sacrificios a los ídolos. Nuestra joven tenía en­tonces once años. Todas estas precauciones hubieran sido completamente ineficaces para hacer a Cristina virtuosa, si fuera pagana, pues el culto de los demonios no ayuda a la santificación; más Cristina era ya cristiana y tenía en Jesús la fuente de sus virtudes; por eso no temía aquella peligro­sa soledad y hasta encontraba en ella un medio de unirse más a Dios. La piadosa doncella elevaba sus pensamientos y sus miradas al cielo, para conversar en silencio con el celestial Rey de su alma, y para pedirle luz, fuerza y perseverancia. De este modo preparaba su corazón y su cuer­po para la lucha más dura y sangrienta que cabe en la imaginación y en la idea, pues el mismo que le dio la vida, había de ser el tirano cruel y desnaturalizado que por odio a la religión se hartara de su sangre inocente. Siete días habían transcurrido ya desde su encierro y las estatuas de las divinidades paganas no habían recibido aún ningún honor. Las sir­vientas comenzaron a inquietarse. Dijeron, pues, a su ama; —Siete días llevamos aquí encerradas y no hemos ofrecido a nuestros dioses ni incienso ni sacrificios. Van a irritarse y hacemos morir. Ciertamente que más temían la cólera de Urbano que la de los dioses, y se extrañaban de que Cristina, tan obediente en todas las cosas, des­obedeciese a su padre en un punto que ellas juzgaban importantísimo.
  • 210. —¿Por qué teméis? —respondió vivamente la joven—. Vuestros dioses son ciegos y no me verán; sordos y no oirán mis oraciones. Por lo que a mí toca, sólo ofrezco sacrificios al único Dios verdadero que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se encierra. Horrorizadas al oírla hablar de esta manera, las sirvientas se arrojaron a sus pies para decirle entre sollozos. —Te rogamos que nos oigas. Eres de familia noble; tu padre es pre­fecto de la ciudad, ¿por qué adoras a un Dios que no ves? Si tu padre lo sabe, nos acusará de haberte enseñado una religión impía y nosotras sufri­remos injustamente las consecuencias de su enojo. —El demonio os ha seducido —respondió Cristina— , poneos conmi­go en los brazos del Dios Todopoderoso, haced ofrenda de vuestros cora­zones a Jesucristo, y Él os librará del demonio y os devolverá la tran­quilidad. CRISTINA ES CONSOLADA POR UN ÁNGEL Tr a n s c u r r id o s algunos días, fue Urbano a ver a su hija y a venerar a los dioses. Mas como encontrase la puerta cerrada, y no se la abrie­sen, golpea desesperadamente y grita amenazador. Cristina, absorta en la oración, no le oye. Tiene los ojos levantados al cielo y contempla a su Dios en éxtasis sublime y completamente ajena a cuanto pasa a su alrede­dor. Por fin las sirvientas acuden a los golpes y gritos, abren las puertas y le manifiestan que Cristina es cristiana y desprecia a los dioses. Irritado Urbano, corre cabe su hija y le dice: —¿Cómo es eso, Cristina? ¿Es posible que te hayas cegado hasta el punto de adorar a un Dios que no pudo salvarse a sí mismo? Sacrifica a los dioses o de lo contrario te harán morir. —Vuestros dioses no tienen ningún poder sobre mí —responde Cris­tina— ; soy hija del Dios del cielo, único a quien ofrezco mis sacrificios. Urbano se retiró muy encolerizado. Temiendo Cristina que vendrían días de luchas terribles, suplicó a Jesús que acudiera en su ayuda. Al punto se le apareció un ángel y le d ijo: «El Señor ha oído tu oración, ten buen ánimo, pues combatirás contra tres jueces. Si triunfas, serás corona­da ». Mientras esto decía, el mensajero celestial iba trazando la señal de la cruz sobre la frente de la doncella como para bendecirla. Aquel signo redentor infundió nuevos ánimos a la generosa doncella. Y si antes estaba dispuesta a esperar serenamente las dificultades, sentíase ahora con alientos como para salir en busca del martirio. Ya no pensaba en los tres jueces de que le hablara el ángel, sino en la dicha de padecer y morir por su Dios a quien sin tardar quería sacrificar la vida.
  • 211. COMIENZO DE UN LARGO MARTIRIO In d ig n a d a Cristina al ver a su alrededor las estatuas de los ídolos, rom­pió al atardecer todas las que pudo, e hizo distribuir los fragmentos de metal precioso entre los cristianos pobres e indigentes. Algunos días después volvió Urbano a entrevistarse con su hija. Su furor se desbordó al saber lo que Cristina había hecho, y trocando en rabia el amor paternal, asió a la virgen niña por los cabellos, la arrastró por el suelo sin piedad, y a grandes golpes y bofetadas trató de vencer su firmeza. Fue en vano aquella crueldad del inicuo padre. Llama inmediatamente a los verdugos y les manda que desnuden y azoten con varas a la inocente víctima. Desgarraron luego su cuerpo en­sangrentado, con peines y garfios acerados, hasta hacer saltar su carne a pedazos; pero Cristina, invencible en la fe, tiene aún valor para decir al magistrado: «Ved que los que me azotan están ya rendidos; vuestros dioses no pueden ni siquiera darles fuerzas». Urbano, avergonzado de verse vencido por su hija, le hace arrojar en el calabozo y se vuelve con­fuso a su casa. La madre de Cristina, informada de cuanto había pasado, fue adonde estaba la niña y le dijo: «Hija mía, ten piedad de tu madre, y no la hagas morir de pena; tú eres mi hija única y todo lo que tengo es tuyo». Pero ni las lágrimas ni las súplicas pudieron vencer la constancia de la joven mártir. Cristina amaba tiernamente a su madre, pero sabía muy bien que es preciso amar a Jesucristo con amor infinitamente más grande y que debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Llamóla Urbano nuevamente a su tribunal para decirle: —Cristina, adora a los ídolos, de lo contrario, no te llamaré hija mía. —Soy hija de Dios —replicó la cristiana doncella—. De Él he recibido el alma y la vida, a ti sólo te debo el cuerpo. El gobernador no pudo ya contener su indignación. Llamó a los ver­dugos y les ordenó que de nuevo azotasen con varas a su hija. Los miem­bros, todavía magullados por las flagelaciones precedentes, desgárranse con el furor de los golpes. Su cuerpo queda hecho una llaga, y su sangre inocente brota abundante de sus venas. Sostenida por una fuerza divina, la heroica joven sonríe en medio de tan atroces suplicios. Inclínase con calma, recoge sin inmutarse un trozo de carne ensangrentada que acaba de caer a tierra, y se lo enseña a su padre desnaturalizado. Mas no por esto se conmueve el inicuo juez; tal vez teme el muy ruin perder el pues­to y la magistratura si perdona a una cristiana. Quiere, pues, terminar por un suplicio digno de su propia vileza. Manda tender en el suelo gran can-
  • 212. El prefecto Urbano procura con fuerzas y mañas que su hija Cristina sacrifique a los ídolos. Irritado luego por su resistencia, se desnuda de su afecto de padre y, vistiéndose del de verdugo, le da grandes bo­fetadas, la golpea y la hace asaetear, con lo que recibe ¡a Santa martirio glorioso.
  • 213. tidad de carbones encendidos con aceite y pez, y atando la niña a una rueda de hierro, le hace dar vueltas en el aire, para atormentarla lenta­mente en la fragua de la tribulación y del tormento hasta ver de rendirla. —Señor, Dios mío, —exclamó Cristina a la vista de las llamas— no me abandonéis en este nuevo combate; miradme propicio y que vuestros santos ángeles apaguen este fuego a fin de que no reciba herida alguna. Conforme a su súplica el fuego respetó sus doloridos miembros, y las llamas, volviéndose hacia los espectadores, consumieron a algunos, según consta en las Actas. Como Urbano le preguntase de dónde lo venía aquel extraordinario socorro, respondió la virgen mártir: —De Jesucristo me viene este auxilio, Él me ha enseñado a sufrir; Él, que es luz de los ciegos y vida de los muertos. En su nombre triunfo de tus esfuerzos y de tu poder, que es poder de Satanás. Rugió de ira Urbano al oír esta respuesta, y mandó que Cristina fuese llevada al calabozo y que en él se la abandonase. Dios se encargó de consolar a su fiel sierva, enviándole tres ángeles que le curaron las llagas, alimentaron su cuerpo, confortaron su ánimo y la prepararon para seguir en su lucha hasta coronarla con nuevos triunfos. NUEVOS TRIUNFOS DE CRISTINA Du r a n t e la noche, cinco hombres, enviados secretamente por el prefec­to, se apoderaron de la mártir y atándole una piedra al cuello la pre­cipitaron en un lago. Pero, ¡oh maravilla!, Cristina quedó a flote sobre las aguas por las que avanzaba tranquilamente hacia la orilla. Una her­mosa corona circundaba su frente; llevaba una estola de púrpura al cuello y delante de ella |ab rían paso los ángeles del Señor. Al verla sana y salva, su padre, ciego de cólera, ordenó que fuera nue­vamente encarcelada, pero mientras la conducían a la prisión, el cruel y desnaturalizado padre cayó mortalmente herido por la justicia divina y poco después expiró en medio de horribles dolores que nadie supo aliviar. A Urbano sucedió Dión, pagano y perseguidor de los cristianos. Ente­rado Dión de los procedimientos seguidos hasta entonces con la prisione­ra hízola comparecer en su presencia y probó de intimidarla nuevamente. —Cristina —le dijo—, tú eres de familia noble, ¿qué error te ciega, pues, y te lleva a abandonar a nuestros benévolos dioses, para adorar a un Dios crucificado? Ofréceles sacrificios, de otro modo me veré obligado a entregarte a suplicios, de los que tu Dios no podrá librarte. —Espíritu malvado —respondió ella con energía—. Has de saber que Cristo, a quien tú desprecias, me librará de tus manos.
  • 214. Sonrió el juez ante aquel desafío, y mandó sumergirla en una caldera de aceite hirviendo mezclado con pez, pero Dios velaba por su fidelísima sierva; hizo ella la señal de la cruz y, ante el pasmo y confusión de sus verdugos, mantúvose sin daño ni molestia en medio de aquel baño mortal. —A los dioses debes esta defensa —le dijo Dión— ; sin duda quieren salvarte la vida porque te guardan para grandes cosas. —Te equivocas —replicó Cristina—, a solo Cristo, mi Dios, se la debo; a Cristo que te sepultará en los infiernos si continúas persiguién­dole en la persona de los cristianos como has hecho hasta ahora. Rabioso ya el pagano juez, ordena que le corten los cabellos y le des­trocen los vestidos, y que la expongan así desnuda a las burlas e insultos del populacho. Mas el pueblo, que estaba admirado del heroísmo de la intrépida jovencita, clamó contra aquella orden inhumana; sobre todo, las mujeres manifestaron ostensiblemente su indignación. Cristina dio gracias al Señor y rogó a su Divino Esposo, que continuara auxiliándola en los combates y a despecho de las industrias de aquellos sus enemigos. DIÓN Y SUS FALSOS DIOSES.— EL FUEGO DOMINADO. RESURRECCIÓN DE UN HECHICERO Algún tiempo después, Dión hizo conducir a Cristina al templo de Apolo. Apenas la virgen hubo franqueado el umbral, cuando la es­tatua del ídolo se desplomó de su pedestal haciéndose añicos. Llenos de estupor ante este milagro, muchos paganos creyeron en el verdadero Dios. Dión huyó espantado, y ya meditaba el modo de vengarse de aquella derro­ta, cuando, herido súbitamente por la ira de Dios, cayó por tierra dando es­pantosos gritos. Poco después, murió, como Urbano, entre atroces dolores. Le sucedió en la magistratura Juliano, hombre más feroz, si cabe, que los anteriores. Había leído las actas del proceso de la joven mártir, y, deseoso de conocer a esta niña extraordinaria, hízola comparecer en su presencia, seguro de que él conseguiría lo que no pudieron los otros. —Hechicera —le dijo—, adora a los dioses o te haré morir. —¿Tú también —respondió Cristina— tratas de amedrentarme? ¿No comprendes que tus palabras no podrán jamás hacerme perder la fe? —Pues bien, si así es, que enciendan un horno y que la arrojen en él —dijo Juliano— ; de esa manera resolveremos el asunto. Sus órdenes fueron ejecutadas al pie de la letra, y la pobre doncella que ya tantos duelos había probado, fue precipitada en el horno ardiente. Un ángel descendió del cielo, tomó de la mano a Cristina y cantaba con ella las glorias del Señor.
  • 215. Al oír los soldados aquellos cantos impregnados de celestiales armo­nías, corrieron a dar la nueva al prefecto. Éste hizo abrir el homo, y ante el estupor de sus verdugos, salió Cristina llena de vida y de fuerzas, des­pués de haber permanecido cinco días en el fuego abrasador. No sabía Juliano cómo terminar con esta joven cristiana, victoriosa de tantos suplicios, y el demonio le sugirió una idea, hija legítima de su maldad. Decidido a ponerla en ejecución inmediata, mandó llamar a los soldados: «Haced venir a un hechicero para que arroje en el calabozo de esta joven impía, serpientes y víboras». Hizo el mago lo que se le había ordenado Excitó cuanto pudo con sus encantamientos a los reptiles, mas éstos se llegaron a la mártir sin hacerle daño alguno; volviéronse luego y acometieron al hechicero cau­sándole mordeduras mortales. Cristina se puso entonces de rodillas en fervorosa oración, y dijo después a las serpientes. «En nombre de mi Señor Jesucristo, marchaos lejos de aquí y no hagáis daño a nadie». Luego rogó por el desgraciado hechicero, víctima indirecta del per­seguidor Juliano. Oída su oración, el mago recobró al instante la vida y las fuerzas, reconoció el poder del Dios de los cristianos y le dio gracias. Los espectadores quedaron atónicos a la vista de tales portentos- el magistrado, en cambio, cegado por su odio a la religión cristiana, atribu­yólo todo a maleficios de Cristina, y volvió a exigirle que sacrificara a los dioses del imperio. Como la virgen cristiana se negara rotundamente, mandó que el verdugo le hiciera en el pecho varios cortes profundos y dolorosísimos. LOS ÜLT1MOS TORMENTOS Viend o Juliano que ningún suplicio era bastante para quitar la vida a la invencible doncella, la hizo poner de nuevo en la cárcel. Allí convirtió Cristina a varias mujeres que fueron a visitarla. Poco tiempo después, Juliano la hizo comparecer en su presencia y le dijo: —Cristina, vas a morir inmediatamente si no sacrificas a los dioses. —Es inútil que insistas: Jamás lograrás hacer que reniegue de mi fe. —Verdugos, cortadle la lengua —rugió el tirano. Al oír Cristina esa cruel orden, levantó sus ojos al cielo y suplicó: —Señor, mira a tu humilde sierva y acógela ya en tu divino seno. Oyóse, entonces, como una voz sobrenatural que dijo: —Cristina, sierva buena y fiel, merecedora del reposo eterno, ven a recibir la recompensa que has conquistado por la heroica confesión de tu fe.
  • 216. Cortáronle la lengua y, finalmente, fue atada a un gran tronco de árbol y asaeteada hasta que Dios recibió en sus manos aquella alma pura de tantos modos afligida y tan gloriosamente triunfante de los enemigos. Sucedió esto, según los Martirologios más antiguos, el 24 de julio. El año del martirio es desconocido. Algunos relatos indican como fecha probable los principios del siglo iv, durante la persecución de Diocleciano. CULTO Y RELIQUIAS Los preciosos restos de Santa Cristina, recogidos por un pariente suyo, fueron llevados poco después de su martirio a la ciudad de Palermo, en donde se los tuvo en gran veneración. Su tumba exhalaba suaves per­fumes y fluía de ella un aceite milagroso. Créese que la condesa Matilde —en el siglo xi— logró que fueran devueltos a Bolsena y depositados en un hipogeo próximo a dicha ciudad. Sin embargo, lo cierto es que gran parte de las reliquias fueron ro­badas. La tumba de la mártir fue descubierta en 1880; el sarcófago había sido ro to ; en su interior se halló un vaso funerario de mármol, parecido a un cofre, con una inscripción abreviada que permitió no obstante iden­tificar su contenido. La inscripción parece ser del siglo vm. El Martirologio romano recuerda el día 24 de julio, los diversos su­plicios que la virgen Cristina tuvo que sufrir en Tur o Tiro, en Toscana. El mismo día se hace conmemoración de la Santa en el Breviario romano. La iconografía representa ordinariamente a Santa Cristina con una ser­piente o unas flechas en la mano, a veces aparecen junto a su imagen ídolos que caen hechos pedazos. También se la figura andando sobre las aguas acompañada de ángeles, o con una gran piedra al cuello y a punto de ser arrojada a un lago, otros la representan sosteniendo una rueda. S A N T O R A L Santos Francisco Solano, franciscano, apóstol de los indios; Dictino, obispo de Astorga, Valeriano de Niza, y Declano, en Irlanda; Víctor, Antinógenes y Estercacio, hermanos, mártires en Mérida; Ursicino, obispo de Sens, y Pavacio, de Mans; Vicente, mártir en Roma; Meneo y Capitón; Román y David, mártires, patronos de Moscú. Beatos Antonio Turriano. agus­tino; Bartolomé, carmelita, muerto por los turcos en Argel. Santas Cris­tina, virgen y mártir; Sigulena, abadesa; Aquilina y Niceta, convertidas por San Cristóbal, mártires; Cristina la Admirable, virgen, en Lieja. Beata Luisa de Saboya, viuda y monja.
  • 217. Pilar angélico Esforzado apóstol y glorioso mártir D ÍA 25 D E JUL IO SANTIAGO EL MAYOR APÓSTOL, PATRÓN DE ESPAÑA (siglo i) Al gloriosísimo apóstol Santiago el Mayor eligió Dios para alumbrar los reinos de España con los primeros resplandores de la luz evangélica y sembrar en ellos la semilla del cielo. Grande gloria suya es haber sido el primero de los doce Apóstoles que triunfó de la muerte dando la vida por Cristo y sellando así con su sangre la doctrina que predicaba. No se apagó con su muerte, el amor y cariño grandes que Santiago tuvo a sus hijos de España, antes puede afirmarse que desde el cielo se ha complacido en manifestarles este amor de modo singula­rísimo, y en forma tal, que no consta lo haya hecho otro ninguno de los Doce con las tierras que evangelizaron, porque verdad histórica es que este intrépido Apóstol, a manera de capitán y montando blanco caballo, no una sino muchas veces ha peleado delante de los bizarros soldados españoles, para defenderlos y ampararlos, y para con ellos atacar, vencer y desbaratar a los poderosos ejércitos enemigos de su amada España. El apóstol Santiago, cuya fiesta celebra la Iglesia a 25 de julio, era hermano mayor de San Juan Evangelista. Su padre se llamaba Zebedeo y vivía a orillas del lago de Genesaret, el Evangelio nos lo presenta por primera vez ocupado con sus dos hijos en los trabajos de la pesca.
  • 218. María Salomé, su madre, estaba emparentada con la Virgen María! Algunos han llegado a decir que era su hermana; lo cual no es cierto; ya que María Santísima fue hija única. No cabe duda sin embargo de que la familia de Santiago estaba unida a la de Jesús por los lazos de la sangre, y que este santo apóstol era pariente cercano del Salvador en cuanto a la carne. Por causa de este parentesco, llama el Evangelio re­petidas veces a los hijos de Zebedeo «hermanos del Señor», frase que designaba entonces a los que eran meramente primos. La Iglesia le llama el Mayor para distinguirlo de Santiago el Menor hijo de Alfeo; y quizá también para señalar alguna excelencia y superio­ridad de nuestro Santo respecto de su homónimo, puesto que el mismo Salvador se dignó darles a él y a su hermano Juan mayor honra distin­guiéndolos de muy especial manera en varias circunstancias de su vida terrenal. LA VOCACIÓN Re f ie r e el evangelista San Marcos, que andando el Señor por la ri­bera del mar de Galilea, vio a los dos hermanos, Santiago y Juan, que estaban en un navio con su padre, reparando las redes. A veces Jesús adelántase a sus discípulos sin aguardar a que le busquen, y así lo hizo con Santiago y Juan, porque Él mismo, de por Sí, los llamó para que le siguiesen y fuesen sus discípulos. Ellos se mostraron tan obedientes al divino llamamiento, que luego dieron de mano a todo, a su padre, a las redes, barca y ejercicio en que estaban ocupados, para ir en pos del Salvador. Y ¿cómo obrar de otro modo cuando es Dios mismo quien llama? Con todo eso, tanto las redes del mundo como los oficios u ocu­paciones son muy de temer al tratarse de seguir la divina invitación, y, a veces más que nada, es temible la oposición de los propios padres y parientes. Zebedeo, en cambio, dejó que se fuesen sus hijos, y se quedó solo en la tarea. Algo debió costarle tamaño sacrificio; pero Jesús dispone de las almas como dueño soberano que es de ellas, y por eso, los lazos de carne y sangre, las ternezas y arrullos humanos han de romperse y des­oírse para atender sólo la divina vocación, que, en último término, orienta y define nuestra vida según la dirección que ha de llevarla a su plenitud como valor espiritual. Santiago y Juan, no bien oyeron la voz de Jesús, comprendieron que sólo tras Él marcharían por buen camino, y sin pararse a filosofar sobre vanas teorías o humanas conveniencias, respon­diéronle pronta y espontáneamente con el «Aquí estamos, Señor, a lo que mandes».
  • 219. LOS HIJOS DEL TRUENO El Señor mudó el nombre a los dos nuevos apóstoles; llamólos Boaner-ges, que quiere decir a hijos del trueno». Esta mudanza es digna de consideración, porque de todos los Apóstoles, trocó Jesús el nombre a sólo San Pedro, que había de ser cabeza de la Iglesia y piedra fundamental sobre la que se había de edificar, y a estos dos hermanos cuya sonora voz había de conmover al mundo y convertirlo. Este sobrenombre no sustituyó al que tenían, como sucedió con Simón; sirvió sólo para designar el fogoso natural de Santiago y Juan, cuyos arrebatos tuvo que corregir el Salvador alguna que otra vez, según consta en el sagrado Evangelio. Cierto día —dice San Lucas— subía Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua. Estando ya cerca de la ciudad de Samaría, envió delante algunos discípulos para que preparasen lo que había de comer. Los samaritanos no quisieron recibirlos. Santiago y Juan sintieron en el alma la injuria inferida a su divino Maestro. Movidos de celo y deseosos de vengarla, hu­bieran querido que las iras del cielo destruyesen al punto aquella ciudad. «Señor, dijeron a Jesús, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo y que abrase a toda esa gente? » Estaba fuera del plan redentor aquella dureza, y sólo les contestó: No sabéis de qué espíritu sois». Esa natural fogosidad de Santiago y Juan se ordenó merced al im­pulso de las divinas inspiraciones, pero hasta su muerte justificó el sobre­nombre de Boanerges. El Apocalipsis de San Juan, escrito entre relámpa­gos y truenos, es buena prueba de ello: las sangrientas ejecuciones de los santos ángeles y las copas de oro llenas de implacable cólera amedrentran el ánimo. Y por lo que a Santiago se refiere, España le venera como a es­forzado e invicto capitán que siempre defendió a sus amados españoles, dándoles al mismo tiempo ejemplo de intrépido valor y arriesgado empuje. INTIMIDAD CON JESÚS La familiaridad del Señor y el señalado cariño que mostraba a los dos hermanos, fueron sin duda gran parte para moverlos a esperar lugar más notable entre los Apóstoles. Y tomaron a su madre por mediadora para que hiciese al Salvador la atrevida petición. María Salomé acer­cóse al Señor muy confiada, por ser un deudo y estar quizá acostumbrada a que le otorgase cuanto pedía, y solicitó de Jesús nada menos que los dos preeminentes lugares de su reino: «Manda que mis dos hijos se
  • 220. sienten uno a tu diestra y el otro a tu siniestra. No me lo puedes negar. Casi te obligan a ello el ser pariente nuestro y el amarles a ellos dos con singular amor.® Pidió sin duda esta merced, ya por creer que Jesús había de llegar a ser rey temporal y tener cabe sí algunos ministros y personas de alta dignidad para su servicio, ya por pretender que en el reino de los cielos fuesen sus dos hijos aventajados sobre todos los Santos. Sabía bien el Divino Salvador que Santiago y Juan hablaban por boca de su madre. Por eso contestó: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis acaso beber mi cáliz? Habláis de gloria y no pensáis en lo que ha de prece­derla. El modo de alcanzar lo que deseáis no es acertado, pues queréis el triunfo antes de haber peleado y vencido, y pretendéis alcanzar por favor lo que no se da sino por merecimiento. Además, si pedís dignidad tem­poral, sabed que mi reino no es de este mundo, y si queréis la del cielo, menester será que la ganéis con padecimientos y quizá por la muerte.» Pero a ellos nada los arredra. Son ambiciosos, es verdad, pero también animosos y esforzados. Espontáneamente contestan: «Sí; podemos.» No obstante de esto, Jesús no les da lo que desean, porque ve que los mueve más la gloria propia que la divina. Bien sabe Él cuánto tendrán que padecer ambos; por eso les dice: «En verdad beberéis el cáliz que yo beberé.» Pero por lo que toca a la dignidad y preeminencia, remítelos a los eternos juicios de su Padre celestial, diciéndoles: «En cuanto a sentaros a mis diestra y siniestra, no me toca a mí el dároslo; eso será para aquellos a quienes mi Padre lo ha destinado». Los demás Apóstoles, que tenían el corazón lleno de idénticos deseos, se indignaron contra Santiago y Juan, al oírles pedir los primeros lugares. Faltábales luz para conocerse y corregirse, si bien la tenían sobrada para amonestar a sus compañeros más atrevidos que ellos. No tardó en sor­prenderles el Divino Maestro cuando disputaban entre sí sobre «quién de ellos tendría el primer lugar». El Señor les dijo: «Quien quisiere hacerse mayor entre vosotros, ha de ser vuestro criado, y quien quisiere ser el primero, debe hacerse siervo de todos. Porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por la redención de muchos». Lección que pone a la caridad como pórtico para la gloria. Estas ambiciones y defectos de los Apóstoles fueron desapareciendo poco a poco; la mudanza se obró en ellos merced a las enseñanzas y ejemplos del Señor, y a la efusión de los dones del Espíritu Santo. De donde podemos colegir que si bien Dios no exige que seamos perfectos desde los principios, quiere que paso a paso adelantemos en la virtud. En varias circunstancias de su vida pública dio a entender el Divino Salvador, que después de Pedro, eran Santiago y Juan sus más íntimos amigos. Cuando resucitó a la hija de Jairo, jefe de la sinagoga, quiso el
  • 221. No una, sino muchas veces se ha visto al apóstol Santiago, caballero en blanco corcel, ir delante de los ejércitos cristianos, como inven­cible capitán protector y amparo de España, haciendo gran riza y estrago entre los enemigos grandes y poderosos.
  • 222. Señor que solamente esos tres apóstoles fuesen testigos de su divino poder. Cuando se transfiguró en el monte Tabor. sólo Pedro, Santiago y Juan tuvieron el privilegio y la dicha de contemplar la gloria del Redentor. Finalmente, cuando llegada la víspera de su muerte se retiró Jesús al huerto de Getsemaní para orar a su eterno Padre y padecer las angustias de su agonía, sólo llevó consigo a los tres predilectos, para que sólo ellos fuesen confidentes de sus mortales aflicciones y testigos de sus misteriosos desmayos. SANTIAGO, EN ESPAÑA Ca r e c em o s de testimonios positivos sobre el apostolado de Santiago el Mayor. Lo único cierto es que fue relativamente breve, pues San­tiago, primer apóstol mártir, fue degollado en Jerusalén tan sólo trece años después de la muerte del Divino Maestro. Es tradición universal, recibida y asentada de todas las iglesias de España, que este glorioso apóstol vino a evangelizar la Península, des­pués de predicar en Jerusalén. El fruto no fue al principio muy copioso, no obstante su ardiente celo, pues el «hijo del trueno» sólo convirtió nueve españoles a la fe cristiana. Fueron éstos Torcuato, Esiquio, Eufrasio, Cecilio, Segundo, Indalecio, Tesifonte, Atanasio y Teodoro. Motivo es esto de consuelo para los predicadores que logran poco fruto con sus ser­mones. Así puede a veces probar el Señor la fe y valor de sus ministros. Siembren ellos y no desmayen, otros recogerán los frutos. El Señor tenía reservado a su amado apóstol Santiago un dulcísimo consuelo. Aún vivía por entonces la Madre del Salvador, y residía en Jerusalén, en casa de su hijo adoptivo San Juan, hermano de Santiago. Jesús la dejaba aún en el mundo, para que fuese guía y sostén de la naciente Iglesia. Llegado el apóstol Santiago a Zaragoza, salió una noche con sus dis­cípulos a orillas del río Ebro para orar. Estando allí, oyó de pronto en el aire un suave concierto de voces que cantaban. Era un cortejo de innume­rables ángeles que acompañaban a su gloriosa Reina. Traían una columna o pilar de jaspe, sobre la que se tenía en pie Nuestra Señora. Venía la Divina Madre a retemplar los ánimos del discípulo. Conocióla al punto el santo Apóstol, y lleno de alegría postróse para reverenciarla. Díjole entonces la Virgen María «Santiago, hijo mío, quiere el Señor que le labres en este lugar un templo que lleve mi nombre. Yo sé que España ha de ser muy devota mía y me amará con fervor. Desde ahora seré su especial protectora y abogada». El santo apóstol hizo con gran diligencia lo que del cielo le había sido mandado, y edificó la santa capilla de Nuestra Señora del Pilar, así llama­
  • 223. da por haber quedado en ella la columna de jaspe sobre la cual apareció la Virgen. Concluida la obra del Templo, Santiago puso sobre el mismo pilar una estatua de la Virgen María. Andando los años, la primitiva iglesia fue reemplazada por una suntuosísima basílica. La Virgen del Pilar no ha cesado de derramar bendiciones sobre sus hijos los españoles. En su profunda fe, inconmovible como una roca, halló siempre el indómito y noble pueblo español la audacia y firmeza que lo empujaron a sus gloriosos destinos; audacia y firmeza que hacen de cada hombre un héroe. Zarago­za debe a su Virgen del Pilar los gloriosos timbres que la ennoblecen. MARTIRIO DE SANTIAGO No se sabe el tiempo que estuvo en España el santo Apóstol. Lo cierto es que se hallaba de vuelta en Jerusalén el año 42, a poco de haber restaurado Agripa el reino de su abuelo Herodes el Grande. Las adulacio­nes y cortesanías con que Agripa consiguiera adueñarse del ánimo de los emperadores Calígula y Claudio, le habían logrado aquel favor. El día 24 de enero del año 41, el tribuno Quereas asesinó a Calígula, patrocinador de Agripa. Éste, que se hallaba entonces en Roma, intervino para que el Senado nombrase emperador a Claudio, tío del difunto. En agradecimiento, dilató el nuevo soberano las posesiones de Agripa, aña­diendo la Samaría y la Judea a las tres tetrarquías ya gobernadas por él. El reino del primer Herodes fue, así, restablecido por su nieto, con Jeru­salén por capital. La conducta del abuelo encontró un digno seguidor. Al mismo tiempo que instauraba teatros, circos y luchas de gladiadores en las principales ciudades del reino, hacía Agripa gran alarde de celo por la religión mosaica, para encubrir con capa de afectado judaismo su origen idumeo. Cumplía puntualmente la ley, ofrecía víctimas sin número y era muy asiduo a las solemnidades judías. Ofrendó al Templo una ca­dena de oro que le había regalado Calígula, y cuyo peso equivalía al de otra de hierro que llevó en Roma en las cárceles de Tiberio. Este aparente resurgir del reino de Palestina, esta solemnidad extra­ordinaria con que Agripa realzaba las ceremonias rituales, halagaba so­bremanera el orgullo nacional de los judíos. Pensó Herodes que para ganar su estimación era lo más a propósito perseguir a los cristianos, y así dicen los «Hechos de los Apóstoles» en su duodécimo capítulo. «Por este tiempo —año 42—, el rey Herodes se puso a perseguir a algunos de la Iglesia. Primeramente hizo degollar a Santiago, hermano de Juan. Después, viendo que esto complacía a los judíos, determinó prender también a Pedro... con el designio de presentarle al pueblo pasada la Pascua.
  • 224. A San Pedro le puso milagrosamente en libertad el ángel del Señor, pero Santiago, degollado por orden de su perseguidor, tuvo así la honra de ser el primero de los Apóstoles que dio su vida por Cristo. Sin duda que los judíos hicieron blanco de sus odios a este ahijó del trueno» por el ardiente celo con que predicaba la doctrina del divino Crucificado, Agripa, por su parte, pretendía con aquello ganar popularidad. Al tiempo que le llevaban al suplicio, un paralítico le pidió la salud, y el Apóstol se la dio muy entera en nombre de Jesucristo. El escriba Josías, el que con más ímpetu y rabia había arremetido al Apóstol y el que primero acudiera a prenderle, al ver el prodigio de la curación del paralítico, se convirtió a la fe, confesó que Cristo era Dios, y pidió perdón al santo Apóstol con gran humildad y arrepentimiento. Santiago le per­donó con ternísimas palabras y le dio el beso de paz. Alteráronse los judíos viendo esto; echaron mano de Josías y le degollaron con el santo Apóstol. El lugar donde fue martirizado Santiago el Mayor se venera todavía en Jerusalén, en la catedral que hoy gobiernan los armenios cismáticos. LA TUMBA DEL APÓSTOL No hay ningún documento de la antigüedad relativo a las sagradas reliquias del apóstol Santiago. Sábese que fueron enterradas en Jerusalén, donde permanecieron poco tiempo. Pero la tradición viva y arraigada en todas las iglesias de España y aun en la cristiandad entera, establece que el precioso tesoro del cuerpo de Santiago se halla en el fa­mosísimo templo de Compostela, de Galicia. En la Edad Media acudían peregrinos de todas las naciones de la cristiandad, para visitar y venerar las reliquias del primer Apóstol mártir. Es tan universal y constante esta tradición, que en balde algunos autores modernos han querido ponerla en tela de juicio. No puede precisarse en qué época fue traído el santo cuerpo a España. Créese que a poco de morir el valeroso Apóstol, tomaron sus discípulos el sagrado cuerpo por haberlo así dispuesto antes su maestro, o por parti­cular revelación de Dios, y le llevaron al puerto de Jo p e; de allí, ponién­dole en un navio, navegaron por el Mediterráneo, y pasado el estrecho de Gibraltar, entraron por el Atlántico hasta la costa de Galicia. Desem­barcaron el santo cuerpo en la ciudad de Iria Flavia que ahora se llama Padrón, donde estuvo muchos años secreto y escondido. El Señor lo reveló y descubrió a principios del siglo ix, reinando en Asturias don Alfonso II el Casto, el cual lo mandó trasladar a Compostela, donde continúa siendo reverenciado. De esta traslación se hace memoria a los 30 de diciembre.
  • 225. Los Papas otorgaron grandes mercedes y privilegios al santuario de Santiago de Compostela, que fue uno de los principales lugares de pere­grinación en la Iglesia universal. Hasta hace poco tiempo, sólo el Sumo Pontífice podía dispensar del voto de ir en romería a Compostela. En los siglos de fe viva y pujante, solían los peregrinos de las regiones del norte de Europa empezar las grandes romerías con una visita al santuario de San Miguel del Monte (Francia), donde el peregrino se proveía de conchas. De allí pasaba a Compostela, luego a Roma, y, finalmente a Jerusalén. Ese interminable peregrinar de los romeros semejábase a la larga cinta de estrellas que parece dividir el cielo cual si fuese un camino sin fin lleno de luirinosos viandantes. Por eso quizá las devotas gentes de aquellos siglos de fe, llamaron a la Vía Láctea «Camino de Santiago». SANTIAGO, CAUDILLO DE ESPAÑA Siem p r e se ha mostrado Santiago defensor celoso de la fe cristiana y de la independencia española. Muchas veces le vieron nuestros sol­dados pelear contra los enemigos y hacer gran estrago entre ellos. Sucedió esto por vez primera el año 859, en tiempo del rey don Ordoño I, en la batalla de Albelda. Estando en guerra con el renegado Muza de Tudela, retiróse al cerro de Clavijo, y allí encomendóse al santo Apóstol. Entrada la noche se le apareció Santiago y le dijo: «Manda que tu gente con­fiese y comulgue mañana, y luego acomete al enemigo invocando el nom­bre de Dios y el mío. Yo iré delante de tu ejército sobre un caballo blanco, con un estandarte blanco en la mano y los moros quedarán des­hechos. » Así se hizo, y en aquella batalla Albelda fue tomada y destruida. Los cristianos ocuparon, además, sus reales y ganaron la ciudad de Ca­lahorra. Desde ese tiempo empezaron los soldados españoles a dar señal para acometer al enemigo con esta invocación a su valeroso caudillo y defensor: ¡Santiago, y cierra, España! S A N T O R A L Santiago el Mayor, Apóstol, Patrón de España; Cristóbal, mártir; Teodomiro, monje, mártir en Córdoba; Magnerico, obispo de Tréveris; Cucufate, mártir en San Cugat (o Cucufate) del Vallés (Barcelona), su fiesta se ce­lebra el día 27; Pablo, mártir en Palestina, durante la persecución de Maximiano Galerio; Florencio y Félix, mártires venerados en Forconio (Italia). Beatos Pedro Moliano y Bautista de Cangiano, franciscanos. Santas Valentina y Tea, vírgenes y mártires; Glosinda, virgen; Olimpíada, noble viuda romana; Jerusalem, mártir, venerada entre los griegos.
  • 226. Precioso relicario de Apt Santurario de Santa Ana en Bretaña D ÍA 2 6 D E J U L I O S A N T A ANA MADRE DE I A SANTISIMA VIRGEN Los escritos más antiguos que nos hablan de Santa Ana, son los Evan­gelios apócrifos, el Evangelio de la Natividad de María y de la infancia del Salvador, y finalmente el Protoevangelio de Santiago. Nos contentaremos con relatar las circunstancias que refieren esos escritos, sin entrar en la crítica de los mismos. Añadamos solamente que la Iglesia admite los tradicionales nombres de Joaquín y de Ana, con los cuales designamos los cristianos a los padres de la Santísima Virgen. JUVENTUD DE SANTA ANA Nació, muy probablemente, en Belén. Descendía por línea materna de la raza sacerdotal de Aarón, pues es creencia común que su padre, Matán, que era sacerdote, pertenecía como San Joaquín a la familia real de David. La bienaventurada niña recibió en su nacimiento el nombre de Ana, que significa gracia o misericordia; nombre muy a propósito para la que
  • 227. estaba destinada a ser madre de aquella a quien el ángel había de llamar «llena de gracia». Ana tuvo dos hermanas • Sobé, casada en Belén, y que fue madre de Santa Isabel y abuela de San Juan Bautista, y María, desposada también en Belén, que fue madre de María Solomé, mujer de Cleofás o Alfeo, hermano de San José. Según costumbre generalizada entre los hebreos, el Evangelio llama hermana de la Santísima Virgen a María Salomé, si bien en realidad era sólo prima hermana. Es creencia general entre los teólogos que Nuestro Señor otorgó a Santa Ana el mismo favor que a Jeremías, a Juan Bautista y probablemente a San José, es a saber, ser santificada en el seno de su madre. Una singularísima inocencia, acrecentada sin cesar por los más valio­sos tesoros espirituales, fue patrimonio de su santa vida. Se cree piadosa­mente que a los cinco años fue conducida al templo y que moró en él doce años, consagrada al divino servicio y al ejercicio de la propia san­tificación. SANTA ANA Y SAN JOAQUÍN El Señor, que preparaba a María una madre conforme a su dignidad, escogió igualmente al varón dichoso que había de ser su padre. «Señor —dice la Santa Iglesia en sus oraciones—, Vos que entre todos los Santos habéis escogido al bienaventurado Joaquín, para ser padre de la Madre de vuestro amado Hijo, etc.»». Era Joaquín natural de Galilea, de la casa y familia de David. El fue —dice San Juan Damasceno— el que mereció recibir en matrimonio a Ana, mujer escogida por Dios y adornada de las más excelsas virtudes, cuando apenas contaba veinticuatro años. El afortunado hijo de David vivió con su esposa en Nazaret, en aquella misma casa donde tiempo adelante debía obrarse el gran misterio de la Encarnación del Verbo el día de la Anunciación. «Dios, cuya mirada abarca el presente, el pasado y el porvenir —dice Santa Brígida— no halló quienes más digna y santamente merecieran ser padre de la Virgen María»." Eran ambos justos a los ojos de Dios —dice San Lucas hablando de los padres de San Juan Bautista—, guardando como guardaban todos los mandamientos y leyes del Señor irreprensiblemente. ¿Podían ser de otra manera los padres de la augusta Madre de Jesucristo, Hijo de Dios? San Jerónimo afirma que hacían tres partes de su bienes la primera, desti­nábanla al templo de Jerusalén, la segunda la distribuían entre los pobres, y con la tercera atendían a las necesidades de la casa. La más exigente caridad no hubiera podido adminístralos mejor.
  • 228. ESTERILIDAD MISTERIOSA De este modo vivió el santo matrimonio durante largos años sin que la menor sombra alterase la serenidad de aquel cielo doméstico en el que reinaban, con absoluto imperio, la paz espiritual, el amor honesto y desinteresado, y la pureza de costumbres. Un solo sentimiento, nacido de las preocupaciones de la sociedad mo­saica más que del propio deseo, empañaba a veces la felicidad de aquel hogar, y traía al ánimo de Santa Ana motivos de resignada tristeza. La esterilidad privaba a estos esposos de la alegría más dulce que podía de­sear un matrimonio en Israel: la esperanza de ser los ascendientes del Me­sías, o al menos de poder presenciar en su posteridad los días del Salvador. «Dichoso seré —exclamaba el viejo Tobías moribundo— si queda algún descendiente de mi linaje para ver la claridad de Jerusalén.» Por esto la esterilidad era considerada entre los judíos como una especie de oprobio y como una maldición de Dios. El dolor de Ana y Joaquín no era debido a aquella aparente humilla­ción que recaía sobre ellos, pues la sobrellevaban con resignada paciencia, y con sumisión a la voluntad de Dios, sino más bien a la consideración de la venida del Mesías, tanto más que los tiempos prescritos para la realización del augusto misterio estaban ya próximos, y el Salvador, según las profecías, había de nacer precisamente de la familia de David. Es que —como nos dicen los Padres de la Iglesia— la esterilidad de Ana obedecía a motivos sobrenaturales y misteriosos. Ana era figura del mundo, estéril hasta entonces, pero muy pronto y para la salvación del gé­nero humano iba a producir milagroso fruto, según la expresión del profeta. Por otra parte, nada de lo acaecido en la tierra desde el principio del mundo podía compararse con la maravilla que Dios iba a realizar con el nacimiento de María. Este prodigio de prodigios, este abismo de milagros, como lo llama San Juan Damasceno, sólo podía comenzar por un milagro. Esta Virgen, cuya maternidad será tan admirable, debía nacer de modo admirable también. Además, María debía ser hija de la gracia más que de la carne y de la sangre, debía venir del cielo más que de la tierra, y sólo Dios podía dar al mundo un fruto tan celestial y divino. Tesoro tan inesíimabe reservado por divino beneplácito a San Joaquín y a Santa Ana hizo que el Cielo les prodigara de antemano bendiciones y gracias sin cuento. Pero quiso dejarles el honor de pagar, en cierto modo, el precio de tan gran distinción, con años de oraciones, promesas, ayunos, limosnas y con la práctica de virtudes admirables.
  • 229. A todo esto juntaron los dos santos esposos la promesa de consagrar al Señor el ser querido que les concediera. Y aunque pasaban los años y cada día parecía disminuir su esperanza, no cesaban de suplicar y confiar en Aquel que, según la Escritura, de las piedras del desierto puede hacer nacer hijos de Abrahán. Dios iba a premiar aquella confianza con gran esplendidez. VISITA DEL ÁNGEL ELEBRÁBASb una de las fiestas legales más solemnes: la de los Ta­bernáculos; y al igual que la multitud de los jefes de familia que se reunían en el Templo para presentar sus ofrendas, acudieron también Joaquín y Ana a la ciudad santa. Mas, por mucha que fuese la nobleza de su estirpe, los sacerdotes se las rehusaron públicamente. —¿Cómo pueden ser aceptas al Señor —les dijeron— las ofrendas de un matrimono al que Él no se ha dignado hacer fecundo ni concederle lo que concede a tantos otros? ¿Qué crimen oculto le ha irritado contra vuestro hogar para que os haya negado un fruto de bendición? Joaquín no se justificó. Sumisos ambos esposos a la voluntad de Dios que los probaba, aceptaron sin murmurar tan terrible afrenta, y salieron del templo para volverse a Nazaret. Unos días después, fuese Joaquín a una montaña cercana a apacentar sus rebaños, y allí permaneció por espacio de cinco meses, llevando vida de intensa oración y ayuno. Ana, por su parte, rogaba ardientemente al Altísimo que les conce­diera por fin lo que tanto deseaban. Un día en que sentada en su jardín de Nazaret, donde vivía recogida, suplicaba con mayor fervor al Señor, apareciósele el arcángel Gabriel, y le anunció de parte de Dios que sus oraciones habían sido oídas; le predijo el nacimiento de una hija que se llamaría María, objeto de la predilección de Dios y de la veneración de los ángeles. Al mismo tiempo, era comunicada a Joaquín la grata nueva. Pronto comprendió Ana que ella misma era un santuario en donde el Altísimo había realizado el más admirable prodigio que había salido de sus manos y que únicamente la maravilla de la Encarnación había de superar. En su seno acababa de cumplirse la inmaculada concepción de la Virgen María, misterio inefable de amor y de gracia. Después de María, que fue objeto de la inmaculada concepción, no hay nadie más íntimamente unida a este misterio que Santa Ana, lo que nos hace suponer cuál sería su eminente santidad. Rebosaba en Joaquín la felicidad con que el cielo había premiado sus esperanzas, y el altísimo honor que aquella traía aparejada. Tomó, pues, diez corderos y los hizo sacrificar en el Templo en acción de gracias.
  • 230. Cu a n d o la Santísima Virgen tiene tres años, su madre, Santa Ana, cumple la promesa que había hecho de consagrarla al Señor. Ella misma la presenta al templo de Jerusalén, para hacer al Altísimo la ofrenda de más valor que le ha sido deditada desde los comienzos del mundo.
  • 231. SANTA ANA Y MARÍA SANTÍSIMA Cu a n d o se cumplieron sus días, nació de Ana la que había de ser Madre de Dios. Según opinión común, sucedió esto en Jerusalén, en la misma casa en que hoy se levanta majestuosa la basílica de Santa Ana. La alegría de aquel acontecimiento desbordó el alma de los padres. Darás a luz tus hijos con dolor, había dicho el Señor a la primera mujer al arrojarla del paraíso terrenal. Era un castigo del pecado, pero María no tuvo nada común con el pecado, y esta ley no alcanzó a su madre, del mismo modo que no le había alcanzado a ella la ley del pecado ori­ginal. De esa suerte y por modo maravilloso, brilló en el mundo la aurora incomparable del gran día de la Redención. No se olvidó Ana del voto que junto con Joaquín había hecho, y tan pronto como María pudo pasar sin los cuidados maternales, pensaron en consagrarla al Señor que se la había concedido. Conforme a los propios deseos de María, condujéronla al Templo. La santa niña subió las quince gradas del santuario y admitida por los sacer­dotes entre las vírgenes y viudas que vivían a la sombra de la casa de Dios, consagróse de lleno a su santo servicio. Permaneció en el lugar santo, desde los tres años hasta sus desposorios con San José. Tuvo que ser muy doloroso para la santa madre el verse separada de su excelsa Hija; mas ya que no podía habitar bajo el mismo techo que ella, trasladóse desde Belén a Jerusalén, y tomó casa lo más cerca que pudo del Templo. De este modo fuéle posible seguir cuidando de la edu­cación de la Santísima Virgen, a quien veía diariamente, pues Santa Ana habitaba más en el Templo que en su propia casa, desde que su esposo, ya feliz por el cumplimiento de sus esperanzas, muriera dulcemente en sus brazos poco después de la Consagración de su inmaculada Hija al Señor. Cumplida ya su misión en el mundo, pasó Santa Ana el resto de sus días entregada a continua oración y regalando su espíritu con la contem­plación de las perfecciones de la Santísima Virgen. Ignoramos la fecha precisa de su muerte, créese que murió algunos años después de San Joaquín, cuando María estaba aún en el Templo. Suponen algunos que vivió hasta después de regresar la Sagrada Fa­milia de Egigto. Así parece que lo reveló la Santísima Virgen a Santa Brígida. Si tal fue, la bienaventurada madre pudo ser testigo de la divina misión de su Santísima Hija, v pudo con alegría inmensa estrechar contra su corazón a su nietecito amado, al Hijo de Dios, por cuya venida suspira­ba el pueblo elegido, y morir llevando juntamente con las últimas oracio­nes de José y de María las postreras caricias y el último beso de Jesús.
  • 232. SANTA ANA, PATRONA DEL HOGAR DOMÉSTICO Santa Ana ha sido siempre considerada como Patrona del hogar do­méstico, y es piadosa y muy fundada la creencia que la invocación de su nombre convierte en hacendosas a las mujeres un tanto descuidadas, y protege a las trabajadoras hasta el punto de que la eficacia de su inter­cesión en este punto ha dado lugar a la frase llena de sencilla ternura con que se dirigen a ella algunas mujeres que, por necesidad, tienen que abandonar sus casas durante algunas horas. —«Santa Ana —dicen al tiempo de salir—, cuidadme el puchero». Frase es ésta que muy brevemente compendia y resume toda la vida de tan gloriosa Santa, modelo de la mujer honesta y recogida cuya dicha se cifra en servir a Dios desde el lugar de sus deberes, cuidando amoro­samente del hogar y de los hijos, lejos del bullicio del mundo. Dios, su marido y su hija, fueron los objetos en que se concentraron todos los afectos de Santa Ana, sin que fuera de ellos hubiera nada en el mundo que atrajera su atención. Por eso la vemos, cuando la aflicción de su esterilidad dominaba su espíritu, correr al Templo a desahogar su co­razón en el seno amoroso de Dios, en vez de andar de casa en casa como suelen hacer gentes poco discretas que van dando fama a sus desventuras y buscando en charlas inútiles un lenitivo a sus penas. La vemos también, una vez colmados sus deseos maternales, reco­gerse en su casa para dar gracias al Señor y prepararse dignamente a educar a su hija en el santo temor de Dios y en d amor a las virtudes domésticas que tan fielmente practicaba ella misma. Y como la santa humildad ha sido siempre la característica de las almas grandes y de eminente santidad, podremos comprobar cómo después, al paso que se agiganta ante los hombres la figura de su benditísima Hija, cuida ella de pasar como inadvertida y olvidada ante los hombres. Santa Ana crió a la Virgen Santísima a sus pechos, sin confiar a nin­guna otra mujer esta hermosa prerrogativa de la maternidad. En el apa­cible hogar de Belén, los bienaventurados San Joaquín y Santa Ana y la inmaculada Virgen María, constituían, por decirlo así, tres cuerpos y una sola alma, sin que entre aquéllos y su excelsa Hija, hasta que fue ésta con­sagrada a Dios en el Templo, se interpusiera persona alguna. Santa Ana, especialmente, así que la futura Madre de Dios empezó a balbucir las pri­meras palabras, se encargó de enseñarle los mandamientos de la ley divi­na, los salmos y todas las demás oraciones que la ley y la costumbre habían determinado se hicieran aprender a los hijos de los israelitas.
  • 233. EL CULTO DE SANTA ANA El culto de Santa Ana se remonta a los primeros siglos del cristianismo. En aquella época tomó gran incremento, sobre todo en Oriente, en donde los Santos Padres cantaron a porfía las glorias de aquella santísima mujer a quien el Cielo había elegido para ser madre de la Virgen. «Los primeros cristianos —dice San Epifanio— recogieron piadosa­mente sus veneradas reliquias, y las colocaron con gran pompa en la igle­sia llamada de Nuestra Señora, en el valle de Josafat». En 550 el emperador Justiniano, hizo construir en Constantinopla una iglesia en honor de Santa Ana y de San Joaquín, y según la tradición, dos siglos más tarde fue depositado allí el cuerpo de Santa Ana, en 710. La Iglesia griega honra a la Santa el 4 de septiembre; el 9 de diciem­bre celebra su concepción, y el 25 de julio su muerte. En la iglesia, latina, celébrase la fiesta el 26 de julio, fecha en que fueron trasladadas sus reli­quias a Constantinopla. El nombre de Santa Ana consta en el Breviario romano en el año 1550. Su fiesta, suprimida por San Pío V, fue restable­cida por Gregorio XIII en 1584. Gregorio XV, el 24 de abril de 1622, la puso como fiesta de guardar; Clemente XI la elevó a rito doble mayor el 20 de septiembre de 1708, en fin, León XIII, cuyo nombre de pila era Joaquín, estableció, el primero de agosto de 1879, con rito doble de se­gunda clase, las fiestas de San Joaquín y de Santa Ana. La ciudad de Apt, en Provenza, reivindica la gloria de poseer gran parte de las reliquias. La leyenda dice que fueron llevadas a Piovenza por Lázaro, Marta y María Magdalena, y remitidas luego a San Auspicio, obispo de Apt, para sustraerlas a las profanaciones. Pero como la perse­cución llegara a la ciudad de Apt, San Auspicio tuvo la precaución, de abrir una cripta bajo las losas de la catedral, y de ocultar allí el precioso depósito, que de este modo sorteó las incursiones de los bárbaros y de los sarracenos, quedando ignorado durante varios siglos. Se cuenta que Carlomagno, después de una de sus numerosas expedi­ciones contra los sarracenos, se retiró a Apt. Era el día de Pascua del año 792, asistía el monarca a los oficios divinos rodeado de sus caballe­ros y de todo el pueblo. De repente un joven de unos catorce años, ciego y sordomudo de nacimiento, Juan, hijo del barón de Casanueva, del que el emperador era huésped, entró en la iglesia y conducido por mano in­visible avanzó hasta el pie del santuario. Pidió con gestos que levantasen unas losas y cavasen. Quiso el monarca que se le obedeciera y conforme a los deseos del joven levantáronse unas losas y descubrióse la cripta en que yacían las reliquias. El joven, curado repentinamente, exclamó: «Aquí
  • 234. está el cuerpo de Santa Ana, madre de la Santísima Virgen». Y, efectiva mente, a poco de excavar apareció una caja de madera de ciprés, dchajt de la cual se leían estas palabras: «Aquí yace el cuerpo de la bienaventu rada Ana, madre de la Santísima Virgen María». Abierta la caja, putlié ronse contemplar las preciosas reliquias que exhalaban suavísimo perfume Júzguese de la intensa emoción del pueblo testigo de este prodigio es tupendo. El emperador hizo escribir una relación exacta del hecho niara villoso, y la envió al papa Adriano I que la autenticó con su firma y rú brica dando al acontecimiento carácter oficial. Muchos templos se han levantado en honor de Santa Ana en todo e mundo. El culto de la madre de la Santísima Virgen es uno de los má< extendidos; no hay pueblo alguno en el orbe en que no se invoque si santo lumbre con especial veneración. Entre los más célebres santuario; —además del de Apt de Provenza— son notabilísimos el de Santa Ana de Auray, en Bretaña, y el de Beaupré, en el Canadá, al cual acuden cada año 600.000 peregrinos del país y de los Estados Unidos. En España existen igualmente varios templos dedicados a Santa Ana y entre ellos hemos de mencionar el existente en Granada, donde, as como en toda Andalucía, es grande y muy tierna la devoción que se pro­fesa a la Santa. En el templo del Pilar de Zaragoza, se exponen a la ve­neración de los fieles algunas de sus reliquias, encerradas en riquísimo busto de plata. También se le ha dedicado la catedral de Canarias, de donde es Patraña; su fiesta se celebra allí con gran solemnidad. En Bar­celona es muy venerada y hay una hermosa iglesia erigida en su honor Antes de la supresión de las llamadas medias fiestas en España, el día de Santa Ana era de este número; pero en realidad habíalo sido entera hasta fines del siglo xv iii. Hoy son pocas la familias verdaderamente cris­tianas que no siguen en este punto lo antiguamente establecido, ofreciendo a Dios el santo Sacrificio de la Misa por intercesión de nuestra bien­aventurada y consagrándole un piadoso recuerdo este día. S A N T O R A L Santa Ana, madre de la Bienaventurada Virgen María. Santos Pastor, presbí­tero; Sinfronio y compañeros, mártires; Erasto, compañero de San Pablo, obispo y mártir; Valente, Fredeberto y Urso, obispos respectivos de Ve-rona. Agen y Troyes; Monulfo y Gondulfo, obispos de Maestricht; Be­nigno y Lázaro o Caro, solitarios; Simeón, monje y solitario; Jacinto, mártir en Roma. Santas Loe va, virgen; Cristina, hija de un rey inglés, virgen
  • 235. D ÍA 27 D E JUL IO SAN P ANT A L EÓN MÉDICO Y MÁRTIR EN NICOMEDIA ( t 303) El 23 de febrero del año 303, el viejo emperador Diocleciano, cedien­do a las instancias de su copartícipe el césar Galerio, firmó el decre­to de exterminio general de los cristianos. Esto fue el principio de la décima gran persecución, la más violenta y sanguinaria de todas, durante la cual el imperio romano —con excepción de las Galias— se vio anegado en la sangre de los cristianos. La ciudad de Nicomedia, en Asia Menor, residencia de los empera­dores de Oriente, fue testigo del martirio de miles de cristianos que ver­tieron generosamente su sangre por la fe. Entre estos innumerables héroes, fue uno de los principales San Pantaleón, a quien hoy honramos. Nació Pantaleón en Nicomedia en el siglo m. Su padre, senador rico e idólatra, se llamaba Eustorgio. Su madre, Eubula, era fervorosa cristia­na, mas, por su muerte prematura, sólo tuvo tiempo de dar al niño Pan­taleón unas ideas confusas e incompletas de la religión. Después de haberle hecho estudiar las letras, confió Eustorgio la educación de su hijo a Eufrosino, médico primero de Diocleciano. En la escuela de maestro tan eminente, el joven discípulo de Hipócrates, que era muy despierto, hizo tan rápidos progresos, que el mismo emperador pensó en tomarlo
  • 236. como médico propio. A la ciencia de la medicina unía Pantaleón trato afable y modales distinguidos, junto con notable prudencia y honestidad rara entre los paganos. A juzgar por los comienzos preparábasele brillante porvenir, pero Dios reservaba para él una palma mil veces más honrosa que los lauros de la ciencia profana y los aplausos del mundo. En una casa humilde y apartada vivía un santo anciano llamado Her-molao, investido del sacerdocio cristiano. La persecución le había obli­gado a buscar un refugio en aquel lugar ignorado, y sólo salía de él cuan­do el bien del prójimo lo pedía. En cierta ocasión, encontróse Hermolao con el joven Pantaleón que iba a casa de su maestro Eufrosino, y admira­do de su afabilidad y modestia, le invitó a detenerse un instante y solicitó el honor de una amigable entrevista. Consintió muy gustoso el estudiante. Preguntóle t i anciano, quién era y a qué se dedicaba. «Sólo tengo una ambición —le dijo el joven—: llegar a curar todas las enfermedades humanas. Tú ambición es muy digna de alabanza —res­pondió el santo sacerdote—, y yo te deseo mucho acierto en tus nobles propósitos. Pero ten presente, que Esculapio, Hipócrates, Galeno y otros maestros de la medicina, curan sólo los cuerpos y los curan por poco tiempo y aún no siempre. Jesucristo, al contrario, cura los cuerpos y las almas y da la vida eterna. Mientras vivió sanó a cuantos enfermos le pre­sentaron, aunque estuvieran desahuciados por los médicos. Tiene el poder de comunicar ese don a sus discípulos, los cuales en su nombre han dado y dan aún la vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos, el uso de sus miembros a los paralíticos y vida a los muertos. Este lenguaje llenó de admiración al joven médico: «Mi madre era cristiana —dijo—, pero como tuve la desgracia de perderla demasiado pronto, no me fue posible aprender la divina medicina de Cristo; y mi padre, que practica la religión del imperio, me ha dado por maestro al célebre Eufrosino. Aún hablaron un rato sobre asuntos del alma y, Pan­taleón se despidió del venerable anciano prometiendo volver a verle. PANTALEÓN CONVIERTE A SU PADRE Mu y pronto otorgó Dios a su alma recta y sincera, una gracia extra­ordinaria. En una de sus excursiones al campo, halló en el camino el cadáver de un niño muerto y , junto a él, la víbora que le había mor­dido. Lleno de compasión y viendo que la medicina humana no tenía re­cursos para tales males, acordóse de las palabras del sacerdote cristiano, de que el nombre de Cristo bastaba para resucitar a los muertos, y dijo con espíritu de fe digno de un veidadero cristiano: «¡En nombre de
  • 237. Jesucristo vuelve a la vida, y tú, serpiente, recibe el mal que has hecho!». En el mismo punto se levantó el niño con vida y quedó la ví­bora muerta. A la vista de este prodigio, corrió Pantaleón a echarse a los pies de Hermolao, contóle lo acaecido, y, cristiano ya de corazón, solicitó con insistencia el santo bautismo. Hermolao accedió gustoso a sus deseos, pero imponiéndole que completaría antes su instrucción en la fe cristiana, a este fin el anciano ministro del Señor, retúvole consigo siete días, para en­señarle las verdades de la religión. Administróle después el santo bautis­mo, y ambos dieron juntos gracias a Dios por aquel hermoso principio. Volvió Pantaleón a casa de su padre con ardiente deseo de procurar la vida espiritual al que le había dado la temporal, pero juzgó que era necesario proceder con toda prudencia, con miramientos, persuasión y mansedumbre. Mientras tanto, rogaba mucho, y no perdía oportunidad de llamar la atención de su padre sobre la vanidad de los ídolos. Cierto día, llamaron a la puerta de su casa unos hombres que guiaban a un ciego y solicitaban ver al médico Pantaleón. Tratábase de una enfer­medad incurable, pero esto era precisamente lo que esperaba nuestro santo joven para convencer a su padre. Llama, pues a Eustorgio y preséntase con él ante el enfermo. «Vengo a ti —dijo éste— como a mi última y mejor esperanza. Estoy completamente ciego. He consultado a muchos mé­dicos ; he gastado inútilmente gran parte de mi fortuna para pagarlos, y sólo he conseguido perder la poca vista que me quedaba». «Si te devuel­vo la vista —preguntóle Pantaleón—, ¿qué me darás?». «Todos los bienes que me quedan serán tuyos, con tal que yo vea» —respondió el enfermo. «El Padre de las luces te devolverá la vista por mi ministerio —prosiguió el médico cristiano—, y el dinero que me ofreces, lo darás a los pobres». Puso Pantaleón sus manos sobre los ojos del infortunado al tiempo que invocaba el nombre de Jesucristo e inmediatamente abrió el ciego los ojos y recobró la vista. Ante semejante maravilla, Eustorgio y el ciego curado cayeron de rodillas, confesaron la divinidad de Jesucristo, y después de abominar del culto vano de los ídolos, declararon ser cristianos. Eustorgio recogió las estatuas de los ídolos que adornaban su casa, las hizo pedazos y las arrojó a una fosa, con inmenso júbilo y alegría de su hijo. Hízose luego instruir en la santa Religión y recibió el Bautismo. Pantaleón dio de ello infinitas gracias a Dios. Eustorgio no tuvo tiempo de perder la gracia bautismal: poco después le llamó el Señor al descanso eterno. Era éste un magnífico premio para el joven y un poderoso estímulo para su fe. Resuelto así el problema familiar, podrá darse de lleno al fervor apostólico que inundaba su generosa alma.
  • 238. ANTE EL TRIBUNAL DE DIOCLECIANO En cuanto Pantaleón se vio en posesión de su herencia, dio libertad a los esclavos, a los que entregó con qué poder vivir honradamente, y distribuyó luego la casi totalidad de su fortuna entre las viudas, los huér­fanos e indigentes que se presentaron. La oración y las obras de caridad le ocuparon todo el día. En calidad de médico visitaba a los enfermos, curábalos en nombre de Jesucristo, y lejos de exigirles salario, los socorría con largueza siempre que estaban necesitados. Los otros médicos de Nicomedia, abandonados por los clientes, y des­contentos de ver disminuir día a día sus beneficios, ardieron en celos, y como entendían que Pantaleón andaba en relaciones con los cristianos, le denunciaron a Diocleciano como partidario de una religión ilegal. Para confirmar sus asertos hicieron comparecer ante el emperador al ciego que Pantaleón había curado. —«También yo, dijo, soy cristiano, y proclamo que a Jesucristo, y no a Esculapio, soy deudor de haber recobrado la vista. Vos mismo —añadió dirigiéndose al emperador Diocleciano— que adoráis a vanos ídolos, debierais suplicar a Cristo que os curara de vuestra ce­guera espiritual». —«¡Te atreves a ultrajar a los dioses!, clamó enfure­cido el emperador, ¿no conoces, ingrato que a su benevolencia debes la vista?». —«Y ¿cómo, señor, vuestras divinidades, falsas y ciegas, podrán dar la vista a otros? ¿No os parece tal idea un evidente absurdo?». Irritado por tales atrevimientos, mandó el cruel emperador que le cor­tasen la cabeza. Pantaleón consiguió recoger el cuerpo del mártir y lo se­pultó junto a los restos de su padre Eustorgio. Diocleciano dio orden de que compareciera el médico Pantaleón, y probó de conquistarlo con buenas palabras. «Sólo conozco —respondió el generoso cristiano— a un Dios verdadero, a Cristo; a Él sólo dirijo mis adoraciones. Convoca a tus sacerdotes, Diocleciano, y que traigan un paralítico a nuestra presencia. Yo invocaré a Jesucristo, vuestros sacerdotes suplicarán a Jüpiter, a Esculapio y a todos vuestros dioses; quien de ellos devuelva la salud al enfermo, será reconocido por único Dios verdadero. ¿No te parece un buen criterio para discernir?». Esta proposición excitó la curiosidad del tirano. Por orden suya tra­jeron a presencia de todo el concurso un paralítico impedido de todos sus miembros desde mucho tiempo atrás, y a quien los remedios humanos no habían podido curar. Los sacerdotes paganos acudieron en gran número, pues no podían desoír las órdenes del emperador ni darse por vencidos antes del combate. Apuraron todas sus devociones, sus gritos y encanta­mientos mágicos, sus sacrificios y deprecaciones, mas todo fue inútil, pues
  • 239. Ll e g a n las fieras con grande ímpetu y braveza, mas viendo a San Pan-taleón, luego la pierden, y como mansas ovejas se echan a sus pies. El pueblo se entusiasma ante suceso tan extraordinario y aplaude frené­ticamente. Muchos fueron los que entonces se convirtieron a nuestra fe.
  • 240. sus dioses permanecieron sordos como en otro tiempo lo hiciera Baal. Cuando los sacerdotes paganos cedieron en su porfía, invocó Pantaleón al verdadero Dios, acercóse luego al lecho del paralítico, lo tomó de la mano y dijo con gran confianza. «¡En nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, levántate y an d a!». El enfermo, recobrando al instante el uso de sus miembros, se levantó y echó a andar. Un estremecimiento de en­tusiasmo conmovió a la muchedumbre expectante y muchos paganos, sa­cudiendo la parálisis de su alma se convirtieron al cristianismo. Furiosos los sacerdotes de los ídolos, persuadieron a Diocleciano de que si no castigaba con rigor e inmediatamente al mágico Pantaleón, la reli­gión del imperio caería en desprestigio y sería abandonada por el pueblo. Accedió fácilmente Diocleciano a los deseos de los sacerdotes. «Panta­león —dijo al joven cristiano—, créeme y deja esos mágicos artificios, pues no han hecho feliz a ninguno de cuantos los han practicado». Des­pués, recordando el nombre del santo obsipo de Nicomedia, al que había bárbaramente martirizado, añadió: «Acuérdate de Antimo, ese viejo in­sensato, que era jefe de los cristianos; ¿de qué le sirvió, dime, su obstina­ción? Pereció de muerte cruel, como también los otros compañeros ene­migos de los dioses y sus imitadores en la impiedad. A los mismos espan­tosos suplicios debiera haberte condenado por el desprecio que de ellos has hecho. Pero te perdonaré en atención a tu inexperiencia y juventud. Sacrifica, pues, a los dioses». —«Ni tus amenazas, ni tus vanas promesas, lograrán conmover mi corazón, ¿cómo se te ocurre pensar que voy a de­jarme tentar por tus bienes, si he renunciado a los que poseía? En cuanto a los suplicios con que me amenazas, no sólo no los temo, antes deseo ardientemente sufrir y morir por amor de Jesucristo. Acabas de hablarme del obispo Antimo; envidio su suerte, pues ahora está gozando de la bea­titud eterna en la contemplación del único Dios verdadero. A ti, en cam­bio, te están reservados suplicios interminables. La muerte coronó digna­mente su santa vida, y la púrpura del martirio embelleció el brillo de las canas que nimbaban su venerable cabeza. Si un viejo, abrumado por los años, pudo resistir a tu furor, ¿cómo piensas vencer con tales argumentos el ánimo de un hombre joven como yo?» COMIENZA EL MARTIRIO Era ya excesivo el discurso para la paciencia de Diocleciano. Los verdu­gos tenían preparado el potro y sólo esperaban las órdenes del em­perador. Mandó éste retirar de su presencia a Pantaleón y darle tormento. Los verdugos atan al mártir en el potro, le extienden los miembros, des­
  • 241. garran sus carnes con uñas de hierro, y como si tanto refinamiento les pareciera poco, aplican hachas encendidas a las llagas. Estos atroces su­plicios no perturbaron la serenidad de la víctima. Para más, vino Dios en socorro de su siervo de manera sobrenatural, pues en medio de los tor­mentos, apareciósele Nuestro Señor al santo mártir, le consoló e hizo en­trever las alegrías de la Jerusalén celestial en donde le esperaba. Muy pronto, como fatigado por un peso invisible, adormecióse el brazo de los verdugos al mismo tiempo en que las hachas se apagaban. El paciente se reanimó entonces extraordinariamente: no sentía ningún dolor y sus carnes no conservaban señal de herida ni tortura. — ¡Mágico vil —le dijo el emperador asombrado ante aquel extraordi­nario suceso—, ya descubriremos el secreto de tu impostura! —Mi ciencia es Jesucristo —repuso el mártir— , no poseo ningún otro talismán que su divino amor. —«¿Y si yo aumento tus suplicios?» —«Mi recompensa crecerá en proporción; y así, tú mismo tejerás mi corona». Al oír esto, dio orden el tirano, de que fundieran plomo en una gran caldera y lo arrojasen en ella. A la vista del líquido hirviente, el valiente confesor de la fe ruega al Señor con humildad y confianza. «Dios mío, escucha mi corazón y líbrame del temor de mis enemigos». Y en seguida, arrójase con intrepidez al líquido abrasador. El Señor oyó sus súplicas y al punto se enfrió el plomo, de manera que no le causó daño alguno. Los testigos de esta escena, estaban mudos de admiración; pero Dio-cleciano, ofuscado por su espiritual ceguera, buscaba un medio para des­embarazarse de aquel hombre a quien no podía vencer. Varios oficiales que sabían la gran veneración que los cristianos tenían a los mártires, aconsejaron al emperador que lo mandara arrojar al mar, con el fin —decían— de que perdido su cuerpo en el abismo no pudieran los cristianos recogerlo para después darle culto. Agradó al tirano esa proposición. Fue, pues, conducido el mártir a la costa; atáronle al cuello una gran piedra y lo precipitaron al mar. Mas el Dios que apaga la voracidad de las llamas, sabe también descubrir «sobre las olas senderos desconocidos a toda criatura». Jesucristo se le apareció por tercera vez, tomó a su fiel siervo por la mano, y caminaron ambos hacia la playa ante el pasmo de los ejecutores. El emperador quedó en extremo sorprendido e irritado al verle llegar sano y salvo. «Qué, ¿también el mar obedece a tus encantamientos?», preguntó escamado. —«El mar, como los demás elementos, obedece a las órdenes que recibe de Dios —respondió el mártir—. Tus servidores te obedecen a ti, monarca de un día, y ¿quieres que las criaturas no obedez­can al Rey eterno que las ha criado y las conserva?»
  • 242. EN EL ANFITEATRO Ve r em o s —dijo Diocleciano— de qué te sirven tus artes mágicas frente a las fieras». Y dio orden de que se le trasladara al anfiteatro. La noticia de que un cristiano iba a ser arrojado a las fieras, corrió como la pólvora por toda la ciudad, y una muchedumbre inmensa acudió para presenciar el sangriento espectáculo. El héroe cristiano adelantóse tranquilo al medio de la arena y levantó sus ojos al cielo. Al abrirse las jaulas, varias fieras corrieron hacia él. Mas así que llegaron, como fascinadas por un poder sobrenatural, se acercan respetuosamente al Santo, le lamen los pies, y después de recibir su bendición se retiran. Ante espectáculo semejante, aquel gentío, entusias­mado y aterrado al mismo tiempo, aplaude frenéticamente, a la vez que se oye el grito de muchas voces: « ¡Qué grande es el Dios de los cristia­nos! ¡Ciertamente es el único Dios verdadero! ¡Que pongan al justo en libertad!» En su cólera, el tirano mandó matar a las fieras. El mártir Pantaleón, fue luego sometido al tormento de la rueda, y como saliera sano del suplicio, le arrojaron en un oscuro y hediondo ca­labozo. Mientras tanto Hermolao y otros dos cristianos, Hermipo y Her-mócrates, a quienes detuvieron en su casa, fueron conducidos ante el san­guinario juez. «¿Sois, pues, vosotros —les dijo— los que habéis seducido al joven Pantaleón para hacerle abandonar el culto de los dioses inmor­tales? » —«Jesucristo, respondieron, tiene muchos medios para atraer a la luz de la fe a los que se hacen dignos de recibirla». —«Dejemos estas fantasías absurdas. No tenéis más que un medio para obtener el perdón del crimen que habéis cometido, y es el de atraer nuevamente a Pantaleón al culto de nuestros dioses». —«Lejos de pensar en pervertir a nuestro her­mano, nosotros estamos dispuestos a morir por Jesucristo». El emperador mandó que los sometieran a diversos suplicios y luego les cortasen la cabeza. Sus nombres constan en el Martirologio romano el mismo día 27 de julio. ÚLTIMO COMBATE.— LA VICTORIA Pa ntal eó n compareció nuevamente ante Diocleciano: «Tus maestros Hermolao, Hermipo y Hermócrates —le dijo el emperador— han re­conocido, por fin, sus verdaderos intereses, y han adorado a los dioses, por lo que los he recompensado espléndidamente confiriéndoles grandes digni­dades. — ¡ No veo por ningún sitio a esos tres personajes entre los oficiales de tu corte! —respondió Pantaleón—. No es extraño —replicó cínica­
  • 243. mente el emperador— , acabo de enviarlos fuera para resolver asuntos ur­gentes. —Dices más verdad de lo que piensas —replicó el Santo—, pues acabas de mandarlos a la ciudad de Dios, nuestra patria verdadera». Convencido el tirano de la inutilidad de sus esfuerzos, mandó que fla­gelaran cruelmente al mártir, mas no porque confiara vencer su esforzado ánimo, sino únicamente para satisfacer la propia sed de venganza y saciar su cólera. Luego le condenó a ser decapitado y quemado su cadáver. Vio llegado Pantaleón el termino de sus combates y pensando en la gloria que le esperaba, fue al suplicio con rostro alegre y bendiciendo a Dios por sus muchas mercedes. Atáronle al tronco de un olivo, y un lictor levantó su espada para segarle la cabeza, pero el hierro se reblandeció como la cera y el cuello de la víctima quedó intacto. Ante este nuevo prodigio, arrojá­ronse los verdugos de rodillas a los pies del Santo para pedirle perdón. Vióse entonces un espectáculo entemecedor. El mártir, deseoso de verter su sangre por Jesucristo, suplicó a sus verdugos que ejecutasen la orden. Todos rehusaban, mas, al fin, tanto insistió Pantaleón, que des­pués de abrazarle, se decidieron a cumplir la sentencia. El olivo se vio milagrosamente lleno de frutos. Los soldados no se atrevieron a quemar el cuerpo del Santo, éste fue recogido por los cristianos y sepultado. Más tarde, Constantinopla, y Luca en Italia, fueron depositarías de aquellas preciosas reliquias. Carlomagno obtuvo la cabeza del insigne con­fesor de Cristo, y la entregó a la ciudad de Lyón, otros huesos los donó a la célebre abadía de San Dionisio, próxima a París. Las numerosas gra­cias obtenidas por su intercesión, han hecho muy popular el culto de San Pantaleón. Los médicos le honran como a uno de sus principales patronos. S A N T O R A L Santos Pantaleón, mártir; Aurelio y compañeros, mártires en Córdoba; los siete Santos Durmientes, mártires; Eterio, obispo de Auxerre, y Deseado, de Besanzón; Mauro, obispo, y sus compañeros Pantalemón y Sergio, már­tires en Italia, en tiempo de Trajano; Los Mártires de Arabia, quemados vivos en tiempo del tirano Dunaán; Félix, martirizado en Ñola; Hermolao, presbítero, maestro en la fe de San Pantaleón; Hermipo y Hermócrates, hermanos, mártires en tiempo de Galerio. Beatos Fernando, dominico; Rodolfo Aquaviva y compañeros, mártires; Nevolón, el cual se santificó en el humilde oficio de zapatero en Faenza, de la Romaña italiana; Hugo, niño inglés, martirizado por los judíos en 1255. Santas Juliana y Sempro-niana, vírgenes y mártires; Julia y Jucundia, mártires en Ñola; Antusa, que después de atormentada por los inconoclastas murió en el destierro; Bar-tolomea Capitanio, cofundadora de las Hermanas de la Caridad (véase el tomo III, pág. 612). Beatas Lucía de Amelia, terciaria agustina; María Madoz; y Cunegunda. reina virgen y religiosa clarisa, patrona de Polonia.
  • 244. Taumaturgo y solitario Paloma constante y fiel D ÍA 28 D E JUL IO EL SANTO OBISPO SANSÓN ABAD Y PRIMER OBISPO DE DOL (4807-565?) arón es éste de sorprendente originalidad, pues que fue a la vez monje y misionero, ermitaño y peregrino, modesto abad y prela­do insigne a quien caracterizó siempre una profunda humildad. Cabeza de los «siete Santos de Bretaña», se le considera como uno de los principales evangelizadores de aquella región de la Galia. Su llegada a las costas armoricanas coincide con el período más activo del éxodo del pueblo bretón, cuando, cediendo éste al empuje violento y devastador de los sajones, vino a establecer en el país de Domnonea, que forma en la actualidad la parte septentrional de la Bretaña francesa. Por espacio de doscientos años fueron llegando verdaderas caravanas de embarcaciones que surcaban el canal de la Mancha trayendo a aquellos voluntarios desterrados a su nueva patria. En la mayoría de los casos eran los monjes quienes tutelaban dichas emigraciones, monjes cuyo arrojo y santidad se imponían a sus conciudadanos gracias a ellos fue posible realizar aquellas penosas travesías y organizar después los nuevos núcleos de población en aquel país totalmente desconocido para ellos.
  • 245. Sansón, cuya vida vamos a narrar, puede a buen título considerarse como el tipo acabado de esos hombres extraordinarios que aun hoy a pe­sar de la realidad de su historia, se nos ofrecen como héroes de leyenda. NACIMIENTO Y PRIMEROS AÑOS La familia de Sansón era originaria del sur de Gales. Su padre por nom­bre Amón Du, procedía del condado de Clamorgan, su madre, Ana, de la provincia de Gwent. Ambos consortes eran de noble alcurnia; sus progenitores habían desempeñado en la corte de los reyezuelos de aquellas provincias, el cargo de «dystain», que vale tanto como maestresala, dig­nidad importante que seguía inmediatamente a las de mayordomo de palacio y capellán de la casa real. Fruto de este matrimonio fue, hacia 480, el niño Sansón, cuyo naci­miento esperaron ansiosamente los padres por espacio de muchos años. Siguiéronle cinco hermanos y una hermana. La piadosísima madre, que había consagrado en secreto a su primogé­nito al servicio del altar, veló con especial cuidado sobre su tierna infan­cia. Cumplidos los cinco años, tratóse en familia el asunto de la educa­ción del parvulito. Amón deseaba que su hijo mayor, a la usanza de aque­llos tiempos, siguiera la carrera de las armas, pero muy otra era la vo­luntad divina, y así, el padre, después de algunas vacilaciones, consintió en enviar al niño a la escuela monástica. Es más, presentóse en persona con su hijo al abad Iltudo que gobernaba el monasterio de Llantwit. Aquel santo abad e insigne educador, dióse pronto cuenta de las bellas cualidades que atesoraba el nuevo discípulo, rodeóle, pues, de tiernos cui­dados y no perdonó medio para hacer fructificar al ciento por uno los talentos de aquel ser privilegiado, de manera que a los quince años el dis­cípulo casi igualaba al maestro y por su erudición podía compararse con los más aventajados de entonces. Lejos, sin embargo, de envanecerse por ello, buscaba únicamente enriquecer su alma con aquella encumbrada sa­biduría que nace de la humildad. Cierto día en que no hallaba solución a una dificultad filosófica, encomendóse a Dios de modo más apremiante, como único maestro de quien deseaba recibir enseñanza, y no sólo ilu­minó su entendimiento el anhelado destello de luz divina, sino que hasta la misma celda quedó inundada de claridad al tiempo que una voz le prometía despachar favorablemente cuantas gracias solicitase de lo alto. Los milagros de Sansón demuestran bien a las claras que Dios no re­husaba cosa alguna a su siervo, y que estaba dispuesto a facilitarle los caminos para llevarlo a una gran santidad.
  • 246. VIDA MONÁSTICA Y SAGRADOS ÓRDENES Cie r t o día de verano en que, por orden de San Iltudo, se hallaba nues­tro joven, con otros estudiantes, arrancando plantas silvestres en un campo de trigo, como uno de los niños removiese una piedra, saltó una víbora y le picó en la pierna. La muerte del niño era inminente, entonces Sansón, recordando al Señor la promesa que le hiciera de asistirle siempre que le invocara, bendijo la herida, empleando para ello agua bendita y aceite de la lámpara del santuario, e inmediatamente sanó el niño. Tomó Sansón el hábito en el monasterio en que se educara, y al ha­cerlo se abrazó definitivamente con las austeridades que de ordinario se imponen los santos. San Dubricio, obispo de Caerlón —Isla Silurum—, confirióle el diaconado, y durante la ceremonia vióse una paloma revolo­tear sobre la cabeza del joven, cual si con ello quisiera manifestar el Señor cuan grato le era el nuevo diácono. La paloma volvió a verse en la cere­monia de la elevación al sacerdocio y, más tarde, en la de su consagración episcopal: Testimonio de la predilección con que el Señor amaba a su siervo. SU FAMILIA ABRAZA EL ESTADO RELIGIOSO No acierta uno a comprender cómo Sansón pudo tener enemigos. Su­cedió, no obstante, que dos sobrinos de Iltudo, que vivían en el mo­nasterio, ambos de costumbres depravadas, cobraron tal aversión al siervo de Dios, que no perdonaron acasión de agraviarle, llegando hasta a que­rerle envenenar. A tal efecto, uno de ellos, que era farmacéutico, preparó un brebaje emponzoñado y se lo ofreció cierto día en que, por prescrip­ción de la regla, todos los monjes del monasterio debían tomar una be­bida de efectos medicinales. Con gran sorpresa de los dos malvados, bebió­la Sansón sin experimentar el menor daño, no obstante haber dado muerte a un perro grande al cual se lo propinaran por vía de ensayo. Bien pronto se percató el pueblo de las extraordinarias virtudes de Sansón y de los milagros que el cielo obraba por sus manos, por lo cual nuestro Santo, que deseaba llevar vida más recogida, pidió a San Iltudo licencia para retirarse a un monasterio situado en una isla apartada, bajo el gobierno del abad Pyrón. Dicho monasterio, que se llama hoy día Cal-dey, conserva su gran celebridad en la historia religiosa de Inglaterra. Quince días llevaba allí nuestro Santo cuando se presentó un correo para pedirle que acudiera a la casa paterna, pues su padre, que se encon­
  • 247. traba moribundo, quería ver a su hijo antes de expirar. El abad Pyrón or­denó a su discípulo que partiera sin demora, y éste obedeció. Con tal motivo, refiere la leyenda que al atravesar un bosque el monje y su acom­pañante fueron perseguidos por el demonio que se presentó bajo la forma de una dama de incomparable hermosura. El tentador, que no pudo triun­far ni de uno ni de otro, para vengarse, arrastró por las peñas y las zar­zas al emisario del anciano moribundo hasta dejarle en estado lastimoso. En semejante trance, acudió Sansón al Señor; y, haciendo la señal de la cruz, ahuyentó al espíritu maligno y sanó al herido sin que se notase en él rastro alguno de contusiones. Llegado que hubieron a casa de Amón, experimentó éste gran alegría, a pesar de la gravedad de su estado; mas volviendo por el interés de su alma, reprimió los demás sentimientos, y humildemente se confesó con su propio hijo. Sansón quedó admirado de las santas disposiciones de su padre y oró por él con tanto fervor que, al otorgar al penitente el perdón de sus culpas, curóle igualmente de la en­fermedad que le tenía a las puertas del sepulcro. Este inesperado favor movió al agraciado a consagrar su vida al So­berano Maestro. Cinco hijos suyos, hermanos de nuestro Santo, tomaron igual resolución, así como su madre; de esta suerte toda aquella piadosa familia emprendió el camino del monasterio, dirigiéndose cada uno hacia donde la gracia de Dios le inclinaba. Un tío y una tía del Santo no pudie­ron resistir a ejemplo tan avasallador e imitaron a sus familiares en el sacrificio. La hermana de Sansón fue la única que se quedó en el siglo. Amón y Umbrafel, padre y tío respectivamente del Santo, le siguieron a su regreso al monasterio de Pyrón y allí vistieron el hábito y se consa­graron a Dios. La ejemplaridad de su vida dio fe de su sincera devoción. ES NOMBRADO ABAD. — VIAJE A IRLANDA Pocos meses habían transcurrido en paz y tranquilidad, cuando el abad Pyrón vino a fallecer. Esta muerte contrarió sobremanera a Sansón, pues con ello perdía a un padre y a un amigo. Cerrada apenas la tumba, hubo de procederse a nueva elección, y a la voz de sus Hermanos se con­certó para elegirle por abad. El elegido vio malparada su humildad, pero, al fin, hubo de rendirse a la voluntad de Dios. Apreciábanse en el nuevo abad todas las cualidades que deben adornar a un prelado: celo, caridad, prudencia; pero lo que más brilló en él en esta época de su vida, fue la caridad para con los pobres, tenía dada orden de que no se despidiera a nadie sin socorrerlo. Cierto día, como no tuviese otra cosa que darles sino la miel de las colmenas del huerto, dejóse llevar por la vehemencia de su
  • 248. El padre del santo abad y obispo Sansón, se presenta en el monasterio con su hijo y solicita que se le permita pasar bajo su dirección es­piritual los años que el Señor le conceda de vida. La esposa de este ven­turoso padre y cinco hijos suyos imitáronle tomando idéntica resolu­ción. Toda la familia, menos una hermana de Sansón entró en un monasterio.
  • 249. caridad y mandó despojarlas en provecho de los pobres. Dios, en premio, permitió que al día siguiente las colmenas se vieran tan surtidas como si no se las hubiera catado. Diecinueve meses gobernó Sansón el monasterio. Un buen día pasaron por Llantwit unos religiosos irlandeses que regresaban de Roma y quiso el Santo acompañarlos a su tierra; en el poco tiempo que los tratara, habíase dado cabal cuenta de lo versados que estaban en las ciencias sa­gradas, y deseó aprender en la escuela. Así, pues, pidió licencia a su obispo San Dubricio, y pasó, por algún tiempo, a la verde Erín. Mas no duró mucho tiempo su estancia allí. Los repetidos milagros con que el Señor le honraba, acabaron por atraerle una serie de honores y deferencias incompatibles con su humildad. Solició, pues, y obtuvo de sus nuevos superiores autorización para volverse a su monasterio. Acababa de embarcarse e iban ya a abandonar el puerto cuando a toda prisa se presentaron dos religiosos para suplicarle que acudiera en socorro del superior, repentinamente atacado por el espíritu del mal. El capitán del barco no quería retrasar la partida. «Podéis marchar cuando queráis —dijo Sansón—, que mañana os alcanzaré». El capitán dio orden de levar anclas, y aunque trataron de hacerse a la vela, no pudieron salir al mar porque el viento los rechazaba de continuo. De manera que, cuan­do al día siguiente regresó Sansón, aún seguía la nave en el puerto. HUYE A LA SOLEDAD De vuelta a su monasterio, tuvo la satisfacción de comprobar los pro­gresos de su padre y de su tío en la senda de la virtud, y sobrepo­niéndose a toda consideración humana, les mandó, en virtud de santa obediencia, que fueran al monasterio de Irlanda. Ante los ruegos de los monjes que le pedían aceptase nuevamente el gobierno del convento, rehusó él en absoluto. Después, movido por impulso de lo alto, abandonó para siempre su abadía y se puso en camino con cuatro de sus monjes que quisieron seguirle en la nueva peregrinación. En las márgenes del Saverna, no lejos de las ruinas de un antiguo castillo, descubrieron nuestros viajeros, en el corazón de un intrincado bosque, una gruta de difícil acceso. Sansón instaló a sus cuatro compa­ñeros en las ruinas del castillo y él se retiró a la mencionada gruta con orden expresa de que le dejaran solo. Salía los domingos para celebrar la santa Misa en el oratorio que sus monjes habían improvisado, y se vol­vía luego sin decir el paraje adonde se retiraba.
  • 250. Por entonces celebraba sínodo el obispo de la región. Habiendo llega­do a oídos de la asamblea el relato de la vida y milagros del santo monje, mandó que fueran en su busca y en atención a sus grandes virtudes, obli-gósele, por precepto de obediencia, a tomar la dirección del monasterio fundado años atrás por San Germán de Auxerre en aquellos parajes. DE MONJE A OBISPO Algún tiempo después se congregaron tres obispos en el monasterio de nuestro Santo para proceder a la elección de un nuevo Pastor. Era costumbre de la Iglesia de Cambria por aquellos remotos tiempos, que en la consagración de un prelado fueran asimismo consagrados otros dos más que pudieran servirle de asesores. Esta vez el obispo ti­tular ya estaba elegido, así como uno de los que debían compartir con él tal dignidad; pero la elección del tercero se había aplazado hasta el día de la asamblea. San Dubricio, uno de los tres prelados oficiantes, tuvo aquella misma noche una visión en la que un ángel le advertía que, por divina voluntad, había de ser Sansón el tercer obispo consagrado. El cargo de obispo in pártibus, aunque muy honorífico, no bastaba al celo del nuevo pontífice, con todo permaneció en esta forma por espacio de varios años. «Cruza el mar —le dijo un ángel en una noche de Pascua— y vete al país de la Armórica, donde te aguardan las ovejas que Dios encomienda a tu custodia». Partió Sansón sin demora, y fue derramando favores a su paso durante el viaje. Al atravesar una aldea en donde cele­braban una fiesta pagana en honor de un ídolo que todavía allí conserva­ban, sucedió que una joven que guiaba una carroza tirada por briosos corceles, dio tan espantosa caída que falleció en el acto. Sansón mandó que le trajeran el cadáver, púsose a orar por espacio de dos horas y le devolvió la vida. En vista de lo cual el vecindario renunció a sus dioses y pidió se le preparara con el fin de abrazar el cristianismo. Más adelante halló el santo prelado un paraje que le pareció muy a propósito para edificar un monasterio; detúvose, pues, allí, y a su tiempo dio feliz término a la fundación. La cueva que eligiera para morada, era precisamente guarida de una espantosa fiera que sembraba terror y espanto por aquellas cercanías , las crónicas afirman que era un «dragón», . apelativo que los antiguos aplicaban a toda suerte de animales de extraor­dinaria ferocidad. Sansón libró de aquella plaga a la comarca. Terminado que hubo el nuevo monasterio, llamó a su padre para que lo dirigiera y él partió para la Armórica.
  • 251. FUNDA UN MONASTERIO EN DOL No llegó solo el infatigable monje: muchos coterráneos suyos y varios religiosos obtuvieron licencia para acompañarle. Entre ellos merecen especial mención San Maglorio y San Mein o Mevino. Tomaron tierra en la desembocadura de un río llamado Guyul y se encontraron con un señor de la región llamado Privato, cuya mujer padecía lepra y cuya hija estaba poseída del demonio. Movido a compasión, el santo viajero siguióle hasta su casa y curó a las dos enfermas. La gratitud de Privato fue tan seña­lada que ofreció al santo obispo parte de sus tierras para fundar en ellas un convento: el convento de Dol, que bien pronto se vio rodeado de cabañas hasta llegar a convertirse poco a poco en una verdadera aldea. Poco después levantó Sansón otro convento en Landtmor, y dejó por abad a San Maglorio. Toda la Bretaña y particularmente la parte septentrional, fueron el campo de las.correrías apostólicas del infatigable apóstol; allí fundó numerosos monasterios filiales del de Dol, que no tardaron en con­vertirse en otras tantas parroquias adonde pudieron en su día acogerse los nuevos emigrados de allende la Mancha. Grandes turbulencias traían por entonces dividida la Bretaña; habíalas provocado la muerte del rey Jonás a manos de su colega el rey Conomor. Los hombres más principales de la comarca fueron a rogar al abad de Dol que acudiese a París para interesar a Childeberto en favor de Judual, hijo de Jonás. Prestóse el Santo a cumplir esta misión, y si bien Childe­berto, cediendo a consideraciones políticas, no se determinó a restablecer inmediatamente al joven príncipe, deferente con el santo embajador, cedióle tierras en las riberas del río Risle, en Normandía. Sansón edificó allí el monasterio de Pental, sufragáneo de Dol. Judual entró por fin en posesión de sus Estados, y, muy agradecido, colmó de favores al monasterio de Dol. Mas no paró ahí su interés por el Santo apoyado por la autoridad de Childeberto, gestionó ante el papa Pelagio I que el monasterio fuera erigido en obispado. El Papa le otorgó este favor y envió el palio a Sansón, el cual lo recibió descalzo y de hino­jos. Ocurría esto hacia el 556. Esta prodigiosa actividad no fue impedimiento para que el santo obis­po dedicara muchas horas al recogimiento y a la oración. Y, aunque en todos sus trabajos obraba con el espíritu sobrenatural, gustaba a menudo de apartarse de ellos, para concentrarse en más íntima unión con Dios y para entregarse ardorosa y profundamente al estudio de las cosas que entraban en el campo de su misión apostólica.
  • 252. ASISTE AL III CONCILIO DE PARÍS.— SU MUERTE El año 557, trasladóse nuevamente a París para asistir al tercer Con­cilio que se celebraba en aquella ciudad. En semejante circunstancia brilló su humildad con destellos singulares. Resistióse a firmar con los arzobispos, a pesar de que se lo autorizaba el privilegio del palio e hízolo el penúltimo entre los obispos con esta fórmula «Yo, Sansón, pecador, obispo.. » Movido de los mismos sentimientos de humildad, rehusó ocupar el aposento que el rey había mandado disponer en su propio palacio, y fue a hospedarse en el monasterio de San Germán. Era a la sazón de edad avanzada y estaba encorvado bajo el peso de los años. En el viaje de regreso a Bretaña, rompióse una de las ruedas del vehículo, encontrábanse entonces en ias llanuras de Chartres y era difícil dar allí con un obrero que reparase la avería. Hizo Sansón la señal de la cruz en la rueda y permitió el cielo que al instante quedase ésta en perfecto estado con lo que les permitió continuar su camino. Informado el rey Childe-berto, mandó que en recuerdo de semejante prodigio se edificara un mo­nasterio. Llegado a su residencia, libró a ocho endemoniados y curó a dos en­fermos que estaban a las puertas de la agonía. Igualmente, devolvió la vista a una señora que, sin atender a su prohibición, había penetrado en el claustro y se había quedado ciega en castigo. Como se prolongase mucho una enfermedad que padecía, vino a enten­der que el término de su carrera estaba cercano. Congregó, pues, a los monjes y, después de exhortarlos vivamente a perseverar en su estado con gran entusiasmo, nombró a San Maglorio por sucesor. Recibidos, al fin, los últimos sacramentos, entregó su bendita alma al Creador el 28 de julio de 565. S A N T O R A L Santos Víctor /, papa y mártir; Nazario y Celso, mártires: Inocencio I. papa, Sansón, obispo; Peregrino, presbítero; Acacio, mártir en Mileto. en tiempo del emperador Licinio; Eustasio, mártir en Ancira (Angora); Raimundo Palmier, confesor; Botvino. mártir en Suecia; Cameliano. obispo de Tro-yes. Beato Antonio de Leonisa, franciscano. Santas Catalina Tomás, virgen; Columba, virgen y mártir, hija de un noble zaragozano; Septimia y Augus­ta, vírgenes. Irene, abadesa en el monasterio constantinopolitano de Cri-sobalante.
  • 253. La «tarasca» Iglesia de las Santas Marías del Mar D ÍA 29 D E JUL IO S A N T A MA R T A VIRGEN; HERMANA DE MARIA MAGDALENA Y DE LÁZARO (siglo I) Marta es el nombre de una de las santas mujeres que aparecen en el Sagrado Evangelio. Sábese positivamente que era hermana de Lázaro y de María, los tres de Betania. Como ya dijimos, el día 22 de este mismo mes, es creencia muy admitida en la Iglesia la identidad de María de Betania, María la pecadora y María de Magdala, citadas así en el Santo Evangelio. El poeta cristiano Fortunato fue el pri­mero que adjudicó a Santa Marta el título de «virgen», apelativo hermo­sísimo que siempre ha sido ratificado por el pueblo cristiano. LA FAMILIA AMIGA DEL SEÑOR Había sido convidado Jesús por Simón el fariseo a comer en su casa de Cafarnaúm. Estaba sentado el Señor en la sala del banquete, cuan­do he aquí que una pecadora, sobrado conocida en la ciudad y alrededores, entró en el lugar y fue a echarse a los pies de Jesús. Allí, humildemente postrada, besábaselos sin cesar mientras las lágrimas corrían abundantes
  • 254. de sus ojos. Con su larga y hermosa cabellera iba al mismo tiempo enju­gándolos y los ungía después con un perfume delicioso que a profusión derramaba de un vaso de alabastro. Los espectadores de aquella escena, incapaces entonces de comprender su sublimidad, murmuraban abiertamente contra lo que juzgaban desca­rado atrevimiento por parte de aquella mujer. El Maestro Divino, que leía en el fondo de aquel dolorido corazón, dijo solemnemente a la arrepentida pecadora- «Perdonados te son tus peca­dos ». La mujer así purificada era María Magdalena, hermana de Marta. A partir de aquel día uniéronse las dos al séquito del Salvador, y fueron, con su hermano Lázaro, los amigos más privilegiados del Divino Maestro; precisamente en la casa que ellos tenían en Betania le gustaba venir a des­cansar de las fatigas de su predicación. En ella encontraba corazones puros y desinteresados, y el bien incomparable de un cordial y verdadero afecto. «LA MEJOR PARTE» En cierta ocasión, iba el Señor a Jerusalén; de camino entró en un po­blado que no se nombra en el Evangelio, pero que fue, sin duda, Betania, lugar donde vivían nuestros amigos. Salió Marta a recibirle. Y mientras ella se entregaba con diligencia a las labores domésticas, María, su hermana, estábase a los pies de Jesús es­cuchando sus palabras. Marta, que no comprendió entonces el valor de aquella divina contemplación, juzgando que su hermana no llenaba los deberes de la hospitalidad y no usaba de caridad al descargar en ella todos los quehaceres de la casa, exclamó: —Señor, ¿no ves que mi hermana se desentiende de lo que yo hago? Dile que me ayude. María ni siquiera se defendió, parecía confiar a Cristo la respuesta. Marta, Marta —dijo entonces el divino Maestro con dulzura y gra­vedad, ¿por qué te turbas y te inquietas así? Te preocupas demasiado; a la verdad una sola cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte y no le será quitada. Un autor glosa de este modo la respuesta de Jesús: «El Señor vitupera lo que pudiera haber de excesivo en la actividad de Marta, y ello porque ese exceso impide ocuparse en lo principal, que es el cuidado de la vida espiritual. María escogió la mejor suerte, la verdadera mejor suerte; la que Marta tomó para sí carece de esa bondad primaria. Nuestro Señor no quiere pues, que María se vea obligada a abandonar lo necesario, y a la vez excelente, por lo que tan sólo es bueno y útil».
  • 255. RESURRECCIÓN DE LÁZARO Fo r za d o a salir de Jerusalén y amenazado de muerte por los judíos, hubo de volver Jesús a Galilea. Lázaro enfermó por entonces, y sus dos hermanas enviaron en seguida este recado al Salvador —Señor, el que amas, está enfermo. Pero sea por poner más a prueba la fe de Marta y de María, sea por acrecentar la fe de sus discípulos con el mayor brillo del milagro que pre­paraba, Jesús no se dio prisa alguna en corresponder al fraternal ruego, y cuando llegó a Betania, hacía cuatro días que Lázaro había muerto. Para unirse al duelo de las dos hermanas habían acudido, a Betania muchos judíos. Apenas conoció Marta la llegada de Jesús, corrió a su en­cuentro y exclamó al verle —Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero ya sé que todo lo que pidas a Dios, te lo concederá. —Tu hermano resucitará —aseguró Jesús. Marta, empero, abstraída en su dolor, sólo acertó a contestar- —Sí, Señor, ya sé que resucitará en el día postrero. —Yo soy la resurrección y la vida —replicó Jesús— , el que cree en Mí, aun cuando haya muerto, vivirá, y el vive y cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto? Marta, entonces, iluminada por el cielo, añadió al punto: —Sí, Señor, creo que eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, que has venido al mundo. Después de tan hermosísima confesión, corrió Marta hacia su hermana y díjole al oído: —El Maestro está ahí y te llama. Al oírlo, María levantóse precipitadamente y corrió a echarse a los pies de Cristo que se mantenía a cierta distancia del bullicio, en el sitio mismo en que Marta le había encontrado. Y repitió presurosa la misma dulce queja de su hermana: —Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Profundamente apenado, fuése el Salvador hacia el sepulcro y mandó quitar la losa que lo cubría. Marta, temerosa de que la fetidez molestara al Señor, dijo «Ya hiede, Maestro, hace cuatro días que murió». Jesús le replicó con suave autoridad «¿No te he dicho antes que si crees verás la gloria de Dios?» Y poniéndose ante el sepulcro abierto, dio testimonio de su Padre que está en los cielos, y, con voz poderosa, gritó: —Lázaro, sal fuera.
  • 256. A la orden de Dios, levantóse el difunto incorporándose a pesar de los lienzos y ligaduras que le envolvían por completo, y adoró al que le había arrebatado de las garras de la muerte. Prodigio tan estupendo que debiera haber bastado para abrir los ojos a sus enemigos, sólo sirvió para inci­tarles a tramar la muerte del Señor. Parece ser que aún enseñan en Betania un aljibe cavado en la roca denominado «aljibe de Santa Marta», junto al cual, según se cree, encon­tró por vez primera la Santa a Nuestro Señor. Al pie del aljibe, y un tanto elevada de la roca del suelo, existía una piedra oblonga, llamada vulgarmente «la piedra de Betania», que ha sido siempre muy venerada porque, según dice la tradición, en ella estuvo sentado el Salvador espe­rando a María cuando Marta fue a buscarla... Los peregrinos arrancan con respeto pedacitos de esta piedra que guardan y honran como reli­quias. . Algunos autores la llaman «la piedra del coloquio o del diálogo». DESDE LA PASIÓN A LA ASCENSIÓN Se is días antes de Pascua estaba Jesús de nuevo en Betania. Cenó en casa de Simón el leproso; Lázaro era uno de los convidados; Marta servía a la mesa. En esta circunstancia, María Magdalena repitió la esce­na del vaso precioso cuyo contenido vertió en los pies y cabeza del Salva­dor, utilizando sus blondos cabellos como toalla y provocando con su santa osadía murmuraciones de varios comensales, murmuraciones a las que el Señor contestó con una bellísima apología del gesto de aquélla. La antevíspera de la Pasión no fue a Jerusalén como en los días precedentes; pasó aquellas horas supremas en Betania orando y en mutuas confidencias con María, su Madre, con sus discípulos y con la familia ami­ga que le brindaba hospitalidad. Desde este momento ya no hace el Evangelio referencia alguna de la Santa. Llegada la hora definitiva de la victoria, fuése Jesús a Jerusalén. Y mientras María Magdalena, la pecadora purificada, se deshacía en lá­grimas viendo sufrir por los pecados de los hombres al que ella tanto había amado, Marta, más reposada en su propia aflicción, confortaba con tierna solicitud a la Madre de Dios. Con Ella quedó al pie de la Cruz, junto con las demás santas mujeres, durante la jornada luctuosa del Viernes Santo, y formó luego en el fúnebre cortejo del entierro de Cristo. Cuarenta días después de resucitado, abandonó Jesús esta tierra y subió a los cielos teniendo a la vista Betania, vuélto los ojos hacia sus muros, del lado del Oriente, casi a igual distancia del Calvario donde murió y de la casa en que más y mejor se le había amado.
  • 257. Si hubieses estado aquí, Señor —dice Marta—, no hubiera muerto mi hermano». <¡Yo soy —respondió Jesús— la resurrección y la vida. El que cree en Mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto, Marta?» iCreo. Señor, que Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo que has venido al mundo».
  • 258. LA TRADICIÓN DE LAS IGLESIAS PROVENZALES Es t a segunda parte de la vida de Santa Marta ha tenido la virtud de hacer correr ríos de tinta. En ella se ha involucrado la gran cuestión de la apostolicidad de la Iglesia de las Galias. En el siglo xvu un tal Juan de Launoy —escritor de crítica tan extremada que hubieron de ser incluidas treinta de sus obras en el Catálogo del índice publicado en el pontificado de Pío XI— daba a luz una disertación latina titulada «Sobre la ilusoria venida de Lázaro y Maximino, Magdalena y Marta a Provenza». Posteriormente, varios escritores más han roto lanzas en el mismo sentido, pero se han levantado contra ellos no pocos defensores de la opinión tra­dicional cuyos títulos más incontrastables remontan al siglo x i i , sin que eso quiera decir que no existan otros documentos anteriores. Y, como quiera que siempre ha de pesar más ante el buen sentido el testamento oral de los pueblos —quizá algo desfigurado por la forma misma de su propagación, pero medularmente histórico—, que no la crítica de sentido iconoclasta, traemos aquí, en estrado, las tradiciones que guar­dan y veneran los pueblos costeros del Mediterráneo francés. Después de la Asunción de la Santísima Virgen, María Magdalena, Marta y su sierva Marcela, junto con María Salomé, que habían atendido abnegadamente a la Madre de Dios, alcanzadas por la sañuda persecu­ción de los judíos, fueron embarcadas con Lázaro, Maximino y otros en una nave privada de velas y timón, y abandonada así en alta mar. Pero Jesús, que en la más deshecha tempestad había salvado y dirigido la barca de Pedro, velaba también sobre sus amigos de Betania y las olas calmaron sus furores ante los siervos de Cristo. Los mismos ángeles pilotaron aquella embarcación hasta dejar su precioso cargamento en la costa gala. En memoria de este portentoso hecho, existe aún hoy día la aldea de las Santas Marías y su Iglesia en el lugar mismo en que abordó la nave. Allí conservan, como inapreciable depósito, los cuerpos de las San­tas Salomé y Jacobé que son todavía instrumento de innúmeros prodigios. Los santos viajeros tomaron posesión, en nombre de Dios, de la tierra que de su mano recibían Lázaro se fijó en Marsella, cuya iglesia le venera como a su primer obispo y guarda su sepulcro, Trófimo y Maximino fun­daron respectivamente las hoy iglesias metropolitanas de Arlés y Aix, María Magdalena se refugió en la soledad de la Sainte-Baume para con­tinuar allí su vida de penitencia y contemplación, entretanto que Marta y Marcela se entregaban a los trabajos evangélicos en Aviñón y más tarde en las inmediaciones de la actual ciudad de Tarascón.
  • 259. SANTA MARTA ENCADENA A UN DRAGÓN Las poblaciones ribereñas del Ródano donde Marta iniciaba su obra evangelizadora, veíanse dominadas por la presencia de un monstruo formidable, muy semejante, por las señas que la tradición nos ha dejado algo exageradas, a los que describen los tratados de paleontología. Un día en que Marta dirigía la palabra a los habitantes de Tarascón, no lejos de donde tenía su guarida la tremenda bestia, hízole saber la mu­chedumbre que si lograba dar muerte al dragón abrazarían la nueva fe. —Si estáis dispuestos a creer —replicó la virgen— no será difícil con­seguirlo, porque todo es hacedero para el alma creyente. Y avanzó tranquila y sonriente hacia el temible antro, seguida a muy respetable distancia por la gente, que apenas se atrevía a creer posible aquella gallarda actitud con que Marta se acercaba al peligro. Tan sólo el signo de la cruz empleó la intrépida mujer contra el ene­migo del pueblo, el feroz animal baja entonces la inmensa cabeza, y Marta sujétalo con su ceñidor, y lo lleva como trofeo de victoria a la multitud. Todos temen que sea aquello una añagaza del monstruo, y el espanto crece a medida que lo ven acercarse. La virgen cristiana los anima y entonces, cuando se han convencido de la grata realidad, precipítanse sobre la bestia cruel y la inmolan mientras dan rendidas gracias a Cristo triunfador. Desde entonces celebran los tarasconeses su ventura con una magnífica procesión que invariablemente cierra la figura de un monstruo, que llaman «la tarasca» y es recuerdo del de antaño. Marta fijó su residencia en aquella ciudad, se constituyó en sierva de los necesitados y estableció en su casa una comunidad de vírgenes. Pronto aquello fue un centro de atracción para las gentes y un foco de apostolado y conversiones por los numerosos milagros que el Señor obraba por su insigne sierva. Al poco tiempo levantóse allí una magnífica iglesia que, según la tradición, dedicaron San Trófimo y San Eutropio. MUERTE DE LA SANTA El fin de aquella vida se acercaba. Ya Marta había visto, por divina permisión, el alma de su santa hermana que volaba al cielo en com­pañía de los ángeles. Ella misma, enferma ya. pero penitente aún, supo la hora de su dichoso tránsito, y se preparó con gozo indecible para volar hacia el Amado de su corazón. Tardábale ya aquel momento por el que venía suspirando desde tantos años atrás.
  • 260. Llegado el día designado, hizo extender bajo un frondoso árbol un lecho de paja cubierto por un cilicio; allí fue colocado su cuerpo enfermo, de conformidad con sus indicaciones. Pidió entonces el Crucifijo; volvió luego el rostro hacia los devotos venidos para recibir su postrer suspiro, les rogó aceleraran con sus rezos la hora de la liberación final. Y mientras alzaba sus ojos a la Cruz expiró en un éxtasis de amor. Era el 4 de las calendas de agosto —29 de julio—, ocho días después de la muerte de su hermana Magdalena. Marta contaba entonces sesenta y cinco años. FUNERALES MILAGROSOS Un a multitud incontable asistió a las exequias de la Santa. Durante ellas ocurrió un hecho extraordinario. Estaban todos reunidos para la ceremonia del entierro. San Frontón, obispo de Perigueux, que había prometido a Marta asistir a sus funerales preparábase a pontificar en su catedral. Sentado en la silla episcopal, esperaba la llegada de los fieles, cuando súbitamente se quedó traspuesto por modo misterioso. Apareció-sele Jesús y le dijo: «Ven, hijo mío, a cumplir tu promesa, ven a enterrar a Marta, mi hospedera». No bien hubo terminado de hablar el Salvador, hallóse el Prelado en la iglesia de Tarascón; a su lado estaba Cristo y los dos se mostraron al pueblo llevando un libro en la mano. El Señor ordenó a Frontón que levantara con cuidado el cuerpo de la Santa, y ayudado por Él púsolo en el mausoleo, el pueblo quedó presa de gran estupor por la vista del prodigio. Entonces acercóse un clérigo para pre­guntarle quién era y de dónde venía. Cristo respondió por los dos, y dejó entre las manos del sacerdote el libro que llevaba. En él se leían estas palabras. «La memoria de Marta, hospedera de Cristo, será perdurable». Entretanto en Perigueux, cansábanse los fieles de esperar en la iglesia. Cuando el diácono fue a despertar al obispo* «No extrañéis mi tardanza, dijo éste disculpándose; vengo de Tarascón, adonde he sido transportado milagrosamente para rendir a Marta los supremos honores del sepulcro». Este prodigio, registrado a la vez por los habitantes de Perigueux y los de Tarascón, atrajo a la tumba de la Santa innumerables peregrinos. Mu­chos sordos, mudos, ciegos y paralíticos curados, daban fe del gran va­limiento de su intercesión ante Dios. El primer rey cristiano de los francos, Clodoveo, aquejado de terrible dolencia, quedó curado el año 500 con sólo tocar el sepulcro de Marta. En agradecimiento por aquel insigne favor de la Santa, otorgó a la basílica todos los poblados, bosques y terrenos de ambas orillas del Ródano en tres leguas a la redonda.
  • 261. CULTOS Y RELIQUIAS Lo más esencial de todas las tradiciones que preceden, compendíalo así la lección del Breviario- «Cuéntase que después de la Ascensión del Señor, Marta, presa por los judíos junto con sus hermanos y otros muchos seguidores de Cristo, fue encerrada en un navio sin velas ni timón que llegó felizmente a Marsella. Ante semejante prodigio y por efecto de sus predicaciones, convirtiéronse a la fe los marselleses y otros pueblos ve­cinos. Marta, después de haberse ganado por sus extraordinarias virtudes, especialmente por su caridad, el cariño y la admiración de todos los mar­selleses, retiróse con algunas piadosas mujeres a un lugar apartado del hu­mano bullicio. Allí permaneció largo tiempo, fervorosamente dada a la piedad. Finalmente, luego de profetizar con gran antelación su propia muerte, y sin dejar de acompañar su fama con insignes milagros, voló san­tamente hacia Dios». El texto del Martirologio, igual en este punto en las ediciones de Gre­gorio XIII, y Benedicto XV, dice sencillamente; «En Tarascón, Galia narbonense, Santa Marta, virgen, huésped del Salvador, hermana de la bienaventurada María Magdalena y San Lázaro.» En 1187 encontróse el sagrado cuerpo de Marta y se celebró solemne­mente su traslación. Su sepulcro, que se ve ahora en la cripta de la iglesia de Santa Marta de Tarascón, es honrado con culto varias veces centenario y muy visitado por los peregrinos. Tarascón tiene a Santa Marta por patrona y celebra su fiesta con rito doble de primera clase y octava. S A N T O R A L Santos Félix y Urbano II, papas; Simplicio y Faustino, hermanos y mártires en Roma; Guillermo, obispo de San Brieuc; Lupo, obispo de Troyes, y Guiller­mo. de Orleáns; Constantino I, patriarca de Constantinopla; Faustino, confesor; Calínico, mártir, quemado vivo dentro de un horno, en Cangres de Paflagonia; Eugenio, Antonio, Teodoro y dieciocho compañeros, mártires en Roma; Olaf u Olao, rey de Noruega, mártir. Beatos, Luis Bertrán, Mancio de Santa Cruz y Pedro de Santa María, dominicos, mártires en Japón. Santas Marta, virgen; Beatriz, martirizada en Roma con sus herma­nos Faustino y Simplicio; Serafina convertida por el Apóstol Santiago; Mar­cela, criada de Lázaro, Marta y María Magdalena; Lucila y Flora, mártires en Roma.
  • 262. La «santa tumba» Instrumentos de martirio. Símbolo de triunfo D ÍA 3 0 D E J U L I O / / SANTOS ABDON Y SENEN MARTIRES EN ROMA (i hacia 250) a tradición ha hecho de Abdón y Senén dos príncipes o sátrapas persas, tan ilustres por su nacimiento como por sus cuantiosas ri­quezas y encumbrada dignidad. El historiador moderno Pablo Allard que sigue este parecer, cree que se trata de dos prisioneros hechos en la expedición del emperador Gordiano 111 contra Sapor, rey de Persia. Por el contrario, Alberto Dufourq, también historiador moderno, supone que eran simples obreros. Funda su opinión en el hecho de que sus tumbas estaban en las cercanías del barrio poblado por los obreros adscritos a las factorías del Tíber. Lo cierto es, como la tradición atestigua y con­firman los nombres, que ambos eran de origen oriental. Sábese que los dos padecieron martirio por la fe de Jesucristo el 30 de julio del año 250 ó 251, durante la cruel persecución del emperador Decio. Conócese, asimismo, el lugar de su inhumación. Y como cualquiera de ambas interpretaciones puede aceptarse en nues­tro caso sin perjudicar a la esencia doctrinal del suceso histórico, optare­mos por la que ha encontrado más arraigo en el sentimiento del pueblo.
  • 263. SON CONDUCIDOS A ROMA Según el primitivo relato de su pasión, Abdón y Senén, aunque ven­cidos en la guerra y hechos prisioneros cuando la sublevación del rey Sapor, gozaron de relativa libertad, hasta que habiendo sido informado Decio, general del ejército imperial, de que habían dado tierra a unos cristianos martirizados en Babilonia y Cordula, mandó arrestarlos e hízo- Ios comparecer ante su tribunal. Ya en su presencia les dijo con mal disi­mulada indignación: —Así que, ¿también vosotros sois del número de los insensatos? Vues­tra misma impiedad ha hecho que los dioses os pusieran en mis manos como a cautivos de Roma. —Mejor sería decir que hemos alcanzado victoria con el auxilio de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo que reina eternamente —contestaron los ca­balleros cristianos. —Yo creo —dijo el general— que no negaréis que vuestra existencia depende de mi arbitrio, y que sois mis esclavos. —Has de saber, oh Decio, que sólo nos rendimos y prestamos vasallaje a Nuestro Señor Jesucristo, humillado por amor de los hombres hasta des­cender a la tierra. Irritado per tan valientes respuestas, mandó el general que los dos con­fesores fuesen encerrados en estrecho y oscuro calabozo. Pronto los sucesos obligaron a Decio a dejar aquel país y volver a Roma. Según costumbre llevóse consigo algunos prisioneros para que sir­vieran de espectáculo al pueblo romano; entre ellos iban Abdón y Senén. Cuatro meses duró aquel largo y penoso viaje, pero las fatigas y traba­jos que en él padecieron nuestros prisioneros, quedaron compensados con la esperanza de recibir la palma del martirio. No obstante, fue disposición divina que a su llegada a Roma hallaran, no la muerte que esperaban, sino la libertad, gracias al emperador Filipo el Árabe, que sucediera a Gordia­no III en 244, y que manisfestaba gran admiración por los cristianos. ANTE EL TRIBUNAL DE DECIO Dec io, que sucedió en el Imperio a Filipo, no heredó de éste la bene­volencia para con los seguidores de Cristo, antes, llevado de la antipatía personal y política, quiso darse la cruel satisfacción de perseguir a muerte a los que aquél había protegido y honrado con su confianza. Fueron encarcelados muchos cristianos, entre ellos Abdón y Senén. Quiso
  • 264. el emperador que el juicio de estos dos últimos revistiera extraordinaria solemnidad, y, según rezan las Actas, citó a los senadores al templo de la Tierra, anunciando que él personalmente presidiría el acto. Reunida la asamblea, hubieron de comparecer los dos mártires. Fueron recibidos con un murmullo general, efecto de la admiración que en la asamblea despertara la magnificencia de sus vestidos y el brillante res­plandor de las joyas con que se adornaban. Decio mandó a Claudio, pontífice del Capitolio, que trajese el trípode sagrado destinado a las ofrendas. Luego, dirigióse a los caballeros de Cristo para exhortarlos a que renunciasen a la fe. —Ofreced sacrificios a los dioses —les dijo—■ y al instante obtendréis la gracia del Imperio, y seréis colmados de honores y riquezas. —Aunque indignos y miserables pecadores, nos hemos ofrecido a Dios en holocausto sempiterno. Así que ya nada tenemos que ofrendar a vues­tros dioses —contestaron los valientes confesores de la fe. —Preparad para estos miserables los más acerbos suplicios y las tortu­ras más horribles —rugió Decio, fuera de sí— ; disponed en seguida leones y osos hambrientos que acaben con tamaña insolencia. —Haz lo que tengas por conveniente, —replicaron los Santos— por­que nuestra confianza la ciframos en Cristo Señor nuestro, que tiene poder para desbaratar todos tus planes y contra cuya providencia de nada ser­virán tus enojos y tiránicos caprichos. Hubo de sonreír el emperador ante aquella noble osadía de sus prisio­neros. Debió juzgar desmedidas la confianza e intrepidez con que se dis­ponían a enfrentar sus amenazas, pero pensó que la reflexión y la soledad acabarían por doblegarlos e hizo que los volvieran a los calabozos. EL MARTIRIO Cuando al siguiente día bajaba el emperador del monte Palatino, ca­mino ya del anfiteatro de Vespasiano, anunciáronle que los osos y leones destinados a los dos cristianos persas, habían sido hallados muer­tos en las jaulas. Encolerizóse Decio por este contratiempo, y desistió de presenciar los juegos. Al mismo tiempo, dio órdenes terminantes al pre­fecto de la ciudad, llamado Valeriano. «Lleva a los presos ante el dios Sol —le dijo—, y si se obstinan en no adorarle, haz que sean arrojados a las fieras que haya disponibles». Cumplió Valeriano la orden, y conminó a los confesores, diciéndoles: —Considerad la nobleza de vuestro linaje tan reñida con las doctrinas
  • 265. cristianas, y ofreced a los dioses el sacrificio que se les debe, de lo con­trario tened entendido que os arrojaré a las bestias feroces. —Sólo a Cristo nuestro Dios adoramos, y por nada del mundo incli­naremos nuestras cabezas ante esos ídolos, fabricados por los hombres —respondieron los atletas de la fe. No obstante la decisión y firmeza de estas palabras, los arrastraron los soldados hasta la estatua y quisieron forzarlos a sacrificar; mas ellos, llevados de santa indignación, escupieron al ídolo, y luego, encarándose con Valeriano le dijeron: —Comprende, Valeriano, que tus vanos ídolos sólo pueden inspirarnos desprecio, así que, lo que has de hacer, hazlo pronto. Ebrio de furor, ordenó el prefecto que los azotasen despiadadamente. Cumplióse con exquisita crueldad aquella orden hasta ensangrentar los mismos vestidos de los valerosos mártires. Pero no consiguieron los verdu­gos arrancarles ni una sola queja. Parecía aquello un desafío entre el furor sanguinario de los sayones y la calma imperturbable de sus víctimas. Ya que hubieron desfogado su rabia, condujéronlos al circo, donde es­peraba ya la multitud. En cuanto aparecieron en el anfiteatro, recibiólos un clamoreo confu­so. A una orden del heraldo, llegáronse los dos hermanos ante Valeriano, presidente del espectáculo por ausencia del emperador, para dirigirle el acostumbrado saludo de los que debían morir. —Venimos —le dijeron— a recibir la corona que nos tiene reservada Nuestro Señor Jesucristo. Que Él te perdone el mal que piensas hacer y te conceda la gracia de conocerle un día. Ya ves con qué regocijo y sere­nidad acatamos tu sentencia. Gracias a ella se nos abrirán hoy las puertas del cielo, el mismo Señor por cuya fe hemos venido al suplicio, nos presta aliento y fuerza para el supremo combate. Aprende tú, ¡oh Valeriano! y aprended, romanos todos de esta lección que la omnipotencia de Jesucris­to os da en sus dos humildes siervos. Encamináronse después muy tranquilamente hacia el centro de la plaza y esperaron la muerte sumidos en fervorosa oración. Dio el prefecto orden de soltar las fieras, y con loco regocijo de los espectadores alzáronse las rejas de los fosos subterráneos. Corrieron aqué­llas con temerosa furia hacia sus víctimas, mas ya cerca de ellas paráronse cual si las detuviera alguna fuerza sobrenatural. Aproximáronse luego len­tamente hasta donde los mártires aguardaban y, cual si de bestias mansas se tratase, rodeáronlos y tumbáronse a sus pies. La muchedumbre, aquella muchedumbre frenética y voluble que de tan diversas maneras solía reaccionar ante lo extraordinario, prorrumpió en atronadora gritería maldiciendo la súbita transformación.
  • 266. La saña del prefecto Valeriano no queda satisfecha con la muerte de los heroicos santos Ahdón y Senén, por lo cual, así que han exha­lado el último suspiro, ordena que sus cuerpos sean arrastrados por la ciudad y que se los deje luego insepultos ante la estatua que no han querido adorar.
  • 267. «He ahí bien palpables los efectos de la magia», exclamó Valeriano, y ordenó a los reciarios y gladiadores que avanzaran para acabar de una vez con los atletas cristianos. Tuvieron que habérselas primeramente contra las fieras que súbita­mente recobraron su agresividad. Llegáronse después donde estaban los dos Santos; y esgrimiendo contra ellos sus punzantes armas los hirieron tan bárbara y sañudamente que en aquel suplicio murieron. La crueldad sanguinaria de los perseguidores quedaba satisfecha, mas no así su fanatismo; porque de acuerdo con una nueva orden de Valeria­no, ataron por los pies los destrozados cadáveres y los arrastraron a través del recinto hasta la puerta de la Muerte, fuera del anfiteatro, donde los dejaron abandonados junto a la estatua del dios Sol. Tres días después un subdiácono llamado Quirino, que vivía cerca de Coliseo, amparado por las sombras de la noche, los recogió cuidadosamente y los llevó a su casa. EN EL CEMENTERIO DE PONCIANO Cosa de medio siglo más tarde y siendo ya cristiano el emperador Constantino —dicen las Actas— apareciéronse los santos Mártires para revelar el lugar de su tumba. Removiéronse entonces con sumo res­peto y decoro las preciosas reliquias y fueron trasladadas al cementerio de Ponciano. En un Cronógrafo o Martirologio de la Iglesia romana que data del siglo iv, se lee lo siguiente con fecha 30 de julio- «Abdón y Senén, en el cementerio de Ponciano, cerca del Oso Cubierto». Esta cita del Martirologio es el documento histórico más antiguo que poseemos sobre los dos mártires. El cubículum o cámara sepulcral de los Santos Abdón y Senén se con­virtió desde el siglo iv al vil en uno de los lugares de reunión preferidos por los cristianos.de Roma. Llama poderosamente la atención una pin­tura del siglo vi o vil que todavía se conserva y que decora la cara ante­rior del sepulcro, representa la apoteosis de los ilustres mártires. En terreno del cementerio edificóse una basílica hacia el siglo v n , pero como aquella parte de la ciudad fue la castigada en la prolongada lucha habida entre los lombardos y la Santa Sede, quedó el templo, como tantos otros, en lamentable estado. En vista de ello, el papa Gregorio IV determinó trasladar los santos cuerpos a la iglesia de San Marcos, en el interior de la ciudad. Llevóse a cabo la traslación en 826. Guardóse allí tan rico tesoro hasta la segunda mitad del siglo x.
  • 268. SANTA MARÍA DE ARLES EN EL ROSELLÓN Por aquella época, el monasterio benedictino de Santa María, en la actual diócesis de Perpiñán, y todo el valle de Arles de Tech, parecía experimentar los efectos de la indignación de Dios. Año tras año, asola­ban los campos continuas y terribles tormentas, los lobos, osos y gatos monteses, acosados por el hambre, abandonaban sus guaridas para destruir lo poco que en las campiñas quedaba. Los damnificados hacían continuas rogativas para obtener de la divina misericordia el término de aquel azote; pero en vano; diríase que Dios no quería en modo alguno escuchar los ruegos de aquellas atribuladas gentes. Amolfo, abad del monasterio, determinó ir a Roma en busca de reli­quias de santos, persuadido de que por ellas se aplacaría el Señor. Así, pues, a pesar de su avanzada edad, partió para la Ciudad Eterna. Los acontecimientos confirmaron que Dios le guiaba en aquella empresa. Habiendo reparado el Papa en la presencia del abad Amolfo durante la procesión estacional, llamóle y se informó por él de las grandes pruebas que afligían al monasterio y territorios anejos. Edificado, además, por el objeto de su largo y penoso viaje, concedióle, dice la tradición, las reli­quias que deseara llevar, excepto, naturalmente, las de los apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires Esteban y Lorenzo. Durante el sueño fuele revelado al abad las reliquias que debía pedir. Vio una cripta, y en ella dos tumbas de donde manaba una fuente de san­gre. Era la confesión de la basílica de San Marcos en la que la víspera había tenido lugar la estación. «Las reliquias que hay en estas tumbas, díjole una voz, son las de los bienaventurados mártires Abdón y Senén». Vuelto hacia donde partía la voz, exclamó Arnolfo: «Plázcaos, Señor, que me las lleve para remedio de los males que afligen a mi país». Sus de­seos fueron cumplidos, porque informado el Papa de aquella revelación, mandó buscar las sagradas reliquias, y halladas, hizo con ellas dos lotes, uno de los cuales recibió el abad con gran contento y satisfacción. Era, en verdad rico el tesoro adquirido, y por ende, expuesto a gran­des peligros, máxime en aquellos siglos de fe viva. No lo ignoraba el di­choso abad, y para prevenir la piadosa codicia que pudiera suscitarse en los moradores de los lugares por donde debía pasar, acudió a una inge­niosa estratagema; y fue —dice la crónica— que mandó hacer un barril con tres compartimientos, puso en el del medio su preciosa carga, y llenó de vino los dos extremos.
  • 269. GRANDES MILAGROS Pronto se manifestó la virtud que las reliquias comunicaban al vino, porque en el puerto de Génova, el demonio denunció la presencia de los mártires por boca de una posesa. El avisado abad dio a la mujer un poco de aquel vino y quedó ésta libre del demonio. Ya en alta mar desen­cadenóse una furiosa tempestad. En lo más recio del peligro postróse de rodillas el abad, e invocó la protección de los mártires, imitáronle los demás y juntos hicieron un voto al Señor. En un momento, experimen­taron los maravillosos efectos de la oración, porque aparecieron en el barco dos jóvenes de extraordinaria hermosura, que se dieron a arreglar el palo mayor, roto a consecuencia de la borrasca; acomodaron las velas, y, por fin, apaciguaron el mar, con gran pasmo de los atribulados nautas. Éste y otros estupendos milagros realizados abordo, despertaron la atención de todos los que en el buque iban, pero el buen abad, siempre des­confiado y con temor de que pudieran asaltar su preciado tesoro guardó absoluto secreto sobre él, de manera que pasó completamente inadvertido para cuantos viajaban. Desembarcado que hubo en una ensenada del cabo de Creus, cargó Arnolfo el preciado barril sobre sus venerables hombros y continuó su camino por tierra. Al llegar al pie de los Pirineos, topó con dos ciegos que pedían limosna; dioles también a beber un poco del vino del miste­rioso barril y recobraron al punto la vista. Para atravesar la cordillera con más comodidad, trató Arnolfo con un arriero y convinieron en ir juntos hasta el convento. En cuanto pisaron tierra patrimonial del monas­terio, las campanas de los lugares por donde pasaban, repicaban alegre­mente por sí solas, como para dar la bienvenida a los celestiales protec­tores. Ya se oía el alegre carillón del monasterio cuando plugo a Dios manifestar la santidad de sus siervos con otro milagro; porque cuando su­bían una empinada pendiente del flanco de la montaña, de tal manera agui­joneó el arriero a la pobre bestia que le hizo perder el equilibrio y rodó, entre peñas y malezas, hasta dar en el río. ¡Dios Santo! —exclamó' ner­viosamente el buen arriero—, si no tengo dentro de mí al mismísimo dia­blo, yo no sé lo que me pasa. ¿Por qué habré hecho esta barbaridad?». Con todo, la acémila no sufrió el menor daño, sino que levantóse por sí sola, remontó el lecho del río con la carga intacta sobre sus lomos, y llegó al monasterio antes que los dos estupefactos caminantes. Con las santas reliquias recibió el valle de Arles de Tech la bendición de Dios, pues desde entonces se vio libre de las terribles calamidades que habían venido azotándolo.
  • 270. Y no sólo recibió esta gracia, sino que, además, se multiplicaron ex­traordinariamente los prodigios, de modo que llegó a hacerse popularísi-ma la devoción a estos santos mártires; devoción que el cielo ha refren­dado con aquellos favores debidos a su poderosa intercesión. LA «SANTA TUMBA» Junto a una capillita y en el ángulo formado por la fachada de la iglesia de Nuestra Señora de Arles y el muro exterior del claustro, hay un sarcófago de mármol blanco, que data del siglo IV o quizá del III. Dos ménsulas de piedra le aislan del suelo, y otras dos, de la pared. Según la tradición, ese sepulcro encierra las reliquias de los gloriosos Santos Abdón y Senén. Si ello no es cierto, es muy probable que en otros tiempos hubieran contenido alguna parte de las mismas. Allí existe un prodigioso manantial cuyas aguas se renuevan de continuo. Alguna vez se agotó ese manantial, pero bastó implorar con públicas oraciones el so­corro de los mártires persas para que nuevamente brotara. La Revolución francesa profanó, en 1794, la «santa tumba»; fue abierto el sepulcro y colmado de inmundicias. Dieciséis meses más tarde repararon los fieles el ultraje; limpiaron el sarcófago, lo lavaron y, efec­tuadas las convenientes reparaciones, viose el agua salir nuevamente de las paredes y llenar el fondo, sin que hasta el presente se haya interrumpido. Varias veces se ha pretendido explicar, tras detenidos exámenes, la maravilla de la «santa tumba»; pero han fracasado rotundamente los dis­tintos ensayos de la ciencia. En cambio, la sencilla fe del pueblo ve en ello una prueba manifiesta de poder de Dios que quiere así honrar a sus Santos. S A N T O R A L Santos Abdón y Senén, mártires; Rufino, mártir; Abel, hijo de Adán y Eva, a quien invocamos en las oraciones de los agonizantes; Explecio, obispo de Metz; Urso e Imerio, obispos. Beatos Tomás de Kempis, canónigo regu­lar, autor de la «Imitación de Cristo»; Manés de Guzmán, hermano de Santo Domingo de Guzmán y su colaborador; Luis Gandullo. dominico. Santas Máxima, Donatila y Segunda, vírgenes y mártires; Julita, mártir en Cesarea de Capadocia. Venerable Luisa de Carvajal, la cual consagró su vida a sostener el ánimo de los fieles perseguidos por la Reforma en Inglaterra.
  • 271. D ÍA 3 1 DE JUL IO SAN IGNACIO DE LOYOLA FUNDADOR DE LA COMPAÑIA DE JESÚS (1491-1556) Cuando más arreciaban contra la cristiandad los enemigos de nues­tra Santa Religión, levantó el Señor las cruzadas, a cuya cabeza puso siempre, con singular providencia, un esforzado capitán. En la primera mitad del siglo xvi, eligió Dios para tan noble empresa de su gloria, al insigne caballero español Iñigo de Loyola. Siglo fue aquél de confusión y desconcierto para las inteligencias. Amenazaban a la fe católica príncipes malvados, monjes apóstatas y el desbordamiento de ideas paganas que so capa de Renacimiento se derramaron por los ám­bitos de Europa. Menester era, para contener su avasallador empuje, el dique de un Renacimiento cristiano y de una cruzada intelectual, cuyos soldados juntasen a la fe la ciencia, y a las virtudes apostólicas un tacto exquisito y un perfectísimo conocimiento del campo en que habían de actuar a fin de poder combatir al enemigo con sus propias armas. Esta adaptación maravillosa de lo humano a lo sobrenatural fue papel reser­vado en la Iglesia de Dios muy particularmente a la ínclita «Compañía de Jesús» y a su esclarecido patriarca y fundador San Ignacio de Loyola. .Nació San Ignacio en el castillo de Loyola de la pronvicia de Guipúz­coa, la Noche Buena del año 1491. Bautizáronle en la iglesia de Azpeitia
  • 272. y le llamaron Iñigo o Ignacio. Fue el último de los trece hijos de Beltrán de Loyola y María Sáenz de Balda. Para situar más concretamente la vida de nuestro Santo, diremos que nació durante el reinado de los Reyes Católicos y murió dos años antes que el emperador Carlos V. Mostró desde niño vivo y despierto ingenio. Enviáronle sus padres a la corte para que allí se educase con otros jóvenes de su calidad; y como era de grande y brioso ánimo, pronto se aficionó a las armas. Ya en su edad varonil, capitán de los ejércitos de don Fernando, se nos pre­senta como uno de tantos hidalgos, prendado de la vida cortesana y de las gestas guerreras, pundonoroso y arrogante caballero. No cabe duda de que Ignacio tuviera buenos principios de religión y moral, pero no nos atreveríamos a asegurar que bastasen para apartarle de lamentables extravíos. Hay distintas opiniones entre los biógrafos sobre la juventud de nuestro héroe, la cual, por cierto, fue no poco mun­dana. ¡Trazas misteriosas de la Divina Providencia! Quizá permitió el Señor aquellos deslices y angustias morales en consideración al futuro mi­nisterio de Ignacio, a quien destinaba para establecer una Orden que ha­bía de dedicarse principalmente a reanimar en los hombres la virtud de la esperanza. SITIO DE PAMPLONA. — CONVERSIÓN El año de 1521, mientras Iñigo defendía el castillo de Pamplona contra las tropas de Francisco I, fue herido de bala en la pierna derecha. Lleváronle a toda prisa al castillo de Loyola. Para no quedar cojo, se so­metió heroica y calladamente a sucesivas operaciones dolorosísimas; mas, a pesar de tantos cuidados, quedóle de aquel mal una leve cojera hasta el fin de su vida. La convalecencia había sido lenta. Para matar el tiempo durante ella, y no aburrirse, pidió el Amadís de Gaula, novela de aven­turas amorosas y bélicas muy estimada de nobles y guerreros. Mas no fue posible dar con tal libro y hubo de contentarse Ignacio con otro de Vidas de Santos y la Vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia. La inmovi­lidad le invitó a reflexionar; y así, de grado o por fuerza, tuvo que admi­rar aquellos ejemplos de pobreza voluntaria, de humildad, de desasimien­to y de aparente flaqueza que ocultaba, en realidad, la más varonil y, fecunda energía. Llegó así a familiarizarse con Cristo, ideal de santidad, a quien contemplaba padeciendo otra vez la Pasión para satisfacer por los delitos de los pecadores. De esta suerte y casi sin caer en ello, fue Igna­cio descubriendo los maravillosos horizontes del mundo sobrenatural.
  • 273. Decíase a sí mismo «Ea, ¿por qué no he de hacer yo lo que San Francisco de Asís o Santo Domingo hicieron?» Pero a estos pensamientos religiosos se juntaban otros de vanos recuerdos del siglo. Púsose entonces a reflexionar sobre el carácter de unos y otros, y descubrió que los malos pensamientos, al desvanecerse dejan el corazón vacío, siendo así que los espirituales llenan el alma. Pero ni reflexiones ni lecturas bastaban a esta alma ardiente y gene­rosa. Con obras quería mostrar al mundo que estaba resuelto a mudar de vida. Pensó al principio en que se haría Cartujo en cuanto volviera de un viaje que deseaba emprender a Jesusalén; estaba determinado a dejar familia y bienes para darse de lleno a la penitencia. Habiendo sanado de las heridas, montado en una muía, fue cierto día a visitar al duque de Nájera, virrey de Navarra. Detúvose en el famoso santuario de Nuestra Señora de Aránzazu, y cumplido que hubo con el duque, partióse para Nuestra Señora de Montserrat, que está cerca de Barcelona. Pensando en la peregrinación que quería hacer a Tierra Santa, com­pró, al llegar al pie de la montaña de Montserrat, un equipo completo de peregrino: hábito y esclavina de sayal, cinturón y sandalias de cuerda, bordón y calabacino. Tres días permaneció en Montserrat; allí hizo con­fesión general de su vida, y antes de partirse colgó delante del altar de la Virgen su espada, con la que durante el viaje había estado a punto de matar a un moro que en su presencia se permitiera blasfemar de Nuestra Señora. EN MANRESA. — EL LIBRO DE LOS «EJERCICIOS» A n t e s de embarcarse para Jerusalén, salió Ignacio hacia Manresa, donde había un hospital para los peregrinos. Allí vivió de limosna mientras cuidaba a los enfermos y cumplía rigurosísima penitencia. Solía juntarse con quienes, sin duda, le baldonarían a sus anchas por lo desa­liñado que a sabiendas andaba; porque pensando Ignacio en el esmero y cuidado que ponía en otro tiempo para lucir elegantes atavíos, pretendía ahora castigar aquella vanidad y vencerse en esto, andando por el hos­pital muy descompuesto en su persona. Tuvo, pues, que sufrir toda clase de afrentas. Mas nada fue todo ello si se compara con las grandes tenta­ciones por que pasó hallándose en aquel lugar. Asaltáronle los escrúpulos y hasta llegó a apretarle con fuerza el pensamiento de suicidarse, pensa­miento que él rechazaba horrorizado por considerarlo ofensa gravísima al Criador. Triunfó, por fin, después de durísimos combates, de aquella impertinente molestia, y consiguió en premio aquel don singular, que le acompañó toda su vida, de saber serenar las almas escrupulosas.
  • 274. Por entonces tuvo sus célebres visiones, que si bien no fueron exte­riores y objetivas, por ellas «entendió maravillosamente —dice su secre­tario— muchísimas cosas respecto de las ciencias naturales y los misterios de la fe recibiendo allí más luces que en todas sus demás visiones y en todos los estudios de su vida juntos». Siguiéronse, por poco tiempo des­pués, raptos y éxtasis maravillosos, uno de lo cuales le duró toda una semana, de suerte que le daban por muerto. Entretanto, el peregrino de Montserrat había ido adentrándo.se en los secretos de la santidad por la dolorosa senda de la prueba interior, y por la práctica de una muy rigurosa penitencia. Por tal manera iba orien­tándose poco a poco en la- vida espiritual, y creciendo en, confianza y amor. Finalmente, creyó llegada la hora en que podía ser útil a los demás con el caudal de su propia experiencia. No era desde luego hombre sin letras, pero tampoco de sobra ilustrado; no descuidó, pues, las ocasiones de aprender: estudió gramática y se ejerció en la elocución, yendo adrede en busca de auditorio. Empezaron los del hospital a mirarle con buenos ojos; no se burlaban ya de él, ni le maltrataban, antes le dieron desde entonces muestras de benevolencia y respeto. Al advertirlo Ignacio, tomó aquello por nuevo lazo del demonio, y, para evitarlo, fuése en busca de lugar apartado donde poder vivir más retirado y oculto que en el hospital. Hallólo en el fondo de un vecino valle, en una cueva llena de malezas, La Santa Cueva, muy venerada aún hoy día de los fieles en Manresa, fue testigo de maravillosas y heroicas austeridades que trocaron y gastaron la robusta complexión de nuestro Santo. En ella se bosquejó una de las más prodigiosas obras maestras del ascetismo; el famosísimo libro de los Ejercicios, teniendo como Maestra a la Santísima Virgen a quien Ignacio profesaba ternísima devoción. Andando el tiempo, este excelente libro se ha vulgarizado sobrema­nera entre los fieles. Su epígrafe tiene visos de arenga militar, y es que el pensamiento del antiguo defensor de Pamplona, fue trazar como un plan de campaña para uso de quien, queriendo vencerse y dejar el pecado, se declara a sí mismo cruda guerra, para ir consiguiendo, con la gracia de Dios, y victoria tras victoria, la perfección y santidad que sólo se logra «bajo la bandera de Cristo» y en lucha contra demonio, mundo y carne. San Ignacio escribió el libro de los Ejercicios para sí mismo y para los que habían de ser sus compañeros en el apostolado. Mas también lo destinó a las personas del siglo algo ilustradas, pero cristianas a medias, que deseaban enfervorizarse en la práctica de la religión, lo mismo que a quienes, viviendo ya cristianamente, aspiran a mejorar su vida más y más. De ahí la singularidad y eficaz virtud de este excelente libro confirmado y alabado por el papa Paulo III el año 1543 y por los auditores de la Rota
  • 275. Es t a n d o San Ignacio en la defensa del castillo de la ciudad de Pam­plona, es herido de una bala en la pierna derecha, de manera que le desmenuzó los huesos. Aquel suceso fue punto de partida para una prodigiosa conversión que hizo del capitán Ignacio un poderoso ba­luarte de la Religión.
  • 276. y tribunales de la Inquisición. Siglos lleva ya este precioso libro de fecun­da influencia en el mundo espiritual, y hoy puede afirmarse que, a pesar del continuo progreso que viene realizando como obra de apostolado, no ha logrado todavía la cumbre a que ha de llevarla su extraordinario mérito. JERUSALÉN, ESPAÑA, PARÍS Ha l lá n d o s e ya notablemente mejorado de su dolencia, dejó Ignacio la villa de Manresa y partió para Jerusalén. Embarcóse en Barce­lona, cruzó el Mediterráneo, y fue a desembarcar a Gaeta. De allí men­digando, prosiguió a pie hasta Roma, adonde llegó el domingo de Ramos del año 1523. A los quince días salió para Venecia. Dio allí con un rico español, el cual intervino cerca del dux para que reservasen a Ignacio un puesto a bordo de un navio que debía pasarle a la isla de Chipre. Aunque cansadísimo y enfermo, embarcóse el día 14 de julio. En la travesía quiso reprimir el libertinaje de los marineros, pero poco faltó para que aquellos desalmados le dejasen abandonado en un islote solitario. Llegado a Chi­pre, embarcó Ignacio en el navio en que solían hacerlo los peregrinos, y tras cuarenta y ocho días de navegación abordaron al puerto de Jafa, de donde nuestro Santo se dirigió a Jerusalén. Finalmente, después de cinco días de viaje llegó a la Ciudad Santa, y entró en ella el 5 de septiembre. Lloró de consuelo a vista de los Santos Lugares y visitó muchas veces todas las estaciones de la Pasión del Salvador. Hubiera querido quedarse allí para predicar y convertir a los infieles; pero no se le permitió, y viose obligado a retornar con los demás peregrinos. Volvió a Barcelona, y merced a la liberalidad de una insigne bien­hechora llamada Isabel Roses, estudió Ignacio humanidades por espacio de dos años con el sabio maestro Jerónimo Ardébalo, sin por eso disminuir sus austeridades ni dejar de trabajar en la salvación de las almas. Pasó luego a la Universidad de Alcalá, donde se encontró con tres antiguos compañeros y un muchacho francés con quien trabó amistad. Aquí como en todas partes, vivió de limosna. Pronto llegó a tener enemigos por causa del celo que mostraba para convertir pecadores y promover la práctica de los Ejercicios. Acusáronle de herejía, y con malas artes lograron que se le detuviera y encerrara en la cárcel. Cuarenta y dos días quedó en ella sin saber por qué. Diéronle al fin libertad y amparado por el señor Arzo­bispo de Toledo pasó a Salamanca para proseguir los estudios. Ignacio y sus tres compañeros no tuvieron mejor suerte en Salamanca, porque allí también los encarcelaron. Vínole entonces la idea de pasar a París, donde solían estudiar por entonces muchos españoles, y allá se
  • 277. encaminó para llegar el dos de febrero de 1528. Asistió a los cursos del colegio de Monteagudo y luego estudió Filosofía en el de Santa Bárbara, y consiguió graduarse de Maestro en Artes a los 14 de marzo de 1535. Entretanto, como se acercase el día en que el Señor iba a dar a su Iglesia por medio de Ignacio la ínclita Compañía de Jesús, inspiró a seis compañeros del Santo para que se le juntasen con el propósito de trabajar unidos en la salvación de los prójimos. Eran éstos Francisco Javier, a quien Ignacio ganó el corazón con su exquisita amabilidad; Santiago Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla, Simón Rodríguez y Pedro l abro, sacerdote originario de Saboya; todos ellos hombres insignes en virtud y letras. Con todo, ni ellos m San Ignacio tuvieron antes de 1538 el pensamiento de fundar el Instituto religioso que tan célebre y admirado sería en el mundo entero. El día de la Asunción de 1534, en la capilla ilel mártir San Dionisio del monasterio benedictino de Montmartre, hicie­ron voto de ir a Jerusalén para dedicarse totalmente a la conversión de los infieles en Oriente, y, si no les fuese posible, acudir a Roma y presentarse iiI Sumo Pontífice para que los emplease en servicio de la Iglesia. En el mismo lugar y fecha, renovaron este voto los años 1535 y 1536. FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS An t es de cumplirlo, tuvo el santo fundador que volver a España para arreglar algunos negocios en provecho de sus discípulos. De aquí salió para Venecia, donde habían de ir sus compañeros, citados allí por él. Pasaron varios meses antes de que llegase, y en el ínterin, juntáronse a ellos tres compañeros más. Llegaron los nueve a Venecia el día 6 de ene-io de 1537. Ignacio había conquistado a un bachiller español llamado Ho­ces, el cual ya no los abandonó hasta su muerte, ocurrida poco después. En dicha ciudad fueron ordenados de presbíteros Ignacio y aquellos discípulos suyos que no eran todavía sacerdotes. Realizóse la ceremonia el día de San Juan del mismo año de 1537; ofició en ella el nuncio Mon­señor Varallo que fue después cardenal. Un año entero pasó el Santo preparándose a recibir las sagradas órdenes, y los cuarenta días inmediata­mente anteriores vivió solitario, en una casucha arruinada y expuesta a indos los vientos, entregado de lleno al ayuno y a la oración. Declaróse entretanto la guerra entre venecianos y turcos, lo cual hizo imposible la peregrinación a Jerusalén. Ignacio, que permaneció un año en Venccia, envió a algunos de sus compañeros a las universidades de Italia para que enfervorizasen a los estudiantes, y en compañía de los demás fue a Roma para informar al Sumo Pontífice y pedirle consejo y dirección.
  • 278. El papa Paulo III, que estaba por entonces preocupado por la refor­ma de costumbres en el clero secular y regular, blanco principal de los trabajos del Concilio de Trento, otorgó cariñosísima acogida a aquel gru­po da sacerdotes, la misma ideal perfección de vida que se habían ya propuesto los Teatinos aprobados en el año 1524, y los Somascos, fun­dados en 1528. Ignacio y sus compañeros, aspiraban, además, a cumplir el apostolado cristiano en todas sus formas, por la predicación apostólica, la enseñanza, y las misiones dentro y fuera de Europa. El año de 1539, convinieron en fundar un nuevo Instituto, resolución que aprobó verbal­mente el Papa el 23 de septiembre de 1539. A 27 de septiembre del siguiente año, 1540, por la Constitución Regímini militántis Ecclésios, Paulo III dio licencia a San Ignacio y a sus compañeros para fundar una Sociedad llamada «Compañía de Jesús», y para admitir en ella a quien estuviese dispuesto a hacer voto de pobreza, obediencia y castidad per­petua, y a trabajar por medio de la predicación, ejercicios espirituales, confesión y obras de misericordia, para que las almas adelantasen en la práctica de la vida cristiana. Esta nueva institución estaba destinada a luchar eficazmente contra el protestantismo. DIFUSIÓN DE LA COMPAÑÍA Pronto repartió Ignacio a su hijos por todo el mundo: antes de pu­blicarse la Constitución apostólica, ya San Francisco Javier corre a evangelizar las Indias, dos padres y un novicio llegan a Irlanda y empiezan la predicación con grave riesgo de su vida. Entretanto, entregá­base el fundador a otras empresas: reconciliaba grandes enemigos políti­cos, fundaba casas de refugio para judíos conversos, otras para pecadoras arrepentidas y diversos centros de educación para los jóvenes. El 22 de abril de 1541, con unánime sentir, fue Ignacio elegido Pre­pósito General en San Pablo extramuros. Recibió luego votos de sus dis­cípulos y emitió los suyos antes de comulgar. No faltó a la Compañía el apoyo de Paulo III: en 1543, logró el fundador una Carta apostólica que suprimía la limitación del número de profesos- dos años después, por otra Carta facultábase a la Compañía para predicar y administrar los Sa­cramentos, en 1546, otorgóse a los Padres derecho de tener coadjutores para lo temporal y espiritual, en 1548, a petición del duque de Gandía, que fue después el padre Francisco de Borja, fue aprobado y alabado el libro de los Ejercicios por Paulo III. Todas estas decisiones fueron con­firmadas en 1550 por Julio III, y después por muchos otros Pontífices que han colmado a la Compañía de Jesús de merecidos elogios y privilegios.
  • 279. SU MUERTE En 1547, llevado de su profunda humildad, quiso San Ignacio renunciar al generalato, y nombrar sucesor al padre Laínez; tres años después, en 1550, volvió a insistir con otra carta, pero fue también en balde. Los postreros años de su vida los pasó revisando las Constituciones de la Com­pañía, y escribiendo su redacción definitiva, y el comentario y aplicación de las mismas. Sobrevínole grave enfermedad el año 1556, con lo que dejó el gobierno a tres de sus discípulos. Finalmente, habiendo recibido la bendición del Sumo Pontífice, dio con gran paz y sosiego su espíritu al Señor, a los 31 de julio del mismo año. Enterráronle en la iglesia de la casa profesa. Más tarde fue trasladado el Sagrado cadáver a la del Gesü. Aunque la Compañía llevaba sólo dieciséis años de fundada, al morir San Ignacio dejaba un centenar de casas distribuidas en diez provincias. Fue beatificado por el papa Paulo V el día 27 de julio de 1609. Su Santidad Gregorio XV lo canonizó con fecha del 12 de marzo de 1622. La historia de la Compañía es, desde sus comienzos, inseparable de la historia de la Iglesia. A mediados del siglo xvm se concertaron contra ella todas las potestades infernales que tenían a su servicio el judaismo, el protestantismo, la enciclopedia y la mayor parte de los soberanos de Europa; los cuales valiéndose de mil engaños y violentas amenazas, logra­ron al fin que el débil Clemente XIV firmara con mano temblorosa el Breve de extinción de la Compañía a 21 de julio de 1773. Pero veintiocho años después, otro papa, Pío VII, volvió por el honor de la Orden y la res­tableció, primero en Rusia en 1801, y en 1814, en todo el mundo. S A N T O R A L Santos Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús; Juan Colombino, fundador de los Jesuatos; Germán, obispo de Auxerre; Calimerio. obispo de Milán, mártir bajo Antonino Pío; Firmo, obispo de Tagaste, y Pedro, de Ravena; Fabio, soldado y mártir; Demócrito. Segundo y Dionisio, már­tires en Sinada de Frigia; Onésimo y compañeros, mártires en Italia. Santa Elena de Skofden, mártir.
  • 280. El emperador Diocleciano El papa Formoso D IA 1.° D E AGOS TO / SAN FELIX DE GERONA a última persecución general contra la Iglesia, en los primitivos tiempos del Cristianismo, fue la decretada por el emperador Diocle­ciano. Durante ella corrió a torrentes la sangre de innumerables víctimas, especialmente en España, donde, por haber sido tantos los que murieron por la fe, se denominó a esta época «era de los mártires» (303). Como satélite del emperador y encargado de hacer cumplir sus crueles disposiciones, vino a la Península, Daciano, el enemigo más señalado del nombre de Cristo. Sus poderes debían de ser mucho más amplios que los de un simple gobernador, por cuanto tan pronto se le veía ocupar el estrado presidencial para condenar a los cristianos de Cartagena, como a los de la Tarraconense o a los de Lusitania. El cruel delegado aprovechó aquella amplitud de prerrogativas para cruzar en todas direcciones los territorios de nuestra nación y sembrarlos de mártires. No existe lugar donde no haya posado su garra una y mil veces sin que la fecundidad prodigiosa del Cristianismo llegara a saciar su desatado furor ignoraba que era precisamente aquella crueldad germen poderoso para el acrecen­tamiento de la odiada doctrina, como bien se lo explicó San Félix de Gerona. MÁRTIR ( t hacia el 304)
  • 281. UN HIMNO DE PRUDENCIO El poeta Prudencio en su maravilloso himno Peri Stephanon, en el que corren parejas el patriotismo y el sentimiento religioso, canta las gestas gloriosas de sus compatriotas mártires, entre cuyas falanges re­serva lugar de honor para ensalzar cumplidamente a nuestro Santo. Imagínase que en el día del Juicio Universal, cuando Cristo venga al mundo a ponderar con la balanza de su justicia las acciones de los pue­blos, cada una de las ciudades de su patria se pondrá en marcha para presentar en sendas canastillas las reliquias de los respectivos mártires. «Este desfile de ciudades ante el Supremo Rey de cielos y tierra, en las actitudes más diversas, oprimiendo una contra el seno su tesoro, ofre­ciendo otra el suyo bajo el símbolo de magníficas coronas rutilantes de pedrería, ciñendo ésta la frente con corona de olivo, emblema de paz, ofreciendo aquélla sobre el altar con gesto confiado las cenizas de una doncella mártir, es una de las concepciones más grandiosas de la poesía cristiana. Creería uno estar contemplando esos largos desfiles de Santos que llevan en la mano o en los pliegues de su ropaje, un objeto precioso, o algún libro o corona, que en los frisos de las basílicas cristianas desta­can sobre campo de oro sus elegantes líneas y parecen avanzar con paso uniforme hacia el trono de Cristo que fulgura en el fondo del ábside». (Tomado del libro de Pablo Allard, titulado Persecuciones de España). Entre las poblaciones que en la creación de Prudencio figuran en esta soberbia procesión, la ciudad depositaría de las reliquias de San Félix desfila inmediatamente después de Tarragona, la cual ofrenda las coronas de Fructuoso, Augurio y Eulogio, martirizados muchos años antes en dicha ciudad, mientras estaba al frente del imperio el impío Valeriano. Veamos de qué medios se valió la divina Providencia para conducir a nuestro Santo a esta ciudad, en que luego habría de sufrir el martirio. EN DISFRAZ DE MERCADER.—APÓSTOL SIN SER SACERDOTE Nació Félix en Sicilium o Scilita, ciudad del África proconsular o car­taginesa, célebre por el martirio de doce de sus hijos, condenados y muertos por la fe en Cartago en tiempos del emperador Severo. Las riquezas de su nobilísima familia le permitieron en hora muy temprana atravesar la Numidia y la Mauritania Sitifense y pasar a Julia Cesarea —hoy Cherchell, en el departamento de Argel— en compañía de su amigo y compatricio San Cucufate, para dedicarse al estudio de las artes
  • 282. liberales. El tráfico comercial intenso del puerto de Cesarea con los de la Tarraconense, puso en conocimiento de Félix la horrible persecución que en esta sufría el cristianismo y las huellas de sangre que marcaban el paso de Daciano, teniente imperial de Diocleciano. Y como bullía en su corazón mozo la ardiente sangre siciliana que tantas veces fue derramada por la fe en la plaza de Cartago, sintióse émulo de aquellos héroes de su patria y determinó acudir al foco mismo de la persecución para alentar a sus hermanos. Arrojó, pues, lejos de sí los libros que hasta entonces le ocuparan. «¿De qué me sirve —pensaba— la ciencia de los hombres? ¡ Busquemos la ciencia que estudia al Autor mismo de la vida!». Cucufate compartía los nobles sentimientos de su amigo Félix. Así, pues, disfrazados ambos de mercaderes, embarcaron con rumbo a Bar­celona, en donde apenas llegados, a fines del año 303, entregáronse ávi­damente a las prácticas cristianas con todo el fervor de sus corazones. Traficantes de nuevo cuño, la caridad constituía su comercio, no ven­dían, que regalaban, juzgándose harto remunerados con ganar almas para Jesucristo, a cuya gloria, repartido que hubieron sus bienes, consagraron por entero sus personas, decididos a vivir enteramente para Él. Según las 4ctas de Santa Eulalia de Barcelona, Félix hubo de confe­sar la fe al propio tiempo que esta noble virgen. No le olvidó Eulalia, cuyo cuerpo dejaron los vei dugos pendiente del patíbulo durante tres días para que fuese devorado por las aves de rapiña. Porque al acudir los cristianos para darle piadosa sepultura, halláronlo cubierto con albo manto de nieve que milagrosamente cayera del cielo para protegerlo, y como Félix, que también estaba allí, felicitase a la heroica virgen por haber sido la primera en conquistar la palma del martirio, Eulalia —dice el cronista— entreabrió nuevamente los labios dibujando una leve sonrisa. Dejó Félix a Cucufate en Barcelona —a la que poco después había de honrar éste con la efusión de su sangre—, y siguió él hacia el norte hasta llegar a Ampurias. Llegado a aquella ciudad, entregóse por entero al estudio de las Divinas Letras y al ejercicio de la caridad. Era —dicen las Actas— casto, sobrio, manso, pacífico y sincero, amado del pueblo por sus incesantes limosnas y hospitalario para con todos cuantos a él acudían. Así, los ejemplos que daba confirmaban sus exhortaciones a la compasión para con los menesterosos y a la benevolencia con todos. No conocemos documento alguno en que conste haber recibido Félix las órdenes sagradas, mas no por eso dejó de practicar las virtudes corres­pondientes al estado de vida que ellas suponen, ya que fue su más gran­de preocupación derramar en las almas de sus hermanos los tesoros es­pirituales de que estaba henchido su ferviente y generoso corazón. ¿Por qué amar la vida de este mundo tan fugaz y estéril? —de­
  • 283. cía—. Busquemos más bien la que el Señor promete a cuantos le sirven en verdad. Pensad, hermanos, que los tormentos con que el impío Da-ciano, hijo de Satanás, nos amenaza, durarán poco y se desvanecerán como el humo. Caminaba, pues, sin temor e iba sembrando —como dicen las Actas— «las perlas preciosas de la palabra evangélica». Muy pronto llegó a Gerona. INTRÉPIDO CONFESOR DE LA FE Pre sto logró reunir Félix en torno suyo a considerable número de cristianos a quienes exhortaba y fortalecía en la fe. Empero, el demo­nio no había de sufrir mucho tiempo el apostólico celo que tantas almas le disputaba. Uno de los oficiales de Daciano, Rufino, apresuróse a anunciar ante su señor la audacia de aquel africano que, a la vista de los mismos que debían abolir la nueva religión, osaba predicar la doctrina de Jesucristo. Inmediatamente dio Daciano la orden de prenderlo y propo­nerle la elección entre dos partidos: o conquistarse la gracia del perse­guidor ofreciendo sacrificios a los dioses del imperio o ser castigado con los más crueles tormentos si rehusaba someterse a los edictos imperiales. Rufino, a quien interesaba sobremanera apoderarse de las riquezas que Félix tan liberalmente repartía entre los pobres, acudió inmediatamente a Gerona e informado de que se había retirado a casa de Plácida noble ma­trona cristiana, no tardó en hacerlo detener por sus sicarios. Llevado el pri­sionero a su presencia trató de conquistarlo por la adulación y la astucia • —Me han dicho que tu boca destila palabras llenas de prudencia y dul­ces como la miel, recibe por tanto los plácemes de Daciano a quien hala­ga de verdad el tener en su provincia hombres tan discretos. Quiere que yo elija para ti una esposa rica, virtuosa y noble como tú, con la única condición de que ofrezcas incienso a los dioses del imperio. Al escuchar la impía propuesta Félix no pudo contener su indignación: — ¡Oh lengua diabólica y emponzoñada! —le responde—. Halagas tan sólo para engañar y prometes bienes terrenos para robarme los del cielo. Desprecio esas vanas riquezas; guárdalas para tus hijos si te pa­rece, que en cuanto a mí, nadie me apartará de la caridad de Cristo. — ¡Así, pues, tu elección es irrevocable, cristiano maldito! —exclamó Rufino con rabia. —Malditos son, replicó Félix, aquellos a quienes aprobáis tú y tu padre el diablo. Sedúcelos a ellos con tus falaces promesas y arrástralos contigo a tu vergonzosa idolatría, que muy presto arderéis juntos eternamente. Irritado Rufino, mandó apalear brutalmente al intrépido confesor de
  • 284. Fu e r a ya de sí, ordena el tirano que aten los pies a San Félix y que sujeto por ellos a un par de mulos, sea arrastrado por las calles de la ciudad. Con lo cual queda tari bárbaramente destrozado el cuerpo del insigne mártir, que sólo por milagro pudo sobrevivir al tormento.
  • 285. la fe, que de tal modo se atrevía a resistírsele, y que luego se le encerrase en lóbrega cárcel. Félix, lleno de alegría exclamó: «Gracias te doy, Señor, por la suerte que me espera. En ti confío, porque tú probaste mi forta­leza y en las tinieblas me visitaste». No dándose por vencido en su empeño, acudió Rufino a la astucia: —Óyeme como hermano. También yo, al llegar aquí, me sentí extraño en ajena tierra y sin recurso alguno, pero la sumisión a Daciano me valió el verme muy pronto colmado de honores, riquezas y regalos. —Aunque pudieras ofrecerme —replicó Félix— las mismas delicias del paraíso a cambio de renunciar a Cristo, no accedería a tus deseos. EL MARTIRIO Ya fuera de sí, ordenó el tirano que atasen a Félix por los pies, y que fuera así sujeto a los costados de un par de indómitos mulos. Éstos hostigados por los satélites de Rufino, arrastraron al santo mártir en de­senfrenada carrera por las calles de la ciudad hasta dejar su cuerpo las­timosamente destrozado. Así le trajeron a presencia del inicuo juez. Por un efecto maravilloso del poder divino aún le quedaba un soplo de vida cuando le volvieron a la cárcel. Llegada la noche, apareciósele un joven hermosísimo. «Jesús me manda venir a ti» —le dijo— , y tocando sus miembros doloridos desaparecieron al instante todas las heridas. Quedó Félix fortalecido y consolado con esta celestial visita, y a la vez aparejado para los recios combates que aún le esperaban. Llegada la ma­ñana, lleváronle nuevamente a la presencia del juez. Lejos de conmoverse éste a vista de los prodigios obrados, renovó sus instancias y juzgando que su ejemplo sería tal vez más eficaz que las palabras, dijo al santo mártir mientras ofrecía incienso a los dioses y les sacrificaba víctimas: —Haz como nosotros, ya ves con qué facilidad puedes dar satisfac­ción a los decretos imperiales y volver por los intereses de tu vida. — ¡ Ciegos esclavos del demonio —replicó Félix con viveza—, abando­nad a vuestros falsos dioses, hechura de hombres, que sólo los demonios han podido inspirar, y reconoced al solo Dios vivo que nos creó! Ante tales palabras, arrojáronse los verdugos sobre el intrépido con­fesor y le arrancaron las uñas y parte de la piel. Colgáronlo luego por los pies y tuviéronle en esa postura desde las nueve de la mañana hasta la puesta del sol, de manera que impresionaba aun a los mismos verdugos. La gracia divina, que hasta entonces había sido su fortaleza y sostén, impidió sucumbiera en esos espantosos tormentos. Llegada la noche lo encerraron nuevamente en la prisión. Mas renovándose el prodigio de la
  • 286. noche anterior, vióse el esforzado mártir envuelto en resplandeciente luz, mientras los ángeles formaban corro en torno a él y con cánticos de ale­gría le alentaban a resistir nuevos combates hasta la victoria final. Tantos y tan repetidos milagros, provocaron la admiración de los car­celeros, que fueron a referir a Rufino las maravillas de que habían sido testigos. Este relato no logró, sin embargo, conmover el corazón empe­dernido del tirano, el cual sólo buscó nuevos modos le saciar su venganza. Así, pues, mandó que desde Gerona fuese llevado Félix a Guíxols, y que allí, con las manos atadas a la espalda y cargado de pesadas cadenas, lo arrojaran al agua en alta mar. No por eso el miedo halló cabida en el alma del santo mártir. «Señor —decía—■, tu diestra me sostendrá». En efecto, apenas lanzado al agua, por un prodigio no menos extraor­dinario que los anteriores, rompiéronse sus férreas ligaduras « cual si fue­ran hojas de papel». Apareciósele al mismo tiempo un coro de ángeles que le ayudaron a caminar sobre las ondas hasta dejarlo salvo, en la orilla. No es fácil expresar —dicen las Actas— el espanto y la admiración de los marineros ante semejante espectáculo. ¿Cómo se atreverían a compa­recer delante de Rufino para confesar este nuevo fracaso y convencerle una vez más de lo inútil de sus crueldades? Menester fue, no obstante, decir toda la verdad del suceso que a ellos les parecía sobrenatural. La ira del tirano ya no conoció límites. En un acceso de rabia diabó­lica, ordenó que se apoderasen una vez más del esforzado mártir y le desgarrasen las carnes con garfios de hierro hasta dejarle al descubierto los huesos, y que luego lo trajesen a su presencia. Cual si ignorase las cir­cunstancias maravillosas en los anteriores suplicios, díjole cuando lo tuvo ante s í. —No comprendo por qué te empeñas en perseverar en tu locura. Ya ves que no has de reportar de semejante obstinación sino dolorosísi-rnos suplicios y en último término la muerte. Considera tu propio interés, vuelve a los caminos de cordura que en tan mala hora has abandonado y entrarás de nuevo en la gracia del emperador. Ya ves cuán compasivos se muestran aún contigo nuestros dioses. Ofréceles, pues, sacrificios. —No haré yo tal —respondió Félix con viveza— ; mejor es que sigas tú en ello, ya que tan bien te va en el servicio y adoración de los demonios. Rufino no supo ya qué contestar y hubo de confesarse vencido. Inca­paz de soportar siquiera su presencia, ordenó a los guardias que alejasen al santo mártir y lo arrastrasen por abruptos caminos, así lo hicieron aquéllos hasta que, deshecho el cuerpo, sucumbió Félix a tantas cruelda­des mientras su alma subía triunfante a recibir la palma de la victoria. Una piadosa cristiana recogió los sagrados despojos del mártir y los encerró en el sepulcro que él mismo había preparado para sí en Gerona. Ocurría esto el día primero de agosto del año 304.
  • 287. RELIQUIAS, CULTO Y MILAGROS Las preciosas reliquias del glorioso atleta de Cristo se guardaron siem­pre en Gerona, según lo atestigua antiquísima tradición, a la vez que múltiples testimonios, tales como el de San Gregorio Turonense y un di­ploma del papa Formoso (893) que menciona la ciudad de Gerona, «en la que el bienaventurado Félix, mártir de Cristo, descansa corporalmente». Su devoción ha sido siempre singularísima entre los españoles tanto, que a fines del siglo vi, habiendo abrazado la fe católica el religioso prín­cipe Recaredo, ofreció su corona real al sepulcro del Santo, ilustrado por el Señor con repetidísimos milagros. Muchas son las iglesias parroquiales de Cataluña que le tienen por patrono, sobre todo en el obispado de Gerona, donde hay muy importantes iglesias dedicadas a su nombre. De su sepulcro se sacaron una porción de reliquias para distribuirlas entre diversos santuarios levantados en honra de San Félix. Entre éstos, los erigidos en Torralba, pueblo tarraconense, en la Abadía de Cuxá, antigua diócesis de Elna —hoy de Perpiñán—, en Narbona, y en Portugal. La extraordinaria celebridad del Santo se debe, indudablemente tanto al recuerdo de su heroico martirio, como al esplendor de sus milagros. He aquí dos que refiere San Gregorio de Tours: —Un ladrón robó muchas cosas de valor pertenecientes a la iglesia construida en Narbona bajo la advocación del ilustre Mártir. En el camino juntósele un hombre desconocido. Pronto trabaron tan íntima amistad que no tuvo el ladrón recelo en confiarle el secreto del robo y de los ob­jetos sustraídos. Ofrecióse el viajero a poner a buen recaudo las alhajas robadas, más tarde las venderían para repartirse el importe. El expolia­dor convino en ello gustoso y siguió a su guía sin advertir que volvía a tomar el camino de la Basílica. En llegando a ella, díjole al acompañan­te: «Ve aquí mi casa, de la que te he hablado; entra y deja las alhajas». Hízolo así el ladrón y, vuelto en sí, maravillóse al ver que se encontraba con su botín en el lugar mismo de donde lo sustrajera poco antes. Creció su estupor con la súbita desaparición de su compañero, por donde com­prendió que el propio Santo había sido el autor de aquel prodigio. Tuvo miedo, y para acallar su conciencia, confesó en público su crimen, con­tando en loa del santo mártir el prodigio de que acababa de ser objeto. El otro prodigio, que refiere el mismo autor, fue que, habiendo un cortesano lisonjero aconsejado al rey Alarico que rebajase la altura de la iglesia de Narbona, donde se conservan las reliquias del Santo, porque impedía que desde el palacio se viese un lugar delicioso, apenas comenza­ron los operarios a destruir el templo, quedó ciego de repente el que tal consejo diera.
  • 288. Aun son más notables los milagros que se enumeran en los himnos de la liturgia mozárabe. El Misal del mismo rito contiene también una misa en cuyas Oraciones y Prefacio se describen, con admirables rasgos, la vida upostólica y las maravillosas cricunstancias del martirio de San Félix. Se advierte, en todas las tradiciones, un concierto unánime de elogios al Santo por las maravillas incesantes debidas a su intercesión; y no faltan ilustres escritores, como Morales, que reprochan a los gerundenses el haber sido remisos en su loor al no consignar los recuerdos que harían más ilustre aún la memoria del valeroso mártir. Crítica excesiva nos parece ésta. Los habitantes de Gerona hicieron algo más que celebrar en libros al Mártir. La suntuosa basílica —conver­tida más tarde en Colegiata—- que le dedicaron poco tiempo después de su muerte, constituye una elocuentísima prueba de la veneración que aqué­llos le profesaban ya en el año 1128 en que se hizo el traslado de sus reli­quias. La actual iglesia de San Félix, cuyo campanario octogonal termi­nado en pirámide, domina la parte baja de la ciudad, data del siglo xiv. La insigne reliquia de la cabeza de San Félix estaba colocada dentro de la cabeza de un busto de plata que desapareció en 1936, cuando el templo fue profanado. Desde 1943, el sepulcro está empotrado en las pa­redes del presbiterio. Ha quedado exhausto de reliquias, por las reiteradas donaciones que de ellas se han hecho. Los títulos de Apóstol, Profeta y Doctor que recibió San Félix, aun sin ser sacerdote, testimonian su amor a la verdad y su celo en propagarla. No se confunda a este santo mártir de origen africano, con su homó­nimo, diácono de San Narciso. S A N T O R A L Santos Pedro ad Vincula (memoria de la prisión del Príncipe de los Apóstoles); Félix de Gerona, mártir; los siete hermanos Macabeos, martirizados junta­mente con su madre; Ethelwoldo, obispo de Winchester; Exuperio, obispo de Bayeux, y Vero, de Viena de Francia; Nemesio, confesor; Pelegrino, príncipe irlandés, ermitaño; Romo, presbítero, Faustino, Mauro y otros nueve compañeros, mártires en Roma; Cirilo, Áquila, Pedro, Domiciano, Rufo y Menandro, mártires en Filadelfia de Arabia; Leoncio, Accio, Ale­jandro y otros seis compañeros, mártires en Perge de Panfilia; Justino, mártir. Beatos Pedro Eymard, fundador de la Congregación del Smo. Sacra­mento; Antonio Fontadini, célebre teólogo franciscano; y Pedro, cister-ciense. Santas Salomé, madre de los hermanos Macabeos; Fe, Esperanza y Caridad, vírgenes y mártires; María la Consoladora, virgen, en Verona.
  • 289. D IA 2 DE AGOS TO SAN ALFONSO M.A DE LIGORIO FUNDADOR DE LOS REDENTORISTAS, OBISPO Y DOCTOR (1696-1787) San Alfonso María de Ligorio estaba destinado a cumplir una múlti­ple y providencial misión de apostolado, evangelizar a los pobres, renovar la devoción a la Sagrada Eucaristía y a la Santísima Virgen, refutar las doctrinas de los falsos filósofos y restaurar entre los fieles la piedad verdadera, harto malparada por influjos del jansenismo. Nació el 27 de septiembre de 1^06 en Marianella, pueblo poco distante de Nápoles. Presentado a San Francisco de Jerónimo, de la Compañía de Jesús, bendíjolo el Santo y, con espíritu profético, dijo a su madre- «Este niño vivirá más de noventa años, será obispo y obrará grandes cosas». Sus venturosos progenitores, tan ilustres por su piedad como por la nobleza de su linaje, le educaron cristianamente. Devotísimo era su padre el marqués de Ligorio, capitán a la sazón de las galeras de Nápoles, bajo la dominación austríaca. En cuanto a su madre, Ana Catalina Cavalieri, tenía por única preocupación acrecentar el amor de Nuestro Señor Jesu­cristo en el corazón de los cuatro hijos y tres hijas que el cielo le dio. Alfonso, el primogénito, fue quien mejor respondió a aquella solicitud. Ya desde muy niño entregóse con ardor al estudio, llegando a sobresalir en todas las disciplinas, singularmente en literatura y en música, como lo
  • 290. demostró en los piadosos y exquisitos cánticos que compuso en loor de Jesús y de María. Cuando sólo contaba dieciséis años se le confirió, con dispensa de edad, el grado de doctor en ambos derechos, canónico y civil. Emprendió en seguida la práctica del foro y en breve llegó a ser uno de los abogados más aplaudidos e ilustres de Nápoles. Diez años conti­nuó en este estado; diez años durante los cuales quiso Dios que se ofre­ciera como modelo de virtud para los hombres del siglo, al mismo tiempo que a él le mostraba cuán de temer es el contacto del mundo para quien quiere salvarse. A pesar de los esfuerzos que realizó para conservar el fervor cristiano, iba su piedad declinando insensiblemente. Solía su padre conducirle al teatro y a reuniones profanas; con lo cual, las ideas, atractivos, halagos y lisonjas del mundo, a fuerza de batir su alma, acabaron por abrir brechas en ella. Él mismo confesaba más tarde, que de haber permanecido más tiempo en aquella situación peligrosa, presto hubiera caído en alguna culpa grave. No tardó Dios en sacarlo de ese peligro. Un amigo le pro­puso 1722 hacer juntos unos días de retiro espiritual; Alfonso aceptó con sumo gusto. Alumbrado por la gracia, lloró amargamente su enfria­miento en la piedad, pidió a Dios perdón y salió animado con nuevo ardor. Fruto principal de los santos Ejercicios fue el aumento de su devoción a la Sagrada Eucaristía, amor que le hizo desprenderse paulatinamente del mundo. Asistía diariamente al santo sacrificio de la misa, se confesa­ba cada semana y comulgaba con frecuencia, y todos los años consagraba unos días a los santos Ejercicios. Era muy asiduo en las visitas al Santísi­mo Sacramento del Altar y no dejaba ningún día de adorar a Jesús Sa­cramentado en la iglesia en que por celebrarse el piadoso ejercicio de las cuarenta horas, estaba el Señor de manifiesto. Era de admirar el angelical fervor con que Alfonso permanecía horas enteras, con la vista clavada en el imán de sus amores, y ajeno a todo cuanto pasaba en su alrededor. EN EL CAMINO DE LA PROPIA VOCACIÓN La distinguida posición que en el mundo ocupaba la familia de los Li-gorio y la benevolencia con que la honraba el rey de Nápoles, junto con la simpática admiración que inspiraban las virtudes y los talentos de Alfonso, indujeron a las más nobles familias a buscar con él una alianza matrimonial. Dos brillantes proyectos se le ofrecieron sucesivamente con grande alegría de su padre; pero Alfonso, que había resuelto dar su co­razón a solo Dios, supo apartarlos con tanta discreción como firmeza. Un suceso providencial acabó de mostrarle claramente el camino que
  • 291. había de seguir. En el año 1723 confiáronle un pleito de mucha importan­cia que había de defender contra el Gran Duque de Toscana. Un mes entero empleó en el estudio de todas las piezas del proceso. Cuando ya se creyó seguro del triunfo, presentóse ante el Tribunal a defender su tesis, lo que hizo con tal elocuencia que arrancó del público los más entusiastas aplausos. Todos daban ya por ganada la causa y el presidente sólo pensa­ba en pronunciar sentencia en su favor, cuando el abogado de la parte contraria se levanta sonriente y, mostrándole una de las piezas del proce­so, señala a nuestro brillante orador una circunstancia esencial en que no había reparado y que destruye por su base la tesis de aquella defensa. Un rayo que cayera en aquel momento no habría producido efecto más fulminante en el joven letrado, cuya lealtad se mostró siempre tan sincera. Con el carmín de la vergüenza en el rostro: «Perdonen, señores —dijo—, me he equivocado estaba en un error». Y sale en seguida dicien­do: «Mundo falaz, te conozco, en adelante ya nada serás para mí». Acostumbraba visitar y asistir a los enfermos del hospital de incura­bles. El 28 de agosto de 1723, mientras ejercía este oficio de caridad, pa­recióle que la sala se llenaba de vivos resplandores y que una voz le de­cía: «¿Qué haces todavía en el mundo? —¡Señor! —contestó—, dema­siado tiempo he resistido ya. Heme aquí haz de mi cuanto te plazca». Y saliendo del hospital, entró en la iglesia de los Padres Mercedarios, que a corta distancia estaba, y en la cual se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento. Postrado Alfonso ante la Víctima divina, ofrecióse nueva­mente a Dios sin reserva; y como prenda de su sacrificio, fuése a depo­sitar su espada en el altar de la Santísima Virgen. Su director espiritual, el Padre Pagano, de la Congregación del Oratorio, le alentó a perseverar en sus propósitos, sin hacer caso de las dificultades que sobrevinieran. Mas para seguir los impulsos de la gracia, iba a encontrar grandes obstáculos en su propia familia, cuya resistencia fue duradera y tenaz. Su padre, especialmente, parecía dispuesto a no ceder en manera alguna. Do­blegóse, por fin, pero con la condición de que su hijo no había de entrar en la Congregación del Oratorio y seguiría habitando la casa paterna. El sábado 23 de octubre de 1723, Alfonso se despojó para siempre de sus vestidos de gentilhombre. Ya antes había comenzado con ardor el es­tudio de la sagrada Teología. Su inteligencia poco común y su natural despejado, junto con las reglas minuciosas y severas que se impuso para la mejor distribución del tiempo de estudio, le permitieron reservar bas­tantes horas para dedicarse a las obras de caridad y de apostolado. Y así, era espectáculo a la par asombroso y edificante ver a ese joven noble y de porte distinguido que había renunciado a un porvenir brillante y re­corría las calles y plazas públicas para recoger a los pequeñuelos, condu-
  • 292. cirios a la iglesia y enseñarles con tanto celo como paciencia y humildad los primeros rudimentos de la Doctrina Cristiana y las primeras nociones del amor de Dios. Vestía con sencillez y modestia, ayunaba todos los sábados a pan y agua en honra de María Santísima; maceraba su carne con cilicios y dis­ciplinas y ejercitábase en todo momento, con profunda fe e infatigable ardor, en las prácticas de penitencia y en la mortificación de los sentidos. El 21 de diciembre de 1726, el cardenal Pignatelli, arzobispo de Ná-poles, le confirió el orden sacerdotal. Poco después cantó su primera misa. EN EL PÚLPITO. — GOZO DE UN PADRE Puede afirmarse que desde ese día, su vida entera fue una predicación continua y una perpetua exhortación a la virtud. Sólo Dios conoce el sinnúmero de almas que convirtió, fortaleció en la vida cristiana o im­pulsó por los caminos de la perfección. Las multitudes acudían en masa para verle y no se cansaban de escucharle. Las parroquias y las Comu­nidades religiosas solicitaron de todas partes la edificación de su palabra apostólica. Clérigos y magistrados, magnates y plebeyos, caballeros y da­mas de la más noble alcurnia, al igual que los artesanos y las humildes mujeres del pueblo, llenaban los templos en que había de predicar. Su palabra, a la vez noble, llana, viva y arrebatadora, fluía con unción santa de su boca, penetraba suavemente las inteligencias y los corazones de sus oyentes, y siempre producía fruto en las almas. «Un sacerdote que no predica a Jesús crucificado —decía más tarde el Santo—, se predica a sí mismo, falta a las obligaciones de su sagrado ministerio y no obtiene provecho alguno». En esta norma basó siempre sus sermones. Lo cual explica en parte la fama del encendido orador y el éxito de sus pláticas. Pasaba cierto día el marqués de Ligorio por delante de una iglesia en que se celebraba el piadoso ejercicio de las Cuarenta Horas, y su devo­ción le impulsó a penetrar en el templo. Alfonso ocupaba en aquel mo­mento la Cátedra Sagrada. No le cayó muy en gracia al padre esta co­yuntura, porque él, tan aficionado en otros tiempos a escuchar los dis­cursos de su hijo abogado, no tenía ahora valor para asistir a un sermón de su hijo sacerdote. Con todo, permaneció en la iglesia. Muy presto se apoderó de su alma honda emoción: el padre terrible, desarmado por las palabras del hijo santo, se conmueve hasta derramar dulces lágrimas. Ape­nas terminado el sermón, corre a la sacristía al encuentro de su hijo, le abraza y exclama «¡Hijo mío! Tú me has revelado a Dios, bendito seas, Alfonso, por haber abrazado una carrera tan santa, perdóname los disgustos que te causé al oponerme a los designios de Dios sobre ti».
  • 293. ZE El padre de San Alfonso María de Ligorio, muy incomodado contra él porque ha dejado la abogacía para ordenarse de sacerdote, asiste, sin quererlo, a un sermón de su hijo. Alfonso predica con tanto fervor que, terminado el acto, el padre le pide perdón y le felicita 'por la vida santa que lleva.
  • 294. DIRECTOR DE CONCIENCIAS No menos consoladores eran los frutos que el santo misionero alcan­zaba en el confesionario. Asustóle en un principio la idea elevada que concibió de un ministerio tan sublime y que tan eminentes cualidades requiere, y fue menester que el cardenal Pignatelli le mandase, en virtud de santa obediencia, hacer uso de los poderes que le confiriera. Alfonso obedeció y logró un bien inmenso. «Cuanto más encenagada en el vicio está un alma —decía más tarde— y más enredada con las ligaduras de la culpa, tanto más se ha de procurar, a fuerza de bondad, arrancarla de las garras del demonio para ponerla en brazos de Dios». Así lo practicaba puntualmente él mismo, y tal ascendiente alcanzaba sobre los infelices pe­cadores, que jamás hubo de verse en la dolorosa obligación de despachar a uno solo sin haberlo antes reconciliado con la divina Misericordia. Bondad ha sido ésta muy característica en la obra de San Alfonso María de Ligorio, y que ha venido como herencia hasta sus hijos. Acostumbraba dar como penitencia el volverse a confesar al cabo de cierto tiempo, la frecuentación de los santos sacramentos de Penitencia y Eucaristía y la asistencia diaria al santo sacrificio de la misa acompañada de la meditación en los sufrimientos de Jesucristo. No imponía en forma obligatoria las maceraciones corporales, pero procuraba en cambio que sus penitentes mortificasen los propios sentidos y se sometiesen por propia iniciativa a las necesarias expiaciones. «La meditación —decía— os des­cubrirá vuestros defectos como un espejo, la mortificación os ayudará a enmendarlos; sin mortificación no hay verdadera oración, ni es posible la mortificación sin el espíritu de oración. De cuantos verdaderos peniten­tes he tratado, no he visto uno solo que no se diera a ambos ejercicios». Vivamente alentaba a practicar la visita cotidiana al Santísimo Sacra­mento, y así decía: «No existe delicia comparable con la de permanecer prosternado ante el altar y allí, en íntimo acercamiento, conversar familiar­mente con Jesús, que por nuestro amor se encierra en el Sagrario, implo­rar perdón por los disgustos que se le han dado, exponerle las propias ne­cesidades como un amigo a su amigo y pedirle su amor y sus mercedes». Su celo ardiente le sugirió la idea de reunir todas las noches a los arte­sanos y personas de humilde condición social, después de terminado el trabajo diario, para instruirlos en los elementos de la Religión. No falta­ron cooperadores celosos, tanto eclesiásticos como seglares, que se le unie­ron para esta santa obra social cristiana, a la que sirvió de modelo la que años antes estableciera en Roma San Felipe Neri. Con ella alcanzó Alfonso los resultados más consoladores; muchos años después de su muerte, se contaban en Nápoles cerca de ochenta reuniones de esta clase,
  • 295. a cada una de las cuales asitían alrededor de ciento cincuenta personas. Aún hoy día se celebran. El programa suele ser: instrucción, canto, re­zos y al final las confesiones. FUNDA LA CONGREGACIÓN DEL SANTISIMO REDENTOR El celo que abrasaba el corazón de Alfonso, le inspiró el deseo de llevar a otros pueblos la fe cristiana. Resolvió, pues, ir a la China con tal objeto; mas habiéndolo consultado antes con su confesor, por no haber aprobado éste el proyecto, renunció sin más a aquel su dorado sueño. Aconteció por entonces que una santa religiosa de Scala, sor María Celeste Costarosa, favorecida del Señor con gracias sobrenaturales, afir­maba haber tenido una visión el día 3 de octubre de 1731, vigilia de la fiesta de San Francisco de Asís; Nuestro Señor se le había aparecido con el Pobrecito a su diestra y Ligorio a su izquierda. Llevada a la presencia de éste, le dijo: «Dios os llama a fundar una Congregación de Misione­ros que procuren socorros espirituales a los más desprovistos de instruc­ción religiosa». Estas palabras alarmaron grandemente a Alfonso y diéronle no poca turbación. Preocupado por ellas, entregóse de lleno a la oración, y suplicó al Señor le manifestase su voluntad. Muy pronto conoció que Dios recla­maba de él la realización de aquella empresa que había de ser la mayor y más fecunda de todas su obras. En breve se agruparon en Scala, bajo su inmediata dirección, varios eclesiásticos dispuestos a dar misiones, es­pecialmente en las parroquias rurales, que entonces estaban muy aban­donadas (1732). Aunque su programa era hermosísimo, no escasearon a la nueva Congregación las contrariedades humanas y los obstáculos de todo género. La mayor parte de los amigos de Alfonso le desaprobaron. Su anciano padre, deshecho en lágrimas al pensar en el alejamiento del hijo, trató por cuantos medios halló a su alcance de disuadirle. Sus compañeros, salvo dos, le abandonaron por hallar sus programas duros de cumplir. No arredraron, sin embargo, a nuestro santo misionero aquellas difi­cultades. Confiaba en que la Santísima Virgen, su refugio ordinario, le ayudaría a sortearlas. Pronto acudieron nuevos auxiliares en considerable número, de suerte que al cabo de tres años el naciente Instituto contaba ya con cuatro casas establecidas. El principal afán del fundador era fo­mentar las virtudes religiosas y el celo apostólico entre sus compañeros. Al divisar un poblado en que se proponía dar la misión, rezaba con fervor las letanías de la Santísima Virgen y otras oraciones, iba directa­mente a la iglesia y luego de adorar al Santísimo Sacramento subía al pul­pito y dirigía una ardiente exhortación al pueblo para invitarle a sacar pro­
  • 296. vecho de los ejercicios espirituales que iba a predicar. Solían éstos durar de quince días a un mes. Además de las reuniones generales, celebraba otras especiales amoldadas a las distintas categorías de concurrentes. . En los tres pirmeros días, al anochecer, recorrían los Padres Misione­ros las calles más frecuentadas para invitar a todos los habitantes a las ins­trucciones y recordarles de paso las postrimerías. Tres veces durante la Misión, en el curso de los sermones acerca del pecado, del escándalo y del infierno, el santo predicador se flagelaba en el púlpito con una soga. El consuelo más dulce para el celoso misionero era hablar de María Santísima. Cierto día, mientras trataba en Foggia de este su tema favorito ante una muchedumbre inmensa de fieles, un rayo de luz resplandeciente que salió de un cuadro de la Virgen vino a iluminar con claridad celestial el rostro del santo predicador, que arrobado en éxtasis quedó levantado a varios codos sobre el suelo. Testigo el pueblo de tamaño prodigio prorrum­pió en gritos de « ¡Milagro! ¡ Milagro! » y fue tal la emoción que se apo­deró de algunas públicas pecadoras, allí presentes, que comenzaron a pedir a voz en grito perdón de sus pasados extravíos, y días después abandona­ron el mundo para consagrar el resto de su vida a ejercicios de rigurosa penitencia. ES NOMBRADO OBISPO Co n f ia ba Alfonso María de Ligorio acabar plácidamente su vida ro­deado de sus hijos espirituales, cuando en marzo de 1762 recibió del papa Clemente XIII las Letras Apostólicas en que le nombraba obispo de Santa Águeda de los Godos, pequeña ciudad situada entre Benevento y Capua. Su sorpresa sólo puede compararse con el dolor que experimentó. Suplicó al Sumo Pontífice le permitiese declinar tan pesada carga, pero sólo consiguió que el Papa le enviara, por medio del cardenal Negroni, su secretario, orden formal de aceptar. « ¡ Cúmplase la divina voluntad! —dijo Alfonso—. Y ya que Él me pide el sacrificio de los días que me quedan de vida, me someteré. El Papa ordena y yo debo obedecer. Dios me expulsa de la Congregación a causa de mis pecados». Fue tal la impresión, que nuestro Santo enfermó gravemente. Ya re­puesto, acudió a recibir en Roma la consagración episcopal el día 20 de junio de 1762; seguidamente marchó a la capital de su diócesis. No es para descrito el júbilo y el entusiasmo con que en ésta le recibieron cual a un nuevo San Carlos Borromeo. Su primera preocupación fue la refor­ma del Seminario y del clero. Empleóse luego en fundar cofradías que fo­mentasen la piedad y la frecuencia de sacramentos. Cada año visitaba una mitad de su diócesis. La caridad con que atendía a los pobres le lie-
  • 297. vaha a desprenderse en su favor aun de las cosas más indispensables. Cier­to día que regresaba a casa, viose envuelto por un grupo numeroso de necesitados que le pedían limosna. «Hijos míos —les dijo—, ya nada me queda con qué socorreros; he vendido el coche, las millas y cuanto te­nía; no tengo dinero ni encuentro una persona que quiera prestármelo». Y, profundamente dolorido, se echó a llorar. SU MUERTE Y GLORIFICACIÓN A los trece años de fecundo episcopado, quebrantada su salud por la edad y por graves indisposiciones corporales, logró le aceptase el papa Pío VI la dimisión de sus funciones y regresó al convento de Pa-gani, sito a cinco leguas de Nápoles. Considerábase feliz de morar nueva­mente con sus hermanos de Religión y de volver a abrir su clavicordio. Las persecuciones, humillaciones, tentaciones y escrúpulos habían de amargar los últimos años del Santo. Al final de su vida, Dios le devolvió la paz y murió San Alfonso bendiciendo a sus religiosos, cumplidos los noventa años de edad conforme predijera San Francisco de Jerónimo. Sus venerados restos descansan en Pagani. Beatificado el 6 de septiembre de 1816, fue canonizado el 26 de mayo de 1839. Joven aun, hizo San Alfonso María de Ligorio voto de no perder nunca ni un solo instante de tiempo. El cumplimiento estricto de este voto le permitió escribir innumerables obras de piedad sólida, de teolo­gía moral y de controversia religiosa, con las que perpetúa su apostolado a través de los tiempos. Pío IX proclamó la excelencia de tales libros al conferir a su autor, por Breve de 7 de julio de 1871, el título de Doctor de la Iglesia universal. Pío XII le constituyó celestial patrono de los confesores y moralistas. S A N T O R A L N u e s t r a S eñora d e l o s á n g e l e s (véase nuestro libro «Festividades del año Litúrgico», pág 360). Santos Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas; Esteban I, papa y mártir; Pedro, obispo de Osma; Rutilo, mártir en Africa; Bertario, obispo de Chartres; Máximo, obispo de Padua, y Gunzo, de Eichstad (Alemania); Uniaco, abad en Irlanda. Beatos Gualterio, franciscano; Juan de Rieti, agustino. Santa Teodota, martirizada juntamente con sus tres hijos en Nicea de Bitinia; Eteldrida o Alfreda, virgen, en Inglaterra. Beata Juana de Aza, madre de Santo Domingo de Cuzmán.
  • 298. D ÍA 3 DE AGOS TO S A N D A L M A C I O ABAD DE CONSTANTINOPLA ( t hacia el año 440) En los comienzos del siglo v, surgieron en Constantinopla y en sus arrabales numerosos monasterios, merced al impulso que diera, ha­cia el año 383, un monje sirio llamado Isaac. Algunos de ellos con­taban cincuenta y hasta cien monjes cuya principalísima ocupación era alabar a Dios. El que San Isaac estableció en la capital no conservó el nombre de su fundador, muerto éste tuvo a su frente a un hombre cé­lebre en los fastos de la historia monástica, Dalmacio, considerado en las postrimerías del siglo iv como jefe y patriarca de los monjes de Cons-tantinopia, y de él tomó el nombre de Monasterio de Dalmacio. Dalmacio vio la luz primera en Oriente, en lugar y fecha que no he­mos podido precisar. En los comienzos de la estancia del emperador Teo-dosio I en Constantinopla, a fines del año 380, lo encontramos en la capi­tal del imperio de Oriente. Era a la sazón oficial de segundo orden del «cuerpo de guardias», o sea de una de las cohortes que tenían bajo su cargo la custodia del palacio de los emperadores bizantinos. Vivía en compañía de su esposa, también oriental, y de sus dos hijos, un niño llamado Fausto y una niña cuyo nombre no ha conservado la historia, Dalmacio era joven y rico, a la vez que fervoroso cristiano.
  • 299. Con un emperador como Teodosio, tan afecto a la Iglesia católica, fácil le hubiera sido aspirar a un brillante porvenir, mas el trato con el mon­je Isaac, a quien conoció en el curso de una visita que le hiciera en su ermita en compañía del emperador, despertó súbitamente en su alma vivas ansias de más elevada perfección. Originarios ambos de Oriente, establecióse entre ellos una amistad fuerte y tanto creció la influencia de Isaac sobre el oficial que pudo decirle un día con toda confianza: —Preciso es que dejes todo y te encierres en adelante aquí conmigo. —Tengo familia e hijos —contestó Dalmacio—. ¿Cómo desprenderme de ellos? ¿Crees tú que será cosa fácil romper con tantas obligaciones? —Hijo mío —le replicó Isaac—. Dios me ha revelado que debes vivir aquí a mi lado. Ya sabes que el Divino Maestro dijo: «El que ama a su padre, o a su mujer, o a su hijo más que a mí no es digno de mí». Harto conocía Dalmacio el consejo dado por Jesús en otro tiempo a las almas fervorosas, mas tampoco ignoraba que su mujer, a pesar de ser excelente cristiana, habría de oponerse tenazmente a la separación in­mediata. Y aunque así fue, tras de repetidos ruegos, abundantes lágri­mas y conversaciones prolongadas, acabó el oficial por convencerla. Re­tiróse, pues, la esposa, junto con su hijita, a Siria, a casa de sus padres, y Dalmacio, con su hijo Fausto, se encerró definitivamente en la ermita de Isaac. Dos años largos de lucha le había costado este sacrificio. EL PRIMER MONJE DE CONSTANTINOPLA El monje Isaac, cuya vida iba a compartir Dalmacio, no es un des­conocido en la Historia Eclesiástica. Por un acto de cristiana audacia, que hubiera podido acarrearle terribles castigos, atrajo súbitamente so­bre su persona la atención pública en muy memorable ocasión. Un día del mes de julio del año 387, disponíase el emperador Va-lente, en guerra a la sazón con los godos, a emprender la campaña de Tracia en la que le esperaba una muerte atroz, cuando de repente salta delante de él un hombre que agarrando la brida de su caballo, le detiene, le increpa y le anuncia las venganzas del Cielo, prestas a descargar sobre él si rehúsa hacer justicia a los católicos. Era Isaac. Tomólo el emperador por un loco y despreció la amenaza. Unos días más tarde, Valente, derro­tado por las tropas enemigas, perecía abrasado en el interior de una ca­baña abandonada, no lejos de Andrinópolis. Con lo cual se cumplía la predicción de Isaac. Tuvo Isaac el mérito y la gloria de implantar la vida religiosa en la capital del imperio.
  • 300. Muerto Valente (278), disfrutó la Iglesia de una era de tranquilidad con el advenimiento de Tcodosio I. No obstante, Isaac había de continuar siendo, por algún tiempo todavía, el único representante de la vida reli­giosa en Constantinopla. Vivía en la soledad aunque sin morada fija, al menos en los comienzos. A fines del año construyéronle una ermita y, ya en el transcurso del año siguiente, acudieron a ponerse debajo de su inmediata dirección muchos discípulos, cuyo número aumentó en breve tiempo y en forma tal, que hubo de pensarse en erigir un amplio monas­terio. Llevóse a inmediata realización aquella idea, merced, principal­mente, a la generosidad de Dalmacio, monje desde el año 383, el cual empleó en la construcción gran parte de su inmensa fortuna. Tan pre­ponderante fue la participación del antiguo oficial en esta obra, que ya desde los comienzos fue designado el nuevo monasterio, no con el nombre de Isaac su fundador y primer Superior, sino con el del oficial que faci­litara la construción. Así, el primero y más antiguo monasterio de Constantinopla fue el Monasterio de Dalmacio, cuyo archimandrita o abad, en funciones de exarca de los monjes de la capital, gozaba del privilegio de estampar su firma en los documentos y actas de los Concilios, antes de todos los superiores. VIDA RELIGIOSA No toda la fortuna de Dalmacio quedó absorbida por la construcción del convento. Quedábale buena parte de ella y fuéla distribuyendo en abundantes limosnas a la puerta de su celda. Cuantos pobres había en la ciudad y en su contornos, conocedores de su largueza, acudían a él como a fuente inagotable de recursos, diciéndose unos a otros —Vayamos al señor Dalmacio. Y tanto repitió el pueblo el nombre de su bienhechor que fue pronto uno de los más conocidos y admirados entre las gentes de la capital. No se crea sin embargo, que el nuevo monje ambicionaba el bullicio de la popularidad y de las glorias mundanas. Apreciaba mucho más la soledad del claustro y en ella permanecía, entregado con fervoroso entu­siasmo a la oración y al trabajo de la propia perfección. Muy diferente del suyo era el carácter de su maestro. No contento con aclimatar la vida religiosa en las riberas del Bosforo, imprimió en la ca­pital un admirable impulso hacia el monaquismo que ya nunca había de disminuir. Mientras Dalmacio y su hijo Fausto vivían en el retiro más completo, prodigábase Isaac en el exterior, e impulsado por un celo ar­diente, establecía nuevas casas religiosas, que luego visitaba con frecuencia.
  • 301. MILAGROSA PRESENCIA EN UNA IGLESIA LEJANA La vida de oración, austeridades, ayunos y toda suerte de mortifica- . ciones a que Dalmacio se había entregado, era tan rigurosa que, a no mediar la gracia, fuérale imposible sostenerse en ella. Aconteció que un año, durante el episcopado de Ático (406-425), el piadoso monje pasó la Cuaresma entera sin probar bocado, hasta el día de Jueves Santo en el que, luego de asistir a misa y de comulgar, consintió en tomar un leve refrigerio. Aunque con las fuerzas agotadas, aún permaneció cuarenta y tres días más recostado sobre el pobre camastro que le servía de lecho, musitando rezos a veces y adormecido otras, notándosele apenas una li­gera respiración por la que delataba estar aún en vida. Finalmente, en el día de la Ascensión, llegóse Isaac a él para decirle: «¿Hasta cuándo piensas dormir, Dalmacio? Paréceme que ya te habrás repuesto suficien­temente. Vamos, levántate». Incorporóse algo Dalmacio al oír a su superior y respondió: —Padre, nuestros Hermanos han acabado ahora el canto de Tercia. —¿Cómo puedes estar tan enterado? ¿Dónde te hallabas? —Aquí, pero antes he asistido a misa en la iglesia de los Macabeos. —¿Y cómo puedes demostrarme que te encontrabas allí? —Estaba yo en la segunda fila, cerca del trono patriarcal. También he visto a tres monjes nuestros que asistían a los oficios en la misma iglesia. Isaac convocó en seguida a toda la comunidad, y resultó que en efecto tres Hermanos habían asistido a misa en la iglesia de los Maca­beos, y habían ocupado1 precisamente el lugar señalado por Dalmacio. SE ENCARGA DE LA DIRECCIÓN DEL. MONASTERIO La fama de este hecho maravilloso, bastó para denunciar la santidad del humilde religioso de manera que hasta los personajes más emi­nentes desearon conversar con él para admirar más de cerca sus virtudes. El patriarca Ático y aun el mismo emperador le visitaban en su pobre celda sin que por ello manifestase el humilde religioso emoción alguna, ni cambiase en nada su norma de vida. No ha de maravillar que al morir Isaac, fuese elegido Dalmacio para sucederle en el cargo. Parece natural que al encargarse de la dirección del Monasterio y aceptar el sacerdocio de manos del patriarca, continuara igualmente las obras externas de San Isaac y se convirtiese en el jefe activo del mona-
  • 302. 11 111111! 111 M' l M I IFT T' El monje Isaac dice a Dalmacio, oficial de la Guardia Imperial: «Mira, hijo mío; el Señor me ha revelado que tú también vendrás a compartir mi vida y mis trabajos. N o olvides las palabras del Maestro: El que ama a su padre, a su esposa, o a su hijo, más que a mí, no es digno de mí».
  • 303. quismo bizantino. Pero no fue así. Aficionado a su retiro, jamás con­sintió en abandonarlo ni en franquear la puerta de su convento. Con este riguroso ejemplo quería inculcar, en sus religiosos una estima pro­fundísima de la clausura monacal, salvaguarda del recogimiento interior, y estímulo del espíritu conventual en su verdadero significado. Cierto día en que un temblor de tierra sumió a la capital en el mayor espanto, aterrorizadas las muchedumbres, organizaron en seguida una de esas procesiones solemnes que tan bien cuadraban con la exhube-rancia de su piedad, mas a despecho de todos los ruegos, Dalmacio permaneció encerrado en su celda. Ni siquiera quiso atender las súplicas de Teodosio II que en otra ocasión se había llegado a él en persona para rogarle saliese de su retiro. Unánimemente declaran todos los historiadores de la vida del santo monje, que desde su ingreso en el convento, en el año 383, hasta 431 en que se celebró el Concilio de Éfeso, es decir, en el espacio de cuarenta y ocho años, ni una sola vez salió del recinto de su monasterio. Ello no le impedía, sin embargo, el ocuparse de asuntos temporales que sometían a su criterio, de procesos cuyo fallo le encomendaban y de multitud de consultas que se le hacían por toda clase de gentes. DEFENSA DEL CONCILIO DE ÉFESO El Concilio de Éfeso, presidido por San Cirilo de Alejandría, había condenado los errores de la doctrina de Nestorio, pero, debido a la precipitación un tanto apasionada que apreciaron en el examen de esta causa, los delegados imperiales y de ellos principalmente el conde Can-diano, se opusieron resueltamente a la ejecución de la sentencia. Inclu­so llegaron a establecer una vigilancia tan estrecha en torno de Cirilo y de sus partidarios, que se vieron en la imposibilidad de escribir al empe­rador y a la Iglesia de Constantinopla para informarles de lo ocurrido. Sabedor Teodosio, por medio de su representante oficial, de las irregu­laridades de forma habidas en la tramitación de la causa y de que San Cirilo no había aguardado la llegada del episcopado sirio ni la de los delegados del Papa, no se atrevía a aprobar las Actas del Concilo. Más aún, había hecho redactar una caita desfavorable en absoluto a los adversarios de Nestorio, y antes de cursarla a Éfeso, fuese a mostrarla a Dalmacio para conocer su opinión respecto a las proposiciones en ella contenidas. Rogó el Santo al emperador que escribiese a los Padres del Concilio en términos más favorables y le señaló los retoques que convenía hacer.
  • 304. Consintió en ello Teodosio y, redactada nuevamente la carta, hízola llevar al santo monje. Tampoco satisfizo a Dalmacio la nueva forma del escrito; mas, para evitar al emperador la molestia de venir a verle, diri­gióle un memorial en el que expuso cuantas modificaciones juzgó indis­pensables para que se dirigiera por ellas. Desgraciadamente los delegados imperiales estaban ganados para la causa de los adversarios de San Cirilo y no entregaron al soberano las notas de Dalmacio. Así es que la carta en que el emperador reprobaba lo hecho por el Concilio, fue expedida a Éfeso sin enmiendas ni ate­nuaciones. IMPONENTE MANIFESTACIÓN POPULAR a s i al mismo tiempo, llegaron también a Éfeso los legados del Sumo Pontífice y se declararon francamente en favor de San Cirilo y de su Sínodo. Con ello se normalizó la situación de los conciliares, lo cual les permitió llevar a buen término la obra que habían emprendido. Desde el día 31 de julio pudieron celebrar todas las sesiones del Con­cilio y promulgar libremente los correspondientes cánones. No era, sin embargo, cosa fácil el informar a la corte ni a la Iglesia de Constantinopla, ya que los amigos de Nestorio y más aún los del episcopado sirio, se organizaron en guardia permanente en la capital para no dejar circular más noticias que las favorables a su causa. A pesar de estos cuidados, llegó a Constantinopla cierto mendigo, portador, en un bastón hueco, de una carta que San Cirilo escribía a Dalmacio y en la cual le describía con vivos colores la tiranía que el conde Candidiano y el episcopado sirio ejercían sobre el legítimo Concilio, y solicitábale licencia para enviar al emperador una diputación de obispos que ex­pusiera ante él la situación. Ya queda dicho que en el espacio de cuarenta y ocho años, y a pesar de las muchas instancias que se le hicieron, jamás consintió Dalmacio en abandonar la querida soledad de su monasterio. Pero el bien general de la Iglesia hablaba ahora con más elocuencia que sus propios deseos de tranquilidad. Parecióle, como cuenta él mismo, oír una voz del Cielo que le ordenaba salvase a la Iglesia, y al frente de sus religiosos se diri­gió al palacio imperial. Los conventos, ante una noticia tan insólita, orga­nizaron en seguida grandiosa procesión de monjes que, guiados por sus abades y archimandritas y cantando himnos, acudió a presencia del emperador. Imponente muchedumbre de pueblo seguía detrás. Teodosio II, que profesaba a Dalmacio grande aprecio y veneración, le dispensó excelente acogida. Sorprendido al verle recorrer las calles
  • 305. de la capital, siendo así que él mismo en persona jamás había logrado decidirle a abandonar su amada celda, salió a su encuentro y lo intro­dujo en su palacio, mientras la multitud de archimandritas, monjes y fieles esperaban ante la puerta entonando cánticos religiosos. El empe­rador leyó la carta recibida de Éfeso, inquirió algunos pormenores com­plementarios y no puso dificultad en admitir a su presencia a los representantes de San Cirilo. Inicióse entonces entre el soberano y el recluso el siguiente diálogo, que nos relata el propio Dalmacio y que ha conservado la’ historia: —Si tal es —dijo Teodosio—, no veo difícil la solución, que venga una representación de obispos del Concilio para entrevistarse conmigo. —A ninguno de ellos se le autoriza. —¿Por qué? Nadie lo impide. —Sí que lo impiden, puesto que los detienen y les imposibilitan el venir. Los de la fracción de Nestorio van y vienen y se mueven libre­mente, mas no así los Padres del Concilio, a ninguno de los cuales se le consiente acudir a Vuestra Piedad para informarle de lo que se hace. El santo abad prosigue de este modo el relato de la audiencia im­perial: «Le he dicho, además, en presencia de todos, para sostener el partido de Cirilo: «¿Qué preferís? Oír la voz de 6.000 obispos, o la de un solo impío?». He dicho 6.000, teniendo en cuenta los que dependen de los metropolitanos y con intención de alcanzar una orden para que puedan venir algunos obispos a explicar lo ocurrido. El emperador me ha dado esta respuesta- «Bien habéis hablado. Rogad por mí». Y ha acce­dido a la justa demanda». Apenas hubo salido Dalmacio de la estancia imperial, cuando impa­cientes los monjes y el pueblo por saber el resultado de sus gestiones ante el soberano, preguntáronle con grandes voces cuál había sido la respuesta de Teodosio. Contestó aquél que fueran a la iglesia de San Mocio, situada próxima a la cisterna llamada hoy Chukur-Bostán y que allí les daría cuenta de su misión. Allí se encaminaron los archi­mandritas con los monjes y con todo el pueblo en masa y Dalmacio leyó desde la tribuna la Carta llegada de Éfeso y dio a conocer los porme­nores de su entrevista con el emperador. La multitud, transportada de júbilo, clamó a grandes voces: « ¡ Anatema sea a Nestorio!» Seguida­mente todos se retiraron en paz. Gracias a la enérgica firmeza del santo monje y a su oportuna inter­vención, la causa de la ortodoxia había triunfado definitivamente en la capital del imperio. Con ello se aseguraba la paz interior, se abría ancho campo a la expansión de la verdad católica y podían los pastores de la Iglesia atender libremente al cuidado de su grey. Todos reconocían y admiraban a nuestro Santo como al sostén principal de aquella situación.
  • 306. INFLUENCIA EN LA CORTE. — SU MUERTE Nu ev am en t e hubo de intervenir Dalmacio en la corte, a petición del Concilio, en favor de San Cirilo de Alejandría, de Memnón obispo de Éfeso y de sus amigos; mas esta vez lo hizo por escrito. En su carta, que data probablemente del 13 de agosto de 431, aseguraba al Concilio que seguiría correspondiendo a sus deseos y que había reali­zado ya determinadas gestiones en defensa de los conciliares. En otra carta, reconocía el Concilio que sólo a Dalmacio se debía el haber podido descubrir la verdad al emperador, y le rogaba que pro­siguiese sus gestiones hasta lograr poner término a todas las dificultades. En esta carta se confería al monasterio fundado por San Isaac, derecho de preeminencia y supremacía sobre todas las casas religiosas de la capital. Otros documentos dan fe de la enorme influencia que Dalmacio ejer­cía en el imperio. En el año 433 el arcediano de Alejandría solicitaba que se hiciese intervenir al Santo cerca de Teodosio II para alcanzar que fuera borrado definitivamente de los dípticos el nombre de Nesto-rio. También el patriarca San Proclo habla de él en términos precisos y muy elocuentes en carta particular dirigida a Juan de Antioquía. Este es el último documento que menciona a Dalmacio en vida y como, al parecer, se escribió en el año 437, da pie para señalar como fecha aproximada de la muerte del ilustre archimandrita, los alrededores del 440. El patriarca San Proclo presidió sus funerales. Su hijo, San Fausto, continuó dirigiendo con celo y fruto el monasterio de Isaac. La Iglesia griega menciona a San Fausto y a San Isaac en el mismo día 3 de agosto en que se celebra al fiesta de San Dalmacio. S A N T O R A L Invención del cuerpo de San Esteban, protomártir. Santos Dalmacio, abad; Nico-demo, discípulo de Nuestro Señor; Gamaliel, maestro de San Pablo, mártir; Abibón, hijo de San Gamaliel; Asprén, milagrosamente curado por San Pedro y consagrado por él obispo de Nápoles; Pedro, obispo de Anagni, en Italia, y Eufronio, de Autún; Agustín, dominico, obispo de Zagreb v de Nocera, cuya fiesta se celebra el día 8; Hermelo, mártir en Constan-tinopla; Román y Tomás, martirizados en Gerona; Diógenes, Esteban y Albino, mártires en Roma, Walteno, abad cisterciense. Beato Pablo Ez-querra, carmelita. Santas Maranna y Cira, solitarias; Lidia, convertida en Filipos por San Pablo, a quien hospedó varias veces.
  • 307. Escudo y divisa del Santo El papa Inocencio III D ÍA 4 D E AGOS TO STO. DOMINGO DE GUZMÁN FUNDADOR DE LA ORDEN DE PREDICADORES (1170-1221) ue el glorioso patriarca Santo Domingo natural de Caleruega, lugar del obispado de Osma, en Castilla la Vieja. Nació a 24 de junio del año 1170 de muy ilustres padres, pues eran los Guzmanes de an­tiguo y nobilísimo linaje. Su padre se llamó don Félix de Guzmán, y fue cristiano de cuerpo entero, su madre, doña Juana de Aza, igual en la nobleza y sangre a su marido, fue muy venerada de los fieles des­pués de muerta, lo que movió a León XII a aprobar su culto en 1828. De tan esclarecido y santo matrimonio nacieron tres hijos, señalados i‘ii virtud como su padres. El mayor fue sacerdote y acabó recogiéndose a un hospital para servir a los pobres, el segundo tomó el hábito de Predicadores, y el menor en edad fue nuestro Santo Domingo. Ya antes de que Domingo naciese, quiso el Señor dar muestras de tenerle destinado a grandes empresas de su gloria, porque estando en­cinta de él su madre, tuvo dos revelaciones de lo que había de ser el h i j o que llevaba en sus entrañas. Apareciósele una noche Santo Domingo de Silos, de quien era devotísima, y le dijo que Dios le concedería un h i j o de raros talentos y virtudes. Por esta revelación, pusieron al niño el nombre de Domingo. Pocos meses antes de darle a luz, doña Juana
  • 308. tuvo en sueños otra visión. Vio a su hijo en figura de perro, el cual lleva­ba en la boca un hacha que alumbraba y encendía al mundo. Luego que Domingo recibió el bautismo, su madrina le vio en la frente una estrella por demás clara y resplandeciente. Con estas señales quería el Señor mostrar que el Santo había de defender a la Iglesia de Dios, y alumbrarla con su santa vida y con sus enseñanzas. También se dice que estando el niño en la cuna, apareció un enjambre de abejas que se posaba en su boca como para simbolizar la dulzura que destilarían sus palabras. Siendo de edad de siete años enviáronle sus padres a que se educase y aprendiese con un tío suyo llamado Guillermo, que era arcipreste en Gumiel de Izán. Era el niño tan dócil y bien inclinado, que antes era menester poner freno a su piedad que espolearla. En edad tan temprana ensayábase en la penitencia y asperezas de vida que había de hacer siendo mayor. Bajábase de la cama para acostarse en el suelo era sumamente sobrio en el comer y beber, y se apartaba de los deleites y pasatiempos en que solían entretenerse los demás niños. Se aficionó mucho a las letras, al canto y al oficio eclesiástico. Sólo se ocupaba en estudiar, leer, orar y servir al coro. Su recreación era ordenar y limpiar los altares y estarse orando con ternísima devoción ante el Santísimo Sacramento. ESTUDIANTE Y CANÓNIGO Siend o como de catorce años de edad, fue a Palencia, que era enton­ces la ciudad de España donde más florecían los Estudios generales. Maestros y discípulos echaron luego de ver el agudo ingenio del joven estudiante y la afición con que se daba al ejercicio de las ciencias hu­manas y divinas. En breve tiempo salió muy aprovechado en todas ellas. Lo que más admiraba, era ver que, a pesar de darse Domingo tan de veras a las letras, no descuidaba el aprovechamiento de su alma. Veíanle entregarse mucho a la oración, huir de las malas compañías, y ser muy compasivo y misericordioso en su trato con los prójimos. Los pobres y los huérfanos empezaron pronto a acudir a él, seguros de hallar amparo y auxilio. Sucedió por entonces una grande hambre. Para remediar las necesidades de la gente pobre, llegó nuestro joven a vender sus alhajas y vestidos lujosos y aun los libros de estudio ano­tados de su mano. «¿Cómo estudiar cómodamente —decía— habiendo quienes mueren de hambre?». A ejemplo del santo mozo, muchos con­discípulos suyos y otros caballeros de la ciudad, vendieron sus haciendas
  • 309. para remedio de los necesitados, con lo cual quedó muy aliviada aquella triste situación. Vio Domingo cierto día llorar amargamente a una pobre mujer, por haber los moros llevado cautivo a un hermano suyo. No tenía ya el Santo más dinero, por lo que hizo instancias a la afligida mujer para que le vendiese a él por esclavo, y así rescatase a su hermano; pero no quiso hacerlo por no privar al pueblo de tan eximio bienhechor. La fama de virtud y de sabiduría de Domingo se extendió pronto por toda la comarca. El obispo de Osma, que a la sazón lo era don Martín de Bazán, tomó tan a pecho la reforma de su iglesia, que en pocos años logró que los canónigos viviesen en comunidad observando la regla de San Agustín. Con mucha diligencia y cuidado buscaba hombres de gran espíritu y letras, que llevasen adelante la reforma. En el año 1194 tra­bajó con todo empeño para sacar a Domingo de Palencia y llevarle a Osma, y al fin salió con su intento. El santo mozo, ya sacerdote sin duda, obedeció el mandato del prelado, y partió para Osma, donde tomó el hábito de canónigo regular, y se consagró de lleno a la nueva obligación. A poco de su llegada fue hecho por el obispo subprior de aquella iglesia. Domingo aceptó el cargo por obediencia, y en él se señaló sobre­manera en toda virtud. Mostrábase humilde, manso, afable y llano con todos, pero al mismo tiempo celoso y grave reprensor de los vicios. APÓSTOL DE LOS ALBIGENSES El año de 1203, el rey de Castilla don Alfonso VIII envió a la corte de Dinamarca al nuevo obispo de Osma y antiguo prior de los canó­nigos, Diego de Acevedo, con cierta embajada y negocios de grande im­portancia. El prelado llevó en su compañía a Santo Domingo, que a la sazón tenía treinta y tres años. Al pasar por el mediodía de Francia, vio nuestro Santo con inmenso dolor los estragos que hacía en toda la comar­ca del Languedoc la herejía de los albigenses —neomaniqueos que ense­ñaban y defendían la doctrina de la doble divinidad, la del bien y la del mal—, la que ocho siglos antes había seducido al inquieto Agustín de Tagaste, ahora hacía presa en las provincias meridionales de Francia. Los condes de Tolosa, con haber sido los primeros en acudir a poner sitio a Jerusalén en tiempo de las Cruzadas, se habían declarado patro­cinadores de la nueva herejía; y los fieles de las provincias de la Pro-venza y del Languedoc querían seguir perteneciendo a la Iglesia católica, pero practicando la religión a su manera. De tanto simplificar las doc­trinas del catolicismo, llegaban a destruirlo esencialmente al par que
  • 310. socavaban los fundamentos de la familia y de la moral. Estos herejes eran un gravísimo peligro para la sociedad. Extendíase su influencia desde Marsella hasta los Pirineos, las ciudades de Albí, de donde tomaron el nombre, Montpeller, Beziers, Carcasona y Aviñón eran feudos suyos. Fueron muchos los apóstoles del bien que de una u otra manera tra­taron de poner freno a los desmanes de la nueva secta, pero chocaron sus esfuerzos contra el furor de aquellos fanáticos sin lograr provecho. Para conjurar aquel grave peligro, el papa Inocencio III ordenó un plan de conquista que no pudo llevar a efecto como hubiera deseado. La cruzada «de los albigenses», mandada por el esforzado capitán conde Simón de Montfort, fue con sus violencias más allá de lo que el Sumo Pontífice se proponía. Desde el año 1213 en adelante, la cruzada se con­virtió en dura guerra de los condes del Norte y de los reyes franceses —Felipe Augusto en particular— contra los condes del Sur, para agregar la provincia del Languedoc a la corona de Francia. Pero el intento del Pontífice era reducir a los herejes con el arma de la persuasión, mane­jada por varones de probada virtud. En esa guerra espiritual lucharon Diego de Acevedo —después de cumplida satisfactoriamente la misión que le confiriera el rey de Castilla— y, sobre todo, el insigne Santo Domingo. Juntáronse a ellos algunos monjes del famoso monasterio del Cister, y emprendieron un modo de apostolado tan sobrenatural como racional y metódico, con disputas particulares y sermones públicos. Una de esas disputas fue célebre por haber intervenido el cielo de modo maravilloso en favor de nuestro Santo. Ocurrió el suceso en la ciudad de Fangeaux, diócesis de Carcasona. En el convento de las Ma­dres Dominicas de dicha ciudad hay todavía una capilla que llaman «del Milagro». Un día de controversia, acudió todo el pueblo a ver dis­putar al famoso predicador. Esta vez trajeron los albigenses una «me­moria » o libro de las doctrinas de su secta, pero el Santo había escrito una soberbia réplica en la que defendía y comprobaba la verdad cató­lica. Designáronse tres jueces para que determinasen de qué parte se hallaba la razón, mas como no lograran ponerse acordes, decidieron someter ambas memorias a la prueba del fuego. Echadas en una grande hoguera a vista de todo el pueblo, el libro de los herejes quedó en un instante abrasado y consumido, mientras el libro de Santo Domingo, saltando en alto sin que el fuego lo chamuscase siquiera, volaba por los aires hasta ir a ponerse encima de una viga que cerca de allí estaba, en la que dejó profunda huella de fuego. Tres veces volvieron los here­jes los papeles del Santo al fuego, y las tres se repitió el mismo prodigio. En la iglesia de Fangeaux puede verse todavía la viga con las tres que­maduras.
  • 311. Sin haberse jamás visto, cortócense al punto Domingo de Guzmán y el Santo de Asís, «Compañeros somos —dice Domingo mientras le abraza—, y criados de un mismo Señor; los mismos negocios trata­mos; unos son nuestros intentos; vayamos a una y no habrá fuerza infernal que nos desbaraten.
  • 312. FUNDA EL CONVENTO DE PRULLÁ Y PREDICA EL ROSARIO El canónigo español que lejos de su país trabajaba sin tregua predican­do la verdad, era hombre incansable en la acción, y de oración inten­sísima. Estas dos cualidades le caracterizaron durante su vida toda. Al paso que con todo ahinco luchaba contra la herejía por medio de la pre­dicación, quiso que algunas almas fervorosas le mereciesen con sus ple­garias al auxilio divino. A 22 de noviembre de 1206, Domingo fundó en las inmediaciones del santuario de Prulla —parroquia de Fangeaux—, consagrado a la Reina de los Ángeles, un convento de monjas claustradas que empezó a llevar vida regular al mes de fundado. No cabe duda de que este monasterio observó como su santo fundador la regla de San Agustín. También en Prulla redactó Santo Domingo las Constituciones de la Orden de Predicadores que estaba resuelto a fundar en cuanto sus tra­bajos le dejaran algún respiro. Al mismo tiempo que establecía esta obra de las monjas de Nuestra Señora de Prulla, dedicadas a la oración y penitencia, trabajaba Do­mingo con grandísimo fruto en la propagación de la devoción del santo Rosario que la misma Virgen María le había inspirado. Frente a la here­jía albigense que amenazaba a la Iglesia, la nueva devoción propagada por Santo Domingo era medio eficacísimo y muy popular para fortalecer a los fieles en la fe y alumbrar a los herejes. FUNDA LA ORDEN DE PREDICADORES Cu a r en ta y cinco años tenía Santo Domingo cuando, vencida ya la herejía, volvió a Tolosa. Era a la sazón obispo de aquella ciudad el cisterciense Fulco, el cual trabajaba ardorosamente para apaciguar su diócesis. Al celoso obispo, que alentaba con todas sus fuerzas las empre­sas de Santo Domingo, gustóle sobremanera la idea de formar un grupo de predicadores que observasen vida religiosa en comunidad. Los primeros compañeros de Domingo fueron cuatro misioneros que con él trabajaban ya. Uno de ellos era el Beato Manés, hermano del San­to , otro, Pedro Seila, noble caballero tolosano, que hizo donación a la naciente Orden de su propia casa, uno de los más bellos edificios de la ciudad. Domingo juntó en ella, el 25 de abril de 1215, a los seis primeros discípulos y les dio el hábito de Canónigos regulares de Osma, que él seguía llevando: túnica de lana blanca, sobrepelliz de lino, capa y ca­
  • 313. pucha de lana negra. Como iba a celebrarse el cuarto Concilio de Letrán, partió Domingo para Roma en compañía del prelado Fulco; juzgaban ambos que la fundación de Predicadores podía extenderse a toda la Iglesia. Mil doscientos ochenta y cinco prelados se juntaron en Roma. Kn las cartas convocatorias, Inocencio III proponía, como fin del Con­cilio, «la extinción de la herejía y el afianzamiento de la fe». Ése era pre­cisamente el blanco de las actividades de Domingo, once años hacía. I’cro el Papa manisfestó aún más explícitamente su voluntad. Por el décimo canon del Concilio, que trataba de la fundación y establecimiento de los Predicadores, mandó a todos los obispos que tuviesen algunos a su lado, para que les sirviesen de coadjutores en el ministerio de la predi­cación y en el confesonario. En atención al fin peculiar para el que había sido instituida, la nueva Orden llamóse entonces «Orden de Hermanos Predicadores», nombre oficial que ha guardado hasta el día de hoy. En 1217, el papa Honorio III confirmó la Orden de Santo Domingo. PRIMER ENCUENTRO DE DOS SANTOS tro consuelo muy singular y maravilloso tuvo Santo Domingo en Roma el mes de septiembre de 1215. El Señor suscitó por entonces otra familia espiritual, que debía traer a vida cristiana al mundo paga­nizado dándole ejemplo de penitencia y de total desapego de las rique­zas perecederas. Poco hacía que el insigne San Francisco de Asís había juntado a sus primeros discípulos a la sombra y amparo del santuario de Nuestra Señora de los Ángeles. Él también fue a Roma con intento de hacer aprobar su Orden. Francisco y Domingo no se habían visto antes. Sucedió, pues, que estando Domingo en oración en la basílica de San Pedro, tuvo una muy extraña visión. Apareciósele Jesucristo como eno­jado por los pecados de los hombres y con tres lanzas en la mano para castigar con ellas al mundo. Pero la Reina de los Ángeles, que a su lado estaba, presentó a su Divino Hijo dos hombres, diciéndole que por la pre­dicación de ambos el mundo se reformaría. Santo Domingo se reconoció a sí mismo como uno de ellos, pero no sabía quién era el otro. Al día siguiente, al entrar en una iglesia de Roma vio un pobre cuyas facciones oran exactamente iguales a las de aquel compañero a quien no conociera i:n la visión. Corrió a él y le abrazó con entrañable afecto, mientras le decía «Compañeros somos y criados de un mismo Señor». De allí en adelante los dos Santos se concertaron en perpetua y santísima amistad que los unió de por vida. Este cariñoso y fraternal encuentro movió la fantasía de muchos pin­tores y artistas cristianos. En Roma sd guarda la memoria del suceso
  • 314. en forma muy singular. Cada año, el Ministro General de los Franciscanos pasa con algunos religiosos a celebrar la fiesta de Santo Domingo en el convento de los padres Dominicos; para devolver cortésmente la visita, el día de San Francisco pasa el Maestro General de los Dominicos a cele­brar con los padres Franciscanos y en la residencia de éstos, la fiesta del fundador. PROPAGACIÓN DE LA ORDEN DE SANTO DOMINGO Seg u r o ya Santo Domingo del plan que había de llevar adelante, dejó a Roma al empezar la cuaresma del año 1217 y se volvió a Tolosa. Tras de haber pasado unos meses con sus discípulos, les declaró que se acercaba ya el día en que habían de ir a peregrinar por el mundo, de­cíales «El grano amontonado, fácilmente se corrompe, en cambio, sem­brado a voleo, da copiosísimo fruto». En cosa de pocos meses, la nueva Orden plantó sus reales en tres lugares estratégicos de la cristiandad en Roma, donde el papa Honorio III dio a Domingo el monasterio de San Sixto, cerca del Coliseo, en París y en Bolonia, que eran a la sazón los dos famosísimos centros universitarios de Europa. En París ganó el Beato Reginaldo para la Orden a muchos ilustres catedráticos universitarios y estudiantes. Cuarenta y ocho años contaba Santo Domingo de Guzmán cuando re­gresó a España, tras prolongada ausencia, y es fama que visitó y predicó en las ciudades de Pamplona, Guadalajara, Segovia, Madrid, Palencia, Zamora, Compostela, Burgos, Osma, Zaragoza, Lérida y Barcelona. En San Esteban de Gormaz y en su pueblo natal, Caleruega, detúvose más tiempo. En la mayor parte de los lugares que visitó, dejó fundados con­ventos de su Orden, y en estas apostólicas tareas se ocupó hasta que, terminada la cuaresma del año 1219, se despidió nuestro bienaventurado de España. Pasó luego a París, en cuyo convento de Santiago residió algún tiempo. Allí encontró un hermoso plantel de religiosos, en número su­ficiente como para poder distribuir algunos entre Alemania, Inglaterra, Escocia y varias comarcas de Francia. Los excelentes servicios que los Hermanos Predicadores prestaron a la Iglesia, movieron a los Papas a nombrarlos en muchos lugares inqui­sidores de la fe. Para premiar los importantísimos servicios que como tales prestaron los Dominicos, tienen todavía reservados dos puestos en la curia romana: el primero y más importante es el de maestro del Sacro Pala­cio, el segundo, el de comisario general de la Sagrada Congregación del Santo Oficio; el Maestro de la Orden y el maestro del Sacro Palacio son, por derecho propio, consultores de esta Congregación romana.
  • 315. TEMPRANO FIN DE UNA HERMOSA VIDA Só l o tenía Santo Domingo cincuenta años y ya sus fuerzas estaban ago­tadas. Después de haber evangelizado el norte de Italia y la Lombar-día, pasó a Roma, donde recibió del Papa grandes muestras de aprecio y benevolencia para la familia de los Predicadores. Salió de Roma para visitar algunos conventos de Italia, y estando en Venecia cayó en gravísi­ma enfermedad. Volvió a Bolonia y a pesar de su extremada debilidad y de las súplicas de sus hijos, quiso seguir fielmente la Regla en todos sus puntos. Trasladáronle fuera de la ciudad a un paraje muy sano, pero allí se agravó el mal que padecía. Aunque se hallaba ya moribundo, pidió que le tornasen a Bolonia. Allí murió el 6 de agosto del año 1221. El cardenal Hugolino, legado del Papa, y grande amigo de Santo Do­mingo, quiso presidir personalmente los funerales. Cuando después fue elegido Papa con el nombre de Gregorio IX, dio licencia a los Dominicos para que trasladasen solemnemente las reliquias del santo fundador a la nueva iglesia de San Nicolás. Los milagros obrados por Dios mediante la intercesión de Santo Domingo de Guzmán, se multiplicaron al pie de su sepulcro, y siguieron sin interrupción durante el trascurso del tiempo, lo que movió al papa Gregorio IX, trece años después del dichoso trán­sito de nuestro Santo, a dar por terminado el proceso de su canonización, con estas memorables palabras: «No dudo de su santidad más que de la de los Apóstoles Pedro y Pablo». Su sepulcro se halla ahora en la iglesia de Santo Doménico, edificada por los años de 1730. Clemente VIII trasladó su fiesta al 4 de agosto. S A N T O R A L Santos Domingo de Guzmán, fundador de los Dominicos; Eufronio, arzobispo de Tours; Aristarco, obispo de Tesalónica; Agabio, obispo de Verona, y Marino, de Auxerre; Domingo Martínez, abad cisterciense; Lugilo, abad en Irlanda, Tertuliano, presbítero, mártir en Roma, Baumado, solitario en la región deb Maine; Eleuterio y Protasio, mártires. Beatos Juan Barre­da, mínimo; Reginaldo, de San G il; y Querubín de Espoleto, franciscano. Santas Flaminea, virgen y mártir; Sigrada, madre de los Santos Leodegario y Guarino; la. virgen, mártir en Persia; Perpetua, romana, madre del mártir San Nazario, 'convertida y bautizada por el Apóstol San Pedro. Beata Paula de Montant. clarisa.
  • 316. El cruelísimo Diocleciano Sepulcro profanado y glorioso D ÍA 5 D E AG OS TO S A N T A A F R A PENITENTE Y MARTIR ( t 304) Gr a n d e es la misericordia del Señor y el poder de la gracia divina, que saca del fango del vicio a las almas sumidas en los más ab­yectos pecados, para conducirlas por el sendero de la virtud a las más altas cimas de la perfección. Buena prueba de ello es la vida de nuestra Santa, la cual, arrancada de su miseria moral con infinito amor y predilección para ser transportada a los vergeles de la Pureza infinita, brillará eternamente como testimonio de la bondad infinita de Dios. Nació Afra en Augusta Vindelicorum, hoy Augsburgo, en Alemania. Sus padres, que eran paganos, educáronla desde la más tierna infancia según los principios de su religión. Ya mayor, tributaba culto especial a la voluptuosa Venus, y para mejor honrarla convirtió la propia casa en mo­tada de corrupción. Al tener noticia de la guerra que Diocleciano había decretado contra los cristianos, cuya moralidad conocía, pero cuyos dog­mas ignoraba, sintió un atisbo de compasión hacia ellos. Desde este mo­mento la gracia divina comenzó su bienhechora influencia y no cesó en ella hasta conseguir su total conversión. Afra se prestó de su parte a se­cundar los planes divinos sin que bastaran pasiones ni tormentos para apartarla un punto de Su empresa.
  • 317. LAS OVEJAS DESCARRIADAS Hu y e n d o de la persecución de Diocleciano, el obispo de Gerona San Narciso, salió de su patria con un diácono llamado Félix. Guiado por el Señor, fuése a Alemania con deseo de predicar el Evangelio a aque­llos pueblos y convertirlos a nuestra santa Religión. Al llegar a la ciudad de Augusta, quiso tomar posada y fue encaminado a la casa de Afra, mujer principal, cuya desarreglada vida le era desconocida en absoluto. Afra, como dueña de la casa, acogió a los recien llegados y les pre­paró cena abundante. Admiró, desde los primeros momentos, la gravedad y modestia de sus miradas, su porte correctísimo y su lenguaje sencillo y honesto; cualidades que tan desconocidas le eran en su habitual compa­ñía. La admiración y sorpresa rebasaron todo límite cuando, al principiar la cena, sin falsos respetos, el más anciano bendijo la mesa. No pudo entonces Afra contener la emoción y se dirigió decidida a Narciso — ¿Quién sois? —le preguntó. —Soy —respondió éste— un pontífice de los cristianos. Al oír estas palabras, Afra, llena de temor y vergüenza, se arroja a sus pies, y después de una breve y dolorida pausa, acabó por decir —Señor, apartaos de esta indigna morada la mujer que os habla es la más depravada de todo el país y no merece el honor de hospedaros. —Nuestro Señor no desecha nunca la oración del pecador arrepentido —replicó el obispo con paternal bondad—. Él, la santidad misma, ha muerto para expiar todos los pecados y purificar todas las conciencias. Re­cibe, hija mía, la luz de la vida, de la fe, y tus pecados te serán perdona­dos, mi entrada en tu casa será para ti manantial de alegría eterna. Llena de confusión, preguntó Afra: —¿Cómo se podrán borrar mis pecados, que no tienen número? —Cree en Jesucristo, recibe el bautismo y te salvarás, dijo Narciso. La pobre mujer creía soñar. Arrebatada de inmenso júbilo, llama a sus tres esclavas, compañeras de infamias. Digna, Eunomia y Euprepia «El venerable anciano que ha entrado en mi casa —les dijo—, es un obis­po de los cristianos, me ha asegurado que si creo en su doctrina y recibo el bautismo, quedaré purificada de mis iniquidades. ¿Qué me decís? —Es­clavas tuyas somos, respondieron, tu voluntad será la nuestra, te hemos seguido por el camino de la infamia, te seguiremos en el de la virtud». Al clarear el día, presentáronse los emisarios del juez en busca de los dos fugitivos. «Son de los míos —respondió ella con entereza— ; en estos momentos se hallan en el sacrificio». Los soldados creyeron que se encontraban en algún templo de los ídolos y se alejaron.
  • 318. Satisfecha Afra de haber vencido la primera dificultad, siguió ocultan­do sigilosamente a los enviados del Señor; acudió a casa de su madre Hilaria, y le dijo Tengo en mi casa un obispo cristiano; durante toda la noche, con las manos levantadas al cielo, ha dirigido plegarias a su Dios, a instancias suyas hemos rogado con él. Al cantar el gallo, las luces se apagaron y por más que hice por encenderlas todo fue inútil. Entonces su acompañante me d ijo - «Mujer, no busques la luz que se apaga, hoy mis­mo verás otra luz que no se extingue nunca». Mientras tanto el obispo rogaba a su Dios en estos términos «Oh luz verdadera, desciende de los cielos, muéstranos tus resplandores para que seamos iluminados». Di repente, la sala quedó iluminada de brillantísima luz que persistió hasta la aurora, en que el pontífice terminó su oración. Desde entonces la cla­ridad iba amortiguándose a medida que el día avanzaba. Presa de gran asombro, dije al venerable pontífice: «Indigna soy de recibirte en mi casa, soy gran pecadora. —He venido a donde Dios me ha guiado», respondió. «Al amanecer —prosigió Afra—, varios soldados, encargados de pren­derlos, registraron la casa. Para evitar el peligro de nuevas pesquisas, con­vendría esconderlos aquí esta noche. ¿Qué os parece? —Haz lo que te propones, hija mía» —respondió Hilaria». Apenas llegó la noche, Afra comunicó al venerable anciano sus propó­sitos , éste aceptó gustoso la invitación. En cuanto se halló en su presen­cia, Hilaria se arrojó a sus pies y, abrazándoselos con efusión dijo —Os ruego, señor, limpiéis mi alma de pecado. —Grande es tu fe —respondió Narciso—. pues antes de oír hablar de los misterios de Dios, crees en ellos, cuando tantos otros los desprecian aún después de conocerlos. Veo con satisfacción que te hallas dispuesta a recibir la verdad; prepárate, pues, desde hoy, con ayunos y oraciones. Entretanto, yo te instruiré durante siete días en los misterios de la f e , el octavo, te regeneraré en las aguas bautismales y tu alma se tomará pura e ¡nocente como la de un niño y gozará el amor de aquel que la creara. EL DEMONIO ANTE EL OBISPO Si os place —dijo Hilaria—, os explicaré cuáles han sido hasta el pre­sente nuestra religión y nuestras creencias. —Habla —respondió Narciso—, que así encontrará desahogo tu corazón. —Mis padres —prosiguió Hilaria—, aunque eran de la isla de Chi­pre, vinieron a establecerse en esta ciudad para tributar adoración a Venus, nuestra diosa preferida, a quien consagré mi hija, pensando honrarlos con ello. Por este motivo se dio a toda clase de deshonestidades y de infamias».
  • 319. Al oír este relato, el santo obispo, con los ojos bañados en lágrimas, dijo a su diácono Félix: «Pidamos al Señor, hermano mío, que derrame sus gracias donde abunda la iniquidad, y que aborrezcamos y hagamos aborrecer una religión tan monstruosa e infame». Mientras oraban apareció en la cámara el demonio con aspecto de un horrible y deforme negro, cubierto de lepra y de úlceras repugnantes. — ¡Oh santo obispo Narciso! —exclamó el espíritu infernal—. ¿Qué haces entre mis fidelísimas siervas? Las almas santas, los cuerpos puros, los sacrificios inmaculados, sean, enhorabuena, para- tu Dios y Señor; pero la iniquidad, la maldad y el vicio, me pertenecen; son fruto de mi trabajo. Vete, pues, de aquí donde nada es tuyo. —Espíritu inmundo —replicó Narciso—, en nombre de mi Señor, te ordeno que respondas a mis preguntas. Dime, malvado, ¿conoces a Jesu­cristo, mi Dueño, a aquel Jesús de Nazaret que fue arrestado, escupido, coronado de espinas, crucificado, muerto en la Cruz, y que resucitó al tercer día? —Ojalá no le hubiera conocido nunca —vociferó el demonio con ra­bia—. Al ser crucificado vuestro Dios, nuestro jefe huyó de su presencia y fue amarrado con fuertes cadenas de fuego por el poder del Redentor. —¿Cómo se llama vuestro jefe? —Satanás. —Pero, ¿qué mal había hecho Jesús para ser crucificado? —Ninguno, pues nunca pecó. —Si estaba exento de culpa, ¿por qué y por quién ha sufrido tanto? —No sufría por sus pecados, sufría por los pecados de los hombres. —Espíritu infernal, has caído en el lazo de tus propios argumentos. Si sabes que Jesucristo sufrió y murió en cruz por los crímenes de los hom­bres, apártate de estas mujeres, pues para ellas han sido y son los frutos del divino Sacrificio. En virtud de esta redención, reciben hoy su fe y sa­cian su sed espiritual en el saludable manantial de su gracia. —Tu ley te prohíbe tomar el bien del prójimo —rugió el demonio—. Alardeas de justo y santo, y me arrebatas las almas conquistadas tiempo ha por mis esfuerzos. —Ladrón y salteador, condenado para siempre —replicó con energía el obispo— : estas almas son obra de Dios, tú se las has robado y yo quiero restituírselas. —Entonces, ¿por qué no me conduces al Creador? Por ventura, ¿no soy también su criatura? —Has de saber que Jesucristo —según tu propio testimonio— padeció por los pecados de los hombres, pero no por las maquinaciones de los demonios. Márchate, pues, y ve a juntarte con tu jefe Satanás. —Permite, por lo menos, que me quede aquí esta noche.
  • 320. Lo s verdugos atan a Santa Afra al poste. Junto a él amontonan gran cantidad de leña, a la cual prenden fuego. Entretanto, la Santa, con la vista fija en el cielo, ofrece el sacrificio de su vida en desagravio de sus pasados extravíos, y da gracias al Señor por la grande merced del martirio.
  • 321. —Si puedes, accedo a ello. —Fácil me será si acabas de una vez tus oraciones. —Espíritu eternamente maldito, toda la noche rezaré y haré rezar a los moradores de esta casa para obtener del Señor el perdón de los peca­dos y para desbaratar tus propósitos. Ante tal decisión, dio el espíritu infernal un gran alarido y desapareció. BAUTISMO DE AFRA, DE SU MADRE Y DE SUS COMPAÑERAS Hila r ia , Afra y sus compañeras, testigos de esta escena, llenas de temor y temblor, habían prorrumpido en copioso llanto y, con el rostro pegado en tierra, imploraban el auxilio y protección del Dios de los cristianos. Fortaleciólas San Narciso con paternales consejos y pruden­tes instrucciones. Tanto él, como su diácono, unieron a la oración el ayu­no para,asegurar el triunfo definitivo sobre el demonio. El Señor atendió sus súplicas días más tarde, Hilaria, su hija, las tres esclavas, todos sus familiares recibían las regeneradoras aguas del bautismo. San Narciso permaneció nueve meses en Augsburgo conquistando almas para el cielo: los paganos acudían secretamente a casa de Hilaria y allí recibían de labios del celoso obispo palabras de vida eterna. Al establecerse definitivamente el cristianismo, la casa de Hilaria fue desti­nada al culto cristiano bajo la advocación del Salvador y de su santa Madre. En aquel templo se reunían los primitivos cristianos; allí confirió San Narciso el sacerdocio —y según algunos el episcopado-r- a Dionisio, tío de Afra, que no tardaría en dar su sangre por la fe, hombre merece­dor de esta distinción y de este honor, por el celo infatigable con que continuó la obra de las conversiones. La sangre de los mártires es semilla de cristianos, por lo cual, cimentada y fertilizada esta nueva cristiandad, San Narciso y su diácono Félix se volvieron a Gerona, donde, a los tres años de apostolado, recogieron la palma del martirio. La Iglesia celebra su fiesta el 29 de octubre. EN EL TRIBUNAL DE CAYO La persecución de Diocleciano, sangrienta como ninguna otra, conti­nuaba devastando el campo cristiano. Los magistrados, antiguos pro­tectores de Afra pecadora, no bien se enteraron de su transformación, mandaron detenerla. Sin el miramiento debido a su edad, condición y sexo, fue conducida ante el juez Cayo. Sus respuestas, recogidas en las
  • 322. Actas de Santa Afra, ex halan el perfume de una prüfutida humildad y de una confianza ilimitada en los méritos de su divino Salvador. ••••: Ca*o. — Sacrifica a los dioses, que más ventajoso té será vivit ¿^tima­da de los hombres que perecer en los tormentos.' Afra.— Bastantes pecados he cometido en mis años de desvarío, cuán­do desconocía a mi Dios y Señor, para que ahora le ofénda cumpliendo lo que me mandas. Nunca te obedeceré. Cayo. — Vete al Capitolio y sacrifica a los diosés. Afra. — Mi Capitolio es Jesucristo, a quien tengo siempre delante de mis ojos y a quien pido, cada día, perdón de mis iniquidades. Indigna soy de ofrecerle un sacrificio inmaculado, lo comprendo; pero quiero, al menos, aunque pecadora, ofrecerme en holocausto. Feliz me consideraré, si mi cuerpo purifica, en los suplicios y en el fuego, los pecados de que ha sido instrumento. Cayo. — Conozco la vida que has llevado, muy contraria, por cierto, a esos sentimientos que parecen animarte ahora. Afra. — Verdad es cuanto dices, pero mi Dueño y mi Vida descendió de los cielos por los pecadores, como dice el Evangelio. Él perdonó a la pecadora que bañó su pies con lágrimas de arrepentimiento, y nunca me­nospreció a las pobres mujeres ni a los publícanos, antes quiso comer con ellos • así, pues, confío que perdonará también mis pasados extravíos. Cayo. — Déjate de tonterías; abraza, como en otro tiempo, el culto de Venus, y disfrutarás de riquezas y honores. Afra. — Menosprecio tus viles promesas, precio y fruto del pecado. El dinero que tenía ya lo he echado de mí, porque no lo podía guardar con buena conciencia. Cayo. — Ese Dios que adoras te juzgará indigna de ser su sierva; en vano le servirás, ya que nunca te considerará como suya: jamás una mujer de mala vida podrá decirse cristiana. Afra.— Aunque ciertamente no merezco llamarme cristiana, la infinita misericordia del Señor suple con creces mis escasos méritos. Él mismo me ha concedido el honor de llevar tan glorioso nombre. Cayo. — ¿Qué pruebas tienes de la verdad de lo que tú afirmas? Afra. — En este mismo instante tengo una prueba manifiesta, al otor­garme el Señor la dicha de confesar públicamente su nombre y la gracia de poder expiar mis pecados por el martirio. Cayo. — Puras leyendas y cuentos. Sacrifica a los dioses y ellos te sal­varán de este mal paso en que te has metido. Afra. — Mi único salvador es Jesús. Aquel que pendiente en la cruz prometió el paraíso al buen ladrón que confesó públicamente su divinidad.
  • 323. Cayo. — ¡ Basta de cuentos! Sacrifica a los dioses o serás azotada con varas en presencia de tus amantes. A fra. — Una sola cosa me sonroja: mis pecados. • Cayo. — Avergonzado estoy de haber disputado contigo tanto tiempo; obedece o morirás. Afra. — Eso es lo que anhelo. ¡ Ojalá consiga con el martirio la gloria tan largamente esperada. Cayo. — Sacrifica a los dioses, o mando que te atormenten, y que te quemen viva. Afra. — Padezca tormentos este cuerpo, instrumento de iniquidad, para que por él se purifique mi alma. Entonces el juez, harto de razones, dictó sentencia por la cual con­denaba a Afra a ser quemada viva, por el delito de declararse cristiana públicamente y negar a los dioses del imperio el culto que les era debido. LA HOGUERA Al punto los soldados se apoderaron de la valerosa cristiana. Condu-jéronla a una isla del río Lech, en las afueras de Augsburgo, y una vez llegados allí, atáronla bárbaramente a un poste. Mientras los verdugos amontonaban en su derredor la leña que había dé consumirla, Afra, con los ojos elevados al cielo, pronunciaba esta hermosa plegaria, que uno de sus historiadores nos ha transmitido: «Omnipotente y eterno Señor que invitáis a penitencia a los pecadores y cuyas promesas son verdaderas; que recibís al pecador en cualquier momento, olvidado ya de sus culpas pasadas, recibid ahora el sacrificio que de mi vida os hago en espíritu de expiación. Os suplico, Señor, por este fuego temporal preparado para atormentar mi cuerpo, que me libréis del fuego eterno que devora cuerpo y alma juntamente». Los verdugos encendieron la hoguera; por entre el crepitar de los leños encendidos, oíase la voz de la generosa mártir que continuaba su plegaria: «Señor Jesús, infinitas gracias os sean dadas por la gloria que me cabe de ser víctima indefensa de mi fe. A Vos, sacrificado en el leño de la Cruz por la salvación del mundo entero, a Vos, Justísimo Señor, ofrecido por los injustos; Bendito, sacrificado por los malditos; Manso, inmolado por los violentos y rudos, Santo, ofrecido por los pecadores, a Vos me ofrez­co en sacrificio; a Vos que vivís y reináis en unidad del Padre y del Es­píritu Santo pqr los siglos de los siglos b. Pronunciaba estas últimas pala­bras cuando su alma, purificada con la sangre del martirio, voló al cielo para recibir la recompensa de los mártires tan esforzadamente conquistada.
  • 324. SUPLICIO DE SANTA HILARIA Y DE SUS COMPAÑERAS La s esclavas de nuestra Santa, trocadas en hermanas suyas por el cris­tianismo, presenciaron el glorioso triunfo de su ama, desde la orilla opuesta. Consumado el sacrificio, a instancias suyas, los verdugos las lle­varon al lugar donde Santa Afra acabada de expirar. Quedaron atónitas las tres jóvenes al no descubrir en el santo cuerpo lesión alguna. Dios nuestro Señor había querido así glorificar aquel cuerpo que, si un día fuera carne de pecado y objeto de perdición, había sido rehabilitado por el Bautismo y en el fuego abrasador de los torturas, voluntariamente sobrellevadas en defensa de la fe y como testimonio de perfecto amor. Hilaria, acompañada por varios sacerdotes cristianos, aprovechó la paz de la noche para recoger los preciosos restos. Trasladáronlos con santa devoción y diéronles sepultura en el sepulcro familiar, cerca de Augsburgo. Poco tiempo después, noticioso Cayo de que algunas mujeres cris­tianas se reunían para orar en la capillita erigida sobre la tumba de Santa Afra, mandó un escuadrón de soldados con orden de quemarlos vivos si no rendían culto a los dioses del imperio. Ni las promesas más tenta­doras, ni las más severas conminaciones pudieron doblegar la constancia ile Hilaria y de sus tres compañeras. Encerráronlas, pues, en el pequeño oratorio, que llenaron al mismo tiempo de sarmientos, maleza y hierbas secas. Luego prendieron fuego y cerraron la puerta. Hilaria y sus tres compañeras Digna, Eunomia y Euprepia, en íntima unión con Dios, espe­raron arrodilladas la unión definitiva en las moradas eternas. La voraci­dad de las llamas y la intensidad del humo, realizaron en breves mo­mentos, tan santos deseos. S A N T O R A L Nuestra Señora de las Nieves. Santos Osvaldo, rey; Memmio, obispo; Teodorico y Juan XIX, obispos de Cambray y Arrás; Casiano, obispo de Autún, y Venancio de Viviers; Abel, arzobispo de Reims; Emigdio, obispo y mártir en la Marca de Ancona, París, obispo de Teano, en Italia: Cantidio, Cantidiano y Sobelo, mártires en Antioquía; Yon, discípulo de San Dio­nisio, presbítero y mártir; Eusignio, martirizado en Antioquía cuando ya tenía ciento diez años, por haber reprochado su apostasía al emperador Juliano; Ireneo, Heraclio y Dacio, mártires en Galatz (Rumania). Santas Afra, penitente y mártir; Nona, madre de San Gregorio Nacianceno; Mar­garita, viuda, venerada en la Marca de Ancona.
  • 325. D ÍA 6 D E AGOS TO SAN S I X T O II PAPA Y MÁRTIR (t 258) Subió San Sixto al solio pontificio ciento noventa años después de la gloriosa muerte del Príncipe de los Apóstoles, cuando el trono de San Pedro se hallaba teñido en púrpura con la sangre de los már­tires. También él, como su predecesor derramó su sangre por Cristo, enro­jeciendo real y materialmente la cátedra de Roma, pues fue decapitado en el trono mismo en que presidía las reuniones de los fieles. Su pontificado duró sólo un año. Había sucedido a San Esteban I, el 30 de agosto del año 257 y recibió la palma del martirio en la perse­cución de Valeriano, el 6 del mismo mes del año siguiente. Poseemos escasos datos biográficos de los primeros años de su vida. Tan sólo sabemos que nació en Atenas, que frecuentó las escuelas filosó­ficas de Grecia y que, convertido al cristianismo, fue ordenado sacerdote y llegó a ser arcediano de la Iglesia Romana. Al ser elevado al supre-mi sacerdocio, sucedióle en aquel cargo Lorenzo, mártir también según le profetizara San Sixto, cuando le conducían al suplicio. aPost tres dies me séqueris, sacerdotem levita, le había dicho. Dentro de tres días me seguirás en el sacrificio, ¡oh diácono!, para asistir al ministro del Señor».
  • 326. EL PROBLEMA DE LOS REBAUTIZADOS La Iglesia cristiana de África veíase amenazada con un cisma por la cuestión de los rebautizados; una parte de Asia estaba a punto de separarse de la comunión de Roma por idéntica razón. Esta querella, suscitada en épocas anteriores, había alcanzado mayor recrudecimiento entre el papa San Esteban, predecesor de San Sixto, y el obispo de Cartago, San Cipriano. Se ventilaba la validez del bautismo conferido por los herejes. San Cipriano, impulsado por celo excesivo en pro de la pureza del dogma católico, declaraba nulo tal bautismo. Según su criterio, la validez del sacramento dimanaba de la santidad del que lo administraba, y no de su institución divina ni de las condiciones estable­cidas por el Divino Maestro. Error gravísimo que comprometía toda la economía de la religión. El Papa, defensor nato de la Verdad, declaróse, como era natural, en contra de tales teorías; de ahí surgieron profundas desavenencias entre Roma y Cartago. La doctrina ortodoxa triunfó, tras agrias controversias animadas, sin embargo, por bonísimas intenciones. Al advenimiento de Sixto II, el fuego de la discusión no estaba por completo apagado: San Cipriano vivía aún y la iglesia africana conserva­ba fielmente su ideas y su espíritu. San Sixto, dotado de gran paciencia y bondad, restableció la calma en los espíritus aunque sin ceder ni un ápice en las definiciones de sus antecesores, y en lo establecido en los antiguos usos romanos, reanudó las relaciones con el obispo de Cartago y volvió al seno de la Iglesia a numerosos disidentes. En el Concilio de Arlés (314) tomó a plantearse la misma dificultad, la cual sólo quedó zanjada defini­tivamente en el concilio de Nicea, el año 325. En el horizonte de la iglesia, divisábanse enemigos más terribles: los enemigos de fuera. LA OCTAVA PERSECUCIÓN PRIMER EDICTO De s e n c a d e n ó s e la octava persecución durante el gobierno del em­perador Valeriano. Su desarrollo comprende dos fases o épocas bien caracterizadas. La primera época fue suave en apariencia, se limitó a declarar ilícita la asociación de los cristianos, prohibir sus asambleas y desterrar a los principales jerarcas. En el primer edicto persecutorio —julio de 257— se conservaban ciertos miramientos para con los cristia­nos y se recordaba con aparente satisfacción la antigua simpatía que hacia
  • 327. ellos tuviera el emperador. Marciano, hombre impío y sanguinario, valióse de su influencia como ministro, para torcer aquellas buenas inclinaciones y arrancar el edicto que contenía los extremos anteriormente expuestos. En medio de las mil vejaciones y penalidades, la fe y constancia de los discípulos de Cristo permaneció firme e inquebrantable; más aún, con sus ejemplos y consejos ganaban muchos prosélitos para la verdadera causa. Estos resultados tan adversos, contrariaron los planes de los persegui­dores y les hicieron cambiar de táctica. Las nuevas determinaciones fueron objeto de otro edicto, promulgado por orden de Valeriano en junio del año siguiente, antes de emprender la expedición contra los persas. Desde este instante la persecución entra en su segunda fase. Nuestro Santo será de los primeros en experimentar las terribles consecuencias de aquel cambio. SEGUNDO EDICTO Co n o c em o s algunos pormenores de este documento por una carta que San Cipriano dirigió a Suceso, obispo de Abbir Germaniciana, ciu­dad de la provincia proconsular de África, informándole de ciertos ru­mores que más tarde confirmaron plenamente unos emisarios enviados por él a la Ciudad Eterna con el fin de prevenir a sus hermanos. «Los enviados a Roma para cerciorarse de la veracidad del edicto pu­blicado contra nosotros —dice la carta—, están ya de regreso. Según ellos, el emperador Valeriano ha cursado un escrito al Senado para que san­cione las siguientes medidas: «Decapitación, sin juicio ni proceso, de los obispos, sacerdotes y diáco­nos cristianos, degradación e incautación de los bienes pertenecientes a los senadores nobles (egrégii viri) y caballeros romanos que se declaren cristianos, los cuales, si persisten en su declaración, serán igualmente deca­pitados, las matronas serán desposeídas de sus haciendas y condenadas al ostracismo, los empleados del palacio imperial (coesariani) que hayan hecho profesión de fe cristiana y no abjuren de la misma, se harán tribu­tarios del fisco y trabajarán encadenados como esclavos en los dominios del César. El emperador manda con este mensaje el modelo de la carta que será remitida a todos los gobernadores de las provincias romanas». Por lo transcrito podemos juzgar de la difícil situación creada a los cristianos. A la pena de destierro, prescrita en el edicto del 257, susti­tuídsela por la pena capital que, en este caso, se aplicaba conculcando las leyes más elementales del derecho procesal y penal, ya que no había interrogatorio, ni juicio regular, nt sentencia legitimada por la fórmula:
  • 328. in continente animadvertantur. Numerosos clérigos fueron, efectivamente, ejecutados en el acto, sin que para ello mediara ningún requisito judicial. La aristocracia y los «cesarianos» sufrieron también el peso de la ley; en cambio, la clase baja —los humiliores— no fue molestada lo más mí­nimo. Buscábase la destrucción del cristianismo atacando a los jefes y a los cristianos influyentes; pensaban que así desorganizarían la religión. No iban mal encaminados los enemigos de Cristo, pues, ¿qué podían hacer los simples fieles sin la dirección de los Papas y sacerdotes y sin las dádivas y larguezas de los cristianos adinerados que socorrían todas sus necesidades espirituales y corporales? Para éstos les bastaba la aplica­ción del edicto anterior que les prohibía tener reuniones, acudir a los cementerios y a los lugares del culto. Los senadores, los nobles, los ca­balleros cristianos, después de confiscados sus bienes, debían renegar de su fe o morir víctimas de su constancia. La vida de los «cesarianos» era respetada, pero a la expropiación de sus bienes seguía la condena a traba­jos forzados, algunos eran encadenados, y debían trabajar para el em­perador en condiciones bárbaras e inhumanas, como simples esclavos. Tal es la parte dispositiva del fatal edicto del año 258. El Senado votó cuanto propuso Valeriano y su «senatus consultus» sembró, de este modo, el dolor y la muerte en todas las provincias. Roma , experimentó, antes que ninguna otra ciudad, los efectos de tan arbitraria disposición. En la misma carta a que anteriormente nos hemos referido, San Cipriano notificaba a Suceso el martirio del papa Sixto. «Con gran dolor —le decía— te comunico que Sixto, juntamente con cuatro diáconos, ha sido decapitado en las catacumbas, el día 8 de los idus de agosto. Los prefectos de Roma, se preocupan del cumplimiento del edicto con celo incansable; cada día son condenados a muerte o pri­vados de sus bienes muchos de nuestros hermanos. Te ruego avises a los fieles, a fin de que, en todas partes, se hallen dispuestos al combate que nos dará la victoria final». No estaba de más aquella caritativa y oportu­na prevención. TRASLADO DE LOS SAGRADOS CUERPOS DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO «AD CATACUMBAS» Aq u e l la s draconianas disposiciones amenazaban destruir los lugares destinados al culto y aun la existencia misma de la Iglesia. Una de las yrimeras providencias del papa Sixto fue poner a salvo los veneran­dos restos de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo. Sus sepulcros, umversalmente conocidos, se hallaban en el monte Vaticano, junto a la
  • 329. A punto ya de salir hacia el martirio, dice el pontífice San Sixto a su diácono Lorenzo: «No te abandono, hijo mío; antes te hago saber que deberás soportar otra batalla más dura y otros tormentos más rigurosos; pero triunfarás con mayor victoria del tirano. Presto me seguirás».
  • 330. vía Cornelia, y en la quinta de Lucina, junto a la vía Ostia, respectiva­mente. La piedad de los primitivos cristianos había levantado capillitas sobre sus tumbas; se temió con fundamento fuesen profanadas sus reli­quias en tan críticas circunstancias. El 29 de junio del año 258 —según opinión autorizada— el Papa mandó trasladar los sagrados restos a una cripta de la vía Apia, en el sitio denominado ad catacumbas. Durante muchos años se desconoció el lugar preciso de su descanso. Los arqueólogos han emitido opiniones dispares sobre esta traslación; algunos la han negado a pesar de la tra­dición constante, corroborada por una inscripción del papa San Dámaso. En fin, excavaciones recientes, practicadas bajo el pavimento de la basílica de San Sebastián, han arrojado luz definitiva sobre este tema y han confirmado plenamente la creencia tradicional. Queda otro punto por dilucidar: ¿cuánto tiempo se conservaron los ve­nerandos restos en la cripta de la vía Apia? Lo ignoramos; muchos creen con gran probabilidad de certeza, que permanecieron allí hasta la paz de la Iglesia, y que el emperador Constantino los volvió a colocar en el pri­mitivo enterramiento al construirse las dos basílicas de San Pedro y San Pablo. Más tarde, San Dámaso hizo colocar, para perpetua memoria del traslado, la inscripción métrica siguiente: «Hic habitasse prius sonetos cognoscere debes. Nómina quisque Petri páriter Paulique requiris...» («Debes saber que descansaron aquí, en tiempos pasados, los santos cuyos nombres buscas Pedro y Pablo. .») Esta inscripción no ha sido hallada, sólo se conoce por transcripciones antiguas, de aquí las vacilaciones para determinar con precisión el lugar de esta sepultura provisional. Pero las recientes excavaciones han descubierto, bajo la basílica de San Sebastián, en las paredes del subterráneo, gran número de grafías —más de cien— con las cuales los piadosos peregrinos del siglo III invo­caban la protección de los Santos Apóstoles. Transcribimos algunas Pedro y Pablo, acordaos de nosotros. — Pedro y Pablo, socorred al mayor de los pecadores. — Pedro y Pablo, interceded por todos nosotros. — Pedro y Pablo, y tú que lees esto, acordaos de Sozomena. — Pedro y Pablo, con­servadnos a Vicente. Este precioso descubrimiento —unido a la tradición constante según la cual los cuerpos de los Santos Apóstoles fueron trasladados a esta región—, nos permite afirmar rotundamente ser aquél el lugar preciso en donde fueron ocultadas las santas reliquias.
  • 331. MARTIRIO DEL PAPA SAN SIXTO II San Cipriano, en la carta dirigida a Suceso, no refiere más datos sobre la muerte de San Sixto. Con todo, el pormenor concreto de su deca­pitación en la catacumba es importantísimo y echa por tierra leyendas que habían oscurecido la historia de sus postreros momentos. Sabed que Sixto ha sido decapitado en la catacumba el 6 de agosto —escribe lacó­nicamente el obispo de Cartago; afirmación tan sucinta como elocuente. Las circunstancias de este martirio son emocionantes: Hallábase el pontífice en la catacumba de Pretextato, lugar funeraria privado, para celebrar los divinos misterios. Los agentes del emperador, celosos para impedir las reuniones de los cristianos, irrumpieron en el subterráneo y sorprendieron a San Sixto que sentado en su cátedra, dirigía la divina palabra a los fíeles. Sin hacer caso de los demás, apoderáronse al punto del santo obispo y de los ministros que le acompañaban para conducirlos a presencia del prefecto más celoso y enemigo de los cristianos. Celebrada la entrevista, fueron condenados Sixto y sus compañeros a ser decapitados en el mismo lugar en que fueran sorprendidos en flagrante delito de culto ilegal. Momentos después se los condujo al suplicio. En el trayecto encuentran a Lorenzo, primer diácono, el cual entabla con el Pontífice el sublime diálogo que San Ambrosio nos ha legado y que la Iglesia ha consagrado en su liturgia. —¿Adonde vas, padre, sin tu hijo? ¿Adonde vas, sacerdote, sin tu diácono? ¿Vas a ofrecerte a Dios en sacrificio? ¿Pues cómo le quieres ofrecer —fuera de tu costumbre— sin ministro? ¿Qué has visto en mí por donde me deseches? ¿Hasme hallado por ventura cobarde y flaco? Dísteme cargo que administrase a los fieles el Sacramento de la sangre de Cristo; y ¿ahora quieres sin mí derramar tu sangre? Escogísteme para lo que es más, y ¿no me quieres para lo que es menos? Mira que no te reprendan de inconsiderado, aunque te alaben de fuerte, pues la falta del discípulo es deshonra del maestro. Muchos ilustres varones alcanzaron renombre de victoriosos por haber vencido; muchos capitanes triunfaron por haber peleado sus soldados valerosamente. —No te dejo, hijo mío — respondió el santo pontífice Sixto—, ni te deshecho por pusilánime y cobarde, antes te hago saber que te queda otra batalla más dura que la mía y otros tormentos más rigurosos. Por ser yo viejo y flaco, mi tormento será breve y ligero, mas tú, que eres mozo robusto, triunfarás con mayor victoria del tirano. Deja de llorar, que pres­to me seguirás. Pasados esos tres días, tú, que eres diácono, seguirás a tu sacerdote. ¿Para qué buscas compañía en tu pasión, pues toda la gloria
  • 332. de tu martirio se ha de atribuir a tus grandes hazañas? ¿Para qué me quieres contigo? Elias dejó a Elíseo, y no por eso le faltó virtud y fuerza para hacer grandes maravillas; lo mismo harás tú sin mí; sólo te enco­miendo que los tesoros de la Iglesia que están a tu cargo, los repartas a los pobres como a ti te pareciere y con santa libertad. La profecía se cumplió íntegramente: cuatro días después, el 10 de agosto San Lorenzo sufría por Cristo espantosos tormentos. Al llegar a la catacumba, los soldados hicieron sentar a San Sixto sobre la silla pontifical y le cortaron la cabeza. Igual suerte corrieron sus cuatro diáconos Jenaro, Magno, Vicente y Esteban. En distinto lugar y el mismo día fueron inmolados también dos diáconos llamados Felicísi­mo y Agapito. Todos recibieron sepultura en la catacumba de Pretextato; pero los restos del santo Pontífice y de sus cuatro compañeros fueron trasladados a la cripta papal, en la catacumba de Calixto, tan pronto como los cristianos recobraron el uso de sus cementerios; la cátedra ensangren­tada fue colocada detrás del altar. El año 1700, Inocencio XII cedió esta gloriosa .reliquia a Cosme II, duque de Toscana, el cual, a su vez la donó a la catedral de Pisa, donde aún se conserva. Encima del cementerio de Pretextato se construyó más tarde una pe­queña basílica, en el lugar mismo ubi decollatus est Xystus, donde Sixto fue decapitado. El papa San Dámaso grabó la inscripción anteriormente citada, cuyo texto reproducimos más abajo; ratifica en ella que Sixto presentó su cabeza al verdugo. Pruebas tan convincentes confirman el tes­timonio de San Cipriano respecto al género de muerte de nuestro Santo. El Líber Pontificalis, recogiendo la doble tradición de los escritos y de los monumentos, dice en la nota biográfica que San Sixto II fue decapitado: cápite truncatus est. Por todo lo cual queda sin fuerza cualquier opinión que atribuya a nuestro mártir otro género de suplicio. EPITAFIO DAMASIANO DE SAN SIXTO II TEMPORE QUO GLADIUS SECUIT PIA VISCERA MATRIS HIC POSITUS RECTOR CELESTIA JUSSA DOCEBAM ADVENIUNT SUBITO RAPIUNT QUI FORTE SEDENTEM MILITIBUS MISSIS POPULI TUNC COLLA DEDERE MOX UBI COGNOVIT SENIOR QUIS TOLLERE VELLET PALMAM SEQUE SUUMQUE CAPUT PRIOR OBTULIT IPSE IMPATIENS FERITAS POSSET NE L/EDERE QUEMQUAM OSTENDIT CHRISTUS REDDIT QUI PREMIA VITjE PASTORIS MERITUM NUMERUM GREGIS IPSE TUETUR
  • 333. T raducción..— Cuando la espada desgarró las entrañas sagradas de la Madre, yo, pastor enterrado aquí, enseñaba los mandatos del cielo. De repente, se apoderan de mí sentado en mi cátedra, los soldados que habían eriviado: el pueblo tendió el cuello a la espada. El anciano pronto se percató que deseaba recibir, en su lugar, la palma del martirio. Entonces él ofreció y entregó el primero su cabeza, para que el inquieto furor de los enemigos no se cebase en ningún otro. Cristo, que da la vida ?teffia en recompensa, atestigua el mérito del pastor y ciuda él mismo su rebaño. LARGA VACANTE DE LA SILLA PONTIFICIA La muerte del Papa y de sus diáconos trajo la desorganización de la Iglesia de Roma, la cual vióse imposibilitada para nombrar sucesor inmediato, porque la violencia de la persecución se cebaba en todas partes y no dejaba ni un resquicio de libertad para proceder en tan delicada coyuntura. La asistencia del Espíritu Santo —garantía de perdurabilidad y esperanza de aquellos fervorosísimos creyentes— mantuvo la fe en el porvenir. No podía estar lejana la solución del problema; pero, entre­tanto, hubo que realizar una ímproba labor para contrarrestar los efectos de aquella rigurosísima situación, humanamente insostenible ya. En Roma ya no quedaban diáconos; y aunque los hubiera, es pro­bable que no tendrían bienes que administrar, ya que, sin duda alguna, el Estado había logrado confiscarlo todo; los cristianos se congregaron tardía y clandestinamente y sin más apoyo que el propio entusiasmo. Privado de diáconos, el clero creó un Consejo provisional, compuesto de sólo sacerdotes, según hace notar el Líber Pontificalis: Presbyteri prce-fuerunt. La historia no registra ninguna disposición durante este largo período en que estuvo vacante el trono pontificio (agosto de 25$ a julio de 259). S A N T O R A L La T ra n s f ig u r a c ió n d e N u e s t r o S eñ o r J e su c r is t o (véase el tomo de «Festivida­des del Año Litúrgico», pág. 370). — Santos Sixto II, papa y mártir; Hor-misdas, papa; Justo y Pastor, niños mártires; los Mártires de Cardeña, en Burgos; Jenaro, Magno, Vicente, Esteban, Felicísimo y Agapito, diáconos del papa Sixto II, degollados en Roma; Santiago, ermitaño en Amida de Mesopotamia; Cremes, abad en Sicilia. Venerable Bernardino de Obregón, fundador de los Hermanos Enfermeros de la Orden Tercera franciscana.
  • 334. Vida de fe y de divino amor Barca salvadora DÍA 7 DE A G O S T O SAN C AY E T ANO COFUNDADOR DE LOS CLÉRIGOS REGULARES TEATINOS (1480-1547) En Vicenza, ciudad de la República de Venecia, vivían pacífica y cris-tiamente, a fines del siglo XV, el conde Gaspar de Tiene y su esposa María de Porto. Gaspar había heredado cuantiosas riquezas y un nombre ilustrado por virreyes, teólogos y guerreros, María des­cendía también de noble linaje, realzado por sus relevantes virtudes. Antes del nacimiento de Cayetano —segundo de sus hijos—, María, prevenida por una voz celestial, abandonó su rico palacio y se retiró a una humilde casa de su propiedad, pues no convenía que el futuro após­tol de la pobreza evangélica naciese en la opulencia y el regalo. En las aguas bautismales recibió el nombre de Cayetano, en memoria de un ilustre tío suyo, canónigo y profesor de la Universidad de Padua, y el de María, por ser consagrado a tan tierna Madre desde su nacimiento. Este niño debía ser, andando el tiempo, soldado de Cristo, antorcha que iluminaría al mundo con-sus virtudes, padre amante de los pobres y broche de oro que debía cerrar la cadena gloriosa de sus -antepasados. Cayetano sintió desde sus primeros años gran predilección por los desheredados de la fortuna. Su corazón tierno y bondadoso correspondía a las finezas de la gracia • derramaba abundantes lágrimas a vista de las
  • 335. miserias humanas; todos los pobres conocían y cariñosamente llama­ban «su amiguito», al que más tarde llamarían «su padre». Con genero­sidad infantil, prodigábales toda clase de atenciones y cuidados, repar­tíales los dinerillos que sus padres le entregaban a título de recompensa; y cuando éstos se le agotaban ponía en juego su santa habilidad para reponer aquel pequeño tesoro que tantas alegrías significaba para los pobres. Cuando no lograba reunir sus dinerillos, pedía limosna «por amor de Dios» a cuantos parientes y conocidos había a mano. ESTUDIANTE La vida modesta de Cayetano explica la penumbra que envuelve todos sus actos, y nos impide conocer los pormenores de su vida. Dos años tenía cuando murió su padre, su virtuosa madre quedó sola al cuidado de los tres hijos Bautista, el mayor, Cayetano y un recién nacido. Ca­yetano estudió humanidades en su pueblo natal, y terminó doctorándose en derecho civil y canónico en la Universidad de Padua. Vuelto a Vicenza, se inscribió en el Colegio de Abogados de dicha ciudad. A medida que ensanchaba el cauce de sus conocimientos crecía también su celo por la santificación de las almas. Los habitantes de Rampazzo, pueblo enclavado en una de su posesiones, se veían privados de la Santa Misa por carecer de iglesia. El joven abogado, que posponía los bienes materiales a los espirituales, se concertó con su hermano Bautista, y ambos construyeron en aquel lugar una iglesia bajo la advocación de Santa María Magdalena, y destinaron 60 ducados al sostenimiento del culto y clero de aquel pueblo. La Ciudad Eterna, centro y foco del catolicismo, le atraía de modo irresistible; por el deseo de imbuirse en el espíritu eclesiástico, y de per­feccionarse más en él, empredió un viaje a Roma, con determinada re­solución de hacer en aquella ciudad una vida retirada y escondida, y de emplearse únicamente en los más bajos ejercicios de humildad. Pero no le valió; porque su insigne virtud y grande reputación le descubrieron luego, dándole a conocer por lo que era. Quiso verle el papa Julio II, y, reconociendo en él señales muy visibles de un extraordinario mérito y de una eminente santidad, que algún día podían ser muy útiles al bien de la santa Iglesia, le mandó que se quedase en la corte. No era este precepto acomodado a la inclinación de Cayetano, que suspiraba por la soledad; pero le fue preciso obedecer. El Papa le dio un oficio de protonotario participante. La amistad con el Pontífice le brindó la ocasión de ultimar las condiciones de paz entre el Papa y la República de Venecia, su patria.
  • 336. Cierto número de prelados distinguidos del séquito pontifical, entre ellos Jacobo Sadoleto, secretario particular de León X, y Juan Pedro Ca-raffa, que fue más tarde Paulo IV, y nuestro Cayetano, mostraron al mun­do, con su ejemplo, que la fe y las obras no habían muerto en la Roma del Renacimiento, presentada entonces por Lutero como centro de todos los vicios. En respuesta a tan absurdas como mal intencionadas afirma­ciones, sesenta prelados de la corte pontificia se agruparon en 1516 y fundaron la cofradía del «Divino Amor», que fue aprobada por León X. La práctica constante de los ejercicios de piedad despertó en Cayeta­no gran inclinación hacia el sacerdocio, inclinación que se vio muy favo­recida. Por indulto especial de León X, recibió la dignidad sacerdotal en cuatro días: el 27 de septiembre del año 1516 le confirieron los órdenes menores, el 28 el subdiaconado, el 29 el diaconado, el 30 el sacerdocio. Desde esta fecha caminó velozmente por el sendero de la perfección, su piedad acendrada, según testigos fidedignos, no tuvo rival. Comúnmente se decía: Cayetano es un serafín en el altar, y en el pulpito, un apóstol. «Cuando se ama a Dios —repetía con frecuencia— todo es fácil». Su íntima unión con el Señor llegaba hasta la familiaridad. Hallábase cierta noche de Navidad (1517) orando en Santa María la Mayor, ante las reli­quias de la Cuna del Niño Jesús, cuando Nuestro Señor se le apareció en forma de niño. Con la venia de la Santísima Virgen, tomóle en sus brazos, y, con el corazón fundido de amor no se hartaba de mirarle y acariciarle. Desde entonces la fiesta de Navidad tuvo para él encantos indescrip­tibles • hacía pequeños belenes que adornaba con gran primor y predicaba los misterios de Navidad con tanta unción que arrancaba lágrimas a su auditorio. EN VICENZA. — OBRAS SOCIALES OBRERAS. LOS NOBLES VENECIANOS ue stro Santo hubo de salir precipitadamente de Roma, para asistir a su madre, que había caído gravemente enferma. Llegado a Vi-cenza, tuvo aún el consuelo de recoger sus últimos consejos y enjugar sus postreras lágrimas. Murió la virtuosa condesa el 14 de agosto de 1518. A partir de esta fecha, la caridad de Cayetano no tuvo límites. Inscribióse en la cofradía de San Jerónimo. Esta corporación obrera iba decayendo de su primitivo fervor; pero así que ingresó en ella, supo nuestro Santo de tal modo inflamar en el amor divino los corazones de los asociados, que en muy poco tiempo fueron restablecidas y aun aumentadas las prác­ticas de piedad que en ella habían ido cayendo en lamentable desuso.
  • 337. Cayetano soportó una lluvia de burlas y desprecios, incluso de sus fa­miliares que veían con desagrado cómo se ponía al nivel de los obreros y artesanos. Mas él, inspirado de lo alto, prosiguió su labor apostólica en pro de la clase humilde; los opimos frutos recogidos trocaron el parecer de los mismos enemigos, que se convirtieron en sus más fervientes admi­radores. Inculcó en los corazones de los obreros los dos grandes amores: el amor a Dios oculto en el Sagrario, y el amor al prójimo que era víc­tima del sufrimiento en el lecho del dolor. Consiguió establecer la comu­nión frecuente entre los afiliados a la cofradía; él mismo los acompañaba al hospital y les enseñaba a curar y asistir a los enfermos. Más tarde fundó un hospital para los incurables. La fama de su cari­dad corrió como reguero de pólvora hasta los confines de Italia; Verana recibió su bienhechora influencia durante todo el año 1519; en Venecia, por mandato de su director espiritual, que era dominico, reorganizó el hospital Nuevo con tanta abnegación y acierto que, en 1526, los adminis­tradores le concedieron el honroso título de «protector y conservador» de la casa, y después de su muerte colocaron su efigie sobre la puerta prin­cipal con una inscripción conmemorativa. Los ejemplos del «señor conde Cayetano» tuvieron eco en los nobles de Vicenza y de Venecia: muchos aprendieron de él a curar las heridas, a preparar medicamentos y a barrer las salas del hospital. Fue aquel un eficaz apostolado de caridad cristiana. FUNDACIÓN DE LOS TEATINOS Una mañana del año 1523, Cayetano, a la voz de su director espiritual, emprendía el camino de Roma sin más riquezas que una sotana re­mendada, un báculo y el breviario. Sintió inmensa alegría al volver a su querida Congregación del Divino Amor. Por esta fecha concibió la idea de reformar las costumbres del clero, para lo cual pensaba fundar una nueva Orden de Clérigos regulares cuyos miembros contrarrestasen, por la ejem-plaridad de su vida, los graves escándalos de los eclesiásticos relajados. Compartían la misma idea eminentes personajes: Bonifacio de Cola, hábil y virtuoso abogado; el ya citado Juan Pedro Caraffa, obispo de Teati, y Pablo Consiglieri, hombre de alta alcurnia y de vida angelical. Después de maduro examen fijaron el reglamento de la nueva Orden y sometiéronlo al beneplácito del Papa. Clemente VII acogió con benevo­lencia tan loables propósitos, alentó a los fundadores en su empresa y, por un breve del 24 de junio de 1524, reconoció y colmó a la naciente Orden de singulares privilegios. Manifestó al mismo tiempo el deseo de que Juan Pedro Caraffa conservase el título de obispo de Teati, en latín
  • 338. ■ imimnmWinTn iLLLmmimmu nummimmimnimm m í n i m u m lili CO N motivo del saqueo de Roma por el condestable de Borbón y sus soldados, hubo de padecer mucho Cayetano porque, creyendo ellos que el Santo tenía grqn cantidad de alhajas y de dinero, tomáronlo un día en la misma iglesia, y después de maltratarlo, le hicieron pasar tormentos bárbaros e inhumanos.
  • 339. Theatinus: de donde el nombre de «Teatinos» que se dio a la nueva ins­titución. Caraffa fue nombrado primer Superior general. Cayetano hubiera deseado que sus religiosos abrazasen la pobreza ab­soluta, hasta el punto de no poder mendigar, pues repetía a menudo- «El que alimenta a los pajarillos, que no siembran ni recogen, el que viste primorosamente a los lirios, no dejará perecer a ninguno de los suyos por falta de alimento y vestido». Causas ajenas a su voluntad le impidie­ron llevar a efecto sus propósitos. Con todo, practicaban la mayor po­breza, de tal suerte que pronto fue popular aquella famosa expresión: «vivir como un teatino». CONQUISTA Y SAQUEO DE ROMA Desd e la fundación, dedicáronse los religiosos al cuidado de los enfer­mos y a la asistencia espiritual de los ajusticiados. Estableciéronse primero en el Campe de Marte y después en el Monte Pincio. El 6 de mayo de 1527, el condestable de Borbón, con un ejército de treinta mil soldados, abigarrada mezcla de luteranos y asalariados, puso sitio a la Ciudad Eterna. El intrépido jefe, cuya bravura era digna de mejor causa, dirigió personalmente el asedio; durante el combate fue herido de muerte. Con todo, Roma, indefensa y cansada de resistir, cayó en poder de los si­tiadores. Los luteranos, acuciados por su odio al catolicismo, y la advene­diza soldadesca, ávida de destrucción y sedienta de sangre y de dinero, se entregaron a toda clase de desmanes. Dos meses estuvo Roma a mer­ced de la chusma que no respetó lugares ni personas. Cayetano y sus compañeros se desvivieron para llevar por doquier el bálsamo de la religión y los consuelos de la caridad cristiana» Por su in­tercesión evitaron gravísimos males que amenazaban destruirlo todo; con la palabra y el ejemplo trabajaron denodadamente en la conversión de los mismos enemigos. El espíritu del mal, envidioso del bien que hacían Ca­yetano y los suyos, no tardó en dirigir sus tiros contra ellos. Un antiguo criado de la casa de Tiene, que capitaneaba un grupo de soldados, reco­nocióle mientras iba prodigando los socorros a los desgraciados. Creyendo que su antiguo amo se había disfrazado de pordiosero para ocultar su noble linaje y sus grandes riquezas, mandóle apresar y le sometió a un severo interrogatorio. El siervo de Dios soportó tamaña insolencia con gran alegría y entereza de ánimo, sin parar mientes en la injusticia. Burlados en su codicia de riquezas, saciaron sus perversos instintos de venganza saqueando al día siguiente el convento y atormentando inhuma­namente a sus moradores, a quienes hallaron postrados al pie del altar.
  • 340. No contentos con esto, condujeron a los religiosos a una torre sita en el Vaticano y allí, encerrados, los abandonaron. Un oficial español que a los pocos días pasó por aquel lugar, oyó suaves melodías que salían de la torre. Enterado de lo ocurrido y conmovido por la piedad y devoción de los religiosos, ordenó que los libertasen al momento. Llegados al Tíber, buscaron una embarcación para ponerse a salvo; un desconocido se ofreció espontánea y generosamente para conducirlos a su destino. Un capitán romano los detuvo durante la huida, mas el temor de los primeros momentos trocóseles en gozo, pues aquel hombre, lejos de molestarlos en lo más mínimo, prodigóles toda clase de atenciones. FUNDACIÓN EN ÑAPOLES Co n d u c id o s por la Divina Providencia, llegaron los fugitivos al puerto de Ostia. Encontraron allí al embajador de la República de Venecia, quien se brindó a reintegrarlos a su patria. En Venecia, los nobles y el pueblo, que recordaban ¡os beneficios de Cayetano, los recibieron triun­falmente. Cayetano visitó primeramente su inolvidable hospital y lo am­plió construyendo, junto a él, un convento. La peste que desoló aquel año la ciudad, íe ofreció magnífica ocasión de desplegar su celo entre los apestados. San Jerónimo Emiliano se puso por esta época bajo su direc­ción y recibió alientos para fundar la Orden de los Somascos. El papa Clemente VII, en bula fechada el 11 de febrero de 1533, orde­naba al entonces superior de la Orden, Caraffa, la fundación en Nápoles de un convento de Teatihos, y fue designado Cayetano para llevarla a efecto. Acompañado del Beato Juan Marinoni, conocido por el «santo de Dios», partió para aquella ciudad. Bajo el sol abrasador de agosto, hi­cieron la entrada solemne en la ciudad del Vesubio. Toda la nobleza salió al encuentro de los dos humildes religiosos. El conde de Oppido los instaló en el convento e iglesia que les había prepa­rado. Ofrecióles también algunas rentas para atender a las necesidades ma­teriales del convento; mas el Santo, cuya confianza en Dios no tenía lími­tes, se negó a recibirlas diciendo que «la divina Providencia le había pro­curado en todas partes lo necesario». El conde, con gran donaire, respon­dió • «Considere, Padre, que en Nápoles hay pocas riquezas y mucho lujo, mientras que en Venecia hay poco lujo y muchas riquezas, lo que permite vivir fácilmente. —Con todo —repuso Cayetano—, creo que el Dios bon­dadoso de Venecia seguirá siendo bondadoso en Nápoles. Estas palabras no convencieron al generoso donante, que insistió ma­chaconamente en sus buenos propósitos. Nuestro Santo, deseoso de prac­
  • 341. ticar la regla con la más absoluta independencia, abandonó en 1535 la iglesia y el convento legados por el importuno conde, y se acomodó en un local cedido por una noble napolitana, la Beata Lorenza Longa, a corta distancia del hospital de incurables. En esta nueva residencia, llamada la Pequeña Cuna, curó con la señal de la Cruz a un Hermano lego a quien debían amputar una pierna, por haber fracasado los humanos remedios. Con el aumento de la comunidad, resultó el local insuficiente, por lo que tres años más tarde, el 16 de mayo de 1538, vióse obligado a trasla­darse nuevamente. Por mediación del virrey de Nápoles, Pedro de Tole­do, estableciéronse en la iglesia de San Pablo, lo que valió a los Teatinos el sobrenombre de «Paulinos» con que también se los llamaba. Mientras vivió en Nápoles, veló el Santo por la pureza de la ortodoxia católica, luchó contra algunos herejes, cuya solapada influencia minaba los fundamentos de la fe, y prohibió a sus penitentes que se relacionasen con aquellos impostores. Cuando la herejía salió de la vida privada, es­cribió a Caraffa, elevado ya a la dignidad de cardenal, para que informa­se al Padre Santo de los progresos de la misma y dictase los medios de atajarla. Él mismo dirigía desde el púlpito severas diatribas contra los he­rejes. Los innovadores, para burlar el fallo de la Inquisición, huyeron de Italia. A ruegos de Cayetano, fundóse, en 1542, por mediación del car­denal Caraffa, la Sagrada Congregación del Santo Oficio, a cuyo cargo estaba el cuidado de velar por la pureza de la fe y las costumbres en todo el pueblo cristiano. MUERTE Y CULTO DE SAN CAYETANO En abril del año 1540. Cayetano fue nombrado prepósito del convento de Venecia. Antes de posesionarse de su nuevo cargo, a ruegos del obispo Giberti, amigo suyo, detúvose unos días en Verona. El prelado, hombre generoso, atendía ampliamente al bienestar material de los teati­nos. Cayetano, amante de la pobreza, protestó respetuosa pero enér­gicamente contra aquel generoso proceder. «Disminuya, Excelencia, sus larguezas —le dijo humildemente— ; si no, me marcharé inmediatamen­te a Venecia con mis religiosos. Prefiero perder una casa y todas las cosas de este mundo, antes que violar lo más mínimo la pobreza». En Venecia, en 1541, quiso el Señor confirmar la santidad de su sier­vo con dos portentosos milagros que le trajeron gran popularidad. Dos años más tarde volvió a Nápoles nombrado prepósito, pero su salud que­brantada, obligóle a renunciar el cargo al año siguiente.
  • 342. Un grave acontecimiento precipitó el fin de sus días. El virrey, Pedro de Toledo, pretendió establecer en Nápoles el tribunal de la Inquisición, hubo un levantamiento para protestar del intento, pero la sedición fue ahogada en sangre. Las súplicas y la mediación de nuestro Santo resulta­ron impotentes para alejar la tempestad. Tantas calamidades le produjeron una fiebre maligna. Quisieron que se acostase en un colchón, pero el Santo se negó a ello. «Mi Salvador —decía— expiró en una cruz; bueno será que a lo menos muera yo sobre la ceniza*. Por espíritu de pobreza y penitencia rehusó la visita de otro médico que era, al parecer, más hábil. «Soy —dijo— un pobre religioso de escaso valor, que no merece ser asistido». Exhortó a sus hijos a que nunca sufriesen la menor relajación en la perfección de su Instituto, y hasta el último momento no cesó de proferir actos de confianza, de amor y de conformidad con la voluntad divina. Por fin, entregó su alma al Creador el 7 de agosto de 1547 Aquel mismo día los disturbios cesaron en la ciudad de Nápoles. La muche­dumbre, libre de zozobras, invadió la iglesia de San Pablo para contem­plar, por última vez, al que veneraba ya como a santo y muy insigne protector. Era aquél el primer testimonio público de un culto que des­pués sancionaría la Iglesia. Sus últimas voluntades fueron respetadas, enterrósele sin ceremonia alguna y su cadáver fue puesto en una fosa común, cerca de la iglesia de San Pablo. El año 1588, al alargar la nave, se ocupó parte del cementerio en que descansaban los preciosos restos, los cuales fueron trasladados a un sepulcro en el interior de la iglesia; allí se construyó una cripta en el año 1625. El siervo de Dios fue beatificado por Urbano VIII, el 22 de septiem­bre de 1624, y canonizado por Clemente X el 12 de abril de 1671. La ili­mitada confianza que en Dios ponía San Cayetano, le ha merecido el título de Patriarca de la Providencia. Con esta advocación y la de Santo de los Pobres, le ha invocado siempre y le invoca la piedad cristiana. S A N T O R A L Santos Cayetano, fundador de los Teatinos; Donato obispo y mártir; Alberto, carmelita; Carpóforo y compañeros, mártires; Victricio, obispo de Ruán, y Donaciano, de Chalons del Marne; Domecio, monje, en Nisibe de Mesopo-tamia; Fausto, soldado y mártir, venerado en Milán; Pedro. Julián y dieci­ocho compañeros, mártires en Roma; Sigeberto, rey inglés. Beato Conrado, príncipe de Baviera, monje cisterciense de Claraval.
  • 343. í l l Trabajos forzados Tormento de la pez hirviendo D Í A 8 D E A G O S T O SAN CI R Í ACO DIÁCONO. Y COMPAÑEROS. MÁRTIRES (+ 303) El siglo m tocaba a su fin. Maximiano, soldado advenedizo y general cruel, había sido elevado al mando del imperio por Diocleciano. Estos dos «Augustos» con los «Césares» Galerio, subordinado a Dio­cleciano, y Constancio Cloro, a Maximiano, formaron la tetrarquía recto­ra de los destinos del mundo. Este último, en agradecimiento a su bien­hechor, determinó construir un magnífico edificio que perpetuara su nom­bre. Las Termas de Diocleciano iban a ser, sin duda alguna, el monu­mento más grandioso de Roma. Se iniciaron los trabajos en 302. Hasta esta fecha, Diocleciano se había mostrado condescendiente y be­névolo con los cristianos, algunos de ellos ejercían altos empleos en los diversos ramos administrativos, sobre todo en el ejército, los esclavos cristianos eran tratados con suavidad desconocida hasta entonces. La ne­fasta influencia de su yerno Galerio, hombre sanguinario y de instintos malvados, y la debilidad de carácter de Diocleciano, acabaron por cam­biar radicalmente tan buenas disposiciones. La primera labor de Galerio fue purificar el ejército (297). Seis años más tarde, el emperador, lleno de años y achacoso, se dejó arrancar los edictos persecutorios. Las «Actas» de un grupo de mártires africanos de esta época ofrecen algunos detalles.
  • 344. En el reinado de Diocleciano y de Maximiano, las furias infernales se desencadenaron contra los cristianos; se buscaban los Libros Sagrados para quemarlos, se demolían las iglesias y se prohibía el culto y las reu­niones de los fieles. Pero la grey del Señor, al par que impedía en lo posi­ble aquellas horrendas profanaciones, se aprestó a defender su fe. El hierro, el fuego, las ruedas, los calabozos, los más diversos instru­mentos de tortura que inspirar pudiera la perfidia humana, entraron en juego contra ellos. El valor y la serenidad de los discípulos de Cristo enar­decía la cólera de sus perseguidores, los cuales, al verse vencidos, resol­vieron emplear un nuevo género de suplicio, tanto más cruel cuanto más prolongado, a cuya sorda violencia, consumiéndose en la oscuridad, se ex­tinguiría el nombre cristiano en todo el imperio. Ordenaron, pues, que el soberbio edificio de las Termas fuera erigido a costa del sudor de los cristianos, condenados a trabajar, como penados, en aquella obra. Era espectáculo verdaderamente digno de admiración del cielo ver aquel prodigioso número de confesores de Cristo de toda edad y condi­ción: los ancianos, vilmente tratados, acarreando piedras, arena y mor­tero; los nobles, uncidos a pesados carros, eran bárbaramente fustigados a latigazos como animales; los jóvenes y adolescentes perdían prematu­ramente el vigor de la vida sometidos a trabajos impropios de su edad. La degradada y corrompida Roma contemplaba impasible esta dolorosa escena de la humanidad doliente. El prolongado martirio se acrecentaba por la escasez y mala calidad de los alimentos y por la carencia de agua. Trabajaban sin descanso todo el día, expuestos a la inclemencia del tiem­po ; sin embargo, era de maravillar la apacible tranquilidad con que aque­llos hombres, en medio de tantas penalidades e injusticias, cumplían sin protesta su labor. CIRÍACO Y SUS COMPAÑEROS, VÍCTIMAS DE SU CARIDAD Vivía en Roma, por aquel entonces, un noble cristiano, rico y podero­so, llamado Trasón, que, conmovido por las vejaciones de que eran blanco los siervos de Dios, resolvió emplear sus inmensas riquezas en so­correrlos. Ciríaco, Largo, Sisinio y Esmaragdo fueron los instrumentos de que se valió para llevar a término su generoso propósito. Según refiere un antiguo autor italiano, Ciríaco era toscano de origen; de familia rica, pero pagana. Sucedió a su padre en la prefectura de su provincia y más tarde fue agregado a la corte imperial en Roma. En esta ciudad conoció la religión cristiana, aprendió secretamente sus dogmas y su moral, distri­buyó sus riquezas entres los pobres, y abrazó el cristianismo para dedicar
  • 345. el resto de su vida a las obras de caridad entre sus hermanos perseguidos. El valor, la abnegación, el celo y la caridad de estos cuatro varones granjearon la confianza de Trasón. Los atletas de Cristo, burlando la vi­gilancia de los guardianes, depositaban en las manos y en el corazón de sus hermanos, empleados en la construcción de las Termas, la limosna material y el consuelo espiritual. El papa San Marcelino, noticioso del celo con que Ciríaco y Largo se desvivían para aliviar y socorrer a los cristia­nos perseguidos, premió tan desinteresados servicios elevándolos a la dig­nidad del diaconado que tan merecida tenían por sus virtudes. El Señor quiso, además, recompensar con tesoros celestiales la heroi­ca abnegación de sus siervos dándoles parte en los sufrimientos de aqué­llos. Cierto día, los guardianes los sorprendieron en su caritativa ocupa­ción, al punto fueron arrestados y se los condenó a compartir idénticas penalidades y trabajos. Al serles comunicada la sentencia se llenaron de gozo, porque entendían tener ocasión de alentar a los demás. En adelante, no pudiendo aliviar a sus compañeros con limosnas, ayu­dábanles con exhortaciones y ejemplos. Risueños y sonrientes, Ciríaco y sus tres compañeros transportaban piedras y arena y arrastraban carre­tones. Terminada su labor, aún les sobraba tiempo para ayudar a los más necesitados y agobiados, cual si a ellos no les pesara la propia fatiga. Cierto día un venerable anciano, por nombre Saturnino, cayó rendido de fatiga; los cuatro jóvenes levantáronle respetuosamente y le prodigaron cuantos cuidados estaban a su alcance. Este acto humanitario llenó de ad­miración a sus propios guardianes, los cuales, pusieron en conocimiento del emperador ia virtud y entereza de nuestros Santos. Maximiano, en vez de conmoverse, se irritó en extremo. Ordenó que los arrojasen, sin de­mora, a un oscuro calabozo, y que allí los atormentasen sin piedad. MARTIRIO DE SISINIO Y SATURNINO Días más tarde, el emperador hizo comparecer a Sisinio ante su tribu­nal para ver si lo atraía hacia el culto de los falsos dioses. —¿Quién eres tú? —preguntóle. —Soy —respondió Sisinio con suavidad— un pecador, me llamo el siervo de ios siervos de Cristo. —¿Qué himnos cantan los cristianos? —Si los conocieseis, conoceríais y adoraríais a vuestro Creador. —¿Por fortuna hay otro Creador que Hércules, el invencible? —Me causa vergüenza oir pronunciar su nombre —-replicó el Santo.
  • 346. —Propongo a tu inmediata elección esta alternativa, sacrificar al dios Hércules o ser pasto de las llamas. —Morir por Cristo es mi único deseo, ¡ dichoso de mí, si consigo la corona de la inmortalidad! Mortificado por semejante lenguaje, ordenó el emperador que le en­cerrasen en la cárcel Mamertina; mas, creyendo vencer su constancia, sometióle más tarde a un nuevo interrogatorio. Al comparecer ante los jueces, viéronle rodeado de una luz celestial y se oyó una voz que decía: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino que os tengo preparado desde el principio de los siglos. Aproniano, testigo de este milagro, se con­virtió al cristianismo y recibió de manos de Sisinio las aguas bautismales. Algunos días después fue decapitado y su alma gloriosa voló al cielo con la falange de los mártires. Sisinio y su compañero Saturnino fueron con­ducidos de nuevo a la cárcel, donde instruían y bautizaban a numerosos paganos que los visitaban. Enterado de ello Laodicio, prefecto de Roma, mandó que, cargados de cadenas y pies descalzos, compareciesen ante él —¿Perseveráis aún dijo el prefecto— en vuestras vanas y ridiculas su­persticiones y negáis la adoración a los dioses del imperio? —Nosotros, pobres pecadores —replicó Sisinio—, somos siervos de Cristo y por nada del mundo nos envileceremos adorando a los demonios. Entonces Laodicio mandó traer el pebetero en que se ofrecía el incienso. —Confunda el Señor vuestra vanidad e idolatría —exclamó Saturnino. A esta voz cayó el ídolo en tierra, y dos soldados, llamados Papías y Mauro, movidos por la gracia de lo alto, se convirtieron a la fe cristiana. —Verdaderamente —exclamaron—, el Señor Jesucristo que adoran Si­sinio y Saturnino es el único Dios verdadero. Ebrio de cólera el juez, ordenó que extendiesen a Sisinio y Saturnino en el ecúleo y que fuesen golpeados con nervios de toro y varas flexibles. Sufrieron bárbaros tormentos sin dejar de repetir «Gloria a Ti, Señor de cielos y tierra, que nos concedes la gracia de ser contados entre tus siervos». Y dirigiéndose a los verdugos les decían —¿Es posible que el demonio os haga ser tan crueles? Estas palabras enfurecieron más al tirano Laodicio que mandó rom­perles las mandíbulas con piedras y quemarlos a fuego lento con antorchas encendidas. Estos suplicios no alteraron al paz y la alegría que se traslu­cía en sus rostros. Laodicio, vencido, ordenó que los decapitasen, lo cual ejecutaron los verdugos en la vía Nomentana. Como inocentes corderos se prestaron al sacrificio que les abría las puertas de la eterna gloria. Papías y Mauro fueron arrastrados bárbaramente hasta la misma vía. Perdieron la vida en este cruel e inhumano suplicio y como consecuencia de él quedaron su cuerpos horriblemente mutilados, era el día 29 de enero.
  • 347. Co n d e n a d o a trabajos forzados, San Ciríaco ayuda a otros compañe­ros más ancianos, y les lleva la carga de piedra y arena con que ellos no pueden. Es tanta su virtud, que en medio de sus penalidades canta himnos, salmos y alabanzas al Señor, sin que ni por un momento flaqueen su caridad y su alegría.
  • 348. CIRÍACO CURA A LA HIJA DEL EMPERADOR Cir ía c o y sus amigos acompañaban sus rudos trabajos con fervientes oraciones y alentábanse mutuamente en la práctica del bien y de la virtud. El Señor recompensó su fidelidad y sus sufrimientos con el don de milagros; por su intercesión algunos ciegos recobraron la vista y otros varios enfermos volvieron a encontrar la salud. Pero Nuestro Señor quiso manifestar por su fiel siervo Ciríaco, con mayor clarividencia, la fortaleza de su brazo. Una hija de Diocleciano, llamada Artemia, sufría horriblemente, porque era atormentada por el de­monio; la medicina humana se veía impotente para curar tan gran mal. El maligno espíritu gritaba sin cesar que sólo abandonaría su presa por orden de Ciríaco, diácono de los cristianos. Convenía, por lo tanto, re­currir a la benevolencia de aquel cristiano, condenado a trabajos forzados por la crueldad imperial, grande humillación se pedía al amor paterno. Por orden del emperador, Ciríaco y sus dos amigos, Largo y Esmaragdo, vinieron al palacio escoltados por los nobles de la corte, y con toda clase de atenciones y deferencias. Llegados a la cámara imperial, acercóse Ci­ríaco a la joven posesa y ordenó al demonio, en nombre de Dios, que abandonase el cuerpo de su víctima. «Si me arrojas de aquí —replicó el demonio—, haré que vayas a Persia». La diabólica predicción tuvo cabal cumplimiento, para confusión suya, y mayor gloria de Dios. El demonio cedió al poder divino y la princesa fue libertada del in­mundo espíritu. La emperatriz Prisca —cristiana en secreto, según Lac-tancio— instruyó a su hija sobre los misterios de la fe y la bautizó sin el conocimiento de Diocleciano. Éste, reconocido por aquel milagroso favor, concedió la libertad a Ciríaco, a Largo y Esmaragdo, y mandó que les diesen una casa en Roma y se les guardase toda clase de miramientos. VIAJE A PERSIA Al mismo tiempo que esto ocurría en Roma, Jobía, hija del rey de Persia, se halló poseída del mismo demonio. Presa de espantosas con­vulsiones, gritaba: «Sólo el diácono Ciríaco, que está en Roma, puede socorrerme». El rey envió con urgencia emisarios al emperador Dioclecia-no, suplicándole que le enviase a Ciríaco sin perder un instante. El em­perador accedió gustoso a sus ruegos. Ultimados los preparativos del viaje y nombrada la comitiva imperial, emprendieron el camino de Persia, yendo con Ciríaco sus dos compañeros. Hicieron por mar parte del viaje; y sal­
  • 349. tando en tierra, no fue posible hacerles admitir el equipaje que se les daba para su comodidad. Caminaban los tres a guisa de peregrinos, con el bordón en la mano, sin dispensarse de sus acostumbradas penitencias, ayunando todos los días y cantando alabanzas al Señor. Cuando Ciríaco llegó al palacio del monarca persa, éste se arrojó a sus pies, y le pidió humildemente la curación de su hija. El santo diácono le prometió atender a su demanda. Puesto en oración, prosternado en tierra y con el rostro bañado en lágrimas, mandó al demonio, en nombre de Jesu­cristo, que dejase libre a Jobía. Obedeció al instante, y ante tamaño pro­digio, así el padre como la hija se convirtieron y recibieron el bautismo junto con más de cuatrocientos gentiles, testigos del estupendo milagro. El rey de Persia, en agradecimiento, quiso otorgarles ricos presentes; mas los austeros cristianos los rehusaron, diciendo: —Los siervos de Cristo dan gratuitamente lo que gratuitamente han re­cibido. No hay aquí méritos nuestros, sino sólo de Dios. ¡Hermosa confesión del poder divino y de la debilidad humana! Para atender a los nuevos convertidos y confirmados en la fe, perma­necieron en la corte de Persia cuarenta y cinco días, después de los cua­les emprendieron el regreso a Roma. Eran portadores de cartas laudato­rias del rey de Persia para su colega Diocleciano, el cual les dispensó honroso recibimiento y los dejó después en absoluta libertad de acción. NUEVO ARRESTO. — EL MARTIRIO Y LA SEPULTURA Los tres confesores de Cristo aprovecharon de esta libertad y toleran­cia para proseguir repartiendo la limosna espiritual entre los pobres desgraciados y para frecuentar las reuniones cristianas. Mas esta paz pa­sajera preparaba furiosa tempestad. Diocleciano, viejo y achacoso, fijó su residencia en Nicomedia (Asia Menor), y dejó a Maximiano el cuida­do del Occidente. Éste, árbitro de la situación, descargó sobre los cris­tianos las iras de su venganza contenidas por el débil Diocleciano. No se había olvidado de Ciríaco, Largo y Esmaragdo, los cuales fueron arresta­dos y encarcelados nuevamente. Días más tarde comparecieron ante el tribunal de Carpasio. Ni las amenazas ni la adulación de este inicuo ma­gistrado doblegaron la voluntad indomable de los confesores de Cristo. —Insensatos —les dijo—, reconoced, al fin, vuestro error, adorad a los dioses del imperio, que son los únicos capaces de salvaros. —Nosotros no conocemos más que un solo Dios —repuso Ciríaco—, y este Dios es Jesucristo, Señor de cielos y tierra, muerto en la Cruz por nosotros. Confesaremos su nombre aunque nos cueste la vida.
  • 350. Este lenguaje, propio de héroes cristianos, enardeció al juez, el cual or­denó al verdugo que derramara pez hirviendo sobre la cabeza de Ciríaco. El mártir daba gracias a Dios por tan señalado favor y exclamaba: «Glo­ria a Ti, Señor, que me has juzgado digno de sufrir por tu nombre!» La serenidad y el valor de la víctima, enfurecieron a Carpasio: —Que le pongan en el potro —decía—, y que desgarren sus miembros y le azoten con varas hasta que el dolor le vuelva a su juicio. Mientras los verdugos ejecutaban la bárbara sentencia, Ciríaco no ce­saba de orar. Parecía vivir en un mundo interior, ajeno a aquella escena. — ¡Oh Jesús, soberano y dueño mío —decía—, ten misericordia de este indigno siervo tuyo! Gracias te doy, ¡Dios mío!, porque me haces el honor de dejarme padecer por la gloria de tu santo nombre. Vencido el juez por la constancia de los mártires, los volvió a encar­celar y notificó al emperador la actuación del tribunal y su fracaso. El día siguiente, por mandato del príncipe, condujeron a Ciríaco, Largo y Esmaragdo, con otros veinte cristianos más, a la vía Salaria, no lejos de las puertas de Roma, para ser decapitados. El dichoso tránsito, según el martirologio romano, acaeció el 16 de marzo del año 303. Los sagrados cuerpos fueron recogidos por un santo sacerdote, llamado Juan y enterra­dos cerca de esta misma vía, excepto el de San Ciríaco, que, a ruegos de Lucina, rica y piadosa dama romana, fue colocado en la catacumba que ella misma había hecho construir en el camino de Ostia. Verificóse esta primera traslación el 8 de agosto, día en que la Iglesia celebra su fiesta. Más tarde las reliquias de San Ciríaco fueron trasladadas a Roma y depo­sitadas en la iglesia de Santa María «in vía Lata», edificada sobre el em­plazamiento de la casa donde viviera San Pablo antes de ser preso. ÜLTIMO DESTINO DE LAS TERMAS DE DIOCLECIANO Las Termas de Diocleciano, comenzadas por Maximiano en nombre de su regio protector, fueron inauguradas por Galerio y Maximiano. Te­nían capacidad para más de 3.200 bañistas. Estaban emplazadas en lo que hoy ocupa la iglesia de Santa María de los Ángeles, la plaza «dei Términi», el convento de los Cartujos y de los Bernardos, la cárcel, los graneros públicos, algunas casas y jardines que están alrededor y parte de la villa Mássimi; lo cual da una idea de su vasta amplitud. Los cristianos condenados por su fe a la pena de trabajos forzados y en número de 40.000, según el cardenal Baronio, llevaron a cabo la gigan­tesca obra. El mismo sabio cardenal ha descubierto ladrillos marcados con una cruz. A pesar de su solidez y amplitud, las Termas estuvieron
  • 351. abiertas poco más de un siglo, tal vez las inutilizó Alarico en 410, desde esta fecha han pasado a la historia con la gloria de lo que fueron. Parece que el dedo de la Providencia ha querido borrar en gran parte las huellas de este monumento que excitaba con justicia la indignación del pueblo cristiano y civilizado, como recuerdo de un crimen de lesa humanidad. Estas construcciones estaban totalmente abandonadas en el siglo xvi, cuando el cardenal de Bellay, embajador de Francisco I, edificó en parte de su emplazamiento, una hermosa vivienda que fue adquirida poco tiempo después por San Carlos Borromeo. El santo Cardenal la cedió más tarde a su tío el papa Pío IV, el cual la donó a su vez a los Padres Cartujos. Las partes principales de estas construcciones santificadas por los su­dores y padecimientos de los discípulos de Cristo, y que aún hoy desafían la implacable mano del tiempo, son: el lacónicum, que hoy sirve de en­trada a las ruinas, el caldarium, transformado por Miguel Ángel en la iglesia de Santa María; la natatio o frigidarium, convertido en coro de la misma iglesia; y finalmente, inmensas ruinas esparcidas en los jardines de los Cartujos. Detrás de la basílica se halla el convento de los monjes con un claustro maravilloso que pregona las grandezas del arte cristiano. Sobre las ruinas de las Termas de Diocleciano se construyó asimismo el vasto hospicio de Santa María de los Ángeles, fundado por el papa Pío VII, donde se educaban más de 450 niños y 500 niñas. De tal forma aquellos muros seculares, levantados en otro tiempo por la mano de los mártires y santificados por sus padecimientos y su sangre, convirtiéronse, por admirable disposición de la Providencia, en asilo de la oración y de la caridad, y de lo que fuera un día gloria y pregón para aquellos inhumanos gobernantes, habían hecho los cristianos un monu­mento a la virtud y a la gloria de Dios. Que tal suele acabar el empeño orgulloso de los tiranos, para quienes no existe otra ley que sus propios desvarios ni otra inspiración que la insolente vanidad de sus errores. S A N T O R A L Santos Ciríaco, Largo, Esmaragdo y Sisinio, mártires; Agustín de Gazothes, do­minico, obispo; Emiliano, obispo de Cízico, en el Helesponto; Marino, már­tir: Mirón, obispo de Creta, y Ternato, Cervasio y Gedeón, de Besanzón; Mumolo, abad benedictino; Hormisdas, mártir en Persia, Eleuterio y Leó­nides, mártires; Severo, presbítero y confesor. Beatos Altman, obispo de Passau; Ratardo, presbítero; Suanés de Persia. Santas Asteria, Juliana. Agape y Metrodora, vírgenes y mártires.
  • 352. D ÍA 9 D E AGOSTO SAN JUAN M.A VIANNEY CURA DE ARS (1786-1859) Fu e , San Juan María Vianney, un serafín de amor, émulo de San Juan Bautista por las continuas y espantosas austeridades que se impuso, y modelo acabado de pastores de almas por su celo infatigable. Ars va vinculado al recuerdo de Juan María Vianney, cual título de nobleza ganado en el campo de batalla. El «Cura de Ars», esas sencillas palabras constituyen de por sí una filiación, una enseñanza. Nació nuestro Santo el día 8 de mayo de 1786, en Dardilly, pueblo que mira a la colina de Fourviére, a ocho kilómetros al noroeste de Lyón. Bautizado el mismo día, recibió el nombre de Juan María. El padre, Mateo Vianney, que era, al igual que su consorte, excelente cristiano, si­guiendo una piadosa costumbre, ofreció este nuevo vástago a la Santísima Virgen. La madre —modelo acabado de fe ilustrada y de piedad eminen­te— enseñóle desde la más tierna edad a hacer la señal de la cruz, a amar a Dios y a balbucear las oraciones en que se inicia el cristiano. Dotóle el Señor de un corazón tan inclinado a la piedad, que ya desde niño ele­vaba de continuo el pensamiento a Dios y gustaba con preferencia de cuanto tenía relación con los misterios de la vida de Nuestro Señor y con los relatos de la Historia Sagrada. Dueño Juan María de una estatuita de
  • 353. la Santísima Virgen, no la soltaba ni de día ni de noche; tanta era ya su tierna devociórf y acendrado cariño a la Reina del cielo. Su piadosa madre infundió en él aquella sed insaciable de oración y aquel profundo odio que desde pequeño tuvo al pecado. Decíale a veces su piadosa madre- «Si tus hermanos ofendieran a Dios, lo sentiría en el alma; pero sufriría inmensamente más si viera que le ofendías tú». Bue­no es que digamos, sin embargo, que Juanito mostraba cierta altivez y desenfado natural que la oración y prácticas piadosas no lograban des­arraigar del todo; pero esforzábase por dominarse, y obedecía con tanta prontitud que la madre solía proponerle como ejemplo a sus hermanos. INFANCIA Y PRIMERA COMUNIÓN Frisaba apenas Juan María en la edad de la razón cuando el Terror causaba sus terribles estragos en Francia y perseguía de muerte a los sacerdotes que no habían prestado el juramento civil. De éstos había al­gunos en los contornos de Dardilly, y la familia Vianney albergó de mo­mento a cuantos pudo; de ese modo el niño pudo asistir al Santo Sacri­ficio, celebrado a ocultas y de noche, y enterarse de que la familia tenía escondidos crucifijos e imágenes piadosas. A su vez guardó él cautelosa­mente su estatuita de María, y cuando le pusieron de pastorcillo del reba­ño paterno, llevaba siempre consigo el preciado tesoro. En los prados, en compañía de su hermana Margarita, y sobre todo cuando iban al hermoso vallejo de Chante-Merle, mientras cuidaba Juan María el ganado, tenía por costumbre entronizar la estatuita en el tronco de un árbol o sobre un altarcito, y le rezaba el Rosario. Poco a poco cobró ascendiente sobre los demás pastores, y les hacía rezar también; organi­zaba con ellos pequeñas procesiones, enseñábales las oraciones que apren­diera de su madre, y encarecíales mucho la obediencia y la corrección en el hablar. En una palabra, hízose su custodio. Lo cual no le impedía ju­gar a la rayuela como el que más cuando era el momento de divertirse. En el invierno de 1795, frecuentó el niño la modesta escuela de Dar­dilly, en la que muy pronto descolló por su cordura y aplicación. A los once años se confesó, por primera vez, con el ilustrado Padre Gaboz, de la Compañía de San Sulpicio. Éste indicó a los padres la conveniencia de procurar al niño la enseñanza religiosa más completa y les recomendó le enviaran a la aldea de Ecully, donde se hallaban ocultas dos monjas de San Carlos que preparaban a los niños para la primera comunión. Juan María se hospedó por espacio de un año, en casa de una tía suya.
  • 354. Durante la segunda época del Terror, en 1799, que coincidía con la siega del heno, hizo el niño la primera comunión. Contaba a la sazón trece años cumplidos. Los dieciséis niños que componían el grupo, fueron llevados por separado a casa de la señora de Pingón, y en un cuarto —cerrrados los postigos de las ventanas y protegidas éstas exteriormente por carretadas de heno que, para más disimular, descargaron durante la ceremonia— tuvo lugar la misa de comunión. Fue, aquél, un día muy dichoso para Juan María. Más tarde, hablaba de él con verdadera emo­ción y hasta con lágrimas, como de un momento sublime e inenarrable. Inmediatamente después de la ceremonia, regresó Juan María a Dar-dilly. En casa no faltaba trabajo, púsose, pues, a ayudar a sus padres y a su hermano en las diversas labores de la pequeña propiedad. Cuando no le era fácil asistir a misa, uníase al celebrante espiritual­mente y por la oración; regresaba a casa rezando el rosario, y por la noche, antes de entregarse al sueño, pasaba buen rato leyendo el Evan­gelio y la Imitación de Cristo, y meditando lo que más le llegaba al alma en su lectura. Dios le preparaba así para una bellísima y santa vocación. VOCACIÓN TARDÍA BIEN PROBADA—EL SACERDOCIO Mucho tiempo hacía que Juan María suspiraba por ser sacerdote para ganar almas a Dios. Cuando la madre llegó a conocer las aspira­ciones de su hijo, lloró de alegría y de emoción. El padre, en cambio, no quería privarse en manera alguna de quien tanto le ayudaba en las faenas de casa. Por otra parte, como era ya mucho lo que llevaba gastado en la dote de su hija Catalina y en ayudar a su hijo mayor Francisco, sujeto a las quintas, se le hacía muy costoso resolverse a sufragar los estudios de Juan María. Por fin, tras muchas consideraciones, y rendido a las rei­teradas instancias del chico, le autorizó para que siguiera las clases en la preceptoría de Ecully, recién abierta por el párroco, señor Balley. Pero a causa de la ingrata memoria del pobre muchacho, las deficien­cias de sus estudios primarios y el tiempo transcurrido desde que dejara la escuela, tropezó el joven estudiante con muchas y muy serias difi­cultades para aprender latín. ¿Qué hace en semejante coyuntura? Orar mucho, mortificarse, estudiar con tesón, hasta con riesgo de la salud. Sin embargo, los adelantos no correspondían a tanto afán, y sintióse influir por el desaliento. Emprendió entonces una peregrinación a pie, mendigando el pan por el camino, y fue a postrarse ante el sepulcro de San Francisco de Regis, en la Louvesc. Volvió de allí con nuevos bríos y consiguió mejorar en sus estudios y en el concepto de sus profesores.
  • 355. En 1809, nuestro aspirante al sacerdocio tuvo que hacer el servicio militar, y cayó enfermo en el cuartel. El año siguiente, debido a un con­junto de circunstancias en las que no cabía la menor culpa o premedita­ción de su parte, y en las cuales debe verse la intervención de la Provi­dencia, resultó legalmente desertor y hubo de permancer por espacio de dos inviernos en un villorrio de los Cevenes. Pasó aquella larga temporada enseñando a los niños y edificando a todos por su piedad. La amnistía general de 1811, y el ingreso anticipado de su segundo hermano en filas, le permitieron regresar a Ecully, donde prosiguió los estudios. De allí a poco murió su madre. Juan María, que estudiaba en­tonces filosofía en Verriéres, tenía a la sazón veintiséis años. Sus progre­sos eran muy deficientes. En otoño de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyón, y la insuficiencia de sus conocimientos de la lengua latina le perjudicaron considerablemente, tanto para el aprovechamiento de las clases, como para el resultado de los exámenes. Al cabo de seis meses aconsejáronle los profesores que se retirase. Su antiguo preceptor de latín, señor Balley, siguió dándole lecciones y le presentó al examen que precede a la ordenación, pero sin mayor éxito. Finalmente consiguió que el tenaz candidato —aturullado por lo imponente del jurado y de aquel endiablado latín— fuese examinado en lengua vulgar en la rectoría de Ecully. Esta vez el vicario general y el Superior del Seminario que­daron muy satisfechos de sus respuestas. «Ya que el joven es modelo de piedad —dijo entonces el vicario general—, le admito al subdiaconado; la gracia de Dios hará lo demás». Juan María recibió los órdenes meno­res y el subdiaconado en julio de 1814. Quince meses más tarde, el obispo de Grenoble le ordenó sacerdote. COADJUTOR DE ECULLY Y PÁRROCO DE ARS CON inmenso regocijo del señor Balley, el nuevo sacerdote fue desig­nado para coadjutor de Ecully. La carta de nombramiento no le autorizaba para poder confesar todavía; en cuanto le fue permitido sen­tarse en el santo tribunal, su confesonario fue materialmente asediado, y los enfermos casi nunca llamaban más que a él. El primero que le ma­nifestó su conciencia fue el propio señor cura párroco. En el ejercicio de su santo ministerio, vémosle entregado al bien de las almas sin regateos; ruega por ellas, y por ellas se mortifica al par que las edifica con su piedad, abnegación y discreta sencillez. A los pobres da cuanto tiene, hasta los propios vestidos. A principios de febrero de 1818, la parroquia de Ars fue confiada al
  • 356. Un o de aquellos incrédulos que con el apodo de «volterianos» estaban en boga entonces, declara al santo Cura de Ars que no puede ser cristiano porque no tiene fe en Dios ni cree en nada. «Arrodíllese —le contesta el santo— y confiese sus pecados, y verá cómo la fe vuelve a su alma».
  • 357. celo del coadjutor de Ecully. Al firmar el nombramiento, díjole el vicario general: «En esa parroquia hay muy poco amor de Dios nuestro Señor, ya lo infundirá usted». No se equivocaba en su confianza al hablar así. Aquella aldea de doscientos treinta habitantes, situada a 35 kilómetros de Lyón, conseivaba un fondo religioso, pero las prácticas cristianas habían sido punto menos que abandonadas. La iglesia solía estar desierta; la blasfemia era un mal profundamente arraigado; los domingos, las cuatro tabernas del lugar hacían victoriosa competencia a los divinos oficios; no se conocía el descanso dominical; la embriaguez, el baile y las veladas nocturnas eran verdaderas plagas de las buenas costumbres. En la mañana del 10 de febrero de 1818, el nuevo pastor celebraba por primera vez en la pobre iglesia de Ars el Santo Sacrificio de la misa, y en él pedía a Dios la conversión de la parroquia. El santo sacerdote pasa el día y parte de la noche en la iglesia, orando u ocupado en la prepa­ración de sus pláticas doctrinales. El descanso de la noche lo tomará echado sobre unos sarmientos o en el duro suelo, pero antes de acostarse se disciplinará con un instrumento armado de aceradas puntas hasta derramar sangre. Sus modestos haberes son para los pobres y para el ornato de la casa de Dios. A veces, pasa dos o tres días sin probar boca­do; por espacio de diez años él mismo se adereza el escaso e invariable sustento que ha de bastarle para no morir de hambre; y en todo mués­trase afable, acude presuroso a la cabecera de los enfermos y visita a los feligreses. Para hacer más atractiva la iglesia, la embellece con un nuevo altar y trae ornamentos nuevos; habilita otras capillas y, declara guerra a la ignorancia valiéndose de la catequesis y de pláticas dominicales. Fueron menester ocho años de labor ardua y tenaz para combatir la indiferencia religiosa de los fieles, acabar casi por completo con la blas­femia y desterrar el trabajo de los días festivos y la clientela de las ta­bernas; tendrá empero que luchar más de veinticinco años para quitar a sus feligreses la afición al baile. Muchos proclamaban que tales placeres eran inocentes y legítimos; pero el celoso pastor abrió los ojos a aquellos infelices ciegos, lo mismo desde el pulpito que en el confesonario. «El baile —les decía—, el vestido indecente y las veladas nocturnas, tal como las usáis, son fomentadoras y encubridoras de la pasión torpe». Y no se limitaba a perorar, presentábase de improviso en la plaza pública: su sola presencia bastaba para hacer huir a los danzantes; y remuneraba al músico o al tabernero para que se ocultasen durante la diversión. En la capilla de San Juan Baustista, de la parroquia, había hecho poner esta inscripción tan evocadora- «Su cabeza fue el precio de un baile». Negá­base a dar la absolución a los jóvenes que frecuentaban el baile, y aun a los que sólo eran, en tales fiestas meros espectadores.
  • 358. LA HORA DE LAS GRANDES CONTRARIEDADES El apóstol ha de fecundar su obra con el dolor si quiere hacerla eficaz. En Ars, las almas verdaderamente cristianas aceptaron gustosas las pláticas y reformas del señor cura; en la gente ignorante suscitaron, en cambio, cierta extrañeza, y aun quejas y murmuraciones, las almas pervertidas, los pecadores endurecidos fueron más lejos, esgrimieron el insulto, la calumnia, el ultraje difamante contra el humilde sacerdote, considerado por todos como un santo y llegaron hasta remitir al obispado cartas que determinaron una información canónica. Pero la oración, el buen ejemplo y la heroica austeridad del santo cura vencieron todas las contrariedades, y obtuvieron por fin la total transformación de la aldea. «Ars, ya no es Ars, es una modesta parroquia que sirve a Dios de todo corazón» —escribía el buen párroco— , los feli­greses han pasado del libertinaje a la virtud, unos, y otros, de la piedad incipiente al fervor. Ya no se conoce el respeto humano; la asistencia al templo es asidua, y los domingos se guardan con todo rigor, se reza el Angelus en el templo y en la calle, son más castas las conversaciones; las prácticas religiosas han reaparecido en los hogares, durante la se­mana está de continuo un adorador ante el Santísimo Sacramento. Mu­chas personas oyen diariamente misa antes de ir a la labor, la Cofradía del Santísimo Sacramento, que llevaba la vida lánguida, ha revivido, cada noche, al son de campana, congréganse los fieles en la iglesia para la oración en común. Las procesiones, y en particular la del Corpus, se celebran con la máxima solemnidad, testimonio del fervor de los fieles. Para las niñas de la parroquia, y más tarde para la educación cristiana de las huérfanas abandonadas, se gastó el santo párroco todo su patri­monio, fundando aquella admirable Casa de la Providencia, que fue modelo de obras para la educación popular y tuvo muchos imitadores. ROMERÍAS A ARS. — LUCHAS CON EL DEMONIO Desde 1820, el cura de Ars predicó y confesó asiduamente en las parroquias vecinas con motivo de la Hora Santa o de las misiones que allí se daban, consiguiendo abundantísimo fruto, no retrocedía ante ninguna molestia; fuera de día o de noche, en invierno o en verano, siempre acudió presuroso a prestar servicio a sus hermanos. Para tener el consuelo de ver y oír a este santo varón, a la vez que para pedirle consejo, acudían a Ars fieles de la Dombes, de la Bresse y del
  • 359. Lyoncsado. Así tuvieron principio las célebres romerías que llevaban cada año a la parroquia de Ars a millares de personas de toda condición, no sólo de Francia sino también del extranjero, sacerdotes, religiosos, fun­cionarios públicos, incrédulos, pecadores, almas atribuladas y almas ganosas de perfección. Todos se volvían consolados, curados, ilustrados y convertidos después de haber visitado al siervo de Dios. Los pecadores corrían tras el humilde sacerdote; pero el demonio, despechado por las numerosas conversiones que el Santo obtenía y que­riendo a todo trance impedirlas, le abrumó por espacio de treinta y cinco años, con una molestísima y pesada obsesión. Quitábale el sueño y el descanso con recios golpes, alaridos y alborotos de todo género, estre­mecimientos de la casa y de los muebles, injurias y otras molestias por el estilo, y aun intentó disgustarle de la oración y de la labor apóstolica. Pero el Santo replicaba a estas tentaciones dándose con más ahinco a lo que el demonio combatía en él y multiplicando su celo por las almas. MARAVILLOSO MÉDICO DE LAS ALMAS La muchedumbre de peregrinos que diariamente invadía la localidad —llegaban a cien mil al año—, imponía al señor Cura largas sesio­nes de confesonario. Dios le había comunicado el talento de dirigir las almas; sabía infundir gusto y aun ansia de la confesión; leía en las conciencias, manifestaba a cada cual su estado y aconsejaba luego con luminosas y acertadas palabras. Levantábase a media noche para sus rezos, y a la una iba a la iglesia a confesar a los que ya le aguardaban. Terminada la misa, reanudaba las confesiones y las proseguía hasta la hora de la doctrina, es decir, hasta poco antes del mediodía. A eso de la una, regresaba nuevamente al templo para confesar sin interrupción hasta el toque de oraciones. Por espacio de treinta años pasó diariamente de dieciséis a veinte horas en el confesonario. A esta labor correspondían las bendiciones,di vinas que caían abundantes sobre las almas y aun sobre los cuerpos de los que acudían a él con esperanza de alivio. Todos los que a él se acercaban volvían con el corazón henchido de gozo y con el alma llena de las grandes ambiciones de la santidad; de manera que la peregrinación a Ars fue un continuo ascender a Dios. En su profunda humildad —que a juicio de Monseñor de Segur hu­biera bastado para canonizarle—- el santo cura de Ars atribuía tal cúmulo de gracias a su «amada santita», la mártir Santa Filomena, una de cuyas reliquias, recientemente descubiertas, había podido conseguir, y a la que había dedicado una capillita en la iglesia de Ars.
  • 360. MUERTE Y HONRAS FÚNEBRES Re p e t id a s veces había anunciado el santo párroco su próximo fin. El viernes 29 de julio de 1859 se sintió mal. Aunque acometido de frecuentes sofocos, siguió confesando y explicó la doctrina como de cos­tumbre, el calor era asfixiante y la iglesia, colmada de fieles, un verda­dero horno; con todo, el ministro del Señor permaneció firme en su lugar. Por la noche estaba completamente extenuado. Costóle mucho llegar a la rectoría, y se acostó tiritando por la fiebre. «Hijos míos —dijo a los presentes—, he llegado al fin de mi carrera». Mandó llamar en seguida a su confesor, el párroco de Jassans, y se confesó con su habitual fervor y tranquilidad, sin manifestar el menor deseo de curación. La enfermedad hizo rápidos progresos- el moribundo bendecía a cuantos lograban acer­carse a él y a los peregrinos que se hallaban fuera, pero ya no hablaba sino con Dios nuestro Señor. Iniciáronse rogativas a Santa Filomena para que curara a su gran devoto: mas el estado del mismo empeoró, por manera que al día siguiente fuéronle administrados la Extremaución y el santo Viático. El obispo de Belley acudió a bendecir y abrazar por última vez el venerable moribundo. El jueves 4 de agosto, a las dos de la ma­drugada. el cura de Ars entraba en la gloria. Millares de peregrinos desfilaron ante el venerando cadáver, para tocar en él diversos objetos de piedad. Las honras fúnebres, presididas por el señor obispo, resultaron un verdadero cortejo triunfal. Los pre­ciosos despojos fueron colocados al pie del púlpito en una sepultura que no tardó en ser centro de romerías y de oraciones. Fue canonizado por Pío XI el 31 de mayo de 1925, y por un Breve expedido el 23 de abril de 1930, propuesto a los párrocos de todo el orbe católico como especial patrono y abogado. Celébrase su fiesta el 9 de agosto. S A N T O R A L Santos Juan María Vianney, Cura de Ars; Banderico, obispo de Soissons; Román, soldado y mártir; Julián, Marciano y compañeros, mártires; Auspicio, obis­po de Apt y mártir; Atumaro, obispo de Paderborn; Domiciano, obispo de Chalons, y Sereno, de Marsella; Numídico, presbítero de Cartago; Mar-celiano, Secundiano y Veriano, soldados, convertidos durante el martirio de San Román, y mártires a su vez en Cívita Vecchia; Antonino de Alejandría, mártir, Firmo o Fermín y Rústico, martirizados en Verona; Falco y Ni­colás, ermitaños en Calabria. Beato Juan de Salerno, dominico.
  • 361. El tremendo instrumento de tortura Basílica de San Lorenzo en Roma D ÍA 10 DE AGOS T O SAN LOR E N ZO DIACONO Y MÁRTIR ( t 258) Fue San Lorenzo español de nación y natural de Huesca. Nació como a media legua de la ciudad, en una casa de campo que hasta el día de hoy ha guardado el nombre de Loreto. Su padre se llamó Orencio y su madre Paciencia. De ambos hace mención el Martirologio romano el día primero de mayo, y la Iglesia de Huesca celebra su fiesta respec­tivamente el 11 y el 13 del mismo mes. Tuvo un hermano, por nombre Orencio, que fue obispo de Auch y se conmemora el 26 de septiembre. De la niñez y juventud de San Lorenzo nada se sabe de cierto, sola­mente nos consta que siendo todavía jovencito fue a Roma, allí le criaron sus padres en virtud y letras. Salió el piadoso mancebo tan aprovechado, que se atrajo el aprecio y veneración de todos los fieles de aquella Iglesia. A 30 de agosto del año 257. ocupó la silla de San Pedro el papa Six­to II, ateniense de nación, y arcediano de la Iglesia romana. Para susti­tuirle en este cargo, el nuevo Pontífice nombró a San Lorenzo. Ya en los principios de la Iglesia, eligieron los Apóstoles siete auxilia­res, encargados de lo que llamaron «ministerio», que en griego es «dia-conía ». Eran los diáconos, como aún lo son hoy día, clérigos investidos de cierta dignidad eclesiástica, inmediatamente inferior al presbiterado. So­
  • 362. lían ejercer muy diversas funciones: por su cuenta corría, a lo menos en los principios, el proveer al abastecimiento material y asegurar el orden en la comunidad cristiana; asistían al presbítero en la celebración del culto divino, leían la Epístola y el Evangelio, despedían de los oficios, a su debido tiempo, a las distintas categorías de asistentes paganos, ca­tecúmenos, bautizados —el líe misa est es un recuerdo de lo que deci­mos— , distribuían la sagrada comunión, recibían las ofrendas y dirigían el canto. Los diáconos siguieron siendo coadjutores de los obispos y sa­cerdotes, pero andando el tiempo limitaron su actividad a la asistencia de los pobres. Vivían con el jefe de la comunidad cristiana, y eran algo así como testigos de la pureza de su doctrina y tenor de vida. Cuando la cabeza de la comunidad era un obispo, y más al tratarse del de Roma, subían de punto las funciones y dignidades de los diáconos, y de ahí que los que ahora llamamos cardenales, por ser los consejeros del Sumo Pontí­fice, pueden ser mirados como legítimos herederos de aquellos diáconos que servían a los Papas en los primeros siglos de la Iglesia. Era San Lorenzo el principal de los siete diáconos de Roma, cada uno de los cuales tenía a su cargo uno de los barrios de la ciudad; mejor dicho, era el arcediano y, como tal, tenía que encargarse en cierto modo de los 40.000 cristianos que había en Roma a mediados del siglo m. La situación legal de la Iglesia era muy precaria por entonces. La per­secución seguía haciendo estragos, pero la comunidad cristiana tenía en propiedad no pocas iglesias, casas y haciendas, que eran como un sa­grado patrimonio de las viudas, huérfanos y menesterosos. Con vivir en medio de tantos bienes terrenos, San Lorenzo era pobre y vivía como tal. EDICTO DE PERSECUCIÓN DEL AÑO 258 Un edicto de persecución del año 257, decretó ya pena de destierro contra los más ilustres miembros de la comunidad cristiana. El mes de julio del siguiente año 258, el emperador Valeriano hizo aprobar por el Senado un edicto de persecución mucho más brava y cruel que la anterior. San Cipriano, obispo de Cartago, lo trae en una de sus cartas. «Los enviados a Roma para cerciorarse de la veracidad del edicto publicado contra nosotros —dice e! Santo— están ya de regreso. Según ellos, el emperador Valeriano ha cursado un escrito al Senado para que sancione las siguientes medidas, decapitación, sin previo juicio ni pro­ceso, de los obispos, sacerdotes y diáconos cristianos; degradación e in­cautación de los bienes pertenecientes a los senadores, nobles y caballeros
  • 363. romanos que se declaren cristianos; los cuales, si persisten en su declara­ción, serán igualmente decapitados, las matronas serán desposeídas de sus haciendas y condenadas al ostracismo, los empleados del palacio imperial que hayan hecho profesión de fe cristiana y no abjuren de la misma, se harán tributarios del fisco y trabajarán encadenados como es­clavos en los dominios del César». San Cipriano puntualiza y declara más todavía «En esta persecución —dice— no pasa día sin denuncias de cristianos a quienes se les confiscan los bienes y se les condena a la pena de muerte». MARTIRIO DE SAN SIXTO El 6 de agosto del año 258, el papa Sixto II celebró los santos mis­terios en la catacumba de Pretextato, que era probablemente uno de tantos cementerios privados a los que no se extendía la confiscación. Pero la vigilancia de los prefectos era rigurosísima para impedir que en ningún lugar hubiese asambleas cristianas. Irrumpieron de pronto en la catacum­ba los delegados del gobernador y hallaron al Papa sentado en su cáte­dra y predicando a los fieles. Sin tener en cuenta con los oyentes, detu­vieron al obispo de Roma y demás sacerdotes y les hicieron comparecer ante uno de aquellos prefectos que tenían a la sazón tribunal permamente, como da a entender San Cipriano. A Sixto y sus compañeros, los conde­naron a ser degollados en el mismo lugar en que fueron presos. Salióles al camino Lorenzo, deseoso de acompañar a San Sixto en aquel sacrificio, y con muchas y tiernas lágrimas le rogó que le llevase en su compañía. Oigamos el sublime diálogo de los dos santos mártires- —¿Adonde vas, Padre, sin tu hijo— ¿Adonde vas, santo sacerdote, sin tu diácono? ¿Por ventura vas a ofrecerte al Señor en sacrificio? Pues ¿cómo le quieres ofrecer, fuera de tu constumbre, sin ministro? ¿Qué has visto en mí que no te agrade, para que así me deseches? ¿Hasme hallado acaso flojo y remiso en el desempeño de mi cargo? De esta suerte deseaba Lorenzo con vivas ansias acompañar en los tormentos y sacrificios de la propia vida, al santo Pontífice a quien tantas veces había asistido en el sacrificio incruento del Redentor. Enternecióse San Sixto con las palabras y lágrimas de su amado diácono, y para con­solarle, dióle esperanza de que presto moriría él también por el Señor. —No te dejo, hijo mío — le respondió—, ni te desecho por flojo y re­miso; antes te hago saber que te queda otra batalla más dura que la mía y tormentos más atroces. Por ser yo viejo y flaco, mi tormento será breve y ligero; mas tú, que eres mozo robusto, triunfarás con mayor victoria
  • 364. del tirano. Deja de llorar, que presto morirás tú también por Cristo. Esto dijo el santo Pontífice, y se despidió de su fidelísimo diácono. Apartóse Lorenzo muy afligido, y para cumplir el mandato del Pon­tífice, salió con gran diligencia en busca de los pobres cristianos y perso­nas miserables que estaban escondidas, para socorrerlas conforme a su necesidad. Entró en casa de una viuda llamada Ciríaca, que tenía escon­didos a muchos clérigos y cristianos. Lo primero que hizo al llegar, fue lavarles humildemente los pies. Puso luego las manos sobre la cabeza de Ciríaca, y con solo esto le quitó un fuerte dolor que padecía, después repartió cuantiosas limosnas a los pobres que allí estaban. Pasó de esta casa a otra de un cristiano llamado Narciso, donde halló gran número de cristianos angustiados, temerosos y afligidos, los consoló y esforzó, les dio limosna y a todos ellos les lavó los pies. A otros muchos cris­tianos visitó Lorenzo aquella misma noche, empleada toda ella en cum­plir cuanto le había mandado San Sixto. Dábales el ósculo de paz, lavá­bales los pies, repartíales limosnas y sanaba milagrosamente a los enfermos. LOS TESOROS DE LA IGLESIA Supo por entonces el emperador Valeriano que la comunidad cristiana poseía gran copia de riquezas, y deseoso de tomarlas y hartar con ellas su codicia, mandó comparecer a Lorenzo ante su presencia. —Oigo decir que vosotros, los cristianos, os quejáis de que os trata­mos cruelmente, pero ahora no hablemos de tormentos. De ti depende el darme lo que voy a pedirte. A juzgar por las noticias que hasta mí han llegado, los Pontífices cristianos ofrecen libaciones en vasos de oro, y vierten la sangre de las víctimas en copas de plata. Me han dicho que alumbráis los sacrificios nocturnos con candelabros de oro. Traedme esos tesoros, el emperador los ha menester para pagar la soldada a las tropas. —Confieso que nuestra Iglesia es riquísima —repuso Lorenzo—. Ni el mismo emperador posee tan grandes tesoros. Quiero mostrarte lo más precioso que hay en ella. Te pido que me dejes unos días para recogerlo. Dióle Valeriano tres días de plazo, y mandó a un caballero romano llamado Hipólito que anduviese siempre a su lado y no le perdiese de vista en aquellos tres días. Hipólito llevó al Santo a una cárcel donde había ya muchos presos, situada en el mismo lugar en que más tarde edi­ficaron la iglesia de San Lorenzo in fonte. En ella sanó el santo diácono a muchísimos enfermos y bautizó a no pocos neófitos. La conducta del nuevo preso y los grandes milagros que obraba, movieron a reflexión al caballero.
  • 365. Ma n d a el Señor un ángel a San Lorenzo para que con una esponja le limpie el sudor del rostro y las llagas todas de su cuerpo. Lo ve un soldado que desde fuera le guarda, y, conmovido y alumbrado con luz del cielo, pide al Santo que le bautice. Bautizóle y fue mártir de Jesucristo.
  • 366. — ¡Oh Hipólito! —le dijo Lorenzo—, si crees en Dios Padre todopo­deroso y en Jesucristo su Hijo, yo te prometo mostrarte grandes tesoros, y lo que es más, hacerte partícipe de la vida eterna. El caballero pidió noticia de la verdad de nuestra santa fe y de los tesoros inestimables que tiene Dios en el cielo para sus siervos; creyó en Jesucristo, y recibió el bautismo él y toda su familia, que eran diecinueve personas. Después, dio generosamente la vida por la fe, el 13 de agosto. Lorenzo empezó luego a recorrer la ciudad, en busca de los 1.500 po­bres que sustentaba la Iglesia de Roma. Juntó todos los ciegos, leprosos, cojos, paralíticos y mendigos que pudo hallar, hízolos poner en los carros que le habían enviado y fuése con ellos al emperador, y díjole: —Príncipe augusto, estos son los tesoros de la Iglesia; porque por sus manos suben al cielo nuestras limosnas, y alcanzamos las riquezas eternas. Aprovéchate de ellas para bien de Roma y de ti mismo. No es fácil figurarse la saña que sintió arder en su pecho el tirano, viéndose engañado por Lorenzo y burladas sus esperanzas. Mandó que al punto desnudasen delante de él al santo diácono y rasgasen sus carnes con escorpiones, que eran látigos armados de plomadas en las puntas. Hizo luego traer los instrumentos con que atormentaban a los mártires, para que entendiese que por todos ellos había de pasar, si no se rendía. —Bien sé que deseas la muerte —le dijo— ; pero no te la daré de golpe, no; antes habrás de aguantar uno a uno todos los tormentos. Mas el esforzado caballero de Cristo no se espantó, estaba su corazón tan encendido en el amor al Señor, que todas las penas le parecían pocas comparadas con las que él deseaba padecer. —¿Piensas, por ventura, atemorizarme con tus tormentos? —dijo al tirano—. Pues quiero que entiendas que estos suplicios que tan horribles te parecen, para mí son regalos y suavísimos deleites. Has de saber tam­bién que siempre he deseado comer de esta mesa y hartarme de estos manjares. Díjole el emperador que no confiase en los tesoros que tenía escondi­dos, porque no le podían librar de los tormentos que le estaban prepa­rados. Respondióle Lorenzo con mucho sosiego y alegría de su alma —En los tesoros del cielo confío yo. Son ellos la misericordia y piedad divina con que el Señor me ha de favorecer para que mi alma quede libre, mientras el cuerpo sienta los tormentos. Mandó Valeriano que le azotasen crudamente con varas, que le col­gasen en el aire y le quemasen los costados con planchas de hierro en­cendidas. El santo diácono, al par que se reía del tirano, diciéndole que no sentía sus tormentos, daba gracias al Señor, y decía: — ¡Oh Jesús, amor mío!, apiádate de tu siervo, porque siendo acusa­
  • 367. do no te negué, y siendo preguntado te confesé en medio de los tormentos. —Tú eres mago —le gritó el tirano—, y por arte mágica te burlas de los suplicios, pero yo te juro por los dioses inmortales que has de pade­cer tantas y tan graves penas, como ningún hombre hasta hoy las padeció. —Con la gracia de mi Señor Jesucristo, nada temo. Los tormentos se han de acabar. Toma, pues, las cosas con calma; vete combinando a gus­to las torturas y hazme padecer cuanto se te antoje. Enojóse aún más el tirano, y mandó azotarle de nuevo con plomadas. Lo hicieron los verdugos tan atrozmente, que Lorenzo creyó morir, alzó los ojos al cielo y pidió al Señor que fuese servido de recibir su alma. Mas una voz que oyeron los presentes, díjole que aún le quedaba mucho por padecer. Alegró a Lorenzo la confianza que el Cielo depositaba en él. —Varones romanos —gritó entonces el tirano—, ¿no veis cómo los demonios amparan a este sacrilego que ni teme a los dioses, ni a vuestros príncipes, ni tan atroces tormentos ? Mandó que le extendiesen en el ecúleo, semejante a un caballete con ruedas en los extremos, para estirar y desconyuntar al mártir. Lorenzo, con rostro alegre, daba gracias al Señor y decía: —Bendito seas, Dios mío y Padre de mi Señor Jesucristo, que usas de tanta misericordia con quien tan poco la merece. Conjúrate, Señor, por tu sola bondad, que me des tu gracia, para que todos los circunstantes conozcan que no desamparas a tus siervos en el tiempo de la tribulación. El emperador creyó sin duda que los atrocísimos dolores de aquella prueba quebrantarían la constancia del santo mártir, y así mandó que lo apartasen ya de su presencia. Vino entonces un ángel del cielo que es­forzó a Lorenzo, le dio alivio en aquel suplicio, y con una esponja le limpió el sudor del rostro y las llagas de su cuerpo. Un soldado que allí estaba, llamado Román, vio también al ángel que limpiaba las llagas del santo mártir. Ya antes había sido testigo de la heroica constancia de Lorenzo, con lo que se movió a conversión, y alumbrado ahora con luz celestial, hízose cristiano. Bautizóle el mismo San Lorenzo y fue mártir el día 9 de agosto. EL TORMENTO DE LAS PARRILLAS Al caer la tarde, mandó el emperador que de nuevo compareciese Lorenzo. El inicuo juez preguntóle de qué linaje era. —En cuanto al linaje —respondió Lorenzo— soy español, criado en Roma desde pequeño, bautizado y enseñado en la fe cristiana. —¿Cómo —le dijo el juez— te atreves a llamar divina a una ley que te enseña a burlarte de los dioses?
  • 368. —No me cansaré de repetir que hay un Dios, sólo uno —respondió Lorenzo— ; y en el nombre de mi Señor Jesucristo, mantendré esta ver­dad, a despecho de todos los suplicios. Amenazóle el tirano con atormentarle durante toda aquella noche. —Si así es —le respondió el mártir—, esta noche será clara y llena de alegría para mí, y no tendrá oscuridad alguna. El emperador no pudo ya contener su enojo, y mandó traer una cama de hierro a manera de parrillas, tan grandes que pudiesen sustentar el cuer­po del Santo, y debajo poner brasas para que poco a poco se fuese que­mando. Con gran presteza y solicitud prepararon los verdugos tan dura cama, desnudaron al Santo y le tendieron sobre las parrillas. El tirano le apostrofaba, los verdugos atizaban el fuego y traspasaban el cuerpo del mártir con agudas horquillas de hierro; los circunstantes miraban el es­pectáculo atónicos y pasmados. Permitió el Señor que su siervo Lorenzo, que tenía ya el cuerpo mo­lido y magullado, padeciese este nuevo tormento del fuego sin menoscabo de la tranquilidad de su alma. —Recibid, Señor —decía—, mi sacrificio en olor de suavidad. Volvió los ojos al tirano y díjole: —Entiende que este fuego es para mí suavísimo refrigerio y regalo; todo su ardor lo guarda para quemarte a ti eternamente, sin consumirte jamás. Valeriano estaba turbado en extremo. La saña y enojo le ofuscaron el juicio, y así no reflexionó como hubiera debido hacerlo al ver la he­roica constancia de aquel valeroso e invencible soldado de Cristo. —Mira, Valeriano —le dijo el santo mártir, con un soplo de voz que aún parecía recia—, ¿no ves que está ya asada una parte de mi cuerpo? Manda que me vuelvan para que se ase la otra y puedes tú comer de mis carnes sazonadas. Volviéronle los verdugos, y, pasados unos instantes, dijo Lorenzo. —Ya estoy asado, ahora puedes comer. Los cristianos recién bautizados que se hallaban presentes, vieron el rostro del mártir cercado de extraordinario resplandor, y sintieron que exhalaba su cuerpo suavísima fragancia. Finalmente, llegado el plazo que el Señor había determinado para coronarle, volvió Lorenzo a alabar a Dios, diciéndole: —Gracias te doy, Señor mío y Dios mío, por haberme dado poder entrar en el reino de tu bienaventuranza eterna. Diciendo esto, expiró. Era el día 10 de agosto del año 258. No cabe describir la confusión y bochorno que hubo de sufrir Vale­riano ante la humillante derrota que acababa de infligirle el fortísimo coa.
  • 369. fesor de la fe. Aquella serenidad e indomable constancia, habían sido para su orgullo castigo mucho más violento que el soportado por su víc­tima. RELIQUIAS Y CULTO Hipó l ito y el presbítero Justino cogieron secretamente el cuerpo del santo mártir y lo enterraron extramuros de la ciudad, en una here­dad de Ciríaca, aquella viuda a la que Lorenzo había sanado. El em­perador Constantino edificó sobre el sepulcro un suntuoso templo, que está en el Campo Verano —cementerio de Roma—, y es una de las cinco iglesias patriarcales y de las siete principales «estaciones» de la ciudad. También el papa San Dámaso le edificó-un templo llamado San Lo­renzo in Dámaso, actualmente en el palacio de la Cancillería apostólica. Muchas otras iglesias de Roma son de su advocación. La famosa capilla que encierra tantas reliquias y se halla en la parte alta de la Scala sancta, llamada hoy día Sancta Sanctorum, era en otros tiempos el oratorio de San Lorenzo que servía a los Papas. La emperatriz Santa Pulquería, en el siglo v, edificó en Constantinopla un suntuoso templo a San Lorenzo, y el emperador Justiniano lo adornó después con magnificencia extraordinaria. El católico rey de España don Felipe II, edificó el célebre monaste­rio de San Lorenzo de El Escorial, distante pocas leguas de Madrid. Es un edificio suntuosísimo, digno de la grandeza y piedad de tan cristiano príncipe y tiene forma de parrillas. En los principios tuviéronle a su cargo los Jerónimos, ahora'guárdanlo los Padres Agustinos. Exornada está la literatura cristiana con muchas y bellísimas páginas que en prosa y verso ensalzan al sin par valeroso y fortísimo caballero de Cristo y esforzado mártir. De él escribieron insignes doctores y lumbreras de la Iglesia, como San Agustín, San Ambrosio, San Pedro Crisólogo, San Máximo de Turín. San Fulgencio y el poeta cesaraugustano Aurelio Prudencio, ilustre cantor del glorioso triunfo de los mártires hispanos. S A N T O R A L Santos Lorenzo, diácono y mártir; Blaan, obispo; Diosdado, labrador; Aredio, arzobispo de Lyón; Maleo, obispo de Irlanda; Donoaldo y Arnulfo, már­tires en Francia, Jaime, Juan y Abrahán, mártires en Etiopía. Beato Ama­deo Gómez, fundador de los Amadeístas. Santas Filomena, virgen y mártir; Basa, Paula y Agatónica, vírgenes, mártires en Cartago; Rusticóla, abadesa en Arlés.
  • 370. D ÍA 11 DE AGOS TO S A N T A S U S A N A VIRGEN Y MARTIR EN ROMA (2807-295) Pr e s é n t a s e Santa Susana como maravilloso dechado de vírgenes, como una de las mujeres fuertes y valerosas que menospreciaron el mun­do y sus placeres engañosos para darse de todo en todo únicamen­te al amor y servicio de Nuestro Señor Jesucristo. A juzgar por la pintura que de ella hacen antiguos relatos, cuyos autores no pretendieron la pre­cisión histórica, sino sólo dejarnos edificante ejemplo de vida, Susana fue, como significa su nombre hebreo: «flor de azucena». Era Susana hija de San Gabino y sobrina del papa San Cayo, ambos deudos muy cercanos del mismo emperador Diocleciano. Después de naci­da Susana, enviudó su padre y abrazó el estado eclesiástico; y a poco, fue promovido a las santas funciones del sacerdocio cristiano. Con sumo cuidado y diligencia educó Gabino a su hija en el amor y temor de Dios. Susana, dotada de singular ingenio, se mostró desde pequeñita muy for­mal y laboriosa; dio de mano a los pasatiempos mundanos y frívolas lecturas, y se afanó en estudiar la Sagrada Escritura y los Santos Padres. Gustábale sobremanera leer el relato de las luchas y triunfos de los mártires que padecieron valerosamente los tormentos y la muerte antes que renunciar al amor de Jesucristo. ¡Cuántas veces bajaría la santa don-
  • 371. celia a orar en las catacumbas, ante los sepulcros de los mártires, en com­pañía de otros futuros mártires! Levantábase entonces su corazón muy. por encima de lo terreno y de los deleites de esta vida, para aficionarla solamente a las cosas del cielo y de la eternidad. ¡Qué hermoso comen­tario de los Sagrados Libros eran aquellos ejemplos de valor de los már­tires! ¡Qué elocuentes lecciones para Susana! Es de imaginar con cuán­ta atención oiría a su padre Gabino y al papa San Cayo cuando le expli­caban los misterios de nuestra religión sacrosanta y las sublimes verdades de la fe que los Apóstoles y discípulos confesaron con riesgo de su vida y sellaron con su sangre. También ella ansiaba amar al Señor con toda su alma, vivir sólo para Él, y aun morir por aquel divino Rey que por nosotros murió en la cruz. Pero conocía su flaqueza, y por eso suplicaba al Dios todopoderoso que se dignase sostenerla en sus trabajos y pruebas. PRETENDIENTES DE SU MANO Cu a n d o tenía Susana quince años de edad, determinó consagrarse de­finitivamente a Jesucristo y tomarle por único esposo. Postrada al pie del altar, suplicó humildemente al Rey de las vírgenes y de las almas santas, que se dignase aceptar aquella espiritual unión. Sobrevino entretanto la muerte de Valeria, hija de Diocleciano y mu­jer de Galerio constituido César por Diocleciano y hecho copartícipe suyo en el imperio. Quiso entonces el emperador que otra doncella emparen­tada con él fuese esposa de Galerio. En opinión de todos, la más indicada para el pretendido enlace era Susana; tenía Diocleciano noticia de las bellas prendas de su joven parienta, y así puso en ella los ojos, aunque no la conociese personalmente por no ir ella nunca a palacio. También sabía que Cayo, tío de Susana, era el jefe de los cristianos. Esto no obstan­te, aquel emperador que había de desencadenar más adelante una violen­tísima persecución y derramar tanta sangre cristiana, no era por enton­ces (295) tan enemigo de los fieles que no prefiriese la prosperidad de su familia y el encumbramiento de sus deudos a la ruina del cristianismo. Lo cierto es que Gabino y Cayo, con ser parientes del emperador, vivían apartados de su trato y conversación, tanto por humildad cristiana, como por prudencia y horror al paganismo y a los vicios que hallaban fácil ambiente en el palacio imperial. Cierto día mandó llamar Diocleciano a un primo suyo, por nombre Claudio, y le encargó que propusiese a Gabino el casamiento de su hija Susana con Galerio. Gozóse mucho el pagano Claudio con tan lisonjera
  • 372. y honrosa embajada. Fuése a toda prisa a casa de Gabino, y le dijo —Oye, Gabino; los augustos emperadores nuestros soberanos, me han enviado a ti con una embajada que muestra cuánto te estiman. La obe­diencia que les debo me obliga a cumplir esta diligencia, pero dejado esto aparte, el vivo deseo que tengo de tu felicidad, me mueve a hablarte de un proyecto sobremanera esperanzador para tu familia. ¿Qué cosa mejor puedes desear que ver estrecharse más y más los lazos de tu pa­rentesco con el emperador y volver a su amistad? Hiciste mal en apartarte tanto del trato de los príncipes, que al cabo son tus deudos, pero de se­guro que ellos te aprecian, porque el augusto Diocleciano quiere casar a tu hija Susana con Maximiano Galeno, hijo suyo adoptivo. La mayor for­tuna y nobleza del imperio se os brinda a ti y a tu hija. Yo te doy de ello el parabién, y no dudo que este casamiento será de tu gusto. No rechazó Gabino al enviado del emperador, antes le dio muy cari­ñosa acogida y escuchó con suma atención cuanto le decía, pero le con­testó: «Dame, Claudio, unos días, y yo mismo trataré este negocio con mi hija». Entró Gabino en el aposento de Susana y díjole. «Deseo, hija mía, que vayas a entrevistarte con nuestro Santísimo Padre y Pontífice, para que la gracia del bautismo que recibiste, produzca en ti copioso fruto». ELECCIÓN DE SANTA SUSANA Co rrió Gabino a dar noticia a Cayo del deseo de Diocleciano, y de ello hablaron los dos hermanos con mucho detenimiento. —¿Qué hacemos? —preguntábanse llenos de zozobra—. Galerio no es, al cabo, sino un soldado advenedizo, y además enemigo acérrimo de los cris­tianos, pagano supersticioso, sanguinario y brutal. ¡ Menguado esposo para una casta doncella cristiana que sólo aspira a la unión espiritual y virginal de su alma con Jesucristo! Por otra parte, rechazar la pretensión de Dio­cleciano, ¿no sería dejar escapar la ocasión, quizá única, de amansar el implacable enojo de ambos príncipes que usaban arbitrariamente de su po­der y autoridad? De cierto que traería además lamentables consecuen­cias: sentencia de muerte contra Susana, su padre, su tío y consejeros, y quizás un decreto de persecución contra los cristianos. En semejantes cir­cunstancias, ¿no podía por ventura el Papa otorgar a la virgen cristiana las dispensas necesarias para casarse con el hijo adoptivo del emperador? Cayo y Gabino no quisieron determinar cosa alguna, antes de conocer el parecer de Susana; prefirieron dejar en manos de la doncella su propia suerte, dándole libertad para escoger lo que el Divino Espíritu le inspi­rase. Volviéronse juntos a casa de Gabino y llamaron a Susana.
  • 373. —Querida hija —le dijeron, Claudio ha venido a decirnos que el em­perador quiere casarte con su hijo adoptivo, Maximiano Galerio... Asustóse Susana con tan inesperada noticia, pero pasados unos ins­tantes, respondió a su padre con tanta humildad como resolución: —¿En qué ha venido a parar tu prudencia, padre mío? ¿Acaso no sabes que soy cristiana? ¿No me enseñaste tú mismo los artículos de nues­tra santa fe? ¿Cómo, pues, diste oído a semejante propuesta? ¿Casarme yo con ese cruel pagano de quien tú mismo no quisiste pasar como pa­riente para ser fiel a la fe de Jesucristo? No, de ninguna manera puedo yo hacer eso. ¡Gloria y alabanza al Dios todopoderoso que se dignó ad­mitirme a la compañía de sus Santos! ¡Con su gracia menospreciaré yo a ese hombre, y me valdrá el honor de padecer el martirio por Cristo! —Hija mía —le dijo Gabino, conmovido—, persevera en tu fe; y quiera Dios que tu fidelidad nos depare a nosotros también de poderle ofrecer juntos contigo el mérito de nuestro sacrificio. —Dios ve el fondo de mi corazón —repuso Susana— y sabe cuánto deseo permanecerle fiel hasta la muerte. Tú, padre mío, me enseñaste desde niña a entregar mi corazón a Jesucristo y a guardar pureza virginal. A Él consagraré alma, vida y corazón, quiero conservarlos limpios de toda man­cha. Nunca jamás tendré otro esposo que Aquel a quien me entregué. —Ea, Susana —díjole el santo Pontífice Cayo— , pues que te entre­gaste por siempre a Jesucristo, quédate con Él y guarda sus mandamien­tos. Ten confianza y paz; el ángel del Señor guardará puro tu corazón. CONVERSIÓN DE CLAUDIO Pa sa d o s tres días, volvió Claudio a casa de Gabino, donde halló asi­mismo al pontífice Cayo. Renovó la petición en presencia de ambos hermanos y manifestóles al mismo tiempo cuán feliz se sentía de ser men­sajero de embajada tan esperanzadora para toda la familia. —No te ciegue el deseo de grandezas, Claudio —díjole Gabino—; pro­cedamos en este negocio con sabiduría y prudencia, no sea que después tengamos que arrepentimos. Menester es que Susana nos dé parecer. Llamó Gabino a su hija. Al verla Claudio, acercósele para darle óscu­lo de paz, la santa doncella le detuvo adelantando la mano: —No manches mis labios con un beso de tu boca —le dijo—. Los tengo consagrados a mi único Rey y Señor, Cristo Jesús; por eso no he tolerado nunca que tocase mi boca nada que fuese inmundo. Extrañó Claudio estas palabras, y quiso disculparse: creía poder mos­trarse familiar con Susana, por ser pariente muy cercano de ella.
  • 374. Ma c e d o n io , hombre sacrilego y cruel, va a casa de Santa Susana con orden de hacerla adorar a los dioses o de matarla. Pénele delante un ídolo de Júpiter, mas haciendo oración la santa doncella desaparece al punto el ídolo, que es luego encontrado en la vía pública lejos de la casa.
  • 375. —¿A qué manchas te refieres? —añadió—. ¿Qué culpas me repro­chas? Muéstramelas, y dime cómo podré borrarlas. —Tus labios están mancillados por los sacrificios de los ídolos —le respondió Susana—. Ese culto me horroriza, porque sé que Dios lo abo­mina. Si quieres quedar limpio, duélete de tus pecados y recibe el bautis­mo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. —A vos toca instruirme y limpiarme —dijo Claudio al Pontífice—, de ser cierto que un hombre sea más puro creyendo en Jesucristo que ado­rando a los dioses. Hasta ahora ofrecí sacrificios a las mismas divinidades que adoran los emperadores, porque creí cumplir un deber. —Claudio, hermano mío, escúchame —le dijo San Cayo—. Viniste a nosotros para tratar de negocios terrenos, pero Dios te trajo para que re­dimas tu alma; las súplicas de Susana te alcanzaron esta gracia. Así ha­llará nuestra familia la verdadera salvación. Créeme, Claudio, no hay maldad más horrenda que la idolatría; ¡cuánto se envilece quien ahora a las criaturas y a los demonios, y se olvida del Señor, Criador y Dios suyo! Este señor nos amó tanto, que se dignó bajar a la tierra, nacer, humillarse, padecer y morir por nosotros, luego resucitó glorioso y subió a los cielos adonde nos espera para que vivamos con Él eternamente. —Me admira esta doctrina —dijo el pagano— , cumpliré cuanto vos queráis; pero mandad que alguien lleve pronto la respuesta al emperador. —Hermano mío —repuso Cayo—, sigue primeramente mis consejos, el Señor, a quien juntos rogaremos, dispondrá las cosas con sabiduría para nuestro provecho. Injustamente derramaste la sangre de los Santos; me­nester es que te arrepientas de ello; con eso te administraré el bautismo. —¿Lavará de veras el bautismo todos mis pecados? —Sí, hermano mío, todos; pero es necesario que tu fe sea sincera. Manifestó Claudio tan buena voluntad, que San Cayo le admitió en el número de los catecúmenos. Vuelto a su casa, contó a su mujer Prepedig-na lo sucedido. Ella también se sintió movida de la gracia y manifestó deseos de conocer la religión cristiana. Con ese intento pasó a casa de Su­sana, que la recibió con mucho cariño y bondad. Tras ella fue Claudio con sus dos hijos, Alejandro y Cucias, y así toda la familia se convirtió a la fe de Cristo y recibió el bautismo de manos de San Cayo, quien inme­diatamente después les administró la Confirmación y la Eucaristía. Claudio y su familia llevaron de allí adelante vida muy cristiana y santa. Comenzaron a dar grandes limosnas a los pobres, y Claudio fue durante la noche a los que estaban encarcelados y padecían por Cristo, echóse a sus pies y les suplicó humildemente que le alcanzasen la remi­sión de sus pecados, y le perdonasen de haberlos perseguido. Logró la libertad de muchos y proveyó liberalmente a todas sus necesidades.
  • 376. CONVERSIÓN DE MÁXIMO. — MARTIRIO DE SUSANA Pa s ó más de. un mes, y Claudio no volvía a palacio. «¿Qué ha sido de él», preguntó Diocleciano muy extrañado. Respondiéronle que ha­bía caído enfermo. Sosegóse el emperador con la noticia, y como quería mucho a Claudio, mandó al hermano menor de éste, llamado Máximo, el cual era criado principal de palacio, que fuese a visitarle de su parte. Máximo halló a su hermano mayor orando de rodillas en su aposento, vestido de cilicio y anegado en llanto. —Has enflaquecido mucho, hermano mío —exclamó—. ¿Estás acaso de luto? ¿Qué te pasa? —Hago penitencia por mis pecados —respondió Claudio— , estoy pa­gando la injusticia grande que cometí al perseguir a inocentes cristianos. —Pero ¿qué dices, Claudio? En vez de cumplir el encargo del empe­rador, estás perdiendo el tiempo en bagatelas. Con viveza y fervor de neófito le refirió Claudio cómo había llegado a conocer la verdad, díjole cuánto le habían maravillado la sabiduría y las virtudes de Susana, y finalmente le invitó a que le acompañase a casa de Gabino. Aceptó Máximo la propuesta, porque ya con las palabras de Claudio se había conmovido su alma y estaba como conturbado y vaci­lante. Acogiólos Gabino con bondad, y habiéndolos saludado, exclamó —Señor, Dios nuestro, Tú que vuelves a juntar a los que andaban dispersos, bendice a cuantos ahora has congregado, y derrama tu luz en el alma de tus siervos, pues Tú eres lumbre verdadera y eterna. Pidióle. Máximo que llamase a Susana, y Gabino la mandó entrar. Al llegar a la habitación, dijo la santa doncella a su padre —Bendícenos, padre mío. Alzó el sacerdote su mano, y bendijo a los presentes diciendo: —Sea con nosotros la paz de Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con Dios Padre todopoderoso por los siglos de los siglos. Fueron enseguida en busca del santo pontífice Cayo, y mientras éste conferenciaba con Máximo para prepararlo a aceptar los dogmas de la fe cristiana, apartóse la Santa, y estando en pie, oraba fervorosamente. Oyó el Señor las súplicas de Susana. Máximo abrió de par en par las puertas de su alma a la verdadera fe, echóse a los pies de San Cayo, que acabó de instruirle y le bautizó. Y a ejemplo de su hermano Claudio, repartió su hacienda a los pobres, y dióse a cumplir vida de perfecto cristiano. Un criado de Máximo, hombre malvado y adulador, dio al emperador la noticia de la conversión y de las limosnas de ambos hermanos. Embra­vecióse sobremanera Diocleciano y mandólos prender a todos, excepto al
  • 377. papa San Cayo. Condenó al destierro a Claudio, a su mujer y dos hijos y a Máximo; pero mandó secretamente al oficial encargado de sacarlos de Roma que los quemaran vivos en el puerto de Ostia y echasen al mar sus cenizas. Mientras se llevaba a efecto tan cruel sentencia, Gabino y Susana fueron encarcelados. Cincuenta días después, sacaron de la cárcel a Susa­na y la llevaron a palacio- «Señor Dios mío —repetía la Santa en el ca­mino—, no abandones a tu sierva, pues ha depositado en Ti su confianza». Mandó Diocleciano a la emperatriz, Prisca, su esposa, que persuadiese a Susana de tomar por marido a Galerio. Por eso la llevaron a palacio y no a los tribunales. La emperatriz acogió a la virgen cristiana con cari­ñoso respeto. Admiróse de ello Susana, y al inclinarse para saludar a Prisca, la princesa la levantó, y abrazándola, le dijo: «Procura, hija, dar siempre gozo y contento a Cristo, único Señor a quien debemos obedien­cia absoluta». Era la emperatriz secretamente cristiana. Inefable consuelo llenó el co­razón de Susana al oír el saludo de la princesa. Desde entonces, las dos cristianas se ocupaban de día y de noche en oración, y platicaban de las verdades de nuestra fe y de la celestial bienaventuranza. Supo Diocleciano que Susana persistía en no querer casarse. Mandó entonces que se volviese a casa de su padre, y dio licencia a Galerio para que fuese tras ella y viese de rendirla por fuerza a sus planes. Fue Galerio a casa de Susana con este intento, pero al entrar en la habitación donde oraba la Santa, vio que un ángel rodeado de grande claridad y resplandor estaba de pie junto a ella en ademán de guardarla. Con esta inesperada novedad, volvióse atrás muy corrido y asustado. Dio parte de ello a Diocleciano, el cual atribuyó todo a arte de hechicería. A toda costa quería acabar con aquel negocio, pero entendió que para triunfar de la casta doncella, era menester arrebatarle la fe cristiana. Para ver de conseguirlo, mandó a un ministro suyo llamado Macedo-nio, hombre sacrilego y cruel, que fuese a casa de Susana y la obligase por la fuerza a sacrificar a los dioses. Tomó Macedonio un idolillo de Júpi­ter y un trípode, y pasó a casa de Susana. La santa doncella, al ver el ídolo, apartó de él su rostro y, arrodillándose, pidió la ayuda de Dios. —Señor Dios mío.—dijo—, aparta de mis ojos ese escondrijo del de­monio, y ven a socorrer a tu sierva. En aquel mismo instante y como por conjuro desapareció el idolillo. —Hechicera —gritó Macedonio—, ¿no me has robado la estatua? —El ángel del Señor la ha apartado de mis ojos —respondió Susana. Al poco rato llegó un criado de Macedonio, diciendo que la estatua de Júpiter se hallaba en medio de la calle, hecha añicos. Encendido en có­lera el pagano, y fuera de sí de rabia y furor, arrojóse sobre la virgen
  • 378. cristiana y la golpeó brutalmente destrozando a latigazos las carnes de la casta doncella. Volvió luego a dar parte de todo al emperador. El impío y cruel Diocleciano mandó finalmente degollar a la heroica virgen, pero secretamente y en su misma casa, porque temía que se indispusiesen con él los romanos si llegaban a tener noticia de la injusta y bárbara sen­tencia. Obedeció el verdugo, y con esta muerte dio Susana al Señor su alma virginal. Cumplióse este martirio a los 11 días de agosto del año 295. Cuando lo supo la emperatriz, dio gracias a Dios por haberse dignado coronar para siempre a su valerosa amiga; fue de noche a casa de Su­sana y recogió cuanta sangre pudo con su propio velo, que guardó como precioso tesoro en una caja de plata; envolvió el sagrado cuerpo con sá­banas limpias y olorosas, llenas de especies aromáticas, y le enterró en las catacumbas de San Alejandro, junto a otros muchos santos mártires. VENERACIÓN DE LAS RELIQUIAS Mu c h a s veces celebró el pontífice Cayo el santo sacrificio en honra de Susana, en la misma casa donde había muerto la Santa. Pasada la era de las persecuciones, con advocación de esta santa mártir edificaron allí mismo un templo, al que trasladaron sus reliquias. Andando los años vino a fundarse contiguo a la iglesia un convento de monjas cistercienses. Adornaron y ensancharon aquel venerado templo los papas Juan VI, Adriano I y San León II, y lo reedificó Clemente VII el año 1603. Está en el Quirinal y es título cardenalicio. Los catalanes suelen invocar a Santa Susana para pedir que cese la sequía y en otras calamidades públicas. Gabino, tras larga prisión, recibió también la corona de los mártires, la Iglesia conmemora su fiesta el 19 de febrero. El papa San Cayo terminó asimismo su pontificado con el martirio en 296. Su fiesta es el 22 de abril. S A N T O R A L Santos Alejandro el Carbonero, obispo y mártir; Tiburcio, y su padre, Cromado, mártires; Taurino, consagrado obispo de Evreux por San Dionisio; Gauge-rico, obispo de Cambray y Arrás; Rufino, obispo de los marsos, y compa­ñeros, mártires; Equicio, abad. Beatos Pedro Fabro, jesuíta, compañero de San Ignacio; Pedro y Juan Becchelti de Fabriano, agustinos. Santas Su­sana, virgen y mártir; Agilberta, virgen y abadesa; Atracta, virgen irlandesa.
  • 379. D ÍA 12 D E AGO S TO S A N T A C L A R A VIRGEN. FUNDADORA DE LAS CLARISAS (1194-1253) En una graciosa colina del hermoso valle de Espoleto, álzase la ciudad de Asís, ilustre por sus artistas, pero no menos célebre y más hon­rada por haber sido cuna de aquellas dos estrellas fulgentísimas en el cielo de la santidad que se llaman Francisco y Clara. Tocaba a su fin el siglo x ii. El mundo parecía hundirse en la más completa ruina espiri­tual debido a la piqueta demoledora del lujo, de las pasiones desenfrena­das y de la más descarada impiedad. Entonces envió el cielo para inyec­tarle vida, para vigorizarlo y sanarlo, a esos dos ángeles, a esas dos almas fuertes que le trajeron el remedio de la pobreza absoluta, de la mortifi­cación y humildad extremadas y de la piedad y caridad seráficas. Ya había concedido el Señor dos hijos a la noble dama Ortolana Fiu-mi, esposa del conde Favorino dei Scifi, cuando hizo la peregrinación a los Santos Lugares, visitó el célebre santuario de San Miguel en el monte Gárgano y se arrodilló ante la tumba de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. De vuelta a su casa de Asís, vio que iba a ser madre por ter­cera vez. Hallándose en oración en una iglesia, parecióle oír una voz misteriosa que le decía- «No temas, dichosa mujer, porque de ti nacerá una brillan­
  • 380. tísima luz que disipará muchas tinieblas». Ese fue el motivo de bautizar con el nombre de Clara a la niña que vio la luz el 16 de julio de 1194. Aquella niña predestinada, aurora de divinos resplandores, apareció sonriente y dulce como presagio de la suave e infantil alegría que nunca le había de permitir mostrar ensombrecido el semblante ni humedecidos los ojos por lágrimas de tristeza. Los ríos de sus lágrimas que tenían su manantial en un corazón lacerado por los tormentos del celestial esposo, guardólos siempre para verterlos sin tasa a los pies del Señor crucificado. Veía la pidosa Ortolana que en el alma de aquella hija de bendición había depositado el cielo gérmenes preciosos de virtud, y puso esmeradí­simo cuidado en educarla, y en cultivar y desarrollar con sus lecciones y aun más con sus ejemplos, tan felices y santas disposiciones. No es de extrañar, pues, que desde sus más tiernos años sintiese Clara los atracti­vos de la vida retirada, de la oración fervorosa y del amor a los pobres; que despreciase al mundo y sus vanidades, y que las ansias de sufrir por su Amado la forzasen a llevar, bajo las joyantes sedas del vestido que su categoría social le imponía, el mortificante y áspero cilicio de los peni­tentes. VOCACIÓN DE SANTA CLARA Co n s e c u e n c ia natural de tales disposiciones era que la corriente de aquella alma desembocase en la vida religiosa, y esos deseos ar­dientes de Clara, que ya había cumplido los dieciséis años, no debían tardar en verse satisfechos muy a gusto de su alma. La fama de santidad del hijo de Bernardón, el rico mercader de Asís, transformado por la gracia divina en el pobrecito Francisco el «Heraldo del gran Rey», llegó a los oídos de Clara, que, sin duda movida por divi­na inspiración, fue a someterle el asunto de su vocación. El alma de Fran­cisco sintió que aquella otra alma vibraba al unísono con la suya, que aquella joven era una joya de subido valor, digna del esposo divino; y encendido en ansias de presentársela, le habló con aquellos acentos abra­sados tan propios de su inflamado pecho. Las palabras del Santo pren­dieron en alma tan bien dispuesta, la desasieron totalmente de todo lo terreno y la determinaron irrevocablemente a encerrarse en el claustro. Entregada por completo a la dirección de Francisco, preparóse Clara con el mayor secreto para la solemne despedida que quería dar al mundo, y siguiendo las instrucciones del Santo, ante la admiración de sus padres, conocedores de su modestia, el Domingo de Ramos de 1212, ataviada con sus mejores galas, se encaminó a la catedral para asistir a los oficios. En la noche de aquel mismo día y a la hora convenida, salió Clara
  • 381. decidida de su casa y encaminó sus pasos a la iglesia de Santa María de los Ángeles, donde ya la esperaba San Francisco con sus religiosos. En presencia de ellos cortóle Francisco sus hermosas trenzas y la revistió con el grosero y áspero sayal franciscano. Quedaba así fundada la segunda orden franciscana, llamada de las Damas Pobres, u Orden de Santa Clara Sin esperar a que despuntase el día, condujo Francisco a Clara a un monasterio de benedictinas, situado en el lugar que entonces se llamaba ínsula Romana, y que hoy se conoce con el nombre de Badía. RUDO COMBATE CON SU FAMILIA Al notar la huida de Clara, sobresaltáronse sus padres creyendo com­prometido el honor de la familia, y cuando supieron el lugar de su refugio acudieron al monasterio de San Pablo para reclamarla. Emplea­ron para persuadirla amenazas y promesas halagadoras, ternuras extre­mas y arrebatos de cólera, sin que nada lograse quebrantar la firmeza de Clara. Mostróles ésta, como argumento decisivo, su cabeza rapada, prueba de inquebrantable resolución, y logró que, vencidos y llorosos, la dejaran seguir la vocación a que Dios la llamaba. Algunos días después trasladó Francisco a Clara a otro monasterio de la misma observancia, situado en la pendiente occidental del monte Subasio llamado Sant’Angelo di Panso. Apenas habían transcurrido dos semanas desde que Clara se había en­cerrado en el claustro, cuando su hermana Inés, que la quería entrañable­mente, fue a visitarla y a comunicarle su firme resolución de seguir su ejemplo consagrándose también al servicio del Señor. Estremecióse Clara de alegría al oir tan grata nueva, elevó al cielo acciones de gracias por la singular merced de enviarle como primera compañera a su misma hermana. Ya estaban resignados los padres de Clara por la pérdida de su hija mayor, pero cuando vieron que no volvía la segunda, que apenas contaba quince años, no quisieron consentirlo en modo alguno; y jurando salirse con su empeño, acudieron al monasterio para arrancar de él a su hija Inés. Como nada consiguieron con blandas palabras, arrojáronse sobre ella y agarrándola por los cabellos la sacaron por fuerza del convento. Pero de repente el cuerpo de aquella niña se hizo tan pesado que no les fue posible dar con ella ni un paso más. Clara, que había estado rezando por su hermana, llegó en aquel preciso momento adonde estaba su familia; acabó de apaciguarla con blandas y cariñosas palabras, y tomando consigo a Inés la introdujo en el monasterio, contentísima ésta con haberse pre­parado por el sufrimiento a la unión que anhelaba consumar con Jesús, el
  • 382. dulce y regalado esposo de su alma. Francisco se apresuró a consagrarla al Señor para evitar que intentasen cualquier otro atropello contra ella. También el obispo se puso abiertamente de parte de las hijas de Or-tolana y cedió a Francisco la ermita de San Damián para que fuese la cuna de la Orden de las Damas Pobres. No tardaron en unirse a las dos hermanas otras jóvenes deseosas también de consagrarse al servicio de Dios. SUPERIOR A DE LA NUEVA COMUNIDAD Nec e s it a b a la nueva comunidad un gobierno regular y, por lo tanto una superiora legítimamente nombrada. Francisco, que conocía la virtud y las cualidades que adornaban a Clara, juzgó que aquella prime­ra piedra de su segunda Orden era también la que Dios destinaba para fundamento de la misma, y, con aplauso de todas las religiosas, nombróla superiora, cargo que sólo aceptó por respeto a la obediencia. Conocedora de los caminos del cielo y de la perfección religiosa, a pesar de su juventud, dirigió Clara a sus religiosas con prudencia admira­ble. Ilustraba las inteligencias en todo lo concerniente a las graves obliga­ciones de la vida monástica, mantenía la paz en el interior y precavía a sus hijas contra los enemigos de la perfección religiosa, defendíalas del mundo por la rigurosa clausura, del demonio con la oración fervorosa y continuada, y de la carne por la recepción frecuente de los santos sacra­mentos. Guardaban, además, estricto silencio y acendrada caridad. Con sus exhortaciones inflamaba los corazones en amor al sufrimiento, enarbolando en alto el madero sagrado de la cruz. Sus ejemplos, más po­derosos y elocuentes que sus palabras, inclinaban las voluntades con suave violencia a obrar siempre del modo más perfecto. Procuraba a sus monjas, cuantas veces le era posible, la dicha de oir la palabra de Dios de boca de San Francisco o de otros fervorosos religiosos, y ella, por su parte, ponía tal avidez y fervor en oírla, que el mismo Niño Jesús apare­cía a veces a su vera para sonreírle y acariciarla con infinito amor. Clara iba progresando incesantemente en el camino de la perfección: su fe era firme, ilimitada su esperanza, y su caridad no conocía barreras. El corazón de aquella virgen era un horno abrasador que a veces se de­claraba ya en forma de ardiente globo que planeaba sobre la cabeza, ya como aureola luminosa que nimbaba su frente, o ya también a manera de alas de fuego que le cubrían la cabeza y reflejaban en su rostro el brillo deslumbrador de sus rayos, dándole el aspecto de algo extraordi­nario y sobrenatural. El ansia del sufrimiento le hacía inventar y multiplicar los modos de
  • 383. Es t a n d o ya para morir Santa Clara, visítala la Santísima Virgen María acompañada de un coro de vírgenes. La gloriosa Reina la conforta y la bendice; las otras vírgenes le entregan un manto vistosísi­mo, para que con él se presente como desposada del Hijo del Rey de la gloria.
  • 384. mortificar su inocente cuerpo, y así, fabricóse con la piel de un animal una túnica erizada de púas que laceraban sus carnes, empleaba un cilicio hecho con crines de caballos trenzadas, e hizo habitual el uso de una dis­ciplina de finas cuerdas guarnecidas de nudos reciamente trabados. Se alimentaba de hierbas sazonadas con ceniza, y durante la cuares­ma, tomaba pan y agua, y eso, sólo tres veces por semana. El duro y des­nudo suelo fue, durante mucho tiempo, su lecho ordinario; un madero sin desbastar le servía de cabezal, las fiebres, que la consumieron durante veintiocho años, forzáronla a usar una cama que acondicionó con sar­mientos. A los ruegos de sus hermanas para que mitigase semejantes austeri­dades, solía contestar con muy alegre oportunidad: —Dejadme, hijas mías, que soy deudora a Dios de vuestras almas: la superiora debe amontonar un tesoro de méritos para borrar sus culpas y las de sus hijas. Si la cabeza afloja, ¿qué harán los miembros? Los sufrimientos morales vinieron a completar el holocausto de quien tan reciamente torturaba su cuerpo, acometiéronla las sequedades, tenta­ciones y arideces, aunque sin lograr impacientarla, ni alterar su serenidad que, en tan difíciles trances, era un consuelo para los corazones afligidos, una fuerza para los débiles y un remedio eficaz para cualquier dolencia. Ella, la superiora, considerábase como la última del convento y prác­ticamente lo demostraba, ella despertaba a las religiosas para el Oficio, las llamaba a Maitines, encendía las lámparas, y barría el monasterio con tanto esmero que la hermana encargada de ese menester estaba quejosa porque no le dejaba nada por hacer. «Mira, hermana —le decía la supe­riora—, esta clase de trabajos requiere un gusto especial, y yo te aseguro que he nacido para tales ocupaciones y menesteres». Cuando las hermanas torneras regresaban de la ciudad, lavábales los pies y luego se los besaba con inmenso cariño. La obediencia de Clara corría parejas con su humildad. Al ser nombra­da superiora, le resultaba tan embarazoso el uso de su voluntad que pro­metió obediencia a San Francisco, al cardenal Protector y al obispo de Asís. Pero la perla más preciosa de joya tan rica, era, sin género de duda, la virtud que da carácter y nombre a entrambas Órdenes franciscanas, la «santa pobreza». Clara la exigía de manera absoluta- vivir al día, sin fondos de reserva, sin pensiones y en perpetua clausura; y el cielo tuvo especial complacencia en recompensar con milagros aquel heroísmo de la pobreza. Ya es el pan que se multiplica en las manos de Clara para sa­tisfacer la necesidad de sus hijas carentes de todo alimento, o la alcuza que se vuelve a llenar de rico aceite al acabar de lavarla ella misma.
  • 385. SANTA CLARA Y LA EUCARISTÍA El Sagrario, la Eucaristía, Jesús Hostia era el encanto y las delicias de Clara. La blanca paloma pasábase horas y días arrullando ante el nido de sus amores; y cuando la enfermedad la postraba, dedicábase a confeccionar con arte primoroso corporales que distribuía a las iglesias pobres. Es caso histórico muy conocido el modo milagroso cómo libró a su monasterio de las hordas mahometanas que, al servicio del impío empe­rador de Alemania, Federico II, devastaban los Estados Pontificios. Des­parramados por todo el valle de Espoleto, los sarracenos llegaron ante el recinto del monasterio y se aprestaron a franquearlo. Aunque estaba en­ferma, acudió Clara a postrarse ante el Señor Sacramentado. «No entre­gues, Señor —imploró—, no entregues a tus enemigos las almas de quienes en Ti pusieron su confianza». «Os guardo y os guardaré siempre», le respondió desde el sagrario una voz infantil que la colmó de alegría». Sin embargo, los bárbaros habían traspuesto ya los muros del monas­terio y habían acudido con ánimo de violentar la entrada. —Abrid las puertas de par en par —ordena la abadesa— y veamos de frente a los que se proclaman enemigos de nuestro Dios. Y en la ventana del dormitorio que da a la puerta de entrada, aparece ella portadora de la custodia santa, trono del Dios de la Majestad, ante quien doblan la rodilla el cielo, la tierra y los infiernos. No pudieron los sarracenos resistir aquella vista y huyeron despavoridos, mientras los que todavía escalaban los muros caían aturdidos y cegados por los resplan­dores que de la Hostia Santa emanaban. En pocas horas quedaron el mo­nasterio y la ciudad libres de tan terrible y peligrosísimo azote. SANTA CLARA Y JESÚS CRUCIFICADO El crucifijo era el objeto de las predilecciones de Clara. El Amor cruci­ficado había ganado el suyo de tal manera que todo su anhelo era acompañarle en sus humillaciones, compartir sus dolores, «subir al árbol triunfante de su cruz y saborear el regalado fruto entre las amarguras de su muerte». Los sufrimientos de su amado Jesús ocupaban noche y día su pensamiento, traspasaban su corazón y transportaban su alma. Hallá­base un Jueves Santo meditando con el mayor fervor las angustias mor­tales que inundaron el alma de Cristo en el huerto de Getsemaní, cuando cayó repentinamente en éxtasis que se prolongó por espacio de dos días.
  • 386. hasta la tarde del Sábado Santo, en que la hermana que le servía su pobre y mezquina comida se atrevió a decirle: «Querida madre, nuestro direc­tor le han ordenado que tome todos los días algún alimento, ¿dónde está, pues, su obediencia?». A la palabra obediencia, se despertó Clara como de un dulce sueño y volvió a sus ocupaciones ordinarias. Con la señal de la cruz, la santa abadesa ahuyentaba los demonios y curaba multitud de males. Soportó con heroica paciencia varias largas y dolorosas enfermedades y considerábase muy feliz en sufrir por Cristo. TRANQUILO ATARDECER q ue l la v irg e n p r e d ile c ta d e l c ie lo y m o d e lo d e t a n t a s y t a n h e ro ic a s virtudes, aquella luz de tan vividos resplandores no podía menos de revelarse extramuros del convento. El Papa, los cardenales y digna­tarios de la corte pontificia le profesaban grandísima veneración y con­sideraban sus palabras como oráculos del cielo. Por eso iba creciendo también su audacia santa, y el arroyuelo que nació en Asís, convertido en río majestuoso, llevaba sus ondas por la Europa entera y bañaba mu­chas ciudades de la cristiandad. Ilustres princesas como Inés de Bohemia, Salomé de Polonia e Isabel de Francia, hermanas de San Luis, trocaban los esplendores de la corte por el claustro y el sayal de las Damas Pobres. Cuarenta y dos años estuvo Santa Clara en aquel convento, rigiéndole con santidad admirable; una excelente prueba de su gran virtud fue la paciencia y alegría con que soportó, durante veintiocho años, su enfer­medad, en los cuales, estando algunas veces muy apretada, nunca se vio en su rostro la tristeza, ni se oyó palabra de queja y sentimiento; el Señor, que como a esposa suya la probaba, también la esforzaba y rega­laba abundantemente en las mismas penas que por su amor padecía. En 1252 no le fue ya posible abandonar el lecho; y creció tanto la enfermedad y su flaqueza, que entendió ser llegada la hora que ella tanto deseaba de ser desatada de esta cárcel para poder gozar de su dulcísimo Esposo. En sus últimos diecisiete días fue su único alimento y sostén la sagrada Comunión. El papa Inocencio IV acudió por dos veces a visi­tarla y le concedió la indulgencia plenaria, que ella había solicitado. Ante sus hijas reunidas en torno a su lecho, dictó su testamento espi­ritual, ponderando las excelencias de la vida religiosa y recomendando vivamente la perfecta observancia de la regla y de las virtudes de hu­mildad y pobreza. Después, con el rostro transfigurado por el amor, dijo: —Yo, Clara, sierva inútil de Jesucristo, mezquina planta del bien­aventurado San Francisco trasplantada a los deliciosos jardines de la
  • 387. religión; yo, aunque indigna hermana y madre vuestra, en nombre de la santísima y adorable Trinidad, os bendigo con todo amor. Y mientras sus hijas derramaban fuentes de lágrimas, ella serena y sonriente, entretenía y abrasaba su alma con el pensamiento de la pasión de Jesucristo. Pero he aquí que la celda se transforma en paraíso, una procesión de vírgenes con coronas de oro en las frentes entran en aquel pobre aposento, presididas por la Reina de los cielos, radiante de belleza, incomparable de dulzura y majestad, coronada con diadema de bellísimos resplandores y ataviada con un traje de sin igual hermosura. La Santísima Virgen invitaba a Clara con celestial sonrisa a irse con ella, al mismo tiempo que las otras vírgenes desplegaban, ante su ojos extáticos, el rico manto que su divino esposo le mandaba para el momento de los despo­sorios. Una fragancia de suavísimos aromas inundó la celda, y la visión desapareció. Clara acababa de celebrar las bodas eternales. AI amanecer del 11 de agosto de 1253, día en que la ciudad de Asís, vestida de fiesta, debía celebrar con músicas y alegrías la de su patrono el glorioso mártir San Rufino, toda la ciudad de Asís se agolpaba en la iglesia para los funerales de Clara. El papa Inocencio IV que se hallaba presente en la ceremonia quería que se cantase la misa de las vírgenes y no el oficio de difuntos, pero a ruegos del obispo de Ostia accedió a que no se variase la costumbre. La virgen de Asís, la predilecta hija del pobrecito Francisco y fun­dadora de las Damas Pobres, fue solemnemente canonizada por el papa Alejandro IV el 26 de septiembre de 1255, dos años después de su muerte. El 3 de octubre de 1260 el monasterio de San Damián se veía privado de aquel tesoro que había santificado sus muros, de aquel cuerpo de Clara que iba a enriquecer con sus milagros el nuevo monasterio erigido dentro de la ciudad de Asís, donde actualmente se venera. S A N T O R A L Santos Herculano, obispo de Brescia, y Casiano, de Benevento; Juniano, abad; Porcarlo, abad, y quinientos monjes de su monasterio, mártires; Euplio, diácono y mártir; Quiríaco, Largión, Crescenciano y compañeros, mártires; Macario y Julián, martirizados en Siria; Aniceto, conde del imperio, mártir en Nicomedia juntamente con su sobrino San Fotino; Graciliano, mártir en Faleria de Toscana. Beato Diego de Silva, franciscano, arzobispo de Braga. Santas Clara de Asís, virgen, fundadora de las Clarisas; Nimia y Juliana, mártires; Hilaria, madre de Santa Afra, y su criadas Eunomia, Digna y Euprepia o Eutropia, mártires (véase el día 5); Felicísima, virgen, martirizada en Faleria.
  • 388. D IA 13 D E AGOS TO SANTA RADEGUNDA REINA DE FRANCIA (520-587) Er a hija de Bertario, rey de Turingia, en Germania, en donde nació hacia el año 519 ó 520. Fue llevada a Francia, niña todavía, en cir­cunstancias harto trágicas como consecuencia de una victoria gana­da contra su tío Hermenefrido por Thierry, rey de Metz, y Clotario I, rey de Soissons, ambos hijos de Clodoveo. Al decir de algunos escritores, Bertario había muerto asesinado por su propio hermano, mas este tes­timonio no está conforme con las opiniones de otros historiadores, ni tampoco con los recuerdos que Radegunda conservaba de su infancia. Lo que parece fuera de toda duda es que, cuando sucedió la derrota de Hermenefrido, tenía éste en casa a su sobrina, la cual fue hecha pri­sionera de los vencedores, quienes la llevaron consigo. Clotario, que desde un principio había puesto los ojos en la joven cautiva, se la adjudicó a sí propio en el reparto del botín y le señaló resi­dencia en el castillo de Athies, del actual obispado de Soissons, en espera de ocasión oportuna para desposarse con ella. Hanse podido obtener algunos detalles preciosos acerca de la vida de Radegunda posteriormente a su llegada a la Galia Franca, gracias a los testimonios de San Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, que fue capellán y confidente de la reina, y de la monja Baudonivia, que vivió con ella en el mismo monasterio.
  • 389. DE LA CAUTIVIDAD AL TRONO Los propósitos de Clotario de desposarse con Radegunda no podían realizarse de momento, por oponerse a ello obstáculos insuperables; fue primero la edad de la joven princesa, que sólo contaba a la sazón de ocho a diez años, y más tarde, el matrimonio con su primera mujer Ingunda, lazo que 110 se había atrevido a romper públicamente no obs­tante sus pocos escrúpulos y los ejemplos de lamentables desórdenes que daba cada día con escándalo de todo su pueblo. E11 nada se parecía Athies, residencia de Radegunda, a la corte de Soissons en donde Clotario hacía alarde de sus escándalos. Aquélla era, por el contrario, asilo de dulce paz que proporcionaba a la joven princesa cuantos recursos morales, religiosos e intelectuales podían deleitar a un alma pura e inocente como la suya. Sin sospecharlo siquiera, preparábase Radegunda de este modo para las luchas que más tarde había de sostener y ejercitaba las virtudes de que tendría que dar ejemplo en las diversas situaciones que la Providencia le depararía no mucho tiempo después. En un principio, niña aún, repartía el tiempo entre el estudio, la prác­tica de las virtudes cristianas compatibles con sus pocos años y las distrac­ciones propias de su edad. Algo más tarde, nos la muestra Fortunato dada de lleno al estudio de la Sagrada Escritura, de los Padres de la Igle­sia y demás autores eclesiásticos y a la lectura de Vidas de Santos. Radegunda, que no ignoraba los proyectos que Clotario tenía sobre ella, sabía también los vergonzosos desórdenes de que era teatro la corte de Soissons. Su alma pura y delicada se espantaba a la vista de los peli­gros que sobre su porvenir se cernían, y para escapar de ellos en cuanto estaba de su parte había resuelto consagrar a Jesucristo su virginidad. Llegó el fatal momento en que iba a conocerse la voluntad del rey, cuya legítima esposa Ingunda había muerto dos años antes, en el 538. Clotario mandó que fuese llevada Radegunda a la corte, en donde todo estaba ya dispuesto para la celebración de las bodas. Obedeciendo ella a un sen­timiento de temor, y no siéndole posible dominar el disgusto que le causaba la vista del vencedor y verdugo de su patria y quizá verdugo de su padre, quiso la princesa valerse del silencio de la noche para huir, pero denunciada y descubierta por los mismos confidentes de su fuga, fue pronto alcanzada y llevada a la presencia de Clotario, a cuya solicitud ya no le fue posible resistir. Efectuóse, pues, el matrimonio que establecía a Radegunda por reina de los francos.
  • 390. Desde ese momento ya no vio sino la voluntad de Dios en su nuevo estado, cuyas obligaciones quiso cumplir fielmente por deber de concien­cia. Es natural, sin embargo, que sintiera cierta repugnancia en caminar por la via dolorosa en que estaba comprometida con un esposo cuyo es­píritu, a pesar del bautismo, era bárbaro todavía. Añádanse a esta impre­sión los recuerdos de un pasado para ella imborrable, y se comprenderá que mirase la vida como un calvario de áspera ascensión, y su carga cual pesada cruz. Mas como era profundamente cristiana y heroica, buscaba consuelo para sus penas íntimas en los ejercicios de devoción y de caridad. Los rigores de su penitencia, que contrastaban con los desórdenes de su esposo, exasperaban a éste en forma tal que le hacían prorrumpir en reproches y amargas quejas por haberse desposado, decía el bárbaro, con una monja y no con una reina. Lo cual no impedía que Clotario estimara y respetara a la reina de los francos, cuya virtud, al fin, le sub­yugaba , y no era raro que, después de haberse desfogado contra ella con intemperancias de lenguaje, le demostrara su pesar y procurara reparar la falta colmándola de agasajos, extremos propios de su carácter violento. En una palabra, mientras vivió Radegunda en la corte, puso por obra cuantos medios le fueron posibles para llevar de frente sus deberes de reina y esposa cristiana, sin haber dado nunca el más mínimo motivo de queja. Un acontecimiento doloroso iba a decidir su alejamiento de­finitivo del mundo y su consagración a Dios. SE CONSAGRA A DIOS En t r e los prisioneros que Clotario llevara de Turingia a Soissons, en­contrábase un hermano de la joven princesa. La presencia de este hermano era para ella uno de los consuelos más dulces en su destierro. A pesar de los deseos apenas velados que tenía el cautivo de huir de su encierro y escapar del vencedor, consentía en permanecer junto a su her­mana y dejaba para más tarde la realización de su acariciado proyecto de fuga. Tuvo acaso el rey sospecha de esos propósitos y, para acabar de una vez con semejantes tentativas, mandó quitar la vida al prisionero. Ouedó roto el último lazo que pudiera retener a Radegunda en la corte. En efecto, a consecuencia de ese acto de crueldad, creyóse la reina autorizada para separarse definitivamente de su indigno esposo. Explícita­mente se lo manifestó a Clotario, de quien solicitó licencia para alejarse de la corte y consagrarse por entero a Dios. Quizá para reparar en parte su crimen, aceptó el rey la proposición y aun recomendó a Radegunda al obispo de Noyons, San Medardo, para que la ayudase en su propósito.
  • 391. Aunque no se trataba con esto de pronunciar una sentencia de divor­cio que la ley divina declara imposible entre cristianos, resistíase el santo pontífice a sancionar esta separación canónica; pero la reina se metió intrépidamente en la sacristía de la iglesia donde se hallaba, cortóse el cabello, echóse a sí misma el velo y de esta guisa se presentó luego al santo prelado, que estaba delante del altar, y suplicóle con lágrimas en los ojos que no le dilatara el consuelo de conságrala al servicio de Jesu­cristo. Prendado el Santo de aquella resolución consintió por fin en im­poner sobre ella las manos y consagrar de este modo su renuncia al mundo. SU RETIRO EN SAIX Es t a renuncia no significaba todavía, propiamente hablando, el ingreso en la vida religiosa. Al contraer matrimonio, Clotario había dotado a su esposa con diversas propiedades, entre ellas, Saix, que Radegunda escogió para su retiro, luego de despojarse del fausto de sus vestiduras reales en beneficio de las iglesias y de los pobres, conforme al consejo de Jesucristo. De camino para Saix visitó sucesivamente los santuarios más venerados de la región: Orleáns, Tours y el sepulcro de San Martín. Más tarde encontramos a la santa reina en Candes, luego en Chinán, residencia de un piadoso ermitaño de Bretaña, de nombre Juan, que será para Radegunda auxiliar valioso y prudente guía espiritual y, final­mente, en Saix. En esas diversas etapas practicó toda suerte de obras de caridad, eligiendo con preferencia las más trabajosas y repugnantes a la naturaleza. Su método de vida y sus austeridades recuerdan los de los antiguos monjes del desierto: pan de centeno o cebada v algunas legum­bres o raíces eran su único alimento y el agua clara su sola bebida. Ser­víale de lecho un áspero cilicio recubierto de ceniza, Vina cadena de hierro le ceñía muy estrechamente la carne. Tales penitencias y mortificaciones eran realzadas por una humildad tan profunda que únicamente traslucía al exterior lo que no podía en modo alguno tener velado. Una de sus ocupaciones favoritas era la de hacer los panes que debían servir para el santo sacrificio del altar. Un episodio que iba a turbar por algún tiempo la santa paz de que disfrutaba en aquel retiro, le hizo redoblar sus penitencias y oraciones hasta que Dios, apiadado, oyó sus ardientes ruegos e hizo disipar la tormenta que la amenazaba en aquella dulcísima soledad. Clotario, que en medio de sus desvarios conservaba sincero afecto a su santa esposa, e incluso, tal vez verdadero amor, no tardó mucho en lamentar la separación. Pensó, pues, en volverla a llamar, o mejor dicho,
  • 392. Sa n ta Radegunda declaró al obispo San Medardo su propósito de hacerse religiosa; mas. como se resistiese el Santo a acceder a sus ruegos, entróse la reina en la sacristía y se cortó por sí misma el cabello, para que nadie pudiera ya oponerse a su determinación, echóse el velo, y de esta guisa presentóse al santo obispo para que la consagrara.
  • 393. llevarla nuevamente a la corte, y tal vez dejó traslucir su propósito, por cuanto el rumor del proyecto del rey llegó a oídos de Radegunda, quien, como es fácil concebir, se alarmó sobremanera. Para conjurar tamaño peligro apresuróse a mandar un mensaje al ermitaño Juan, suplicándole intercediera ante Dios para desviar la amenaza que sobre ella se cernía. Alentóla el piadoso varón asegurándole que aunque efectivamente eran esos los propósitos del monarca, no llegaría a ponerlos por obra, pues Dios no se lo había de consentir. A pesar de todo, ante la posibilidad de que se renovasen las tentativas del rey, creyó Radegunda que era lo más prudente levantar entre ambos esposos una barrera infranqueable, como así lo hizo yendo a Poitiers con el propósito de fundar un monasterio y encerrarse en él para siempre. Confiaba en que el Señor la acompañaría en tal propósito. EN POITIERS El recuerdo de San Hilario y la presencia de su venerado sepulcro movieron a Radegunda a elegir a Poitiers por lugar de su retiro, y aprovechando de las buenas disposiciones que entonces veía en Clo-tario solicitó de éste el solar y los necesarios recursos para la construc­ción del monasterio. El rey poseía en aquella ciudad diversas quintas y algunos terrenos; así es que no puso reparo alguno en acceder a la petición de la reina; más aún, hizo cuanto estuvo de su parte para que la obra se realizase con premura. Rápidamente se levantaron, pues, los muros del nuevo monasterio, que, puesto bajo la advocación y amparo de la Santísima Virgen, había de servir a modo de atalaya, salvaguardia y defensa de la ciudad. Podía gozarse en su tranquilidad la santa reina. Para mejor asegurar la perpetuidad del convenio, añadiéronsele dos fundaciones- una casa para los sacerdotes que atendieran al servicio religioso del monasterio y a las confesiones de las monjas, y un cemen­terio para sepultura de éstas. Como quiera que las leyes romanas, todavía vigentes en aquella época, no autorizaban la inhumación en el recinto de las ciudades, erigióse entre las murallas y el río Clain una iglesia a la que atendían los capellanes del monasterio, circundábala el cementerio de las religiosas, y así quedaba como a las puertas del monasterio. Terminadas las construcciones en 552, la piadosa princesa tomó po­sesión de su nueva morada en la que entró a pie y seguida de numerosas doncellas que pertenecían a las familias más nobles del reino; no menos de doscientas contábanse al morir la fundadora. Asistió a la bendición e inauguración solemne una inmensa muchedumbre atraída por ese espec­táculo, raramente visto. Cuando, terminadas las ceremonias, se cerraron
  • 394. definitivamente las puertas del monasterio, Radegunda, olvidada de su carácter de reina y fundadora, no quiso admitir en adelante otro título que el de humilde sierva ds las esposas de Jesucristo. Hizo nombrar Supe-riora de la nueva comunidad a una doncella llamada Inés, que había sido dama suya, y púsose bajo su dirección, como si de una novicia se tratase. Este nombramiento, fue ratificado por San Germán, obispo de París, llegado a Poitiers con aquella harto delicada misión. Pesaroso una vez más el rey Clotario de haber consentido en el retiro de su esposa, abri­gaba el propósito de conducirla nuevamente a la corte. A este efecto, emprendió como penitente la peregrinación al sepulcro de San Martín de Tours, pero en realidad con la aviesa intención de arrancar a Radegunda de su monasterio y llevársela, de grado o por fuerza. Noticiosa de todo nuestra Sauta, acudió a la oración, al ayuno y la penitencia para conseguir de Dios que mudase el ánimo de Clotario. Al mismo tiempo envió un mensaje al santo obispo de París, que acompañaba a Clotario, para su­plicarle le desviase de su pensamiento sacrilego. Espantado de las con­secuencias que hubiera podido acarrearle su desdichado intento, aban­donó el rey el proyecto y delegó a San Germán para solicitar de la reina el perdón de su propósito y la ayuda de sus oraciones. También los intereses temporales del monasterio reclamaban la solici­tud de la fundadora, y a ellos atendió con cariño. A tal efecto, confió a San Venancio Fortunato la administración de los bienes del convento, que, merced a las liberalidades de los reyes y de los señores, habían llega­do a ser considerables y necesitaban una dirección prudente. Las altas relaciones que Radegunda había conservado en Francia, per­mitiéronle intervenir en diversas circunstancias cerca de los reyes y de los príncipes francos, y conseguir el cese de las discordias que entre ellos existían. Este papel de pacificadora, siempre ejercido por ella con tanta oportunidad como discreción, le mereció en la Historia el título de «Ma­dre de la patria». Arreglado que hubo los asuntos exteriores y tranquila ya en su retiro, no puso límites al fervor de su alma. Las penitencias a que se entregó espantaban aun a las religiosas más robustas; llevaba de continuo un cilicio armado con puntas de hierro; prohibióse para siempre el uso del vino; su alimento ordinario era un poco de pan de centeno y aun de éste se privaba los días de ayuno, en los que se sustentaba sólo de raíces crudas. Por cama usaba una estera extendida sobre unas tablas y su sueño nunca pasaba de dos horas. No pareciéndole bastante el cilicio para macerar su cuerpo, se apretaba fuertemente a la cintura una cade­nilla con puntas de alambre que hinchaba la carne y se metía dentro de ella tanto, que fue menester una dolorosa incisión al tener que quitársela.
  • 395. DEVOCIÓN DE RADEGUNDA A LAS SANTAS RELIQUIAS El insaciable deseo que tenía de mortificarse, crecía al par que su amor a Jesús crucificado, y no podía mirar un crucifijo sin encenderse en santos deseos de padecer cuantos tormentos padecieron los mártires. Ese mismo amor a Cristo crucificado le movió a cambiar el nombre primi­tivo del monasterio por el de la Santa Cruz, y le hizo concebir la noble ambición de poseer algún fragmento del sagrado madero en que se con­sumó nuestra redención. No había logrado Francia hasta entonces tener porción alguna de esta inestimable reliquia; Radegunda manifestó sus ansias al emperador Justino II, sucesor de Justiniano y a la emperatriz, Sofía, los cuales respondieron con magnificencia a los deseos de nuestra Santa, pues además de un trozo del leño de la verdadera Cruz le enviaron reliquias de Apóstoles y de mártires y un evangeliario adornado con muchas y ricas perlas. La recepción de la Cruz, que se verificó con toda la solemnidad y pompa de las mayores ceremonias religiosas, constituyó un acontecimiento en el seno de la fervorosísima comunidad, la cual se había dispuesto a él con ayunos, oraciones y limosnas. La insigne fun­dadora no cabía en sí de gozo, y deshacíase en continuas acciones de gracias por la bendición que para su monasterio suponía la posesión de tan rico tesoro. Durante las fiestas, cantóse por vez primera el himno" Vexilla regís pródeunt, compuesto por Venancio Fortunato para aquella memorable solemnidad, y usado hoy en los oficios de Semana Santa. Celebróse la traslación hacia el año 568, y a partir de esa fecha se conmemoró todos los años el 19 de noviembre. Desde entonces la iglesia de la Santa Cruz se convirtió en centro de peregrinaciones, en el que se obraron muchos milagros, según afirma San Gregorio Turonense. Estas manifestaciones complacían grandemente a nuestra Santa, pero su preocupación más grave había sido siempre el buen gobierno del mo­nasterio. Guiábase, en su maternal solicitud, por aquella sabia convicción de que el espíritu de perfección en el cuerpo, sólo se consigue por la fiel observancia de cada uno de sus miembros dentro de una órbita general, prudentemente establecida. La práctica individual y desarticulada del ritmo común, jamás podrá servir como aglutinante, es necesario vivi­ficarla por la obediencia para que pueda servir en interés del conjunto. Con el ansia de que en su comunidad floreciese más y más la vida religiosa, emprendió Radegunda un viaje en compañía de la abadesa Inés, para estudiar prácticamente las reglas que el arzobispo San Cesáreo había establecido en el monasterio de su hermana Santa Cesárea, en Arlés, y que, de inmediato, adoptó para su querido monasterio de la Santa Cruz.
  • 396. SU MUERTE Mu c h o tiempo hacía que las grandes penitencias de nuestra Santa tenían quebrantada su salud, cuando el Señor quiso premiar vida tan pura y mortificada. Apareciósele visiblemente Jesucristo y colmán­dola de aquellas dulzuras inefables que son como una muestra o des­tello de los goces de la gloria, le dio a entender que estaba muy cercana su muerte. La piedra en que se apoyaba el divino Salvador, conservó milagrosamente la huella de su pie, y aún hoy día se venera en Poitiers en la iglesia dedicada a Santa Radegunda. Tras breve enfermedad, el día 13 de agosto de 587, entre el llanto y los sollozos de sus queridas hijas, apagóse dulcemente aquella santa vida que tanta gloria diera a Dios. El venerando cadáver fue inhumado con gran solemnidad en la iglesia de Santa María, hoy de Santa Radegunda. Los muchos milagros que se obraron con motivo de la traslación y sobre su sepulcro, atestiguaron y propagaron muy presto la santidad de la ilustre reina de los francos. Los preciosos despojos se conservaron en el lugar mismo en que ha­bían sido inhumados hasta el siglo ix, pero las incursiones de los norman­dos habidas en esa época hicieron temer fueran profanados, por lo cual se los trasladó por algún tiempo a San Benito de Quin?ay, cerca de Poitiers, de donde volvieron algo más tarde a la iglesia de Santa Rade­gunda. El 28 de marzo de 1412 el duque de Berry, conde de Poitiers, mandó abrir el sepulcro: a pesar de los 825 años transcurridos, yacía el santo cuerpo perfectamente incorrupto. Las sagradas reliquias no pudieron salvarse del furor e impiedad de los hugonotes, quienes las quemaron en su basílica en el año 1562. Aún fue posible, sin embargo, recoger algunos fragmentos que, encerrados en una arca de plomo, se colocaron nuevamente en el sepulcro de la Santa. S A N T O R A L Santos Casiano, maestro .v mártir; Juan Berchmans, jesuíta; Hipólito, soldado mártir; Casiano, convertido durante el martirio de San Ponciano y después obispo de Todi, mártir; Vigberto, presbítero; Hipólito, presbítero, mártir en Roma; Máximo el Confesor; Erulfo y Ariolfo, obispos de Langres. Beato Benildo, de las Escuelas Cristianas. Santas Radegunda, reina; Cen­tola y Elena, vírgenes, martirizadas en territorio de Burgos; Concordia, nodriza del soldado San Hipólito, y mártir el mismo día que él; Vitalina,. virgen; Irene, monja de Constantinopla; Aurora, virgen.
  • 397. Sepulcro milagroso Acémila del Santo D ÍA 14 DE AGOS TO EL BEATO SANTOS DE URBINO HERMANO LEGO FRANCISCANO (+ 1390) a vida del Beato Santos de Urbino ofrece admirables contrastes. Noble retoño de la ilustre familia de los Brancaccini, conocida más tarde con el nombre de Giuliani, morirá más tarde como humilde Hermano lego en el seno de la familia franciscana, y el hombre que en los umbrales de la vida manejó la espada para ejercer un derecho de legítima defensa, no conocerá, al final de su carrera, más armas que una pobre cruz de palo que le recuerde la Pasión del divino Redentor. Nació en el pueblo de Monte Fabbri, diócesis de Urbino (Italia). Ilustre por su sangre, no lo fue menos por la piedad e inocencia de cos­tumbres, a la par que por su inteligencia despejada y por los rápidos progresos que hizo en las ciencias y en las artes humanas. Sintió especial atractivo por la carrera de las armas y se prometía brillante porvenir, cuando quiso Dios que cambiara radicalmente de idea y de género de vida, teníale destinado un lugar humanamente más hu­milde, pero de realidades mucho más espléndidas: la vocación religiosa. Aquel cambio repentino sobrevínole a consecuencia de un desagradable suceso que imprevistamente le ocurrió cuando contaba unos veinte años de edad.
  • 398. PENITENCIA POR UN HOMICIDIO INVOLUNTARIO Un día, por motivos y en circunstancias que la Historia desconoce, hallóse frente a frente con su padrino que, armado de espada, le amenazó de muerte. Puesto nuestro joven en trance de legítima defensa, echó rápidamente mano de su propia espada, y más ágil sin duda que su contrario, trató de reducirlo, para lo cual hirióle en la pierna. Sin em­bargo, a consecuencia de la herida, murió el padrino pocos días después. En realidad, nuestro joven no era culpable, pues se había limitado a rechazar al injusto agresor, sin embargo, experimentó por ello tales re­mordimientos que determinó abandonar el mundo y el brillante y linso-jero porvenir que la vida le ofrecía, para consagrarse enteramente al ser­vicio del Señor, lejos de aquellos peligros que suelen acarrear las pasiones. La Orden Franciscana le pareció la más conforme con las aspiraciones de su alma, que no eran otras que vivir vida penitente y desconocida de los hombres en la intimidad del retiro y en el trato continuo con Dios. EL HERMANO CONVERSO Nadie ignora que en las Órdenes religiosas, especialmente en las an­tiguas, hay religiosos sacerdotes dedicados a las funciones de su ministerio y otros religiosos, llamados conversos o legos, que no reciben los órdenes sagrados, y viven ocupados en los diferentes empleos y trabajos manuales propios del monasterio. Dispuso San Francisco de Asís que entre sus religiosos no hubiera ca­tegorías, y que, por consiguiente, tanto los miembros investidos de la dignidad sacerdotal, como los simples Hermanos legos, vistieran el mismo sayal, se sentaran a la misma mesa y tuvieran igual lecho. Sin embargo, es natural que, debido a sus ocupaciones, el religioso sacerdote lleve vida más ostensible que el simple lego;y por lo mismo, puede ocurrir que las virtudes de éste permanezcan más fácilmente ignoradas o que sean menos conocidas, como consecuencia de aquella vida más retirada y humilde. Esto era cabalmente lo que deseaba Santos; y a pesar de la nobleza de su familia y haciendo caso omiso de los estudios cursados y de los conocimientos adquiridos, pidió y obtuvo ser admitido en calidad de Hermano lego. Pensaba valerse de la humildad de aquella vida para realizar los anhelos de santidad que el Señor le infundía. Temía el peligro de lo exterior y por nada del mundo hubiera dejado la seguridad que a sus inquietudes espirituales ofrecía aquel retraimiento conventual.
  • 399. ARDIENTES DESEOS DE AUSTERIDAD Al hablar del Hermano Santos, nos dicen sus historiadores que desde los comienzos se distinguió por su santísima vida y que muy presto adelantó en perfección a los más fervorosos. Se ha dicho que ayunar a pan y agua es llevar la penitencia al último grado, pues bien, Santos fue más lejos, si cabe, ya que pasó largos años sin probar un bocado de pan, contentándose con tomar algunas legumbres y frutas en la can­tidad absolutamente indispensable para conservar la existencia. Llevado de los ardientes deseos de austeridad que llenaban su alma, suplicó a Dios que le hiciera sentir vivos dolores en su cuerpo, y en el preciso lugar en que había herido a su adversario, el recuerdo de cuya muerte no se apartaba de su memoria. Oyó el Señor el ruego de su siervo, el cual tuvo que soportar, hasta la muerte, las molestias de una dolorosí-sima úlcera, aparecida en el muslo, sin que, humanamente hablando, na­die pudiera explicar su origen. Cuantos medios tomaron los superiores para curarle o al menos aliviar al paciente, resultaron inútiles. Cinco siglos han pasado desde entonces, y todavía puede observarse, en el cuerpo incorrupto del siervo de Dios, la señal de aquella llaga que fue para él señal pesadísima, pero muy gloriosa y amada cruz. EL MAESTRO DE LOS NOVICIOS LEGOS Ge n e r a lm e n t e , ya antes lo hemos apuntado, la vida del Hermano lego se desliza en la oscuridad y en el silencio del claustro; in­cluso sus virtudes parecen tener menos brillo. Sin embargo, Dios quiere a veces colocar la luz sobre el candelero a fin de que su fulgor irradie a todas partes, y fue de su divino beneplácito hacerlo así con fray Santos, cuya magnitud espiritual no podía pasar fácilmente inadvertida. Echóse de ver desde el principio que era hombre de Dios a quien una profunda humildad ponía al abrigo de muchos peligros. Considerándole sus superiores con sólida virtud y suficiente capacidad, no quisieron re­parar en la costumbre hasta allí seguida de no conferir cargos a los sim­ples Hermanos, y le confiaron la dificíl misión de formar en la vida y cos­tumbres religiosas a los postulantes legos en carácter de maestro. «Así como la verdadera sencillez rehúsa humildemente los cargos —dice San Francisco de Sales—, la verdadera humildad los ejerce sin jactancia». Esta sentencia del santo obispo de Ginebra tuvo exacta realidad en la persona de fray Santos. La confianza que en él habían depositado los superiores, no salió fallida, y le hubieran dejado en el
  • 400. cargo mucho más tiempo si su humildad no se resistiera ante el espanto que tal responsabilidad le producía. Suplicó, pues encarecidamente a los que le habían impuesto aquella obligación, le aliviaran de ella y la depositaran en otros hombros más fuertes y robustos, ya que él quería trabajar en oficios más adecuados a su condición y a la vida de oración y silencio que, guiado por luz superior, había venido a buscar en el claustro. UN COCINERO PRODIGIOSO Pocos pormenores de la vida del Beato nos dan sus biógrafos, aunque nos lo muestran empleado en el humilde oficio de cocinero. Sin re­parar en trabajos y fatigas, entregóse Santos de lleno a su ocupación, con­vencido de que «trabajar es rezar», como afirma el doctor seráfico San Buenaventura. Por lo demás, los trabajos manuales no le impedían eJ ejercicio de la oración, y su gran espíritu de fe le ayudaba a sobrenatu-ralizar todas las obras. Esta intensa vida espiritual constituía el secreto de los favores que recibía de Dios. Hubiérase dicho que el Todopoderoso había abandonado en manos del humilde Hermano su dominio sobre la naturaleza, hasta el punto de permitirle obrar estupendos milagros, siem­pre que las necesidades del convento o la conveniencia lo demandaban. Cierto día en que la santa pobreza, tan amada de San Francisco, visitó el convento con la más completa penuria, era llegada ya la hora de pre­parar la comida y no había en la cocina ninguna provisión de boca. Re­cogióse el santo cocinero en la presencia de Dios por breves momentos, y luego, con la mayor naturalidad del mundo, mandó al religioso ayu­dante que fuera a buscar hortalizas a la huerta. El sumiso Hermano se abstuvo de hacer la menor observación, pero no pudo reprimir una son­risa pensado en la candidez del cocinero, que le mandaba traer lo que habían sembrado juntos el día anterior. Pero su sorpresa fue enorme al ver que las hortalizas ofrecían hermo­sísimo aspecto. La comida de Comunidad fue aquel día excelente, al decir del Padre Wadding, célebre cronista de la Orden Franciscana. Una mañana, después de poner la olla al fuego, se retiró a un rincón de la huerta para entregarse a la oración. Como se acercara la hora de co­mer, se volvió a la cocina, pero halló la marmita rota. Puesto de rodillas suplicó al Señor le socorriera en aquel aprieto, levantóse luego y vio que en uno de los trozos quedaba como media escudilla de caldo. Sólo Aquel que en el desierto sació el hambre de cinco mil personas con cinco panes y dos peces, puede decirnos cómo pudieron alimentarse, con caldo, los dieciocho religiosos y varios forasteros que fueron comensales aquel día.
  • 401. Es t a n d o cocinando el Beato Santos, un día de gran fiesta, durante la Misa Mayor, póstrase al toque de la elevación y milagrosamen­te se abren las paredes para que el piadoso lego pueda contemplar y adorar la Sagrada Forma, objeto de todos sus amores y deseos.
  • 402. SUS DEVOCIONES FAVORITAS Dic e el Breviario romanoseráfico el día 14 de agosto, que el siervo de Dios honraba con culto particular a la Santísima Virgen. Siem­pre ha sido la devoción a María Santísima una tradición en la Orden Franciscana. «Su amor más intenso —se ha dicho de San Francisco—, después del profesado a Nuestro Señor, era para su benditísima Madre, como él solía decir, «del Dios de majestad, la Virgen ha hecho nuestro hermano.. » La había constituido patrona de la Orden, y a medida que avanzaba en edad aumentaba en deseos de ver a sus religiosos protegi­dos por el cariñoso manto de la celestial Madre. No menor era la devoción del seráfico Padre a la Pasión del Salva­dor ; a su ejemplo, su fiel discípulo fray Santos, meditaba asiduamente los sufrimientos del Hombre Dios, y en esa meditación profunda encontraba los medios de crecer en el amor divino con extraordinario aprovecha­miento. SU AMOR A LA SAGRADA EUCARISTÍA Nu e s t r o Beato honraba también de un modo especial a la Sagrada Eucaristía, centro donde convergen los amores de todos los santos. A ello contribuyó no poco el ejemplo de su Fundador, el Estigmatizado de Alvernia, gran amante e inflamado apóstol del Dios sacramentado. No le fue dado al humilde lego permanecer al pie de los altares largos ratos, como puede hacerlo, por regla general, el religioso sacerdote con la celebración y administración de los sacrosantos misterios, ni siquiera el acercarse a ellos con la frecuencia de otros legos, por ejemplo, el sacristán, antes al contrario, ¡ cuántas veces, con gran dolor de su alma, tuvo que alejarse del santuario durante la celebración de algún oficio! ¡ Cuántas otras hubiera prolongado sus adoraciones profundas y fervientes plegarias de no habérselo impedido la voz del deber que le llamaba a otra parte! Pero la obediencia era para él expresión de la voluntad de Dios, y acudía gozoso doquiera el deber le esperaba. Mas si su cuerpo se alejaba del Sagrario, su corazón no se apartaba de allí ni interrumpía los amoro­sos coloquios con el Divino Prisionero. Dios recompensó aquella obe­diencia y sacrificio con favores maravillosos, tales como el siguiente. Era un día de fiesta Celebrábase en la iglesia del convento una misa solemne; pero, retenido en la cocina para el servicio de la comunidad, no podía fray Santos contemplar la pompa y magnificencia de las ceremonias
  • 403. ni repetir sus coloquios con el Señor, que iba a descender de nuevo al altar. Sin embargo, el recuerdo de la Deidad tres veces Santa le acompa­ñaba en medio de sus quehaceres. Súbitamente oye el tañido de la campa­nilla que anuncia el solemne momento de la elevación, póstrase en se­guida vuelto del lado del altar y adora. . Mas, ¡oh prodigio!, en aquel instante entreábrense las paredes, y puede ver en las manos del celebrante la Sagrada Hostia, imán de su amores. La visión no duró mucho, pero fue lo suficiente para inundar el alma del cocinero de consuelos inefables. EL LOBO QUE ACARREA LEÑA No siempre tuvo que responder fray Santos de los trabajos de la co­cina, sino que fue empleado en otros menesteres. Durante un tiempo había sido encargado de proveer de leña al con­vento, y para transportarla desde las casas de los bienhechores o desde el bosque, tenía a su disposición un borriquillo. En cierta ocasión, al decli­nar de la tarde, dejó la acémila al raso, pues se presentaba una noche tranquila y serena y además tenía que volver al bosque muy de mañana para proseguir su trabajo. Acudió, en fecto, a primera hora conforme a sus propósitos; pero en vez del borrico se encontró con un lobo que acababa de darle muerte y se refocilaba devorando satisfecho los despo­jos de su víctima. Huyó la fiera a la vista del Hermano, pero éste la llamó como si de un ser racional se trata ra; recriminóle el perjuicio y daño que ocasionaba a la comunidad, le puso el ronzal al cuello, cargó spbre sus lomos la leña y se la hizo llevar al convento. Dícese que el lobo, más o menos domesticado, siguió en adelante prestando buenos servicios a los religiosos. Caso éste muy semejante a otros varios de santos. UN CEREZO CON FRUTO EN INVIERNO F• ig ú r a n s e algunos que los santos desconocen en esta vida las dificul­tades y molestias propias a todos los hijos de Adán. Los santos no se ven exentos de los dolores, enfermedades y demás pruebas que pesan sobre todos los mortales; pero saben soportarlas con paciencia y por amor de Dios, y así sobrenaturalizadas, se les tornan más llevaderas y acaban por amarlas y abrazarlas cual si de verdaderos regalos se tratase. El mismo cronista Padre Wadding nos muestra a fray Santos en el crisol del sufrimiento. Ya hemos visto con qué espíritu de sacrificio so­portaba la misteriosa llaga del muslo. En otra circunstancia, y sólo cedien­
  • 404. do a los ardores de la fiebre, tuvo que guardar cama muy a pesar suyo; sentía, además extremada inapetencia. En tan triste situación manifestó sencillamente al enfermero que quizás comiendo cerezas muy maduras se apagaría la ardiente sed que le devoraba; en consecuencia le rogaba que le procurase algunas que le sería fácil encontrar en el mismo convento. Advirtióle el enfermero que en aquella época era de todo punto impo­sible acceder a su demanda. Como insistiera fray Santos, bajó el enfer­mero al huerto, y con gran asombro vio un árbol del que pendían cerezas hermosísimas. No dudó que Dios había obrado un milagro para aliviar los dolores de su fiel siervo. Añade Wadding que, para perpetuar el recuerdo de ese prodigio, los religiosos que fueron testigos de él pusieron en un frasco algunas de aquellas frutas y las guardaron por espacio de largos años. PRECIOSA MUERTE Trabajosa y mortificada en sumo grado había sido la vida del Her­mano Santos, que nunca regateó sacrificios cuando se los exigía el servicio de Dios, además, la llaga de la pierna, fruto de ardientes ple­garias, le fatigaba mucho. Todos cuantos esfuerzos se hacían para me­jorar su salud y fortalecerle, resultaban inútiles. Dios nuestro Señor lo quería para Sí, y las humanas medicinas carecían de verdadera eficacia. Fue, pues, debilitándose gradualmente hasta sentirse agotado. Tendría unos cuarenta años cuando, a mediados de agosto de 1390, se durmió en la paz del Señor, en el convento de Santa María de Scotaneto, sito en las cercanías de Monte Baracio, diócesis de Pésaro en las Marcas, lugar apacible donde había pasado casi toda su vida religiosa. A pesar de la fama y general reputación de santidad de que gozaba mientras vivió, fue inhumado, después de muerto, en el cementerio común de los religiosos. UN LIRIO SOBRE SU TUMBA Un lirio de extraordinaria hermosura que floreció espontáneamente sobre su tumba, atrajo la atención de los fieles, que en ello vieron un signo patente del valimiento de que ante Dios gozaba. Muchos re-curieron a su intercesión y experimentaron muy pronto los efectos de su poder y patrocinio. Ante pruebas de santidad tan manifiestas, preparóse un sepulcro de piedra junto al altar dedicado a la Natividad de Nuestra Señora en la iglesia del convento, para llevar el cuerpo allí.
  • 405. Cuando se quiso trasladar a dicho sepulcro el santo cadáver, hallaron que estaba intacto y sin la menor traza de corrupción. Este hecho sorpren­dente sirvió para acrecentar la devoción popular al bendito lego, y Dios recompensó la confianza de los fieles obrando por intercesión de su siervo innumerables prodigios que hicieron del sepulcro lugar de piadosa romería. OTROS MILAGROS El cuerpo del Beato Santos de Urbino se conserva todavía incorrupto y tan flexible, que aun después de más de cinco siglos, se pueden mover fácilmente sus miembros para revestirlo de ropas nuevas. Consér-vanse en su tumba dos botellas que contienen bálsamo del que servía para aliviar a nuestro Santo. Hay, además, una cruz de madera, por él mismo labrada y enriquecida con preciosas reliquias, un trozo de cilicio con que afligía sus carnes y una estera que le servía de lecho. Seríamos excesivamente prolijos si nos pusiésemos a contar sus mila­gros. Sólo referimos dos que relatan los historiadores franciscanos sin entrar en pormenores. Una pobre mujer recibió de un caballo fogoso tan tremenda coz en la cara que quedó tendida en el camino como muerta. Sus parientes, que acudieron presto a socorrerla, invocaron confiados a fray Santos, y la mujer se levantó completamente curada y sin rastro de la herida. El segundo milagro lo realizó a favor de un pobre hombre que padecía fortísimos dolores de cabeza; había perdido un ojo y corría peligro de perder el otro. En tan grave aprieto tuvo la feliz idea de acercarse al se­pulcro del santo, apoyó en él la cabeza y quedó instantáneamente curado. El papa Clemente XIV aprobó, el 18 de agosto de 1770, el culto que desde largo tiempo atrás se le tributaba. Celébrase la fiesta el 14 de agosto. S A N T O R A L Santos Eusebio, presbítero y mártir en tiempos de Constancio; Eusebio, también presbítero, mártir en la persecución de Diocleciano; Ursicio, soldado y már­tir; Accio, obispo de Barcelona, mártir; Calixto, obispo de Todi, mártir; Marcelo, obispo de Apamea, en Siria, mártir; Demetrio, mártir en África; Werenfrido, misionero en la antigua región de Batavia (Holanda); Riovano, monje. Beatos Santos de Urbino, lego franciscano, y Lorenzo de Fermo, frasciscano también; Alano de Rupe. Santa Atanasia, viuda. Beata Juliana de Busto Arsicio, virgen.
  • 406. Epístolas de San Pablo Infatigable y sabio Pastor D ÍA 15 DE AGOS T O S A N A L I P I O OBISPO DE TAGASTE, EN ÁFRICA (f 431) No suele pecar de pródigo en los elogios el Martirologio romano cuando anuncia o comenta la festividad de sus Santos, pero en la de San Alipio manifiesta cierta delectación en. exponer con de­talle las relaciones de este Santo con el gran obispo de Hipona, como si el haber merecido la íntima amistad de San Agustín fuese hermoso tim­bre de gloria y casi garantía de santidad. Dice así: «En Tagaste, en África, San Alipio obispo, que habiendo sido primero discípulo de San Agustín, le acompañó en su conversión, fue colega suyo en las funciones episcopales, hermano de armas denodado en los combates contra los herejes, y por fin glorioso copartícipe en la recompensa eterna del paraíso». El mismo San Agustín nos tiazó la biografía de su amigo en las pági­nas inmortales de sus Confesiones, donde celebra las virtudes de Alipio y cuenta los momentos más conmovedores de su vida. Aunque el valor exac­to de esta biografía sólo adquiere su plenitud en el contexto de aquella admirable obra, la entresacamos para ajustarla a nuestro libro. Dice así:
  • 407. SAN AGUSTÍN Y ALIPIO Al i p io nació, como yo, en la ciudad de Tagaste y pertenecía a una de las principales familias de dicha población. Era más joven que yo y acudió a mis lecciones como discípulo desde que puse cátedra en mi pueblo natal, siguiéndome después a Cartago. Me amaba mucho porque le parecía hombre de bien y muy devoto, y yo le amaba porque notaba en él natural disposición para la virtud, manifestada ya en tan tiernos años. Pero se dejó llevar por la corriente impetuosa de las costumbres de Cartago, cuyos habitantes eran aficionadísimos a los frívolos espectáculos del circo, y en ellos participó Alipio con verdadera furia. Cuando él an­daba envuelto miserablemente en esa pasión, empecé a enseñar pública­mente la retórica, pero él no acudía aún a mis lecciones porque había cierto disgusto entre su padre y yo... Un día, cuando yo enseñaba desde mi cátedra, entró Alipio, me saludó, se sentó y se puso a escucharme. Para hacer más comprensible y ameno el asunto que exponía, se me ocurrió traer a cuento lo que ocurría en los juegos del circo, burlándome con ironía de los esclavos de aquella pasión. Bien sabéis, Dios mío, que ni siquiera pensaba entonces en corregir a Ali­pio de aquella inclinación, pero tomó la burla para sí convencido de que había hablado sólo para él. Y lo que en otro cualquiera podía haber sido motivo para mirarme con enojo, en ese excelente mancebo lo fue para in­comodarse consigo mismo y aumentar el afecto que hacia mí sentía... Al oir aquellas palabras mías salió Alipio prontamente del abismo en que tan ciega y apasionadamente se hallaba hundido, y ya no volvió más a los juegos del circo... Poco después logró vencer la resistencia de su padre a que fuese* yo su maestro, con lo cual, convertido en discípulo mío, me siguió en las supersticiones de los maniqueos, amando él en ellos aquella continencia de que hacían ostentación y que él creía verdadera, siendo sólo fingida y engañosa.. Para conformarse con los deseos ambiciosos de sus padres, Alipio se apresuró a precederme a Roma, donde cursó la carrera de Derecho, y llegó a apasionarse increíblemente en los combates de los gladiadores. Esa pasión tuvo en él una causa por demás extraña. Porque sintiendo verda­dera aversión por tales espectáculos, se encontró cierto día con unos con­discípulos y amigos suyos que después de un banquete iban a asistir a esas diversiones. Invitáronle a acompañarlos, y como se resistiera con ver­dadera obstinación le hicieron amigable violencia logrando que los si­guiese; pero les decía- «Aunque obliguéis a mi cuerpo a ir al anfiteatro y me coloquéis entre vosotros, ¿podréis por ventura forzar mi alma ni
  • 408. mis ojos a que presten atención a tan bárbaros espectáculos? Yo estaré allí como si no estuviera, y triunfaré de ellos y de vosotros». Mas sus amigos no le hicieron caso y le obligaron a entrar. Todo respiraba allí la voluptuosidad de la sangre y estaba el anfiteatro rebosante de gente, de modo que se colocaron donde pudieron. Apenas sentado, cerró Alipio las puertas de sus ojos para impedir que su alma presenciase aquellos horrores. ¡Ojalá que también hubiese cerrado los oídos! Porque en un incidente del combate se elevó de todos los ámbitos del anfiteatro tan formidable clamor que conmovió su alma y, creyéndose bastante preparado para vencerse después de haber visto, cedió a la cu­riosidad, abrió los ojos y quedó su alma más gravemente herida que el desgraciado a quien con ardiente mirada contemplaba desangrándose en la arena y que había provocado el ingente vocerío. En cuanto vio la san­gre, bebió con los ojos la crueldad y ya no volvió la cara para no ver, sino que abrió más los ojos con ansia de contemplar aquellos furores, los saboreó con delectación apasionada y se embriagó en la voluptuosidad del espectáculo. Ya no era el mismo joven que allí había entrado, era uno de tantos de aquel populacho y digno compañero de los que allí le lle­varon. ¿Qué más diré? Vio, gritó, se inflamó, salió de los juegos con un ansia loca de volver a ellos, no ya como acompañante de sus amigos, sino como capitán y guía de otros. Y, sin embargo, de ese tan hondo abismo lo sacó vuestra mano poderosa y misericordiosa y le enseñó luego a no con­fiar en su fuerzas, sino en Vos únicamente, aunque eso fue mucho des­pués.. DETENIDO COMO LADRÓN.— SU PROBIDAD Ot r o contratiempo le ocurrió en Cartago, cuando era estudiante y discípulo mío. Sería la hora del mediodía y Alipio se paseaba en el Foro con las tablillas y el estilo, preparando un ejercicio escolar de declamación, cuando hete aquí que un mozalbete, también estudiante, pero verdadero ladrón, provisto de un hacha que ocultaba, entró sin que Ali­pio le viese y llegándose a los barrotes de plomo de los salidizos de la calle de los Plateros, empezó a cortarlos para llevárselos. Al oir los hacha­zos, dieron voces los plateros y enviaron algunos hombres en persecución del ladrón; pero éste, notando la alarma por los gritos, huyó tirando el hacha para que no le sorprendieran con ella. Alipio, que no le había visto llegar, le vio huir y escabullirse con pre­cipitación, y, queriendo enterarse del motivo, se acercó de aquel lugar, vio el hacha y se puso a examinarla extrañado de hallarla allí. En esto llegaron los que buscaban al ladrón y encontraron a Alipio con el hacha
  • 409. en la mano. Detuviéronle y, llamando a todos los vecinos de la calle, lle­váronle a la presencia del juez, muy ufanos de haber cogido in fraganti al criminal. En el camino se encontraron con el arquitecto especialmente encargado del cuidado de los edificios públicos. Alegrándose grandemente y le presentaron el preso, para convencerle de que no eran ellos, como él suponía, los culpables de las fechorías que se cometían en el Foro. El arquitecto había visto varias veces a Alipio en casa de un senador a quien él visitaba con frecuencia. Lo reconoció al instante y, cogién­dole de la mano, se lo llevó aparte y le preguntó cuál era la causa de aquel desorden. Informado por Alipio de la verdad del caso, el arquitecto se volvió a toda aquella gente amotinada que gritaba amenazadora y mandó que le siguiesen. Llegaron todos a casa del mancebo ladrón y hallaron a la puerta un niño esclavo incapaz de comprender que sus declaraciones pudieran comprometer a su amo y que había acompañado a éste al Foro. Reconociólo Alipio y se lo indicó al arquitecto, quien le mostró el hacha y le preguntó de quién era: «Es nuestra», respondió el niño, y poco a poco fue descubriendo todo lo demás, según le fueron preguntando. Así el delito recayó en aquella casa y toda aquella gente que tan ale­gre estaba de haber prendido a Alipio, quedó corrida y se retiró confusa. Y el que había de ser. ¡oh Señor!, sembrador de vuestra palabra juez de tantos negocios eclesiásticos, salió de ese peligro con más experiencia. Volví, pues, a encontrar en Roma a Alipio, y de tal manera se estre­chó nuestra amistad, que me siguió a Milán, ya por no separarse de mí, ya también para ejercitarse en la práctica de la jurisprudencia, a la que se dedicaba más por complacer a sus padres que por inclinación propia. Mientras ejercía en Roma las funciones de asesor ante el superinten­dente de Hacienda, cierto senador muy poderoso por los muchos a quienes había favorecido y por el crédito de que gozaba, acostumbrado como es­taba a no encontrar obstáculos en su camino, pretendió se le permitiese algo que no estaba conforme con la ley; pero no se lo consintió Alipio. Prometiéronle una recompensa si accedía y la rechazó, acudieron a las amenazas y las despreció. Admirábanse todos de un hombre de tan raro valor y rectitud que no buscase por amigo ni temiese por contrario a quien tantos medios tenía para granjearle favores o para vengarse de él... Sólo la afición a las letras le tenía algún tanto enredado, porque pen­saba procurarse manuscritos prevaliéndose de su cargo, haciendo que los notarios públicos le copiasen algunos códices; mas, tomando consejo con la justicia, se decidió por lo mejor, prefiriendo la equidad que prohíbe a la ocasión que permite... Tal era el hombre tan íntimamente unido conmigo, y, como yo, va­cilante sobre el género de vida que debíamos seguir.
  • 410. Sa n Alipio llega a Belén con una carta de San Agustín para San Jerónimo, y todo es satisfacción para ambos. Lo es luego para San Agustín, cuando se entera de la vida de honda quietud y suave alegría que en su retiro lleva el infatigable traductor y comentador de las Sagradas Escrituras.
  • 411. LA CRISIS SUPREMA DE SAN AGUSTÍN Ap a r t á b a m e Alipio del matrimonio, alegando que esos lazos no nos permitían de ningún modo vivir tranquilamente juntos, en el amor de la sabiduría, como lo anhelábamos desde hacía tiempo. Porque él guar­daba una castidad perfecta tanto más admirable cuanto que en sus pri­meros juveniles años se había dejado vencer, pero reaccionó tan virilmente que sentía vivos remordimientos de aquellas caídas y tanto desprecio de los deleites sensuales que guardaba perfecta continencia... Vivía yo en una ansiedad congojosa suspirando siempre hacia Vos. Alipio estaba a mi lado, descansando por la tercera vez de sus funciones de asesor... Un día en que nuestro común amigo Nebridio estaba ausen­te, no recuerdo por qué causa, recibimos Alipio y yo la visita de uno de nuestra tierra llamado Ponticiano, hombre principal, uno de los primeros oficiales de la milicia palatina y además fervoroso cristiano.. En el curso de la conversación hablónos de Antonio, solitario de Egipto, cuyo nombre, tan glorioso entre los de vuestros siervos, nos era desconocido. Oíamos con admiración el relato de tan portentosas y auténticas mara­villas, recientes además y obradas por vuestros siervos en el seno de la santa Iglesia Católica. Y todos quedamos sorprendidos; nosotros de oir cosas tan grandes y extraordinarias, él de que nos fuesen tan nuevas y desconocidas. Hablónos después de los muchos monjes que llevaban en los monasterios vida más angelical que humana, del perfume suavísimo de sus virtudes, que de aquellas soledades se elevaba hacia Vos, y de la maravillosa fecundidad del desierto de la que tan ignorantes nos hallába­mos. Pero, ¿qué? ¡Si hasta desconocíamos que allí mismo, en Milán, extramuros de la ciudad, había un monasterio poblado de santos monjes que dirigía y cuidaba el santo obispo Ambrosio!... Mientras Ponticiano nos refería tantas maravillas de la gracia y de la virtud, mi conciencia se hallaba torturada por los remordimientos, y la vergüenza invadía todos los senos de mi alma. En cuanto dio fin a su relato y al asunto que motivó su visita, se retiró aquel amigo, enviado sin duda por tu Providencia misericordiosa... Entonces, reflejando en el ros­tro la tempestad que se había levantado en mi ánimo, me volví hacia Ali­pio y exclamé- «¿Y qué hacemos nosotros aquí? ¿No lo has oído? ¡Le-vántanse los ignorantes y arrebatan el cielo, y nosotros, hinchados de nuestra ciencia, estamos aquí revoleándonos en la carne y en la sangre! ¿Es por ventura vergonzoso seguir sus huellas? ¿No es más humillante para nosotros tener el ánimo tan apocado que nos venzan en el dominio de las pasiones y en la perfección de la vida espiritual?».
  • 412. Esas fueron poco más o menos mis palabras. Y la agitación que me dominaba me obligó a alejarme de él. Alipio me miraba en silencio, por­que mi voz tenía un sonido y Un deje para él desconocidos. Y aun más que mis palabras, la turbación de mi frente, el color de mis mejillas, la expresión de mis ojos, lo demudado de mi rostro y el timbre de mi voz, delataban la conmoción de mi alma... Me retiré al jardín y Alipio me siguió de cerca, porque comprendía que no podía dejarme solo en aquella crisis de mi ánimo, y nos sentamos lo más lejos posible de la casa. Hablábame yo en mi interior y me decía; «Ánimo, no hay que es­perar más». Y mis deseos parecían responder a mis palabras, veíame a punto de obrar y me quedaba suspenso... Los apetitos sensuales, las locas vanidades, mis antiguas amigas, me tiraban de la vestidura de mi carne y . me decían por lo bajo. « ¡Cómo!, ¿nos despachas?, ¿nunca jamás hemos de acompañarte?, ¿y ya desde ahora no podrás hacer esto ni aquello?» Y ¿qué era esto y aquello que me sugerían? ¡Oh Dios mío! ¡Apartad mi­sericordioso del alma de vuestro siervo y borrad de mi memoria esas manchas, esas torpezas, esas infamias! Pero ya no las oía más que a medias, ya no se me ponían de frente y con osadía, sino que tímidamente susurraban a mis espaldas, me seguían los pasos solicitando una mirada al alejarme. Pero retardaban la decisión de mi voluntad, faltábame valor para romper con ellas con brusquedad y librarme de sus importunidades, porque la violencia del hábito me hacía repetirme a mí mismo «¿Te imaginas que has de poder vivir sin ellas? ..». Pero eso me lo decían con poca firmeza, débilmente, porque en el ca­mino que veía delante y por el que temía pasar descubríaseme serena, ma­jestuosa, sonriéndome modesta y reservadamente amable la castidad, que, tendiéndome las manos pudorosas como para recibirme y abrazarme, me mostraba al mismo tiempo una multitud de niños, de vírgenes purísimas, de viudas venerables, de ancianos que ostentaban su niveo ropaje, y como ha­ciéndome cariñosa burla, pero revestida de invitación solícita al esfuerzo, parece que me decía «¿Qué? ¿No podrás hacer tú lo que hicieron éstos y aquéllos?...» Alipio, sin apartarse de mí, esperaba en silencio en qué pararían los descompuestos movimientos y los extremos que en mí veía. Y cuando tras las profundas reflexiones que ocuparon mi espíritu y conmovieron hasta lo más profundo de mi alma, puse ante la vista de mi conciencia todo aquel amasijo de miserias, se levantó de lo hondo de mis entrañas una como densísima nube que se resolvió en un diluvio de lágri­mas. Y para darles más libre curso y comprendiendo que para descargar hasta la última gota de aquella nube, necesitaba la soledad más absoluta y que debía evitar aun la presencia de mi amigo, me levanté y me alejé de él cuanto pude. Él permaneció sentado en el mismo sitio, lleno del ma­
  • 413. yor asombro. Yo me eché debajo de una higuera, no sé de qué manera, y allí di rienda suelta a mi llanto y brotó de mis ojos un torrente de lágri­mas que Vos, Dios mío, recibisteis como gratísimo sacrificio.. CONVERSIÓN DE AGUSTÍN Y DE ALIPIO Así estaba yo cuando oí en la casa vecina una voz de niño que decía cantando- « ¡Toma y lee! ¡Toma y lee! » Cambiando entonces la ex­presión de mi rostro, empecé a reflexionar si acaso sería algún estribillo de juego de niños, pero no recordaba haberlo oído nunca. Y dando tregua a mi llanto, me levanté y tomé esas palabras como una orden de lo alto para que abriese la Escritura y leyese el primer capítulo que se me ofre­ciese. Volvíme al instante al lugar donde permanecía Alipio, porque allí había dejado las Epístolas de San Pablo, cogí el libro, lo abrí y leí para mí lo primero con que toparon mis ojos, y que decía a sí: «No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestios de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo» (Epísto­la a los Romanos, XIII, 13-14). Ni quise, ni necesitaba leer más, porque luego de leídas esas palabras brilló en mi corazón una ráfaga de luz que disipó todas sus dudas y per­plejidades. Entonces, no recuerdo si con el dedo o con qué objeto, dejé señalada la página, cerré el libro y, con ánimo sosegado, conté a Alipio lo que me pasaba. Él también me refirió lo que le sucedía; me dijo que le indicase las palabras que había leído, y prosiguiendo él por el versícu­lo siguiente, tomó para sí estas palabras: «Recibid con caridad al que todavía está flaco en la fe». Fortalecido con esa advertencia unióse a mí sin la menor vacilación en aquella tan buena y santa resolución que ar­monizaba perfectamente con la pureza de costumbres en la que desde hacía tanto tiempo me aventajaba.. Dios mío, por vuestra gracia poderosa, ya somos vuestros.. Siento pla­cer en publicar los incentivos interiores con que habéis domado todo mi ser., y cómo sojuzgasteis a Alipio, el hermano de mi corazón, al suave yugo de vuestro unigénito Hijo Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, cuyo nombre quería él antes desdeñosamente apartar de nuestros escritos.. En cuanto llegó el momento de inscribirnos como cristianos, regresamos del campo a Milán. Alipio quiso ser bautizado al mismo tiempo que yo; ya estaba adornado de la humildad necesaria para recibir los sacramentos y domeñaba varonilmente su cuerpo hasta caminar con los pies descalzos por el suelo de Italia, cubierto entonces por los hielos.
  • 414. PEREGRINO DE TIERRA SANTA Y OBISPO DE TAGASTE Esa era el alma de Alipio, tan magistralmente revelada por San Agus­tín en las hermosas páginas que acabamos de transcribir. San Am­brosio bautizó a los dos amigos y a Adeodato, hijo de San Agustín, por Pascua del 388 ó 389. Poco hay que añadir para completar la vida de nuestro Santo, y aun en eso poco hemos de acudir a las cartas de su amigo. Después de asistir a la muerte de Santa Mónica, Alipio y Agustín se embarcaron para Áfri­ca. Alipio fue uno de los discípulos escogidos que formaron el primer mo­nasterio agustiniano, de Tagaste y de Hipona sucesivamente. Con ellos vivió hasta que fue elegido para la sede de su ciudad natal, hacia el 394. Según el testimonio de San Paulino de Ñola, conservó en su nuevo cargo la austeridad de un religioso. Hizo cuanto pudo para reprimir los abusos que se habían introducido en su diócesis, y combatió la herejía. No hubo en África concilio, sínodo, ni asamblea de importancia en la que no fuese uno de los oráculos, y en la célebre Conferencia de Cartago con­tra los donatistas, él fue uno de los oradores escogidos para defender la doctrina católica. Alipio visitó los Santos Lugares cuando fue a entrevis­tarse con San Jerónimo, el célebre y sabio solitario de Belén. Como obispo, hizo Alipio cuanto pudo y con la más afectuosa com­placencia para favorecer los trabajos de Agustín. Él hacía copiar las obras de los pelagianos para que su amigo las refutase, él le acompañó en muchos viajes como el que hicieron a Mauritania, delegados por el papa San Zósimo, para conferenciar con el obispo donatista Emérito de Cesarea. Hay motivos para creer que, al ocurrir la invasión de los vándalos, Alipio se retiró al lado de San Agustín, a quien sobrevivió un año. S A N T O R A L La A su n c ió n a l c s c ie lo s d e l a San tísim a V irg en M a ría, M a d re d e Dios (véase el tomo «Festividades del Año Litúrgico», pág. 380). Santos Alipio, obispo de Tagaste; Arnulfo, obispo; Tarsicio, acólito y mártir; Napoleón o Neopol y Saturnino, mártires en Alejandría; Frambaldo, presbítero y soli­ta rio ; Balsemo, sobrino de San Basolo, a quien imitó en la vida so litaria; Alfredo, obispo de Hildesheim; Macarteno. obispo irlandés. Beatos Franco de Perusa, dominico, arzobispo de Sultanieh, en Persia; Antonio de los Reyes, mínimo, de C ó rd o b a ; Ruperto, abad en Baviera.
  • 415. El perro caritativo Bordón y calabaza de peregrino D ÍA 16 D E AGOS TO S A N R O Q U E ABOGADO CONTRA LA PESTE (1295-1327) En los albores del siglo xiv eran ya muy intensas y frecuentes las re­laciones entre los diversos países de la cristiandad. Multitud de veleros berberiscos que arribaban a los puertos de la Europa meri­dional, traían no pocas veces, entre sus ricos cargamentos, los gérmenes de las pestes que asolaban por entonces comarcas enteras. En esta sazón vino al mundo un hombre prodigioso que, con la sola señal de la cruz, daría la salud a los apestados; un hombre que no sólo curó mientras vivía en la tierra, sino que desde el cielo sigue protegiendo con su inter­cesión poderosa a los que se encomiendan a él para ser preservados o curados de tan terrible azote: este hombre fue San Roque. Juan, gobernador de Montpeller por los reyes de Mallorca, de la real casa de Aragón, a quienes pertenecía por entonces aquella ciudad y su territorio, y su esposa Liberia, parecían estar en posesión de la felicidad, en cuanto se la puede gozar en este mundo; las riquezas afluían a ru casa, los pobres pregonaban su caridad generosa, los peregrinos, su amable hos­pitalidad, y todos su ferviente devoción. Algo, sin embargo, nublaba la dicha de aquel cristiano matrimonio, avanzaban en edad y no tenían ningún hijo, bien que con instancias lo pidiese al Señor.
  • 416. Su perseverante oración agradó al Altísimo y, por los años de 1295, la virtuosa Liberia llegó a ser madre de un precioso niño, al que llamaron Roque. No falta, sin embargo, quien diga que el nombre de «Roque» o «Roe» lo tenía de sus ascendientes, pues la historia dice que personajes de este nombre habían sido cónsules de Montpeller durante el siglo xm. Creció el niño en tan cristiano hogar e hizo suyas las virtudes de sus padres, hasta el punto de olvidarse de sí mismo por pensar en los demás, veíasele de continuo ocupado en socorrer a los pobres y a los peregrinos, sus palabras, llenas de afabilidad y mansedumbre, conquistábanle inme­diatamente los corazones. Roque constituía la alegría de sus padres y de toda la ciudad de Montpeller. En día no muy lejano sería su mayor gloria. «SI QUIERES SER PERFECTO...» Pe r o un día llamó la muerte en la puerta de aquella casa. Tendido Juan en el lecho del dolor, llamó a su hijo, que ya tenía dieciocho años, y diole la última bendición, acompañándola con sabios y saludables conse­jos. Roque prometió guardarlos fielmente. Muerto su padre, dispuso la celebración de solemnes exequias. No había transcurrido un año entero, cuando la muerte arrebató también a su virtuosa madre. Dentro del orden natural de los sentimientos, aquellos duros golpes tenían que haber causado en el alma del joven penosísima impresión. Su inexperiencia y la circunstancia de ser ya de por sí tan sensible a los do­lores humanos, poníanle frente a una difícil contingencia. En aquel trance revelóse con todo su esplendor la grandeza de Roque. Hubo de doblegarse ante el rigor de la desgracia, pero no cedió ni un punto en su profunda y bien arraigada fe. Comprendió desde el primer momento que Dios lo ha­bía dispuesto así por ser lo más conveniente, y aceptó la prueba en abso­luta conformidad con sus designios inescrutables. Según Roque entendía, aquel suceso señalaba un rumbo nuevo a sus actividades; y de acuerdo con esta idea, que era para él la voz del Cielo, decidió el futuro. Trató entonces de poner por obra los consejos que su padre le diera y de amoldarlos a aquella sentencia del Salvador: Si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, da el precio a los pobres y sígueme. Dócil Roque a esta inspiración, vendió la hacienda, distribuyó su importe entre los me­nesterosos y cedió a un hermano de su padre los derechos de sucesión. Desprendida así su alma de todo cuidado terrenal, púsose un remenda­do hábito de peregrino y, sin más provisiones que un vacío morralillo y un ardentísimo deseo de caridad y penitencia, emprendió el camino de Roma.
  • 417. CURACIÓN DE LOS POBRES APESTADOS Guardaba Roque absoluta pobreza y sólo se alimentaba con las li­mosnas que él pedía por amor de Dios, considerábase dichoso si recibía afrentas e injurias, triste, en cierto modo, si una mano amiga le prodigaba cuidados que él no creía merecer. De este modo llegó a Acquapendente, ciudad de los Estados Pontificios, en donde la peste cau­saba grandes estragos especialmente entre las gentes pobres. Un hombre vulgar habría cedido al movimiento de pánico que produce el solo anuncio de la proximidad de cualquier epidemia, y huiría de aquel lugar, sin tener en cuenta siquiera el puntillo de honra que mueve a mu­chos a afrontar el peligro. Roque era desconocido en Acquapendente; y así como había pasado inadvertida su entrada en la ciudad, de igual ma­nera lo hubiera pasado su salida. Pero su caridad, que corría parejas con el espíritu de fervor religioso que le llevaba a visitar los sepulcros de los santos apóstoles Pedro y Pablo, le inspiró un vivo deseo de asistir a los apestados. Presentóse, pues, en el hospital para ofrecerse en calidad de enfermero; mas temeroso el administrador de que la maligna peste se ce­bara presto en un joven de aspecto tan delicado, púsole por delante los inconvenientes de aquella ocupación, y rehusó el generoso ofrecimiento. Insistió nuestro Santo, diciendo «¿No puede acaso Dios dar a sus siervos la fortaleza necesaria para cumplir lo que se han propuesto, movi­dos por el solo deseo de su gloria?» Parecía haber fracasado en su santo propósito, pues tuvo que reiterar la súplica durante varios días. Venció, al fin, su constancia, y logró entrar al servicio de los enfermos, cuyo cuidado se entregó desde el primer instante con abnegación heroica. Recorrió las salas de los apestados y lavaba a éstos las heridas, hacía­les la cura uno por uno y trazaba sobre ellos la señal de la cruz, con lo cual muchos de ellos se sentían repentinamente curados. Recorrió después las casas de la ciudad sanando a cuantos apestados hallaba. Corrióse por la ciudad la voz de la santidad de Roque. «Un ángel ha bajado del cielo», exclamaban todos. Roque, entonces, para evitar el peso de tanta gloria, huyó de Acquapendente sin dejar indicios de su nuevo derrotero. Enterado luego de que en Cesena de Lombardía causaba estragos la misma enfermedad, apresuróse a llegarse allí y realizó los mismos pro­digios que en Acquapendente. Un fresco de la catedral recuerda el paso de Roque por Cesena en su peregrinación de caridad. La caridad con los apestados era la causa que iba retardando su lle­gada a Roma; pero este mismo motivo había de acelerarla ahora. Casti­gada, Roma, por el terrible azote, dirigió allí sus pasos nuestro Santo.
  • 418. Por humildad no reveló a nadie San Roque su nombre ni su patria. Tres años vivió en Roma entregado a obras de devoción, y cuando hubo satisfecho la primera por sus continuas oraciones ante los sepulcros de los Apóstoles y de los mártires, visitó otras ciudades italianas castiga­das por la peste, para seguir en ellas su programa de caridad, al que acom­pañaron nuevos prodigios que sembraron por doquier la fama de nuestro Santo. FRENTE A LA PRUEBA De t ú v o s e un día en Placencia, dirigióse al hospital y púsose a curar a los enfermos. Rendido de cansancio y vencido por el sueño, tuvo durante él una visión: envuelto en muy resplandeciente aureola, apare-ciósele un ángel y, en nombre del Señor, le dijo: —Siervo fiel, tu valor ha sido grande al dedicarte por amor mío a re­mediar los males de tus hermanos: que no decaiga ahora que vas a pa­decer estos mismos males en tu persona. Al despertarse se sintió acometido por una ardiente fiebre, al mismo tiempo que experimentaba un agudo dolor. Reconociendo en sí los sínto­mas de la espantosa enfermedad comprendió que había sido una realidad aquella aparición, alzó, pues, los ojos al cielo y elevó a Dios una fer­viente plegaria de acción de gracias. Fue puesto con los apestados, el mal se agravaba, el dolor le opri­mía y, muy a pesar suyo, prorrumpió en ayes desgarradores. Mas por no ser ocasión de molestia para sus compañeros, se fue arrastrando traba­josamente hasta la puerta. Los transeúntes, ante el temor de quedar conta­giados, pretendían obligarle a entrar, pero él, que no quería ser carga para nadie, salió a duras penas de la ciudad y dirigióse a un bosque próxi­mo, en donde una cabaña deshabitada le iba a servir de asilo. Al agudo dolor que experimentaba añadióse una sed devoradora, oca­sionada por la ardiente fiebre, y agravada por la carencia de agua. — ¡Oh Dios de clemencia! —exclamó—. Gracias porque me das oca­sión de padecer por Ti. Sólo te pido que no me desampares. No bien hubo acabado de pronunciar esta oración, cuando de impro­viso brotó a su lado un manantial de agua purísima, y con ella lavó sus llagas y refrescó sus abrasados labios, con lo que sintió inmediatamente alivio. Experimentó también los efectos del hambre y Dios le deparó ali­mento por manera milagrosa, según cuentan los biógrafos, de este modo: Cerca de la cabaña de Roque había magníficas casas de campo, a las que los ricos de la ciudad acudían huyendo de la peste. Uno de ellos, lla­mado Gotardo, noble además de rico, observó un día que, durante la co-
  • 419. Al saber San Roque que en Placencia se ha declarado una peste violentísima, movido de su ardiente caridad, trasládase allí, y se encierra en el hospital para dedicarse a curar por su mano las llagas de los enfermos. Dios acompañó su caritativa abnegación con mul­titud de estupendos milagros.
  • 420. mida, uno de sus perros tomaba de la mesa un panecillo, para desaparecer con él rápidamente. No dio Gotardo importancia al hecho, que juzgaba travesura y voracidad del animal. Pero al día siguiente repitió el perro la misma operación, y Gotardo, creyendo entonces que los criados se descuidaban en dar de comer al can, llamó al criado encargado de la jauría y le riñó ásperamente, por lo que entendía ser culpable negligencia. Protestó el criado diciendo que a todos los peños, sin excepción alguna, daba abundante alimento, y así queda­ron las cosas hasta el tercer día, en que el perro se presentó en el come­dor y repitió el hurto sin atender amenazas. En vista de ello, siguió el caballero al perro y vio que se adentraba en el bosque y depositaba el pan junto a un enfermo abandonado, el cual recibía la iefección con grandes muestras de gratitud. En la mente de Gotardo surgió esta reflexión «Gran amigo de Dios debe ser este hombre, ya que los animales le sirven y obedecen». Enton­ces se aproximó a Roque y preguntóle cariñosamente cuál era su dolencia. —Soy un apestado —respondió el Santo—, por lo cual os ruego que os alejéis de mí, pues os exponéis a quedar contagiado. De regreso a su casa, púsose Gotardo a considerar el hecho de que había sido testigo: «Mi perro —se decía— es más caritativo que yo». Y avergonzado de su cobardía, regresó adonde estaba el enfermo, el cual, viendo en ello la voluntad de Dios, aceptóle muy complacido a su lado. EL RICO CONVERTIDO EN PORDIOSERO Go t a r d o quedó trocado en criado del pobre peregrino, ya no quiso volver a su castillo, por temor de contagiar a los suyos, pero el perro dejó de llevar la ordinaria provisión, cosa que desconcertó a Gotardo. «¿Con qué nos sustentaremos?», preguntó a Roque. «Tomad mi capa —repuso éste— e id a mendigar el sustento por esos contornos». Exce­siva parecía la humillación para un personaje de todos conocido, mas obedeciendo a la voz del espíritu y al consejo del Santo, partió sin replicar. Por lo general, Gotardo recibía injurias y malos tratos en vez de la li­mosna requerida, pero, ¿qué importaba? Los ángeles contaban sus pasos y presentaban a Dios la paciencia con que recibía tales afrentas. Tras una larga jornada, pudo llevar al enfermo dos panecillos. Roque se alegró al saber que su bienhechor había padecido por amor de Jesu­cristo. Acompañado del nuevo solitario, volvió a Placencia; y habiendo hecho la señal de la cruz en las calles y en el hospital, en el mismo punto
  • 421. sanaron los enfermos que estaban tocados de la peste, y toda la ciudad quedó libre de aquel terrible azote. A vista de tan portentoso prodigio, todos concurrieron en tropel y acompañaron a Roque hasta su choza, dando gracias a Dios. En el camino oyó nuestro Santo una voz del cielo que le decía- —Roque, siervo mío fiel, ya estás sano; torna a tu patria y practica allí obras de penitencia por las que merezcas la dicha de ser contado entre los elegidos. Yo estaré contigo en todas tus tribulaciones y penas. El Santo, limpio, al punto, de la peste, no abandonó en seguida la cuidad de Placenc:a. Había conquistado un alma para Jesucristo y quiso, antes de partir, asegurar su perseverancia. Gotardo escuchaba gustoso los consejos de Roque y avanzaba en el camino de la perfección. Había re­nunciado a las riquezas y honores de que disfrutaba, y vivía en la espe­sura de un bosque una vida pobre y olvidada, consagrada totalmente a Dios. Roque, su amigo y maestro, fuéle afirmando en la práctica de la oración y mortificación, hasta que le juzgó seguro en el nuevo género de vida. Determinó entonces no dilatar, por más tiempo el cumplimiento de la orden que del cielo recibiera. En cuanto a Gotardo, se desconoce la fecha de su tránsito; algunos autores le dan en sus historias el título de santo. PRISIONERO INOCENTE De regreso a Montpeller, encontró a la ciudad en guerra, fue detenido por espía y como tal conducido al gobernador, que era su mismo tío, el cual había sucedido en el gobierno al padre de nuestro Santo. Como Roque se había obstinado siempre en no descubrir quién era, el goberna­dor también le tuvo por espía, y después de haberle maltratado, le con­denó a cárcel perpetua. El consuelo espiritual y la alegría interior de nues­tro Santo cuando se vio encarcelado y tratado con tanto menosprecio en su mismo país y por su propio tío, fueron inefables. La cárcel de Roque era un inmundo calabozo en donde no penetraba ni un rayo de luz; allí estuvo el Santo cinco años enteros sufriéndolo todo por amor de Jesucristo. Como si esto fuera poco, rehusaba por espíritu de mortificación todo alimento cocido, hería a golpes su pecho, desgarra­ba su cuerpo con disciplinas y pasaba en oración casi todo el tiempo del día y de la noche cual si fuese aquella su celda de penitente. Mas he aquí que un día una luz deslumbradora disipó las tinieblas de aquella cárcel: Jesús venía a anunciarle su pronta libertad. Oyóse enton­ces una voz que decía con cariñoso acento:
  • 422. —Roque, fidelísimo siervo mío, he aquí llegada tu hora; tus penas tocan ya a su fin ; prepárate, que vas a entrar definitivamente en mi gozo. Roque pidió perdón de sus culpas y luego suplicó al Señor que todos los que recurrieran a él, quedaran preservados o curados de la peste. He­cha esta súplica, tendióse sobre la tierra, alzó los ojos al cielo y entregó su benditísima alma al Señor. Sucedía esto el 16 de agosto de 1327 Así que murió Roque, por las rendijas de la puerta de su calabozo em­pezó a salir una luz clarísima que pasmó a los guardianes. Abriéronlo y hallaron que el cuerpo del Santo, tendido en el suelo, desprendía de sí aquel extraordinario resplandor. El suceso fue referido al gobernador de la ciudad. El tío de Roque, lleno entonces de dolor y confusión, al ver que sin saberlo se había cons­tituido en verdugo de su sobrino, no sabía qué hacer para dar cumplida satisfacción a su memoria. Públicamente se acusaba de torpe y aun de descastado, por no haber sentido los impulsos de la sangre al tener ante sus ojos a un pariente tan cercano, pues por muy desfigurado que estuviera, debió de conocerle y nunca condenarle; porque ahora que lo recapacitaba, veía bien que la humildad y compostura con que se le presentó, eran la protesta más elocuente contra la absurda acusación de espionaje a que tan ligeramente había dado crédito y ahora ya no tenía remedio su falta. Gran trabajo costó calmarle, pero, al fin, halló algún lenitivo su pena en la suntuosidad de los funerales que ordenó para honrar a su santo so­brino. Con gran pompa y lucido acompañamiento, fueron trasladados los sagrados restos desde el palacio del Gobierno hasta la iglesia principal, después de recorrer toda la ciudad en medio de las lágrimas y aclamacio­nes del pueblo. Poco después su mismo tío hizo erigir una magnífica iglesia en honor de su santo sobrino, y a ella fueron trasladadas sus reliquias. CULTO, ICONOGRAFÍA Y POPULARIDAD De s d e entonces, las ciudades, villas y pueblos de Provenza y Langue­doc, lo mismo que las de las regiones de Italia, en donde había mo­rado tanto tiempo, y las de España, recurrieron al siervo de Dios en las enfermedades contagiosas. Este culto, que era de carácter local, no tardó en extenderse a toda la Iglesia con grande alegría de sus devotos. Dícese que mientras se celebraba el concilio ecuménico de Constanza, en el que se trataba de poner término al llamado «Cisma de Occidente», empezó a castigar a la ciudad una terrible epidemia que amenazaba con interrumpir los trabajos de los Padres, con gran detrimento de la Cris­tiandad. Un joven alemán propuso entonces que se acudiera a San Roque.
  • 423. Acordes todos con la iniciativa, prescribiéronse rogativas y ayunos, y or­ganizáronse públicas manifestaciones en las cuales la imagen del Santo era llevada en procesión. La epidemia cesó sin que quedara en la ciudad un solo enfermo. Roma, por su parte, sancionó la legitimidad de estos cultos en el pontificado de Alejandro VI, aprobando numerosas cofradías y la erección de un templo en honor del Santo, y posteriormente, escri­biendo su nombre en el martirologio en los días de Gregorio XIII. Se honra a San Roque en la familia franciscana como a uno de los patronos de la Orden terciaria, en virtud de una tradición según la cual el Santo per­teneció a la misma. Inocencio XII concedió a los Hermanos Menores la facultad de celebrar su fiesta con rito doble mayor. La devoción y culto de los pueblos para con el siervo de Dios ha ido siempre en aumento: es una prueba de ello la iconografía del Santo, tan rica y variada. Lo mismo la pintura que la escultura no han cesado desde el siglo xiv de representar a San Roque en las épocas más características de su vida: unas veces, curando a los apestados; otras, recibiendo de un ángel el anuncio de su enfermedad; ya aceptando el pan que Dios le enviara por medio del perro; ya, en fin, acabando su vida en la cárcel. La ciudad de Montpeller honra especialmente al santo peregrino cela-brando su fiesta con gran solemnidad. Tiene allí una magnífica iglesia a la que acuden los pueblos a implorar su protección. Debemos decir, sin embargo, en honor de la verdad, que San Roque no es solamente conocido en Montpeller, sino popularísimo en España, Francia e Italia, donde se celebra su día con extraordinaria solemnidad. Hubo un tiempo en que su fiesta se guardaba como fiesta de precepto. Muchos pueblos le tienen por patrono, se le invoca especialmente como abogado contra las epidemias y epizootias, es decir, en favor de los hombres y para los casos de peste entre los animales. S A N T O R A L Santos Joaquín, padre de la Santísima Virgen María (véase la vida de Santa Ana, 26 de julio; Roque, confesor; Simpliciano, obispo de Milán; Eleuterio, obispo de Auxerre, y Nostriano, de Nápoles; Diomedes, médico y mártir; Tito, diácono, mártir en Roma; Ambrosio, centurión, martirizado en tiem­pos de Diocleciano; Raúl, monje del siglo x i i ; Arsacio, solitario en Nico-media. Beato Juan de Santa Marta, franciscano, mártir en el Japón. Santas Serena, mujer del emperador Diocleciano; Eufemia, virgen y mártir, en Galicia Beata Benedicta, abadesa, sucesora de Santa Clara.
  • 424. León libertador y respetuoso Piedras y antorchas del martirio D I A 1 7 D E A G O S T O S AN MAME S MARTIR (t 275) Co n haber sido cortísima su carrera, dejó San Mamés o Mamerio en el mundo gloriosas e indelebles huellas de santidad. Insigne mártir le titulan Jas Iglesias orientales, y dos ilustres Doctores de la Iglesia, los Santos Basilio y Gregorio Nacianceno, hicieron de este Santo elocuentísima apología. Todas las maravillas mencionadas en esta vida, las traemos aquí tal como las refieren los autores de las Actas de su martirio, documento de valor inestimable y muy puntual en su contenido. PADRES Y NACIMIENTO DEL SANTO A mediados del siglo 1 1 , mientras la ciudad de Roma se revolvía en continuas guerras, vivían en Grange, aldea de Paflagonia, en Asia Menor, dos cristianos esposos llamados Teodoto y Rufina. Eran muy es­timados y venerados en el país por ser ricos en bienes materiales y de noble linaje, ambos descendían de antiguos patricios romanos, y aun, si admitimos lo que afirman algunos autores, parece que estaban emparen­tados con antiguos reyes de aquella comarca.
  • 425. Llevaban vida muy ejemplar, dados de lleno a la práctica de todas las virtudes cristianas, y aprovechándose de aquel buen crédito y fama que gozaban, para traer muchos fieles al conocimiento y amor de Nuestro Señor Jesucristo. Supo Alejandro, gobernador de Grange, que los dos pa­tricios eran férvidos secuaces de la nueva religión, por lo cual mandó de­tener a Teodoto y le echó en rostro su desobediencia a las órdenes del emperador Valeriano. Tras largo interrogatorio en el que menudearon promesas y amenazas del gobernador, Teodoto se dejó encerrar en lóbre­ga y húmeda mazmorra, hasta que llegasen de Roma órdenes precisas. Por el tiempo en que encarcelaron a Teodoto, su esposa Rufina estaba a punto de dar a luz. Esta valerosa dama, tan intrépida y esforzada cris­tiana como abnegada esposa, ansiaba compartir la suerte de Teodoto y partió para Cesarea. Vivieron juntos unos días, hablando de la dicha y bienaventuranza eterna y del insigne honor del martirio que esperaban. Pero murió Teodoto agotado por los padecimientos y las privaciones, y pasados unos días, también Rufina enfermó gravemente y murió poco después de dar al mundo un hijo que estaba llamado a ser gran santo y mártir de Cristo y a quien dejaba en muy triste orfandad. Mientras todo esto ocurría, una dama cristiana, llamada Amia, reci­bió orden del cielo de enterrar los cuerpos del padre y de la madre, y encargarse de la crianza y educación del pobrecito huérfano y de adop­tarlo por hijo suyo. Amia obedeció al punto, fue a la cárcel y, merced a su elevada posición social, logró fácilmente licencia para trasladar los cuerpos de los dos confesores de la fe, a quienes dio muy honrosa sepul­tura en un campo que le pertenecía. Tomó también consigo a la criatura, y cuidó de ella con la ternura y solicitud que requerían su edad y débil complexión. EDUCACIÓN DE MAMÉS Fu e criado el muchacho por aquella noble señora con tanto amor y cariño, que no dio en la cuenta de que el Señor le había quitado su natural madre, pues juzgaba por tal a su madre adoptiva. No se contentó Amia con dar a su pupilo el pan material y los cuida­dos corporales. La virtuosa dama despertó asimismo en el corazón del huerfanito aquellos sentimientos de fe y piedad que dan a la infancia pe­culiar atractivo y encanto. Cuando el niño tuvo ya cinco años, proporcio­nóle maestros virtuosos y capaces para coadyuvar con celo a su cristiana educación. Mamés hizo en breve tan admirables progresos en las letras y ciencias humanas, que aventajó mucho a sus condiscípulos, de los cuales
  • 426. era muy querido y respetado. Con ello logró en la ciudad fama de santo y sabio mancebo. Así llegó a los trece años, habiendo ganado todos los corazones por su asiduidad al estudio y vida ejemplar. De aquella influen­cia que tenía en la ciudad, servíase el santo estudiante para traer a los paganos al conocimiento de Jesucristo: por eso fue encarcelado. MAMÉS Y AURELIANO. — EL DESIERTO Ha l lá ba se por entonces el emperador Aureliano en Egea, ciudad si­tuada en la desembocadura del río Piramo, poco distante de Capa-docia. Allí mandó llevar al santo mancebo el gobernador de Cesarea. Aureliano creyó hallar ocasión propicia para triunfar del cristianismo; como tenía que pelear con un muchacho, esperaba vencer fácilmente su resistencia. Probó, pues, de doblegar la constancia del Santo con halaga­doras promesas. «Amigo mío —le dijo—, se te presenta en tu juventud muy brillante carrera. La fortuna te ofrece en este día dicha y gloria. Si lo quieres, puedes desde hoy tener parte conmigo en mis grandezas y placeres, sacrifica en el altar de Serapis, y tendrás habitación en mi pro­pio palacio, y aun comerás conmigo. Te honraré y mandaré que todos te honren de tal manera, que los hombres más nobles y principales de la nación envidiarán tu suerte. Basta, para ello, con un gesto sencillísimo». Pero hacía tiempo que el Santo sabía menospreciar honras y placeres, no hizo caso alguno de las vanas promesas del emperador y ni siquiera se dignó contestar a lo que le decía. Este silencio mortificó a Aureliano, el cual mudó de táctica, y amenazó al santo mancebo con atrocísimos tormentos. Cuando el niño vio que su juez se había sosegado un tanto, díjole con mansedumbre y valor- «Guárdeme el Señor mi Dios, ¡oh em­perador!, de dar culto a imágenes de piedra y mármol que carecen de movimiento y de vida. Podéis dar de mano a vuestras promesas y ame­nazas, prefiero sacrificar mi vida por mi Señor Jesucristo, que poseer las riquezas del mundo entero- mi grandeza, mi gloria y mi felicidad, serán morir por mi Dios». Enojado y fuera de sí, mandó Aureliano que en su presencia desnu­dasen al niño y le azotasen cruelmente. Pronto brotó sangre, y hasta las gradas del trono imperial saltaron pedacitos de la carne del mártir. El valeroso niño permaneció impasible, como si fuera un sueño. Ordenó Aureliano a los lictores que cesasen de azotarle, y fingiendo compadecerse del mártir, díjole: «Oye, amigo, di sólo una palabra: basta que me declares que quieres ofrecer sacrificio a los dioses y te dejaré ir. —Guardaréme mucho de renunciar a la fe cristiana. Creo en Jesucristo, y
  • 427. a pesar de todos los tormentos, no puedo renegar ni de pensamiento, ni de palabra, del Dios a quien adoro. No puedo, me lo impide el amor». Ciego de rabia, mandó el emperador que abrasasen qoii hachas encen­didas los costados del valeroso mancebo y los miembros todos de aquel cuerpecito ya tan atrozmente herido; pero las llamas respetaron al mártir y volviéronse hacia los verdugos como si quisieran abrasarlos a ellos. En­furecióse Aureliano al ver que nada conseguía con aquel cruelísimo tor­mento y mandó que apedreasen al santo niño. Pero fue en balde, porque al mártir le parecían las piedras como rosas y perlas destinadas a entre­tejer su corona celestial, y las recibía con muy cándida sonrisa. El emperador desconfió al fin de poder doblegar la constancia del va­leroso niño, y así mandó que le arrojasen al mar, después de atarle al cuello una pesada masa de plomo; pero un ángel se apareció en figura humana a los presentes y cercó de resplandores al niño. Los verdugos, al verle, huyeron muy asustados. Rompiéronse al mismo tiempo las atadu­ras del Santo, y éste, viéndose solo y libre, marchó a ocultarse en la so­ledad que le había mostrado el celestial libertador. Había en los alrededores de Cesarea un encumbrado monte llamado Argeo, que servia de guarida a las bestias fieras, por lo que nadie solía acercarse a aquel lugar. En ese monte fue a esconderse el santo niño, can­tando al Señor himnos de gracias, mientras Aureliano, loco de rabia, man­daba buscarlo por todas partes, mas no podían dar con él. Allá en el silencio y la soledad, preparóse el Santo, como otro Moisés, para cumplir fielmente la voluntad del Señor. Cuarenta días estuvo sin comer ni beber, mortificando al mismo tiempo su cuerpo con muchas ma­neras de penitencias. Edificó un oratorio o ermita en sitio apartado del monte, y allí pasaba casi todo el día, meditando las verdades eternas ante una cruz de madera. Un ángel se le apareció, y le entregó un milagroso libro de los Evangelios. Abriólo el joven solitario y empezó a leer en voz alta el sagrado texto; ¡cosa maravillosa!, los árboles de los alrededores se estremecieron repentinamente, y las fieras acudieron a oir la voz del Santo, y le rodearon mansamente como si hubiesen perdido su natural ferocidad. Desde entonces, acudían diariamente. A su voz, juntábanse leones y osos, corderitos y ovejas, y con él permanecían mientras no los despedía. Hasta refiere Montbricio que el intrépido joven se alimentaba con la leche de las cabras y ovejas monteses, las cuales se dejaban ordeñar muy dócilmente y sin mostrar temor alguno en acercarse a él. Tres años permaneció el hijo de Teodoto y Rufina en aquella soledad, dedicado enteramente a la oración, estudio y trabajo, aunque sin dejar de prepararse para el caso, muy posible, de que los perseguidores dieran con su refugio y volvieran para él las pruebas del martirio.
  • 428. ......................... Es t a n d o en la soledad San Mantés tiene por compañeros ama­bles y respetuosos a las fieras que ante él parecen haber perdido su ferocidad. Juntos con los leones y los osos han venido los ciervos, las ovejas y los corderitos que no se marcharán hasta que el Santo les dé la despedida.
  • 429. NUEVA DETENCIÓN. — INTERROGATORIO o fue bastante la oscuridad y apartamiento del bosque para impedir que el gobernador de la provincia tuviese noticia de los milagros del Santo. Envió al monte Argeo dos guardias de a caballo con orden de buscar el paradero del joven cristiano rebelde a los decretos imperiales, y traerle maniatado a su tribunal. El Santo recibió aviso del cielo de lo que iba a suceder. Salió al encuentro de los soldados, los cuales le pre­guntaron si tenía noticia de un joven llamado Mamés, que vivía en aque­llos parajes, y si podía decirles dónde se hallaba oculto. «Amigos —les dijo—, primeramente os convido a mi frugal comida campestre». Habien­do ya comido, abrió el libro de los Evangelios, y con voz potente leyó algunos versículos. Al punto acudieron las fieras del monte, para rodear­los. Los soldados, muy asustados, se acercaron a su huésped pidiendo protección. «No temáis —les dijo el Santo— , yo mismo soy aquel a quien buscáis. Id pues, volved a casa de vuestro amo, y decidle que llegaré a su presencia poco después de vosotros. Inmediatamente os seguiré». Despidió luego a las fieras y permaneció en oración mientras huían los soldados, contentos de haber salido de aquel peligro a tan poca costa. Llegó finalmente para el valeroso mancebo la hora de la suprema lucha. fortalecido con la oración y la gracia, partió para Cesarea, y se fue de­recho al palacio del gobernador. Allí se hallaban los dos soldados envia­dos para detenerle, los cuales estaban dando cuenta de su embajada. —¿Eres tú por ventura —le preguntó el gobernador— el famoso mago de quien todos hablan, que sabes encantar a las fieras del desierto? —Yo soy tan sólo un siervo de Jesucristo —respondió el santo mozo— , para los magos e idólatras es el fuego eterno; pero yo no sé de magia ni de encantamientos ni me he preocupado jamás de esas tonterías. —Bueno, bueno —repuso el gobernador—, ¿por qué arte secreto do­mesticas a las fieras, y por qué persistes en no querer adorar a nuestros dioses? Contesta, que si no, te arrancaré el secreto con atroces tormen­tos y castigos y sin que valgan tus encantamientos para nada. —Nada tengo que añadir a lo dicho. Adoro a Jesucristo y le serviré amorosamente, aun a costa de mi vida. Puedes atormentar mi cuerpo, pero no mi alma. Mi auxilio y mi fuerza los tiene el Señor en sus manos. —Jura por el César que no eres hechicero y te daré libertad. —Yo no juro ni por los hombres ni por los demonios, no tengo más Dios que el que gobierna cielos y tierra y sólo juraré en su nombre. —Mira, joven —repuso el gobernador con tono moderado—, hábla-me tranquilamente. Me dan lástima tu temprana edad y tu hermosura.
  • 430. —Y a mí ir.e duele tu ceguera —le contestó el valeroso mártir. — ¡Vaya locura y temeridad! —exclamó el gobernador—. ¡Atreverte a resistir a los augustos emperadores y a ultrajarme! Los tormentos te darán sabiduría y te recordarán tus obligaciones con mejor elocuencia. Y dicho esto, hizo preparar varas y látigos para azotarle. MARTIRIO Y MUERTE DEL SANTO Ma n d ó el gobernador que extendiesen al mártir en el ecúleo, y le moliesen con azotes; pero el Santo mostró la misma fortaleza y constancia que antes mostrara frente al emperador, y ni siquiera abrió su boca para quejarse. El gobernador achacó la aparente insensibilidad del mártir a la poca fuerza de los latigazos y ordenó a los verdugos que arreciaran los golpes. Hiciéronlo ellos así, y azotáronle con tanta furia, que pronto se vieron las entrañas ensangrentadas del glorioso con­fesor de la fe. Oyóse tina voz del cielo que decía. «Ánimo, Mamés; pelea valerosamente, porque ya se acerca la hora del premio». Vencido y avergonzado, quiso el gobernador acabar de una vez, y mandó arrojar al mártir en lóbrega cárcel con la esperanza de que allí moriría después de tantos padecimientos. El santo mozo alentó a los cuarenta cristianos que se hallaban dete­nidos en aquella cárcel, y luego se apartó a orar. De noche bajó un ángel del cielo, y abrió a los cautivos las puertas como en otros tiempos al apóstol San Pedro. Todos ellos salieron excepto nuestro Santo, el cual se preparó con recogimiento y sosiego al combate supremo. Al siguiente día, supo el gobernador que aun vivía el intrépido mártir, y quedó muy admirado. Pero pensando entonces en la vergonzosa derrota de la víspera, mandó traerle de nuevo a su tribunal. —Confío, amigo —le dijo en presencia de la muchedumbre—, que ha­brás reflexionado y sacrificarás hoy a nuestros dioses. —¿A qué dioses? Yo conozco sólo a uno. —Nosotros tenemos muchos, mira cómo te observa el joven Apolo. —Bien dices —repuso el mártir— ; vuestros dioses tienen nombre que les cuadran; Apolo significa «perdición», y efectivamente, cuantos le ofrecen sacrificios pierden su alma para siempre. —Pero, ¿no sabes que he mandado encender un horno espantoso? —Ruégote —le contestó el joven— que no tardes más tiempo en em­plearlo. Ya no te hablaré palabra. Adelantándose entonces a los verdugos que venían a encadenarle, el
  • 431. Santo, como si a lugar de delicias entrase,, se arrojó de por sí dentro de aquel homo encendido que causaba espanto a los espectadores. Dicen los autores que el esforzado confesor permaneció en él tres días, y que «se hallaba en medio de las llamas, tan a gusto como en una pra­dera cubierta de flores», alabando al Señor, y convidando a todas las criaturas a celebrar su divina grandeza como los tres jóvenes hebreos del Antiguo Testamento. Todos los presentes y el mismo gobernador, fueron testigos del maravilloso prodigio. Mandó entonces el cruel juez que arroja­sen al santo mozo al anfiteatro, para que muriese pasto de las fieras; pero los osos se echaron mansamente a sus pies como para besarlos, los leopardos le acariciaron y le lamieron las llagas, y los demás animales permanecieron echados en el suelo sin hacerle ningún daño. Hubo entonces fuerte griterío en la muchedumbre; unos alababan al poderoso Dios de Mamés, obrador de aquel prodigio; otros, en cambio, gritaban contra él desaforadamente cual si de un hechicero se tratase. De pronto se oye gran tumulto en la puerta del circo. « ¡ Auxilio, auxilio!», gritan de todas partes. Un león bajado del monte acaba de entrar en el anfiteatro sembrando por doquier la consternación y la muerte. Llegado ante el mártir, parece saludarlo con admiración y res­peto. El Santo le acaricia, y le manda que no haga daño a nadie y que se vuelva al monte. La fiera parece haber entendido y se retira. Con esto, el gobernador, ciego ya de cólera, mandó a un soldado que fuese a atravesar el cuerpo del enemigo de los dioses con un tridente de hierro. Obedeció al punto el soldado, y abalanzándose con furia sobre el inocente mancebo, le dio tan violento golpe, que hundió las tres puntas de hierro hasta el mango en el cuerpo del mártir. Con este tormento en­tregó Mamés al Señor su gloriosa alma. De noche vinieron algunos cris­tianos de Cesarea, tomaron secretamente el sagrado cuerpo del mártir y lo enterraron en una cueva que había cerca de la ciudad. Sucedió su martirio, a lo que se cree, el día 17 de agosto del año 275. SUS RELIQUIAS Y CULTO A los pocos años edificaron los cristianos un templo sobre el sepulcro de este santo mártir. Su devoción se extendió en breve tiempo por todas las Iglesias Orientales. San Gregorio Nacianceno hizo por los años de 389 un panegírico muy elocuente de San Mamés. Los historiadores griegos Zonares, Cedreno y Nicéforo hablan a menudo en sus escritos del monasterio de Constantinopla que estaba dedicado a nuestro Santo. No tardó en edificarse un templo en Roma con advocación de este glo­
  • 432. rioso mártir de Cristo. A él fue en procesión el papa San Gregorio Magno con el clero y fieles de Roma, el día de la festividad del insigne mártir, y allí predicó su trigésimaquinta homilía. Las reliquias de San Mamés fueron tal vez trasladadas a Jerusalén mientras imperaba Constantino. Andando los años repartiéronse entre varias iglesias. Así llegaron algunas hasta la ciudad de Poitiers por la soli­citud de la reina Santa Radegunda, que era devotísima de este santo mártir y las hizo traer al monasterio de la Santa Cruz. En tiempo de las Cruzadas, algunos caballeros que volvían de Tierra Santa fueron testigos, en el viaje, de un hecho prodigioso. Habíanse dete­nido en las afueras de la ciudad de Langres, y al querer proseguir el viaje, no pudieron levantar del suelo las reliquias de San Mamés que consigo llevaban. El obispo de aquella ciudad, al tener noticia del prodigio, salió en solemne procesión y pudo trasladarlas a la catedral sin dificultad nin­guna. Dicha catedral se llamó después de San Mamés, y en ella se ve­neran algunos huesos del mártir; particualarmente un brazo y el sagrado cráneo, encerrado en preciosísimo relicario de plata dorada, el cual suele exponerse a la veneración de los fieles el día de la festividad del Santo. El culto de este gloriosísimo mártir viene ya de muy antiguo y ha sido extraordinariamente popular entre los cristianos. Quizá explique en parte esta devoción la bella historia de su vida, algunos de cuyos pormenores aparecen en sus Actas con el carácter de lo sobrenatural y milagroso. Suele invocársele en los casos de rabia, pero de muy especial manera, contra los dolores de entrañas y trastornos intestinales. La iglesia parroquial de Corro de Munt, del obispado de Barcelona, lo tiens por patrono, y por su intercesión poderosísima han obtenido los fieles singulares mercedes y muy abundantes beneficios. S A.N T O R A L Santos Jacinto, dominico; Mamés o Mamerio, mártir; Anastasio, obispo venerado en Terni; Liberato, Bonifacio, Servo, Rústico, Rogato, Séptimo y Máxi­mo, mártires; Estratón, Felipe y Eutiquiano, martirizados en Nicomedia; Mirón, presbítero, mártir en Acaya; Pablo, martirizado en Tolemaida, con su hermana Juliana, y con Estratónico, Acacio y Cuadrato; Amador, abad en Baviera. Beatos Carlomán, confesor; Francisco de Santa María, francis­cano y compañeros, mártires en el Japón; Martín de Santa María, francis­cano. Santa Juliana, martirizada al mismo tiempo que su hermano Pablo. Beata Emilia Bicchieri, dominica
  • 433. Estandarte glorioso e instrumentos de nuestra Redención D Í A 18 D E A G O S T O S A N T A E L E NA EMPERATRIZ (2487-328) Pr e s é n t a n o s la Historia a Flavia Julia Elena como a madre de Constantino el Grande, primer emperador romano cristiano y fun­dador de la ciudad de Constantinopla. El recuerdo de esta ilustre matrona va, además, inseparablemente unido al acontecimiento memora­ble de la invención de la Vera Cruz, instrumento de nuestra Redención. Esta matrona, salida de las humildes capas sociales y encumbrada después a la más alta dignidad, preséntasenos, una vez convertida, como creyente apasionada por su Dios, animada del más vivo celo por la fe y el culto cristiano y dechado de humildad, de bondad nunca desmentida y de ca­ridad inagotable para con los pobres y desheredados de la fortuna. En una palabra, muéstrasenos como el prototipo de la emperatriz cristiana. Mucho se ha discutido en épocas pasadas acerca del lugar del naci­miento de Elena. Suponen algunos que nació en Inglaterra, pero en nuestros días tiénese como cosa averiguada que nació por los años 248, en Drepana —hoy Yalova—, hermosa villa de Bitinia, en la vertiente me­ridional del golfo de Nicomedia, y estación termal muy frecuentada. Sus padres eran paganos y de humilde condición. En esta pequeña población, que más tarde elevará Constantino a la categoría de ciudad con el nombre
  • 434. de Helenópolis, en memoria de su madre, se crió la niña, ejerciendo para ganarse la vida la humildísima profesión de moza de posada. Un tribuno militar, oriundo de Iliria, por nombre Constancio Cloro, en ocasión de pasar por Drepana, prendóse tan ciegamente de la hermo­sura y viveza de la joven, y se la pidió a su padre por esposa (273). Ni uno ni otra —él a causa de su profesión militar, y ella por no ser romana—■ podían aspirar al matrimonio que se calificaba entonces de legítimo o de pleno derecho. Por eso, cuando en 293 Constancio Cloro llegó a ser César de las Galias, de la Gran Bretaña y de España, pudo legalmente —y a ello se vio obligado para conservar el imperio y excusar otros inconve­nientes— repudiar a Elena para casarse con Teodora, hijastra del empe­rador Maximino. Elena acompañó a su marido en las diversas etapas de su carrera militar. En Naisus (Nish) nació Constantino, aquel hijo que debía ser su orgullo, el consuelo de su vida y gloria del imperio romano. CONVERSIÓN DE ELENA Te n ía Elena cuarenta y cinco años próximamente cuando hubo de se­pararse de Constancio, su marido, y de su mismo hijo. La separa­ción duró trece años, durante los cuales Elena desaparece de la Historia, aunque no de la leyenda. Es muy verosímil que viviera lo más cerca posible de Constantino, a quien amaba con amor exclusivo y vigilante, y, por fortuna suya, fielmente correspondido como más tarde se vio. A la muerte de Constancio Cloro (306), Constantino fue proclamado Augusto; pero en aquel momento reinaban hasta seis emperadores a la vez. Mediante una serie de batallas victoriosas, y por procedimientos di­plomáticos no siempre honrados, logró Constantino vencer en Occidente a todos los rivales que le disputaban el imperio. En 312, después de la batalla de Puente Milvio, entró en Roma ostentando en el Lábaro imperial el monograma de Cristo. Desde entonces abrazó oficialmente la fe cris­tiana, si bien difirió hasta el fin de su vida el recibir el bautismo. No tardó Elena en juntarse con su hijo ya dueño absoluto de Occi­dente. Profunda fue la alegría que experimentó por ello, y, al fin, rindióse también al Dios de los cristianos que le había otorgado semejante dicha. El emperador —dice el historiador Eusebio— volvió a su madre, hasta entonces ignorante del verdadero Dios, tan piadosa y tan fervorosa cual si se hubiera educado en la escuela misma del Salvador. Elena ingresaba en el cristianismo en el ocaso de su vida, pues que contaba ya más de sesenta años; pero desde entonces fue cristiana con toda su alma ardiente.
  • 435. LA EMPERATRIZ Hacia el año 317, Constantino otorgó a su madre el título de Augusta; la colmó de bienes, de honores y consideraciones; abrióle el tesoro imperial; le adjudicó una corte y un palacio —el Sessórium, cerca de Letrán— e hizo acuñar moneda de oro que llevaba su efigie. Valióse Elena de la influencia que sobre su hijo tenía para moverle a tratar a la Iglesia y a sus ministros con toda suerte de atenciones y miramientos. Con su valioso concurso, construyó y adornó la emperatriz varias basí­licas romanas; devolvió a los cristianos los bienes confiscados y los cargos de que habían sido despojados; interesóse por la suerte de los encarce­lados y de los condenados a la minas e intervino para que Constantino suavizara la legislación sobrado cruel de entonces. Dueña de los tesoros del imperio hizo partícipes a los pobres, distribuyendo entre ellos trigo, vestidos, dinero y auxilios de toda especie. No había miseria ni necesidad a las que no pusiera remedio con el sincero cariño de las almas grandes. Aun esperaba a la emperatriz una nueva alegría con la recuperación de los Santos Lugares para el culto cristiano: obra magnífica de Constantino. No sin político designio, había establecido el emperador Adriano en Jerusalén una colonia romana, y había prohibido a los judíos el acceso a la ciudad, organizada a la manera de todas las demás y dotada también de termas, templos paganos, etc. Para alejar a los cristianos del sepulcro del Salvador y del Calvario hizo cubrir el suelo primitivo de dichos luga­res con un terraplén como de unos cien metros de largo, donde, entre hermosos jardines, surgía en el Calvario la estatua de Júpiter, y en el Santo Sepucro, la de Venus. Dios permitió tales profanaciones para que se con­servaran los Santos Lugares en aquellos siglos de violenta persecución. Con ocasión del Concilio ecuménico de Nicea (325), varios obispos, y especialmente —a lo que parece— el de Jerusalén, hicieron presente al emperador Constantino la triste situación de los lugares santificados por la muerte y resurrección de Cristo. El emperador ordenó el derribo de estatuas, ídolos y templos paganos e hizo las más celosas diligencias para encontrar el emplazamiento de los monumentos primitivos. Lleváronse los trabajos con rapidez, durante todo el año de 326, y muy pronto apa­recieron el Calvario y el sepulcro del Salvador. En carta del emperador Constantino a San Macario, obispo de Jerusalén, le indica su expresa voluntad de que en el sepulcro se levante una suntuosa basílica que por la riqueza de los materiales y por su decoración sea digna de Él. El empe­rador añade que se encarga de costear los gastos de la construcción. Por aquellos días dio principio en Bitinia la celebración de las vice­
  • 436. nales del emperador, que debían terminarse en Roma con grandes feste­jos, y, en consecuencia, la familia imperial, a excepción de Elena, se en­caminó a la gran urbe. El recibimiento fue un tanto frío, pues los romanos conservaban secreto rencor a Constantino por haber abandonado su ca­pital y su culto, y hasta ocurrió que el príncipe —en parte por culpa suya— fue objeto de violentas injurias. Fausta, su esposa, y sus cuñados aprovecharon la conyuntura para calumniar ignominiosamente a Crispo, hijo del emperador en su primer matrimonio, y Constantino, privado de los consejos de su madre, tuvo la fragilidad le dar crédito a las tendenciosas acusaciones de su mujer. El inocente Crispo fue, pues, arrestado y llevado a Pola de Istria, donde se le dio muerte sin trámite ni juicio alguno. La emperatriz había llegado tarde a Roma para salvar la vida de su nieto. Pero al menos consiguió desengañar al desventurado padre hacién­dole comprender su falta. Constantino, en lugar de arrepentirse, dejóse llevar de la ira v se vengó de cuantos le habían engañado, dándoles muerte. Elena, si bien quedó muy apenada por aquella cruel solución, no perdió la esperanza de enderezar los sentimientos del emperador, y pro­curó, satisfacer en su nombre a la divina justicia con grandes penitencias. PEREGRINACIÓN A LOS SANTOS LUGARES Hacia fines del año 326, inspirada de Dios, partió la emperatriz a Oriente por los Balcanes. Pronto cundió la noticia de que la madre del emperador se dirigía en peregrinación a Jerusalén. Sin duda la movía el deseo de dar pábulo a su piedad; pero también anhelaba dar gracias al Señor y pedirle por su hijo y por su nieto. Elena, aunque cargada de años, cumplió su propósito con infantil ardor —dice el historiador Eusebio—. Probablemente siguió la ruta con­tinental, pues visitó las provincias orientales del imperio. A su paso por las ciudades y pueblos mostraba una solicitud y generosidad regias, y re­cibía, en cambio, el respetuoso pero entusiasta homenaje de los morado­res que en tropel acudían para ver a aquella princesa extraordinaria. Es de imaginar el fervor y la piedad con que la cristiana emperatriz veneraría los Santos Lugares. Satisfecha ya su devoción, propúsose dejar allí magníficas y verdaderas pruebas de su munificencia. Habíale abierto su augusto hijo el tesoro imperial para que pudiera ella llevar a cabo sus piadosos designios, y en verdad que supo aprovechar la esplendidez con que se le brindaba, pues mandó levantar dos suntuosas basílicas, de­seosa de conservar en ellas como preciada reliquia los vestigios del Señor. Una de ellas fue la de Belén, en la gruta misma donde nació Jesús; la
  • 437. Sa n t a Elena experimenta gran alegría y devoción con el descubri­miento de las tres cruces: la de Cristo nuestro Redentor y las de los dos ladrones; pero tan apartado se encontró el título de la cruz de Cristo, que no era posible entender cuál fuera ¡a del Señor. Pronto lo declaró un portentoso milagro.
  • 438. otra es la célebre basílica de Eleona —o de los Olivos—, casi en la cumbre del monte Olívete, en memoria de la Ascensión, en el lugar donde solía el Señor adoctrinar a los Apóstoles. Ambos monumentos, de una belleza extraordinaria, fueron, juntamente con la basílica de la Re­surrección, los santuarios más venerados de la antigüedad cristiana y centro acostumbrado de numerosas peregrinaciones. INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ En la oración fúnebre pronunciada en 395, con motivo de las honras de Teodosio el Grande, alaba San Ambrosio la dicha de Constantino por haber tenido una madre que atrajo la protección divina sobre todas sus empresas, y dice él en el mismo sermón que, movida del Espíritu Santo, fue Elena a venerar los Santos Lugares. Llegada al Gólgota —lu­gar del divino combate— buscó el trofeo de la victoria, el estandarte de la salvación, que el demonio ocultara por manos de sus satélites. En unas canteras, próximas al Calvario, abríase una profunda excavación bajo una roca, y en ella, la tarde misma del Viernes Santo, fueron arrojados los patíbulos de los tres crucificados. Cuando, más tarde, Adriano llevó a cabo la nivelación del Calvario, desaparecieron aquéllos bajo la tierra añadida. Con el fin, pues, de hallar las reliquias de la Pasión, mandó Elena cavar el suelo hasta que se consiguió dar con las tres cruces. No es para decir la inmensa alegría que se apoderó del corazón de la piado­sísima emperatriz ante el descubrimiento y con cuánto fervor agradeció al Cielo aquel grandísimo honor que a ella tema reservado. Pero aún faltaba por descubrir cuál de las tres era la del Salvador. En los comienzos del siglo v nos referirá Rufino —y el relato lo trae el Breviario romano, en las lecciones de la Invención de la Santa Cruz, día 3 de mayo— cómo una curación milagrosa obtenida al contacto del santo madero sirvió para identificarla de modo irrecusable. Halláronse asimismo en aquel lugar, el rótulo y los clavos que atravesaron las manos y pies del Salvador. Según refiere la tradición, uno de ellos fue engastado en el casco o tal vez en la corona de Constantino, para que de ese modo, el respeto tributado a la persona del emperador alcanzara también a Cris­to, de quien él era sólo mandatario en el gobierno del pueblo. La porción más considerable del Sagrado Madero se quedó en Jeru-salén, en el santuario denominado de la Cruz. Otra porción con el rótulo y un clavo, fue enviada, según reza el Líber pontificalis, a Roma, en vida del emperador, y colocada en la iglesia erigida por Santa Elena en su pa­lacio Sesoriano, de donde dicha basílica tomó el nombre de Santa Cruz
  • 439. de Jerusalén, que ha conservado. La tradición bizantina atestigua tam­bién el envío a Constantinopla de la otra parte de la Vera Cruz. San Cirilo, que vivía en Jerusalén a mediados del siglo iv, afirma la existencia de la cruz del Salvador en dicha ciudad. Por aquella misma época las reliquias de la cruz estaban ya esparcidas por el Oriente y el Occidente; en Constantinopla llevábanse al cuello engastadas en oro. En los siglos sucesivos, sobre todo en la Edad Media y en el Renacimien­to, el arte cristiano representó en variadas formas la escena de la inven­ción de la Santa Cruz por la emperatriz Elena. Tanto en las miniaturas como en las imágenes y pinturas y relicarios, Constantino y su madre ocupan a menudo respectivamente la derecha e izquierda de la Cruz, recordando de ese modo su papel en lo que concierne al hallazgo del lábaro glorioso de nuestra redención en aquellos memorables días. Pasados algunos días, regresó Elena a Constantinopla feliz de haber reavivado su piedad y templado su fe precisamente en el lugar donde el Salvador muriera por sus criaturas. Antes de despedirse de Tierra Santa visitó los monasterios de vírgenes consagradas a Dios, con tanta modestia y abatimiento de su imperial persona, que ella misma, vestida pobremen­te, las servía cual si fuera su criada, y considerándolas como a esposas de Cristo. SU MUERTE Viaje tan largo era más que suficiente para agotar las fuerzas de una mujer ya casi octogenaria. Poco después de su viaje a Nicomedia y seguidamente a Constantinopla, comprendió Elena que su última hora se avecinaba. Entendiéndolo así, otorgó testamento, por el que distribuía su patrimonio entre su hijo y sus nietos —hijos de la desventurada Faus­ta—, y en el que recomendaba a Constantino que se portara como bueno y gobernara a sus vasallos con justicia y equidad. Pocos días después exhaló el postrer aliento, en brazos de Constantino, en el mes de agosto del año 328 ó 329, problamente el día 18, fecha en que se celebra su fiesta. El fallecimiento de la emperatriz tuvo carácter de duelo nacional. Fue muy llorada en todo el imperio, sobre todo por la Iglesia católica, los de humilde posición y los pobres a quienes tanto socorría en vida. En aten­ción a la dignidad de que estaba investida y a los eminentes servicios que en su larga carrera prestó, mandó Constantino solemnísimos funerales en Constantinopla. El cadáver, acompañado de numeroso cortejo, fue más tarde trasladado a Roma y colocado en el sarcófago y mausoleo que el emperador mandara disponer para sí mismo cuando no había pensado todavía fijar su residencia a orillas del Bosforo. Dicho mausoleo se ha-
  • 440. liaba situado en las afueras de Roma, en la Via Labicand, en un paraje denominado Tor Pignattara, ño lejos de la quinta Constantiria. A su izquierda abríase la catacumba de los santos mártires Pedro y Marcelino, y a pausa de la proximidad del sepulcro de Santd Elena, la pequeña ca­tacumba y su iglesia fueron designadas a veces por la indicación: Ab Sanctam Helenam.. En la sala de la Cruz griega del Museo Vaticano puede verse un hermosísimo y artístico sarcófago de pórfido rojo, que lleva asimismo, el nombre de Santa Elena. TRASLACIÓN DE SUS RELIQUIAS De s d e el mausoleo imperial no tardaron en ser trasladados los restos de la emperatriz, ya sea por previsión o por otro motivo que se ignora, a la cripta vecina de los santos mártires. A mediados del siglo iv, época de tráfico y de pillaje de reliquias romanas, un presbítero de Reims por nombre Teutgis, muy devoto de Santa Elena, pues que a ella debía la curación, acertó —en ocasión de una peregrinación a su sepulcro— a traerse consigo parte considerable de su cuerpo. El diácono romano a cargo de la administración de la catacumba de los Santos Pedro y Marce­lino facilitaría, a no dudarlo, semejante operación. Quedó en el sarcófago la cabeza, los brazos y las extremidades inferiores. A la llegada de las reliquias a la diócesis de Reims, el cabildo de dicha ciudad creyóse en el deber de enviar a Roma dos delegados para que hicieran una inves­tigación discreta y concienzuda a la vez, acerca de la autenticidad de los huesos llevados por el presbítero peregrino, y dicha investigación dio al cabildo plena tranquilidad, siendo depositadas las reliquias de Santa Elena en la abadía benedictina de Hautvilliers. Pronto acudieron a venerarlas gentes de toda la Champaña, y aun de Francia entera. Las peregrinaciones más señaladas eran las del 18 de agosto y 14 de septiembre, días en que la iglesia de Oriente celebra el aniversario de la invención de la Santa Cruz. (En Occidente dicha fiesta se celebra el día 3 de mayo, reserván­dose la fecha 14 de septiembre para honrar la exaltación de la Santa Cruz). Celebrábase solemne novena en la Pascua de Pentecostés, y en las tres circunstancias apuntadas, se exponía la urna a la veneración de los fieles. El 7 de febrero se conmemoraba la traslación de las reliquias de la Santa, que se hallaban envueltas en un sudario de seda con dibujos inspirados en el arte bizantino. Aun existen. Puédese fácilmente seguir la suerte de las reliquias de Santa Elena a través de los siglos en el monasterio de Hautvilliers, gracias a diversos procesos verbales de autenticidad y al rela­to de numerosos milagros conseguidos al contacto de dichas reliquias.
  • 441. En 1820, a petición de la duquesa de Angulema, fueron cedidas por acta notarial a los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro establecidos en París, y depositadas en la iglesia de San Lupo o Lope, donde reciben hoy la veneración de los fieles. Los restos que Teutgis dejara en Roma, en el sepulcro de Santa Elena, ofrecían poca seguridad y por eso fueron trasladados —tal vez en el siglo x ii o quizá antes— al interior de la ciudad En la parte izquierda del crucero de la iglesia «Santa María» in Ara Cceli de Roma, existe una capilla dedicada Santa Elena que atesora en preciosa urna de pórfido algunos restos de su cuerpo, juntamente con los de los mártires Abundio y Abundancio. La archibasílica de San Juan de Letrán y la iglesia de Santa Sabina en el monte Aventino, dan también a venerar algunos de sus huesos. La cabeza se muestra en la abadía de San Matías de Tréveris. Todo ello atestigua la profunda veneración que siempre ha tenido el pueblo cristiano para con la memoria de aquella nobilísima señora que hizo de la cumbre del imperio un escalón para llegar a muy alta santidad. PATROCINIO Y CULTO LITÚRGICO La historia de Santa Elena va vinculada en la tradición católica á la de la invención de la Santa Cruz. Parece, pues, muy puesto en razón, que se invoque a esta Santa para hallar los objetos perdidos. Además, por tener la cruz la virtud de arrojar a los demonios, procede asimismo invocarla también para verse protegido contra los maleficios diabólicos. Santa Elena es patrona de los Caballeros del Santo Sepulcro y de la cofradía de la Santa Cruz en la iglesia de San Lupo, en París. S A N T O R A L Santos Agapito, mártir; los Mártires de Córdoba y Sahagún; Juan y Crispo, pres­bíteros, mártires en Roma; Fermín, obispo de Metz, y Agón, de Poitiers, Roque, confesor (véase día 16); Juan y Jorge, patriarcas de Constantinopla; Rainaldo, arzobispo de Ravena; Lauro y Floro, hermanos, mártires en lliria ; Hermas, Serapión y Poliano mártires en Roma, León, mártir en Mira de Licia. Beato Juan de Zumárraga, franciscano, arzobispo de Méjico, cuando la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Santas Elena, empe­ratriz; Clara de Montefalco, virgen; Juliana, mártir en Mira de Licia; Pi-lencia. Taciana, Marciana y otras, vírgenes y mártires, en Amasia (Turquía). Beata Beatriz de Silva, fundadora de la Concepcionistas.
  • 442. D ÍA 19 DE AGOS TO SAN J U A N EUDES CONFESOR Y FUNDADOR (1601-1680) Su s c it ó el Señor en medio del siglo x v i i a este santísimo sacerdote de ardiente y celoso corazón, para establecer y propagar el culto litúrgico de los Sagrados Corazones de Jesús y María, formar clérigos en los Seminarios y renovar el espíritu cristiano del pueblo por medio de la predicación y las misiones. Fundó nuestro Santo seis Seminarios, dio más de cien misiones en catorce diócesis de Francia, y dejó escritas multitud de obras ascéticas y místicas. Se sobrevivió a sí mismo en dos Institutos religiosos, el de los Eudistas y el de las Hermanas de la Ca­ridad de Nuestra Señora, de los que es Padre y fundador. El mismo Santo escribió un Memorial que facilita grandemente la tarea de referir su vida. Nació San Juan Eudes el día 14 de noviembre de 1601 en el humilde pueblecito de Ri, en la diócesis de Seez, en Francia. Su padre, Isaac, que había emprendido cuando joven la carrera del sacerdocio, pero que hubo de dejar por haber muerto su familia víctima de la peste, dedicá­base a la agricultura y era médico rural. Rezaba diariamente el breviario y era notoria su piedad así como la de su esposa Marta. Juan fue el primogénito de los siete hijos que tuvieron estos virtuosos consortes. Uno de ellos, Francisco, señor de Mezeray, vino a ser con el tiempo historiador
  • 443. de mérito. El nacimiento de Juan fue como la respuesta del cielo a un voto que hicieron sus padres de ir en peregrinación a una ermita de la Virgen del Socorro, distante como seis leguas del pueblo. Recien nacido este niño, «fruto de la oración más que de la naturaleza», ofreciéronle sus padres en agradecimiento a María en aquel santuario. El Señor favoreció al santo niño con dones admirables- agudo inge­nio, bondadoso corazón, voluntad recta y vigorosa, y, sobre todo, pro­fundo temor de Dios y gusto señalado por la piedad. Acercóse por vez primera a la Sagrada Mesa el día de Pentecostés del año 1613, y comulgó luego cada mes. A los catorce años, hizo voto de perpetua virginidad. Al paso que procuraba crecer en virtudes, abría de par en par su inteligencia a las lecciones de sus maestros, los Padres Jesuítas. Cinco o seis años frecuentó e! colegio de Mont, y salió aprovechadísimo en Humanidades. Con la gracia del Señor, conservó el virtuoso mancebo, en medio de los peligros de la ciudad, la pureza de su fe y costumbres, y acrecentó sobremanera su devoción. Por los años de 1618, entró Juan en la Congre­gación Mariana, y aquí recibió del Señor, por medio de María, gracias extrordinarias. El fervoroso congregante de la Virgen era espejo de sus condiscípulos, los cuales a una voz le llamaban «el devoto Eudes». Desde entonces miró a la Virgen no sólo como a Reina y Madre, sino aun como a Esposa suya amantísima; seguro de que esta elección sería muy del agrado de María, puso un anillo en el dedo de una de sus estatuas, escribió el contrato de esta santa unión, y lo firmó con su propia sangre. ABRAZA EL SACERDOCIO Ac o n s e jó l e su director espiritual que abrazase el estado eclesiástico. Este consejo fue para Juan una orden, y así de regreso al pueblo, declaró a sus padres que había resuelto hacerse sacerdote. Ellos habían olvidado la promesa que antaño hicieran a la Virgen del Socorro; ahora sólo pensaban en casar ventajosamente a su primogénito; pero vencidos por la denodada resistencia de su hijo, cedieron al fin. Por septiembre de 1620, recibió Juan en Seez la tonsura y las órdenes menores, y luego volvió a Caén para darse al estudio de la teología y demás ciencias ecle­siásticas. El javen clérigo juzgó que le sería difícil santificarse viviendo en medio del siglo, por eso, previo consejo de su confesor, y venciendo heroicamente la oposición de su familia, pidió y obtuvo ser admitido en la Sociedad del Oratorio de Jesús. Ocurría esto el año 1623. Entró Juan en el noviciado de París el día 25 de marzo de 1624. Fue maestro suyo el mismo fundador, gracias a cuyas lecciones y consejos ad­
  • 444. quirió en breve la vida de oración y unión con Jesús, características de la nueva Congregación, y, con ella, todas las demás virtudes sacerdotales y religiosas. Ya desde el noviciado fue Juan modelo acabado de jóvenes y ancianos. Pasado un año de vida tan santa y fervorosa, enviáronle a la residencia de Aubervilliers, próxima a París, para que allí se preparase al sacerdocio amparado por Nuestra Señora de las Virtudes, y aprendiese del celoso padre Carlos de Condrén el secreto de la verdadera devoción al Verbo encarnado. Se ordenó de sacerdote el 20 de diciembre de 1625, y dijo la primera misa la noche de Navidad. Al año siguiente sobrevínole una enfermedad que le obligó a guardar descanso casi absoluto. Admitiéronle definitivamente en el Oratorio el año 1627. Hallábase en París disponiéndose al ejercicio de la predicación, cuando le llegó una carta en que su padre le llamaba para que cuidase a los apestados de los pueblos del territorio de Argentán. Partió Juan con licencia del superior, y ayudado por un virtuoso párroco en cuya casa se hospedaba, recorrió aquellos pueblos, cuidaba a los enfermos, los confesaba y les adminis­traba el santo Viático. Los meses de septiembre y octubre pasólos Juan ejerciendo tan heroico ministerio de caridad con los apestados, y fue mi­lagro que ambos sacerdotes se librasen del contagio. Cuando hubo ya cesado aquel azote, pasó Juan al Oratorio de Caen para prepararse a la vida de misionero. Cuatro años duró esta preparación, pero la interrum­pió para asistir con abnegación suma a los apestados de dicha ciudad. Por entonces otra enfermedad gravísima le puso en trance de muerte. El año 1632, él y sus hermanos del Oratorio, dieron seis misiones en la diócesis de Coutances, en ellas predicó y confesó el siervo de Dios con mansedumbre y piedad tan eficaces, que aquellos sus primeros ensa­yos, fueron ya aciertos de maestro experimentado. Por eso, tras dos años más de retiro y estudio, el padre Condrén nombróle superior de las mi­siones del Oratorio en Normandía. Algunos obispos de aquellas tierras le llamaron para que predicase en sus diócesis los años 1635 a 1641, porque el santo misionero entusiasmaba a las muchedumbres con su férvida elocuencia, y lograba copiosísimos y consoladores frutos de penitencia. Fueron también maravillosos los resultados conseguidos en San Pedro con las misiones de Adviento del año 1639 y Cuaresma de 1640. Cierto día en que había comovido profundamente al auditorio con un vivo y espantoso cuadro de los divinos castigos, invitó a los oyentes, en un arran­que de celo, a que cayesen lodos de rodillas y clamasen con él « ¡ Mi­sericordia, Señor, misericordia!» Todos se arrodillaron y repitieron varias veces esas palabras tan compungidos, que las lágrimas eran generales. Igual provecho logró en la misión de Ruán el año de 1642. Muchas veces prorrumpieron en llanto sus oyentes al oírle predicar. Por espacio de tres
  • 445. meses asaltaron los penitentes los confesonarios; las conversiones no tenían cuento: montones de libros inmorales y cuadros preciosos pero des­honestos fueron quemados públicamente delante del santo misionero. Pre­dicó más adelante en San Malo y San Lo, en donde logró asimismo convertir a muchos calvinistas. FTJNDA LA CONGREGACIÓN DE JESÚS Y MARÍA Afl ig ía se sobremanera el padre Juan, al ver que a veces eran poco duraderos los frutos cosechados en las misiones por él y sus colabo­radores. Atribuíalo el celoso misionero a falta de pastores cultos y pia­dosos que tomasen a pechos el guardar con solicitud el fervor de los convertidos. Sus conferencias con los sacerdotes y los ejercicios que las acompañaban eran provechosos, pero insuficientes para remediar el mal. Hacían falta Seminarios donde los clérigos se preparasen a recibir las virtudes de su estado y los oficios propios de su ministerio. La mismo pensaban San Vicente de Paúl y otros muchos: el padre Juan se determi­nó a fundarlos. Creyó al principio poder llevar a efecto su determinación en el Oratorio. El Señor no lo quiso así. Aconsejado entonces por algunos virtuosos prelados, doctos religiosos y otras muchas personas santas y sabias, y alentado también por las palabras de una piadosa mujer llamada María de los Valles, célebre por sus estados místicos, determinó el padre J uan dejar el Oratorio y fundar una Congregación. El Cardenal Richelieu le llamó a París, le recibió muy honrosamente, le oyó con suma atención y aprobó sus propósitos; a principios de diciembre de 1642, el padre Juan recibió las patentes del rey, facultándole para fundar la Congregación. El santo varón, lleno de gozo, volvió a Caén, e inmediatamente dispuso las cosas para la fundación del nuevo Instituto que tanto le preocupaba. No escogió al acaso la fecha 25 de marzo de 1643 para la institución de la Sociedad. Determinóle a ello un elevado pensamiento: el de prose­guir los trabajos y oficios del Verbo encamado, y honrar principalmente la íntima unión de Jesús con su Madre Santísima. Determinado a em­pezar ese día con sus compañeros la vida que, consagrada al Hijo de Dios debía llevar el nuevo Instituto bajo el amparo y protección de María, des­pidióse de los Padres del Oratorio el día 24 por la mañana. Distante unos trece kilómetros de la ciudad de Caén, por la parte del mar, había una ermita dedicada a la Virgen María, que era lugar de peregrinación muy concurrido. Lo primero que hicieron Juan y sus cinco colaboradores fue ir en romería a dicho santuario, para consagrar a Jesús y a María sus per­sonas y las de sus sucesores. Después pasaron a vivir en su nueva casa,
  • 446. El cardenal Richelieu aprueba los proyectos de San Juan Eudes, y le promete ayuda y protección contra todos los que le cri­tican. le calumnian o le presentan obstáculos. A los pocos meses de esta entrevista el rey manda publicar decretos en los que da carác­ter oficial a su Congregación.
  • 447. confiados en la providencia del Señor y en el amparo de la Virgen María. San Juan Eudes llamó a su Instituto Congregación de Jesús y María, nombre que en el pensamiento del Sánto significaba Congregación de los Sagrados Nombres y Corazones de Jesús y María. Este nuevo Instituto, secular como lo era el del Oratorio, tenía como fin principal la formación de sacerdotes celosos en Seminarios y ejercicios espirituales, sólo después de esta obra primordial podían sus miembros misionar en las parroquias. Seis Seminarios fundó nuestro Santo entre los años 1643 y 1670; y, aunque muchos prelados le pidieron hiciese fundaciones en sus diócesis, sólo después de muerto el Santo pudieron sus hijos satisfacer aquellos deseos. En esta empresa, como en la fundación de los «Eudistas», salié­ronle al paso un sin fin de dificultades, oposiciones y contradiciones levantadas por la envidia, el odio y el vicio y el espíritu jansenista de la época, pero de todas triunfó el Santo por su piedad y heroica virtud. Con estar tan atareados en la fundación del nuevo Instituto, no dejó de evangelizar ciudades y pueblos, y aun tomó algunos hermanos, y re­corrió con ellos la Normandía y varias provincias de Francia. En todas partes se agolpaba la muchedumbre alrededor del Santo para oírle pre­dicar; durante los años 1643 a 1676 dio más de ochenta misiones, y logró en ellas conversiones maravillosas. Habíale el Señor otorgado las cuali­dades y dones peculiares del misionero perfecto: temperamento fogoso y audaz, y celo abrasado en las llamas del amor divino. Los contemporá­neos le miraban como a maestro de sagrada elocuencia, cuya palabra santa y enérgica, largo rato meditada en la presencia de Dios, brotaba de un corazón rebosante de caridad. Impugnaba con valor todos los vicios, cortaba de raíz los escándalos, y a todos predicaba la salvadora verdad, sin que pusieran trabas a su voz ni la dignidad, ni la nobleza de las personas. La caridad que mostraba en el confesonario atraía a los peni­tentes, porque, al fulminar contra los vicios, sabía apiadarse del pecador. INSTITUTO DE LA VIRGEN DE LA CARIDAD San Juan Eudes tuvo en sus misiones el grandísimo consuelo de volver a Dios algunas mujeres conocidas por insignes pecadoras. Ellas mis­mas pidieron al Santo que las dejase vivir en comunidad, como así lo hi­cieron, juntándose primero en casa de una santa y caritativa. señora, y más tarde, el año 1641, en un edificio más amplio y apropiado a su modo de vida. No fue esto del agrado del demonio, el cual sembró desaliento y envidia en las Madres directoras: todas ellas menos una dejaron el Re­fugio. Fue entonces el Santo a ver a las Salesas de Caén, y les suplicó que
  • 448. le diesen algunas religiosas para gobernar a las arrepentidas y formar nuevas directoras. Las Salesas vinieron en ello; el año de 1644, cediéronle tíés religiosas, una de las cuales, llamada Madre Patín, era mujer de mucha virtud y talen(p. Merced a su ayuda y cooperación, pudo nuestro Santo fundamentar la Orden de la Virgen de la Caridad, a la que dio lá regla de San Agustín. Además de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, las religiosas de esta Orden debían hacer voto especial de dedicarse a la conversión de las doncellas y mujeres perdidas o expues­tas a caer en graves desórdenes. Este «hospital de las almas» fue una ins­titución santamente audaz, muy combatida y probada de mil maneras. Tres conventos semejantes fundó el Santo y otros cuatro se estable­cieron después de su muerte. La Orden se extendió más todavía desde la época de la Revolución francesa; pasó las fronteras de Francia y fundó algunas residencias en Europa y América. Más aún; el convento de Angers, erigido en casa generalicia el año 1835 por Santa María de Santa Eufrasia Pelletier, forma una rama muy próspera de la Orden. Con el nombre de la Virgen de la Caridad del Buen Pastor de Angers, ha fun­dado en las cinco partes del mundo, conventos que prosperan. DEVOCIÓN A LOS SAGRADOS CORAZONES Ya desde niño tuvo San Juan Eudes ferventísima devoción a los Sa­grados Corazones de Jesús y María; hallamos vestigios manifiestos en una obra suya publicada el año de 1637 Al fundar la Congregación, ordenó en ella el culto al Sagrado Corazón, ordenando rezar algunas ora­ciones cotidianas como el Ave, Cor Sanctíssimun y la celebración de de­terminadas fiestas anuales. Lo propio hizo con las religiosas de la Virgen de la Caridad, especialmente consagradas al Corazón de María, como los sacerdotes lo estaban al Corazón de Jesús. Esta devoción no quedó confi­nada en sus comunidades: la propagó cuanto pudo en las misiones, por medio de la predicación, oraciones, publicación de opúsculos y celebración de fiestas, y no tardó en hacerse muy popular. El año de 1648, hizo celebrar en Autún, previa aprobación del obispo, la primera festividad pública del Santísimo Corazón de María, la cual se propagó rápidamente en otras diócesis y conventos, de suerte que veinti­cuatro años más tarde, en 1672, el padre Juan afirmaba que la celebraba ya toda Francia. El cardenal de Vendóme, legado a látere, oprobó el año de 1668 esta fiesta con el oficio compuesto por el Santo, y el papa Cle­mente IX dio asimismo su aprobación poco tiempo después. Su sucesor Clemente X, por seis Breves promulgados los años 1674 y 1675, reconoció
  • 449. y consagró la erección de las cofradías de los Corazones de Jesús y María establecidas en los Seminarios. Ya el día 29 de julio de 1672, el santo fundador mandó que en todas las casas del Instituto se celebrase con fe­cha 20 de octubre la fiesta del Sagrado Corazón (le Jesús. En Rennes, venía celebrándose con un bellísimo oficio compuesto por el mismo Santo. Esta solemnidad pasó en breve a todas las diócesis y conventos donde ya se celebraba la del Corazón de María. Con sobra de razón llamaron los Sumos Pontífices a San Juan Eudes, autor, padre, doctor, apóstol, promotor y propagador del culto litúrgico de los Corazones de Jesús y María, porque ya antes de las famosas re­velaciones de Paray-le-Monial trabajó de todas las maneras para propagar esta devoción, entonces tan combatida por los jansenistas. En las parro­quias donde daba misión, solía erigir cofradías de los Sagrados Corazones. Mas como en tales cofradías se admitía a todos los fieles, fundó para las mujeres que permaneciendo en el siglo deseaban hacer vida perfecta con­forme al Evangelio, una pía asociación que llamó Sociedad del Corazón de la Madre Admirable, cuyos socios se proponían guardar el celibato. La porción escogida la formaron siempre algunas doncellas y devotas viudas. Aun hoy día prospera esta asociación en la Bretaña francesa y en Nor-mandía, donde se la llama, por analogía con las Terceras Órdenes anti­guas, Orden Tercera del Sagrado Corazón, de la Virgen de la Caridad y también de los Eudistas. OPOSICIÓN AL JANSENISMO — ESCRITOS ASCÉTICOS San Juan Eudes fue enemigo declarado de los jansenistas, y esta actitud le atrajo cruelísimas persecuciones. No era, con todo, partidario de violentas y públicas disputas, fue de los moderados y prudentes, de aquellos que escudados en la doctrina tradicional de la Iglesia y en las constituciones pontificias, sabían hablar y obrar prudentemente cuando era menester. El capítulo de las persecuciones que le ocasionó esta conducta, aunque muy glorioso, es demasiado largo para traerlo en este lugar. Tampoco podemos exponer debidamente sus heroicas virtudes: la fe viva y luminosa que levantaba su alma de las cosas terrenas para hacér­selas ver todas ellas en Dios; aquella firme esperanza que en medio de las tormentas servía de estímulo a su fervor y decidido apostolado; aque­lla ardiente caridad que le consumía día y noche en provecho de Dios y de los prójimos, y le comunicaba el valor de emprender y llevar a feliz término, para gloria de Dios y salvación de las almas, obras tales que la flaqueza humana no se atreviera a concebir y menos a realizar.
  • 450. No le bastó a San Juan Eudes hablar y o bra r- quiso también pro­mover con la pluma el espíritu cristiano entre los fieles, y el espíritu sa­cerdotal entre los clérigos; de ahí las muchas y, en expresión de León XIII, notables obras que escribió. El Pacto del hombre con Dios por el santo Bautismo, aunque poco extensa, es de las mejores, Vida y Reino de Jesús en las Almas Cristianas, Meditaciones sobre la Humildad, Colo­quios del Alma Cristiana con Dios, Memorial de Vida Eclesiástica, Pre­dicador Apostólico, Buen Confesor, Admirable Corazón de la Sacratísi­ma Madre de Dios —obra que acabó pocos días antes de morir—. Cuanto más se acercaba San Juan Eudes a la muerte, más pesadas y desoladoras fueron sus pruebas y cruces, inseparables compañeras de toda su vida. Enfermedades y duelos de amigos y bienhechores, murmuracio­nes y calumnias propagadas por los jansenistas y aun por personas con­sagradas a Dios; solapadas y bajas maniobras encaminadas a desacredi­tarle ante el Papa y el rey de Francia, publicación de un libelo infamato­rio; dolorosos achaques de sus postreros años. Con esos y otros trabajos y adversidades plugo al Señor tejer la corona inmortal de su siervo. El año de 1-680 renunció al cargo de Superior General. Habiendo finalmente de­clarado a los Padres y religiosas sus últimos deseos y recomendaciones, recibió el Viático, de rodillas en el suelo de su cuarto, y entregó a Dios su bendita alma en medio de transportes de ardiente caridad, a los 19 días de agosto del año 1680, siendo de setenta y nueve de edad. Enterraron su cuerpo en la iglesia del Seminario de Caén. El año 1810, sus reliquias fueron trasladas a la iglesia de la Virgen de la Glorieta, capilla del antiguo Colegio de Mont, y parte de ellas vino a parar al convento de la Caridad de Caén, donde han estado en gran veneración. Fue beatificado por Pío X, y canonizado por Pío XI, el día 31 de mayo de 1925. Desde el año 1928, celébrase su fiesta en la Iglesia universal el día 19 de agosto, que es el mismo en que voló a la gloria del cielo. S A N T O R A L Santos Juan Eudes, fundador; Magno, mártir en tiempo de Decio; Luis, obispo de Tolosa; Magín, mártir; Magno, padre de San Agrícola, después de la muerte de su esposa fue obispo de Aviñón. 644; Rústico, obispo de Cahors, y Mocteo, de Irlan d a ; Timoteo, y Agapito, mártires en Cesarea de Palestina; Andrés, tribuno militar, y sus compañeros, mártires; Julio, senador romano, mártir; Donato, presbítero; Rufino, confesor; Sebaldo de Soecia, confesor; Mariano, ermitaño; Clitaneo, rey inglés y mártir. Beatos Pedro de Zuñiga, agustino, Luis Flores, dominico, y compañeros, mártires en el Japón (véanse er, 2 de marzo). Santas Tecla, mártir en Cesa-rea; Crescencia, virgen, honrada en París.
  • 451. D IA 20 DE AGOS T O SAN B E RNARDO ABAD DE CLARAVAL Y DOCTOR (1091-1153) En un valle solitario llamado Cister, en medio de los bosques de Bor-goña, algunos fervorosos monjes edificaron un convento que fue famosísimo. Era una rama reformada de la Orden benedictina de Cluny. Todos ellos pretendían observar puntualísimamente la regla de San Benito. Pero ya desde su fundación por San Roberto el año de 1098, los monjes de dicho monasterio se dieron a vida tan austera, que llenaba de espanto a cuantos iban a visitarlos. Día llegó en que el reclutamiento de nuevos soldados empezó a darles cuidado a los «nuevos caballeros de Cristo», como a sí mismos solían llamarse los monjes del Cister. Ya el santo abad Esteban Harding dudaba de poder llevar adelante aquella fun­dación, pero el año de 1113 llegó a la puerta del monasterio un mancebo muy gallardo, de rostro hermoso y porte muy digno y noble. No iba solo. Acompañábanle unos treinta caballeros amigos, parientes o hermanos su­yos. «¿Qué deseáis? —preguntó el abad. —La misericordia de Dios y la vuestra —respondió el mancebo. —¿Qué más queréis? —Observar toda la regla. —Acabe de obrar el Señor en vosotros lo que Él mismo ha comenzado —dijo el abad». Amén —contestó la comunidad. A los tres días, fueron admitidos todos ellos en aquel lugar de voluntario anona­
  • 452. damiento, «donde sólo tenían derecho a entrar las almas, dejando fuera la carne, que allí nada tenía que hacer». Aquel gallardo mancebo de veintitrés años era San Bernardo, hom­bre insigne que había de llenar de gloria a su Orden y a su patria; el mayor ingenio del siglo xn y el postrer Padre de la Iglesia latina. Nació San Bernardo el año 1091 en el castillo de Fontana, distante dos kilómetros de la ciudad de Dijón. Fue su padre el virtuoso caballero Tescelino, dueño y señor de casi todos los feudos y tierras de Borgoña, desde Troyes hasta Dijón, y de otro predio situado cerca de Claraval. Estaba casado con Alicia de Montbardo, mujer virtuosa, dechado de hacendosa dueña de palacio y providencia visible de los menesterosos. Solía visitar ella misma a los enfermos abandonados y sin familia, y no se des­deñaba de lavarles la vajilla y prepararles la comida. Tuvo siete hijos. Bernardo fue el tercero. Cuando llegó éste a los nueve años de edad, pu­siéronle a estudiar con los canónigos seculares de Chatillón de Sena. Go­zóse en extremo el muchacho con tener tan buenos maestros; con ellos leyó algunos poetas latinos, y se aficionó tanto a la suave y musical ca­dencia de aquellos versos que, siendo ya viejo, gustaba todavía declamar­los, recordando los felices años juveniles, tan gozosamente aprovechados. En la mirada angelical de sus grandes ojos azules, que impresionaba vivamente a cuantos le contemplaban, resplandeció toda su vida el vir­ginal candor de los tiernos años. Caro le había costado el don de la pu­reza celestial. La flor de la edad, las compañías y ocasiones le habían incitado repetidas veces en su juventud a dar rienda libre a los carnales apetitos. Nunca la soltó Bernardo, antes túvola siempre tirante, sujetando con el freno de la mortificación los bríos de la concupiscencia. Un día llegó a arrojarse desnudo en un estanque de agua helada, en el que per­maneció largo rato, para extinguir el fuego de una tentación que le ase­diaba. PRUEBAS, COMBATES Y TRIUNFOS Para librarse de la guerra de la carne, no veía Bernardo más remedio que apartarse del siglo, que suele ser cómplice de las pasiones y ati­zador del fuego de la deshonestidad. Sus hermanos creyeron adivinar su intento de retirarse al Cister, y se horrorizaron de ello. Pero, ¿cómo ha­cerle desistir de aquel propósito? ¿Por ventura hablándole de nobles en­laces matrimoniales? Jamás había soñado en ello. ¿Acaso interesándole en el ejercicio de las armas? Nunca manifestó aficiones de ese género. Hablándole de la Orden de Cluny, donde los monjes llevaban vida menos austera que en el Cister. «No, no —respondió Bernardo—. Mi alma se
  • 453. halla tan enferma, que necesita el medicamento más eficaz». Por el otoño del año 1111, estando algunos hermanos y parientes suyos poniendo sitio a Grancey, hablóles Bernardo con tan suave elocuencia, que su tío Gan-dry declaró estar dispuesto a ir con Bernardo al Cister. Igual intención declararon sus hermanos, seducidos por el atractivo de la gracia divina. A los pocos días eran ya unos treinta los que determinaron seguir a Bernardo. Por última vez volvieron a Fontana los cinco hijos de Tesce-lino para despedirse de su padre. Mucho se afligió con esto el virtuoso anciano, pero más todavía su hija Humbelina. Nivardo, el menor de los hermanos, estaba jugando en la calle con otros muchachos. Como era todavía jovencito, la despedida parecía no hacer mella en su corazón. «¡Adiós, Nivardo! —le dijo Guido— ; nos­otros nos vamos al monasterio y te dejamos todos nuestros bienes y ha­cienda. —Pero, ¿cómo? —repuso el muchacho—, ¿vosotros tomáis el cielo y me dejáis la tierra? Mala partición es ésa». Y de allí a poco él también lo abandonó todo para ingresar junto a sus hermanos. Vacío quedaba por cierto el castillo de Fontana, pero nunca fue como en ese día digno de loa y gloria. Para Dios, todavía quedaba demasiado poblado. Andando el tiempo, el anciano Tescelino y su hija Humbelina dejaron también el siglo, de suerte que, con redadas sucesivas, el Divino Pescador llevó al claustro los miembros todos de aquella virtuosa familia. Su santa madre, Alicia, que muriera cristianamente siendo Bernardo toda­vía mozo, inauguró en el cielo la vida de santidad que seguirían los suyos. BERNARDO, ¿A QUÉ VINISTE? Comenzó Bernardo el noviciado siendo ya de veintitrés años. Tenía siempre en el corazón y muy de ordinario en la boca estas palabras: «Bernardo, Bernardo, ¿a qué viniste a la religión?» Él mismo contestó a la pregunta dándose a un modo de vida que espanta. «Aquí sobran la carne y sus apetitos», habíase dicho. Para llevar a efecto sus propósitos, de buena gana se hubiera deshecho de sus cinco sentidos. Y a la verdad, más parecía estar muerto que sólo mortificado. Trataba a su oídos como a enemigos: para que no le distrajera demasiado la conversación en el locutorio, tapábalos con estopa. ¿Y sus ojos? Como si no los tuviese. Sólo miraba el interior de su alma. Un año entero estuvo en el salón de los novicios, y no sabía si el techo era de bóveda o liso. De tal modo mortificó su gusto que vino a perderlo. Bastábale una libra de pan y al­gunas legumbres cada día, sin carne, pescado, huevos ni leche. Llegó a beber aceite por agua sin caer en ello. Aun el comer la libra de pan a las
  • 454. tres de la tarde le parecía glotonería: nunca la comió entera. ¿Y qué diremos de su sueño? El reglamento del dormitorio le obligaba a dormir vestido en un jergón de paja y en un aposento común, y a ello se amoldó perfectamente. No pudiendo dedicarse por sus pocas fuerzas al cultivo del campo, ocu­pábase en otros humildes menesteres, ya cortando leña, barriendo y la­vando los platos; y aun llegó a saber segar con gracia y destreza. Con todo eso, en los ratos libres que le dejaban los ejercicios comunes, ¡qué oración tan intensa! ¡Qué afán de leer y estudiar la divina Escri­tura, hasta lograr adquirir aquella ciencia maravillosa, aquella suave elo­cuencia que le mereció, como a San Ambrosio, el honroso y significativo nombre de Doctor mellífluus, el «Doctor de lenguaje dulce como la miel»! ABAD DE CLARAVAL El monasterio del Cister había venido muy a menos cuando llegó a él San Bernardo; pero el solo nombre del Santo era el mejor reclamo para llevar vocaciones. Los novicios acudieron sin número. Por décima tercera vez enjambró esta colmena el año de 1115. Trece monjes salieron un día de ella. Sólo quedaban lo necesario para el culto divino. Encami­náronse a un lugar solitario de Champaña, tan agreste y escabroso que le llamaban «el valle de los Ajenjos». Bernardo y sus monjes dieron gra­cias al Señor por haberles guiado a aquel Valle Claro, «Claraval», donde emprendieron vida monástica el día 25 de junio de 1115. Los principios fueron duros y rigurosísimos. Las camas parecían fére­tros mal labrados. Bernardo, con ser abad, vivía en una celda que más parecía una mísera buhardilla, iluminada por un estrecho tragaluz. Un solo asiento había en su celda, tallado en la pared a pie del piso. Cuando el piadoso abad quería sentarse o levantarse, menester le era agachar la cabeza para no dar con ella en las vigas del techo. Las comidas del Cister hubieran parecido espléndidos convites en Cla­raval , hacían la sopa con hojas de haya, y el pan era tan negro y desa­brido que un religioso que allí pasó unos días se llevó uno para mostrarlo en su convento y exhortar a los suyos a penitencia. Con todo, este valle apartado, en el que vivían como encovados y crucificados áquellos santos monjes, vino a ser en breve frecuentadísimo por la gente piadosa. Hasta vieron llegar cierto día en cuadrilla buen número de caballeros mozos, bizarros y gallardos. Iban sólo para entretenerse cabalgando y ejer­citándose en las armas, pero de paso se detuvieron en el monasterio para saludar a Bernardo, de quien la fama publicaba grandes cosas. Obsequió-
  • 455. La hermana de San Bernardo, casada con un hombre rico y dada a galas y pompas del mundo, se presenta muy ataviada a visi­tar a sus hermanos al monasterio. Muy avergonzada se queda porque no la quieren ver. A l fin, Bernardo la recibe y de tal modo la per­suade, que se convierte totalmente.
  • 456. les el Santo con un refresco, y antes de dárselo lo bendijo diciendo: «Brindo por la salud de vuestras almas, amigos». Rieron ellos a carcajada limpia al oir el brindis del abad, pero al salir del monasterio para pro­seguir el torneo, allá en sus adentros oían el eco de las palabras de Ber­nardo: fue el toque salvador de la divina gracia. Volvieron todos juntos al convento y pidieron ser admitidos en él, ofreciéndose al Santo para lavar los platos, barrer y hacer cuanto les mandara como a novicios. Verdad es que en Claraval reinaba entonces una severidad excesiva. El mismo San Bernardo declaró más adelante haberse mostrado con sus monjes más riguroso de lo que convenía, y así, sin ceder un punto en lo que era disciplina religiosa, fue después más blando y suave, y trataba de sacar de cada uno lo que buenamente podía. Para sí, empero, guardó toda la entereza y rigor de vida, y excediéndose tanto en la penitencia, que vino a enflaquecer extremadamente. Menester fue que el obispo Gui­llermo, su amigo y su prior, le fuese a la mano. Descargóle del gobierno del monasterio por un año. A distancia como de cuatrocientos metros del convento le edificaron una cabaña parecida a la de los leprosos», para que en ella descansase y fuera asistido por un médico que gozaba de cierta fama en la comarca. Mas, ¡ay!, el tal no era sino un curandero embaucador, a quien el empirismo había acostumbrado a tales dislates y atrocidades, que San Bernardo no pudo menos que decir al obispo Gui- ' llermo humorísticamente: «Yo, que hasta ahora mandaba a seres ra­cionales, por justo castigo de Dios, me veo condenado a tener que obede­cer a un irracional». Concluido el año, aquel «irracional» abdicó, y Ber­nardo volvió al monasterio con el estómago deshecho para toda su vida. Ello no obstante, pasada la pretendida cura, se dio con nuevo ardor a sus antiguas austeridades, cual si se hubiera recobrado. APÓSTOL DE LA VIDA RELIGIOSA En t r e t a n t o , no cabían ya los monjes en el estrecho recinto de Clara-val. Una noche vio el santo abad en sueños una gran muchedumbre de almas que acudían a su monasterio; eran tantas, que no podían entrar en él. Al siguiente día, el virtuoso anciano Tescelino, decidido a abando­nar el mundo, fue a pedir el hábito a Bernardo, gozoso de poder llamar en adelante «Padre» a quien hasta entonces había llamado hijo. También a Humbelina, hermana menor de Bernardo, le vinieron de­seos de ir a Claraval a ver a sus hermanos. Llegó, pues, al monasterio ele­gantemente vestida y acompañada de lucida escolta. Al verla, díjole Ber­nardo «¿Adónde con toda esa pompa, hermana mía? ¿Qué otra cosa
  • 457. encubre todo ello sino un poco de basura?». Humbelina le contestó: «Hermano Bernardo, si menosprecias mi cuerpo, a lo menos apiádate de mi alma. No me deseches tan duramente; mándame cuanto gustes, que dispuesta estoy a cumplirlo». A los pocos días se recogió en un mo­nasterio, donde murió santamente el año de 1141. El Martirologio gali­cano trae su fiesta el día 21 de agosto. Por otra parte, no había en San Bernardo afán ninguno de corpora­ción. Supo que un familiar del emperador de Alemania, San Norberto, quería propagar el ejemplo de vida austera y penitente. «Por mí no que­dará » —dijo Bernardo— ; ayudó a Norberto a juntar compañeros y le cedió los derechos que tenía sobre el famoso bosque de Premontré. De cuando en cuando vertía el sobrante de la abadía de Claraval en otros monasterios filiales de aquél y más necesitados. El año de 1118 fundó el de Tres Fontanas, y en años sucesivos los de Fontenay y Foigny. APÓSTOL DE LA CRISTIANDAD Nada aborrecía tanto San Bernardo como la gloria y honra vana del mundo. De ella estaba muy a cubierto en aquel apartado rincón de Claraval. Precisamente con el intento de vivir desconocido había él de­jado su señorial mansión de Borgoña. Pero las trazas del Señor, que eran muy distintas, iban a encaminarlo paso a paso por insospechadas sendas. Compuso Bernardo para sus monjes un Tratado de la Humildad; escu­dado en su larga experiencia de abad, desenmascaraba en dicho libro a la fingida austeridad para luego pisotearla, y fustigaba a la soberbia hasta en sus más escondidos reductos. Estas páginas de disecación moral circularon por todos los monasterios. Guigón, prior de la Cartuja, pidió a Bernardo que le escribiese algo sobre la Caridad; tal fue el origen de su hermoso Tratado de amor a Dios. El benedictino Suger, abad de San Dionisio y primer ministro que fue del rey Luis VII, se había convertido al leer una obra de San Bernardo sobre la Conversión de los Clérigos. De todas partes acudían a consultar al abad de Claraval; vino a ser el oráculo de toda clase de gentes, consejero de obispos y aun del mismo Papa, luz de los Concilios y árbitro de reyes y príncipes. Un acontecimiento dio a San Bernardo ocasión de desplegar todo su celo • el peligroso cisma de Anacleto II. Muerto el papa Honorio II, fue elegido canónicamente Inocencio II el año de 1130; pero unos cuantos prelados ambiciosos nombraron a un romano llamado Pierleoni. Con esta fecha empieza San Bernardo a ser un personaje histórico en Europa. Todos los caminos llevan a Roma, dice el refrán: Inocencio II tuvo
  • 458. que huir de Roma, pero a ella volvió por los caminos de la cristiandad. Precedióle en ellos San Bernardo, para intentar que todos los príncipes europeos reconociesen al Papa. El rey de Francia Luis VI, reconocióle, en efecto, en el Concilio de Etampes: el mismo partido siguieron Alema­nia, Inglaterra y España. En Aquitania empero, el orgulloso duque Gui­llermo sostenía obstinadamente el cisma en que se había empeñado. Fue San Bernardo a Partenay a ver al duque. Dijo misa para pedir a Dios que aquel se convirtiera; tomó luego el Santísimo Sacramento en las manos y salió a verse con el duque, el cual se hallaba en la puerta de la iglesia por estar excomulgado. «Este es tu juez —le dijo— ; ¿le menos­preciarás también?» El duque tembló y cayó al suelo cual si le hubiese sobrevenido un ataque epiléptico. «Levántate —le dijo Bernardo— ; mira a tu obispo; dale el ósculo de paz y devuelve la tranquilidad a tus es­tados ». El duque bajó la cabeza y reconoció a Inocencio. Después hizo asombrosa penitencia y llegó a ser el insigne San Guillermo de Aquita­nia, cuya fiesta celebra la Iglesia el 10 de febrero. Entretanto, el Sumo Pontífice quiso visitar la abadía de Claraval. De allí partió con San Bernardo para Italia, con el fin de arreglar algunas desavenencias políticas. Pasaron por Alemania, donde ordenó el Santo importantes negocios, y por Pisa y Milán, sembrando milagros a su paso y ganando el aprecio y veneración de las gentes. En breve vino a ser el árbitro universal, a quien acudió de allí en adelante el Papa en los asun­tos más graves y enredados de la Iglesia. Finalmente logró reducir al anti­papá sucesor de Anacleto; a los pocos días dejó Roma y volvió a Claraval. Nos quedan de San Bernardo unas ochenta cartas que escribió a los papas Inocencio II, Celestino II y Eugenio III. Para dirigir a este último, que había sido discípulo del Santo en Claraval, escribió el hermoso libro De la consideración. También nos quedan muchos sermones suyos. Bernardo impugnó victoriosamente los errores de Gilberto Porretano, obispo de Poitiers, y del famoso filósofo Abelardo; peleó con igual valor contra Amoldo de Brescia y los herejes de las riberas del Rin, y sosegó las iras del monje Raúl, que pedía la muerte de todos los judíos. A todos los males acudía pronto a ponerles remedio. Finalmente apaciguó el me­diodía de Francia, a la sazón muy dividido con la herejía de los ma-niqueos. Pero hubieran bastado sus sermones sobre la Virgen María para ha­cerle acreedor al aplauso y loa del mundo entero. Con San Bernardo principalmente, empiezan los cristianos a mirar a María como «el Acue­ducto por el que nos llegan las divinas aguas de la gracia; como la Me­dianera eficaz de la que nada tienen que temer aquellos mismos peca­dores que temblarían de miedo ante la soberana majestad de Cristo».
  • 459. LA SEGUNDA CRUZADA. — MUERTE DEL SANTO Pa l e s t in a , tan heroicamente conquistada con la primera Cruzada, iba a caer de nuevo en poder de los sarracenos. Poco a poco fue dibuján­dose en la mente de San Bernardo todo un plan de conquista y de políti­ca cristiana, cuyo eje y móvil sería el sepulcro del Salvador. Predicó la cruzada, recorrió Francia, Suiza, Alemania, y movió a las provincias y reinos a tomar las armas. Hizo innumerables milagros, hasta treinta y seis en un solo día. Pero por disposición del Cielo, la expedición, salida con grandes esperanzas de triunfo, acabó en lamentable fracaso. Bien en­tendía Bernardo que aun en las causas más nobles ha de contarse primor­dialmente con la voluntad de Dios, ya que el término último de nuestras acciones sólo Él lo conoce. Y aunque no le había faltado al santo orga­nizador ese espíritu sobrenatural, el Señor permitió las cosas del tal ma­nera que aquella esforzada empresa se derrumbó cuando estaba en los cimientos. Paralizáronla no poco las disensiones entre príncipes cristianos. Bernardo volvió a Claraval. Llovían sobre él murmuraciones y quejas, aunque afligido, gozábase de que los golpes diesen en él y no en el Señor. «Buscar a Dios» fue el blanco de los anhelos de Bernardo. Al paso que se acercaba a la muerte, llegábase también al Señor. Ya ni comía, ni dormía, todo lo llenaba la contemplación del Sumo Bien. «Ya no soy de este mundo —exclamaba—. Y los monjes replicaban suplicantes Apiadaos de Claraval, padre nuestro». Parecía entonces querer vivir, como si titubeara su corazón entre el ansia grande de ver a Cristo y el amor a aquel rincón del mundo, el único pedazo de tierra que amó sin reparos. Levantó al cielo sus «ojos de paloma», y concluyó en conmo­vedor diálogo exclamando. «Dios decidirá». La divina determinación se manifestó el día 20 de agosto de 1153, día en que el-Santo murió. El papa Alejandro III le canonizó y le nombró Doctor de la Iglesia e! día 18 de enero de 1174. Celébrase la fiesta hoy, 20 de agosto. S A N T O R A L Santos Bernardo, abad y doctor de la Iglesia; Pío X, papa; Samuel, profeta; Ve-redemo, obispo de Aviñón; Lucio, senador romano mártir; Osvino. rey de Northumbria, mártir; Dióscoro, Heliodoro y Dozas, mártires; Memnón, centurión romano, y Severo, mártires; Filiberto, abad; Porfirio. Máximo y Manecio. confesores. Beato Bernardo, abad de Candeleda, cisterciense.
  • 460. Toda la felicidad está en hallar la cruz de Cristo y abrazarse a ella D ÍA 21 DE AGOS TO SANTA JUANA DE CHANTAL FUNDADORA DE LA ORDEN DE LA VISITACIÓN (1572-1641) allé en Dijón —decía San Francisco de Sales— lo que Salomón ansiaba encontrar en Jerusalén, hallé a la mujer fuerte, en la persona de la señora de Chantal». Elogio admirable que ha sido confirmado por la Iglesia, y plenamente justificado por la misma Santa con una vida llena de sacrificios y prodigiosa actividad. Juana Francisca vio la luz primera en Dijón el 23 de enero de 1572 en la suntuosa morada de los Fremyot, noble familia cuyo jefe descollaba entre los miembros del parlamento de Borgoña. Sólo contaba dieciocho meses cuando perdió a su madre y compartió su orfandad con otros dos hermanitos. Desde los más tiernos años, notáronse, en esa niña privilegia­da, amor entrañable a la Santísima Virgen y una extraordinaria afición a cuanto se relacionaba con la Santa Iglesia Católica. Contaba cinco años cuando asistió a la disputa que sostenía con su padre cierto gentilhombre protestante que negaba la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ■—Señor —le interrumpió Juana—, se debe creer que Jesucristo está en la Santísima Eucaristía, porque Él mismo lo ha dicho; si usted no cree en las palabras de Jesucristo, le trata sencillamente de embustero. Quiso el protestante discutir con ella, pero pronto le interrumpieron en
  • 461. su porfía las sagaces respuestas de la niña; y para abreviar, obsequióle con unos bombones. Recibiólos la niña en su delantalcito para no to­carlos con las manos, e inmediatamente corrió a arrojarlos al fuego mientras decía: —Así arderán en el infierno todos los herejes, porque son gente orgu’losa y necia que no cree lo que dijo Jesucristo. Hombre de acrisolada virtud y muy elevado criterio, el s;ñor Fremyot supo apreciar el rico tesoro que Dios le había dado. Confió la educa­ción de sus hijos a maestros escogidos que les dieron sólida y brillante enseñanza, conforme a las tradiciones de las grandes familias de aquella época, y más aún impulsado por su caballeroso y cristiano corazón, se reservó para sí mismo el cuidado de dirigirlos por las sendas de la vir­tud y de inculcarles los santos principios de la doctrina cristiana y del amor de Dios. AMA DE CASA. — AMOR A LOS POBRES Pr en d a d o s no sólo de la belleza de Juana sino también de sus emi­nentes dotes de espíritu y corazón, muchos jóvenes de las más ilustres familias la pidieron en matrimonio, pero fue inútil su insistencia porque, según ella decía, era preferible morar en perpetua cárcel antes que entre mimos y regalos en el palacio de un hugonote cualquiera. Ouiso Dios recompensar su noble y cristiana firmeza, y le dio un digno esposo en la persona del barón de Chantal, que a la valentía, fe y genti­leza de un caballero chapado a la antigua, juntaba la delicadeza moral y la cortesanía de un caballero del siglo xvi. Celebróse la boda el 29 de diciembre de 1592; pocos días después el rey Enrique IV llamó a su lado al barón de Chantal «a quien amaba y de quien hacía mucho caso». En ausencia de su marido, la señora de Chantal se hizo cargo de todos sus bienes, y en poco tiempo puso orden en la dirección y marcha de aquellos negocios, que una negligencia larga y continuada tenía por completo descuidados. Restablecióse la celebración de la misa cotidiana en el castillo y a ella asistían, en amable consorcio, señora y criados. Una de las ocupaciones más agradables a la señora de Chantal era la de servir a los pobres y a los enfermos. Acudía personalmente a las ca­bañas más pobres, llevando no sólo el socorro de sus limosnas, sino tam­bién el de sus caritativos alientos; y cuidaba a los enfermos más repug­nantes con tan exquisita delicadeza, que los desgraciados de Bourbilly solían decir que «daba gusto estar enfermo para recibir la visita de la santa baronesa».