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D IA 1.9 DE S E P T I EM5 R E 
S A N GI L 
ANACORETA Y ABAD ( f 721?) 
SERIAS dificultades presenta el localizar exactamente la época en 
que vivió San Gil. A juicio de algunos hagiógrafos. vino al mundo 
en la primera mitad del siglo VI. En cambio, son más los que, apo­yándose 
en los términos con que se expresan sus Actas —de las cua­les 
afirma Mabillón que tienen muy poco de auténticas— y en el Comenta­rio 
que acerca de las mismas escribió el P . Stilting, creen haber sido este 
Santo contemporáneo de Carlos Martel, lo cual induce a creer que vivió San 
Gil por los siglos VII y VIII. Aceptaremos esta cronología por parecemos 
más verídica. 
Gil o Egidio —que con ambos nombres se le conoce— vió la luz en Atenas, 
y afirman sus más antiguos historiadores que descendía de linaje real. Se des­conoce 
la provincia griega que, en tiempos anteriores, gobernaran sus an te ­pasados, 
puesto que en los días del nacimiento de Gil estaba ya Grecia desde 
hacía varios siglos bajo el yugo romano. Fueron sus padres Teodoro y Pe-lagia, 
espejo de todas las virtudes cristianas para su hijo, al que educaron 
en la más sólida piedad. 
Nuestro Santo estaba dotado de las más bellas cualidades de cuerpo y
alma, fruto de la brillante educación que recibiera. Se llegó a atribuirle la 
fundación de uno de los centros de cultura más importantes en Oriente. 
Compuso Gil notables obras poéticas y de medicina. Pero, ¡tantos hombres 
había ya visto Atenas eminentes en las ciencias humanas y que, a pesar de 
ello, no lo eran en virtud!... 
Precisamente iba a sobrepasar a todos ellos Gil, por el atractivo especial 
que sentía hacia las cosas divinas. Este su gran anhelo le impulsó al estudio 
de la santidad de la perfección evangélica, a meditar con gran provecho 
la Sagrada Escritura y a progresar más y más cada día en la virtud. 
No tardó mucho en ser recompensado por Dios con el don de milagros. 
Frecuentaba Gil la iglesia. Cierto día se encontró con un mendigo enfermo y 
medio desnudo, que imploraba su piedad, esperando la apetecida limosna. 
Compadecido nuestro generoso estudiante, le regaló su rica y hermosa tú ­nica. 
Ponérsela el mendigo y hallarse perfectamente sano, fué lo mismo. Por 
este milagro entendió Gil cuán agradable es a Dios la limosna; y cuando, 
por la muerte de sus padres, acaecida pocos años después, fué dueño de rica 
herencia, apresuróse a repartirla entre los indigentes y reservó únicamente 
para sí la pobreza voluntaria, los padecimientos y las humillaciones, a fin 
de seguir así más perfectamente a Jesucristo. 
Otros dos milagros por él realizados llamaron poderosamente la atención 
de sus compatriotas. Habiendo una serpiente picado a cierto hombre que 
veía por momentos hincharse sus miembros por efecto de la mortal ponzoña, 
oró por él San Gil y quedó el paciente repentinamente curado. Cierto do­mingo, 
un desgraciado poseso alborotaba el templo con sus dolorosos ayes. 
Gil, que se hallaba entre los fieles, obligó al maligno espíritu a salir de su 
víctima. Desde entonces rodeó al nuevo exorcista una gran aureola de pú­blica 
veneración. Apiñábase a su paso la muchedumbre, al tiempo que le 
presentaba los enfermos para que les devolviese la salud. Pronto, en vista 
de tales manifestaciones, quedó Gil sobrecogido de espanto, y, como su h u ­mildad 
no le permitiera seguir en aquel ambiente de glorias y honores, huyó 
de Atenas en el primer barco que salió con rumbo a Occidente. 
SAN GIL Y SAN VEREDEMO 
CONFIADO y seguro navegaba por el Mediterráneo, surcado en otro 
tiempo por San Pablo y por los apóstoles de las Galias San Lázaro 
y sus compañeros, cuando les sobrevino deshecha tempestad que ame­nazaba 
hundir el navio. No le asustaba a Gil la muerte; pero, conmovido 
ante los desesperados gritos de los pasajeros, elevó desde el fondo de su co­razón 
una fervorosa plegaria, que al instante amansó las encrespadas olas.
Arribó la embarcación felizmente a Marsella, y el joven ateniense encaminó 
sus pasos a la ciudad de Arles. Recibió generosa hospitalidad en casa de 
una noble matrona llamada Teócrita. Mientras la caritativa señora disponía 
la comida, llegaron a los oídos de S an Gil gemidos de enfermo, procedentes 
de una habitación interior. «¡Ah, señor —exclamó afligidísima Teócrita—, 
es mi hija! Hace ya tres años que la atormenta la fiebre y han sido inútiles 
los enormes caudales que llevo gastados en médicos y medicinas». 
Imposible le fué resistir el dolor d e la apenada madre, que tan bondadosa 
se mostraba con él. Oró, pues, a Dios, y la enferma recobró al momento la 
salud. En cuanto al santo huésped» no quiso que Teócrita agradeciese el 
favor a nadie más que al Señor de qu ien lo había recibido, y fuése a sepul­ta 
r en los profundos desfiladeros del to rre n te Gardón, tributario del río Gard. 
¿Ignoraba Gil, acaso, que aquellos solitarios lugares habían ya sido ho­llados 
por uno de sus compatriotas? Si así era, no cabe duda que debió sor­prenderle 
agradablemente la inesperada presencia de otro ermitaño, San Ve-redemo, 
futuro obispo de Aviñón. Veredemo, de nacionalidad griega tam ­bién, 
moraba en una caverna que dominaba la margen izquierda del Gar­dón, 
cercano a Collías. 
Por muy feliz se tuvo el fugitiv'o ateniense al poder colocarse bajo la 
sabia dirección de Veredemo, cuya em in en te santidad se manifestó a las p ri­meras 
palabras que entre ambos se cru z aro n . 
Con tal maestro, ascendió Gil ráp id am en te por el camino de la oración y 
unión con Dios. Sin embargo, de los fugares circunvecinos afluían a la gruta, 
de cuando en cuando, caravanas de aldeanos en busca del consejo y ayuda 
espiritual de los dos santos e rm itañ o s, así como también de la curación y 
alivio en sus dolencias corporales. P o c a s veces veía esta pobre gente falli­das 
sus esperanzas. Los frecuentes nnilagros con que Dios recompensaba las 
fervorosas oraciones de sus siervos e r ^ n atribuidas por San Gil a la santidad 
de su maestro. Tal sucedió con ocasión de una gran sequía que asolaba los 
campos, y que fué vencida gracias a- sus oraciones. 
A causa de tales portentos, su p ro fu n d a humildad se veía rodeada de los 
mismos peligros que había intentado ev ita r con su huida de Atenas. Cierto 
día que se hallaba solo en la gruta 3 e fué presentado un enfermo. A pesar 
de las protestas y explicaciones de *Gil para disuadir a los que le presen­taban 
al doliente, excusándose con s us enormes pecados y recomendándoles 
que volviesen en ocasión de que Veredemo estuviese en la caverna, no acce­dieron 
a sus ruegos, al contrario, raianifestáronle su determinación de no 
volverse a sus hogares sin haber logreado la curación del paciente. Cediendo, 
pues, Gil a sus insistentesi súplicas, orró a Dios desde el fondo de su corazón 
para que se dignase recompensar la f-e de aquellos fervorosos labriegos: Rea­lizóse 
el milagro, pero él, sin ‘vacilar un momento, se despidió de su queri­
dísimo maestro en cuanto éste hubo regresado, y sin dar a nadie la menor 
idea del lugar que escogía por nuevo retiro, alejóse en dirección del Ródano, 
a unos 40 kilómetros del lugar donde tenía su residencia San veredemu, 
y fijó la propia en una hondonada, cercada de matorrales y próxima a dicho 
río, conocida con el nombre de «Valle Flaviano». 
EN EL VALLE FLAVIANO 
HABÍA Gil iniciado su formación religiosa con San Veredemo, director 
espiritual que la Divina Providencia le deparara. Terminada esta es­pecie 
de noviciado, estaba ya en disposición de seguir con paso seguro 
y fírme el camino de la santidad, y con fuerza suficiente para guardarse de 
las astucias y redes que el demonio le pudiese tender. Llegado al Valle 
Flaviano, descubrió en él otra cueva y, a pocos pasos, una fuentecilla. Dió 
efusivas gracias a Dios por tan precioso hallazgo e instaló su nueva morada 
con mayor alegría que si estuviese en lujosísimo palacio. 
Ya desprendido de todo lo terreno y entregado por completo a Dios, 
principió su vida de sostenido fervor y extraordinaria austeridad. Días y no­ches 
transcurrían veloces e inadvertidos para Gil, sumido siempre en ínti­mos 
coloquios con su Hacedor o abstraído en la contemplación de las verda­des 
eternas. Con sus frecuentes éxtasis parecía vivir más en el cielo que 
en el áspero valle que había elegido por morada. Tan espantosas fueron su» 
penitencias que siglos más tarde se ha creído encontrar en sus huesos inde­lebles 
huellas de ta n ta aspereza. Todos los días eran para él de riguroso 
ayuno. La tibia leche de una mansa cierva enviada por la Divina Providen­cia, 
junto con el agua de la fuentecilla, constituían todo su alimento. Tres 
años pasó en este género de vida el fervoroso anacoreta, ignorado del mundo, 
siendo causa de bendición para los hombres, sobre los que Dios derramaba 
abundantes gracias por intercesión de su siervo. 
En este tiempo —escribe Julio Kerval, en su Vida de San Gil— estable­cidos 
los visigodos en España, eran dueños de una parte del territorio meri­dional 
de las Galias. Estaban regidos por Wamba, rey que se gloriaba de 
contar entre sus antepasados al emperador Vespasiano, del que sin duda 
tomó el sobrenombre de Flavio. En 673 el conde Halderico, gobernador de 
Nimes, se rebeló contra él y expulsó de su diócesis al obispo Aregio que 
había permanecido fiel al soberano. Flavio Wamba, enterado de lo acaecido, 
se dirigió a la ciudad, la sitió y la obligó a rendirse. Permaneció unos días 
más en la comarca hasta dejarla completamente apaciguada. En aquellos 
días organizó una cacería y, acompañado de su comitiva, se internó en el 
bosque. La jauría descubrió y persiguió a la cierva que alimentaba a San
AN (iil toma por maestro de espiritualidad al solitario Verede-k 
j uto, nru'ti° de nación. E n su gruta, que aun subsiste con las 
l>f i rut es grabadas en la roca que recuerdan el misterio de la San-ll 
wut Trinidad, nuestro Santo alcanza m u y elevados grados de 
piedad y de unión con Dios.
Gil, hasta que, extenuada aquélla por la fatiga y a punto de caer en poder 
de los cazadores, llegó cerca de la gruta como implorando la protección del 
Santo con sus angustiosos gemidos. San Gil salió de la cueva y oyó clara­mente 
los ladridos de los perros y el griterío de los cazadores. Conmovióse 
por el dolor su corazón ante el peligro en que veía al inocente animal. Alzó 
al cielo los ojos bañados en lágrimas suplicando a Dios que le conservase la 
vida. No cesaba, sin embargo, el ladrido y avance de los perros hacia la 
gruta. Un cazador disparó el arco a través de las malezas con el fin de obli­gar 
a la cierva a salir de su escondrijo y la flecha fué a enclavarse en la 
mano de San Gil. Apoderóse al mismo tiempo del rey un secreto terror que, 
junto con el miedo a la noche que estaba encima, le obligó a retirarse y 
desistir de su empresa. 
Acompañado por el obispo de Nimes volvió al día siguiente muy de ma­ñana 
y ordenó desbrozar la entrada de la caverna. A sus ojos apareció en­tonces 
el Santo cubierto de sangre y la cierva guarecida a su lado. L a aureo­la 
de santidad que rodeaba al siervo de Dios y su majestad y dulzura obliga­ron 
al rey a postrarse de hinojos y pedirle perdón. Intentó, al mismo tiempo, 
restañ ar' la sangre de la herida; mas el Santo, recordando las palabras de 
San Pablo: «En los sufrimientos se perfecciona la virtud», no consintió 
en ello; antes bien, suplicó a Dios que jamás le sanase de aquella herida, 
sino que le probase con mayores dolores. Esta encantadora escena, impregnada 
de inefable poesía, quedó entre nuestros mayores como el más popular epi­sodio 
de la vida de San Gil. E n él vieron un símbolo de la beneficencia 
que la Iglesia h a ejercido y ejerce en la incesante defensa del débil contra el 
fuerte y del inocente contra el opresor. 
LA ABADÍA. — ESTANCIA EN ESPAÑA 
ASPIRABA el humilde anacoreta a terminar su carrera en aquella apa­cible 
y callada soledad, desconocido de los hombres, por lo cual fué 
para él enorme contratiempo que le produjo vivísimo dolor el verse 
de este modo descubierto; pero se resignó enteramente con la voluntad divina. 
Aprovechando el rey de su corta estancia en aquella región, visitaba frecuen­temente 
al siervo de Dios, cuya santidad le tenía tan admirado y cuyas con­versaciones 
eran de grandísimo provecho para su alma. A menudo le ofrecía 
los más variados regalos, que nunca logró fuesen aceptados por el Santo. En 
cierta ocasión, como el príncipe insistía con el mayor empeño para que los 
aceptase, le replicó San Gil: «Si deseáis, señor, demostrar vuestra generosi­dad 
con alguna buena obra, fundad un monasterio y traed a él fervorosísi­mos 
religiosos que día y noche sirvan a Dios y nieguen por vos al mismo
tiempo». Muy complacido por la propuesta, respondió Wamba: «Lo haré a 
condición de que seáis el primer superior de la abadía y director espiritual de 
cuantos vengan a consagrarse en ella a Dios». Tal respuesta fué desconcer­tante 
para el Santo, que tal vez estaba en aquel momento planeando el bus­car 
nuevo retiro; mas, ante la insistente súplica del rey, no tuvo más re ­medio 
que aceptar, temeroso por otra parte de impedir con su obstinada 
negativa obra tan provechosa para la gloria de Dios y salvación de las 
iilmus. Aceptó, pues, la propuesta. 
Gozoso Wamba, ordenó la inmediata construcción de dos iglesias, cuya 
Hit nación y dimensiones le fueron indicadas por el ermitaño. Dedicóse la 
primera a San Pedro y a los santos Apóstoles, y la segunda fué erigida en 
honor de San Privado, obispo y má rtir. Construyóse ésta junto a la gruta, 
única celda que quiso admitir el Santo, y erigióse la abadía cabe la iglesia 
de San Pedro. Antes de volver a España, el rey Wamba dotó a la abadía de 
cuantiosas sumas para su construcción, y de gran extensión de terreno en 
un radio de 15 millas que abarcaba todo el Valle Flaviano. 
Un sinnúmero de discípulos, deseosos de entregarse a Dios por completo, 
poblaron en poco tiempo el monasterio. San Gil, ordenado de sacerdote y 
puesto a la cabeza de tan numerosa familia religiosa, dirigía a sus hijos con 
celosa y paternal vigilancia, firmeza y amabilidad incomparable, sin que 
nadie le aventajase en la oración, ayunos y vigilias. 
Para afianzar y consolidar cuanto fuese posible la obra, quiso ponerla 
Imjo la protección del Suino Pontífice; con ta l motivo se dirigió en pere­grinación 
a Roma, postróse de hinojos ante los sepulcros de San Pedro y San 
l ’ablo para venerar las reliquias de los mártires, y se presentó a San Bene­dicto 
II, quien le acogió con paternal bondad. Expidió éste una Bula con 
fecha del 26 de abril de 685, por la que ponía bajo la inmediata dependencia 
de la Santa Sede el Monasterio del Valle Flaviano, San Gil regresó a su 
nliadía colmado de bendiciones y regalos. 
Se dice que poco después de este viaje estuvo Gil en España. 
Existe en Cataluña una antiquísima tradición que parece confirmarlo así. 
A cslar con lo afirmado por dicha tradición, debió de ser poco años después 
■Ir su viaje a Roma. AI ver perfectamente consolidada la abadía del Valle 
I l iviano, sintió de nuevo irresistibles ansias de soledad que le impulsaron a 
Imsciirla fuera de las Galias. En los montes de Nuria, término de la villa de 
Curalps y en los confines de la diócesis de Urgel, existe nn« profunda gruta. 
Atestigua un antiquísimo manuscrito que San Gil pasó parte de su vida 
i*n los citados montes, donde esculpió una estatua de la Virgen que hoy allí 
«o venera, y que al marcharse escondiera en una caverna, donde fué mila- 
Mninimente descubierta en 1079. Más ta rd e regresó a Francia, debido, según 
»< m-c, a las persecuciones movidas por Witiza contra los católicos. 
I V
CON CARLOS MARTEL. — ÜLTIMOS DÍAS DEL SANTO 
CONQUISTADA la mayor parte de España, pasaron los musulmanes 
en 719 los Pirineos y apoderáronse del sur de Francia. San Gil halló 
refugio junto a Carlos Martel, duque de Austrasia. Con alegría in­mensa 
fué recibido por Carlos, que ya en distintas ocasiones había oído 
encomiásticas alabanzas de sus virtudes. Cuentan las crónicas que era el 
duque de Austrasia valiente y activo, pero que muy a menudo se dejaba do­minar 
por sus pasiones. En cierta ocasión había pecado gravemente y ni si­quiera 
a San Gil se atrevió a confesar su culpa; no obstante, recomendaba 
al Santo que en todas sus oraciones le tuviese presente. Cierto día, durante 
la Misa y mientras San Gil oraba por el duque, recibió de un ángel un papel 
en el que estaba escrito el pecado de Carlos junto con el perdón prometido 
a su arrepentimiento. Acabada la Misa, enseñóle el siervo de Dios el papel. 
A su vista cayó anonadado Carlos y confesó con dolor el pecado, del que fué 
absuelto. E n memoria de este milagro se invoca a San Gil antes de la con­fesión 
contra la vergüenza que induce a callar algún pecado. 
Por fin, en 721, después de la derrota de los sarracenos junto a las mu­rallas 
de Tolosa de Francia por el duque Elides de Aquitania, logró Gil, ayu­dado 
por sus religiosos, reconstruir el monasterio del Valle Flaviano para 
reanudar sus ejercicios piadosos en comunidad. En él acabó su peregrina­ción 
terrenal. Tenía a la sazón ochenta y cuatro años. 
SU CULTO.— LA ABADÍA Y LA CIUDAD 
LAS nuevas invasiones musulmanas n« impidieron la afluencia al Valle 
Flaviano de gran número de monjts. Los numerosos milagros obra­dos 
en el sepulcro del Santo extendieron su culto por todo el Occi­dente. 
La ciudad, en ruinas desde hacía nuchos años, fué surgiendo de sus 
escombros en derredor de la abadía y conrirtióse, debido a la ciencia de los 
monjes, en asiento de una célebre escuela le la Edad Media. P ara honrar al 
Santo acudíase en romería de todos los puitos de la cristiandad, en tal forma 
que, la ciudad de San Gil, después de un continuo crecimiento durante los 
siglos X I, X II y X III, llegó a contar más de cien mil almas, según se cree. 
En 1095 el Beato Urbano I I, papa, llegó a Francia con objeto de promover 
las Cruzadas y se detuvo en San Gil, dome consagró el a lta r mayor de una 
magnífica cripta sobre la cual, al poco ti*mpo, se erigió una hermosa basí* 
lica de estilo románico-bizantino.
Habiendo enfermado, una vez conquistada Nioea (1096), Raimundo IV, 
conde de Tolosa y uno de los más valerosos caudillos de la primera Cruza-du 
—que por devoción al Santo había tomado su nombre, llamándose Rai­mundo 
de San Gil—, agravóse su mal de un modo alarmante y cundió 
rápidamente el desaliento por entre las filas. De improviso se presentó un 
cubullcro sajón en la tienda del enfermo y le dijo: «Vuestro patrón San Gil se 
me apareció a dos jomadas de aquí: Preséntate —me dijo— a mi siervo Rai­mundo 
de San Gil, y dile de mi parte que no pierda ánimos, pues no morirá 
ilc esta enfermedad. Dios me ha concedido esta gracia y seguiré protegién­dolo). 
La enfermedad, sin embargo, seguía empeorando sin esperanza de 
riirnción. y Guillermo, obispo de Orange, que le había dado la Extrema­unción. 
comenzó las oraciones de recomendación del alma juntamente con 
Ailcmaro, obispo de P uy y legado de la Santa Sede; pero Dios sólo había 
llevado a tal extremo la gravedad de Raimundo para que brillase más su 
|Hidi-r, ul devolverle de repente la salud. 
I'.tpuñn, Francia, Bélgica, Inglaterra, Escocia y Polonia edificaron en la 
l'.da<l Media iglesias y capillas en honor y gloria del santo abad. 
1.11 ciudad de San Gil decayó más adelante de su primer esplendor, de­bido 
ul dominio d r lo» ulbigruses y, además, porque los mismos monjes 
lilillcron, i-ii IVIN, lu urciiliiri/iicióii. Posteriormente los protestantes la sa- 
■Iih'iimim. |i>oliiniiron lu* reliquia* y, de lu hermosa basílica, sólo quedó en 
I>1 <1 |hiitlio I ii Itevolución dr I7H') terminó la desastrosa obra protestante 
ion nui «o* r«lni|¡o«. I I 2'> dr agosto de 1865, gracias a algunos documentos, 
piulo ciicoiilrur lu tunibu del Santo. Posteriormente, fué restaurada la 
crlplu del ftiglo XI y embellecida la iglesia parroquial. 
Se invoca a San Gil contra el espanto, la epilepsia y los incendios. 
SANTORAL 
‘tintos Gil o Egidio, abad; Josué, jefe de los israelitas; Gedeón, juej de Israel; 
Prisco, discípulo de Nuestro Señor, consagrado obispo de Capua por San 
Pedro; Secundino y Prisco, obispos en África; Lupo, arzobispo de Sens; 
Sixto, consagrado obispo de Reims por el apóstol San Pedro y mártir, en 
tiempo de Nerón; Terenciano, obispo y mártir en tiempo de Adriano; 
Constancio, obispo de Aquino, y Victorio, de Mans; Gil de Casayo, abad 
cisterciense en Astorga; Amón, diácono y mártir en Heraclea; Vicente y 
Leto, mártires en España; Régulo, mártir en Toscana; los doce hermanos 
mártires, hijos de San Bonifacio y Santa Tecla (véase en día 30 de agosto); 
Plácido, acólito; Bosiano y Ambrosiniano, confesores. Beato Juan Carvalho 
y compañeros, mártires jesuítas. Santas Ana la Profetisa; Rustícula y 
Verena, vírgenes; cuarenta Santas Vírgenes martirizadas al tiempo que 
San Amón. Beata Juliana, abadesa.
Estandarte y laurel del triunfador Emblemas del rey poderoso y justiciero 
DIA 2 DE S E P T I EM5 R E 
SAN E STE BAN I 
PRIMER REY Y APÓSTOL DE LOS HÚNGAROS (977P-1038) 
EN el siglo IX, los húngaros —procedentes de Asía, y de la misma raza 
que los temibles hunos que al mando de Átila habían recorrido y 
devastado siglos antes casi toda Europa— se apoderaron de Panonia 
y Dacia, dos provincias del Imperio Romano que desde aquella fecha 
turnaron el nombre de Hungría. 
Desde el año 972 hasta el 997, gobernó a los húngaros un duque llamado 
t.risii. Habíale deparado la Providencia una esposa excepcional, a quien 
«irisa conoció durante su estancia en la corte de Giula, duque de Transilva-iiin. 
Llamábase Sarolta, era hija del duque Giula y unía a los encantos de 
lu belleza corporal los atractivos de su clarísima inteligencia y firme volun- 
Iml, realzados por las virtudes de un alma profundamente cristiana. Tal 
i'onjiiuto de perfecciones rindieron el corazón de Geisa y lo ganaron para 
r.rihto. Hízose instruir en las verdades de la fe cristiana y recibió el bau-lUino. 
Siguieron su ejemplo tantos nobles caballeros, que el obispo Pelegrín 
mi t i f ic ó al papa Benedicto haber admitido en la milicia de Cristo, por la 
mliiiiiiistración del bautismo, a 5.000 nobles húngaros. Pero la conversión de 
• ••■luí no fué completa. Tal vez aconsejado por la política de transacción,
quizá por error de juicio, al abrazar la fe cristiana no abandonó totalmente 
el culto de los ídolos. 
Presidía a la sazón la Iglesia de Praga el santo prelado Adalberto, ele­vado 
a aquella dignidad a los veintisiete años. Tales dificultades y contra­tiempos 
halló el joven obispo en el ejercicio de su ministerio entre aquellos 
rudos guerreros checos, que, desfalleciendo en su ánimo, logró del Papa 
autorización para retirarse a un monasterio de Roma. Mas por obediencia 
regresó a su diócesis hacia el 994. Nuevas persecuciones le obligaron a salir 
de su diócesis con unos cuantos religiosos, y acogerse a Hungría donde el 
duque Geisa los recibió con grandísima benevolencia. 
La princesa Sarolta, hallándose en Estrigonia, y ta l vez por los años 977 
ó 979, dió a luz un niño al que llamó Esteban. Sobre él tenía el Señor espe-cialísimos 
y grandes designios. Quizá le bautizaron provisionalmente a poco 
de nacer, pero el bautismo solemne lo recibió de manos de San Adalberto a la 
edad de dieciocho años, cuando el santo prelado fué acogido en Hungría 
al huir de la persecución de los checos. 
De su ayo, el piadoso Teodato, conde de Italia, aprendió Esteban, ante 
todo, el amor a la religión y a la piedad. Ese principio fundamental de toda 
buena educación, los conocimientos con que ilustró su inteligencia y las virtu­des 
que adornaron su alma, hicieron de Esteban el príncipe más cabal y per­fecto 
de su siglo, de modo que ya próximo a los veinte años y augurando 
con su gobierno días felices para Hungría, reunió el duque a los nobles, pre­sentóles 
al príncipe su hijo e hizo reconocerle por heredero y sucesor. 
ADVENIMIENTO DE SAN ESTEBAN 
EN el año 997 murió el duque Geisa. En cuanto se vió Esteban al frente 
de su pueblo, tomó las providencias necesarias para concertar la paz 
con todos los estados vecinos y, conseguida ésta, dedicóse con infati­gable 
celo a establecer sólidamente la religión de Jesucristo en todos sus 
dominios. Unos cuantos señores, teiazmente adictos a las creencias de su» 
mayores, las defendieron con las am a s, se sublevaron contra su señor, sa­quearon 
varias ciudades y llegaron t poner sitio a Veszprem, que a la sazón 
era la ciudad más importante despiés de Estrigonia. 
Imploró Esteban la protección de lo Alto por el ayuno y la oración, eligió 
por patronos y capitanes a San Ma'tín de Tours, oriundo de Panonia, y a 
San Jorge; mandó grabar sus imágeles en los estandartes y marchó resuelto 
al encuentro de sus vasallos rebeldes a quienes desbarató, no obstante la su­perioridad 
numérica de las tropas qie le enfrentaban. En el lugar de la ba­talla 
y como prenda de gratitud, nandó levantar un monasterio dedicado a
Sun Martín. Aquella victoria dióle nuevos alientos para continuar la ev 
gclización de sus estados. Fundó monasterios, levantó iglesias y llevó sac 
dotes y religiosos que adoctrinaron y civilizaron a su pueblo. Algunos 
«'son apóstoles lograron como término de sus afanes la corona del martirio. 
I .a idolatría desapareció por completo de Hungría. £1 territorio qu« 
dividido en obispados dependientes del arzobispado metropolitano de Estri, 
ni». Hombres eminentes por la ciencia y la virtud ocuparon aquellas sed 
y la religión católica floreció maravillosamente en todo el ducado. 
CORONACIÓN DE SAN ESTEBAN 
FAI,TÁBALE a San Esteban el reconocimiento de su autoridad por 
Sunta Sede. Al efecto envió a Roma al obispo de Kalocsa, Astric, c 
la misión de presentar a l Papa el nuevo estado cristiano, impetrar 
íl mi apostólica bendición, obtener la aprobación de las diócesis creadas y 
* . ir....... de los obispos en sus sedes respectivas, y recabar para su 
Inclino la dignidad o insignias de la realeza, a fin de enaltecer su autoridad 
........... l/iir u«( inri* cumplidamente sus grandes y nobles propósitos. 
Tin <ii|im'IIoh inintion días Micocslao, duque de Polonia, convertido tu 
lili lí iiI riUiliinUiiio, nollcitühii del Pontífice el reconocimiento de análo 
t i lu l i i I I 1‘np a IhiIiIii mandudo preparar una corona magnífica de oro, ad< 
mnlii di’ ilipilnlinon esmaltes, para obsequiar al duque de Polonia, pero 
Ni iinr, por medio do un ángel, le manifestó que aquella corona no debía ( 
p. iin Mic e e s lu o , sino para Esteban, príncipe de Hungría, merecedor de I 
pi r ír r e i ie iu p o r sus grandes virtudes y por el ardor demostrado en la eva 
l>rli/iiiion d e su pueblo. 
No lardó, en efecto, en presentarse el obispo Astric a n te Silvestre II, 
e iui l oyó de sus labios las maravillas de conversión obradas en Hungría p 
••I apostólico celo de su santo duque. Complacido y edificado el Sumo Po 
t i l ie e de tan grandes nuevas, dióle plenos poderes p a ra la fundación 
Iglesias y nombramiento de los prelados que las rigiesen, reconocióle con 
m v de Hungría y le entregó no sólo la preciosa corona qu e el mismo Dios 
Imliiii destinado, sino también una hermosa cruz que debía preceder al nue' 
n v cuino señal de su apostolado, «porque —decía el P ap a— yo soy el Apc 
i Mu us, pero él merece llevar el nombre de apóstol, pu esto que ha gana( 
Imi gran pueblo para Jesucristo». 
Aun existe la corona regalada por Silvestre II a San Esteban, pero i 
• o la forma primitiva, porque Geisa I le hizo añadir la diadema de oro cc 
<|iie el emperador de Bizancio, Miguel Ducas, le había honrado. Tiene p< 
u níale una cruz algo inclinada, expresamente mantenida en esa posicic!
como recuerdo del accidente que lo motivó. Esa corona se ha conservado a 
través de los siglos como el más preciado tesoro nacional del pueblo húngaro. 
Acerca de la autenticidad de una carta escrita por el papa Silvestre II 
a San Esteban con tal motivo, suscitóse una controversia. 
«Los mensajeros de Vuestra Nobleza —le dice—, y principalmente nues­tro 
muy amado hermano Astric, obispo de Kalocsa, trajeron a nuestro 
corazón tanto mayor regocijo, y cumplieron su cometido con ta n ta mayor 
felicidad, cuanto que Nos mismo, yfl advertido por el cielo, esperábamos 
ardientemente su llegada desde esa nación que nos era desconocida... P o r 
eso, ante todas las cosas damos gracias a Dios Padre y a Nuestro Señor 
Jesucristo por haber suscitado en nuestros días un David, hijo de Geisa, un 
hombre según su corazón, al que, habiéndole iluminado con luz del cielo, 
le ha constituido pastor de su pueblo de Israel en la nación escogida de los 
húngaros. Además, alabamos vuestra piedad para con Dios y vuestro respe­to 
para con la Cátedra de San Pedro, donde presidimos por la misericordia 
de Dios y sin mérito alguno de nuestra parte. 
»Por eso. glorioso hijo, cuanto habéis pedido a Nos y a la Silla Apostólica, 
es a saber, la diadema, la dignidad real y los obispados, con la autoridad 
de Dios Todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y 
por habérnoslo advertido y ordenado el mismo Dios, os lo concedemos con 
magnánimo corazón, os enviamos la bendición apostólica y recibimos a la 
nación húngara bajo la protección di la Santa Iglesia Romana.» 
Al regresar Astric de su misión en Roma, juntáronse los prelados, los 
señores, el clero y el pueblo, y en su presencia el duque Esteban fué pro­clamado 
rey, consagrado y coronado solemnemente en el año 1000. En segui­da 
el nuevo rey hizo coronar como reina a su esposa Gisela, hermana del 
emperador de Alemania Enrique I I ¡1 Santo. 
LIBERALIDAD DE SAN ESTEBAN CON LAS IGLESIAS 
SIRVIÓSE Esteban del poder concedido por Silvestre II para la institu­ción 
de nuevos obispados con ticto verdaderamente exquisito. En torno 
al arzobispado de Estrigonia ¡urgieron diez obispados, regiamente do­tados 
con las rentas necesarias parí su decorosa existencia. No solamente 
las catedrales, sino las más humildes iglesias, quedaron servidas de vasos 
sagrados, ornamentos litúrgicos y rcursos suficientes para el sostenimiento 
del culto y de sus ministros. Pero el celo apostólico de San Esteban no cabía 
en el reino de Hungría. Desbordábase de sus fronteras, y así fundó un mo­nasterio 
en Jerusalén y le dotó de rentas en tierras y viñas; estableció en 
Roma una Colegiata de doce canóngos, y casas de hospedaje para los hún-
SALE una noche el rey San Esteban sin acompañamiento con 
una bolsa llena de dinero para repartirla a los pobres, y ellos, 
por no conocerle o porque no les daba lo que querían, le mesan las 
barbas y le atropellan. E l Santo, entonces de hinojos en el suelo, 
da gracias a Dios por lo acaecido.
garos que acudían en peregrinación al sepulcro de los Santos Apóstoles; e 
hizo construir una magnífica iglesia en Omstantinopla. 
Preocupado de la cultura intelectual y de la educación moral de su 
pueblo, cuya alta importancia comprendía, encomendó Esteban tan noble 
misión a los únicos educadores que entonces había, que eran los monjes. 
Cuantos religiosos ofreciesen garantías de vida verdaderamente cristiana y 
fuesen estudiosos, hallaban en el reino de Esteban la más cordial y jubilosa 
acogida. Y no solamente gozaba de plena libertad para el ejercicio de su 
ministerio, sino que el mismo rey mandaba construir conventos y dotarlos 
de las rentas necesarias para su subsistencia. A él se debió el convento de 
Pecsvar, fundado en 998 y destinado a los benedictinos, y algo más tarde 
la célebre abadía de Pannonhalma. 
Sin género de duda, la gran devoción de San Esteban fué la que siempre 
tuvo a la Madre de Dios, a la que consagró con voto particular su persona 
y su reino, que él llamaba con verdadero placer «la familia de Santa María». 
Y tal es el respeto que los húngaros tienen a la Virgen, que al hablar de 
ella la denominan siempre «la Señora» o «Nuestra Señora», e inclinan la ca­beza 
al propio tiempo y aun a veces doblan la rodilla. 
En honor de tan celestial Señora y como prenda del amor de su pueblo 
a tan excelsa Patrona, mandó San Esteban edificar una magnífica iglesia en 
Szekes-Fehervar, la embelleció con pinturas y esculturas de los mejores a r­tistas 
c hizo colocar en ella varios altares enriquecidos con pedrerías. 
SU CARIDAD PARA CON IOS POBRES 
A caridad del santo rey con los pobres, las viudas y los huérfanos era 
superior a toda ponderación. No era raro que repartiese limosnas ge­nerales 
por todo el reino, particularmente si quería impetrar del Señor 
el feliz resultado en algún asunto trascendental. Acudió al remedio de las 
familias necesitadas, con liberalidad y prudencia, y con ta l orden y dis­creción 
que parecía como que no había pobres en Hungría. 
Para satisfacer sus ansias de socorrer a los necesitados, quiso cierto día 
hacerlo por sí mismo, y al efecto, piovisto de una bolsa bien repleta, y 
convenientemente disfrazado para no ser conocido, salió gozoso a cumplir 
su deseo. Pero en cuanto dió con lo; primeros pobres y vieron éstos las 
blancas monedas que llenaban la bolsa, estimulados por la codicia, se arro­jaron 
sobre él violentamente, le derribsron al suelo, le molieron a golpes, le 
mesaron la barba y cabellos y, apodeiándose de la bolsa, huyeron. El p a ­ciente 
rey se dejó ultrajar sin proferir ina queja. Levantóse cubierto de lodo 
y sangre y, dirigiéndose a la Santísima Virgen, su dulcísima y querida
Madre, la tomó por testigo de aquella afrenta y se la ofreció agradecido a 
mi amor y al de Jesucristo. La venganza de Esteban fué de las que estilan 
lo* santos; prometió no negar jamás la limosna a ningún pobre y ser en 
iniciante más generoso en su caridad. 
¡Cuánto se equivocarían quienes atribuyesen a pusilanimidad el hecho 
i|iic acabamos de referir! Tenía el santo rey un carácter admirablemente 
n|iiilibrado, de modo que ni su bondad ni su inagotable generosidad degene­raron 
jamás ni en debilidad ni en despilfarro. A aquel pueblo nuevo y apenas 
establecido en la tierra que había conquistado, era preciso hacerle compren­der 
la necesidad del orden y del respeto a las leyes. De ahí que a veces 
se viese precisado a ejercer la justicia con severidad. Habíanse refugiado en 
Hungría después de la muerte de su jefe Kean, unos sesenta pechenecos, los 
cuales fueron asaltados y despojados por caballeros magiares. Llevado el 
asunto ante el tribunal del rey y cuidadosamente estudiada la causa, los 
caballeros fueron condenados a muerte y ejecutados, sin que pesaran en la 
decisión otros motivos que los de la más estricta justicia. 
TRIUNFA SOBRE SUS ENEMIGOS 
EL emperador San Enrique, cuñado e íntimo amigo de E steban, acababa 
de morir, y su sucesor Conrado II, deseoso de apoderarse de Hungría, 
envió contra ella un poderoso ejército. Preparóse E steban a la resis­tencia 
con todas las fuerzas de que disponía, pero convencido d e que sin la 
ayuda del cielo nada valen los ejércitos más aguerridos, acudió a su Reina y 
Señora pura obtener por su mediación el socorro que necesitaba, y lleno 
de confianza en su valimiento se puso denodado a la cabeza d e sus tropas. 
Bratislao, duque de Moravia y aliado del emperador, invadió a Hungría 
por el norte, penetrando por el valle del Vag; pero su propio padre, amigo 
de Esteban, invadió los estados de su hijo para obligarle a renunciar a su 
proyecto, con lo que Bratislao tuvo que volver a sus tie rra s. Avanzaba 
entretanto el ejército del emperador, y Esteban le dejó p en e tra r en su 
territorio sin presentarle batalla. Desconocedor del terreno, metióse el ene­migo 
en lugares casi desiertos y cubiertos de lagunas, donde, falto de ví- 
> eres y atacado por las fiebres, quedó desorganizado y deshecho, sin que 
víveres y atacado por las fiebres, quedó desorganizado y deshecho sin que 
las tropas húngaras tuviesen más intervención que la de perseguir al empe­rador 
fugitivo y diezmar aquellas tropas que volvían desbandadas en busca 
de sus fronteras. El emperador tuvo que firmar un tra tad o d e paz v en ta ­joso 
para Hungría. 
En 1002, Giula, duque de Transilvania y tío de Esteban, hostilizó en
varías ocasiones las fronteras de Hungría. Esteban marchó contra él, 1c 
venció, le hizo prisionero con toda su familia e incorporó sus estados 
al reino de Hungría. Venció igualmente a Kean, duque de los pechenecos, 
y a los besos, fronterizos suyos en territorio de Bulgaria. 
ENFERMEDADES. — MUERTE Y CULTO 
JISO Dios probar la virtud de su siervo con grandes aflicciones. 
Vióse atormentado por agudos dolores que le duraron tres años 
y arrebatóle la muerte varios de sus hijos. Halló algún consuelo 
en el que le quedaba, llamado Imro o Emerico. nacido en 1007 en 
Szekes-Fehervar. Criólo con el mayor esmero y confió su educación a 
San Gerardo, abad del convento de San Jorge de Venecia y más tarde 
obispo de Csanad y mártir. El amor de padre le hizo componer para su 
hijo un admirable tratado de política y legislación cristiana titulado 
Admoniliones o Mónita —Advertencias para el duque Emerico—, verdadero 
testamento de Esteban en diez breves capítulos, destinados no solamente' 
a su hijo, sino también a sus sucesores. 
Tal provecho sacó el joven príncipe de la educación recibida que alcanzó 
piedad eminente y prometió a Dios permanecer virgen, aunque mantuvo 
secreta esa promesa, hasta que obligado a contraer matrimonio con la hija 
del rey de Polonia, Miecislao II, se lo declaró a su esposa, que se mostró 
digna de tan castísimo esposo. 
Y cuando Emerico empezaba a compartir con su padre el peso del 
gobierno, tuvo el santo rey la pe«a de verle morir sin descendencia en 1031. 
El reino entero quedó consternad} al saber tan dolorosa nueva, pero el rey, 
aunque afligido, besó la mano del Señor y no desmayó en su fe ni en su 
piedad. Enterró a Emerico en Szeíes-Fehervar, y en su sepulcro obró el Señor 
varios milagros. La Iglesia le hoira como santo el 4 de noviembre. 
Sintiéndose Esteban ya casi ajotado y sin heredero directo, nombró como 
sucesor a su sobrino Pedro, hijo de una hermana. 
Poco después, mientras yacía en el lecho postrado por una fiebre lenta 
y en extremo debilitado por elh, tuvo la inmensa amargura de ver que 
cuatro cortesanos atentaban conlra su vida, molestados por la rectitud con 
que hacía justicia sin acepción <fe personas. Uno de los conjurados entró de 
noche en el aposento del rey pira ejecutar su malvado proyecto. Llevaba 
oculta bajo el manto la espada con que iba a atravesarle, pero Dios, que 
velaba por su siervo, permitió qje el asesino dejara caer la espada, y, des­pertando 
Esteban al ruido, se di< cuenta de lo que aquél pretendía. El mise­rable 
se arrojó a los pies del Saito y obtuvo fácilmente perdón.
Esteban vio en ello un aviso de que su fin se acercaba, aunque sólo 
trina sesenta años; llamó a los obispos y señores de su corte, les recomendó 
i-lica/.mente que conservasen siempre la religión católica en Hungría, recibió 
con gran fervor el Viático y la Extremaunción y su alma santa voló al cielo, 
«•I día de la Asunción de la Santísima Virgen del año 1038. Le enterraron 
junto a su hijo Emerico, y sobre su tumba se obraron muchos milagros. 
El cardenal Lambertini —que fué Papa con el nombre de Bene­dicto 
XIV— refiere, en su Tratado de Beatificaciones y Canonizaciones, 
i|ue cuarenta y cinco años después de la muerte de San Esteban, o sea en 
el año 1083, el rey de Hungría San Ladislao pidió al papa Gregorio VII 
permiso para «enaltecer los cuerpos» de los personajes que habían conver­tido 
a Panonia, es decir, permiso para honrarlos con culto público. No existe 
documento de esa concesión; pero debió revestir forma solemnísima, equiva­lente 
no sólo a una beatificación, sino a una canonización, puesto que con 
(al motivo fué enviado a Hungría un legado pontificio. 
Atendiendo a las instancias del emperador Fernando, en 1631, el papa 
ITrbano VIII hizo inscribir en el Martirologio la conmemoración de San 
l'.steban I. Y, a petición del emperador Leopoldo, rey de Hungría, el papa 
Inocencio IX, con fecha de 28 de noviembre de 1686, ordenó que en 
adelante se celebrase su fiesta el 2 de septiembre en toda la iglesia universal 
con rito semidoble. En otro decreto del 19 de abril de 1687 quedó ap ro ­bado 
el texto del oficio. 
Según se ha visto murió San Esteban el 15 de agosto. Su nombre fué 
inscrito en el Martirologio el 20 del misino mes, correspondiente a la fecha 
de la exaltación de sus reliquias. La elección del 2 de septiembre se hizo 
en recuerdo de la gran victoria obtenida en la citada fecha por el empe­rador 
Leopoldo sobre los turcos que sitiaban a Ruda. 
SANTORAL 
Santos Esteban, rey de Hungría, confesor; Antolin o Antonino, presbítero y már­tir; 
Agrícola, obispo de Aviiíón; Justo y Elpidio, obispos de L y ó n ; Jus-tiniano, 
obispo de Estrasburgo, y Justó, de Clermont; Guillermo, obispo 
de Roschild, en Dinamarca; Zenón y sus hijos Concordio y Teodoro, már­tires 
en Nicomedia; Ansano, mártir en Roma; Nonoso y Elpidio, abades, 
en I ta lia , Maws, monje irlandés Landelino, solitario Diomedes, J ulián, 
Felipe, Eutiquiano, Esiquio, Leónides,, Filadelfo, Menalipo y P an tág ap a s, 
mártires en Roma; Facundino, Juventino y Peregrino, mártires en Rími-n 
i ; Evodio y Hermógenes, hermanos, mártires. Santas Máxima, mártir en 
Roma, y Felicidad, en Rímini; Calixta, mártir juntamente con sus h e rm a ­nos 
los santos Evodio y Hermógenes. Beata Margarita, virgen.
Atributos e insignias del apostólico y sabio prelado 
DIA 3 DE S E P T I E M B R E 
SAN M A N S U E T O 
OBISPO Y CONFESOR (siglo I o IV) 
ESTE San Mansueto, a quien no debe confundirse con el obispo 
San Mansueto de Tréveris, es considerado, desde tiempo inmemo­rial, 
en el este de Francia y en Canadá, como uno de los evangeli-zadores 
de las Galias y el primer obispo de Toul en Lorena. Su vida 
lu í de intenso apostolado, y obró Dios maravillosos prodigios por su interce- 
■Inii en el lapso de más de cuarenta años que gobernó aquella Iglesia. 
I'.l Martirologio romano dice escuetamente el 3 de septiembre: «En Toul 
di Iiin (¡alias, San Mansueto, obispo y confesor». 
Sin datos concretos en que apoyarse, los hagiógrafos del Santo no han 
•nlililn precisar la época, pese a las minuciosas indagaciones que para escla-i 
. i . r e s e punto han llevado a cabo. 
l- iixlen, sobre este asunto, dos tesis igualmente respetables. Sostienen 
liw niiiiitenedores de la primera que San Mansueto fué enviado personal-hmmIc 
por San Pedro a la Galia Bélgica con los santos Materno, Eucario 
* V h I i to de Tréveris, Clemente de Metz y demás Padres apostólicos de 
i-i* » «ü Iíiih. Los partidarios de la segunda, y debido a las considerables 
■ • • t i q u e se observan en las listas episcopales de los primeros siglos.
afirman, aunque sin aducir pruebas decisivas, que San Mansueto no evange­lizó 
a los leucos —leuci— antes del siglo tercero y aun quizá del cuarto, 
esta tesis es la mantenida por los Benedictinos e historiógrafos religiosos 
más modernos. 
En cuanto a las fuentes históricas utilizables, dice Calmet en su notable 
Historia de Lorena: 
«En la abadía benedictina de San Mansueto, sita en el arrabal de Toul, 
existe un manuscrito del siglo once que contiene dos Vidas de San Mansueto.» 
La primera sirve de prolegómeno a la Vida de los Obispos de Toul; 
la segunda, de mayor extensión, fué escrita por Adsón o Asón, abad del 
monasterio benedictino de Montier del Der, que la dedicó a l obispo de Toul, 
San Gerardo, muerto el año 994. 
En una de ellas se lee —y así observa Adsón, que lo supo por testimonio 
de los antiguos monjes— que Mansueto pertenecía a una noble familia de 
Escocia —escoto de Irlanda, según otros autores—; que desterrado de su 
patria se encaminó a Roma, donde abrazó la religión cristiana después de 
oír la predicación del apóstol San Pedro, el cual le consagró obispo y le envió 
a las Galias en compañía de otros varones apostólicos. 
En la presente biografía nos atendremos a este segundo estudio. 
ACTIVIDAD APOSTÓLICA 
NUESTRO Santo escogió como centro de sus actividades el Tulesado, 
poblado por los lencos y cuya capital era la estratégica ciudad de 
Toul, famosa entonces por iu activo comercio, considerable riqueza 
y nutrida población. Junto a las murallas y al norte de la ciudad edificó 
una humilde choza que recubrió de ollaje; a ella solía retirarse para instruir 
en la fe cristiana a cuantos acudían a visitarle. 
Dirigía a la sazón los destinos de la plaza un gobernador —a quien el 
autor da equivocadamente el titilo de «rey»— llamado León, hombre 
bárbaro e idólatra. Su esposa, qu« por las conversaciones de sus criadas 
tuvo noticia de la presencia del si:rvo de Dios, entró en deseos de cono­cerle 
y escuchar sus palabras. Expicóle el Santo la doctrina de Cristo con 
ta n ta suavidad e interés, que la ncble matrona no sólo cobró afición a las 
nuevas enseñanzas, sino que, aprovechándose de ellas, se convirtió a la fe; 
y hubiese recibido entonces mism> las regeneradoras aguas del bautisno 
de no impedírselo el temor a su narido. 
No desmayó por ello el humild< misionero, sino que puesta la confianza 
en Dios y esperando ganar para Cristo nuevos adeptos, se retiraba a 
menudo en la choza que había edificado y pasaba largas horas del día
y tic la noche en la meditación, oración y penitencia, p a ra renovar el fervor 
tic su alma y consolarse con Dios; allí reñía encarnizada lucha con Satanás 
l>.ira arrebatarle las almas y prepararse a nuevos combates. 
EL NIÑO RESUCITADO 
ESTANDO de fiesta la ciudad de Toul ocurrió un sensible accidente 
que llenó de consternación a todos sus moradores. El hijo único del 
gobernador, que jugaba en lo más alto de la muralla, vino a caer 
ti I fondo del río que por allí junto pasaba, y desapareció rápidamente bajo 
lus aguas, muy profundas en aquel lugar. 
Cuantos esfuerzos hicieron por salvar a la infeliz criatura, resultaron 
inútiles; ni siquiera pudieron dar con el cadáver. En vano el desventurado 
pudre imploró el auxilio de sus falsos dioses. 
I.a noche siguiente, su esposa, que había llorado amargamente la pérdi­da 
de su hijo, se durmió rendida por la fatiga y el dolor. En el reposo 
p.irecióle ver al Predicador de las cristianos, tan vilipendado en Toul, que, 
grave y majestuoso, prometía devolverle vivo al niño si estaba dispuesta 
ii creer en el único Dios verdadero. Despertó ansiosa y corrió a contar a 
su marido el sueño que había hecho brillar, en su apenado corazón, un 
ili-stello de esperanza. 
Impresionado el gobernador, mandó llamar a Mansueto, que acudió 
al momento. 
—¡Ah! -—exclamó el infortunado padre cuando le tuvo delante—; si 
con el poder de tu Dios me entregas al menos el cuerpo exánime de mi hijo 
para que le abrace por última vez y le dé tierra solemnemente, prometo 
recibir el bautismo que predicas. 
Oídas estas palabras, púnese en camino nuestro Santo acompañado p o r 
« I afligido padre, y. llegado que hubo al lugar del suceso, se arrodilla a la 
cra del río y suplica fervorosamente al Señor que manifieste su omnipotencia. 
Apenas terminada la oración, y ante el general asombro de los muchos 
curiosos que allí habían acudido, aparece flotando el cuerpo del niño. Sácan- 
!<■ «Id agua y lo depositan ante el magistrado, que no acierta a salir de s u 
.■Mimbro. Levántase entonces el obispo y dice al gobernador: 
—Ahí tienes el cuerpo de tu hijo; pero debo decirte que, si eres fiel a la 
iMimiesa que en tu casa me hiciste, mayor beneficio todavía recibirás de Dios. 
¡Si mi pobre hijo resucita —dijo el gobernador con voz en tre co rta d a 
!••>• la emoción—, juro renunciar a los dioses y abrazar la religión cristian a ! 
Vnte declaración tan explícita, se arrodilla de nuevo el prelado a im p lo ra r 
•■i protección de lo Alto; le acompañan en su plegaria los primeros y esca sos 
i v
adeptos logrados en la ciudad, y o tra vez es atendido su ruego, porque el 
cadáver, hasta entonces rígido, se agita suavemente y comienza a respirar; 
luego, y a una orden del Siervo de Dios, se levanta el niño y abraza a sus 
bienhadados padres, en tanto que los presentes prorrumpen, con desbor­dante 
entusiasmo, en atronadores vítores al Dios de los cristianos, el solo 
Verdadero, el Todopoderoso, el único Señor de la vida y de la muerte. 
El gobernador cumplió su palabra; instruido en la nueva religión, recibió 
con grandes muestras de contento el santo bautismo; lo propio hizo toda su 
familia y gran parte de la población, arrastrada por su ejemplo. 
NUEVOS ADEPTOS 
AS predicaciones de Mansueto y el celo desplegado por los recién 
convertidos, ocasionaron la casi total extinción del paganismo en la 
ciudad. Consecuencia de ello fué la construcción de dos iglesias, una 
dedicada a la Santísima Virgen y a San Esteban, protomártir; y la otra, 
cerca de la choza del santo varón, :il apóstol San Pedro. 
Sin embargo, su radio de acción no se limitaba al recinto amurallado 
de la ciudad; alcanzaba su animoso celo las ciudades y pueblos de los al­rededores, 
que recorría intrépido en todas direcciones sin reparar en traba­jos 
y fatigas. Para que su apostolado fuese más fecundo, ayudábase en sus 
ministerios de varios sacerdotes y diáconos que ordenó al efecto. 
Dios recompensó con creces su trabajosa labor, porque las conversiones, 
difíciles y escasas en los comienzos, fueron luego abundantísimas y tuvo que 
determinarse a construir más iglesias en diversas localidades. 
Una de ellas fué la de San Juan Bautista, situada al sur de la de 
San Esteban, cuyo baptisterio era probablemente, y por cuya razón se la 
llamó de San Juan de las F u e n te s . 
Calmet da cuenta de la fábrica de otro templo con estas palabras: «Noti­cioso 
de la muerte y martirio de San Pedro, su maestro, Mansueto levantó 
en aquel lugar —abadía de San Mansueto— un magnífico templo, en el que 
depositó el don que al partir de Roma le hiciera el Príncipe de los Apóstoles». 
El autor no especifica el «do»» a que alude, pero en la vida de San 
Gaucelino —uno de sus sucesores— se dice que era el «báculo de San Pedrj», 
báculo que San Gaucelino regale a Teodorico, obispo de Metz, en testi­monio 
de gratitud, por la ceskn hecha a su favor de los terrenos de 
Bouxieres de las Damas, cerca de Nancy, donde estaba emplazada la abadía 
del mismo nombre. 
Los hagiógrafos que ponen a San Mansueto en el siglo IV, interpretan 
los términos de esta manera: «enviado y entregado por el Papa, sucesor de
A < >1 I / 1, a,’s al hijo resucitado — dice San Mansueto al gober-i 
.i,tm ti,■ la ciudad—. Conmovido el padre abraza al niño y 
i/< hrsos glorificando al mismo tiempo al Dios de los cris- 
-iii.'-. Sriitir de la v id a y de la muerte. E l pueblo todo imita el 
ejemplo del gobernador
San Pedro», pues sabido es que el Romano Pontífice entregaba el báculo pas­toral 
a todo obispo misionero, a la manera que en nuestros tiempos regala 
frecuentemente una cruz pectoral a ciertos obispos recién electos. 
SU MUERTE. — ALGUNOS MILAGROS 
MANSUETO murió en su ermita de Toul tras más de cuarenta años 
de episcopado, consagrados a extender el reino de Dios. Se fija 
su tránsito de este mundo en el 3 de septiembre. 
Sus restos mortales se depositaron en la iglesia de San Pedro, por él cons­truida, 
y confiada más tarde a los benedictinos de la abadía de San Mansueto. 
Su tumba fué célebre a través de los tiempos, no sólo en la ciudad de 
Toul, sino también en su inmensa diócesis. Al lado fueron enterrados los 
cuerpos de varios de sus sucesores, muertos todos ellos en olor de santidad. 
Posteriormente, en el siglo XVI, el obispo Hugo de los Hazards mandó 
poner sobre la sepultura una magnífica estela con la efigie de su primer 
predecesor, de tamaño mayor del natural, obra que puede admirarse todavía 
en la sepultura que domina el antiguo sarcófago denominado «Túmulo de 
San Mansueto». 
A fines de la pasada centuria se construyó, en el barrio de San Mansueto, 
una capilla que es muy visitada por los habitantes del país. 
Muchos milagros ha obrado Dios, por intercesión de su siervo, en el 
transcurso de los años. 
El gran San Martín de Tours, que en sus viajes a Tréveris, adonde le 
llamaban diversos asuntos de la corte imperial, no dejaba de visitar la 
tumba del taumaturgo tulense y encomendarse a su protección, obtuvo 
señalados favores. 
San Gerardo, uno de los prir.cipales obispos de Toul, aquejado de una 
grave enfermedad, recobró la a lu d tan pronto como se la pidió a su 
santo predecesor. 
El piadoso Adsón, abad del Monasterio de Montier del Dcr, y otros 
cronistas del siglo X I y X II lelatan los principales milagros debidos al 
favor de San Mansueto. Citaremos algunos de ellos: 
Una mujer vecina de Walón, y ciega desde hacía siete años, recobró la 
vista cabe la tumba del apóstol misionero la víspera de su fiesta. 
Un muchacho, arrebatado de cólera, desobedeció a su madre con desca­rada 
insolencia, al tiempo que h injuriaba vilmente. No pasó la falta sin 
su merecido castigo, porque al nstante se hinchó la lengua del desnatura­lizado 
hijo ocasionándole agudísinos dolores que se le propagaron a la cara. 
Reconoció ser ello justo castigo de Dios, por lo que, arrepentido, prometió
entrar al servicio de la iglesia y monasterio de San Mansueto si curaba. 
I n e s e , pues, a la iglesia, en plan de realizar el proyecto concebido, y al 
extender el mantel del a ltar sobre su cabeza, conforme al ceremonial 
Manido en esa especie de consagración, salió de la lengua del enfermo un 
borbotón de sangre corrompida y quedó completamente libre de su dolencia. 
I n hombre llamado Bruno sufría una triple enfermedad: era tartamudo, 
rojeaba de la pierna izquierda y tenía seca la mano derecha. De los tres 
ni.iIcs quedó libre orando ante la tumba del Santo. 
líl abad del monasterio de San Mansueto registró en los archivos el 
milagro siguiente, prodigio de mayor resonancia que los anteriores. Era el 
tres de septiembre, fiesta del Santo. Mientras los habitantes de la comarca 
tendían solícitos a los templos para honrar a su glorioso patrón, una pobre 
mujer de Kogeville lloraba desolada junto a la cuna de su hijito que yacía 
i'ndáver. La pobre madre acudió al celeste protector suplicándole, más con 
iileetos que con palabras, y con una fe igual a su dolor, que le devolviera 
vivo al hijo de sus entrañas. Pronto experimentó los efectos del maravilloso 
poder del Santo, porque acabada la plegaria, el niño se movió, abrió los 
o jo s y sonrió placentero a su madre. La feliz aldeana, cobrando fuerzas de 
mi alegría, salió de su casa, recorrió resueltamente la distancia de varías 
leguas que la separaban de Toul y fuése a presentar el niño resucitado a 
tu iglesia de San Mansueto. 
Cuentan que otra vez en que los vecinos de Grondeville celebraban la 
t ie s ta de San Mansueto, que era fiesta de guardar, acertaron a pasar por 
el pueblo unos campesinos del ducado de Bar conduciendo sendos carro-mulos 
cargados de sal. Los gondrevileses reconvinieron con buenas palabras 
ii los forasteros, a quienes instaron a respetar la santidad del día consa­g 
r a d o a tan gran Santo; pero ellos, lejos de aprovecharse de este prudente 
eons i ' jo , prosiguieron su camino, no sin burlarse antes descaradamente. 
I 'oeo duró, sin embargo, su insolencia, pues a punto estuvieron de perecer 
.o i ts( rudos con sus caballerías y cargamento al vadear el río Mosela. Y sin 
■ liulii pagaran caro el desprecio al Santo, a no haber reconocido humilde- 
..... . a tiempo que Dios estaba contra ellos. Por lo que arrepentidos de 
o iitrevimiento, encomendaron sus vidas al celestial protector y prometieron 
i'ii.iiilar la fiesta desde aquel momento. Al instante las bestias, dóciles a 
l .  hits de sus amos, salieron sin dificultad del apurado trance, y libráronse 
i . >ilos así del inminente peligro que los amenazaba. 
simlebardo, conde de Toul, sentía atroces dolores en una m a n o y los 
ni* «líeos no hallaban otra solución al mal que acudir a la am putación del 
......... Ante la triste perspectiva, el conde invocó confiadamente al santo 
i'.if u n ió de la ciudad, y su mano, aunque ya casi completamente se ca , quedó-i. 
• o.il si nunca la tuviera enferma.
Más prodigios pudiéramos referir, pues están escritos en los anales de 
la abadía; pero bastan los transcritos para poner de manifiesto el valimiento 
que el obispo misionero goza ante Dios. 
Los numerosísimos devotos que aun tiene hoy en día, son, por otra parte, 
testimonio elocuentísimo de su gran poder. 
TRASLADO DE LAS RELIQUIAS 
EL primer traslado de las sagradas reliquias lo verificó Pibón, obispo 
de Toul, el 14 de junio de 1104, con la asistencia del duque de Lorena. 
Se transportaron a un «prado» llamado aún «de San Mansueto»; 
allí se celebraban antiguamente las ferias anuales de San Clodoaldo en abril, 
y de San Mansueto en septiembre; luego, devuelto el precioso relicario a la 
iglesia, fué colocado en sitio digno. 
En 1441, siendo obispo de Toul Luis de Haracourt, por iniciativa de su 
sufragáneo Enrique de Vaucouleurs, se verificó una nueva traslación de las 
reliquias. En 1500 fueron «reconocidas» por Hugo de los Hazards, quieu 
separó la cabeza del resto del cuerpo para depositarla en un precioso busto-relicario 
de plata. Dicho busto fué transferido en 1629 a la catedral de Toul 
y puesto en sitio preferente. 
Paréennos oportuno recordar aquí la famosa procesión llamada «del Go­bernador 
»; el día de la Ascensión, los restos del Santo eran llevados proce­sionalmente 
por los Benedictinos —de acuerdo con los magistrados— por las 
calles de la ciudad. Mientras duraba la ceremonia, una de estas autoridades 
quedaba en rehenes en el monasterio. 
El cuerpo del santo obispo se guardó en su relicario, en la abadía, extra­muros 
de la ciudad, hasta la Revolución francesa. 
Suprimido el monasterio, el obispo constitucional de la Meurthe, llamado 
Lalanda, transfirió, el 6 de agosto de 1792, todas las reliquiar de San 
Mansueto a la catedral de Toul. Muchas se perdieron o fueron destruidas 
en esta nefanda época; otras se dispersaron por varias iglesias de la diócesis 
donde se las venera aún en el día de hoy, como, por ejemplo, en el tesoro 
de la basílica de San Nicolás de Puerto, reliquias procedentes de la abadía 
de Bouxieres de las Damas. 
En la catedral de Toul y en el primer altar que se encuentra entrando a 
mano derecha, se conserva con horor la cabeza de San Mansueto, encerrada 
en precioso relicario, junto a las rdiquias de San Gerardo y Santa Apronia, 
hermana del obispo San Apro. 
Ya hemos dicho que la sepulura del obispo con su magnífica lápida 
efigiada existe en los vestigios de la importante abadía de San Mansueto.
CULTO DE SAN MANSUETO 
LOS lencos —la gens óptima de Julio César—, con Toul como principal 
ciudad, tenían por vecinos a los verodunenses y a los mediomatrices 
que dieron su nombre a Verdún y Metz, respectivamente. Las diócesis 
«Ir Toul, Metz y Verdún, fundadas por los santos Mansueto, Clemente y 
Smitino, fueron reconocidas en la Historia con el nombre de «los Tres Obis­pados 
». Incorporadas a la corona de Francia por Enrique II (1552), dejaron 
<•1 ducado de Lorena sin obispado, con una simple iglesia primacial hono­r 
íf ica en Nancy, hasta poco hasta de la Revolución (1777). 
Diecinueve sucesores de San Mansueto son venerados como Santos, de 
los cuales, ocho reciben culto público reconocido por Roma, y son los 
■umtos Amón, Alcas, Auspicio, Apro, Bodón, Jacob, Gaucelino y Bruno de 
Dubo (el papa San León IX ). El último obispo de Toul murió en 1801. 
El obispo de Nancy lleva también el título de obispo de Toul, resta­blecido 
por León X II el 29 de febrero de 1824. En 1919, Monseñor Ruch 
ul dejar la sede episcopal de Nancy para trasladarse a la de Estrasburgo, 
ofició de pontifical en su segunda catedral, la de Toul, ceremonia que no 
He había celebrado allí desde muy remotos tiempos. 
Un indulto de la Sagrada Congregación de Ritos fechado el 27 de 
ujjosto de 1919 y valedero por diez años, fijó para la diócesis la fiesta 
ilc San Mansueto en el domingo siguiente al 3 de septiembre. 
SANTORAL 
‘Quitos Mansueto, obispo y confesor; Ambrosio, obispo de Sens, y Ausano, de 
Milán; Remado, obispo de Maestricht (Holanda), y Macnisio, de Connor, 
en Irlanda; Godegrando y Emiliano, obispos y mártires, en Francia; Manió 
y Martiniano, obispos y confesores, en Italia; Aristeo, obispo de Capua, 
y Antonino, niño, mártires; Sandalio, mártir en Córdoba; Simeón Kstilita 
el Joven, presbítero; Aigulfo, abad y otros monjes del monasterio de Lerins, 
mártires; Frongencio, mártir, compañero de Aigulfo; Zenón y Cantón, 
mártires. Beatos Antonio Ixida, de la Compañía de Jesús, y cinco compa­ñeros 
—tres agustinos y dos franciscanos— mártires en el Japón; Andrés 
Dotti, servita; Bartolomé Gutiérrez, mártir en el Japón; ciento noventa 
y un mártires de la Revolución francesa, en septiembre de 1792. Santas Basi-lisa. 
virgen, mártir en Nicomedia; Serapia, virgen, y Sabina, viuda, mártires 
(véase en 29 de agosto), Febe, diaconisa en tiempos de San P ab lo ; Eufe­mia 
y Dorotea, hermanas, y sus primas Tecla y Erasma, mártires en Aqui-leyn 
; y Prócula, virgen y mártir.
Rosalía, florido nombre evocador de rosas y lirios 
DÍA 4 DE S E P T I E M B R E 
SANTA ROSALIA DE PALERMO 
VIRGEN Y SOLITARIA (1130P-1160) 
ROSA y lirio, dos flores simbólicas que parecen haberse entrelazado 
y aun compenetrado como en mística simbiosis, para formar el 
nombre característico y significativo de la santa P a tro n a de Pa-lermo. 
Fuego y candor, amor e inocencia, belleza y aromas de 
rosas y lirios: júntese a ellas el perfume delicado de la escondida violeta 
 sr habrá formado el ramillete de agradable olor que, por quererlo para 
Si. cortó el Señor antes del mediodía y lo puso en rutilante búcaro de 
tumor en su palacio de la gloria. 
I sa flor, llamada Rosalía, abrió sus pétalos a la luz de e s te mundo 
li.n ia el año 1130 en el palacio de Roger II, rey de Sicilia. Fue su padre 
Mnilialdo, conde de los Marsos y descendiente de Carlomagno, a quien el 
■ nimio Roger llamó a su corte y dió por esposa a una de sus más próxima» 
parientes. Nació y creció Rosalía, por lo tanto, entre grandezas y esplen­dores 
lerrenos que no cautivaron su corazón, antes fueron para ella objeto 
• li desdén y menosprecio. A los catorce años resplandecía con todos los 
> m antos de la belleza, de modo que el mundo presagiaba para e lla el más 
ludíante porvenir. Pero el mundo ignoraba que aquella flor tan fresca, tan
lozana, tan hermosa, la tenía Dios reservada para Sí; no sabía que Jesús 
la había regado con la lluvia copiosa de sus gracias y que la Virgen velaba 
para que sus pétalos purísimos no sufriesen menoscabo ni aun por la 
mirada de aquel mundo que no merecía poseerla. Una noche se le apareció 
la Reina del cielo para mandarle que huyese de la casa paterna. 
HUYE A LA SOLEDAD 
CORTA, pero admirable vida, llena de encantos y dulzuras difíciles 
de comprender para la mayor parte de los hombres, aun de los 
cristianos. Ya declaró el Señor que «no todos pueden comprenderla». 
La tierna doncella da de mano a todas las esperanzas, triunfa sobre los 
sentimientos de la naturaleza por la docilidad a la gracia, y abandona 
decidida su hogar para seguir la voz divina que ha resonado en su alma. 
A la puerta del palacio de su padre están los mensajeros de la Reina del 
cielo: son dos ángeles; arrogante caballero el uno, con reluciente espada al 
cinto; humilde peregrino el otro, con báculo, conchas y calabaza. Precédele 
el primero y camina tras ella el segundo, amparados en aquella misteriosa 
huida por las sombras de la noche. 
Así, guardada por los celestiales guías, atraviesa Rosalía las silenciosas 
calles de Palermo; sin otro bagaje que sus instrumentos de penitencia, el 
crucifijo y algunos libros, sale de la ciudad sin el menor percance, se enca­mina 
a la sierra de Quisquina, distante algunas leguas de Palermo, y allí 
se sepulta en una gruta ignorada, escondida bajo las nieves que casi de 
continuo cubren la cima de la montaña. Allí no tiene la delicada virgen 
otras relaciones que las del cielo, ni otro alimento que el de las raíces 
que recoge en las cercanías de su retiro. Vive en familiar comunicación 
con los ángeles y en continua orac.ón y unión con Dios, anticipándose ya 
a la eterna ocupación de la bienaventuranza. Los trabajos manuales que le 
imponía la necesidad de remediar su desnudez y atender a su subsistencia, 
y el grabar en la roca la inscripciót que todavía se lee, fueron sus distrac­ciones 
en aquella vida de ángel. La inscripción dice así: 
Ego Rosalía, Sinibaldi Quisquine et Rosarum Domini filia, amore Dotnini 
mei Jesu Christi ini (in) hoc antro lac habitare decrevi. — Yo, Rosalía, hija 
de Sinibaldo, señor de Quisquina y de Rosa, por el amor de mi Señor Jesu­cristo, 
he resuelto habitar esta caverna. 
Vense también en la cueva, ura concavidad que labró para recoger el 
agua que se filtraba por las paredes de la gruta, un altarcito y un trozo 
de mármol que le servía de lecho, jn asiento tallado en la roca y una viña 
que, según la tradición, plantara la virgen solitaria.
lu lre ta n to , buscábanla sus afligidos familiares por toda Sicilia; la voz 
»<«■ I pregonero prometió grandes recompensas al que descubriese su retiro, y 
Komiliu recibió de los ángeles el aviso de que no tardaría en ser conocido su 
■ rindió, y debía, por tanto, buscar otro más seguro. Ellos mismos guiaron 
■i mi inrotegida por oculta senda al monte Pellegrino, cuyas alturas escaló 
) <n cuya cima casi inaccesible halló una gruta incómoda, de angosta 
•■lirrlura, de bajo techo, oscura, y en cuyo suelo apenas había lugar para 
ili-m-misar sin estar sobre el lodo. En aquella caverna, impropia para servir 
tlr guarida a las fieras y alimañas, pasó la solitaria los últimos años de su 
Milu. Alimentábase, como en Quisquina, de raíces y bellotas, pero fué aquí 
minutamente más afortunada, porque los celestes guardianes que la Virgen 
l< ilitra le llevaban con frecuencia la Santa Eucaristía. 
SU MUERTE 
DIECISÉIS años llevaba Rosalía en aquella vida extraterrena y aun 
no había alcanzado los treinta de su edad, cuando el Señor le dió 
a conocer que sus anhelos del cielo iban a verse plenamente 
cumplidos. Acostóse entonces Rosalía dentro de la gruta que iba a servirle 
ilti *<-pulcro, descansó la cabeza en su mano derecha, apretó con la izquierda 
1 1 crucifijo contra su corazón, colocó sobre el pecho su crucecita de plata, 
i ni osa postura se durmió en el Señor el 4 de septiembre de 1160. 
 aquel cuerpo que tan maravillosamente había vivido, reservaba el 
Si nor un sepulcro no menos maravilloso. Sobre aquellos virginales despojos 
lur rayendo gota a gota el agua de modo que en poco tiempo la cubrió 
••<>•• una envoltura calcárea encerrándola en sepulcro de alabastro. ¿Hubie a 
.i.irtado su opulenta familia a dedicarle tan precioso mausoleo? 
No tardó en conocerse por doquier la santidad de la virgen de Palermo, 
> i pur medio de apariciones, ya por los repetidos milagros, y su culto se 
• p.in ii» con rapidez por Sicilia, por toda Italia y a través de E uropa , lle-r 
iiulti a ser su nombre popularísimo. 
I mías las pesquisas hechas para hallar su cuerpo fueron inútiles. Regis-i. 
iii.MM minuciosamente las dos cavernas en que vivió la solitaria , tan 
•. I. Iin s ya desde entonces y tan visitadas, pero la Providencia n o permitió 
•I", m descubriese su secreto. El bloque alabastrino que encerraba el cuerpo 
lii Santa quedó enterrado en los escombros que extrajeron d e la gruta 
i >it riiiil.idnsa como infructuosamente explorada. Dios quería rese rva r para 
" i i" ' Iirmpos el beneficio de hallar tan preciado tesoro, y poco a poco fué 
• "i........ . por toda Sicilia la creencia de qué sólo lo h a lla ría n el día 
• m ■ 111- lu ciudad de Palermo se viese en extrema necesidad.
DESCÚBRESE LA TUMBA 
Sí transcurrieron cinco siglos. Cierto día, un anciano que solícito y 
confiad» andaba buscando el escondido tesoro, oyó estas palabras: 
«Aun no ha llegado el tiempo; hay que esperar a que Palermo 
se arranque los cabellos de desesperación». Por aquella misma época, era 
en 1625. durante las fiestas de Pentecostés, un tal Amodeo, vecino de 
Palermo, que visitaba a los ermitaños establecidos en torno a la gruta del 
monte Pellegrino, discurría con ellos sobre los medios de dar con el cuerpo 
de la Santa y deploraba la inutilidad de los trabajos llevados a cabo con tal 
fin, cuando se les acercó una mujer de Trapani llamada Jcrónima del Gatt'o, 
y les dijo: «Hallábame enferma en el hospital de Palermo y a punto de 
expirar, cuando vi junto a mi cama una hermosísima joven que me dijo 
con voz suavísima: «No temas, curarás si haces voto de ir en peregrinación 
al monte Pcllegrino y de visitar mi tumba». He venido y, allí una voz mis­teriosa 
me ha dicho: «Aquí está oculto mi cuerpo. Busca y te daré pruebas 
de mayor certeza». 
Ni Amodeo ni los ermitaños dieron gran crédito a las manifestaciones 
de aquella mujer; pero, por complacerla, decidieron seguirla a la gruta para 
ver el lugar que, según decía, le había sido indicado. Resolviéronse a intentar 
nuevas exploraciones y fijaron para iniciar los trabajos, el 29 de mayo. En 
ese mismo día llegaba a Trapani un navio procedente de África e infestado 
por la peste. Extendióse el azote rápidamente por toda Sicilia sin que sir­viesen 
a contenerlo cuantos medios puso en juego el virrey, Filiberto de Sa-boya, 
y la ciudad de Palermo vióse castigada espantosamente. Su arzobispo, 
el cardenal Juan Doria, que se hallaba en los baños de Términi, acudió pre­suroso 
a compartir los peligros de sv amado rebaño. 
Adelantaban entretanto, aunqu« lentamente, las excavaciones que se 
hacían en la gruta del monte Pellejrino, y sólo a los dos meses, es decir, 
el 15 de julio descubrieron por fin una piedra de alabastro de seis palmos 
de larga por dos de ancha, que al removerla se hendió por mitad y con 
gran sorpresa de los presentes dejó al descubierto huesos de un esqueleto 
humano de los que se desprendía ui perfume delicioso. 
AI instante llegó a Palermo la íoticia de tan feliz hallazgo. El mismo 
día acudieron a la gruta los comisicnados del Arzobispo y del Senado para 
comprobar la verdad de los hechos. Lenació en el pueblo la confianza y todos 
decían: «Por intercesión de Santa Rjsalía nos salvará el Señor». 
Pero no cesaba la plaga. En les meses de julio, agosto y septiembre 
hubo una mortandad atroz. Llegó :1 4 de septiembre, fiesta de la Santa. 
El Arzobispo y el Senado pusieron li ciudad bajo la protección de la Virgen
Lili 111111111111 m m111m 
DOS ángeles del Señor, vestido uno con una cota de guerrero 
y con esclavina de piadoso peregrino el otro, guían a Santa 
Kosalia desde la casa paterna hasta un monte desierto y abrupto 
'■iluado a trece leguas de Palermo, en donde la Santa establece su 
residencia sin temor a las fieras.
Inmaculada y de Santa Rosalía. In/mediatamente comenzó a decrecer la 
fuerza del mal, que sólo debía desaparece1, por completo el día en que la 
comisión de teólogos, médicos y sabicP® reconociera solemnemente la auten­ticidad 
de los preciosos restos. El ex am e n se prolongó hasta el nies de 
febrero del siguiente año y la peste n<P desaparecía. 
RECONOCIMIENTO ]DE LAS RELIQUIAS 
CON esa prudente lentitud que lé lesia empica siempre en las cosas 
referentes a la fe, esperaba e’> cardenal Doria que las decisiones de 
la Comisión quedasen confirmadas por alguna manifestación de lo 
Alto. El hecho siguiente dio la seguridad que el prelado deseaba, l 'n apes­tado 
de Trapani, apellidado Bonelli.- Pidi<i que ,e asistiera en su última 
hora un sacerdote llamado Pedro del* Monaco. Después de la confesión, el 
moribundo le habló así: «No hace m,uch° tiempo, el domingo de Carnaval, 
tuve el dolor de perder a mi esposa, ¡arrebatada por la peste en breves horas. 
Sentí una pena profunda y para distraerme de e**a resolví entregarme a la 
caza. Con ese fin me dirigí al monte Pellcgrino. Al llegar al punto denomi­nado 
Scala, vi ante mí a una joven i0011 hábito de eremita. 
«—¿A dónde vas? —me preguntó- 
—Voy de caza —respondí temblando- 
—Ven conmigo —añadió— y te rnost raré in' celda de ermitana. 
Trepé tras ella por el monte y me mostró la gruta. 
—He aquí —me dijo— el lugar 4°nde descansa mi cuerpo. ¿No me co­noces? 
—añadió con dulzura. 
—No, señora. 
—Pues soy Rosalía. 
Sólo mi turbación fué causa de que la reconociese hasta entonces. Me 
arrojé a sus plantas y me atreví a decirle: 
—¡Oh Santa Rosalía! ¿Cómo dejá'* perecer a vuestro desgraciado país? 
¡Morimos a millares y yo mismo he perdido a mi esposa! 
—Hay que someterse a la voluntad de Dios, y este azote convertirá a 
muchos. Demasiado han estado dis¿ut ’el,d ° en *° referente a mi cuerpo. Si 
lo llevan en procesión por la ciudad, la plaga cesará. Te recomiendo que 
vayas a ver al cardenal o le envíes a ^ ú n fiel mensajero. En cuanto a ti, con­fiésate 
y comulga, pues como pruebs* de que lo que te digo es verdad, enfer­marás 
de la peste y a los cuatro días morirás. Tu confesor quedará encar­gado 
de manifestar lo que te he dicP0))- 
No pudo abandonar don Pedro 4el Monaco a los moribundos que implo­raban 
su asistencia, y por lo tanto envió a uno de sus compañeros llamado
S ANT A R O S A L Í A DE P A L E R M O 
Vicente Setaiolo a cumplir el encargo de la S a n ta a n te el cardenal Doria, 
quien recibió la noticia con el más vivo interés. E n v ío ipso jacto a dos 
sacerdotes para que se entrevistasen con Bonelli, que aun vivía y que 
confirmó el relato. Decidióse entonces el cardenal a tom a r una determinación 
oficial, y el 28 de febrero de 1625, después de expone r las reliquias de la 
Santa a la pública veneración, mandó llevarlas en procesión por las calles 
de la ciudad de Palermo. 
En cuanto se cumplió aquella orden, comenzó la rápida desaparición 
de la peste. 
CULTO Y MILAGROS 
NO hubo recurso de que no echasen mano los agradecidos habitantes 
de Palermo para demostrar a la santa bienhechora su amor y devo­ción. 
Ofrecieron un relicario de p la ta p a ra guardar sus reliquias, 
construyéronle una magnífica iglesia, hicieron de sus dos grutas lugares de 
peregrinación y ocultaron la roca santificada por sus virtudes bajo un sin­número 
de exvotos pregoneros a la vez de la protección y valimiento de 
lu una y del agradecimiento y confianza de los otros. Tanto se extendió 
su culto, que, traspasando las fronteras de Sicilia, llegó a los últimos confines 
«le Europa. En 1628, Ana de Austria pidió y obtuvo una reliquia insigne, 
lín la misma fecha, Clemente de Bonzi, obispo de Beziers. recibió la mandí­bula 
inferior, y en cuanto entró la reliquia en la c iu d ad , cesó la peste. Lo 
mismo sucedió en otras ciudades. El rey de E sp añ a , Felipe IV, que lo 
era también de Sicilia con el nombre de Felipe I I I , recibió de su pueblo sici­liano 
algunos huesos de la Santa. El archiduque don Ju an de Austria fué 
cspccialísimamente protegido por Santa Rosalía d u ra n te el sitio de Barce­lona, 
de la que se habían apoderado los franceses. L a ciudad de Amberes, 
en Rclgica, se vió libre de la peste gracias a la protección de la misma Santa, 
y hasta Polonia conoció el valimiento que an te Dios tiene. 
CURACIÓN DEL HERMANO FRANCISCO DE CASTILLA 
LA curación del Hermano Francisco de Castilla, novicio de la Com­pañía 
de Jesús, en 1653, extendió el culto de Santa Rosalía a las 
Indias Orientales. Reducido al último extremo por una enfermedad 
ilil corazón, de tal modo que después de administrarle los últimos sacra­mentos 
había dispuesto ya el superior lo necesario p a ra su entierro; recibió 
• ii el momento en que parecía iba a expirar, la v isita de Santa Ro salía y 
■•iros santos personajes, y aquélla le dijo: «Francisco, estabas a p u n to de
morir, pero yo he obtenido para ti la curación, si así lo quieres:, servirá 
para la gloria de Dios. Pero has de hacer un voto en la forma que yo te 
indicaré». Y dócilmente repitió Francisco las palabras que iba oyendo: «Hago 
voto de ser devoto vuestro y extender vuestras alabanzas y vuestra gloria 
por todo el mundo». 
«Irás a pie a mi gruta —continuó la Santa— y comulgarás en ella. —Pero 
—replicó el novicio—, ¿qué prueba daré de la verdad de esta aparición para 
que me crean? —Cuando agonizabas —díjole la Santa—, el padre Grimoldi 
te ha administrado la Extremaunción, y algunos de los asistentes te toma­ron 
el pulso y dijeron que no había para ti esperanza de vida. Ahora ya 
estás curado». Y después de permitirle besar los pies, desapareció de la vista 
del novicio, que se puso a gritar: «¡Estoy curado!» Y, levantándose en el 
acto, contó lo que acababa de ver y oír. 
El Hermano Francisco se reintegró a los ejercicios del noviciado, y tres 
(Las después, conforme a la orden recibida y a pesar de los intensos calores 
de agosto, subió a pie hasta la gruta de su bienhechora. 
Ese milagro tuvo gran resonancia en toda Italia. Acuñáronse medallas 
para perpetuar su recuerdo, y la relación del mismo, traducida a todas las 
lenguas europeas, fomentó enormemente la universal devoción a la Santa. 
El Elector de Baviera envió un propio a Roma para que averiguase la 
exactitud del prodigio, ya reconocido por el arzobispo de Palcrmo tras de 
minucioso y maduro examen. Ordenado para entonces de sacerdote, el 
padre Francisco de Castilla se hallaba precisamente en Roma, adonde había 
llegado en demanda de la bendición del Sumo Pontífice, Alejandro VII, 
antes de embarcarse para las Indias Orientales, y certificó, con juramento, 
la verdad de las circunstancias de su íuración milagrosa. Al pasar por Lis­boa, 
llamóle el rey de Portugal, porque tenía vivos deseos de verle y oír 
de sus labios el relato del prodigio. Escuchóle conmovido, y tal confianza 
sintió en el poder de Santa Rosalía, que la eligió por patrona de su reino. 
Embarcóse el padre Francisco de bastilla en Lisboa, en abril de 1666, 
en el mismo buque donde viajaba el virrey de las Indias y conde de San 
Vicente, don Juan de Ñuño, que tuvo especial interés en llevarlo en su 
compañía por el gran afecto y veneración que le profesaba. Larga y difícil 
fué la travesía, porque al llegar al cabo de Buena Esperanza, se vieron 
envueltos en espantosa tempestad y, pasado ese peligro, les sobrevino otro 
no menos terrible, el de la peste. Uno de los primeros atacados fué el virrey, 
que no quiso ser asistido más que poi su fiel amigo el padre Castilla. Como 
el paciente empeoraba y no había a parecer esperanzas de remedio, pre­parólo 
el sacerdote para el último tnnee y le administró el santo Viático. 
Pero al mismo tiempo le exhortó a que hiciese con confianza un voto a 
Santa Rosalía, si recobraba la salud. Acogió gustoso Juan de Ñuño la pro-
iniisla. y prometió a la Santa construir una iglesia en Goa y fundar en 
■ llu una misa a perpetuidad si obtenía la salud. Apenas formuló el voto, 
*«■ sintió curado. Pero al mismo tiempo, y como el padre Castilla hubiese 
otn-iidado su vida por la de su amigo y aceptado el Señor su sacrificio, se 
vi» atacado por la peste y entregó su alma a Dios cuatro días después. 
Juan de Ñuño se apresuró a cumplir su promesa en cuanto desembarcó, 
v no tardó en verse a las puertas de la ciudad de Goa la magnífica iglesia 
Irvaiitada a expensas de tan agradecido como piadoso virrey. 
I.n el Martirologio romano quedó inscrita la fiesta el 4 de septiembre; 
| mti> la invención de sus reliquias, inscrita también en el Martirologio, el 
IS do julio, suele celebrarse en Palermo con grandes luminarias y regocijos. 
I mi fiesta de la invención de las reliquias reviste en Palermo caracteres 
ii |><>to<iticos por el entusiasmo desbordante, la esplendidez de las iluminacio­nes 
y la duración de los festejos, que suele ser de cinco días. El primero 
<lc ellos, las reliquias de la Santa se conducen proccsionalmente, y entre 
vítores y aclamaciones, por las principales calles de la ciudad. La voz 
■míenme del cañón y los alegres disparos de los cohetes forman concierto 
con las aclamaciones de sus entusiastas paisanos. Suelen acondicionar al 
rli-cto un carro gigantesco tirado por cuatro muías, en el que se acomodan 
los músicos y cuya elevada cúspide alcanza a los tejados de los más altos 
rilifieios. Esa procesión se repite los cinco días. 
IÍI tercer centenario de la invención de las reliquias de Santa Rosalía, 
■«<• celebró en Palermo con inusitado esplendor, del 2 al 7 de septiembre 
ili- 1924. y con un Congreso Eucarístico, el VIII nacional italiano. 
Pío XI. a petición del cardenal Lualdi. arzobispo de Palermo, decretó que 
lii fiesta de Santa Rosalía fuese de precepto para la ciudad de Palermo. 
SANTORAL 
■intos Moisés, legislador y projeia; Ultano, obispo de Irlanda; Marcelo, obispo 
de Tréveris; Genebaldo y Sulpicio, obispos y confesores; Marino, diácono; 
Marcelo y Valeriano, mártires bajo Marco Aurelio; Magno, Casto y Má­ximo 
—discípulos, al parecer, del apóstol Santiago— mártires en España 
hacia el año 66; Rufino, Silvano y Vitálico, niños, mártires en Ancira 
<le Galacia; Tamel, antiguo sacerdote de los ídolos, y compañeros, mártires 
imperando Adriano; Teodoro, Océano, Ammiano y Ju lián , mártires en 
tiempos de Maximiano. Beatos Santiago Bonnaud, Guillermo Delfaut y 
otros 188 compañeros jesuítas, mártires durante la in fau sta Revolución 
Francesa. Santas Rosalía, virgen y solitaria; Rosa de Viterbo, Iringrada 
y Cándida la Joven, vírgenes; Cándida de Nápoles —convertida a la fe 
pur el apóstol San Pedro— e Ida, v iudas; Cándida, virgen y mártir en 
Kotna; Hermiona y Ausila, vírgenes y mártires.
1,1 Icón alado de San Marcos Insignias del patriarca 
DIA 5 DE S E P T I E M B R E 
SAN LORENZO JUSTINIANO 
PRIMER PATRIARCA DE VENECIA (1381-1456) 
EL noble linaje de los Justinianos, descendientes de los emperadores 
de Bizancio, se contó durante mucho tiempo entre lo más ilustre 
de la sociedad de la República veneciana. Distinguíanse no sólo por 
las riquezas y por las gloriosas gestas militares de sus individuos, 
•Imii luinhien por los magníficos dechados de virtud y de santidad con que 
Ih»h<> a la Iglesia esta nobilísima familia. 
I' I nuevo vástago de los Justinianos cuya vida vamos a bosquejar, vino 
«I mundo el primero de julio de 1381 y en ocasión de los grandes feste- 
|ua ion que la República de Venecia celebraba la reconquista de la isla de 
• Mujjiiiii <lcl poder de los genoveses. Al llegar a oídos de la madre —des- 
■ • tullí nli- «le la noble estirpe de los Quirinos, cuyo historial no era menos 
llu«in «|iic el de los Justinianos— el clamoreo jubiloso de la muchedumbre 
•■un i|ii<' nc ensalzaba a los vencedores, impulsada por el ambiente p a trió ­la 
u < «Humó: «Dios y Señor mío, disponed que este niño sea un día el 
•i‘>iio ilr nuestro país y el terror de sus enemigos». Concedió el Señor benig-iiiHiiuir 
lo i|iic pedía aquella madre y aun mucho más, puesto que Lorenzo 
lii-iiuliiiio que tal se llamó aquel infante— fué una de las mayores him-
breras de su patria; pero granjeóle u n a gloria y una celebridad ante la cual 
palidece toda la que pudieron ganar para Venecia sus gloriosos antepa­sados, 
ya que la aureola que rodea la persona de Lorenzo Justiniano es la 
de la santidad, de mayor trascendencia para una familia y para una nación 
que todas las glorias terrenales junta s. 
Es triste condición de este valle de lágrimas en que gemimos desterra­dos, 
que las breves horas de alegría y bienandanza se den la mano, casi 
sin solución de continuidad, con las amargas y prolongadas de tristeza y 
de dolor. El hogar linajudo y, al parecer, dichoso de los Justinianos com­probó 
muy pronto esta dolorosa verdad, pues su jefe, padre del futuro 
Santo, murió tempranamente dejando en el mayor desconsuelo a su esposa, 
de veinticuatro años a la sazón, con sus tiernos hijos, tres niños y dos niñas. 
La joven viuda soportó con ánimo varonil la tremenda desgracia, desechó 
las insinuaciones que se le hacían para que volviera a casarse, y consagró su 
fortuna y su vida entera a la educción de sus hijos. 
No tardó mucho en sobresalir Lorenzo por su formalidad y por lo avis­pado 
de su espíritu. No hallaba gusto alguno en cuanto agradablemente 
entretenía a sus hermanos; él necesitaba cosas de mayor importancia en que 
ocuparse. Alarmaron un tanto a la cristiana madre aquellas tendencias de 
Lorenzo, y así, le dijo cierto día, entre severa y cariñosa: «Hijo mío, sabe 
que la soberbia y la ambición conducen al infierno». «No te preocupes de 
ello en lo más mínimo, mamá —contestó el niño— , pues sólo pretendo una 
cosa, que es llegar a ser un fiel siervo de Dios y un gran Santo». 
VOCACIÓN RELIGIOSA 
TRANSCURRIERON los risueños años de la adolescencia y la florida 
juventud de Lorenzo en el hogar> bajo la solícita y cariñosa vigi­lancia 
de su cristiana midre, que hizo de su casa un templo de 
todas las virtudes. Pero iba ya a cumplir veinte años y el mundo ostentaba 
ante él, con todo su esplendor, l»s múltiples y falaces atractivos con que a 
tantos seduce y pierde. «Apareció¡eme entonces —lo cuenta el mismo Santo— 
una doncella radiante de belleza sobrenatural y me dijo así: «Oh mancebo, 
¿por qué derramar tu corazón y poner tus aficiones en las cosas vanas 
y caducas de acá abajo? Yo poieo lo que tú anhelas; aquello tras lo cual 
corres desalado, yo prometo entrejártelo; despósate, pues, conmigo.» «Decidme 
quién sois —replicó el joven.» «Soy la Sabiduría divina —contestó ella; y al 
p unto desapareció.» 
A partir de tal momento, foínó Lorenzo el designio de volver las espal- • 
das al mundo y de ejercitarse ;n vivir vida de mayor recogimiento y de
unst cridad más estrecha. Manifestó luego el estado de e s p íritu a su tío 
iiuiti-rno, el virtuoso Martín Quirino, canónigo regular, q u ie n le animó a 
Mullir sin vacilaciones la senda de perfección evangélica a que Dios sin 
iliidn le llamaba. No tardó mucho en percatarse la madre d e la evolución 
del espíritu de su hijo; convencióse plenamente de ello c u a n d o , al cabo de 
unos días, vió en la cama de Lorenzo un apretado haz de sarmientos, cuyo 
uso pronto comprendió. Turbóse sobremanera ante ta l descubrimiento y, 
miiu|iie cristiana y piadosa, intentó disuadirle de sus propósitos. 
I’uso, pues, a prueba, con harta temeridad, la vocación de Lorenzo, obli­gándole 
a alternar con las más nobles doncellas de Vcnccia, mientras le 
iipremiaba para que escogiese y aun le proponía ella misma como esposa 
a la que juzgaba como más digna de él y de su ilustre cuna. Lorenzo, empero, 
ayudado por la gracia divina, ponderó seriamente todo cuanto le ofrecía en 
bellezas y en venturas aquel mundo que le quería conquistar y. p o r otra parte, 
los sacrificios, la abnegación y las estrecheces de la vida del clau stro al cual 
he sentía tan fuertemente atraído... «Reflexiona y piénsalo b ien —se decía a 
sí mismo—; ¿te resignarás fácilmente a renunciar a ese cuadro de delicias y 
podrás conformarte con la vida monacal, llena de austeridad y sacrificio?...» 
No dudó ni vaciló un punto, sino que, arrojóse decididamente a los pies de 
un Crucifijo y exclamó con fervor encendido: «Señor, sólo Vos sois mi espe­ranza 
y mi refugio seguro.» 
V sin dar más largas al asunto, abandonó inmediatamente el hogar y a 
sus familiares y se dirigió al monasterio de San Jorge de Alga, p a r a vivir reco­gido 
y seguro, junto a su piadoso tío el canónigo regular. 
RELIGIOSO EJEMPLAR Y MORTIFICADO 
ARRIBADA la nao de su alma al abrigado y seguro p uerto de la 
vida religiosa, da Lorenzo rienda suelta a su fervor y e n tra de lleno 
en el sendero de la observancia regular, empezando co n u n a decla­ración 
de guerra sin tregua ni cuartel a su cuerpo, al que somete a toda 
suerte de privaciones y de austeridades, con el fin de reducirlo a servidumbre 
«• impedir que sea estorbo en sus avances a lo largo del áspero y espinoso 
t-ainino de la vida espiritual, pues, según él mismo dirá más ta rd e : «Dar 
satisfacción a los sentidos y querer ser casto, es igual que p re te n d e r apagar 
un incendio arrojando leña en él.» 
Consecuente con estos rígidos y verdaderos principios de perfección, obser­vaba 
una vida muy austera y penitente; flagelaba su cuerpo con sangrientas 
disciplinas, comía poco y, en muchas ocasiones, apenas se su s te n ta b a con 
lo necesario; nunca accedió a tomar, fuera de las comidas, algo con que
calmar la sed, ni siquiera en la época de los máximos ardores estivales; y, si 
se le apremiaba a tomar algún refresco, respondía con evasivas o diciendo: 
«¿Cómo podremos sufrir los ardores del Purgatorio si ahora no podemos sopor­ta 
r la pequeña molestia de la sed?» 
En invierno jamás se acercó a la lumbre. Y no se crea que esta vida fuera 
efecto de un fervor pasajero, pues cuando anciano septuagenario y enfermo, 
se le verá continuar aún su vida abstinente y morigerada, a pesar de las 
advertencias y ruegos de los facultativos. 
Era siempre el primero en llegar a media noche al coro para el Oficio de 
Maitines, y permanecía en pie, mientras duraba el rezo, sin apoyarse siquie­ra 
en el asiento. Concluido el ejercicio, continuaba en oración hasta la hora 
de Prima, privándose por espíritu de mortificación, del segundo descanso 
permitido por las Reglas. 
Pero como la santidad verdadera debe cimentarse en la humildad, Loren­zo 
Justiniano puso todo su empeño en ejercitarse en la práctica de esta 
virtud. En cierta ocasión en que estaban los religiosos reunidos en Capítulo, 
uno de los presentes acusó falsamente a nuestro Santo de determinada trans­gresión 
a las Reglas; oído lo cual, Lorenzo se levanta al punto de su lugar, 
póstrase en medio de la Sala capitular, y en esta humilde postura dice: 
«Padres míos, he faltado contra Dios y contra vosotros, y estoy dispuesto a 
cumplir la penitencia que tuviereis a bien imponerme». Ante ejemplo seme­jante 
de virtud, el acusador arrojóse a los pies de Lorenzo y pidióle perdón 
con los ojos arrasados en lágrimas. 
Pero mucho mejor prueba el amor que el Santo tenía a la humildad y a 
la modestia, el hecho de que, sieido él de noble abolengo y su familia de 
lo más aristocrático de Venecia y, por tanto, sobradamente conocido de sus 
conciudadanos, no hallase inconveniente alguno ni vacilase lo más mínimo 
él, noble vástago de los Justinianos aunque simple religioso, en ir a mendi­gar 
de puerta en puerta por las «alies de la ciudad, el pan necesario para 
el sustento cotidiano de la Comunidad. Y demuéstralo más aún, lo ocurrido 
en cierta ocasión en que con un compañero cruzaba por una plaza de las 
más principales con el saco reple:o ya de las limosnas obtenidas. Como el 
compañero insinuara al Santo —por miramiento hacia él— que acaso fuese 
mejor apresurar el paso e ir por otros sitios menos frecuentados, replicóle 
Lorenzo con vivacidad: «Muy al contrario, hermano mío; vayamos ahora 
más despacio. Mostremos que henos renunciado al mundo no tanto con pa­labras 
cuanto con obras. Andemcs, pues, con el saco a cuestas a modo de 
cruz, y ganemos en esta ocasión una bella victoria sobre el mundo». Y sin 
más consideraciones, cruzó plaza adelante por entre aquellas gentes, mucho 
más edificadas por semejante hunildad que sorprendidas ante lo desusado 
y llamativo del espectáculo que ofrecía aquel nobilísimo y santo varón.
SAN Lorenzo Justiniano va con un compañero mendigando d £ 
puerta en puerta el pan de la comunidad. Cuando pasan ant& 
su casa, ordena la madre que les llenen de panes los zurrones p a r fl 
que no hayan de pedir más, pero el Santo acepta sólo tres p a n e ¿ 
para poder seguir pidiendo.
EL SACERDOCIO. — ELEVACIÓN AL EPISCOPADO 
NO se adquiere ni se conserva una virtud sólida sin el espíritu de 
piedad y el ejercicio asiduo de la vida anterior. Lorenzo era muy 
dado a la oración y a la contemplación. Su deseo hubiera sido pasar 
sus días en el templo o recogido en la silenciosa quietud de su celda; pero, 
como quiera que la obediencia y la caridad exigiesen su colaboración en 
obras de celo por la salvación de las almas, a ellas se dedicaba, aunque po­niendo 
sumo empeño en conservarse en santo recogimiento y aprovechando 
todos los ratos libres para dedicarse a orar. 
Ordenado ya de sacerdote, ofrecía cotidianamente el Santo Sacrificio de 
la misa con tan fervorosa devoción que edificaba a todos. Complacíase el 
Señor en su siervo, pues —según cuentan las crónicas— le otorgó entre otras 
mercedes la de mostrársele como un tierno Infante una Nochebuena. 
No podía predicar por ser débil de pecho, pero su conversación era edifi­cantísima 
por lo amable y llena de sabiduría, y obraba por este medio un 
bien muy grande entre sus Hermanos y en todos cuantos le consultaban. Un 
compañero de infancia del Santo, al saber, de regreso de un largo viaje, 
que su noble amigo había ingresado en un convento, decidió entrevistarse 
con él, a fin de disuadirle de su santa resolución. Pero sucedió todo al revés, 
pues el santo joven convenció a su amigo a que se consagrase a Dios del 
todo, conio así lo hizo en efecto. 
Lorenzo Justiniano fué, por dos veces, en 1413 y en 1421, promovido por 
sus Hermanos al cargo de Superior General de su Orden, de la cual redactó 
por sí mismo las Constituciones definitivas. Sus trabajos y esfuerzos en pro 
de la observancia regular, y lo mucho que llevó a cabo para propagarla y 
extenderla, valiéronle el ser considerado como un segundo fundador. 
En atención a sus grandes mértos, Eugenio IV eligió a nuestro Santo 
para ocupar la sede episcopal de Castello, situada en la isla de Olivoto en la 
región veneciana, y, previniendo la resistencia que ofrecería la humildad de 
Lorenzo, obligóle a aceptar el cargo bajo precepto formal de santa obediencia. 
Tenía el Santo cincuenta y do» años al tomar posesión de su sede. L i 
primera noche que habitó en el palicio episcopal pasóla de rodillas y en ora­ción, 
invocando con lágrimas la protección del Señor para cumplir cual 
convenía sus nuevos y gravísimos deberes. Quiso que el palacio ostentara 
el sello de la pobreza, pero que tanbién fuera ordenado y limpio. Sus habi­taciones 
particulares en nada se dferenciaban de la celda monacal y usaba 
como cama un pobre jergón. i 
Pero, si era austero y modesto m lo concerniente a su persona, su genero- ^ 
sidad y esplendidez no conocían Imites cuando de proteger las obras o de j
..... . en socorro de los menesterosos y desvalidos se tra tab a . Ya desde los 
• oimii'ii/.os de su pontificado mandó restaurar la catedral, reorganizó el Ca-luliln 
y aumentó notablemente el número de sacerdotes y de cantores, para 
• l.u imiyor esplendor al culto litúrgico. 
I avoreció también a otras muchas iglesias; restauró varios monasterios y 
lmulo otros nuevos; proveyó de recursos a algunos conventos de religiosos 
■ iur casi vivían en la indigencia, y valióse de su influencia, a la par que de 
•n autoridad, para que las casas religiosas fueran mansiones de virtud y 
• Ir pa/. y reinara en ellas la perfecta observancia regular. Al posesionarse de 
ni M-ilc, sólo existían unos veinte monasterios de religiosas en la diócesis; 
<i la muerte del santo obispo, había treinta y cinco. 
Cuino padre y jefe de su clerecía usó de toda su energía para que siempre 
atu v ie ran los ministros del altar a la altura de su dignidad y de sus nobi-liMiuas 
funciones. 
Sus familiares, sobradamente acomodados por otra parte, en nada pen- 
Milian beneficiarse con la exaltación de Lorenzo al episcopado, pues sabían 
i» rlcetamente que jamás emplearía el prelado los bienes de la Iglesia en 
iimi distinto del servicio divino o el alivio de los pobres. No vaya a creerse 
• Itu’ 110 guardara afecto a su familia, pero lo posponía siempre a los deberes 
■ Ir mi eargo y de su estado. 
Siguiendo el ejemplo de la primitiva Iglesia que para el ejercicio de la 
unidad echaba mano de las viudas de avanzada edad y de virtud bien 
imibada, el obispo de Castcllo solicitó también el concurso voluntario y ab-m 
¡¡aclo de linas cuantas señoras virtuosas de su ciudad episcopal para aumen-lnr 
su acción caritativa en favor de los necesitados. Encargábales especial­me 
n t e la delicada misión de descubrir las miserias vergonzantes. I)e este 
nmilo, muchas familias que antes vivieran en la abundancia y que pasaban 
• tilintees terrible y humillante estrechez, pudieron ser socorridas o cu lta ­me 
n t e en momentos de verdadero apuro, por el caritativo y solícito prelado. 
Diariamente acudía al palacio una verdadera muchedumbre. Unos, deseo- 
•<>h ile consuelo en alguna aflicción; otros, para solicitar consejo en algún 
• iitn apurado y, los más, en busca de una limosna con que aliviar su po­lín 
Recibíalos el prelado tan bondadosa y paternalmente, que todos se 
ili.ui contentos. Un invierno de frío excesivo ordenó que se entregaran gran- 
• l< •• cantidades de leña a las familias pobres que lo solicitaran. Es más; hubo 
ur.i-.inii en que, abundando los indigentes y no teniendo ya nada que repar-i 
i i . decidió meterse en deudas, a pesar de la alarma de su mayordomo. «No 
ii .imisU-s —decía luego a éste el caritativo obispo—; no temas, pues sirvo 
-i un Dueño que las pagará con creces». Efectivamente, no pasó mucho 
i !• ni|hi sin que el dinero necesario para atender a las nuevas necesidades 
• lu i r í a a poder del Santo desde las más inesperadas direcciones.
EL OBISPO Y EL DUX. — SUS ESCRITOS 
POR el bien espiritual de sus ovejas, juzgó el vigilante pastor que debía 
alzarse, como lo efectuó por escrito, co n tra el lujo irritan te de las se­ñoras 
venecianas, al par que contra la inmoralidad de las representa­ciones 
teatrales. Como era de esperar, el documento episcopal levantó una 
enorme polvareda y hubo quien se quejó an te el dux de lo que se dió en 
llamar «ingerencias del obispo en las atribuciones del poder civil». 
El primer magistrado de la República se sintió molestado y envió un 
propio a rogar al prelado que se sirviera personarse en el palacio presiden­cial. 
Acudió el Santo inmediatamente y tuvo que escuchar el lenguaje algo 
violento y destemplado del dux Foscari. de ca rácter un tan to impetuoso por 
naturaleza. Escuchóle el obispo mansamente y sin interrumpirle, y cuando 
concluyeron las invectivas del dux, tomó la palabra y habló con ta n ta calma 
y serenidad, al par que con sabiduría y verdad tan admirables, que, al 
terminar el venerable prelado su discurso, el dux, emocionadísimo, volvió el 
rostro a los asistentes, también hondamente conmovidos, y dijo: «No hemos 
escuchado a un hombre, sino a un ángel». Y vuelto al santo obispo, díjole 
con acento del más profundo respeto: «Id. señor, y continuad cumpliendo 
con vuestra obligación». 
A pesar de las graves preocupaciones inherentes a su cargo, todavía 
encontró tiempo el santo y docto prelado para escribir numerosas obras 
ascéticas que le dan derecho a figurír entre los más salientes de la falange 
gloriosa de doctísimos escritores de aquel tiempo. Tales son: El árbol de 
vida y sus Tratados acerca de la humildad, la Vida solitaria. Desposorios 
místicos del alma con el Verbo divito, la Eucaristía, el Desprecio del mun­do, 
etc. Casi al fin de su vida, consumo su obra Los grados de perfección. 
PATRIARCA DE VENECIA. — DICHOSO TRANSITO 
PARA terminar de una vez coc las divergencias que de antiguo surgían 
entre los patriarcas de Grado y la sede sufragánea de Castello, cuyos 
prelados usaban el título de ibispos de Venecia, el papa Eugenio IV 
( f 1447) unió ambas diócesis, orde*ando que a la muerte de uno de los dos 
prelados que las regentaban, el ot'o le sucedería en todos sus derechos y 
títulos. Falleció primero el patriares Domingo Michieli. y Lorenzo Justiniano 
quedó investido «de jure» de la Jignidad patriarcal, y administró ambas 
sedes unificadas con el nombre de patriarcado de Venecia (1451).
ICI Senado veneciano sintió al principio cierto resquemor p o r la impor-luiu'iu 
de los títulos y honores conferidos por el Papa al s a n to obispo. Celoso 
«Ir mis prerrogativas y privilegios, presentó sus reparos por t em o r de que los 
derechos y la dignidad patriarcales convirtieran al prelado e n u n a potencia 
peligrosa para el Senado. Mas, aconteció que mientras los á n im o s se encen-alliin 
y apasionaban por este motivo, el Santo se presentó a n t e la asamblea 
y ofreció resignar al momento su dignidad. Aquel acto d e humildad y 
modestia transformó del todo los espíritus y resonaron desde entonces uná­nimes 
los aplausos al nuevo Patriarca. 
ICI astro que tan vivos fulgores despedía, declinaba h a c ia el ocaso. La 
tulu tun fecunda en obras de vida eterna, gastada por las a u s te rid a d e s y por 
Ion grandes trabajos del apostolado, llegaba ya a su término. E l san to obispo 
I .orenzo Justiniano había cumplido setenta y cuatro años, y suspiraba por 
llegar al descanso merecido de la patria celestial. 
ICscuchó el Señor sus ruegos, y a poco fué presa de u n a fiebre altísima 
i|ii<- en breve redujo al Santo a la última extremidad. Recibidos con angéli­co 
fervor los santos sacramentos, exclamó: «¿Por qué tem e r la muerte ha­biéndola 
padecido por nosotros el adorable Redentor? ¡Oh b uen Jesús y 
Imcn Pastor!, acoged la oveja extraviada que a Vos vuelve. V u e stra miseri­cordia 
constituye mi única esperanza». 
ICI anuncio de su muerte inminente conmovió a toda V eneeia, que se 
congregó al momento alrededor de la mansión donde agonizaba el santo en-li- 
rnio. A poco, entregó éste su espíritu al Creador. Era el 8 d e enero de 1456. 
!• I cadáver exhalaba suavísimo aroma y permaneció in co rru p to durante los 
M-M-nta y siete días que se tardó en proceder a su sepelio. 
Clemente VII autorizó en 1524 el culto de San Lorenzo Ju s tin ia n o en la 
Kcpública veneciana. Canonizóle Alejandro VIII en octubre d e 1690. 
SANTORAL 
'•untos Lorenzo Justiniano, obispo y confesor; Avito, obispo de León Victorino, 
obispo de Amitemo (hoy Áquila); Anserico, obispo de Soissons, y Coren-tino 
de Tours; Bertino, sobrino de San Audomaro (Omer) y A itón, 
abades; Rómulo, mártir en Roma; Eudoxio, Zenón, Macario y mil c ien to 
cuatro soldados compañeros, mártires en Armenia; Herculano, soldado, 
mártir en P o rto ; Félix y Moderato, mártires en Francia Quincio, A r-ronric 
y Donato, mártires en C ap u a ; Urbano, Teodoro, Menedemo y seten­ta 
y siete compañeros, martirizados por los herejes en Constantinopla ; 
Víctor, niño mártir, honrado en Tudela. La traslación y conmemoración 
rln San Julián, obispo de Cuenca. Santas Obdulia y Grimonia, vírgenes y 
mártires; Proba, virgen. Beatas Margarita de Sulmona, clarisa Catalina, 
de Kaconi, terciaria de Santo Domingo, virgen; Madruina, abadesa.
Medalla de Carlos VIII Convento de Áquila 
DIA 6 DE S E P T I E M B R E 
I5EATO VICENTE DE AQUILA 
CONVERSO DE LA ORDEN DE HERMANOS MENORES 
(hacia 1430-1504) 
EL Beato Vicente nació hacia el año 1430, en Áquila, ciudad que por 
aquel tiempo formaba parte del reino de Ñapóles. Sus padres ha­bitaban 
el barrio llamado Poggio o Cerro Santa María, encantador 
Edén coronado de verdura y refrescado por manantiales abundantes 
i n i i i s aguas se despeñan por continuadas cascadas hasta el río Aterno. Aquel 
.... . rincón, testigo de los primeros años del niño Vicente, fuélo tam-liti 
ii de sus grandes virtudes, noblemente favorecidas por el cuidado de sus 
imilirs, y estimuladas por el ambiente religioso en que se crió. Su alma, 
|in ilrslinada a gloriosa santidad, encontró desde el primer instante el clima 
•■i i • mirio; clima que supo aprovechar con generoso corazón. 
I ii casa paterna era contigua al monasterio cisterciense de Nuestra Se-ii.. 
i.i ili l Refugio. No obstante, cuando determinó entrar en la religión, no 
•i limpio a los hijos de San Bernardo, sino a los de San Francisco. L a extra-i. 
nliiiiiriii popularidad de San Bemardino de Sena, fallecido hacía pocos 
mii^. n i 2(1 de mayo de 1444, su tumba cada día más gloriosa, podrían expli-i. 
iiini... min prescindiendo de los llamamientos de la gracia, las preferen- 
.i.i. ili Vicente por la Orden franciscana.
El incansable predicador sienes, cuyo celo no detenían la edad ni los 
achaques, se había presentado, en efecto, en mayo de 1444, en el reino de 
Ñapóles, con deseo de sembrar, también allí, la semilla evangélica. Pero ai 
llegar a siete millas de Áquila le traicionaron las fuerzas. Lograron sus com­pañeros 
que se dejase colocar en una camilla y en esta forma le llevaron, 
«triste y dolorido» —dice la antigua crónica—, a la ciudad. Albergado en el 
monasterio de los Hermanos Menores Conventuales, pronto vió Bernardino 
que se le acercaba su última hora, a pesar de los solícitos cuidados de los 
Hermanos y de los más hábiles médicos mandados por los magistrados. 
Incapaz de expresarse de palabra, manifestó por señas su deseo de que se 
le tendiese en el suelo de su celda, y en esta humilde postura, con los brazos 
cruzados, los ojos elevados al cielo, el semblante risueño, entregó apacible­mente 
en manos de Dios su santa alma a los 20 de mayo. 
Áquila no dejó escapar el tesoro que acababa de confiarle la Providencia; 
se quedó con el venerado cuerpo a despecho de las instancias de los dipu­tados 
sieneses que secretamente habían hecho preparativos para llevarlo a 
su patria. Las exequias de Bernardino se celebraron con ta n ta solemnidad 
—dice un testigo— que nunca rey ni reina las tuvo semejantes. Insignes 
milagros se realizaron alrededor del féretro. 
Vicente, que a la sazón tenía unos catorce años, conservaría de ellos un 
recuerdo imperecedero. 
EN EL CONVENTO DE SAN JULIAN 
EL convento de San Julián en que se presentó lo había fundado en 1415 
el Beato Juan de Stroncone, comisario general de los Hermanos Me­nores 
Observantes de Italia. 
Edificantes recuerdos iban unidos a la fundación de este monasterio. Ha­bíanlo 
levantado los religiosos con sus propias manos; ellos habían labrado 
las toscas mesas y bancos que constituían, casi por completo, el ajuar, buena 
parte del cual, en consideración a la memoria de Vicente de Áquila, se ha 
conservado con religioso cuidado. 31 convento, proyectado según el severo 
plan de las primeras casas de la Orden, era de condiciones sumamente mo­destas: 
lo formaban unas cabañas jegadas a la falda de la montaña, sin luz 
apenas y parecidas a ermitas. 
Cabría preguntar cómo en refigio tan reducido pudo reunirse, en el 
año 1452, en tiempos de Vicente, ui Capítulo general de mil quinientos Her­manos 
Menores, si no se supiera que estas solemnes sesiones se celebraban las 
más veces al aire libre o debajo de improvisadas tiendas de campaña, donde 
la milicia franciscana iba a organiiarse para los santos combates.
MORTIFICACIÓN. — EL HERMANO LIMOSNERO 
UNQUE educado en su casa con mucho esmero —había seguido las 
letras, caso raro en aquellos tiempos aun entre los hijos de fami­lia 
noble—, Vicente quiso por humildad permanecer Hermano lego. 
*«if biógrafos señalan como una de las características de su santidad el espí- 
• II ii tic mortificación. T an ta era su austeridad, que ni siquiera llevaba las 
indultas permitidas a los descalzos. Su hábito de color pardo, que aun hoy 
iliti puede verse, era el más pesado y basto de todos; no se lo quitaba 
d. <Ini ni de noche. Además, llevaba cilicio y se infligía frecuentes y crueles 
il.n.(Iliciones. Su alimento se reducía a p a n y agua con algunas hierbas 
......tus, y, si a veces se le obligaba por obediencia a comer como la comu-iiiil. 
itl, hallaba no obstante medio de mortificarse, tomando sólo una parte 
■ii ni porción y agregándole polvo o sustancias amargas. 
I'refería los trabajos humildes, ayudaba a los Hermanos en sus faenas 
■ li.inrsticas y componía sus sandalias, pues, para ser más útil, había apren­dido 
el oficio de zapatero. Otras veces se dedicaba a las labores del campo 
i i ii los ratos de descanso, retirábase en la fragosidad de la roca, a unos 
i ii n pasos del convento, para entregarse a la oración. 
Más adelante se le encargó el oficio de limosnero, en que indudablemente 
Imlliihu Vicente múltiples ocasiones de sacrificio, dada su afición a la sole-il. 
ul y a la vida oculta. Su principal preocupación, en las diarias caminatas 
iiiimleii los cronistas—, fué siempre el bien de las almas, 
r n los demás conventos adonde más adelante fué enviado, Cittá, S an t’Án-iii 
tu. Iruncavilla y Sulmona, continuó Vicente en el cargo de limosnero: pasó, 
)■••• i. lu mayor parte de su vida de una puerta a otra, pidiendo limosna para 
• ni I Irruíanos, mendigando por obediencia, lo cual no fué obstáculo para que 
|him  < ru en el más alto grado la estima y confianza de los príncipes de la 
i >i «Ir Aragón, soberanos de Ñapóles. 
PREDICCIONES VARIAS 
DI ’KANTE el período, tan revuelto para los Estados del sur de Ita lia , 
<|iie transcurrió desde el año 1458 al 1500, varios competidores a s ­piraban 
al reino de Ñapóles. La ciudad de Áquila, más que o tra s, 
• iiliin luí consecuencias de esas vicisitudes políticas, pasando sucesivamen-i. 
,il |indrr de la Casa de Anjou, de la de Aragón y del Papa, y mudando 
ili .lu. no varias veces en el espacio de unos cuarenta años. F ra y Vicente,
muy sensible a los innumerables males que aquejaban a sus paisanos, abru­mados 
de impuestos, diezmados por la guerra, aflgidos por el hambre y la 
peste, menudeaban las súplicas y penitencias en los momentos de crisis, y 
pasaba noches enteras en oración. 
Parecía como que quisiera cargar sobre sí toda la responsabilidad de aquel 
desequilibrio social, y tra ta b a de conquistar con el mérito de sus acciones la 
benevolencia y las misericordias del cielo. 
A Fernando I, duque de Calabria y rey de Nápoles, que fué a consultarle 
antes de emprender una expedición contra las tropas pontificias, predíjol'e 
un desastre. A pesar de esta advertencia, el príncipe inició la campaña y 
salió, en efecto, vencido. 
No fué ésta la única circunstancia en que el humilde lego pareció favo­recido 
con el don de leer en el porvenir. La historia conserva el texto de 
una de sus predicciones. Con mucha anticipación anunció al hijo del rey de 
Nápoles, Alfonso, duque de Calabria, que un rey de Francia (Carlos VIII) 
conquistaría su reino. Señaló al mismo tiempo los males que iban a des­cargar 
sobre la Iglesia. 
He aquí el texto, cuyos términos, algún tanto apocalípticos, requieren 
una explicación. Del conjunto se desprende una predicción bastante clara 
y concluyente. 
Cuando oigáis mugir el buey e<i la Iglesia de Dios (en las armas del 
papa Alejandro VI, designado aquí, figuraba un buey), entonces principia­rán 
las desgracias. Cuando veáis tres símbolos reunidos: el buey, el águila y 
la serpiente (alianza del papa Alejandro VI, del emperador de Alemania i 
Maximiliano I, entre cuyos blasones figuraba un águila, y de Ludovico Sforza, i 
llamado el Moro, quien por ser sucesor de los Visconti en el ducado de 
Milán, había dejado impresa en t)das partes la serpiente de su escudo), 
entonces vendrá del lado de Occidente un rey (Carlos VIII, llamado por 
Ludovico Sforza y que había de invadir a Italia en 1474). Asolará el reino 
(de Nápoles). y, recogido el botín, volverá a su país (1475) 
El destierro de César Borja y le Ludovico Sforza. vencidos por el rey 
Luis X II, va insinuado en las linos siguientes: 
Habrá cisma en la Iglesia de Lios, dos Pontífices, el uno elegido legíti­mamente, 
el otro cismático (alusión posible a la infame parodia que quiso 
hacer de I.Utero un antipapa, cuaido en 1527 los luteranos, con ayuda de 
los Imperiales, saquearon a Roma'. El verdadero Papa se verá obligado a 
desterrarse (Clemente VII tuvo qu< huir a Orvieto). La violencia se ensaña­rá 
contra la Iglesia de Dios. Tres ejércitos muy poderosos entrarán al mismo 
tiempo en Italia, uno procedente del Este, otro del Oeste, el tercero del 
Norte, se reunirán y habrá mucht sangre derramada. Después se realizará 
en la Ciudad (Eterna) una reforna que alcanzará a los clérigos (reforma
EL bienaventurado Vicente de Áquila favorecido por el Señor 
con luces extraordinarias para la dirección de las almas, declara 
a la que será la bienaventurada Cristina de Lúcoli cuál es la voca-i 
ti'm especialísima de austeridad y penitencia que Nuestro Señor 
le ha concedido.
de la disciplina eclesiástica preparada por el Concilio de Trento), y los 
mahometanos serán detenidos en su marcha. (Fueron, en efecto, vencidos 
en Lepanto, en 1571, durante el Pontificado de Pío V.) 
MILAGROS. — REGRESO A AQUILA 
EN vida, hizo Vicente varios milagros. En Áquila devolvió el habla a 
un mudo. En otra ciudad curó a un niño que por tener las piernas 
disformes no podía andar, y en S an t’Angelo le debieron la perfecta 
curación de parecida enfermedad tres personas. Pero el prodigio más admi­rable 
atribuido al poder de sus oraciones, fué la resurrección del obispo de 
Sulmona, Bartolomé della Scala, de la Orden de Predicadores. 
Si hemos de dar crédito a los historiadores de Áquila, contemporáneos 
del siervo de Dios, el obispo, a pesar de las oraciones del clero para implo­rar 
su curación, había sucumbido de resultas (le graves dolencias. Vicente, 
que gozaba de la estima particular del prelado y había recibido de él 
numerosas muestras de benevolencia, en cuanto se enteró de la noticia, 
pidió autorización para ir a rezar junto al cadáver. De súbito, como por 
inspiración de lo Alto, llamó por (res veces seguidas a su ilustre amigo, 
cuyos ojos se abrieron por fin, a Ib vez que iba entrando poco a poco la 
vida por todo el cuerpo. La curación no fué repentina, pero decreció el mal 
tan rápidamente que, a los quince días, el 29 de junio de 1491, fiesta de 
San Pedro, el que todos creían eliminado para siempre del mundo de los 
vivos, iba en persona al convento de los Franciscanos a dar gracias a su 
salvador. 
Conviene añadir que murió, y esta vez para siempre, a los pocos días» 
en lo cual se fundaron algunos cronistas para decir, con razón o sin ella, 
que dicho prelado había necesitado un plazo de veintidós días para arrepen­tirse 
y reconciliarse con Dios antes de arrostrar el tremendo juicio. Sea lo 
que fuere, el milagro tuvo grande repercusión en los Abruzos, y las visitas 
afluyeron al convento de San Nicolis de Sulmona, residencia en aquel tiem­po 
del taumaturgo. Le llevaban enfermos para que rogase por ellos, y al­canzaba 
su curación. 
Esta popularidad llegó a asustar a Vicente, quien, deseoso de la soledad, 
solicitó de sus superiores permiso para volver a su modesto oratorio de 
San Julián de Áquila, en donde esperaba terminar su vida religiosa del modo , 
que la había comenzado, en el retiio y la humildad. 
Apenas de regreso, tuvo que presenciar discordias civiles y grandes di­sensiones 
políticas. Acababa de ser desterrado el obispo, Juan Bautista Ga- | 
lioffí. En tan graves circunstancia juzgó Vicente que era deber suyo el '
■Ungir a los primeros magistrados, constándole que aceptarían sus consejos, 
Hialinas palabras llenas de fe. 
I^o hizo en términos que muestran su profunda piedad. 
Señor Gobernador, Señores: 
El cariño que profeso a vuestra ciudad me inspira estas pocas líneas. 
Acabáis de perder al padre de vuestras almas. Por tanto habéis de ser 
uliora, para vuestros súbditos, pastores a la vez espirituales y temporales. 
Estáis pasando crueles pruebas y las teméis más terribles aún. Ved si 
no suceden por causa de vuestras culpas, y enmendaos. Dios envió a Jonás 
ii Ninive, a la que quería aniquilar por sus pecados, y revocó la sentencia 
lim pronto como dicha ciudad se arrepintió. ¿No es propio de Dios el ser 
«iempre misericordioso? Cesemos de pecar y cesarán los azotes. 
Un la ciudad, en Collemaggio y en otros puntos tenéis religiosos. Pedidles 
procesiones de penitencia; misas en honor de la Santísima Virgen y de 
nuestros santos patronos. Pedid oraciones a las Hijas de Santa Clara. Tengo 
confianza de que, por estos medios, la infinita misericordia de Dios pondrá 
lin a estas calamidades. 
Si me postrara ante el rey para solicitar un favor y al mismo tiempo 
Ir diese disgustos con mi proceder, me echaría de su presencia. Así vosotros, 
por amor de Dios, dejad de blasfemar, si queréis ser escuchados. De aquí 
proceden todos vuestros males. Termino suplicándoos otra vez os hagáis 
dignos del cargo que se os ha impuesto. 
Vuestro hermano en Nuestro Señor, 
Fray Vicente. 
El que con ta n ta nobleza hablaba era entonces un anciano estimado y 
vrni'rudo de todos, con fama de santo, adornado con el brillo de los milagros. 
No es de extrañar, pues, que fuera escuchada su palabra. No dependió de él 
<1 que no volviera el obispo a Áquila. El infortunado pontífice pereció asesi-imilo 
por los facciosos en la misma ciudad de Roma, en casa del cardenal 
•lililí Rovere (el futuro papa Julio I I ) , el 23 de febrero de 1493. 
ÚLTIMA CONQUISTA. — MUERTE DEL BEATO 
UN día que andaba por la ciudad de Lúcoli pidiendo limosna, el 
cansancio le obligó a detenerse en una familia amiga. Allí to p ó con 
una niña, Matía Ciccarelli, que debía ser gloria de la Orden agustina. 
VI. . nlr que, para la dirección de algunas almas había recibido de Dios 
lin i » extraordinarias, reconoció en esta muchachita un alma selecta, y sus 
■‘•■■■«'jo* la encaminaron resueltamente en las vías de la santidad. Le infundió
aversión para las vanidades mundanas y gusto para las penitencias más he­roicas, 
de las cuales daba él ejemplo. A instigación suya, Matía rezó diaria­mente 
toda la vida el Oficio de la Santísima Virgen y el de difuntos. 
Después que hubo así afirmado sus primeros pasos, no cesó de sostenerla 
y animarla hasta conducirla al umbral del claustro. 
El 7 de agosto de 1504, hacia el anochecer, Matía, que todavía no había 
dejado el mundo, vió, desde la ventana de la casa que seguía habitando en, 
Lúcoli, el bosque inmediato al convento de San Julián completamente ilumi­nado 
y al alma de su santo consejero subiendo al cielo acompañada por 
magnífica corte. Supo el día siguiente, que en aquella misma hora había 
exhalado el postrer aliento. Esta revelación la llenó de alegría y la confirmó 
en la convicción de que su guía era verdaderamente un Santo. Dócil a sus 
consejos, no difirió su entrada en el monasterio agustino de Santa Lucía, 
en Áquila, y en él tomó el velo con el nombre de Sor Cristina. En dicho 
monasterio se venera el 12 de febrero a la Beata Cristina de Lúcoli. 
RELIQUIAS Y CULTO 
OS restos del piadoso Hermano lego se habían enterrado en la sepultura 
común de los Hermanos Menores. Catorce años después fueron exhu 
mados, por circunstancia fortuita, ta l vez para depositarlos en la nueva 
iglesia de San Julián que se inauguraba: se reparó entonces en el perfume que 
exhalaba el féretro de fray Vicente y la perfecta conservación de su cuerpo. 
Los vestidos que le cubrían se caían a pedazos y se deshacían en polvo, 
siendo así que la carne del siervo de Dios conservaba toda su blancura 
y consistencia. 
Este concurso de hechos movió a sus Hermanos en religión a depositar 
el cuerpo de Vicente en un arca de nogal y vidrio y trasladarlo a lugar 
honroso. Desde entonces empezó a brillar con milagros de que dan fe dona­ciones 
e inscripciones votivas. 
Después de más de un siglo, en 1634, seguía tan manifiesta como antes la 
conservación del cuerpo. De entoices d ata su colocación —o reposición— en 
una capilla situada a la entrada de la iglesia conventual, con esta inscripción: 
«D. O. M. — En el pontificaJo del papa Urbano V III, reinado del rey 
católico Felipe IV, y gobierno de! virrey de Nápoles, Excmo. Sr. D. Manuel 
de Fonseca y Zúñiga, conde de Monterrey y Fuentes. 
Cuerpo del Beato Vicente é Áquila, después de ciento treinta años, 
permanecido íntegro y sin corrupción desde mucho tiempo encerrado en un 
arca de vidrio y luego depositado en lugar más eminente, y desde tiempo 
inmemorial, objeto de la mayor veneración y devoción.
Kl limo, y Rmo. D. Gaspar de Gayozo, obispo de Áquila y consejero 
ir.il. muy adicto a la Orden seráfica, y Padre misericordiosísimo de los 
l>i>liri-s Hermanitos reformados de este convento, cuidó, movido por piedad 
v devoción particular, de asegurar su conservación de modo más honroso y 
M-gur», y, mediante piadosas y liberales limosnas, dió a la tumba y capilla 
mi aspecto más decente y hermoso, volviéndolos así más venerables.—En el 
...... del Señor 1634». 
Más recientemente, en 1868, dos médicos fueron comisionados por la 
uiiloridad eclesiástica para reconocer la continuidad del prodigio de la conser- 
YiU'ión del cuerpo de fray Vicente. 
ICti el lugar en que se le había depositado primitivamente, otra inscripción 
ni ¡tuliano decía: 
«<l.n este sepulcro descansa el cuerpo del Beato Vicente de Áquila, que 
l>!i*ó a mejor vida el 7 de agosto de 1504». 
l.n esta fecha del 7 de agosto hacen mención del Beato Vicente de Áquila 
l.ii Acta Sanctorum; en cambio, los Hermanos Menores Observantes, que 
• mu los únicos que, al fin del siglo X IX , celebraban la fiesta de este siervo 
• Ir Dios, lo hacían el día 6 de septiembre. 
lín el convento de San Julián, generosamente devuelto a los Hermanos 
Mi nores por el duque Francisco Ribera, noble de Áquila, brillaba en aquella 
miMiia época uno de los más florecientes escolasticados de la Orden de Her-in. 
iiios Menores. 
Kn el mes de agosto de 1904, celebróse solemnemente el cuarto centenario 
>l< la muerte del Beato Vicente de Áquila. Con tal ocasión, verificóse la 
11 i'lueión de sus reliquias desde el convento de San Julián a la iglesia metro- 
IM.liliinu, en la que quedó expuesto tres días a la veneración pública. 
SANTORAL 
• míos /.ararías, profeta; Petronio, obispo de Verona Ciferiano, obispo de Aleth, 
en Francia; Tegoneco, obispo en la Baja B re tañ a ; Donaciano, Presidio, 
Mansueto, Germán, Fúsculo y Leto, obispos en África, mártires bajo el 
.uriano Hunerico; Eleuterio, Marciano, Imberto y Fausto, abades One-slforo, 
discípulo de San Pablo y má rtir; Fausto, presbítero, Macario, y diez 
iompañeros, mártires en Alejandría; Cótido, diácono, Eugenio y com- 
|i.iñoros, mártires en Capadocia; Agustín y Sanciano, mártires en Fran-i 
i.i Beatos Vicente de Áquila, confesor; Tomás Tzugui, y Miguel Nacaxima, 
■ Ir la Compañía de Jesús, y otros dos compañeros, mártires en el Jap ó n ; 
llulicrto de Mirabella, obispo de Valencia, en Francia, y Pedro Acotanto, 
iimírsores. Santas Beata y Eva, vírgenes y mártires; Bega, abadesa. Beata 
I tmbania, virgen.
Virginal y hacendosa pastoreilla Instrumentos y trofeos de la mártir 
DIA 7 DE S E P T I E M B R E 
S A N T A R E INA 
VIRGEN Y MARTIR (236-251) 
LA antigua Alesia, ciudad de los raandubios, tan mencionada por Julio 
César en su conocida obra «De bello gállico» y ta n renombrada en 
la Historia porque cabe sus muros se desarrolló la épica lucha del 
célebre caudillo de los galos Vercingétorix, es actualmente un modesto 
villorrio. Pero si las gestas del heroico jefe galo le granjearon la nombradla 
ile que merecidamente goza, sube ésta de punto por ser la patria de Santa 
Keiua o Regina, heroína de la fe católica que, a pesar de la debilidad natural 
ilr su sexo, empeñó dentro de sus murallas admirable combate contra las 
potencias infernales, hasta alcanzar sobre ellas una victoria de mayor tras­cendencia 
que las del general romano. 
Nació Santa Reina hacia el año 236, de linaje distinguido, pues su padre, 
lliiiiiüdo Clemente, descollaba entre los más principales señores del país. 
INitihi nos dice la Historia con respecto a su madre, salvo el detalle de haber 
tullecido al. dar a luz a la Santa. 
Confió, pues, su padre el tierno vástago a los cuidados de una nodriza, 
lii cual —aunque lo desconocía Clemente, terco y furibundo idólatra— era 
• lUliana fervorosa y no tardó mucho en procurar fuera administrado el santo
bautismo a aquella criatura que la Procidencia había puesto en sus manos. 
Cuando años después llegó el hecho a oídos de Clemente, montó en cólera 
en grado tal que arrojó despiadadamente a la doncella del hogar paterno, 
y le prohibió en absoluto y para siempre regresar a él. 
Acogióse entonces la joven al ampairo de su cristiana nodriza y, dirigida 
por ésta, inicióse en el ejercicio de la virtud, y al poco tiempo andaba ya 
a velas desplegadas por la vía del amor de Dios. Con tales auspicios no es de 
maravillar que muy pronto quedara su corazón virginal prendido en las redes 
del amor del Esposo divino de las almas y, después de dar libelo de repudio 
a todas las cosas de la tierra, postróse cierto día a los pies del Divino 
Salvador y le consagró su virginidad. 
Otra virtud brillaba e s p l e n d o r o s am e n t e como no podía ser menos en esta 
alma de selección, y era la humildad, base y sostén de toda virtud y salva­guardia 
especialísima de la pureza. A pesar de su noble posición, encontraba 
la joven patricia todas sus delicias en ejercer el humilde oficio de pastora 
y llevar al campo el rebaño de su n o d r i z a , la cual accedía buenamente a los 
deseos de Reina, que manifestaba hallar mayores encantos y atractivos en 
la plácida soledad de la campiña, que no alternando con sus amistades y 
relaciones de la ciudad de Alesia, por cuanto tenía mayores facilidades para 
conversar a solas con Dios. 
Así, pues, iba deslizándose la vida de nuestra Santa en el ejercicio de la 
oración y en la lectura de las Actas (Je los Santos Mártires, cuyo magnífico 
heroísmo inflamaba su piadosa a lm í en anhelos ardientes de imitarlo*. 
No transcurrió mucho tiempo sin que se vieran cumplidos sus deseos. 
ARRESTO E INTERROGATORIO 
ERA en 251. Olibrio, prefecto d« las Galias, en viaje de incorporación 
a su destino, franqueaba con su escolta las montañas de la región «le 
Alesia y, al llegar junto al litgar conocido hoy día con el nombre 
de «Los tres Olmos», quedóse como arrobado al contemplar a poca distancia 
del camino a una doncella de maravillosa hermosura. Era la joven Reina 
que, según cotidiana costumbre, había salido a apacentar el rebaño, e iba 
siguiéndolo en sus movimientos mientras con el espíritu elevado hacia Dios 
se entretenía en hilar. 
Tan prendado quedó el prefecto d« los encantos de la joven, que concibió 
al punto la idea de desposarse con *lla, y, sin más preámbulos, ordenó su 
detención. La virgen cristiana, en ta l coyuntura y ante el temor no infundado 
de ser objeto de algún ultraje, l e v a n tó sus bellos ojos suplicantes al cielo y 
dirigió esta fervorosa plegaria a su Esposo celestial:
¡Oh Salvador mío! Tú eres, como divino Esposo de las almas castas, 
• I protector y defensor de la virginidad: ¿podrás acaso consentir que un 
hombre, prevaliéndose de la violencia y de la fragilidad de mi sexo y de lo 
■ li MI de mi edad, te infiera la injuria de arrebatarme una joya de la que 
mi noy sino la depositaría y guardadora? No lo permitas, Señor; otórgame la 
ilnu'iu de perder antes la vida que este inestimable tesoro con que enrique-i'Ulr 
mi alma. Esta muerte, gloriosa para mí, me granjeará la nobilísima 
illljiiidiid de esposa tuya a doble título: como virgen y como mártir. 
<'¿inducida la joven ante el prefecto, preguntóle éste: 
¿De qué linaje eres? 
Soy de noble estirpe —respondió la doncella. 
¿Cómo te llamas? 
— Reina. 
-¿Cuáles son tus ideas religiosas? 
Adoro a la Santísima Trinidad. 
-¿Perteneces, pues, a la secta de ese Galileo o Nazareno y ostentas 
• u nombre? 
Sí —replicó la Santa—. Soy cristiana e invoco a Jesucristo para que se 
iliitnc mirarme y protegerme como sierva suya. 
Muy pronto se percató Olibrio de lo inútil de sus tentativas para obtener 
l« que se proponía, ante la solidez y el temple de las convicciones de la joven 
"M iiin a , y quiso variar de táctica y echar mano de todos los medios posibles 
i»iru hacerla vacilar en su fe. En tretan to , ordenó que, debidamente custo- 
■Itiiilu, fuera puesta en prisiones, decidido a someterla a nuevo interrogatorio 
>i vlutu de toda la población de Alesia. No dudaba que esta providencia la 
iiitliniduría mucho. 
Al ulborear del siguiente día, sentóse Olibrio en su tribunal, después de 
IihImt ofrecido un sacrificio a los ídolos ante un concurso inmenso de espec-i. 
i.lorcn que habían acudido de todas partes, y ordenó que fuese traída la 
■ •lilluiiii doncella, a la cual habló luego así: 
Joven, rinde prontamente homenaje a los dioses inmortales y ten piedad 
il< ti misma. Si atiendes a mis indicaciones, te colmaré de riquezas y disfru-liinti 
ii mi lado de una posición tan honrosa como envidiable. Mas, si te 
nlialhiiircn en tu terquedad, tengo medios a mi disposición con que doble-tf. 
nir y vencerte, pues no escatimaré ninguno, por doloroso que fuere, a fin 
■ l< vindicar el honor de los dioses que tú menosprecias. 
A lo (|uc la magnánima virgen replicó noble y dignamente, pero con 
• M i l i • /!■ ! 
i riil ¡una soy; y sabe que antepongo este título y cualidad que recibí 
>ii <1 Ihiulisino, a cuanto de noble y honroso pudiera deber al nacimiento y 
x l.i loitiiim. Gloríome en ser humilde sierva de mi Señor Jesucristo, Dios
verdadero, a quien he consagrado todo mi ser, y nada será capaz de separarme 
de su amor. Y ten por cierto que ratificaré esta declaración y la rubricaré 
con mi sangre si preciso fuere, pues dispuesta estoy a sufrir tu crueldad y a 
morir para mantenerme fiel a mi Dios. 
LA PRISIÓN. — INHUMANIDAD DE SU PROPIO PADRE 
EN este punto quedó el interrogatorio, pues Olibrio no quiso continuarlo. 
¿Sería acaso porque sintiera su natural fiero y cruel apaciguarse por 
el amor que la bellísima y casta doncella había despertado en él, o 
porque se lisonjeara pensando en que ta l vez con el tiempo podría la joven 
cambiar de sentimientos?... Nada dicen las Actas a este respecto, pero lo 
cierto es que el prefecto se limitó a ordenar que la valerosa joven fuese 
puesta y guardada en prisión hasta su regreso de Germania. 
Ausente Olibrio, encargóse de cumplir sus disposiciones el propio padre 
de nuestra Santa, y a este fin dió las órdenes pertinentes para que fuera 
encerrada en una de las torres de su castillo de Griñón. Mandó el bárbaro y 
cruel padre rodear el cuerpo de su pobre e inocente hija con un aro de hierro 
y una cadena cuyos extremos fueron fijados a las paredes, de tal modo que 
la santa prisionera se vió impedida de todo movimiento y obligada a estar 
en pie continuamente de día y de noche y sin socorro humano alguno, salvo 
un poquito de pan y agua, que la caridad de los cristianos le procuraba, 
aunque a escondidas y no sin peligro de la vida. Fortalecida con la ayuda 
divina, soportó la heroica joven aquel indecible tormento con invencible 
paciencia. 
Por fin, regresó Olibrio y, apenas llegado, faltóle tiempo para informarse 
del estado de ánimo de la prisionera. ¡Cuál no fué su irritación al saber que 
el corazón de Reina seguía tan firme e invariablemente unido a Jesucristo, 
y con lazos más estrechos y sólidos qje los que sujetaban su cuerpo virginal 
a los muros de aquella mazmorra! 
NUEVO INTERROGATORIO. — TORMENTOS ATROCES 
INTENTA entonces el prefecto nu«va acometida a aquella constancia de 
la Santa, y ordena que sea concucida ante su tribunal para someterla 
a nuevas pruebas. Pone entonces en juego toda la ternura de palabras 
y todos los recursos de que es capaz in amor apasionado y píntale con vivos 
y sugestivos colores el cuadro de dichis y de honores a que se hará acreedora 
con tal que acceda siquiera a echar in grano de incienso en el pebetero que
A vista de la rara hermosura de Santa Reina, Olibrio, prefecto 
de las Galias, le ofrece su mano de esposo sin otra condición 
•¡ur la de ofrendar, aunque sea sólo por fórmula, sacrificios a los 
Ídolos paganos. La Santa rechaza, noblemente indignada, 
la proposición del prefecto.
está ante el altar de los dioses. Pero la virgen Reina permanece inquebran­table 
en su fidelidad a Jesucristo. 
Al ver burladas sus esperanzas, déjase a rrastra r Olibrio por su instinto 
sanguinario y ordena que se la someta a torturas tales que su sola lectura 
produce estremecimientos de espanto. Empiezan por extender y sujetar a la 
inocente víctima en el potro y unos verdugos la flagelaban tan cruelísima-mente 
que las virginales carnes saltan en pedazos y la sangre corre en 
verdaderos arroyos por el suelo; y mientras los circunstantes, paganos en su 
mayoría, lloran de emoción y de espanto ante aquel espectáculo inhumano, 
la dulce víctima dice, con los ojos puestos en el cielo: «En Ti, Señor y Dios 
mío, descansan mis esperanzas y no seré confundida». 
E ntretanto, algunos de los presentes no cesaban de decirle con aire entre 
compasivo y de reconvención: 
—¿Pero no ves, inconsiderada doncella, a qué te expones y de qué cosas 
te privas por no proferir un sencillo «sí» y ofrecer un sacrificio a los dioses? 
¡Qué locura, perder la vida por sostener las teorías de un crucificado! 
—Callad, callad, malaventurados e insensatos consejeros —replicaba con 
energía la virgen cristiana, a pesar de la crudeza de sus horribles pade­cimientos—; 
jamás ofreceré sacrificios ante vuestros mudos e insensibles ídolos 
de piedra. Sólo adoro y adoraré a mi Señor Jesucristo, único Dios verdadero, 
de quien recibo consuelo y fortaleza en medio de mis tormentos. 
Exasperado el tirano ante la constancia de la santa mártir, da orden de 
que se le arranquen las uñas y de que, suspendiéndola en alto, se le rasgue 
la piel y las carnes con peines de hierro. Ejecutóse al momento el cruel 
mandato, y los verdugos hicieron ta l carnicería y tales destrozos en el santo 
cuerpo, que los espectadores no pudieron contenerse y lanzaron gritos de 
horror y compasión, y hasta el mismo Olibrio, acostumbrado a tales esce­nas, 
no pudo contemplarlo impasible y, por no verlo, se cubrió el rostro 
con el extremo de tu toga. 
NOCHE OSCURA DEL ALMA. — CONSUELOS CELESTIALES 
LLEGADA la noche, suspendióse la tortura y Santa Reina fué encerrada 
en un lóbrego e inmundo calabozo hasta el día siguiente, en que el 
prefecto pensaba proseguir el procedimiento contra la mártir. 
Quiso el Señor acrisolar la virtud de su fidelísima sierva disponiendo que 
gustase las hieles que acibararon su Alma santísima en la Agonía del Huerto 
de Getsemaní. Nuestro Señor exigió de su fiel esposa este nuevo rasgo de 
semejanza con Él. El corazón de la Santa debía prepararse así para luego 
gustar más intensamente las delicias del divino Amor.
l'.n efecto: entre la lobreguez y oscuridad del calabozo, la soledad eu que 
’< encontró sin que un alma ca ritativa mitigara la congoja de su espíritu, con 
• I recuerdo de las escenas horrorosas de aquel día y la temible perspectiva de 
In* tormentos a que la pasión decepcionada del cruel Olibrio la había de so-o 
ie t e r , todo unido al dolor acerbísimo que sus múltiples y tremendas heridas 
Ir ocasionaban, produjo en la pobre doncella una tristeza y un abatimiento 
■ lilicilcs de ponderar. Y, por si fuera poco, vino a sumarse y aumentar aún 
muí su pena el hecho de no hallar el consuelo que esperaba encontrar claman­do 
ni ciclo, que parecía hacerse sordo a sus ruegos, gemidos y lágrimas. No 
mus alegrías celestiales, ni más extáticos arrobos, ni ninguna de las dulzuras 
divinas con que el Señor solía antes regalarla. Tristeza, aridez, oscuridad... 
i ! tirillentos indefinibles de la noche mística de la s almas! 
Ruda prueba para quien había pasado por ta n to s trabajos con ta l de per­manecer 
fiel a la fe y a su conciencia. Empero, resistió con valor y mantú­vole 
firme en su anhelo de seguir a Jesucristo y amarle a pesar de todos los 
obstáculos. 
Tan generoso y constante proceder iba pronto a recibir el justo premio. 
I lectivamente, cesan de pronto sus mortales congojas y desvanécese como un 
pesado sueño aquella tristeza y ansiedad que la oprimían, y el Señor inunda 
>n alma de consuelos tanto mayores cuanto más dolorosas fueran las anterio-n 
s pruebas. Una alegría celestial invade todo su ser y, arrebatada en éxtasis, 
»r nna cruz de enormes dimensiones que desde la tierra llegaba al cielo, y 
Mtlire ella al Espíritu Santo, en figura de paloma blanquísima, que le pro­metía 
en breve plazo la corona eterna. 
Y para que no dudara la Santa ni un momento de la realidad de los he- 
• líos , el Señor curó instantáneamente todas sus llagas y le infundió tal for-t 
' i le /a y ánimo en el espíritu, que ardía en deseos de que despuntara la aurora 
I iiuevo día para volver a empezar la cruenta lucha y beber hasta las últi-m, 
r gotas el cáliz de sufrimientos que sus verdugos le reservaban. 
EL ÜLTIMO INTERROGATORIO 
VENIDA la mañana, manda Olibrio que comparezca la prisionera y 
queda mudo de asombro y de estupor el verla sana y sin señal al­guna 
de las heridas que le ocasionaran los tomentos a que fué some- 
.............teriormente. Ante hecho semejante que no sabía cómo explicarse, sien­ta 
tililirio encenderse la llama de su pasión por la doncella cristiana, y con 
ti'!"-, ternísimas conjúrale de nuevo a que ofrezca un sacrificio a los ídolos y 
m *pie consienta en desposarse con él. Mas la casta virgen rehúsa digna y va- 
Mi uit mente entrambas proposiciones que oye con desdén, con lo cual el amor
del prefecto, una vez más decepcionado, cede de nuevo su lugar al odio y a 
la crueldad. 
— Desprecio tus falaces promesas — decíale la santa joven— ; alardeas y 
muestras celo por el honor de tus falsas divinidades, pero no es todo ello más 
que una máscara con que encubres tus criminales deseos. Ten por seguro que, 
pese a tus amenazas, a los tormentos y a la misma muerte, permaneceré fiel 
a mi Dios hasta el postrer segundo. 
La noble y sincera entereza de semejante lenguaje puso al tirano fuera de 
sí de cólera y rabia. Nuevamente tendida la santa doncella en el caballete, 
manda el cruel verdugo que le sean aplicadas antorchas encendidas a ambos 
costados del cuerpo hasta producirle horribles quemaduras. La Santa soportó 
tan bárbaro suplicio con ánimo tranquilo y su rostro se iluminó pronto con 
la alegría que colmaba su alma. 
Al percatarse Olibrio de la augusta serenidad de su víctima, ideó otro tor­mento 
para ver de turbarla. AI efecto, ordenó que la metiesen en un baño de 
agua helada, para que la brusca transición de temperatura causase mayores 
sufrimientos en aquellos torturados miembros. ¡Vana esperanza!, pues la santa 
mártir no perdió su celeste sonrisa ni se turbó en lo más mínimo. A mayor 
abundamiento, el cuerpo virginal flotaba mansamente sobre el agua y la Santa 
entonaba al Señor sus cánticos de alabanza: «E l Señor —decía— ha mostrado 
su poderío, el Señor ha manifestado su gloria. ¡Oh Señor y Dueño mío, Jesús, 
que tantas veces me preservaste de la muerte, bendito seas por los siglos de 
los siglos!» 
Era inútil toda porfía. Cuanto más se encarnizaba el tirano con su presa, 
tanto más resaltaban la fortaleza invencible de la mártir y la vergonzosa 
derrota del sanguinario verdugo. Porque cada nuevo suplicio parecía infun­dir 
ánimos nuevos en la santa doncella. 
SU MUERTE 
COMPRENDIÓ, a la postre, Olibrio, que no podía forjarse ilusiones ni 
podría conseguir nada de un alma de semejante temple, y quiso aca­bar 
ya de una vez, por no exponerse a nuevos fracasos y a más humi­llantes 
derrotas. En consecuencia, dictó sentencia por la que condenaba a la 
valerosa virgen a ser decapitada, aunque le concedía una hora de tregua para 
que se preparase a recibir el golpe fatal. 
Trasladóse el pueblo en masa al lugar señalado para la ejecución, situado 
a extramuros de Alesia. En cuanto llegó allí la Santa, pidió y obtuvo permiso 
para dirigir unas frases a los espectadores. Verificólo con tal gracia y majes­tad, 
a la par que con tanta suavidad y valentía, que muy pronto se apoderó
■ Ir Iiih corazones la emoción mas viva y todos los ojos se arrasaron en lágri- 
. . l odos admiraban la tranquilidad de ánimo que irradiaba de su rostro y 
• I Milor de aquella noble e ilustre patricia que enfrentaba la muerte con el 
li< loísmo de un veterano guerrero. 
Volvió luego el bello y amable rostro a los cristianos allí presentes, que 
li'iluim querido acompañar y ser testigos del triunfo de su santa hermana, y 
■ oi'.olcs, con ahinco y en términos del más vivo afecto y de la mayor humil- 
• Ini. que se dignasen ofrecer a Dios sus oraciones y lágrimas, para que ella 
imitI ¡era alcanzar de la misericordia divina el perdón de los pecados. ¡Sublime 
.......ildail de un almu que iba a comparecer ante el Supremo Juez revestida 
ron el ropaje precioso de la inocencia bautismal! Exhortólos, además, a de- 
!■ mlrr con toda firmeza, aun arriesgando la vida, el honor de la única religión 
i ■ nladera, la religión de Jesucristo. 
Inclinó luego su cabeza y presentó el cuello al verdugo. Era el 7 de sep- 
Hi inlirc del año 251. 
I'.n el mismo instante los conmovidos espectadores vieron su alma bellí- 
• iniii ascender al cielo, acompañada de ángeles. 
Kccogieron los cristianos de Alesia los restos venerandos de su santa con- 
> iiiiludanu y los sepultaron con todo respeto al pie de la montaña contigua a 
l.i población. Más tarde, los sagrados restos fueron trasladados al monasterio 
>l< riavigny, donde quedaron definitivamente. Dios ilustró la tumba de la 
tilín ¡osa mártir obrando por su intercesión un sinnúmero de portentos. 
I .i diócesis de Autún, donde vió la luz primera Santa Reina, le tributa 
• ••1(0 cspecialísimo, y en toda la Borgoña es tenida en gran veneración. En 
i ipiiiiii tiene también muchos devotos. Los falsos cronicones colocaron erró-i 
»i límente en nuestra patria el lugar de su glorioso martirio. 
SANTORAL 
l'.vorcio, obispo de Orleáns, y Esteban, de Die, en Francia; Juan de Lodi, 
obispo de Gubbio, y Pánfilo, de Capua; Alemondo y Gilberto, obispos de 
llrxam, en Inglaterra; Vivencio y Augustal, obispos y confesores; Eunán, 
ol>ispo de Raphoe, en Irlanda; Eustaquio, abad; Clodoaldo, presbítero y 
i onfesor; Juan y Anastasio, mártires] Eusiquio, mártir en Cesarea de Capa-ilmia, 
cuando imperaba Adriano Nemorio, diácono, y compañeros, mar- 
Im/.ados por Átila; Sozonte, mártir en Cilicia bajo Galeno. Beatos Mateo, 
olaspo.de Agrigento; esteban Pongracz y Melchor Grodecz, jesuítas, y Mar-i 
" Crisino, mártires en Casovia de Eslovaquia. Santas Reina o Regina y 
• •riiimna, vírgenes y mártires; Medelberta — sobrina de Santa Aldegunda— , 
iili.iilrsa. Traslación a Oviedo de las reliquias de Santa Eulalia de Mérida, 
• n tiempo del rey Silo.
D Í A 8 DE S E P T I E M B R E 
SAN A D R I A N 
MARTIR DE NICOMEDIA ( f 306?) 
LAS Actas del martirio de San Adrián están escritas en griego. De ellas 
se hicieron varias versiones; una se intitula: Actas de San Adrián 
y compañeros; otra, Martirio de los santos mártires Adrián y N a ­talia, 
la tercera, mucho más compendiada: D e l santo mártir Adrián, 
>!• Natalia y compañeros. 
I' r¡i por los años de 306; la cruel persecución decretada por Diocleciano 
mui rn los discípulos de Jesús empezaba ya a extinguirse, cuando su impío 
• ni i-Mir Maximiano Galerio volvió a avivarla en toda el Asia. 
I ii ciudad de Nicomedia de Bitinia estaba más expuesta que ninguna otra 
•i lu Irrocidad del cruel tirano, porque en ella residía ordinariamente. Los emi- 
«.ii Ion del emperador solían recorrer los barrios y casas de la ciudad, obliga-lniii 
ii los habitantes a participar en los sacrificios idolátricos .y detenían a 
i'iiii nrs a ello se negaban. Prometían grandes premios a cuantos denunciasen 
h iilijnn cristiano y, en cambio, proferían severísimas amenazas contra quienes 
ln« nriilliiscn; así que, empujados de una parte por temor de los suplicios 
i ili «.Ini, por la codicia de los premios, los paganos delataban aún a sus 
iiiixiniiH ilrudos y vecinos que seguían la religión cristiana.
Del mismo modo, solían perseguir a los cristianos de los alrededores de la 
ciudad. Cierto día fueron denunciados veintitrés que se liabían juntado en 
una cueva para cantar salmos. Pronto llegó una compañía de soldados a de­tenerlos; 
cercaron la cueva, apresaron a aquellos inocentes adoradores del 
verdadero Dios y lleváronlos maniatados delante del emperador. 
Maximiano Galerio les hizo padecer cruelísimos tormentos; finalmente, no 
pudiendo vencer su constancia, mandó que, cargados de cadenas, los echasen 
a todos en lóbrega cárcel entre tanto llegaba la hora de hacerles morir en su­plicios 
atrocísimos que llenasen de espanto a los demás cristianos. 
ADRIAN AMBICIONA LA GLORIA DEL MARTIRIO 
EN TR E los testigos de los tormentos de aquellos mártires se hallaba 
Adrián, mozo de veintiocho años, caballero principal y ministro del 
emperador. Conmovido Adrián a la vista de la constancia y fortaleza 
de los cristianos, no pudo por menos de dirigirse a ellos. 
—Os conjuro, hermanos, en nombre de vuestro Dios —exclamó— , que 
me digáis la verdad. ¿Qué gloria y premio esperáis en pago de los crueles 
tormentos que sufrís ahora? 
Los Santos le respondieron: 
— Declarárnoste sinceramente que los labios no aciertan a expresar, ni el 
entendimiento a comprender la magnífica recompensa que esperamos recibir 
en el cielo. 
Siguieron hablando buen rato, y, al fin, transformado por la gracia, dijo 
Adrián a los soldados: 
— Poned mi nombre en la lista de estos santos varones, que yo también 
soy cristiano. 
Pronto llevaron los soldados aquella lista al emperador, el cual, al ver en 
ella el nombre de Adrián, se imaginó que dicho oficial deseaba alegar algún 
testimonio contra los mártires, por lo que dió esta orden: 
—Escríbase inmediatamente la acusación presentada por Adrián. 
Pero, habiéndole notificado el escribano que el oficial había abrazado el 
cristianismo, enfurecióse el tirano y, dirigiéndose al neófito, exclamó: 
—Pídeme pronto perdón; declara que dijiste aquellas palabras sin caer en 
la cuenta de lo que decías, y borraré tu nombre de la lista de los condenados. 
Adrián le respondió: 
—Sólo a mi Dios pediré yo de hoy en adelante perdón de los extravíos de 
mi pasada vida y de los pecados que cometí. 
Al oír estas palabras, Galerio mandó que le cargasen de hierros y le echa­sen 
a la cárcel.
A N A D R I Á N 83 
LA ESPOSA DE UN MÁRTIR 
ENTR ETAN TO , un criado de Adrián corrió a dar noticia de lo sucedido 
ii Natalia, esposa del ministro imperial. 
—Adrián, mi señor —le dijo— , acaba de ser detenido y encarcelado. 
I i tiintóse Natalia y rasgó sus vestidos, afligidísima con aquella noticia. 
-¿Qué delito ha cometido? —preguntó. 
Yo he visto atormentar cruelmente a algunos hombres por causa del 
niiiiilirc de aquel que llaman Cristo —respondió el criado— ; negábanse a sa- 
.1 linar a los dioses; entonces mi señor dijo: «Y o también moriré de buena 
i! i i i i i i con ellos». 
I lenóse de gozo Natalia al oírle estas palabras; había ella nacido de padres 
instituios, y hasta entonces no se había atrevido a confesar públicamente la 
(• . a causa de la violenta persecución. 
Mudó sus vestidos, corrió a la cárcel, echóse a los pies de su marido, besó 
. «in jubilo los grillos y cadenas, y con santas palabras le alentó a mostrarse 
• ‘.Inr/iido en la pelea. 
Adrián le prometió ser fiel a Jesucristo con la gracia de Dios, a pesar de 
• tullís los tormentos, y añadió: 
Amada esposa mía, vuélvete a casa, pues se acerca ya la noche. Y o te 
"tiiiiiv al tiempo que nos hayan de atormentar, para que te halles presente 
x mi martirio. 
Antes de salir de la cárcel, echóse Natalia a los pies de los veintitrés com- 
...... ros de Adrián, y con entrañable devoción besó sus cadenas. Mostrándo­la 
< l u e g o a su marido, les dijo: 
< >s suplico, hermanos, que animéis y esforcéis a esta oveja de Cristo. 
I‘unidos algunos días, entendiendo Adrián que iba ya a ser llamado ante 
• I |u</, dijo a sus compañeros: 
iVruiitidme, hermanos, ir a mi casa y traer conmigo a mi hermana, 
i * *n • Ir prometí llamarla para que se hallase presente a nuestra lucha postrera. 
I o» mártires fueron de este parecer. Compró con dinero licencia de los 
jn.x.l.iv y salió de la cárcel en busca de su esposa. 
M‘i* untes que llegase a su casa, Natalia tuvo noticia que Adrián andaba 
I" " lu ciudad. Enternecióse sobremanera y derramó lágrimas de dolor, pare- 
<-i<-<hImIi i|iu- su marido había renegado de la fe y huía del martirio. Vió luego 
qin iliiuii se acercaba a casa, y levantóse para cerrarle la puerta. No quería 
liHlii.Kir ya palabra y acusábale de cobarde que había vuelto las espaldas 
«mi>- i|iie m* comenzase la batalla. 
iliiiiu estriba a la puerta oyendo gozoso las palabras de su esposa y co­
brando con ellas ánimo y nuevo esfuerzo para cumplir su promesa. Final­mente, 
al ver a Natalia tan cruelmente afligida, le dijo desde fuera: 
— Abre ya, querida esposa, que no estoy aquí por huir de la muerte 
como cobarde; al contrario, vengo a buscarte como te lo prometí, pues se 
acerca ya la hora de la pelea. 
Satisfecha con lo que oía, abrió Natalia la puerta. 
— ¡Oh bendita esposa! —exclamó Adrián— . Tu valor sostiene el ánimo 
de tu marido para salvarle, tu corona será digna de la de los mártires, aun­que 
el tirano no te haga padecer ningún tormento. 
Los dos juntos se encaminaron a la cárcel. Yendo por la calle, vínole a 
Adrián el temor de que el emperador confiscase sus bienes y dejase a Natalia 
sin hacienda y desamparada. Dijo, pues, a su esposa: 
—Y ahora, hermana mía, ¿qué orden piensas dar a nuestro patrimonio 
y hacienda? 
—No quieras acordarte más de los bienes de este mundo, para que no 
te embaracen y cautiven el corazón; pon los ojos en los bienes perdurables 
y eternos que tan presto te dará el Señor. Él, que sustenta a los pajarillos 
del cielo, habrá disponer las cosas mejor de lo que nosotros pudiéramos idear. 
Llegaron a la cárcel, y luego Natalia se postró a los pies de los santos 
mártires y besó sus cadenas; y, viendo que por los grillos y prisiones tenían 
las carnes ulceradas y tan podridas que criaban gusanos, mandó a sus criados 
traer de su casa lienzos preciosos y delicados, y con ellos limpió las llagas de 
los mártires y las vendó con admirable devoción y ternura. Siete días per­maneció 
en la cárcel ocupándose en aquellos caritativos menesteres con los 
siervos de Jesucristo, sin que los soldados estorbasen su trabajo. 
EN EL TRIBUNAL DEL TIRANO 
LEGÓ la orden de que todos los presos cristianos fuesen presentados 
delante del emperador. Sacaron, pues, de la cárcel a los veintitrés már­tires 
y los llevaron a todos sujetos con una misma cadena y montados 
sobre jumentos; pues no podían sostenerse en pie, por tener el cuerpo molido 
y despedazado por los tormentos ya padecidos. Adrián iba tras ellos, atadas 
las manos a las espaldas. 
Otra vez quiso el cruel Galeno que los atormentasen, pero el presidente 
del tribunal le hizo notar que, por estar tan debilitados, no podrían, sin 
morir en breve, aguantar nuevos tormentos. Llamó sólo a Adrián, juzgando 
que por ser mozo sano y robusto tendría fuerzas para padecer mayores penas. 
Quitáronle el elegante uniforme de ministro imperial y, vestido como 
simple reo, se adelantó llevando él mismo sobre sus hombros el ecúleo o ca-
1111111111111 u 11111111 m 
j i i i i imi imlu l l l l l l i imi i i i i i i i i in i i J i i i i i i i i i i in i i i i i i i i i i i i r i i in i r i T i i n i n i i i i r 
DICE la admirable esposa a San Adrián: « E l tormento es breve 
y el premio dura para siempre, acuérdate que sirviendo al 
rey de la tierra padeciste grandes trabajos por una paga escasa y 
vil, por lo cual ahora, con mayor constancia, debes sufrir cualquier 
pena por el reino de los cielos.))
bailete donde iba a ser atormentado. Entretanto, su esposa y los demás már­tires 
le alentaban con santas palabras. Fué presentado delante del empera­dor, 
el cual le preguntó: 
— ¿Persistes todavía en tu locura? 
—Ya renuncié a mi locura; por eso estoy pronto a dar la vida para salvar 
mi alma. 
— Sacrifica a los dioses inmortales —repuso el tirano— ; adóralos como 
nosotros; de lo contrario, mandaré que te atormenten con tanta crueldad 
que ni siquiera imaginarlo puedes. 
Tales amenazas no eran en boca de Galerio palabras sin sentido. Harto 
bien le conocían los cristianos. Pero no por ello se asustaba Adrián. 
—Me da lástima tu ceguera, ¡oh emperador! —le respondió— . Te ase­guro 
que nunca jamás reconoceré yo ser dioses unos bloques de piedra. Lo 
que has determinado hacer conmigo, hazlo, pues, prontamente. 
Aun tuvo que soportar el mártir otras varias razones y consejos. 
Viendo Galerio que no podía ablandarle con palabras, le mandó azotar. 
Natalia, que estaba presente, corrió a avisar a los demás mártires: 
— Mi marido ha comenzado la batalla —les dijo— ; rogad a Dios por él. 
Todos se postraron de hinojos y suplicaron al Señor diese al mártir for­taleza 
y valor. 
Entretanto los sayones arreciaban los golpes con palos duros y nudosos. 
Ya la carne del mártir caía a pedazos, cuando el tirano le gritó: 
—Hombres falaces y criminales te enseñaron esas doctrinas. 
— ¿Cómo te atreves a llamar falaces a quienes me enseñaron el camino de 
la vida eterna? Puedes creer que nunca les agradeceré bastante el bien in­menso 
que me procuraron con la fe cristiana. 
Enfurecióse el emperador al oír tales palabras, y mandó que le apaleasen 
más duramente. 
—Doblando los tormentos aumentas mi gloria y mi premio — le dijo 
Adrián. 
Diéronle recios golpes en el vientre, con que le rasgaron y descubrieron 
las entrañas. Quizá la vista de aquel cuerpo destrozado conmovió un tanto 
a Galerio. 
— Invoca, al menos, a los dioses —le dijo con aire de compasión— , e 
inmediatamente mandaré llamar a los médicos para que curen tus heridas y 
vengas luego a vivir en mi palacio. 
— En balde me prometes médicos que me curen, ni honras y dignidades, y 
aun habitar en tu palacio, pues has de saber que no cederé nunca ni por nada. 
Vencido y confuso, dejó Galerio para más adelante la venganza. Mandó 
que llevasen otra vez a la cárcel a todos los mártires, y determinó un día 
para interrogarlos más detenidamente.
HEROÍSMO SIN PAR 
AL punto obedecieron los soldados y llevaron a los mártires a la cárcel, 
empujando violentamente a los que aun podían sostenerse en pie, 
y arrastrando a los que estaban ya totalmente extenuados. 
Natalia iba con Adrián, sosteniéndole con sus manos, pues el santo mártir 
inirccía más muerto que vivo. 
—Hienaventurado eres, Adrián, hermano mío —le decía— , pues que has 
<i<lo hallado digno de padecer por el Señor que murió por ti. Dentro de 
;><■*•<> entrarás en la gloria de Aquel cuyos dolores compartes ahora. 
Llegados a la cárcel, los demás mártires se acercaron a su heroico herma­no 
para saludarle, y los que no podían andar, se arrastraban para ir a darle 
<1 parabién y el ósculo de paz. Natalia entre tanto limpiaba las heridas de su 
imirido y recogía la sangre que de ellas corría. 
I’or su ejemplo acudieron ótras santas mujeres a la cárcel para consolar, 
•rrvir y regalar a los mártires; mas, sabiéndolo el tirano, mandó cerrar la 
imrrta y que ninguna de ellas entrase. No se espantó Natalia por este man-il 
iio, antes, cobrando más ánimo, se cortó el cabello, vistióse de hombre y 
m ir ó en !a cárcel a alentar a su marido. Las demás hicieron lo mismo. 
Supo Galerio que a los mártires se les agotaban ya las fuerzas por los 
•lolores que Ies causaban las heridas gangrenadas, y mandó llevar un yunque 
i romperles manos y piernas con una barra de hierro. 
Ya procuraré yo que no acaben su vida con muerte tranquila —añadió. 
Km breve llegaron los sayones con los instrumentos del suplicio. Temió 
Natalia que Adrián se turbase y desmayase viendo padecer aquel tormento 
i'iii atroz a los demás y, porque nada deseaba tanto como ver a su marido 
..... .. con la aureola del martirio, rogó a los verdugos que comenzasen por 
'•i'ian. Hiciéronlo así para agradarle. Colocaron el yunque junto al esforzado 
....ti ir; Natalia tomó las piernas de su marido, y con heroico valor las puso 
-'•liir el fatal instrumento. Los sayones le dieron tan recios golpes, que en 
lo. vr cortaron los pies y rompieron las piernas del glorioso mártir. El biógra-lo 
<lrl Santo añade que, no contenta Natalia con esto, dijo a su esposo: 
Suplicóte, siervo de Jesucristo, que extiendas también la mano para que 
)• l i i-orlen, y así te parezcas en todo a los que detras de ti van a padecer. 
Xilriiín extendió su mano y la presentó a su esposa; ella la puso sobre el 
» .... . y la tuvo hasta que el verdugo se la cortó de un golpe. Con este tor- 
...... ilio su espíritu al Señor. Era el día 4 de marzo. 
I n misma crueldad se ejecutó con los veintitrés compañeros de San Adrián. 
Al liniipo que presentaban los pies al verdugo, decían: 
,< Mi, Señor Jesús!, recibe nuestro espíritu.
Galerio mandó quemar sus cuerpos; pero levantóse luego un gran torbellino 
y recia tempestad con terremotos y granizo, con lo que algunos paganos mu­rieron 
y los demás huyeron de aquel lugar. Los cristianos recogieron enton­ces 
los cuerpos de los mártires; con suma reverencia los depositaron en un 
navio, y por mar los llevaron hasta Bizancio, que a poco se llamó Constan-tinopla, 
y les dieron honrosísima sepultura en aquella ciudad. 
Natalia guardó como rico tesoro la mano de su marido; envolvióla en 
paños preciosos y púsola a la cabecera de su cama. 
Cierto tribuno o maestre de campo del emperador pidió en matrimonio 
a la Santa, pero ella suplicó al Señor que la librase de algún modo de aquel 
importuno. Después de su oración se adormeció, y tuvo revelación d : I>ics 
por medio de aquellos santos mártires, que se embarcase y fuese a Bizancio 
donde estaban sus cuerpos. En llegando a dicha ciudad, fué a venerar las sa­gradas 
reliquias de los mártires, en particular las de su santo esposo; retiróse 
luego a un aposento a descansar del trabajo del camino y, estando dormida, 
dió su espíritu al Señor. Su fiesta se celebra el día 1.° de diciembre. 
Algunos cristianos enterraron el cuerpo de Santa Natalia juuto a los de los 
veinticuatro mártires, y ellos renunciaron al siglo; y trocando aquella casa en 
monasterio, permanecieron cabe las reliquias, dados de lleno a la penitencia. 
CULTO DE SAN ADRIÁN 
OS griegos rutenos honran a San Adrián y Santa Natalia el 26 de agosto. 
El mismo día hacen también conmemoración de otro mártir, homó­nimo 
del de Nicomedia, lo que dió lugar a confusiones, llegándose a 
creer que ambos no eran sino una sola y misma persona. 
El bienaventurado mártir San Adrián es patrono de los carniceros, cerve­ceros, 
carteros, carceleros y comerciantes en granos. Junto con los santos Ro­que 
y Sebastián, se le invoca contra las enfermedades contagiosas. 
L a ciudad de Walpeke de Alemania, en la diócesis de Magdeburgo, se glo­riaba 
de poseer la espada del oficial imperial; se refiere que, viéndose el em­perador 
San Enrique de Alemania obligado a dar batalla a sus enemigos, se 
encomendó a los santos mártires Adrián, Jorge y Lorenzo, y luego, durante 
la pelea, los vió que iban delante de su ejército, con un ángel que daba recios 
golpes a diestro y siniestro; la iglesia donde se guardaba la espada —sobre 
cuya autenticidad no nos toca resolver— fué destruida por un incendio, y la 
espada desapareció. 
El cuerpo de este glorioso mártir se trasladó de Constantinopla a Roma, a 
8 de septiembre, fecha de su fiesta principal; parte de él se venera en la iglesia 
de San Adrián edificada en el Foro.
Su culto se extendió sobre todo en Gramonte de Bélgica, donde la abadía 
ili Sun Pedro — que después se llamó de San Adrián— recibió sus reliquias a 
l i n t s del siglo X I . Además de su fiesta principal, que era el día 9 de septiem-l'ir, 
cclébranse allí otras dos, los días 4 de marzo y 27 de mayo, aniversario 
< •>!< de la llegada de las reliquias al monasterio. Cada jueves se decía misa 
«ulcmne con exposición de las reliquias; después de Completas, los monjes 
«■•luii i cantar una antífona con versículo y oración del Común de un santo 
iniirtir. Casi no pasaba día sin que llegase alguna peregrinación. 
I'.ntre los personajes que vinieron a Gramonte a implorar la protección de 
san Adrián cuéntanse la duquesa de Lancáster, el año 1376, y el Delfín de 
I rancia que fué luego el rey Luis X I , en el año 1457. 
Kl año de 1378, se fundó en dicha abadía una cofradía de Santa Natalia, 
■ lili* desde 1627 se llamó cofradía de San Adrián y Santa Natalia. A ella per-irm- 
cieron la princesa Isabel, el arzobispo de Malinas y la nobleza de Bélgica. 
II ué aprobada por el papa Urbano V I I I ; decayó luego, pero renació en el 
..«lo X V III. 
líl culto de San Adrián floreció en Gramonte por espacio de cinco siglos. 
I n las guerras de los siglos X V I y X V I I , fueron trasladadas las reliquias nada 
■ik i ios que unas doce veces para guardarlas en lugar seguro, prueba evidente 
■ Ir la gran veneración que tenían los fieles a este glorioso mártir. Desde el 
m ío premió San Adrián esta ardiente devoción con muchos y extraordinarios 
milagros, entre ellos algunas resurrecciones. 
SANTORAL 
I a Natividad de l a Santísima Virgen (véase en el tomo V II, «Festividades del 
Año Litúrgico», pág. 390). Santos Adrián y veintitrés compañeros, márti­res; 
Corbiniano, obispo en Baviera; Disibodo, obispo regionario en su patria 
-Irlanda— y luego abad de Disemberg (Alemania); Ensebio, Nestabo y 
Zenón, mártires en Gaza, bajo Juliano el Apóstata; Amón, Teófilo, Neote-rio 
y otros veintidós compañeros, mártires en Alejandría; Adrián, solitario 
en el Bierzo; Timoteo y Fausto, mártires en Antioquía; Sidronio, mártir 
en Roma bajo Aureliano, sus reliquias fueron llevadas a Flandes por Santa 
Adela Néstor, mártir en Gaza. Beatos Gudila, arcediano de Toledo; Do­mingo 
Castellet, Tomás de San Jacinto y Antonio de Santo Domingo, do­minicos, 
Antonio de San Buenaventura y Domingo de Nagasaki, francis­canos, 
mártires en el Japón; Antonio de los Ríos, de Écija, mínimo. Santas 
Adela, hija del rey Roberto de Francia y viuda de Balduino V, conde de 
Flandes; Belina, virgen y mártir. Beata Contesa, virgen. Dedicación de la 
Iglesia de Montserrat. Festéjase en Asturias a la V irg en d e C o v a d o n g a 
(véase en el tomo V II, «Festividades del Año Litúrgico»),
litique de los traficantes negreros Angelical e incansable misionero 
D I A 9 DE S E P T I E M 5 R E 
SAN P EDRO CLAVE R 
JESUÍTA, APÓSTOL DE LOS NEGROS (1580-1654) 
Afines del siglo X V I, vivían en Verdii de Cataluña dos cristianos, ilus­tres 
por su nobleza, y más por sus virtudes y piedad. Eran don 
Pedro Cía ver y doña Ana. su esposa. En aquel hogar reinaban la 
paz y la concordia; pero faltaba algo a su alegría, porque hacía ya 
«i'ilm uños que pedían un hijo al Señor, y no se lo había concedido. En 
■ li ■ l ii ocasión dijo Ana a su esposo: 
Sí consientes en ello, prometeré al Señor consagrarle el hijo que nos 
•....nlii; quizá oiga entonces nuestras súplicas... 
Oucrida Ana —respondió don Pedro— , si Dios nos otorga un hijo, suyo 
mil miles que nuestro; y, si es de su divino agrado llamarle luego a su 
•i i > irin, no seré yo quien se oponga a su vocación. 
I I (lucimiento de un hijo trajo al fin dicha y felicidad al hogar cristiano. 
I . I liiiulismo llamáronle Pedro. Ofrecieron a Dios aquel fruto de bendición, 
t ul.minie en la piedad y virtud. Pedro, en cuyo corazón había derramado 
■ I i‘l< l<> los raudales de su gracia, recibió y asimiló perfectamente tan cris-iUm. 
i rilucución; era bueno, humilde, cariñoso y obediente y muy amante 
■i> lii iiruuión y trato con Dios nuestro Señor.
VOCACIÓN A LA VIDA RELIGIOSA 
CUANDO estuvo ya en edad de estudiar, enviáronle a la Universidad 
de Barcelona. Esta primera separación fué muy dolorosa para el cora­zón 
de su madre, pero la necesidad lo pedía. Huelga decir que los pia­dosos 
padres velaron con suma diligencia para poner a salvo la virtud de su 
hijo en la gran ciudad. Pedro obedeció dócilmente a sus avisos y consejos, 
evitó los malos ejemplos y fué modelo de sus condiscípulos. Los Padres Je­suítas 
tenían una residencia en aquella ciudad; de ellos eligió el joven es­tudiante 
director de conciencia, y en el convento gustaba de pasar los tiem­pos 
libres, en vez de perderlos en la disipación y los placeres. 
Aquella vida piadosa y retirada fué preparando más y más su corazón 
para la santidad a que le llamaba el Señor. Desapegado de las cosas del 
mundo, hacia las que no sentía afición alguna, entróse cada vez con mayor 
gusto por las de la religión; y, si bien continuaba dado de lleno a los estu­dios. 
dedicaba largos ratos a las expansiones de su alma, tan inclinada a 
la piedad y al trato íntimo con Dios. 
Determinóse por fin a abrazar el estado eclesiástico y recibió la tonsura de 
manos del obispo de Barcelona. Su talento, la estima del prelado y la pro­tección 
de un tío suyo canónigo, le hubieran abierto el camino de las digni­dades 
eclesiásticas; Claver prefirió dar de mano totalmente al siglo para per­tenecer 
a Jesucristo sin sombra de ambición mundana. Notificó a sus padres 
su inquebrantable resolución de hacerse Jesuíta. Con esta noticia inesperada 
contristáronse muchísimo tanto su padre como su madre; querían, sí, darlo 
al Señor, pero pensaban que se hubiera contentado con ser sacerdote secular. 
Pronto, empero, venció la fe; de buena gana ofrecieron al Señor aquel sacri­ficio, 
y así, Pedro, con la bendición de sus padres, y siendo de unos veinte 
años de edad, partió para Tarragona, donde se hallaba el noviciado de la 
Compañía. En él entró a 7 de agosto de 1602. 
Ya desde los primeros días entregóse el novicio sin restricción a la prác­tica 
de la Regla y a los ejercicios de vida religiosa. Admiraban todos su regu­laridad, 
modestia y amor al recogimiento y oración. Regla y sello de su con­ducta 
fueron desde entonces estas cuatro máximas: 1.a Buscar a Dios en todo, 
y en todo procurar hallarle; 2.a, hacerlo todo para mayor gloria de Dios; 
3.*, ejercitarse en tan perfecta obediencia que, por amor a Jesucristo, someta 
mi voluntad y juicio al superior como a Jesús cuyo lugar ocupa; 4.a, no buscar 
en este mundo sino lo que Cristo buscó en él, conviene a saber, la salvación 
de las almas; y, para ello, arrostrar con buen ánimo y amor los padecimien­tos 
y aun la misma muerte.
ENCUENTRO DE DOS SANTOS 
ABIENDO emitido los primeros votos y consagrado dos años a dar 
cabo a los estudios literarios, enviáronle al colegio de Mallorca para 
que en él asistiese a los cursos de Filosofía. A l llegar, recibióle un 
I Icrinuno lego anciano que a la sazón desempeñaba el cargo de portero. Lla-niiilmsc 
Alfonso Rodríguez. Era un santo y adivinó con sólo una mirada cuán 
lirriuosa alma tenía el religioso recién llegado; antes de hablarse, postráronse 
iiiiiImks de rodillas uno delante del otro. A este primer encuentro se sucedió 
ilun siglos más tarde otro muy providencial: ambos Santos fueron inscritos en 
• I iiilalogo de los Bienaventurados el mismo día 8 de enero de 1888, por la 
Santidad de León X I I I . 
Con la venia de los superiores, el santo anciano y el virtuoso joven solían 
Imitarse cada día en una hora determinada para hablar de cosas celestiales 
• inflamarse mutuamente en el amor divino. En aquellas admirables eonver- 
• liciones, Alfonso, veterano de la perfección religiosa, derramaba enteramente 
•ii ulina en la del bisoño soldado del Señor. 
Cierto día favoreció Dios al Hermano Alfonso con una visión maravillosa: 
• I Santo vió abrirse ante sus ojos parte del cielo; levantábanse en él magní-lii'os 
tronos, y sobre ellos había unos santos aureolados de gloria. Su ángel 
■ l< la Guarda le señaló un trono más suntuoso que los demás, y que todavía 
i<lal>a vacío. Volvióse entonces Alfonso a su bondadoso y celestial guía, y le 
■ li|u: «Este trono está seguramente aguardando a alguno; ¿para quién lo han 
pn parado? —Para tu discípulo Pedro Claver —respondió el ángel— . Llegará 
ii merecerlo por sus heroicas virtudes y por el prodigioso celo merced al cual 
iMiiará innumerables almas para Jesucristo en las Indias Occidentales». El 
liiniiilde lego sólo refirió esta visión al director de su conciencia; pero de allí 
mi Imite procuró despertar en el alma de su discípulo deseos ardientes de con­jurarse 
a las misiones de América. «Querido hermano —le decía— : no acierto 
•i expresaros el dolor que me aflige al pensar que hay tantos pueblos que no 
■ iHioeen todavía a Dios nuestro Señor; aquellas gentes se condenan porque 
i'.nlic vn a alumbrarlas con la luz de la fe... ¡Cuántos obreros inútiles donde 
I I enseeha es escasa, y cuán pocos donde abunda la mies! ¿Acaso el amor al 
• ni v la plata que impulsan a tantos hombres a cruzar los mares, ha de ser 
m.!• Inerte que el amor a Nuestro Señor Jesucristo?... ¡Oh hermano de mi 
'■■mil!, ¡cuán hermoso y dilatado campo se ofrece a vuestro celo! Si algo os 
impurla la gloria de la casa del Señor, volad a las Indias; si amáis a Jesús, 
•pii ililn hermano, id a evangelizar a tantas almas que se pierden, enseñándo­la 
• .i aprovecharse de la sangre que el divino Redentor derramó por ellas».
Aquellos ardientes anhelos apostólicos de Alfonso inflamaron el alma de 
Pedro, eí cual empezó ya desde entonces a pedir a los superiores le dejasen 
consagrarse a las misiones de América. Contestáronle que aguardase para ello 
a terminar el estudio de la Teología. Enviáronle, pues, a Barcelona, donde 
pasó dos años aprendiendo esta sublime ciencia. Finalmente, oyó el Padre 
Provincial sus ruegos; Pedro partió inmediatamente para Sevilla, donde debía 
embarcarse. Vino a pasar en este viaje cerca de Verdú, su pueblo, y como a 
una legua de distancia de su casa; asaltóle el deseo muy natural de ver por 
última vez a sus padres. Pero, ¿a qué — se dijo— renovar su aflicción con la 
desgarradora despedida? ¿No habían por ventura hecho ya una vez el sacri­ficio? 
¿No era más meritorio para él y para ellos no disminuir el valor del 
mismo? Y prosiguió el viaje sin volver a ver su pueblo natal. 
EL MISIONERO, ESCLAVO DE LOS NEGROS 
EL navio que le llevaba dejó las costas españolas en abril de 1610. La 
travesía duró varios meses. El joven misionero se hizo apóstol y enfer­mero 
de sus compañeros de viaje. Confeccionaba las medicinas y cuida- I 
ba a los enfermos con ternura y abnegación de madre. Congregaba a los ma- ! 
rineros para enseñarles la doctrina, y la sesión terminaba con el rezo del ro- . 
sario. El capitán obligaba a Pedro a que comiese con él, y el Santo guardaba . 
lo mejor de la comida para los enfermos. Finalmente llegaron a las costas 
de América del Sur y desembarcaron en Cartagena de Colombia. Al pisar por 
primera vez el suelo del Nuevo Mundo, besó Pedro Claver aquella tierra 
que iba ya a regar con sus sudores. Enviáronle al convento de Santa Fe, para j 
que acabase el estudio de la Teología. Eran pocos los Padres en aquella re­sidencia, 
por lo que tenían hartas preocupaciones. Pedro se multiplicaba: fué 
sacristán, portero, enfermero, cocinero y más que nada teólogo; tras dos años, | 
tuvo un examen brillantísimo y se ordenó de sacerdote en Cartagena. ¡ 
Entre los Padres Jesuítas de Cartagena se hallaba a la sazón el admirable ¡ 
Padre de Sandoval, que había consagrado gran parte de su vida a la evan-gelización 
de los negros africanos vendidos en América como esclavos, y de 
ellos había bautizado más de treinta mil. El nuevo sacerdote pasó a ser dis­cípulo 
y coadjutor de aquel santo varón. 
No había cosa más lamentable que el estado de aquellas desdichadas víc­timas 
de la codicia humana. Cada año capturaban los mercaderes de esclavos 
millares de negros en las costas africanas de Guinea, Angola y el Congo, y los 
amontonaban en el fondo de sus navios, cargados de cadenas, sin camas y en 
medio de basura; dábanles poquísima comida y ningún vestido. Muchísimos 
enfermaban en el viaje, y casi todos ellos iban cubiertos de heridas ulceradas, i
CALCÚLASE que el número de negros bautizados por San 
Pedro Claver asciende o cuatrocientos mil, lo que viene a dar 
"ni-, de diez mil por cada año de su apostolado. Además de bauti- 
■irlos cuidábase de instruirlos, ampararlos y consolarlos para que 
siempre fueran buenos cristianos.
Al abordar a un puerto de América, los negreros desembarcaban su mercan­cía 
y acorralaban aquel rebaño humano en algo así como amplios almacenes 
sombríos y húmedos, donde venían a comprarlos los colonos para enviarlos 
a trabajar al campo o a las minas. Dignos de admiración y loa fueron los 
esfuerzos de la Iglesia para suavizar la suerte de aquellos desdichados. 
A l anchuroso puerto de Cartagena llegaba cada año multitud innumerable 
de esclavos negros. El Padre Claver tenía amigos encargados de avisarle de 
la próxima llegada de los navios negreros. Inmediatamente empezaba enton­ces 
a recoger limosnas por la ciudad, y preparaba copia de bizcochos, dulces, 
tabaco, refrescos, aguardiente y mil cosas semejantes que sabía gustaban a 
los negros. Buscaba intérpretes que tradujesen sus palabras en el dialecto de 
los recién llegados; iba luego a recibirlos al puerto, los acogía con ternura ' 
paternal, hablábales con bondad, consolándolos y alentándolos, y ganaba su ( 
estima con los dulces y refrescos que les llevaba. A los niños tiemecitos los 
bautizaba. Atendía con predilección a los enfermos, acariciándolos uno tras 
otro, los lavaba, curaba sus llagas, les servía él mismo de comer, abrazá­balos 
y los dejaba tan maravillados de aquella caridad que no esperaban, que 
muchos de ellos se alegraban de ser esclavos. 
Cada día volvía a ejercitarse en aquellos servicios; iba por todas partes 
donde sabía que había negros, entraba en los almacenes donde los encerra­ban, 
y allí permanecía largo rato a pesar del fétido olor de aquellos insa­nos 
reductos. ¡Qué ardiente celo, qué ingeniosas invenciones para alumbrar 
aquellas pobrecitas almas y traerlas a que abrazasen nuestra fe sacrosanta! 
Tras rigurosas penitencias y largas y fervientes plegarias delante del Santísimo 
para lograr de Dios la conversión de los paganos, íbase a ellos llevando un 
Santo Cristo al cuello y diversos cuadros a propósito dibujados para dar a 
entender los misterios de la fe a aquellas inteligencias ignorantes. Iba pro­visto, 
además, de todo lo necesario para administrar a los enfermos. Era su 
celo tan ardiente, y caminaba con paso tan apresurado cuando iba a predi­car 
a los negros, que apenas podían seguirle los intérpretes y el Hermano en­cargado 
de acompañarle. En cuarenta años de trabajos semejantes convirtió 
y bautizó innumerables esclavos. Muchos de ellos, molidos por el cansancio 
del viaje, las llagas y las enfermedades, morían a poco de ser bautizados; 
parecía que la Providencia los dejaba con vida hasta aquella hora para que 
tuviesen la dicha de recibir tan singular beneficio. 
Seis años llevaba ya trabajando de aquella manera admirable, cuando los 
superiores le notificaron que estaba admitido a los votos solemnes. Fué en­tonces 
a postrarse a los pies del superior y le declaró el deseo grande que 
tenía de añadir a los votos ordinarios el de servir a los esclavos hasta I> 
muerte. Otorgáronle este favor; Pedro Claver firmó de esa manera la fórmu­la 
de su profesión: «Pedro, esclavo de los negros para siempre jamás».
' .1 en adelante consideró como obligación suya el servirlos con todas sus 
f tu i /i is y amarlos con todo su corazón. Los miles de negros de Cartagena 
■ i.ni m i s hijos. Era cosa de admirar los domingos y días festivos, cómo iba 
.1 luisi-arlos por todas partes para juntarlos en la iglesia de los Padres, ha- 
• i t les oír misa, rezar con ellos, predicarles e instruirlos. En la cuaresma, 
•■■luí pasar en el confesonario desde las cuatro de la madrugada hasta medio-ilm. 
oyendo a los negros. A las dos volvía para confesar a las mujeres. 
Los esclavos tenían derecho a pasar por el confesonario del Santo antes 
■|tir los demás. Sucedía a menudo que gente principal de la ciudad, deseosa 
• li Imhlar al varón de Dios, por la fama de Santo que empezaba a tener, 
•i presentaban para confesarse. Pero con frecuencia rogábales el humilde 
ti Idioso que aguardasen: «Señor —decía— , no le faltan a vuecencia confe- 
•i.iri iii la ciudad; yo soy confesor de los esclavos. Señora, mire mi confe- 
■omirio; es demasiado angosto para sus faldas tan anchas; es el confesona- 
• i<« tic las pobres negras». Muchos aguardaban pacientemente a que hubiesen 
|i'i iitlo todos los negros para hablar ellos a su vez con el Santo. 
trabajo tan pesado y tan prolongado, junto con el mal olor y el calor de 
>n|iirlla aglomeración de negros en una región tropical, y los enjambres de 
....n|u¡tos que le picaban sin que él los apartase, añadido a las demás aus-ii 
mi.ules voluntarias, le dejaba tan rendido de cansancio que muchas veces 
■ 11 ii desfallecido. Llegada la noche no podía ya moverse y era menester lle-t 
.ulr ni refectorio. Su cena consistía en un pedazo de pan y unas patatas 
•i nliis. Ya en su celda se solazaba de las diarias fatigas con sangrientas 
ili .riplinas, y pasaba buena parte de la noche en oración. 
MILAGROS Y VIRTUDES DEL SANTO. — SU MUERTE 
LOS historiadores del Santo traen relatos admirables de milagros debi­dos 
al celo y caridad del Padre Claver. «—¿Qué tal está su escla­va? 
—preguntó cierto día a una señora. —Padre, está muy buena 
t. .|><>inlió. —Pues dígale que se confiese, porque hoy mismo morirá». La 
it..i .i obedeció; aquel mismo día murió de repente la esclava. 
I I.miáronle a toda prisa a casa de don Francisco de Silva, porque una 
i - i I . i « . i negra acababa de enfermar de apoplejía. El Santo acudió a verla, 
l'i ni t iicontróla muerta. «Padre mío —exclamó don Francisco— , no estaba 
li.oit i, ,i<1n; ¡qué desgracia!; pero ¿quién iba a prever el accidente? — ¿Pues 
ni» tlijo el Santo con sosiego— , ¿acaso es el brazo del Señor menos po-i4> 
i..'i. i|m* antaño?; tengamos un poco de fe y confianza; ¿dónde está la 
mi-I.ii.i » Lleváronle a presencia del cadáver. Tras breve y ferviente plega-d 
« l 'n l r o llamó a la difunta y le pidió si deseaba que la bautizase. Ella
abrió entonces los ojos: «¡Oh, sí, Padre mío —respondió— ; lo deseo con 
toda mi alma». El Santo la bautizó, y la esclava se levantó llena de vida. 
Cuando San Pedro Claver iba por la calle, tenía por costumbre decir 
algunas palabras santas a cuantos encontraba, sobre todo a los negros, que 
eran «las ovejas de su rebaño». A los ancianos les decía: «Amigos míos, la 
casa está ya vieja y amenaza ruina; no os sorprenda la muerte; confesaos 
mientras tenéis facilidad y tiempo». Si topaba con algún pecador, solía 
amonestarle con estas palabras tremendas: «Dios cuenta tus pecados, hijo 
mío; el primero que cometas será quizá el último». Con estas y otras seme­jantes 
amonestaciones convirtió a muchísimos pecadores. 
Cuidaba con especial caridad de los esclavos enfermos y moribundos. 
«Avisadme a cualquier hora —solía decir al portero del convento— ; los que 
mucho trabajan, necesitan descansar; pero yo que no hago casi nada, 110 
he menester descanso». Como se echa de ver por (as anteriores palabras, 
la humildad del Santo corría parejas con su celo y caridad. 
Un negro estuvo enfermo catorce años. El Padre Claver le cuidó todo 
ese tiempo. Lo tomaba en brazos, le arropaba con su manteo, le arreglaba 
la cama y luego le volvía a acostar en ella después de abrazarle con ternura. 
No echaba en olvido a sus queridos negros después de muertos; por el I 
descanso de sus almas ofrecía la misa, oraba y se mortificaba. Cuando los 
esclavos por él convertidos partían de Cartagena, afligíase el buen Padre 
cual si viese alejarse a sus hijos amadísimos; acompañábalos hasta el puerto, | 
dábales saludables consejos, los abrazaba uno por uno y los encomendaba'al 
cuidado del capitán. Aquellos pobrecitos se alejaban en medio de gemidos y 
lágrimas que conmovían hondamente al Santo; permanecían en el puente 
del navio, y le decían adiós con gritos y gestos de tan lejos como le veían. 
No detenía su celo y caridad a los esclavos, sino que lo extendía a los le­prosos, 
presos y enfermos de los hospitales. Recibió del Señor gracia y ta­lento 
particular para consolar, convertir y fortalecer a los ajusticiados. 
El Padre Sebastián de Morillo, rector del colegio, decía: «Nunca he sa­bido 
cuándo acaba la oración el Padre Claver. A cualquier hora que entro 
en su celda, le hallo rezando y tan absorto en Dios, que ni advierte que 
estoy ni me oye». Meditaba más que nada la Pasión del Señor. Cada vier­nes, 
a media noche, salía de su celda con gran sigilo, llevando una corona 
de espinas en la cabeza y una cruz sobre sus hombros, y recorría los lugare» 
menos frecuentados de la casa, haciendo tantas estaciones cuantas hizo el 
Divino Salvador yendo de Getsemaní al Calvario. No obstante sus muchí­simas 
ocupaciones, confesábase cada mañana derramando lágrimas; con 
media hora de oración se preparaba a decir misa, y luego subía al altar con 
tal devoción que enajenaba a los asistentes. 
Su obediencia era admirable, humilde, pronta e incansable. El cocinerfl
U N l’ E D R O C L A V E R 99 
■ l< I convento no tenía criado más dócil que el buen Padre cuando iba a 
m tullirle. Como todos los Santos, era devotísimo de la Virgen Mar .'a. Repar­tí!. 
iliininte su vida miles y miles de rosarios, principalmente a los negros; 
menudo pasaba el recreo haciendo rosarios para que no le faltasen. Con 
ln nu iicia se le oía repetir en sus arrobamientos: «¡Oh, Madre bondadosa!, 
• nvnaine a amar a tu divino Hijo; te lo pido con toda mi alma. Alcán- 
....... una chispa de su purísimo amor y préstame tu propio corazón, para 
•un- pueda yo recibirle dignamente». 
M día 6 de septiembre de 1654 sobrevínole recia calentura; al día si-rimiilc, 
recibió con fervor los últimos sacramentos. Pronto cundió por la 
• Mullid la noticia de que los médicos desconfiaban ya de su curación. El 
II.mío y sentimiento fueron generales, la muchedumbre se agolpó a'rededor 
>li I convento; todos querían entrar: «Queremos Ver al Santo — decían— ; 
■ luc remos verle antes que se muera. Es nuestro Padre; es nuestro; queremos 
t<ilr». Los negros que lograron llegarse hasta él, le besaban los pies con 
'■mura indecible, y repetían entre sollozos que todo lo perdían al perder «al 
louuladoso padre que se iba hacia Dios y no los llevaba consigo». 
A 8 de septiembre, festividad del Nacimiento de Nuestra Señora, el alma 
• i' l ’cdro Claver dejó este mundo para ir a sentarse en el trono que antaño 
i milcmplara en celestial visión el bienaventurado Alfonso Rodríguez. 
Apenas muerto, salió de su cuerpo celestial fragancia que llegaba al 
•ilmii. lino de sus hijos espirituales, el duque de Estrada, quiso poner una 
i m I i i i i i en la mano del difunto. La mano se abrió de por sí y apretó la palma, 
linios querían guardar alguna reliquia del Santo. Fué menester el auxilio 
il< lu fuerza pública para impedir que la muchedumbre se llevase a pedazos 
• i fra ilo cuerpo. Pasó en América cuarenta y cuatro años, y bautizó más 
■l« licscientos mil negros. El año de 1657, al abrir su sepulcro, hallaron su 
■ i» i|m entero e incorrupto, a pesar de la cal viva en que estaba envuelto, y 
il> l.i humedad que había carcomido el ataúd. 
SANTORAL 
(nirgonio y Doroteo, mártires; Sergio I, papa; Pedro Claver, confesor; 
Audomaro u Omer, obispo de Teruane; Querano, abad; Gregorio, con- 
I- ir (hónrasele en Alcalá del Río, junto a Sevilla); Severiano, soldado, 
mártir en Sebaste; Jacinto, Alejandro y Tiburcio, martirizados cerca de 
liorna; Rufino y Rufiniano, hermanos, mártires en Grecia; Pedro, cama- 
..... del emperador Diocleciano, mártir en Nicomedia junto con otros com-p. 
iíu-ros; Bertelino o Beccelino, Doroteo y Tucio, ermitaños; Estratón, 
m i i l i r ; Teófanes, confesor. Santas Wulfida, abadesa; Osmana, virgen, 
iv.itas Serafina y Violante, abadesas.
DÍ A 10 DE S E P T I EMB R E 
SAN NICOLAS DE TOLENTINO 
CONFESOR, ERMITAÑO DE SAN AGUSTÍN (1245-1306) 
DIOS, que prepara a sus santos para la gloria eterna, sabe santificar 
no sólo su vejez y edad madura, sino también su nacimiento. 
Así obró con San Nicolás, cuyo nacimiento anunciaron los ánge­les. 
Compañón de Guarutti, su padre, y Amada Guaidiani, su 
■ii.Hlir, vivían en el pueblo de Sant’Ángelo, en la Marca de Ancona, y llora-t* 
i•• Inicia mucho tiempo, la infecundidad de su matrimonio. Muy devotos 
.1 Sun Nicolás de Mira, esperaban, con su intercesión, ver cesar su dolor. 
• mi i >t( fin hicieron voto de ir a Bari, ciudad del reino de Nápoles, a ve-iii 
i ii iiis reliquias. Un ángel se les apareció entonces y les diio: «Vuestros 
imiiiii liuii sido escuchados; id a la tumba de San Nicolás y él os dirá quién 
ii'ii iiii ilc vosotros». 
I I iln/.o que les causó esta visión, despertó a los dos esposos, quienes, le-i 
iihMiuIomc al instante, dieron gracias al cielo por ello. Fiados en el mensaje 
itiilnu ili-juron su hacienda al cuidado de sus amigos y emprendieron a pie 
»n |n n i¡rinación. 
I li itmliis a Bari, fueron presurosos a cumplir sus devociones. Mientras 
m iliiin tiI pie del altar, quedaron dormidos, venc'dos por el cansancio.
Abriéronse entonces los ojos de su alma a las cosas celestiales y vieron a ; 
San Nicolás. j 
—Vengo —les dijo— a confirmar las palabras del ángel. Pronto tendréis j 
un hijo. Dadle por nombre Nicolás, pues a mí me lo deberéis. Ese niño ale­grará 
al Señor por su vida de oración y penitencia. Será sacerdote y se hará 
célebre con numerosos milagros. Ahora regresad en paz a vuestra casa. 
Llenos de júbilo por tan halagüeña promesa, Compañón y Amada se vol­vieron 
a Sant’Ángelo, donde al cabo de nueve meses, en septiembre de 1245, 
la vieron cumplida con el nacimiento de un niño, a quien pusieron el nombre 
de Nicolás, y al que criaron en la práctica de las virtudes en que más se 
había distinguido su santo patrono y abogado. 
MODELO DE NIÑOS. — SU VOCACIÓN 
DESDE sus primeros años fué dedicado al estudio. Las mujeres in­modestas 
y los muchachos traviesos le causaban repulsión: huía de 
su compañía y se aplicaba a imitar las virtudes que brillan en los 
buenos cristianos. Atraía a los pobres a la casa paterna y les servía con sus 
propias manos. Frecuentaba las iglesias, oía misa, rezaba con mucha devo­ción 
y escuchaba la palabra divina con respeto de hombre. Su devoción] 
profunda y su porte hicieron creer a los fieles que veía a Cristo con los ojo*) 
corporales. «Si Dios conserva la vida a este niño —decían— , será algún día< 
un gran Santo». 
Desde sus primeros años, puso especialísimo cuidado en imitar al santo 
de su nombre, cuya vida se aprendió de memoria para ajustar mejor sus 
actos a los del glorioso bienaventurado a quien había tomado por modelo; 
y, habiendo leído que San Nicolás, cuando aun se hallaba en la infancia, ¡ 
ayunaba tres veces por semana, determinó hacer lo mismo, y así lo ejecutó! 
desde la edad de siete años hasta su muerte. 
Tanto como en la virtud de la piedad sobresalía en la de la pureza, sien­do 
tan perfecto en ella que jamás se vió turbado su espíritu por las tenta­ciones 
de la carne. 
Estos felices augurios le valieron ser agraciado con una canongía en Ui 
Colegiata de Sant’Ángelo. Allí recibió la tonsura y fué ordenado de menores^ 
Pedro, aunque muy joven aún, aspiraba a más alta perfección; buscaba un 
estado que pudiera levantarle a tal grado de virtud, que el mundo no fuer» 
digno de poseerle. 
Había a la sazón en el monasterio agustiniano de Sant’Ángelo, un priol 
cuyas palabras y vida eran la edificación del pueblo. Cierto día la multitud 
le escuchaba en la plaza pública: «N o améis el mundo —decía— , no améis «•
.... *'«!<». pues el mundo y sus placeres pasarán veloces para nosotros». Nico- 
• i- «ntiil>u entra los oyentes. Este pensamiento impresionó su alma y le hizo 
■ ••iK i liir el deseo de la vida religiosa. Acabado el sermón, se arrojó a los pies 
•ii l predicador y pidióle el hábito de San Agustín. 
< * y ó le atentamente el buen religioso y, conociendo por la sinceridad que 
l.minlm de las palabras de nuestro Santo que se trataba de una vocación 
« iiilmleru, decidió llevarle sin dilación a casa de sus padres para que de 
• Mus ne despidiera y recibiera la bendición, pues no quería que la felicidad 
• li I liij<> fuese la desesperación de los padres. 
Anuida y Compañón, que amaban demasiado a su hijo para oponerse al 
luí n de su alma, separáronse de él, bendiciendo a Dios, que así empezaba 
■i i-iiiiiplir sus promesas. 
I I padre prior le condujo entonces al convento de su Orden, en el que 
lin mlmitido sin inconveniente alguno en vista de los informes que de él dió 
■ I religioso que en aquella ocasión le servía de padrino y fiador. Desde el 
...... lento mismo de su ingreso, entregóse Nicolás enteramente a su nueva 
%iil>i y u subir los caminos de la perfección. 
UN NOVICIADO FERVOROSO 
MERCED a la paz y recogimiento del claustro, nuestro Santo hízose 
pronto modelo de virtud. «N o vive — decían— como hombre, sino 
como ángel». Sin embargo, Nicolás se creía el último de todos, 
i •>ii*iricrándose así, obedecía a todos sus hermanos, y sentía especial incli- 
.......... hacia aquellos que le causaban alguna humillación imprevista. 
Hipido se deslizó el tiempo del noviciado y Nicolás fué admitido a emitir 
Iti-. olns solemnes del noviciado. El joven profeso comprendió que la lealtad 
••Migu, tanto ante Dios como ante los hombres, a guardar compromisos tan 
•'■riiiilos. Por ello, previendo que no podría salvaguardar su pureza sino a 
• ••ti ii «le los más rudos sacrificios, sobrepujó a todos sus hermanos en auste- 
• M.iil Su oración, sus ayunos prolongados, sus crueles maceraciones le dieron 
l.i tii'loria. Entre los mefíticos aires de la tierra, conservó, en todo su fres- 
—••  lii/iinía, el lirio de la virginidad. 
I*i'juntáronle, algunas veces, si era posible al hombre rechazar todos 
l... ■• Millos de la lujuria, pero él se guardó mucho de manifestar sus triunfos 
••••un de este punto. «Satanás es quien insinúa esa pregunta —pensaba— 
(•■••.i liuecrme caer en pecado; él quisiera enredarme en el lazo del orgullo y 
•l. I.i presunción». 
Nicolás fué enviado a San Ginesio para hacer los estudios de teología 
ln dirección del célebre Ruperto, y más tarde pasó a Macerata
MISA VOTIVA DE DIFUNTOS EN DOMINGO 
UEGO de haber recibido los órdenes sagrados en la colegiata de Santa 
M^ría de Cíngoli de manos de San Bienvenido, obispo de Ósimo, 
Nicolás pasó al monasterio de Valmanente, cerca de Pisa. Henchido 
de radiante y constante devoción, celebró allí todos los días, contra la cos­tumbre 
de aquellos tiempos, el santo sacrificio de la Misa. Estando cele­brando, 
su rostro se inflamaba de fuego divino, y lágrimas de amor manaban 
de sus ojos. Los fieles acudían presurosos a oír su misa, para participar de 
sus oraciones. 
Pero no sólo la Iglesia militante acudía a él para pedir sufragios. Cierta 
noche, oía gemidos y suspiros confusos: «Hermano Nicolás, siervo de Dios» 
apiádate de mí —repetía una voz lastimera. — ¿Quién eres? —inquirió. —Soy 
el alma del Hermano Pelegrino de Ósimo, a quien conociste, y que hoy sufro 
en las llamas del purgatorio. Te lo suplico; di mañana la misa de difuntos 
para librarme de mis penas. — La sangre del Redentor caiga sobre ti; pero 
no puedo acceder a tus deseos. Mañana es domingo y no puedo cambiar el 
oficio del día. Además, esta semana debo presidir en el coro y cantar la 
misa conventual. —Ven, pues, venerable Padre, y ve si puedes rechazar 
tan cruelmente las súplicas de los infortunados que me envían». 
Nicolás fué entonces transportado a la soledad que rodeaba su convento. j 
Una multitud de niños, mujeres y hombres se agitaban como en un mar ] 
de dolores. «¡Piedad! ¡Piedad por los que imploran tu socorro! —exclama­ron 
al verle— . Mañana nos librarías a casi todos de nuestras penas, si qui­sieras 
decir la misa por nosotros». j 
El religioso fué presa de tal compasión, que volvió en sí. Inmediata- ; 
mente se postra de rodillas, dirige al Señor fervientes plegarias y vierte 
abundantes lágrimas por el alivio de las almas del purgatorio. A la mañana ' 
siguiente manifiesta a su superior las instancias que la Iglesia purgante le 
ha hecho y obtiene fácilmente ser relevado de todo cargo. De ese modo, 
durante toda la semana consagra sus misas, oraciones y penitencias por el 
rescate de los difuntos. El último día, el alma del Hermano Pelegrino vino 
a darle las gracias por haberle abierto el cielo, así como a un gran número i 
de sus compañeros. } 
Tales fueron las primicias de su apostolado. Disponíase por la mortifica­ción 
a hacerlo más fecundo en lo sucesivo. Nunca dejaba el cilicio; a me­nudo 
añadía un cinturón de hierro, cuyas aceradas puntas penetraban en 
sus carnes, y flagelábase todas las noches con unas disciplinas de acerado» 
garfios, con lo que hacía brotar la sangre de su inocente cuerpo hasta
1^ I. Señor premió la virtud y la santidad de San Nicolás de To- 
Icntino dándole poder para obrar en vida y en muerte muchos 
V ::>undes milagros. Dió vista a los ciegos, dió salud a enfermos 
afligidos de graves dolencias y curó a paralíticos como en 
el caso aquí representado.
quedar casi extenuado. Se impuso la obligación de ayunar cinco días por 
semana y de guardar abstinencia perpetua. 
Ante tan subida santidad) los Superiores de la Orden confiáronle el im­portante 
cargo de maestro de novicios, que desempeñó durante un año y 
con gran satisfacción de todos, en el monasterio de San Elpidio. Posterior­mente 
fué enviado, como predicador, a Ferino, ciudad asentada en lo alto 
de una colina que domina el mar Adriático. Su primo, abad de un monaste­rio 
benedictino sito no lejos de allí, quiso llevarle a su convento, pero Nicolás 
se fué a la iglesia y armóse con el escudo de la oración. «¡Señor! —excla­mó— 
, ¡haz que siempre camine ante t i!» Al momento veinte jóvenes divididos 
en dos coros le rodearon y cantaron por tres veces: «En Tolentino, en To-lentino 
morirás. Persevera en tu vocación, en ella encontrarás la salvación 
eterna». El hombre de Dios comprendió que eran ángeles aquellos a quienes 
había oído. El mismo día, vuelto a Fermo, recibió la orden de trasladarse 
al convento de Tolentino. La mayor parte de los historiadores están acordes 
en señalar que la salida tuvo lugar en 1275. 
AMOR A LA MORTIFICACIÓN. — LOS PANECILLOS 
PA R A prepararse a la muerte que creía le había de llegar pronto en 
Tolentino, Nicolás entró en una vía aun más estrecha: prohibióse et 
uso de la leche, huevos, frutas y pescados; algunas hierbas hervidas 
eran su único alimento. Estas nuevas privaciones hiciéronle contraer una 
enfermedad grave. Su confianza en el médico divino. Nuestro Señor Jesu­cristo, 
hizo que no quisiera la visita de los de la tierra. Sin embargo, sus 
Hermanos, a pesar suyo, hicieron que le visitaran. Los hombres de ciencia 
diagnosticaron que, para recuperar la salud, el enfermo debía comer carne. 
Aquella solución iba en contra de las promesas que el Santo había hecho a 
Dios. Sin embargo, por imponerlo así las circunstancias y de acuerdo con 
la prescripción médica, el superior se lo mandó. Nicolás «prefería tener la 
muerte entre los dientes antes que un trozo de carne»; no obstante, por obe­diencia 
tomó un bocado de ella. 
En otra ocasión estuvo obligado a aceptar una perdiz asada. Ya el co­cinero 
había cortado un trozo, cuando el enfermo levantando los ojos al 
cielo exclamó: «¡Dios mío, vos conocéis mi corazón!» Al momento —refiere 
nno de su contemporáneos— las dos partes de la perdiz se volvieron a 
juntar, cubrióse de plumas su cuerpo, y el ave. recibida la bendición del] 
Padre, se voló del plato y de la habitación a vista de los presentes. Al mismo! 
tiempo, cesó la enfermedad y Nicolás se encontró perfectamente sano. | 
Algún tiempo después de aquello, tuvo otro ataque tan violento, que sel
• ■«•yo a las puertas de la muerte. El temor del juicio de Dios vino a acre-t 
• r su mal. Mas la Santísima Virgen, San Agustín y Santa Mónica, aparecié- 
'd e y le animaron. «N o temas —le dijeron— , tu Salvador te ama y nos­otros 
intercedemos por ti ante Él. La hora de tu muerte no ha llegado aún. 
I nvíu a la granja vecina por un pan del día; remójalo en agua, cómelo y 
ti i-upcrarás la salud». Nicolás obedeció y se levantó lleno de fuerza y 
il> vida, cual si nunca hubiera estado enfermo. 
Kn memoria de este milagro, los religiosos agustinos bendicen panecillos 
rl din de su fiesta. Los que los toman con fe, invocando el nombre de la 
 irjjcn María y el de San Nicolás, se ven a menudo libres de sus males. 
I ii ni liién se hace comer de estos panecillos a los animales para preservarlos 
dr accidentes y epidemias. 
• VANAS TENTATIVAS DEL DEMONIO 
NICOLÁS aprovechó el tiempo que se le daba en este mundo para 
subir con más ardor por el camino de la santidad y dióse con mayor 
ahinco a sus mortificaciones. Para apartarle de estas prácticas salu- 
•l.ililcs, el demonio le sugería el pensamiento de que su género de vida 
••irmlíu a Dios. «Sólo el orgullo te mueve a ello —le decía, transformándose 
• ■i ungel de luz— . Limítate a cumplir la regla común, pues de otro modo 
ii debilitas, te haces inútil al prójimo y eres carga onerosa para tu Orden», 
l ’liis reflexiones sumieron a Nicolás en grandes sufrimientos, pues su solo 
•i. i'ii era conformarse con la voluntad divina. El Señor se compadeció de 
>1 disipó sus temores y le animó a continuar sus mortificaciones. 
A sus trabajos, el hombre de Dios unía oración incesante. Terminadas 
l i Completas, la comunidad se retiraba del coro. Cuando volvía al día si­llón 
ule al romper la aurora, para el canto de Maitines, aun encontraba allí 
* Nicolás en oración. Después del Oficio decía Misa con aquella piedad en- 
■ • ihImLi de que más arriba hemos hecho mención. Entregábase luego a 
■ •lo iis de apostolado ya predicando, ya confesando, o ya dando consejos que 
li i. i iii germinar la virtud en los corazones. Volvía en seguida a su contem-l* 
i.i* Ion. Empero, cierta noche, el demonio le tiró y rompió la lámpara con 
•in* ->■- alumbraba. Sin la menor impaciencia, el hombre de Dios recogió los 
ti ..«o-,, ístos volvieron a soldarse tan íntimamente, que nadie hubiera creído 
ipo tii malicia infernal los hubiese separado. Dos veces más el espíritu de 
kt-i i mirillas renovó su fechoría y otras tantas Nicolás renovó el milagro. 
l nrinsn Satanás, fué a colocarse en el techo de la habitación en donde el 
♦frliitloMi oraba. Para distraerle imitaba alternativamente el ruido de las 
tlii.i más feroces; aparentaba romper las tejas, cortar las vigas y hundir el
monasterio. Pero, todo en vano; Nicolás permaneció invenciblemente unido 
a Dios. Lleno de rabia, el demonio se armó con una maza y abrumó a 
golpes al Santo, le arrastró por el claustro y le dejó cubierto de heridas. 
CARIDAD Y MILAGROS DEL SANTO 
NICOLÁS se levantó, pero quedó cojo. A pesar de este defecto no 
quiso disminuir en nada sus trabajos. Como antes, continuó visitan­do 
a los enfermos y procurándoles los socorros corporales y los es­pirituales; 
y, cuando llegaba su turno, iba humildemente, de puerta en puer­ta, 
pidiendo para el sustento de sus hermanos. 
Un día una pobre mujer le dió un pan entero, diciendo: «Sólo tengo 
harina para hacer otro pan como ése; cuando lo hayamos comido, morire­mos 
». Conmovido por tal caridad, suplicó al Señor renovase, para su bien­hechora, 
el prodigio verificado por el profeta Elias en favor de la viuda de 
Sarepta. Fué escuchado y la generosa mujer encontró en su troj gran can­tidad 
de harina. 
Hacía también en el convento el oficio de hostelero. Recibía a los foras­teros 
como enviados de Dios. Para honrar a Jesucristo, besaban los pies y 
las manos de los que iban a pedir limosna a la puerta del convento. 
Los últimos años del siervo de Dios fueron señalados con milagros nu­merosísimos. 
Una mujer de Tolentino tuvo la desgracia de que su primer hijo mu­riera. 
Fué tal la aflicción que esta pérdida le produjo, que contrajo una 
grave enfermedad, y durante varios años no dió a luz más que hijos muer­tos. 
En su dolor, fué a arrojarse a los pies del Santo anciano. Éste la 
bendijo y, en lo sucesivo, fué madre de numerosa y floreciente prole. 
Otra mujer sufría desde hacía mucho tiempo de los ojos. Los remedios 
de los hombres no habían hecho más que agravar su mal: la habían vuelto 
loca y paralítica. El Santo puso la mano sobre la cabeza de esta desgraciada, 
rezó la oración dominical y quedó al instante curada. 
La señal de la cruz era el remedio que empleaba más a menudo. Un 
joven tuvo la desgracia de caer en el fuego. Cuando le sacaron estaba com­pletamente 
ciego. Nicolás hizo la señal de la cruz sobre sus llagas y el 
infortunado recobró la vista. Del mismo modo curó a un religioso de su 
comunidad, que por una caída contrajo una enfermedad intestinal. 
Entre estas brillantes recompensas, de las que su humildad se alarmaba, 
experimentaba otras más íntimas y de más precio. Nuestro Señor le colma­ba 
de consuelos espirituales. Una noche en que oyera cantar a los ángeles, 
exclamó repetidas veces: «Quisiera morir para vivir con Cristo».
EL TRIUNFO 
NO tardaron en cumplirse sus deseos. Su mal aumentó hasta el punto 
de obligarle a usar muletas. Por fin, hubo de renunciar a todo mo­vimiento 
y permanecer tendido en cama. Sintiendo que su fin se 
ni rrciiha, hizo reunir a la comunidad. 
Hermanos míos —dijo gimiendo— : mi conciencia no me reprocha nada, 
• •• ro eso no quiere decir que yo sea inocente. Si he ofendido a alguno de 
 ■>*<■( ros, le pido humildemente perdón. En cuanto a Vos, Padre Prior, 
iliiiinios absolverme de mis faltas y administrarme los santos sacramentos. 
Durante su agonía, pidió una reliquia de la verdadera Cruz y después 
■ lijo al enfermero: «Repítame a menudo al oído las palabras del Salmista: 
i'Noior, porque habéis roto mis ligaduras, os ofreceré un sacrificio de alaban­t 
e » ; así mi corazón podrá permanecer unido a Dios». 
Oucdó varias horas en éxtasis; después su rostro se iluminó con alegría 
«cilircnutural. «Mi Señor Jesucristo, acompañado de su dulce Madre y de 
inirtlro padre San Agustín —dijo— , me convida a entrar en el gozo de mi 
Ihoi»; y, juntando las manos, miró nuevamente a la cruz y exclamó: «Padre 
■•no, en tus manos encomiendo mi espíritu»; y expiró. Era el sábado 10 de 
*■ plii-inhre de 1306. 
I'.ugcnio IV le inscribió en el Catálogo de los Santos el 1.° de febrero 
>l< 1 (Ui. Las fiestas de su canonización se celebraron con gran pompa el 
i* «Ir junio siguiente, y Sixto V le incluyó en el Martirologio en 1585. 
SANTORAL 
i.i.itnf Nicolás de Tolentino, confesor; Hilario, papa; Teodardo, obispo de Lieja. 
mártir; Pedro de Mezonzo o Mesonzo, obispo de Santiago de Compos-tela; 
Salvio, obispo de Albi, y Agapito, de Novara Finano, Finián 
0 Winin, obispo en Irlanda; Nemesiano, Lucio, dos Félix, Liteo, Poliano, 
Víctor, Jaderes y Dativo, obispos, mártires en África durante la octava 
persecución Sóstenes y Víctor, mártires en Calcedonia; Oglero, misionero 
«■II Bélgica y Holanda junto con San Plequelmo y San Wiron; Catulo, V a­lentín, 
Paulino, Silviano, Alejandro, Euplio, Apelio, Lucas y Clemente, 
mártires. Beatos Francisco de Morales (véase en 1.° de junio), Tomás Zu-m/ 
irraga, Alfonso de Mena, José de San Jacinto y Jacinto Orfanel, domini­os, 
Apolinar Franco, Pedro de Ávila y Vicente de San José, franciscanos, 
« arlos Spínola y compañeros, mártires en el Japón; Sebastián de Sevilla, 
1 armelita. Santas Pulquería, emperatriz bizantina; Edilburga, hija de San 
l ililberto y esposa de San Eduíno, rey de Northumberland, en Inglaterra; 
Mmodora, Metrodora y Ninfodora, mártires en Bitinia.
Celestial protectora y proveedora Emblemas de su vida santa 
DI A 11 DE S E P T I EMB R E 
BTO BUENAVENTURA DE BARCELONA 
RE FORMADOR FRANCISCANO (1620-1684) 
VINO al mundo en Riudoms, pueblecito de Cataluña, cerca de Tarra­gona, 
a 24 de noviembre del año 1620. Eran sus padres pobres 
labradores, pero muy temerosos de Dios. Llamáronle Miguel Bau­tista, 
nombre que mudó más adelante en el convento por el de 
llucnaventura. A l paso que crecía en la edad, sus piadosos padres le ense­naban 
las grandes verdades de nuestra fe, y excitaban en su corazón vivos 
H'iitimientos de amor a Dios, al par que una tierna y filial devoción a la 
Virgen María. 
Frecuentó algunos años la escuela del pueblo; después, empleáronle sus 
padres en las penosas labores del campo. No obstante sus muchas ocupa­ciones, 
el piadoso mancebo hallaba tiempo bastante para cumplir fielmente 
lus ejercicios devotos que se había impuesto para cada día. Antes y después 
de la cotidiana tarea, solía entrar en la iglesia a visitar al Señor sacramen­tado, 
y muchas veces, sobre todo en la víspera de las fiestas principales, per­manecía 
en oración ante el Santísimo toda la noche. 
Ya en su juventud hubiera deseado Miguel entregarse de todo en todo 
al Señor en la vida religiosa; pero tales razones alegó su virtuoso padre
para disuadirle, que el Beato se convenció de que Dios le quería todavía en 
el siglo. Casóse con una doncella muy virtuosa; pero el día de la boda, des­pués 
de la ceremonia religiosa, se quedó en la iglesia por espacio de largas 
horas, de suerte que cuando fueron a buscarle, le hallaron totalmente absor­to 
en altísima contemplación, y fué menester hacerle volver en sí. 
Ambos esposos determinaron vivir como hermanos guardando virginidad 
perfecta, y así lo hicieron con la gracia de Dios. A los dieciséis meses de 
matrimonio, murió la virtuosa compañera de Miguel; antes de morir declaró 
formalmente a su madre, que el Señor le había otorgado la insigne merced 
de guardar intacta la azucena de su virginidad. 
LEGO FRANCISCANO 
ROTOS ya los lazos que le tenían atado al siglo, partió Miguel de casa 
con licencia de sus padres, y fué a llamar a las puertas del convento 
franciscano de San Miguel de Escomalbou. Echóse a los pies del 
Padre provincial y suplicóle con lágrimas que le admitiese como fraile con­verso. 
Negóse a ello el buen Padre, alegando falta de salud y estudios. 
Díjole entonces el Beato: «Razón tenéis de despedirme; pero al fin y al 
cabo menester será cumplir lo que el Señor ha determinado». Viendo el Su­perior 
la constancia de Miguel, admitióle en el convento, donde tomó el 
hábito el día 14 de julio, fiesta de San Buenaventura, cuyo nombre quiso 
llevar para merecer la protección del seráfico Doctor franciscano. 
Recién entrado en la religión, dió muestras del celo con que se proponía 
observar la pobreza de la Orden. A l hallar en el bolsillo cierta' moneda que 
guardaba sin advertirlo, la tiró por la ventana tan lejos como pudo, excla­mando: 
«Maldígame Dios si en los días que me quedan de vida llego a 
apropiarme semejante moneda». 
El fervor de los principios no se desmintió en todo el tiempo de su novi­ciado. 
Tanto sus compañeros como los religiosos antiguos le miraban como 
a modelo. Al año exacto de probación, profesó con los votos religiosos. 
CELO APOSTÓLICO. — PERSECUCIONES DEL DIABLO 
LOS superiores eligieron a fray Buenaventura para que, en compañía de 
otros religiosos fuese a fundar en Mora un convento de la Reforma 
franciscana. En esta nueva residencia llevó el Beato vida todavía 
más devota y mortificada, a pesar del mucho trabajo que suele acarrear una 
nueva fundación. Por sus cargos de limosnero y cocinero, tenía trato conti­nuo 
con el mundo, pero sabía enderezarlo todo a la mayor gloria de Dios.
Lo que más le afligía era ver que la lepra del libertinaje se cebaba en 
imlil.ii'iones fieles hasta entonces a su fe y de sanas costumbres. Llegábales 
■ I contagio de los ejércitos franceses que ocuparon a Cataluña en el último 
i» mulo de la guerra de los Treinta Años. 
Aunque mero fraile converso, llevado de celo ardiente, presentábase sin 
ti mor en medio de los mundanos concursos y saraos, y con sus palabras 
l riiln ni sendero del bien a los extraviados y trocaba en Magdalenas a las 
iniiyorcs pecadoras. 
<jisi todos los soldados franceses eran calvinistas. Fray Buenaventura 
Intentó convertirlos, y tuvo la dicha de traer a muchos de ellos al gremio de 
lu Iglesia Católica. Notable fué la conversión de uno de los principales jefes 
• le iiqucl ejército. Cierto día se llegó a él fray Buenaventura en ademán de 
ludirle limosna. El oficial mandó a su ordenanza que le diese algo. 
— No es esa limosna la que te pido —exclamó el siervo de Dios. 
—¿Pues qué quieres? —preguntó el hereje. 
—La limosna que deseo no es para el convento —repuso el fraile— , sino 
pura la salvación de tu alma. 
No se enojó el oficial con las palabras del Beato; antes, habiendo hasta 
entonces mostrádose rebelde a todas las exhortaciones, ahora oyó los con- 
«rjos de fray Buenaventura con docilidad y mansedumbre y , movido de la 
gracia, abjuró la herejía al poco tiempo. 
Con malos ojos veía el demonio escapársele tantas almas que creía po- 
»eer para siempre. Para vengarse del santo fraile, empezó a aparecérsele de 
noche en figuras espantosas, amenazándole, persiguiéndole y dándole recios 
itolpcs y toda suerte de malos tratos. Pero Buenaventura, confiando en el 
Señor y escudándose en su fe, menospreciaba la violencia del infierno em-liruvecido. 
«Nada podrás contra mí, maligno espíritu, porque Dios me ampa-t< 
i y defiende», solía decirle al demonio. Con hacer entonces la señal de la 
milita Cruz e invocar los sagrados nombres de Jesús y María, ahuyentaba 
ul punto a los espíritus infernales. 
ÉXTASIS Y MILAGROS 
i D• f i r j E aquellas violentas persecuciones del infierno, solía consolar el Señor 
a Buenaventura con mercedes y dones realmente admirables. 
Yendo un día de camino, paróse a hablar con algunos amigos y, 
■ n la conversación, vinieron a tratar de las glorias de la Virgen María. De 
ii pente apareció el Beato cercado de extraordinario resplandor; alzóse en el 
«iré y recorrió unos cien pasos gritando con toda su fuerza: 
—¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima! ¡Viva i. — v la Virgen Santísima!
Un hecho más maravilloso todavia ocurrió un día de fiesta en la iglesia 
del convento, donde por mandato del superior explicaba la doctrina a los j 
niños. Mientras hablaba con fervor de los misterios de nuestra fe, miró un | 
instante a un cuadro de la Inmaculada colocado en el altar mayor. Lo mismo . 
fué verlo que lanzarse disparado como una flecha por el aire hasta besar 
con sus labios el purísimo rostro de la Virgen. Los niños empezaron a gritar 
asustados: acudieron los frailes y muchísimas personas vecinas de la iglesia, 
y todos contemplaron admirados aquel éxtasis maravilloso, hasta que el 
Padre Superior, para acabar con aquel tumulto y alboroto de la gente, man­dó 
al Beato que bajase. Al punto obedeció Buenaventura; pero extrañado 
y corrido a vista de la muchedumbre, se retiró a su celda para no oír las 
voces del pueblo, que le aclamaba ya como a santo. 
Favorecióle asimismo el Señor con el don de milagros. Siendo cocinero, 
dejó un día la comida en el fogón, y se fué a la iglesia a hacer una visita 
corta. Pero, estando allí, quedó arrobado en éxtasis, y se olvidó totalmente 
de las ollas y del fogón. Entretanto, la comida de la comunidad quedó del ‘ 
todo quemada y echada a perder. 
—¿Qué hacéis, fray Buenaventura? — díjole el hermano compañero, antes 
de tocar a comer— ; la comida está totalmente quemada, y así tendrán que 
contentarse hoy los frailes con pan y agua. 
—No tema, hermano — repuso humildemente el siervo de Dios— , todo 
se arreglará. Toque a comer como de costumbre, y el Señor proveerá al 
sustento de sus siervos. 
Fué a tocar el compañero, riéndose para sus adentros de la ingenuidad 
de fray Buenaventura. Pero, ¡cosa maravillosa!, llevaron al comedor aquello* 
alimentos carbonizados, y los frailes los hallaron tan exquisitos y en su 
punto, que declararon no haberlos comido nunca tan sabrosos. 
Otro día, recibió el Beato dos hermosos peces para la comida de los 
frailes. Ausentóse unos instantes, y al volver no halló sino las espinas. 
Habían sido los culpables los gatitos del convento. Buenaventura los llamó 
a todos sin enfadarse y, tomando mansamente en sus rodillas al más viejo, 
le echó un sermoncillo de encantadora sencillez: «¡A h goloso! — le dijo—; tú 
que eres el más viejo y deberías dar buen ejemplo a los gatitos, tus compa­ñeros, 
les enseñas a robar y comerse el pescado de los pobres franciscanos. 
Mira, no tengo más remedio que castigarte delante de todos tus compañeros 
para que escarmienten.» Diciendo esto, dióle unos golpecitos con la mano, 
pero con tanta suavidad, que más parecían caricias. Hallábase entonces en 
la cocina un tal Salmerón; al ver aquella escena, no pudo menos de reírse 
a carcajada limpia. Pero aquella risa se trocó en admiración, cuando al 
mirar al plato, vió, en lugar de las raspas, otros dos peces tan grandes y 
hermosos como los de antes.
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CON mano pródiga y con ilimitada confianza en la Providen­cia, 
el Beato Buenaventura de Barcelona reparte a los nece- 
'ihulos el pan preparado para la refección de la comunidad. « Señor 
ilu c— , yo proveo a las necesidades de los pobres, proveed Vos. 
a las de los religiosos.»
Una señora, llamada Isabel Vila, criaba gusanos de seda; pero llegó a 
faltarle hoja de morera, con lo que temió perder el fruto de su labor. 
Acudió a fray Buenaventura, y el Beato fué con ella a ver de qué se trataba. 
Ante aquellos gusanillos muertos de hambre que levantaban sus cabecitas 
como pidiendo el sustento de que habían menester, dijo a la señora: 
—No os aflijáis, doña Isabel; estos minúsculos hermanitos nuestros están 
ahora alabando al Señor. 
Y , mirando a los gusanitos, les dijo: 
— Vaya, hermanos gusanos, puesto que ya no hay hojas que comer, 
haced vuestros capullos. 
No en balde les dijo el Beato estas palabras; porque la misma noche 
hicieron capullos tan grandes y de tan excelente calidad, que la señora* 
logró beneficio mayor que si la hoja no hubiera faltado. 
Salió cierto día a pedir limosna, y advirtió de pronto que el Ebro¡ 
arrastraba a una mujer con su borriquillo. Y a estaban a punto de perecer 
ahogados, cuando Buenaventura se fué a ellos andando sobre las aguas, 
y los trajo a la orilla. 
— ¡Prodigio, prodigio! —empezaron a gritar los transeúntes. 
— ¿A esto llamáis prodigio? — les dijo el Beato; y cándidamente añadió—I 
La prueba de que no es un milagro, es que todos podéis hacer lo mismo 
si tenéis fe 
EN EL CONVENTO DE TARRASA 
PARECIÓLE nada al humildísimo Buenaventura cuanto hasta entonce*] 
había hecho en la religión. Pensó reformar su vida, y para ello no 
vió mejor camino que fundar un convento donde se observase rigu­rosamente 
la primitiva regla de San Francisco. Un día estaba el Beato 
suplicando a la Virgen María que le diese a conocer cuál era la voluntad 
divina. Apareciósele entonces la Reina del cielo y le dijo: 
—Buscas, hijo, cómo fundar un convento de la perfecta observancia, 
Y o te lo diré. Parte para Roma. Allí quiere Dios fundar por tu medio un 
Instituto más austero. 
Aquel mismo día se le apareció Nuestro Señor, y le volvió a decir qu* 
partiese para Roma, donde podría llevar a efecto la reforma. 
Manifestó Buenaventura a sus Superiores la orden celestial y, como era 
modelo de obediencia, aguardó con ánimo sosegado que le llegase licenei^ 
de embarcarse para Italia. Mucho costó al padre Provincial darle el permúoi 
porque no quería perder un fraile tan virtuoso; y así, en vez de dejarle if 
a Roma, envióle como limosnero al convento de Tarrasa.
<|iií tuvo ocasión de desplegar todo su celo. Llegóse cierto día hasta 
• I puerto de la cercana ciudad de Barcelona. Entró en una galera y, al ver 
’■ lo» cautivos moros que hacían de remeros, movióse a compasión. Empezó 
.i li.Hilarles, y lo hizo con tanta mansedumbre y caridad, que todos ellos, 
. idos y persuadidos con las palabras de Buenaventura, acabaron pidiendo 
• I liuiitismo. 
I'¡intímente, diéronle licencia para embarcarse. Pronto cundió la noticia 
l*ni larrasa y sus alrededores, con lo que se afligieron sobremanera todas 
•itpiellas gentes. Llegó el día del embarco, y entonces se vió claramente 
■ minio apreciaban todos al humilde fraile limosnero; porque al llegar al 
puerto, fué tal la aglomeración de gente que cercó a fray Buenaventura, 
•pie no podía dar un paso. Esta demostración popular le conmovió viva­mente. 
«Hermanos míos —les dijo al fin— , si no fuera porque así lo quiere 
• I Señor, nunca me separaría de vosotros. Ofrezcámosle todos el sacrificio 
*1* nuestra propia voluntad». Diciendo esto, se levantó en el aire, donde 
permaneció suspendido una hora entera a vista de la gente. 
Kntendieron con este prodigio que no debían oponerse más tiempo a 
■ pie se embarcase el siervo de Dios y, en cuanto hubo bajado al suelo, se 
npiirtaron y le dejaron libre el paso. En medio de las lágrimas y gemidos 
ili los presentes, entró Buenaventura en un navio que se hacía a la vela 
i o n rumbo a Italia. 
REFORMADOR Y APÓSTOL. — SU MUERTE 
A punto estuvo el navio de caer en manos de los holandeses, enemigos 
entonces de España. El Beato lo salvó milagrosamente, porque con el 
Santo Cristo en la mano gritó a los perseguidores que se acercaban: 
I Meneos, enemigos de nuestra fe, y no os acerquéis más. 
Al punto se levantó un viento huracanado que barrió lejos los cuatro 
iii.iiules veleros holandeses, y empujó al navio español hacia las costas 
li.ili.mas. También sosegó una furiosa tempestad con sólo una palabra. 
Desembarcó en Génova, y prosiguió a pie hasta Roma, pasando por Lore-iii 
v Asís. Hospedóse primero en el convento de Ara Cceli, donde permaneció 
■luí meses. De allí pasó al de San Mauricio, con el cargo de limosnero. Pero, 
•i poeo de llegar, se ganó de tal manera el aprecio de las gentes, que en 
impil acudían a verle al convento, lo que determinó a los Superiores a en-tl. 
irle a Capránica. Aquí premió el Señor la obediencia de su siervo, permi- 
H i i k Io que la sagrada Hostia volase de los dedos del sacerdote a los labios 
•lil liento después del Dómine non sum dignus. 
I n noticia de este milagro llegó hasta Roma. L o s . cardenales Facchinetti
y Francisco Barberini — este último protector de la Orden— , con intento de 
asegurarse del hecho y estudiar de cerca el espíritu del Beato, le hicieron 
ir al convento de San Isidoro, del que fué cocinero. Los dos príncipes de la 
Iglesia acudieron a verle, hablaron con él largo rato y quedaron conven­cidos 
de la eminente santidad del humilde lego franciscano. A menudo iban 
a verle o le llamaban a palacio. Estas amistades fueron de gran provecho 
a Buenaventura para llevar a efecto la anhelada Reforma. 
Merced a la intervención de tan poderosos protectores, tuvo el humilde ' 
fraile una larga entrevista con el Sumo Pontífice Alejandro V II, el cual, ¡ 
maravillado de que un hermano lego le hablase con elocuencia tan extra­ordinaria, 
encargó al cardenal Barberini que apresurase la ejecución de aque­lla 
empresa. 
El cardenal llamó a Buenaventura. Díjole que redactase una súplica a 
la Congregación de Obispos y Regulares, y el mismo prelado la presentó 
a los Padres, los cuales la aprobaron a una voz. La fundación de la Reforma 
la sancionó Alejandro V I I a 8 de marzo de 1662, y el Capítulo provincial 
franciscano celebrado en Roma aquel mismo año, cedió al Beato y a sus 
compañeros el convento de Santa María de las Gracias, sito en Ponticelli. 
Quince religiosos, entre Padres y Hermanos legos, acudieron al primer 
llamamiento de fray Buenaventura. Su vida fué copia de la del santo Fun­dador: 
ni almacenaban provisiones, ni aceptaban estipendios por la predica-, 
ción, misas u otros ejercicios del santo ministerio, y contentábanse con lo 
que la Providencia les enviaba por mano de los bienhechores. 
Buenaventura no aceptó el cargo de Superior, sino por imposición d e l, 
cardenal Barberini; y por cierto que lo ejerció con vigilancia, prudencia y 
caridad tales, que todos se hacían lenguas ensalzando las virtudes de su 
amado Guardián. 
—¿Dónde habéis estudiado, fray Buenaventura? —preguntóle cierto día 
un Hermano. 
—En las llagas de Jesucristo —le contestó el Beato. 
Tanto prosperó la Reforma, que fué menester fundar otros convento* 
para recibir a los muchos que deseaban entrar en ella. El más famoso fui 
el de Roma, en el Palatino, llamado Convento de San Buenaventura, 
fundado el 8 de diciembre de 1677 con veinticinco frailes. 
Durante su estancia en Roma fué este santo y humilde religioso otro San* 
Felipe Neri. Solía enviar a los Padres a dar misiones en todas las iglesias de 
la ciudad y parroquias vecinas. Enseñaba la doctrina a los niños en el portal 
del Convento; visitaba a los enfermos en los hospitales, y a muchos lo* 
curaba milagrosamente con sólo rezar por ellos. Por eso, cuando alguien 
caía enfermo, solían decir: «Llamemos a fray Buenaventura», y tambiéni 
«Llevémosle a fray Buenaventura».
V.;rud:íbale sobremanera el dar limosna a los pobres. Quería que cada 
h i .<i i >i i i i i se les repartiese abundante sopa; cuando los mendigos eran más 
"ii'iirrosos, las provisiones se multiplicaban milagrosamente en las manos 
l llmto. Cierto día que volvía al convento llevando a cuestas el pan de la 
. ••mnnidad, vióse cercado de tantos pobres que se le llevaron todo el pan. 
Señor — dijo entonces fray Buenaventura— , así como yo atiendo a las 
i • -'¡dudes de vuestros pobres. Vos proveeréis a las de mis frailes. 
 usí fué; porque al llegar al convento, el cesto se halló lleno de tanto 
i mejor pan que antes. 
Al conde Tomás Barberini, le predijo que tendría pronto un heredero, 
........ así sucedió el mismo año; y al cardenal Francisco Barberini le libró 
•l< (¡ruvísimo peligro, porque a pesar de cierta prohibición, entró el Beato 
• <1 uposento del prelado y, para despedirse, acompañóle el cardenal hasta 
l‘i iMicrta de palacio; y no bien habían salido del aposento, derrumbóse el 
(••luí del mismo estrepitosamente. 
■ legó el Beato a la edad de sesenta y cuatro años. Previendo ya su 
'• • •■Mino fin, solía repetir amorosamente: «¡Paraíso, paraíso!» A 15 de agosto 
il- l()H4, sobrevínole recia calentura. Los médicos esperaban vencerla, pero 
llin iiiivcntura aseguraba que no sanaría. El día 11 de septiembre recibió 
■mulos Sacramentos con admirable devoción, bendijo a los Frailes, y fué 
• m i lutado al éxtasis eterno de la vida perdurable. 
I' I Sumo Pontífice Pío X beatificó a fray Buenaventura de Barcelona, 
m Id de junio del año 1906. 
SANTORAL 
¡'roto y Jacinto, mártires; Paciente, arzobispo de Lyón, y Marcelo, de 
l ’uy; Emiliano, obispo de Vercelli, en Italia, Pafnucio el Grande, obispo 
• I*- la Tebaida; Bodón, hermano de Santa Salaberga, y obispo de Toul 
ililfo, nieto de San Romaneo, abad; Diodoro, Diomedes y Dídimo, 
in/irtires en Laodicea; Vicente, abad en el Franco Condado, martirizado 
I■■ •! los arríanos; Martín de Aguirre de la Ascensión, mártir en el Japón; 
Mmiro, solitario. Beatos Buenaventura de Barcelona, confesor; Ambrosio 
I i inández, jesuíta, mártir. Santas María de la Cabeza, esposa de San 
i miro labrador; Teodora Alejandrina, penitente. Venerable Juana María 
i lii /.ard, fundadora de la Congregación del Verbo Encamado. La trasla- 
■ mii de San Segundo, obispo de Avila.
Madre y protectora de los pobres Medalla de Clemente V III 
D I A 12 DE S E P T I E M 5 R E 
UTA. M.A VICTORIA FORNARI 
VIUDA. FUNDADORA DE LAS ANUNCIADAS CELESTES 
(1562-1617) 
LA ciudad de Génova vió nacer en el siglo X V a Santa Catalina, que 
fué verdadero prodigio de amor divino. En el siglo X V I, y precisa­mente 
cuando el protestantismo llevaba por toda Europa con furor 
sus estragos, nació en la misma ciudad otra sierva de Dios, no 
un mis ¡lustre, cuyos despojos mortales se conservan intactos, como los de 
mi (¡Inriosa paisana. 
I.os padres de Victoria, Jerónimo Fornari y Bárbara Venerosa, ricos 
■ n bienes temporales, eran más recomendables por sus virtudes que por su 
niililr/.a. y legaron a sus hijos rica herencia de fe y de piedad; empero, 
li lnria se distinguió entre todos. Su tierna devoción, su natural apacible 
i tranquilo, y una muy señalada inclinación a las obras de caridad, le 
tlmiijcaron pronto el amor de todos. 
IK-sde temprana edad mostró Victoria la confianza que tenía en la ora-iiiin. 
Fué durante toda su juventud modelo de oración, de virtud y de 
•lin ilu-ncia a sus padres. Frisaba en los diecisiete años, cuando, por obedecer 
■i mi padre y a su madre, se casó con un noble genovés, Ángel Strata, de 
i'uiiit'liT bondadoso y pacífico, que era en un todo semejante al suyo.
Pronto vieron ambos esposos alegrarse su hogar con numerosos hijos; 
jamás hubo familia más feliz; al llegar al mundo, el recién nacido era 
ofrecido a Dios y a la Santísima Virgen por su piadosa madre. A Ángel 
Strata le sonreía el porvenir lleno de esperanzas. En cuanto a Victoria, 
no conocía en este mundo más que a Dios, a su marido, a sus hijos y a 
los pobres. Aun en medio de los trabajos y contratiempos inherentes a su 
estado, sentíase cada vez más y más en posesión del amor divino que se los 
hacía soportar con valentía. Dicha tan pura no había de prolongarse. 
MUERTE DE SU ESPOSO 
EL treinta de noviembre de 1587, falleció Ángel Strata de súbita enfer­medad. 
Murió como un santo. Victoria sintió vivamente la muerte 
de su esposo. Contaba entonces veinticinco años, y llevaba ocho de 
casada en completa felicidad, era madre de cinco niños y estaba a punto 
de dar a luz el sexto. Después de haber rehusado todo consuelo humano, 
Victoria acudió a la que ya le había concedido tantas gracias: a María, 
consoladora de los afligidos. Postrada de hinojos ante un cuadro de la 
Madre de Dios que tenía en su habitación, conjuró con lágrimas a la gloriosa 
Virgen que la amparase a ella y a sus hijos. ¡Cuál no fué su alegría —como 
ella misma escribió más tarde— al ver animarse repentinamente la imagen!; 
tendióle María los brazos y le dirigió estas consoladoras palabras: «Victoria, 
hija mía, ten buen ánimo y no temas, pues es mi voluntad recibiros a ti 
y a tus hijos bajo mi protección. Vive feliz y sin cuidado alguno. No quiero 
de ti más que una cosa: que, confiando en mí en todo, no perdones medio 
alguno en lo sucesivo para amar a Dios sobre todas las cosas.» 
VIDA MORTIFICADA. — LA MADRE DE LOS POBRES 
ESTA maravilla inesperada y extraordinaria transformó a Victoria; la 
resignación sucedió a la tristeza. Hizo entonces el voto de castidad 
perpetua al que añadió el de no llevar en sus vestidos ni oro, ni seda, 
ni telas preciosas, y rompió con el mundo y sus exigencias. 
Por esta época fué presentada Victoria por piadosas amigas de su madre 
a un santo religioso que residía en Génova y gozaba de gran reputación de 
santidad: el Padre Bemardino Zanoni, jesuíta, que fué para la joven viuda 
un director bondadoso, prudente e ilustrado. 
Victoria le confió dos deseos muy secretos que tenía: que sus hijos 
obtuviesen la dicha de ser religiosos, y que ella misma fundase una Orden
'•uru religiosas. El Padre Zanoni, dejando al porvenir el cuidado de justi-lli'iir 
estos presentimientos, sólo se ocupó, y con motivo, del momento 
|ii<-iH-iite. Victoria entre tanto se mortificaba más y más, luchaba consigo 
HtUinu, se humillaba y se desprendía de todo: los ayunos, las vigilias, las 
penitencias y disciplinas le eran familiares; en cambio, las tentaciones inte-i 
lores y exteriores y las astucias del demonio se estrellaban ante su deter­minación 
de amar a Dios y servirle. 
Los pobres y desgraciados hallaban en ella un apoyo poderoso, y su 
euridud se multiplicaba con la generosidad propia de su gran corazón. Vióse 
m estu noble dama ir, pobremente vestida, a los más ricos palacios de Ge­nova 
a pedir limosna para los más necesitados, y soportar con alegría infi­nitos 
desaires. Recogió en su propia casa enfermos abandonados que ella 
mi-una cuidaba, consolaba y ayudaba a bien morir; no escatimaba ni gastos 
ni diligencia alguna para sacar del vicio a los desgraciados que en él se 
Imllaban anegados; hasta a los esclavos turcos que deambulaban por las 
miles de Génova vendiendo baratijas les insinuaba e incitaba blandamente 
n que se bautizaran. ' 
Así preparaba Dios a la futura fundadora. 
FUNDACIÓN DE LAS ANUNCIADAS CELESTES 
DIECISÉIS años hacía que Victoria llevaba en su viudedad vida de 
santa: cuatro de sus hijos habían abrazado la vida religiosa y el 
quinto no había de tardar en seguir a sus hermanos mayores. 
■‘ I último nacido, Alejandro, había muerto a los diez años, favorecido en 
mi lecho de muerte con apariciones celestiales. En medio de atroces tor­mentos, 
el angelito había dado muestras de heroica resignación; sin que 
luniás se le oyera exhalar la menor queja y sin que nunca desapareciera de 
•n« labios una admirable sonrisa que a todos encantaba y conmovía. Pero 
liubíti ido cubriéndose de úlceras y el desenlace no podía tardar. Cuando 
llegó, quiso el niño recibir por vez postrera la Divina Eucaristía y vió cómo 
neninpañando al Señor, multitud de ángeles vinieron a visitarle. Transfigu-míhc 
su semblante, iluminóse su frente y con voz suavísima dijo a su madre: 
-Mira cómo viene a verme la Reina del Cielo, la Virgen Santísima que 
tuntas veces me has dado por protectora. Aquí está con infinidad de ángeles 
i|tu- me van a llevar al paraíso. 
Y al decirlo cruzó los brazos sobre el pecho y emprendió el vuelo 
« la gloria. 
Sólo faltaba a Victoria para realizar su proyecto, fundar un monasterio 
ile religiosas en honor del misterio de la Anunciación de la Santísima Virgen.
El Padre Zanoni animó a su penitertte y se ofreció a ayudarla con todo su 
poder. A pesar de la primera negativa del arzobispo de Genova, Monseñor 
Horacio Spínola, no se desalentó Victoria; y poco después, tras nuevas 
instancias, obtuvo el consentimiento del prelado. Tres penitentes del Padre 
Zanoni, formadas en una vida de (fervorosa piedad por su santo director, 
determinaron seguir a Victoria en su retiro. Todavía les envió la Provi­dencia 
una postulanta de alto valor en la persona de Vicenta Lameilini que, 
de común acuerdo con su marido Esteban Centuriani, dejaba el mundo 
por el claustro, y llevaba a la naciente Orden una virtud a toda prueba y 
cuantiosa fortuna. La entrevista de Victoria y Vicenta fué de las más con­movedoras, 
y la fundadora no pudo menífs de admirar cómo Dios le asegu­raba 
su protección. 
El Padre Zanoni fué el encargado de redactar las Constituciones de las 
Anunciadas; las sometió al examen detenido del arzobispo de Genova, quien 
las aprobó. Finalmente, la sanción del Sumo Pontífice llevó a su colmo 
tantos favores. El 15 de marzo de 1604, el papa Clemente V IH autorizó 
la erección del nuevo monasterio bajo el título de la Anunciada y según la 
Regla de San Agustín. El 19 de junio de 1604, Victoria y sus compañeras 
tomaron posesión del convento, situado en la colina del castillo, y el 5 de 
agosto del mismo año, el arzobispo les dió el santo hábito y nombró a 
Victoria Superiora de la nueva Orden. 
No tardó la Santísima Virgen en dar a sus humildes siervas una señal 
manifiesta de su protección. Los principios de esta Orden, con tantas penas 
fundada, fueron bendecidos visiblemente por Dios. Pronto, sin embargo, fué 
amenazada su existencia por el que hasta entonces había sido su insigne 
bienhechor. Después de la muerte Je su digna esposa, a la que había per­mitido 
hacerse religiosa de las Anunciadas, Esteban Centuriani persuadió a 
las nuevas monjas que no tendrían seguridad en el porvenir si no se unían 
con una Orden antigua de probado vigor: con las Carmelitas, por ejemplo. 
La mayor parte de las Anunciadas, inconscientemente por cierto, aviniéronse 
a este querer y redactaron una carta que, providencialmente, cayó en manos 
de la Superiora, ignorante hasta eiitonces del asunto. 
Esta noticia fué terrible. María Victoria comprendió en seguida todo su 
alcance. Sin vacilar un momento, íunque transida de dolor y con lágrimas 
en los ojos, fué a la sala donde s¿ habían dado las firmas y, allí mismo, 
postróse de hinojos ante un cuadro de la Sagrada Familia y contó a la San- ' 
tísima Virgen todas sus angustias. De repente se llenó su alma de aliento , 
y de consuelo; vió cómo la Madre ce Dios dirigía sus miradas benditas sobre | 
ella y oyó distintamente estas palabras: «¿Qué temes, Victoria? ¿Por qué j 
te quejas tan amargamente? Este monasterio es mío; yo lo he formado y I 
yo lo guardaré. No lo dudes, todo irá bien. Soy y seré madre de todas las j
ESTANDO un hijo de la Beata María Victoria para exhalar el 
último suspiro, se le aparece la Santísima Virgen y, con los 
brazos abiertos, le llama, cariñosa, como dándole a entender que ha 
de morir sin cuidado ni temor ninguno, porque Ella misma quiere 
llevarle a la gloria eterna.
religiosas de esta casa y protectora de toda la Orden para que mi Hijo sea 
en ella perfectamente honrado.» 
María Victoria se levantó grandemente consolada. Sus hijas, que no 
supieron sino más tarde la revelación con que había sido favorecida, se 
apresuraron a pedirle perdón y, con ellas, lo solicitó también Esteban Cen-turiani. 
Aquel día, 16 de junio, dejó memoria en la Orden y se celebra 
cada año con un fiesta intitulada «Protección de la Santísima Virgen». 
Desde entonces, gracias señaladas y numerosas han recompensado siempre 
la fe de cuantos se han postrado ante el cuadro milagroso, del cual posee 
cada Convento una copia fiel. 
Una vez pasada la prueba, la pequeña y fervdfosa comunidad reanudó 
la vida religiosa con nuevo ardor. El número de novicias y profesas aumentó 
rápidamente y la virtuosa fundadora tuvo la dicha de comprobar los pro­gresos 
que hacía la obra de Dios, de la que había sido humilde instrumento. 
La imagen venerada ante la cual nuestra Beata había obtenido tantas 
gracias y favores, ha concedido innumerables gracias a cuantos se han en­comendado 
a su poder y patrocinio. Recordaremos solamente la curación 
de una epiléptica. Había en un convento una hermana lega que sufría en 
tal forma que, cuando le venían los ataques, ni entre cinco monjas la podían 
sujetar y dominar. La Fundadora y todas las religiosas rogaban incesante­mente 
para obtener su curación sin que sus oraciones la consiguieran, pero 
un día la Beata se postró ante la estatua venerada y, con lágrimas en los 
ojos, dijo a la Santísima Virgen: «¡Oh Virgen compasiva!, ¿hasta cuándo habré 
de esperar para que me atiendas?» Entonces mismo oyó una voz que muy 
claramente le decía que su oración había sido ya atendida; en efecto, desde 
aquel momento la hermana lega no volvió a tener ningún ataque. 
FAVORES SOBRENATURALES. — CARIDAD Y HUMILDAD 
EN el oficio compuesto más tarde en honor de María Victoria al ser 
reconocida oficialmente su santidad por la Iglesia, se lee lo siguiente: 
Brilló entre todas sus Hermanas, por su fortaleza, por su paciencia, 
por la caridad y esplendor de todas las virtudes. Domeñaba su cuerpo con 
ayunos, cilicios y austeridades de todo género. Viósela a menudo arrobada 
en éxtasis y circundada de una luz extraordinaria. Fué favorecida con el 
don de profecía y descubrió el secreto de los corazones con penetración 
admirable. Dios, que es el señor de sus dones, concedía a María Victoria 
gracias en abundancia, y se cuentan varios milagros debidos a su santidad 
y a su fe. Su caridad no conocía límites: desempeñaba alternativamente 
los oficios de médico, de criada y de cocinera; siempre estaba dispuesta a
•"Mlr a los enfermos y a dejar cualquier cosa más cómoda para ella; 
•mi niiinpía sus comidas, el sueño o la tranquilidad de las vigilias por la 
■•oía pequeña necesidad de sus hijas enfermas. Afirma el Padre Spínola 
■i ••>!«' propósito, que sin perturbar por la noche el descanso de las demás 
11> i iniiiius, hacía ir a su celda, cuando era posible, a las Hermanas achacosas 
o i uterinas para cuidarlas con mayor esmero y poder tener con ellas todo 
it> m ro de bondades. 
I .ok seis años últimos de su vida vivió como simple religiosa — tal era 
l.i Kcgla de la Orden— . La priora que la sustituyó no le tuvo siempre las 
•ii< liciones que merecía. Fué humillada muy a menudo. Nuestro Señor era 
■ Mionccs todo su consuelo. «Si se contemplase debidamente la Pasión de 
• ililn —decía ella— , moriría uno de dolor y de amor al instante mismo». 
Su amor no era igualado más que por el ansia que senda de comulgar. 
 dunda en medio de sus achaques, desdeñar todos los sufrimientos para 
iii i-rciirse a la Sagrada Mesa, y su semblante, tan pálido de ordinario, 
• iiccndíasele entonces. Mortificábase aun más por amor de Jesús Sacramen-i. 
ulo; a sus alimentos frugalísimos ponía ajenjo y, durante los últimos años 
■ li mi vida, no comió carne. Se privaba no sólo de oler las flores, sino hasta 
•I, mirarlas. A l profesar hizo el voto de no volver a ver más a sus hijos; 
ln» limaba, no obstante, con ternura, pero el placer demasiado vivo que 
luiliicse experimentado al verlos y abrazarlos, fué uno de los mayores y más 
lnírnosos sacrificios que ofreció al Señor. Así correspondía al amor del que 
linio lo sacrificó por los hombres. 
MUERTE DE LA BEATA 
pesar de tantas pruebas y sacrificios, María Victoria tuvo el consuelo 
de ver desarrollarse y extenderse su Orden de un modo admirable. 
Había conventos de las Anunciadas en Italia y en Francia. La muerte 
■l> lit fundadora debía ser la señal de una extensión todavía más rápida. 
I ll.i, por su parte, deseaba esta muerte con ardor. Habiéndole revelado 
Nmutro Señor que no moriría hasta ver llegar a cuarenta el número de 
• •IIi{Ionus de su casa, límite fijado por las Constituciones, anunció clara-iu. 
ule nii muerte cuando se admitió a la cuadragésima postulante. 
I11 3 de diciembre de 1617, día para ella muy señalado por su devoción 
* Nmi Francisco Javier, comulgó por última vez estando levantada. Al volver 
.i mi aposento, tuvo un violento acceso de fiebre con un gran dolor de 
■ ■••luilo; ella misma declaró que moriría al día décimocuarto de su enfer-mimIikI. 
Y como vinieran varios médicos a cuidarla, decía: «Van a tener 
fnimilta sobre mi enfermedad, pero la sentencia en última instancia está
pronunciada en el cielo y por ella debo morir». El día duodécimo fué tan 
grande la postración, que los médicos la dieron por perdida. Recibió en­tonces 
los últimos sacramentos con grandísima devoción; pidió perdón a 
sus hijas por el mal ejemplo que les hubiera podido dar por sus defectos, 
y las exhortó a la exacta observancia de su Regla. Hizo colocar a sus lados 
una imagen de Jesús crucificado y otra de la Santísima Virgen, para que 
de cualquier lado que mirase tuviese ante su vista las llagas de Nuestro 
Señor o el corazón de la Dolorosa. 
£1 décimocuarto día de su enfermedad no se la podía casi oír una palabra 
y, no obstante, continuaba moviendo siempre los labios. Habiéndole pre­guntado 
la priora qué decía, respondió: «Los Padrenuestros del Oficio», 
queriendo decir que habiéndole conmutado el rezo del Oficio por un cierto 
número de Padrenuestros, desde su enfermedad, procuraba rezarlos. £1 con­fesor 
que la asistía le preguntó si no era importunada por alguna tentación, 
y respondió con un signo negativo de cabeza. Insistió el Padre, incitándola 
para el caso de que viniera alguna, a protestar de corazón de no querer 
jamás ofender a Dios gravemente, y ella, recogiendo su espíritu y aunando 
todas sus fuerzas, contestó: «¡Oh Padre!, ni siquiera venialmente, gracias 
a Él». En fin, teniendo a Dios en su corazón y en los labios los dulces 
nombres de Jesús y de María, aunque con voz medio apagada, lanzó tres 
suspiros y con el último entregó su hermosa alma al divino Esposo. Esto 
sucedía el viernes 15 de diciembre de 1617, hacia las cuatro de la tarde. 
María Victoria contaba entonces cincuenta años de edad. 
MILAGROS. — BEATIFICACIÓN 
CURACIONES de todas clases recompensaron la fe de cuantos acu­dieron 
a la sierva de Dios. Prelados, religiosos y seglares encon­traron 
remedio a sus males al aplicárseles el manto o velo de la 
santa fundadora o con el simple socorro pedido a su intercesión. Sería dema­siado 
largo enumerar aquí los insignes favores recibidos de María Victoria; 
muchas personas dignas de fe han dado testimonio y han proclamado su 
poder y el crédito de que goza en el cielo. 
Tras una difusión maravillosa de la Orden, recibió ésta su coronamiento 
con la beatificación solemne de la santa fundadora. La ceremonia tuvo 
lugar en San Pedro, en el Pontificado de León X I I , el 21 de septiembre 
de 1828. La incorruptibilidad del cuerpo de la Beata ha sido reconocida de 
un modo auténtico repetidas veces. Los peregrinos, a su paso por Génova, 
han podido verlo en perfecto estado de conservación, si no es la boca, algo 
desfigurada por un accidente que sufrió cuando la exhumación.
ESPÍRITU DE LA ORDEN. — ESTADO ACTUAL 
EL espíritu de las Anunciadas celestes es de agradecimiento para con 
Dios y de celo ardiente para con el prójimo. Su fin esencial es dar 
gracias a Dios por el beneficio inmenso de la Encarnación y amar 
ron ardor a la Santísima Virgen, que cooperó de una manera tan íntima a 
rile misterio inefable. Es orden mañana por excelencia, hasta en el vestido 
mismo que es el que según una tradición llevaba la Santísima Virgen en 
Nuzaret. Las Hermanas de coro llevan hábito blanco, escapulario azul, con 
i'inlurón y manto del mismo color. En Italia se las llama «las Celestes». 
Después de haber tenido un magnífico desarrollo en Italia y Francia, 
ln Orden de las Anunciadas celestes, como tantas otras Órdenes, tuvo que 
•ufrir cruelmente los estragos de la Revolución. Actualmente sólo cuenta 
«'luco monasterios. El de Roma fué fundado en 1670 en el monte Esquilmo, 
•rrca de la basílica de Santa María la Mayor, por la munificencia de doña 
Cumila Orsini, viuda del príncipe Marco Antonio Borghese; esta generosa 
liirnhechora entró luego en la Orden con el nombre de María Victoria, por 
ili-vnción a la santa fundadora; sus virtudes la han hecho acreedora al título 
«Ir Venerable. Después de los acontecimientos de 1870, el convento fué 
ooiifiscado por el gobierno italiano y las religiosas tuvieron que buscar un 
milo cerca del Santuario de San Juan ante la Puerta Latina. Aquí, en 
unión con las Hermanas de los monasterios aun existentes, se celebraron 
ni diciembre de 1917 las fiestas del tercer centenario de la muerte de la 
Itmla María Victoria Fornari. 
SANTORAL 
l i D u lc ís im o N om b r e d e M a r ía (ver en el tomo V II, «Festividades del Año L i­túrgico 
», pág. 410). Santos-Albeo, compañero de San Patricio y arzobispo 
de Múnster; Autónomo, obispo de Bitinia, sacrificado, en tiempos de Dio-cleciano, 
mientras decía la santa Misa, Curonoto, obispo de Iconio, mártir; 
Silvino, obispo de Verona; los dos Tobías, padre e hijo; Guido, llamado 
«El pobre de Anderlecht» Macedonio, Teódulo y Taciano, mártires; Hieró-nidrs, 
Leoncio, Serapión, Salesio, Valeriano y Estratón, mártires en Ale­jandría 
bajo el emperador Maximiano; Reverencio, presbítero y confesor. 
Heato Mirón, monje en San Juan de las Abadesas. Santas Buena, virgen; 
Kanswida y Perpetua, vírgenes y abadesas. Beatas María Victoria Fornari, 
fundadora; María, cisterciense, honrada en Arroyo. 
u v
D I A 13 DE S E P T I E M B R E 
SAN MAURI L IO 
OBISPO Y CONFESOR (336P-427) 
DESCENDIENTE de una familia senatorial, nació Maurilio en Milán 
(Ita lia ), hacia el año 336. Su padre, en posesión de grandes ri­quezas, 
era gobernador de la Galia Cisalpina. Su madre, mujer 
de rara prudencia, le crió en el santo temor de Dios, apartándo­la 
culi solícito cuidado, de los escollos que hacen naufragar la virtud de 
lu i i ioh jóvenes. 
1‘nrii que la naciente flor abriera sus pétalos a los bienhechores rayos 
••• lii gracia, sólo precisaban el rocío de los santos ejemplos y fraternales 
i i un ¡ns. Y esos ejemplos y esas enseñanzas los recibió con providencial opor-iimiiliiil 
de San Martín. 
Miro exorcista de la Iglesia de Poitiers, el futuro taumaturgo de las 
• nili.ii había pasado a Italia para impugnar la herejía de Arrio, que causaba 
ni in|iirl país horribles estragos. Fundó un monasterio cerca de Milán, en 
il i|in- numerosos jóvenes se formaban en la práctica de la virtud y en el 
• •iiiilin de las Sagradas Escrituras, Maurilio, que ansiaba poder entregarse 
|nn mitro a Dios, acudió también a ponerse bajo la dirección del sabio 
mui «I ro y seguir sus enseñanzas. Contaba a la sazón veinte años.
EL CLÉRIGO 
DOS años más tarde, expulsado de Milán por el odio de Auxena, obispo 
arriano, Martín se volvió a Poitiers. Quedó Maurilio en espera de 
otro experimentado maestro, y dióselo muy pronto Dios en la 
persona de San Ambrosio, que lo llevó a su Iglesia y le ordenó de lector. 
Poco después el joven clérigo perdía a su padre. Determinado a seguifi 
los consejos evangélicos, renunció a sus cuantiosos bienes, y desoyendo los 
ruegos de su madre y aun las promesas del gran obispo de Milán, se fué en 
busca de San Martín, que ya entonces ocupaba la silla metropolitana de 
Tours, con grande honor y gloria de la Iglesia. 
Varios años pasó al servicio de aquella iglesia en calidad de cantor de la 
iglesia episcopal; tales fueron su aprovechamiento espiritual y la edificación] 
del prójimo, que San Martín, queriendo retenerle a su lado y constituirle su 
coadjutor en el gobierno de su diócesis, le confirió órdenes sagrados, hasta 
elevarle a la dignidad sacerdotal, no obstante la resistencia que a ello opuso 
su profundísima humildad. 
Pero los intentos de San Martín fallaron, porque, entendiendo Maurilio, 
que el cielo le tenía destinado a desenvolver sus actividades en otros países i 
espiritualmente más necesitados, descubrió los proyectos que abrigaba a su 
santo maestro. Costóle algún trabajo convencerle; mas logrólo al fin, y, des* 
pués de obtenida su bendición y abrazarse ambos en un mar de lágrimas, se 
separaron, yendo el discípulo a donde Dios le llamaba. 
LA LUCHA CON EL PAGANISMO 
EL Apóstol dirigió en seguida sus pasos hacia la provincia de Anjou. 
A pesar de los trabajos apostólicos de San Fermín y San Apotemo, 
casi toda la comarca habitada por los andegavos — tribu de las Ga-lias, 
que tenía por capital Juliomagnus, hoy Angers, situada a orillas del 
Loira— estaba todavía infestada del paganismo. El culto druídico se había 
enseñoreado en las márgenes del Loira, y el impenetrable cantón de lo* 
Manges, tierra de retamas y aulagas, poblada de seculares encinas y no 
sojuzgada por las legiones de César, era como el santuario de los druida». 
Cada año, en esa comarca en que el druidismo ha dejado vestigios hasta el 
día de hoy, llegada la estación propicia, los sacerdotes druídicos recogían 
con sendas hoces de oro abundante muérdago sagrado, símbolo para ello* 
de la inmortalidad del alma, creencia fundamental de su religión. Otra*
«1.1. .ia y poblaciones y sobre todo en Chalonnes del Loira eran también otros 
i.ioio« tocos de superstición cuando San Maurilio llegó a Aujou. 
I o Iiih ciudades y villas más importantes que habían recibido la influencia 
■li lo* romanos, no adoraban a los dioses galos, tales como el fuego y las 
• oiinii*, sino a las divinidades imperiales. 
i omplcja era, como se ve, la situación, puesto que tres religiones se 
ili-polulmn la supremacía. A l nuevo sacerdote milanés y glorioso discípulo 
Mi ‘iiin Murtín —también éste había vencido en Turena análoga dificultad— 
• -i.ilni reservada la gloria de apagar los focos de esas supersticiones en la 
tiiim <lc los andegavos y edificar sobre sus cenizas, altares y fundaciones, 
nodos de santidad que han subsistido hasta nuestros días. 
SOBRE LAS RUINAS DEL DRUIDISMO 
El druidismo había sentado sus reales en el famoso colegio druídico de 
Chalonnes, a orillas del Loira. Por espacio de doce años dirigió San 
Miiurilio sus ataques contra aquella ciudadela del mal, hasta que, 
I"" hn, cual nuevo Elias, y siguiendo las huellas de San Martín — de quien 
N o lp l c io Severo cuenta parecido milagro— , obtuvo que fuego misterioso bajara 
>l< I c i c lo y redujera a pavesas uno de los templos consagrados al culto de 
l » « lulsoa dioses. A vista de tan señalado prodigio, los gentiles de aquellos 
lnitiiirn convirtiéronse a la fe verdadera y formaron una grey, de cuya 
luí ou ic io i i espiritual se encargó nuestro bienaventurado, y en aquel mismo 
loi i . ir, ocupado actualmente por la iglesia de San Maurilio de Chalonnes, 
tiliiii'ó el primer templo al verdadero Dios. 
Numerosos cristianos poblaron en breve los alrededores del edificio, por 
lo ipir rl apóstol creyó que un monasterio seria en aquel paraje de gran 
oiiliiliiil. Construyólo en efecto y sirvióse de él como de residencia y cuartel 
01 mi de las operaciones contra Satanás. Allí se recogía para entregarse a 
t«* . y preparar en la quietud y soledad sus planes de apostolado. 
No lejos de Chalonnes, en los confines parroquiales de San Maurilio y 
i*>- * Iniiidcfonds, muéstrase una roca llamada «Piedra de San Maurilio», 
ili-*ili lu cual el santo misionero distribuyó muchas veces el pan de la divina 
|itl>ilini ii la multitudes que acudían a oírle. 
M .1 pillos eran los progresos de la fe en aquellos contornos y, no obstante, 
• o lii cumbre de una próxima colina se erguía, como perenne desafío al 
pinli i <le Oisto, un templo pagano, más famoso que el yn destruido. Ani- 
Hm lii ilc apostólico celo y revestido de celestial fortaleza, concibió Maurilio 
»t i'i"pinito de acabar con él. Un día, tomando una antorcha encendida, subió 
1*11 ill i apresuradamente la colina, se llegó al umbral de aquel templo, y
liada muchedumbre: «¡V iva Maurilio, el electo del Señor! ¡En verdad es 
digno de ser nuestro Pastor!» La simbólica paloma no remontó su vuelo 
hasta que se acercó el prelado con el óleo sagrado a ungir la frente del 
nuevo pontífice. 
Este episodio está representado en una miniatura de un manuscrito que 
se conserva en la biblioteca de Tours. 
MILAGROS 
A partir de este momento y por espacio de más de treinta años, obró 
tantos prodigios que diñase que los prodigaba con las bendiciones. 
San Magnobodo —primer biógrafo de Maurilio— expresa fielmente este 
pensamiento al afirmar que por el número y magnitud de milagros que obró 
siendo obispo, sus contemporáneos no temían compararle con los Apóstoles. 
En la iglesia de San Pedro dió un día la vista a un ciego de nacimiento. 
Éste, reconocido a tal merced, hizo voto de pasar el resto de su vida al 
servicio de aquel templo. 
Un labriego que no tuvo reparo en profanar el domingo, notó de impro­viso 
que tenía la mano pegada a la herramienta que manejaba. Cinco meses 
soportó la dura prueba, hasta que se vió libre de ella con sólo postrarse a 
los pies del Santo. 
En Savenieres, villa importante de la diócesis de Angers, obró otro mila­gro 
que, por las circunstancias que le rodean, rememora el de la resurrec­ción 
del hijo de la viuda de Naím. Un forastero, de paso por la locali­dad, 
acababa de fallecer víctima de la peste. Colocado el muerto en el ataúd, I 
iba presto a ser sacado de casa. Los llorones contratados para el caso, habían j 
dado comienzo ya a sus dolientes y lastimeros gritos a usanza oriental» j 
cuando Maurilio, compadecido, se acerca al féretro y reza por el difunto; de 
pronto el cadáver toma vida, se levanta y el obispo lo reintegra a su familia, i 
I 
i 
LA LEYENDA DE LAS LLAVES. — SAN RENATO j 
AL relatar la siguiente historia no pretendemos hacer obra de crítici, 
sino simplemente referir a título puramente documental una leyenda 
antiquísima. Los Pequeños Bolandistas, que la resumen muy some­ramente, 
advierten que es de dudosa autenticidad. 
Una mujer, estéril desde mucho tiempo, obtuvo de Dios, por las ora­ciones 
de Maurilio, un hijo, que, a poco, cayó enfermo con grave peligro 
de muerte. Su madre se apresuró a llevarle a la iglesia de San Pedro para
•un- «•! obispo le administrase el sacramento de la confirmación; pero éste, 
•iiHi<|iii- informado de la gravedad del caso, como quiera que celebraba misa 
Milrmne, juzgó no ser oportuno interrumpir la augusta ceremonia para aten- 
<l< r ni ruego de la pobre mujer. En aquel entretanto murió la criatura. 
No se puede creer fácilmente el dolor que sintió nuestro Santo al conocer 
lu triste nueva. Juzgaba que, por culpa suya, había muerto el niño sin 
n'i'ibir la confirmación. Fué tanto su sentimiento que no se podía consolar, 
|iur lo cual determinó de darse a mayores ayunos, asperezas y penitencias, 
|inrii así pagar la culpa que a su parecer había cometido. Para esto se salió 
•rm-t ámente de la ciudad en la primera ocasión que se le ofreció para ello; 
y, encaminándose al puerto de mar más cercano, embarcóse en un navio 
lironto a zarpar para Inglaterra; mas, antes de arribar a sus costas, advirtió 
■|iir llevaba consigo las llaves de las arcas en que se hallaban encerradas 
lu* reliquias de varios bienaventurados, depositadas en su iglesia. 
Pensando estaba, con las llaves en la mano, cómo las enviaría a la cate­dral 
de Angers, cuando una fuerte oleada conmovió el barco que le conducía, 
y sin poderlo evitar se le escaparon las llaves de las manos, yendo a parar 
i i i lo profundo del mar. 
—En verdad — exclamó entonces nuestro Santo, lleno de desconsuelo— ; 
que no volveré a la tierra que dejé hasta que esas llaves parezcan. 
Así que desembarcó en Inglaterra, vistióse pobremente y, para más 
mcubrir quién era, .concertóse con un caballero por hortelano para tener 
cuidado de su huerta, y con aquella humildad y trabajó afligir su cuerpo y 
horrar el pecado que tanto le acongojaba. 
Grande fué la desolación de clero y pueblo al verse privados de su 
Munidísimo pastor, y mucho más después que el cielo les reveló de varios 
modos que grandes males afligirían pronto al país si no se daban prisa en 
buscar al fugitivo. Trataron de común acuerdo lo que procedía hacer, y 
convinieron que cuatro delegados le buscaran sin darse punto de reposo 
Imsta encontrarle. Siete años anduvieron recorriendo el continente europeo 
•in dar con el paradero del obispo, hasta que, llegados a un puerto bretón, 
ilispuestos a saltar a Inglaterra y proseguir sus pesquisas, hallaron en la 
l>lnya una piedra en la que vieron escritas estas palabras: «Por aquí pasó 
Miitirilio, obispo de Angers», y poco más abajo la fecha de su embarque. 
Esperanzados con tan prodigioso descubrimiento se embarcaron para 
Inglaterra, única nación de Europa que Ies quedaba por visitar. A los 
¡m ic o s días de navegación saltó a la nave un pez grande, cuya vista les 
mlmiró por lo inopinado y extraño del caso; pero aun se maravillaron más 
i'inindo, al abrirle el vientre, vieron en él las llaves del relicario de la cate-ilrnl 
de Ansjers. 
Tan pronto como les fué posible, desembarcaron, y guiados por luz
liada muchedumbre: «¡V iva Maurilio, el electo del Señor! ¡En verdad es 
digno de ser nuestro Pastor!» La simbólica paloma no remontó su vuelo 
hasta que se acercó el prelado con el óleo sagrado a ungir la frente del 
nuevo pontífice. 
Este episodio está representado en una miniatura de un manuscrito que 
se conserva en la biblioteca de Tours. 
MILAGROS 
A partir de este momento y por espacio de más de treinta años, obró 
tantos prodigios que diríase que los prodigaba con las bendiciones. 
San Magnobodo —primer biógrafo de Maurilio— expresa fielmente este 
pensamiento al afirmar que por el número y magnitud de milagros que obró 
siendo obispo, sus contemporáneos no temían compararle con los Apóstoles. 
En la iglesia de San Pedro dió un día la vista a un ciego de nacimiento. 
Éste, reconocido a tal merced, hizo voto de pasar el resto de su vida al 
servicio de aquel templo. 
Un labriego que no tuvo reparo en profanar el domingo, notó de impro­viso 
que tenía la mano pegada a la herramienta que manejaba. Cinco meses 
soportó la dura prueba, hasta que se vió libre de ella con sólo postrarse a 
los pies del Santo. 
En Savenieres, villa importante de la diócesis de Angers, obró otro mila­gro 
que, por las circunstancias que le rodean, rememora el de la resurrec­ción 
del hijo de la viuda de Naím. Un forastero, de paso por la locali­dad, 
acababa de fallecer víctima de la peste. Colocado el muerto en el ataúd, 
iba presto a ser sacado de casa. Los llorones contratados para el caso, habían 
dado comienzo ya a sus dolientes y lastimeros gritos a usanza oriental, 
cuando Maurilio, compadecido, se acerca al féretro y reza por el difunto; de 
pronto el cadáver toma vida, se levanta y el obispo lo reintegra a su familia. 
LA LEYENDA DE LAS LLAVES. — SAN RENATO 
AL relatar la siguiente historia no pretendemos hacer obra de crítici, 
sino simplemente referir a título puramente documental una leyenda 
antiquísima. Los Pequeños Bolandistas, que la resumen muy some­ramente, 
advierten que es de dudosa autenticidad. 
Una mujer, estéril desde mucho tiempo, obtuvo de Dios, por las ora­ciones 
de Maurilio, un hijo, que, a poco, cayó enfermo con grave p?ligro 
de muerte. Su madre se apresuró a llevarle a la iglesia de San Pedro para
■ |tn- el obispo le administrase el sacramento de la confirmación; pero éste, 
•i 1111 i I nc informado de la gravedad del caso, como quiera que celebraba misa 
«tilrnine, juzgó no ser oportuno interrumpir la augusta ceremonia para aten­der 
ni ruego de la pobre mujer. En aquel entretanto murió la criatura. 
No se puede creer fácilmente el dolor que sintió nuestro Santo al conocer 
lu triste nueva. Juzgaba que, por culpa suya, había muerto el niño sin 
recibir la confirmación. Fué tanto su sentimiento que no se podía consolar, 
por lo cual determinó de darse a mayores ayunos, asperezas y penitencias, 
para así pagar la culpa que a su parecer había cometido. Para esto se salió 
«nretamente de la ciudad en la primera ocasión que se le ofreció para ello; 
y, encaminándose al puerto de mar más cercano, embarcóse en un navio 
pronto a zarpar para Inglaterra; mas, antes de arribar a sus costas, advirtió 
■|iie llevaba consigo las llaves de las arcas en que se hallaban encerradas 
la* reliquias de varios bienaventurados, depositadas en su iglesia. 
Pensando estaba, con las llaves en la mano, cómo las enviaría a la cate­dral 
de Angers, cuando una fuerte oleada conmovió el barco que le conducía, 
y sin poderlo evitar se le escaparon las llaves de las manos, yendo a parar 
en lo profundo del mar. 
—En verdad —exclamó entonces nuestro Santo, lleno de desconsuelo— ; 
que no volveré a la tierra que dejé hasta que esas llaves parezcan. 
Así que desembarcó en Inglaterra, vistióse pobremente y, para más 
encubrir quién era, .concertóse con un caballero por hortelano para tener 
cuidado de su huerta, y con aquella humildad y trabajó afligir su cuerpo y 
borrar el pecado que tanto le acongojaba. 
(irande fué la desolación de clero y pueblo al verse privados de su 
iiinadísimo pastor, y mucho más después que el cielo les reveló de varios 
modos que grandes males afligirían pronto al país si no se daban prisa en 
buscar al fugitivo. Trataron de común acuerdo lo que procedía hacer, y 
convinieron que cuatro delegados le buscaran sin darse punto de reposo 
hasta encontrarle. Siete años anduvieron recorriendo el continente europeo 
«¡n dar con el paradero del obispo, hasta que, llegados a un puerto bretón, 
dispuestos a saltar a Inglaterra y proseguir sus pesquisas, hallaron en la 
playa una piedra en la que vieron escritas estas palabras: «Por aquí pasó 
Miturilio, obispo de Angers», y poco más abajo la fecha de su embarque. 
Esperanzados con tan prodigioso descubrimiento se embarcaron para 
Inglaterra, única nación de Europa que les quedaba por visitar. A los 
|m>cos días de navegación saltó a la nave un pez grande, cuya vista les 
admiró por lo inopinado y extraño del caso; pero aun se maravillaron más 
ruando, al abrirle el vientre, vieron en él las llaves del relicario de la cate-ilral 
de Angers. 
Tan pronto como les fué posible, desembarcaron, y guiados por luz
celestial, se fueron directamente a la casa del señor de quien Maurilio se 
había hecho jardinero; y, habiendo reconocido al Santo, se echaron a sus 
pies y le suplicaron que se fuese con ellos para bien y consuelo de las ovejas 
que Dios le había confiado. Negábase el prelado resueltamente, alegando el 
juramento que tenía hecho. Entonces los emisarios le mostraron las llaves y 
contaron cómo habían dado con ellas. 
Resistirse más tiempo a volver a su Sede, después del prodigio tan patente 
que envolvía el hallazgo de las llaves del relicario de su iglesia, era opo­nerse 
a la voluntad de Dios, y así lo comprendió nuestro Santo, cuya obe­diencia 
a los mandatos del Altísimo se sobrepuso al deseo de vivir ignorada 
en la condición humilde que había escogido. La noche anterior al día fijado 
para la partida, recibió la visita de un ángel que le dijo; «Levántate, Mau­rilio, 
y vuelve luego a tu iglesia. Por tus oraciones. Dios ha conservado tus 
ovejas y te restituirá el niño que tanto has llorado». 
Efectivamente, en cuanto llegó a la ciudad de Angers, el primer cuidado 
de Maurilio fué irse adonde el niño estaba enterrado; mandó abrir la sepul­tura 
en tanto que él hacía oración; terminada la cual el muerto resucitó y 
recibió allí mismo el sacramento de la confirmación. Llamóle Renato, como 
dos veces nacido; tuvo de él en lo sucesivo particularísimo cuidado y le 
destinó al culto de la iglesia; le formó en la práctica de las virtudes y 
mereció, por su santa vida, suceder a San Maurilio en la sede episcopal. 
Esta es la tradición seguida de muy antiguo en las Iglesias de Angers y 
Sorrento (Ita lia ), de las que fué obispo San Renato. Se apoya en una rela­ción 
atribuida sucesivamente, y desde luego con manifiesto error, a San 
Fortunato de Poitiers y a San Gregorio Turonense. 
MUERTE DE SAN MAURILIO 
LAS Actas de San Maurilio, tan explícitas en lo relativo a sus milagros, 
son breves al tratar de sus virtudes. Dan a entender, sin embargo» 
que su vida no fué sino una cadena de beneficios derramados con 
profusión en favor de los pobres, de los enfermos y de los apestados. Dicen 
también que, no obstante la avanzada edad de noventa años a que llegó, 
le sobrevino la muerte, en opinión de cuantos le conocieron, conservando, 
probablemente la inocencia bautismal. Cumplidor del compromiso contral», 
do a los pies de San Martín, fué siempre fiel amigo de la humilde pobreza; 
y hasta los últimos instantes de su vida trató su cuerpo con espantoso rigor)] 
su comida, si tal nombre se le podía dar, se reducía muy a menudo a un 
pedazo de pan de cebada que tomaba con sal y agua tibia. La mortificacidal 
y las penitencias parecían habérsele hecho connaturales.
Sucedió que un domingo quiso celebrar de pontifical y, terminada la cere- 
..... lin. se presentó ante todos sus clérigos reunidos y les habló de su muerte, 
l.i nnil presentó como muy cercana. Declaróles que por ser aquella la última 
*i'« que los había de ver y hablar juntos, les encarecía con toda su alma 
t I«>*!»* su afecto a vivir estrechamente unidos y amarse con tierna y cor- 
•llul afección. Dióles, además, paternales consejos y recomendaciones concer­nientes 
a la práctica de la castidad, de la obediencia y demás virtudes a que 
nlililtiin los consejos evangélicos. 
Cuando el pueblo supo la despedida que había hecho a sus clérigos, invadió 
«priuilumbrado la morada episcopal, y muchos lograron penetrar hasta el 
li ••lio del anciano para recibir por vez postrera su bendición y llorar la pér- 
•liilii de su santo pastor. 
Dió su bendita alma al Criador el 13 de septiembre, con toda probabi­lidad 
en el año 427. Su cadáver fué enterrado en una cripta que en vida 
■i i i i ih Ió hacerse en la iglesia de San Pedro de Angers. Durante la revolución 
Imiieesa fueron sacrilegamente desparramadas las santas reliquias; consér- 
» .míe apenas algunas partículas insignificantes en Chalonnes. 
SU CULTO 
SAN Maurilio goza en Aujou de gran popularidad. Elegido, desde luego, 
como uno de los patronos principales de la diócesis, se instituyeron 
en la Edad Media varias fiestas en su honor para conmemorar diversos 
• i.niliulos de sus reliquias. Muchas iglesias y altares le están dedicados; y 
>1 desde fines del siglo X V I I ha perdido, con su discípulo San Renato, el 
Ululo de patrono principal, sigue siendo, no obstante, patrono secundario 
ile ln diócesis de Angers, en la que se le tiene en muy grande veneración. 
SANTORAL 
'.milis Maurilio, obispo y confesor; Eulogio, patriarca de Alejandría; Amado, 
obispo de Sión, en Valais; Lidorio, obispo de Tours, y Nectario, de Autún; 
Antonino, obispo de Carpentrás, y Amado, de Remimeront; Sacerdote, obis­po 
de L y ó n ; Israel y Teobaldo, canónigos de Limoges; Venerio, presbítero 
y solitario; Federico, presbítero Felipe, marido de Santa Claudia y padre 
de la virgen Santa Eugenia, mártir en Alejandría; Ligorio, solitario y már­tir; 
Macrobio, Julián, Gordiano, Luciano, Valeriano y Selencio, mártires. 
Meato Pedro, cisterciense de Moreruela. Santa Lucia, princesa de Esco-i 
iii, virgen.
l.os tres varones de virtud y ciencia La barca del entierro 
D I A 14 DE S E P T I E M B R E 
SAN M A T E R N O 
OBISPO Y APÓSTOL DE ALSACIA (siglo I ) 
BKLLÍSIMA es la página de la historia religiosa de Alsacia que relata 
el apostolado de San Materno, obispo que fué de aquellos lugares. 
L'na tradición muy respetable nos dice que San Materno fué discí­pulo 
del apóstol San Pedro, de quien recibió la misión de evan-it> 
li/iir, en compañía de San Eucario y de San Valerio, las comarcas entonces 
fiiiiocidas con la denominación de primera y segunda Germania. 
No coinciden en esta opinión todos los autores. Hay quienes fijan los 
!•'im'ipios de la Iglesia de las Galias en el siglo I I I , en cuyo caso, el San 
Mnicriio que el Martirologio romano nos presenta como discípulo de San 
t'i ilrn, no sería el sabio obispo de Colonia, de este nombre, que vivió en 
<1 nijjlo IV , y que fué, por cierto, doctísimo varón, íntimo confidente del 
i m|irr:idor Constantino y muy considerado en su tiempo por su brillante 
unción en los concilios de Roma y de Arlés (313-314). Otros muy nota-l> 
lin eruditos se han declarado en sentido opuesto. 
I'.u esta breve historia nos atendremos a la antigua tradición que ha 
(•iTilurudo trece siglos y que distingue a San Materno, primer apóstol de la 
tixliii liélgica, de su homónimo el de Colonia.
PATRIA DE SAN MATERNO 
SEGÚN algunos cronistas, sería este Materno aquel hijo único de la 
viuda de Naím que resucitó el Señor; no parece muy fundada esta 
afirmación. Opinan otros haber sido oriundo de Lombardía, pero 
confunden, sin duda, a San Materno de Tréveris con otro Materno hijo del 
conde Papías, que vivió en el siglo I I I . Hemos de convenir en que no están 
todavía aclarados los orígenes de nuestro Santo, pero tales pormenores no 
son de gran trascendencia para nuestro propósito. «Su más preciado título 
de nobleza y nuestra mayor gloria —dice el historiador Fisen— es el haber 
sido escogido por el apóstol San Pedro para ilustrar a nuestros mayorea 
con la esplendorosa luz de la verdadera fe». 
«En aquel tiempo — leemos en la vida de los santos Eucario, Valerio y 
Materno— habló el Espíritu Santo a Pedro, y el apóstol resolvió llevar la i 
luz de la fe cristiana a las Galias y a Germania». Sabido es que en el año 47 | 
el emperador Claudio expulsó a los judíos de Roma; la religión cristiana, 
pura superstición judaica para los romanos, quedó comprendida en la pros­cripción. 
No es inverosímil que, en estas circunstancias, saliera Pedro de 
Roma para predicar el Evangelio en diversas comarcas occidentales. Un autor 
siriaco del siglo V I, un biógrafo del siglo V I I y San Beda el Venerable afir­man 
en sus escritos que el glorioso apóstol evangelizó la Gran Bretaña. 
Y quizá en Roma, ya de vuelta —año 52 de nuestra era— , debió San 
Pedro, con el fin de acabar su obra, escoger a «tres doctos y virtuosos varo*) 
nes»: San Eucario, a quien confió el episcopado; a su diácono San Valerio 
y a Materno, joven clérigo de unos veinte años. 
VOCACIÓN APOSTÓLICA 
POR entonces las relaciones entre la Galia Bélgica — campo de aposto»| 
lado que San Pedro asignó a Materno— y la metrópoli, eran muy 
frecuentes. A esto contribuyó no poco el haber concedido Augusto i 
sus habitantes el derecho de ciudadanía romana, y Claudio el acceso a la* 
dignidades y a los empleos, en las ciudades y en el Senado. 
Numerosas y amplias vías de comunicación que cruzaban el país en todas 
direcciones, facilitaban la movilidad de las legiones e, indirectamente, la 
apostólica labor del misionero. 
Es muy verosímil que nuestros Santos aprovecharan esas magníficas víati 
con que Roma había dotado al país y hasta que acompañaran a las legionafl
nmi.iinis en las que, a buen seguro, se contarían algunos cristianos fervo- 
....... iiiio, con el ejemplo de su vida y el ejercicio de la caridad, dispon-iliuii 
Ihh ánimos para la inmediata acción del misionero. A las fatigas del 
.inudian la constante predicación. Atravesaron los Alpes, llegaron a 
SI ii'ln y se detuvieron en Helvetus, villa situada en la ribera derecha del 
iii> III, y a dos millas próximamente de la población de Benfeld, conocida 
i •••• i l nombre de Ehl. 
I n ella, según creencia popular, fué acometido de una fiebre maligna 
i|in i ,i pida mente lo llevó al sepulcro. Eucario y Valerio dieron sepultura 
» >ii compañero e inmediatamente se dirigieron a Roma para informar a 
1 ,mi IVilro de la irreparable pérdida que acababa de experimentar la naciente 
ihU I i i i i . De este episodio arranca la interesante leyenda siguiente. 
EL BÁCULO DE SAN PEDRO 
liftN TA SE que el Príncipe de los Apóstoles, para consolar a los via­jeros, 
les entregó su báculo pastoral, indicándoles que lo pusieran 
sobre el difunto y le dijesen las siguientes palabras: «Materno, el 
h|m>s|oI l’edro te ordena, en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que 
h h Iviis a la vida y termines la misión que te confió su Vicario en la tierra». 
Muy gozosos acogieron los dos Santos el encargo del que sólo con su 
•■iintirii curaba a los enfermos y, llenos de confianza en Dios, llegaron al se- 
|nilrn> de Materno; colocaron el cayado sobre el cuerpo del difunto y, al 
'■"inunciar las palabras encomendadas, Materno abrió los ojos, miró fija-imiile 
a Eucario, ofrecióle la mano y, ante el asombro de la inmensa multi­tud 
i|iie presenciaba el milagro, se levantó vigoroso no obstante llevar más 
■li cuarenta días encerrado en el sepulcro. Muchísimos paganos se convir- 
I Iim i i i a la fe cristiana por tan extraordinario prodigio. 
I' ilc precioso báculo se ha conservado con gran veneración hasta nuestros 
■Iiik en las ciudades de Tréveris y de Colonia, que dirimieron la contienda 
ili- ni posesión guardando cada una la mitad. 
Diversos martirologios y escritos de los siglos IX y X recogen esta pia­do 
»,i tradición que sigue manteniéndose hasta nuestros días. 
Algunos autores creen que se funda en este hecho milagroso la tradi-ili’iiti 
I costumbre de los Papas de no usar báculo en las ceremonias y actos 
llllll|¡ÍCOS. 
Inocencio I I I (1198-1216), en un pasaje que inserta en la obra Corpus 
Imi ct clesiástici, da la razón siguiente: «E l bienaventurado apóstol Pedro 
i iitlo mi cayado pastoral a San Eucario, que por primera vez aplicó su ma-i. 
nilloha virtud».
Y Santo Tomás de Aquino agrega que «el Papa llevaba el báculo sola­mente 
al visitar la diócesis de Tréveris». Existe además, en opinión del mis­mo 
Santo, una razón mística que abona tal costumbre: «E l ser la curvatura 
del cayado símbolo de jurisdicción limitada y no convenir de ningún modo 
a quien posee la soberanía más perfecta y universal». 
LABOR APOSTÓLICA DE SAN EUCARIO Y DE SAN VALERIO 
MATERNO y sus dos compañeros prosiguieron su fructuoso ministe­rio 
y lograron en tierras de Alsacia gran número de conversiones. 
En verdad que la palabra de un resucitado debía ejercer influencia 
decisiva en los corazones de los oyentes, y muy obstinado había de ser quien 
resistiera a la poderosa elocuencia apoyada en milagro tan estupendo. 
El radio de acción de nuestros misioneros iba extendiéndose cada vez más. 
Se hallaban a las puertas de Tréveris. La conquista para Jesucristo de esta 
gran urbe constituía sus más vivos anhelos. Era Tréveris en aquellos tiem­pos 
la primera ciudad de Germania; opulenta, poderosa, de gran renombre 
y, según expresión del mismo César, la más valerosa de todas. Tenía, como 
Roma, grandioso Capitolio, Senado, teatros y termas. Cien ídolos recibían 
culto público, y coronaban sus estatuas una de las colinas de Tréveris. Nada 
faltaba en ella de cuanto podía exigir entonces la grandeza de un pueblo. 
Lástima que tal grandeza fuera sólo material. 
Insuperables obstáculos tuvieron que vencer para la conquista espiritual 
de esta importante ciudad; los sacerdotes de los ídolos rugieron de ira al 
contemplar cómo el pueblo abandonaba a los dioses que a ellos les susten­taban, 
y pusieron en juego todas las artes diabólicas para desacreditar y 
echar de la ciudad a los misioneros. 
Allí hubieran perecido apedreados nuestros Santos si el cielo no hubiese 
paralizado los brazos de la enfurecida plebe. No desmayaron sus ánimos por 
estos contratiempos; esperaban que la Divina Providencia les depararía un 
momento más propicio para dar rienda suelta a su apostólico celo. 
Mientras tanto, Dios confirmaba con numerosos prodigios la santidad de 
sus siervos. San Eucario resucitó a la hija de Albana, noble matrona, viuda 
de un senador muy influyente. Tuvo el milagro enorme resonancia entre los 
paganos y contribuyó eficazmente a su conversión. 
Albana recibió el bautismo, así como toda su familia, y fué en adelante 
su casa el oratorio y centro apostólico de reunión. Los paganos y bárbaros 
se convertían en masa ante la clarividencia de las pruebas en pro de la doo-trina 
cristiana. Por tres días consecutivos sirvió un riachuelo que riega a 
Tréveris de bautisterio a innumerables neófitos.
mu 
LLENOS de confianza en la virtud del báculo de San Pedro, 
los misioneros hacen abrir la sepultura de San Materno, que 
está enterrado desde hace cuarenta y cinco días, y ven admirados 
(ómo al tocar con la reliquia su cuerpo el apóstol difunto torna a 
la vida y se reincorpora. 
10. — v
A la muerte de San Eucario, acaecida veinticuatro años después de su 
consagración episcopal, sucedióle en aquella diócesis San Valerio. Por una 
piedad ardiente, ejemplarísima vida y la persuasión de su palabra, duranta 
quince años de duros trabajos, logró extender la semilla cristiana por lo* 
alrededores de Tréveris de tal modo que, a su muerte —según afirma un an­tiguo 
cronista—, el número de cristianos era superior al de paganos. 
Tal vez el entusiasmo del autor exagera algo la nota optimista. Dado el 
arraigo de las costumbres paganas y el halago de su doctrina, no es fácil *• 
consiguieran en tan corto tiempo éxitos tan lisonjeros; sea como fuere, lo 
cierto es que a la muerte de San Valerio (80 ó 90), aun quedaba amplia] 
campo de apostolado para el sucesor. 
EPISCOPADO DE SAN MATERNO 
ELEVADO a la dignidad episcopal, desplegó Materno sus alas al cela, 
que ardía en su corazón y le impulsaba a regiones muy apartadas da i 
su sede episcopal. 
Entretenida Roma en la defensa del Rin, dejó por entonces en paz a 
discípulos de Cristo de la Galia Bélgica y de Germania, los cuales pudi 
vivir y desarrollarse sin graves contratiempos, entre pueblos que ansií 
sacudir el yugo romano. Peor suerte cupo a los del sur, donde sufrí 
persecución dura y tenaz. Esta circunstancia fué aprovechada por Mat 
para llevar la buena semilla a las ciudades y pueblos enclavados entre 
ríos Mosela y Rin. 
En cada aglomeración, procuraba lograr de preferencia la conversiói 
los jefes, ya que, ganada la cabeza, fácilmente se atraen los demás miemt 
Su caridad y amable trato conquistáronle en seguida los corazones. 
Encaminóse otra vez a Alsacia, donde, según tradición respetable, fundí 
varios oratorios públicos. En el pueblecito de Ehl, cuna del cristianismo «• 
esta región, fué donde el antiguo resucitado conquistó mayores triunfos part 
la causa de Cristo. 
Estrasburgo, Worms y Maguncia fueron sucesivamente teatros de sul 
apostólicos trabajos. Conservóse muy vivo a través de los siglos, en estui 
cristianas ciudades, el recuerdo de las virtudes y milagros que obró a la (al 
de sus gloriosos antepasados. 
Si damos crédito al cronista Bertio, en la ciudad de Bonn logró con >• 
gran elocuencia apartar al pueblo del culto a Mercurio, que se hallaba a 14 
sazón muy pujante en la ciudad. El mismo gobernador, que a la vez 
centurión de las legiones romanas, fué ganado para Cristo por la santiil 
de su siervo, y con el consentimiento del nuevo e ilustre convertido, abrió
mil o cristiano una iglesia que se ha conservado hasta nuestros días, y es hoy 
m Importancia la segunda parroquia de dicha ciudad. 
APÓSTOL DE COLONIA Y DE TONGRES 
MATERNO soñaba también con ganar para Cristo la ciudad de Colo­nia. 
El acceso a ella era difícil para un cristiano. Delante de una de 
sus puertas, dedicada a la diosa Papia, se mantenía siempre encen­dido 
el fuego sagrado, y exigíase a todos los transeúntes la ofrenda del in- 
■ li uno en honor a la falsa divinidad. Materno, muy deseoso de entrar, per­maneció 
durante diecisiete días a la expectativa, hasta que, por una feliz 
i .ismilidad, pudo franquear los umbrales sin cumplir la imposición idolátrica. 
I mii vez en la ciudad, entregóse con indomable entusiasmo a la predicación, 
•tu que cediera nunca su ánimo frente a las dificultades; y si bien los co-mlrii/. 
os fueron ásperos y poco halagüeños; pronto le compensó el Señor, pues 
l<>< frutos de salvación logrados fueron opimos y abundantes. 
 este episodio de la vida del santo obispo se refiere una antiquísima de- 
» lición: las plegarias solemnes que, durante diecisiete días consecutivos, 
desde el 13 de septiembre hasta la fiesta de San Miguel—, aun en nuestros 
■ liiiit, se hacen en las iglesias de Colonia, en honra de San Materno. 
I'.vangelizó también «la floreciente y noble ciudad de Tongres» —son pala- 
Ii i .is del cronista—. Cupo a esta ciudad la singular gloria de haber sido la pri-iniTi 
i de la Galia Bélgica que levantó un templo en honor de la Virgen María. 
Concurrían en Tongres tres vías romanas de importancia: una procedía 
di Colonia, otra de Nimega y la tercera costeaba la ribera selvática del 
Mona y seguía la dirección de Bavai. Por esta última debió dirigir los pasos 
Miilrrno en los comienzos del siglo II. Numerosos milagros confirmaron 
ln verdad de su doctrina: ciegos que recobraban la vista, demonios obliga­do* 
a salir de sus posesos, cinco hijos del gobernador de Ciney enterrados 
«Ivim entre los escombros de una casa que se desplomó, sacados sanos y 
• i i Ivok por el Santo, etc. A decir de su antiguo biógrafo, no había enferme­dad 
corporal o espiritual que no experimentara alivio por la virtud milagrosa 
■li Materno. 
I'.n todas partes edificó altares a Cristo y a la Virgen. Solamente en Ton-il(<>, 
enumera setenta el cronista Gil de Orval. Aun suponiendo algo de exa- 
Mi un ión piadosa en tal afirmación, no cabe dudar que Materno, obispo 
di I Inmenso territorio comprendido por la primera y segunda Germania, esta-liln 
iii en Tongres y en Colonia cristiandades sólidamente organizadas, dotadas 
■li templos suficientes y de abnegados sacerdotes que conservaron y des­tudiaron 
el fruto de sus trabajos en la numerosa y ferviente grey cristiana.
VIRTUDES DEL SANTO 
HER1GERO pondera el gran celo por la salvación de las almas, la hu­mildad 
y sencillez de nuestro Santo. Según otro biógrafo, tres vir­tudes 
aquilataron su santísima vida con extraordinarios fulgores: la 
mansedumbre, la bondad y la austeridad; virtudes características del verda­dero 
apóstol. Porque, ¿cómo lograría un misionero conmover los corazones 
sin perfumar su palabra y sus actos con el suave aroma de la mansedumbre? 
Éste es el único medio de atraerse las voluntades, el respeto y la veneración 
de sus semejantes. El apóstol se hace todo para todos; olvídase de sí. mismo 
para concentrar sus energías y desvelos sólo en la gloria de Dios y en la salva­ción 
de las almas, y busca con preferencia las más desgraciadas y miserables. 
Materno consolaba a los afligidos y socorría a los menesterosos cuidando 
de las necesidades del cuerpo, para así introducirse mejor en las almas. 
Como todos los santos, fué benigno y compasivo con los demás y muy 
severo consigo mismo; imponíase duro régimen de privaciones y continuos 
ayunos; daba al sueño breves horas; velaba para orar y, apenas apuntaba 
la aurora, empezaba sus apostólicas correrías. Su gran celo quería abarcarlo 
todo, y multiplicábase para atender solícito a las iglesias de su predilección! 
Refiérese haber concedido Dios a su siervo el favor que en otros tiempo» 
otorgara a Habacuc, colmando sus anhelos de ver simultáneamente a sus 
amados fieles en ocasiones especialísimas de ser reclamada al mismo tiempo 
su presencia. Así, el día de la Resurrección del Señor pudo celebrar de pon-tifical 
a la vez en las iglesias de Tongres, Tréveris y Colonia. 
No se juzgue imposible este hecho de la bilocación, pues, aunque extra­ordinario, 
se ha dado muchas veces en las vidas de los Santos, especialmente 
en los primeros siglos del Cristianismo, en que por la suma escasez de pasto­res 
era casi de absoluta necesidad, so pena de quedar privados numeroso»] 
fieles de los divinos misterios. 
 
MUERTE DEL SANTO 
l 
A los cuarenta años de glorioso y fructífero pontificado, ejercido en «I 
ocaso de la vida, llamó Dios a su siervo a bien ganada recompensai 
Según un autor anónimo, entregó su alma en la ciudad de Coloniat 
siendo casi centenario. Cierta noche en que como de costumbre estaba en 
oración, sorprendióle el sueño y tuvo una visión celestial: Eucario y Valerio, 
compañeros suyos de apostolado, se le aparecieron con la frente orlada d»
•■■•iituifica corona. «Dentro de tres días —le dijeron—, se acabará para ti el 
*l>il ierro y vendrás a gozar las delicias de la gloria eterna». Dicho esto, 
ráronle la corona que le estaba reservada y remontáronse al cielo. 
Entretanto una voz íntima confirmóle la verdad de esta visión y dió a 
• ii espíritu la dulce esperanza de su próxima partida. Fuera de esto, el ago­tamiento 
de sus fuerzas y la fiebre que le consumía desde algún tiempo, 
...... indicios claros de que el alma trataba de romper las ligaduras que la 
tu jetaban al cuerpo. Reunió, pues, a sus amados discípulos, para expresarles 
ni ultima voluntad, y pasó los días siguientes en santos coloquios como padre 
mu.inte que prodiga sabios consejos con palabras iluminadas de eternidad. 
Al tercer día, conforme se le dijera en la visión, después de recibir el 
tiltil o Viático, exhaló plácidamente el último suspiro. 
Disputáronse la posesión de sus venerandas reliquias las tres iglesias ya 
mencionadas. Según una poética leyenda, la Providencia se encargó de re­solver 
el litigio. Fueron colocados los restos mortales del Santo en una 
• mharcación que abandonaron a merced de la corriente de río, conviniendo 
• ii que correspondería a Colonia si la embarcación volvía nuevamente a di-el 
i.i ciudad, a Tongres si proseguía la corriente hasta ella, y por fin a Tré- 
« e r í s si se dirigía hacia las fuentes del río. 
Contra toda previsión humana y sin que mediara piloto alguno, la em-li. 
ircación navegó contra corriente, en dirección a Tréveris. Los afortunados 
li.ilutantes de esta ciudad, que ya poseían los restos mortales de San Valerio 
v de San Eucario, depositaron las santas reliquias junto a las de aquéllos. 
De este modo los que habían vivido unidos en la caridad de Cristo y 
• n comunidad de apostolado, descansaron en la paz del Señor en la misma 
murada, para volar juntos a la gloria con sus cuerpos ya glorificados el 
*11*1 de la resurrección de la carne. 
SANTORAL 
i ' Kx a l t a c ió n d e l a Sa n t a Cr u z (véase en el tomo V II, «Festividades del Año 
Litúrgico», pág. 420). Santos Materno, Eucario y Valerio, obispos de Tré­veris; 
Odilardo, amigo y consejero de Carlomagno y obispo de Nantes; 
Cormac, obispo de Cashel y rey de Múnster, en Irlanda; Crescendo, niño 
mártir; Austrulfo, abad de Fontenelle; Cereal, soldado, mártir en Roma 
Crescenciano, Víctor y General, mártires en África. Santas Noitburga, vir­gen; 
Rósula, mártir en África; Salustia, esposa de San Cereal, mártir. Bea­tas 
Columba, Materna y Periña, vírgenes y mártires. Conmemórase hoy la 
traslación del cuerpo de San Juan Crisóstomo a Constantinopla; imperaba 
entonces Teodosio I I el Joven.
D f A 15 DE S E P T I E M B R E ^ 
STA. CATALINA DE GENOVA 
VIUDA Y HOSPITALARIA (1447-1510) 
NACIÓ Catalina en Genova el año 1447. Su padre, Santiago Fieschi, 
era virrey de Nápoles. Esta preclara familia, fecunda en hombres 
ilustres, dió a la Iglesia dos papas, Inocencio IV y Adriano V; 
ocho o nueve cardenales y dos obispos; y a la patria muchos 
»n il!¡M rados y aguerridos capitanes. 
I.os padres de Catalina, a fuer de fervientes católicos, la educaron en el 
•iinlo temor de Dios. Correspondió la niña tan satisfactoriamente a sus de-iiin 
que, ya desde los ocho años, empezó a practicar las más rudas peniten-flm, 
aunque poniendo gran cuidado en ocultar sus rigores. Tenía por cama 
un mal jergón y servíale de almohada un duro leño; y esto, en su propia 
Kiim, donde tantas comodidades podía disfrutar. Siendo aún de pocos años; 
h I i i i i i i / ó un alto grado de oración. A los pies de un cuadro del Descendimien­to, 
«pie presidía su alcoba, deshacíase en lágrimas cuando lo contemplaba. 
A los doce años intensificó aún más su fervor y ya gozaba de los inefa-lili 
» urdores del amor divino, especialmente al meditar la Pasión del Sal-tMilur. 
Renunció enteramente a su propia voluntad y se consagró a las cosas 
►•plril miles con tan fervoroso ahinco que las terrenales le causaban hastío y
le parecían en todo desabridas. Queriendo darse más de lleno al Señor, anheló 
encarecidamente acogerse al abrigo del claustro. Mostraba preferencia por la 
contemplación, y así, sus ansias se dirigían al convento de Nuestra Señora 
de las Gracias, que seguía la Regla de San Agustín. Comunicó esta decisión 
a su director espiritual, y rogóle que procurara activar su ingreso en dicho 
monasterio, si lo juzgaba conveniente para su alma. Probó por algún tiem­po 
el discreto sacerdote, la vocación de su hija espiritual y, al ver que su 
decisión era inquebrantable, elevó la oportuna súplica a la superiora del con­vento. 
Pero Catalina no tenía más que trece años, y la Regla no autorizaba 
la admisión a tan tierna edad. A pesar de que las monjas estaban bien in­formadas 
de los dones singulares con que Dios favorecía a la postulante, pre­firieron 
renunciar a la posesión de tan preciado tesoro antes de quebrantar^ 
la Regla en punto tan explícito. 
MATRIMONIO DE CATALINA 
MUCHO contrarió a Catalina esta denegación; mas, sobreponiéndose 
enérgicamente a la primera depresión de ánimo, exclamó: «De Dio»'] 
me viene esta prueba; a Él entrego mi persona para que me guíe i 
por la senda que su infinita sabiduría juzgue más provechosa». Esta senda] 
debía ser dolorosa en extremo. Ya a los dieciséis años, entró en la calle de la 
Amargura experimentando los primeros golpes de dolor, al perder a su ama­dísimo 
padre y quedar en su orfandad bajo la tutela de su hermano mayor. 
Era a la sazón Génova teatro de sangrientas guerras fratricidas entra] 
güelfos y gibelinos. El duque de Milán aprovechó este estado anárquico paral 
apoderarse de la ciudad, con lo que renacieron la paz y la tranquilidad. Loa ' 
enconos entre las familias rivales fueron calmándose. Las de Fieschi y laa ' 
de Adorno hicieron las paces y, como prenda de reconciliación, concertaron] 
el matrimonio de Julián Adorno con Catalina Fieschi. Acostumbrada a ver 
la mano divina en todos los acontecimientos humanos, fué al altar y contra­jo 
la unión que sólo hubiera deseado contraer con el Divino Esposo (1463). 
Quizá pueda sorprender tan ciega conformidad de voluntad a situacio-j 
nes tan dispares; mas el iniciado en los estudios ascéticos y místicos, saba] 
muy bien que la absoluta conformidad a la voluntad divina es pauta segu­rísima 
de perfección cuando aquélla se conoce debidamente. Para Catalina 
fué base de gran santidad y fuente inagotable de mérito. En sus Diálogos, 
dice el Espíritu a la Humanidad: «Nunca consideres quién te llama ni para 
qué; jamás obres por propio gusto y somete en todo tu voluntad a la ajena». 
El matrimonio de Catalina no parece sino una aplicación de esta regla. ' 
Julio Adorno era un joven agraciado, rico, de ilustre prosapia; pero a
i >i .ih bellas condiciones contraponía las de ser iracundo, voluptuoso y juga­do! 
empedernido. No es difícil comprender cuánto debió sufrir Catalina con 
t.il nutrido. Despreciada a poco de casarse, recluyóse en su propia casa, de- 
•Iti unióse de día y de noche a la oración. Hieles más amargas le esperaban 
i mili víii. A este desamparo humano iba a añadirse el aparente abandono del 
itor, durante cinco años. Por efecto de esta espantosa aflicción física y 
nmtiil se redujeron a tal punto las energías de su organismo, que quedó des- 
■ iMiocidu. Alarmados los parientes al ver el triste y demacrado semblante 
■l> ( '.alalina, acudieron a todos los medios humanos para disuadirla de su 
■•l'itiiiiido retraimiento, creyendo que las auras del mundo la vigorizarían. 
Cedió por fin a tan premiosos ruegos, reanudó las relaciones sociales con 
Iim ncñoras de su categoría y usó con moderación de las diversiones y placé­is 
• que, aunque permitidos, hasta entonces había tenido tan alejados. Pero 
muy pronto notó Catalina que, lejos de saciar al corazón, estas pequeñas con-i-< 
iliiiics provocaban nuevo ardor abriendo en su alma un espantoso vacío. 
Oprimido su corazón por tan horrible angustia, entró el día de San Be­nito 
del año 1474 en la iglesia erigida bajo su advocación, postróse en tierra 
y •'«ni súplica de quien pugna por salir de una situación desesperada, exclamó 
•ilmgiidu por amargo llanto: «Glorioso San Benito, rogad a Dios que me dé 
lioi meses de enfermedad». Esta oración no fué oída, pero marcó definitiva­mente 
la ruptura violenta de las ataduras terrenales para elevarse en raudo 
«mío a las regiones de la más alta espiritualidad. 
VISITA DE JESÚS 
PRESA de indecibles tormentos abrió su corazón a su hermana Limba-nia, 
religiosa en Nuestra Señora de Gracia, y por su consejo se dispuso 
con resolución a limpiar su alma de los defectos y faltas con una sin- 
■ • ni y general confesión, y seguir siempre los consejos de su confesor. 
«Apenas se puso de rodillas para empezar la confesión —dice el Padre 
Itilmdeneira— cuando el Señor se dignó alumbrar su mente con un rayo tan 
i l.irn y penetrante de su divina luz, y de encender en su corazón una llama 
imi urdiente de su divino amor, que vió en un momento y conoció con mu- 
■ luí claridad de una parte cuán grande sea la bondad de Dios que merece 
mi Infinito amor, y por otra cuán grande sea la bondad de Dios que merece 
tu ne el pecado y cualquier ofensa de Dios, aun la que parece ligera y ve-iilnl; 
a la vista de estas dos cosas sintió excitarse en su corazón una contri­ción 
viva de sus pecados, y un amor tan grande a Dios, que quedó como 
t u r r i l de sí. Absorta en este amoroso éxtasis no sabía repetir más que esta 
i «cliiinación: «¡Amor mío, nunca jamás ofenderte!»
Volvióse a casa, encerróse en su habitación, arrojó de sí con vehemente 
desdén los vanos adornos femeniles para no volver a mirarlos, y entre sollozos 
y suspiros no cesaba de exclamar: «Oh amor mío, ¿cómo es posible. Señor, 
que a mí, pecadora, me favorezcáis de tal modo con vuestra bondad, y que 
en un instante me hayáis dado a conocer tantas cosas que a mi lengua le 
es imposible expresar?» 
Diciendo estaba estas palabras cuando se le apareció el Señor cargado 
con la cruz, llagado de pies a cabeza y manando de sus heridas tanta sangre, 
que parecía inundar la habitación. «Mira, hija mía —le dijo el Señor—, la 
sangre que derramé en el Calvario por tu amor y como expiación de tus 
culpas». La vista de tal exceso de amor, provocó en su alma un odio in­extinguible 
a las propias culpas. «Oh amor mío —exclamó— , no más pecar. 
Dispuesta estoy a confesar públicamente mis culpas, si así lo queréis». 
Tres días después de esta aparición, hizo confesión general de sus pe­cados 
mientras derramaba copiosas lágrimas de arrepentimiento, después 
de lo cual sintió su alma totalmente trocada y ardiendo en deseos de unirse 
a Dios por medio de la Sagrada Comunión. Obtuvo el singular favor —grande 
de verdad en aquel tiempo— de comulgar todos los días. Este celestial 
manjar fué, durante veintitrés años, el único sostén de su cuerpo y, sobre 
todo, de su espíritu. Sólo bebía diariamente un vaso de agua mezclada con 
sal y vinagre para apagar el ardor que abrasaba su pecho, y que no era sino 
efecto del amor divino que la consumía. Tan extremado rigor, lejos de per­judicar 
su salud, la vigorizó notablemente. 
VIDA AUSTERÍSIMA. — SUS «DIALOGOS» 
OR testimonio de su confesor sabemos que nunca manchó su alma el 
pecado mortal; sin embargo, constantemente tenía sus faltas ante su 
vista, para llorarlas amargamente. Apartó de su lengua toda palabra 
inútil y, para castigar pretendidos abusos de su vida pasada, la frotaba en el 
suelo hasta sacar sangre. Redujo aún más las horas de sueño, y colocaba 
en su lecho zarzas y clavos para privarse del placer de un sueño tranquilo. 
Mas, como ella misma nos refiere, «la bondad de Dios torcía de tal forma 
sus propósitos, que era sueño más apacible que si durmiera sobre mullido 
colchón». Diariamente dedicaba a la oración, hecha de rodillas, de siete 
a ocho horas. 
Mayor todavía fué su mortificación interna. Ella misma nos dice en sus 
escritos que las «maceraciones aplicadas al cuerpo son del todo ineficaces 
cuando no están acompañadas de abnegación y sacrificio personal». Llevan­do 
al terreno de la práctica esta sentencia ascética, analizó cuidadosamente
SANTA Catalina de Genova asiste a los pobres en sus casas par­ticulares 
y se ejercita en los servicios más repugnantes y fasti­diosos, 
con gran edificación de toda la ciudad, admirada de ver a 
un,i dama de tan alta posición humillarse y servir de día y de noche 
por amor a Jesucristo.
las manifestaciones de su propia voluntad, para acometer las luchas con 
valor y decisión, y pronto logró tal dominio sobre sí, que automáticamente 
refrenaba todo deseo que no se dirigiera a Dios. 
Un alma de piedad común no puede sentir arranques por los que se 
crea capaz de imponerse un ideal de perfección tan contrario a las exigen­cias 
de la naturaleza. Ciertamente, no es dado a todos encauzarse por tal vía; 
y sería notoria imprudencia darse a tan noble empresa sin oír el llamamien­to 
interior y sin el previo consejo de un director experimentado y prudente. 
Aclaremos brevemente este punto trascendental: A Catalina, como a todos 
los santos y como a todos los cristianos de honda vida interior, se ofrece, el 
difícil problema de la valoración de los bienes naturales en orden a la salva­ción. 
¿Pueden ser medios para elevarnos a Dios o por el contrario son obs­táculos 
que hemos de soslayar o vencer en la marcha hacia la unión con Él? 
Muchas veces se da una solución que responde al temperamento propio, 
a la simpatía y hasta al propio egoísmo. Muchos adoptan, como aspira­ción 
más ideal en este mundo, una solución ecléctica que quisiera armonizar 
ambos extremos; es decir, un punto medio en la piedad. La que abraza Ca­talina 
no es de términos medios. Franca y resueltamente va en dirección a 
Dios, hollando todo lo humano; sin ruindades ni atemperaciones; rechazan­do 
todo lo que no sea de Dios o para Dios, y llegando hasta el sacrificio total 
del egoísmo, aun del que se disfraza con cierto matiz espiritual. 
En los Diálogos que escribió por consejo de su director espiritual, y que 
son reflejo exacto de su vida íntima, muestra, con gran sencillez y verdad, 
las etapas de la vida purgativa y el ascenso a la cumbre de la perfección. 
La Santa pone en escena al Alma, al Cuerpo y al Amor propio, y escribe: 
—¡Oh alma!, para que puedas servirte del cuerpo es necesario que atien­das 
a sus necesidades; de otro modo, morirás. En cambio, si fueres generosa 
con él, también él te dejará tranquila... 
Responde el Alma a sus dos compañeros: 
—Muy contrariada y afligida estoy de verme en la precisión de condes­cender 
con vosotros en tantas cosas y temo, al daros satisfacción en lo que 
pedís so pretexto de necesidad, compartir yo vuestros placeres; pues bien .sé 
que, al saborear los bienes terrenales, piérdese el gusto de los espirituales... 
Arremete nuevamente el cuerpo con razones de justicia carnal. 
—...Ya comprenderás, oh alma mía, que Dios no hubiera creado las 
cosas, si perjudicasen al alma. Yo tengo exigencias que satisfacer, necesito 
vestirme, comer, dormir y hasta expansionarme un tanto, para que así 
atienda mejor a lo que es de tu incumbencia. 
No son nuevos estos argumentos de la carne; la humanidad entera oye 
sus argucias en todos los tiempos, y marcan bien los pasos de la caída que 
con tan sublime encanto nos describe la Santa. Finalmente, dice que «¡no
<|ii«-daba al alma sino un leve remordimiento del que hacía poco caso!» Des­pués 
de ponderar en su justo valor las proposiciones del cuerpo, replica el 
«Imiii con decisión: 
—Ahora me propongo obrar contigo como con enemigo mortal... Sólo te 
otorgaré lo estrictamente necesario. 
«Más tarde tendrás todo lo que apeteces; te daré una felicidad para ti 
insospechada. Déjame hacer lo que quiero; así hallarás tú también la ver­dadera 
dicha, dicha tan grande que, ya te digo, ni soñarla puedes. 
La decisión es dura, pero las consecuencias que se siguen son altamente 
beneficiosas. Hasta este mundo viene a ser un anticipo del cielo. 
CON LOS ENFERMOS. — CONVERSIÓN DE SU MARIDO 
EXISTÍA por entonces en Génova una Sociedad llamada de la Miseri­cordia, 
compuesta por los más distinguidos caballeros y por ocho 
damas escogidas entre lo más noble y rico de la ciudad. Esta Sociedad 
cuidaba de atender a las necesidades de los pobres y a la administración 
de las limosnas que se recogían para tal fin. Ingresó Catalina en la carita­tiva 
asociación e inmediatamente empezó a ejercer su ministerio. 
Mostraba preferencia por los leprosos o llagados de úlceras gangrenosas, 
procurábales habitaciones sanas, camas, ropa blanca, alimentos, medicinas; 
oh una palabra, todo lo necesario; y quedaba en sus casas para asistirlos y 
desempeñar los humildes oficios de criada y enfermera. 
Mucho hubo de luchar para alcanzar aquel grado heroico de caridad, pues 
«cntía horror instintivo a todas esas hediondas calamidades. Revolvíasele el 
estómago a la vista de una úlcera purulenta, pero contestaba a esa protesta 
«le la naturaleza aplicando sus labios a las llagas. La repetición de estos actos 
heroicos le dió completo triunfo sobre sus nativas repugnancias. 
Habíase propuesto tres reglas principales de perfección. La primera: «No 
decir nunca: Quiero o N o quiero, ni tuyo ni m ío ; sino solamente: Haz esto, 
no hagas eso, « nuestro libro, nuestro háb ito ...» La segunda: «No excusar 
•lis faltas y estar siempre dispuesta a acusarse». La tercera: «Tomar por 
norma de toda su vida esta petición del Padrenuestro: Hágase tu v oluntad». 
Entretanto, su esposo, Julián Adorno, seguía llevando vida de desorden 
y despilfarro, por lo que el desenfreno de sus malos hábitos le trajo pronto 
ln ruina de su salud; mas, por la misericordia de Dios y las oraciones y pa­ciencia 
de su esposa, dió paso atrás en el mal camino, logró acabar con sus 
extravíos, pidió perdón de la reprobable conducta anterior, compartió las 
obras de caridad de Catalina e ingresó en la Orden Tercera de San Francisco. 
Sin embargo, no basta muchas veces un generoso acto de voluntad para
romper de golpe con tantos lazos como aprisionan la naturaleza del vicioso. 
Hacia fines del año 1497 le acometió una grave enfermedad, a la que lo» 
médicos no pudieron hallar remedio. Los arrebatos de ira se recrudecieron 
con inusitada violencia. 
En todo este tiempo Catalina no se apartaba del lecho de su esposo) 
prodigábale amorosa los más solícitos cuidados, y procuraba calmar su irri­tabilidad 
con el bálsamo de sus oraciones, mansedumbre y dulzura; mui 
nada ponía remedio a aquella exasperación. Inquieta Catalina de que pu­diera 
llegar el temido desenlace en ese triste estado, retiróse a su habitación 
y, postrada de hinojos, con férvida súplica, pidió a Dios que no se perdiera 
aquella alma. «¡Señor, tuya es —le dijo— ; no consientas que se pierda; con­cédemela! 
¡Tú lo puedes hacer!» Al volver a la alcoba del enfermo, lo halló 
perfectamente tranquilo y resignado. Julián oyó con gran conformidad la* 
recomendaciones de su esposa y expiró plácidamente entre sus brazos. 
De este modo compensaba Dios nuestro Señor a su fidelísima sierva. 
CATALINA, GERENTE DEL HOSPITAL. — SANTA MUERTE 
AL volver del entierro de su marido, había solicitado ya la dirección 
de los enfermos. Ocioso será decir que cumplió su cometido con ad­mirable 
celo y con edificación de cuantos la habían conocido. 
Entre los actos heroicos realizados por la Santa refiérennos sus contempo­ráneos 
el siguiente: Había en el hospital cierta enferma, terciaria francisca­na, 
aquejada de pestilente fiebre. Visitábala Catalina con frecuencia y la 
animaba a invocar el nombre de Jesús. Imposible era a la enferma el más i 
leve sonido, pero por la expresión de su mirada y el movimiento de sus 
labios, mostraba claramente que su alma estaba encendida de amor divino, I 
y que pugnaba por brotar de sus labios el nombre de Jesús. «Entonces —dice f 
uno de sus biógrafos— , no pudiendo contenerse Catalina, arrebatada, besó 
los labios de la moribunda para recoger en los suyos el adorable nombre de 
su Amado; pero al mismo tiempo tomó el virus de la peste, que la redujo al 
último grado de extenuación». Contra toda esperanza, por un verdadero mi­lagro, 
recobró la salud y pudo seguir aún en sus caritativas funciones. 
Como el Rey Profeta y el Pobrecito de Asís, Catalina invitaba a la na-naturaleza 
toda a alabar al Señor. Al contemplar la floresta amena de su 
hermoso jardín, decía a las florecillas: «Amiguitas mías, amad al Señor y 
bendecidle a vuestro modo». 
El fuego del divino amor la consumía hasta hacerla perder el habla. En 
medio de esos arrobamientos se le oía decir a veces, como en secreto: «Basta» 
Señor, mi alma se escapa, veo que me deshago».
l ’iirlicularmente al hablar del Purgatorio su rostro parecíase a un serafín. 
Nti director espiritual la obligó a describir algunos de esos sublimes scnti-m 
i I i i i I o s , y, debido a esa piadosa imposición, poseemos el hermoso Tratado 
■ i. ! I'u rga to rio y sus Diálogos. 
I .os diez últimos años fueron un continuado martirio. Tomaba las medi-i 
liM» que prescribían los facultativos, pero era para mayor tormento. Tan 
iirrihlc debía ser el efecto, que alguna vez se le oyó decir que al ingerirlas 
li inirccía «como si la colocaran entre las ruedas de un molino y la tritura-alma 
y cuerpo». Los únicos consuelos que experimentaba eran los espi- 
■ II miles y los que la Divina Bondad le enviaba por medio de sus ángeles. 
Kl 25 de octubre de 1510, después de un largo desvanecimiento, suplicó 
nl>rk-ran la ventana para contemplar el cielo y cantó el Veni Creátor Spíri-lus, 
después de lo cual quedó en un arrobamiento estático que le duró más 
ilc hora y media. «¡Vamos! —decía— . ¡No más tierra!» 
Kl 14 de septiembre pareció que se reanimaba, mas no era sino la alegría 
«le la partida que se dibujaba en su rostro. Se le preguntó si deseaba recibir 
ii Jesús en la comunión y señaló con su dedo el cielo, como diciendo que allí 
lo recibiría para no dejarlo jamás. Tomó su semblante incomparable expre­sión 
de hermosura y con voz llena de celestial suavidad pronunció las últi­mas 
palabras de Nuestro Señor en la Cruz: «Padre mío, en tus manos enco­miendo 
mi espíritu», y, diciendo esto, entregó su alma a Dios. 
Dieciocho meses después de su muerte fué colocada entre los Beatos por 
«•I papa Julio II. La canonización se decretó el 30 de abril de 1737 por el 
papa Clemente X I I y la solemnidad se fijó para el 16 de junio siguiente. 
Su fiesta se vino celebrando el 22 de marzo, hasta que en 1922 se trasladó 
ul 15 de septiembre. 
SANTORAL 
l,os Sie t e D o lo r e s d e l a Sa n t ís im a V ir g e n . Santos Nicomedes, presbítero y már­tir; 
Albino, obispo de L y ó n ; Leobino o Lubino, obispo de Chartres; Apro, 
abogado y, después — según algunos autores— , obispo; Entilas o Emiliano 
y Jeremías, mártires en Córdoba; Porfirio, cómico y mártir, cuya conversión 
y tormento, similares a los de San Ginés — 25 de agosto— , sucedieron en 
Andrinópolis bajo Juliano el Apóstata; Aicardo y Riberto, abades; Juan 
de Dwarb, llamado «E l enano», solitario en los desiertos de Escitia Ni-cetas, 
godo, martirizado por el rey Atanarico; Valeriano, mártir en Chalons; 
Máximo, Teodoro y Asclepiodoto, mártires en Andrinópolis en los primeros 
años del siglo iv Santas Catalina de Génova y Eutropia, viudas; Edita y 
Apronia, vírgenes; Melitina, mártir en Tracia, cuando imperaba Anto-nino 
Pío.
Con el maestro Cecilio Muerte gloriosa 
DÍ A 16 DE S E P T I EMB R E 
S A N C I P R I A N O 
OBISPO DE CARTAGO Y MARTIR (210?-258) 
SAN Cipriano es una de las figuras más excelsas de la floreciente Igle­sia 
africana del siglo I I de nuestra era. Siendo aún pagano, enseñó 
retórica. Fué de temperamento fogoso y entero, por lo que tendía a 
cierta intransigencia en la propagación de sus ideas. En el ardor de la 
lucha contra el cismático Novaciano y en las discusiones doctrinales con el 
l'iinlífice de Roma, arrastrado por su natural impetuoso, rozó un tanto los 
limites de la pura ortodoxia, pero la aureola del martirio que coronó su 
iirlivÍMina carrera es prueba elocuente de la rectitud de intención que en todo 
Ir guió y de su sincera voluntad de permanecer siempre fiel a Jesús y 
n ln doctrina de su santa Iglesia. 
Así nos lo dice en forma delicadísima y bajo los velos de la metáfora el 
Diiiii doctor de la gracia San Agustín, africano como él e ilustre lumbrera 
■lo la Iglesia universal. 
Si alguna nube se levantó en el hermoso cielo de su alma, fué disipada 
|i»r el glorioso resplandor de su sangre derramada por Cristo, pues los que 
liimcm mayor caridad pueden tener, no obstante, algún retoño silvestre que 
*1 ilivino Jardinero arrancará tarde o temprano. 
II. — V
CONVERSIÓN DE CIPRIANO 
NACIÓ Cipriano en Cartago (África) por los años 200 a 210, de fa­milia 
ilustre. Tascio Cipriano —el futuro Santo— distinguióse es­pecialmente 
en las letras y sentó cátedra de elocuencia ya desde 
joven. Rico e instruido, y de gusto depurado y fino, pronto aborreció las 
doctrinas y prácticas paganas, ya que, lejos de satisfacer las nobles ansias 
de su alma, le abrían un vacío inmenso. En este estado, buscó un amigo en 
quien desahogarse; tuvo la buena fortuna de hallarlo inmejorable en la per­sona 
del sacerdote Cecilio, quien supo pintar tan magistralmente las exce­lencias 
de la religión de Cristo, que ganó para él su nobilísimo corazón. 
Sumido en las lobregueces de una noche oscura —nos dice él mismo— y 
a merced del borrascoso mar del mundo, vagaba a la deriva sin saber cómu 
orientar la nave de mi existencia; la luz de la verdad aun no había ilumi­nado 
mis ojos. La bondad divina me decía que, para salvarme, debía renacer 
a nueva vida por las aguas santificadoras del bautismo; y que en ellas, sin 
cambiar de cuerpo, mi espíritu y corazón habían de purificarse. ¡Misterio 
insondable para mí, y espantoso dique que detenía la apacible corriente de 
mis halagadores vicios! Habituado a los refinados placeres de la mesa, ¿cómo 
podría ahora abrazarme a una severa austeridad? Hecho al lujo y ostenta­ción 
en el vestir y a ver brillar el oro y la majestad de la púrpura en todas 
partes, ¿cómo deshechar la fastuosidad de la vida, para cubrirme con ves­tidos 
humildes y sencillos? ¿Acaso puede el magistrado resignarse a la oscu­ridad, 
habiéndose visto siempre rodeado del honor, de fasces y lictores? 
Lo que el hombre no puede, lo puede la gracia de Dios. A un pagano 
ese cambio le parecerá locura; mas, considerado a la luz de la verdad cris­tiana, 
será lo más noble, lo más recto y lo más cuerdo. 
Cecilio le presentaba el admirable ejemplo de tantas vírgenes, viudas y 
varones de toda edad y condición, que Cristo ha trocado por entero en ver­daderos 
santos. Cipriano oyó admirado su elocuente relato y vió cómo des­aparecían 
sus dudas cual se esfuma la niebla herida por los rayos del sol. 
Maduro examen precedió a su firme resolución; mas, una vez emprendida 
la marcha, no retrocedió jamás. Vendió sus bienes, puso el producto a dispo­sición 
de la comunidad cristiana, según los principios de asistencia colectiva 
de los primeros tiempos de la Iglesia; hizo voto de continencia perpetua, y 
se dió a Jesucristo sin reservas de ninguna especie. Dice San Jerónimo —uno 
de sus biógrafos, refiriéndose a nuestro Santo— que «no es corriente cosechar 
tan pronto como se ha sembrado... pero en Cipriano todo corre veloz hacia 
la plena madurez. La espiga precedió a la siembra...»
Recibió el bautismo, para el que estaba bien preparado, en el año 245 
« 246, y quiso que fuera para él, según enérgica expresión suya, «muerte de 
los vicios y resurgimiento de las virtudes». Desde este instante puso al servi­cio 
del Cristianismo su privilegiado talento y su inagotable entusiasmo. Ali­mentó 
su espíritu con el estudio y la meditación de la Sagrada Escritura y 
ilc los escritores eclesiásticos, singularmente de Tertuliano, su compatriota. 
«Traedme al Maestro» —decía más tarde, hablando de los libros de éste. 
Nu es de admirar esa identificación con el gran apologista cristiano, pues 
eran muy afines su psicología, dotes intelectuales, temperamento y carácter. 
En esta época compuso su Tratado de la vanidad de los ídolos y el L ib ro 
rif los testimonios, en el cual prueba que la ley judaica terminó su misión 
con la venida del Salvador al mundo. 
OBISPO DE CARTAGO. — LOS «LAPSI» 
SIENDO neófito, fué elevado Cipriano al sacerdocio en atención a su 
gran saber y virtud. No había transcurrido un año desde su conver­sión 
cuando, sobreviniendo la muerte de Donato, obispo de la ciudad, 
el voto unánime de clero y pueblo lo llevó a ocupar la silla vacante. Mucho 
se resistió su humildad, mas hubo de acceder ante el clamor general. 
Gozaba entonces la Iglesia africana de no acostumbrada tranquilidad, 
circunstancia que aprovechó el celoso pastor para reavivar la disciplina ecle­siástica, 
un tanto relajada. Mas, como no bastaran sus exhortaciones para 
Macar a los cristianos del triste estado de abandono y relajación de costum­bres 
—parcial efecto de la paz y bienestar que por largo tiempo disfrutaron— . 
Dios los sacudió terriblemente con el azote de la persecución (250), siendo 
d cruel Decio el instrumento de su venganza. 
Llevaba un año de gobierno en su diócesis cuando estalló la deshecha tem­pestad. 
Creyendo ser más útil a su pueblo, y aconsejado por los que le ro­deaban, 
huyó de la furia de sus enemigos, y refugióse en un lugar seguro, no 
lejos de Cartago, mientras el alborotado oleaje del populacho reclamaba a 
¿ritos que Cipriano fuera presa de los leones. 
Desde aquel retiro mantúvose en comunicación constante con sus fieles 
y sobre todo con el clero que había podido quedarse con ellos, invitando a 
la penitencia a quienes habían claudicado, alentando a los débiles y envian­do 
palabras de consuelo a los que yacían en las mazmorras de la prisión. 
Mucho tuvo que sufrir también Cipriano de sus enemigos personales, 
cuya rebeldía se manifestó ya desde su elevación a la silla episcopal y que 
iiliora arreció notablemente con la defección de los apóstatas que como vil 
■ veoria dejó tras sí la hoguera de la persecución. Respecto a los últimos lapsi,
Cipriano decidió ser exigente con aquellos que, a la primera insinuación, 
habían corrido a ofrecer el sacrificio impío, pero menos severo con quienes 
habían claudicado después de una larga resistencia, e indulgente con los 
que, sin sacrificar, habían obtenido un certificado de sacrificio; atenuaba 
asimismo las penas en caso de peligro de muerte y absolvía a los que, te­niendo 
posteriormente ocasión de sufrir por Cristo, lo hicieron con valor. 
Tuvo que combatir, asimismo, el pretendido derecho de algunos vanidosos 
cristianos que, habiendo salido victoriosos de la prueba, se creían con fa­cultad 
de expedir certificados de rehabilitación a los apóstatas. 
Las decisiones de San Cipriano, aunque prudentes y moderadas, suscita­ron 
larga controversia y sus ecos llegaron hasta Roma, en el pontificado de 
San Cornelio. Un Concilio, reunido en aquella capital, condenó el rigorismo 
de Novaciano, jefe de la secta y aliado de los enemigos de Cipriano. 
Saciada ya de sangre la fiera de la persecución, volvió Cipriano a su 
iglesia y recogió las ovejas descarriadas y amedrentadas. Señalóse su go­bierno 
por la prudencia, firmeza y paternal amor con que procuró atraer a 
la verdadera fe a los que andaban apartados del redil. 
REDENTOR DE CAUTIVOS. — LOS REBAUTIZADOS 
POR entonces, los bárbaros irrumpieron con ímpetu en las fronteras 
más débiles del Imperio; varias ciudades de Numidia fueron saquea­das 
y numerosos cristianos cayeron prisioneros de los invasores. En 
este trance, dirigiéronse ocho obispos a Cipriano solicitando socorros para la 
redención de los cautivos. Vivamente impresionado por los relatos de los 
martirios que sufrían, Cipriano habló amorosamente de ello a sus fieles y 
logró con su elocuencia cuantiosas limosnas con las que pudo atender plena­mente 
la súplica de sus colegas en el episcopado. 
Por la misma época suscitóse entre el papa San Esteban y Cipriano la 
delicada controversia de los rebautizados. Sin duda alguna para protestar 
contra el proceder de Novaciano que exigía el bautismo a los católicos que 
pasaban a su secta, Cipriano imponía lo propio a los extraviados que volvían 
a la verdadera fe, por creer que el bautismo de los herejes era nulo. En el 
mismo error habían incurrido algunos obispos africanos. 
Tal cuestión era no sólo disciplinaria como pensaba Cipriano, sino dog­mática; 
pero a buen seguro que sus adherentes no alcanzaron a ver toda la 
amplitud e importancia que en este aspecto tenía. 
Algún indicio de esta equivocada doctrina se hallaba ya en germen en 
el famoso tratado D e la Unidad de la Iglesia (251), debido a la pluma de 
Cipriano, y escrito con estilo vigoroso y vehemente, como obra de polémica
LLEGADO al lugar del suplicio, San Cipriano se quita el manteo 
y la dalmática, manda dar veinticinco piezas de oro al ver­dugo, 
se tapa los ojos con un pañuelo y , de rodillas, recibe el 
l'olpe fatal. Los fieles, conmovidos, recogen con lienzos que traen 
preparados la sangre santa y veneranda.
viva contra el hereje Novaciano. Asestaba rudos golpes al adversario; pero 
en el empeño de reducirlo, extremó el alcance de ciertos argumentos, sin 
caer en la cuenta de que con ello dañaba a la caridad. 
En 255 y 256 congregó dos Sínodos o Concilios en los que se resolvió 
mantenerse en las decisiones anteriores sobre los rebautizados. Las conclu­siones 
fueron rechazadas por el Papa en los siguientes términos: 
—Si alguno viene a vosotros de la herejía, no debéis innovar nada contra- < 
rio a la tradición; solamente le impondréis las manos para la penitencia. 
La decisión del Romano Pontífice era clara, terminante e inapelable. 
Debía cerrar ya toda discusión; mas Cipriano, demasiado aferrado a su pro­pio 
parecer, no cedió, y en un nuevo Concilio (257) se ratificó en sus an- * 
teriores ideas, lo que obligó al papa Esteban I a lanzar la amenaza de i 
excomunión sobre él y los obispos que le seguían en el punto debatido. La I 
controversia siguió en el mismo estado de tirantez hasta el sucesor del papa 1 
Esteban, Sixto II, «hombre bondadoso y pacifico», según expresión de lo* I 
mismos obispos africanos. Una mayor comprensión por parte de éstos y I 
menos rigor, no en la doctrina, sino en los procedimientos, por parte del 1 
Romano Pontífice, logró establecer la armonía entre las partes litigantes. I 
‘ __________________1 
« ar.a.. ^ R^ EST0’®DE-c iP R ;rN O r^ S r5 k sT IE R R d " “ I 
NUEVAS pruebas amargaron el corazón del buen pastor. El empe-fl 
rador Valeriano, que al principio de su gobierno se había mostrado I 
«blando y bueno con los siervos de Dios», no tardó en seguir las I 
huellas sangrientas de sus predecesores. Movido tal vez por la codicia d e j 
las fabulosas riquezas que erróneamente atribuía la voz pública a los cris- f l 
tianos, ordenó nueva y cruel persecución. En este doloroso trance todas las ■ 
miradas se dirigieron a nuestro Santo. Fortunato, en nombre de los obispos, ! 
solicitó un plan de conducta para la lucha que acababa de desatarse. Desdejfl 
el destierro de Curubis, escribió Cipriano, en respuesta, el opúsculo sublime ■ 
De la Exhortación al Ma rtirio (septiembre 257). Es una compilación de sen-l 
tencias de la Sagrada Escritura, distribuida en doce capítulos. Sólo agregaba! 
algún breve comentario, dejando amplio margen a las iniciativas de Fortunato I 
y demás obispos, para una explicación adecuada a las necesidades de cadttm 
comunidad de fieles. ■ 
«He enviado —dice ingeniosamente— lana purpurada con la sangre d e ll 
Cordero que nos ha salvado y vivificado; a vosotros os toca ahora tejer la l 
túnica apropiada a vuestras necesidades.» ]■ 
Los cristianos de África estaban bien dispuestos para la lucha entablada.» 
Cipriano no sólo los confortó de palabra, sino que les enseñó con el ejemplo.!
I m 1(1 de octubre del año 257 fué llamado por Paterno, procónsul de África 
h cuyu autoridad molestaba la fama y crédito del Santo. 
Los augustos emperadores Valeriano y Galieno —dijo el procónsul— se 
l< ni dignado dirigirme una carta en la que me ordenan exija la práctica de 
l.i* ceremonias del culto a nuestros dioses. 
Yo soy cristiano y obispo —contestó el Santo— . A Dios servimos nos-iiiitm, 
y a Él dirigimos nuestras plegarias día y noche por todos nuestros 
liiiiniinos, por nuestros enemigos, y especialmente, por los emperadores. 
-¿Persistes en tu resolución? 
Resolución inspirada por Dios no puede variarse. 
Disponte, pues, para ir al destierro de Curubis. 
Allá iré —respondió el Santo. 
—Las órdenes recibidas son no sólo para ti, sino para los colaboradores 
luyo» en esta ciudad; ¿quiénes son ellos? 
■ -Como vuestras leyes proscriben la delación, me niego a responder. 
—No me importa; yo los sabré buscar. Los emperadores —añadió el 
liiocóiisul— han prohibido toda reunión, incluso en vuestros cementerios, 
l imlquier resistencia a esta soberana disposición será castigada con la muerte. 
I.u antigua Curubis —actualmente Kurba— , lugar del destierro, estaba 
•II mida en la costa, cerca del cabo Bon; aunque es lugar apartado y solitario, 
un deja de ser ameno y de apacible estancia. En atención a los méritos y al 
ii nombre de que gozaba Cipriano aun entre los mismos paganos, conce-iluronle 
autorización para que pudiera entrevistarse con el clero y fieles de 
•ii diócesis. En Curubis, como en Cartago, Cipriano fué el alma de su pueblo, 
<1 no le honraba como a padre, ora promoviendo el celo de unos, ora dando 
normas a su clero, o exhortando a todos a permanecer fieles a Cristo. Al saber 
c om o sacerdotes y obispos venerables habían sido sepultados en las minas, 
• o donde morían en agonía lenta y espantosa, les dirigió profundamente 
■ iiiiinovido una alocución, en la que Ies decía: 
«No me admira que los vasos de oro y plata hayan sido enviados donde 
■ <ns metales se guardan; por lo visto las minas han cambiado de condición 
i cu vez de darnos metales preciosos, han determinado ahora recibirlos. 
 m stros pies están encadenados; vuestros cuerpos, templos del Espíritu 
Vinto. están sujetos por serviles ataduras; pero dan a vuestro espíritu más 
lilicrtad para volar al cielo. ¿Acaso el contacto del hierro ha enmohecido 
t ucstro oro? ¡Lejos del cristiano las cadenas que deshonran! Con las vuestras 
Iciriniiréis la corona de vuestra victoria. ¡Oh pies gloriosamente atados!, 
■ I Señor los desatará. Pies encadenados ahora, para quedar libres por toda la 
i i rrnulad; pies que ahora no pueden andar, pero que pronto emprenderán 
l,i gloriosa carrera hacia el Redentor. Desnuda tierra recibe vuestros cuerpos 
molidos por el trabajo y el dolor; pero, ¡qué descanso será recostaros con
Cristo en la gloria! No abunda el pan, es cierto; pero el hombre no vive 
sólo de pan, sino también de la palabra de Dios. Carecéis de vestidos para 
protegeros del frío que os hiela; pero uno se halla bastante cubierto y rica­mente 
engalanado cuando está revestido de Cristo. Han colocado la ignominia 
sobre vuestra cabeza medio afeitada; pero, puesto que Cristo es la cabeza 
del hombre, cualquiera que sea ese ultraje, todo sienta bien en una cabeza 
ennoblecida por la confesión del nombre cristiano,.. Pedid —añadía al fia 
de su hermosa carta— , pedid al Señor que me lleve también hacia Él, que 
me saque de las tinieblas de este mundo para que nuestros corazones unidos 
por los lazos de la caridad y de la paz, después de haber luchado de consuno, 
se regocijen juntos en el cielo.» 
DESPEDIDA A SUS FIELES. — EL MARTIRIO 
PODRÍA creerse que el día de su martirio estaba aún lejos, ya que por 
entonces estaba en lugar seguro, y poco después le fué concedida una 
garantía mayor, al ser trasladado a un carmen situado cerca de Carta­go. 
Desde este nuevo asilo siguió atendiendo a los asuntos de su ministerio 
y dando a los pobres los pocos bienes que aún le quedaban. 
Circulaban con insistencia rumores alarmantes sobre la marcha de la 
persecución; tanto en Roma como en otras partes del inmenso Imperio, se 
aseguraba que las víctimas se contaban por millares. Inquieto por tales 
augurios, Cipriano envió una embajada a Roma para enterarse de la exactitud 
o falsedad de dichos rumores. Los informes que trajeron los emisarios fueron 
por demás desconsoladores. Un edicto de Valeriano ordenaba «dar muerte 
inmediata a los obispos, sacerdotes y diáconos». Trescientos cristianos —la 
célebre Masa cándida— perecieron en Ütica en una sola noche, unoc al filo 
de la espada y otros sepultados en una fosa de cal viva. 
Ante estas terribles noticias, muchos cristianos recomendaron a su santo 
Pastor que huyera de las furias de sus perseguidores. «De ningún modo 
—dijo Cipriano—; quiero dar mi vida por Cristo. Ha llegado para mí el 
momento de pensar antes en la inmortalidad que en la muerte». Sin embarga, 
obligado por sus amigos, al saber que el procónsul le buscaba, se escondió 
en la misma ciudad de Cartago. Acaecía esto a principios de septiembre del 
año 258. En su ocultamiento preparábase al martirio. Al saber que persis­tentemente 
se le perseguía y que los esbirros policíacos habían dado con 
su morada, nuevamente le apremiaban los amigos para que huyese, pero 
obedeciendo a un fuerte impulso que le llevaba a morir por Cristo, desoyó 
los ruegos, juzgando que a la prudencia humana se le había ya concedido 
lo que en justicia reclamaba.
Snlió decidido a los jardines y dos oficiales del procónsul asieron al Santo, 
> I <-imI, gozoso y con risueño semblante, subió al coche que le debía conducir 
>i! campo de Sixto, donde el procónsul, entonces convaleciente, tenía una 
<|iiin(a de recreo. Este magistrado, impuesto de la captura del Santo, fijó 
■ I juicio para el siguiente día y ordenó que fuera llevado al barrio de Saturno. 
La relación del martirio dice que el «pueblo de Dios» pasó toda la noche 
• ii vela mientras duró la pasión del santo mártir. Al día siguiente inmensa 
■iiiill ¡tud de fieles le rodeó en el momento de ser llevado al pretorio. 
Llega el procónsul y le dice: 
«—¿Eres tú Cipriano? 
—Sí. 
—Los santísimos emperadores han ordenado que sacrifiques. 
—No lo haré. 
—Reflexiona. 
—Haz tú lo que se te ha ordenado —contestó el santo mártir». 
El procónsul, consultado su consejo, condenóle a ser decapitado. 
La multitud siguió hasta la llanura de Sixto. Habiendo llegado Cipriano 
iiI lugar de la ejecución se desprendió de su manto, y púsose en oración con 
rl rostro en tierra. Luego se quitó la vestidura, que era una túnica a la 
usanza dálmata, y se la entregó a los diáconos. Vestido de una túnica de 
lino, esperó al verdugo. A su llegada, ordenó el obispo que entregasen veinti­cinco 
piezas de oro a aquel infeliz. Durante estos preparativos, los fieles 
extendían lienzos y toallas alrededor del mártir para recoger su sangre. 
Cipriano se vendó por sí mismo los ojos; el presbítero Julián y un sub-iliúcono 
le ataron las manos; en esta actitud recibió la muerte. 
Por la tarde, fueron en procesión a recoger el cuerpo del santo mártir 
l>ura colocarlo en el mausoleo del procurador Macrobio Cándido. 
El Sacramentarlo Gregoriano fijó su fiesta el día 16 de septiembre. 
SANTORAL 
tintos Cornelio, papa y mártir; Cipriano, obispo y mártir; Niniano, príncipe 
bretón y obispo; Martín, abad cisterciense y obispo de Sigüenza; Rogelio 
y Servodeo, mártires; Abundio, presbítero; Abundancio, Marciano, Juan 
y Geminiano, mártires en Roma. Beatos Juan Macías y Juan Mariar, confe­sores. 
Santas Dulcísima, Eufemia de Calcedonia y Eumelia —hermana de 
Santa Librada (18 de enero)—, vírgenes y mártires; Sebastiana, convertida 
a la fe por el apóstol San Pablo y mártir en Heraclea; Lucía, viuda, 
mártir en Roma; Rosvinda, virgen, venerada en Alsacia; Eugenia, Gun-delinda 
y Eimbilda, abadesas e> Alemania; Ludmila, duquesa de Bohemia, 
mártir.
Emblemas del Inquisidor La Seo de Zaragoza 
DIA 17 DE S E P T I EM5 R E 
SAN PEDRO DE ARBUES 
CANÓNIGO REGULAR, MARTIR (1441-1485) 
LA catolicidad de España, realidad histórica y actual que el mundo 
paganizante lleva clavada en su costado, ha sido origen de campa­ñas 
violentísimas por parte del infierno y con la complicidad de 
cuantos riñen las batallas del vicio y del error. Gracias a Dios, nunca 
nos ha faltado la prueba, yunque de la fe, crisol de virtudes y garantía para 
tu unidad religiosa y nacional. 
Una de las más poderosas máquinas alzadas por el mal frente a nos­otros, 
ha sido la llamada «leyenda negra», fábula imponente con la que han 
<iiii-rido aislarnos ante la conciencia universal; cúmulo de mentiras mal di- 
•imulado bajo la capa superficial de unos cuantos hechos que constituyen 
tu excepción de nuestra incomparable Historia; sofisma monstruoso incapaz 
de resistir los embates de una lógica elemental. 
El más firme de los asideros con que han contado, hasta hace poco, nues­tros 
impugnadores, ha sido la Inquisición, tribunal sobre cuyo tablado le- 
«untó la calumnia un monumento de falsedades para servicio de traidores 
y eruditos a la violeta. 
Modernamente han sido muchos los investigadores concienzudos, de todos
los campos nacionales y aun del sector extranjero no católico, salidos a la 
palestra para desempolvar la verdad histórica y dar al traste con tanto in­fundio 
y mala fe. Y, al profundizar en las razones que la inspiraron y en 
las consecuencias derivadas de su actuación, han descubierto, algunos con 
no pequeño asombro, lo que para nosotros fué siempre meridiana claridad: 
la Inquisición Española, tribunal eminentemente popular, indiscutiblemente 
beneficioso, era absolutamente indispensable para mantener la unión reli­giosa 
y social de nuestro pueblo. 
Es ésta una importantísima verdad que ha necesitado cierta profundidad 
de tiempo para definirse históricamente. 
Luchaba entonces el español contra dos gravísimos peligros: el de lo* 
moriscos, que encarnaba la última y violenta reacción de lo musulmán tras 
siete siglos de ingente lucha, y el de los judíos, cuyo lazo de unión con lo 
nuestro se estableció al través de los falsamente conversos, gente sin fe, 
honor ni moral, que trataba de minar en sus primeros cimientos nuestra 
misma estructura. 
«¿Qué hacer en tal conflicto religioso —ha escrito Menéndez y Pelayo— 
con tales enemigos domésticos? El instinto de la propia conservación se 
sobrepuso a todo; y, para salvar, a cualquier precio, la unidad religiosa y 
social, para disipar aquella dolorosa incertidumbre en que no podía distin­guirse 
al fiel del infiel, ni al traidor del amigo, surgió en todos los espíritus 
el pensamiento de la Inquisición». 
Hase pregonado con grande algarabía que aquella institución significó 
un oprobio para la conciencia y un atraso para la cultura. La primera de tales 
gratuitas afirmaciones descansa sobre el prejuicio creado por la leyenda; 
reducida la cuestión a su cauce histórico y al ambiente general de la época, 
fácil es comprobar que no hubo tribunal más benigno ni que con mayor 
interés y resultado obrara en pro de la humanización de los castigos. Y , con 
relación a su influjo en la cultura, ha dicho el incomparable crítico citado: 
«Nunca se escribió más ni mejor en España que en esos dos siglos de oro de 
la Inquisición». Y aun puntualiza «que en el siglo XVI, inquisitorial por 
excelencia, España dominó a Europa, aun más por el pensamiento que por 
la acción, y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcara su garra». 
Cierto que las leyes de entonces parecen harto duras a nuestro modo 
actual de enjuiciar, pero eran leyes de época, creadas por la sociedad para 
su propio gobierno, según el temperamento del ambiente típico general. 
Por otra parte, jamás la Inquisición entró en aplicar penas, salvo las 
canónicas, extraordinariamente suaves. Se limitaba a inquirir, en cumpli­miento 
de un deber judicial que le incumbía. Luego, relegaba los contumaces 
al brazo secular, único que aplicaba las sanciones establecidas para los de­lincuentes 
en el código general de la nación.
EL ESTUDIANTE 
EDRO de Arbués, de nobilísima familia emparentada con los condes 
de Aranda, había nacido en Épila, del reino de Aragón, el año 1441. 
Fueron sus padres don Antonio Arbués y doña Sancha Ruiz, excelen­tes 
cristianos de quienes el niño recibió muy felices ejemplos y educación 
esmerada. Y, como Pedro revelara magníficas disposiciones para el estudio, 
proporcionáronle muy luego maestros que le enseñaran no menos en la cien­cia 
del espíritu que en humanas letras. 
Nuestro joven tuvo así ocasión de lucir las bellísimas prendas de ingenio 
con que le adornara el Señor; pero, si sacó grandes provechos para la inte­ligencia, 
tuvo al mismo tiempo exquisito cuidado de que a par de ella flore­ciese 
el corazón en virtudes eminentes. 
Ya que le vieron en disposición de lanzarse a más dilatados estudios, 
luó enviado a Bolonia, donde estaba una de las más brillantes escuelas de 
mitinees. Muy pronto cundió la fama del joven aragonés, tan recio y disci­plinado 
en sus reglamentos de estudiante como ejemplar y fervoroso en los 
niiintos del alma. Compañero amable, corazón generoso y caritativo, talento 
liuniilde cuanto espléndido, centraba sobre sí la admiración de sus maestros 
y el aplauso de los condiscípulos, ante quienes pasaba como el mejor repre- 
■mtante del mundo estudiantil. 
Cumplida, pues, con extraordinarios éxitos, su carrera universitaria, gra-iluóse 
como maestro en Artes y en Filosofía, y, en 1468, logró entrar como 
lircario en el colegio fundado en Bolonia por el cardenal Albornoz. 
Siguió aquí la serie de triunfos académicos durante los cinco años que 
ilnlicara a la ampliación de sus estudios teológicos, y, al cabo de ellos, 
rl 17 de septiembre de 1474, recibió el grado de doctor. 
De la categoría moral del estudiante Pedro de Arbués puede darnos una 
lili-n el testimonio de las actas de aquel centro; elogio no rendido a ningún 
nlro anterior ni posterior a él en dichos libros; fórmula concisa pero que 
i i presa admirablemente la opinión en que eran tenidos sus valores espiritua- 
!■«, y que hace referencia a «los multiplicados dones de virtudes con que el 
All taimo engrandeció la persona del maestro en Artes y en Filosofía». 
Aun Pedro ejerció por algún tiempo el magisterio en la capital boloñesa. 
Nrntía, sin embargo, la nostalgia de la patria y, en cuanto se hubo librado 
•li los compromisos que en Italia le retenían, emprendió el viaje de regreso. 
I)e esta manera venía preparando el cielo aquel vaso de elección que 
Inula gloria había de dar un día a la Santa Iglesia por la eminencia de sus 
*lr( udes y como glorioso mártir de la fe.
CANÓNIGO REGULAR. — ^VIRTUDES DEL SANTO 
LOS grandes méritos del doctor Ar|bu®s habían saltado las fronteras, de 
modo que llegó a España precedido del renombre a que le hicieran 
acreedor su vasta ciencia y las gjrandes virtudes con que adornaba su 
alma. Y, el 30 de septiembre de 1474,» nombrado miembro del cabildo 
de la Santa Iglesia Catedral de San Salvador —llamada generalmente la 
Seo— de Zaragoza. Como dicho cabido lo formaran entonces canónigos 
regulares, hubo de profesar, dos años (después, en 1476. 
Las patrañas difundidas en torno a las fiéuras relevantes del tribunal 
de la Inquisición, han llegado a desff'^urar *a silueta histórica de ciertos 1 
jueces de la misma; pero no pudieron1 destruir el personaje real tal como ■ 
lo conoció el pueblo, y tal como el puíe^ ° 1° l*a dado a conocer por la tra- 1 
dición y por los documentos. I 
Pedro de Arbués, hombre extraordi'nar'° Por *a esplendidez de sus facul- ■ 
tades y por el brillo exterior a que fá«t:**rliente hubiera podido llevarlas, fué, m 
no obstante, sencillísimo en su vida y humilde, porque así se lo imponía ■ 
la vocación de santidad a que se sentí13 llamado. Sus contemporáneos todo» ■ 
están contestes en reconocerlo y se h,acen lenguas de sus virtudes así como ■ 
de la abnegación de sí mismo con cluc se entregaba a las exigencias del ■ 
deber sin parar mientes en compromi*sos ° dificultades. B 
Ayudábale a esta fidelidad la en«eráía indomable de su carácter, capa* H 
de todo cuando mediaba la obligación1* ^ en *as varias ocasiones en que vió H 
peligrar su vida por la causa del of?c'°< limitóse a poner su confianza en H 
Dios y a tomar el mínimo de preeauí2'0065 aconsejadas por la prudencia. H 
Fueron, asimismo, proverbiales, ?u industriosa caridad y el amor con 
que se daba a cuantos solicitaran o £uvieran necesidad de su ayuda. Y aun 
desde su cargo inquisitorial luchó lo1 indecible por librar a los enjuiciado* 
del brazo ejecutor, representado por l°s tribunales civiles. 
El pueblo, juez desinteresado a quien difícilmente escapan las razones 
que pesan en favor o en contra de quienes figuran en el tablado de la vida 
pública, intimó pronto con el bond^^oso canónigo en el que admiraba la 
espontaneidad y sencillez no menos *lue sus gloriosos antecedentes. Porque 
era forzoso reconocer la valía de qiuien en el extranjero había dejado tan 
alto el nombre español, y que, en el* escenario menor de la vida local, daba 
ejemplo de las más estupendas virtu<íes completamente olvidado de sí mismo. 
Muy por encima de cuanto los faIsf^‘ca(^ores han inventado para desprest i* 
giar su figura, queda la sentencia popular, la cual resumía su veredicto 
llamando familiarmente a Pedro «el santo maestro Épila».
SAN Pedro de Arbués acudía puntualmente, cada noche, a la 
Seo para el rezo de Matines. Allí, al pie del altar y mientras 
absorto rezaba las oraciones preparatorias, sorprendiéronle los cri­minales 
que, pagados por judíos y judaizantes, venían a darle la 
palma gloriosa del martirio.
INQUISIDOR GENERAL DE ARAGÓN 
YA hemos apuntado, páginas atrás, cómo el doble peligro con que lo* 
falsos conversos y el remanente musulmán atentaban a los interese» 
vitales de España, habían dado pie para crear, con carácter nacio­nal, 
el tribunal de la Inquisición. Tal iniciativa estaba en la raíz misma de 
lo popular, ya que el pueblo, harto cansado de ver cómo a sus expensa» 
medraba y se fortalecía una categoría social extraña al país y respaldada, 
la inmensa mayoría de las veces, en la falsedad y en el perjurio, deseaba 
interponer legalmente un cerco desde donde poder defenderse de aquello» 
malos enemigos. 
En 1484 publicóse el reglamento de la nueva institución, cuyo primer 
juez, Torquemada, seguía inmediatamente al Consejo Supremo, el cual, a 
su vez, dependía de los Reyes Católicos. El Santo Oficio tenía por divisa el 
«Misericordia et Justitia», lema desconocido por los tribunales civiles de 
aquel tiempo. 
Aunque la Inquisición, como obra humana, adoleciera de naturales de­fectos, 
suponía no pequeñas ventajas, a que también nos hemos referido. 
Es el caso que, una vez establecido, Torquemada eligió a Pedro de Ar-bués 
como delegado para el reino de Aragón. Concurrían en el nuevo inqui­sidor 
tales condiciones de ciencia, ponderación y virtud, que los Reyes Ca­tólicos 
refrendaron en seguida aquel nombramiento; con lo cual, el piadoso 
canónigo veíase, muy contra las inclinaciones de su natural condición, frente 
a preocupaciones y responsabilidades que de por sí no hubiera nunca buscado, 
A sabiendas, pues, de lo que le esperaba, pero alentado por la voz de 
la conciencia, asumió la función y proveyó a designar subalternos. 
El nuevo tribunal apenas encontró oposición entre los aragoneses; sin 
embargo, no pudieron éstos por menos de manifestarse en contra de determi­nados 
procedimientos que estaban en pugna con el carácter regional y contra 
lo establecido en los fueros. De donde surgió una tirantez que los neocon-versos 
judíos, numerosísimos y muy influyentes en la capital, Zaragoza, 
trataron de mantener y acrecentar en el pueblo. 
El nuevo magistrado hizo caso omiso de tales alborotos, cuya causa y 
razón principal no se le escondía, y entregóse de lleno a la labor sobrado 
dura que le había cabido en suerte. Llovieron los obstáculos sobre su ca­mino 
y, con el fin de entorpecerle el trabajo, pusiéronsele en contra las mál 
poderosas fuerzas movidas por la influencia y por el dinero; pero el celoso 
juez, atento siempre a cuanto significara caridad o justicia, estaba dispuesto 
a mantenerse fírme frente a la amenaza o el cohecho.
DISPUESTO A MORIR POR LA FE 
AQUELLA oposición del pueblo aragonés a ciertas fórmulas del Santo 
Oficio que estaban en pugna con el propio carácter, fueron recogidas 
por los descontentos, quienes se sirvieron de ellas como de pretexto 
i....i exigir una revisión. Formaban, en el grupo de los confabulados, per- 
•■•iiujcft de nota y ricos comerciantes sobre los que pesaba la amenaza de 
l» Inquisición. Estaban todos ellos decididos a conseguir a cualquier precio, 
•i no una revocación total, por lo menos una atenuación suficiente como 
'•iini milvarse a sí mismos del riesgo. 
Con tal propósito, acudieron al Justicia Mayor a fin de que, en uso de 
•n« fueultades, inhibiera de proceder a los inquisidores. No titubearon en 
<>ii<eerlc grandes cantidades de dinero para ver de sobornarle; pero, como 
■«•inri 110 se atreviera a pronunciarse contra una entidad nacida y ampa- 
■ iiilii a la sombra del trono y por la voluntad de los mismos reyes, limitóse 
•i Interponer sus buenos oficios cerca de la corte. 
I.os demandantes no esperaron, sin embargo, a una superior determina-i 
iim. y resolvieron por sí dar solución tajante al enojoso pleito. 
A pesar del sigilo con que celebraban sus conciliábulos, no se recataron 
iiinlo como para que el santo inquisidor dejara de conocer la amenaza que 
|n Kiilm sobre su vida. No obstante, lejos de turbarse por ello, siguió traba- 
I nulo cual si nada supiera de todo aquello. «Si muero a mano de mis ene­migos 
—había dicho a sus informadores— , moriré por la fe». 
I.os conspiradores habíanse reunido en la casa de Luis Santángel, judai- 
• míe que se honraba en amparar aquellos criminales proyectos. Después 
•I- mucho tratar y discutir, temerosos por un lado del odiado tribunal, y, 
|.nr otro, del peligro a que se exponían con sus secretos planes, andaban 
•Ii «iiinscgados e indecisos cuando uno de ellos, García de Moros —que luego 
Hilvana poniendo tierra por medio— , inclinó definitivamente la balanza. 
"Mutemos —decía él— a un inquisidor; que con el miedo no habrán ya de 
unir otros». Acordóse, pues, pagar algunos asesinos, y allí mismo recogieron 
■ I ilinero de la traición. 
Pedro de Arbués ya había tenido que sufrir algunos atentados. En cierta 
....iión, logró descubrir a tiempo que habían tratado de limar las rejas de 
• i i misma habitación. Poco después, pudo salvarse como por milagro del 
l'iuiul asesino que le acechaba en una iglesia. Quizá le hubiera sido fácil 
• "■luirse de guardadores personales; mas, por encima de todo, ponía su con- 
Imii/ii en el Señor y se sometía con ánimo resuelto a la divina voluntad. 
Mu que su vida misma, importábale el puntual cumplimiento de su deber.
MÁRTIR POR LA FE 
FUÉ la noche del 14 al 15 de septiembre de 1485 la escogida para d 
sacrilego atentado. Los grandes trabajos que, a causa de su oficio, 
recaían sobre el inquisidor general, no eran óbice para que, puntual­mente, 
acudiera cada noche al coro con la comunidad de los canónigos. 
Los enemigos conocían bien esta severidad del Santo para cuanto significaba 
disciplina del propio deber, y resolvieron aprovecharse de ella para su» 
designios. 
Después de la conjura tramada en casa de García de Moros, habían con­seguido 
comprar los infames servicios de un converso llamado Juan do 
Abadía, a quien debían acompañar otros dos cómplices, uno de ellos hijo 
de un penitenciado del Santo Oficio. 
Los asesinos habíanse escondido en el templo de la Seo, al amparo de 
las sombras y en espera de la hora de Maitines. Los canónigos, muy ajeno# 
a lo que se preparaba en su misma vecindad, fueron acudiendo al coro. 
Llegó a poco Pedro de Arbués armado de su farolillo y, antes de pasar 
a ocupar su puesto, arrodillóse delante del altar para rezar las oracione» 
preparatorias. Allí estaba absorto en su ejercicio cuando cayó sobre él, es­pada 
en mano, el citado Juan de Abadía y tiróle una cuchillada a la gar­ganta. 
Aunque gravísimamente herido, trató el santo inquisidor de ganar 
el coro, mas vino tras él otro de los criminales y dióle un nuevo tajo que 
le atravesó de parte a parte. Cayó el Santo a la nueva acometida, mientras 
exclamaba: «Muero por Jesucristo; alabado sea su santo Nombre». 
Huyeron luego los matadores a merced de la oscuridad, en el ínteria 
que los canónigos acudían prestamente en auxilio de su hermano. No murió 
Pedro de Arbués allí mismo, sino que aun sobrevivió dos días, durante lo* 
cuales sólo pensaba en solicitar misericordia para los asesinos y en implo­rar 
sobre ellos la gracia de Dios. 
El pueblo, cuyos nobles instintos explotaban tan inicuamente los com­prometidos 
en el sacrilegio, en vez de reaccionar como éstos esperaban, salié 
por la honra del santo maestro de Épila y dispuesto a limpiar la ciudad da 
judaizantes. E hizo falta que el arzobispo don Alonso de Aragón inter­pusiera 
toda la fuerza de su autoridad y prometiera, no obstante los ruego# 
del santo mártir, cumplir estricta justicia, para impedir una matanza general. 
Los asesinos fueron presos y decapitados. El principal ejecutor, de Abadía^ 
no esperó a la sentencia y se suicidó en la cárcel. Algunos de los instigado^ 
res lograron con tiempo escapar a la justicia. Y entretanto, el cuerpo d« 
San Pedro de Arbués recibía el homenaje de toda la ciudad.
EL HONOR DE LOS ALTARES 
RONTO la tumba del glorioso mártir se convirtió en punto de cita 
para los fieles. La veneración que le acompañara en vida, transformóse 
en verdadero culto desde el momento en que Pedro de Arbués ca 
 i rn al pie del altar como víctima propiciatoria de la maldad judía. Los 
i¡ i mides favores alcanzados por su intercesión acrecentaron más y más la 
ilrvoción del pueblo, el cual no tardó en solicitar para el ilustre compatriota 
lii glorificación definitiva. 
Tusaron, sin embargo, bastantes años antes de que se vieran satisfechas 
iiin justas esperanzas. Por fin, cuando corría el año de 1664, el Sumo Pon-iilii'r 
Alejandro VII, al que venían piadosamente importunando el monarca 
< ••puño! Felipe IV y el cabildo de Zaragoza, movido por las señales con que 
1 1 cielo honraba de continuo al insigne mártir, dió cima a los procesos ca­nónicos 
publicando el correspondiente decreto de beatificación. 
Aun faltaba un paso para coronar los deseos del mundo cristiano. Pío IX. 
jjriiii admirador de la obra, vida y muerte de nuestro Santo, así como de 
lin prodigios con que se manifestaba la divina voluntad, publicó, el 29 de 
liiuio del año 1867, la tan deseada Bula de Canonización. 
Fijóse la fiesta del aniversario para el 12 de septiembre, pero en España 
vii-iie celebrándose tradicionalmente el día 17 del mismo mes. 
Kl sepulcro del Santo forma la mesa del altar en la capilla que le está 
i'iinsagrada en la catedral de La Seo. 
lian llegado hasta nosotros algunos de los escritos de San Pedro de Ar­tillé*; 
entre ellos, un «Libro de Sermones», «Memorias y Advertencias Ecle- 
•liknticas» y «El rezo de la Corona de Nuestra Señora». 
SANTORAL 
I <i impresión de las Sagradas Llagas en el cuerpo de San Francisco de Asís; San­tos 
Pedro de Arbués, mártir; Roberto Belarmino (véase en 13 de mayo); 
Iíeraclido y Mirón, obispos y mártires; Lamberto, discípulo de San Lando-aldo, 
obispo de Maestricht y mártir; Justino, presbítero y mártir; Rodingo 
o Crodingo, abad en Argona; Narciso y Crescención, mártires en Roma 
Sócrates y Esteban, mártires en Inglaterra; Valeriano, Macrino y Gordia­no, 
martirizados en Noyón; Flocelo, niño, mártir en Autún, bajo Anto­nino 
P ío ; Sátiro, hermano de San Ambrosio y confesor; Pedro y Ando-leto, 
compañeros de San Lamberto de Maestricht. Santas Coloma o Co­lumba, 
virgen y tnártir; Agatoclia, esclava, mártir; Hildegarda, virgen y 
abadesa; Ariadna, martirizada en Frigia en tiempos de Adriano; Teodora, 
matrona romana.
DI A 18 DE S E P T I EMB R E 
SAN JOSE DE CUPERTINO 
HERMANO MENOR CONVENTUAL (1603-1663) 
POCOS santos han sido tan ridiculizados como San José de Cupertino 
por los racionalistas de todos los tiempos. Al igual que San Beni­to 
José Labre, le cabe el honor de haber provocado su fecunda y 
maliciosa ironía. Un humilde franciscano que durante cuarenta años 
admira a Italia entera con la fama de sus sorprendentes milagros, que casi 
diariamente se lanza a los aires como cándida paloma bajo el impulso del 
iimor divino, y a mayor abundamiento en el siglo de las grandes fastuosi­dades 
del magnífico monarca francés Luis XIV, y en los mejores tiempos 
del jansenismo, es por sí solo un solemne mentís para los incrédulos que, 
en nombre de la ciencia, niegan a Dios el derecho de derogar las leyes de la 
naturaleza que Él mismo ha impuesto. 
José María Desa, hijo de un humilde carpintero, nació en Cupertino, 
villa del reino de Nápoles. Como Nuestro Señor Jesucristo, y, según piadosa 
creencia, como el seráfico Padre San Francisco, su cuna fué un establo. 
Su madre se había refugiado en aquel lugar al ver allanado su domicilio por 
los acreedores del desgraciado carpintero, los cuales, para resarcirse de sus 
créditos, se llevaron violentamente los pobres enseres de la casa.
Era su madre una de esas mujeres fuertes de las que nos habla la Sagrada 
Escritura. Los reveses temporales, lejos de quebrantar su fe viva y arraigada, 
la robustecían; como madre modelo, procuró infundir en el corazón de José 
solidad piedad, y en su voluntad, temple viril, empleando no sólo la suavidad 
y persuasión, tan propia de una mujer y más si es madre, sino también luí 
firmeza y rigor cuando las circunstancias lo exigían. Más tarde dijo el Santo, 
en cierta ocasión, que la educación que recibiera de su santa madre en los 
primeros años valía por el mejor noviciado. Desde niño fué favorecido del 
cielo con singulares dones de gracia; vivía solo para Dios; y estaba su es­píritu 
tan absorto y tan a gusto en pensamientos espirituales, que en ello 
exclusivamente experimentaba contento. Darse a los actos de devoción, visitar 
las iglesias y rezar rosarios y letanías ante la imagen de la Virgen que 
presidía su humilde oratorio familiar, era su mayor encanto. 
No sentía gusto alguno por la escuela, en la que apenas pudo aprender 
a leer y escribir medianamente. Prefería aprender la espiritualidad y el ma­gisterio 
divino de Jesús. Fué de constitución orgánica endeble y enfermiza. 
Siendo niño, quedó su salud muy quebrantada por cierta enfermedad que le 
cubrió el cuerpo de úlceras, reduciéndolo a un estado tan repugnante que 
su sola vista ofendía. Nuestra Señora de las Gracias se compadeció de su 
dilecto hijo y le curó milagrosamente. 
Después de este singular favor, ya no pensó sino en consagrarse por entero 
a Dios en el retiro del claustro; tardó, sin embargo, algún tiempo en realizar 
su deseo, pues juzgando sus padres algo precipitada tal resolución, acaso 
para afianzarlo más en su loable propósito, quisieron que probara las amar­guras 
de esta vida, y lo colocaron como aprendiz de zapatero, oficio en el 
cual fracasó rotundamente. 
No había nacido José ni para ese, ni para otros menesteres temporales; 
su pensamiento no salía de la iglesia; ingeniábase para hallar nuevos modos 
de mortificarse; su alimentación consistía en frutas, pan y yerbas sazonadas 
con ajenjo; olvidábase durante días enteros de comer y, al advertírselo, 
respondía con beatífica sonrisa «que no se había acordado». 
A los 17 años solicitó el ingreso en los Hermanos Menores Conventuales, 
donde tenía dos tíos religiosos. A pesar de tan valiosa recomendación, no 
pudo el pobre José franquear las puertas del convento, pues juzgaron que 
su ignorancia y cortedad de juicio eran insuperables obstáculos para em­prender 
la carrera sacerdotal. Llamó entonces a otra puerta, donde, de 
momento, vió cumplido su deseo. Los Padres Capuchinos del convento de 
Martina lo recibieron en calidad de Hermano lego. Al cabo de nueve meses 
decidieron los superiores despedirlo, pues veían que no servía en absoluto 
para los menesteres manuales de la comunidad. Hubiérase dicho que sus 
manos tenían la virtud de romper cuanto tocaban; al atizar el fuego volcaba
I.t« i’iiciTolas; llegaba a confundir el pan blanco con el moreno, y, en suma, 
• •■i lili su ineptitud que resolvieron devolverlo al siglo. 
I.o más doloroso para José fué que la fama de inhábil, perezoso y necio 
•« divulgó tanto, que le cerraba todas las puertas. Tuvo, pues, que volver 
■i Ciipcrtino y por cierto en malas circunstancias, pues al llegar a su pueblo 
k I m v o a punto de ir directamente a la cárcel, por causa de los nuevos acreedo-del 
ya fallecido carpintero, los cuales, exasperados al ver su dinero per-illilo, 
pretendían hacer detener a la esposa y sus hijos. 
ACUDE NUEVAMENTE A LOS CONVENTUALES 
RAS reiteradas diligencias y súplicas, consiguió su madre que fuera 
recibido en el convento de Santa María de Grottella como Oblato 
terciario. Los superiores, de mayor penetración de espíritu que los 
ilr antaño, no tardaron en apreciar en el nuevo sujeto hermosas dotes de 
iilina; profunda humildad, perfecta obediencia y espíritu de mortificación, 
por lo cual juzgaron que en el nuevo discípulo habían adquirido un tesoro; 
y. a pesar de su deficientísima instrucción y de las escasas disposiciones que 
Irma para el estudio, admitiéronle en el noviciado de clérigos. José, en el 
colmo de sus deseos, dióse con gran empeño al estudio y logró aprender 
n leer y escribir con bastante correccióu la lengua vernácula; en cuanto a 
lu latina, debió limitarse a preparar las traducciones más sencillas y consi­guió 
sólo dominar la del Evangelio de sus preferencias; aquel en que figuran 
estas hermosas palabras: «Bienaventurado el seno que te llevó...» 
Para alcanzar el diaconado, exigíase previo examen. El obispo de Nardo 
dirigió el interrogatorio. Tocóle a José por suerte, o, mejor dicho, por mila­gro, 
aquel único Evangelio que sabía bien. El 4 de marzo de 1628 fué ordena­do 
sacerdote sin nuevo examen, circunstancias que hacen ver con claridad 
la intervención divina, ya que es sabido cuán profundos y largos estudios 
impone la nobilísima carrera del sacerdocio. 
AMOR A LA POBREZA. — POPULARIDAD DEL SANTO 
DESDE esta fecha intensificó más aún el fervor y la mortificación; du­rante 
cinco años no comió pan, y durante quince se abstuvo de vino; 
su alimentación consistía en hierbas y legumbres ordinarias, condi­mentadas 
con líquidos amargos, y en algunas frutas secas. Los viernes se sa­tisfacía 
con una hierba de gusto tan extremadamente ingrato que, habién­dola 
gustado otro religioso con la punta de la lengua, tuvo náuseas durante
todo el día. A imitación de su seráfico Padre, ayunaba durante siete cuares­mas 
cada año; desde el jueves hasta el domingo no tomaba alimento corpo­ral 
y sólo se sostenía con la Sagrada Comunión. Disciplinábase todas las no­ches 
hasta perder la respiración y ceñía su cuerpo con un cilicio de hierro. 
Es de admirar cómo el demonio, tan experto estratega, pretendiera abrir 
brecha en la fortaleza de su alma, precisamente donde estaba tan bien de­fendida. 
Ridicula tentación parece querer introducirse en un corazón despren­dido 
de bienes terrenales, para sembrar la cizaña de la avaricia; concíbese 
que pueda ser para un rico fácil ocasión de caída; pero, ¿cómo serlo para 
quien voluntariamente no posee más que un burdo y mísero sayal? 
—No sospechaba —decía-años más tarde— que la trama de las redes del 
diablo fueran tan sutiles. Ahora comprendo perfectamente que el mérito de 
la pobreza no está precisamente en no poseer nada, sino en no tener afecto 
a las cosas de la tierra. 
Si desde su juventud eran frecuentes los éxtasis, efecto de su unión ínti­ma 
con Dios, una vez sacerdote, multiplicáronse por modo extraordinario, y 
bastábale, a veces, oír el nombre de Jesús para quedar arrebatado en éxtasis. 
Aunque José no predicaba ni oía confesiones y huía de toda ostentación, 
la fama de su santidad se extendió rápidamente entre las gentes. Bastaba su 
presencia para conmover pueblos y ciudades. En todas partes veíase asediado 
por enfermos y necesitados, tanto del alma como del cuerpo; cortaban parte-citas 
de su vestido; hurtábanle el cordón, desgranaban su rosario para guar­dar 
las cuentas como reliquias o para remedio de sus dolencias. El Santo 
parecía no notar esas perdonables sustracciones. 
Para edificación y ejemplo de los religiosos, prescribiéronle los superio­res 
una peregrinación por los conventos del reino de Nápoles, debiendo que­darse 
en cada uno cuatro días. De este viaje puede decirse lo que se dijo de 
las correrías apostólicas del Señor: «Un hombre de treinta y tres años se lleva 
tras sí pueblos enteros y maravilla a todos con portentosos milagros». 
ANTE EL TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN 
CIERTO personaje eclesiástico creyó que el entusiasmo desbordante de 
la plebe por el Santo era efecto de la ignorancia y de la incapacidad 
para distinguir lo verdadero de lo falso. Con este criterio y para 
atajar el mal antes de que empeorara, delató al Santo al tribunal de la In­quisición. 
Con gran pesar, tuvo que volver fray José a Nápoles. Había sido 
informado por vía sobrenatural de la «enorme cruz» que allí le esperaba. Es 
expresión suya. Sin embargo, a pesar de tres rigurosos interrogatorios, el 
tribunal le proclamó irreprobable en la doctrina y en las costumbres.
EN la dominica del Buen Pastor, San José de Cupertino se pre­senta 
ante el Padre Guardián con un corderito en los hombros, 
después se levanta en él aire hasta la altura de los árboles y queda 
como arrodillado y extático durante dos horas, con admiración de 
todos los religiosos del convento.
Toda la ciudad de Ñapóles se había conmovido ante los hechos milagroso» 
de José de Cupertino. La Inquisición ordenó al Santo que celebrara la misa 
en la iglesia de San Gregorio el Armenio. Acudió, en efecto, pero apenas se 
hubo arrodillado, en presencia de los admirados fieles, lanzó un gran grito y 
elevóse por los aires yendo a ponerse por encima del altar sin que las velas 
encendidas prendiesen en sus vestidos. Nuevamente lanzó otro grito y voló 
alrededor del altar cantando: «¡Oh bienaventurada Virgen! ¡Oh bienaventu­rada 
Virgen!», y volvió a tomar el puesto que ocupaba primero. 
Quiso el virrey de Nápoles verle, pero el humilde religioso, temiendo com­parecer 
ante la corte, salió secretamente para Roma junto con su compa­ñero, 
frey Ludovico. 
Al acercarse a la ciudad, sintió su corazón inundarse de alegría y su mente 
de sublimes pensamientos. Creyóse indigno de pisar el suelo regado con la 
sangre de tantos confesores de la fe y, acordándose de su seráfico Padre, 
entró en estado de suma pobreza en aquellos sagrados recintos y exigió a su 
compañero que arrojase fuera de sí la única moneda que le quedaba del viaje: 
«Hermano —le dijo—, ya que hacemos profesión de estricta pobreza, hemos 
de presentamos en la ciudad de la fe en calidad de mendigos». 
Más tarde, al verse ante el Sumo Pontífice, conmovióle la augusta ma­jestad 
del Vicario de Cristo en la tierra y fué arrobado en éxtasis, quedando 
suspendido en el aire durante la audiencia. 
Luego recibió orden de trasladarse a la residencia del convento, de estric­ta 
observancia, de Asís. Mucho agradó al Santo ir a los santos lugares fran­ciscanos. 
Sin embargo, allí le esperaba la prueba más dura de toda su vida. 
Sin saber cómo, vióse envuelto de repente en la mayor desolación. Los supe­riores 
procedían con él injusta, dura y desconfiadamente; tratábanle de far­sante 
e hipócrita; las tentaciones le acometían con inaudita violencia; sintió 
vergüenza de ser objeto de curiosidad por la fama de sus milagros y hasta el 
cielo se sumó a tan general desamparo; todo era negrura, abandono y frial­dad 
espantosa. Dos años probó Dios a su siervo de este modo. Al fin, vien­do 
los superiores que la salud del Santo se resentía grandemente, decidieron 
trasladarlo a Roma por algún tiempo en 1644. 
Al cabo de algunos meses regresó a Asís. ¡Qué cambio tan maravilloso se 
había operado en todos, durante esa breve ausencia! Superiores, religiosos, 
autoridades civiles y el pueblo en masa se hallaban en la iglesia o en los al­rededores 
a su llegada. Al entrar el Santo y contemplar la imagen de la 
Virgen, parecida a la de Grottella, a la que profesaba tierna devoción desde 
su juventud, en un arranque impetuoso de amor se lanzó a los aires para 
besar a la imagen que se hallaba a dieciocho pies de altura, y saludóla con 
estas palabras: «¡Oh Madre mía, sois Vos quien me ha traído aquí!» La 
muchedumbre prorrumpió en gritos de admiración, diciendo: «Ha llegado el
Nmilo». El municipio, por unanimidad, le otorgó el título de hijo adoptivo 
•!<’ Asís, honor que apreció José en gran manera, por ofrecerle el singular 
litvor de ser conciudadano de su glorioso Padre San Francisco. 
Un los nueve años que vivió en esta santa casa, los dones sobrenaturales 
■mi que el cielo le enriqueció se manifestaron espléndidamente. 
CIENCIA MARAVILLOSA DE UN IGNORANTE 
EL humilde religioso era ignorante en las ciencias humanas, pero muy 
sabio en las de Dios. Con la mayor claridad explanaba las verdades más 
abstrusas de la religión, cuyo conocimiento sublime debía el Santo a la 
inmediata comunicación que tenía con Dios en la oración. Príncipes, carde­nales 
y prelados solicitaban su opinión y le exponían sus dudas. 
Juan Casimiro, príncipe de Polonia, pidióle consejo sobre el propósito que 
nlltcrgaba de abrazar el estado eclesiástico. «No lo haga —le dijo el Santo— , 
porque se verá obligado a abandonarlo. No tardará mucho Dios en darle a 
i'onoccr su voluntad». Así sucedió efectivamente, pues aunque fué elevado 
ilit'lm príncipe, por Inocencio X, a la dignidad cardenalicia, al poco tiempo 
ilcliió otorgarle el mismo Pontífice la dispensa para poder ocupar el trono de 
l'olonia, que se hallaba vacante por la muerte de su hermano. 
Kl duque de Brunswich, príncipe luterano, de veinticinco años de edad, 
giraba visita, en el año 1649, a las Cortes de Europa. Había oído hablar del 
Inumuturgo de Asís y le acució el deseo de presenciar algún milagro. El Pa-ilrc 
Guardián, para satisfacer su curiosidad, le invitó a asistir a la misa del 
‘•.mío desde el umbral de la puerta. Nada de particular aconteció hasta el 
momento de partir la Sagrada Forma; trató de hacerlo y encontró gran re- 
•lulcncia; no pudo lograr su propósito y, sumamente afligido, con los ojos 
liiimidos en lágrimas, se levantó del suelo y en esta posición retrocedió del 
nllur algunos pasos. Dirigió al Señor ferviente súplica y volvió de nuevo al 
•illnr, pudiendo entonces realizar el fraccionamiento con la facilidad acostum-l> 
rmla. Quiso saber el príncipe la causa de este extraño suceso. «Me habéis 
l ruido —dijo el Santo al Padre Guardián— gente que tiene el corazón muy 
iluro y que se obstina en no creer lo que la Santa Madre Iglesia enseña. Ésta 
i « la causa de que el Cordero sin mancha se haya endurecido en mis manos, 
■Ir forma que no podía dividirlo». 
ICstas palabras conmovieron el corazón del príncipe luterano y en visitas 
l«nrl ¡culares solicitó del siervo de Dios consejos espirituales para su alma. 
Aun tuvo ocasión de presenciar un nuevo milagro. Asistiendo a la misa del 
Himto otro día, apareció durante la elevación en la Sagrada Hostia una cruz 
m-gra. Lanzó un grito el celebrante, se transportó y quedó suspenso en el
aire durante medio cuarto de hora. Este espectáculo aterró al protestante, 
que no pudo contener los sollozos. El Santo seguía suplicando: «Señor —decía 
mirando a la cruz— , esta obra es vuestra, no quiero sino vuestra gloria; 
tocad y ablandad, Señor, a ese corazón; haced que sea acepto a vuestra Di­vina 
Majestad». Su oración fué oída, pues el principe luterano se hizo católico. 
DE CONVENTO EN CONVENTO 
LAS curaciones, profecías, éxtasis y elevaciones se sucedían con tanta 
frecuencia, que el Sumo Pontífice Inocencio X decidió tomar cartas 
en el asunto, temiendo no fueran supercherías que, a la postre, se re­solvieran 
en desprestigio de la verdad y de la Religión. La Iglesia, en todos 
los tiempos, ha extremado la cautela y rigor en semejantes casos. En el pre­sente 
ordenó al inquisidor de Perusa, que el Padre José fuera al convento de 
Capuchinos de Pietra Rubia. Al separarlo de su familia religiosa y recluirlo 
en lugar retirado, pretendíase crearle un ambiente desfavorable. No por eso 
dejaron de producirse las acostumbradas maravillas. En esta nueva residen­cia 
realizó portentosos milagros ante el inquisidor, ante los soldados de guar­dia 
y ante el pueblo entero. La aglomeración de forasteros con motivo de 
los prodigios fué tanta, que hubo de construir albergues especiales, y en el 
loco frenesí de admiración llegaron a pretender levantar el techo de la igle­sia 
para poder contemplar al Santo durante la celebración de la misa. 
Al cabo de unos meses se le trasladó a otra residencia que se creyó estaría 
más al abrigo de la popularidad. Era ésta el convento de Fossombrone. Aun­que 
el traslado se hizo de improviso y en el mayor secreto, pronto halló el 
retiro la multitud. Debiendo celebrarse un Capítulo General en aquella casa, 
se dispuso que José fuera al convento de Montevecchio. En este nuevo asilo 
tuvo uno de los éxtasis más notables entre los numerosos de su vida. Era el 
domingo segundo de Pascua; al pasar por el huerto vió el Santo un corderito, 
que le recordó el buen Pastor de que habla el Evangelio de ese día, y con 
ese pensamiento sintióse arrobado; cogió amorosamente el corderillo y ex­clamó: 
«Ved la ovejita», y presuroso y contento la lleva al Padre Guardián, 
diciéndole: «Ved al buen Pastor que lleva en sus hombros la oveja descarria­da 
». A estas palabras se le encendió el rostro de púrpura y emprendió el 
vuelo por encima de los árboles, permaneciendo con el cordero al hombro y 
de rodillas por espacio de más de dos horas. 
En esta misma localidad y en ocasión de celebrar el Santo Sacrificio en 
el día de Pentecostés, al leer el Himno del día Veni Sánete Spíritus, sintió 
un torrente de amor que le inundaba el corazón, y no pudiendo contenerse 
lanzó un grito y emprendió el vuelo alrededor de la iglesia.
ÚLTIMOS VIAJES.— SU MUERTE 
LA hora de la partida se acercaba. El papa Inocencio X, mantuvo con 
firmeza la resolución tomada a propósito del Padre José; pero su 
sucesor le permitió que residiera en un convento de la Orden, por lo 
que los superiores le enviaron a Ósimo, donde debía terminar sus días. El 
minino de Montevecchio a Ósimo pasa muy cerca de la Santa Casa de Lo-rcto. 
Al divisar la cúpula de la iglesia, su compañero de viaje se la señaló 
con el dedo. Bastó esta sencilla indicación para que se sintiera arrebatado 
y en un prolongado éxtasis viera cómo bajaban y subían del cielo a la casa 
de Loreto multitud de ángeles. El 10 de julio entró en la casa de Ósimo. 
Residió en ella seis años en la reclusión más absoluta. Por sus continuos 
éxtasis, puede decirse que llevó vida extática más bien que natural. 
Las fuerzas de José se agotaban poco a poco y agregóse a esto, desde el 
primero de octubre del año 1663, una persistente fiebre. Conoció, por revela­ción, 
el día de su tránsito, y preparóse a él con extraordinario fervor. Celebró 
misa por última vez el día de la Ascensión. La fiebre aumentó desde esta 
fecha y fué minando las pocas energías de su organismo. El 17 de septiem­bre 
recibió el Viático. Llevaba varios días sin poderse mover, pero al oír la 
campana que anunciaba la visita del Señor, dejó la cama y sin tocar el 
suelo se fué a la puerta de la celda para recibirlo. En seguida entró en ago­nía 
y al día siguiente entregó su alma a Dios. Su cuerpo se guarda en la 
iglesia de Ósimo, donde hasta hoy se le venera. 
San José de Cupertino fué beatificado por el papa Clemente X I II, el día 
16 de julio de 1767, y Clemente X IV extendió su fiesta a la Iglesia Universal 
el 8 de agosto de 1769. 
SANTORAL 
Santos José de Cupertino, confesor; Desiderio, obispo, y Rainfrido, arcediano, 
mártires; Eustorgio, primer obispo de Milán; Eumeno, obispo de Gortina, 
en Creta; Metodio, obispo de Olimpia, en Asia Menor, mártir; Sereno, 
obispo de Coutances; Isidoro de Bolonia, obispo; Ferreol, tribuno militar, 
mártir; Valberto, marido de Santa Bertila, confesor; Constancio y Víctor, 
mártires en Dronero (Ita lia ); Trófimo, mártir en Egipto; Mateo, anaco­reta 
; Amón, Teófilo y veintitrés compañeros, mártires en Alejandría; Ti­berio, 
confesor. Beato Hernán o Fernando, trinitario descalzo. Santas Sofia 
e Irene, martirizadas en Chipre; Estefanía, virgen y mártir, Ricarda, em­peratriz 
; Bertila, esposa de San Valberto.
Admirable obispo y mártir Las ampollas de la sangre milagrosa 
DÍA 19 DE S E P T I E M B R E 
SA N J E N A R O 
OBISPO D E B E N E V E N T O Y MARTIR (-}- 305) 
SAN Jenaro, patrono veneradísimo de la ciudad de Nápoles, debe su 
nombradla universal principalmente a un fenómeno maravilloso que 
se renueva todos los años, con muy raras excepciones. Este fenómeno 
ha sido en todos los tiempos causa de las más calurosas polémicas. 
I'.s el milagro conocido con el nombre de «milagro de San Jenaro». 
Primero relataremos brevemente la vida del santo mártir, y luego des­cribiremos 
las manifestaciones populares que gravitan alrededor del hecho 
prodigioso y apuntaremos las pruebas morales y materiales, demostrativas 
de la sinceridad y del carácter sobrenatural del milagro de Nápoles. 
Jenaro nació muy probablemente en Nápoles, hacia el año 270. A los 
veinticuatro años fué ordenado de sacerdote, y fué su fervor tan notable que 
en 301, los beneventinos le eligieron por aclamación jefe de su iglesia. El 
joven obispo tenía treinta y un años cuando sucedió a San Teodato. 
Delicado era el cargo, pues entonces estaba en vigor con toda crueld id 
la persecución de Diocleciano. En la Campania, a cuya jurisdicción pertene­cía 
Benevento, gobernaba a la sazón Timoteo, que dió muestras particulares 
de crueldad. Sin exponerse inútilmente, Jenaro desplegó maravillosa activi­
dad en el servicio de su pueblo. Habiendo ido a la eárcel a visitar a un 
santo diácono llamado Sosio, fué reconocido, arrestado y conducido ante el 
gobernador. Instado a sacrificar a los ídolos, rechazó tan indigna proposición, 
por lo que fué sometido sucesivamente a diversos tormentos: arrojado a un 
horno encendido, de donde salió sano y salvo; dislocados sus miembros; ex­puesto, 
con seis compañeros, a los osos del anfiteatro de Puzzol, que aun 
hoy podría contener 30.000 espectadores. Dícese que las fieras, mansas y 
tranquilas, se echaron a los pies de los mártires sin causarles daño alguno. 
Por fin, el gobernador los condenó a ser decapitados. La ejecución se veri­ficó 
a pocos pasos del anfiteatro. Los nombres de los compañeros de San 
Jenaro, siguen al de éste en el Martirologio romano, con la misma fecha 
19 de septiembre. Son los santos Festo, diácono de la iglesia de Benevento; 
Desiderio, lector; Sosio, diácono de la iglesia de Misena; Próculo, diácono 
de Puzzol; Eutiquio y Acucio. 
Camino del último suplicio, acercóse al obispo de Benevento un anciano 
pidiéndole respetuosamente algún objeto como recuerdo; Jenaro no poseía 
más que un trozo de tela que guardaba para vendarse los ojos; con todo, 
prometió al anciano, en presencia de los verdugos incrédulos, que se lo en­tregaría 
después de la muerte. Ahora bien, este trozo de tela, tinto en la 
sangre de la víctima, hollado por los pies de la muchedumbre, vino a parar, 
por manos del santo mártir, a poder de aquel a quien había sido prometido: 
San Jenaro cumplió así su palabra. 
Ya decapitado el santo obispo, una cristiana, llamada, según parece, 
Eusebia, recogió gota a gota la sangre preciosa y la depositó en dos ampo- 
Hitas. Era costumbre entre los cristianos de los primeros siglos el colocar 
esas botellitas en la tumba de los mártires junto a sus venerables restos. 
Eusebia no hizo tal, sino que las guardó en su casa. 
HISTORIA DE LAS RELIQUIAS DE SAN JENARO 
DIEZ años más tarde, habiendo devuelto Constantino la paz a la 
Iglesia por el edicto de Milán, el cuerpo de San Jenaro fué exhu­mado, 
y, presididos por su obispo, los cristianos llevaron los pre­ciosos 
restos hacia Nápoles. El cortejo debió pasar por el pueblo de Anto-niana 
—hoy Antignano—, donde vivía Eusebia, que con tanto respeto guar­daba 
la sangre venerable. El cortejo se detuvo en este pueblo y Eusebia 
entregó al obispo las ampollitas que tenía en su casa. El prelado recibió 
este precioso don y lo depositó junto al cuerpo del mártir. Y , según una 
antigua tradición napolitana, esa sangre coagulada, seca y muerta desde 
hacía diez años, recobró al instante la vida, en presencia del cuerpo que en
olro tiempo había animado. Fué la primera licuefacción, a la que tantas 
»lrus debían seguir, en el curso de los siglos, hasta nuestros días. 
Depositáronse juntos cabeza, cuerpo y sangre en una catacumba fuera 
ilo lu ciudad. Hacia el año 440, Juan, obispo de Ñapóles, trasladó estas 
reliquias al interior de la ciudad y las colocó en el hipogeo de un pequeño 
nriitorio anejo a la catedral de Santa Estefanía, que en lo sucesivo había 
<lc |>erder ese título para llevar el de San Jenaro. 
En 1309, el rey Carlos I I dió alto ejemplo de piedad haciendo construir 
•obre el emplazamiento del hipogeo derrumbado la gran catedral actual. La 
mheza fué encerrada entonces aparte, en un busto de plata, y las ampollitas 
de sangre, colocadas en la primera torre, a izquierda, junto a la puerta. El 
cuerpo tuvo historia muy accidentada. Primero fué llevado a Benevento, 
ri bado por Sicón, príncipe de dicha ciudad, que sitió y asaltó a Nápoles 
ii principios del siglo IX. A fines del siglo XV, siendo papa Alejandro VI, 
l'Vrnando, rey de Nápoles, hizo que Benevento devolviera su antiguo tesoro 
n la capital. El cuerpo fué depositado en la catedral el 13 de enero de 1497. 
I'.l mismo día cesó la peste que desde tiempo hacía azotaba a Nápoles. 
La capilla de la catedral en donde la reliquia fué depositada existe aún: 
hc la llama Soc-corpo o «Confesión». Debajo de su único altar yace el cuer­po 
del Santo. De este modo, desde 1497 las tres reliquias de San Jenaro: 
cabeza, cuerpo y sangre, se encuentran felizmente reunidas en la catedral 
napolitana que lleva su nombre. 
EL VESUBIO Y SAN JENARO 
LA devoción que todo buen napolitano profesa a San Jenaro es, sin 
comparación, muy superior a la que tenga a cualquiera de los muchos 
santos que Nápoles honra como patronos. Invócanlc en todos los peli­gros 
graves y, particularmente, contra el terrible Vesubio. Este volcán les 
produce, con razón, tal espanto, que todos huirían de tan peligroso vecino; 
pero bajo la protección de San Jenaro viven confiados y tranquilos. 
Cuando e! peligro parece inminente, corren a la catedral a solicitar que 
se organice una procesión, y ¡ay! de la autoridad civil y hasta del arzobispo, 
si muestran la menor resistencia. 
La Historia guarda el recuerdo de varias erupciones famosas, durante 
las cuales Nápoles se creyó en inminente trance de perecer. 
¿Habrá que atribuir su preservación a la distancia de ocho kilómetros 
que la separan del volcán, o a alguna otra causa natural? La ciudad de 
San Pedro de la Martinica estaba más distante del peligro cuando la erupción 
tristemente célebre del monte Pelado (1902).
Después de la erupción del año 79, que produjo la ruina de Herculano y 
Pompeya, y en la que murió el escritor latino Plinio el Viejo, la del 
año 1631 es la más terrible de cuantas hace mención la Historia. En la 
noche del 15 al 16 de diciembre, la tierra tembló de repente y con violencia; 
las sacudidas fueron tan grandes que se notaron en los confines más apar­tados 
de la Apulia. Al amanecer, una explosión formidable atronó los 
espacios; era la falda del cono lindante con el mar que acababa de abrirse; 
trombas inmensas de agua, gas y rocas inflamadas arrastraban consigo masas 
enormes de materias pulverizadas. Todas las poblaciones huían consterna­das. 
En medio de las tinieblas no se veía otra luz que la de los gases infla­mados 
bruscamente a la salida del volcán. 
En Nápoles, sumido en la oscuridad, las iglesias estaban atestadas y los 
sacerdotes exhortaban a los fieles a la penitencia final. El arzobispo, que 
era el cardenal Buon Compagno, mandó exponer el Santísimo Sacramento 
en todas las iglesias y colocar las reliquias de San Jenaro en el altar mayor 
de la catedral. Pronto se organizó una procesión con la cabeza y la sangre 
del Santo. Multitud inmensa, precedida por el virrey, el Consejo de Estado 
y la burguesía, clamaba misericordia. Llegado que hubo el cortejo cerca 
de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, desde donde se divisaba el 
terrible monte que vomitaba sin cesar lava y humo, el arzobispo, levan­tando 
las santas reliquias, las presentó al volcán como quien le intimara, 
en nombre del Mártir, a apaciguarse. Vióse entonces a las nubes inclinarse 
de repente en sentido opuesto. Nápoles pareció por entonces salvado. 
Pero al día siguiente 17, la erupción se repitió. Se abrió nueva brecha; 
hubiérase dicho que la montaña se liquidaba. En menos de dos horas, el 
torrente ígneo llegó a orillas del mar en La Scala y en Granatello. Hoy día 
aún quedan vestigios de esta lava vomitada el 17 de diciembre de 1631: 
son canteras, cuyas piedras se emplean para la pavimentación urbana. El 
historiador belga Le Hon calcula en 73 millones de metros cúbicos el volu­men 
de lava que el volcán vomitó aquel día. 
Cuando la procesión llegó cerca de la puerta Capuana, viéronse las 
nubes de ceniza, que ocultaban el Vesubio, dirigirse hacia Nápoles. En 
verdad parecía que la ciudad iba a perecer enterrada bajo una montaña 
de cenizas. El cardenal volvió a repetir, con la sangre de San Jenaro, el 
mismo ademán del día anterior, y entonces, según el historiador citado> 
vióse que la nube cambiaba de rumbo para dirigirse hacia el mar. Nápoles 
debía una vez más su salvación a San Jenaro. 
Otras erupciones acaecieron en 1767 y en 1779. Renováronse en estas 
épocas los mismos actos de fe. Varios otros azotes han caído sobre Nápoles: 
inundaciones, hambre, guerras, pestilencias; nunca la confianza que el 
pueblo tiene en su protector ha sido desmentida.
UN piadoso anciano pidió a San Jenaro un recuerdo de su 
persona en el momento en que le iban a decapitar E l Santo 
le promete lo único que tiene: el pañuelo con que le vendarán los 
ojos al ajusticiarle. Al día siguiente cumple su promesa y se lo 
entrega al anciano.
EN QUÉ CONSISTE EL «MILAGRO DE SAN JENARO» 
A sangre de San Jenaro, conservada intacta desde hace dieciséis siglos. 
es la materia del milagro. Aun hoy día se conserva en dos ampo- 
Hitas de vidrio de desiguales dimensiones. La mayor, de cuello es­trecho, 
pero de cuerpo abultado, semeja una pera aplastada; su capacidad 
es de unos 60 centímetros cúbicos y contiene sangre hasta la mitad de su 
altura. La menor es angosta y alargada; la sangre está en ella en forma de 
de manchas rojizas sobre las paredes interiores. Estas dos ampollitas se 
guardan hoy día en un relicario de vidrio que produce la impresión de una 
gran lupa rematada por una corona real y una cruz. A través del cristal 
se ven netamente los dos frascos, así como la sustancia que contienen y 
puédese, por consiguiente, seguir muy claramente las diversas fases que 
sufre dicha sustancia, en las ceremonias del milagro y de la exposición: 
licuefacción, variación de volumen, ebullición y cambio de color. 
En estas diferentes fases, la licuación y la variación de volumen son 
las que tienen real importancia, puede decirse que la última es aún más 
sorprendente y milagrosa que la primera. 
Al licuarse, la sustancia dura, coagulada o blanda, pasa de ese estado 
más o menos sólido a otro más o menos flúido. El aumento de volumen de 
la sustancia se produce en las fiestas de mayo, de manera regular y progre­siva 
hasta llenar, en los últimos días, el frasco entero; después vuelve a su 
nivel habitual hacia el 19 de septiembre. El tiempo que la sustancia invierte 
para licuarse varía entre un minuto y varias horas. Su color ordinario, que 
es de un rojo oscuro, pasa a veces al rojo vivo; en este último caso, puede 
suceder que se advierta en la superficie cierta espuma. Ha sucedido, aunque 
muy raras veces, que la sustancia no se licúa. 
FE DEL PUEBLO NAPOLITANO 
EL milagro se verifica en tres épocas del año: mayo, septiembre y 
diciembre, en la amplia sala del Tesoro de San Jenaro. A las ocho, 
la puerta se abre. La multitud penetra ordenadamente entonando 
cánticos piadosos. AI dar el reloj las nueve, aparece por la puerta de la 
sacristía un cortejo imponente de prelados que van a tomar en los nichos 
el relicario de la sangre y lo depositan ante el altar. Tan pronto como el 
prelado oficiante lo tiene en sus manos, un sacerdote, colocado a su derecha, 
examina la sustancia con un cirio encendido, mientras el oficiante sostiene
• I relicario en posición vertical invertida. Miles de ojos están fijos en el 
n lic-ario, sin pestañear. 
—E duro! —exclama el sacerdote—. «¡La sangre está dura!» Se reza con 
Icrvor y se habla al Santo en alta voz: «¡Ven, oh Santo nuestro, ven a 
nosotros! ¡Protégenos, oh Santito, Santo hermoso! Santino! Santo bello! 
¡Viva Jesús! ¡Viva María! Viva El que ha criado a Jenaro y le ha hecho 
Smito. Habla confiado a la Santísima Trinidad; hazle presente tu martirio 
y alcánzanos perdón!» Las súplicas se hacen cada vez más humildes; sigue 
«•I Miserere: «Tened piedad de nosotros, Señor, según vuestra gran mise­ricordia... 
»; y vuelta de nuevo a los apostrofes más familiares: «¡Si no 
haces tu milagro, oh Santo nuestro, seremos castigados!» A veces, si la 
espera se prolonga, le dirigen un reproche afectuoso: «Haz tu milagro, 
ilumina ese semblante sombrío, ¡oh compatriota nuestro!» 
Sin embargo, el oficiante continúa mostrando al público el relicario con 
la sustancia obstinadamente coagulada en el fondo de la ampolla. 
Por fin, se produce cierto movimiento entre el clero; la emoción sube, 
se manifiesta en sus rostros; un murmullo corre entre los asistentes que con 
el dedo señalan la ampolla. De repente, teniendo siempre el relicario inver­tido, 
se ve que la sustancia, reblandeciéndose poco a poco, se despega del 
fondo y se desliza lentamente por las paredes de la ampolla hasta llegar al 
cuello; en ese preciso momento la licuación se produce instantánea y brusca­mente. 
Inmediatamente, el sacerdote acólito agita un pañuelo blanco; es la 
señal de que el milagro se verifica. Todos han comprendido. 
—El momento —dice un testigo— es solemne y difícil de describir con 
exactitud. Inmediatamente en las bóvedas del templo resuena el Te Deum. 
El oficiante que tiene el relicario, lo eleva por encima de las cabezas para 
que todos puedan verlo; lo gira de cuando en cuando con respeto de una 
parte a otra, a fin de que todos comprueben fácilmente que la sustancia 
licuada sigue los movimientos comunicados al relicario. La licuación es real: 
la prueba es incontrastable; en lo sucesivo, la menor duda es imposible. 
Todo el pueblo desfila entonces para besar la reliquia, empezando por los 
sacerdotes; de ese modo todos pueden ver y venerar el líquido milagroso. 
El desfile dura hasta las once. 
Para el hombre que sabe analizar sin prejuicios, y que ha sido testigo 
de ese espectáculo, repugna el creer haya en él una baja maniobra, una su­perchería 
de parte de los sacerdotes, cuyo semblante abierto muestra una 
convicción absoluta de la realidad sobrenatural del milagro. Sin embargo, 
oyendo a ciertos incrédulos sistemáticos, esta ceremonia grandiosa que cinco 
siglos ha se desarrolla públicamente en la sala del Tesoro, no sería sino una 
vil comedia, bien preparada y hábilmente representada. 
Si consideramos la situación social de las gentes encargadas de la
custodia de las reliquias, no encontramos sino hombres de las más íntegra 
honradez. £1 alcalde de Nápoles es de derecho el presidente de las dos 
diputaciones encargadas de la guarda del tesoro, una seglar y otra eclesiás­tica. 
Los seglares pertenecen todos a familias de la más acrisolada honradez, 
conocidas en Nápoles. Durante la octava de septiembre, la sangre está 
confiada, toda la tarde, a un grupo de diputados. Desde hace siglos, el 
número de personas —arzobispos, prelados, canónigos, sacerdotes, segla­res— 
que se han acercado íntimamente a la reliquia es considerable. Si 
hubiese impostura, ¿se hubiera podido guardar el secreto por tanto tiempo y 
por tantos hombres a través de tantas revoluciones napolitanas? Esta fideli­dad 
en guardarlo seria tan extraordinaria, que Alejandro Dumas la conside­raba 
como más milagrosa que el milagro mismo. 
FENÓMENO INEXPLICABLE 
PERO, ¿qué valen las insinuaciones de esos partidarios de la super­chería? 
Entre ellos, unos rehúsan desdeñosamente estudiar el pro­blema; 
otros pretenden explicarlo químicamente. Lo más extraño es 
ver a varios de estos «intelectuales», segurísimos de sí mismos, dar cada 
uno una fórmula diferente: disolución de antimonio; mezcla de sebo y de 
éter, coloreado con bermellón o tierra de Siena; cuerpos grasos coloreados, 
disueltos en aceite ligero que puede fundirse a una temperatura de 30 a 
35 grados, etc. Notemos que las hipótesis de las mezclas en las que entrase 
el éter no explicarían el milagro, pues el éter no fué descubierto hasta el 
año 1540, y el milagro napolitano se producía ya entonces desde hacía casi 
ciento cincuenta años. 
Como quiera que sea, hay una conclusión mucho más seria que resulta 
de los trabajos científicos verificados desde fines del siglo X IX sobre la 
sustancia encerrada en el relicario. Las experiencias verificadas por el quí­mico 
Pedro Punzo le han llevado a la conclusión de que el fenómeno es 
físicamente inexplicable y que la sola conformación del relicario, hermética­mente 
cerrado y soldado, demostraba que una superchería sería materialmente 
imposible. Montesquieu pensaba ya lo mismo; había presenciado dos veces, 
en 1728, la licuación, y se expresaba así en sus Viajes: «Puedo declarar que 
el milagro de San Jenaro no es una superchería; los sacerdotes son de buena 
fe y no puede ser de otro modo». 
En 1902, los profesores Sperindío y Januario, de la Universidad de Ná­poles, 
hicieron el análisis espectral de la sustancia contenida en la ampolla 
y reconocieron que era verdadera sangre. El mismo año, pesaron el relicario 
con la ampolla completamente llena, luego con la ampolla a mitad siguiendo
su estado normal, y hallaron una diferencia de peso correspondiente a la 
diferencia de volumen, no obstante haber permanecido la ampolla siem­pre 
cerrada. Resultados que echan por tierra toda hipótesis de superchería 
y toda explicación física del «milagro de San Jenaro». 
Para ciertos espíritus engreídos o desconfiados, es dura prueba tener que 
aceptar lo sobrenatural, pero ahí está un testimonio palpable e incontrover­tible 
mil y mil veces repetido. 
ORDEN DE SAN JENARO 
EN el antiguo reino de Nápoles, que desapareció en 1860, existía una 
Orden de caballería denominada Orden de San Jenaro. Fué instituida 
en 1732 por Carlos VI, rey de las Dos Sicilias, más tarde rey de Es­paña 
con el nombre de Carlos III. 
Los caballeros llevaban como banda una cinta ancha de color rojo vivo 
de la que pendía una cruz de oro adornada con perillas de ocho puntas, 
esmaltada de blanco y angulada con flores de lis en oro; en el centro tenía 
el busto de San Jenaro con báculo y mitra, dando la bendición. En el reverso 
de la insignia, una corona de laureles rodeaba a un libro cerrado sobre el 
que descansaban las dos ampollas del «milagro» llenas de sangre hasta la 
mitad, con esta divisa: ln sánguine feedus («La unión en la sangre»); todo 
ello estaba rodeado por dos palmas verdes. 
El rey de Nápoles era el gran Maestre de esta Orden. 
SANTORAL 
Santos Jenaro, obispo y mártir; Teodoro, arzobispo de Cantórbery; Elias, Nilo 
y Peleo, obispos de Egipto, mártires en Palestina; Eustoquio, obispo de 
Tours, y Melecio, de Tréveris; Isermino y Juan, obispos y confesores; 
Rodrigo de Silos, abad; Félix, presbítero, mártir en Nocera, bajo Nerón, 
Secuano, presbítero; Mariano, confesor; Festo, Sosio y Próculo, diáconos, 
Desiderio, Eutiquio y Acucio, mártires al mismo tiempo que el obispo 
San Jenaro; Trófimo y el senador Dorimedontes, mártires en Sinnada; 
Sabacio, mártir en Antioquía. Beatos Alonso o Alfonso de Orozco, agus­tino, 
y Alfonso Palenzuela, franciscano. Santas María de Cervelló o del Socós 
(del Socorro), virgen y cofundadora; Pomposa, virgen y mártir en Córdo­ba 
en tiempos de Mahomed I; Constancia, matrona romana, mártir cuando 
imperaba Nerón; Lucía de Escocia, virgen y solitaria. Beata María Emilia 
de Rodat, fundadora de las Religiosas de la Sagrada Familia. La Aparición 
de la Santísima Virgen en el pueblo de la Saleta (diócesis de Grenoble), 
en el año 1846.
DI A 20 DE S E P T I EMB R E 
BTO. JUAN CARLOS CORNAY 
MISIONERO Y MÁRTIIÍ' EN EL TONKÍN (1809-1837) 
JUAN Carlos Comay es uno de esos seres privilegiados que, tras algunos 
días de cautiverio y por unos momentos de tortura, alcanzan la palma 
del martirio y arrebatan así la gloria celestial. La sencillez y la 
alegría, rasgos peculiares de su carácter, se manifestaron hasta en el 
momento de su martirio, pues cantando aceptó los sufrimientos y re­cibió 
la muerte. 
Vino al mundo el 27 de febrero de 1809, en Loudun, en el Poitou, donde 
sus padres tenían un comercio de telas pintadas de Ruán. 
Nada realizó, durante los años de estudio en el colcgio de Saumur, ni 
más tarde en el seminario menor de Montmorillón, por donde se pudiera 
sospechar que el tranquilo joven llegaría a la altura del héroe; «De gran 
sencillez, lindante con la simplicidad de carácter, pacífico y dulce, no hería 
ninguna sensibilidad por extremada que fuese, pues en él no había el menor 
indicio de amor propio y era bien visto de cuantos con él vivían», según 
escribe uno de sus biógrafos. 
La posición acomodada de sus padres le ponía en situación de seguir 
una brillante carrera liberal, pero cuando llegó el momento de tomar una
decisión, declaró sencillamente su deseo de estudiar para sacerdote. El 20 de 
octubre de 1827, a los dieciocho años, ingresó en el Seminario Conciliar de 
Poitiers. En él no se distinguió más que por una vida ordenada, estudiosa 
y devota, exenta de rarezas de carácter y de toda originalidad. 
VOCACIÓN MISIONERA 
PERO la gracia obraba en el interior de aquella alma, y sin poner de 
manifiesto sus cualidades latentes, Dios preparábase un vaso de elec­ción. 
Llegó el día en que el deseo del sacrificio empezó a brotar en él. 
Habiendo dado un misionero de la Compañía de María una conferencia en 
el Seminario sobre la Propagación de la Fe, el seminarista sintió despertarse 
en su alma el deseo de las misiones y del martirio. 
Madurado que hubo su proyecto, se lo comunicó a su familia, que en 
un principio se opuso a ello. Hay que leer las cartas a sus padres para ver 
con qué tierna firmeza las contesta el joven. 
Querida madre mía: 
No puedo menos de derramar un torrente de lágrimas por las penas que te 
ocasiono... Si Dios, en verdad, me llama, será para mí el mayor sacrificio el se­pararme 
de ti; lo único que me produce pena, sois vosotros... Ten presente que 
no hay ninguna razón que pueda oponerse 9 la vocación; que cuando Dios llama 
a alguno, sólo le da las gracias que le son necesarias para ello, y castiga con la 
esterilidad todo lo que no es según su voluntad; y si yo obedezco a la tuya, en 
desprecio de la de Dios, tendré toda mi vida el pesar de no obrar según su vo­luntad... 
Y aquí no es el caso de decir: «¿Por qué has de ser tú el que ha de ir?; 
deja que vayan otros». Dios no dice eso. A aquel a quien envía, no le da derecho 
de descargarse sobre los demás... Dios y una madre son dos terribles enemigos 
cuando se trata de disputarse un hijo. Cuando Jesucristo dijo: «Todo aquel que 
no deje a su padre y a su madre para seguirme cuando yo le llame, no es digno 
de ser mi discípulo», sabía perfectamente lo que era el corazón de una madre 
y que su negativa no era el signo de su voluntad. 
En otoño de 1830, salió para el Seminario de las Misiones extranjeras 
de París y en septiembre del año siguiente, diácono aún, fué enviado a la 
misión de Sechuén, en China. Llegó a Macao en marzo de 1832. Por falta 
de correos que le guiaran a través del Yunnán, hubo de residir cinco años 
en Hanoi, en el Tonkín occidental, donde fué ordenado sacerdote el 20 de 
abril de 1834. Atacado por las fiebres, se consideraba como inútil en la 
misión; mas por sus sufrimientos y por el sacrificio de su vida, iba a procurar 
a la Iglesia de Tonkín mayor gloria que darle pudiera con largos trabajos.
ARRESTO. — RELATO DE SU PROPIA CAUTIVIDAD 
AUNQUE no tan violenta en Tonkín como en otras regiones, la perse­cución 
constituía una amenaza por causa de ciertos edictos antiguos 
que no habían sido derogados. 
Cierto jefe de piratas expulsado de la parroquia de Bau No, situada al 
luirte de la Misión en donde el joven Comay ejercía su ministerio, conocía 
el paradero de éste. El mandarín tampoco lo ignoraba, pero, complaciente 
por entonces, prefería disimularlo. 
La mujer del jefe de los piratas, para vengar la expulsión de su marido, 
acusó a la ciudad de Bau No de ser el foco de una insurrección fomentada 
por el cuerpo Cornay. La indigna mujer enterro secretamente armas cerca 
de su casa de Bau No y, segura de su feliz éxito, denunció al misionero. 
El gobernador estaba obligado a acoger la denuncia y, para dar muestra 
de su diligencia, el 20 de junio de 1837, envió un general y 1.500 soldados 
con orden de sitiar la reducida cristiandad. El misionero no podía escapar 
a las pesquisas que se hacían. Dejemos que él mismo nos relate con lenguaje 
sencillo, sosegado y festivo a ratos, los preliminares de su martirio, en 
algunas cartas escritas a sus padres y a uno de sus Hermanos en religión, 
lus cuales pudieron llegar a su destino gracias a la benevolencia de un 
mandarín: 
En el preciso momento en que vinieron a detenerme, salía para celebrar la 
santa misa. Como no había tiempo que perder, un cristiano me condujo a escape 
debajo de un espeso matorral, en donde me agazapé como pude. 
Pusiéronse a golpear y a ojear por todos los matorrales del pueblo, y ante la 
inminencia creciente del peligro que corría, me puse a rezar el rosario, y podéis 
suponer qué misterios medite; podéis asimismo imaginaros qué sacrificio ofrecí 
aquella mañana en vez del de la santa misa, y qué meditación hice en vez de 
la del día. 
Sin embargo, hasta las cuatro de la tarde, los soldados no llegaron adonde yo 
estaba. Cuando vi penetrar en las matas sus largas lanzas provistas de una punta 
de hierro, no pensé en que hubiera sido preferible haberme dejado atravesar allí 
mismo, pues hubiese ahorrado todas las miserias que se siguen de las circuns­tancias 
presentes; salí antes de que el hierro me hiriera y me entregué a ellos. 
¡Vedme, pues, prisionero! 
Me sometieron al suplicio de la canga. 
Luego de haber permanecido por mucho tiempo expuesto a los ardores del sol, 
me senté y esperé pacientemente lo que de mí dispondrían. 
Hacia las cinco, viendo que mi ayuno se prolongaba, pedí al mandarín un poco 
de arroz. Diéronme tres cucharadas, que fueron toda mi refección. Así se terminó 
el primer día. Me dieron una mala estera rota. Sentéme sobre ella como pude con 
mi artefacto de tortura, pero me fué imposible cerrar los ojos en toda la noche.
Sin embargo, el comandante de las tropas, queriendo dar a su captura 
más resonancia y tratar a Juan Carlos como a un gran criminal, le hizo 
construir una jaula. 
Vedme aquí, pues, encerrado cual si fuera un lobo —refiere festivamente el 
misionero—. En esta jaula, estuve al menos al abrigo de los golpes que repartían 
a troche y moche. Además, una vez la bestia en la jaula, sus guardas, viéndola 
segura, no se preocuparon más de ella. 
Los oficiales examinaron las prendas y ornamentos que me habían tomado 
y no los trataron naturalmente con la delicadeza de un sacristán. Sin embargo, 
a mis instancias me conccdicron seis tomitos que estaban ante mí. Preguntado 
sobre el uso que de ellos hacía, les contesté que eran libros de oraciones de los 
que me servía para rogar por ellos. Esta respuesta les agradó. 
—Devolvedme también la imagen de mi Dios —les dije, señalando un cruci­fijo 
entre los objetos quitados—. Me ayudará a soportar mi cautiverio. 
Los soldados accedieron a mis ruegos, y heme aquí en mi encerramiento lle­vado 
por ocho hombres, a Son Bay, capital de la provincia, situada a unas seis 
leguas de Bau No. 
El trayecto fué muy penoso. La jaula hecha de gruesos bambúes, era 
demasiado ancha para lo estrecho de los caminos, por lo que difícilmente 
podía pasar por ellos. Continuamente había que ir apartando las malezas, 
cortár las ramas y a menudo apartarse de los senderos para ir a campo 
traviesa. El avance era por fuerza lento. La primera noche la jaula y el en­jaulado 
la pasaron al sereno. 
Al día siguiente, al-amanecer —prosigue el mismo Cornay—. continué la mar­cha, 
que fue en cierto sentido demasiado aparatosa. Unos 150 soldados me prece­dían 
y otros tantos me seguían con mandarines en palanquín; mi jaula, llevada 
por ocho hombres, y sombreada por una alfombra roja, iba en el centro; detrá* 
de mí venían diez cristianos, que habían sido detenidos conmigo; andaban tristes, 
atados uno a otro por el extremo de su canga. En el camino multitud de gente 
acudía a presenciar la novedad del espectáculo. De este modo llegamos a una de 
las prefecturas del país; me pusieron ante un mandarín, el cual empezó ante todo 
por mandarme que cantara, pues tenía yo fama de ser un buen cantor. Aunque 
me excusé, por estar aún en ayunas, no me valió y hube de cantar. 
Desplegué, pues, toda la extensión de mi hermosa voz, seca por ayuno de dos 
días, y les canté lo que pude acordarme de las viejas canciones de Montmorillón. 
Todos los soldados me rodearon y numeroso gentío se hubiera agolpado alrededor 
de la jaula si el temor a la vara en actividad no los contuviera. A partir de este 
momento, mi papel cambió: fui un pájaro precioso de hermoso gorjeo. Después 
me dieron de cenar. 
Prosiguióse el camino y llegamos a la capital del gobierno de la provincia da 
Doai. Me pusieron ante el hotel del gobernador general. Este gobernador era un 
hombre de bastante estatura, de unos cincuenta años, imberbe y de cara hermo­sa, 
realzada por una blancura poco común en el Tonkín. Aproximóse gravemente
EL Beato Juan Carlos Cornay, luego de apresado, es sometido 
al suplicio de la canga, y así, con las manos y la cabeza en 
los agujeros en forma que apenas puede moverse, habiendo de 
soportar además el pesado instrumento de tortura, le dejan varias 
horas expuesto a los rayos del sol.
a mí y, después de haber examinado con interés cuanto tenía, se retiró. Más tarde 
me hizo saber que dentro de pocos días, me enviaría a la corte de Cochinchina, 
a la disposición del rey. 
Una vez que el gobernador se hubo alejado, fué rodeada mi jaula por una nube 
de chiquillos y satélites de los mandarines del lugar. Me compuse lo mejor que 
pude, y rehusando responder a las preguntas que me dirigían de todas partes, 
sólo pronuncié estas palabras: 
—No tengo miedo. 
Palabras que fueron repetidas de boca en boca. 
No. no tengas miedo —me decían—; no queremos hacerte daño alguno; sólo 
la curiosidad nos atrae junto a ti: nunca habíamos visto un europeo. 
En todas las visitas que recibí, una de las preguntas que me hacían los curio, 
sos era la de si yo tenía mujer e hijos; les contesté presto que no, y les expliqué 
la causa y la utilidad de esta privación, lo que no dejó de ser bien comprendido 
por mis oyentes. 
Aproveché de esta circunstancia para hablarles de Jesucristo y de su doctrina, 
y después canté una letrilla a la Santísima Virgen. 
EN EL TORMENTO.— SE DESPIDE DE LA FAMILIA 
LA basta jaula de bambú sólo era provisional. En la capital de la pro­vincia 
fuéle ofrecida otra más elegante, pero más incómoda para el 
mártir. Cuadrada, de cinco pies de alta por cuatro de ancha, no era 
ni bastante elevada para que pudiera estar de pie, ni lo suficiente larga para 
que pudiese tenderse. La tal jaula hacía sufrir al prisionero grandes dolores. 
Al cabo de ocho días de enjaulamiento —continúa el mártir—, estoy muy 
cansado de guardar siempre la misma postura en un espacio tan reducido; por la 
noche particularmente estoy molido por la dureza de las cañas, pero es necesario 
sufrir, sin más perspectiva que un aumento de dolores de día en día; tal es la 
voluntad de Dios. Fiat! 
En cuanto a mis ocupaciones, rezo el breviario, medito y me entrego a la vo­luntad 
de Dios; le pido perdón de mis pecados y que me dé fuerza para sufrir 
con paciencia; le ruego sobre todo que pueda confesar su santo Nombre ante 
los infieles. 
El misionero no se llamaba a engaño acerca de la suerte que le esperaba. 
Así se deja entrever en una admirable carta a sus padres: 
Cuando recibáis esta carta, queridos padres, no os aflijáis por mi muerte: al 
consentir mi venida, aceptasteis ya la parte más grande del sacrificio. Cuando 
leisteis relatos de los males que asolan a este desgraciado país, inquietos por 
mi suerte, ¿no habéis tenido que renovar este sacrificio? Pronto, al recibir esta 
última despedida de vuestro hijo, habréis de completarlo; pero ya, de ello estoy
i... vencido, estaré libre de las miserias de esta vida y seré admitido en la gloria 
eclcstial. ¡Oh, cómo pensaré entonces en vosotros! ¡Cómo suplicare al Señor os dé 
Itrun parte de mi recompensa, puesto que la tenéis tan grande en el sacrificio! 
Hoi» demasiado buenos cristianos, para no comprender este lenguaje; absténgome, 
|Mir tanto, de toda reflexión. Adiós, queridísimos padres, adiós; ya en los grillos, 
nfrezco mis sufrimientos por vosotros. No olvido tampoco a mis hermanas; si en 
lu tierra, cada día os he encomendado a María, ¿qué no haré junto a Ella, si con-sigo 
la palma del martirio? 
Sin embargo, enterado el rey por los mandarines de la captura hecha' 
por los soldados, retardaba la respuesta. Quince días después, hizo saber 
que dejaba la sentencia al arbitrio de los mandarines. 
Empezaron entonces los interrogatorios; y se sucedieron las instancias 
para obligar al mártir a apostatar. Ante sus fracasos, le golpearon cruelmente. 
Por muy doloroso que haya sido este interrogatorio —escribe aún—, el mayor 
ilolor fué el que sentía en los brazos, atados por el puño y entumecidos, además, 
por la canga en la que estaban tendidos. Por fin me llevaron a mi jaula y, al 
llegar a ella, canté la Salve. Decid a mi criado Kim que no ha salido un solo ¡ay! 
tic mis labios; no he soltado un solo quejido hasta el fin, cuando ya el brazo me 
hacía sufrir lo indecible; esperaba ser sometido a nuevos tormentos al día siguien­te, 
según las amenazas que me hicieron, pero Jesús ha apartado de mí ese cáliz 
de amargura. 
En uno de los interrogatorios siguientes, quisieron obligarle a pisotear el 
crucifijo, pero él se negó rotundamente a semejante sacrilegio. 
El rey Ming Mang, apellidado el Nerón anamita, sabiendo que no podría 
vencer la constancia del europeo, ordenó que le cortasen los miembros. 
El Beato se preparó valerosamente al sacrificio y escribió al mismo tiem­po 
a su familia su última y conmovedora carta que puede considerarse como 
el «testamento del mártir»; 
Enjaulado, a 18 de agosto de ¡837 
Queridos padres; 
Mi sangre ha sido ya derramada en los tormentos y aun debe derramarse dos 
<> tres veces antes de que me corten las cuatro extremidades y la cabeza. La pena 
«pie experimentaréis al enteraros de estos pormenores, me ha hecho ya verter 
lágrimas; pero también el pensamiento de que, cuando leáis esta carta, estaré con 
Dios intercediendo por vosotros, me ha consolado de vuestro dolor y el mío. No 
m-ñaléis con piedra negra el día de mi muerte; será el más feliz de mi vida, 
puesto que pondrá término a mis sufrimientos y será el principio de mi felici­dad. 
Incluso mis tormentos serán atenuados; no me golpearán por segunda vez, 
más que cuando mis primeras heridas estén ya curadas. No me pincharán, ni me 
desencajarán como a Marchand y, suponiendo que mutilen mi cuerpo, cuatro
hombres lo harán a la par y otro me cortará la cabeza; de ese modo no tendré 
que sufrir mucho. Consolaos, pues; en breve todo habrá terminado y yo estaré 
esperándoos en el cielo. 
JUAN CARLOS 
EL MARTIRIO 
EL 20 de septiembre de 1837, miércoles de Témporas, verificóse la eje­cución, 
con ese aparato solemne y siniestro que caracteriza tales actos 
en el Extremo Oriente. 
Trescientos soldados forman el cortejo y alrededor de la jaula del mártir se 
ordenan los verdugos, sables y hacha en mano. Ante la jaula, un satélite 
lleva una tabla en la que se lee la sentencia. Un general cierra el cortejo. El 
padre Thé, un sacerdote anamita, está en medio de la multitud y a una señal 
convenida da al mártir la última absolución. 
A los veinte minutos de camino, el convoy se detiene en un campo; sacan 
al condenado de su jaula y le hacen sentar para quitarle las cadenas. Mien­tras 
los soldados llevan a cabo esta operación, los verdugos clavan en tierra 
cuatro estacas para con ellas sujetar las extremidades de la víctima. A una 
señal del mandarín, el mártir se despoja por sí mismo de sus vestidos y se 
tiende, contra tierra, sobre la estera de su altar que siempre le habían per­mitido 
tener en la jaula. Apenas se ha echado cuando los verdugos le atan 
los pies separados y las manos en los postes, mientras sujetan la cabeza 
entre otras dos estacas. 
Todos estos preparativos no duraron menos de veinte minutos. El mi­sionero 
estaba condenado a que le cortasen todas las articulaciones, y la 
cabeza debía ser cortada la última; pero el mandarín cambió la orden real 
y mandó que comenzasen por cortarle la cabeza. 
A una señal del general se oyó un toque de timbal, y el jefe de los ver­dugos, 
levantando el sable, de un solo tajo cortó la cabeza del mártir. Cogió­la 
en seguida por una oreja, la arrojó a algunos pasos de distancia y, llevando 
el sable a sus labios, lamió tranquilamente la sangre. Cortó luego el brazo 
izquierdo y dejó a sus subalternos el cuidado de hacer lo mismo con las res­tantes 
extremidades. 
Después partieron el tronco según mandaba la sentencia: los verdugos 
arrancaron el hígado, lo despedazaron y se lo comieron. «Comiendo su híga­do 
—decían— nos haremos valerosos como él». 
Terminada la ejecución, los cristianos recogieron los restos sangrientos, 
embebieron en la sangre cuanto tuvieron a mano: vestidos del mártir, pa­ñuelos, 
papel, etc. Hasta los paganos, sobreponiéndose a su horror profundo
por los cadáveres de los ajusticiados, fueron a recoger algunas gotas de esa 
minare preciosa, a fin —decían— de «hacer, de estas reliquias raras, diversos 
Hortilegios contra el diablo». Por la tarde, un catequista llevó un ataúd, en 
<-l cual se depositaron los miembros, reunidos con tiras de tela, y los enterra­ron 
en el mismo lugar del suplicio. 
La cabeza, según la sentencia, debía estar expuesta durante tres días y 
Hcr después arrojada al río. Primeramente fué llevada por un niño, el cual, 
al pasar por las tiendas, se detenía para mostrarla. Los cristianos obtuvieron 
que fuese envuelta en una tela y colocada en una cesta. Al cabo de tres días, 
consiguieron sustraerla a los paganos y la llevaron a Chieu-ung, cristiandad 
próxima a Bau No, donde un compañero del mártir Cornay la encerró en 
un cofre precioso, que colocó en la choza de paja que servía de capilla al 
convento. 
Al año siguiente, en el mes de julio, esos mismos cristianos consiguieron 
llevarse, durante la noche, el cuerpo y lo transportaron también a Chieu-ung, 
en donde yace en la pequeña iglesia de ladrillo edificada en 1901 en honor 
del mártir. 
En el Seminario de las Misiones extranjeras se conserva un curioso cua­dro 
pintado por un testigo anamita; cuadro que representa fielmente la 
escena de la ejecución; y, entre otras reliquias, la estera sobre la cual el 
mártir fué decapitado y cortado en trozos. Difícilmente se domina una im­presión 
de horror a la vista de las grandes manchas de sangre que el tiempo 
ha vuelto casi negras y de las señales de los cortes producidos por el hacha 
de los verdugos al despedazar los miembros de la víctima. 
El 27 de mayo de 1900, Juan Carlos Cornay fué beatificado por León X I I I 
con otros 76 mártires misioneros de esta época. 
SANTORAL 
Santos Eustaquio y compañeros, mártires; Agapito, p a p a ; Clicerio, obispo de 
Milán; Mauricio, abad; Evilasio, verdugo de Santa Fausta, mártir; Máximo 
o Maximino, propretor, mártir juntamente con los santos Fausta y Evila­sio; 
Macrobio y Sabino, mártires en Damasco; Teodoro, mártir en Perga 
de Panfilia junto con su madre; Privado y Dionisio, mártires en Frigia, 
después de haber sido verdugos de los santos Teodoro y Filipa, durante 
cuyo martirio se convirtieron; Prisco, Artemidoro y Tabeleo, mártires; 
Montano, solitario. Beatos Juan Carlos Cornay, mártir; y Francisco de 
Posadas, dominico. Santas Fausta, Susana y Cándida, vírgenes y mártires; 
Filipa, madre de San Teodoro, mártir en tiempos de Antonino. 
14. — v
DI A 21 DE S E P T I EMB R E 
SA N MA T E O 
APÓSTOL Y EVANGELISTA (siglo I) 
FUÉ San Mateo uno de los doce afortunados Apóstoles que Jesucristo 
escogió para ser íntimos confidentes suyos durante su vida pública, 
y para continuar su obra evangelizadora después de su admirable 
Ascensión a los cielos. 
I)c entre los doce elegidos del Señor, tan sólo dos, San Mateo y San Juan, 
dejaron escrita la vida del Divino Salvador. Su testimonio es directo, mien­tras 
que los otros dos Evangelistas, San Marcos y San Lucas, narran lo que 
oyeron de María Santísima, de los Apóstoles y de otros testigos inmediatos. 
San Mateo fué el primero de los autores divinamente inspirados que 
puso por escrito lo que los Apóstoles acostumbraban a predicar de Jesucristo 
«•u sus ordinarias pláticas. La primacía cronológica de su Evangelio, afirmada 
por la tradición de los Santos Padres, pero impugnada en tiempos modernos 
por críticos protestantes y librepensadores, fué proclamada verdadera por 
Iii Comisión Bíblica el 19 de junio de 1911; de donde resulta que San Mateo 
«■s ciertamente el primero de los Evangelistas, y que su obra, redactada en 
iinimeo, pero cuyo texto original se ha perdido, se conserva fielmente en la 
traducción griega que aun existe.
ALCABALERO Y PUBLICANO 
MATEO, hijo de Alfeo —según afirma San Marcos—, era oriundo de 
Galilea. Llamábase también Leví, pero desde su vocación al Apos­tolado, 
no se le conoce más que por el de Mateo, que en hebreo 
significa «dado por Dios». 
Antes que Jesús le llamase, era recaudador de impuestos, oficio muy 
odiado por cierto y sobremanera aborrecido entre los judíos, quienes desig­naban 
a estos funcionarios con el nombre despectivo de publícanos, conside­rándolos 
paganos, excomulgados y públicos pecadores. 
San Mateo tenía el despacho en Cafarnaúm, importante centro de tráfi­co 
a orillas del lago de Genezaret, por el que pasaban las caravanas de merca­deres 
que, desde Damasco y ciudades de Mesopotamia, iban a Palestina, a 
Egipto y a los puertos del Mediterráneo. 
Su empleo —y más siendo él jefe de oficina, según dice Metafrastes— 
era, pues, suficiente para que San Mateo fuese mal conceptuado entre los de 
nación, no por judío infiel —por el contrario, todo lleva a creer que era 
hombre religioso, irreprochable y aun muy señalado cumplidor de la ley de 
Moisés—, sino porque el odio de que era blanco su profesión le clasificaba 
entre los aborrecidos publícanos. 
En ninguna parte ve el pueblo con buenos ojos a los cobradores de gabe­las; 
pero tiempos hubo en que este oficio fué objeto de mayor execración. 
Ocurría esto, sobre todo, cuando en vez de cobrarse los impuestos según 
leyes o normas fijas y uniformes por medio de agentes oficiales, los percibía 
el Estado valiéndose de empresas o particulares arrendatarios, que tenían 
fama —no siempre inmerecida— de explotar el negocio y enriquecerse a 
cuenta de los demás. La Historia trae no pocos ejemplos de funcionarios a 
quienes el pueblo estigmatizaba con tacha indeleble por ejercer alguno de 
esos aborrecidos empleos públicos, aun cuando en su conducta personal pu­dieran 
aparecer como intachables. 
Ahora bien, antiguamente percibíanse los tributos y cargas por medio de 
compañías arrendatarias, y todos los agentes del fisco eran publícanos. El 
jefe de éstos entregaba al Estado la suma contratada, y él, según tasa que 
fijaba por individuos, propiedades y mercancías, recogía fondos por medio 
de sus agentes particulares, procurando —como es natural a la codicia hu­mana 
y más si la conciencia está depravada— sacar crecido beneficio, cuan­do 
no ganancias copiosas. Este sistema tributario era, entre los romano*, 
muy lucrativo y fuente de cuantiosísimos ingresos para los recaudadores, ut 
par que ocasión de cargas exorbitantes y de crueles vejaciones para el pueblo.
Entre los judíos, agravaba esta impopularidad de los agentes del fisco, 
la sensibilidad excesiva del orgullo nacional; porque los tributos que se veían 
obligados a pagar a Roma les recordaban que eran pueblo conquistado y 
condenado a servidumbre afrentosa y detestable; y, además, porque juzga- 
Imn que, en su calidad de pueblo escogido de Dios, debían estar exentos de 
los impuestos y exacciones que otros pagaban. 
VOCACIÓN DE SAN MATEO 
PLUGO a Cristo, Señor nuestro sapientísimo, escoger en clase tan des­preciada 
a uno de su amados Apóstoles. Después de la milagrosa cu­ración 
del paralítico, que habían llevado ante Él descolgándolo por el 
lecho de la casa en que se hospedaba con sus discípulos y hablaba al pueblo, 
fuése nuestro divino Salvador al lago. De camino vió a Mateo sentado en la 
oficina de las alcabalas y tributos y le dijo: «Sígueme». Al punto se levantó 
Mateo y le siguió. 
Por cierto que fué este caso motivo de gran escándalo para los escribas y 
fariseos. Muy irritados estaban ya contra Jesús porque había elegido para 
discípulos suyos a pobres y despreciables pescadores como Pedro, Andrés, 
Santiago y Juan, y he aquí que al pasar por delante de la oficina de los 
desprestigiados publícanos, se lleva al que es cabeza de ellos. 
Pero aun creció su asombro cuando vieron a Jesús entrar en casa de 
Mateo y sentarse a la mesa con él y otros muchos publícanos. No pudiendo 
contener más su indignación, dirigiéronse a los Apóstoles con intento de abo­chornarlos. 
«¿Cómo es —les dijeron— que vuestro Maestro come con publica-nos 
y pecadores?» A lo que no sabían ellos probablemente qué responder. 
Mas, oyéndolos Jesús, dijo: «No son los que están sanos, sino los enfermos los 
que necesitan de médico»; y añadió para llevarlos a considerar la preeminen­cia 
que tiene la caridad con el prójimo sobre los sacrificios y ritos legales: 
«Id, pues, a aprender lo que significa: Más estimo la misericordia que el 
sacrificio»; palabras que se leen en el libro de Oseas (VI, 6). Por último 
declaróles la misión que había venido a cumplir en este mundo, diciendo: 
«No he venido a llamar a los justos a penitencia, sino a los pecadores». 
A partir de ese día, fué contado Mateo entre los Apóstoles del Señor. 
Nada sabemos de su vida antes de este llamamiento, sino que era publicano, 
como él dice de si mismo. Parece verosímil que conocía ya al Divino Maes- 
Iro por la fama de los milagros que había obrado en Galilea y en la propia 
<'«ifarnaúm, donde él vivía; que le había oído predicar en la sinagoga de 
dicha ciudad y se había conmovido por la palabra de aquel hombre que ha­blaba 
como nunca jamás hombre alguno había hablado.
Así. no es de maravillar que, al ser llamado inesperadamente por Jesús, 
no vacilase un instante en dejarlo todo para ir en pos de Él; con lo cual nos 
dió ejemplo de la presteza con que debemos obedecer a la voz de Dios, y 
dar de mano a todas las cosas de la tierra para seguirle, cuando nos llama. 
No era Mateo persona inculta; las frecuentes citas que del Antiguo Testa­mento 
trae en su Evangelio, prueban que conocía las Sagradas Escrituras. 
Todo hace creer que también tenía fortuna holgada, ya que poseía casa 
propia, la cual fué sin duda, desde entonces, la predilecta del Salvador, 
mientras residía en Cafarnaúm. 
Muy poco se habla de San Mateo en el Evangelio. Tan sólo tres veces 
se hace mención de él: la primera, cuando Jesucristo le llamó al apostolado; 
la segunda, cuando el Apóstol agasajó al Maestro con un banquete; y la ter­cera, 
en la enumeración de los doce que componían el Colegio Apostólico. 
LISTA DE LOS APÓSTOLES 
DE cuatro fuentes sacamos la lista completa de los doce Apóstoles del 
Señor: son los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, 
y los Hechos de los Apóstoles. En todas estas listas forman, los doce, 
tres grupos de cuatro personas, con la particularidad de que los primeros 
de cada grupo son siempre los mismos, a saber: Pedro, Felipe y Santiago el 
Menor, respectivamente. Los demás miembros varían dentro de cada grupo, 
pero ninguno pasa de un grupo a otro. ¿Por qué esta clasificación? ¿Por qué 
tal ordenación? Difícil es dar con el motivo. ¿Sería, acaso, algún lazo de 
parentesco o de especial amistad entre ellos? ¿Sería, quizá, por las relaciones 
personales que tenía cada uno con el Divino Maestro, o tal vez según la 
fecha de su llamamiento al apostolado? Esta última razón parece la más 
aceptable, cuando menos para los del primer grupo: Pedro, Andrés, San­tiago 
el Mayor y Juan, que fueron los primeros llamados. Sea como fuere, 
cuanto se diga de esta clasificación resulta hipotético. 
San Mateo forma parte del segundo grupo. Es de notar que mientras San 
Marcos y San Lucas le nombran en tercer lugar, es decir, antes que Tomás, 
que figura el último, en la lista que el propio Mateo da, se coloca después 
de Tomás, sin duda por imposición de su humildad; y así, aparece el pos­trero 
en el segundo grupo que se lee en su Evangelio, acompañando su nom­bre 
con el epíteto desprestigioso de publicano, para manifestar más la gracia 
del Señor, que de tan despreciable estado le había llamado a ser discípulo 
suyo. La lista que traen los Hechos de los Apóstoles no contiene más que 
once nombres, porque se refiere al tiempo que transcurrió entre la defección 
de Judas Iscariote y la elección de San Matías.
INSPIRADO por él Espíritu Santo, San Mateo escribe el Evan­gelio 
en la propia lengua de los hebreos, para enseñar y con­firmar 
más en la fe a los muchos que de aqtiel pueblo habían 
creído en el Señor Este Evangelio es el primero de los cuatro 
que se escribieron.
EL EVANGELIO DE SAN MATEO 
COMO queda ya apuntado, el Evangelio de San Mateo es, en el orden 
cronológico, el primero de los cuatro. Si bien resulta imposible preci­sar 
con documentos contemporáneos la fecha y el lugar de su publi­cación, 
puédese afirmar que fué escrito en Jerusalcn antes de la dispersión 
de los Apóstoles, la cual se efectuó a lo que parece el año 42, consumada ya 
la degollación de Santiago el Mayor. 
San Mateo escribió su Evangelio en arameo o sirocaldaico, dialecto he­breo 
que se hablaba en Palestina desde la vuelta del cautiverio de Babilonia. 
Dedicábalo especialmente a los judíos cristianos. Esto que la tradición ase­gura, 
queda confirmado por los caracteres intrínsecos del escrito. Así, por 
ejemplo, el autor hace referencia a usos civiles y religiosos de su nación, 
pero sin entrar en pormenores ni explicarlos; menciona ciudades y lugares 
sin cuidar de fijar su posición topográfica, como quien escribe para lectores 
perfectamente informados de la Geografía de Palestina. 
Sin embargo, pronto llegaron a ser mucho más numerosos los cristianos 
de lengua griega, que los hebreos, lo que obligó a traducir el texto original 
en dicho idioma para que pudiera ser leído en las reuniones o asambleas. 
Ignórase el autor y la fecha de esta traducción; pero, desde luego es anti­quísima, 
puesto que, según testimonio de San Jerónimo, ya corría en manos 
de los sucesores inmediatos de los Apóstoles, como San Clemente de Roma, 
San Policarpo obispo de Esmima y San Ignacio de Antioquía. 
Hay fundamento para afirmar que, al separarse los Apóstoles, cada uno 
se llevó un ejemplar del texto primitivo de San Mateo, pues se hallan indi­cios 
o rastros del mismo en varios países. Así, San Panteno, célebre doctor 
alejandrino, que fué a la India para evangelizarla, en el siglo II, halló en 
ella el Evangelio de San Mateo en idioma arameo. Fué el apóstol San Barto­lomé 
quien, según afirma Eusebio en su Historia Eclesiástica (Cap. V, 10), 
adoctrinara aquellas apartadas comarcas y quien había dejado dicho texto 
hebraico a sus habitantes convertidos. En la librería de Cesarea se hallaba 
un ejemplar que los nazarenos prestaron al presbítero San Pánfilo, martiri­zado 
en 308. para que lo tradujese. 
En cuanto al texto griego —excelente en todos sus aspectos, el único que 
ha llegado hasta nosotros y que sirvió de original para la versión latina de 
la Vulgata—, conservóse durante mucho tiempo en el palacio de los empe­radores 
de Constantinopla. 
El lector Teodosio —en la Vida del Emperador Zenón— y el monje Ale­jandro 
—autor de las Actas de San Bernabé— refieren el maravilloso hallaz-
¿o de dicho original; y es como sigue: El glorioso apóstol San Bernabé re­cibió 
sepultura en la isla de Chipre, su patria; pero, con el tiempo, a con­secuencia 
de terribles y prolongadas persecuciones, borróse el recuerdo de 
hu sepulcro. Hacia el año 485, reinando el emperador Zenón, aparecióse tres 
veces el santo apóstol a Antemio, obispo de Salamina —en la ya nombrada 
isla de Chipre— , y le indicó el lugar de su sepultura, que era una cueva 
próxima a la ciudad. Díjole, además, que hallaría sobre su pecho el Evan­gelio 
de San Mateo, escrito de su propia mano. Todo sucedió conforme a lo 
ununciado, obrando Dios con este hallazgo muchos y grandes prodigios. 
Comunicó Artemio a Zenón el feliz suceso y. accediendo a las grandes 
instancias de éste, le envió el precioso manuscrito. Recibiólo el emperador 
con religiosísimo respeto, mandó guarnecerlo de láminas de oro y conser­varlo 
en el tesoro imperial. Todos los años, el día quinto de la semana de 
Pascua, durante los divinos misterios que se celebraban en la capilla impe­rial, 
leíase en tan preciado libro el Evangelio del día. No queda, pues, la 
menor duda de que dicho ejemplar estaba escrito en griego —lengua litúr­gica 
del rito oriental— , ni que dicha versión se hizo en los tiempos apostó­licos. 
Atribúyenla algunos a San Bernabé; otros, a Santiago el Menor, a San 
Juan Evangelista, o al mismo San Mateo. 
CARACTERÍSTICAS DEL PRIMER EVANGELIO 
QUIEN lea con espíritu observador el Evangelio según San Mateo, 
se percatará pronto de que en todo el relato, desde el principio 
hasta el fin, domina una idea: la de probar a los judíos que Jesu­cristo 
es verdaderamente el Mesías prometido, esperado por ellos. 
De continuo trae citas del Antiguo Testamento, sobre todo de los libros 
de los Profetas, para demostar el cumplimiento de los vaticinios en la per­sona 
del Divino Redentor. A menudo confirma los hechos que refiere valién­dose 
de éstas o parecidas fórmulas: Todo lo cual se hizo en cumplimiento 
de..., De suerte que se cump lió..., tal oráculo de las Sagradas Escrituras. 
Empieza San Mateo su libro dando primero la genealogía temporal de 
Jesucristo, con la cual demuestra perfectamente que el Mesías desciende en 
verdad de David y de Abrahán, conforme habían anunciado los Profetas. 
Al revelamos el misterio de la concepción de Dios Hombre en el seno 
de María por obra del Espíritu Santo, tiene cuidado de recordar el oráculo en 
que Isaías anunciaba que el Mesías nacería de una Virgen (I, 22-23). Al 
referir la huida a Egipto no se olvida de decir que así se realizó para que se 
cumpliese lo que había escrito Oseas: «De Egipto llamé a mi Hijo» (II , 15). 
Cuando habla de la vuelta de la Sagrada Familia, que fué a vivir a Nazaret
y no a Belén, declara que, con ello, tuvieron plena realización las profecías 
según las cuales el Ungido del Señor sería llamado «Nazareno» (II , 23). 
Más adelante manifiesta San Mateo que Isaías anunció al Precursor del 
Mesías llamándole «Voz del que clama en el desierto» (II I, 3); que de este 
mismo libro profético sacó Jesús la respuesta que dió a los discípulos de 
Juan el Bautista, cuando le preguntaron quién era Él (X I, 5); que si Jesús 
usaba de lenguaje parabólico, era para que se cumpliese otro oráculo del 
mismo Isaías (X I I I , 14); que el Salvador se manifestaba manso y humilde 
de corazón, porque era aquel misterioso «siervo» de quien Isaías había dicho 
«que no contendería con nadie, no quebraría la caña cascada, ni acabaría 
de apagar la mecha aun humeante» (X I I, 18-20). 
En la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén ve San Mateo el cum­plimiento 
de una profecía de Zacarías (X X I, 4-5); en las particulares cir­cunstancias 
de la Pasión: su prendimiento ea el huerto, la huida de los 
Apóstoles, la traición de Judas, las treinta monedas de plata, las últimas 
palabras del Salvador...; en todas y en cada una insiste en que se realizaron 
para que se cumplieran las Escrituras. 
Este cuidado de parangonar con las profecías los hechos que refiere, es 
el sello característico del primer Evangelio. También lo es la sencillez del 
relato, al par que su majestad y grandeza. A pesar de su lenguaje popular, 
denotan estas páginas altísima dignidad. Además, contribuye a darle sello 
propio el solícito cuidado que tiene San Mateo de transcribir los grandes y 
sublimes discursos de Nuestro Señor. 
Asimismo importa tener presente que no pretende San Mateo seguir el 
orden cronológico en la narración de los hechos, sino que agrupa los mila­gros, 
las parábolas, los sermones, según un orden lógico y sistemático, para 
que mejor domine la personalidad humana del Hijo de Dios entre los hom­bres. 
Claro está que en el conjunto conserva la cronología general, desde el 
nacimiento hasta la muerte del Salvador, pero en los pormenores no hay que 
buscar un orden riguroso que el autor no pretendió seguir. 
APOSTOLADO DE SAN MATEO 
EL velo de la oscuridad envuelve la labor apostólica de San Mateo. 
¿A qué naciones llevó la luz del Evangelio? En realidad de verdad, 
nada de cierto se sabe. Abundan, sin embargo, recuerdos tradiciona­les; 
pero se escribieron algo tarde, y, por esto, aparecen incoherentes, están 
vestidos con el ropaje de leyendas y son a veces contradictorios. Si hemos 
de creer al historiador Sócrates, San Mateo habría evangelizado la Etiopía, 
pero una Etiopía que debía hallarse al sur del mar Caspio. Según San Am-
lirosio, fué apóstol de Persia; según San Isidoro, lo fué de Macedonia; y 
Simón Metafrastes dice que predicó a los medos y partos. Es probable que 
Sun Mateo, ardiendo en santo celo como los demás Apóstoles, llevaría la luz 
de la fe a varias naciones, pero no es posible precisar con exactitud cuáles 
lucron las adoctrinadas por él. 
Clemente de Alejandría, después de describir su austero género de vida, 
iincgura que murió de muerte natural. Nicéforo, por el contrario, trae larga 
relación de su maravilloso martirio por el fuego, en Etiopía; mientras que 
ncgún el Breviario Romano, fué víctima de hacha homicida al pie del altar, 
cuundo celebraba los Sagrados Misterios. 
CULTO. — RELIQUIAS 
LA Iglesia latina y la griega honran al evangelista San Mateo con el 
título de mártir; la primera, a 21 de septiembre; la segunda, a 15 de 
noviembre. 
Sus reliquias, llevadas en 954 de Etiopía a Salemo (Italia), fueron tan cui­dadosamente 
ocultadas, que se perdió todo rastro de ellas durante 120 años. 
l‘or el testimonio de San Gregorio V II, que lo escribe a Alfano, obispo de 
dicha ciudad, sabemos que fueron nuevamente descubiertas en 1080, durante 
el pontificado del mencionado Papa, en un sepulcro secreto. 
Allí mismo, en Salemo, después de consagrar la iglesia dedicada a San 
Mateo, murió santamente este ilustre Pontífice, perseguido y desterrado de 
Kiima por el emperador Enrique IV de Alemania. Él fué quien pronunció 
estas célebres y significativas palabras: «Amé la justicia y aborrecí la ini­quidad; 
por esto muero en el destierro». 
El cuerpo de San Mateo sigue siendo reverenciado en Salerno con gran 
devoción. Su sagrado cráneo fué donado a la catedral de Heauvais (Fran­cia), 
de donde desapareció durante la funesta revolución de 1793. Felizmente 
Imbía sido cedida una parte a Chartres. y allí se conserva en el convento 
(U- la Visitación. 
SANTORAL 
Santos Mateo, apóstol y evangelista; Jonds, profeta; Alejandro, obispo y mártir; 
Castor, obispo de Apt, en la Provenza; Isacio, obispo de Chipre y mártir; 
Melecio, obispo de Chipre, confesor; Vicente de Besalú, presbítero y már­tir 
(honrado el 1.° de septiembre); Eusebio, mártir en Fenicia; Pánfilo, 
mártir en Roma. Beatos Mártires de Corea; Agustín Adorno, fundador de 
los Clérigos Regulares Menores. Santas Ifigenia o Efigenia y Maura, vírgenes.
DI A 22 DE S E P T I EMB R E 
STO. TOMAS DE VILLANUEVA 
AGUSTINO Y ARZOBISPO DE VALENCIA (1488-1555) 
MIENTRAS un ex monje agustino, el apóstata Martín Lutero, es­candalizaba, 
despedazaba y pervertía a Alemania, otro monje 
agustino, Tomás de Villanueva, edificaba y santificaba a España. 
Nació este insigne Santo en la villa de Fuenllana, provincia de 
Ciudad Real, el año de 1488, y se crió en Villanueva de los Infantes, de 
donde tomó el apellido al entrar en la Orden de San Agustín. Su padre 
se llamó Alonso Tomás García, y era caballero principal de Villanueva; su 
madre doña Lucía Martínez de Castellanos, natural de Fuenllana, era de 
familia importante de aquella villa. Ambos esposos se señalaron por su ca­ridad 
con los pobres, los cuales los llamaban los santos limosneros. Repar- / 
líales don Alonso las rentas de un molino, y a los labradores les prestaba 
Irigo para la siembra y luego se lo perdonaba. 
Doña Lucía era virtuosísima y muy devota señora. Confesábase y comul­gaba 
cada semana. Debajo de sus sencillos vestidos llevaba áspero cilicio, 
ayunaba cada sábado y, a ciertas horas del día, retirábase a un oratorio con 
sus sobrinas y criadas para darse a la oración. Trabajaba para los meneste­rosos; 
a menudo tomaba para sí la labor de pobres obreras, hacíala ella misma
y se la devolvía junto con el salario. Con los pobres vergonzantes, presos y 
enfermos, tenía entrañas maternales, y tal misericordia y compasión, que el 
Señor la premió muchas veces con milagros. 
Había repartido cierto día a los pobres toda la harina que le habían 
traído del molino, cuando llegó otro mendigo; pero las criadas dijeron que 
ya se había dado toda la harina. «Volved al granero, hijas, por amor de 
Dios, y barredlo; que no permitirá el Señor que se vaya de mi casa este 
pobre sin limosna». Las criadas obedecieron y, admiradas al ver el granero 
lleno, empezaron a dar voces. «Pero, señora, ¿qué ha pasado? ¡Dejamos vacío 
el granero y lo hallamos lleno!» Diciendo esto prorrumpieron en alabanzas 
al Señor, que tan liberal se mostraba con los pobres. 
EL NIÑO LIMOSNERO 
Avista de tan maravillosos ejemplos de misericordia y piedad, y pre­venido 
con la gracia de Dios, creció también en el corazón de Tomás 
la cristiana virtud de la caridad para con los prójimos, y aun excedió 
mucho a sus padres en la misericordia con los menesterosos. Ya en su niñez 
mereció el nombre de Padre de los necesitados. Llevaba su almuerzo a la 
escuela, y se lo daba a los niños pobres. Muchas veces volvía a casa sin 
medias, ni zapatos, ni vestido, por habérselo dado a los que encontraba. 
Si llegaba algún mendigo después que se había repartido todo el pan, 
Tomás pedía a su madre que le diese la ración que a él le correspondía, como 
así lo hacía ella a menudo para probar la virtud de su hijo. Pero otras veces 
se lo negaba; entonces le pedía Tomás su ración de comida corno para co­merla 
con sus amiguitos, pero era para darla de limosna. 
Estando un día su madre fuera de casa, llegaron seis pobres. No hallando 
nada que darles, fuese el santo niño adonde estaba una gallina con seis 
pollos que criaba, y repartió los pollos entre los pobres, dando a cada uno 
el suyo. Vino su madre, y preguntándole cómo había hecho aquello, respon­dió 
sonriendo: 
—Señora, no me sufrían las entrañas que los pobres se fuesen como ha­bían 
venido. No hallando pan ni otra cosa que darles de limosna, les he 
dado un pollito a cada uno, y si viniera otro pobre, pensaba darle la gallina. 
Si en casa le regalaban algún dinerillo, iba a comprar huevos y los llevaba 
corriendo a los enfermos del hospital. En la época de la siega solían enviarle 
sus padres a llevar el almuerzo y comida a los segadores; y, sin que ellos lo 
echasen de ver, daba mucha parte a los pobres, que iban, como era costum­bre, 
a recoger las espigas; mas al llegar los segadores a comer, no lo echaban 
de menos, porque el Señor suplía milagrosamente la falta.
Yá en tan tierna edad, ayunaba los días que manda la Iglesia y muchos 
más, y se disciplinaba con muchísimo rigor, aunque en secreto. Su madre, 
empero, lo sabía, por haber hallado un día las disciplinas junto a la cama, 
pero de ello se alegraba y daba gracias al Señor. 
Siendo de edad de quince años, enviáronle sus padres a la Universidad 
de Alcalá, fundada poco antes por el cardenal Cisneros. Tanto aprovechó 
en los estudios de Filosofía y Teología que, buscando el insigne Cardenal los 
mejores estudiantes para dar buen principio al colegio mayor de San Ilde­fonso, 
luego le nombró colegial. Vacando después la cátedra de Filosofía 
moral de la universidad de Salamanca, proveyóla el claustro en Tomás de 
Villanueva. 
Pero ya entonces empezó a meditar con atención aquellas palabras del 
divino Maestro: «Quien no renuncia a cuanto posee, no puede ser mi discí­pulo 
». Con sus palabras y ejemplos trajo a muchos estudiantes a abrazar 
vida perfecta, y él mismo, deseoso de retirarse del mundo, pidió al Señor 
It- diese su divina luz para no errar en la elección de estado. 
RELIGIOSO AGUSTINO 
ESTANDO ocupado en los estudios, supo la muerte de su padre; y así, 
fuéle forzado volver a Villanueva para consolar a su madre, y dispo­ner 
del patrimonio. Viendo que había heredado una casa principal, 
rogó a su madre pusiese en ella camas y ropas, a fin de que sirviese de hospi­tal 
para pobres y peregrinos. Guardó cuanto necesitaba para el sustento de su 
madre, y todo lo demás lo repartió a los pobres. 
Entonces oyó más claramente la divina invitación: «Olvida tu pueblo 
y la casa de tu padre». A los veintiocho años, entró en la Orden de los Ermi­taños 
de San Agustín de Salamanca, donde tomó el hábito a 21 de noviem­bre 
del año 1516, festividad de la Presentación de Nuestra Señora, a quien 
tuvo toda la vida ardiente y filial devoción. Acabado el año de noviciado, 
en el que dió ejemplo de todas las virtudes, hizo su'profesión en 1517. 
Pasados tres años, se ordenó de sacerdote; celebró la primera misa en la 
fiesta del Nacimiento de Cristo nuestro Señor. Su fervor fué tal que, en el 
(■loria y Prefacio, parecía arrobado en éxtasis. El misterio de aquella fes­tividad, 
el Nacimiento del Verbo, hecho carne por amor a los hombres, 
«■iiiimovíale vivamente, y en sus últimos años no pudo celebrar en público 
lus tres misas de Navidad por los éxtasis que en ellas tenía. 
A pesar de su inclinación a la vida retirada y escondida, los superiores 
no le permitieron ocultar los talentos que había recibido del cielo. Mandá­ronle 
enseñar Teología eu el convento de Salamanca, y él explicó el Maestro
de las Sentencias, Pedro Lombardo, según la mente de Santo Tomás de Aqui-no, 
llevando a sus alumnos a un tiempo a la ciencia y a la piedad. Solía 
decir que el recogimiento del claustro no excluye el estudio de las letras, 
pero que la ciencia sin la devoción es una espada en manos de un niño, el 
cual sólo puede dañarse con ella, sin hacer ningún bien a los demás. 
Empezó también a predicar en la ciudad. Por su espíritu y su celo, le 
comparaban con San Pablo y con el profeta Elias. El fruto de sus sermone» 
era increíble. De tal manera trocó la ciudad, que los cristianos no aspiraban 
sino a la penitencia. Don Juan de Muñatones, agustino, y a la sazón obispo 
de Segorbe, decía «que a quien mirase entonces a la ciudad de Salamanca, 
no le parecería ciudad de seglares, sino un gran monasterio de religiosos». 
Oyóle predicar un día el emperador Carlos V, y agradóle tanto el primer 
sermón, que ya quiso oírlos todos, y si no podía ir en público, iba en secreto 
y mezclábase con la muchedumbre. Luego le hizo su predicador. El Santo 
aprovechó aquella influencia para lograr el indulto de algunos reos. 
Dos veces fué prior de Salamanca y de Burgos, y muchas del convento 
de Valladolid; fué asimismo provincial de Andalucía y de Castilla, habiendo 
sido antes visitador de ambas provincias cuando estaban juntas. Desempeñó 
estos cargos con tanta humildad, mansedumbre y celo por la observancia 
religiosa, que todos los frailes le amaban como a padre y le respetaban como 
a superior. Fué enemigo de toda novedad; contentábase con hacer observar 
las leyes de los mayores y las buenas costumbres de las provincias y resi­dencias. 
Visitaba por sí mismo todos los conventos de su provincia, y en 
ellos solía recomendar cuatro cosas principales: la celebración devota, atenta 
y digna del oficio divino y de la misa; limpieza y aseo de las iglesias y al­tares, 
y cuanto se refiere al culto divino, afirmando que ésta era la puerta 
por donde entran las felicidades a los monasterios; la lectura y meditación 
de la Escritura sagrada, como propia para ahuyentar de los religiosos todos 
los disgustos, inquietudes y tentaciones; la unión y caridad fraterna verda­dera 
y no fingida, y el amor al trabajo, pues la pereza y ociosidad acaban 
con todas las virtudes religiosas. 
ARZOBISPO DE VALENCIA 
EN medio de sus apostólicas tareas, levantábase Tomás día tras día a 
mayor perfección; a muchas personas del siglo logró traerlas a vida 
santísima, y en los conventos a él encomendados, florecieron las vir­tudes 
religiosas. Pero el Señor le destinaba a mayores trabajos. 
Quedó vacante el arzobispado de Granada el año de 1528, y el empera­dor 
Carlos eligió para ocupar esta silla a Tomás de Villanueva, a la sazón
AL entrar Santo Tomás de Villanueva en Valencia para tomar 
posesión de la silla del arzobispado, hácelo muy modesta­mente 
y en noche de gran lluvia. Como desde mucho tiempo se 
padecía gran sequía, en sabiendo que había llegado a la ciudad, 
atribuyeron todos este favor al Santo. 
1 5 . - v
provincial de Castilla. Llamóle para que la aceptase; pero fué tal la resisten­cia 
que hizo el Santo, que desistió esta vez el emperador. Dieciséis años más 
tarde, vacó el arzobispado de Valencia. El emperador se hallaba entonces 
en Flandes. Nombró por arzobispo de Valencia a un religioso jerónimo, y 
mandó a su secretario que despachase la cédula. Pero al hacerla, puso en 
ella el secretario a fray Tomás de Villanueva. Llevósela al emperador para 
que la firmase. 
—«¿Qué habéis escrito? —le dijo Carlos V—. Yo no os dije a un agusti­no, 
sino a un jerónimo. 
—Ciertamente, Señor, a mí me pareció haber oído el nombre de fray 
Tomás; pero haré otra cédula, y pondré el que Vuestra Majestad mande. 
—No —repuso el emperador—; no deshagamos lo que Dios ha hecho. 
Aquel primer arzobispo lo nombré yo; éste le nombra Dios». 
Firmó luego la cédula para fray Tomás (5 de agosto de 1544) y la des­pachó 
a Valladolid, donde estaba de prior el Santo. Entristecióse fray Tomás 
con esta noticia, y excusóse con tal resistencia, que ni bastaron los ruegos 
de los grandes señores, ni las razones del príncipe don Felipe; pero no tuvo 
más remedio que ceder, cuando el provincial se lo mandó en virtud de 
santa obediencia. El papa Paulo I I I confirmó la elección a 10 de octubre, 
y un mes después le envió el palio. El Santo dejó su celda con muchas 
lágrimas, se hizo consagrar, y partió a pie para Valencia, sin más acompa­ñamiento 
que el de un religioso y dos criados. 
El reino de Valencia padecía aquel año grande falta de agua. Fué cosa 
de maravillar que, al entrar el santo arzobispo por el distrito de su dióce­sis, 
luego empezó a llover con abundancia, como presagiando las muchas y 
grandes mercedes que el cielo reservaba a aquellas tierras. 
VIRTUDES DEL SANTO 
LLOVÍA a cántaros cuando llegó el Santo a la puerta del convento de 
Valencia con su compañero. El Hermano portero los vió llegar, y al 
preguntarles de dónde y a qué venían, fray Tomás sólo le dijo que pe­dían 
hospitalidad para un par de días. Pero el prior, que esperaba la llegada 
del arzobispo, empezó a sospechar si sería uno de aquellos dos padres. Con 
todo, al verlos tan sencillos, sin cartas de obediencia, sin acompañamiento 
ninguno, le daba qué pensar. Recibiólos, no obstante, al verlos tan modestos 
y compuestos, pero les pidió dispensa si no podía servirlos como merecían, 
por ser el convento muy pobre. 
—No se moleste, padre prior —le dijo fray Tomás—; este padre y vues­tro 
servidor nos contentaremos con una celdilla mientras duren las lluvias;
por lo que al sustento se refiere, ya nos arreglaremos; pronto vendrá el 
criado encargado de los gastos del viaje. 
Al fin, el prior tuvo atrevimiento para preguntarle: 
—Os suplico, padre, por amor de Dios, que me saquéis de duda. ¿No 
« o ís por ventura el señor arzobispo? 
—Sí, lo soy —respondió Tomás, no pudiendo ya ocultar la verdad—; 
aunque muy incapaz e indigno. 
El prior se arrodilló ante él, admirado, y le besó la mano. 
Hizo su entrada en Valencia a 1.° de enero de 1545, vestido con el pobre 
hábito de monje. Todos admiraban su recogimiento y devoción. Los canó­nigos, 
viéndole tan pobre, le enviaron cuatro mil escudos para que amue­blase 
su casa, pero él los mandó al hospital para alivio de los enfermos. 
Parte del clero de aquella diócesis llevaba por entonces vida menos ejem­plar, 
por haberse administrado mucho tiempo por vicarios y visitadores, 
sin asistencia del propio pastor. Y no es pequeña prueba de la vitalidad 
divina de la Iglesia el haber atravesado los siglos con continuada prosperi­dad, 
a pesar de la flaqueza de los hombres. El Santo emprendió la reforma 
de su arzobispado con leyes santísimas y prudentísimas, y, sobre todo, con 
el ejemplo de su vida pobre y muy austera. 
No dejó con la dignidad de arzobispo las virtudes de religioso. Sólo man­jares 
ordinarios se ponían en su mesa. A más de los ayunos de regla que 
siguió observando rigurosamente, en el Adviento, Cuaresma y vigilias de 
las fiestas solía ayunar a pan y agua. Traía los mismos hábitos que en su 
convento y, siempre que podía ser, los remendaba él mismo. Si le rogaban 
que se vistiese más conforme a su dignidad, respondía que tenía hecho voto 
de pobreza. Una vez, con todo, dió gusto a los canónigos poniéndose bo­netillo 
de seda; pero luego decía con mucha gracia señalando el bonetillo: 
«Veis aquí mi arzobispado; porque no les parece a los señores canónigos que 
soy arzobispo, si no traigo bonetillo de seda. No consiste la autoridad de un 
prelado en lo precioso de las ropas, sino en el celo de las almas que Dios 
le ha encomendado». 
Su palacio era la mansión de la pobreza; jamás sufrió ni tapicería ni 
sobremesas. Dormía ordinariamente sobre un haz de sarmientos, con una 
piedra por cabecera. Esa fué la principal industria del santo arzobispo para 
reformar al clero: el ejemplo de su santa vida. 
Su primer acto oficial, al tomar posesión, fué anunciar la visita de la 
diócesis con una pastoral en la que exhortaba a todos a la perfecta conver­sión. 
Dos meses después de esta visita convocó sínodo provincial, para re­cordar 
a los sacerdotes las leyes eclesiásticas. Muchos se enmendaron, y con 
su ejemplo, benignidad y prudencia traía cada día alguno a vida fervoro­sa 
y santa.
Hízose muy amigo de un canónigo que algo daba que hablar, y poco a 
poco le fué trayendo a ser ejemplo de la ciudad. Sabiendo que otro sacer­dote 
no se enmendaba, le llamó un día a su oratorio, y estando con él a 
solas, le dijo: «Hermano, yo tengo la culpa de vuestra obstinación, mis pe­cados 
son causa de que menospreciéis mis amonestaciones; y pues tengo yo 
la culpa, yo pagaré la pena». Dicho esto, se arrodilló delante de un cruci­fijo 
y, desnudando sus espaldas, empezó a herirlas reciamente. El clérigo, 
confuso y corrido, se echó a sus pies, y con lágrimas y sollozos prometió 
enmendar su vida, como así lo hizo. 
Un libro entero sería menester para referir ejemplos semejantes. Y, ¿qué 
diremos de su misericordia y caridad? El arzobispo de Valencia tenía de 
renta dieciocho mil ducados. El Santo pagaba tres mil ducados de pensión 
a su predecesor don Jorge de Austria, que había renunciado a la silla de Va­lencia 
para ser obispo de Lieja; daba dos mil para escuelas de los hijos de 
moros; diez mil para alivio de los pobres y enfermos, y lo demás, gastaba 
en el sustento de su casa. Quinientos pobres acudían cada día a palacio, y 
cada uno de ellos recibía una ración de carne con pan, vino y algún dinero. 
A menudo acompañaba esta caridad con milagros. Vió un pobre tullido 
entre los que acudían a pedir limosna a su puerta, y reparó que le miraba 
con mucha atención. Hízole llamar, y le preguntó: 
—He reparado, hermano, que me mirabas con atención. ¿Por qué lo 
hacías? ¿Acaso no te basta la limosna que te dan? 
—Señor —respondió el pobre— , para mí, harto me dan; pero tengo 
mujer y dos hijos, y, repartido con ellos, padecemos grande necesidad. 
—¿No sabes algún oficio para ayudar a tu familia con lo que te doy? 
—Sastre soy. señor, y si yo tuviera salud, con ella sustentara mi casa. 
—Pues, ¿qué quieres —le dijo el Santo— : salud o limosna? 
—¡Oh. si yo tuviera salud!... —repuso el pobre. 
—En el nombre de Jesucristo Nazareno crucificado —le dijo Tomás—. 
deja esas muletas, y vete con salud a trabajar en tu casa. 
Al punto sanó el tullido, y fué a vivir de su oficio. 
ÉXTASIS. — SU MUERTE 
A menudo premiaba el Señor con gracias extraordinarias todas estas 
obras hechas con tan viva fe y ardiente caridad. En la oración, rezo 
del breviario y aun en los sermones, tenía frecuentes éxtasis. 
Nunca temió tanto no salvarse como desde que fué arzobispo, y por eso 
quería renunciar a aquel cargo para vivir a solas con Dios retirado en su 
celdilla de fraile. Pero, ni el papa Julio II, ni el Emperador atendieron sus
ruegos. Entonces acudió al Señor. Muchas noches pasó el Santo ante un 
Crucifijo, llorando y orando para que le librase Dios de carga tan pesada. 
I nu noche, en acabando de rezar el Miserere deshecho en llanto, le habló el 
Santo Cristo, y le dijo: «Ten buen ánimo, que el día del Nacimiento de mi 
Madre vendrás a mí y descansarás». 
Enfermó el día 29 de agosto de una grave calentura que fué subiendo 
día tras día. Fué a verle el obispo de Segovia, y le dijo que los médicos 
tenían ya poca esperanza de su curación. El Santo se puso de rodillas y 
exclamó: «Heme llenado de gozo con lo que acaba de serme dicho: Iremos 
u casa del Señor». Luego añadió moderando un tanto su alegría: «Señor, si 
todavía me necesita tu pueblo, no rehusó el trabajo; de lo contrario, ansio 
morir para llegarme a Ti». 
Recibió el Viático en presencia del clero, a quien recomendó guardar los 
mandamientos del Señor, llevar vida conforme con la santidad del ministerio 
sacerdotal y estar inviolablemente unidos con la Santa Sede romana, asegu­rándoles 
que, si Dios se apiadaba de él, como así lo esperaba, rogaría en el 
cielo para que en ningún tiempo desfalleciera la fe en la Iglesia de Valencia. 
Mandó que todos cuantos bienes le quedaban los repartiesen a los nece­sitados, 
y que a un pobre carcelero le diesen la cama en que yacía mori­bundo, 
porque dispuesto estaba a morir en el duro suelo. El carcelero aceptó 
la cama, y entonces el Santo le pidió que por amor de Dios se la prestase 
para morir en ella. También pidió que se pusiese un altar en su sala y se 
dijese misa. En la comunión del sacerdote empezó a decir el cántico Nutic 
dimittis, y añadiendo las palabras «Señor, en tus manos encomiendo mi 
espíritu», lo entregó a su Criador el día 8 de septiembre, Natividad de la 
Virgen María. Enterráronle en el convento de los Agustinos, y el Señor ilus­tró 
su sepulcro con innumerables milagros. 
Alejandro V II le puso en el catálogo de los Santos a I.° de noviembre 
de 1658. La Iglesia celebra su fiesta el día 22 de septiembre, pero la Orden 
ugustiniana suele celebrarla a 18 de septiembre. 
SANTORAL 
Santos Tomás de Villanueva, obispo y confesor; Mauricio y compañeros de ¡a l e ­gión 
Tebea, mártires; Emerano y Séptimo, obispos y mártires; Santino, 
discípulo de San Dionisio Areopagita, primer obispo de Meaux Lautón, 
obispo de Constanza Florencio, presbítero, Abadir y compañeros, marti­rizados 
en Antinoa; Jonás — compañero de San Dionisio Areopagita— , pres­bítero 
y mártir; Silvano, confesor. Beato Femando de Jesús, dominico. 
Santas Drosis, Digna y Emérita, vírgenes y mártires; Iraida, hermana de 
San Abadir, mártir; Salaberga, abadesa, Guntilda, virgen.
Bestias fieras, sierpes venenosas y voraces elementos respetan a la Santa 
DIA 23 DE S E P T I EMB R E 
S A N T A T E C L A 
VIRGEN Y MARTIR (siglo I) 
MU Y celebrado fué en la antigüedad cristiana el nombre de esta 
insigne virgen. Por doquier la ensalzaban con alborozo y la hon­raban 
con pública veneración. Cuando querían ponderar las extra­ordinarias 
virtudes de una doncella cristiana, decían de ella que 
era otra Santa Tecla. Así llama San Jerónimo a Santa Melania y San Gre­gorio 
Niseno a su hermana Santa Macrina. 
A pesar de su fama tan universal, poco es lo que se sabe a ciencia 
cierta sobre la vida y martirio de Santa Tecla. Vivió en Iconio; la convirtió 
San Pablo; consagró al Señor su virginidad; padeció por la fe y la castidad; 
fué a Seleucia, donde murió en paz. Esas afirmaciones constituyen la trama 
histórica de las biografías y numerosos panegíricos escritos en honra de esta 
virgen mártir. No existen Actas auténticas de su martirio. En los escritos 
<le algunos santos Padres y Doctores de los primeros siglos, se anotan con 
precisión las principales circunstancias de su vida, pero fácilmente se echa 
»lc ver que las bebieron en un libro apócrifo intitulado Actas de San Pablo, 
cuya parte tercera trata particularmente de Santa Tecla, de su conversión, 
relaciones con el Apóstol y martirio.
ACTAS DE PABLO Y TECLA. — LA VIRGEN DE ICONIO 
A esta tercera parte suele llamársele comúnmente Actas de Pablo y 
Tecla. Es muy antigua y fué sin duda compuesta por un sacerdote 
del siglo I I en Asia Menor, quizá en Antioquía de Pisidia. Se con­servó 
más o menos íntegra o exacta en los manuscritos siríacos, coptos y 
griegos, algunos de ellos anteriores al siglo V III. y contiene indicaciones, 
relatos e informes que cuadran con las costumbres de la época y con la 
Historia y la Geografía de aquellos lugares. Pero también hay en ella no 
pocos hechos inverosímiles y errores teológicos e históricos. Las Actas de 
P a b lo y Tecla no contienen, ni mucho menos, una historia íntegramente 
auténtica de la vida de nuestra Santa: no todos sus pormenores merecen 
crédito; pero sería exagerado negarles valor por el mero hecho de ser apó­crifos, 
y más algunos relatos que han sido ya comprobados por la crítica. 
Por lo que a la autenticidad de estas Actas se refiere, nunca las admi­tieron 
los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, a pesar de los elogio* 
que de ellas hicieron y de las muchas citas que de ellas tomaron. Asi, a 
fines del siglo I I decía Tertuliano: 
«Téngase por cosa cierta, que quien escribió las Actas de esta Santa 
—Tecla— fué un presbítero natural de Asia; las presentó como habiendo 
sido escritas por el apóstol San Pablo, pero convencido de falsario, acabó 
declarando que las había inventado por amor al santo Apóstol. Fué amones­tado 
y castigado por tal vileza.» 
Pasados algunos siglos, el historiador Eusebio, San Jerónimo y el autor 
del decreto gelasiano, dieron las Actas de Pab lo y Tecla y las Actas de San 
Pablo por libros apócrifos, pero no heréticos. Con todo, ya a fines del siglo IV, 
empezaron los herejes a echar mano de ese escrito y, para ponerlo a tono e°n 
sus doctrinas, lo arreglaron a su modo introduciendo en él algunas interpola­ciones 
y modificaciones. Desde entonces dió la Iglesia a los fieles la voz de 
alerta contra estos fraudulentos escritos, y las Actas de Pablo y Tecla no go­zaron 
ya del mismo crédito entre panegiristas o biógrafos de la santa mártir. 
En opinión general, fué oriunda de la ciudad de Iconio (hoy en día 
Kaniah), la cual se halla al noroeste del monte Tauro, en las altiplani­cies 
de Asia Menor y en la provincia de Licaonia. Hacía poco que era colonia 
romana cuando nació la niña, que fué por el año 30 del Señor. Su familia 
era de las más ricas de la ciudad, y aun dice San Metodio de Olimpo, que 
los padres de Tecla hicieron estudiar a su hija las Letras y la Filosofía. 
Concertaron luego de casarla, a juzgar por lo que dicen las Actas, con un 
mancebo llamado Tamiro, el cual pertenecía también a una familia muy 
principal de la ciudad de Iconio. Pronto, empero, iba a dar el Señor a bl
■ Hitísima doncella un esposo más digno de su amor y de su virginal corazón. 
I’or el año 45, Pablo y Bernabé pasaron a Antioquía de Pisidia, centro 
«le muchísimos barrios judíos. Predicaron ailí con grandísimo fruto. No 
obstante, fueron expulsados de aquel territorio apretados por algunos judíos 
ilr duro corazón. Volvieron atrás y se detuvieron en Iconio. Aquí perma­necieron 
muchos días y lograron convertir a un sinnúmero de griegos y 
ludios. El Señor obraba grandes milagros y prodigios por mano de los dos 
iipostóles, dando con ello testimonio de la verdad de la doctrina que predi­caban. 
En dos bandos se dividieron los de Iconio; unos eran partidarios de 
tos apóstoles y los defendían; pero los demás les eran hostiles, azuzados por 
los judíos, enemigos de San Pablo. Estos últimos lograron soliviantar al 
populacho contra los ministros del Evangelio. Para evitar el ser maltra­tólos 
y apedreados, Pablo y Bernabé se refugiaron en las ciudades de Listra 
y l)erbe, donde tuvieron muchísimos discípulos. 
Más de una vez volvió a pasar San Pablo por los caminos de Iconio y 
l.icaonia. La conversión de Santa Tecla y su larga conversación con San 
l’ablo se relacionan quiza con la primera permanencia del santo apóstol en 
Iconio, cuando dió la primera misión en dicha ciudad. Las Actas de Pablo 
V Tecla refieren que Pablo y Bernabé se hospedaron en casa de un varón 
virtuoso llamado Onesíforo. Empezaron luego a predicar la doctrina de 
Jesús en aquella casa y en la sinagoga, haciendo hincapié sobre todo en la 
excelencia y belleza de la castidad cristiana. 
Ecos de esta nueva filosofía religiosa llegaron a oídos de Tecla: su alma 
quedó desde luego maravillada y casi ya conquistada. Pero no podía llegarse 
hasta San Pablo por la estrecha vigilancia que sobre ella ejercía su madre 
pagana. Tecla se asomaba largas horas a la ventana de su casa, que estaba 
cerca de la de Onesíforo, para oír al santo apóstol y beber así en su pura 
fuente aquellas enseñanzas que tan bellas le parecían. Esta extraña con­ducta 
de la joven empezó a inquietar a sus padres. Pero fueron vanos sus 
esfuerzos para detenerla en el camino de la perfecta conversión. 
VISITA HEROICA Y BENÉFICA 
I hemos de dar crédito a las Actas de Tecla y al testimonio de San 
Juan Crisóstomo, San Pablo fué encarcelado en Iconio. Acusáronle 
de levantar turbulencias en la ciudad, de embaucar y encantar a las 
mujeres y de corromper a los jóvenes con sus nuevas y nunca oídas ense-iianzas. 
Los padres, y aun el mismo prometido de Tecla tenían mucha parte 
en aquellas calumniosas imputaciones. 
No se acobardó la casta esposa de Cristo con el encarcelamiento de San
Pablo, antes cobró nuevo valor al tener de ello noticia. Queriendo a toda 
costa ver al ilustre preso para oír de sus labios la verdad divina, ofreció 
al carcelero sus preciosos pendientes y su espejo de plata, y con esto logró 
licencia para entrar en la cárcel y hablar con San Pablo. «Sacrificaba gustosa 
el oro y adornos que llevaba —dice San Juan Crisóstomo— , mostrándose de 
esta suerte más celosa de embellecer su alma con las invisibles gracias de 
la fe, que su cuerpo con el brillo de fulgente pedrería». 
Sin demora instruyó el Apóstol a esta alma ávida de luz, y la fortaleció 
en su naciente fe y en su determinación de guardar castidad perpetua. Al 
paso que hablaba Pedro —afirma San Gregorio Niseno— , Tecla «sentía apa­garse 
en ella la fogosidad de la juventud, los hechizos de la hermosura se 
le hacían indiferentes, y se iba desvaneciendo el atractivo de los sentidos: 
la palabra divina vivió ya en su alma, y en breve reinó en ella como sobe­rana, 
al dar de mano a todo lo demás». 
TRIUNFA DE LAS LLAMAS 
AQUELLA castísima doncella era ya perfecta cristiana, y estaba muy 
determinada a guardar virginidad por amor a Jesucristo, Salvador 
suyo. Con esta noticia inesperada que desbarataba todos sus pla­nes, 
la madre y el novio de Tecla se afligieron e irritaron sobre manera. J 
Solicitaciones, caricias, amenazas, rabia y furor, todo fracasó ante la inque-J 
brantable determinación de la neófita. Apelaron entonces a los magistrados 
con ánimo de asustarla y traerla más fácilmente a que se sometiese a la ' 
voluntad de sus padres. Acusáronla de ser cristiana e infiel al esposo con : 
quien estaba concertada de casarse. Mandóle el juez que renunciase a Jesu­cristo 
y aceptase la mano de su prometido; pero ella respondió que era 
cristiana y quería permanecer virgen. Todos los medios de que echaron mano 
para vencer su constancia, que sin duda fueron muchos, resultaron vanos. ' 
Finalmente, impulsado quizá por el clamoreo del populacho, el juez condenó- 
§ la a ser quemada viva. 
Encendióse una hoguera en la plaza o en el anfiteatro. La santa doncella 
se armó con la señal de la cruz, y entró en ella de grado y con grande alegría 
y modestia, suplicando al mismo tiempo al Señor que se dignase recibir su 
alma: moría por su fe y por guardar su virginidad. Al ver los presentes que 
las llamas cercaban por doquier el cuerpo de Tecla, juzgaron que muy presto 
quedaría reducido a cenizas. Pero nada de eso ocurrió. El fuego respetó la 
carne virginal de la Santa: «¡Milagro de la virginidad!» —exclama San Gre­gorio 
Nacianceno. Levantóse de repente recia tempestad, y cayó del cielo 
tal copia de agua, que el fuego se apagó y la gente que allí había huyó
SANTA Tecla oye desde su casa las enseñanzas de San Pablo en 
casa de Onesíforo. Las palabras de vida del Apóstol, y el espí­ritu 
divino y fervoroso con que las dice, trocan de tal manera el 
corazón de la doncella, que determina hacerse cristiana y consagrar 
al Señor su virginidad.
despavorida. Con esto quedó Tecla milagrosamente libre, y fué recogida por 
una familia cristiana. 
Estando de camino de Iconio a Dafne, se encontró con San Pablo, el 
cual había sido echado de la ciudad con algunos discípulos, y se había refu­giado 
en un mausoleo de los alrededores. Suplicó al Apóstol que la dejase 
acompañarle en sus viajes y misiones, para ayudarle a ganar almas a Jesu­cristo. 
Pablo convino en que Tecla le acompañase hasta que le fuera dado re­sidir 
en alguna de las nacientes cristiandades; allí viviría al abrigo de las per­secuciones 
de su familia y seria como un apóstol en medio de los neófitos. 
CONDENADA A LAS FIERAS 
HALLÁNDOSE en Antioquía, la virgen cristiana fué blanco de inso­lentes 
y violentos asaltos por parte de un hombre principal que 
gozaba de mucho crédito cerca del gobernador romano. Insultóla 
un día en medio de la calle; pero Tecla, armándose de valor, rasgó la túnica 
de su agresor, le arrebató la corona que llevaba por ser ordenador de los 
festejos religiosos, y le dejó corrido y avergonzado delante de cuantos pre­senciaban 
aquella escena. Furioso de verse de aquella manera burlado y 
humillado, denunció a la casta doncella, acusándola ante los magistrados de 
ser cristiana y sacrilega. Condenáronla a ser echada a las fieras. Las amigas 
de la Santa y muchas otras mujeres, que tenían noticia de su inocente vida, 
protestaron con energía contra aquella inicua sentencia. 
Entretanto llegaba el día señalado para el tormento, la virgen cristiana 
se hospedó en casa de una princesa de sangre real, la cual se había retirado 
a Antioquía por haberse muerto su marido y su hija Falconila. Llamábase 
Trifena, y había logrado del gobernador licencia para acoger a la santa 
mártir, con lo que puso a salvo la virtud de Tecla. 
El día señalado la condujo con muchas lágrimas al anfiteatro. Allí des­nudaron 
a la Santa y la ataron a un poste al que estaba clavado un cartel 
con esta sola palabra: Sacrilega.. No obstante las voces de indignación de 
muchísimas mujeres presentes, soltaron contra ella una leona furiosa. Mas 
no se atrevió la fiera a tocarla, antes, olvidando su natural feroz, vino a 
lamer blanda y mansamente sus pies. Echáronla entonces un león y un oso. 
Pero la leona, postrada a los pies de Tecla, se volvió contra aquellos dos 
nuevos enemigos, en ademán de defender a la Santa; y riñó con cada uno 
de ellos mientras la virgen mártir oraba con fervor. 
En su famoso libro de las vírgenes, San Ambrosio pinta con palabras 
conmovedoras este triunfo de la castidad cristiana que obligó a las bestias 
sanguinarias al respeto y a la piedad. «Veíase —dice— al animal, lamer los
pies de la santa doncella, postrarse ante ella, como para dar a entender 
<|ue no podía tocar el cuerpo de la virgen. Adoraba la bestia a su presa y, 
olvidada de su propia naturaleza, se había vestido de la naturaleza de que 
los hombres se habían desnudado. Con mudanza extraña vierais a los hom­bres 
crueles mandar a la bestia que lo fuese, y la fiera, besando los pies 
de la virgen, enseñar a los hombres lo que habían de hacer... Adorando a la 
inúrtir, dieron a entender cuánto significan la religión y la castidad». 
«SIERVA SOY DEL SEÑOR» 
DICEN las Actas que Tecla tuvo que padecer otro género de tormen­tos. 
Echáronla en una hoya que previamente llenaron de víboras, 
serpientes venenosas y otras alimañas nocivas. Pero de este tercer 
tormento quedó también libre milagrosamente. Atáronla después a dos toros 
ferocísimos para que, al echar a correr en opuestas direcciones, la despe­dazasen. 
Las ataduras se rompieron de por sí, sin causarle lesión alguna. 
Tantos y tan extraordinarios prodigios dieron al fin qué pensar al gober­nador. 
Llamó a Tecla y le dijo: «¿Quién eres? ¿Qué ven en ti las fieras que 
ni a tocarte se atreven?» Ella respondió: «Sierva soy del Señor, soberano 
del universo. Sólo tengo conmigo la fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Sal­vador 
del mundo». El procónsul dió por libre a la santa mártir, y ella volvió 
u casa de Trifcna, que era ya cristiana con toda su familia. 
Grande era el contento de los cristianos de Antioquía por tener entre ellos 
aquella valerosa mártir; pero Tecla sólo tenía un deseo, el de volver a ver 
ii San Pablo. Con este propósito,, pasó a la ciudad de Mira, acompañada de 
algunos discípulos. Llena de gozo refirió al santo Apóstol las gracias con 
que el Señor le favoreció en medio de los tormentos que le prepararon en 
Antioquía. Finalmente se despidió de él con muchas lágrimas, habiendo 
recibido su bendición y sus postreras recomendaciones. 
MUERTE DE LA SANTA 
VOLVIÓ Tecla a Iconio con ánimo de predicar el Evangelio a sus 
deudos y amigos. Tamiro, su prometido, hacía tiempo había muerto. 
Teoclia, su madre, vivía todavía. La Santa echó mano de todos los 
medios para traerla a la fe cristiana; pero viendo que de ninguna manera 
lograba convertir a sus deudos, dejó la casa paterna y su patria, y pasó a 
Dafne y de allí a Seleucia de Isauria, sita al sur del Tauro, junto al mar. 
Muy cerca de Seleucia edificó un eremitorio, donde vivió muchos años con
admirable ejemplo de santidad, alumbrando con el resplandor de sus virtudes 
a cuantos venían a ella para oír de sus labios la doctrina evangélica. Murió 
en paz, cargada de años y merecimientos; y, si bien no dió su vida de 
manera sangrienta por la fe, con todo, mereció la corona y dictado de mártir 
por los atroces tormentos que tuvo que padecer por Cristo. 
En la vida de Santa Tecla, como sucede con aquellas que el pueblo toma 
por su cuenta y devoción, introdujo la fantasía ciertos datos o historias se­cundarias 
de carácter legendario que, aun siendo muy bellas de por sí y 
hasta quizá edificantes, no interesan al enfoque histórico crítico, y deben 
descartarse en lo posible. 
El episodio de la persecución levantada por los médicos de Seleucia contra 
Tecla, porque la Santa curaba a los enfermos sin exigirles honorarios; aquel 
otro de la roca que se abrió milagrosamente para proteger a la casta doncella 
contra algunos malvados que pretendían deshonrarla, y para servir de sepul­cro 
a su cuerpo virgen, y finalmente el viaje de Santa Tecla a Roma, no 
estriban en fundamento histórico ninguno. Son episodios añadidos al texto 
primitivo de las Actas de Pab lo y Tecla, sin duda a fines del siglo V. 
SEPULCRO Y RELIQUIAS 
SANTA Tecla murió en Seleucia. Allí veneran su sepulcro los fieles de 
la ciudad y de sus alrededores y también forasteros. A los pies de 
aquellas sagradas reliquias fué San Gregorio Nacianceno a buscar refu­gio 
contra los honores del episcopado que le perseguían. La virgen española 
Eteria, que por los años de 395 fué en romería a los Lugares Santos y que 
dejó escrito el relato de su larga peregrinación, dice que visitó el sepulcro o 
martirium de Santa Tecla en Seleucia. Basilio, obispo de esta ciudad en el 
siglo V, afirma que Tecla es preclarísima gloria de Seleucia, donde se guarda 
su sagrado cuerpo. Muchos y grandes milagros obraba el Señor por ella en 
su sepulcro, y de muchas partes concurrían los pueblos, porque la Santa 
oía siempre las peticiones que le hacían. En las Actas del V II Concilio ecu­ménico 
se habla de aquellas famosas peregrinaciones. 
Jaime II, rey de Aragón (1291-1327), pidió una parte de las reliquias 
de Santa Tecla al rey de Armenia, de quien dependía en el siglo X IV la 
ciudad de Seleucia de Tauro. Diéronle un hueso del brazo de la insigne 
mártir. Esta preciosa reliquia fué trasladada a Barcelona por los años 
de 1320, y más adelante depositada en la iglesia metropolitana de Tarragona, 
dedicada a la Santa. Hay reliquias de esta virgen y mártir en algunas 
iglesias de Francia, Italia y Alemania, y en las catedrales de Riez, Char-tres 
y Milán.
VENERACIÓN UNIVERSAL A SANTA TECLA 
A antes del siglo IV se edificó una iglesia sobre el sepulcro de la 
Santa. Más tarde, el emperador Zenón (474-491) levantó en Seleucia 
un suntuoso templo en honor de la mártir, cuyo patrocinio le ayudó 
a vencer al usurpador Basilisco y a reconquistar el imperio. El culto de 
Santa Tecla se extendió por el Asia Menor, Egipto y Alta Italia; en Cons-lantinopla, 
Nicea, Milán, etc., le dedicaron iglesias. Había en Roma, en el 
Itorgo Santo Spírito, un monasterio y capilla llamados de Santa Tecla, los 
cuales fueron enriquecidos con muchísimos privilegios por los papas Juan X IX 
y Benedicto IX. 
La festividad de esta virgen «protomártir», émula de San Esteban, se 
celebra por doquier desde la más remota antigüedad, observa el cardenal 
Itaronio. Los más antiguos Padres de la Iglesia se hacen lenguas hablando 
de Santa Tecla. San Epifanio la pone después de la Virgen María; San Juan 
Crisóstomo hace hincapié en haber dado la Santa sus alhajas para poder 
hablar con San Pablo; San Ambrosio le tuvo especialísima devoción: habló 
de ella con admiración y conmovedora ternura; no cesó de proponerla como 
dechado de vírgenes cristianas y, en Milán, le edificó una iglesia. En su 
famoso libro intitulado E l Banquete, San Metodio ( f 311), obispo de Olim­po, 
pone en labios de Tecla un admirable elogio de la castidad. , 
La Iglesia griega, a lo menos desde el siglo V II, celebra su fiesta el día 
24 de septiembre. También en Milán la celebran ese día. El Martirologio 
Romano la señala para el 23 de septiembre, y hace el elogio de «Santa 
Tecla, virgen convertida a la fe por el apóstol San Pablo». En la colecta 
que encomienda a la divina clemencia las almas de los agonizantes, la Iglesia 
dice: «Suplicárnoste, Señor, que libraste a la bienaventurada Tecla, virgen y 
mártir, de tres atroces tormentos —hoguera, fieras, agua—, te dignes librar 
á esta alma y concederle la gracia de gozar en tu compañía de los bienes 
celestiales». 
SANTORAL 
Santos Lino, papa y mártir; Liberio, p a p a ; Paterno, obispo de Constanza y már­tir; 
Proyecto, obispo y confesor; Adamnán, abad irlandés; Antonio y Pe­dro, 
hermanos, Juan, su padre, y Andrés, mártires en Siracusa; Socio, már­tir; 
Constancio, sacristán de la iglesia de Ancona, confesor. Santas Tecla, 
virgen y mártir; Jantipa y Polixena, hermanas; Albina y Tecla, vírgenes; 
Beata Elena de Oglioli, viuda.
DIA 24 DE S E P T I EMB R E 
SAN G E R A R D O 
OBISPO Y MÁRTIR ( f 1046) 
ES San Gerardo uno de los muchos patronos de Hungría. Conocemos su 
vida por dos testimonio de muy distinto valor; es el primero de 
autor anónimo, casi contemporáneo del santo obispo y que, por lo 
tanto, pudo conocerle en su juventud, aunque sus escritos son poste­riores 
al año 1083, fecha del descubrimiento de las reliquias. Debemos el 
negundo, publicado en Venecia en 1597, a Arnoldo Wion, benedictino fia-meneo. 
Presenta éste muchos menos visos de verdad en los hechos relatados. 
Seguiremos, pues, como más segura, la primera fuente. 
Nació Gerardo en Venecia, probablemente por los años 970 ó 980. Una 
tradición no anterior al siglo XV, y de la cual se hace eco un documento 
local, lo da como verdadero descendiente de la familia Sagredo, aunque no 
prueba su aserto, por lo que su veracidad permanece velada por la incerti-dunibre. 
Mas de cualquier modo que sea, dejándonos de disquisiciones crono­lógicas, 
podemos afirmar que ya desde su más tierna infancia señalóse Gerar­do 
por su piedad angelical, lo que indujo a sus progenitores a llevarlo, 
eiiundo frisaba apenas en los cinco años, a los monjes benedictinos de la 
ulmdía de San Jorge el Mayor, en Venecia, con encargo de educarle e ins- 
16. — V
truirle en las ciencias divinas y humanas. Únicamente algún suceso maravi­lloso 
y para nosotros ignorado, seria la clave que nos permitiera explicar el 
hecho de su admisión, siendo tan niño, en Orden tan seria como la Benedic­tina, 
hecho que, por otra parte, no nos atrevemos a afirmar. 
De talento precoz, emprendió con ardor el estudio de las ciencias huma­nas, 
contentísimo de poder unir a sus ocupaciones el servicio del altar. De 
este modo hermanó perfectamente el cultivo de los piadosos sentimientos de 
su corazón con el de las ideas de su despejada inteligencia. 
Difícil es comprobar, como ya hemos dicho, el ingreso de Gerardo en la 
citada abadía benedictina y su profesión en la misma, sin que ello implique 
imposibilidad alguna. Lo que podemos dar como seguro es que Gerardo no 
fué nunca abad de su monasterio; y, si hubo un tal Gerardo de Sagredo« 
como abad de San Jorge el Mayor de Venecia, no debe confundirse coq 
nuestro biografiado, porque bien pudo ser su homónimo en nombre de pila 
o de religión. 
Cuéntase también que, siendo Gerardo todavía adolescente, y en vista de 
sus virtudes, unidas a la nobleza de su sangre, se le ofreció una silla cano­nical 
por el Cabildo de la basílica de San Marcos de Venecia; pero también 
en este punto carecemos én absoluto de pruebas. 
CON RUMBO A ORIENTE 
IMPELIDO por la gracia, resolvióse Gerardo a seguir el ejemplo de lo» 
muchos cristianos de Italia y de Francia que se encaminaban en peregri­nación 
a Tierra Santa, a principios del siglo XI. Reunió compañeros de 
camino y marchó a Jerusalén para venerar las huellas de Nuestro Divino 
Redentor. Sucedía esto probablemente hacia el año mil. 
Llegaron los peregrinos a Hungría, donde reinaba a la sazón el ilustre 
San Esteban, que había recibido el título de duque en 997 y que, tres años 
más tarde, había de ceñir la corona real. 
Cual celoso apóstol destruía Esteban los templos de los ídolos e implan­taba, 
al mismo tiempo que el lábaro santo de la fe católica, la verdadera 
civilización en medio de un pueblo yacente todavía en la barbarie. Buscaba 
desde hacía mucho tiempo, obreros apostólicos para desbordar la tierra que 
el Señor le confiara. 
Ansiaba también por su parte Gerardo saciar su ardiente sed de santidad 
en la contemplación e imitación de las heroicas virtudes del santo rey; éste 
a su vez no tardó en apreciar el valor del inmenso tesoro que el cielo acababa 
de enviarle, y logró persuadir a Gerardo a que permaneciese en su territo­rio 
y a que despachase con buenas razones a sus compañeros de romería.
Preséntanos la Historia, con riquísima variedad de pormenores, la pere­grinación 
del siervo de Dios a Tierra Santa, su permanencia en el Monte 
Carmelo, la misión confiada a Gerardo por el patriarca de Jerusalén para 
los principes cristianos de Europa, su viaje a Roma, en donde el papa Bene­dicto 
VIH encargó a su vez al joven veneciano otra misión para el emperador 
de Alemania, San Enrique II; por lo cual no nos detendremos en referir 
episodios edificantes, pero desprovistos muchos de ellos de sólido fundamento; 
bastante amenidad se contiene en la narración histórica. 
No había, sin embargo, llegado la hora de emprender la evangelización 
metódica de Hungría: era necesario primeramente pacificarla. Esperando, 
pues, el momento propicio y atraído con vehemencia por el espíritu divino 
hacia la soledad, retiróse Gerardo a un lugar apartado, conocido con el 
nombre de Boel o Beel, en la diócesis de Veszprem, donde, cual otro Moisés, 
con los brazos de continuo tendidos al cielo, imploraba la conversión del 
pueblo húngaro. Unía a su fervorosa oración las más rigurosas penitencias: 
áspero cilicio ceñía en derredor de sus carnes y el duro suelo servíale de 
cama. Disciplinábase sin compasión como si fuera el peor de los malhecho­res. 
En este retiro y en tal género de vida, pasó siete años. Y , aunque embe­bida 
en tanto su alma en las dulzuras y estáticos coloquios celestiales, no 
dejaba de sentir las violentas acometidas del demonio y el aguijón de la carne. 
Dignóse Dios recompensar tan excelentes virtudes con notables prodigios. 
En las desérticas asperezas de Beel —dice un hagiógrafo— acercábanse al 
ermitaño los ciervos para servirle, como en otro tiempo servía el cuervo al 
profeta Elias, y obedecíanle las fieras como a Adán en el Paraíso. 
EL EPISCOPADO. — SU VIDA EN SOLEDAD. — DEVOCION 
A MARÍA 
HABIASE fortalecido el alma de Gerardo con nuevos acopios en los 
ejercicios de tan largo y fervoroso retiro y, templadas ya sus armas 
espirituales, se encontraba preparado para nuevos combates. Cedió, 
pues, a las instancias del rey Esteban, que le suplicó volviera a iluminar 
y a civilizar a su pueblo y se consagrara con todas sus fuerzas al ministerio 
de la evangelización. A pesar de su ferocidad, los idólatras húngaros, aman­sados 
en parte por la gran lealtad del Santo, experimentaron en poco tiempo 
los maravillosos efectos de su palabra. Para hacerla más eficaz, el celoso 
misionero imploraba sin cesar el socorro de la Virgen María, a quien honraba 
con culto especial imponiéndose en su honor las más rigurosas penitencias. 
A principios del siglo X I, para apresurar San Esteban la conversión de
su reino, había dividido a Hungría en obispados por él mismo dotados, y 
su iniciativa fué ratificada y plenamente aprobada por el papa Silvestre II, 
En estas condiciones fué promovido Gerardo a la silla de Csanad, donde se 
consagró con sin igual ardor a la salvación de las almas cuyo cargo tenía. 
Viósele recorrer los campos del reino para anunciar la fe, y ponía Dios en 
sus labios tanta elocuencia y en sus palabras tanta suavidad, que convirtió 
a gran número de almas. El progreso de la fe se atestiguaba por la afluen­cia 
a las iglesias; y las poblaciones, poco antes idólatras y bárbaras, apren­dían 
a amar a Dios sobre todas las cosas y a los hombres como a hermanos, 
Csanad se enriqueció con una basílica suntuosa, dotada con inmensos bene­ficios 
por la largueza de San Esteban. 
No podía Gerardo olvidarse de Aquella a quien se había consagrado en 
sus más tiernos años. No contento con dedicar a María una capilla particular, 
estableció en la semana un día, el sábado, consagrado especialmente a hon­rarla; 
piadosa costumbre que después se extendió a muchas iglesias. En 
dicho día reuníase con todo el clero ante la imagen de María para cantar 
algún himno mañano. Por el celo de Gerardo, fué puesto todo el reino bajo 
la poderosa protección de la Madre de Dios. Era tal su respeto por Ella, 
que no pronunciaba su nombre sino de rodillas y besando el suelo. De tal 
modo sentía devoción a María que si algún pecador imploraba perdón en 
nombre de la Madre de Dios, derramaba Gerardo abundantes lágrimas y. 
como si fuese culpable él mismo, imploraba misericordia con extraordina­rio 
fervor. 
Brillaba de un modo especial en el corazón del devoto de María su 
admirable caridad. Ricos y pobres acudían a él; unos, en busca de consejos; 
otros, para implorar su caridad bienhechora. No apartaba de su vista el 
ejemplo del Hijo de Dios, que quiso, por amor nuestro, vivir pobre. Des­prendíase 
Gerardo de todos sus bienes para dárselos a los menesterosos. Pre­sentóse 
cierto día un leproso en el palacio del obispo; no sabiendo éste con 
qué socorrerle, pues todo lo había entregado, hizo descansar al pobre en su 
lecho. ¡Oh poder ingenioso de la caridad que siempre indaga y halla nuevas 
maneras de socorrer al prójimo! ¡Cuántas veces se le vió durante la noche 
salir del palacio y dirigirse a la cercana colina, cortar leña y acarrearla él 
mismo, tanto para ejercitar su humildad como para aliviar a sus criados! 
La intensidad de sus trabajos apostólicos le había ocasionado una gran 
debilidad; por lo que, no pudiendo andar, solía hacerse trasladar en un 
carretón. Aconteció un día que, el conductor, sea por descuido o por malicia, 
le dejó caer, y causóle con esta caída grandes dolores. Impulsado por un 
primer movimiento irreflexivo de impaciencia, ordenó a sus sirvientes que 
castigasen al culpable. Mas, ¡cuál no fué su dolor al ver que los criados, pro­pasándose, 
habían atado momentos después al desgraciado conductor a un
TAN grande y tan admirable es la caridad de San Gerardo que, 
como en una ocasión se presentara a la puerta de su casa un 
pobre leproso pidiendo alguna ropa con que abrigarse y no pudiera 
darle ninguna porque ninguna le quedaba, llevóle a su misma cama 
para que no sufriera de frío.
árbol y teníanle ya con los espaldas cubiertas de sangre! Ante el triste 
espectáculo, afligidísimo, arrojóse a sus pies, pidióle perdón con lágrimas en 
los ojos, besó sus heridas y le despidió después de haberle colmado de regalos. 
FIRMEZA DE GERARDO 
EN medio del progreso siempre creciente del catolicismo en Hungría, 
Dios llamó a Sí en el día de la Asunción del año 1038 al rey San Este­ban. 
Para substituirle, fué elegido un hijo de su hermana, llamado 
Pedro. Era éste de carácter afeminado, poco amante de la justicia y entrega­do 
por completo a sus pasiones, por lo cual fué pronto objeto del mayor 
desprecio para todo el pueblo. Su corazón, ya endurecido en el mal, no se 
dejó conmover por los paternales consejos de Gerardo. Después de tres años 
de escandaloso reinado, fué destronado por sus súbditos. Los húngaros pu­sieron 
entonces los ojos en Aba o Samuel, primo de San Esteban, y le pro­clamaron 
rey. 
Al principio los católicos pudieron con justo título fundar en él las mejo­res 
esperanzas; pero pronto también precipitóse éste con tanto ardor por la1 
pendiente del vicio, que se llegó a echar de menos a su predecesor. Sospe­chando 
que algunos nobles se proponían reponer a Pedro en el trono, hízoles 
ahorcar en su presencia sin darles ningún medio de defensa. Tintas aun las 
manos en la sangre de sus víctimas, pidió a Gerardo, decano de los miembros 
del episcopado —y tal vez en ausencia del Arzobispo— , que le coronara el 
día de Pascua de 1042. El obispo de Csanad se negó con firmeza, mas no 
faltaron quienes tuvieron la triste osadía de ofrecerse a satisfacer tan culpa­ble 
deseo. 
Nada pudo Gerardo contra la violencia, pero al menos manifestó las 
protestas de su corazón indignado. En el día prefijado para la coronación, 
con el alma llena de indignación santa y olvidando por esta vez su habitual 
mansedumbre, subió al púlpito y, ante la multitud toda, dirigió al rey estas 
enérgicas palabras: 
«Príncipe, la Iglesia ha instituido el santo tiempo de cuaresma para que 
los pecadores hagan penitencia. No has pedido perdón a Dios de tus críme­nes; 
por ello te declaro ante su augusta presencia y ante el pueblo, indigno 
de ser llamado con el dulce nombre de hijo; tu cólera no me arredra y estoy 
dispuesto a morir ahora mismo, si es necesario, para vengar el honor de mi 
Dios; te predigo, sin embargo, que en el tercer año de tu reinado la espada 
que tan cruelmente has empleado contra tantos otros se volverá contra ti, y 
te verás obligado a abandonar ese cetro teñido aún en la sangre de tus in­justas 
crueldades.»
Confuso y avergonzado, Aba disimuló su cólera y resolvió aplazar la hora 
de la venganza. Dios no le dió tiempo para ello, pues Pedro, su predecesor, 
creyó que había llegado el momento favorable para recobrar la corona y 
reunió las huestes de sus partidarios para presentar batalla a su enemigo. 
Salióle Aba al encuentro con un ejército formidable, pero la hora de la jus­ticia 
había sonado, y encontró la muerte durante la lucha. 
LOS ENEMIGOS DE LA FE. — EL MARTIRIO 
APROXIMÁBASE para Gerardo el momento de recibir la recompensa 
de todos sus trabajos apostólicos; pero, antes, quiso Dios que se 
unieran en su frente la corona de los confesores y la de los mártires. 
Pedro había sido repuesto en el trono de San Esteban. Su pueblo podía, con 
justo título, esperar de él una conversión sincera; pero quedó fallido en sus 
esperanzas. Hundido más y más en el abismo, el príncipe dió rienda suelta 
a sus injusticias y crueldades, a pesar de las advertencias de Gerardo. Al 
cabo de tres años de vergonzoso reinado, los húngaros resolvieron sacudir 
de nuevo el yugo intolerable que pesaba sobre ellos. 
Dos nobles jóvenes, Andrés y Leventa, desterrados desde la coronación 
de Pedro, esperaban un momento favorable para poder regresar a su patria. 
Rogáronles los señores de la corte que vinieran a compartir con ellos los 
honores del trono, pero con vergonzosas condiciones. «¿Prometéis —les dije­ron— 
emplear todas vuestras fuerzas para abolir la religión católica en el 
reino?» Prometiéronlo ambos pretendientes estimulados por el atractivo de 
la futura gloria y de los honores. Apoyábanse por otra parte en el falso 
principio de que el Estado puede acomodarse a todas las leyes. Llegados al 
término de sus deseos, apresuráronse a poner en práctica sus promesas ensa­yando 
desarraigar del corazón de sus súbditos los gérmenes de la fe católica 
que, gracias a los trabajos de Gerardo, habían producido frutos admirables. 
Parecía llegada la hora del triunfo para el mal y sus secuaces. 
Pronto el suelo de Hungría quedó convertido en campo de desolación. Los 
sacerdotes y religiosos fueron decapitados, profanadas las iglesias y, sobre 
esta tierra, fecunda hasta entonces en prodigios de santidad, se veía con 
tristeza resurgir nuevamente los templos de los ídolos. A pesar de las perse­cuciones 
de que eran promotores, ambos príncipes quisieron hacerse coronar, 
con inmenso dolor de todos los corazones católicos, en Buda, donde residía 
entonces la corte. Varios prelados, entre ellos Gerardo, salieron a su en« 
cuentro para saludarlos. Pasó Gerardo en oración la noche anterior a la 
entrevista en una iglesia dedicada a Santa Sabina. Allí, con la frente pegada 
en tierra y el corazón lleno de amargura, decía: «Señor, tened piedad de
vuestros fieles y defended nuestra causa. —No temas —le respondió Nuestro 
Señor—; salta, al contrario, de júbilo, porque colocaré en tu frente la corona 
de los mártires». 
Animado por estas palabras revistióse Gerardo con los ornamentos sacer­dotales 
para celebrar los santos Misterios y dirigióse a los obispos que le 
acompañaban, para decirles: «Hoy mismo derramaréis vuestra sangre por la 
causa de Cristo; pero vos, Beneta —dijo a un obispo que así se llamaba—, 
no tendréis tal honor. Lo sé con certeza, pues esta noche he visto a Cristo 
distribuyendo a todos su cuerpo divino y el cáliz de su sangre: únicamente 
vos erais indigno de ser admitido a aquella mesa donde se encuentra la 
fuerza de los mártires». 
Preparáronse todos a la muerte y celebraron el Santo Sacrificio. Marcha­ron 
después hasta el Danubio para entrevistarse con sus nuevos caudillos. 
Llegaron a orillas del río cuando, de repente, vieron venir sobre ellos una 
caterva de paganos de aspecto feroz, cuyo jefe Vatha, había sido el primer 
apóstata de la verdadera fe. 
Al divisar a los pontífices del Señor, el apóstata Vatha se vió acometido 
de un acceso de violenta cólera. A su vista, excitáronse en su alma nuevos 
remordimientos, pero ordenó a sus huestes la muerte y exterminio de todos 
los obispos. Sólo Beneta logró escapar. La cólera de estas fieras humanas 
dirigióse particularmente contra Gerardo; sobre él arrojaron una lluvia de 
piedras lanzando a la vez aullidos y horribes blasfemias. 
Santiguóse el santo pastor de Csanad y, al momento, las piedras que 
cruzaban el aire, quedaron milagrosamente suspendidas en él. Pero este 
portentoso milagro no hizo más que excitar la rabia de los asesinos; arrojá­ronse 
sobre él como fieras, arrastráronle a la cima de las gigantescas rocas 
que dominan el Danubio, precipitáronle al abismo y contemplaron con si­niestra 
alegría el cuerpo magullado del mártir que, rebotando de roca en 
roca, iba cubriéndolas con su sangre. Otros soldados que le esperaban abajo, 
traspasaron con sus armas los sagrados despojos y los arrojaron por las 
grietas de las peñas. 
Durante siete años, las olas del río, que venían a romperse en la roca, 
no pudieron hacer desaparecer las manchas de sangre que permanecieron 
allí como para testimoniar el valor del obispo y la crueldad de sus verdugos. 
El relato según el cual los obispos salieron al encuentro de los príncipes 
apóstatas ha sido muy discutido por varios críticos, los cuales explican las 
circunstancias de la muerte de Gerardo, sin la belleza del ornato legendario. 
Según ellos, el obispo de Csanad, acompañado por algunos clérigos o monjes, 
habría buscado un refugio para esquivar el golpe de sus enemigos. Mientras 
intentaba llegar a Szekes-Fehervar, debió ser atacado cerca del Danubio, 
arrojado de su carruaje, apedreado y rematado con una lanzada en el pecho.
l'.sla versión tiene en su favor la sobriedad del Martirologio romano, en donde 
nu se habla del despeñamiento. 
Asegúrase que, a ejemplo de San Esteban protomártir, también el mártir 
de Pan se arrodilló, diciendo en alta voz: «Señor, no Ies imputéis este peca­do, 
pues no saben lo que hacen». Y, habiendo así orado, cayó herido de 
una lanzada en el pecho y expiró. 
Quizá esta oración del momento de su muerte ha valido a Gerardo el 
título de protomártir de Panonia o Hungría, que figura en el Martirologio 
desde el siglo XVI, pero que es relativamente reciente. 
CULTO Y RELIQUIAS 
SAN Gerardo consiguió la palma del martirio el 24 de septiembre de 1046. 
En seguida fué llevado su cuerpo a Santa María de Pest. Pocos meses 
después, en 1047 ó 1048, los canónigos de Csanad procedieron a su 
traslación con el consentimiento de Andrés, que fué coronado en 1047, y que 
mereció ser apellidado pacificador del reino. 
El culto del Santo fué privado en un principio; empezó a hacerse público 
en el reinado de San Ladislao. En 1083 fué trasladado, al menos en parte, a 
Murano, cerca de Venecia, y depositado debajo de una losa sepulcral en la 
iglesia de San Donato. Parte de las reliquias conservadas en Murano fueron 
donadas a otras iglesias. 
También Praga se gloría de poseer dos huesos importantes de San Gerar­do, 
llevados de Hungría en el año 1304 antes del traslado de las reliquias 
a Venecia; lo mismo sucede con la iglesia de los Hermanos Menores Conven­tuales 
de Bolonia. 
SANTORAL 
N u e s t r a Se ñ o r a de l a M e r c ed (véase en el tomo V II, «Festividades del Año 
Litúrgico», pág. 430). Santos Gerardo, obispo y mártir; Rústico, obispo 
de Auvemia; Pafnucio, solitario, y compañeros mártires; Geremaro e Isar-no, 
abades; Andoquio, presbítero, Tirso, diácono, y Félix, mártires en 
Autún; Terencio y Gargilo, mártires; Caprio, confesor; Conaldo, presbí­tero 
; cuarenta y nueve Santos que siguieron en su martirio y triunfo a 
Santa Eufemia (16 de septiembre). Beato Dalmacio Moner, dominico. 
Santas Antilia, virgen y mártir; y Amada, virgen.
DI A 2 5 DE S E P T I EMB R E 
SAN FERMIN DE PAMPLONA 
PRIMER OBISPO DE AMIÉNS, MARTIR (siglo III) 
LA época en que vivió y murió San Fermín ha sido muy discutida. 
Hay quien dice que padeció el martirio imperando Trajano (+ 117), 
conviene a saber, a principios del siglo II. Los Bolandistas empero, 
fundamentan su argumentación en los documentos más verídicos de 
lu biografía del Santo, en que interviene San Honesto, discípulo de San Satur­nino, 
y vienen a decir en sustancia, lo siguiente: 
San Fermín es posterior a San Saturnino, y fué bautizado por San Hones­to, 
discípulo de San Saturnino. Ahora bien, lo que San Gregorio Turonense 
refiere de San Saturnino, no permite alejarlo de mediados del siglo I I I 
-entre 250 y 260—, ni menos situarlo en siglos anteriores. Por consiguiente, 
San Fermín no vivió antes de dicha época. Así opinan también Baronio y 
«Iros hagiógrafos. Para historiar su vida, seguiremos paso a paso las Actas 
ilc su martirio, escritas, al parecer, por los siglos V o VI. 
En el tiempo en que la fe cristiana empezaba a florecer por el mundo, 
Imbía en la ciudad de Pamplona un senador de noble linaje, riquísimo, equi­tativo 
y pacífico, llamado Firmo. Llevaba vida muy sosegada en compañía 
ile su esposa Eugenia, notable por su rara hermosura y buenas costumbres.
Cierto día pasó Firmo al templo de Júpiter como solía, para asistir a un 
sacrificio. De repente, en medio de las ceremonias, abriéronse las puerta» 
del templo, y entró en él un extranjero, el cual interrumpió las alabanza» 
que los idólatras daban a sus dioses con un discurso sobre la falsedad de la 
religión pagana. 
Firmo se escandalizó con aquel hecho y pidió al extranjero que le ex­plicase 
aquello, lo que hizo el otro muy llana y francamente. Era el interrup­tor, 
San Honesto, natural de Nimes, discípulo de San Saturnino, obispo éste 
de Tolosa de Francia, y, a juzgar por la tradición, discípulo de los Apóstoles. 
Firmo era pagano de buena fe, así como dos compañeros suyos llamados 
Faustino y Fortunato. Los tres convinieron en rogar a Honesto que llamase 
al obispo de Tolosa, y Honesto accedió a ello de muy buen grado. 
Pronto se anunció al pueblo la llegada de Saturnino: la fama de sus mila­gros 
cundía por todas partes. A la semana siguiente, (os tres primeros sena­dores 
de Pamplona, Firmo, Faustino y Fortunato, siguieron a Saturnino, 
que acabó de enseñarles la doctrina cristiana y los bautizó con sus familias. 
El mismo día, decretaron la abolición del culto de los ídolos en la ciudad 
y se trocaron en incansables propagadores de la fe cristiana. 
DISCÍPULO DE SAN HONESTO. — SACERDOTE Y OBISPO 
RES hijos tenían Firmo y Eugenia: dos niños, Fermín y Fausto, y una 
niña llamada Eusebia. San Honesto se encargó de la educación del 
primero. Con las lecciones y ejemplos de tal maestro, aquel joven 
cristiano de diecisiete años salió muy aventajado en letras y virtudes. Má» 
adelante, San Honesto, ya entrado en años, le tomó como compañero de 
sus viajes apostólicos y, al ver su celo y demás eminentes prendas, le juzgó 
digno del episcopado y le envió al nuevo obispo de Tolosa San Honorato. 
Reconociendo éste en el nuevo clérigo todas las señales del verdadero 
apóstol y, habiéndole impuesto las manos, díjole públicamente: «Alegraos, 
hijo, por haber merecido ser vaso de elección para el Señor. Id por toda la 
extensión de las naciones, porque habéis recibido de Dios la gracia y fun­ciones 
del apostolado. No temáis, pues que el Señor os acompaña; pero 
sabed que tendréis mucho que padecer por su nombre ante's de alcanzar la 
corona de la gloria». 
No cabiendo en sí de gozo, vino Fermín a Pamplona y refirió a San 
Honesto todos aquellos sucesos. Lleno de santo celo por la gloria de Dios, 
emprendió la tarea de evangelizar a todo el pueblo navarro, lo cual logró 
en breve espacio de tiempo; pero, no bastándole esto para aplacar su sed 
de ganar almas para el cielo, traspuso los confines de su diócesis e, ínter-
mtiidose en Francia, después de haber dejado en Navarra gran número de 
«mitos sacerdotes que consolidaron su obra, predicó allende los Pirineos la 
«unta doctrina de Jesucristo. Tenía por entonces unos treinta y un años. 
A juzgar por las Actas de su martirio, ésta debió ser la vida de San 
rVrmín antes de su salida definitiva de Pamplona. Algunos hagiógrafos mo­jemos 
la simplifican diciendo que le convirtió San Saturnino cuando vino a 
predicar el Evangelio a Pamplona, y que, después de bautizarle, le ordenó 
«le sacerdote y le nombró sucesor suyo en la sede de aquella ciudad. Esta 
■minera de juzgar está acorde con el sentir de los pamploneses, que cuentan 
■i San Fermín como a su primer obispo. 
Según parece, San Fermín empezó su apostolado en el mediodía de las 
dalias. Al llegar a la ciudad de Agennum —hoy en día Agen—, donde rei­naba 
todavía el paganismo, se encontró con un santo sacerdote llamado 
l .ustaquio. Permaneció una temporada en su compañía ayudándole a culti­var 
en aquellas comarcas la fe que en ellas había sembrado poco antes San 
Marcial de Limoges. 
De Agen pasó al país de los arvemos y se detuvo cerca de la capital, 
que era Augustonemetum —Clermont Ferrand— . Los dos más ardientes secta­rios 
de los ídolos, Arcadlo y Rómulo, no dejaron piedra por mover para 
mermar e impedir del todo el gran fruto que cosechaba el Santo con su 
predicación. Fermín entabló con ellos largas controversias sobre la falsedad 
de los ídolos y, finalmente, salió victorioso de aquella pelea. Los dos idólá-tras 
abrazaron la verdadera religión, abjuraron la suya vana, y luego traje­ron 
a muchísimos paganos a alistarse bajo la bandera de la cruz de Cristo. 
Cuando Fermín dejó al país de los arvernos, la mayoría de los habitantes 
profesaba ya el cristianismo. 
Pasó de allí al país de los angevinos, donde el obispo Auxilio le tuvo en 
su compañía por espacio de quince meses. Predicó en la ciudad y en todo 
aquel territorio, y convirtió en él a infinitas almas. 
Una cosa traía inquieto por entonces al enviado del Señor. San Honorato 
ile Tolosa le había predicho grandes padecimientos, y hasta entonces sólo 
había experimentado alegrías y consuelos, en cuya comparación parecíanle 
ligerísimas las fatigas de los viajes y del apostolado, y así, anhelaba que se 
cumpliera la profecía de quien le consagrara obispo. Tuvo a la sazón noticia 
de que Valerio»—gobernador de los belovacos, en el territorio de Beauvais— 
perseguía sañudamente a los cristianos, y conmovióse al oír el doloroso rela­to 
de sus tormentos. Ansioso de conquistar él también la palma de mártir, 
partió para dicha comarca y evangelizó a su paso todo aquel país. Los paga­nos 
le encarcelaron. Ya aguardaba gozoso el momento de dar su sangre por 
Cristo, cuando el pueblo lo sacó violentamente de la cárcel. 
Aquí nos apartaremos del relato de las Actas y echaremos mano de algu­
nos documentos sacados de tradiciones locales que, a lo menos, tienen como 
fundamento de crédito el ser muy antiguas. Fermín usó de aquella libertad 
para anunciar sin demora la verdadera fe en el país de los caletos, y logró 
entrar en Beauvais. Empezó entonces a predicar con intrépido celo a los 
fieles de aquella Iglesia, abandonados a sí mismos desde el martirio del 
obispo San Luciano, y a alentarlos y esforzarlos en medio de los peligros 
y persecuciones. 
Creía Valerio haber anegado el cristianismo en sangre, pero hubo de 
quedar pasmado cuando supo que, gracias al celo de otro Luciano, la nueva 
religión amenazaba segunda vez con invadir la ciudad. Juró por los dioses 
derramar nuevamente ríos de sangre cristiana. Llamó al apóstol San Fermín 
a su tribunal y, por confesar valerosamente la fe de Cristo, hizóle azotar 
con crueldad, cargar de cadenas y echar en una cárcel oscura y hedionda. 
Fermín vislumbraba ya radiante de gozo la palma del martirio. Pero el 
Señor dispuso las cosas de otra manera. Las iniquidades de Valerio llegaron 
a su último colmo, y la sangre de los inocentes clamaba venganza. El cruel 
perseguidor pereció desastradamente en un alboroto popular. Su sucesor, 
Sergio, le imitó en la crueldad y pereció también de muerte repentina y 
desgraciada. Los cristianos se aprovecharon de aquellos sucesos para sacar 
de la cárcel a su amante Pastor. San Fermín volvió a predicar con increíble 
celo y valor, y aun se atrevió a edificar en el centro de la ciudad pagana una 
iglesia dedicada al protomártir San Esteban. 
Encendióse otra vez el fuego de la persecución. Los cristianos, empero, 
no querían que la Iglesia perdiese tan valeroso defensor, y obligaron a su 
intrépido obispo a dejar aquella ciudad. El pontífice llevó la buena nueva 
de la fe cristiana a los alrededores de Beauvais; allí le dejaron en paz sus 
enemigos. Finalmente, viendo que no podía dar su vida por Cristo en aquel 
lugar, pensó en ir a evangelizar los pueblos del norte de las Galias, que aun 
vivían en el paganismo. «Vámonos más lejos —dijo—; vamos a tierras de 
los ambianos y de los morinos, que derramarán nuestra sangre». 
SAN FERMÍN EN LA CIUDAD DE AMIÉNS 
EL día 10 de octubre llegó Fermín cerca de la capital de los ambianos. 
Refiere la tradición que se detuvo en el lugar donde hoy día se halla 
la plaza de San Martín. Paróse frente al bosque sagrado y la fortaleza, 
como para retar al templo de Júpiter, y predicó, por vez primera, a los 
ambianos admirados, la buena nueva del Evangelio. Un senador principal 
llamado Faustiniano le acogió con júbilo en su casa. San Fermín bautizó a 
su familia y recibió al mismo senador entre sus catecúmenos.
ESPOSADO como se encuentra San Fermín, preséntase el ver­dugo, 
que de un tajo le corta la cabeza y le otorga asi la 
corona del martirio. Un ángel que desde el cielo viene a confortar 
al Santo en este trance, toma su hermosa alma y, triunfante, la 
presenta al Creador
Emprendió la evangelización de aquellas comarcas con incansable celo. 
Juntaba a la gracia de su elocuencia el testimonio invencible de los mucho* 
y estupendos milagros que el Señor por él obraba. Cierto día se llegó al 
Santo un tal Casto, que era tuerto; Fermín le devolvió el ojo enfermo con 
sólo invocar sobre él las tres personas de la Santísima Trinidad. Al siguiente 
día curó a dos leprosos. Enfermos de todas clases: ciegos, cojos, sordos, 
mudos, paralíticos y posesos cobraban cada día la salud del alma junto con 
la del cuerpo. Fácilmente se concibe que con tales argumentos pudiese el 
nuevo apóstol convertir a más de tres mil hombres en los tres primeros día* 
que estuvo en la ciudad. 
Cuando Samarobriva —la antigua Ambriano, hoy día Amiéns— fué ya 
ciudad cristiana, salió de su muros el santo apóstol para evangelizar laa 
demás ciudades de la región. También efectuó algunos viajes apostólicos a 
Morinia, y predicó el Evangelio en las ciudades de Teruana, Boloña, Mon-treuil 
y parte de Ponthieu. No obstante, Amiéns seguía siendo la ciudad 
predilecta. A menudo repetía al pueblo estas palabras: «Hijos míos, sabed 
que Dios Padre, Criador de cuanto existe, me envió a vosotros, para que 
purifique a esta ciudad del culto de los ídolos, predique la fe de Cristo, 
crucificado en la flaqueza de la carne, pero vivo por la gracia y poder de 
Dios». A poco de llegar quedaron desiertos totalmente los templos de Júpiter 
y Mercurio. 
ANTE LOS PREFECTOS 
SEBASTIÁN y Lóngulo gobernaban a la sazón la provincia de la Galia 
Bélgica, a la que pertenecía Samarobriva. Fueron a ellos los sacerdotes 
de Júpiter y acusaron a Fermín y a sus discípulos de mil crímenes 
contra los dioses. Trasladáronse ambos presidentes a Amiéns, y mandaron 
que todos los ciudadanos se juntasen en el pretorio en el plazo de tres días. 
Cuando ya todos estuvieron congregados, Sebastián arengó a la muche­dumbre 
en estos términos: «Los sacratísimos emperadores han mandado que 
el honor y el culto debidos a nuestros dioses inmortales se guarden religiosa* 
mente en toda la extensión del imperio, en todas las partes del mundo, por 
todos los pueblos y naciones. Ofrézcaseles, pues, incienso en estos altares, 
y tribúteseles veneración conforme a la antigua usanza de los príncipes. Si 
alguien intentara desobedecer los decretos de nuestros santísimos emperado­res, 
o resistirse a cumplirlos de cualquier manera, sepa que le haremos pade­cer 
toda clase de tormentos y, a tenor de los decretos de los senadores y 
príncipes de la República romana, le condenaremos a pena de muerte». 
Auxilio, sacerdote de Júpiter y Mercurio, habló seguidamente:
—Hay entre nosotros —dijo— un pontífice de los cristianos, el cual no 
•«lumcnte trata de apartar a la ciudad de Amiéns del culto y religión, sino 
i|in- uun parece querer arrancar el imperio romano y la tierra entera al culto 
■l< los dioses inmortales. 
—¿Quién es ese impío? —preguntó Sebastián. 
—Se llama Fermín —repuso Auxilio—; es un español muy hábil, dó­mente 
y sagaz... Predica, y aleja de tal manera al pueblo de nuestra reli- 
«ton, que ya no se acerca nadie a orar y ofrecer incienso en los sagrados 
limpios de Júpiter y Mercurio; a todos los senadores los arrastra a que 
uliriiccn la religión cristiana. Si no atormentáis a este hombre con los más 
ni mees suplicios para escarmiento del pueblo, dentro de poco será un grave 
peligro para toda la república. Mandad que parezca el culpable en vuestro 
tribunal, delante de todo el pueblo. 
Mandó Sebastián a sus soldados que prendiesen a Fermín y se lo trajesen 
n los dos días a los juegos del circo, cerca de la puerta Clipiana. Al saber 
el valeroso mártir que los soldados le buscaban, presentóse de por sí en el 
l>r<-lorio, y aun antes de que le interrogasen proclamó ante sus jueces que era 
menester adorar a Jesucristo y abolir el culto de los ídolos. 
—¿Eres tú por ventura ese malvado, ese impío que pretende destruir los 
templos de los dioses y apartar al pueblo de la religión de los sacratísimos 
i mperadores? —le preguntó Sebastián—. Dime. ¿cómo te llamas y cuál es 
tu patria y estado? 
—Me llamo Fermín; soy español, senador y ciudadano de Pamplona; 
eristiuno por la fe y la doctrina. Soy obispo, y fui enviado a predicar el 
I'vangelio del Hijo de Dios, para que sepan los pueblos y naciones que no 
Imy ni en el cielo ni en la tierra otro Dios sino el que sacó todas las cosas 
• le la nada y a todas las conserva y gobierna. Los Ángeles y las Virtudes 
eelestiales le rodean; en su mano están la vida y la muerte, y es todo­poderoso. 
Toda rodilla se inclina ante Él en el cielo, en la tierra y aun en 
los infiernos. Humilla o destruye los imperios; rompe los cetros de los reyes. 
I iis generaciones pasan y se mudan en torno suyo: sólo Él es inmutable y 
permanece inmóvil frente a la movilidad de los siglos. Respecto a los dioses 
que adoráis, influidos por los pérfidos demonios, son vanos simulacros sor-ilcis, 
mudos e insensibles que engañan a los hombres y precipitan a sus 
■■lloradores al fondo del infierno. Declaro, pues, libremente, que son hechu-nis 
del diablo a las que debéis renunciar si no queréis ser tragados vosotros 
mismos por los eternos abismos donde gimen las potestades infernales. 
Embravecióse el cruel Sebastián al oír tales palabras. 
—En nombre de los dioses y diosas inmortales y de su invencible poder 
le dijo— , te conjuro a que dejes tu locura y no desprecies la religión que 
profesaron tus antepasados; de lo contrario, tiembla ante los tormentos 
17 — V
que te aguardan y la ignominiosa muerte que padecerás en presencia do 
esta muchedumbre. 
—Has de saber —repuso Fermín— que no me arredra ni tu persona ni 
los tormentos; antes mé duelo sobremanera de tu locura y vanidad. ¿Cómo 
te atreves a pensar que la diversidad y multiplicidad de tormentos pueden 
hacer temblar a un siervo de Aquel que es Dueño del mundo? Junta cuantos 
suplicios te agrade: el Señor, en proporción de ellos, me dará su ayuda para 
que logre la corona de gloria imperecedera. No quiero, huyendo de los tor­mentos 
con que me amenazas, perder la eterna bienaventuranza que el Hijo 
de Dios me tiene reservada en su reino. Tú, en cambio, serás condenado a 
las llamas eternas del infierno, a causa de la crueldad con que tratas a los 
siervos de Jesucristo. 
Todos los presentes quedaron maravillados al ver la constancia del mártir 
y la firmeza de sus respuestas. De pronto se produjo fuerte tumulto en 
aquella muchedumbre: acordóse el pueblo de los grandes milagros que obra­ba 
Fermín cada día, y quiso arrebatarle violentamente de manos del presi­dente. 
Temió Sebastián que aquella gente se amotinase contra él; dió por 
terminado el juicio, y dejó libre al santo obispo. Empero, secretamente 
mandó a los soldados que le detuviesen al poco tiempo, le degollasen de 
noche, y ocultasen su cuerpo para que los cristianos no lo venerasen. 
MARTIRIO DE SAN FERMÍN 
CON el mismo ardor que antes siguió el Santo predicando en aquellai 
ciudad; pero a los pocos días detuviéronle los soldados y le encerra­ron 
en lóbrega cárcel; y a la noche personáronse allí los verdugos 
para cumplir las órdenes de Sebastián. 
Viólos llegar el valeroso confesor; inmediatamente cayó de rodillas derra'- 
mando lágrimas de gozo, y oró al Señor con esta súplica: «Gracias te doy, 
¡oh Señor Jesucristo?, soberano remunerador de todo bien y mansísimo 
Pastor, por haberte dignado admitirme en la sociedad de tus elegidos. ¡Oh 
Rey piadoso y clemente!, vela por cuantos llamaste a la fe por mi predica­ción, 
y dígnate oír las preces de cuantos te invocaren en mi nombre». Al 
acabar su oración, un soldado le degolló en la misma cárcel. 
Con este tormento murió San Fermín, primer obispo de Amiéns, a los 
25 de septiembre, fecha mencionada por la tradición de los antiguos marti­rologios. 
Faustiniano, senador cristiano de Amiéns, tomó secretamente el 
cuerpo del mártir, al que dió honrosa sepultura en un sepulcro nuevo. Más 
adelante, otro San Fermín, confesor, edificó sobre el sepulcro de San Fermín, 
mártir, una iglesia dedicada a la Virgen María.
VENERACIÓN AL SANTO 
EL recuerdo del lugar preciso donde estaba enterrado el invicto mártir 
fué extinguiéndose en el correr de los siglos. Pasados cerca de qui­nientos 
años, siendo obispo de Amiéns el bienaventurado San Salvio, 
tuvo noticias ciertas de que el cuerpo del glorioso mártir español había sido 
sepultado en la iglesia de la Virgen María, edificada por el obispo San 
Fermín, confesor, hijo de Faustiniano. Ardía San Salvio en deseos de ver y 
venerar las reliquias de su insigne predecesor. Convocó cierto día a todo el 
pueblo, y exhortóle a orar para que el Señor se dignase revelarle el lugar del 
sepulcro del Santo. Publicó asimismo un ayuno general de tres días, pasados 
los cuales, vió que salía un rayo luminoso del lugar donde estaba el sepul­cro 
de San Fermín. £1 mismo San Salvio, luego de dar gracias a Dios, tomó 
un azadón y comenzó a cavar hasta que dió con el sagrado cuerpo. 
Por los años de 1110, siendo obispo San Godofredo, el cuerpo de San 
Fermín fué depositado en un relicario preciosísimo. Cinco años más tarde, 
fué casi reducida a pavesas la ciudad de Amiéns; la iglesia de San Fermín 
—entonces catedral— permaneció intacta. A fines del siglo X II, siendo obispo 
Teobaldo de Heilly, las sagradas reliquias fueron encerradas en otra urna, 
que aun existía poco antes de la Revolución francesa. 
La provincia de Navarra, y sobre todo la ciudad de Pamplona, de la que 
es patrón muy querido y venerado, celebran su memoria con cultos solemní­simos 
y festejos populares el día 7 de julio. 
SANTORAL 
Santos Fermín, obispo de Pamplona y de Amiéns, mártir; Solemnio, obispo 
de Chartres; Lope o Lupo, obispo de L y ó n ; Anatolón, discípulo de San 
Bernabé y su sucesor en el obispado de Milán; Anacario, obispo de Au-xerre 
Principio, hermano de San Remigio, y obispo de Soissóns Bar o 
Baroco, obispo; Juan de Pasamonte — «e l Niño de la Guardia»—, mártir; 
Pablo, martirizado en Damasco juntamente con su mujer y sus cuatro 
hijos; Formerio, solitario y mártir; Cleofás, discípulo de Nuestro Señor 
y mártir; Formerio, mártir de Capadocia, venerado en Treviño; Ceol-frido 
y Ermenfredo, abades; Pacífico, franciscano; Agamondo, Teodoro, 
Elfgeto, Egelredo, Asker y otros monjes, mártires en Croyland (Ingla­terra) 
; Herculano, soldado, mártir en Roma; Bordomiano, Eucarpo y 
veintiséis compañeros, mártires en Asia. Beatos Casiodoro, abad • Camilo 
Costanzo, Agustín Ota, Gaspar Cotenda y los niños Francisco Taquea y 
Pedro Xeki, mártires en el Japón. Santas Tata, mártir juntamente con 
su esposo e hijos; Aurelia y Neomisia, hermanas, vírgenes.
DI A 26 DE S E P T I EMB R E 
SAN NILO EL JOVEN 
ABAD DE GROTTAFERRATA (910-1005?) 
ORIUNDO de la península de Calabria, este monje basilio de rito 
griego, fundador de la abadía de Grottaferrata, cerca de Roma, es 
uno de los más excelsos santos de la Igesia bizantina del siglo X. 
Para no confundirlo con su homónimo del siglo V, San Nilo el 
Sinaíta, también monje y escritor ascético de gran valía, acostúmbrase a 
llamarle Nilo el Joven, o Nilo de Rosano. Un discípulo suyo, que tomó 
Imena parte en la fundación del monasterio de Grottaferrata y que más 
lurde fué su tercer abad, el monje San Bartolomé —mencionado en el Marti­rologio 
romano el 11 de noviembre— , escribió en griego la vida de su maestro, 
lista biografía, redactada poco años después de la muerte de San Nilo por 
un compatriota suyo, ofreció al hagiógrafo datos fidedignos y valiosos. 
Según se desprende de tales datos, vió Nilo la luz primera en Rosano, 
hermosa villa episcopal asentada en las arenas del golfo de Tarento, hacia 
«■I año 910. Rosano pertenecía a la provincia de Calabria, que fué la prime­ra 
y la última ocupada por los griegos en Italia. Recibió el niño en la pila 
bautismal el nombre de Nicolás y quedó desde entonces especialmente con­sagrado 
a la Reina de los cielos. Era su familia, como la mayoría de las de
Calabria, de origen griego, y acomodábase en la liturgia al rito de la Iglesia 
constantinopolitana. Educáronle sus padres en los sentimientos caritativos 
y en las prácticas de la más sólida piedad. Su educación e instrucción cien­tífica 
y literaria fueron tan completas como los tiempos y los haberes, no 
escasos, se lo permitieron. Ocasiones tendrá más tarde fray Nilo, ya consagra­do 
a Dios con los sagrados votos, de dar irrefragables pruebas de la profun­didad 
de sus conocimientos en Sagradas Letras y en las demás ciencias. 
Ligado Nicolás desde los albores de su juventud con los lazos matrimo­niales, 
supo hermanar perfectamente las obligaciones del nuevo estado con 
la vida de oración y austeridad que integran el cristianismo. Reservábase a 
diario momentos de calma y solaz para consagrarlos a la meditación y al 
examen de conciencia en lugares solitarios. Sin embargo, poco a poco, el 
demonio y los seductores halagos mundanales dieron al traste con su primer 
fervor y con su fidelidad en el trato con Dios. Abandonó Nicolás sus ora­ciones, 
y su alma, falta de apoyo, cayó en la relajación y no pudo resistir 
a los atrayentes incentivos del placer. Cambió totalmente de rumbo la vida 
de nuestro joven, hasta entonces tan ejemplar, y principió a deslizarse rápi­do 
por la pendiente del vicio; olvidó el espíritu y las máximas evangélicas, 
y se dejó llevar únicamente por las mundanas. La muerte de su esposa 
hízole comprender la gravedad del peligro que le amenazaba por sus pecados. 
No fué sordo a la divina voz. Decidido a dar de mano al mundo, rompió de 
una vez sus duras amarras y se retiró a la soledad. 
MONJE BASILIO. — ANACORETA Y FUNDADOR 
OBEDIENTE a los consejos evangélicos, Nicolás abandonó su casa, 
sus amigos y su fortuna, y fué a llamar a las puertas del convento 
de San Juan Bautista de Rosano. Al poco tiempo, ingresó en el 
de San Mercurio, donde tomó el hábito monástico. Poco después, sin que 
sepamos el motivo, se retiró a la abadía de San Nazario, sita a unas cinco 
leguas del anterior. Hecha la profesión monástica, consagróse por entero a 
la vida de oración y penitencia, siguiendo puntualmente la regla de su padre 
y fundador San Basilio. 
Tras nueva residencia en el monasterio de San Mercurio, deseoso de 
llevar la vida de los antiguos Padres del yermo, solicitó y obtuvo permiso 
para vivir en un eremitorio contiguo a una capilla dedicada a San Miguel. 
Aquí empleaba la mayor parte del día en la oración y contemplación. Ya 
puesto el sol, el anacoreta comía un poco de pan y algunas hierbas cocidas 
o frutas, según la estación. En invierno como en verano, cubría su cuerpo 
con una vestimenta en forma de saco, hecha con pelo de cabra. Esta túnica
rr» un hervidero de miseria que le servía de continuo instrumento de peni-inicia. 
Los muebles que usaba en aquella caverna, se reducían a una piedra 
que, según las horas, le servía de lecho y de mesa para escribir. 
Atraídas por la santidad del ermitaño, acudieron algunas personas de 
Itosano y de las cercanías a ponerse bajo la dirección, suave y fuerte a la 
vez, de Nilo. Éste exigía de ellas la más completa renuncia a todas las co­modidades 
y a la propia voluntad, y ejercitábalas sobre todo en la práctica 
«le la humildad. El desprecio de sí mismo y la perfecta obediencia eran, a su 
entender, las virtudes esenciales del verdadero religioso. Para proteger a sus 
discípulos contra las incursiones y destrozos de los piratas sarracenos, frecuen­tes 
en aquella época por el sur de la península itálica, construyó en la mon­taña 
una especie de ciudadela fortificada, adonde se retiraba con sus monjes 
cuando tenía noticias de que los enemigos merodeaban por sus cercanías. 
El tiempo que le dejaba libre la oración, empleábalo en el cumplimiento 
escrupuloso de las diversas prescripciones de la vida regular y en obras 
múltiples de caridad y celo. Pobres y ricos, sabios e ignorantes llegaban para 
pedirle socorro, consejos y consuelos, seguros de ser siempre acogidos con 
amorosa y fina bondad. Altos personajes, como el metropolitano de Calabria 
y el gobernador de la comarca, quisieron cerciorarse por sí mismos de la 
ciencia teológica y de la santidad del célebre monje. Reparó en ello fray 
Nilo y, después de haber pedido luces en la oración, presentó a los visitantes 
un manuscrito con distintos pasajes de la Sagrada Escritura y de los Padres 
de la Iglesia, relativos al reducido número de los elegidos. Explicó y de­mostró 
los diferentes textos y aprovechó para predicar la penitencia y el 
respeto a las leyes evangélicas a unos hombres que se preocupaban más de 
súber si Salomón se había salvado que de llevar ellos mismos vida cristiana. 
Habiéndose sublevado los habitantes de Rosano contra el representante 
<!el gobernador imperial de Constantinopla, alcanzaron el perdón gracias a 
la intervención de su compatriota. Cuando vacó la sede episcopal de Rosano, 
pidieron para Nilo ese puesto, pero éste rehusó el cargo y el que le ofrecían 
en la corte de Bizancio. 
CONFRATERNIDAD CON LOS HIJOS DE SAN BENITO 
PARA esquivar tanta veneración, que juzgaba peligrosísima para su hu­mildad 
y a fin de huir de los terribles destrozos que se avecinaban 
por el completo dominio que los sarracenos ejercían sobre Calabria, 
eonvocó Nilo a sus discípulos y les notificó su resolución de irse para siem­pre 
de aquellos lugares en donde hasta entonces había vivido. Púsose, pues, 
en camino hacia el noroeste la pequeña caravana que entre todos formaban.
Tras largas y penosas jornadas llegaron a las inmediaciones de Capua. El 
gobernador y los habitantes de la ciudad recibieron con mucho respeto y 
caridad a los piadosos peregrinos, y ofrecieron a Nilo el título de obispo. 
Naturalmente, Nilo rehusó semejante honor y se apresuró a dejar a uno» 
amigos que ponían en peligro su humildad y su amor a la soledad, y enca­minóse 
al monte Casino. El gobernador de la comarca rogó a Aligeme, abad 
del célebre monasterio benedictino, que cediera a Nilo y a sus monjes, en el 
territorio de la abadía, el convento que les conviniese. 
Cuando los religiosos basilios hubieron llegado al pie de la colina donde 
está edificada la inmensa abadía, fueron recibidos con cánticos e himnos de 
júbilo por los hijos de San Benito, los cuales bajaron en procesión a espe­rarlos. 
Nilo curó varios enfermos apenas llegado al recinto en donde descansó 
hasta principios del siglo V III el cuerpo del gran patriarca, y gustó durante 
algunos días las dulzuras de una hospitalidad verdaderamente fraternal. 
Condujéronle al convento de Vallelucio, situado en las cercanías del monte 
Casino, y allí se estableció con su monjes. 
Para manifestar a sus bienhechores su agradecimiento, Nilo compuso en 
griego varios himnos en honor de San Benito y pasó una noche en la iglesia 
del monasterio benedictino cantando con sus discípulos el oficio litúrgico 
según el rito griego. A los religiosos que le visitaron, dió consejos de celestial 
sabiduría; pidiéronle con insistencia que sintetizara en una frase la función 
del monje, y dijo: «El monje es un ángel; su función es la misericordia y la 
alabanza de Dios por el sacrificio». 
Los religiosos Basilios permanecieron más de diez años en el monasterio 
de Vallelucio. No encontrando aún en esta morada la suficiente soledad, 
Nilo, acompañado de varios discípulos, la dejó y se retiró a Serperi, cerca 
de Gaeta; la nueva colonia se estableció en chozas o cabañas hechas con 
tablas mal ensambladas, refugio provisional de labradores y cazadores. 
CISMA DE CRESCENCIO. — NILO Y EL ANTIPAPA 
JUAN FILAGATO 
EL emperador Otón (980-1002) había ido a Roma para ser coronado por 
el papa Gregorio V. Éste había obtenido del monarca que perdonase, 
a pesar de sus crímenes, a Crescencio, patricio romano. Acto de tan 
generosa caridad fué muy mal correspondido. Apenas Otón pasó los Alpes, 
Crescencio se apoderó del papa Gregorio V, le arrojó de Roma y suscitó en !a 
Iglesia un cisma, haciendo elevar al trono pontificio (997) al obispo de Pla-sencia, 
Juan Filagato, que tomó el nombre de Juan X V II —o Juan X V I—.
ADMIRADO de la piedad y de la prudencia de San Nilo, el 
emperador Otón I I I le pide la bendición y le ruega que so­licite 
algún favor «E l único que pido a Vuestra Majestad —le 
responde el Santo— , es que penséis todos los días en la salvación 
de vuestra alma».
El antipapa, nacido en Rosano, había sido monje en el mismo convento 
que Nilo, y había llegado finalmente a ser obispo de Plasencia. Comisiona­do 
a Constantinopla para negociar el matrimonio del emperador Otón II I 
con la princesa Elena, hija de Constantino V III, fué tal circunstancia para 
él motivo de ambiciones, riquezas y honores. 
Enterado Nilo de la escandalosa conducta de su compatriota, escribióle 
aconsejándole que no se dejase cegar por el amor ¿w los honores y a los bienes 
de este mundo, antes bien, asegurase la salvación de su alma ofreciendo la 
cátedra de San Pedro al legítimo sucesor. Invitóle a volver al monasterio 
para hacer penitencia, pues de lo contrario no se haría esperar el castigo de 
Dios. El antipapa respondió con una carta en la que agradecía los caritativos 
consejos, pero no daba señal de seguirlos. A Dios tocaba realizar la pro­fecía 
de Nilo. 
TERRIBLE CASTIGO DEL ANTIPAPA 
HABIENDO vuelto a Roma el Emperador con su ejército, Crescendo 
y los suyos fueron derrotados (998). El antipapa huyó, y algunos 
soldados de Otón le hicieron prisionero. Cortáronle la lengua, la 
nariz y las orejas; le sacaron los ojos y así mutilado le arrojaron en un ca­labozo. 
Al saberlo Nilo salió para Roma profundamente apenado. Su deseo 
era obtener del Papa y del Emperador que le confiaran al desgraciado Fi- 
Iagato; el antipapa acabaría su vida en la penitencia, recluido en un mo­nasterio 
basilio, bajo la custodia de su compatriota. El Pontífice y Otón 
manifestaron gran respeto y afecto a su ilustre visitante; escucharon con 
benevolencia su demanda y perdonaron la vida al antipapa; pero, no que­riendo 
Nilo quedar en Roma, decidieron confiar la vigilancia de Filagato al 
abad del monasterio griego de San Sabas, existente en la capital romana. 
Mientras esto ocurría, el populacho consiguió apoderarse del prisionero, pa­seóle 
por las calles montado en un asno y con una vejiga inflada en el 
cuello. Terminada la afrentosa burla, fué devuelto a la prisión. 
Tan ignominioso trato, infligido a un sacerdote y obispo que ya había 
sido cruelmente castigado, sublevó el alma compasiva de Nilo. Creyó el 
monje que el Emperador era responsable de todo por cuanto nada había 
hecho para impedirlo, por lo cual sintió dolor profundo y no quiso ver más 
al monarca. Otón le envió un obispo de la corte para que le diese explica­ciones 
de su conducta. 
—Id —respondió Nilo— y decid al Emperador y al Papa: «Esta es la 
última palabra del anciano a quien llaman Nilo: Me habíais confiado al des­graciado 
ciego, no por la consideración que merezco, pues nada soy, sino
l>nr un justo sentimiento de temor a Dios. A Él, pues, se lo habíais entre­oído, 
que no a mí. Ahora habéis agravado su pena, sin respeto alguno al 
mimbre del Señor; de Él recibiréis el castigo». 
Y' el ermitaño salió ocultamente de Roma. 
OTÓN III EN EL MONASTERIO DE SERPERI 
QUEDÓ el emperador Otón impresionado por las amenazas del hom­bre 
de Dios y, según parece, fué en peregrinación a San Miguel del 
monte Gárgano. Quiso Otón visitar a los monjes de Serperi y, a 
vista de las reducidas chozas que rodeaban a la pobre capilla, excla­mó: 
«¡Éstas son en verdad las tiendas de Israel en el desierto! Éstos son los 
ciudadanos del reino de los cielos; acampados están en la tierra, no como ha­bitantes, 
sino como extranjeros y viandantes.» Nilo, con sus religiosos, salió 
al encuentro del emperador. Condujéronle a la capilla y de allí a la habita­ción 
donde Nilo recibía a los visitantes. £1 príncipe demostró al anciano la 
conveniencia de mirar antes de su muerte por el porvenir de sus hijos espiri­tuales, 
a cuyo fin ofreció, en sus estados, lugar conveniente para un monas-lorio 
que dotaría de suficientes rentas. 
—Si los religiosos, mis hermanos —replicó Nilo— son monjes dignos de su 
vocación, no los abandonará Jesucristo cuando yo falte. 
Y con estas palabras rehusó las ofertas que le hacía. 
—Pedidme al menos, Padre, cualquier favor para darme ocasión de pro-buros 
mi filial amor. 
—No voy a pedir más que una gracia a Vuestra Majestad —replicó Nilo—; 
pensad en la salvación de vuestra alma. Aunque seáis emperador, moriréis 
como cualquier otro hombre, y daréis cuenta a Dios de vuestras acciones. 
El Emperador acató con respeto este grave aviso, quitóse la corona y re­cibió 
la bendición del anciano. Cuando salió, Nilo anunció a sus religiosos 
que el príncipe moriría pronto, lo que, en efecto, no tardó en verificarse. 
SAN NILO FUNDA LA ABADIA DE GROTTAFERRATA 
AL morir el bienaventurado Esteban, discípulo muy amado de Nilo por 
su candor y espíritu religioso, el maestro quedó profundamente ape­nado. 
Confió a la tierra los despojos de su querido hijo y hermano, 
y sintió muy vivo deseo de ser enterrado un día junto a él. Pero la Providen­cia 
lo dispuso de otro modo. La edad avanzada del anciano hacía pensar en 
■u cercana muerte. Deseosos los nobles de la comarca de conservar en Gaeta
los restos mortales de tan gran monje, preparáronle con diligencia un suntuo­so 
mausoleo. Enteróse Nilo de tal propósito y supo, por inspiración del cielo, 
que debía buscar en otra parte el lugar de su sepultura. Siempre había pedi­do 
a Dios que ese lugar fuese desconocido de los hombres, por lo cual notificó 
a sus discípulos que iba a marchar pára preparar un monasterio donde reuni­ría 
a sus hermanos y a sus hijos dispersos; y el anciano de más de noventa 
años salió de Campania con varios monjes, pudiendo apenas sostenerse a cu-hallo. 
Tomó la dirección de Roma, aunque sin entrar en ella; paróse en Tús-ciiliwn 
—hoy Frascati, ciudad del Lacio— y fué recibido en el monasterio de 
Santa Águeda. A petición suya, Gregorio, conde de Túsculum, le concedió 
gustoso el solar de una gran villa romana situada a pocos kilómetros al sur 
de la ciudad. Dió Nilo a sus monjes la orden de limpiar aquellos lugares, cu­biertos 
de malezas y de ruinas, y preparar los cimientos de un nuevo monas­terio. 
Animosamente se pusieron al trabajo a principios de 1004. Su padre y 
superior les había prometido que pronto iría con ellos. Pero, al igual que 
Moisés, no debía ver en vida su casa de bendición: la abadía de Grottaferrata 
que acababa de fundar al fin de sus días en este valle del dolor. 
Para el vigoroso temple espiritual del monje, no había de ser demasiado 
recia aquella prueba final; siempre había vivido desligado de las cosas de 
aquí abajo y buscaba únicamente el beneplácito divino. 
MUERTE DE SAN NILO 
ABIENDO recibido aviso de su muerte próxima, reunió Nilo a sus 
hijos más cercanos y les habló en estos términos: 
—Ruégoos, amados hijos, que cuando haya expirado no tardéis en 
enterrar mi cuerpo. No lo hagáis en iglesia alguna; es un honor que no me­rezco. 
No levantéis tampoco oratorio ni panteón en el lugar de mi sepultura; 
si queréis poner alguna señal que conserve el recuerdo, que sea una losa llana 
en la que los viajeros puedan sentarse, pues yo fui peregrino en la tierra todos 
los días de mi vida. Acordaos sobre todo de mí en vuestras oraciones. 
Y, dicho esto, bendíjolos y suplicóles que le llevasen a la iglesia del mo­nasterio, 
pues decía: un monje debe morir en la iglesia. El Divino Maestro 
llamó a Sí a su fiel siervo, probablemente el día de la fiesta de San Juan 
Evangelista, fijada en el calendario griego el 26 de septiembre. Corría el 
año 1004 ó 1005. Nilo tenía cerca de noventa y cinco años. 
Cuando el nuevo monasterio edificado en Grottaferrata pudo recibir en sus 
claustros a los discípulos del santo monje, éstos tuvieron cuidado de trasladar 
con ellos los mortales despojos de su Padre, universalmente venerado como 
santo. Verificóse la traslación con solemnidad inusitada.
I.A ABADÍA DE GROTTAFERRATA. — CULTO A SAN NILO 
EL nombre de San Nilo está estrechamente unido al de la abadía de 
Grottaferrata, de la que era fundador. Había predicho que esta casa 
reuniría y cobijaría a sus discípulos dispersos. En efecto, todos fueron 
•i residir en el lugar bendito donde su cuerpo había sido depositado. No es 
i i i i i i vulgar piedra sepulcral, sino un monasterio imponente por su construc-rión 
y por su aspecto feudal lo que señala a los peregrinos de todos los siglos 
v países la tumba del ilustre monje Basilio. Situado el monasterio a unos 
.'7 kilómetros de Roma, cerca de Frascati, continúa siendo grato albergue de 
irligiosos que, como San Nilo, siguen la regla de San Basilio y celebran los 
oficios litúrgicos según el rito griego. Siempre se han distinguido por sus tra­pujos 
centíficos y por sus esfuerzos para volver a la unidad católica a los 
griegos disidentes o cismáticos. 
En la iglesia de la abadía hay una capilla consagrada al fundador. Fué en­riquecida 
en el siglo X V II con hermosos frescos de El Doménico, que repre-irntan 
diversos episodios de la vida de San Nilo. Uno de ellos es el encuen­tro 
del Santo y del emperador Otón III. En otro, se ve al monje de rodillas 
uiitc una roca, encima de la cual hay un Santo Cristo que, con la diestra 
desprendida, bendice a su siervo. En otra parte el pintor ha representado 
n San Nilo de rodillas, al lado de San Bartolomé, su discípulo, ahuyentando 
mu su oración una tempestad que amenazaba destruir las cosechas. 
En 1904, con ocasión del IX centenario de la fundación de la abadía, fué 
inaugurado en sus muros un monumento en honor del santo religioso. San Nilo 
n el principal patrón de la diócesis y de la ciudad de Rosano. que celebra 
mi fiesta en septiembre con oficio y misa propios. 
SANTORAL 
'••mtos Cipriano, mártir; Eusebio, papa; Nilo el Joven, abad; Eusebio, obispo 
de Bolonia, y Vigilio, de Brescia; Coimano, abad irlandés; Amando, 
presbítero; Juan de Oldrato o de Meda, reformador de la Congregación 
de los Humillados; Calistrato y cuarenta y nueve compañeros, mártires 
en Roma, bajo Diocleciano; Arcadio y Severiano, mártires en Mauritania; 
Senador, mártir en A lbano; Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y otros már­tires 
de la Compañía de Jesús, víctimas de los iraqueses en el Canadá. 
Santas Justina, virgen y mártir; y Áquila, mártir, esposa de San Seve­riano. 
La Iglesia de Huesca celebra en este día la traslación de las reliquias 
de San Orencio, hermano del glorioso mártir San Lorenzo y obispo de 
Auch, en el mediodía de Francia.
Variados y espantosos instrumentos del glorioso martirio 
DIA 27 DE S E P T I EMB R E 
SAN COSME Y SAN DAMIAN 
Y SUS TRES HERMANOS, ANTIMO, LEONCIO Y EUPREPIO, 
MÁRTIRES ( f 297) 
COSME y Damián nacieron en Arabia, a mediados del siglo I I I. La 
Historia no nos ha transmitido el nombre de su padre; de su madre 
sólo sabemos que fué mujer hacendosa y de gran virtud y que, bas­tante 
joven aún, quedó viuda con cinco hijos, llamados Antimo, 
Leoncio, Euprepio, Cosme y Damián; estos dos últimos, gemelos, según opi­nión 
de San Gregorio Turonense. La desahogada situación económica de la 
familia permitió a su madre darles una educación distinguida y, como sus 
firmes convicciones religiosas requerían que a la vez fuera cristiana, a todos 
infiltró con la leche el santo temor de Dios. 
Junto con la ciencia de los santos cultivaron el saber profano con gran 
aplicación y aprovechamiento, señalándose Cosme y Damián por un ingenio 
más vivo y brillante. La madre hizo cuanto pudo para favorecer la inclinación 
ile éstos al saber, y, por no hallar en el país un centro de instrucción adecuado 
a la especialidad hacia la que sentían atractivo sus dos hijos, resolvió enviar­los 
a estudiar a Siria. Allí abrazaron la carrera de la medicina, animados por 
el deseo de hacer de su ejercicio un sacerdocio y procurar a un tiempo a sus 
semejantes la curación del cuerpo y la más preciosa salud del alma.
La acción del Espíritu Santo fecundó esa ciencia comunicándole virtud, nu 
sólo para aliviar y sanar los males del cuerpo, sino para introducirse en las 
almas y lograr frutos de conversión y perfeccionamiento espiritual. Patente 
se hizo este divino influjo en las curaciones milagrosas que obraron y en el 
imperio que adquirieron sobre los espíritus inmundos que se habían posesio­nado 
de los cuerpos. Ejercieron su ministerio por amor a la pobreza evangé­lica 
que habían abrazado, siguiendo el consejo del Señor que dice de «dar 
gratuitamente lo que así se ha recibido» (M a t., X , 8 ). 
PIEDAD Y ABNEGACIÓN 
VIV ÍA por aquel tiempo una noble matrona, llamada Paladia, a quien 
aquejaba desde hacía mucho tiempo una persistente enfermedad para 
cuyo tratamiento había gastado la mayor parte de su cuantiosa for­tuna. 
sin resultado apreciable alguno; En esto, llegó a oídos de Paladia la 
fama de las curaciones maravillosas de Cosme y Damián; inmediatamente se 
dirigió a ellos con gran fe, muy esperanzada de obtener, de la ciencia y virtud 
de nuestros Santos, la salud que tanto ansiaba; echóse a sus pies y, vertiendo 
abundantes lágrimas, solicitó con gran humildad la curación. Cosme y Da­mián, 
conmovidos por la gran fe de la enferma, dirigieron a Dios una fer­viente 
súplica que fué oída inmediatamente. 
En el colmo de su dicha, al verse libre del terrible azote que hacía tiempo 
la torturaba, dió gracias al Señor y, como prueba de gratitud a sus insignes 
bienhechores, les ofreció una cantidad importante, la cual rehusaron, dándole 
a entender al mismo tiempo que se habían comprometido a no aceptar nin­gún 
honorario ni dádiva por sus servicios. No quedó conforme Paladia con 
esta explicación y, en el noble empeño de obtener su propósito, valióse de una 
estratagema. Hallando a Damián en ferviente oración en un lugar retirado, 
echóse de improviso a sus pies dejando en sus manos la bolsa de los dineros. 
Rehusóla con decisión el Santo, pero Paladia le suplicó que «en nombre de 
Jesucristo, a quien adoraba, admitiera el humilde obsequio como testimonio 
de su corazón agradecido». Ya no pudo rehusar lo que se le pedía en nombre 
de Jesucristo, y sólo por tal motivo se decidió a aceptar el donativo de 
Paladia. 
Transcurrido algún tiempo tuvo Cosme conocimiento de la acción de su 
hermano y, creyendo que era deshonrosa para ambos, se entristeció y llegó a 
decir que no quería de ningún modo verse enterrado en la misma sepultura 
que Damián. Mas el Señor se le apareció en la misma noche y quejóse de que 
hubiera hablado así de su hermano, y díjole que el proceder había sido recto 
y loable ya que había obrado sólo por respeto a su santo Nombre.
ANTE EL TRIBUNAL DE LISIAS 
LA gloria de nuestros Santos debía brillar sobre todo en las persecuciones 
y entre las torturas del martirio que sufrieron. Los Bolandistas nos 
ofrecen tres relatos de diferente valor. En 297, en el reinado de Dio-clcciano 
y Maximiano, Lisias ejercía la prefectura de la ciudad de Egea de 
Cilicia. A oídos de los oficiales de esta autoridad había llegado el rumor de 
Ion portentos que realizaban nuestros Santos, y no tardaron mucho en de­nunciar 
esos hechos a su jefe. «Estos hombres —le dijeron— sanan toda clase 
ilv enfermedades y lanzan demonios en nombre de un Dios que llaman Cristo; 
las muchedumbres los siguen entusiasmadas y, por su consejo, abandonan los 
li-mplos de nuestros dioses omnipotentes; desprecian nuestros augustos sacri­ficios 
y consideran como impostura nuestro culto.» 
Sin mayores informes ordenó el prefecto que comparecieran ante él aque­llos 
supuestos perturbadores de la paz pública; los Santos se presentaron con 
gran serenidad de espíritu. 
—¿De dónde —les dijo el prefecto— esa incalificable osadía vuestra de 
recorrer los pueblos y ciudades y sembrar por doquiera el germen de la im­piedad, 
apartando al pueblo del culto de nuestros dioses inmortales, todo en 
nombre do no sé qué Dios crucificado? Tened entendido que, si no cesáis en 
vuestra propaganda impía, os atormentaré con tantos suplicios que os veréis 
forzados a pedirme a gritos misericordia y perdón. ¿Cuál es vuestro país, vues­tro 
nombre y la fortuna que poseéis? 
—Complaciendo tus deseos, te diré —respondió Cosme— que somos na­turales 
de la provincia de Arabia. Mi hermano se llama Damián y yo Cosme. 
Preguntas también por nuestra fortuna: Ignoramos cuál sea su cuantía; como 
cristianos, nos tienen muy sin cuidado las riquezas; nuestra mayor y más 
preciada fortuna es ser hijos de Dios y poseer el derecho a la herencia que nos 
corresponde por tal filiación. Esto, Lisias, es de infinito más valor que todos 
los bienes de la tierra. En cuanto a tu mandato, te diremos que, como cristia­nos, 
no podemos obedecerte. Contamos con tres hermanos más; se llaman An-timo, 
Leoncio y Euprepio y son también cristianos. 
El prefecto ordenó su inmediata detención. 
Pronto comparecieron ante el tribunal. 
—Escuchad mis órdenes —les dijo Lisias— . Estáis aún a tiempo para 
elegir lo que más os conviene; no sigáis el ejemplo de vuestros dos hermanos 
que neciamente rehúsan sacrificar a los dioses y que han despreciado mis ofre­cimientos 
ventajosos. Si os rendís a mi voluntad, os puedo prometer, en nom­bre 
del emperador, magníficos dones; mas si, por el contrario, desecháis mi 
18. — V
amable invitación, sufriréis los más atroces tormentos y, en el delirio del 
dolor, acabaréis por renunciar a ese Dios que llamáis Cristo. 
—Haz lo que quieras —respondieron los valientes confesores—; puedes 
agotar en nosotros todos los refinamientos de la crueldad; puedes inventar 
instrumentos de suplicio; los tormentos no nos causan miedo alguno; Cristo 
sostendrá nuestro valor en la lucha y, si Él está con nosotros, ¿qué habremos 
de temer? Si Dios omnipotente nos ayuda con su gracia, ¿qué nos puede im­portar 
la rabia de un tiranuelo? No, muy alto proclamamos que jamás que­maremos 
incienso ante vuestros falsos dioses. 
COMIENZA LA PRUEBA 
LA respuesta a tan valiente réplica fué ordenar a los verdugos que ata­ran 
a los mártires de pies y manos y los moliesen a latigazos. Mien-j 
tras sus cuerpos recibían una lluvia de azotes, cantaban muy alegres 
al Señor estos preciosos salmos del Rey David: , 
—Señor, tú eres nuestros refugio de generación en generación. Antes que 
fueran las montañas, y crearas el cielo y la tierra, existías en la inmensidad 
de los siglos. Señor, no alejes tu mirada de nuestra bajeza. y miseria, pues 
has dicho: «Convertios, ¡oh hijos de los hombres!» Dirige tus ojos hacia tus 
humildes siervos y oye sus ruegos. Líbranos de los lazos del demonio y de 
las asechanzas de su esclavo, el prefecto Lisias; ya que en Ti depositamos 
nuestra confianza. t 
Tan arrobado se hallaba su espíritu en esta fervorosa oración, que salieron 
de la dura prueba sin sentir el menor daño; luego, muy tranquilos, dijeron al 
tirano: 
—Si hallas otros tormentos que hacernos padecer, no tienes más que po­nerlos 
en ejecución. Estamos seguros de que la gracia de Dios nuestro Señor 
nos dará fuerza para sufrirlos, no sólo con paciencia, sino con alegría. 
—Creía reduciros —dijo el prefecto— con la aplicación de un ligero cas­tigo, 
mas veo que perseveráis en vuestra obcecación e impiedad al no obe­decer 
los decretos imperiales que ordenan sacrificar a los dioses; pues bien, 
quebrantaré vuestra terquedad y corregiré vuestra irreverencia cual se me­rece; 
y ya veréis cómo nadie resiste impunemente a mi voluntad. 
—Amarradlos y echadlos al mar —ordenó el tirano. ¡ 
—Vemos ya brillar la gloria del Señor —exclamaron contentos los gene­rosos 
atletas. 
Se les cargó de pesadas cadenas y, acompañados de un público muy nu-1 
meroso, los llevaron al mar. En el camino, los discípulos de Cristo, transpor-1 
tados de alegría, entonaban al Señor cánticos de alabanza: I
ESTÁN los santos Cosme y Damián en medio de las llamas sin 
ser quemados, puestos en oración y alabando al Señor por la 
misericordia que con ellos usaba, cuando de pronto se apartan las 
Ilamas de aquel voraz incendio y queman a muchos de los paganos, 
que allí se encuentran.
—Nos deleitamos, Señor, en la vía de tus mandamientos, como en la pose­sión 
de los más preciados tesoros. Aunque camináramos entre las sombras de 
la muerte, si es por Ti, nada tememos, pues estás muy cerca de nosotros en 
el dolor. Hasta tu látigo y tu cayado han sido para nosotros guía y consuelo, 
¡oh celosísimo pastor! Has preparado para nosotros un suntuoso banquete 
para dar en cara a los que nos atormentan. Has derramado el óleo de la fuer­za 
sobre nuestras cabezas y nos has embriagado con el divino licor del Nuevo 
Testamento. Tu misericordia nos acompañará toda la vida y nos llevará al 
puerto de tu santa voluntad. 
Y así rogando, llegaron a la orilla del mar, al cual fueron lanzados brus­camente 
después de habérseles atado pies y manos con fuertes cordeles. La 
plebe asistía anhelante a este espectáculo; todos vieron cómo se hundían los 
cuerpos de los mártires en las aguas; mas, ¡oh sorpresa y maravilla!, al mo­mento, 
aparece un ángel radiante de hermosura que saca a los Santos hasta 
depositarlos en la ribera sanos y salvos en medio de la estupefacción general. 
NUEVOS INTERROGATORIOS 
PRESUROSOS corrieron los soldados a informar al prefecto del prodigio 
que habían presenciado. Lisias ordenó que comparecieran de nuevo 
ante él los cinco hermanos. 
—Por Júpiter —les dijo—, vuestros sortilegios han colmado ya la medida; 
los tormentos sop para vosotros un mero juego y las olas del mar no os 
hacen más que caricias. Si me enseñáis la virtud de vuestros artificios, yo 
mismo entraré en vuestra compañía. 
—Señor —le respondieron— , ignoramos en absoluto toda clase de sortile­gios 
y hechicerías; somos cristianos y sólo en virtud del nombre de Jesucristo 
se realizan esos prodigios. En ti está el poder hacer lo mismo; basta que sin­ceramente 
abraces su sacrosanta doctrina. 
—En nombre de mi dios Apolo —respondió el prefecto—, yo me atrevo 
a hacer los mismos prodigios. 
Todavía estaba hablando, cuando demonios invisibles le comenzaron a 
golpear tan cruelmente la cabeza, que, no pudiendo soportar el dolor, rogó a 
los santos mártires se apiadaron de él pidiendo a grandes gritos que le libra­ran 
de semejante tormento. Movidos a compasión, Cosme y Damián suplica­ron 
al Señor se apiadara de su perseguidor, y al instante cesaron los espíri­tus 
infernales y huyeron con gran estrépito. El corazón empedernido en los 
vicios no conoce delicadezas; el prefecto se encaró con los mártires y estú­pidamente 
les dijo: 
—Ya habéis visto cómo tan sólo por abrigar en mi pecho un vago deseo
<l«* abandonar el culto de mis dioses, han descargado su furia contra mí. 
—¡Insensato! —le respondieron los invictos mártires— , ¿hasta dónde Ile-l¡ 
urá tu miserable ceguera? ¿No has visto claramente cómo nuestro Dios te 
luí mostrado su misericordia? ¿Te obstinarás aún en tu infidelidad? ¿Por qué 
luis de persistir en adorar ídolos que nada son? 
TERCER INTERROGATORIO. — SUPLICIO DEL FUEGO 
ESTAS vehementes exhortaciones de Cosme y Damián no produjeron 
otro efecto que irritar más aún su furor y refinar la crueldad del tirano. 
—Por mis dioses inmortales —dijo— , jamás me rendiré a vuestras 
insinuaciones; al contrario, desgarraré vuestras entrañas con uñas de hierro, 
os moleré a golpes y vuestros miembros se retostarán a fuego lento si no os 
doblegáis a mis mandatos. Tened entendido que vuestra vida está en mis 
manos. Mientras tanto, que os lleven a la cárcel. 
Al día siguiente vuelve Lisias a ocupar su sillón en el tribunal y dispone 
que se presenten los cinco hermanos. Como siempre, vienen gozosos y can­tando 
salmos. £1 prefecto les pregunta qué determinación han tomado. Con 
respeto y firmeza a la vez, le respondieron: 
—Escucha, enemigo de la verdad; ya te hemos dicho que somos cristia­nos 
y que así queremos morir. ¿Acaso crees tú que vamos a desertar de las 
filas de Cristo, nuestro glorioso capitán? Sólo Él posee la verdad y la vida, 
y por Él combatiremos hasta el último aliento. No, no lo esperes; no pode­mos 
abandonar a nuestro Dios para doblar la cerviz ante vuestros viles ídolos 
y aceptar el humillante yugo del príncipe de las tinieblas. Busca en tu ima­ginación 
nuevas formas de tortura y date prisa a ponerlas en ejecución, que 
ardemos en deseos de sufrir por Cristo, nuestro Rey y Señor. 
Ya no pudo contener su furor el prefecto ante tan valiente y atrevida ré­plica 
y, demudado el rostro por el odio, ordenó que se encendiera una inmen­sa 
hoguera con sarmientos y aulagas, y se los lanzara a ella. Ejecutóse la or­den 
sin demora, mas un nuevo prodigio iba a verificarse ante la multitud y 
los verdugos. El fuego los respetó y paseáronse entre las llamas como si estu­vieran 
en ameno jardín de flores, mientras entonaban a coro hermosos ver­sículos 
del Salmista. 
Llegó al trono de Dios esa fervorosa oración, pues cuando mayor era el 
griterío blasfemo de los paganos y verdugos contra el Dios verdadero, las lla­mas 
de la hoguera dividiéronse en dos partes; una se colocó por encima de 
las cabezas de los mártires a modo de aureola; y la otra, con furia devorado-ra, 
se dirigió hacia los paganos más exaltados y hacia los verdugos, reducién­dolos 
a cenizas.
Los santos Cosme y Damián salieron completamente sanos. El fuego había 
fundido las cadenas que amarraban sus pies y manos y había comunicado a 
su semblante claridad y hermosura tales, que parecían más que hombres, se­rafines. 
A los cánticos de agradecimiento de los invictos mártires, se unió fer­voroso 
el pueblo fiel, testigo de estas maravillas, y gran número de paganos 
convirtiéronse a la fe. Sólo el prefecto se endureció más aún en su incredu­lidad. 
Con todo, cambiando de táctica, invitó a los mártires a renunciar a su 
obstinación y a cumplir las órdenes del emperador, prometiéndoles toda clase 
de honores si accedían a sus reiterados deseos. Más enérgicos que nunca, res­pondieron 
los mártires: 
—No has conseguido vencernos con torturas, ¿y ahora pretendes ganarnos 
con halagos y lisonjas? Has de saber que serán absolutamente inútiles cuan­tos 
medios emplees para seducirnos. No por arte mágico ni por influjo dia­bólico 
nos hemos librado del fuego, sino sólo por la bondad y poder de Jesu­cristo, 
a quien confesamos. Una vez más te decimos que no sacrificaremos 
a ídolos, que nada son. 
LOS SANTOS MÁRTIRES EN EL POTRO 
TAN rotunda respuesta exasperó al tirano. 
— Va que os resistís a mis insinuaciones y mandatos —les dijo—, no 
cesaré de atormentaros; habéis probado la flagelación, ahora os vais 
a «divertir» en el potro; veremos quién gana la partida. 
Ellos mismos se tendieron en el lecho del suplicio. Empezaron luego los 
verdugos la bárbara misión de desgarrar las carnes de los cuerpos de los már­tires; 
mas, por un nuevo e inaudito prodigio, no sufrieron el menor dolor, y 
un ángel curaba al momento las llagas que abrían los verdugos, hasta que, 
agotados éstos por el cansancio, cayeron al suelo sin fuerzas. Enterado el 
prefecto, ordenó que cesara el tormento y se presentaran ante él Cosme y 
Damián. No cedió el tirano en su incorregible furor, sino que se obstinó aun 
más en cerrar los ojos a la luz de la verdad, y neciamente siguió creyendo 
que todas aquellas maravillas eran efecto de manejos diabólicos. Por última 
vez requirió a los mártires que sacrificaran a los dioses y obedecieran a los 
decretos imperiales. 
—Antes son —respondieron con gran libertad— las leyes de Jesucristo, 
que están por encima de todas las órdenes de los hombres aunque se llamen 
emperadores. Las más altas dignidades no son nada ante su divina majestad 
y omnipotente poder. 
Viéndose desairado y burlado y pretendiendo jugar la última carta en este 
prolongado drama, ordenó que los sujetaran a una cruz y los lapidaran bru-
lilimente hasta acabar con ellos; y dispuso que los restantes hermanos asistie- 
»cn como testigos, para que escarmentasen de una vez. Empezó el suplicio, 
y las piedras, en vez de llegar a los torturados mártires, se volvieron contra 
quienes las lanzaban. Entonces el gobernador dió orden de amarrarlos a dos 
árboles, y que cuatro compañías de soldados disparasen contra ellos sus fle­chas 
envenenadas. Aun permanecieron invulnerables, y los dardos disparados 
retrocedieron contra la multitud gentil que se complacía en el espectáculo y 
dieron muerte a muchos. 
EN LA MUERTE, EL TRIUNFO 
ENCIDO, al fin, por la heroica resistencia de los santos mártires, dis-fiestas. 
puso el juez que fueran decapitados. En camino del suplicio canta­ban 
gozosos, cual si en vez de ir a la muerte marcharan a regaladas 
Aquella entereza no podía por menos de llamar la atención de los 
testigos paganos. 
Terminado el cántico, levantaron sus manos al cielo, y, después de breve 
ruto de recogimiento interior, dijeron todos: «Amén». Ofrecieron sus cuellos a 
los verdugos y su hermosa alma voló al cielo al recibir el golpe fatal. Era el 
día 27 de septiembre del año 297. 
Los cristianos recogieron sus cuerpos para darles sepultura, mas algunos 
recordaron el deseo que había expresado Cosme de no ser enterrado junto a 
au hermano, por lo que dijimos más arriba, dando lugar esta discrepancia de 
pareceres a una intervención milagrosa, para que los cuerpos no se separaran 
habiendo estado sus almas tan unidas en vida. Posteriormente, fueron lleva­dos 
a Roma sus preciosos restos, y depositados en la cripta de una iglesia que 
hc construyó, en su honor, en el Foro. 
SANTORAL 
Santos Cosme y Damián, mártires juntamente con sus hermanos Antimo, Leon­cio 
y Euprepio; Juan Marcos, discípulo de los Apóstoles y obispo de Bi-blos, 
en Fenicia; Cayo, discípulo de San Bernabé y obispo de Milán, Ade-rito, 
obispo de Ravena; Eleázaro, terciario franciscano; Juan y Adulfo, 
mártires; Florentino, Hilario y Afrodisio, mártires en Autún. Santas Del-fina, 
esposa de San Eleázaro, terciaria franciscana; Artemia, madre de los 
santos mártires Juan, Adulfo y Aurea; Hiltrudis o Eltrudis y Lupita, vír­genes 
; Epícaris, mártir en Rom a; y Gayena, virgen y mártir en Armenia.
Miniatura del siglo X I: El hermano del Santo va a asesinarle 
DI A 28 DE S E P T I EMB R E 
SAN WENC E S L AO 
D U Q U E D E BOHEMIA , MARTIR (907P-929) 
EL primer duque cristiano de Bohemia fué Borivoj, abuelo de Wences­lao. 
Le bautizó San Metodio, apóstol de los moravos. Algunos sacer­dotes 
latinos y eslavos emprendieron la evangelización del país, pero 
los señores y el pueblo pagano se opusieron tenazmente y, durante un 
siglo, hubo luchas intestinas y sangrientas. La santidad, la política verda­deramente 
cristiana y el martirio del duque Wenceslao, debían conquistar 
definitivamente la nación checa a la religión del Crucificado. La acción reli­giosa 
y civilizadora del Patrón de Bohemia, padre de la patria y mártir de la 
fe, fué consignada por sus numerosos biógrafos poco tiempo después de su 
muerte. 
Nació Wenceslao hacia 907-908, según la tradición, en Stochov de Checos­lovaquia. 
Su padre, Wratislao, era un príncipe generoso, leal y buen cris­tiano, 
que gobernaba en nombre de su hermano, sucesor de Borivoj, la región 
situada al nordeste de Praga. Se había casado con Dragomira, probablemente 
cristiana, aunque varios escritores afirman lo contrario. Dragomira pertene­cía 
a una tribu que, so pretexto de defender la libertad nacional, había recha­zado 
durante mucho tiempo la fe cristiana. Mujer ambiciosa y apasionada,
feroz y casi cruel, mostróse durante su regencia como una pagana fanática; 
la religión y los sacerdotes fueron perseguidos en su época. 
Wenceslao fué el mayor de los siete hijos, tres niños y cuatro niñas. Un 
sacerdote eslavo que vivía entre los familiares de Santa Ludmila, su abuela 
paterna, en el castillo de Tetín, bautizó al niño y fué su primer maestro. 
Por no se sabe qué móviles —muy posiblemente para sustraerle de la influen­cia 
poco edificante de la madre—, la abuela se encargó de un modo espe­cial 
de su nieto, y dióle esmeradísima educación, como para hacer de él un 
buen cristiano, de tal suerte que, más tarde, echóse en cara a Ludmila, injus­tamente 
por cierto, el haber formado un monje y no un príncipe. Además de 
las letras eslavas, el joven duque aprendió el latín, lengua internacional que 
usaba entonces la gente culta; también fué instruido y ejercitado en el manejo 
de las armas. 
En 915, Wratislao sucedió a su hermano en el gobierno de Bohemia. Cinco 
o seis años después perecía, cuando contaba apenas treinta y tres años, pro­bablemente 
en una expedición contra los húngaros invasores. La iglesia de 
San Jorge, que él mandara construir en el castillo de Praga, ha hecho per­durable 
la memoria de este príncipe. Su hijo Wenceslao era todavía dema­siado 
joven para asumir las responsabilidades del poder. Sin embargo, la 
nación le reconoció por su príncipe y duque heredero. Fijó su residencia en 
Praga. Los nobles rogaron a Ludmila que continuara la educación de su 
joven jefe al propio tiempo que Dragomira, madre de éste, ejercía la regen­cia 
durante la menor edad de su hijo. Ludmila, a quien satisfacía grande­mente 
aquella confianza, siguió con todo ahinco en su nobilísima función. 
MUERTE DE LUDMILA 
UN crimen horrible que iba a ensangrentar esta regencia, da testimo­nio 
de las costumbres paganas de la sociedad checa del siglo X . Por 
aquella época, no estaba Bohemia completamente convertida al cris­tianismo: 
el partido pagano, muy poderoso, era hostil a la obra de conver­sión 
proseguida por los príncipes cristianos y los sacerdotes eslavos o latinos. 
Varios señores o jefes de tribus, incluso algunos que estaban bautizados, 
veían con desagrado que Ludmila, cuya piedad reconocían todos, trabajase 
con denuedo en la cristianización del país favoreciendo las obras de los misio­neros 
y, sobre todo, dando a Wenceslao y a su hermano Boleslao formación 
cristiana. Todos estos descontentos y los enemigos de Ludmila, influían sobre 
la regente. 
Ahora bien, Dragomira era una mujer celosa de su poder y acaso pagana. 
Poco costó al partido anticristiano convencerla de que su suegra pretendía
í«il>crnar sola el país, y que su influencia sobre Wenceslao era nefasta, pues 
Ir convertía en monje en vez de formarle como guerrero; y que, además, fa- 
««recia Ludmila a los sacerdotes extranjeros, es decir, a los moravos o ger­mánicos, 
hostiles a la independencia de la nación. El 16 de septiembre 
ilrl 921, Dragomira hizo estrangular, por dos favoritos, a su suegra, que se 
linhía recluido en el castillo de Tetín, y los bienes de la víctima fueron 
< mlmrgados por los mismos conjurados. Éstos, al parecer, habían conseguido 
•ii principal propósito. 
MPERO, el asesinato produjo gran excitación. El pueblo se dolió de 
la muerte de Ludmila y fué a visitar su tumba. Pronto se empezó 
a hablar de multitud de prodigios. La regente, temiendo que la opi­nión 
pública le volviese las espaldas, hizo construir en el mismo sepulcro una 
iglesia dedicada a San Miguel para poder —al decir de ciertos cronistas— 
iitribuir los milagros al arcángel. En los albores de su reinado, Wenceslao 
i n u n d ó trasladar a Praga los restos de su abuela Ludmila. En opinión del 
monje Cristián, que vivía a fines del siglo X , emparentado con la casa del 
liríncipe y autor de una de las mejores biografías de Wenceslao, el cuerpo de 
l udmila se había conservado intacto, lo que contribuyó a aumentar más aún 
lit veneración en que siempre se la había tenido. 
Después de la muerte de Santa Ludmila, el partido que amparaba a la 
regente buscó la manera de adueñarse de Wenceslao, sustraerle de la influen-t 
iii de los clérigos y hacerle vivir más como pagano que como cristiano. Se 
prohibió a los sacerdotes la entrada en la morada del príncipe e incluso se 
los expulsó del país. También se impidió al príncipe proseguir sus prácticas 
piadosas, e invitáronle, en cambio, a participar en los sacrificios paganos. 
I'icl a su fe, Wenceslao se vió obligado a cumplir con sus devociones en se-rrcto 
y a recibir de noche a los sacerdotes que iban a animarle y sostenerle. 
I'i-mplábase su carácter con tales pruebas y con las luchas intestinas que 
irvolvían el país. 
En efecto; Drago mira tuvo pronto que castigar con rigor —y lo hizo con 
rrucldad— a algunos nobles, antiguos favoritos y aliados suyos que, después 
ilrl asesinato de Ludmila, se habían engreído hasta el punto de mandar como 
•i fueran dueños absolutos. Aprovechando la hostilidad y rivalidad de los par­tidos 
y facciosos, Arnulfo, duque de Baviera, invadió a Bohemia en 922. 
Wenceslao participó en la lucha contra el invasor, pero su país quedó debili-imlo 
con esta guerra. El imperio germánico permanecía como vecino terrible 
y amenazador. 
CONSECUENCIAS DE UN CRIMEN
REINADO DE WENCESLAO. — SU CELO Y PIEDAD 
UANDO Wenceslao en 925, a la sazón de 18 años, tomó las rienda* 
del gobierno del ducado de Bohemia, el país, dividido por las in­trigas 
de los jefes de diferentes tribus y exhausto por varias inva- 
siones. necesitaba una dirección firme e inteligente. El joven duque habín 
heredado la energía de su madre; su piedad ilustrada compensaba la falta 
de experiencia. Anunció —según cuentan sus biógrafos— su firme propósito tic 
aniquilar por completo el partido que había dominado durante la regencia 
de Dragomira, y de no tolerar las intrigas y asesinatos de que se habían hecho 
culpables los señores. Para acabar con las maniobras y conjuras de los par­tidarios 
de la regente, obligó a ésta a abandonar la residencia de Praga y t> 
retirarse a Budec o al extranjero hasta que estuviese restablecido el orden. 
En efecto, se acusaba a su madre de fomentar tumultos y hasta alguien lo 
atribuía la intención de querer matar a sus dos hijos para reinar en su lugar. 
Conducta tan enérgica impresionó a los agitadores, altamente sorprendidoa 
de que un príncipe, cuya vida se deslizaba en la oración y buenas obra», 
manifestase semejante decisión. Posteriormente, restablecida la calma y con­vencido 
el hijo de que las acusaciones que se hicieran contra su madre eran 
falsas, la volvió a llamar «respetuoso —dice el monje Cristián— del man­damiento 
divino que nos ordena honrar padre y madre», pero privóla de la 
influencia que antes tenía. Dragomira, gozosa del celo, del acierto y de la 
clemencia de su hijo, se reconcilió con él. 
También se dejó sentir el cambio político por el llamamiento de los sacer­dotes 
que habían sido expulsados del país; fueron repuestos en sus cargos y 
beneficios los que anteriormente los desempeñaban. Acudieron de Baviera y 
de Suavia numerosos apóstoles con libros y reliquias, y Wenceslao les dió el 
oro y plata, ornamentos y vestidos que necesitaban para mayor esplendor del 
culto y ejercicio de su ministerio. Tenía veneración y respeto grandes para 
los sacerdotes y obispos; siempre que trataba con ellos de algún asunto, lo 
hacía con grande humildad y deferencia. 
Era muy íntima su amistad con el obispo de Ratisbona, cuya diócesi* 
alcanzaba también a Bohemia, y daba hospedaje a numerosos sacerdotes ale­manes. 
Lleno de santo celo por la conversión de su país no se olvidó dt 
construir iglesias, principalmente la de San Vito en el castillo de Praga. En­rique 
I, emperador de Alemania, le regaló para ella un brazo del Santo. 
Todos los biógrafos están unánimes al encomiar la santidad de Wenceslao 
que, con toda probabilidad, no contrajo matrimonio, pues tema la intención 
de entrar en un monasterio de Roma. Servíase de un áspero cilicio y comía
SAN Wenceslao acepta un singular combate con su enemigo Ra-dislao 
y se presenta armado con sólo una loriga sobre el cilicio, 
y una pequeña espada. El contrario enristra la lanza para arremeter, 
pero súbitamente ve dos ángeles en favor de Wenceslao y oye una 
voz que le dice: «No le hieras».
muy poco. Cuando le acontecía hallarse entre magnates, como un cordal 
entre lobos, y beber más que de costumbre, de mañanita iba a la iglesia m i 
próxima, daba limosna a un sacerdote, y luego, hincábase de rodillas y M 
suplicaba que rogase por él, para que el Señor le perdonase el pecado conuj 
tido la víspera. 
El amor que tenía a la oración y a la contemplación, le impulsaba a d » 
dicar a tan santo ejercicio todo el tiempo que podía, sobre todo por U 
noche; a asistir a los divinos oficios y a visitar las iglesias de Cristo; ailf 
iba durante la Cuaresma y hasta en invierno, descalzo, dejando impresa^ 
en el suelo, la nieve o el hielo, las huellas ensangrentadas de sus pies. Segú^ 
una piadosa tradición, al acompañante que, cierto día, se quejaba de no 
poder soportar el frío glacial que hacía, díjole Wenceslao que pasara por lal 
huellas que dejaban sus pies y no sentiría frío, y así fué. Su devoción a I» 
Sagrada Eucaristía era ardiente y estaba inspirada en el más delicado amor. 
Todos los días procuraba el príncipe que se ofreciese el santo Sacrificio de la 
Misa, y él mismo, con el trigo de su cosecha y las uvas de su viña, preparaba 
con sus propias manos las hostias y el vino que servían en el altar. 
Todos los autores pregonan a porfía su bondad, su afabilidad y su celo. 
Como verdadero padre de familia, invitaba a su mesa a sus súbditos; con* 
versaba con las gentes de bien; por la noche llevaba en secreto —según cuenta 
un cronista— leña de sus bosques a los pobres vergonzantes y a las viudal. 
Reformó la justicia limitando en lo posible el número de los condenados a 
muerte, pues creía que las costumbres eran demasiado severas y que los jue< 
ces recurrían a la pena capital con sobrada facilidad. Se le vió llorar con 
frecuencia por los culpados a quienes se veía forzado a condenar. Rescataba 
los esclavos paganos para que se bautizaran, y a todos manifestaba, pero con 
especialidad a los idólatras, pecadores y vagabundos, un celo no desprovista 
de fuerza en la reprensión y corrección, pero al propio tiempo impregnado 
de compasión y de abnegación sobrenaturales. 
VALIENTE EN LOS COMBATES; PRUDENTE 
EN EL GOBIERNO 
NO abandonó, sin embargo, los negocios temporales cuya responsabili­dad 
le atañía; por ello debe subrayarse su acción política. Para pro­teger 
su independencia, amenazada por la ambición de los empera­dores 
germánicos, necesitaba Bohemia un ejército poderoso y disciplinado! 
Wenceslao se dedicó con esmero a organizarlo y equiparlo. En los comieniiM 
de su reinado, para defender su patrimonio de la aguerrida tribu de loa
«leíanos, que se había insurreccionado, hizo una campaña contra el duque 
■Ir Kurín, que era tal vez el mismo Radislao, de que nos habla un cronista. 
Mucha sangre corrió por ambos bandos. Al fin se propuso un combate sin­gular 
entre los dos jefes. Cuando estuvieron frente a frente, Dios hizo que 
1 1 de Kurín viera a Wenceslao con una cruz brillante y milagrosa en la 
Imite y custodiado por dos ángeles. Este milagro le abrió los ojos y le hizo 
arrodillarse ante su señor; Wenceslao le perdonó concediéndole la libertad y 
lii posesión de sus bienes. 
En 929, los ejércitos germanos, victoriosos de varias tribus eslavas, fran­quearon 
las fronteras y llegaron a las puertas de Praga. Comprendió Wen­ceslao 
que si continuaba la resistencia sería devastada Bohemia y reducida 
ii la triste suerte de los territorios eslavos ya conquistados. Sometióse, pues, 
espontáneamente y reconoció el vasallaje del Imperio, al que prometió dar un 
Iributo anual. 
MARTIRIO DE WENCESLAO 
NI la santidad, ni los innumerables beneficios dispensados a sus súbdi­tos, 
ni los servicios prestados a la patria, impidieron que Wenceslao 
tuviera enemigos hasta en su propia familia. El partido que en otros 
tiempos había sostenido a Dragomira, no había sido desarmado y esperaba 
ocasión propicia para tomar el desquite. La cristianización del país con tanto 
celo dirigida por el príncipe, la lucha contra las costumbres o prácticas del 
paganismo, el apoyo y los favores liberalmente concedidos al clero, la polí­tica 
de paz y conciliación con el Imperio, crearon al duque numerosas enemis­tades 
de parte de algunos nobles que formaron un grupo de descontentos; el 
jefe fué Bolcslao, hermano de Wenceslao, ansioso de adueñarse él mismo del 
poder. 
Por el carácter severo, por las pasiones no domeñadas y por su conducta 
casi pagana, Boleslao se parecía mucho a su madre; ésta le había tenido 
apartado de Ludmila para que no experimentase, como su hermano mayor, 
la influencia religiosa y saludable de su abuela. Odiaba tanto más a Wences­lao 
cuanto que éste hacía por corregirle y resolvió con los conjurados darle 
muerte, no en Praga, donde el soberano contaba con demasiados amigos, 
■lino en su propia residencia de Boleslava —la actual Stara Boleslao. 
Con el pretexto de que la capilla de su castillo estaba dedicada a los 
Kuntos Cosme y Damián, Boleslao invitó a su hermano a celebrar la fiesta de 
estos dos mártires (27 de septiembre). Aceptó el duque, pero, conociendo las 
pérfidas intenciones de su hermano, se despidió de sus parientes y amigos 
1 como si no hubiera de volverlos a ver más. 
I
Asistió a misa en Boleslava, se encomendó a Dios y a la intercesión de 
los santos cuya fiesta se conmemoraba y luego entró plácidamente en la sala 
del banquete. 
Por permiso de Dios, los asesinos, excitados por la bebida, nada pudieron 
hacer ese día. Decidieron matar a Wenceslao al día siguiente por la mañana, 
cuando el duque fuera a la iglesia. Para impedir que buscara refugio, Boleslao 
había dado orden de que cerrasen la puerta. La víctima cayó, sin darse cuenta, 
en el cepo preparado por sus enemigos. En la mañana del 28 de septiembre 
del 929, mientras el duque llegaba sin escolta a la iglesia, Boleslao, apostado 
en una emboscada con sus cómplices, como respuesta al beso que le dió Wen­ceslao, 
asestóle dos golpes con su espada. El príncipe, que por nada quería 
ser ni aun aparecer fratricida, no quiso usar de su derecho de legítima de­fensa, 
que le hubiera sido fácil a pesar de hallarse herido, y prefirió ir a toda 
prisa a la iglesia. A una señal de Boleslao llegaron los conjurados, se arro­jaron 
sobre el duque y le mataron ante la puerta acribillándole de heridas. 
La sangre del mártir salpicó los muros del templo. El cuerpo fué enterrado 
apresuradamente cerca de la iglesia de los Santos Cosme y Damián, en Bo­leslava. 
Pronto se corrió la noticia del horrible crimen, causando angustia en 
todo el pueblo. 
El fratricida se hizo dueño del poder y persiguió cruelmente a los amigos 
y partidarios de Wenceslao; muchos fueron muertos o encarcelados o tuvie­ron 
que abandonar el país. El clero, en particular, tuvo mucho que sufrir, y 
los sacerdotes extranjeros fueron expulsados. No es absolutamente cierto 
que Dragomira estuviera complicada en el asesinato de su hijo mayor. 
CULTO DE LA NACIÓN CHECA A SAN WENCESLAO 
EL martirio de Wenceslao aumentó más aún la veneración que los fieles 
le tenían. Numerosos milagros y curaciones extraordinarias se obtuvie­ron 
por su intercesión. El culto que en Bohemia y en otros países 
se daba a la persona y sepulcro de Wenceslao, hicieron que Boleslao cambiara 
de actitud y mostrase un poco más de respeto a los restos de su hermano. 
Habiéndose ampliado ya la iglesia del castillo de Boleslava, la tumba del 
duque quedó en el interior de este edificio. Para satisfacer los deseos del 
pueblo, el cuerpo, que se había encontrado incorrupto, fué trasladado el 4 de 
marzo de 932, a la iglesia de San Vito de Praga, cuya reconstrucción se 
había comenzado en tiempos de Wenceslao. 
Juan XIII (965-972) elevó la iglesia de Praga a la dignidad de catedral j 
bajo la advocación de los santos mártires Vito y Wenceslao. Este último debió j
ilc ser canonizado por el primer obispo de Praga, Detmar, o por San Adal- 
Ix-rto (982-997), pues los sacramentarlos del siglo X ponen la fiesta del mártir 
rl 28 de septiembre. Precisamente en esta misma fecha, y con rito semi-ilulile, 
lo celebra la liturgia romana. 
Hl culto del Santo se extendió por Bohemia muy rápidamente y, con 
|n<tta causa, de día en día, fué adquiriendo carácter nacional. En el siglo XIV. 
<•1 emperador Carlos IV, rey de Bohemia, mandó edificar en Praga en la ca­tedral 
de San Vito, cuya reconstrucción se estaba llevando a cabo, una capilla 
dedicada a San Wenceslao. El santo duque había cristianizado a su país, le 
Iniln'a colocado entre las naciones civilizadas, habíale alcanzado en el imperio 
germánico una situación honrosa, influyente; con justo título, pues, era en 
verdad padre, salvador y protector del mismo; Llevada su lanza a la van­guardia 
de las tropas, aseguraba la victoria; alrededor de su estandarte, ador­mid 
» con el águila negra, implorando su socorro con un cántico como himno 
iiucional, se han reunido siempre todos los checos patriotas. La corona de 
I o n reyes de Bohemia debía descansar sobre la cabeza del Santo cuando et 
príncipe no la llevara sobre sí; era ésta la corona de San Wenceslao. Cuando 
rn los siglos XVII y XVIII se tuvo que defender la fe de los mayores, esco­cióse 
al héroe nacional y mártir, como patrono de colegios, seminarios y aso­ciaciones. 
En 1919, Checoslovaquia recobró su independencia política. En 1929 cele­bró 
el milésimo aniversario del martirio de su ilustre patrón y héroe nacional, 
con fiestas y ceremonias religiosas y profanas, congresos, manifestaciones 
rucarísticas, una exposición de los recuerdos y curiosidades del culto secu­lar 
de San Wenceslao, y, finalmente, con la consagración de la nueva ca­tedral 
de Praga, la cual se realizó con solemnidad y pompa extraordinarias. 
SANTORAL 
Santos Wenceslao, duque de Bohemia y mártir; Teodomaro, arzobispo de Salzburgo 
y mártir; Exuperio, obispo de Tolosa, en Francia; Salomón, obispo de 
Génova, y Silvino, de Brescia; Enemundo, obispo de Lyón y mártir; Fausto 
y Alodio, obispos y confesores; Marcos, Alfeo, Zósimo, Alejandro, Nicón, 
Neón, Heliodoro y treinta soldados, convertidos a la fe por Marcos, y már­tires 
todos ellos; Privato, mártir en Roma bajo el emperador Alejandro; 
Máximo, mártir en Roma, bajo Decio; Estácteo y Turturino, mártires en 
Roma; Marcial, Lorenzo y otros veinte compañeros, martirizados en An-tioquia 
de Pisidia cuando imperaba Diocleciano. Beatos Simón de Rojas, 
trinitario; Bemardino de Feltro, franciscano, y Salomón, rey de Hungría. 
Santas Eustoquia o Eustoquio, hija de Santa Paula; Lioba, virgen. Fes­téjase 
en León a la Virgen del Camino. 
10 — v
4U UL> J A ^ 
En la laura solitaria En el corazón del desierto 
DIA 29 DE SEP T I EMBRE 
S AN C I R I A C O 
MONJE DE PALESTINA (448-556) 
CON toda justicia se considera a San Ciríaco como discípulo y here­dero 
de los santos Eutimio y Gerásimo, pues ninguno como él ha 
practicado las virtudes heroicas de los dos grandes siervos de Dios. 
Había nacido en Corinto, capital de la provincia griega de Acaya, 
«■I 9 de enero de 448. Su padre, Juan, estaba ocupado en servicios de la cate­dral; 
y su madre, Eudoxia, tenía un hermano llamado Pedro, arzobispo de la 
ciudad, el cual se interesó vivamente por su sobrino. Con esta protección, 
adquirió Ciríaco vastos conocimientos de los Libros Santos: siendo aún niño, 
recibió el orden de lectorado, que requería estar muy versado en las Sagradas 
l'.scrituras. Difícilmente se da otro como San Ciríaco que, en tan tierna 
«■dad, haya podido adquirir las virtudes y la formación propia de los que 
lutn de pasar su vida consagrados al servicio de la casa de Dios. 
Un día oyó cantar en la iglesia este pasaje del Evangelio: «Si alguno 
«liiiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz y sígame», 
riríaco tomó para sí esta máxima del Divino Maestro y, con resolución irre­vocable, 
abandonó el mundo sin comunicar a nadie su proyecto, y se dirigió 
ni puerto de Corinto, donde embarcó con rumbo a Palestina.
RELIGIOSO EN PALESTINA 
EN el mes de septiembre del 465 llegó Ciríaco a Jerusalén; aun m> 
había cumplido dieciocho años. Palestina era entonces, como Egipto 
Siria y Armenia, solar de numerosos monasterios. En estos paísr» 
vivían miles de hombres retirados del mundo: Cenobitas, que llevaban ihm 
vida común; Anacoretas, entregados de lleno a la penitencia, y Eremit.n 
dados a la contemplación. Estos últimos sentían fuerte atracción hacia lo* 
desiertos, como puede verse en la carta que San Jerónimo escribía a 11< 
liodoro: 
;Oh desierto, esmaltado de flores de Cristo! ¡Oh soledad, donde se formnii 
las piedras con las que se construye la ciudad del Gran Rey! ¡Oh desierto 
venturoso, donde se goza mejor que en parte alguna la comunicación divina' 
¿Qué haces en el mundo, amigo Heliodoro, tú que vales más que el mundo, 
¿Cuánto tiempo permanecerás aún en suntuosas moradas? ¿Cuánto tiempo 
serás prisionero de las bulliciosas ciudades? ¿Temes martirizar tus miembrov 
extenuados por el ayuno, al extenderlos sobre la desnuda tierra? Pero Cristo 
está así a tu lado... ¿Acaso te espanta la inmensidad del desierto? Haz qu< 
tu alma recorra el paraíso; cuantas veces te eleves con el pensamiento hastn 
él dejas de vivir en el desierto. 
Ciríaco pasó el invierno de 465-466 en el monasterio que el abad Eustnr 
gio había construido poco antes en Jerusalén. Su constante inclinación a l>< 
vida solitaria le movió en la primavera del año siguiente a ir con San Euti 
mió, el cual le vistió el hábito religioso; pero, juzgando que su delicad.i 
juventud no podía sobrellevar la vida de los solitarios sometidos a su direr 
ción, le condujo al monasterio de San Gerásimo. 
Nueve años duró la formación, durante los cuales el fervoroso novicio 
aprovechó la sabia y prudente dirección de su experimentado maestro pan 
ejercitarse en los trabajos y costumbres monásticas; acompañó a San Ger.i 
simo a las landas incultas del desierto de Ruba. ayunando como él y procu 
rando reproducir su género de vida. Desde entonces, se contentó con pan  
agua, no probó nunca aceite ni vino, alimentos que se permitían alguini* 
veces los mismos anacoretas. 
Sus ocupaciones, fuera del rezo del Oficio Divino, eran ordinarias y sen 
cillas: cortaba leña, acarreaba agua, limpiaba las legumbres y ayudaba ni 
cocinero lo mejor que sabía. Lo hacía todo con tan sencilla humildad  
obediencia que San Gerásimo le proponía como modelo a los encanecidos cu 
la vida religiosa. 
En la noche del 19 al 20 de enero de 473, subió San Eutimio a la etcrn.i
fotMiipcnsu. En la misma hora, estando San Gerásimo en oración, vió el alma 
áaj ¿riin solitario, según da fe un biógrafo, que dice haberlo recibido de 
■ l io * de Ciríaco. 
«I'.l quinto año de mi estancia en el monasterio de Gerásimo —refiere 
lUflnco—, el 19 del mes de enero, un viernes por la tarde, iba a preparar la 
HHirt ilc los Hermanos, y aconteció que a la hora quinta de la noche, mien-yo 
velaba, ocupado en mondar las legumbres, vino corriendo Gerásimo 
liavlu mí y me dijo: 
Ciríaco, ponte las sandalias, toma la capa y sígueme. 
Aii lo hice. Cuando llegábamos a Jericé pregunté al anciano: 
•Venerado Padre; ¿cuál es el móvil de este viaje? 
Kutimio el Santo ha muerto —repuso Gerásimo. 
-¿Y cómo lo sabéis vos? 
Iwitonces el anciano me respondió: 
A la hora tercia de la noche, mientras estaba en oración, vi abrirse los 
»Mi)«, y una centella desgarró la nube y llegó hasta la tierra. El relámpago 
liiino forma de columna luminosa que desde la tierra llegaba hasta el cielo, 
l> |MTinunecía mucho tiempo así. Como yo estuviese indeciso sobre lo que 
Ul visión pudiera significar y pidiese a Dios que me manifestase el sentido, 
iri i i i i i i voz que me dijo: «Es el alma del gran Eutimio que hoy sube a los 
nlrltMi». Poco a poco, la columna luminosa fué elevándose de la tierra hasta 
•|iir desapareció en las nubes». 
I .on funerales del ilustre solitario fueron presididos por San Atanasio, 
(iiilriurca de Jerusalén; congregáronse todos los monjes de los alrededores, 
a*l como del valle del Jordán, y hasta el pueblo acudió en tan crecido nú-h 
i i t i i que los soldados hubieron de intervenir para contenerlo; todos estaban 
animados del mismo sentimiento, rendir al campeón de la Iglesia honras 
Innrlires dignas de su memoria. 
EN EL MONASTERIO DE SAN EUTIMIO 
LA muerte de San Gerásimo. acaecida el 5 de marzo del 475, dejó huér­fano 
a Ciríaco. Entonces nuestro Santo se dirigió a la morada de San 
Eutimio, donde el hegúmeno Elias le dió una celda aislada para que 
II* viiHo vida contemplativa. 
Sun Eutimio dejó al morir dos casas religiosas fundadas por él: un rao-imalrrío. 
el de San Teotista, y una laura, que llevaba su nombre. Ciríaco se 
tliilieii empeñosamente a transformar dicha laura en monasterio. 
Después de la consagración solemne de la iglesia de San Eutimio —7 de 
Hinyo de 484— , murió Longinos, superior de San Teotista, y sucedióle el
monje Pablo. Éste no heredó ni la mansedumbre ni los sentimientos pacífi­cos 
de su predecesor. No tardó, pues, en estallar un conflicto entre los mo­nasterios 
de San Teotista y de San Eutimio. 
En los primeros meses del 485, murió el jeque o régulo de los árabes 
católicos, cuya curación milagrosa, obtenida por San Eutimio, había de­terminado, 
en otro tiempo, la conversión de toda la tribu. En sus últimos 
momentos, declaró de viva voz, que se repartiesen amistosamente entre los 
dos monasterios las grandes cantidades de dinero y las inmensas posesiones 
que le pertenecían. El abad Pablo, en vez de ponerse de acuerdo con el su­perior 
de San Eutimio, se adueñó del cuerpo del jeque, como también de su 
dinero y propiedades, y llevó su atrevimiento hasta construir una cerca y 
levantar una torre junto a San Eutimio. No se hicieron esperar enérgicas 
protestas, a las que siguieron vivas discusiones que pronto degeneraron en 
disputas violentas, las cuales terminaron con la separación de los dos mo­nasterios. 
Tanto tumulto no se avenía con el alma pacífica de Ciríaco, el cual 
se retiró a la laura de San Caritón —agosto de 485—. Durante su estancia 
en San Eutimio había recibido el diaconado. 
EN LA LAURA DE SAN CARITÓN 
A laura fundada por San Caritón en la primera mitad del siglo IV, 
está situada a tres kilómetros al este de Tecué, patria del profeta 
Amos, en un desfiladero rodeado de abruptas montañas. Durante los 
cuatro años primeros, Ciríaco desempeñó sucesivamente los empleos de pa­nadero, 
enfermero, hostelero y, finalmente, mayordomo. Como ejerciese estas 
diversas funciones a satisfacción de todos, se le confió el cuidado de los 
vasos sagrados, es decir, del «tesoro» de la laura, según la expresión consa­grada; 
al mismo tiempo, se le nombró canonarca. 
Canonarca era el que anunciaba los ejercicios de la comunidad, golpeando 
el hierro o la madera de las simandras, pero sobre todo, conforme a la 
etimología de la palabra, el nuevo dignatario dirigía el canto del «canon», y 
entonaba, es decir, daba el tono en las antífonas y salmos. 
Era, pues, músico y músico hábil, toda vez que conservó esta dignidad 
por espacio de treinta años. De ello se tiene por otra parte un testimonio 
fidedigno; dos siglos después de la muerte de Ciríaco, en el himno que en 
su honor compuso San Esteban el Sabaíta, le representa «cantando armo­niosamente 
las vigilias». La expresión empleada por San Esteban no puede 
considerarse como pura fórmula aplicable a todos los monjes muertos en 
olor de santidad, puesto que el himno sigue paso a paso la vida de Ciríaco, 
siendo por lo tanto una interpretación del oficio de «canonarca».
CUENTA Cirilo, discípulo y biógrafo de San Ciríaco, que tenía 
el Santo en sus últimos años, como guardián de su retifo, a 
un poderoso león domesticado, que protegía su persona y su huer-tecillo 
contra las bestias dañinas y sobre todo contra 
los bandoleros del desierto.
Fué también Ciríaco, al igual que todos los primeros cantores de la Igle­sia 
griega, poeta; a él se atribuye el hermoso poema litúrgico sobre la re­surrección 
de Lázaro de Betania, que se cantaba, entre los Orientales, el 
sábado que precede a la fiesta de Ramos. Mientras ejercía este empleo, hacia 
el año 500, el diácono Ciríaco fué elevado a la dignidad del sacerdocio. 
Aunque era tan grande la modestia de su palabra, dejóse decir un día, 
hablando con su biógrafo, Cirilo de Escitópolis, que durante aquellos treinta 
años, no se había enfadado nunca —¡virtud admirabilísima en un artista!—; 
ni había comido nunca antes de ponerse el sol. 
EN EL DESIERTO. — CONTRA LOS ORIGENISTAS 
EN el 525,-cuando contaba 77 años, Ciríaco desentendióse de los diverso» 
empleos que había desempeñado y poco después abandonó la laura, 
para dirigirse con un joven discípulo a las soledades del desierto de 
Natufa. Por espacio de cinco años alimentáronse ambos con cebollas al-barranas, 
que perdían su veneno y amargura, con la bendición de Ciríaco. 
Un día, uno de los principales habitantes de Tecué llevó a Ciríaco una 
provisión de pan; el discípulo continuó —sin avisar a su maestro— cocien­do 
y comiendo cebollas, pero éstas conservaron su amargor natural, y el 
joven religioso sólo curó con las oraciones de nuestro Santo y la recepción 
de la sagrada Eucaristía. Cuando se terminó la provisión de pan, las cebo­llas 
albarranas pudieron nuevamente ser comidas sin peligro. 
Después de sanar a un joven lunático de Tecué, Ciríaco cambió el de» 
sierto de Natufa por el de Ruba, donde vivió otros cinco años, siendo su 
alimento raíces de plantas silvestres y tallos de cañas verdes. Hasta aquel 
sitio llegaron gran número de personas, aquejadas de diversas dolencias • 
afligidas por espíritus diabólicos, y todas se volvieron aliviadas. Ordinaria­mente 
obraba estas curaciones invocando el nombre de Jesús y trazando 
sobre los enfermos el signo de la Redención. 
Como la multitud fuese cada día más numerosa, decidió Ciríaco apartar­se 
de ella lo más posible y, así, se sepultó en el corazón del desierto, en la 
confluencia de dos desfiladeros carentes de vegetación y tostados por un sol 
tropical. El lugar se llamaba Susakín. Allí permaneció siete años, hasta que 
las circunstancias le obligaron á ir a la laura de San Caritón, para haoer 
frente a los origenistas. t 
Sostenían estos herejes tres errores principales: la desigualdad de las Per. 
sonas Divinas; la eternidad de la creación de las almas, y la duración tem­poral 
del infierno. Estas doctrinas originaron grandes disputas que reper­cutieron 
en todos los conventos de Palestina.
Nonos y Leoncio de Bizancio, los dos corifeos del error, sostenidos pop 
los obispos Domiciano y Teodor Askidas, buscaban adeptos en los monaste- 
■ Io n , en los que deponían a los superiores* partidarios de la ortodoxia y nom­braban 
a secuaces suyos. 
Habiendo muerto el abad de San Caritón, Isidoro, los origenistas, arma-mu 
ardid sobre ardid para atraerse tan célebre monasterio, lo que lograron 
ni parte. Por la fuerza, impusieron como superiores a Pedro de Alejandría y 
IVdro de Grecia. Ante semejante atropello, la comunidad se levantó en pro-festa; 
por dos veces expulsó a los origenistas y eligió como abad a un monje 
ilc San Sabas, Casiano de nombre, cuya ortodoxia era irreprochable (540). 
Había, no obstante, mucho que temer de parte de los herejes, por lo que 
los religiosos fieles determinaron poner a cubierto la autoridad de Casiano 
Imjo el gran nombre de Ciríaco; para ello fueron a Susakín y llevaron al 
iiiiciano eremita a la laura de San Caritón, donde por espacio de cinco años, 
ile 542 a 547, fué el dique inconmovible contra la creciente herejía. 
Ciríaco ocupaba alternativamente la antigua celda de San Caritón o la 
¿ruta del mismo nombre, hoy llamada Moghar Kareiton. 
HISTORIA DE LA ANACORETA MARÍA 
REPRODUCIMOS aquí la singular historia que trae el biógrafo de Ci­ríaco, 
San Cirilo de Escitópolis, el cual la coloca un poco antes de la 
muerte del santo monje. Tiene gran parecido con la de Santa María 
Egipcíaca, que viviera un siglo antes y a la que había encontrado en el de­sierto 
San Zósimo. 
«Acompañado del monje Juan —cuenta Cirilo— iba yo un día por la soledad 
ii visitar a San Ciríaco. En el camino me enseñó la tumba de la bienaventurada 
María. Como no hubiese oído hablar nunca de ella, le pedí explicaciones y me 
narró el hecho siguiente: 
—No hace mucho tiempo subía con el condiscípulo Paramón el desfiladero de 
Susakín, hacia el abad Ciríaco. De súbito, apareció ante nuestra vista, entre las 
plantas del desierto, una forma humana. Creimos que se trataba de algún ana­coreta 
y aceleramos el paso, cuando la aparición se nos ocultó repentinamente. 
Temiendo entonces encontrarnos ante algún espíritu del mal, dirigimos al cielo 
una fervorosa plegaria; en esto, divisamos una cueva, donde seguramente se había 
refugiado; a ella nos encaminamos y pronto se entabló entre el anacoreta y nos­otros 
el siguiente diálogo: 
—Padre, no nos privéis de vuestras oraciones, ni de vuestra compañía. 
—¿Qué deseáis de mí? Soy una mujer. ¿Adonde vais ahora? 
—Vamos al solitario Ciríaco. Dadnos a conocer vuestro nombre y el porqué 
habéis venido aquí.
—Retiraos, os lo diré cuando volváis. 
—Abandonaremos la gruta, pero no antes de que hayáis satisfecho nuestras 
preguntas. 
—Me llamo María. Era cantora en la iglesia del Santo Sepulcro; muchas per­sonas 
eran tentadas por mi y, temiendo yo ser responsable de sus desvarios, tomé 
la resolución de huir. Descendí a la piscina de Siloé, donde llené este vaso de 
agua, tomé este cesto de legumbres cocidas, y durante la noche salí de Jerusalén. 
La Providencia divina me condujo aquí, donde he servido a Dios por espacio de 
dieciocho años, sin que durante tan largo tiempo, ni el agua ni las legumbres 
hayan disminuido. Sois las primeras personas que he visto desde entonces. Ahora, 
id a cumplir vuestra misión, y volved a verme a vuestro regreso. 
«Cuando llegamos a Susakín contamos a Ciríaco lo que nos acababa de acon­tecer, 
y tomamos de él consejo; recomendónos que nos conformáramos con la 
petición de María. A la vuelta, siguiendo la costumbre de los anacoretas, llama­mos 
a la entrada de la gruta: nadie nos respondió; penetramos y vimos inmóvil 
el cuerpo de María. No teníamos nada para cavar la fosa, ni ornamentos para 
celebrar los funerales. Vinieron en nuestra ayuda los de la laura de Suca y así 
pudimos enterrarla en la misma gruta, y nos retiramos después de cerrar la 
entrada.» 
»IIe aquí lo que me contó el monje Juan —añade Cirilo—. He juzgado opor­tuno 
traer aquí este relato para provecho espiritual de los lectores y mayor glo­ria 
de Dios. 
ÚLTIMOS DÍAS DEL SANTO 
A muerte de Nonos, jefe de los origenistas, devolvió alguna tranquili­dad 
a los conventos. Aprovechóla Ciríaco para cambiar una vez más 
su gruta de San Caritón por la ermita de Susakín —febrero del 547 a 
diciembre del 554— . En ella conoció al joven Cirilo, que había de ser su 
biógrafo y que aprovechó las largas conversaciones habidas con él para re­coger 
documentos preciosos y circunstanciados de San Eutimio, San Sabas, 
San Teodosio, etc., cuyas vidas quería escribir. El buen anciano acogió a su 
huésped con las más vivas muestras de simpatía y ternura. Un león que se 
había familiarizado con nuestro Santo, era buen guardián del huerto contra 
las cabras montaraces y, sobre todo, contra los beduinos; esto hacía, sin 
embargo, que Cirilo se llegara siempre con cierto temor a ver al Santo; 
hubiera preferido encontrar al solitario sin tan temible portero. 
A los ocho años de tal vida, los religiosos de San Caritón condujeron otra 
vez a San Ciríaco a la gruta del fundador, donde dió descanso a su cuerpo 
el 29 de septiembre del 556. Tenía 109 años y había pasado 90 en la vida 
religiosa. Hasta su última enfermedad, asistió con asiduidad al rezo del 
Oficio divino y sirvió por sí mismo a los que le visitaban.
El Martirologio romano señala su fiesta el 29 de septiembre, lo mismo que 
el calendario griego. 
No acertamos a dar por terminada la vida admirable de nuestro Santo, 
din acabar por donde hemos comenzado y reiterar que nos parece represen­tativa 
como la que más, de la que llevaron los padres y santos del desierto; 
vida cuyo estudio y contemplación es tan poderosamente aleccionadora y 
edificante, para los que vivimos en esta sociedad de movimiento, de confu-nión 
y de delirio. 
Nimbados de claridades sobrenaturales, los fundadores del ascetismo cris­tiano 
han aparecido durante mucho tiempo casi exclusivamente rodeados de 
leyendas, como seres creados por una extraordinaria fantasía para deslum­brarnos 
con sus milagros, con sus penitencias y con sus éxtasis. Hoy día, 
gracias a los estudios de los orientalistas, se sabe que no hubo en su vida ni 
tunta fantasía ni tanta leyenda y que, por el contrario, fué su virtud tan real 
como admirable. 
No hay que creer que se trataba de algunos grupos repartidos por las 
soledades de Nitria, de la Tebaida, de Judea o de Capadocia, como se ha 
dicho durante mucho tiempo; tiénese, al contrario, por absolutamente cierto 
que hubo, en algunas épocas, cientos de miles de hombres que, abandonando 
la existencia de las ciudades y renunciando a los placeres del mundo, lleva­ban 
en aquellos espantosos arenales y en sus montañas inhospitalarias una 
vida de perpetua lucha por la perfección espiritual. Sentían en el fondo del 
alma una llama que los iluminaba, a las veces, con claridades sublimes y que 
los incendiaba con fuegos devoradores, formando realmente una humanidad 
superior. 
Como decía y repetía casi de continuo nuestro San Ciríaco, se considera­ban 
estrictamente cual viajeros de este mundo, y la tierra era para ellos 
lugar de paso. 
SANTORAL 
Dedicación de San Miguel Arcángel, protector de la monarquía española (véase 
en 8 de mayo). Santos Ciríaco, monje y anacoreta; Fraterno, obispo de 
Auxerre; Grimoaldo, presbítero; Dadas, mártir en Persia, juntamente con 
su esposa y su hijo Gabdelas, en tiempo del rey Sapor I I ; Eutiquio, Plauto, 
Plácido, Ambuto, Tracio y Donato, mártires en Tracia. Santas Casdoa, 
mártir juntamente con su esposo San Dadas y su h i jo ; Gudelia, martiri­zada 
al mismo tiempo que los anteriores; Teodora y Heráclea, mártires en 
Tracia; Ripsima y compañeras, vírgenes, mártires en Armenia.
Sepulcro del Santo en Belén Santa María la Mayor 
DIA 30 DE SEP T I EMBRE 
SAN J E R O N IMO 
CONFESOR, PADRE Y DOCTOR DE LA IGLESIA (331-420) 
CON San Hilario, que le precedió de cerca de cuarenta años, y con 
San Ambrosio y San Agustín, contemporáneos suyos, forma San 
Jerónimo el grupo ilustre de los cuatro Padres de la Iglesia latina 
de los siglos IV y V. Benedicto XV, ya desde las primeras líneas 
ili lu Encíclica Spiritus Paráclitus de 15 de septiembre de 1920, publicada 
t "ii ocasión del XV centenario de la muerte de San Jerónimo, declara so-l. 
iiincmente que la Iglesia católica reconoce y venera en este santo insigne 
<>il máximo Doctor que le dió el cielo para interpretar la divina Escritura», 
titulo magnífico que podría compendiar cualquier apología del Santo. 
Nució Jerónimo por los años de 331 en Estridón, en los confines de Dal-iinu- 
ia y Panonia. Sus padres fueron nobles y ricos cristianos. Siendo Jeróni­mo 
«le diecisiete años, enviáronle a Roma, para que prosiguiese el estudio de 
lm letras, en el que sobresalió por la madurez y profundidad del juicio, vigor 
ili lu inteligencia y brillo de la imaginación. Estaba prendado de los libros y 
•ti i'lu no poder vivir sin ellos. Por eso revolvió cuantos pudo y, merced a una 
hilmr diligente y constante, copiándolos de su mano, formó para sí una rica 
liililiulcca que llenó de admiración a sus contemporáneos.
Las seducciones de la gran urbe arrastraron un momento lejos del buM 
camino al joven estudiante, que por entonoes sólo era catecúmeno; pero muy 
luego volvió a mejores ideas. Pidió el bautismo, y lo recibió de manos dal 
papa Liberio, por los años de 366. A raíz de un viaje que para estudios ma­yores 
hizo a las Galias llegándose hasta Tréveris, determinó renunciar mI 
siglo para darse de todo en todo al servicio de Dios. Desde aquel momento 
empezó Jerónimo su rápido ascenso hacia la santidad. 
EN EL DESIERTO DE CALCIS 
TRAS breve estancia en Aquileya, metrópoli de su provincia natali 
viéndose en peligro de ser perseguido por algunos enemigos, determi­nó 
pasar a Grecia, sin duda por los años de 372, llevándose consigo 
únicamente su bien surtida biblioteca. Anduvo por las provincias de Tracia, 
Ponto y Bitinia, y cruzó la Galacia, Capadocia, Cilicia y parte de la pro­vincia 
de Siria. La enfermedad le obligó a permanecer una temporada en 
Antioquía. Aprovechó esos días para oír a los varones más sabios en la cien­cia 
de la Sagrada Escritura, y en particular a Apolinar, obispo de Laodieea, 
el mismo a quien más adelante combatió el Santo en el Concilio de Roma. 
Apenas repuesto, se fué al áspero y apartado desierto de Caléis, dond* 
permaneció por espacio de unos cinco años. Para poder desentrañar mejor el 
sentido de la divina Escritura y al mismo tiempo refrenar los ardores y ape­titos 
de la juventud, se hizo discípulo de un monje judío convertido, que le 
enseñó las lenguas hebrea y caldea. «Del trabajo que esto me costó; de la» 
dificultades que tuve; de las veces que perdí la esperanza de salir con ello, y 
de las que lo dejé y torné a comenzar, por el deseo y ansia de aprender, y» 
que lo pasé soy buen testigo, y los que lo vieron y viven conmigo lo son 
también. Doy gracias a mi Dios que me deja coger los dulces frutos de rali 
tan amarga como es el estudio de las lenguas». Hasta aquí lo que dice en 
una de sus cartas. Para sujetar su carne, se acostaba en el frío suelo, lloraba 
y gemía día y noche, ayunaba semanas enteras. Con tantas oraciones y lá­grimas 
logró total victoria, y aun de aquellas tentaciones sacó más acrisolada 
santidad. 
Las disputas disciplinarias y dogmáticas que tenían por entonces dividida 
la Iglesia de Antioquía, le obligaron a pasar a dicha ciudad por los año* 
de 377. Cedió a las instancias del obispo Paulino y consintió en ordenara* 
presbítero por mano de aquel prelado el año de 378; pero se reservó la facul­tad 
de volver al yermo y vivir como monje, para no contraer compromiso» 
con ninguna iglesia particular. Así, el año de 380 vérnosle en Constantinopla, 
discípulo de San Gregorio Nacianceno. El año de 382, al renunciar San Gre-
g c i l i i i i I episcopado para retirarse a Arianzo, Jerónimo dejó a Constantinopla 
l Ihirlió para Roma, donde el papa San Dámaso había convocado un Conci- 
IIh c o n t r a los apolinaristas. 
SEGUNDA ESTANCIA EN ROMA 
SECRETARIO del Concilio había de ser San Ambrosio, obispo de Milán, 
con asentimiento unánime de la asamblea; pero enfermó estando ya 
para dar principio a los trabajos de su cargo. Buscaban los Padres un 
• ui>l<’iite, mas no lo hallaban. Levantóse entonces el papa San Dámaso, llamó 
•• Irrónimo que estaba humilde en el último asiento, lo presentó a la asam- 
Moi, y esta le proclamó a una voz para reemplazar al enfermo. Difícil tarea 
Ii incumbía, porque además de sostener la lucha contra los apolinaristas, 
••.iliiti de traerles al arrepentimiento. Los herejes se defendieron porfiada-iniiilc 
en varias sesiones; pero con tan convincentes razones los apretó el 
Hiuiio, que acabaron firmando el formulario presentado por el Concilio. 
l'.Htc triunfo le granjeó la confianza del Pontífice, el cual le tomó como 
•■■Telurio y arcediano. Por orden del Papa emprendió este insigne doctor 
ln uliru cumbre de su vida, la traducción de los Sagrados Libros, que con el 
nombre de «Vulgata» adoptó oficialmente la Iglesia. Redactó asimismo la 
i «irespondcncia oficial del Pontífice; pero, por desgracia, hase perdido esta 
luirle de sus obras. 
Nada mudó el antiguo solitario de su tenor de vida en el nuevo estado; 
llevaba hábito de monje y ayunaba como en el yermo. Impulsadas por el 
‘•nulo, algunas doncellas y viudas se agruparon formando congregaciones 
iiiniiásticas alrededor de unas cuantas señoras y matronas principales de 
niililc linaje y santísima vida, como Paula, Marcela y Eustoquia. Ante este 
■ •cogido auditorio declaraba San Jerónimo los pasos más dificultosos de las 
Divinas Letras, con tanto aprovechamiento de aquellas virtuosísimas muje-in 
, que muchos sacerdotes iban a consultarlas para resolver las más intrin-niiliis 
cuestiones exegéticas. Merced a esta saludable influencia del Santo, 
iili>unas damas nobles dejaron el siglo para llevar vida escondida en Cristo. 
I>e su correspondencia con ellas nos quedan muchas cartas repletas de 
doctrina espiritual y escrituraria. San Jerónimo sabía infiltrar en sus hijas 
• I culto y amor a los Libros Sagrados que le consumía. La carta de Eustoquia, 
Imito por la amplitud de la materia como por la solidez del fondo, constitu­ye 
un verdadero tratado sobre la excelencia de la virginidad, y un código de 
ral y ascetismo para uso de las doncellas consagradas a Dios. 
Murió el papa San Dámaso a 11 de diciembre del año 384, cuando hacía 
•Al» tres años que ae hallaba Jerónimo en Roma. Los libertinos y vividores,
los captadores de testamentos, cuya infamia había puesto de manifiesto el 
Santo con elocuencia mordaz, comenzaron entonces a levantar cabeza y ■ 
burlarse del secretario del Papa propagando contra él negras calumnias. 
Pero, como en ellas estaba interesado el honor de Paula y de su hija Eusto-quia, 
el insigne Doctor llevó aquel asunto ante el prefecto de Roma, y los 
calumniadores fueron condenados a pública retractación. 
No quiso Jerónimo sacar provecho alguno de aquel ruidoso triunfo, antes 
disgustado más que nunca del siglo, dejó definitivamente a Roma, y el me* 
de agosto de 385 se embarcó en Ostia para Palestina, adonde le llevaban su» 
gustos y sus anhelos. Al salir de Italia envió a las comunidades de vírgenes, 
angustiadas con su marcha, una bellísima carta de despedida. 
EL SOLITARIO DE BELÉN 
DETÜVOSE unos meses en Antioquía, huésped del obispo Paulino, y 
allí se le juntaron Santa Paula, Eustoquia y otras patricias romanas 
que también sentían la nostalgia de la Tierra Santa. En su compa­ñía, 
recorrió el Santo Galilea, Samaría y Judea, visitando los lugares santi­ficados 
por el Salvador y de los cuales se habla en los relatos evangélicos o 
bíblicos. De aquí pasaron los peregrinos a Egipto, donde deseaban consolarse 
con la vista de las legiones de ascetas que allí servían al Señor. Volvieron 
luego a Belén, por el otoño del año 386, con ánimo de vivir allí en adelante. 
San Jerónimo, habiendo visitado los monasterios de Nitria y Escitia, tomó 
por asiento la cueva del Nacimiento, en Belcn. 
Muchos discípulos se juntaron al santo cenobita, de suerte que en breve 
y merced a la liberalidad de Santa Paula, se fundaron dos monasterios, uno 
para hombres y otro para señoras. San Jerónimo dirigió el primero; Santa 
Paula, el segundo. En vez de ocupar el tiempo trenzando palmas y tejiendo 
cestos, como los solitarios de Tebaida, el ilustre Doctor siguió estudiando el 
hebreo, caldeo y siríaco, y acabó de traducir la Biblia del texto original. 
Para dar a su obra todo el perfeccionamiento necesario, acudió San Jeró­nimo 
a la ciencia de los rabinos de Tiberíades y de Lida, no sin escándalo 
de sus enemigos: «El secretario del papa Dámaso —decían— se ha trocado 
en digno miembro de la sinagoga de Satanás; a ejemplo de los judíos, amigos 
y maestros suyos, prefiere Barrabás a Jesucristo». Y por cierto que entre los 
rabinos había un doctor que Jerónimo llama indistintamente Baranina y 
Barrabás, y del cual dice que, por miedo a sus correligionarios, era «otro 
Nicodemo» que solía ir a ver a su discípulo amparado por la oscuridad de 
la noche. 
Estas malévolas calumnias no detuvieron el gran concurso de fieles que
RETIRADO en la gruta de Belén, llevando una vida de extre­mada 
pobreza y austeridad, San Jerónimo emplea los teso­ros 
de su sabiduría, de su portentoso talento y de su pasmosa 
laboriosidad, para ilustrar a la Iglesia con sus escritos sobre las 
Sagradas Escrituras. 
20. — v
iban a ver a los solitarios de Belén. El inmenso hospitium por él edificad® 
era insuficiente, y así escribió en una carta: «Parece que Roma entera se ha 
dado cita en Belén; a José y María, si volviesen, costaríales hallar albergue 
tanto como la primera vez». 
Los solitarios trabajaban y comían separados unos de otros, pero rezaban 
juntos, y juntos cantaban el Oficio divino en la cueva del Nacimiento. 
JERÓNIMO Y EL ORIGENISMO 
EL presbítero Rufino de Aquileya dirigía a la sazón el famoso monaste* 
rio del Monte Olivete, poco distante de Jerusalén. Rufino había sido 
gran amigo y admirador de Jerónimo; pero la cuestión del origenismo, 
que entonces perturbaba el Asia, fué ocasión de que entre ambos amigos M 
levantase apasionada polémica y sobreviniera irremediable rompimiento. 
Los discípulos de Orígenes, exagerando sus doctrinas, sostenían que jamáa 
debe tomarse la Sagrada Escritura en su sentido literal; que no era sino un 
símbolo perpetuo, cuyo verdadero secreto revela el Espíritu del Señor a cada 
uno, según su mérito y su saber. Violentos contradictores se levantaron con­tra 
esta errónea doctrina; pero ellos mismos pasaron la raya y cayeron en 
la opuesta exageración, pretendiendo que todo en la Sagrada Escritura habí* 
de tomarse a la letra. Hasta llegaron a sostener que de tal modo reproducía 
el hombre la imagen y semejanza de Dios, que el mismo Dios era realmente 
el tipo sustancial del hombre. A estos acérrimos adversarios del origenismo 
Ies llamaron antropomorfitas. 
Por el tiempo en que la agitación llegaba a su colmo, conviene a saber, 
por los años 393 ó 394, uno de los antropomorfitas más exaltados, el monje 
Aterbio, pasó por Jerusalén, y acusó públicamente de origenismo al obispo 
Juan y a los presbíteros Rufino y Jerónimo. Hubo de esto grande escándalo 
en toda la provincia. Jerónimo se hallaba en trance apuradísimo por acusarla 
ambos bandos. Juan, obispo de Jerusalén, fulminó anatema contra el mo­nasterio 
de Belén. Rufino fué más ducho; supo ganarse la benevolencia del 
obispo, y nadie volvió a molestarle. 
El Santo obedeció al obispo Juan, no obstante ser la sentencia injusta. 
Los solitarios de Belén quedaron privados de la comunión por espacio de 
muchos meses como si fueran infieles; se les prohibía entrar en la iglesia, 
y no se les enterraba en cementerios cristianos. * 
Estos injustos rigores conmovieron a los católicos de todo el mundo. 
San Epifanio, obispo de Salamina, promulgó enérgica protesta. El Pap* 
estaba ya a punto de fallar en el asunto, cuando el obispo de Jerusalén, 
asustado por el sesgo que tomaba aquel negocio, Uevó la causa ante el
l>u(r¡arca de Alejandría, Teófilo, conocido partidario del origenismo. Ansio- 
•ii mente se esperaba la decisión del patriarca, y Teófilo mudó de repente de 
i>|iinión, condenó los errores de Orígenes y se declaró en favor de Jerónimo. 
No se atrevió Juan de Jerusalén a resistir a la autoridad del metropoli-t 
nti«>; levantó el entredicho al monasterio y, para evitar nuevos conflictos, 
rugió a Jerónimo que aceptase el título de párochus de Belén. Ambos se 
reconciliaron por los años de 397. 
También Rufino se reconcilió con el solitario de Belén, pero fué cosa de 
Im ic o s días. Pronto, en efecto, se rompió la concordia entre los dos monjes 
n raíz de la publicación que hizo en Roma Rufino de una traducción del 
l ’rriarchón de Orígenes y de sus Invectivas contra Jerónimo. Éste respondió 
eon una Apología. San Agustín deplora el incidente en estos términos: 
«¿Qué corazones se atreverán ya a descubrirse el uno al otro? ¿Hay 
mnigo verdadero en cuyo pecho pueda uno sin temor derramar su alma? 
Dónde se halla el amigo que el día de mañana no pueda trocarse en 
enemigo, si entre Jerónimo y Rufino ha sobrevenido la discordia que deplo­ramos? 
¡Oh miserable condición de los mortales, digna de compasión y 
liistima! ¿Qué cuenta tendremos con lo que aparenta ser el alma de los 
mnigos, no estando ciertos de lo que será en lo venidero?» 
JERÓNIMO Y SAN AGUSTÍN 
AS relaciones que tuvo Jerónimo con San Agustín merecen ser traídas. 
Fueron meramente epistolares, con harto pesar y sentimiento de 
Agustín, que se quejaba de la larga distancia entre Hipona y Belén, 
y de la lentitud de los correos que llevaban sus cartas. 
«Dos escritos tuyos que han venido a mis manos he leído —le dice—, y 
los he hallado tan ricos y llenos de cosas, que no querría, para aprovecharme 
en mis estudios, sino poder estar siempre a tu lado. Pero porque no puedo 
hucer esto, pienso enviarte algunos de mis hijos en el Señor, para que los 
enseñes, dado caso de que me respondas. Porque yo conozco que no hay 
en mí, ni puede haber ciencia de las divinas Letras como veo que hay en 
ti. La poca que tengo la reparto a los fieles. Darme yo a ese estudio más 
asiduamente que lo pide la instrucción de mi rebaño, se me hace imposible 
por mis ocupaciones de obispo.» 
La estima constante que mostró el obispo de Hipona a quien le llamaba 
«su hijo en la edad, su padre en dignidad», el respeto y miramiento con 
i|uc le trataba cuando juzgaba no deber rendirse a las razones del ilustre 
exegeta, hicieron su amistad inquebrantable. 
«No haya entre nosotros sino hermandad pura y limpia —responde Jeró­SAN
nimo a Agustín a propósito de la conclusión de la controversia que tuvieron 
sobre la conducta de Pablo y Cefas en Antioquía—; enviémonos solamente 
mensajes de caridad. Ejercitémonos en el terreno de las Escrituras sin 
ofendernos uno a otro.» 
Y, efectivamente, ambos amigos pelearon juntos hasta el fin, en defensa 
de la fe católica y con el admirable acierto de que la historia nos habla. 
ÚLTIMAS PRUEBAS 
SIGUIÓ Jerónimo ayudando desde el fondo de su retiro a la noble 
causa por la que tanto había ya padecido. Venciendo todas las difi­cultades, 
prosiguió la traducción y comentarios de la Biblia. Todas 
las Iglesias de Occidente adoptaron aquella versión. Pero en medio de tantos 
trabajos, tuvo que sostener otras peleas. Nuevos herejes se levantaron contra 
el dogma católico y, principalmente, el famoso Pelagio. 
San Agustín había de dar el golpe mortal a aquel adversario; pero el 
solitario de Belén era muy celoso de la verdad para permanecer indiferente 
e inactivo en aquella pelea. Con todo el vigor de su ingenio se levantó 
contra los pclagianos que eran ya muchos en Palestina. 
Impotentes para responder con sólidos argumentos a la dialéctica de 
Jerónimo, los herejes echaron mano de la violencia para deshacerse de su 
contrario. Una noche del año 416, cayeron sobre el monasterio de Belén, 
a la cabeza de una tropa. Los siervos de Dios fueron maltratados y un 
diácono muerto. Prendieron fuego a los edificios del monasterio; las reli­giosas 
y los monjes tuvieron que refugiarse a toda prisa en una torre cercana 
al convento. Nada hizo Juan de Jerusalén para reparar aquel desastre; fué 
menester que el papa San Inocencio I interviniese enérgicamente cerca de 
los obispos de Palestina en favor de los perseguidos. 
Jerónimo sobrevivió a este atentado, pero fué para sufrir una de las 
mayores pruebas de su vida. A fines del año 418 ó principios del 419, 
murió Eustoquia, que había sucedido a su madre Santa Paula en la direc-ción 
del monasterio de Belén. Tras este golpe, añadido a tantos otros, y al 
agotamiento de fuerzas causado por su vida de mortificación y trabajo, 
el santo anciano fué desfalleciendo poco a poco. Apenas podía hablar; no 
podía moverse en la cama para instruir a los monjes, sino asiéndose a una 
cuerda colgada del techo. Dió su espíritu al Señor a los 30 días del mes 
de septiembre del año 420, según el cardenal Baronio, siendo de cerca de 
noventa años de edad. 
«Dícese que el mismo día estaba San Agustín meditando en su celda 
sobre la gloria que circunda las almas de los santos. Iba ya a escribir a
Sun Jerónimo de este asunto, cuando oyó una voz celestial: «Agustín, 
Agustín —decía—, ¿en qué piensas?... Espera un poco, pero no intentes lo 
Imposible mientras no hayas terminado tu carrera en este mundo.» 
—¡Oh tú que eres tan feliz y tan excelso, que corres con tanto ardor 
■i los goces celestiales, y cuyas palabras son tan suaves para mi corazón, 
■ l.iiiie el que no pueda yo dudar de lo que te oigo decir! 
—Soy el alma del presbítero Jerónimo —repuso la voz—. A esta misma 
hora, he dejado la carga de la carne en Belén de Judá; ahora acompaño a 
It'Niicristo y a toda la corte celestial. 
Prosiguiendo esta celestial conversación, el alma predestinada descubrió 
ii I obispo de Hipona el estado de las almas bienaventuradas.» 
Se enterró su sagrado cuerpo en una cueva de Belén, cerca de la del 
Nucimiento, y luego fué trasladado a Roma y colocado en la iglesia de 
Smita María la Mayor, debajo del altar del Santísimo. Esta traslación se 
nuiiciona en el Martirologio el día 9 de mayo. 
Ningún Santo ha dado tan poco fundamento a las leyendas como el 
Doctor dálmata, puesto que conocemos toda su vida. No obstante, con­viene 
señalar la admirable aventura del león herido que, curado por el Santo, 
defendió luego a los monjes de Belén y les ayudó en las labores del campo. 
En el famoso cuadro del Doménico que hay en la pinacoteca del Vaticano, 
iipurece el león acostado junto al lecho mortuorio del Santo. 
No sin causa simboliza la pintura con un león a San Jerónimo. ¿Qué 
l’udre de la Iglesia se puede comparar tan justamente al león de la fábula, 
de la poesía y aun de la historia natural como el solitario de Belén? Intré­pido 
y generoso fué San Jerónimo; dió el rostro a sus adversarios sin contar 
* 1 1 número ni medir sus fuerzas; y, si a las veces lanzó rugidos espantosos, 
si tuvo estrepitosas iras, fueron sus rugidos gritos de un alma enamorada 
y ansiosa de la verdad, y fueron sus iras arrebatos de su amor. 
SANTORAL 
Santos Jerónimo, confesor y doctor; Honorio, arzobispo de Cantórbery; Grego­rio 
el Armenio, de la familia de los Arsácidas, obispo; Leodomiro, obispo 
de Chalons, y Antonino, de Meaux; Ismier o Ismidón, canónigo de Lyón 
y obispo de Die, muerto en 1115; Lauro, abad; Leopardo, mártir en Roma; 
Víctor, Urso, Antonino y algunos compañeros, soldados de la Legión Tebea, 
mártires. Beatos Conrado, abad cisterciense y cardenal; Benito, cisterciense 
de Moreruela; Juan de Montmirail, cisterciense; y Juan de Gante, ermi­taño. 
Santa Sofía, madre de las santas vírgenes y mártires Fe, Esperan­za 
y Caridad.
DIA 1.2 DE O C T U B R E 
S A N R E M I G I O 
OBISPO DE REIMS, CONFESOR (436-532) 
DIOS nuestro Señor, como guía providente de los pueblos, síguelos 
a lo largo de los siglos con celo amorosísimo y paternal para 
proveer oportunamente a sus necesidades. Porque si bien son los 
hombres quienes, en uso de la propia libertad, van escribiendo 
una a una las páginas de la Historia, descúbrense en ésta evoluciones de 
carácter general en cuyo punto de origen aparece innegable la divina asis­tencia. 
Y es que, en un momento crítico para los intereses del mundo, el 
Cielo ha querido retraer a su cauce natural la marcha desviada por el influjo 
ile los humanos errores. 
Pero, no rompe Dios nuestra libertad: limítase a poner a nuestro lado 
ulgiin lazarillo, a fin de que, percatados de nuestro extravío y falsa orien­tación, 
podamos seguir los rumbos salvadores en pos de él. 
Son incontables los casos en que pudiéramos comprobarlo; y bastaría 
reducir tales movimientos a su fuente inicial para encontramos con el 
conductor inspirado, que es, a veces, una figura de mínima apariencia 
histórica, y otras, en cambio, un personaje de primera magnitud. 
Un ejemplo típico de ello lo tenemos en San Remigio, obispo de Reims.
NACIDO PARA GRANDES COSAS 
REMIGIO, descendiente de muy noble y antiguo linaje, nació en Laon, 
ciudad del país de los Suesones, en las Galias, allá por los años 
de 436. Fueron sus padres Emilio, señor de aquel territorio, y Celina, 
mujer piadosísima a quien la Iglesia ha concedido el honor de los altares 
y a quien venera el 21 de octubre. Tanto uno como otra, resplandecían por 
sus prendas personales de virtud y por su generosidad en favor de los pobres, 
a ios que consideraban como hermanos. 
De cómo cumplieron ambos con los deberes que la paternidad les impo­nía, 
habla elocuentemente el hecho de haber tenido dos santos entre sus 
hijos: San Principio, que llegó a ser obispo de Soissons, y nuestro biografiado. 
Por aquel entonces, sufría la nación francesa una ruina moral que 
abarcaba a todas las capas sociales. No había desorden que no apareciera 
justificado; y aun entre los que, por su carácter o dignidad, debieran ser 
espejo de costumbres y pureza de vida, aceptábanse los escándalos como 
necesidades de la época o en categoría de males menores. Hubiérase dicho 
que pesaban sobre el pueblo las maldiciones de lo Alto. 
Las almas buenas clamaban pidiendo para su patria el perdón y la en­mienda; 
temían que el Señor, en respuesta a tanto pecado, apretara aún más 
en su castigo y se perdieran para la eternidad tantos prevaricadores. 
Entre los que con ardiente caridad importunaban al cielo, estaba Mon­tano, 
solitario fervorosísimo, cuya vida era un ejemplo para la región y un 
vivo reproche para la perversidad o indiferencia de muchos. Dolíase el santo 
penitente de aquel abandono en que el Señor parecía haber dejado a los 
hombres, e imploraba suplicante las misericordias divinas. 
Orando estaba cierta noche, cuando tuvo una revelación que le llenó 
de consuelo. Dios nuestro Señor le indicaba claramente que pronto vendría 
al mundo el que traía la misión de paz y salvación para el pueblo galo, 
y cuál sería el hogar honrado con aquel hijo de bendición. 
Gozoso San Montano por aquella nueva, corrió a comunicar a Celina 
que ella sería la madre de aquel vástago glorioso. Aunque de momento no 
quiso ella creer posible tanta felicidad por ser casi ancianos ambos con­sortes, 
rindióse al fin a la palabra del fidedigno mensajero y preparóse 
a esperar el cumplimiento de los planes divinos. Una prueba le daba 
Montano: quedaría él ciego, y sólo recobraría la vista por un milagro que 
la misma Celina habría de realizar en cuanto hubiera terminado la crianza 
del nuevo hijo. Todo se cumplió exactamente, y los padres de Remigio 
comprendieron que el cielo tenía grandes designios para la criatura.
OBISPO A LOS VEINTIDÓS AÑOS 
O tardaron en revelarse en el niño prendas de su futura santidad. 
La dulzura de su carácter, decididamente inclinado hacia cuanto 
significara amor al prójimo, y el extraordinario apego con que se 
■liilm a los ejercicios de virtud, hicieron que se le admirase ya casi desde 
la cuna. Sus felices padres, ganosos de corresponder al honor que el Señor 
Ir» hiciera, pusieron de su parte todos los medios a fin de favorecer en 
Nnnigio el desarrollo de la rica espiritualidad con que su corazón se mani-liiluba. 
Gracias a esta providencia, pudo el niño crecer rápidamente y sin 
iitorhos en virtud y en santidad. 
Completaron su propia obra proporcionándole buenos maestros, y, como 
«*l discípulo fuera de por sí aficionado a las letras y al recogimiento, apro-vrchó 
grandemente en los estudios, de manera especial en las lecciones de 
luí Libros Santos de los que sacaba razones y fuerzas para afirmarse' más 
v más en sus propósitos de lograr la perfección. 
Ya por entonces había empezado a cundir la fama de los grandes méri-lim 
de Remigio. Y como su categoría social y las gracias de su juventud 
concurrieran para crear en torno suyo un ambiente de admiración que no 
Ir agradaba, decidió cortar con semejante peligro y huyó a una apartada 
«oledad. Permaneció en ella entregado al ejercicio de la presencia de Dios 
V u penitencia rigurosísima hasta que cumplió los veintidós años. 
Era el 458. Había muerto Bennado, arzobispo de Reims, y todos, clero 
y pueblo, cual si se hubieran convenido, aclamaron para sucederle al joven 
miacoreta. Alborotóse Remigio con tales noticias y se negó desde luego a 
uccptar el cargo. Insistieron aquéllos en su decisión sin hacer caso de las 
razones alegadas por el elegido, que pretendía ser excesivamente mozo y de 
IHica ciencia. Como no le valieran tales pretextos, acogióse a los cánones, 
Ion cuales exigían para la consagración episcopal no menos de treinta años. 
Tampoco quisieron aceptarle tan legítima defensa, por parecerles que la 
mintidad innegable de Remigio supliría con creces la poca edad, y tomaron 
n pedirle que, para mayor gloria de Dios y bien del pueblo, tomara sobre 
•i la pesada carga que le ofrecían. 
En estas discusiones andaban uno y otros, cuando un rayo de divina 
luz. vino a posarse sobre la frente del Santo y a iluminarle el rostro, como 
•i el cielo hubiera querido demostrar que también aprobaba la elección. 
Al ver aquel maravilloso testimonio, hiciéronse aún más clamorosas las 
Instancias. Entendió Remigio que ya no podía oponerse a lo que el mismo 
Oíos parecía refrendar, e inclinóse a recibir el inesperado yugo.
OBISPO SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS 
ASI, pues, fué consagrado obispo cuando corría dicho año de 458, 
Desde aquel mismo instante, ya no pensó Remigio sino en cumplir 
con infatigable caridad los deberes que su función le imponía. Y fué 
un padre para los menesterosos, que acudían a su casa con entera libertad 
y seguros de hallar en ella excelente acogida. Pastor celosísimo, velabii 
con exquisita atención por los intereses de su rebaño, sin que hubiera razón 
ni disculpa alguna que le apartara de su deber. Y, aunque se daba de llenu 
a sus obligaciones episcopales, jamás se descuidó a sí mismo, porque en­tendía 
que la propia santificación, a más de llenar una necesidad personal 
ineludible, tendría que redundar muy luego en beneficio del prójimo. 
Su palabra, briosa y elocuente por naturaleza, volvíase de fuego cuando 
trataba las cosas de Dios. Y si era espontáneamente eficaz en el corazón 
de los oyentes, tomábase irresistible por la vehemencia interior que lu 
inspiraba y porque era reflejo de una vida irreprochable y santa. 
Nunca es lección perdida la lección del ejemplo. Harto bien lo entendía 
el santo obispo, y, como fuera aquélla una época de tanta depravación 
moral y tan escasa en valores espirituales, pugnaba por rehabilitar lo* 
derechos de Dios, pero no ya sólo con la fuerza argumental de la razón, 
palanca deficiente para mover voluntades contrahechas por el vicio, sino 
con el discurso irrefutable de la propia conducta. 
Por disposición divina, habíale tocado en suerte una misión de campo 
muy extenso, puesto que su ministerio debía llegar mucho más allá de 1h 
jurisdicción episcopal propia; y, por tener que llevar tan lejos la luz del 
divino apostolado, era necesario levantar más y más el edificio de la 
propia perfección. 
Pero, no le dolían prendas al apóstol de Cristo. Acostumbrado a la» 
comodidades de un hogar rico, no había titubeado en elegir como nueva 
residencia el desierto con todas sus privaciones. Poco había de costarle, yit 
en plan de adelantamiento espiritual, seguir aquella vía de mortificación que 
se impusiera. Con tal fin, desterró de su casa cuanto podía servir al regalo de 
los sentidos; e hizo de la abstinencia un modo de vida; y trabajó con teso­nero 
afán sin darse otro descanso que el indispensable. 
Aun en el trabajo de visitar su vasta diócesis, nunca consintió en des­cargarse 
en hombros ajenos. Ni las preocupaciones ni los años fueron capaees 
de rendir su voluntad en este punto, pues, como buen pastor, juzgaba 
indispensable el personal conocimiento de su grey para mejor orientarla 
y para proveer atinadamente a sus necesidades.
CUANDO San Remigio administraba el Bautismo a Clodoveo, 
verdadero fundador del reino de los francos, pronunció estas 
palabras que ha hecho célebres la Historia: «Dobla tu cerviz, orgu­lloso 
sicambro, y en adelante adora lo que has quemado y quema 
lo que has adorado». uMitis, depone collar, sicámbern.
EL DON DE MILAGROS 
DIOS nuestro Señor acompañaba al santo obispó en todas sus obras, 
como lo demuestra el sinfín de prodigios que por su medio obró. 
No ya algunas, sino muchísimas veces fueron testigos, el pueblo y 
los acompañantes de Remigio, de aquella asistencia divina. Y se hizo pro* 
verbial su fama de taumaturgo hasta el punto de que las gentes acudían a 
él como a seguro remedio. Y el siervo de Dios se vió en apurados tranoM 
para salvar su humildad sin menoscabo de la caridad que le reclamaba. 
Un hombre de quien el demonio se había apoderado, y que duranl» 
mucho tiempo quedara ciego a causa de esta posesión, recobróse totalmente 
no bien el Santo hizo oración sobre él. 
A cierta joven, también endemoniada, lleváronla sus padres a San Benito 
para que la sanase. Remitióla éste a su vez al obispo de Reims, «porque él 
—decía— habrá de curarla». No bien leyó Remigio la misiva del santo 
patriarca, quedó profundamente turbado; y, como de ninguna manera que­ría 
acceder por juzgarse indigno de alcanzar de Dios tal favor, rogáron­le 
los padres de la posesa con tan vivas instancias, que acabó por ponen* 
en oración; y, apenas lo hizo, quedóse ella libre de su atormentador. Pero 
sucedió que la doncella murió poco después y, ante las lágrimas de lo* 
afligidos padres, tornó el Santo a implorar al Señor y volvióla a la vida. 
Habiéndose declarado un gran incendio en Reims, al no hallar los vecino* 
medio de combatirlo, acudieron a su amado pastor, que andaba por enton­ces 
ausente de la ciudad, y suplicáronle viniera a poner remedio. Vino él 
muy luego y, después de haber hecho oración en la iglesia de San Nicasio, 
antecesor suyo en la sede remense, fuése al lugar por donde el incendio 
avanzaba. Llegado allí, imploró nuevamente el auxilio de lo Alto, y entróse 
hacia el fuego. Las llamas, como temerosas de tocar su persona, dieron en 
retirarse delante de él hasta que se extinguieron del todo. 
Otro día, como a sus acompañantes les faltara el vino y vinieran a implo­rarle, 
compadecióse Remigio de ellos y, lleno de infinita y amable caridad, 
púsose en oración. Al punto, las cubas, que estaban completamente vacían, 
aparecieron colmadas, con no pequeña sorpresa de quienes fueron testigos. 
Otros muchos prodigios obró el Señor por la mediación de su siervo, y 
aun después de su muerte siguieron produciéndose abundantes junto a su 
sepulcro; que así quería demostrar cuán bien eran recibidas en su divino 
acatamiento las oraciones y súplicas de quien había hecho de su vida un 
perfecto holocausto en aras de la caridad, y de todas sus acciones un 
maravilloso ejemplo digno de perpetua recordación.
CONVERSIÓN Y BAUTISMO DE CLODOVEO 
I, hecho más notable en la vida de Remigio, fué la conversión de 
Clodoveo al Cristianismo. Y decimos el más notable por las felices 
y trascendentales consecuencias que de ella se siguieron para la vida 
>li lu nación. Clodoveo, rey entonces de los francos, aunque casado con 
Niiiitu Clotilde, era y vivía como gentil. Su santa esposa, que había tra-liiijiido 
mucho para traerle a la fe, sólo había conseguido de él permiso 
'•iini bautizar a sus hijos. No obstante, sentíase cada vez más inclinado 
Iniriii aquella Religión cuyos principios morales tenía repetida ocasión de 
Hilmirur en la propia casa. El Señor, siempre propicio para las almas noble-iiK 
nte encaminadas, preparaba así los caminos para aquel a quien pronto 
«irptiiría en su Iglesia. 
I.us guerras, efecto natural de la evolución que el mundo sufría por aque- 
IIc 1 1 tiempos, ocupaban gran parte de las actividades de Clodoveo. Por los 
míos de 496, vióse frente a los atamanes, que habían invadido la Galia. 
I.os primeros encuentros con ellos habíanle sido desastrosos, y, cuando 
1 1 duque de Orliens, su consejero —que era cristiano— , le propuso invocar 
ul verdadero Dios, hizo Clodoveo voto de convertirse a nuestra santa Reli-i( 
I i i i i si «el Dios de Clotilde» le daba la victoria. Venció y rindió efectiva­mente 
a los alamanes, cuyo rey pereció en la batalla. 
Fiel a su promesa, no bien regresó de su campaña comenzó a instruirse. 
I-Hé su primer maestro San Vedasto, quien luego le remitió a Remigio para 
■ I no completara aquella preparación y le administrara el bautismo. 
Para la solemne ceremonia, que debía cumplirse en Reims, quiso el 
•iinto obispo desplegar extraordinaria pompa. Profetizó luego lo que había 
ilo suceder al rey y a sus descendientes y cómo los acompañaría la felicidad 
«i se mantenían fieles a Dios. 
Durante el acto faltaron los santos óleos. Remigio pidió al Señor prove­yese 
aquella necesidad, y luego apareció una paloma blanquísima. Traía en 
■ I pico una ampolla con el crisma, y púsolo en manos del Santo. 
Este milagro llenó de admiración a los presentes, que hubieron de reco­nocer 
la asistencia divina en aquella solemnidad. 
Al mismo tiempo que Clodoveo, bautizáronse una hermana suya y tres 
mil guerreros francos. Fué aquél el núcleo inicial de un grandioso movi­miento 
que alcanzó a toda la nación. Y, si bien es cierto que el rey no 
consiguió dominar totalmente su brioso carácter, no lo es menos que, después 
ile su bautismo, cambió fundamentalmente en sus relaciones con las cosa* 
•le Dios, como quedó demostrado en su absoluto respeto hacia los prelados.
SOLÍCITO POR EL BIEN DEL PUEBLO 
A inagotable caridad de Remigio llevábale a atender no sólo al bien 
espiritual de sus fieles sino aún a aquellos aspectos materiales il* 
la vida que se relacionaban con su bienestar. Cualquier punto tenia 
importancia para su corazón paternal si de él podían derivarse situaciones 
incómodas; porque, como se observa en la vida de los santos, son ellos tan 
sobrios y exigentes para consigo mismos como espléndidos y amables paru 
con los demás. 
En cierta ocasión, supo por revelación divina que habría de sobrevenir 
al país gran necesidad y hambre, y púsose en seguida al trabajo, a fin de 
acopiar trigo en graneros preparados especialmente para aquella ocasión. 
No faltaron gentes ruines que, ante aquella inusitada actividad, hicieron 
correr el ruido de que el Santo, atacado por una repentina codicia, *<' 
proponía acumular aquella riqueza para después explotar al pueblo. Y, res­paldados 
en tan infame calumnia, aprovecharon una ausencia del celoso 
pastor para prender fuego a los almacenes. 
Pronto le llegaron correos con el aviso de semejante desgracia. Como 
andaba de por medio el interés de sus hijos, corrió a ver si aun podíu 
salvarse algo, pero ya el fuego había alcanzado a todo. No se inmutó por 
ello; antes, acercóse a la inmensa hoguera para calentarse —pues él er« 
anciano y hacía por aquellos días mucho frío— y dijo luego muy sosegada­mente: 
«Dios se encargará de castigar a los culpables; porque esto que han 
quemado se lo quitan a los pobres». Y así sucedió, en efecto: los que partí-ciparon 
en el criminal suceso quedaron quebrados, lo mismo que sucedió 
después con sus hijos. 
Otros casos hubo en que gente de poca conciencia se apoderó injusta­mente 
de los bienes que, para los pobres y para el sustento de sus ministro*, 
iba guardando el Santo. En ninguno de ellos se hizo esperar la divina 
justicia; y así, algunos de tales desaprensivos vinieron a quedar en total 
miseria a poco de cometer su fechoría; y a los que se habían adueñado 
de tierras, o se les volvían éstas estériles para el cultivo, o se encar­gaban 
los elementos de arrasar las cosechas antes que pudieran aprove­charlas 
en nada. 
Todos estos ejemplos con que el Señor autorizaba la misión de Remigio, 
al mismo tiempo que aureolaban al santo pontífice, daban eficacia a nu 
labor pastoral y enriquecían su influencia. Jamás quiso aprovecharse d« 
ello para su propia gloria, a la que tan gustosamente había renunciado, y 
lo volcaba en beneficio directo de cuantos vivían encomendados a su caridad.
SU MUERTE. — CULTO Y RELIQUIAS 
DIOS prueba a sus elegidos cual si el dolor fuera piedra de toque 
para reconocer la verdadera santidad. Era ya Remigio un vene­rable 
anciano cuando le sobrevino la ceguera. Aquella grave difi-mllad, 
que él aceptó con ánimo sereno y alegre, no le impidió seguir 
‘ilriidiendo su trabajo en cuanto aquel estado se lo permitía. Como lámpara 
■|iir se consume hasta el último resplandor, quería él mantenerse en su línea 
■Ir combate hasta el suspiro final. 
Volvió, sin embargo, a recobrar la vista, pero el organismo iba debi-lii 
midose más y más. Cuando sintió próxima su muerte, despidióse terní- 
•iimimente de su pueblo, luego de darle los consejos últimos, y pidió en 
•rguida los Sacramentos de la Iglesia. Recibiólos con extraordinaria devo­ción 
y, mientras estaba en dulcísimo coloquio con el Señor, voló su alma 
■i la eterna recompensa. Tenía el santo prelado noventa y seis años y había 
iIulH-rnado su diócesis por espacio de setenta y cuatro. Ocurrió su muerte 
■ I día 13 de enero de 532. 
El cuerpo del Santo permaneció en un principio en la abadía de los be­nedictinos, 
donde recibió el fervoroso homenaje de cuantos le conocieran 
• n vida. De allí lleváronle más tarde a la catedral de Reims, solemnidad 
•|iic. per haber coincidido con el 1 de octubre, hizo se fijara en ese día 
l>i fiesta del Santo, si bien Reims sigue festejando el 13 de enero. 
Aun después de su muerte cuidó San Remigio de su querida diócesis, a 
l.i que libró milagrosamente de una peste que venía extendiéndose por el país. 
I iis sagradas reliquias fueron legalmcnte reconocidas en 1803 y 1824. 
SANTORAL 
Itl Santo Avgel Custodio de España. Santos Remigio, obispo y confesor; Ursicino, 
obispo de Maestricht; Virilo, abad del monasterio de Santa María de Leyre 
(Navarra); Fivarleo, abad; Severo, presbítero; Ananías, discípulo de Nues­tro 
Señor Wasnón o Wasnulfo, misionero; Bavón, penitente; Remedio, 
confesor Platón, apóstol de Toumai y mártir; Aretas y quinientos cuatro 
compañeros, mártires en Roma; Prisco, Crescente y Evagrio, mártires en 
Tomis Verísimo, martirizado en Lisboa juntamente con sus hermanas; 
Domnino, mártir en Tesalónica en tiempos de Maximiano. Beatos Gaspar 
Fisogiro y Andrés Gioscinda, mártires en el Japón. Santas Germana, virgen 
y mártir; Máxima y Julia, mártires junto con su hermano Verísimo, cuando 
imperaba Diocleciano; Montana, virgen y abadesa.
Moneda de Childerieo II Moneda de Ebroin 
DIA 2 DE O C T U B R E 
SAN L E O D E G A R I O 
OBISPO Y MARTIR (hacia 615-678) 
NACIÓ el glorioso e ilustre Leodegario por los años de 615. Des­cendía 
de familia franca de las orillas del Rin y pertenecía, por 
sus tíos Atabrico y Bersvinda, a las tres primeras dinastías de 
Francia y a las casas imperiales de Habsburgo y de Austria. Su 
nombre quiere decir «ilustre campeón de guerra» y un día habría de justi-lii 
nrlo derramando su sangre por defender los derechos de la Iglesia. Carino, 
»n hermano, alcanzó como él la palma del martirio en 678. 
Preparóles el Señor desde la más tierna infancia para tan noble destino, 
li'iricndo que recibieran en el hogar cristianísima educación. Su madre, Si- 
Uniilu, que sería también elevada por la Iglesia al honor de los altares, es-imTÓse 
con cariñosa solicitud para despertar en el corazón de ambos un 
inofiindo afecto por las virtudes y ansia de conquistar las cumbres de la per- 
Irri'ión. El tiempo vino a demostrar cuánto habían aprovechado tan buenas 
li coiones. 
Muerto Rodilón, padre de nuestro Santo y marido de Santa Sigrada, acu-ilió 
ésta a su hermano Didón o Desiderato, obispo de Poitiers, para que le 
m udase en la delicada tarea de la educación de sus hijos.
DESDE LA INFANCIA HASTA EL EPISCOPADO 
SEGÚN costumbre de entonces, el mencionado obispo encomendó ambo* 
niños al rey Clotario II, el cual los admitió en palacio, los sentó u 
su mesa y encargó su educación a su capellán, el obispo Pictavicnse. 
En esta célebre escuda palatina, Leodegario y Garino avanzaron rápidamente 
por la senda de la ciencia y de la virtud. 
No tardó en brotar de un modo patente en el alma de Leodegario lii 
semilla de la vocación que Dios en ella había depositado, por lo cual Didón, 
su tío, se lo llevó consigo a su obispado de Poitiers. Más tarde, cuando 
las pruebas del llamamiento divino resultaron evidentes, recibióle al servicio 
del altar. El joven corría más bien que avanzaba por el camino de I» 
perfección, y llegó a ser perfecto modelo de santidad y virtud. Abriéronse 
las puertas del Suntuario para dar paso al nuevo ministro del Señor, y el 
obispo Didón, deseoso de estrechar más fuertemente los lazos que le unían 
con su sobrino, recibióle al pie de su trono y le entregó, junto con la túnioa 
de lino y la corona clerical, su parte en la herencia del Señor. A los veinte 
años, por privilegio especial, fué consagrado diácono, y, poco tiempo después, 
el obispo le nombró arcediano de su Iglesia. 
La ciudad de Poitiers ratificó unánime y públicamente la elección hechu 
por su prelado. Encargado del gobierno de las parroquias, Leodegario veló 
para que el servicio de Dios y la dirección de las almas fuesen llevados con 
método y caridad. Dotado de elocuencia persuasiva, reforzada por unu 
convicción profunda, el joven arcediano atrajo a las muchedumbres en 
torno de la cátedra de Poitiers, ilustrada, poco antes, por San Hilario, con 
la predicación de sus célebres homilías. Muy hábil para atender a las má* 
diversas necesidades, calmaba los conflictos, animaba a los buenos, intimi­daba 
y paralizaba a los malos. El pueblo le veneraba como a un ángel, 
dice un cronista de entonces, y la frase: «Dios nos ha visitado en la persomi 
de este apóstol», pasaba de boca en boca. Conviene añadir que al poderos» 
atractivo de su acción apostólica juntábanse los encantos naturales de sil 
fisonomía, que reflejaba la nitidez de su alma, su afabilidad imparcial y su 
generosidad sin límites. 
Luego que recibió los órdenes sagrados, hubiera podido Leodegario pre­tender 
los honores del episcopado; mas una voz íntima dejóse oír en el 
fpndo de su alma. Para evitar las seducciones peligrosas de la vanagloria, 
pues gozaba de gran fama entre el pueblo, tomó la resolución de retiran* 
a la soledad. Prefirió un monasterio pobre e ignorado, conocido con *1 
nombre de «celda de San Majencio». Al poco tiempo de llegar, sus n u e v o *
hermanos quisieron nombrarle abad del monasterio. Mas él, que había ido 
• ii busca de la vida retirada y oculta, negóse rotundamente a aceptar seme-l. 
intc cargo; sin embargo, al fin, cedió ante la orden formal de su tío Didón. 
Deseoso en todo de perfección, el nuevo abad quiso dar a sus religiosos 
nuil carta de vida monástica, por lo cual introdujo en la casa la regla de 
Sun Benito. Quiso Leodegario que su abadía, al par que casa de oración, 
Itiesc morada donde pudieran hallar refugio todos los afligidos. Al efecto, 
ingenióse en socorrer, a pesar de sus menguados recursos, a las víctimas 
ilel hambre que cundió por el año 651. 
Ciertas almas difunden tal resplandor en torno suyo que, a pesar de sus 
uluerzos para ocultarlo cuidadosamente y rodearlo de humildad, traslúcese 
iil exterior y atrae solicitadores de todo género. También en Leodegario tuvo 
riunplimiento esta ley; fué acosado por gentes de toda condición que implo­raban 
su apoyo o le pedían consejo. 
Un día recibió Leodegario la visita de ilustres delegados: de parte de la 
reina Santa Batilde iban a solicitar el concurso de su profunda sabiduría 
y a rogarle que aceptase la administración de tres reinos. 
Ya se adivina que Leodegario rechazó con energía semejante proposición. 
No se desanimó la reina e hizo apoyar sus instancias por varios obispos, 
rn particular por el de Poitiers. La voluntad de Dios era manifiesta y 
I eodegario volvió al palacio real. 
Batilde había quedado viuda con tres hijos, entre los cuales tenía que 
repartir el patrimonio real. Necesitaba un hombre de ciencia y autoridad; 
l eodegario, avezado a la disciplina, era el hombre más indicado para re- 
Irenar las ambiciones rivales, ordenar una administración firme, corregir 
los abusos, y dar al poder prestigio y esplendor. Consiguió grandes refor­mas: 
el clero fué sometido a observancia; el episcopado, glorificado en la 
persona de los santos obispos, y los monasterios, reformados: Pax in virtute 
la paz en la fuerza—; tal fué la divisa del consejero real. 
OBISPO DE AUTCN. — EL CONCILIO DEL AÑO 670 
EN 657, quedó vacante la silla episcopal de Autún por la muerte de 
San Ferreol. Llegó a ser esta diócesis un verdadero campo de bata­lla 
en el que hombres codiciosos y bandos ardientes se disputaban 
el poder. La reina Batilde reunió a los obispos que formaban su consejo, 
les manifestó su ansiedad y, apenas hubo insinuado el nombre de Leodegario, 
Indos unánimemente ratificaron elección tan acertada. 
Una vez más, el hombre anhelante de humilde retiro tuvo que doblegarse 
unte la orden del cielo y aceptar los honores que no quería (659).
Al llegar a su ciudad episcopal, detúvose el recién elegido en una de lM 
cuatro diaconías destinadas a la recepción de los forasteros, pasó bajo l<* 
soberbios pórticos, e hizo una estación en el hospital de San Andoquio, domll 
juró solemnemente, por los santos Evangelios, respetar los privilegios con­cedidos 
en otro tiempo por el papa San Gregorio. Al día siguiente, los rell* 
giosos, en solemne procesión, condujéronle hasta la puerta del castillo; ulll 
el clero secular le esperaba para acompañarle hasta la basílica de San Nuzu-rio. 
Acto seguido dieron comienzo las augustas ceremonias de la consagro* 
ción; formóse luego la comitiva que acompañó al nuevo obispo al episcopium 
o palacio episcopal. 
Fiel a su sagrado deber de velar por la pureza doctrinal de la enseñanu 
en la Iglesia, fué uno de los primeros cuidados de Leodegario reunir un 
concilio, por los años de 670. En él, publicóse un canon que condenaba ii 
los clérigos, diáconos y sacerdotes que no recitasen de modo irreprochabl» 
el Símbolo de los Apóstoles y la «fe de San Atanasio». 
El santo pontífice aprovechóse de la presencia de sus hermanos en «I 
episcopado para redactar su testamento, que todos firmaron: distribuía dti 
antemano su patrimonio. El celo por el culto divino le llevó a ensanchar y ' 
embellecer su catedral. Mandó edificar en la ciudad de Autún gran número 
de iglesias y monasterios y, a pesar de las devastaciones sucesivas, aun que­daban 
tantos que el rey de Francia Luis XII llamaba a Autún «la ciudud 
de los esbeltos campanarios». 
Procedente del palacio merovingio, nacido de nobilísimos padres y gran 
justiciero, el obispo de Autún fué, en toda la fuerza de la palabra, «el 
defensor de la ciudad», como apellidaban a los obispos de aquel tiempo. 
Además de edificios religiosos, mandó construir el recinto fortificado y U 
atalaya que la tradición designa con el nombre de Torre de San Leodegario. 
EN DEFENSA DEL DERECHO 
AL mismo tiempo que Leodegario se alejaba del palacio, un bárbarn, 
por nombre Ebroín, había conseguido, a fuerza de intrigas, que la 
nombraran mayordomo mayor de la casa real. La elección del santo 
consejero para el obispado de Autún favoreció la ambición de este advene­dizo. 
Lo más lastimoso fué que deshizo el plan de unidad monárquica suge­rido 
a la reina por los obispos. Childerico había sido nombrado rey por lo» 
leudes austrasianos a petición de éstos. En Neustria, Ebroín intentó derri­bar 
la regencia que le molestaba. Despidió a los obispos consejeros, e hizo 
matar públicamente a Cigobrando, obispo de París. La reina Batilde, no 
pudiendo aguantar más tales excesos, retiróse a la abadía de Chelles.
LLEGADOS al lugar del suplicio, dice San Leodegario a los ver­dugos: 
«Lo que habéis de hacer, hacedlo pronto.» Al oír tales 
Palabras tres verdugos se postran de hinojos y le piden perdón. El 
otro, cual nuevo Judas que no quiere perder la paga prometida, 
empuña la espada y decapita al Santo.
Ebroín veía colmados sus deseos; pero temía mucho la influencia dvl 
obispo de Autún sobre los burgundos, por lo que a la muerte de Clotario lili 
rey de Neustria, dióse prisa para proclamar en su lugar a Teodorico III, con 
menosprecio de los derechos de Childerico II. Por temor a las represalia*) 
publicó un edicto que prohibía a los burgundos la entrada en palacio. Ésto*, 
desafiando al tirano, se unieron con los austrasianos y proclamaron a Chil­derico 
II rey de Neustria y Austrasia; Ebroín, vencido en 670, tuvo (|iia 
mendigar un asilo al pie de los altares. 
Merced a la generosa intervención de Leodegario, fué recluido en hábito 
monacal, cual lobo revestido con piel de oveja, en santa y magnífica prisión, 
en la abadía de Luxeuil. 
Soberano de tres reinos, Childerico II Humó a su lado a Leodegario, 
cuya autoridad era absolutamente indispensable para restablecer el orden 
moral y temporal de entonces. El primer cuidado del nuevo consejero real 
fué regularizar la situación del rey y ponerla de acuerdo con los sagrado* 
cánones de la Iglesia. (Ion menosprecio de las leyes, habíase desposado rl 
joven monarca con su prima Bclichilda; censuró Leodegario abicrtamcnla 
tan singular proceder, pero el rey permaneció obstinado y el obispo se alejó 
de la corte. Sin embargo, Childerico sintió más tarde profundos remordí* 
micntos por no haber escuchado los consejos de su antiguo maestro. En aquel 
entonces tenían por costumbre los reyes de Francia celebrar el santo día da 
Pascua en una de las ciudades reales. El año 672 Childerico escogió a Autún, 
a mudo de reparación. 
Mostróse el obispo muy sensible a esta consideración, mas se mantuvo 
inflexible. Para mayor desdicha, tramóse entonces una conspiración en la 
que, según decían, el obispo de Autún había tomado partido contra el rey. 
Childerico, irreflexivo, suspicaz y violento, dió crédito a tan absurda calum* 
nia hasta el punto de decidir apelar al asesinato para hacer callar a tan 
temible censor de su libertinaje. La noticia llegó a oídos de Leodegario rl 
Viernes Santo; el digno pontífice ofreció a Dios el sacrificio de su vida, y 
quiso intentar el último esfuerzo para convertir al rey extraviado. 
Hablóle como padre, pero también como depositario del mandamiento 
divino. Esta libertad irritó tanto al fogoso nierovingio que rehusó asistir 
a los oficios divinos y pasó las santas vigilias en festines escandalosos. Al 
día siguiente por la noche, cuando daban comienzo las solemnidades da 
Pascua, es decir, el bautismo de los catecúmenos y la recepción de los peni­tentes, 
un tropel de gente armada penetró en la basílica; al frente de elloa 
iba Childerico, ebrio y dando voces: «Leodegario, ¿dónde está Leodegario?* 
«Aquí estoy», respondió el pontífice impertérrito. Amedrentado y anona­dado 
el rey por tanta dignidad, retiróse, si no convertido, por lo menoa 
apaciguado.
I li-tpués de la ceremonia, Leodegario intentó por última vez convencer 
. •) ir y, mas este, por respuesta, le desterró a la abadía de Luxeuil. 
| Allí encontró el obispo a su antiguo adversario, al famoso Ebroín, que 
enn cobrada razón justificaba el proverbio: «El hábito no hace al monje». 
S in lio de nuevo a su condición de religioso ejemplar, Leodegario revivió 
• in iluda las horas pasadas en San Majencio. Pero, ¡ay, cuán efímera había 
| il> i r su felicidad! La mano de Dios castigó al monarca infiel, pues Childe-tli" 
m i esposa y su hijo Dagoberto, perecieron en una partida de caza 
• ■i rptiembre de 673. 
I I país, en el último extremo, volvióse una vez más al árbitro que se 
' ln>i<imía a todos por la santidad de su vida y su energía en defender los 
■lux-líos de todos. Una diputación de los burgundos salió para Luxeuil. 
• i'ii rl fin de llevarse al glorioso cautivo. Enternecióse el corazón de Leode- 
4 <ino ul oír llamamiento tan afectuoso y apremiante, y se puso de nuevo 
ni minino para Autún. Mas con él salía también de Luxeuil el falso conver-lliln. 
el famoso Ebroín que, después de haber disimulado largo tiempo, se 
K|Hr->tuba ahora a la venganza. Aun no había llegado el santo obispo a 
tul mi cuando los emisarios del embustero intentaron matarle. Algunos 
•minios afectos al pontífice frustraron este plan infernal. 
M poco tiempo de llegar a su ciudad episcopal, quiso Leodegario, con 
1 1 iiicntimiento de los leudes y obispos, reponer en el trono al joven Teodo-ii. 
n. hijo menor de Santa Batilde. Luego salió con dirección a París, en 
il..inli' hizo reconocer sin dificultad al joven rey. Humillado Ebroín por el 
litiinfo del obispo de Autún, retiróse a Austrasia con objeto de fomentar 
iilru rebelión. 
Cuando juzgó el momento oportuno, dejó el hábito de monje, que indig-imiile 
vestía, y cayó impensadamente sobre la ciudad de Novientum o 
INi'iyiit, residencia entonces de Teodorico III. Deshizo completamente a la 
tfiMrilia real, apuñaló a Leuderico y se apoderó del monarca. Paseó por 
(mili Francia a un niño al que impuso el nombre ya célebre de Clodoveo. 
I mil fiero león, reinaba por el terror sobre los que rehusaban someterse a 
tu tiranía. Sólo un hombre se alzaba ante él y era el obispo de Autún. 
('uní resistir al usurpador, el defensor de la ciudad vióse obligado a orga-iii/ 
nr precipitadamente un ejército. Ya era hora, pues el enemigo se hallaba 
« lus puertas, amenazador. A pesar de la valerosa resistencia, fué preciso 
i'iilir ante el número y la ferocidad de los sitiadores. 
I'.l 26 de agosto, aniversario del martirio de San Sinforiano, hijo de 
Aiitiin, los enemigos penetraron en la ciudad. No obstante las súplicas de 
•ii liel rebaño, Leodegario rehusó ocultarse. Por última vez encaminóse a la 
iMli-<lral, celebró los sagrados misterios, se despidió de los fieles, y, revestido 
•mu lus vestiduras pontificales, entregóse él mismo a sus enemigos. A pesar
de los gritos y protestas del pueblo, Leodegario fué llevado hasta la fa 
de una montaña, no lejos de las murallas de la ciudad. Mientras las hor 
salvajes se dedicaban al pillaje en Autún, verdugos más crueles toda< 
se atrevieron a poner manos violentas en el venerable pontífice. Arran 
ronle los ojos y le agujerearon las órbitas con hierros candentes. Tal era 
sangriento preludio de un largo suplicio. 
LA PALMA DEL MARTIRIO 
EBROÍN entregó el prisionero a Waimcr, uno de sus oficiales, para (|I0 
le llevase a lo más recóndito de un bosque y le dejase morir dft 
hambre; pero el oficial del rey tuvo compasión del ilustre prisionera! 
La milagrosa supervivencia del mártir encendió el furor en el corazón di 
Ebroín. Acusó al glorioso mutilado de haber participado con su hermant 
Garino en la muerte de Childerico II; halláronse falsos testigos, y los do* 
hermanos fueron condenados a muerte. Garino, atado a un poste y azotado, 
sucumbió luego bajo una lluvia de piedras. 
Leodegario hubiera preferido ser compañero de suplicio de su hermano. 
Así lo entendió Ebroín y, por un refinamiento de crueldad, difirió la muerta 
del obispo. Lentos y agudos tormentos, atroces suplicios, nada escatimó «I 
tirano para infundir la desesperación en el ánimo de su víctima. Arrojaron 
al santo obispo a una piscina, arrastráronle sobre puntiagudas piedras, par» 
tiéronle los labios y le arrancaron la lengua. Ni una queja brotó de sus labio», 
Desesperado y vencido Ebroín llamó a un humilde personaje, por nombra 
Warring, y le encargó la custodia del ilustre mártir. Mucho confiaba en om 
carcelero, pero Warring, recientemente convertido al cristianismo, había fun­dado 
un monasterio en Fecamp, a orillas de la Mancha, en el que encerró al 
obispo cautivo. Dícese que apenas el glorioso mártir oyó el canto de Un 
salmos, recobró el uso de la palabra, y la muchedumbre acudió presuma* 
para oírle. 
Al cabo de dos años, quiso Ebroín acabar de una vez con su temibla 
adversario. Por mandato de Roberto, conde de Artois, cuatro soldados lle­varon 
a Leodegario a la selva de Sarcing, para darle muerte. El santo mártir 
señaló él mismo el lugar del suplicio, y les dijo, repitiendo las palabras dol 
Divino Maestro: 
—Hijos míos, lo que tenéis que hacer hacedlo pronto. 
Al oír estas palabras, tres de los verdugos imploraron el perdón de tai 
santo obispo. El cuarto, llamado Wadhard, no pudo resistir al aliciente 
del lucro; alzó la espada y Leodegario se entregó sin resistencia, bendl* 
ciendo por última vez al asesino. Acaeció esto el 2 de octubre del año 67H,
RELIQUIAS Y CULTO DE SAN LEODEGARIO 
A esposa del conde Crodroberto recogió piadosamente los restos del 
cuerpo de San Leodegario, y los depositó en un pequeño oratorio, 
donde permanecieron dos años y medio. Los milagros y prodigios que 
Ihü obró en este lugar, así como los favores sin cuento que dispensó, lo 
.....virtieron pronto en centro de romería muy frecuentada. Religiosos Car-mi 
Idus se encargaron del servicio del oratorio, que en el siglo XVI fué trans- 
I....... en una capilla más amplia, restaurada a principios del siglo X X . 
I I obispo Ansoaldo ordenó a Odulfo, abad de San Majencio y probable 
•in rilor de Leodegario en el gobierno de este monasterio, que fuese a recoger 
i Ir.msportar solemnemente a Poitiers las preciosas reliquias del mártir. Du-niiilr 
todo el recorrido y especialmente en Tours, multiplicáronse los mila-ilins. 
I'l cuerpo del obispo de Autún fué colocado debajo de un altar rcsplan-d. 
cíente de oro, en la cripta de la iglesia de San Majencio. 
1.1 culto de San Leodegario se extendió por Suiza, Alemania, Bélgica y 
• <i>rc¡ulmcnte por Francia, donde se erigieron muchos templos en su honor. 
A fines del siglo XVI la ciudad de Autún fué milagrosamente libertada 
■til yugo de los calvinistas por intercesión del Santo, que, según dicen, 
■i|nirecióse sobre los muros de la ciudad. En la actualidad, todavía se cuen-i. 
in en Francia cincuenta y cinco pueblos que llevan el nombre de este Santo. 
I'ur lo común, la iconografía representa a San Leodegario cubierto con la 
•■iltrii, revestido con los ornamentos pontificales y con el báculo en la mano. 
 veces colocan a sus pies los instrumentos del suplicio, en especial el hacha 
■le que se sirvió el último verdugo. En ciertos lugares se le invoca para con-liirur 
la parálisis infantil. 
I S a n t o s á n g e l e s d e l a G u a r d a (Véase el tomo VII: «Festividades del Año 
Litúrgico», página 440). Santos Leodegario, obispo y mártir; Gerino, her­mano 
de San Leodegario e hijo de Santa Sigrada, obispo y mártir; Juan II, 
obispo de Como, y Tomás, de Hereford (Inglaterra); Saturio y Teófilo, 
confesores, Beregiso, abad de San Huberto, en Lorena; Eleuterio y compa­ñeros, 
mártires; Primo, Cirilo y Secundario, mártires en Antioquía; Otrano, 
hermano de San Medrano, y confesor, en Irlanda. Beatos Berenguer de 
Peralta, confesor; Luis Giakici y compañeros, mártires en el Japón. Santas 
Escariberga, esposa de San Amoldo de Ivenne; y Dioteria, virgen, vene­rada 
en Milán. 
SANTORAL
DIA 3 DE O C T U B R E 
STA. TERESA DEL NIÑO JESUS 
VIRGEN CARMELITA. PATRONA DE LAS MISIONES (1873-1897) 
BIEN conocida es la vida de este ángel de candor, llamado la «floreci-ta 
del Carmelo». Ella misma la escribió por orden expresa de su su-periora. 
la Madre Inés de Jesús, en 1895 y 1896, y fué publicada con 
el título de «Historia de un alma», el año 1898. Completada luego 
por los informes que facilitó la familia y los que se tomaron del proceso de 
canonización, constituye el principal documento de la vida de la Santa. 
Su padre, Luis Martín, nació en Burdeos el año 1823 y a los veinte años 
solicitó el ingreso en los canónigos regulares de San Agustín del Monte 
San Bernardo de Suiza. No pudo admitirle el prior por no haber cursado el 
joven los estudios de latinidad, y así, de regreso a Alen^on, prosiguió el 
aprendizaje de relojero que había empezado. La madre, Celia Guerín, «maes­tra 
de punto», de Alcngon, también trató en su día de ingresar en la 
Congregación de Hijas de la Caridad, pero la Superiora del Hospital de 
Alenfon le declaró que su vocación era vivir como buena cristiana en el siglo. 
Celebróse el matrimonio el 13 de julio de 1858, en la iglesia de Nuestra 
Señora de Alen$on. Ambos consortes practicaban sus deberes cristianos sin 
ostentación, pero con entereza y piedad.
La señora Martín no tuvo vocación para esposa de Cristo como su her­mana 
mayor, que ingresó en las Salesas; y pues llamóla el Señor a vivir 
en el siglo, pidióle ella desde el comienzo numerosa prole y la gracia d« 
poder consagrar todos sus hijos al divino servicio. Su demanda fué oídii, 
pues en pocos años alegraban el hogar nueve hijos, cuatro de los cualca 
no tardaron en ir a juntarse con los coros angélicos; los cinco restantes te 
consagraron a Dios en la vida religiosa. Cada hijo era, al nacer, consagrado 
a M iría, y recibía en el bautismo el nombre de la Reina del cielo. Cuando 
la cuarta hijita, María Elena, aun de corta edad, hubo muerto, los padre* 
pidieron al Señor un misionero. Dos infantitos vinieron sucesivamente n 
ocupar un puesto en la familia; pero, al igual que la niñita que les siguió, 
no hicieron más que aparecer y volar al ciclo. El «misionero» tan deseado 
iba a ser el noveno y último vastago de la familia. 
INFANCIA DE TERESA. — MUERTE DE SU MADRE 
ESE noveno vastago fué una niña que nació el 2 de enero de 1873, en 
Alen^on, y que fué bautizada dos días después en la iglesia de Nues­tra 
Señora. Recibió los nombres de María Francisca Teresa y actuó 
de madrina su hermana mayor María Luisa. • 
Teresa era de salud muy delicada. Para sacarla adelante, su madre, ago­tada 
ya, hubo de confiarla a una nodriza, campesina robusta y muy expe­rimentada. 
De regreso al hogar paterno, la niña, a quien el padre llamaba 
«su reinecita» y la madre calificaba de «diablillo» y de «huroncito», lo 
llenaba todo de alegría por su amable sonrisa, su corazón afectuoso y sil 
piedad precoz. 
Era de genio vivo, expansivo, franco y alegre. Cuando había pegado o 
empujado a su hermana María Celina, que le llevaba tres años y era su 
compañera inseparable, o cuando había rasgado un poco el empapelado, aun­que 
fuera por inadvertencia, tenía el convencimiento de que debía acusarse 
para que se le perdonara. 
Tampoco estaba exenta de defectillos, muy al contrario; ya se la podífl 
encerrar todo el día en el cuarto oscuro, que no soltaría un «sí» ni a tres 
tirones. A veces se portaba como una niña antojadiza y caprichosilla, pero 
no tardaba en apenarse de veras por su desabrimiento y palabras irrespetuo­sas, 
y corría a pedir perdón. 
Contaba apenas cuatro años y medio cuando murió su madre. Todo 
cuanto Teresa vió desde el día en que la viaticaron —días de amargo dolor 
y lágrimas— , la impresionó profundamente. Escuchaba en silencio lo que 
se decía en tomo suyo, aunque sin comprenderlo bien, y se daba cuenta
•I> lu inmensa desventura que alcanzaba a la familia. Esta dolorosísima 
mui rle trocó por completo el carácter de Teresita. Ella, tan decidora y tan 
.ili f rc hasta entonces, volvióse tímida, retraída y sensible en extremo. Sin 
• mlmrgo, los años que transcurren desde 1877 a fines de 1886 son para la niña 
»n paréntesis en el penar, una época no interrumpida de tiernas efusiones 
i ii lu familia y de goces purísimos al recibir la primera Comunión. 
I'.N BUISSONNETS. — INTERNA CON LAS BENEDICTINAS 
O tardó el señor Martín en darse cuenta de la necesidad de procurar 
a sus huerfanitas una segunda madre, y pensó en su hermana. 
Liquidó, pues, su comercio, vendió la casa, y se impuso el sacrificio 
■li alejarse de la compañía de sus amados difuntos, yendo a vivir al pueblo 
• l<> liuissonnets, en el término de Lisieux, al lado de su cuñado, el señor 
(•iicrin, farmacéutico de la localidad. En el aposento riente de flores, tan 
ili-l agrado de Teresa, y rodeada de cariño, recobró ésta su temple jovial y 
tlvaracho. Paulina, por su parte, hacía las veces de madre para con ella; 
i iiM'íiiíbala a leer, explicábale la doctrina y las festividades de la Iglesia; 
•• üiiia, en fin, formándola en la piedad y en el cumplimiento del deber y 
,l< l sacrificio. La niña correspondía admirablemente a tantos desvelos esfor-i 
añilóse en agradar a Jesús en todas sus obras; por la noche, antes de reti-i. 
irse a descansar, examinaba ya su conciencia para ver si el Señor tenía 
motivo de estar satisfecho de ella, sin lo cual no hubiera descansado tran­quila. 
Habíase confesado por vez primera a los seis años. 
Solía el padre salir con su «reinecita», después de comer, a visitar el San­tísimo 
a una u otra de las dos iglesias de la población y, a veces, a la de 
l.ii Carmelitas. En las procesiones del Corpus estaba en su elemento la niña 
I cresa cuando derramaba flores al paso del Santísimo; arrojábalas muy 
«Un y nunca disfrutaba más que cuando veía que los pétalos alcanzaban 
lu custodia. 
lín octubre de 1881, el señor Martín inscribió a su hijita como pensio­nista 
en el monasterio de Benedictinas de Lisieux. Teresa, que sustituía en 
I I colegio a Leonia, encontróse allí con Celina y su prima María Guerín. 
Cuii esta última, futura carmelita como ella, es con quien más gustaba 
Imitar la vida penitente y silenciosa de los anacoretas. Los años de inter­mitió 
fueron una prueba muy ruda para esta alma tímida, sensible, plácida 
t escrupulosa cumplidora de sus obligaciones de colegiala. 
I n año después, en octubre de 1882, Paulina ingresaba en el Carmelo 
di l isieux, con el nombre de Inés de Jesús. Esta separación fué para Teresa 
motivo de vivo pesar; la vida se le presentó con toda su cruda realidad»
sembrada de penalidades y continuas separaciones. Para consolarla, su her­mana 
mayor le había explicado en qué consistía la vida de la carmelita, * 
saber: orar, inmolarse, vivir íntimamente con Jesús. Prendada de lo qu* 
había oído, aquella niña de nueve años conservó en su mente la impresión 
de que el Carmelo venía a ser algo así como la soledad donde ella debut 
refugiarse para vivir con Dios. Animada de tan bellos sentimientos comu­nicó 
su vivo anhelo a Paulina y luego a la Madre priora, quien la consideró 
demasiado joven todavía. 
PRIMERA COMUNIÓN 
EL ingreso en religión de la segunda hija del señor Martín, fué para 
su «rcinccita» causa de grave enfermedad, enfermedad misteriosa a 
la cual, por divina licencia, no era ajeno el tentador. Acometiéronle 
dolores continuos de cabeza que, unidos a su extremada sensibilidad, lu 
inutilizaba por completo; no obstante de ello, prosiguió los estudios con 
toda aplicación. Al año siguiente, por Pascua, empeoró y fué presa de vio­lentas 
crisis, hasta el punto de que se temió por su vida. 
En tal estado, decía cosas ajenas a su modo de pensar y hacía otra* 
como forzada por superior impulso; quedábase desvanecida horas enteras y 
parecía estar delirando de continuo; visiones terroríficas le arrancaban espan­tosos 
gritos; a veces no conocía a su hermana María, que la cuidaba, ni 11 
los demás parientes. El padre, inconmovible como una roca en su fe, mandó 
celebrar una novena de misas en Nuestra Señora de las Victorias de Parí». 
En el decurso de la novena y en un momento de crisis en extremo violenta 
y fatigosa, las tres hermanas de la enfermita cayeron de hinojos ante una 
imagen de la Reina del Cielo que adornaba la sala; mientras oraban, vió 
Teresa cómo la estatua, o. por mejor decir, la Soberana de los Ángeles en 
persona, le sonreía, se adelantaba radiante hacia ella y la miraba con inde­cible 
amor. Ante espectáculo tan maravilloso, prorrumpió en llanto consola* 
dor y logró, al fin, distinguir a sus hermanas: la Virgen Santísima acababa 
de curarla. 
Pasados breves días de discretas alegrías y distracciones, conveniente* 
para ayudar al total restablecimiento, y mejor dispuesta que nunca a reanu­dar 
su vida de intimidad con Jesús, prosiguió Teresa los estudios, aplicán­dose 
con todo esmero bajo la dirección atenta y delicada de su hermana 
María, a disponer su alma para la primera Comunión. Con tal objeto, l« 
tierna adolescente procuraba que su corazón fuera un vergel adornado con 
actos de amor y de sacrificio; oculta a veces tras las cortinas, pensaba en 
Dios, en la brevedad de la vida y en la eternidad que no ha de tener fin.
ESTANDO con grave y misteriosa enfermedad Santa Teresa del 
Niño Jesús, ve cómo la Santísima Virgen va hacia ella con 
gran ternura y mirándola con indecible amor la cura de la enfer­medad 
y la libra de las muchas penas, aflicciones y dolores que 
desde hace tiempo padecía. 
22. — v
Bien se adivina el fervor y el cuidado escrupuloso con que haría los ejerci­cios 
preparatorios a la primera Comunión. 
Llegó, por fin, el 8 de mayo de 1884, en que le cupo la dicha de parti­cipar 
en el divino Banquete. Ella misma nos cuenta lo que fué en ese gran 
día el primer ósculo que Jesús imprimió en su alma; una verdadera fusión 
en que Teresa desapareció cual gota de agua en el océano, quedando sólo 
Jesús como dueño y Rey de su corazón; no le exigió sacrificio alguno, pero 
Teresa se entregó nuevamente a Él para siempre. Por la tarde de ese día 
feliz, llevóla su padre al Carmelo para ver a Paulina, que aquella mañana 
misma se había consagrado, como esposa, a Jesucristo. Teresa la contempló 
embelesada, envuelta en niveo velo como el suyo y ceñida la cabeza por 
una corona de rosas. Con ansia verdaderamente inenarrable, esperaba ella 
poder vivir a su lado. 
Un mes después recibió la Confirmación. Muy necesaria le era tal gracia, 
pues las pruebas de todo género no habían de abandonarla por espacio de 
varios años en forma, sobre todo, de enojosos escrúpulos. Mucho la afectó 
también la entrada, en el Carmelo, de María, su hermana mayor (octubre 
de 1886). En tan dolorosa separación no le faltó la asistencia del Señor, 
el cual le mostró, al propio tiempo, que sólo a Él hay que aficionarse. Reci­bida 
la confirmación, solicitó el ingreso en las Hijas de María. Por Navidad 
de 1886, obróse en Teresa un cambio sensible; recobró la fortaleza de alma 
que perdiera con ocasión de la muerte de su madre y triunfó decididamente 
de sí misma, con lo cual emprendió a pasos agigantados el camino de la 
perfección. 
INGRESA EN EL CARMELO DE LISIEUX 
APENAS cumplidos los catorce años, Teresa comunicó a Celina el pro­pósito 
irrevocable de ingresar en el Carmelo en las Navidades de 
1887, día del primer aniversario de su «conversión». El día de Pen­tecostés 
comunicó tales proyectos a su padre. Éste acogió la noticia con 
lágrimas de alegría y de dolor a la vez; sin embargo, vencido por las razo­nes 
de la niña, dióle al fin su consentimiento. Su tío materno y tutor a 
la vez, si bien se opuso en un principio a las pretensiones santas de su so­brina, 
tocado de la gracia, consintió también en ceder al Señor aquella flor 
privilegiada. 
La priora del Carmelo, Madre María Gonzaga, no opuso reparo a la 
admisión de la postulante, pero el superior eclesiástico de la comunidad no 
autorizaba el ingreso hasta los veintiún años. Ante semejante contrariedad 
no se dió por vencida la niña, y acompañada de su padre fuése el 31 de
■id ubre a pedir audiencia al obispo de Bayeux y de Lisieux. Una vez en 
•ii presencia, Teresa solicitó con gran fervor autorización de ingresar a los 
I uños en el Carmelo, pero el prelado no juzgó conveniente manifestar su 
|h iisumiento en el acto y prometió hacerlo más tarde. Entretanto, acompa-iiiulo 
de sus hijas Celina y Teresa —por aquel entonces Leonia intentaba el 
ingreso en la Orden de las Clarisas, excesivamente rigurosa para su endeble 
• ‘ilud—, el señor Martín partió, a principios de noviembre, en peregri-iiiirión 
diocesana por Suiza, Italia y Roma. En la audiencia pontificia del 
.'0 de noviembre, arrodillada la santa niña a los pies del papa León XIII, 
l< dijo: «Santísimo Padre, en honor de vuestro jubileo, permitidme ingresar 
■ n el Carmelo a los 15 años». «Hija mía, haz lo que dispongan los Superio-iih... 
que, si Dios quiere, ya ingresarás», fué la contestación del Sumo 
l’nntífice. 
Ante evasivas como éstas, Teresa se entristecía mucho, pero no perdía 
ln calma y, sumisa y confiada, se remitía a la Divina Providencia. Al 
■egreso de la peregrinación escribió al prelado, el cual, con fecha 28 de 
ilirk-mbre, permitió su ingreso inmediato por carta dirigida a la priora, la 
mui, sin embargo, juzgó oportuno demorarlo hasta pasada la Cuaresma. 
I cresa quedó una vez más no poco contrariada. Por fin, el 9 de abril de 1888, 
■ lin en que se celebraba la fiesta —trasladada— de la Anunciación, el señor 
Murtín acompañó a su «reinecita», la nueva sierva del Señor, a la capilla 
■Id ('.ármelo. Toda la familia comulgó, incluso Leonia, que circunstancial-inriite 
se hallaba en casa; terminada la misa, la postulante fuése presurosa 
ii Humar a la puerta del monasterio y abandonó definitivamente el mundo 
iura vivir en adelante consagrada al amor de Jesús. 
EN EL HUERTECITO DEL CARMELO 
TERESA hallábase al fin en la morada tan apetecida; la vida reli­giosa 
resultó ser tal como ella se la había figurado: con más espinas 
que rosas. La sequedad de alma fué por mucho tiempo su pan coti-iliuno, 
pero la certeza que se le dió de no haber cometido jamás pecado 
murtal, le tornó de nuevo a la paz. La madre priora, que formaba a la 
puntillante en la humildad y desapego de las cosas terrenas, mostrábase a 
xccs indiferente, otras severa y pródiga en reproches. Teresa había venido 
■il convento para salvar almas y, en particular, para rogar por los sacerdotes; 
* comprendió que Jesús no le otorgaría almas, sino por la cruz. Buscaba 
• n la Sagrada Escritura y en el Evangelio cuanto su alma necesitaba, y allí 
meontró el caminito llano del propio abandono. 
La toma de hábito, a la que asistió su padre, tuvo lugar el 10 de enero
de 1889, y la presidio el prelado. Jesús otorgó a su desposada la alfombra 
de nieve que tanto había deseado para ese día. Para colmo de ventura, impu­siéronle 
el nombre que en lo secreto de su corazón había elegido: «Teresu 
del Niño Jesús», al cual le fué dado añadir: «y de la Santa Faz». 
Quedaba inaugurado el noviciado. Nb hablemos de las mortificaciones 
voluntarias de los sentidos, de las maceraciones y disciplinas, ni mencione­mos 
las luchas que sostenía en su corazón incluso evitando hasta el fin de 
su vida, cuanto le era posible, la compañía prolongada de sus hermanas: 
lo más terrible para ella fueron las arideces interiores y tribulaciones fre­cuentes, 
para las cuales no hallaba consuelo alguno. Diríase que Jesús 
dormía. Con todo, Teresa estaba satisfecha, e iba disponiendo su alma con 
el mayor cuidado para el día de sus místicos esponsales. 
Una vez más le aguardaba nuevo contratiempo: la poca edad retrasó 
sus legítimos y vehementes deseos hasta el 8 de septiembre de 1890, fiesta 
de la Natividad de Nuestra Señora. En la víspera, movióle el demonio 
terrible tentación de desaliento, pero lo venció con un acto de humildad, 
Jesucristo, que no se deja vencer en generosidad, inundó con torrentes de 
paz el alma de la desposada. En la ceremonia simbólica de la toma del velo, 
que se celebró el 24 de septiembre siguiente, la ausencia del señor Martín 
hizo derramar lágrimas de profundo dolor a su hija: había abandonado este 
valle de lágrimas el 29 de julio de 1891. La larga enfermedad que padeció 
sirvióle, a no dudarlo, de purgatorio, conforme al deseo de Teresa. Asi 
las cosas, Celina pudo ingresar el 14 de septiembre siguiente en el Carmelo 
de Lisieux, con el nombre de Sor Genoveva de la Santa Faz. Por su parte, 
Leonia había de tomar también el velo en la Visitación con el nombre de 
Francisca Teresa. 
Entretanto, Teresa del Niño Jesús, tras haber desempeñado varios oficios, 
fué elegida, con gran sorpresa de su parte, para el cargo delicado de auxiliar 
de la maestra de novicias; de hecho, toda la responsabilidad recaía sobre ella. 
Su enseñanza a las novicias puede compendiarse en estas dos cosas: olvido 
de sí mismas y caridad, temas que resumen todas sus lecciones. 
ÚLTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE DE LA SANTA 
EN la noche del Jueves al Viernes Santo (2-3 de abril 1896) Teresa 
arrojó sangre por dos veces. Con ello quería darle a entender el Señor 
que su entrada en la vida eterna estaba cercana. De allí en adelante, 
notóse que las fuerzas empezaban a faltarle; y tanto más cuanto que la 
heroica religiosa se empeñaba en seguir hasta completo agotamiento los 
ejercicios de comunidad, pues todavía no sospechaba la gravedad de su
■■iludo. Para colmo de males, a los sufrimientos del cuerpo se le agregaron 
IH 'iiu s morales causadas por repetidos asaltos del demonio, particularmente 
li-ntaciones de amor y desconfianza. La enferma lo sufría todo resignada; 
1-Htuba satisfecha de padecer por su Jesús; de inmolarse por las almas, por 
Ion sacerdotes y, aun más, si cabe, por los misioneros. También ella solicitó 
un día partir para el Extremo Oriente, al remoto Carmelo de Hanoi. 
Hacia la primavera de 1897, los síntomas del mal fueron cada vez más 
■alarmantes; el 8 de julio abandonó Teresa su aposento y se dirigió a la 
enfermería. En los postreros meses de su sacrificio, solía hablar del «cami-nito 
llano», del «caminito infantil» de toda buena carmelita. Anunció que, 
después de la muerte que debía unirla con Dios y dar principio a su felicidad 
eterna, haría caer sobre la tierra una «lluvia de rosas» y que pasaría la 
bienaventuranza eterna «haciendo bien a este mundo» (17 de julio). 
El 30 del mismo mes, recibió la Extremaunción. Desde el 17 de agosto, 
Itis frecuentes vómitos la privaron de la dicha de la Sagrada Comunión. 
Teresa había deseado morir de amor a Jesús crucificado y su deseo fué aten-dido; 
el 30 de septiembre, sufrió penosa agonía, exenta de todo consuelo 
humano y divino: ello era debido al vehemente deseo de salvar almas. En 
ese mismo día, después del Angelus vespertino, dirigió una prolongada mirada 
ii una imagen de María Santísima, y luego al Crucifijo exclamando: «;Oh 
cuanto la amo!» «¡Dios mío... os amo!» Fueron sus postreras palabras. 
Los funerales constituyeron un triunfo. Según su promesa, no tardó en 
eacr sobre su tumba copiosa lluvia de rosas de milagros y favores, que ace­leraron 
extraordinariamente su causa de beatificación. La canonizó Pío XI 
en 1925, y en 1927 la proclamó copatrona de las Misiones. 
La devoción a Santa Teresa del Niño Jesús hízosc rapidísimamente po­pular, 
tanto por los extraordinarios y múltiples prodigios obrados en favor 
ile sus admiradores, cuanto por la sencillez y encanto con que la santidad 
ne transparenta en su vida. 
SANTORAL 
cantos Cipriano, obispo de Tolón, y Maximiano, de Bagas, en África; dos Eval-dos, 
presbíteros y mártires; Gerardo, abad; Hesiquio, discípulo y compañero 
de San Hilarión; Jovino, ermitaño; Teógenes, Víctor, Urbano, Sapergo, 
Casto, Félix y Rústico, mártires; Cándido, mártir en Roma; Dionisio, 
Fausto, Cayo, Pedro, Pablo y cuatro compañeros más, mártires, a media­dos 
del siglo n i ; Fragano, confesor. Beatos Juan Massias de España, lego 
dominico; Utón, abad de Mettern, y Marcos Criado, mártir. Santas Teresa 
del Niño Jesús, virgen; Romana, virgen y mártir; Blanca, esposa de San 
Fragano.
----------------------------------------------------------------------------------------------- y------------------ 
Crucificado con Cristo Dios mío y mi todo 
D ÍA 4 DE OCTUBRE 
SAN FRANCISCO DE ASIS 
FUNDADOR DE LA ORDEN FRANCISCANA (1182-1226) 
EL acontecimiento más maravilloso, quizá, de la historia del catoli­cismo 
en la Edad Media, es la aparición en el mundo del seráfico 
Patriarca San Francisco. Nació en Asís, por los años de 1182, y 
fué hijo de Pedro Hernardone, mercader de tejidos, y de una honrada 
y devota señora llamada Pica. Creció el niño en medio de gustos y regalos 
por ser su padre riquísimo. Vestía suntuosamente, tenía dinero para derro­char, 
y nunca faltaba a las ruidosas fiestas y opíparos convites que solían 
organizar los hijos de los hacendados y mercaderes de Asís. Lo admirable 
fué que, a pesar de llevar vida tan dada al mundo, guardó, con el favor de 
Dios, una conducta siempre digna, sin soltar la rienda a los apetitos sensuales. 
Andaba por los veinte años cuando algunos sucesos desgraciados le hicie­ron 
entrar dentro de sí, y le movieron a renunciar a sus travesuras de mozo y 
aun a los negocios de su hacienda. Asís se levantó en armas contra la nobleza, 
la cual pidió socorro a los de Perusa. Hubo guerra entre ambas ciudades. 
Asís fué tomada, y Francisco, con algunos caballeros, llevado a Perusa y en 
día encarcelado. A poco de esta adversidad sobrevínole grave dolencia que 
le dió ocasión a mayores reflexiones aún. Salió de la enfermedad dispuesto
a renunciar a los vanos pasatiempos del siglo. Sintió desde entonces en su 
espíritu como una aspiración indeterminada hacia nuevos y nunca soñados 
propósitos y, con una visión que tuvo de muchas armas y palacios, se le hizo 
que tenía vocación militar, y determinó pasar al reino de Nápoles en busca 
de hazañas y proezas. 
La víspera de la salida se encontró con un hombre de noble linaje, pero 
pobre y desarrapado. Francisco trocó su rico vestido con el del indigente. 
Aquella noche le pareció dormir en la gloria. La noche siguiente, en Espoleto, 
oyó una voz que le mandaba volver a su tierra. Volvió a Asís, y otra vez 
se ocupó en los negocios de su padre y tornó a ser el alma de los frívolos 
entretenimientos de sus compañeros. Con todo, la dulce voz que le hablaba 
en Espoleto, llamaba de cuando en cuando a su corazón. 
EL PASO DEFINITIVO 
UNA tarde de verano del año 1205, el joven mercader ofreció a sus 
compañeros un espléndido convite; la cuadrilla salió de él alegre 
en demasía y se dió a cantar por las calles de la ciudad. Francisco, 
en cambio, llena su alma de celestiales dulzuras, les dejó tomar la delante» 
y se detuvo. Permaneció inmóvil largo rato, como subyugado por la gracia 
que iba a mudar de todo en todo su vida. 
Pero el velo tendido sobre los futuros destinos del Santo no se corrió 
todavía. En vano lloraba sus pecados y clamaba al Padre celestial en las 
iglesias de Asís o en la cueva de Subiaco; fué a Roma a visitar la iglesia de 
San Pedro. Saliendo de ella tuvo una inspiración: llamó a un mendigo de los 
muchos que se agolpaban en el pórtico del templo, y le dió sus ricos vestidos; 
él se vistió de los andrajos del pobre, y se juntó con aquellos desgraciados, 
en cuya compañía permaneció hasta el anochecer. No cabía en sí de gozo. La 
pobreza será su amor; en adelante Francisco será el Poverello, el pobrecillo. 
Vuelto a Asís, repartió a los pobres el dinero que gastaba en fiestas y 
banquetes. Sus únicos amigos serán ya los hijos de la pobreza. 
Cierto día, a la vuelta de un paseo a caballo por el campo, encontró a 
un leproso que le causó asco y horror. Su primer pensamiento fué dar media 
vuelta y huir a galope de aquel lugar. Pero oyó una voz en el fondo de su 
alma; al punto se apeó del caballo, fué al leproso, y al darle limosna besó 
con devoción y ternura aquello que ya no parecía mano por las repugnantes 
úlceras que la cubrían. 
Al poco tiempo le dió el Señor otra señal de su voluntad. Hallábase el 
convertido arrodillado ante un hermoso santo Cristo, en una capilla medio 
arruinada dedicada a San Damián, poco distante de la ciudad. Mientras pedia
u Dios que le descubriese su divina voluntad, oyó una voz que salía del 
Crucifijo y le decía: 
—Ve, Francisco; repara mi casa que se está cayendo. 
Inmediatamente, el amigo de los pobres, el servidor de los leprosos quiso 
Hcr además reparador de iglesias. Cargó su caballo con buena cantidad de 
puños, y partió al mercado de Foligno donde lo vendió todo: caballo y mer-cuncías. 
Ofreció el importe al clérigo que guardaba la iglesia de San Damián. 
Itero éste no quiso tomarlo por temor al padre del Santo. Resuelto Francisco, 
arrojó el dinero por una ventana de aquella iglesia. Logró, además, que aquel 
Hacerdote le dejara vivir unos días en su compañía. 
Enojóse Pedro Bemardone al saber las nuevas aventuras de su hijo y 
corrió a la iglesia de San Damián para ver de hacerle entrar en razón y 
llevárselo a casa. Pero Francisco, por temor a su padre, se escondió en una 
cueva, y en ella se mantuvo algunos días sin atreverse a abandonarla. 
TOTAL DESASIMIENTO. — EN LA PORCIÚNCULA 
ALIÓ de la cueva corrido de su cobardía y entró en la ciudad. La gente. 
al verle tan desfigurado y mal vestido, se iba tras él tratándole de loco. 
I)e esto cobró su padre mayor saña y, llevándole a casa, le maltrató 
de palabra y obra. Luego, pura desheredar a su hijo, entabló diligencias 
cuyo desenlace ocurrió en la primavera del año 1207, y constituye un drama 
bellísimo de la historia cristiana. 
Padre e hijo comparecieron ante el obispo de Asís, llamado Guido, el 
cual hizo que Francisco renunciase a la herencia paterna. No fué menester 
esperar mucho tiempo la respuesta del Santo. Al punto se desnudó de los 
vestidos, como llevado de divina inspiración, y los arrojó en montón a los 
pies de su padre con el dinero que le quedaba, diciendo: 
—Hasta aquí te llamé padre en la tierra; de aquí adelante diré con ver­dad: 
«Padre nuestro que estás en los cielos». 
A poco de esta escena admirable, salió Francisco a la calle. Vestía túnica 
como de ermitaño atada con cinturón de cuero y calzaba sandalias. Iba can­tando 
bellas tonadas para atraer al público, y luego pedía piedras para res­taurar 
la iglesia de San Damián. 
Cuando hubo reparado esta iglesia, el piadoso constructor restauró otras 
«los: la antigua iglesia benedictina de San Pedro y la capillita de Santa María 
■le los Ángeles o de la Porciúncula. En este santuario recibió clara luz sobre 
mi verdadera vocación. Era el día 24 de febrero, fiesta de San Matías, 
francisco asistió a misa y oyó el Evangelio del día que aconseja la práctica 
do la más rigurosa pobreza. Sin dilación quiso el joven ermitaño de la Por-
ciúncula llevar a la práctica los consejos evangélicos: arrojó lejos de sí las 
sandalias, el báculo y el cinturón de cuero que trocó por una soga, y así 
empezó a recorrer las calles y plazas de Asís, para exhortar a todos a peni­tencia; 
con estos sermones, se animaron muchos oyentes a mudar de vida. 
PRIMEROS DISCÍPULOS. — SUEÑO DE INOCENCIO III 
PRONTO se le juntaron algunos discípulos: Bernardo de Quintaval, 
varón principal y riquísimo; Pedro de Catania, canónigo de Asís; Egi-dio 
(fray Gil), hijo de un propietario de la ciudad. No les impuso 
largas prácticas. Bastábale una prueba: renunciar a todos los bienes e ir a 
pedir de puerta en puerta. 
Acudieron otros compañeros. El Santo empezó a enviarlos a misionar, 
de dos en dos, por los valles del Apenino y los llanos de Umbría, de las 
Marcas y de Toscana. Cuando llegaron a doce, ya no cabían en la Porciúncu-la. 
Pasaron a vivir a un caserón más amplio, cerca de Rivo Torto. Allí 
escribió Francisco una regla sencilla y corta, y quiso someterla al Papa. Los 
frailes partieron para Roma, donde reinaba Inocencio III. 
Los cardenales, no accedieron a aprobarla; el Papa, a pesar de su buena 
voluntad, sólo dió a Francisco esperanza de que algún día sería aprobada. 
Por entonces, sin duda, tuvo el Pontífice aquella visión que refieren los an­tiguos 
biógrafos y que representaron los artistas. Vió en sueños que la basíli­ca 
de Lctrán, madre y cabeza de todas las Iglesias, amenazaba gran ruina y 
se venía ya al suelo, cuando un pobrecito hombre vestido de tosco sayal, 
descalzo y ceñido con recia cuerda, puso sus hombros bajo las paredes de la 
iglesia, y de un vigoroso empujón la levantó y enderezó de tal manera que 
pareció luego más recta y sólida que nunca. 
Otra vez fué el Santo al palacio de Letrán y expuso al Papa su demanda. 
Con ver Inocencio III la humildad, pureza y fervor de Francisco, y acordán­dose 
de la visión, abrazó conmovido al Poverello, le bendijo a él y a todos 
sus frailes, confirmó su regla y les mandó que predicasen penitencia. Antes 
que dejasen a Roma, recibieron de manos del cardenal Juan Colonna la ton­sura 
con la que ingresaban en la clerecía, y aun San Francisco fué quizá 
ordenado diácono. Era el verano de 1209. 
La comunidad franciscana volvió a Rivo Torto; a los pocos meses pasó 
a residir cerca de la capilla de la Porciúncula, en un lugar que los Benedic­tinos 
de Subiaco cedieron al Santo y que fué la cuna de la Orden. Los frailes 
vivían en chozas construidas con ramas y lodo; a falta de mesas y sillas, i 
sentábanse en el suelo; por cama tenían sacos llenos de paja. Ocupaban el j 
tiempo en la oración y el trabajo. ]
DESNÜDASE San Francisco de todos sus vestidos y se los da 
a su padre, diciendo: uHasta aquí le llamé padre en la tierra, 
de aquí en adelante diré seguramente: Padre nuestro que estás en los 
cielos, en quien he puesto todo mi tesoro y mi esperanzan. Todos 
derraman lágrimas ante tal fervor.
El alma y la vida de Francisco, «el Pregonero del gran Rey», fueron las 
de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo. No fué sin duda 
predicador profesional. No tenía los estudios teológicos necesarios para em­prender 
la predicación dogmática, y el Papa sólo le permitió predicar la 
moral de la penitencia. Pero, ¡con qué maravilloso poder de convicción trató 
este tema! 
Por una sociedad que era un hervidero de codicias y desenfrenados odios, 
pasaban Francisco y sus frailes con los pies descalzos, la soga en la cintura 
y los ojos clavados en el cielo, mostrando serenísimo gozo en medio de su 
absoluta pobreza, amándose con ternura, y predicando la paz y la caridad 
con la palabra y con el ejemplo. 
SANTA CLARA DE ASÍS 
AL predicar el amor de Dios en la catedral de Asís, el Poverello des­pertó 
ansias y resoluciones de darse a la perfección, en el alma de 
una noble doncella llamada Clara Scifi. Ésta apartó a cuantos jóve­nes 
la solicitaban por su hermosura y riqueza, y, por la poterna por donde 
sacaban a los muertos, huyó secretamente del palacio de sus padres para 
entregar a Jesucristo su corazón y juventud. La tarde del domingo de 
Ramos, 19 de marzo de 1212, en la capilla de la Porciúncula, alumbrada por 
la movida y fulgurante luz de las hachas de los frailes, Clara se postró ante 
el altar de la Virgen, dió libelo de repudio al siglo y se consagró al Señor. 
Tenía diecinueve años. 
A los pocos días se le juntó su hermana Ángela. El piadoso retiro de 
San Damián, adonde envió Francisco a las dos vírgenes, llegó a ser cuna de 
una Orden admirable de mujeres que al principio se llamó de las Señoras 
Pobres, y que hoy día todos conocen con el nombre de Clarisas, derivado del 
de la fundadora Santa Clara de Asís. 
APOSTOLADO MISIONAL. — UNA VISIÓN 
NO se habían extinguido en el corazón de Francisco los caballerescos 
anhelos de conquista. Corría por entonces la era de las Cruzadas. Sus 
ambiciones apostólicas y el ardiente amor a los prójimos, la empuja­ban 
hacia Palestina. En el otoño del año 1212 se embarcó en Ancona con 
ánimo de predicar a los musulmanes. Una tempestad le arrojó a las costas 
de Dalmacia, de donde volvió penosamente a Italia. El año 1214, se propuso 
predicar en Marruecos; pero, hallándose ya en España, le sobrevino gravísi­ma 
enfermedad que le obligó a volver a Italia. Finalmente, cinco años más
tarde, cuando repartió sus discípulos entre las provincias que quería evange­lizar, 
no se contentó con enviar sus mejores amigos a Mauritania, Túnez, 
Egipto y Siria, sino que otra vez se embarcó él mismo para Palestina. Inten­tó 
convertir al Sultán de Egipto, llamado Melek-el-Kamel, el cual se limitó 
a recibirle y escucharle muy cordialmente. Con esto se volvió Francisco a 
Italia, no sin antes visitar los Santos Lugares. 
Al llegar a Italia le esperaban no pocas dificultades. Los frailes se habían 
multiplicado prodigiosamente. Ya por los años de 1215, cuando el Santo fué 
a Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán, sus hijos formaban numeroso 
ejército. Entonces renovó Inocencio III la aprobación de los «Frailes Meno­res 
», como empezaban a llamarlos. En Roma, se encontró con Santo Domin­go, 
fundador de los Frailes Predicadores. 
Al año siguiente, contribuyó el cielo con un favor extraordinario a con­solidar 
la obra humildemente comenzada en la Porciúncula. Una noche que 
Francisco se hallaba orando en la iglesia, apareciósele Cristo nuestro Señor 
en compañía de la Virgen María, y le inspiró que fuese a ver al papa Hono­rio 
III a Perusa, y le pidiese indulgencia plenaria para cuantos, contritos 
y confesados, visitasen aquella iglesia. No obstante la oposición de los car­denales, 
el Papa otorgó la indulgencia, aunque sólo para un día del año. 
Empero, con esas gracias y favores también sobrevinieron decepciones y 
tristezas. Hasta entonces, los frailes vivían en chozas de adobes, partían para 
las misiones o romerías, predicaban penitencia y conversión sin darse a es­tudios 
teológicos, se recogían ch cuevas para orar y, sólo de tarde en tarde, 
dependían de un superior, aunque, eso sí, debían observar estricta pobreza. 
Para aquellos discípulos del Santo que estaban animados del genuino es­píritu 
del Fundador, esta manera de vida les hacía realmente santos; pero 
para muchos frailes, no dejaba de tener graves peligros, siendo el mayor el 
exponerles a vivir como monjes errantes. Era menester introducir un género 
de vida más estable e imponer los estudios necesarios. Alentólos a ello el 
cardenal Hugolino, declarado protector de la Orden por el papa Honorio III, 
y Francisco accedió gustoso a las indicaciones del ilustre cardenal. 
ÚLTIMOS AÑOS.— EL BELÉN. — LAS LLAGAS 
YA por entonces empezó a sentir el santo Patriarca que tendría presto 
que renunciar a la predicación. Su acción había levantado radiante 
despertar de vida cristiana en Italia y en Europa entera. A más de 
tantos millares de almas fervorosas que habían abrazado la regla de los 
Frailes Menores o de las Clarisas, otros miles y miles de personas, que no po­dían 
dejar el siglo ni emitir votos monásticos, habían entrado en la cofradía
de Penitentes laicos o Tercera Orden, fundada el año de 1221 por Francisco 
y el cardenal Iiugolino. 
El santo Fundador tomó morada en las ermitas de los contemplativos, sin 
por eso desentenderse, de los negocios de la Orden, a cuyo gobierno renunció 
ya en el año de 1219. En el mes de diciembre de 1223, yivió recogido en una 
ermita del valle de Rieti, y con licencia del Papa, celebró la fiesta de Na­vidad 
en una cueva, en la que hizo poner un pesebre, a semejanza del de 
Belén. Allí hizo decir misa con gran solemnidad de música y luces. Desde 
entonces fué tradicional en las iglesias franciscanas el representar el naci­miento 
en las fiestas de Navidad. 
En el verano de 1224 dejó Francisco el valle de Kieti, y se recogió en una 
cueva del monte Alvernia, rodeada de espesos bosques. 
Estaba cierto día meditando sobre la Pasión del Salvador, cuando vió que 
bajaba del cielo y volaba sobre aquellas rocas un ángel resplandeciente 
con seis alas encendidas; dos se levantaban sobre la cabeza del Crucifijo que 
aparecía entre ellas, otras dos se extendían como para volar, y las dos res­tantes 
cubrían todo el cuerpo del Crucificado. Oyó entonces una voz: decíale 
que el fuego del amor divino le transformaría en la imagen de Jesús crucifi­cado. 
Al mismo tiempo, sintió agudísimo dolor en sus miembros; unos clavos 
negros atravesaban sus manos y pies, y de una llaga abierta en su costado 
derecho empezó a manar abundante sangre. Llevaba impresas en su carne 
las llagas de la Pasión. 
Pasada la fiesta de San Miguel, se despidió del monte Alvernia; montado 
en un jumentillo, por no poder ya caminar, se llegó poquito a poco a la Por-ciúncula; 
iba sembrando milagros por donde pasaba. Aquí tuvo otra vez 
recias y dolorosas enfermedades. Consumido por los ayunos y abstinencias, 
abatido por frecuentes hemorragias, atormentado por una tenaz oftalmía 
que trajera ya de Egipto y le había dejado casi ciego, consintió le llevasen a 
una choza construida por Santa Clara en el huertecito de San Damián. 
«CANTO DE LAS CRIATURAS». — MUERTE Y TRIUNFO 
ALLÍ, en medio de las tinieblas de su ceguera, acostado en pobrísimo 
camastro y hostigado por sinnúmero de musgaños, compuso aquel 
divino trovador el Canto del Sol o Canto de las criaturas. Visitáronle 
afamados médicos, pero empeoró el mal. Sintiendo que se acercaba el fin, 
hízose llevar a Asís. Sucedía esto a principios del año 1226. Al avisarle el 
facultativo que ya le quedaban pocos días de vida. Francisco añadió al 
Canto del Sol una estrofa en la que alaba al Señor «por nuestra hermana la 
muerte corporal».
A instancias del Santo, los magistrados dieron licencia para llevarle a 
Nuestra Señora de los Ángeles, donde deseaba morir. Trasportáronle en unas 
uiigarillas, desde las que se despidió de Asís y la bendijo entre sollozos. 
En la Porciúncula, al sentirse ya morir, como verdadero amador de la 
pobreza y por ser semejante a Cristo, se desnudó y así se postró en tierra. 
Su guardián le dió un hábito y el Santo lo recibió como de limosna y presta­do. 
Todos los frailes lloraban. Francisco los exhortó al amor de Dios, de la 
minta pobreza y paciencia. Cruzados ya los brazos, dijo: «Quedaos, hijos 
míos, en el temor del Señor, y permaneced en él siempre. Dichosos serán los 
que perseveren en el bien comenzado. Yo voy aprisa al Señor, a cuya gracia 
os encomiendo». Con esto aguardó a la «hermana muerte», que vino a 4 de 
octubre del mismo año 1226. 
Al día siguiente, ya al clarear el alba, una comitiva a la vez dolorosa 
y triunfal, subía hacia Asís. Las muchedumbres acudían presurosas para 
escoltar al sagrado cuerpo del Santo. El séquito se desvió con el fin de pasar 
por San Damián, para que Santa Clara y sus monjas tocasen y besasen las 
llagas del seráfico Patriarca. Sus reliquias fueron depositadas en la iglesia 
de San Jorge. 
Tantos y tan estupendos milagros obró el Señor por intercesión del glo­rioso 
San Francisco, que ya a los dos años de muerto, el cardenal Hugolino, 
a la sazón Papa con el nombre de Gregorio IX, fué personalmente a la 
ciudad de Asís, y con gran solemnidad le canonizó y puso en el catálogo de 
los Santos. 
Dos años después, el de 1230, en el Capítulo general en Asís, trasladaron 
su sagrado cuerpo con solemnísimas fiestas a la suntuosa iglesia de su nom­bre, 
recién edificada para recibirlo. 
SANTORAL 
Santos Francisco de Asís, fundador de la Orden de los Hermanos Menores; Petro-nio, 
obispo de Bolonia; Magdolveo, obispo de Verdún; Pedro, obispo de 
Damasco y mártir; Hieroteo, Crispo y Cayo, discípulos de San Pablo; 
Cayo, Fausto, Eusebio, Queremón, Lucio y compañeros —unos, presbíte­ros, 
y otros, diáconos— mártires bajo el emperador Valeriano; Eduíno, 
rey de Northumberland y mártir; Atnón, solitario; Aizano, rey de Etiopía; 
Amfelo, forjador de oficio, confesor; Marcos y Marciano, hermanos, y mu­chos 
otros compañeros, mártires; Joviniano, Alejandro, Restituto y Julio, 
mártires; Libio, protomártir de París. Santas Aurea, abadesa; Domnina y 
sus hijas Berenice y Prosdocia, mártires cuando imperaba Maximiano Ga­lerio 
; y Calistena, virgen, venerada en Éfeso.
DIA 5 DE O C T U B R E 
SAN P L A C I D O 
ABAD BENEDICTINO, Y COMPAÑEROS, MÁRTIRES ( f 541) 
EN los padres de Plácido, la nobleza de la sangre, la piedad y la fe se 
hermanaban a maravilla con la más compasiva caridad para con los 
desgraciados, a los que miraban como a propios hijos. Su padre, el 
patricio Tértulo, descendía quizá de la familia de los Anicios y 
desempeñaba, a principios del siglo IV, el cargo de prefecto de Roma; consta 
también que su madre era igualmente de noble alcurnia e ilustre prosapia. 
No obstante su calidad de Senador romano en un tiempo en que el país 
estaba sometido al arriano Teodorico, rey de los ostrogodos, Tértulo, que 
frecuentaba las iglesias y monasterios católicos, quiso que su hijo Plácido 
fuese instruido y educado en la misma religión. 
En aquel entonces afluían al desierto de Subiaco, a unos sesenta kilóme­tros 
de Roma, señores de la más alta situación social, ilustres guerreros, per­sonas 
humildes del pueblo y bárbaros de las más apartadas comarcas, con 
objeto de aprender a caminar por la senda de la penitencia y de la virtud, 
guiados por el ilustre San Benito, patriarca de la vida monástica en las 
regiones de Occidente. 
La fama de este siervo de Dios se había esparcido por toda Italia. Ilustres 
23. — V
personajes, ricos y piadosos, llevaban sus hijos al santo ermitaño, para qu« 
los formase desde su más tierna edad, según estudiado reglamento de vida 
cristiana y, para algunos, de vida religiosa. Tal fué el proceder de un patri­cio 
romano, amigo de Tértulo, llamado Equicio; había éste encomendado 
a los cuidados del ilustre monje a su hijo Mauro. 
EN LA ESCUELA DE SAN BENITO 
CUANDO Plácido hubo cumplido los siete años de edad, en 522, l« 
llevó su padre a Subiaco; postróse respetuosamente a los pies de San 
Benito y le suplicó que se dignase contar a aquel su hijo en el nú­mero 
de sus discípulos. Accedió gustoso el siervo de Dios a tal deseo, y el 
niño puso todo su empeño en seguir los actos de comunidad en la medida 
que sus fuerzas podían permitírselo; causaba la admiración de los religioso* 
más antiguos, en particular por su fervor y obediencia. San Benito, que le 
apreciaba y profesaba tierno y religioso cariño, le tomó por compañero en 
circunstancias memorables. 
SALVADO MILAGROSAMENTE 
cincuenta millas al suroeste de Roma, en el macizo de montaña* 
donde el Anio atraviesa el desfiladero profundo que separa la Sabinia 
del país en otro tiempo habitado por los ecuos y heniicos, el viajero 
que camina aguas arriba, llega a una especie de cuenca entre dos enorme* 
paredes roqueñas, de donde un raudal de agua fresca y cristalina se precipi­ta, 
de cascada en cascada, hasta el lugar llamado Subiaco. 
Este paraje grandioso y encantador llamó ya poderosamente la atención 
de Nerón, el cual ordenó la construcción de diques para retener las aguas 
del Anio y, al pie de aquellos lagos artificiales, mandó edificar baños y una 
villa deliciosa, que recibió por esta razón el nombre de Sublaqueum —hoy 
Subiaco— y de la cual todavía subsisten informes ruinas. El emperador 
residió en ella algunas veces... En este mismo lugar, cuatro siglos más tarde, 
cuando la soledad y el silencio habían ya reemplazado desde hacía mucho 
a las orgías imperiales, halló San Benito un refugio y la deseada soledad. 
La celda de Plácido, que a la sazón contaba 15 años de edad, estaba 
situada encima del lago. Cierto día que el joven había ido a sacar agua, se 
cayó con el peso de la herrada, y la rápida corriente le alejó pronto de la 
orilla. Estaba San Benito en su celda y supo por revelación divina el inmi­nente 
peligro en que Plácido se hallaba.
liossuet, en su panegírico de San Benito, dice a este propósito: 
«San Benito llama a su fiel discípulo Mauro y le manda que prontamente 
ueuda a socorrer al niño Plácido. Dócil a la palabra de su maestro, llega 
Mauro al lago y, lleno de confianza en la orden recibida, camina intrépida­mente 
por las aguas con tanta seguridad como si sobre la tierra firme cami-miru, 
y retira a Plácido del abismo que estaba a punto de tragarle. ¿Cuál 
luc la causa de tan estupendo milagro? ¿El poder de la obediencia o la 
fuerza del mandamiento? Importante cuestión para San Benito y San Mauro 
-dice el papa San Gregorio a quien debemos este relato—; pero añadamos, 
pura decidirla, que la obediencia lleva consigo gracia para que el manda­miento 
surta su efecto, y que el mandamiento presta eficacia a la obediencia. 
Siempre que caminéis sobre las olas, por obediencia, hallaréis la estabilidad 
en medio de la inconstancia de las cosas humanas. Las olas 110 podrán derri­baros, 
ni los abismos sumergiros; permaneceréis inmutables y saldréis victo­riosos 
de todas las mudanzas temporales.» 
Efectivamente, sabemos por el relato de San Gregorio que el humilde 
Sun Mauro atribuyó ese portentoso milagro a su director San Benito, pero 
éste, a su vez, no vió en él sino un efecto de la obediencia de su discípulo. 
Plácido, empero —protagonista de este episodio— , refirió que, estando a 
punto de ahogarse, el santo abad le había tenido de la mano para que no se 
hundiese en el agua. Su testimonio prueba, pues, que San Mauro fué el ins­trumento 
de que se sirvió San Benito para obrar el milagro. 
La laguna de Subiaco desapareció mucho tiempo ha, pues los diques ce­dieron 
bajo la presión del torrente; mas en el lugar que fué testigo del 
prodigio, existe una capilla bajo la advocación de San Plácido. 
EL MONTE CASINO 
O tardó San Benito en sufrir persecución por parte de un clérigo en­vidioso 
y otras personas que, no pudiendo nada contra él, resolvie­ron 
armar asechanzas peligrosísimas para la virtud de sus jóvenes 
discípulos. En vista de ello y mirando, ante todo, por la inocencia de sus 
hijos espirituales, decidió el santo solitario abandonar aquellos lugares; acom­pañáronle 
Plácido, Mauro y los demás religiosos jóvenes. 
Detuviéronse en un paraje completamente distinto del de Subiaco, pero 
donde el alma se siente dominada por la grandeza y majestad de la natura­leza. 
Allí, en los confines del Samnio y la Campania, en el centro de una 
anchurosa hondonada rodeada, en parte, por escarpadas y pintorescas alturas, 
»e yergue una montaña aislada y abrupta, cuya extensa y redondeada cima 
señorea a la vez el curso del Liris, la llanura ondulada que se extiende al
mediodía hacia las costas del Mediterráneo, y los estrechos valles que se 
internan por los otros tres lados en los repliegues del horizonte montañoso: 
es el monte Casino... En el centro de aquella naturaleza majestuosa y solem­ne, 
en aquella cima predestinada, el patriarca de los monjes de Occidente 
fundó la capital de la Orden monástica. 
VISITA DE TÉRTULO 
EL monte Casino, nueva morada de los monjes, pertenecía a Tértulo. 
padre de nuestro Santo. No cupo - en sí de gozo el patricio al saber 
que San Benito y los monjes se establecían en sus tierras. Pidió al 
santo patriarca, por mediación de su hijo, la autorización de hacerle una 
visita en la nueva fundación y, habiéndola obtenido, salió en compañía de 
Equicio y otros amigos. 
Plácido salió con San Benito y San Mauro al encuentro de los ilustres 
viajeros, que dieron a los cenobitas pruebas manifiestas de estima y respeto. 
Los distinguidos huéspedes permanecieron algunos días en su compañía, y, 
con esta ocasión, Tértulo hizo donación al monasterio de las propiedades 
considerables que poseía en aquella región; luego, a petición de su hijo, 
añadió cuantiosas posesiones que tenía en Sicilia, con sus fincas, dependen­cias 
y personal encargado de su cultivo y administración. 
Después de haber llevado a cabo tan hermosas obras de caridad, los ge­nerosos 
bienhechores regresaron a Roma; Plácido, por su parte, reanudó con 
más ardor y entusiasmo los estudios y ejercicios de regla. 
LOS MILAGROS DE CAPUA 
HABÍAN transcurrido algunos años, cuando llegó al monte Casino la 
noticia de que gente ambiciosa asolaba las posesiones que Tértulo 
les había legado en Sicilia y cuyas rentas empleaban los monjes 
benedictinos para nuevas fundaciones de monasterios y para desarrollo de 
la Orden. 
Juzgó San Benito que Plácido, hijo del donante, era el más indicado para 
girar una visita a los colonos, por lo cual le encomendó la misión de ir a 
hacer respetar sus derechos. t 
Partió el Santo acompañado de dos religiosos. Dirigióse primero a Capua-donde 
recibió la benévola hospitalidad del obispo San Germán; durante este 
viaje, según refieren los historiadores, Dios se dignó ensalzar a su humilde 
siervo y manifestar su santidad por medio de portentosos milagros.
SAN Plácido va a llenar el cántaro de agua, y como pesa mucho, 
no puede sacarlo y cae dentro del lago. San Benito ordena en­tonces 
a San Mauro que vaya a sacar al joven, obediente y confiado, 
va por encima de las aguas y sin dificultad saca a nuestro Santo de 
la corriente que ya se le lleva.
El canciller de la mencionada Iglesia padecía, hacía mucho tiempo, fuer­tes 
dolores de cabeza. Habiendo sabido que Plácido se hallaba en la ciudad, 
fué a verlo y se arrojó a sus pies, diciendo: 
—Te conjuro, ¡oh Plácido!, siervo de Dios omnipotente, por el nombre 
reverenciado de tu piadosísimo maestro Benito, que te dignes colocar tus 
manos sobre mi cabeza, y pedir por mí al Redentor y Salvador del mundo, 
pues creo firmemente que al punto recobraré la salud. 
Atemorizado Plácido al oír tales palabras, quiso disuadir al canciller, 
asegurándole que sólo era un pecador que tenía necesidad de las oraciones de 
los demás; no obstante, el enfermo persistió en sus ruegos, y habiendo Pláci­do 
invocado el nombre de Nuestro Señor, le curó de su enfermedad. 
La noticia de este milagro llegó a oídos de un ciego de nacimiento que 
pedía limosna por las calles de Capua; suplicó que le llevasen al lado del 
Santo, quien, al ver a este desgraciado, vertió abundantes lágrimas, y mien­tras 
invocaba el nombre del Divino Salvador, trazó la señal de la cruz sobra 
los apagados ojos del pobre infeliz que, al punto, abrió los ojos a la luz. 
Por todas partes iba nuestro Santo obrando estupendos milagros; pero, 
por humildad, atribuíalos todos a su santo patriarca. 
EL RELIGIOSO PERFECTO EN SICILIA 
OS tres monjes siguieron caminando hacia el estrecho y, habiéndole 
atravesado, desembarcaron en Mesina. Un noble señor del lugar re­cibió 
con las mayores muestras de respeto al hijo de su antiguo 
amigo; encargó a su propio hijo que juntase en Mesina a los coloaos e inten­dentes 
de las posesiones de Tértulo. Por más instancias que le hizo aquel 
caballero para que se detuviese algunos días en su casa, no lo pudo conse­guir; 
pues era máxima de nuestro Santo que los monjes nunca debían dete­nerse 
en casa de seglares. 
Al día siguiente fué Plácido en busca de un lugar favorable para la 
construcción de un monasterio; él mismo señaló el cerco de la capilla, 
mandó llamar al intendente del puesto de Mesina, y le ordenó que emplease 
para este objeto el dinero que había recibido por la administración de lot 
bienes de su padre. Reuniéronse numerosos obreros, bendijo el Santo los fun­damentos 
de la iglesia que dedicó a San Juan Bautista, y el resto del tiempo 
lo empleó en el cumplimiento de los deberes de su misión. A todos los que 
se habían establecido en las posesiones de Tértulo o que las trabajaban, les 
impuso por única obligación el proveer a las necesidades del monasterio. 
Mostróse Plácido en Sicilia perfecto discípulo de San Benito e implantó 
profundamente su espíritu y su regla en el monasterio por él fundado. Su
única aspiración era el desasimiento de los bienes terrenales, y el tema habi­tual 
de meditación o predicación, el consejo del santo Evangelio, que dice: 
(i l'.l que no renunciare a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo». 
I’cro no perdía ocasión de recordar a los ricos el precepto de Nuestro Señor 
Jesucristo referente a la limosna: «El que tiene dos túnicas, dé una al que no 
tiene ninguna.» 
Apenas contaba veinte años de edad y, no obstante su poca salud y 
delicada complexión, trabajaba sin descanso; cuando el exceso de cansancio 
lo obligaba a tomar un poco de solaz, entregábase al sueño sobre una silla 
muy dura y sin respaldo. Su ropa interior consistía en un cilicio; nunca 
probaba el vino; más aún, en las cuaresmas no se contentaba con los ayunos 
y abstinencias de la Iglesia, y pasaba varios días sin comer ni beber. 
Hombre tan áspero consigo mismo, fué siempre blando con los demás. 
Auxiliaba presuroso y solícito a todos los que solicitaban ayuda o cuidado, 
y lo hacía con tanta amabilidad y dulzura, que uno no sabía qué agradecer 
más, si el servicio prestado o la gracia encantadora con que lo prestaba. 
Una de las cosas que más admiraban en él, era la exquisita prudencia, 
impropia de sus pocos años, con que regía a varones entrados en la madurez 
de la vida, y de distintos caracteres y temperamentos; pues, según regla 
muy extendida y en general bien fundada, el don de gobierno se adquiere 
con la experiencia que da la edad y el conocimiento del corazón humano que 
sólo se logra estudiando las pasiones y flaquezas del hombre. 
REUNIÓN DE LA FAMILIA 
CUATRO años había durado la construcción de la iglesia y del mo­nasterio. 
El obispo de Mesina hizo la solemne dedicación. Nume­rosos 
jóvenes de las más ilustres familias del país, ganados por el 
celo y santidad de Plácido, alistáronse entre sus discípulos y se congre­garon 
y consagraron al servicio de la Iglesia de Dios. 
Por entonces, dos hermanos suyos menores, Eutiquio y Victorino, que 
nunca le habían visto, y su hermana Flavia, hicieron el viaje desde Roma 
a Sicilia para visitarle y aprovecharse del ejemplo de sus eminentes virtudes, 
lis también probable que fueran atraídos por la fiesta de la Dedicación, 
que en aquel tiempo era la principal solemnidad litúrgica, así como para 
tratar de muchos intereses materiales que su familia poseía en la isla. 
Puede uno imaginarse el gozo que sintió el corazón del joven Plácido al 
abrazar y conversar con sus hermanos. Parece ser que sostuvo siempre rela­ciones 
no interrumpidas con su familia, como lo demuestra las visitas de 
■u padre a Subiaco y al monte Casino.
INVASIÓN DE LOS SARRACENOS 
ALGÚN tiempo después tuvo lugar una invasión de enemigos, no bien 
estudiada por los biógrafos posteriores a nuestro Santo, pero que 
tiene cabida y puede situarse en la Historia Universal. Los berbe­riscos 
o sarracenos del norte de África mostráronse siempre astutos piratas, 
cualquiera que fuese el gobierno que mandaba en su país. Durante largo 
tiempo, los pescadores de la isla Djerba, en Tunicia, ejercían igualmente 
tan lucrativa profesión, al igual que los rifeños de Marruecos, piratas en el 
siglo X IX . No es de extrañar, pues, que, por los años de 540, una poderosa 
escuadra de estas malas gentes llevase a cabo en Sicilia una operación de 
este género; sabemos, por otra parte, que, precisamente en aquel entonces, 
los sarracenos de África se hallaban en guerra con el emperador Justiniano, 
el cual intentaba, por mar y por tierra, restablecer su autoridal sobre las 
provincias que había perdido en África y en el sur de Italia. 
Nos han parecido necesarias estas explicaciones para entender que seme­jante 
expedición cabe dentro de lo posible cuando todas las costas del 
Mediterráneo dependían de gobiernos cristianos, cuando en las Galias domi­naban 
los francos, los visigodos en España, en la mayor parte de Italia los 
ostrogodos, y los griegos de Constantinopla en el resto de la península itálica 
y en el norte de África. 
Decíamos, pues, que, por los años de 540, una importante escuadra, pro­piedad 
del moro Abdalá y dirigida por su lugarteniente Manuca, desem­barcó, 
por sorpresa, en el puerto de Mesina. 
Los piratas se internaron luego en las tierras y se echaron sobre el mo­nasterio 
durante la noche, cuando los monjes iban a cantar Maitines. 
EL MARTIRIO 
LOS religiosos fueron apresados y, cargados de cadenas, presentados 
ante el jefe de la expedición. 
Plácido caminaba el primero, acompañado de sus dos hermanos v 
de su hermana; seguíanle dos diáconos, y luego treinta monjes benedictinos; 
en total treinta y seis personas. 
Con gente tan brutal, el interrogatorio no podía durar mucho tiempo; 
con todo aprovechóse Plácido para hacer la apología de la religión cristiana, 
lo cual le valió a él y a todos sus compañeros una cruel flagelación. 
Como todas las proposiciones de apostasía fuesen contestadas con el
minino desprecio, y no hubiese llegado para ellos la hora del martirio, los 
(«tnfesores de la fe fueron encerrados en lóbrego calabozo donde sufrieron 
privaciones sin cuento. Habíanse propuesto llevarlos al África, mas se lo 
Impidió el estado borrascoso del mar; permanecieron, pues, en la cárcel 
durante ocho días, sufriendo el hambre y continuos malos tratos. 
Otro día, colgados por los pies, fueron cruelmente azotados, encima 
ile una hoguera que despedía humo fétido y espeso; una vez más la muerte 
respetó a los valientes atletas de Cristo. 
Como las amenazas, promesas y halagos resultaran inútiles para vencer 
■u constancia y separarlos del amor de Jesucristo, fueron por dos veces 
nuevamente azotados. Exánimes los dejaron en la plaza, volvieron luego 
ii ellos y los llevaron otra vez a la cárcel. Ordenó entonces el terrible cor- 
Mirio que cortasen a Plácido los labios y con duro guijarro le hiciesen 
pedazos las mandíbulas, y arrancasen la lengua hasta la misma raíz; pero, 
con asombroso prodigio, el caudillo de los mártires prosiguió hablando con 
voz más clara y más sonora que nunca. Finalmente, después de haber 
pasado a la intemperie toda la noche con pesos enormes sobre las piernas, 
mandó el corsario que a todos les cortasen la cabeza. 
Fueron conducidos a la orilla del mar, sitio señalado para la ejecución 
del suplicio. Luego que llegaron a él, se hincaron de rodillas y ofrecieron 
ii Dios el sacrificio de sus vidas. El martirio de estos confesores de la fe 
acaeció el 5 de octubre por los años de 539 ó 541. 
Plácido tendría entonces veinticinco o veintiséis años. Después de la 
partida de los bárbaros, los cristianos dieron a los mártires honrosa sepul­tura 
y, a poco, les tributaban culto religioso. Desde Sixto V el breviario 
romano celebra su fiesta el 5 de octubre. 
Las preciosas reliquias fueron halladas en 1586, durante el pontificado 
<lc Sixto V. En la gran familia benedictina, San Plácido lleva el glorioso 
título de protomártir de la Orden. 
SANTORAL 
Síintos Plácido y compañeros, mártires; Froilán, obispo de León; Atilano, obispo 
de Zamora; Apolinar, obispo de Valencia, en Francia; Jerónimo, obispo de 
Nevers, Tráseas, obispo de Eumenia y mártir en Esmirna; Marcelino, 
obispo de Ravena; Aimardo, abad de Cluny; Simón, monje; Meinulfo, 
diácono; Firmato, diácono; Palmacio y compañeros, mártires en Tréveris, 
en tiempos de Diocleciano. Beato Juan de Penna, franciscano. Santas Cari-tina, 
virgen y mártir; Flaviana, virgen, hermana del diácono San Firmato 
Gala, viuda romana; Mamelta, mártir en Persia, y Tula, virgen.
D IA 6 DE OCTUBRE 
S A N B R U N O 
FUNDADOR DE LA ORDEN DE LOS CARTUJOS (1035-1101) 
LAS obras de beneficencia y apostolado han recibido tal empuje en 
nuestro siglo, y necesitan de tantos y tan robustos operarios, que, 
a las veces, aun personas católicas parecen lamentar que no pocas 
almas virtuosas consagren su briosa juventud a la observancia de 
reglas monásticas, y consuman su vigor dándose a la oración y a la penitencia. 
¿A quién aprovecha ese total desasimiento? —pregúntanse las gentes—. 
¿No sería mejor, tal vez, permanecer en la llanura y pelear con denuedo, 
que escalar la altura y en ella vivir sosegadamente sin participar en las 
luchas del siglo? Fácilmente reconoce el mundo ser de provecho el minis­terio 
del apostolado, la llamada vida activa; pero mira poco menos que 
como un escándalo la vida del claustro o contemplativa. La razón de tal vida 
es, no obstante, fácil de entender. 
Así como algunas inteligencias se sienten arrastradas por las especula­ciones 
artísticas o filosóficas, y pasan la vida recogidas en su estudio, así 
hay almas sublimes que ya desde este bajo suelo se dejan guiar por el 
utractivo de las verdades y esplendores divinos. Son filósofos o artistas del 
mundo sobrenatural que saben renunciar al apostolado y prefieren refugiarse
en la sombra del claustro para vivir solos y entregados al trabajo ideal de 
su perfección. Eso es vida contemplativa. 
Sería desconocer de todo en todo su valor, tacharla de estéril o egoísta 
en sus fines. ¿Diremos acaso que los filósofos y artistas son seres pasivos 
por no dedicarse con preferencia a labores manuales? ¿Tendremos por inútiles 
sus trabajos porque no producen para la sociedad ni alimento, ni vestido, 
ni comodidades? 
No sólo de pan vive el hombre; los bienes materiales que se hallan como 
en las raíces de la vida, no deben ahogar las superiores aspiraciones domi­nándole 
totalmente. La verdadera vida humana florece muy por encima 
de estos bienes vulgares y terrenos, en atmósfera inmaterial, como la flor 
que, arraigada en el suelo, florece más en alto, a la luz del sol. Ley de 
esta vida superior es conocer y amar a las criaturas, y, por ellas, levantarse 
al conocimiento y amor del Creador, para glorificarle primero a Él, y, con 
Él, a todos los seres por Él tan admirablemente formados. Esa es la más 
noble actividad humana, y de ella son los insignes contemplativos campeones 
invencibles. 
Pero la naturaleza visible no nos llevará al amor divino si no contribui­mos 
nosotros mismos con renunciamientos libertadores; porque, desde la 
culpa original, nos seducen las criaturas desordenadamente y, aun descu­briéndonos 
al Creador, pueden arrancarnos su divino amor del corazón. 
De ahí esta lucha continua entre el hombre y su desordenada naturaleza. 
Y, si vencerse a sí mismo, es el triunfo más glorioso, campos del honor son 
los claustros, donde los triunfos constituyen el pan de cada día. 
Finalmente, los contemplativos oran y merecen por los demás. Pagan 
nuestras deudas y atraen sobre nosotros las misericordias y gracias divinas. 
Como Cristo que murió en el Calvario, después de predicar tres años, mejor 
salvan ellos al mundo inmolándose por él, que predicándole la salvación. 
No es, pues, inutilidad y estancamiento la vida contemplativa; antes, puede 
trocarse en vida pujante y activísima y en el más fecundo apostolado. 
PRIMERA ÉPOCA DE SU VIDA 
FUÉ Bruno natural de la ciudad de Colonia, donde nació por los años 
de 1035 de padres ricos y nobles. Mostró desde niño inclinación a la 
virtud y letras; para que las aprendiese mejor, enviáronle sus padre* 
a la Universidad de París, que a la sazón florecía en todas las ciencias. 
Allí se dió Bruno al estudio de la Filosofía y sagrada Teología con sumo 
cuidado y diligencia, y aventajó muchísimo a todos sus compañeros. 
Ordenóse de sacerdote en la misma Colonia por los años de 1056. Cuatro
■Inpués, como era maestro tan excelente y varón tan docto y afamado, 
nombráronle maestrescuela —director de estudios o inspector— de la ciudad 
■l« Keims, en cuyo cargo desempeñó papel brillantísimo. Entre los oyentes 
•:uc asistían a su cátedra de Teología, se hallaba el futuro Papa de las 
< xuzadas, el bienaventurado Urbano II. Cerca de treinta años más tarde, 
repercutieron felizmente en Roma esas relaciones. 
El año de 1075, Manases, arzobispo de Reims, le nombró su canciller. 
Ilnino participó con ardor en las luchas a que dió lugar la gran reforma 
i inprcndida por el papa San Gregorio VII. La cristiandad entera le conoció 
entonces con el nombre de Bruno Gállicus. Era inclemente con los abusos, 
 denunció por simoníaco al mismo Manases, de quien era canciller. Esto le 
i ilió persecuciones y la pérdida de su cargo y beneficio. 
Va entonces concibió Bruno deseos de vida mas perfecta. En Reims 
determinó abrazar la vida monástica coa algunos amigos suyos. En el huer-tcoito 
de la «casa de Adán», hablaban entre sí de lo caducos que son los 
bienes y placeres de la tierra comparados con los del cielo, que son eternos. 
Con esta consideración fueron poco a poco desasiéndose del siglo. Otro mo­tivo 
añade la tradición popular, y es el suceso maravilloso inmortalizado 
l>ur el pincel de Le Sueur y que traemos aquí sin atribuirle valor histórico. 
Entre los insignes doctores que profesaban en la Universidad de París, 
■ulonde volvió Bruno el año de 1081, había uno muy amigo suyo llamado 
Knimundo Diocrés. Era un canónigo de París tenido en grande opinión de le- 
Irus y virtuosa vida, el cual vino a morir el año 1082. Llevándole a enterrar, 
m-ompañaron su cuerpo todos los miembros de la Universidad y mucha 
líente principal. Dícese que estando todos en la iglesia durante el canto del 
Oficio de difuntos, como se acostumbra, al tiempo que uno de los clérigos 
eiint;iha aquella lección de Job que comienza: « Respónde mihi, quantas hábeo 
uiujuitátír? Respóndeme: ¿cuántas son mis maldades», el cuerpo del difun­to. 
que estaba en las andas en medio de la iglesia, levantó la cabeza, y con 
voz espantosa dijo: «Por justo ju ic io de Dios soy acusado». Y reclinó su ca-l> 
c/.u en las andas, como antes estaba. 
Asombráronse los circunstantes con un suceso tan nuevo y extraño, y 
determinaron no enterrarle hasta el día siguiente. Con la noticia de seme- 
I.inte acontecimiento, concurrió a la iglesia mucha más gente que la víspera. 
Volvieron al canto del Oficio, y en la misma lección que el primer día y de 
I i misma manera, se levantó el difunto y dijo con voz más terrible: «P o r 
Iusto ju ic io de Dios soy juzgado», y luego se sosegó y se puso como antes. 
La turbación de los presentes fué mayor que la del día anterior. Convi­nieron 
dejar el entierro para el siguiente día, en el cual, en el mismo punto 
del oficio se levantó la tercera vez, y con voz más espantosa y tremenda 
•lijo: «P o r justo ju ic io de Dios soy condenado».
Sea lo que fuere de este suceso, del que la Historia no quiere responder, 
y que fué escrito ciento cincuenta años después de la muerte del Santo, 
Bruno resolvió dar de mano a las cosas del siglo para entregarse a Dios. Eli 
adelante viviría sólo para su alma, lejos del trato de los hombres. 
CAMINO DE LA CARTUJA 
LLAMÓ a seis de los más amigos y familiares discípulos suyos, todo* 
ellos fervorosos cristianos: Landuino, que después de Bruno fué el 
primer prior de la Cartuja, dos canónigos llamados Esteban, un 
sacerdote, Hugón, y dos legos, Andrés y Guarino. Todos ellos se ofrecieron 
a seguirle, vendieron sus haciendas, dieron el precio de ellas a los pobres, 
se despidieron de sus parientes, conocidos y amigos y fueron a vivir al 
principio con la comunidad benedictina de MolesmeS de Champaña, fundada 
por San Roberto el año de 1083. Permanecieron otra temporada en Fuente 
Seca, cerca de Bar de Sena, y de allí partieron hacia los Alpes. 
El Señor dignóse revelar a San Hugo, obispo a la sazón de Grenoble, lu 
llegada de los siete compañeros. 
El mes de junio de 1084, tuvo el santo obispo, estando durmiendo, una 
visión admirable con que el Señor le despertó y le significó lo que había 
de ser. Parecióle ver cómo el Señor edificaba una casa para su morada 
en un yermo que se llamaba la Cartuja, sito en aquel obispado. Vió luego 
que siete estrellas resplandecientes caían a sus pies. Eran en color y claridad 
diferentes de las del cielo. Levantáronse del suelo algún tanto y, formando 
a manera de corona, iban delante de él, guiándole por entre los montes, 
hasta un lugar desierto y silvestre, que era aquel mismo en medio del cual 
estaba el Señor edificándose un templo. Esta visión la trae Guignes I, amigo j 
y confidente de Bruno, y, para recordarla, puso la Orden de los Cartujo» 
siete estrellas en su escudo de armas. , 
San Hugo quedó suspenso y perplejo con esta visión, por no saber lo 
que significaba, hasta que el día siguiente llegaron sudorosos los siete pere­grinos 
y, postrados a sus pies, le declararon la causa de su venida y su* 
piadosos intentos, suplicándole humildemente que les ayudase para llevarlo* 
adelante. El santo obispo reconoció en Bruno al que había sido su eminente 
maestro en Reims. Viéndolos tan encendidos en el amor de Dios y tan 
deseosos de servirle, entendió que serían en su diócesis astros resplande­cientes 
en ciencia y virtudes; acogiólos con singular gozo de su alma, alen­tólos 
y confirmólos en sus buenos propósitos, y dióles hospitalidad. 
En la capilla de San Miguel de la catedral de Grenoble recibieron Bruno 
y sus compañeros, de mano de San Hugo, la túnica de lana blanca. Guiado*
ESTANDO de caza el conde Rogerio por un lugar desierto y apar­tado, 
descubre a San Bruno Puesto de rodillas en oración, y, 
enterado de quién era y cómo vivía, se le aficionó, le proveyó a él 
y sus compañeros de las cosas necesarias y gustó en adelante de oír 
sus consejos y encomendarse en sus oraciones.
por el obispo, emprendieron el camino de la Cartuja. A la entrada de aque­lla 
soledad había un puente tendido sobre el río Guiers. San Hugo edificó 
una casita en aquel puente, y puso en ella un guarda que prohibía o per­mitía 
el paso. Con todo, los monjes tuvieron que hospedarse unos días en la 
aldea de San Pedro, poco distante de la Cartuja; Bruno se hospedó en casa 
de la familia Brun, que todavía subsiste. Los señores de la comarca, edifi­cados 
con la fama de santidad de los recién llegados, cedieron al «Maestro 
Bruno y frailes que le acompañaban» todos sus derechos sobre aquel yermo. 
Sin pérdida de tiempo pusieron manos a la obra. Pronto estuvieron edi­ficadas 
las celdas. Eran semejantes a las chozas que se ven hoy día en los 
Alpes; edificios sencillos, sólidos, compuestos de un fuerte armazón de tablas 
ensambladas, revestidas de otras más gruesas. 
Cerca de las celdas, sobre una roca, edificaron un oratorio de piedra, tan 
sólidamente construido que aún quedan en pie lienzos de sus muros. 
Poco más arriba de la capilla hay un roca apartada, en la que gra­baron 
una cruz. Allí gustaba Bruno de ir a practicar sus extraordinarias 
austeridades. > 
Mientras los monjes se establecían en sus celdas, el obispo de Grenoble 
edificó un verdadero monasterio de madera, del que sólo quedan ruinas. 
Únicamente el oratorio de San Bruno y la capilla actual de Santa María de 
Casálibus señalan el sitio donde estaba edificada esta primera Cartuja que 
desapareció arrastrada en parte por un alud, el año de 1132, y fué después 
varias veces incendiada. «Cada celda se componía de tres partes: un cuar-tito 
de trabajo que era también cocina, un dormitorio con oratorio, y un 
taller». La celda del cartujo es, aun hoy día, conforme en todo a ese plan 
primitivo del santo Fundador; permite al religioso vivir solo como un ermi­taño 
la mayor parte del día, sin por eso quitarle las garantías materiales 
y espirituales de la vida común. 
Así comenzó la sagrada Orden de la Cartuja. Los monjes vivían en ella 
más como ángeles que como hombres, en silencio, oración y contemplación 
y, sobre todo, en grandísima pureza de corazón y santidad de vida. A ratos 
se ocupaban en alguna obra manual, y especialmente en escribir y copiar 
libros provechosos. Andaban vestidos de cilicio y hábito de lana burda. Co­mían 
una sola vez al día, y determinaron jamás comer carne, aun en tiempo 
de enfermedad, juntando así a la oración rigurosa penitencia. Con las morti­ficaciones 
y oraciones alternaban, como se dijo, trabajos intelectuales y ma­nuales 
para diversión y solaz del espíritu, pues dice el reglamento de los 
novicios que «el espíritu del hombre, semejante a un arco, ha de estar tirante 
con discreción, para que cumpla su oficio y no afloje». 
San Bruno resplandecía entre todos con tan grande santidad, modestia 
y prudencia, que el obispo San Hugo tomaba su consejo en todos los negó-
oi»s, y aun muchas veces se iba a vivir entre los monjes para gozar de su 
uonversación. Dícese que San Bruno le mandaba que se volviese a su iglesia: 
• Id a vuestras ovejas —le decía— y cuidadlas, pues que sois su pastor.» 
I'J santo obispo obedecía a su antiguo maestro como si fuera su abad. 
Tomaba su báculo y se iba; Bruno le solía acompañar hasta la salida del 
yermo, y allí se despedían. Una ermita llamada «capilla de San Hugo», seña­la 
todavía el lugar donde solían despedirse los dos Santos. 
EN ROMA 
IVÍAN aquellos santos monjes entregados a la oración y penitencia 
en su apacible retiro. En el mes de marzo del año 1090, un mensa­jero 
del papa Urbano I I se apeó en la puerta de la Cartuja. Traía 
orden formal de hacer que fuese Bruno a Roma para ser consejero del 
Pontífice. Bruno, muy afligido, se despidió de los monjes y dejóles por 
prior a Landuino. Al llegar a Grenoble supo que empezaba a cumplirse 
lo que ya se temía: los hijos, no hallándose sin su amado padre, le seguían 
camino de Roma. 
Algunos de ellos le acompañaron hasta Italia, y todos los demás se le 
juntaron a poco de llegar a Roma. Urbano I I los recibió con extraordinarias 
muestras de benignidad y benevolencia, y les cedió para alojarse las Termas 
<lj Dioclcciano, donde, más adelante, edificó Pío IV la iglesia de Nuestra 
Señora de los Ángeles y una Cartuja transformada hoy día en museo. 
El enjambre de monjes no se aclimató en Roma. San Bruno los atendía 
kúIo a medias. Vínoles la nostalgia de la Cartuja montaraz y de sus encan­tadoras 
bellezas,-y emprendieron el vuelo hacia su amada colmena. No llegó 
u seis meses el tiempo que permanecieron fuera de la Cartuja. El mes de 
septiembre del año 1090 ya estaban todos ellos de vuelta. Siempre hubo 
monjes en aquel monasterio, hasta el año 1903, en que, a consecuencia de 
las leyes perseguidoras, los Cartujos fueron expulsados de Francia. 
EN CALABRIA 
EL Sumo Pontífice trató a Bruno con todo el honor debido a su mérito 
y virtud; servíase de su consejo en todas las cosas arduas, para bien 
de la Iglesia. Pero el tráfago y bullicio de la corte romana, no podían 
agradar a quien había ya gustado las dulzuras de la soledad y de la con­templación. 
Habiendo vacado el año de 1090 la sede arzobispal de Reggio 
ile Calabria, el Papa quiso nombrar arzobispo a Bruno; pero el Santo le 
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suplicó que no le echase carga tan pesada; y lo hizo con tanta humildad y 
lágrimas, que el Pontífice desistió de su intento. También le concedió que 
se retirase a un desierto de Calabria. Bruno partió para el yermo de Torro 
con algunos que deseaban imitar su vida. 
Aconteció un día que Rogerio, conde de Sicilia y Calabria, hallábase de 
caza, y su jauría vino a dar en una cueva donde se oía un murmullo de 
cantos y oraciones. Rogerio reconoció a Bruno, y quedó tan admirado de la 
suma pobreza de aquellos solitarios, que prometió edificarles un monasterio; 
efectivamente, a 15 de agosto del año 1094, el arzobispo de Palermo con­sagró 
la iglesia de la nueva Cartuja, sita en la diócesis actual de Esquilache. 
Desde esc día quedó el conde tan aficionado a Bruno, que algunas veces 
le llamaba y otras iba a visitarle, para oír muy complacido sus consejos. 
Un día del año 1098 en que sus tropas pusieron sitio a la ciudad de Capua, 
las oraciones de Bruno le libraron milagrosamente de un gravísimo peligro. 
EL ALMA DEL SANTO 
DESDE Calabria escribió Bruno una carta a un amigo suyo de Reims 
llamado Raúl. En ella vierte su alma desbordante de poesía y ra­diante 
de paz y alegría celestiales. «Vivo —le dice— en un desierto 
de Calabria, bastante apartado del tráfico del mundo. ¿Cómo expresar­me 
ahora para pintarte esta soledad, con su risueña situación, su ambiente 
suave y templado? Es una hacienda graciosa y dilatada que se extiende a 
lo lejos por entre montes y contiene verdes praderas, campos sembrados de 
flores... No nos faltan ni fértiles huertos, ni numerosos y variados árboles 
frutales. Pero, ¿a qué parar mientes en todo eso? El varón prudente y sabio 
gusta de otros goces infinitamente más útiles y deliciosos: son los que halla 
en Dios. No deja por eso de ser cierto que estos espectáculos naturales suelea 
aliviar y avivar el espíritu, el cual siendo flaco, siente el peso de la regla 
austera y se cansa con los ejercicios espirituales... 
»I)e las ventajas y goces que la soledad y el silencio procuran a los 
amigos del desierto, sólo saben quienes lo han experimentado. Aquí es dado 
a los hombres generosos permanecer en sí mismos cuanto les place, vivir 
dentro de sí, cultivar sin tregua los gérmenes de virtud y deleitarse sabo­reando 
los frutos del paraíso. Aquí se logra el mirar sereno que hiere de 
amor al celestial Esposo, ojos limpios y luminosos que ven a Dios. Aquí la 
fiesta es perpetua, al descanso se une el trabajo, la actividad no conoce 
la agitación ni el desconcierto. Aquí premia el Señor los combates que por , 
Él pelean sus atletas con el premio que ellos mismos anhelan: la paz que 
ignora el mundo y el gozo del Espíritu Santo.»
MUERTE DE SAN BRUNO 
CUANTO conocemos de la muerte de San Bruno lo refieren los Cartu­jos 
de Calabria: «Sintiendo ya el Santo que se acercaba la hora de 
pasar de este mundo a su Señor y Padre, juntó a todos sus hermanos 
los monjes, y les refirió sucesivamente cuanto había hecho desde su infan­cia... 
Confesóse públicamente e hizo profesión de fe de esta manera: 
«Creo firmemente en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creo que la 
Virgen María fué pura antes del parto, quedó pura en el parto y se conservó 
virgen sin mancilla después del parto... Creo particularmente que lo consa­grado 
en el altar es el verdadero cuerpo, la verdadera carne y la verdadera 
sangre de Nuestro Señor Jesucristo... Profeso y creo que la santa e inefable 
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es un solo Dios, con una sola natu­raleza, 
una sola sustancia, un solo poder y majestad.» 
Dichas estas palabras, entregó su espíritu. Era el 6 de octubre de 1101. 
Siguiendo la costumbre de aquella época, un monje dió parte de la 
muerte del Santo a cuantos le conocían. A eso llamaban «denunciar su óbito». 
El mensajero del duelo llevaba consigo un extenso rollo de pergamino en el 
que los amigos del difunto escribían el elogio del mismo, y las oraciones que 
deseaban se dijesen por su eterno descanso. Los hijos de San Bruno guardan 
78 rollos o títulos que glorifican a su fundador: es uno de los más intere­santes 
monumentos escritos de la Edad Media. 
A 19 de julio de 1514, los Cartujos obtuvieron del papa León X licencia 
para rezar el oficio de su Fundador, exponer sus reliquias y celebrar su fies­ta. 
todo lo cual equivalía entonces a canonizarle. Gregorio XV puso la fiesta 
en el Misal y Breviario romanos en el día 6 de octubre. 
SANTORAL 
Smtos Bruno, fundador de los Cartujos; Adalberón, obispo de Wurtzburgo; Ar-taldo, 
obispo de Belley; Ságar, discípulo de San Pablo y obispo de Laodi-cca. 
mártir; Román, obispo de Auxerre y mártir; Magno, obispo de 
Oderzo, y Probo, de Gaeta; Primo, Feliciano y quinientos compañeros, 
mártires en Agén (Francia) juntamente con San Caprasio y Santa Fe; 
Nicetas el Patricio, confesor; Marcelo, Cayo, Emilio y Saturnino, mártires 
en Capua; los monjes mártires de San Millán de la Cogulla; los mártires 
de Tréveris, que fueron numerosísimos bajo Diocleciano, por el ministerio 
del juez Riccio Varo; Ivo, diácono y solitario. Santas Fe, virgen y mártir; 
Enimia, hija de Clotario II, y Modesta, sobrina de San Modoaldo, vírge­nes 
y abadesas; Epifania, Valeria y Polena, vírgenes; María Francisca de 
las Cinco Llagas, terciaria franciscana; y Erótida, mártir.
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zuccna de virginidad, encendida rosa de amor divino Palma gloriosa 
DI A 7 DE O C T U B R E 
SANTA JUSTINA DE PADUA 
V IR G E N Y M ART IR (entre 63 y 304) 
CASI en el centro de la inmensa llanura fecundada por las ondas 
espumosas del Po, río el más caudaloso de Italia, tiene su asiento 
la antigua ciudad de Padua, emporio intelectual y comercial de 
la región. Según la leyenda transmitida por Virgilio en la Eneida, 
dicha ciudad fue fundada por Antenor, hermano de Príamo; mas, prescin­diendo 
de la leyenda, tiene Padua un pasado histórico muy remoto; consta 
<|ue cayó en poder de Roma en el año 48 antes de Jesucristo y que de 
l'adua era oriundo el famoso historiador Tito Livio. Para el cristiano, el 
nombre de Padua recuerda el del gran taumaturgo portugués San Antonio, 
que en ella murió, y el de Santa Justina, gloriosa mártir de 16 años. 
Si damos crédito a tradiciones muy antiguas y respetables, cuando se 
hubo implantado en Roma la religión cristiana, San Pedro envió a la Alta 
Italia a Prosdócimo, que fué el apóstol de Venecia, predicó el Evange­lio 
a los habitantes de Treviso y llegó a ser el primer obispo de Padua. 
Con frecuencia hallamos el nombre de este Santo en las tradiciones de las 
Iglesias de aquella región. El Martirologio romano lo cita el 7 de noviembre 
y menciona la tradición de los tiempos apostólicos. Los Bolandistas se con­
tentan con decir que el santo obispo vivió y murió en una época que no se 
puede precisar. La misma incertidumbre se cierne sobre la fecha del martirio 
de la doncella Santa Justina, hija espiritual de San Prosdócimo. 
No puede probarse que este acontecimiento tuviera lugar en el siglo I de 
nuestra era. en el año 63, durante el reinado del sanguinario Nerón. Podríase 
sin dificultad, retrasar la existencia de la Santa a fines del siglo I I I y su muer­te 
a los comienzos del IV, durante el reinado de Diocleciano, Lenain de Tille-mont, 
célebre critico hagiógrafo del siglo X V II, espíritu jansenista, pero, a 
las veces, de gran penetración y sentido, autor de las Memorias sobre la his­toria 
eclesiástica de los seis primeros siglos, lo pone durante la persecución de 
Diocleciano, y dice que fué condenada por el emperador Maximiano, que se 
hallaba a la sazón en Padua. Los Bolandistas, hablando de ella, dicen que 
«su culto es muy ilustre», pero que «los datos de su vida son casi inciertos». 
En vista de lo cual resulta muy difícil tomar partido. Lo cierto es que la 
joven Justina vivió santamente, conservó su virginidad, y regó con su sangre 
la flor de su inocencia y de su fe; su nombre se ha hecho famoso en toda la re­gión 
de Venecia, donde su fiesta se celebra con gran esplendor. Para evitar 
confusiones, conviene recordar que en la historia de los cuatro primeros siglos 
de la Iglesia se menciona a varias santas que tenían por nombre Justina, pero 
de todas ellas la más famosa es Santa Justina de Padua. 
NACIMIENTO Y EDUCACIÓN DE LA SANTA 
A predicación y milagros del obispo San Prosdócimo en Padua, conven­cieron 
a muchos, que luego reconocieron lo impío del culto a los ídolos 
y recibieron el santo bautismo. Entre los recién convertidos se hallaba 
el prefecto de la ciudad, llamado Vitalino, hombre distinguido por sus rique­zas 
e hidalguía. Hasta entonces había adorado a los falsos dioses; pero, apenas 
su recta inteligencia, iluminada por la gracia, hubo reconocido la verdad de la 
religión cristiana, abrazóla sinceramente y recibió gozoso el bautismo, junto 
con su mujer Propedigna. 
No tardaron ambos esposos en recibir del cielo nuevo y señalado favor que 
trajo la alegría al hogar doméstico. Hasta entonces su matrimonio había sido 
estéril; pero poco tiempo después de su conversión tuvieron una hija, a la 
que dieron el nombre de Justina. Estos fervorosos cristianos miraron a su hija 
como a un don del cielo, y la educaron con el mayor esmero en la práctica de 
todas las virtudes. 
Pronto se dieron cuenta de que Dios había depositado en el alma de 
Justina ricos tesoros de gracias. ¡Con cuánta docilidad correspondía ella a 
las sabias enseñanzas de sus padres! ¡Qué modestia, recogimiento y fervor en
U oración! ¡Con qué atención y respeto escuchaba las instrucciones de San 
Prosdócimo, padre espiritual de su alma! Sin vacilar un momento hubiera ella 
renunciando a todos los goces de la tierra antes que ofender a Dios. Ávida de 
mayor perfección, quiso entregarse enteramente a Jesucristo; lejos de oponerse 
a ello su virtuoso director la ayudó a realizar tan santos deseos, y cuando, por 
■u edad, pudo disponer libremente de su persona, consagróse al celestial Es­poso, 
con voto de perpetua virginidad. 
LA PERSECUCIÓN EN PAQUA 
ENTRETANTO, habíase desencadenado la persecución contra los cris­tianos; 
Vitaliano, padre de Justina, no era ya gobernador de Padua. 
Todo el que rehusaba sacrificar a los ídolos era condenado a los más 
atroces tormentos y, por último, a muerte. Gran número de cristianos fueron 
encarcelados; desgarrados unos con garfios de hierro, arrojados otros en calde­ras 
de aceite hirviendo o aplastados, como la uva, en prensas enormes que tri­turaban 
todos sus miembros. Algunos fueron inmolados en el Campo de Mar­te 
—hoy en día «Prato della Valle»—; sus despojos fueron arrojados a un pozo 
que los supervivientes y la posteridad veneraron largo tiempo con el nombre 
de «Pozo de los mártires». Otros, en fin, huyeron de la ciudad en busca de 
un asilo. Justina tenía, a la sazón, dieciséis años. Lejos de atemorizarse 
como ciertos otros cristianos, pedía a Jesucristo, su querido Esposo, que la 
asistiese con su gracia; resuelta e intrépida, penetraba en las cárceles para 
animar a los mártires, cuidarlos y llevarles limosnas. 
Maximiano —ignoramos si era el prefecto de Padua, o el emperador que se 
hallara de paso por la ciudad— ordenó que arrestasen a la joven, lo que fué 
ejecutado sin tardanza. 
ARRESTO Y MARTIRIO 
UN día que Justina regresaba del campo, donde había ido a visitar 
a algunos cristianos, y entraba en la ciudad por la carretera del 
Puente Marino, cayó en manos de los soldados que la buscaban. 
Había llegado para Justina la hora del gran combate y ella así lo entendió. 
Kin perder la serenidad pidió noblemente a los soldados que la dejasen orar du­rante 
breves instantes, y se lo concedieron. Arrodillóse la joven cristiana en 
una piedra, y con ferviente oración, que sólo Dios y los ángeles oyeron, suplicó 
a Jesucristo que le diese fuerza y valor para guardarle fidelidad hasta la muer­te. 
Dios atendió benigno ruego tan fervoroso. Según la tradición, ablandóse la
piedra bajo sus rodillas y quedaron grabadas en ella hondas señales. Viendo 
Justina que Dios había oído su oración, alzóse llena de confianza y dejóse 
llevar por los soldados a presencia de Maximiano. Con acento paternal le pro­metió 
éste grandes riquezas con tal de que adorase a los ídolos, y terminó <1- 
ciendo que la tomaba por esposa. 
—He consagrado mi virginidad a Jesús, Hijo de Dios —respondió la vir­gen 
cristiana— ; a £1 sólo y sin reserva entregué mi corazón. Jamás adoraré a 
vuestros ídolos. 
Arrebatado de cólera, Maximiano prorrumpió en injurias contra ella, y or­denó 
que con una espada le traspasaran el corazón. Por este camino, la don­cella, 
arrodillada en presencia de numerosos testigos conmovidos por su cons­tancia 
y belleza virginal, entró en la vida que no tiene fin; cual virgen pru­dentísima, 
trocó Justina el reinado efímero de los palacios de los grandes de 
la tierra, por el sempiterno en las moradas del Rey de los cielos. Ocurrió 
su martirio el 7 de octubre. 
CELEBRIDAD DE LA MÁRTIR 
AL día siguiente. los cristianos recogieron su cuerpo, y San Prosdócimo 
ordenó que fuera sepultado con respeto en las catacumbas o en una 
iglesia que poco antes había consagrado a la Virgen María. Sobre las 
ruinas de un templo de Diana, el patricio Opilone, prefecto del pretorio 
en 453, edificó un oratorio en honor de Santa Justina. En este santuario pri­mitivo, 
del que se conserva una inscripción antiquísima, colocaron sus reli­quias; 
fué destruido en 601 por Agilulfo, rey de los lombardos, aunque más 
tarde volvió a ser reedificado. 
La mártir de Padua se había hecho célebre: así, el poeta San Fortunato 
escribió, a petición de San Gregorio Turonense, una colección de poesías. 
En su cuarto poema, Fortunato coloca a Santa Justina entre las vírgenes 
más ilustres, cuya santidad y cuyos triunfos adornaron y glorificaron la Igle­sia 
de Dios. «Fué —dice el mencionado autor— la gloria de Padua, como 
Santa Eufemia lo fué de Calcedonia, y Santa Eulalia, de Mérida». 
La iglesia de San Martín in Calo áureo —hoy en día San Apolinar el 
Nuevo— de Ravena, célebre por sus mosaicos, posee dos grandes procesio­nes 
», una de Vírgenes y otra de Santos; es de notar que una Santa, por 
nombre Justina, probablemente la de Padua, aparece en el primer cortejo. 
Por causa de un terremoto acaecido en 1177, cubrióse de ruinas la ciudad 
de Padua, derrumbóse la catedral y experimentó fuerte sacudida el santuario 
que se alzaba en el sitio en otro tiempo ocupado por el del patricio Opilone. 
La catedral, reconstruida luego, fué consagrada el 24 de abril de 1180, por
LOS soldados encargados de arrestar a Santa Justina, admiran 
conmovidos cómo se encomienda al Señor y a sus ángeles y les 
ruega que le concedan fortaleza para permanecer hasta la muerte fiel 
esposa de Jesucristo. Dice la tradición que sus rodillas quedaron 
grabadas en la dura peña.
Ulrico, patriarca de Aquileya; este monumento, que recibió el doble título 
de Santa María y Santa Justina, fué de nuevo reedificado en 1524. 
PÉRDIDA E INVENCIÓN DE LAS SANTAS RELIQUIAS 
A fuese por ingratitud, por indiferencia o por inquietudes causadas por 
las agitaciones humanas, guerras u otros acontecimientos, Padua había 
perdido el recuerdo de la Santa y hasta de sus reliquias. Nadie se acor­daba 
ya ni del sitio donde estaba el sepulcro. Inmensa fué la alegría de todos 
cuando, al cabo de una desaparición de cuatro siglos, las reliquias fueron 
halladas en 1177. No se sabe en qué circunstancias tuvo lugar tan fausto 
acontecimiento. Sin decidir el grado de autenticidad del relato, nos limita­remos 
a exponerlo a nuestros lectores. 
Dicen, pues, las críticas, que vivía en Verona una piadosísima doncella que 
profesaba tierna devoción a la Santísima Virgen. Apareciósele en sueños la 
Madre de Dios rodeada de espíritus bienaventurados, y le ordenó que fuese a 
Padua, a la iglesia de Santa Justina. Díjole que delante de un altar adornado 
con mosaicos, hallaría un espacioso círculo, casi invisible, en donde descansaba 
el cuerpo de la mártir. Despertóse maravillada la doncella, sorprendida por se­mejante 
visión y por las órdenes recibidas, turbada en su humildad, y con 
temor de ser juguete de algún desvarío. 
Al amanecer del día siguiente, estando ya despierta la joven, apareciósele 
otra vez la Santísima Virgen y le reprochó su vacilación. No dudó por más 
tiempo, e inmediatamente se puso en camino el 4 de octubre por la mañana. 
Recorrió en dos días las dieciocho leguas que dista Verona de Padua, adonde 
llegó por la tarde del 6 de octubre. Al día siguiente, si nos atenemos al relato 
que resumimos, entró en la iglesia llevando doce velas de cera. Refirió a los 
sacerdotes su visión; y notando el círculo indicado, que sólo ella veía, dispuso 
los cirios a su alrededor; luego, postrándose de hinojos, pidió a Dios que, en 
testimonio de la verdad de su misión, los cirios se encendiesen por sí solos, lo 
que al punto sucedió. 
Al mismo tiempo, para confirmar este milagro, todas las campanas de la 
iglesia, movidas por mano invisible, tocaron a vuelo como en las más solemnes 
festividades. Los sacerdotes, los monjes, las religiosas, la muchedumbre toda, 
acudió a presenciar prodigio tan singular. En presencia del obispo Gerardo, 
y por indicación de la mensajera María, cavaron el suelo con diligencia y, a 
poca profundidad, halláronse las reliquias de Santa Justina. Esto ocurrió el 
7 de octubre, día consagrado desde entonces, a honrar la memoria de la mártir 
de Padua. 
Prodigiosas curaciones mostraron el valimiento de la Santa. Por lo que a
la mensajera de la Santísima Virgen se refiere, poco tiempo después que hubo 
llevado a cabo su misión, descansó en el Señor, dejando en pos de sí perenne 
recuerdo de edificación. Cerca de la tumba de Santa Justina, halláronse tam­bién 
las reliquias de otros mártires que habían sufrido al mismo tiempo que 
ella, como lo atestiguan sus «Actas» y las de San Prosdócimo. 
UN MONASTERIO BENEDICTINO 
NO lejos de la iglesia donde descansaba el cuerpo de la santa mártir, 
edificóse un monasterio que llevó el nombre de Santa Justina y San 
Prosdócimo; fué derribado por los húngaros en el siglo X, y restau­rado 
por el obispo Gauscelino, que en 970 le otorgó privilegios. 
De su administración se encargaron los Benedictinos, a quienes los obispos 
sucesivos y los papas concedieron amplios favores. En el año 830 el papa Gre­gorio 
IV confirmó al abad diversas posesiones; San León IX, de paso por 
Padua en 1052, ofreció el Santo Sacrificio en dicho monasterio el 2 de agosto 
y se declaró su protector. Lo propio hicieron Calixto I I en 1123, Eugenio I I I 
en 1145, y Alejandro I I I en 1165. Al mismo tiempo, durante este período 
de poco más de un siglo, los abades obtuvieron el privilegio de calzar san­dalias 
durante la misa, llevar mitra, usar guantes y anillo. 
Fueron varias las vicisitudes que corrió la fundación. 
Éste y otros monasterios en Italia, eran propiedad de la Orden cluniacense. 
Kn el siglo XIV, se introdujo, como en otros muchos, la relajación en la disci­plina 
regular; con todo, bajo el patrocinio de la santa mártir, del monasterio 
i|tie custodiaba sus reliquias debía brotar un resurgimiento de nueva vida re­ligiosa, 
cuyos benéficos frutos perduran todavía después de varios siglos. 
Los tres últimos monjes de Cluny, fueron sustituidos, en 1407, por Bene­dictinos 
Olivetanos, que poco después fueron expulsados por el gobierno de 
Venecia. Luis Barbo, que recibió la abadía en encomienda, consiguió restable­cer 
la disciplina, juntando a los tres Cluniacenses, algunos Camaldulenses y 
(jinónigos regulares de Venecia. Con elementos tan dispares y contra toda 
rsperanza, el monasterio de Santa Justina llegó pronto a ser uno de los más 
florecientes, y a él se unieron los conventos de Bassano, Verona y Milán, 
l uis Barbo dimitió sus funciones de Presidente general de la Congregación 
y fué nombrado obispo de Treviso; murió en Venecia el año 1443 y su 
cuerpo fué inhumado en Padua, en el monasterio al cual había devuelto 
•ii antiguo esplendor. 
La Congregación por él fundada llevó, durante medio siglo, el nombre de 
Santa Justina de Padua; en 1504 se le unió la abadía del monte Casino que 
volvió a ser centro principal de la Orden a la que dió su nombre.
LA IGLESIA ACTUAL 
DESPUÉS del terremoto de 1177, la iglesia de Santa Justina no ofrecía 
garantías de solidez; acordóse derribarla y reconstruirla luego, pero 
más amplia y espaciosa. La nueva iglesia, de estilo Renacimiento, se 
empezó en 1501 y fué terminada en 1522. A la fachada de ladrillo y sin revo­que 
precede una hermosa gradería de la misma anchura. Coronan el monumen­to 
cinco cúpulas, rematadas por estatuas de bronce, que representan a Santa 
Justina, a San Prosdócimo, a San Daniel, mártir de Padua, y a San Benito. 
El pavimento interior, de mármol negro, blanco y rojo, es de bellísimo efecto 
y mide 111 metros de largo por 30 de ancho y 76 en el crucero; presenta tres 
naves, y numerosas capillas laterales. Las reliquias de Santa Justina, guarda­das 
en hermoso relicario, fueron colocadas en 1502 debajo del altar mayor, y. 
en 1627, trasladadas definitivamente al nuevo presbiterio en una bóveda si­tuada 
debajo del altar principal, recién construido, y de más valor artístico 
que el anterior. 
De la primitiva iglesia subsiste el antiguo presbiterio, que tiene acceso por 
la puerta situada a la derecha del altar mayor. 
EL CULTO DE SANTA JUSTINA EN ITALIA 
ODOS los años, el domingo de Pasión sale una procesión en honor de 
los santos mártires de la ciudad de Padua. Los blancos velos de las 
doncellas, los estandartes de las cofradías y las banderas de las Ju­ventudes 
Católicas, contribuyen a dar una nota típica y alegre a este cortejo 
que avanza cantando himnos y dando escolta al relicario de nuestros Padres 
en la fe. 
No sólo la ciudad de Padua sintió los efectos de la protección de Santa 
Justina, sino también toda la comarca de Venecia, que la hab.'a escogido por 
patrona. La Serenísima República atribuía a su intercesión todas las victoria* 
contra el enemigo de los cristianos, y en hacimiento de gracias mandó grabar 
en las monedas la siguiente inscripción: Memor ero tui, Justina v irg o : «Ilus­tre 
virgen Justina, no te olvidaré jamás»; y esta otra: P a x tibí. Maree, Evan­gelista 
meus: «La paz contigo, Marcos, evangelista mío», asociando así en 
un mismo culto a la virgen mártir y al santo Evangelista. A fines del siglo XV 
la imagen de la Santa aparece estampada en una moneda de Padua acuñada 
en Venecia, atravesado el pecho con una espada y sosteniendo una palma 
y un libro en la mano.
Después de la victoria de las islas Cursolarias, cerca de Lepanto, en 1571, 
en la que los venecianos, a las órdenes de Sebastián Veniero, participaron en 
el triunfo del nombre cristiano, todos los años, el 7 de octubre, el Senado 
nc trasladaba en procesión a la iglesia colegiata, dedicada a Santa Justina. 
De esta manera iba conservándose vivo y floreciente el recuerdo de la 
ilustre mártir que se mostrara tan eficaz en su protección hacia sus devotos] 
En diversas ciudades de Italia, hallamos, en el decurso de los siglos, testi­monios 
del culto que se le tributa, iglesias o monasterios que llevan su nom­bre. 
En un epitafio muy antiguo descubierto en Rímini, se lee lo siguiente: 
Aquí descansa en paz Inocencio que se encomienda a San Andrés, a San 
Donato y a Santa Justina para que castiguen a cualquiera que intentare des­poseerle 
de su sepultura. 
En el siglo IX existía en Bolonia un monasterio de Santa Justina; en 
el siglo X I el antiguo convento de San Salvador de Luca —fundado en el 
año 800—, al ser reconstruido, tomó el nombre de la Santa, y fué habitado 
por Benedictinas; en Sezzé, diócesis de Acqui, fundóse un monasterio de 
Santa Justina en 1030, no lejos de la basílica del mismo nombre; en el 
siglo XVI, esta abadía pasó a los Oblatos de San Ambrosio, fundados por 
San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. 
Dios nuestro Señor quiso así testimoniar, por la obra de los hombres, 
cuán gratos habían sido a su corazón la vida y el martirio de la santa vir­gen 
paduana. Que así como la ingratitud y el olvido suelen barrer de la 
memoria humana muchos recuerdos que parecieran nacidos para la inmorta­lidad, 
acostumbra el cielo a mantener viva la influencia de sus héroes para 
gloria de los mismos y exaltación de las virtudes cristianas. 
Y así sucede que donde la mano sacrilega de los perseguidores ha que­rido 
borrar la huella del divino Sembrador, aparece aquélla más profunda 
y definitiva. Y la virtud que de otro modo hubiera quizá pasado inadvertida 
para la historia, conviértese en fanal cuyos fulgores han seguido iluminando 
a las conciencias por encima de los siglos. 
SANTORAL 
N u e s t r a Se ñ o r a d e l R o s a r io (véase en el tomo V II, «Festividades del Año L i­túrgico 
», pág. 450). Santos Marcos, papa y confesor; Martín Cid y Augusto, 
abades; Sergio y Baco, soldados, mártires; Marco y Apuleyo, mártires; 
Adelgiso, obispo de No v a ra ; Eterio y Paladio, obispos; Elano, presbítero 
y solitario; Geroldo, peregrino y mártir. Beato Mateo Carrieri, dominico. 
Santas Justina de Padua, Osita, princesa, y Julia, vírgenes y mártires; 
Sabina y Cristeta, hermanas de San Vicente de Avila (véase en 27 de octubre).
D IA 8 DE OCTUBRE 
SANTA BRIGIDA DE SUECIA 
VIUDA Y FUNDADORA (1302-1373) 
NACIÓ Brígida hacia el año 1303, en el castillo de Finsta, cerca de 
Upsala, capital en aquel entonces de Suecia. Era su familia des­cendiente 
de los antiguos reyes del país, y unía a la nobleza de la 
sangre la pureza de vida, pudiéndose decir que la piedad era como 
hereditaria en ellos, ya que el abuelo, el bisabuelo y hasta el tatarabuelo de 
nuestra Santa fueron en peregrinación a Jerusalén y demás lugares santifica­dos 
por la presencia de Nuestro Divino Redentor. Fueron los padres de Brí­gida, 
el príncipe Birgerio y la princesa Ingeburga, dignos de sus antepasados. 
Confesaban y comulgaban todos los viernes y empleaban sus cuantiosas ri­quezas 
en construir iglesias y monasterios para que Dios fuera honrado y ser­vido. 
Tales virtudes fueron debidamente premiadas por el cielo, que les otor­gó 
bendiciones sin cuento y les concedió cinco hijos, modelos de virtud. 
Brígida fué la última. Antes de su nacimiento, naufragó su madre en las 
costas de Suecia, y no pereció por milagro, según revelación de un ángel que 
«c le apareció la noche siguiente al grave percance y le dijo: «Dios te ha 
guardado la vida en consideración a tu hija; edúcala en el amor de Dios y 
cuídala como preciosa joya que el cielo te envía.» El nacimiento de esta pri­
vilegiada niña fué revelado al santo sacerdote Benito, cura de Rasbo, iglesia 
próxima a Finsta. Hallábase en fervorosa oración cuando se le apareció la 
Santísima Virgen en hermosa nube y le dijo: «Ha nacido a Birgerio una niña 
cuya voz se oirá en el mundo entero». Sin embargo, y a pesar de tal predic­ción, 
la niña, permaneció muda durante los tres primeros años; pero pasado 
este tiempo comenzó a hablar con la fluidez y soltura de una persona mayor. 
PRIMERAS APARICIONES 
PENAS contaba siete años cuando en el altarcito que adornaba la ca­becera 
de su cama, vió una mañana a la Santísima Virgen que llevaba 
una corona en la mano y le decía: «Vente conmigo». La niña obede­ció 
al instante. ¿Ves esta corona? —le preguntó la Virgen—. En señal afirma­tiva, 
la niña inclinó su cabecita, momento y ademán que aprovechó la Vir­gen 
para coronarla. En esta mística diadema, hemos de ver el símbolo de las 
virtudes que debían brillar desde aquel instante en la Santa, y que alcanza­rían 
todo su brillo y esplendor en el Paraíso. 
Corría la cuaresma del año 1314, cuando un religioso llegó a Finsta para 
predicar la Pasión de Cristo; los sermones del misionero fueron para Brígida 
una revelación del místico significado del dolor que, por amor a Jesús, de­seaba 
abrazar desde aquel momento; así mereció ver en revelación al Divino 
Maestro padecer el suplicio de la Cruz. «Mira —le dijo— cómo me han tra­tado. 
—¡Oh dulce Dueño mío! —exclamó la Santa— ; ¿quién os ha causado 
tanto mal? —Los que desprecian y olvidan mi amor» —fuéle respondido. 
Y a partir de aquel día, la imagen de Cristo crucificado se grabó profun­damente 
en el alma y en el corazón de Brígida. Su tía, la castellana de As-penais, 
que la había recogido al morir la madre de la niña (1314), entró una 
noche en el cuarto de Brígida y, en vez de encontrarla dormida, como espe­raba, 
la halló arrodillada a los pies de un crucifijo. Temiendo que su sobrina 
fuese víctima de alguna peligrosa manía, quiso imponerle una corrección con 
una verdasca de mimbres, según costumbre de la época, pero la vara m 
rompió en sus manos dejando admirada a la noble señora. «¿Qué hacía*?, 
preguntó a la niña. —Alabar a quien me asiste. —Y ¿quién es? —El divino 
Crucificado». 
Otro día se encontraba Brígida bordando unos ornamentos para la ¡glciin 
parroquial y, sintiéndose incapaz de reproducir con la aguja lo que en mi 
imaginación concebía, imploró la ayuda del cielo, y he aquí que una bclln y 
desconocida joven se acercó a la bordadora, y dió fin al bordado con flore» 
y frutos de perfectísima labor. La tía de Brígida, que atónita y admirada pri*. 
senciaba el hecho, se apoderó del bordado y lo guardó como preciosa reliquia.
LUCHA CON EL DEMONIO 
MUÉSTRANNOS las vidas de los santos, en muchos de sus pasajes, 
cómo el demonio se complace en atormentar las almas que no puede 
arrastrar al mal. Una mañana tuvo Brígida una terrorífica visión: se 
le apareció un monstruo semejante a aquellos con que cándidos artistas, por 
devoto placer, decoraron los muros de la catedral de Upsala o los capiteles de 
«us columnas. Perseguíala con saña como intentando aprisionarla entre sus 
¿arras, pero la joven corrió a refugiarse a la sombra de la cruz, y el demo-n'o, 
vencido, huyó. 
Nuestra Santa dió cuenta de la monstruosa visión a su tía, y ésta le 
■consejó encarecidamente que guardase secretas las visiones que había tenido 
con los seres sobrenaturales, temerosa de provocar la admiración o la burla del 
mundo en el que iba a entrar. La joven se atuvo prudentemente al consejo. 
MARTIRIO DE BRÍGIDA 
BRIGIDA y su hermana Catalina habían sido prometidas por su padre 
a los dos hermanos Ulfo y Magno, príncipes de Nericia, de quienes ha­bía 
recibido hospitalidad en el castillo de Ulfasa. Pareciéronle ambos 
jóvenes tan valientes caballeros como fervorosos cristianos. 
Invitadas por su padre —según costumbre sueca— a «fabricar la cerveza 
de los desposorios», Catalina obedeció gustosa. Brígida, en cambio, «hubiera 
preferido cien veces la muerte»; mas no sabiendo todavía por entonces si es­taba 
llamada a la vida religiosa, y aconsejada por su confesor, sometióse al 
deseo de su padre, a quien tendió su mano para que la enlazara con la del 
príncipe Ulfo; contaba a la sazón la Santa trece años (1316). El matrimonio, 
conforme a la costumbre de la época, debía celebrarse el año mismo en que 
Re verificaban los esponsales, por lo que Brígida esperaba en Finsta que 
Ulfo viniese de un momento a otro a reclamarla. Llegado el caso montó con 
arrogancia en una jaca blanca de hermosa raza, domada en Gotia, y cabalgó 
ni lado de su futuro esposo hasta el castillo de Ulfasa; en la capilla del casti­llo, 
los dos cándidos muchachos recibieron la bendición del sacerdote; y así 
quedaron unidos por los lazos indisolubles del matrimonio cristiano dos jóve­nes 
corazones, unidos ya por un amor puro y ardiente a Jesús crucificado. 
Brígida, tierna y amante esposa, ejerció benéfica influencia sobre el cora-nin 
y espíritu de Ulfo. Juntos socorrían a los pobres y, de común acuerdo, 
gustaron sus riquezas en construir escuelas, fundar hospitales y erigir iglesias. 
>K ___ X /
Los viernes, confesábanse ambos con el mismo sacerdote, y juntos se acerca­ban 
los domingos a la Sagrada Mesa. Recíprocamente pedían en sus oracionea 
la gracia de ser cada día mejores y adelantar más en santidad. 
También se mostró Brígida experta y hábil ama de casa. A todos atendía, 
y procuraba que nadie careciese de lo necesario. Caritativa con los pobres, 
antes de sentarse a la mesa servía diariamente por sí misma la comida a doce 
de ellos, y los jueves les lavaba los pies para imitar el ejemplo de Jesucristo. 
De continuo cumplió, con gracia encantadora, las leyes de la hospitalidad: re­cibía 
contentísima a los parientes y amigos de su esposo TJlfo; con igual es­mero 
atendía a los miembros de la nobleza, al clero, a los viandantes y a los 
monjes mendicantes; presentábase a todos con semblante jovial y atrayente 
y a todos trataba con exquisita cortesía y cristiana caridad; sólo para consigo 
misma usaba maceraciones y penitencias. 
Ocho hijos —cuatro varones y cuatro niñas— fueron el fruto de su ma­trimonio. 
Llamáronse los primeros: ('arlos, Birgcrio, Benito y Gudmaro, y la* 
hijas: Marta, Catalina, Ingeburga y Cecilia. Encontramos entre ellos los más 
variados temperamentos, por lo que, a pesar de los cuidados de su santa 
madre, hubo algunos que imitaron poco las virtudes de su santa vida. Carlos, 
por naturaleza impulsivo y apasionado, llevó una vida agitada y borrascosa; 
pero las oraciones de la madre, desolada por la conducta del hijo más y 
mejor amado, le alcanzaron la gracia de morir reconciliado con Dios. Bir-gerio, 
de carácter dulce y de espíritu reflexivo, y por ende serio, vivió cris­tianamente 
en medio de la corrompida corte de Estocolmo. Viudo desde muy 
joven, ayudó más tarde a su hermana Catalina a trasladar las reliquias de 
su madre desde Roma al monasterio de Vadstena (Suecia), y Catalina, que 
llegó a ser abadesa de ese monasterio, le escogió como administrador de la* 
fincas y bienes abaciales. Gudmaro y Benito murieron jóvenes siendo aún es­tudiantes: 
el uno en Estocolmo y el otro en el monasterio de Alvastra, donde 
había vestido el hábito cisterciense. Marta fué una joven veleidosa y casqui­vana, 
que no dió más que disgustos a su santa madre: su única afición eran 
las diversiones mundanas. Ingeburga murió piadosamente siendo religiosa 
claustrada. Cecilia, a quien Brígida anhelaba también consagrar a Dios, 
abandonó el claustro, y su hermano Carlos la casó con un joven de la corte; 
como tal acontecimiento la afligiera en exceso, el Señor se le apareció y le 
dijo: «Tú me la habías entregado; pues bien, yo la coloco donde me place». 
Pero a quien siempre amó la Santa con especial predilección fué a Cata­lina, 
la cual, casada con Edgardo de Eggartsnes, persuadió a su esposo a 
permanecer ambos vírgenes en el matrimonio. En el año 1350 se juntó con su 
madre en Roma; la acompañó después en sus peregrinaciones, y fué más 
tarde la primera abadesa del monasterio de Vadstena, fundado por Brígida, 
Murió en 1387 y fué canonizada hacia el 1476. Hónrasela el 24 de marzo.
SANTA Brígida, que descendía de sangre real, no contenta con 
hacer grandes limosnas y repartir sus bienes a los pobres, lleva 
a tal extremo la pobreza de su vida, que va de puerta en puer­ta 
pidiendo pan por amor de Dios, sin cuidarse de los que la me­nosprecian 
y escarnecen.
EN LA CORTE DE SUECIA 
AL casarse el rey Magno de Suecia con Blanca, hija del conde Namur, 
escogió a Brígida por ama de gobierno de la joven reina. Apenadí­sima 
al verse obligada a dejar su vivienda de Ulfasa y a su familia, 
presentóse en la corte del rey su primo, llevando consigo a Gudmaro, que 
poco después moría en fistocolmo. 
Los soberanos, de carácter inconstante y frívolo, despreciaron los auste­ros 
consejos de Brígida y ajustaron su conducta a otros menos rigurosos. 
Comprendió entonces el ama de gobierno que su presencia era inútil en la 
corte, y, de vuelta al seno de su familia, se impuso por espíritu de peniten­cia, 
y acompañada de su esposo, Ulfo, una larga romería. Mientras duró ésta, 
vistieron el hábito pardo y el manto de conchas, y contentáronse con una 
pobre y frugal comida. Sucesivamente veneraron en Colonia las reliquias de 
los Magos; en Tarascón, el sepulcro de Santa Marta; la gruta de María Mag­dalena 
en Pro venza, y vinieron por fin a nuestra Patria a orar ante el se­pulcro 
de Santiago en Compostela. De vuelta hacia Suecia, cayó Ulfo grave­mente 
enfermo en la ciudad de Arras; pero recobró milagrosamente la salud 
al hacer el voto de retirarse al monasterio de Alvastra para servir a Dios 
en él como penitente. Tres años más tarde, el 12 de febrero de 1344, des­pués 
de haber colocado en el dedo de su esposa un anillo de oro, como 
símbolo de mutua y eterna unión, expiraba en brazos de ella. 
Brígida permaneció un año ifiás en este lugar, y en él fué favorecida con 
prodigiosas revelaciones de los misterios de nuestra santa fe; pero cuando 
menos lo esperaba, le ordenó el Divino Maestro que abandonase la soledad 
y se reintegrase a la corte de Suecia. «Y ¿qué diré al rey?» —preguntó la 
Santa. —«Y o hablaré por tu boca» —le respondió el Señor. 
Sumisa y obediente. Brígida se presentó en la corte, vestida con el negro 
velo de viuda. Sin respeto humano habló con santa libertad y energía al 
débil monarca. Los campesinos abandonaban el cultivo de los campos, por­que 
el fisco les arrebataba sus salarios y ganancias. Brígida demostró al rey 
la injusticia que se cometía al transformar en impuestos ordinarios las rentas 
exigidas en un momento de penuria y extrema necesidad. No contenta con 
esto echó en cara al rey el falsificar moneda, despojar a los viajeros y per­mitir 
que fueran arrebatados a los náufragos los restos de sus bienes. Luego 
animó y casi obligó al rey a exceptuar de contribución territorial por diez 
años a cuantos volviesen a labrar y sembrar los campos. Y exigió de parte 
de Dios que el monarca respetase las costumbres tradicionales de la corte, 
por creer que podían servir de freno a la voluble fantasía del inconstante y
caprichoso príncipe; en virtud de estas costumbres no debía en adelante 
comer solo, sino en compañía de sus consejeros, con quienes trataría los ne­gocios 
del Reino. Dichos consejeros debían ser escogidos entre lo mejor. 
La muerte de su hijo Benito, acaecida el año 1346, la obligó a salir de la 
corte de Suecia para trasladarse al convento de Alvastra; pero al año si­guiente 
fué llamada por el soberano, debido a que, habiendo éste preparado 
una expedición guerrera contra los rusos, quiso darle apariencias de cruzada. 
La Santa le aconsejó examinase su conciencia, para ver si verdaderamente 
utacaba a los rusos por defender la fe. Sin escuchar a Brígida, precipitóse 
d rey sobre aquéllos; pero la aventura acabó en vergonzosa derrota. 
Desde Roma —donde Brígida residía a partir de 1350— intervino en la 
política de Suecia y de Europa entera, aunque se limitaba a transmitir a los 
reyes las enseñanzas, profecías y amenazas que Dios le dictaba. 
INFLUENCIA DE LA SANTA 
BRÍGIDA fué encargada por Dios de comunicar a los Papas sus adver­tencias 
y deseos soberanos. Clemente VI, residente en Aviñón, aceptó 
en materia disciplinaria los consejos de esta mujer inspirada por Dios. 
I rbano V fué en Roma primero y más tarde en Aviñón, el confidente prin­cipal 
de las revelaciones de la Santa, y, dócil a cuantas órdenes le dictaba 
cu nombre del cielo, reprimió severamente los desórdenes de la corte ponti­ficia. 
A Gregorio X I, sucesor de Urbano V, conjuró muchas veces de parte 
il.' Dios para que abandonase Aviñón y volviese a Roma; pero el Papa, de 
naturaleza indecisa, no se resolvió a ello en vida de la Santa, y fueron ne­cearías 
las apremiantes instancias de otra santa —Catalina de Sena— para 
<|iic, cuatro años mas tarde, obedeciese por fin. El 17 de abril del año 1371 
entró solemnemente en la ciudad de los Apóstoles, y Roberto Orsino, sobrino 
«Id Pontífice, que gobernaba la Ciudad Eterna, pudo decirle: «Hoy compren­do. 
Santísimo Padre, la profecía que la bienaventurada Brígida me notificó 
luce cinco años al anunciarme que no solamente os vería entrar en Roma, 
*ino que precisamente sería yo quien os acompañase en dicha entrada». 
Cuando la humilde sierva de Dios residía en la corte de Suecia, hablaba 
c o n santa audacia a los Ángeles de las siete Iglesias del reino, como San Juan 
lo había hecho a los Custodios de las siete Iglesias de Asia, y los obispos 
i 'cucharon con respeto las severas amonestaciones de la santa viuda. 
Recordaba a los sacerdotes y religiosos relajados que pagar las propias 
lleudas es estricto deber de conciencia, y, por lo tanto, que los derechos de 
los acreedores son antes que los de los pobres. Repetíales también que la 
pureza es indispensable a los ministros del Señor. De este modo, nada de
cuanto se relacionaba con el bien de la Iglesia escapaba a la solicitud de esta 
alma iluminada por el espíritu de Dios. 
Santa Brígida fundó el monasterio de Vadstena y la Orden de San Salva­dor; 
la regla por que se rigieron fué recibida por la Santa del mismo Jesu­cristo. 
Diríase que la Orden, esbozada tan sólo a la muerte de la Fundadora, 
esperaba para su desarrollo y prosperidad que las reliquias de la Santa fuesen 
depositadas cual fermento en la tierra de Vadstena; desde entonces se pro­pagó 
rápidamente y fundáronse en poco tiempo cuarenta monasterios. Aun 
hoy día cuenta con once casas, repartidas entre España y Méjico. 
PEREGRINACIÓN A ITALIA Y A TIERRA SANTA 
BRÍGIDA y su hija Catalina vivieron catorce años en Roma, desde 1350 
a 1364, entregadas por completo a la oración y buenas obras, en la» 
que, siguiendo cada una su inclinación y gusto particular, venían a ser 
complemento una de la otra. Del año 1364 al 1367, hicieron una larga pere­grinación 
por Italia. Detuviéronse en Asís, para venerar el sepulcro de San 
Francisco; en Ortona, que guarda las reliquias del apóstol Santo Tomás; en 
Monte Gárgano, célebre por la aparición de San Miguel; en Bari y Benevento, 
que conservan, respectivamente, las reliquias de San Nicolás y San Barto­lomé. 
Volvieron por fin a Roma camino de Nápoles. En todas partes dejaron 
la semilla de su edificante palabra, maravillosas revelaciones y milagros. 
Después de nueva permanencia de cuatro años en Roma, salió en 1376 
para Tierra Santa, acompañada de su hija Catalina y de sus dos hijos Carlos 
y Birgerio. En Nápoles, Carlos, llevado de su carácter apasionado, prepará­base 
a concertar una culpable unión con la reina Juana I, cuando Dios le 
llamó a Sí; las lágrimas de su madre le alcanzaron el morir en estado de 
gracia. Brígida supo por revelación haber obtenido de Dios misericordia pura 
su hijo. Los tres viajeros continuaron su camino y, el 13 de mayo de 1372. 
entraron en Jerusalén. Mientras permaneció en la tierra en que Jesús dejuru 
las huellas de sus pasos, Brígida asistió en continuados éxtasis a las princi­pales 
escenas de la vida del Salvador, escenas que describió en términos sor­prendentes 
en el libro de sus Revelaciones. 
Las Revelaciones de Santa Brígida, escritas por ella misma en lengun 
sueca, han sido traducidas de un texto latino a todas las lenguas europea». 
¿Con qué espíritu debemos leerlas? Véanse sobre este particular las enseñan­zas 
del papa Benedicto XIV: «No hay que dar a las revelaciones de Sania 
Brígida la misma fe que a las verdades de la religión; sin embargo, sería 
imprudente temeridad rechazarlas, pues están fundadas en motivos y prue­bas 
suficientes y razonables para que piadosamente se puedan creer».
ÜLTIMOS DÍAS Y MUERTE DE LA SANTA 
BRIGIDA murió en Roma poco después de su peregrinación a Tierra 
Santa. Algún tiempo antes de morir, recibió la visita de Gerardo. 
Nuncio Apostólico de S. S. Gregorio X I, quien, desde Aviñón, le man­daba 
en busca de los consejos de la vidente. Ésta le respondió con las siguien­tes 
palabras, que no pueden ser ni más claras ni más precisas: «Una mirada 
imparcial al mundo cristiano dice claramente que, sólo por el retorno del 
Papa a Italia, volverá la paz y tranquilidad a esta tierra». 
Los últimos días de la Santa se vieron turbados por fuertes tentaciones 
de orgullo y de molicie, tentaciones que no sintió en su juvenud. Como Cristo 
en el Calvario, se creyó un momento abandonada de Dios; pero acudió, sin 
embargo, a la Comunión y recibió, junto con la gracia del sacramento, fuerza 
y voluntad para sufrir. Desde este momento, su vida fué un éxtasis no in­terrumpido; 
volvió en sí después de recibir la Extremaunción, instante que 
aprovechó para dar a sus hijos, familiares y amigos sus últimas y supremas 
recomendaciones. Murió un sábado, 23 de julio, a los 71 años de edad. 
Fué enterrada en Roma en la iglesia de las Clarisas, del monasterio de 
San Lorenzo «in Panispema», en el Viminal; un año más tarde sus restos 
fueron trasladados al cementerio de San Salvador, en Vadstena (Suecia). 
Venérase en Roma la casa que habitó y la mesa de madera sobre la que 
quiso morir; su recuerdo perdura aún en las Catacumbas de San Sebastián, 
adonde iba a orar con frecuencia, y en San Pablo extramuros, donde se con- 
■crva el Crucifijo que le habló repetidas veces. Santa Brígida fué canonizada 
en 1391 por Bonifacio IX , y su fiesta, elevada a rito doble, fué establecida 
por Benedicto X I I I el 2 de septiembre de 1724. 
SANTORAL 
Santos Simeón, profeta; Evodio, obispo de Ruán, y Eterio, de L y ón ; Grato, 
obispo de Chalons, y Metropolo, de Tréveris; Artemón, presbítero y már­tir, 
en Laodicea; Pedro, mártir en Sevilla; Demetrio, procónsul, y Néstor, 
mártires en Tesalónica. Beato Alano de la Roche, dominico. Santas Brígida 
de Suecia, viuda; Tais y Pelagia, penitentes; Libaría — hermana de los 
santos Euquerio, Elofo y Susana— virgen, mártir en tiempos de Juliano 
el Apóstata; Triduana y Keina, vírgenes; Reparata, virgen, mártir en 
Cesarea de Palestina; Benedicta o Benita y Leoberia, vírgenes martirizadas 
cerca de L y ó n ; Palaciata y Lorenza, muertas en el destierro por la causa 
de la f e ; Porcaria y Paladia, vírgenes y mártires; Ragenfreda, virgen y 
abadesa en Flandes. Beata Beatriz de Silva, cisterciense y fundadora.
D IA 9 DE OCTUBRE 
SAN LUI S B E L TRAN 
DOMINICO, APÓSTOL DE AMÉRICA MERIDIONAL (1525-1581) 
EN la nobilísima ciudad de Valencia vivía por los años de 1525 un no-taño 
muy honrado y virtuoso llamado Juan Luis Bertrán, que ahora 
decimos Beltrán. Por expresa voluntad de Dios, que se le manifestó 
con repetidas apariciones de San Bruno y San Vicente Ferrer, Juan 
l.uis casó en segundo matrimonio con Ángela Exarch. De esta unión, con­traída 
por obediencia, nació el niño Juan Luis el día de la Circuncisión del 
uño 1525. Era la primera bendición con que el Señor premiaba la obediencia 
ilc don Juan; este hijo fué el primogénito de los nueve que tuvo. Los cuatro 
hermanos y cuatro hermanas del Santo llevaron todos ellos vida virtuosísima. 
En la iglesia de San Esteban, y en la misma pila bautismal que San Vi-rente 
Ferrer, pariente suyo, recibió este santo niño, junto con la regeneración 
ili-l bautismo, el nombre de su padre Juan Luis. 
Ya en la niñez dió seguras muestras de su futura santidad; porque si llora- 
Im, el medio usado por su madre para acallarle era presentarle una imagen del 
Salvador, de la Virgen María o de algún Santo. Las lágrimas cesaban al punto, 
y se convertían en alegría. Enseñóle su madre a decir los nombres de Jesús y 
Muría, y él los repetía con tanto amor, que enternecía a cuantos le oían.
Puede asegurarse que bebió con la leche materna el espíritu de oración 
y penitencia, pues casi desde la cuna viósele rezar y mortificarse. Siendo de 
siete años, tenía ya especialísima devoción a la Reina de los Ángeles, cuyo 
oficio rezaba diariamente con extraordinario fervor. Hasta su muerte con* 
servó tan piadosa costumbre. Era su entretenimiento visitar las iglesias y. 
conventos de Valencia, y no gustaba de la compañía y juegos de los niños; 
si le mandaban jugar con ellos, lo hacía con grande edificación, y reprendía 
a cuantos juraban o decían palabras descompuestas. Gustaba del retiro y 
de la oración. Sus padres le sorprendían con frecuencia arrodillado en los 
sitios más apartados de la casa, y se guardaban mucho de distraerle. Llegada 
la noche, burlaba la vigilancia materna y se acostaba en el duro suelo. 
LA PRIMERA COMUNIÓN. — SU HUIDA 
SIENDO ya de quince años, su director espiritual, el padre Ambrosio de 
Jesús, de la Orden de los Mínimos, admitióle a la primera comunión. 
El virtuoso mancebo preparóse con fervor extraordinario a esta acción 
importantísima que por entonces solía hacerse muy tarde. Cuando hubo reci­bido 
el cuerpo del Señor, sintió en su alma tales ansias de penitencia y sacri­ficio, 
que prometió vivir en adelante sólo para Dios. 
Desde ese día comulgó tres veces cada semana, lo cual no solía hacerse 
en aquel tiempo; y es que era tan ardiente el fuego de amor divino en el 
corazón de Luis, que su confesor lo avivaba gustoso cuanto podía. 
En la frecuente comunión bebió aquel santo joven la fuerza del sacrificio 
y los anhelos de abnegación que más adelante llenarían su alma. 
Su padre, no obstante ser varón virtuosísimo y piadoso, preparó a su 
hijo una carrera en el siglo. Admiraba en Luis la inteligencia despierta y el 
singular crédito y lustre que es galardón y premio de la virtuosa vida, y así 
le hizo estudiar las artes liberales. 
Sólo por obedecer a su padre se entregó Luis al estudio, en el que salió 
muy aventajado; pero al mismo tiempo ejercía estrecha vigilancia sobre sí 
mismo para no dejarse arrastrar al vicio. Leía con frecuencia libros devotos, 
porque en las lecturas espirituales hallaba su alma nuevo alimento que la 
henchía de fervor; ¡cuántas veces, a solas con el libro de las Sagradas Escri­turas, 
dejaba pasar largas horas en amorosos coloquios con el Divino Maes- ^ 
tro que se dignaba hablarle al corazón! I 
Cierto día, «el santo» —como le llamaban sus condiscípulos— salió de J 
la escuela y huyó de la casa paterna. Llevado del Espíritu de Dios, fué a 
encerrarse en una cueva donde hubiera querido pasar toda su vida; pero su 
padre le mandó buscar y le hallaron al fin a siete leguas de Valencia.
LA GRACIA DE LA VOCACIÓN. — PRUEBAS 
CON este suceso entendió su familia que no estaba Luis para contraer 
matrimonio; propusiéronle que entrase en el clero secular. Era ello 
una estratagema de los padres, que pretendían guardar consigo a su 
amado hijo, enfermizo y de complexión débil. Luis vino en ello de buen 
grado, pero con el pensamiento puesto en días mejores. 
Vestido ya con la librea de Jesucristo, acudía a los hospitales de Valencia, 
donde permanecía el día entero y casi toda la noche curando las llagas de 
los enfermos y consolándolos a todos con santas palabras. 
Murió, entretanto, su confesor, el padre Ambrosio de Jesús, y eligió en­tonces 
para director espiritual al padre López, de la Orden de Predicadores. 
I)e este santísimo varón se sirvió el Señor para traer a Luis a vida perfecta. 
Efectivamente, al poco tiempo, entendió el Santo que Dios le llamaba a la 
familia de Santo Domingo. 
Ya bien determinada su vocación, habló resueltamente de ella a su padre, 
que le negó licencia para seguirla. Luis maduró aquel propósito con la ora­ción 
y la paciencia. Cuanto más tardaba en cumplirse, más crecía el ardor y 
la intensidad de sus deseos. La negativa de su padre no apagó la voz interior; 
el joven seguía oyendo que Dios llamaba de continuo a la puerta de su 
corazón. 
Finalmente, se decidió a hollar la carne y sangre, y darse generosamente 
al Señor como la gracia se lo pedía. Recibió el hábito en el convento de Va­lencia 
a 26 de agosto de 1544 sin saberlo su padre, el cual terminó por darle 
consentimiento algo después. 
NOVICIO Y PROFESO. — AMOR A LA MORTIFICACIÓN 
LUIS fué en el noviciado modelo perfecto de todas las virtudes reli­giosas. 
El silencio era su conversación —escribe su hagiógrafo—; su 
alimento, el ayuno; la oración, su recreo, y las obras de caridad, su más 
agradable ocupación. Propúsose por ejemplar de vida la de su padre Santo 
Domingo y de los demás Santos de la Orden, especialmente la de su ilustre 
compatriota San Vicente Ferrer, a quien imitó en todo tan perfectamente, 
que el maestro de novicios, fray Juan Micó, solía decir: «Luis será en Valen­cia 
otro San Vicente Ferrer». 
Cuindn algunes novicios extrañaban aquella facilidad en un principiante, 
siendo así que ellos sólo hallaban arideces y sequedades, solía consolarlos
con estas palabras: «La paciencia en las sequedades y privaciones contribuye 
a menudo más a la salud del alma que los consuelos celestiales». 
Antes de terminar el noviciado tuvo la alegría de saber que sus padres le 
dejaban totalmente libre de entregarse a Dios. Más todavía: tuvieron bas­tante 
fortaleza de ánimo para asistir a la profesión solemne de Luis, y re­gocijarse 
con él en aquel sacrificio común (27 de agosto de 1545). 
El santo religioso trataba a su cuerpo enfermizo con asperísima austeri­dad. 
Vestía de ordinario un cilicio y otras veces se ceñía una cadena de 
hierro. No le bastaban los siete meses de ayuno de la Orden, sino que ayu­naba 
otros muchos días. Como para su alma, ávida de mortificación, era 
excesiva la frugal comida de los frailes, contentábase a menudo con pan y 
agua. Tomaba rigurosísimas disciplinas hasta derramar sangre. Con estas pe­nitencias 
conservó su carne sin corrupción y su alma pura, y murió virgen 
como había nacido. 
PRIMERA MISA 
ACABADO el estudio de la Teología, promoviéronle a los Órdenes Sa­grados 
y fué ordenado sacerdote en 1547, siendo de veintidós años 
de edad. Cantó la primera misa el 23 de octubre. 
Muy gozosa y consolada quedó su alma con recibir este sacramento subli­me; 
aun estaba Luis gustando interiormente estos divinos consuelos, cuan­do 
tuvo noticia de que su padre se hallaba gravemente enfermo. Partióse al 
punto a Valencia, y le asistió como buen hijo hasta que murió. 
A poco de morir, le reveló Nuestro Señor los grandes tormentos que pa­decía 
el difunto en el purgatorio. Luis empezó desde aquel día a ofrecer 
misas, oraciones, ayunos y penitencias para alivio del alma de su padre; esto 
hizo por espacio de ocho años, al fin de los cuales tuvo el consuelo inmenso 
de ver a su padre muy alegre, libre ya de aquellos tormentos. 
SAN LUIS, MAESTRO DE NOVICIOS 
CONOCÍAN los Padres de Valencia la extraordinaria virtud del siervo 
de Dios, y así le nombraron en 1548 primer prior del convento' de 
Lombay, fundado por el duque de Gandía, San Francisco de Borja. 
Por los años de 1550, volvió a Valencia nombrado maestro de novicios, 
aunque sólo tenía veinticinco años. Cumplió tan a gusto de los superiores y 
con tanto celo aquel cargo, que después le eligieron otras seis veces y siera» 
pre con grandísimo fruto de la Orden.
DICE el indio a San Luis Beltrán. « Este mi niño se muere, y me 
ha dicho un buen espíritu en el monte, que tú has venido aquí 
y si le bautizas se salvará». Bautizóle y le puso por nombre Miguel. 
Murió luego, pero, quedó el Santo muy consolado de que el primero 
que bautizaba juera al cielo.
Era muy rígido y exigente con los novicios en materia de observancia» 
pero con ser tan inexorable y austero, todos le amaban entrañablemente. 
Predicaba más con el ejemplo que con la palabra, y era tan humilde, que 
mandaba a los novicios que notasen sus faltas y se las dijesen, y les supli­caba 
no usasen con él de honras y muestras de respeto; ni siquiera permitía 
que le besasen la mano. 
Por haber sobrevenido la peste en Valencia, donde causó grandes estragot 
por espacio de tres años, determinaron los Superiores enviar unos cuanto* 
religiosos a lugares más sanos y saludables. Al padre Beltrán mandáronle ul 
convento de Albaida, del que fué superior. Volvió a Valencia en 1560. 
MISIONERO EN LAS INDIAS 
UVO por entonces noticia de la necesidad que había en las Indias de 
ministros evangélicos y, como le consumía el corazón el celo por lu 
salvación de las almas, dolíale el ver que tantos paganos vivían sin 
conocer al Dios verdadero. Determinó partirse para aquellas lejanas tierra»i 
oró al Señor y entendió ser aquella su divina voluntad. Previa licencia de 
su prelado, y con mucho sentimiento y lágrimas de sus hermanos y novicio», 
se embarcó en Sevilla el año de 1562. 
Destináronle primero al convento de Cartagena, en la actual Colombia, 
donde empezó el duro aprendizaje de los trabajos que exigía entonces la 
evangelización de los indios. 
Al verse solo en medio de los naturales, Luis Beltrán puso en el Señor 
su confianza. Fuéles a predicar, pero ni él sabía la lengua de los indios, ni 
ellos entendían el castellano. No tuvo más remedio que tomar consigo un 
intérprete. A los pocos días cayó en la cuenta de que éste le engañaba, dandi) 
a sus palabras sentido contrario; acudió al Señor, y el Espíritu Santo l« 
otorgó el don de lenguas. La gracia divina acompañó desde entonces >«»• 
sermones del apóstol y las conversiones se multiplicaron. 
El padre Beltrán evangelizó los territorios de Tubara, Cipacón, Paluate, 
Mompós, Serta, Santa Marta, Tenerife y algunos más. Sería difícil precisar 
el número de conversiones logradas por este insigne y valeroso misionero, 
Sólo en Tubara bautizó más de tres mil y en Santa Marta más de quino# 
mil. El primero que bautizó fué un niño moribundo. Su padre muy afligidp 
lo trajo en brazos y, postrándose a los pies del Santo, le dijo: «Un bue» 
espíritu me ha dicho que mi hijo se salvaría si Luis derramaba un poco ito 
agua sobre su cabeza». Bautizóle y luego murió. San Luis quedó muy con­solado 
de que el primero que bautizaba se iba derecho al cielo. 
Con ver tantas conversiones, andaba el demonio fuera de sí de odio J
mojo contra el siervo de Dios. Primero incitó a los indios a que armasen 
luios a Iá castidad del Santo provocándole por medio de malas mujeres; 
■l<'*pués se le apareció el mismo diablo en figura de ermitaño, diciéndole que 
drjuse aquel país, donde los indios premiaban su celo y sus padecimientos 
mostrándose con él brutales y llenándole de injurias. Luis Beltrán burló 
"<|iicllos artificios del maligno espíritu; con sólo hacer la señal de la cruz, 
uhiiyentó al ángel de las tinieblas transformado en ángel de luz. 
No fueron menos admirables las maravillas que obró en las misiones de 
ripticón, Paulate y demás poblados indios. Los naturales le vieron un día 
■irrobado en éxtasis, levantado varios pies del suelo. 
A vista de tantos prodigios, muchísimos paganos dieron de mano a las 
nicrílegas supersticiones y abrazaron la religión cristiana. Por consejo del 
pudre Beltrán, quemaban los ídolos y los templos de los dioses, y juraban 
i|uc no volverían jamás a darles culto. 
Pasados siete años de tan maravilloso apostolado, pensó volverse a Espa-itu 
con licencia de su General. La principal razón que adujo para ello fué el 
no poder sufrir su caridad y celo la crueldad e impiedad de algunos gober­nadores, 
que a pesar de las órdenes formales de los Reyes Católicos, oprimían 
demasiado a los indios y embarazaban la predicación del Evangelio. 
VUELVE A ESPAÑA. — NUEVOS CARGOS 
HABIDA licencia de sus superiores, como dijimos, se embarcó el Santo 
con rumbo a la Península. Llegó felizmente a Sevilla a 18 de octu­bre 
de 1570. De aquí pasó a Valencia, donde le recibieron con gran­des 
muestras de cariño y alborozo. 
Ya el año siguiente fué elegido prior del convento de San Onofre, poco 
■listante de aquella ciudad. Acabado su priorato, volvió el Santo a Valencia, 
y luego le hicieron maestro de novicios por segunda vez el año de 1573. Allí 
iniinifestó el Señor la santidad de su siervo con el don de profecía y penetra­ción 
de los espíritus. 
Los Padres de aquel convento envidiaban la suerte de los novicios, y 
lunibién ellos quisieron tener por superior a tan santo varón; así que se in­dustriaron 
para que le nombrasen prior del convento, como se hizo. Conven­cido 
de su ineptitud, corrió el padre Beltrán a echarse a los pies de los 
(railes, y les suplicó con lágrimas que se apiadasen de él. Finalmente, viendo 
<|tie los Padres no querían quitarle aquella carga del priorato, diciendo que 
nadie era más digno que él de llevarla, fuése el Santo ante una imagen de 
Sun Vicente Ferrer y, con grande fervor, le hizo esta oración: «Padre San 
Vicente, yo renuncio en vos al priorato; vos seréis el prior y yo ejecutaré
vuestras órdenes». San Vicente oyó su ruego; la imagen se inclinó y abrazó 
al padre Beltrán, el cual se levantó lleno de consuelo y confianza. 
Favorecióle también el Señor con el don de la palabra, de la que siempre 
se aprovechó el Santo para mover los corazones al bien y convertir almas. 
Su manera de vida era por entonces sencillísima. La frugalidad y aun la 
austeridad presidían su mesa. Jamás consintió que le sirviesen carne o pes­cado; 
bastábanle unas legumbres y el agua clara de la fuente. Menos exigente 
era todavía respecto de la cama: una tabla nudosa y una arquita de madera 
donde reclinar la cabeza, eran su lecho «los días de relajamiento» —decía él 
decía— , porque de ordinario dormía en el duro suelo. 
POSTRERA ENFERMEDAD. — EL CIELO EN LA TIERRA 
TANTA mortificación en medio de trabajos tan penosos, acabó con la* 
pocas fuerzas que siempre había tenido. A poco de terminar el prio­rato, 
sobrevínole recia calentura, mas no por eso dejó sus penitencia* 
y austeridades. Vivió en adelante como simple religioso, edificando con su 
perfecta observancia a los frailes, entre los que se consideraba como el últi­mo, 
y a cuantos se le acercaban, grandes y pequeños. 
En 1580 tuvo aún fuerza para predicar la Cuaresma en Játiva; el año si­guiente 
lo hizo en la catedral el día de la Epifanía, y en la iglesia de los 
Templarios, con ocasión de la fiesta de la Orden de Montesa. No pudo, sin 
embargo, predicar la Cuaresma en la iglesia de San Esteban, donde había 
sido bautizado, y mandó a otro religioso, también enfermo, prometiéndole 
especial asistencia del Señor, como así sucedió. 
Su hermano Jaime, sacerdote y director del hospital de clérigos de Va­lencia, 
hízole entrar en aquel establecimiento en mayo de 1581; pero lo* 
médicos le aconsejaron otro clima y otros aires, y así le trasladaron al campo 
y alojaron en una quinta, propiedad del Beato Juan de Ribera, patriarca d« 
Antioquía y arzobispo de Valencia. Pero fué en balde; porque pasado poco 
tiempo tuvo que regresar al hospital más enfermo todavía, y, finalmente, al 
convento, donde murió a 9 de octubre de aquel mismo año. 
Aquella pérdida causó grandísimo dolor entre sus hermanos y en el pueblo 
todo, que admiraba su extraordinaria santidad. 
Muchos y grandes milagros obró el Señor en el sepulcro de San Luis Bel-trán; 
uno de los más notables fué la conservación de su sagrado cuerpo, coni* 
probada debidamente en 1582, 1647 y 1661. 
Beatificó a Luis Beltrán el papa Paulo V en 1608; el mismo Sumo Pontí* 
fice y su sucesor Gregorio XV, encargaron a los auditores de la Rota qua 
llevasen adelante la causa del siervo de Dios, examinando la validez del pro»
«.•so incoado en Valencia el año de 1596. Los jueces delegados declararon 
que podía procederse a la canonización. Su informe fué presentado al Pon­tífice 
a 13 de agosto del año 1621, y el expediente entregado a los pocos 
meses a la Sagrada Congregación de Ritos. 
La causa permaneció inactiva por espacio de treinta años, hasta que el 
pupa Alejandro V II mandó llevarla adelante. 
Vinieron luego los decretos de Urbano V I I I y Clemente IX , que exigían 
para la canonización de los siervos de Dios, milagros posteriores a su beati­ficación, 
y esto fué causa de otro proceso sobre nuevos milagros atribuidos 
ul Beato Luis Beltrán. 
Finalmente, fué canonizado por la Santidad de Clemente X en la basílica 
Vaticana a 12 de abril de 1671, junto con los santos Francisco de Borja, 
(jiyetano de Tiene, Felipe Benicio y Rosa de Lima. 
Para el clero secular español, a la fiesta de este Santo le señaló Alejan­dro 
V III el día 10 de octubre, y no el 9, fecha de su fallecimiento. El mismo 
Sumo Pontífice declaró a San Luis Beltrán patrono de Nueva Granada (Co­lombia) 
el día 3 de septiembre de 1690, y mandó que su fiesta fuese de 
precepto en dicho país, y que se celebrase con rito doble de primera clase. 
El Martirologio romano trae su fiesta a 9 de octubre; en la archidiócesis 
ilc Valencia se celebraba el último domingo de octubre, pero desde que existe 
lu fiesta de Cristo Rey, la festividad de San Luis Beltrán se celebra el tercer 
domingo de dicho mes. 
Se suele representar a este Santo ya con un cáliz del que sale una serpien­te, 
ya con un Crucifijo cuya parte inferior aparenta una culata de escopeta: 
cutos objetos recuerdan dos milagros con los que el Señor protegió visible­mente 
a su fidelísimo siervo. 
SANTORAL 
‘■•intos Juan Leonardo, fundador de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios; 
Dionisio Areopagita, obispo de París, Rústico, presbítero, y Eleuterio, 
diácono, mártires; Luis Beltrán, confesor; Abrahán, patriarca; Gisleno. 
obispo de Atenas y apóstol en Bélgica; Adalberón y Nidgario, obispos de 
Augsburgo; Bonnolo y Amoldo, obispos do Metz, y Víctor, de Verdún; 
Demetrio, obispo de Alejandría; Sabino de Barcelona, ermitaño; Diosdado, 
abad de Montecasino; Silvano y Flaviano, diáconos; Domnino, mártir en 
Milán; Lamberto y Valerio, discípulos de San Gisleno en Bélgica; Andró-nico 
— marido de Santa Atanasia— confesor. Beato Juan Lobedán, francis­cano. 
Santas Larda, mártir con San Dionisio Areopagita y muchos otros; 
Atanasia, mujer de San Andrónico; Publia, abadesa Austregikla, princesa 
y madre de San Lupo, obispo de Sens.
Duque cuarto de Gandía Tercer prepósito General de la Compañía de Jesús 
DIA 10 DE O C T U 5 R E 
SAN FRANCISCO DE BORJA 
TERCER GENERAL DE LOS JESUITAS (1510-1572) 
CRISTIANO fervoroso; religioso observante y penitente; varón emi­nente 
e insigne Santo, que en hora providencia! contribuye al 
florecimiento de la Iglesia católica, así aparece San Francisco de 
Borja a quien de cerca lo estudia dentro del marco de su época y 
tic su ambiente. Su padre, nombrado Grande de España el año de 1521, era 
sobrino del papa Calixto III; por él emparentó también Francisco con Ale­jandro 
VI. Bisabuelo materno suyo fué el rey don Fernando V el Católico. 
Como muy acertadamente dice un biógrafo, la santidad penetró en la fa­milia 
Borja con la abuela paterna del Santo, doña María Enríquez, la cual 
permaneció en España con sus dos hijos mientras estuvo en Roma su mari-rido 
don Juan I, entonces segundo duque de Gandía, asesinado en dicha 
ciudad a 14 ‘de junio de 1497. La virtuosa viuda crió a los dos huérfanos, 
y más adelante dejó a su hija abrazar la Orden de las Clarisas, y siguióla ella 
ni poco tiempo. Murió santamente el año de 1537, habiendo anunciado que 
i el mayor de sus nietos «consolidaría la Casa de los Borjas, y llegaría a ser 
1 «¡loria y prez de España y de la Iglesia». 
i En Gandía, ciudad del reino de Valencia, nació este ilustre Santo a 18 de
octubre de 1510. Los duques de Gandía criaron a su primogénito en el santo 
temor de Dios. El mayor contento del niño era oír hablar del cielo. Gustába­le 
hacer altarcitos e imitar a los sacerdotes en las ceremonias eclesiásticas; 
y, siendo de diez años, repetía en casa los sermones que había oído. Su 
padre tenía las ideas de aquel tiempo respecto a la vocación de los primo­génitos 
de familia noble, y así solía decirle con donaire: «Armas y caballos 
te hacen falta, Francisco, y no Santos y sermones. Sé devoto, pero no dejes 
de ser cumplido caballero.» 
Con creces pagaba el niño a sus progenitores el trabajo de su educación. 
Queríalos con delirio, pero con amor verdadero y sobrenatural. Habiendo 
muerto su madre el año de 1520, tuvo tanto miedo Francisco de que se halla­ra 
padeciendo en el purgatorio que, para librarla de él, oraba y disciplinaba 
su cucrpecito sin compasión. 
A raíz de aquella muerte y de algunos trastornos políticos, llevóle el 
duque a Zaragoza y lo dejó en poder de su tío don Juan de Aragón, arzobis­po 
de aquella ciudad, para que continuase allí sus estudios. 
EL PRESO DE LA INQUISICIÓN. — MARQUÉS DE LOMBAY 
EMIÓ el duque don Juan que Francisco abrazase la carrera eclesiás­tica, 
y, así para impedírselo como para acostumbrarle a vida más 
conforme con las usanzas del siglo, solicitó de Carlos V, en favor de 
su hijo, el año 1522 las funciones de paje de honor de la infanta doña Catali­na. 
Pero ésta tuvo que dejar a España el año 1525 para casarse con Juan III, 
heredero de la corona de Portugal. Don Juan de Borja llamó a su hijo, y le 
hizo terminar los estudios con el arzobispo de Zaragoza. Menos de tres años 
después, a 8 de febrero de 1528, le envió su padre a la corte del emperador, 
a la sazón en Valladolid. En este viaje, al pasar por Alcalá, se encontró con 
un pobre caballero que los ministros de la Inquisición llevaban a la cárcel: 
el hijo del duque de Gandía se paró a mirar al desgraciado con aire tan bon­dadoso, 
que impresionó vivamente a un doctor de la Universidad. El preso 
era Ignacio de Loyola, futuro fundador de la Compañía de Jesús; aquel 
doctor fué después discípulo de Ignacio, y Francisco, su segundo sucesor. 
Sus cualidades morales, sus aptitudes físicas, tanto como su buen inge­nio, 
presagiaban al joven caballero brillante carrera en la corte. Pero menu­deaban 
los peligros morales en aquel ambiente, y pronto cayó en ello el 
santo mozo. Por eso determinó defenderse del vicio por todos los mediofc 
La recepción devota de los sacramentos y la devoción a María fueron su* 
armas principales. Aquella vida no le impedía, sin embargo, cumplir fiel­mente 
sus obligaciones.
Prendado Carlos V de las virtudes y caballerosidad de Francisco, casóle 
con una señora portuguesa, doña Leonor de Castro, dama muy favorecida de 
lu misma emperatriz Isabel. Efectuóse el casamiento el mes de julio de 1529. 
I'.l siguiente año, ascendió el emperador a marquesado la baronía de Lombay, 
que Francisco había recibido como dote, y nombró al nuevo marqués mon-lero 
mayor de palacio y caballerizo mayor de la emperatriz. 
LECCIÓN DE LA MUERTE. — VIRREY DE CATALUÑA 
L joven marqués de Lombay siguió al emperador Carlos V en su expe­dición 
a Francia. Más tarde, afligióle en Segovia grave enfermedad, 
y con esto determinó apartarse del siglo cuanto le fuera posible. Fué 
desde entonces más dado a la piedad y a la lectura de libros santos y em­pezó 
a confesarse cada mes, cosa de muy pocos usada en aquel tiempo. No 
tru amigo de jugar; prefería la caza y la música. Desde el año 1532 comenzó 
ii componer algunas obras para órgano que han sido muy usadas en las igle­sias 
de España; la Missa sine nómine, atribuida a Rolando Laso, pertenece, 
a lo que se cree, a las obras del duque de Gandía * 
Poco a poco le iba el Señor trayendo a vida perfecta. Otro suceso, tan 
trágico como imprevisto, impresionó vivamente su alma: la muerte de la 
emperatriz doña Isabel, acaecida en Toledo el primero de mayo de 1539, es-lando 
el emperador en Cortes, con fiestas y regocijos extraordinarios. 
El cuerpo de la emperatriz se había de enterrar en la capilla de los reyes 
en Granada. Era costumbre hacer aquella jornada con grande acompaña­miento. 
Carlos V dió este delicado encargo al marqués de Lombay, caballe­rizo 
mayor de la emperatriz. Francisco partió para Granada con lucida es­colta 
de oficiales y caballeros nobles y principales. La gente acudía en tropel 
por donde pasaba, para dar el postrer adiós a su bienhechora. Llegados a 
(■ranada el 16 de mayo, la fúnebre comitiva adelantó hasta la catedral entre 
dos filas de soldados. 
Al hacerse al día siguiente en la capilla de los Reyes el reconocimiento 
del cadáver de la emperatriz, horriblemente descompuesto, sintió Francisco 
de Borja aquel hondo desengaño de la vanidad del mundo; momento decisi­vo 
que fué trasladado al lienzo por el inspirado pincel de Moreno Carbonero. 
Aquel desengaño, sin exteriorizarse en las actitudes dramáticas que fantasea 
Cicnfuegos, pasó todo en lo interior, obrando aquella insigne conversión no 
ile vida pecadora en cristiana, sino de vida buena en perfecta, que el Santo 
recordaba años adelante en su Diario espiritual* Todos los caballeros allí pre­sentes 
juraron que allí quedaba enterrado el cadáver de la emperatriz. 
Después que el marqués de Lombay oyó el elocuente sermón predicado
al día siguiente —18 de mayo— por el apóstol de Andalucía, Beato Juan de 
Ávila, le comunicó toda su alma y el plan de vida que se había trazado de 
más oración, lección espiritual y mortificación conforme a la luz recibida 
del Señor. Entonces dióle Juan de Ávila un consejo que contenía tres: luchar 
contra la ambición, contra la envidia y contra la afición a los placeres. 
El marqués de Lombay se propuso seguirlos fidelísimamente. 
El día 26 de junio de 1539, Francisco fué nombrado virrey de Cataluña, 
y por aquel mismo año caballero de la Orden de Santiago, lo que le asegu­raba, 
aun materialmente hablando, grandísimas ventajas. 
(Cataluña se hallaba desde tiempo atrás infestada de bandoleros y salteado­res, 
y no había camino seguro. Francisco emprendió contra ellos una lucha 
sin tregua que le dió mucho que hacer. Algunos facinerosos pagaron con la 
vida sus crímenes; por cada uno de ellos mandó el virrey decir treinta misas. 
No se limitó a eso el trabajo de Francisco. Puso orden en la gente de guerra, 
arregló el puerto y baluartes de Barcelona, y fortificó el Rosellón. Tuvo 
también que luchar contra el relajamiento de algunos conventos. El marqué» 
de Lombay era esclavo de su obligación; no obstante, mostrábase bondadoso 
con los presos, suavizando cuanto podía ciertos castigos corporales usados en 
aquel tiempo. Con la muerte de su padre, acaecida a 7 de enero de 1543, 
pasó a ser cuarto duque de Gandía. 
PROFESIÓN RELIGIOSA Y SACERDOCIO 
HABIENDO administrado a Cataluña con notable acierto y llevado n 
feliz término algunas empresas militares, tomó ocasión de la muer­te 
de su padre, para retirarse. Suplicó al Emperador le diese licen­cia 
para irse a su estado, y conocer y gobernar a sus vasallos. El Emperador 
convino en ello, y, el mismo año de 1543, dejó Francisco el gobierno de 
Cataluña y se fué a Gandía. 
Murió la duquesa doña Leonor a 27 de marzo de 1546. Francisco no 
aspiró desde entonces sino a darse totalmente a Dios cuando sus obligaciones 
de estado se lo permitiesen. Entretanto, siguió llevando vida santa y sen­cilla 
dentro del fastuoso cuadro digno de su noble condición, y buscando 
colocación para sus hijos. Desde el año 1541 pertenecía a la Tercera Orden 
franciscana y seguía los consejos del humilde fray Juan de Trejeda; per» 
más íntimas relaciones tenía ya con los Padres Jesuítas y con su fundador 
San Ignacio; mostrábase con ellos sumamente liberal. El día 2 de junio 
de 1546 hizo voto de entrar en la Compañía, y, por consejo de San Ignacio, 
se dió al estudio de la Teología. El mismo santo fundador suplicó al papu 
Paulo I I I que diese licencia al duque para hacer los votos de la Compañía, ,
AL abrir la caja de plomo descúbrese el rostro de la emperatriz 
tan desfigurado, que causa horror a los que le miran. Ante 
espectáculo tan lastimoso, penetra luz divina a San Francisco de 
Borja, que dice y repite en su corazón. « Nunca más servir a Señor 
que se pueda morir».
aunque permaneciendo aparentemente seglar, y facultad para administrar 
por mientras disponía las cosas de sus estados y casa. Obtenido el privilegio. 
Francisco profesó a 1.° de febrero de 1548. A 20 de agosto de 1550 se graduó 
de doctor en la Universidad de Gandía por él fundada, y a 31 de agosto 
dejó a Gandía y partió para Roma, sin que nadie sospechara el principal 
motivo del viaje. 
En Roma le recibieron con los honores debidos a su noble condición, con­tra 
su voluntad que era entrar de nochc y sin ruido. Escogió para su habita­ción 
la casa de la Compañía de Santa María della Strada; dió principio al 
Colegio romano, que San Ignacio solía llamar Colegio Borja, y que, tomando 
nombre del papa Gregorio X I II, se llamó Universidad gregoriana. 
Quizá adivinó o conoció el papa Julio I I I el propósito del duque de 
Gandía; el emperador don Carlos pidió con grande instancia para Francisco 
el capelo cardenalicio. El Pontífice se resolvió a hacerlo con grande aproba­ción 
del colegio de los cardenales. Esto dió ocasión al Santo para hacer 
publica su determinación de entrar en la Compañía. Para ello necesitaba li­cencia 
del Emperador: el duque la pidió por carta de 15 de enero de 1551. 
Recibió la respuesta hallándose en Oñate a 11 de mayo del mismo año, con 
lo cual renunció a su bienes ante notario, quitóse la barba y se vistió el 
hábito de la Compañía. Merced a una dispensa, que le permitía recibir uno 
tras otro los sagrados órdenes, recibiólos en menos de dos semanas, y se 
ordenó de sacerdote en Oñate a 23 de mayo de 1551. 
RELIGIOSO. — PRUEBAS 
HABIDA cuenta de la influencia que podía ejercer un señor tan prin­cipal 
trocado en el humilde «Padre Francisco», el general de bi 
Compañía no le asignó Provincia alguna de la Orden, sino que le 
dió libertad para ejercer el ministerio como fuese de su agrado. El nuevo 
sacerdote se hizo apóstol de Guipúzcoa, donde logró indecible fruto con la 
predicación y el ejemplo. También predicó diversas veces en Pamplona a ins­tancias 
del virrey de Navarra don Bernardino de Cárdenas; en Burgos, Va-lladolid 
y otros pueblos de Castilla, y en Andalucía. Pasó luego a Portugal, 
llamado por los reyes, y admiró a todos con su humildad y doctrina. 
Otra vez se trató de ofrecerle el capelo cardenalicio; Julio I I I pidió al 
Emperador cuatro españoles para hacerlos cardenales, y Carlos V encabezó I* 
lista con el duque de Gandía. San Ignacio no se determinaba; Francisco ca­taba 
pronto a obedecer a su superior. Éste zanjó la cuestión en sentido ne­gativo. 
y por su orden, a 22 de agosto de 1554, el Padre Francisco emiH4 
los votos simples que se añaden a los tres solemnes: de allí adelante n#
podía aceptar dignidades eclesiásticas, a no ser que el Papa le obligase a ello 
no pena de pecado. 
Murió San Ignacio a 31 de julio de 1556, y fué elegido para sucederle el 
l’adre Laínez. Un voto tuvo en el escrutinio el Padre Francisco de Borja, 
quizá el del mismo padre Laínez que quería con ello designar de antemano 
ku futuro sucesor. Entretanto, Francisco fué confirmado en su cargo de 
comisario general de la Orden en España y en las Indias Orientales. Vió en 
Ávila a Santa Teresa de Jesús y aprobó su vida espiritual. 
El emperador Carlos V mandó llamar a Francisco a Yuste y a Valladolid 
los años 1555 y 1557, y le nombró testamentario suyo. Estando ya en la 
ugonía, llamóle otra vez. Falleció el emperador a 21 de septiembre de 1558, 
y el Padre Francisco predicó en los funerales que se celebraron. 
No le faltaron pruebas con las que el Señor quería desasir más y más su 
corazón de las cosas del siglo. El año de 1558 murió una hija suya, y, al año 
siguiente, uno de sus yernos. Vinieron luego sus propias enfermedades. En 
ftvora, donde predicó la Cuaresma del año 1560, le sobrevino un ataque de 
parálisis. Llamado a Roma en el mes de junio siguiente por el Padre Laínez, 
tuvo que detenerse en camino por haberle acometido la gota. 
PREPÓSITO GENERAL.— SU MUERTE 
URANTE la ausencia del Padre Laínez, que se hallaba en el Concilio 
de Trcnto, el Padre Francisco ejerció el cargo de Vicario general 
de la Orden. El papa Pío IV le trató con benevolencia; pero trabó 
amistad el Santo en Roma sobre todo con el dominico Miguel Ghisleri, que 
había de ser San Pío V. 
Francisco fué nombrado asistente general de España y Portugal el año 
de 1564. Sólo desempeñó este cargo unos meses, porque el Padre Laínez 
murió a principios de 1565, y luego el Asistente pasó a ser Vicario general 
por segunda vez. Cinco meses más tarde, a 2 de julio, se celebró en Roma 
Capítulo general de la Compañía, y en él fué elegido Francisco Prepósito 
general de la Orden por 31 votos de los 39 electores; entre éstos se hallaban 
San Pedro Canisio y el Beato Ignacio de Acevcdo. 
No fué San Francisco de Borja el superior melancólico y decrépito que 
ulguna vez se ha querido pintar, sino muy cumplidor, solícito de su respon­sabilidad, 
sumamente activo, mansamente autoritario, persuasivo, diplomá­tico, 
humilde y bondadosísimo. A los superiores solía aconsejar que fuesen 
muy afables: «No echéis recta la plomada —les decía— ; dejadla ondear...» 
Trabajó por espacio de dos años en la nueva redacción de la regla de la 
C/ompañía, dió principio a la casa noviciado de Roma, y entre los nuevo*
novicios tuvo a San Estanislao de Kostka; a instancias del rey don Feli­pe 
II, dió fuerte impulso a las misiones de América, y, más adelante, juntó 
sus esfuerzos a los del papa San Pío V para provocar la necesaria reforma en 
la Iglesia. 
El año de 1571, mandóle Su Santidad que acompañase al cardenal Ale­jandrino, 
sobrino suyo, en su legación a España, Francia y Portugal, con el 
fin de formar una liga contra los turcos que amenazaban gran ruina a la cris­tiandad. 
En Valencia le recibieron sus hijos acompañados de la flor de la 
nobleza de la ciudad. A instancias del patriarca Beato Juan de Ribera, pre­dicó 
en la iglesia mayor con extraordinario concurso de fieles, deseosos de 
oír al «santo duque». 
A 8 de febrero, llegaron a Blois de Francia, residencia de la corte del 
rey Carlos IX. San Francisco exhortó a los reyes con vivas razones a con­servar 
la fe católica en su reino. 
La vuelta a Roma fué trabajosísima. Sobrevínole en este viaje recia 
calentura, con lo que fuéle menester pasar el verano en Ferrara en casa 
de su primo el duque don Alonso de Este. Su estado era tan grave que no 
quiso el duque participarle la muerte de San Pío V, a quien había sucedido 
Gregorio X I II. Pasando por Loreto, llegó a Roma ya moribundo, a 23 de 
septiembre de 1572. Muchos cardenales y embajadores acudieron a visitarle 
en su agonía. Finalmente, habiendo recibido el santo Viático y la Extrema­unción, 
y bendecido a todos los Padres presentes y ausentes, dió su alma 
al Creador, poco antes de media noche del 30 de septiembre de 1572, siendo 
de sesenta y dos años de edad. 
PROCESO DE SU CANONIZACIÓN. — CULTO 
UNA curación notable obrada el año 1607 en la persona de la duquesa 
de Cea, nuera del duque de Lerma, dió mucho que hablar en 
España y fué causa de la instrucción del proceso en varias diócesis 
desde 1608 a 1611. Hallándose la duquesa en un parto dificilísimo con grave 
peligro de muerte, trajéronle un hueso del bienaventurado Padre Francisco, 
y, habiéndose encomendado a la intercesión del siervo de Dios, quedó viva 
y sana, teniendo todos esto por milagro. 
El 22 de abril de 1617, las reliquias de San Francisco fueron entregadas 
a su nieto el duque de Lerma, que edificó en Madrid la iglesia de San 
Antonio, donde mandó arreglar un sepulcro para recibirlas. 
A 31 de agosto de 1624, se promulgó un decreto que declaraba poder 
proceder a la beatificación y canonización de Francisco de Borja; conforma 
a los usos de entonces, dicho decreto le otorgaba ya el título de Beato.
Con fecha 23 de noviembre del mismo año, Urbano V II I concedió licen­cia 
a las casas de la Compañía de Jesús y a los estados de la familia Borja 
|turu venerar públicamente al nuevo Beato. 
La duquesa de Gandía ofreció para recibir las reliquias de San Francisco 
una urna de plata, la misma en que hoy día están depositadas. Solemní- 
►I mas fiestas se celebraron en Madrid los meses de septiembre y octubre 
ilt'l año 1625. 
El famoso decreto del papa Urbano V III reformó el proceso de las causas 
tic los Santos, y retrasó de unos años el de Francisco de Borja; se llevó 
iniciante desde el 26 de febrero de 1647. 
El papa Clemente X canonizó al santo duque de Gandía y prepósito 
general de la Compañía de Jesús por Carta apostólica de 20 de junio de 1670; 
los cultos solemnes se celebraron en Roma a 12 de abril del siguiente año, 
ni mismo tiempo que para los santos Cayetano de Tiene, Luis Beltrán, 
Felipe Benicio y Rosa de Lima. 
Las solemnidades celebradas en Madrid el mes de agosto de 1671 con 
ocasión de la canonización de San Francisco de Borja, fueron extraordina­rias 
y solemnísimas: levantáronle no menos de diecisiete altares. 
El año de 1672, las reliquias de San Francisco de Borja fueron trasla-iludas 
a la nueva residencia de los Padres Jesuítas. Cuando la supresión 
ilu la Orden, el año 1767, pasó la iglesia a los padres del Oratorio. El rey 
.losé Bonaparte requisó, el año de 1809, los objetos preciosos de las iglesias; 
felizmente los Padres tuvieron idea de pintar el relicario de color de bronce 
y con eso lo salvaron del embargo. Cuando la Revolución de 1835, la urna 
ile plata fué también librada del pillaje; al siguiente año volvió a la iglesia 
ilc San Antonio. Unos años permanecieron las sagradas reliquias en ia 
Iglesia de Jesús Nazareno, y, finalmente, a 30 de julio de 1901, fueron depo­sitadas 
en la nueva iglesia de la Compañía de Jesús. 
SANTORAL 
'Jintos Francisco de Borja, de la Compañía de Jesús; Paulino, obispo de York; 
Claro, primer obispo de Nantes; Cerbonio, obispo de Verona, y Paulino, 
de C a p u a ; Pinito, obispo de Cnosa; Eulampio, mártir; Gereón, Víctor, 
Casio, Florencio, Malo y compañeros — de la Legión Tebea— , márti­res; 
Daniel y compañeros, mártires, honrados en Ceuta; Juan de Brid-lington, 
confesor. Beato Hugo de Macón, compañero de San Bernardo y 
obispo de Auxerre. Santas Eulampia, mártir con su hermano Eulampio; 
Tancha, mártir de la virginidad en la diócesis de Troyes (Francia); Tel-quida, 
virgen y abadesa; Irene, virgen, mártir en Tesalónica (Véase en 
cinco de abril, pág. 372); Septimia y Segunda, mártires en África.
DÍ A 11 DE O C T U B R E 
SAN ALEJANDRO SAULI 
B E R N A B IT A Y OBISPO D E A L E R IA Y P A V ÍA (1534-1592) 
LA noble familia de los Sauli era oriu Ja de la ciudad de Génova. 
Domingo Sauli, dotado de un carácter íntegro y gran habilidad para 
los negocios, se estableció' en Milán, donde bien pronto ganó el 
aprecio de Francisco I I Sforza y del mismo emperador Carlos V, 
que le nombraron Señor de Puteoli y miembro del senado de Milán; ejerció 
también durante varios años una de las más importantes magistraturas 
de la ciudad. Tomasa Espinóla, su mujer, era igualmente noble y estimada. 
El 15 de febrero del año 1534 tuvieron un hijo, al que llamaron Alejandro 
y educaron esmeradamente, como a un gentilhombre cristiano correspondía. 
A los catorce años le enviaron a Pavía en calidad de estudiante, para pro­seguir 
los estudios literarios, y dar principio a la Filosofía y al Derecho, 
('orno era inteligente, dócil y piadoso, hizo rápidos progresos, y terminó 
brillantemente las humanidades cuando apenas contaba diecisiete años. 
Volvió entonces a Milán, y Carlos V le nombró paje suyo. Podía aspirar, 
en este mundo, al más lisonjero porvenir; empero, lo abandonó todo para 
consagrarse a Dios y a la salvación de las almas. En consecuencia, solicitó 
y obtuvo en el año 1551 autorización para entrar en religión, e ingresó en
la Congregación de Clérigos Regulares de San Pablo, conocidos con el nombre 
de Bernabitas, por haber sido cuna de la Orden la iglesia de San Bernabé, 
en Milán. Antes de ser admitido, se le sometió a una prueba singular, que 
uno de sus biógrafos, cuenta de esta manera: 
«Como se dudase si admitir o no al joven gentilhombre por creerle 
educado muellemente, un Padre tuvo una súbita inspiración. Cogiendo una 
cruz de madera que le servía para predicar penitencia al pueblo, le ordenó 
que la tomase y cargado con ella recorriese las calles de Milán sin volver 
al convento hasta tanto que hubiese dado una prueba convincente de sus 
deseos de consagrarse al servicio de Dios. 
Era el 17 de mayo de 1551, fiesta de Pentecostés, por cuyo motivo 
había en la ciudad gran afluencia de forasteros. Alejandro no dudó un 
instante, tomó la cruz, cargóla sobre sus hombros sin reparar en el lujoso 
traje de paje imperial que vestía y, con paso grave, se dirigió al centro 
de la ciudad. En la plaza del mercado, entonces lugar de reunión, vió a 
un charlatán que entretenía a la multitud: le hizo descender de su tablado, 
ocupó su puesto, elevó la cruz en presencia de la multitud atraída por la 
novedad del espectáculo y dió principio a su sermón, hablando con acento 
vibrante de la fragilidad de las cosas de este mundo, de la necesidad de 
servir a Dios y salvar el alma, del valor infinito del tiempo y de la eternidad. 
La palabra convencida del improvisado predicador llegó a los corazones 
conmoviéndolos, ya que a su vuelta a San Bernabé iba acompañado de 
muchos de sus oyentes que pedían confesión para reconciliarse con Dios. 
Vencidas así las dudas que pudiera suscitar su vocación, fué admitido sin 
más dilaciones, e ingresó aquel mismo día en el noviciado.» 
En recuerdo de este hecho memorable, los postulantes Bernabitas llevan 
sobre sus hombros una larga y pesada cruz en la ceremonia de su admisión 
al noviciado, al ir del oratorio al coro de la iglesia. 
EL NOVICIADO. — LA PROFESIÓN PERPETUA 
NO faltó quién pusiera objeciones a la vocación del joven postulante. 
¿Cómo —se decían— habiendo sido educado en un palacio y estando 
acostumbrado a que le sirvan muchos criados, va a poder soportar 
la vida religiosa, humilde y austera, y que exige, por otra parte, tantos 
renunciamientos? Además —añadían— , ¿por qué escoger una Congregación 
naciente en lugar de una Orden más antigua y más célebre? «Un año hace 
—respondía Alejandro— que Dios me inspiró el deseo de abandonar ti 
mundo: en todo este tiempo no he cesado de pedir a Nuestro Señor me 
hiciera conocer lo que fuese más conforme a su voluntad y más útil a mi
salvación. Ahora bien, cada día me he sentido más inclinado a consagrarme 
al servicio de Dios en la Orden de los Clérigos Regulares; sin duda hubiera 
podido encontrar en otras Órdenes una regla más severa y austeridades 
corporales más rigurosas, pero aquí tendré sobre todo que inmolar mi propia 
voluntad, que es el sacrificio más agradable a Dios.» 
Cierto día, un padre Bernabita le hizo esta pregunta: 
—¿Qué virtudes os parecen más excelentes? 
—La humildad y la castidad —respondió Alejandro—, pues por ellas, 
y de manera especialísima, agradó la Virgen Santísima a Dios nuestro Señor. 
Durante su noviciado se esforzó generosamente en corregir sus defectos 
naturales y, muy en especial, el orgullo y la timidez. Para conseguirlo, supli­caba 
al maestro de novicios que le encomendase los empleos más humillantes 
y pesados del convento. Una de las cosas que más le costaban, era vencer el 
sueño a la hora de levantarse por la mañana; pero, no contento con ser 
puntual a la primera señal, pidió como favor especial el cargo de despertar 
a los Hermanos, con lo que se obligaba a levantarse antes que los demás. 
Asiduo en la oración y meditación, encontró en ellas fuerza y luz; y, 
perseverando en tales prácticas, todos los días de su vida hízose inagotable 
la fuente fecunda de su celo y fervor. Bastábale contemplar el crucifijo 
para sentirse inclinado a imponerse toda clase de generosos sacrificios por 
umor de Dios. El 29 de septiembre de 1554, a los tres años de prueba man­dados 
por las Reglas de los Bernabitas, Alejandro Sauli se consagró perpe­tuamente 
a Dios por los votos religiosos. 
SACERDOTE, PROFESOR Y PREDICADOR 
RECIBIÓ entonces orden de los superiores de prepararse para el sacer­docio 
mediante sólidos estudios de filosofía y teología; sus adelantos 
fueron tan rápidos que, aun no habían transcurrido dos años cuando, 
juzgando suficiente su preparación, fué ordenado el 22 de marzo de 1556. 
Creyéndole los superiores con disposiciones para ser un excelente profesor, 
le obligaron por obediencia a optar al grado de doctor en teología. En con- 
Hccuencia, le enviaron a Pavía para que se perfeccionase en las ciencias 
«agradas; allí sostuvo en 1563 varias controversias, y en 1566 fué elegido 
ilrcano de la Facultad de Teología. Entre los doctores escolásticos seguía 
ii Santo Tomás, cuya Suma se sabía casi de memoria; de los Padres de la 
Iglesia, leía con preferencia a San Gregorio, San Juan Crisóstomo y Casiano. 
I'.nseñaba con sencillez y humildad llevando siempre a sus discípulos el 
pensamiento de los grandes doctores y no el suyo propio. 
Dedicaba los ratos de ocio al ejercicio del ministerio sacerdotal con
extraordinario celo apostólico; en la predicación distinguióle siempre una 
habilidad singular para conmover y convertir a los pecadores. Defendía I» 
fe contra todos sus detractores, y fué guía de la juventud estudiosa, qu« 
se reunía en la iglesia de Santa María de Campanova, centro de intensa 
vida cristiana; complacíase también el doctor de la Universidad en predicar 
el Evangelio a los niños y aldeanos de los pueblos del contorno. 
SUPERIOR Y OBISPO 
EN el mes de mayo de 1567 y cuando sólo contaba treinta y tres año* 
de edad, fué elegido por sus Hermanos rector del Colegio de lot 
santos Pablo y Bartolomé de Milán y Superior general de la Congr** 
gación. La ciencia y las virtudes del nuevo superior fueron descubierta! 
muy pronto por el arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, que le tomó 
por confesor y le dió pruebas de ilimitada confianza; poco después le invi­taba 
a predicar en la catedral de Milán, y tan maravillosos efectos produ­jeron 
sus sermones, que el santo arzobispo derramaba lágrimas de alegría. 
El Padre Sauli gobernaba la Congregación de la que era Superior, oon 
vigilante firmeza, manteniendo a toda costa la observancia de laa reglas 
y las primitivas costumbres de la Orden, pero juntaba al rigor una bondad 
tan paternal, que ganaba el afecto y estima de todos los corazones. Vigilaba 
con especial cuidado a los jóvenes religiosos, temeroso de que resultase defi­ciente 
la formación de los mismos, ya en lo tocante a los estudios, ya princi­palmente 
en el servicio de Dios; en más de una ocasión se le vió compartir 
sus juegos. Por orden suya, rezábase el oficio divino pausada y devotamenlr 
para que los fieles pudiesen seguirlo con mayor facilidad y provecho. 
La fama del celoso clérigo llegó pronto a oídos del papa San Pío V, 
quien, necesitado por aquellos días de un hombre verdaderamente apostó­lico 
para enviarlo a Córcega, escenario a la sazón de grandes males de orden 
religioso, eligió a Alejandro Sauli y nombróle obispo de Aleria el 23 df 
diciembre del año 1569. El Santo, que por una parte se espantaba de I* 
responsabilidad del obispado y por otra deseaba mantener entre sus Her­manos 
el desprecio a los honores y dignidades, escribió inmediatamente «I 
Papa, enviándole con todo el respeto debido la renuncia que hacía del cargo 
con que le había honrado y favorecido. Los Bernabitas, a su vez, suplicaron 
a Pío V que no privase a la Orden de un hombre, de quien tanta necesidad 
tenían. Por respuesta, recibió una orden formal del Papa por la que aa 
mandaba al humilde religioso aceptase el cargo en el que, sin duda ninguna, 
le esperaban más trabajos, peligros y disgustos que honores; sometióM 
Alejandro, y San Carlos Borromeo le confirió la consagración episcopal.
SAN Alejandro Sauli, a quien todos denominan « ángel de paz» 
y « protector del pueblon, determina consagrarse a la evange-lización 
de la isla de Córcega, y dirige él mismo la construcción 
de la hermosa catedral y del edificio que le había de servir para 
residencia episcopal.
APÓSTOL DE CÓRCEGA 
LA isla de Córcega recibió la luz del Evangelio en los primeros siglos 
del cristianismo, y la ciudad de Aleria fué uno de los obispados m4a 
antiguos de la isla; pero, al llegar a ¿lia Alejandro Sauli, la encontró 
arruinada, destruida y casi por completo deshabitada. No tenía catedral 
donde celebrar los divinos oficios ni vivienda dorfide habitar el obispo y loa 
religiosos Bernabitas que habían de ayudarle en lis misión. Provisionalmente 
fijaron su residencia en la pequeña aldea de Ta-Uone, y en casa alquilada) 
una vez establecido, el santo obispo giró inmediatamente visita a la diócesis. 
Mas, ¡qué espectáculo tan doloroso para su corazón de padre! Por doquier 
encontraba montañeses semibárbaros, violentos y vengativos, sumidos en 
la más crasa ignorancia, hasta el punto de que desconocían las verdades fun­damentales 
de la religión. El clero, escaso en número estaba poco impuesto 
en sus graves obligaciones; y las iglesias parecíain abandonadas. 
El mensajero de Cristo no se desanimó, antes bien confió en la protección 
y ayuda de Dios e, imitando al Buen Pastor, «mpezó por buscar a todua 
los extraviados, para lo cual, visitaba cada año toda la diócesis recorriéndola 
a pie, a veces por senderos escarpados e inaccesibles a las mismas caballerías. 
El acompañamiento del Santo en tales correrías «era pequeño, por no aumen­tar 
los gastos, ya que sólo consentía en aeepíar graciosa hospitalidad el 
primer día de la visita; si ésta se prolongaba, satisfacía de su peculio loa 1 
desembolsos ocasionados. Pronto la gran bonda>d de Alejandro al afrontar 
tanta fatiga por salvar a los rudos insulares, conmovió, incluso a los m i* 
insensibles. Reunidos en cuadrillas, poníanse a l«os pies del Santo para escu­char 
sus enseñanzas, y prometían olvidar los (rencores y querellas y ol**> 
decer las leyes de la Iglesia Llamábascle, comúnmente, el «Ángel de Pa/.», 
Al llegar a una parroquia, dirigíase primeramente a la Iglesia para 
predicar al pueblo en ella reunido; luego, oía en confesión a los numeroM* 
penitentes que lo solicitaban. Al día siguiente celebraba misa, durante la 
cual distribuía la Sagrada Comunión. Terminado el santo sacrificio, confia 
maba en la fe a sus queridos diocesanos. Informábase de todo, reprimía 
sos. recordaba las prácticas verdaderas de la vicia cristiana e instruía en nnt 
deberes de estado a los propios párrocos. Como quiera que no se bastubf 
para la cvangelización de toda la diócesis, acud'ó al celo de los Padres ('.*« 
puchinos, los cuales le secundaron con gran abnegación. ■ 
Convencido de que, tarde o temprano, el jiueblo termina por imitar ■ ■ 
sus pastores, el santo obispo se propuso desde los primeros días de tW 
ministerio episcopal la reforma del clero; para ello, convocó sínodos dioewfl
•unos en los que daba conferencias a los sacerdotes sobre las obligaciones 
«le su ministerio y los medios eficaces de apostolado. Durante ese tiempo, 
> siempre que algún sacerdote iba a visitarle, acogíale con generosa hospi-lululad 
y llegó a dormir en el suelo para cederles su propia cama. 
('orno obra de gran importancia emprendió la fundación de un seminario: 
pura asegurar el porvenir de dicho establecimiento, no retrocedió ante los 
numerosos sacrificios pecuniarios que exigía. Residió sucesivamente en las 
ciudades de Tallone, Algajola y Corte, fijando por fin su residencia en 
(Vrvione, donde construyó una catedral cuyo culto encomendó a un cabildo 
tic Canónigos. Obra suya fué también la edificación del palacio episcopal. 
No contento con el trabajo de la predicación, escribió diversas obras para 
instrucción del clero y de los fieles; entre ellas: Constituciones diocesanas, 
i  amen de ordenandos, D octrina católica romana. Compendio de las verda- 
<lfs necesarias para la salvación y Cartas Apostólicas. 
Aun tuvo tiempo el santo prelado para peregrinar varias veces a Roma, 
ron el fin de rezar sobre la tumba de los Apóstoles y dar cuenta de su 
diócesis al Sumo Pontífice. Estos viajes constituían verdaderas misiones, 
•i tenemos en cuenta el fruto que producían por doquier las predicaciones, 
consejos y ejemplos del santo obispo. En Roma convirtió a la fe cristiana 
ii cuatro judíos de los más influyentes en la sinagoga. Génova, Milán y Roma 
experimentaron también muchas veces los efectos de su celo apostólico. 
San Felipe Neri le profesó un tierno cariño y el mismo papa Gregorio X I I I , 
habiéndole oído predicar, quedó gratamente impresionado. Las ciudades de 
Cénova y Tortona le pidieron por obispo, pero el Santo no quiso aceptar 
y renunció también al cardenalato que le ofrecía el papa Gregorio X IV . 
Siempre que sus nuevas obligaciones se lo permitieron, mantúvose fiel 
■i la regla que había profesado y llevaba en todo vida pobre y austera. 
Con muy poco satisfacía sus necesidades; el sobrante de las rentas empleá­balo 
en limosnas y buenas obras. Cierto señor de calidad, muy amigo suyo, 
ofrecióle un día costear el ornato de su habitación con tapices y colgaduras 
ilc fabricación española. «N o —respondió el austero prelado— , prefiero vestir 
ii los pobres a recubrir de telas las paredes de mi cuarto.» 
Partidario del esplendor en el culto divino, procuró a numerosas iglesias 
ilc su diócesis los ornamentos y vasos sagrados de que carecían para la 
celebración de los santos misterios. A todos acogía con bondad suma y 
paciencia inalterable; no rechazaba a nadie y siempre que estuvo en su 
mano dió largamente cuanto le pedían los menesterosos. 
Los padres Bemabitas le enviaron una vez un joven religioso de noble 
liimilia y le suplicaron le confiriera los sagrados órdenes. 
«—¿Por qué vienes a mí? —le preguntó el obispo de Aleria. 
—Por obedecer a mis superiores —respondió el religioso.
— ¡Oh!, ¡qué feliz eres tú que puedes obedecer! —dijo el obispo suspi­rando— 
; también yo quisiera estar sometido ai yugo de la obediencia.» 
Diariamente rezaba con gran fervor el oficio divino, de rodillas y descu­bierto 
durante todo el rezo. Con frecuencia añadía el resto del salterio, o. 
por lo menos, los salmos penitenciales. A no ser que estuviese enfermo, 
celebraba todos los días la santa misa, cosa no acostumbrada en aquella 
época, y preparábase a ella mediante la oración y la confesión. Tan piadoso 
acto realizábase con frecuencia en su capilla particular, con asistencia de 
un solo sacerdote, íntimo amigo suyo, el cual con frecuencia había de recor­darle 
cuando volvía de sus éxtasis ordinarios, la parte de las oraciones en 
la que había sido arrebatado. 
Dormía de cuatro a cinco horas; después se dirigía a la capilla y per­manecía 
en oración dos y hasta tres horas seguidas, rodeado a veces de luz 
y resplandor celestiales; al anochecer dedicaba otra hora a la plegaria, y los 
escasos tiempos libres que le dejaban sus ocupaciones consagrábalos también 
a Dios dirigiéndole fervorosas jaculatorias. 
EL SIERVO DE MARÍA. — EL PROTECTOR DEL PUEBLO 
AL igual que todas las almas que verdaderamente aman a Jesús, 
Alejandro Sauli profesaba tierna y filial devoción a la Santísima 
Virgen. Todos los días rezaba, en honor de la Reina del Cielo, el 
rosario, las letanías y otras oraciones; y, para alcanzar su protección, ayu­naba 
el sábado y las vigilias de sus fiestas, lo que no le impedía guardar 
ante todo y fielmente los ayunos prescritos por la Iglesia y otros muchos 
que él mismo se imponía. 
Cuando se veía precisado a viajar por mar, no consentía en embarcarse 
sin que antes se hubiesen confesado todos los marineros de la nave; cele­braba 
después la santa misa y distribuía en ella la Sagrada Comunión. 
Una sequía pertinaz amenazaba un año aniquilar las cosechas; en tan 
apurado trance, muchos habitantes del país acudieron al obispo para pedirle 
conjurase aquel peligro que iba a sumirles en la miseria. El santo prelad i 
ordenó un ayuno de tres días, al que se debía dar término con una proce­sión 
expiatoria: debía salir de la Catedral para terminar en la iglesia de 
San Francisco. El Santo recorrió aquel trayecto completamente descalzo. 
Cuando terminaron de rezar las oraciones para pedir la lluvia, se le oyó 
exclamar por tres veces seguidas: «¡Señor, misericordia!» Inmediatamente 
se obscureció el sol y comenzó a llover tan copiosamente que durante tre» 
horas seguidas no pudo salir la muchedumbre del recinto de la iglesia. 
Más de una vez fué la isla teatro y víctima de las devastaciones de loi
corsario# y piratas. En cierta ocasión, veinte galeras berberiscas se acer­raban 
a Córcega con propósitos de robo y pillaje; el terror entre los natura'.es 
tuzóse general; incluso llegaron a ofrecer un caballo al obispo para que 
huyese y se pusiese a salvo; mas él, sin inmutarse, se puso a rezar en una 
rupilla; de allí se encaminó tranquilo y sereno a la playa, y recomendó a 
lodos que tuviesen confianza en Dios. Inopinadamente se desencadenó una 
fuerte borrasca que hizo naufragar a todos los barcos piratas. Por estos y 
otros hechos parecidos era conocido nuestro Santo con el sobrenombre de 
«Angel tutelar de la isla». 
OBISPO DE PAVÍA, — SU MUERTE 
DESEOSO el papa Gregorio X IV de conservar las fuerzas y la vida 
del santo obispo, trasladóle, en el mes de julio de 1591, al obispado 
de Pavía, en Italia. La salida de Alejandro fué un verdadero duelo 
|inrn Córcega, que le lloró como a padre. Murió Alejandro Sauli en Calosso, 
ni el condado de Asti, estando de visita pastoral, el 11 de octubre de 1592. 
El cadáver fué enterrado en la catedral de Pavía, donde aun se venera. 
Dios nuestro Señor honró su tumba con multitud de milagros. 
La causa de beatificación fué introducida, siendo papa Gregorio X V , 
rl 18 de marzo de 1623. Benedicto X IV le beatificó el 23 de abril de 1741; 
y. finalmente, el 11 de diciembre de 1904, Pío X le canonizó solemnemente 
til mismo tiempo que a San Gerardo María Mayela. 
SANTORAL 
I ii Maternidad de la Santísima Virgen María. Santos Alejandro Sauli. obispo y 
confesor; Bruno, arzobispo de Colonia; Nicasio, obispo de Ruán, Quirino, 
presbítero, y Escubículo, diácono, mártires; Fermín, obispo de Uzés; 
Germán, obispo de Besanzón y mártir; Gramacio, obispo de Salerno Mi­guel, 
monje propagador de la fe en Etiopía; Paldo y Cánico, abades; 
(¡umaro, confesor; Diego Alemán, dominico; Anastasio, presbítero, Plácido 
V Ginés, soldados, mártires Nectario y Sisinio I, patriarcas de (Y.nsíar.- 
tinopla, Agilberto, apóstol de Irlanda y obispo de París; Sármata, discí­pulo 
de San Antonio Abad y mártir; Taraco, Probo y Andrónico, mártires 
en Cilicia bajo Diocleciano; Emiliano de Rennes, confesor. Beato Andrés 
de Lozoya, franciscano. Santas Piencia, virgen y mártir; Edilburga, prin­cesa 
de Inglaterra, virgen y abadesa; Zenaida y Filonila, hermanas, que 
eran parientas y discípulas de San Pablo; Placidia, virgen, hermana <> 
San Leoncio.
Solícito obispo e incansable apóstol civilizador 
D IA 2 DE OCTUBRE 
S AN WA L F R I D O 
OBISPO DE YORK (634-709) 
W ALFR IDO, uno de los santos ingleses más eminentes, condujo 
al camino de la verdad a gran número de almas sumergidas en 
las tinieblas del paganismo y del error. Fué, además, esforzado 
paladín de los derechos de la Iglesia Romana, cuya autoridad 
se estableció en Inglaterra gracias a sus apostólicos trabajos. En torno al 
Santo, gravita toda la historia del norte de la isla a fines del siglo V II. 
Vió Walfrido la primera luz, hacia el año 634, en Ripon, ciudad impor­tante 
del reino de Deira, uno de los dos que comprendía Nortumbria —hoy 
país de Yorkshire— . Su nacimiento fué célebre por un hecho maravilloso. 
La casa parecía que iba a ser pasto de las llamas; los vecinos, asustados, 
corrieron solícitos para apagar el supuesto incendio; mas pronto el susto 
se trocó en admiración al ver cómo las amenazadoras llamas respetaban 
el edificio y reuniéndose en apretado haz se elevaban hacia el cielo. Supieron 
entonces el nacimiento del niño y todos consideraron el prodigio como feliz 
presagio de los futuros y gloriosos destinos del recién nacido. 
Descendiente de una de las familias más nobles del reino nortumbriano, 
le hubiera sido fácil conquistar fama y renombre en la carrera de las armas,
pero su carácter dulce y pacífico se avenía mal con la carrera militar. Na 
obstante, a los 13 años, y para librarse de los malos tratos que recibía de 
su madrastra, se fué a York a la corte del rey Oswy, rodeado de suntuoso 
acompañamiento. Pasado apenas un año, obtuvo, por mediación de la reina 
Eanfleda, consentimiento para retirarse al célebre monasterio de Lindisfame. 
Hasta entonces no había conocido y practicado otra disciplina religiosa 
que la de los Escotos; pero al cabo de algún tiempo, sospechó de la orto­doxia 
de sus prácticas y creyó ver algunas imperfecciones en la vida de 
los monjes celtas. No se engañaba; aquellos religiosos se apartaban, en 
muchos puntos, de la liturgia de la Iglesia romana, especialmente en la 
celebración de la fiesta de Pascua. Deseando saber a qué atenerse, y no 
queriendo obligarse temerariamente con lazos indisolubles a seguir una senda 
dudosa, resolvió abandonar el país natal para estudiar a fondo las tradi­ciones 
y reglas eclesiásticas en la propia Roma. El viaje a la Ciudad Eterna 
era entonces largo y no exento de peligros. Walfrido demostró con su reso­lución 
que, a pesar de sus cortos años —sólo tenía diecisiete— , no le faltab.i 
ni valor ni fe; así vino a ser uno de los primeros anglosajones que tuvieron 
la dicha y el honor de orar en la tumba de San Pedro y de recibir la 
bendición de su sucesor. Su ejemplo suscitó no pocos imitadores y las pere­grinaciones 
de Inglaterra a Roma fueron muchas durante el siglo V II. 
PEREGRINACIÓN A ROMA 
RECOMENDADO a Ercomberto, rey de Kent, por la reina Eanfleda, 
fué recibido con todos los honores por este monarca, que le retuvo 
a su lado cerca de un año, en la ciudad de Cantórbery. Dedicó 
Walfrido este tiempo al estudio de la disciplina de la Iglesia y de los intér­pretes 
de las Sagradas Escrituras, y reanudó luego su viaje a Roma acom­pañado 
de Benito Biscop. quien, a ejemplo suyo, quiso beber en los ma­nantiales 
de la verdad, y mereció que su nombre figurase más tarde entró­los 
más eminentes de su siglo, por su ciencia y santidad. 
Atravesaron a Francia y llegaron a Lyón, donde permanecieron otro 
año estudiando bajo la dirección del obispo San Delfín. Benito marchó 
primero, pero a Walfrido, que en gran manera había ganado el corazón de 
Delfín, quiso éste retenerle a su lado y ofrecióle su sobrina por esposa, y 
el nombramiento de gobernador o jefe de una provincia. Mas, por muy 
atrayentes y tentadoras que fueran semejantes proposiciones, Walfrido lux 
rechazó, pues ya había resuelto entregarse por completo a Dios. El obispo 
Delfín no insistió, antes bien animó a su huésped en sus buenos propósitos, 
y facilitó los medios de realizar su ansiada peregrinación a Roma.
Corría el año 654 cuando Walfrido entró en la ciudad de los Papas: su 
primer acto fué ir a arrodillarse ante el sepulcro del Príncipe de los Após- 
Ics, visita piadosa que renovó cada día, mientras permaneció en la ciudad 
*anta, con el fin de encomendar Inglaterra a Dios y pedirle suscitase nuevos 
émulos del monje Agustín para evangelizar a aquella gran nación. Un día, 
ni salir del templo, entabló amistad con el arcediano Bonifacio, consejero y 
Nceretario del papa San Martín I, hombre muy docto en Sagrada Escritura 
y (linones. Walfrido se hizo su discípulo. Al año siguiente, suficientemente 
instruido, salió de Roma después de haber recibido la bendición del Papa. 
A su regreso, permaneció tres años en Lyón con San Delfín, quien le confirió 
la tonsura eclesiástica, acariciando la idea de tenerle por sucesor en la sede 
episcopal. Pero en el año 658 decretóse una cruel persecución, y el obispo 
fué martirizado en Chalóns del Saona por orden del cruel Ebroín, mayor­domo 
de Palacio del Rey. Cuando parecía que Walfrido iba a correr suerte 
Ncmejante, súpose que era sajón y fué puesto en libertad, circunstancia que 
aprovechó el Santo para volverse a su país natal. 
KS ORDENADO SACERDOTE. — CONFERENCIA DE WHITBY 
PENAS llegado a su patria, fué enviado a Edimburgo, a la corte 
del rey Alfrido, hijo y sucesor de Oswy. Este príncipe, partidario 
de los usos y costumbres de la Iglesia romana, veía con pena las 
divergencias existentes en su reino en lo tocante a disciplina eclesiástica. 
I’ura acertar en la obra de reforma tan meditada, érale necesario un hombre 
que hubiese bebido en las genuinas fuentes de la verdad; su acertada elec­ción 
cayó sobre Walfrido, y entre éste y el rey existió, de allí en adelante, 
estrecha unión y amistad. Concedióle el rey una gran propiedad en la ciudad 
«le Stamford para que edificase un monasterio, y confióle también la reforma 
de la abadía de Ripon, habitada por monjes escoceses de rito celta. Wal­frido 
estableció en ella la regla benedictina en toda su pureza, y pronto las 
prácticas celtas fueron reemplazadas por ritos romanos. Al monasterio acu­dieron 
muchos religiosos que vivieron en perfecta armonía de sentimientos 
con la Santa Sede. Vinieron a ser como la levadura que había de fermentar 
y producir un movimiento de reacción contra el falso proceder de los monjes 
bretones e irlandeses. 
Cinco años más tarde, cediendo al deseo del rey, Walfrido fué ordenado 
Hiicerdote en Ripon por Agilberto, obispo de los sajones occidentales. El 
nuevo ministro del altar dióse a conocer por un hecho que, al mismo tiempo 
que personalmente le llenaba de gloria, era presagio de lo que habían de 
oer sus futuros combates. Dividía a los irlandeses la fecha en que había de
celebrarse la Pascua y, aunque no era cuestión de doctrina, el asunto en­cerraba 
cierta importancia para la unidad de la Iglesia, porque mientras una 
parte de los fieles celebraba ya la fiesta de Pascua, otros estaban aún en 
Cuaresma. Para terminar, pues, con estas anomalías, el rey Alfrido convocó 
en el año 664 una conferencia-controversia en el monasterio de San Hildo, 
Streaneshafen (hoy Whitby), a la orilla del mar. Los obispos irlandeses 
Coimano y Celdo acudieron a ella acompañados de sus clérigos. Mucho 
tiempo habló Coimano alegando en su favor las costumbres irlandesas y la 
autoridad del ejemplo dado por San Juan Evangelista y San Columbano. 
Walfrido, encargado por Agilberto de refutar tales argumentos, demostró la 
necesidad de seguir en todo a la Iglesia romana. El orador —según expresión 
de San Beda el Venerable— citó las palabras del Salvador: «Tú eres Pedro, 
y sobre esta piedra edificaré mi iglesia». El rey intervino entonces y, con 
intencionada y oportuna curiosidad, preguntó: 
— «¿Es verdad, Coimano, que el Señor dijo a Pedro esas palabras? 
—No lo puedo negar —respondió Coimano. 
— ¿Podrías —replicó el rey— citarme otras semejantes dichas a vuestro 
padre Columbano? 
—No. 
—¿Admitís, pues, los dos —prosiguió el soberano— que las llaves del 
reino de los cielos se dieron a Pedro? 
—Sí —respondieron.» 
Entonces el rey concluyó con estas palabras: «Pues yo os declaro que 
no quiero hacer la contra a quien es Portero del cielo, sino más bien obedí-cerle 
en todo». El rey, con la mayoría de la Asamblea y hasta el mismo 
obispo escocés Celdo, siguieron el parecer de Walfrido. Los monjes irlandeest 
y unos treinta nortumbrianos de la comunidad de Lindisfame, siguieron a 
Coimano, el cual, después de dimitir, se retiró a Irlanda. 
OBISPO. — EVANGELIZA LOS REINOS DE KENT Y DE MERCIA 
EL gran papel desempeñado por Walfrido en esta memorable asamblea] 
fué causa de su elevación al episcopado, ya que, un año más tarde, al 
vacar la silla de York, fué, por consentimiento universal, designado t 
para ocuparla; pero, no queriendo recibir la consagración de manos de nin* 
gún obispo del norte por creerlos cismáticos, pasó a Francia donde, en la 
ciudad de Compiegne, le confirió la dignidad episcopal Agilberto, obispo electo 
de París. Un año permaneció en las Galias, y, al volver a Inglaterra en el 
año 666, naufragó en las costas de Sussex, cuyos habitantes, aun paganos» le 
condenaron a muerte; pero el obispo logró volver a bordo y fué a desem*
?*>wrwrvrirL-nrirkrkj 
CUANDO el príncipe Dagoberto I I tenía cuatro años, quedó 
huérfano. Sus enemigos, envidiosos, le mandaron rasurado a un 
monasterio de Irlanda. San Walfrido le educó conforme a su dig­nidad 
y tras grandes luchas obtuvo que, según justicia, los francos 
de Austrasia le proclamasen rey.
barcar en la ciudad de Sandwich, en el reino de Kent. AI llegar a Nortum­bría, 
encontró la sede de York ocupada por Ceadda —San Chad— . El rey 
Oswy había admitido las conclusiones de la conferencia de Whitby, pero con 
la segunda intención de aprovechar cualquier ocasión propicia que se presen­tase 
para favorecer de nuevo las pretensiones celtas. £1 proceder del recién 
elegido al ir al extranjero para recibir la consagración de manos de un pre­lado 
de rito diferente al suyo, le había herido y disgustado grandemente, 
y, tomando como pretexto la larga permanencia de Walfrido en las Galias, 
le sustituyó en el obispado por Ceadda, prelado, desde luego, muy virtuoso, 
pero que pertenecía al rito celta, cuyos inconvenientes no alcanzaba a 
comprender. 
Ante tales hechos, Walfrido no protestó; retiróse al convento de Ripon, 
en el que se entregó a una vida de oración y austeridad. Al cabo de tres 
años y cediendo a los ruegos del rey de los mercios, abandonó la soledad 
para evangelizar aquel pueblo. Fundó en él numerosos monasterios que 
fueron para la Gran Bretaña otros tantos focos de instrucción, apostolado 
y civilización. 
Entretanto quedó vacante el arzobispado de Cantórbery, y el rey de 
Kent llamó a Walfrido para que velase por la observancia de los sagrados 
cánones. Cumplió tan perfectamente con los deseos del monarca, que, cuando 
en el año 669, el papa San Vitalino nombró a San Teodoro primado de 
Inglaterra, encontró éste la metrópoli en estado muy floreciente. Permitió 
Dios de este modo que el desterrado obispo realizase, en la tribulación, 
mayor bien que el que podía haber llevado a cabo en la tranquila posesión 
de su silla episcopal. 
OBISPO DE YORK.— CELO EPISCOPAL 
UNO de los primeros actos del primado fué reparar la injusticia come­tida 
con Walfrido; escribió al rey Oswy, quien se apresuró a obe­decer 
al representante del Papa y, en consecuencia, el obispo se vió 
pronto al frente de su diócesis, pues Ceadda, al reconocer lo ilegal de la pro­pia 
elección, se retiró a un monasterio; poco después, y debido al apoyo del 
verdadero y legítimo obispo de York, que no se dejaba ganar en genero­sidad, 
fué nombrado obispo de Lichfield en Mercia. 
El primer período del obispado de Walfrido duró seis años; durante ellos 
tfdo el país de Nortumbria experimentó un maravilloso desarrollo; multi­plicáronse 
los monasterios y las bellas y magníficas catedrales de piedn 
en todo el territorio anglosajón. Aun hoy se admiran las iglesias de York 
y Ripon, y, sobre todo, la de Hexham. El infatigable obispo dirigía por si
mismo la construcción de estos magníficos edificios, causando la admiración 
de aquellos pueblos semibárbaros. De Francia llevó artistas para ejecutar 
l ni delicados trabajos y enseñar la arquitectura a los naturales del país, 
Hiiicnes sólo sabían construir edificios de madera. 
La actividad del obispo civilizador no se limitó a organizar material­mente 
la Iglesia; procuró sobre todo el progreso intelectual y moral. Propagó 
l>or Inglaterra la Regla de San Benito, fundador de la vida monacal en 
Occidente, con lo que su jurisdicción espiritual se extendió tanto como el 
poder temporal del rey. Circunstancia que aprovechó para desarrollar sus 
ii postalíeos planes en toda la extensión del territorio que regía. 
ES DEPUESTO. — DESTIERRO Y MISIÓN EN SUSSEX 
EL príncipe Egfrido, segundo hijo de Oswy, sucedió a éste en el trono. 
Envidiosa la reina, su esposa, de la influencia de que gozaba en todo 
el reino el obispo de York, resolvió perderle ante el monarca y tomó 
como pretextos para perseguir al santo pastor la gran extensión de su dió-r 
-sis. la magnificencia de las iglesias y monasterios y. sobre todo, la adhesión 
de Walfrido al Papado. L o más doloroso fué que hombres eminentes en 
Runtidad y sin duda bien intencionados juzgaron o creyeron un deber apoyar 
aquella injusta política. San Teodoro, arzobispo de Cantórbery; San Juan de 
lleverley, San Bosa y otros, juzgaron útil y necesaria la división de la vasta 
diócesis de York en varios obispados; Walfrido, por el contrario, juzgaba 
i'bligación suya conservar íntegra la diócesis que la Iglesia le había confiado. 
Así las cosas, San Teodoro, primado de Inglaterra, excediéndose tal vez en 
m is poderes, subdividió la diócesis de York en tres obispados sufragáneos, a 
•rnber: Lindisfame, Hexham y Whitherne, y consagró a tres obispos en la 
misma catedral de York. Walfrido protestó y apeló a la Santa Sede. 
Embarcóse camino de Roma el año 678. Una tempestad le llevó a las 
costas de Frisia, cuyo rey, Adalgiso, le acogió con respeto y le dejó com­pleta 
libertad para predicar el Evangelio entre sus vasallos, paganos en su 
mayor parte. Muchos se convirtieron y el mismo rey pidió el bautismo. 
Diez años más tarde, el monje Wilibrordo, discípulo del Santo, terminó la 
evangelización de estos territorios. Walfrido abandonó aquel país en la pri­mavera 
del año 679 al reanudar el viaje a Roma. Llegó felizmente al tér­mino 
de su jornada, a pesar de las trabas de sus enemigos y de los secretos 
emisarios enviados por el mayordomo de Palacio, Ebroín — que entonces tira­nizaba 
a Francia— , con orden de llevárselo vivo o muerto. El Sumo Pontí­fice, 
que lo era San Agatón, le hizo justicia, y ordenó al Primado y al rey 
ile Inglaterra reintegrasen a Walfrido en todos sus derechos.
De regreso a su patria, entregó las órdenes de Roma al rey, pero Egfrido 
le encerró en una prisión acusándole de haber comprado al Papa. Desterra- * 
do después de nueve meses de cárcel, el santo obispo se alejó de aquella 
ingrata tierra. Primero en la isla de Wight y después en el reino pagano d« 
Sussex, encontró campo extenso para sus trabajos apostólicos; en cinco años 
convirtió a toda la nación y, aunque el rey le ofreció varios episcopados, a 
todos renunció para permanecer fiel a su iglesia de York. 
REPUESTO EN SU SEDE. — APELA POR SEGUNDA VEZ AL PAPA 
TARDE o temprano, Dios venga la inocencia oprimida; el año 685, el 
rey Egfrido murió en un combate contra los pictos. Sucedióle en el 
trono su hermano Alfrido. Por el mismo tiempo el arzobispo de 
Cantórbery, Teodoro, cayó enfermo, y frente a la eternidad reconoció la 
injusticia cometida contra Walfrido y en la que por debilidad había parti­cipado. 
Arrepentido, intercedió ante el nuevo rey, de quien alcanzó permiso 
para que Walfrido volviese a Nortumbría. Nombrado primeramente obispo 
de Hexham, fué repuesto en la sede de York, al vacar este obispado. 
Teodoro murió en el año 690, después de reparar su falta, y Walfrido 
se encontró sin el apoyo del primado en las nuevas agresiones de que era 
objeto por parte del poder civil, pues al año siguiente, la cuestión de la 
subdivisión de la diócesis de York volvió a inquietar y dividir los espíritus. 
Opuesto a la decisión, fué Walfrido despojado de su diócesis y de sus bienes, 
y desterrado por segunda vez. Refugióse en Mercia, donde estuvo durante 
once años. El rey Etelredo dejóle en completa libertad para ejercer el minis­terio 
apostólico en todo el reino, y el santo varón, cual si nunca hubiera 
pesado sobre él otro trabajo, entregóse a la misión aquella con juvenil ardor. 
El año 703, el nuevo arzobispo de Cantórbery convocó en Norsterfield 
una reunión episcopal a la que invitó a Walfrido, con promesa de examinar 
y fallar el pleito de la diócesis de York. Walfrido aceptó sin recelo alguno; 
pero, abusando de su buena fe, se le quiso obligar a firmar una fórmula 
según la cual se comprometía a aceptar y someterse a cuantas decisiones 
tomase el primado. Antes de firmar pretendió informarse de las condicio­nes 
que querían imponerle; mas, como se lo impidieran, exclamó: «En ese 
caso, no comprometo mi firma; pero prometo obediencia a mi superior 
eclesiástico en todo aquello que no sea contrario a los cánones». Tan nobles 
como firmes palabras, en vez de calmar los espíritus, los agitaron aún más; 
y el príncipe inglés ratificó contra él la sentencia de deposición. 
Walfrido, al verse de nuevo condenado injustamente, apeló al papa 
Juan V I y por tercera vez emprendió el largo y penoso viaje a Roma en 704.
Tenía entonces 70 años e hizo a pie todo el trayecto terrestre. El Papa de­claróle 
de nuevo inocente y ordenó al rey, bajo las más severas penas, le 
repusiera en el obispado de York, de que fuera tan injustamente desposeído. 
RECUPERA SU DIÓCESIS. — MUERTE DEL SANTO 
APROBADO por Roma el proceder de Walfrido, emprendió éste el 
regreso hacia Inglaterra, pero en Meaux cayó enfermo de tanta gra­vedad, 
que los médicos perdieron toda esperanza de salvarle. Mientras 
ñ u s amigos le rodeaban llorosos, se incorporó repentinamente sobre el lecho 
y les dijo: «Consolaos, hermanos, que Dios se ha dignado enviarme su arcán­gel 
Miguel, para anunciarme que moriré en mi diócesis». Curó, en efecto, 
y pronto pudo reanudar el viaje. 
En 705 llegó a Nortumbria, tomó posesión de su diócesis y ocupó los 
cuatro años que le quedaron de vida en reparar lo mucho que las continuas 
lurbulencias habían arruinado. 
Sintiendo que se acercaba su hora suprema, ya sólo pensaba en preparar 
el alma para la eternidad. Retiróse al monasterio de Dundle y allí, en la paz 
y el silencio, se durmió dulcemente en el Señor el 24 de abril del año 709. 
Los numerosos milagros obrados por su intercesión atrajeron al sepulcro 
del Santo peregrinos de todos los países. En los tiempos católicos de Ingla­terra, 
San Walfrido era uno de los santos más populares; y aun hoy día su 
recuerdo goza de gran veneración. Enterrado primeramente en la iglesia de 
San Pedro, en el monasterio de Ripon, se trasladaron sus reliquias a la 
catedral de Cantórbery el 12 de octubre del año 940. 
SANTORAL 
N u e s t r a Se ñ o r a d e l P il a r (véase el tomo de «Festividades del Año Litúrgico», 
página 460). Santos Maximiliano y Pántulo, obispos y mártires; Walfrido 
o Wilfredo, obispo de York; Cerbonio, Monás, Rodobaldo y Salvino, 
obispos respectivos de Piombino (Toscana), Milán, Pavía y Verona; Fiaco, 
obispo en Irlanda; Serafín de Montegranaro, confesor, capuchino; Eva-grio, 
Prisciano y compañeros, mártires en Roma; Edistio, mártir en el 
camino de Loreto; Gerino, mártir; Amico y Amelo, soldados, mártires en 
Italia; Eustacio, Opión y Opilo, confesores. Los cuatro mil novecientos 
setenta confesores y mártires enviados al cielo por Hunerico, rey de los 
vándalos. Santas Domnina, mártir; Exuperia, virgen y mártir; y Herlinda, 
virgen y abadesa.
D IA 13 DE OCTUBRE 
SAN EDUARDO, REY 
REY DE INGLATERRA (1004-1066) 
DOS siglos de paz disfrutó Inglaterra con los reyes de raza anglo­sajona 
que iban sucediéndose en el trono, cuando con ocasión de 
la fiesta de San Bricio (1002), Etelredo II, previendo la invasión 
de los daneses, invitó a gran número de ellos a opíparos festines 
con el propósito de degollarlos durante la fiesta, como así lo hizo. 
Suenón I, rey de Dinamarca, vengó tal felonía conquistando a Inglaterra. 
Murió poco después y apoderóse Etelredo del cetro y la corona. 
A su muerte, Edmundo I I , hijo mayor, que heredó el trono de Ingla­terra, 
opuso una resistencia tenaz a las invasiones del rey danés y lo venció 
por dos veces. A no mediar la traición del pérfido Edrico, duque de Mercia, 
hubiera resistido; tuvo, sin embargo, que ceder al fin ante su rival, el 
cual le asesinó un mes más tarde(1016). 
Mientras sucedían estos desórdenes, la reina Emma, esposa segunda de 
Etelredo. se había retirado al lado de su hermano Ricardo I I , duque de 
Normandía. con sus dos hijos: Eduardo, nacido en Islip, cerca de Oxford 
y que mereció el honor de los altares, y Alfredo, su hermano menor. 
Eduardo permaneció en el destierro treinta y cinco años, y en todo tiempo 
28. — V
fué modelo perfecto de vida cristiana. Carecemos de documentos acerca da 
este largo periodo. Dotado de carácter bondadoso, amigo de la soledad y 
del estudio, se le veía largas horas en las iglesias, asistiendo con devoción 
a los divinos oficios y conversando con las personas consagradas a Dios. 
Inglaterra, entretanto, oprimida bajo el yugo danés, suplicaba al cielo 
que le devolviese la paz y con ella a su legítimo caudillo. 
Un santo obispo, especialmente, suplicaba al Señor, con lágrimas en loi 
ojos, qu retirara su muño vengadora y mirara benigno aquel reino doble­mente 
desgraciado. Encontrábase un día agotado por el cansancio y la» 
continuas oraciones y se quedó dormido; vio en sueños al apóstol San Pedro( 
y, postrado a sus plantas, a Eduardo, vestido con manto real y radiante 
de alegría. El Príncipe de los Apóstoles, después de consagrarle rey, le daba 
sabias instrucciones y delicados consejos; entre otras cosas le recomendaba i 
permanecer casto para merecer el apoyo y la ayuda del cielo. 
Animado el obispo con esta visión, rogó al Apóstol que le explicara el 
significado de la misma, y San Pedro, con singular y paternal dulzura, le 
dijo: «Los reinos son de Dios; Él los da a quien gusta; transforma los impe­rios 
y permite a veces que triunfe el impío. Inglaterra ha ofendido grave­mente 
al Señor y por eso la entrega a sus enemigos; sin embargo, el castigo 
aplacará su justicia. Dios se ha escogido un hombre según su corazón; será 
rey po r mi fav o r; será amado de Dios, agradable a los hombres, terrible a 
sus enemigos, afable con sus súbditos, muy útil a la Iglesia y acabará santa­mente 
su vida». El santo obispo esperó confiado la hora del Señor. 
Los acontecimientos parecían oponerse a la realización de tan bellm 
esperanzas. Seguían los daneses agotando las fuentes de producción y riquexai < 
devastaban iglesias y conventos, y no respetaban haciendas ni personas. 
Más que seres humanos parecían monstruos vomitados por el Averno. ( 
Por instigación de Godwín, fué asesinado Alfredo, hermano de Eduardo, < 
que, invitado por los ingleses, logró volver a su tierra natal para hallar ra 
ella la muerte. Por doquier cundía la consternación. El reino de los inglt* 
ses parecía hundirse para siempre, ahogado en el crimen. 
En vista de tamaños males, el alma del principe se anegaba en la mayof 
tristeza, y, bajo el peso de tanto dolor, se había dirigido suplicante al Ciclo! 
«Señor, atiende a mis lágrimas —exclamaba— ; ten piedad de Inglatcrrai 
líbrala de sus enemigos que son también los tuyos. Aun tienen las man<4 
tintas en la sangre de mis hermanos y desean atentar contra mi personal< 
Si te place mi vida. Señor, te la ofrezco gustoso por la salvación de todoq 
y, si tienes a bien devolverme el reino de mis mayores, desde ahora M 
lo consagro. Tomo a San Pedro por patrono especial, te ofrezco el voto 
castidad que hago desde este momento, y el ir a Roma a postrarme anH 
la tumba de tus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.»
RESTAURACIÓN DE 1042 
NO faltaban en Inglaterra almas fervorosas que ardían en deseos de 
ver a Eduardo en el trono de sus mayores. Tan fausto día no se 
hizo esperar. Veamos en qué circunstancias se realizó. 
Cierto pastor de las selvas de Warwik, Godwín, había ganado el favor de 
Canuto el Grande, por haber salvado la vida a un jefe danés; éste se había 
perdido en el interior de las montañas, después de una victoria de Edmundo. 
Cota de Hierro. El pastor se convirtió con el tiempo en aguerrido soldado, 
por lo que obtuvo el título de conde y el gobierno de una provincia. Su 
ambición, desde entonces, no conoció límites; el asesinato y la felonía fueron 
los medios empleados para lograr sus propósitos. Había apuñalado a Ed­mundo 
I I y al adolescente Alfredo. Rebelado contra aquellos a quienes en 
otros tiempos había adulado, ayudado por su hijo Haroldo, soliviantó al 
pueblo, a la muerte de Canuto I I I , y pretendió apoderarse de la Isla. Parecía 
brillar ante sus ojos la corona de Inglaterra: un paso más y podía consi­derarse 
rey; pero su antigua condición le impedía llegar a tal dignidad. 
Por otra parte, los ingleses contemplaban consternados a su legítimo 
monarca en el destierro y suspiraban por su regreso. El intrigante, si no 
podía obtener la corona, podría al menos considerarse suegro del rey. Efec­tivamente, 
tenía Godwín una hija, Egdita, cuya piedad, afabilidad y modestia 
contrastaban con las bárbaras costumbres y la feroz crueldad del padre. 
Eduardo se casará con Egdita y ésta le abrirá las puertas del reino. El ma­trimonio 
se concertó solemnemente, y se llevó a cabo en la iglesia de 
Winchester en 1042. Los dos esposos, de común acuerdo, se comprometieron 
a guardar el voto de castidad. Eduardo fué coronado el día de Pascua 
—3 de abril de 1043— . La tiranía danesa había terminado. 
EN EL TRONO. — CASTIGO DE UN TRAIDOR 
APENAS sentado en el trono, Eduardo I I I aplicóse a desarrollar en 
su alma las virtudes propias de un príncipe cristiano; se propuso 
de un modo particular que la paz y la prosperidad reinaran entre 
sus súbditos, y, aunque por inclinación no era guerrero ni político, la pru­dencia 
y la fuerza evangélica le bastaron para hacerse temer de sus enemigos. 
Se impuso a los escoceses y rebeldes que se levantaron en armas, y fué 
tan respetado como temido por todos. El cielo le ayudó visiblemente en 
muchas circunstancias. En efecto, arrojados los daneses de la Isla, no
habían perdido, sin embargo, la esperanza de volver a dominarla. Su rey 
reunió un poderoso ejército y simuló un ataque contra Eduardo; pero al 
embarcarse, al pasar del esquife a su barco, cayó al mar y se ahogó. San 
Eduardo, que estaba oyendo misa, pues era el día de Pentecostés, tuvo 
revelación de este acontecimiento y de la protección que Dios dispensaba a 
su reino. Sus cortesanos, maravillados, le preguntaron la causa de su alegría, 
y él les refirió con sencillez lo que había visto; los hechos vinieron a con­firmarlo 
plenamente. 
El ambicioso Godwín pretendía influir y hasta dominar al príncipe, pues 
si Eduardo disfrutaba el título, quería Godwín ejercer la autoridad. Trató 
de levantar en armas al pueblo inglés, pero la virtud de Eduardo se le 
había adelantado conquistando todos los corazones. Vióse por lo tanto el 
conde obligado a huir del país al frente de los rebeldes; gracias a la me­diación 
de la reina, obtuvieron el perdón de Eduardo. 
Sin embargo, no podían permanecer impunes tantos crímenes. Dios se 
encargó de vengar a los inocentes. El día de Pascua del año 1053, pocos 
meses después de haber obtenido el perdón del rey, hallábase Godwín entre 
los comensales de un banquete real. El paje que servía la copa al rey dió 
un paso en falso y habría caído seguramente con el aguamanil, si no se 
hubiera apoyado fuertemente en el otro pie. «Es el hermano que ha acudido 
en ayuda de su hermano» — exclamó Godwín riendo— . Al oír estas palabras, 
dijo el rey con rostro severo: «Sin duda el hermano necesita del hermano y 
¡ojalá viviese aún el mío, que bien me ayudaría!» 
Por las palabras del rey se traslucía fácilmente la alusión al asesinato 
de Alfredo, pues siempre había aparentado ignorar Eduardo quién había 
sido su autor. El conde se dió por aludido y, con el fin de evitar toda sos­pecha, 
añadió: «Permita el cielo, oh príncipe, que no pueda tragar este 
trozo de pan, si he tenido arte ni parte en la muerte de vuestro hermano». 
El conde se llevó el trozo de pan a la boca, pero no pudo tragarlo y murió 
asfixiado, sin que pudiera auxiliársele. 
Con este castigo del Cielo, el rey Eduardo quedó libre de un enemigo 
doméstico, mas temible que los de fuera, y consagró todos sus esfuerzos a j 
procurar a su pueblo la felicidad y dicha completas. Eduardo suprimió un 
impuesto llamado el Danegeld —tasa de los daneses— . que había sido esta­blecido 
hacia fines del siglo X para alejar a fuerza de dinero a los pirata» 
daneses, o para pagar a las tropas que habían de contener y evitar las 
invasiones y que había pasado a aumentar las rentas reales. Recopiló las 
mejores leyes promulgadas por sus predecesores, particularmente las que 
eran mas favorables al orden y bien común de los súbditos —de donds 
tomaron el nombre de Leyes comunes—, y las promulgó de nuevo. Dichas 
leyes han formado la base de la Constitución inglesa.
UN paralítico se hace llevar ante San Eduardo y le dice que si 
él mismo le transporta a la iglesia de San Pedro, el santo 
Apóstol le curará. E l bueno del rey carga con el desgraciado y le 
lleva gustoso a la catedral. Preséntale ante el altar como ofrenda, 
y el impedido se ve curado repentinamente.
CONMUTACIÓN DE UN VOTO 
RESTABLECIDA y asegurada la paz en Inglaterra, Eduardo se pro­puso 
cumplir el voto que en otro tiempo formulara de ir a Roma 
a venerar las reliquias del Príncipe de los Apóstoles, su patrono pre­dilecto. 
Previamente, reunió el Consejo palatino, junto con los prelados del 
reino, y manifestóles su resolución. 
— Prometí ir a Roma y quiero cumplir mi palabra —les dijo. 
Ante semejante anuncio, asustáronse los presentes y uno de ellos exclamó: 
—Príncipe, en modo alguno debéis realizar vuestro propósito; tras largos 
sufrimientos, Inglaterra empieza a respirar bajo vuestra muy amada auto­ridad; 
alejaros sería abrir las puertas a los desmanes de los daneses y a las 
discordias y rencillas de toda clase. 
Suplicaron, pues, al rey que no los abandonase. Impresionado ante su 
insistencia, resolvió Eduardo someterse a la decisión del papa San León IX . 
Los diputados encargados de esta negociación llegaron a Roma al cele­brarse 
el Concilio del año 1051. El Papa los recibió en audiencia solemne, 
y entrególes una carta para el rey, por la que le condonaba el voto, orde­nándole 
que emplease el dinero del viaje en limosnas, o en restaurar algún 
monasterio consagrado al apóstol Pedro. Fué en abril de 1051. 
Gozoso de saber por el oráculo más autorizado, a qué debía consagrar 
su actividad, siguió Eduardo paso a paso las prescripciones del Papa. 
El Príncipe de los Apóstoles le señaló el lugar en que más le agradaría ver 
el monasterio, que era el mismo en que el rey Seberto había erigido un 
santuario, también en honor de San Pedro, y que había sido célebre en 
otro tiempo, por los muchos y extraordinarios milagros en él realizados. 
Eduardo erigió, pues, allí, en Westminster, una grandiosa basílica con un 
monasterio de benedictinos, ampliando el que ya existía anteriormente; 
la enriqueció con rentas magníficas y numerosos privilegios. 
EL DON DE MILAGROS 
LA caridad que llenaba su alma le hacía fácil el cumplir la orden del 
Papa. En cierta ocasión sorprendió el rey a un cortesano hurtando di­nero 
de los cofres reales y nada le dijo; le vió por segunda vez y tam­bién 
disimuló. Creyendo que nadie advertía el robo, acudió por tercera vez el 
ladrón a las arcas del rey, quien le dijo entonces: «¡Cuidad que no os vean!» 
Contristado el tesorero, al advertir el desfalco, acudió quejoso al príncipe,
y éste, como ignorando el caso, se contentó con decir: «¿Por qué os ape- 
"ikisr ¡Sin duda, el que lo tomó tenía más necesidad del dinero que nosotros!» 
Otro día, un peregrino pedía limosna en nombre de San Juan Evange- 
IMu. Como después de San Pedro, San Juan era para el rey Eduardo su 
imlrón predilecto, nada sabía rechazar a quien se lo pedía en nombre del 
Discípulo Amdo. Pero hallábase ausente el limosnero del rey y, temiendo 
m> poderle atender con presteza, se quitó del dedo un precioso anillo y 
m' lo dió. 
('.usos semejantes repitiéronse multitud de veces durante la vida del Santo. 
I i i su inagotable caridad abundaban los recursos para favorecer a cuantos 
necesitaban de su ayuda. 
El Señor, desde lo alto del cielo, contemplaba complacido las virtudes 
do su siervo y manifestó cuán agradables le eran, mostrando a los hombres 
la santidad del príncipe. Un irlandés' lisiado y contrahecho, hízose llevar 
cierto día a palacio, y dijo al rey que, habiendo pedido ya seis veces su 
euración a San Pedro, después de visitar su iglesia, el gran Apóstol le había 
respondido que quería tener por compañero del milagro al rey Eduardo, 
• i i umigo; por consiguiente, deseaba que le llevase desde el palacio real a 
l« iglesia. El rey cargó con el pobre y, en hombros, lo llevó con gran 
humildad y alegría, en medio de las risas y burlas no bien reprimidas de 
muchos. Una vez en la iglesia, ofreció el enfermo al bienaventurado apóstol 
Pedro, y al instante quedó sano. 
HACIA LA MUERTE 
N A vida tan santa pronto iba a lograr la corona. A dos ingleses 
que hacían la peregrinación a los Santos Lugares, y que se habían 
extraviado por caminos desconocidos, aparecióseles un anciano ve-iirruble 
y condújoles a la ciudad. A l día siguiente, agradecidos al desco­nocido, 
quisieron oír sus recomendaciones, y el anciano se las manifestó 
ilicicndoles: 
—Ánimo, amigos míos, seguid con valentía y constancia el camino; vol­veréis 
a Inglaterra sanos y salvos, yo os ayudaré y seré vuestro guía. 
Hoy Juan Evangelista, Apóstol de Jesucristo; amo con predilección al rey 
vuestro Señor, y sabed que el motivo del afecto que le tengo es su excelente 
i'ii'tidad. Entregadle este anillo, que es el mismo que el rey me dió en 
limosna en cierta ocasión en que le pedía ayuda yendo en hábito de pere­grino. 
Decidle también, de mi parte, que se acerca el tiempo en que debe 
*nlir de este mundo. Dentro de seis meses le visitaré y le llevaré conmigo 
• ii pos del Cordero sin mancilla.
A estas palabras, el anciano desapareció. Los peregrinos cumplieron MI 
encargo a su vuelta de Tierra Santa; y, como prueba de la verdad del hechui 
entregaron al rey el anillo que habían recibido del santo Apóstol. 
Advertido por el oráculo divino de su muerte cercana. Eduardo M 
preocupó de dejar el trono de Inglaterra en manos de quien garantizara U 
paz, tan difícilmente restablecida. Haroldo, hijo de Godwín, pretendía suoa* 
derle, pero habiendo observado Eduardo que en él se transparentaban la* 
instintos feroces de su padre, procuró alejarle de la sucesión. Habiendo con. 
sultado confidencialmente con Roberto, arzobispo de Cantórbery, acerca dd 
duque Guillermo, decidió declarar a éste por legítimo heredero. 
ÜLTIMOS MOMENTOS 
NAD A quedaba a Eduardo sino prepararse a morir bien. Notaba 
cómo las fuerzas le iban faltando; y la misma tarde de Navidad 
del año 1065, un acceso de fiebre le señaló el fin de sus días. Sug 
Juan Evangelista, conforme le había anunciado, se le apareció prometió»» 
dolé, además, que en breve vendría a buscarle. A los veinticinco años dt 
obras, la abadía de Westminster se concluía, y tratábase de proceder a la 
dedicación y ordenar en ella el culto. A pesar de su quebrantada salud* 
el rey quiso presidir la ceremonia, y asistió hasta el fin. A la vuelta cayé 
sin sentido y permaneció en ese estado dos días consecutivos. Pudo confto 
marse después que fué un éxtasis, durante el cual Dios le reveló los futuro» 
males de Inglaterra. 
A la vista de la reina que, anegada en lágrimas, yacía al pie de 14 
cama, exclamó: < 
—No llores, hermana mía, dejo la tierra, lugar de muerte, para ir al ciebi 
Después, dirigiéndose a los nobles y oficiales que rodeaban el lecha 
donde agonizaba, les dijo: 1 
— Virgen recibí de manos de mi Señor Jesús a Egdita, mi esposa, f 
virgen se la devuelvo. En vuestras manos la dejo y la encomiendo a vuestr# 
respeto y cuidado. 
Las últimas palabras del rey, revelaron a la concurrencia todo el secraM 
de su vida angelical y perfecta, pues sin duda alguna, fué para Eduardo U 
aureola más brillante y la manifestación de la heroicidad de sus virtudes 
El príncipe señaló la hora de su muerte, y ordenó que se previnieM á 
su pueblo para empezar las oraciones por el eterno descanso de su alma. I 
Desde este momento enmudeció entre los hombres para hablar solameaM 
con los ángeles; y lleno de días y de buenas obras, pasó a gozar del S eM 
el 5 de enero de 1066, habiendo reinado veintitrés años. I
CULTO Y RELIQUIAS DE SAN EDUARDO 
GUILLERMO el Conquistador, que subió al trono de Inglaterra en el 
año 1066, labró un magnífico sepulcro donde fué encerrado el cuerpo 
del Santo. En 1102, descubierta por el obispo de Rochester la caja 
ile oro y plata que lo contenía, hallóse incorrupto y flexible, y perfecta­mente 
conservados sus vestidos. 
Dios nutstro Señor quería así testimoniar la virtud del santo monarca, 
la cual hizo de él un dechado de reyes y un perfecto ejemplo para todos 
los cristianos. 
Alejandro I I I canonizó a Eduardo el 7 de febrero de 1161; su fiesta se 
fijó el 5 de enero. En 1163, el 13 de octubre, Santo Tomás Becket, arzobispo 
ile Cantórbery, verificó la traslación solemne, a la cual asistió el rey Enri­que 
II, acompañado de catorce obispos, cinco abades y la nobleza toda 
de Inglaterra. 
Este príncipe fué uno de los portadores del precioso depósito por el claus­tro 
de la abadía de Westminster. Desde entonces, la fiesta nacional del 
Santo se celebra el día de la traslación de sus reliquias. El Concilio nacio­nal 
de Oxford ordenó en 1122 que fuera de obligación en Inglaterra. Y desde 
rl glorioso reinado de Inocencio IX fué de rito semidoble en la Iglesia 
universal (6 de abril de 1680). 
En atención a la memoria del Santo, los reyes de Inglaterra recibían, 
en el día de su elevación al trono, la misma corona del rey Eduardo. Poste­riormente 
se cambió; pero la actual conserva el nombre del Santo. 
San Eduardo, Confesor, es uno de los patronos de Inglaterra y de la 
diócesis de Westminster. Se le invoca contra la escrofulosis y tumores blancos. 
SANTORAL 
Santos Eduardo III, rey de Inglaterra y confesor; Teófilo, obispo de Antioquía, 
y Antonino, de Marsella; Simberto, obispo de Augsburgo; Venancio y 
Gerbrando, abades; Fausto, Jenaro y Marcial, mártires en Córdoba; Flo­rencio, 
mártir en Salónica; Coimano o Columbano, príncipe escocés y 
mártir; Carpo, discípulo de San Pablo; Daniel, Samuel, Angel, Domno o 
Dónulo, León, Nicolás y Hugolino, franciscanos, martirizados en Ceuta 
por los mahometanos; Marcos, Marcelo y Adrián, mártires; Gerardo, con­fesor. 
Beato Regimbaldo, obispo de Espira (Alemania). Santas Celedonia, 
virgen; Faustina y Andria, mártires; Fincana y Findoquia, vírgenes 
irlandesas.
D IA 14 DE O C T U B R E 
SAN P EDRO P AS CUAL 
MERCEDARIO, OBISPO DE JAÉN Y MÁRTIR (1227-1300) 
EL año de 1203, un noble caballero del Languedoc, llamado Pedro 
Nolasco, temeroso de perder la fe siguiendo las ponzoñosas doctrinas 
de los albigenses, pasó los Pirineos y fué a Barcelona, donde espe­raba 
vivir a gusto en ambiente más cristiano. 
No sospechaba que media España se hallaba todavía en poder de los ára­las, 
y casi no había familia que no llorase la muerte o cautiverio de algu­no 
de sus miembros. 
Ciertamente no era aquel daño tan perjudicial como el que acababa de 
milvar. Y como sobre todas las cosas apreciaba él los bienes inestimables 
«le la fe, gozóse mucho de poder al fin entregarse con tranquilidad y sosiego 
ii las prácticas cristianas que consideraba como la base primera y principal 
raíz de la felicidad familiar. 
Conmovióse, sin embargo, el corazón de Pedro Nolasco a la vista de 
tunta aflicción. Para aliviar de algún modo el dolor de los cristianos, inspi­rado 
por la Madre de Dios, fundó una Orden a un tiempo militar y religiosa, 
i|ue llamó de Nuestra Señora de la Merced de Redención de Cautivos. 
Muchos se alistaron bajo la dirección del nuevo fundador. Vivía a la sazón
en Valencia un caballero casado y sin hijos, el cual deseaba hacerse religioso 
con consentimiento de su esposa. El apellido del caballero era Pascual; 
el escudo de armas de su familia representaba un «cordero pascual» y dos 
torres de oro juntas, levantadas sobre dos colinas igualmente de oro. 
También él se fué a ver a Pedro Nolasco y le pidió le admitiese en la 
Orden de los «Redentores». El Santo logró disuadirle, diciéndole que el 
Señor le quería en el siglo y no en un convento: «Dios te concederá un hijo 
que será religioso Mercedario —anadió el Santo— , un hijo que por la san­tidad 
de su vida y admirable doctrina dará mucha gloria a Dios y será 
honra y prez de la Iglesia y de la Orden de la Virgen María.» 
L'n año después se cumplió la promesa del santo fundador, pues nació 
el 6 de diciembre de 1227 el niño predestinado cuya vida nos proponemos 
relatar. En el bautismo le llamaron Pedro, nombre que guardó en la religión. 
Como eran sus padres muy virtuosos, criáronle en el amor y temor 
santo del Señor. Además, las buenas inclinaciones que Dios había puesto 
en su alma, favorecieron maravillosamente los desvelos de sus cristia­nos 
padres. 
Desde su niñez, aun antes de alcanzar la edad de la discreción, el Señor 
se sirvió de él para traer al redil a muchos extraviados, dando con ello u 
entender que dedicaría su vida entera al servicio de los prójimos. La histo­ria 
de su actividad es, en efecto, continua historia de apostolado. 
JUGANDO A MÁRTIR 
EL populacho moro de Valencia había quitado la vida, con atrocísimos 
tormentos, a seis religiosos Mercedarios, los cuales, no contentos con 
dedicarse al caritativo ministerio de la redención de cautivos, obraban 
muchísimas conversiones aun entre los mismos infieles. El niño Pedro oyó n 
sus padres contar el suceso y escuchó todos los pormenores del mismo con 
extraordinaria atención. Al día siguiente, como si quisiera preludiar con un 
juego infantil el glorioso combate que le había de costar la vida, le dió por 
jugar a mártir con algunos moritos de su edad; ellos hacían de verdugos, y 
el inocente Pedro era la víctima. 
Llevábalos a la huerta de su casa, y allí les decía que le prendiesen jr 
martirizasen lo mismo que sus padres habían martirizado a los frailes Mer- i 
cedarios. Tan a pechos tomaron los moritos un día aquel papel de verdugos, | 
que, a no haber acudido a tiempo los padres de Pedro, el niño hubiera en* i 
tregado el alma sin quejarse. Quisieron castigar a los culpables, pero el santo 1 
niño se lo impidió, diciendo: «N o les hagan daño; me martirizaban porque 
yo quería».
CANÓNIGO Y ESTUDIANTE. — ENTRA EN RELIGIÓN 
28 de septiembre de 1238, tras cinco siglos de opresión, el valeroso 
rey don Jaime I de Aragón conquistó la ciudad de Valencia a los 
moros. Primera providencia del cristiano príncipe fué restituir los 
templos a la religión y a los cristianos la libertad. Favoreció también el 
religioso monarca el reclutamiento de vocaciones eclesiásticas y restauró 
suntuosamente la catedral de Valencia, de la que hizo canónigo a Pedro 
Pascua!, no obstando a ello los pocos años de éste. Entre tanto, prosiguió 
el estudio de las sagradas Letras. Por consejo de San Pedro Nolasco, en 1241 
le enviaron sus padres a la Universidad de París. Por los años de 1249 recibió 
en ella el grado de Doctor en Teología, y se ordenó de sacerdote. 
Pasados ocho años desde su llegada a París, volvió a Valencia. Habían 
ya muerto sus padres, y habían nombrado a San Pedro Nolasco ejecutor 
testamentario. Tres partes hicieron de su hacienda: la una para redimir 
cautivos, la otra para los encarcelados, y la tercera para los huérfanos. Nada 
logaron a su hijo, porque les había suplicado que nada le dejasen, diciéndo-les: 
«N o quiero yo otra herencia fuera de Nuestro Señor Jesucristo». 
Para satisfacer cumplidamente este deseo de su alma, tomó el hábito de 
los Mercedarios en Valencia. Era el 6 de diciembre de 1250. Al siguiente año 
emitió los votos solemnes. San Pedro Nolasco llamóle en seguida a Barcelona. 
Mandóle primeramente leer Filosofía y Teología. El tiempo que le deja­ba 
libre este trabajo, empleábalo en la predicación y en ejercitarse en los 
ministerios propios de su religión, con admirable celo que el Señor premiaba 
a menudo con maravillosas conversiones. Pero su mayor deseo era trabajar 
en redimir cautivos cristianos. Con este fin recogió abundantes limosnas, 
y el año de 1252 pasó al reino de Granada, que estaba en poder de los 
moros, y allí dió principio a su caritativo ministerio. 
FUENTE MILAGROSA 
VOLVIENDO el Santo con los cautivos libertados de Granada a To­ledo, 
pasaron los viajeros por una dilatada llanura, a la sazón 
árida y seca. Habían ya caminado muchas horas con un sol abra-midor, 
cuando se les acabó el agua que llevaban. De pronto vieron un 
pozo en la orilla del camino; esta novedad los llenó de alegría; mas, ¡ay!, 
presto se trocó en tristeza y desaliento, al ver que en el pozo no había ni 
gota del agua tan deseada, ni aun señal alguna de humedad.
El jefe de la caravana, Pedro Pascual, se arrodilló en el brocal del pozo., 
y pidió al Señor con humildes súplicas que se dignase dar agua a los que ] 
había dado libertad. Oyó Dios la oración de su siervo, y como en otro 
tiempo de la roca del desierto, brotó agua l í r™ P ¡ d a y clarísima del fondo 
de aquel pozo enjuto. 
El Señor demostraba así con cuánto amor asistía a su fidelísimo siervo. 
PRECEPTOR DE UN PRÍNCIPE MÁRTIR 
POR los años de 1253, el rey de Aragón', don Jaime, hizo a Pedro 
Pascual ayo y maestro de su hijo, el infante don Sancho, nacido el 
año de 1238. Era este príncipe muy inclinado a la piedad. Con eso 
y con las lecciones y ejemplos de su santo pr'eceptor, vino don Sancho a 
dar de mano al siglo, y abrazó la religión de l(Js Mercedarios. Años después 
fué electo don Sancho de Aragón obispo de T'oledo, en cuya silla sucedió 
a don Sancho de Castilla, y el año de 1266 pasó a Viterbo, para que el 
papa Clemente IV confirmase la elección; Perfro Pascual le acompañó en 
este viaje. 
Por acta de 21 de agosto de 1266 ratificó li* elección el Sumo Pontífice. 
Al posesionarse de su sede el nuevo arzobispo* su antiguo ayo y maestro 
pasó a residir habitualmente en Toledo. Hasc ílicho que Pedro Pascual fué 
consagrado arzobispo titular de Granada el aB® de 1269, pero la Historia 
no menciona ni el suceso, ni la fecha. 
Don Sancho siguió mostrándose en la silla de Toledo digno de tan santo 
maestro a quien tomó por consejero. A raíz de una desgraciada lucha contra 
los moros — 21 de octubre de 1275— cayó preso el prelado y le quitaron la | 
vida. El misal de Toledo de rito mozárabe, no solamente honra a don Sancho 
entre los Santos de su liturgia, sino que de él hace mención en el Canon j 
de la misa. I 
OBISPO DE JAÉN. — CAUTIVO DE LOS MOROS I 
SIE TE años hacía que había muerto el obispo de Jaén, don Juan I I I . 1 
Ni el Cabildo, ni el rey de Castilla dabaP con un sucesor del difunto I 
prelado. Dos pretendientes se disputaban aquella sede: don Juan Mi. I 
guel, deán del Cabildo, y Fortunato García; pero ambos, de común acuer- I 
do, renunciaron a todos sus derechos en manos del papa Bonifacio l i l i I 
el primero, por mandatario, y el segundo, en persona. El Sumo Pontífice I 
usó de su derecho proveyendo él mismo a la síde vacante. Escogió a P e d r a l
CIERTO día en que San Pedro Pascual iba a decir Misa, como 
le faltara ministro, ofreciósele para ayudarle un niño muy 
hermoso. Ofició el Santo con ternísima devoción, y al acabar hubo 
de enterarse con grande pasmo y consuelo que el gracioso monago 
era Jesús en persona.
Pascual, a la sazón Abad titular de Trasmiras, diócesis de Braga — quizá 
San Juan de Trasmiras, hoy día de la diócesis de Orense— , y que por 
entonces se hallaba en Roma. Fué consagrado a 20 de febrero de 1296 por 
el cardenal Mateo de Acquasparta, obispo suburbicario de Porto, y enlró 
en su diócesis el mes de noviembre de aquel mismo año. 
No es para comentar el ardoroso celo que el nuevo cargo despertó en su 
alma, siempre dispuesta a sacrificarse por los demás. 
Comenzó sin dilación y con mucho empeño a reparar los daños causado* 
en aquella Iglesia por siete años de abandono y también por las frecuente* 
incursiones de los moros que dominaban todavía en el vecino reino de 
Granada. Visitó a pie la diócesis; no se contentaba con cumplir las obliga­ciones 
esenciales de su ministerio, sino que habiendo administrado el sacra­mento 
de la confirmación, oía de buen grado las confesiones, visitaba a lo* 
enfermos, consolaba a los afligidos, socorría a los necesitados, enseñaba a 
los fieles y los alentaba a defender la fe y la patria. 
Al volver de uno de esos viajes, y hallándose ya a las puertas de Jaén, 
en el momento en que menos lo sospechaba, salió de una emboscada una 
cuadrilla de moros que acometieron contra la escolta del prelado. Prendié­ronle 
sin dificultad y le llevaron preso a Granada. Sucedía esto el mes de 
septiembre de 1287. 
Era a la sazón rey moro de Granada Muley Mohamed Abu Abdalah, 
que se hacía llamar «emir Amuslamín», jefe de los musulmanes. No obs­tante 
ser tributario del rey de Castilla y de estar obligado a este príncipe 
con juramento, el moro solía invadir sin escrúpulos las tierras de cristiano* 
cuando sabía que podía hacerlo sin peligro. Consideró al Santo como cautivo 
suyo, confiando lograr buen precio por su rescate. Merced a la relativn 
libertad de que gozaba en Granada, el santo cautivo andaba por la ciudad 
visitando, consolando, esforzando y enseñando a sus hermanos de cautiverio. 
GENEROSIDAD ADMIRABLEMENTE PREMIADA 
LA diócesis de Jaén quedó afligidísima con la pérdida de tan santo 
pastor, pero a toda costa trataron de redimirlo. Hízose una colecta 
en todas las parroquias en favor del ilustre cautivo, y con eso sa 
recogió mucho más de lo necesario para su rescate. Secretamente llevaron 
al Santo el dinero exigido por el rey moro. «¿Qué haré yo con esto?» —*a 
dijo Pedro al recibirlo— . ¿Era acaso justo rescatarse a sí mismo con una 
suma que bastaba para redimir cien cautivos más desgraciados que él? 
Pero por otra parte, ¿no reclamaba el provecho de las almas que volvics* 
a apacentar su rebaño?
listando así perplejo, fuése un día a enseñar la doctrina a los niños 
cristianos. Empezó a preguntarles acerca de los misterios de la fe, cuando 
advirtió que entre ellos había uno pequeñito y hermosísimo, que antes no 
venia a la doctrina. De pronto se levantó aquel rapazuelo, y le dijo: 
«¿Ignoras, por ventura, que en esta tierra nosotros los niños, estamos más 
■-«puestos a morir que los adultos?» 
Era la respuesta del cielo a sus dudas. Sin más, con el dinero que 
llevaron para rescatarle a él, rescató cuantos niños pudo. 
Al día siguiente de haber enviado a tierra de cristianos casi todos loe 
iiinos cautivos de Granada, buscó en balde quien le ayudase a decir misa, 
lúi esto, vió llegar en traje de cautivo al hermoso pequeñín de la doctrina, 
rl cual se le acercó y le dijo: 
—¿Qué buscas? 
—Busco, hijo mío, un niño que me ayude a decir misa —le respondió 
rl prelado— ; pero, ¿quién eres tú que no te conozco? 
—Ya lo sabrás luego —repuso el niño— ; yo me ofrezco a ayudarte a misa. 
El Santo le hizo algunas preguntillas, para cerciorarse de que sabía 
«yudar, y quedó admirado de las respuestas del muchacho. Dijo la misa 
ron mayor ternura y devoción que solía, pues a la vista del misterioso niño, 
nució en su alma vivísimo sentimiento de la presencia de Dios. AI acabar 
ln misa, preguntóle acerca de los misterios de la fe; y habiendo explicado 
rl niño con admirable claridad quién era el Padre, le preguntó el Santo: 
—Y el Hijo, ¿quién es? 
—Y o soy el Hijo —le respondió— ; mira mis llagas y costado. Con los 
niños que has redimido quedándote cautivo por ellos, me has hecho pri- 
•iunero de tu amor. 
El Santo se postró a sus pies y quiso besarlos, pero el Niño Jesús des­apareció 
dejándole bañado en inefable gozo y arrebatado en dulcísimo éxtasis 
|Mir largo rato. 
ESCRITOR Y MÁRTIR 
PA R A sostener la fe de sus compañeros de cautiverio y apartarlos de 
lecturas perniciosas, escribió Pedro Pascual muchos devotos libros. 
Éstos son los títulos de algunos tratados compuestos por el Santo: 
Historia de San Lázaro resucitado; Historia del buen ladrón Dimas; Histo- 
>ia de los Santos Inocentes; L ib ro de Gamaliel, y tratado de la Pasión y 
Muerte del Salvador; Explicación del Padrenuestro, Explicación de los diez 
mandamientos de la ley de Dios ; Disputa con los judíos sobre la fe católica, 
lii fulación de la religión de Mahoma. 
•n — v
Todas estas obras las compuso sin echar mano de ningún libro, ni siquiera 
de la Biblia. Por eso, al ver la ciencia teológica, bíblica y patrística vaciada 
en ellos por el autor, se queda el lector sobrecogido de admiración. 
El último libro mencionado lo leyeron no sólo los cristianos sino también 
los moros, moviéndose muchos de ellos a conversión con su lectura. Los 
alfaquíes y morabitos se quejaron al rey, y pidieron a gritos la muerte de 
quien amenazaba destruir el islamismo en breve tiempo. De haber dado 
oídos a su fanatismo, al punto hubiera ejecutado el rey moro sus sangui­narios 
propósitos; pero la codicia le inclinaba a dejar con vida a un cautivo, 
por cuyo rescate ofrecerían sin duda muy en breve nueva suma de dinero. 
Efectivamente, a 29 de enero del año 1300, el papa Bonifacio V I I I firmó 
cinco cartas en favor de la diócesis de Jaén; dos de ellas confirmaban lo* 
nombramientos hechos por el obispo cautivo en Granada y designaban ad­ministrador; 
las otras tres se referían al rescate de Pedro Pascual: el Sumo 
Pontífice daba órdenes precisas sobre el particular a los dos arcedianos y 
al Cabildo y al mismo tiempo enviaba al episcopado español viva reco­mendación 
en favor del santo cautivo. 
Pero el odio de sus enemigos crecía más y más. Creyó el rey que podría 
apaciguar los ánimos quemando públicamente todos los ejemplares del libro 
que fuera causa del alboroto popular; pero ni aun así lo consiguió. 
Viéndose obligado a ceder, mandó encarcelar a Pedro en una torre soli­taria 
poco distante de Granada, donde gemían ya otros cristianos aguar­dando 
la muerte. Con todo, le dió licencia para llevar consigo a la cárcel 
cuanto necesitaba para decir misa. 
Una tarde tuvo noticia de que los verdugos irían a matarle al amanecer 
del siguiente día. Pasó la noche en oración, y a la otra mañana dijo misa 
muy de madrugada. Aun estaba revestido cuando entraron los enviados del 
rey moro y ejecutaron la sentencia de muerte que traían, cortándole la ca> 
beza. Sucedió su martirio a 6 de diciembre del año 1300. 
SU CULTO 
LA cárcel donde fué martirizado San Pedro Pascual se hallaba en una 
colina que después de la Reconquista se llamó Cerro de los Mártires. 
Para perpetuar la memoria de todos los cristianos que fueran marti­rizados 
allí, los Reyes Católicos edificaron una iglesia en aquel sitio el año 
de 1492, y los Carmelitas, un convento a mediados del siglo X V I. 
El nombre del obispo de Jaén fué tenido en grande veneración como el ¡ 
de un santo y un mártir. En el siglo X V I I , los religiosos de la Orden de la 
Merced dieron muchos pasos para lograr el reconocimiento oficial de su culto. |
Así fué cómo el año 1645 pidieron al cardenal Moscoso y Sandoval, obis­po 
de Jaén, que mandase restaurar la aureola que circundaba el primer re­trato 
del santo mártir, expuesto en el palacio arzobispal. Esta diligencia, al 
parecer tan sencilla, dió ocasión a tres procesos diocesanos que fueron lle­vados 
a la par; el postrero y más importante se concluyó a 31 de marzo 
de 1655 con un decreto del prelado declarando que el culto público de este 
Santo, conocido y tolerado por los Ordinarios de Jaén y Granada, se remon­taba 
a más de un siglo. El Sumo Pontífice Clemente X aprobó esta sentencia 
el 14 de agosto de 1670; Pedro Pascual quedaba así canonizado. 
I)e allí adelante menudearon los breves de la Santa Sede en favor del 
mártir de Granada: a 3 de septiembre de 1672, aprobación de varios tra­tados 
escritos por el mártir; a 17 de junio de 1673, concesión del Oficio y 
misa de un mártir con rito semidoble a la Orden de la Merced, y después a 
la diócesis de Toledo a 21 de abril de 1674, de Granada y Jaén a 18 de di­ciembre 
de 1675 y a la de Valencia a 28 de marzo de 1676. El rito doble lo 
concedió a 22 de junio de 1680, y el día 2 de octubre del mismo año exten­dió 
su culto a todos los reinos de España. A 20 de enero del año 1686, la 
Santa Sede dió licencia a los Mercedarios para insertar el nombre de San 
Pedro Pascual en la Conmemoración de los Santos de la Orden; su fiesta 
se celebra con rito doble de segunda clase desde el día 9 de julio de 1695, 
y, finalmente, un Breve de 3 de agosto de 1697 concedió para la fiesta de 
San Pedro Pascual el evangelio Eg o sutn pastor bonus con las homilías pro­pias 
sacadas de los Padres de la Iglesia. 
Entretanto, algunos escritores de la Orden de los Trinitarios, también 
meritísima en la obra de redención de cautivos, pretendieron que el obispo 
mártir de Jaén había pertenecido a su religión; pero la Santa Sede tuvo por 
mal fundadas estas pretensiones y las desestimó. Queda siendo, pues, San 
Pedro Pascual, insigne florón de la Orden de Nuestra Señora de la Merced. 
SANTORAL 
Santos Calixto I, papa y mártir; Pedro Pascual, obispo y mártir; Gaudencio, obis­po 
de Rimini y mártir; Burcardo, obispo de Wurtzburgo; Cosme — precep­tor 
de San Juan Damasceno—•, obispo de Gaza, en Palestina; Donaciano, 
obispo de Reims; Fortunato, obispo de T o d i; Rústico, obispo de Tréveris, 
y Celeste, de Metz; Carponio, Evaristo y Prisciano, mártires en Cesarea 
de Palestina; Saturnino, Lupo y compañeros, mártires en Capadocia; 
Lupo, mártir en Córdoba; Domingo Loricato y Bernardo, confesores. Santas 
Fortunata, hermana de los santos Carponio, Evaristo y Prisciano, virgen 
y mártir; Aurelia, mártir en Córdoba, Angadrema y Menequilde, vírgenes. 
Beata Magdalena Panatieri, terciaria de Santo Domingo, virgen.
D Í A 15 DE O C T U B R E 
SANTA TERESA DE JESUS 
DOCTORA Y REFORMADORA DEL CARMELO (1515-1582) 
NACIÓ Santa Teresa a 28 de marzo de 1515 en Ávila de los Caba­lleros. 
Su padre, don Alonso Sánchez de Cepeda, dejó consignado 
este nacimiento en una cédula que dice así: «En miércoles, veinti­ocho 
días del mes de marzo de quinientos y quince años, nació 
Teresa mi hija, a las cinco horas de la mañana, media hora más o menos, 
que fué el dicho miércoles, casi amaneciendo. Fueron su compadre Ve!a 
Núñez y la madrina doña María del Águila, hija de Francisca de Pajares». 
Pertenecían sus padres a la más alta nobleza castellana y eran muy 
devotos cristianos. «Era mi padre de mucha caridad con los pobres y piedad 
con los enfermos, y aun. con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar 
ciin él tuviese esclavos...» 
Don Alonso murió santamente, diciendo cuánto sentía no ser fraile. De 
m i madre, doña Beatriz de Ahumada, habla Teresa en estos términos: 
«Tenía grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura, jamás dió a 
entender que hiciese caso de ella; porque con morir de treinta y tres años, 
ya su traje era' como de persona de mucha edad. Era muy apacible y de 
harto entendimiento... Murió muy cristianamente.»
Doña Beatriz tuvo nueve hijos. Don Alonso se había casado con ella en 
segundas nupcias, teniendo ya una hija y dos hijos del primer matrimonio. 
Entre sus nueve hermanos y dos hermanas, había uno «casi de su edad, 
que era el que ella más quería»; era, probablemente, Rodrigo. Tenía poco* 
años más que ella y era también muy devoto. Juntos solían leer vidas de 
Santos. Los tormentos que las Santas padecían por causa de la fe, le daban 
envidia. «Parecíame —dice— que compraban muy barato el ir a gozar de 
Dios». Una cosa más que nada espantaba la imaginación de ambos niños: lu 
eternidad de las penas y de la gloria. «Gustábamos de decir muchas veces: 
«¡Para siempre, siempre, siempre!» De pronto, huyen cierto día de la casa 
paterna, pasan el puente del río Adaja, y caminan resueltos por la carrete­ra 
de Salamanca; era su intención irse «a tierra de moros, pidiendo por 
amor de Dios, para que allá los descabezasen». Pero a distancia como de un 
cuarto de legua de Ávila tienen la mala fortuna de dar con un tío suyo qu* 
les hace volver atrás y los lleva a casa. Rodrigo se excusa y culpa a su 
hermanita. «Madre, a mí la niña me ha llevado y me ha hecho tomar el 
camino». 
Dotes de caudillo tenía ya Teresa a los siete abriles; y de caudillo algo 
terco, porque el primer fracaso no la dasalentó. 
«De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenába­mos 
ser ermitaños, y en una huerta que había en casa, procurábamos, como 
podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecillas que luego se nos caían.» 
Era un alma joven, ansiosa de infinita dicha, y que para lograrla menos­preciaba 
los míseros bienes caducos; voluntad todavía tierna, pero capaz 
para pasar de repente de los generosos deseos a los actos heroicos y arrastrar 
a los demás en la carrera. Ya en estos rasgos infantiles se dibuja el tempera­mento 
y natural de la insigne Santa. Tenía poco menos de doce años cuando 
murió su madre. La niña fué a postrarse a los pies de una imagen de Nuestrii 
Señora, y le suplicó con muchas lágrimas que fuese su madre en adelante. 
Desde ese día, siempre que se encomendó a la Virgen tuvo visibles prueba* 
de su maternal protección. 
DONCELLA. — EN LA ENCARNACIÓN DE AVILA 
PASANDO de esta edad, comencé a entender las gracias de naturaleia . 
que el Señor me había dado, que según decían eran muchas. Cuando ] 
por ellas le había de dar gracias, de todas me comencé a ayudar para 
ofenderle, como ahora diré». 1 
En esos términos comienza la Santa la confesión de lo que llama, extre* I 
mando los conceptos, «sus grandes pecados». Y a previno al lector, al prinol* I
|iln de su vida, que al escribirla le mandaron pasar de largo sobre muchas 
■mus, porque de lo contrario se hubiera pintado a sí misma con más negros 
■ olores. 
Se acusa primeramente de ser aficionada a libros de caballerías. De in­ri 
riblc crédito gozaban aquellos libros en España en el siglo X V I; habría 
mi pocos en la biblioteca de doña Beatriz de Ahumada. El amante corazón de 
«i|iiclla muchacha cariñosa y ardiente se dilataba con tales lecturas. Leía sin 
•luda con encendido entusiasmo, como lo hacía todo, a la sombra de su in­dulgente 
madre, cuyo ejemplo la tranquilizaba. Pero alerta andaba Teresa 
i|uc no le viese leer su padre aquellos libros, porque le pesaba mucho a don 
Alonso aquella excesiva afición a las aventuras novelescas. «Era tan en extre­mo 
lo que en esto me embebía —dice— , que, si no tenía libro nuevo, no me 
luirccía tenía contento». 
Viene el otro «gran pecado»; «Comencé — dice— a traer galas, y a desear 
■'■intentar en parecer bien; con mucho cuidado de olores y todas las vanida­des 
que en esto podía tener, que eran hartas por ser muy curiosa». Con todo, 
■ I amor a la verdad le obliga a poner esta disculpa; «N o tenía mala inten- 
■'ióii; porque no quisiera yo que nadie ofendiera a Dios por iní». 
La joven «deseaba contentar» y a fe que lo logró muy de veras. Tenía 
l>rimos hermanos de su misma edad, los cuales la querían muchísimo porque 
Ir-i parecía agraciada, cariñosa y simpática en alto grado. Teresa se duele de 
Imlicrse aficionado a aquellas vanidades y a la amorosa compañía de sus 
liriinos. ¿Qué daño podía seguirse de aquellas relaciones para la santa donce- 
II.i, cuyo purísimo corazón ansiaba tan de veras guardar intacto su honor? 
I .risa se contenta con declarar que jamás sintió atractivo ninguno hacia 
>•<Inello que pudiera mancillar su inocencia, y que ordenaba su conducta a la 
lu/ tic los consejos de su confesor. 
lista aclaración demuestra la extrema delicadeza de su alma. 
Finalmente, tuvo la debilidad de trabar íntima amistad con una parienta 
"<|iic era de livianos tratos» y ejercía perniciosa influencia sobre ella. «Es así 
■|iic de tal manera me mudó la conversación con ella, que de natural y alma 
virtuosos, no me dejó casi ninguna señal. Querría escarmentasen en mí los 
inidres, para mirar mucho en esto». 
fistos son los «grandes pecados» de la juventud que lloró Teresa toda la 
vida. A menudo en su biografía sale a relucir la palabra pecado. No olvide-mus 
que no se debe tomar al pie de la letra su humilde confesión; cuanto 
lints santa es un alma, más suele temblar al menor roce del mal. 
Con todo, este natural hervor de la juventud duró poco tiempo. Don Alon- 
«n de Cepeda tomó pie del casamiento de su hija María para dejar a Teresa 
ile interna con las Agustinas de Nuestra Señora de Gracia. Tenía a la sazón 
dieciséis años. Pasados ocho días de profunda nostalgia, sosegóse el espíritu
de Teresa: «Estaba muy más contenta que en casa de mi padre». Eso no Ir 
impedía ser «enemiguísima» en entrar monja. No obstante, el trato con unt 
santa religiosa, María Briceno, disminuyó aquella aversión al claustro, f 
«tornó a poner en su pensamiento deseos de las cosas eternas». Poco a poaf 
iba sometiendo su voluntad a la divina; mas todavía «deseaba no fuese 1)1*1 
servido darle vocación de monja». 
En este tiempo cayó enferma y pasó unos días en casa de su tío Sancha 
de Cepeda, varón devotísimo. A raíz de las conversaciones que tuvo otqL 
aquel siervo de Dios, la nada de los bienes caducos se le presentó al espírll^ 
tan al vivo como en su niñez; empero, su voluntad, más tenaz que cuuiuto 
tenía siete años, se resistía al divino llamamiento. «Poco a poco —dice • 
me determiné a forzarme para tomar estado de monja». Empicó un urdt4 
ci ntra sí misma, que fué declarar a su padre aquella determinación; «pori|iit 
era tan honrosa —dice— que me parece no tornara yo atrás por ninguM 
manera, habiéndolo dicho una vez». Don Alonso le negó su consentimiciilMi 
Teresa entendió que cediendo a su padre se perdería para siempre. Entom*| 
huyó de su casa con su hermano Antonio. Éste entró en los Dominicas, f 
Teresa llamó a la puerta de las Carmelitas del convento de la Encamuci,iH 
de Ávila. 
No quisieron admitirla de pronto, por no enemistarse con don Alonso, y, 
además, porque el convento era pobre, y Teresa no traía dote. 
Su padre se rindió al fin. tras dos meses y medio de resistencia. Ante n* 
tario firmó el acta de dotación. Teresa pudo ya vestir el sayal de postulanlai 
Era el 2 de noviembre de 1536. 
ETAPAS DE LA SANTIDAD DE TERESA 
EN tomando el hábito, luego me dió el Señor a entender cómo favorrjg 
a los que se hacen fuerza para servirle. A la hora me dió un tan graq 
contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy,^ 
Reacción saludable tras la fría inmersión de la vida claustral que tanlM 
asustaba a su alma; sosiego de la paz interior, pasada la dolorosa pcleafl 
íntima seguridad de ocupar el puesto a que le destinaba la Providencial 
temor del infierno desvanecido para siempre jamás, y, más que nada, (áfl 
inefable don de la divina gracia. Con todas estas causas de interior regoa(jfl 
estaba amasado aquel «grandísimo contento» de la joven postulante, cuan.lM 
puso la sandalia de monja en el primer escalón de la vía ascendente por don^fl 
iba a subir a la cumbre de la vida perfecta. Pero que no se traiga a engafl^J 
el dolor la había de acompañar de continuo hasta llegar a la misma cumbftfl 
La esencia de su alma era tal que no podía sustraerse al martirio intertalH
REPRESENTÓSEME el Señor — dice Santa Teresa—, dióme 
su mano derecha y díjome: « Mira este clavo, que es señal 
<¡ue serás mi esposa desde hoy. De aquí adelante, no sólo como 
de Creador, como de Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como 
verdadera esposa mían.
Había en ella, con mucha sensibilidad ansiosa e inquieta, muchísimo talento, 
brillante y agudísimo. Corazones tan ricamente dotados, cuando poseen la 
fe y, sobre todo, cuando se ven favorecidos con especiales ilustraciones de 
la gracia, no aciertan a permanecer en paz antes de gozar de la vista de su 
Dios. Ya muy temprano, desde su niñez, descubrió Teresa lo engañoso y 
falaz de los bienes terrenos. Pues se acabó; ya no los podrá saborear sosega­damente. 
Siendo ello así, ¿a qué vivir ya en este mundo? ¿Adonde irá a 
beber la verdadera felicidad que su corazón ansia? A la sombra del claustro; 
allí brota del pecho mismo del Señor. Pero, paciencia; nada menos que por 
espacio de casi veinte años se le mostrará Dios como de lejos y la tratará 
con frialdad. 
«Aun no tenía a mi parecer amor de Dios..., sino una luz de parecerme 
todo de poca estima lo que se acaba, y de mucho precio los bienes que se 
pueden ganar con ello, pues son eternos.» 
Tenía las gracias que iluminan; pero no llegaban a llenar sus ansias. 
Entonces aquel pobre corazón privado de goces sobrenaturales, se aboca a 
los bienes delicados, pero humanos que no faltan en la vida común, y más 
cuando se tiene un natural privilegiado como el de la Santa. Preciso es reco­nocer, 
además, que el claustro de Ávila tenía muy abiertas sus puertas. En el 
locutorio y en su aposentito lindamente adornado con mil cosillas de devo­ción, 
recibe Teresa a su familiares y amigos. Hablan con fruición mientras 
están bordando mantelitos de altar, albas de lino y casullas de seda. ¡Oh!, no 
cabe duda que tanto la aguja como la lengua se mueven para glorificar al 
Señor y a los Santos. Pero, ¿qué predicador hay tan sobrenatural, que no 
escuche su propia voz, sabiendo que es elocuente? Y ¿dónde daremos con 
una monjita tan santa, que sea y permanezca insensible a los encantos de 
su ingenio y a las gracias ¿le su persona, aun haciendo gala de ellos para 
edificación de sus oyentes? 
Pero sobre todo, sobre todo, el corazón de Teresa se aficiona demasiada* 
mente a cuantos la admiran y le dan cariñosas pruebas de estimación. Evi­dente 
es a todas luces que su amor es como su alma: ideal purísimo. Pero 
se complace excesivamente en la dulcedumbre de amar. En el altar de su 
corazón arde incienso entre Dios y las criaturas; quiere probar las dos copas. 
De esta suerte, tenía que renovar día tras día el sacrificio total que creía 
haber hecho de una vez para siempre al tomar el velo de Carmelita. Porque 
pensaba haber dejado el siglo en la puerta del convento, y venía a resultar 
que las cosas del siglo ocupaban su corazón y se lo disputaban a Dios. A ella 
le parecía no tener valor para romper definitivamente con el mundo. ¡Tor­mento 
íntimo que sólo podía calmar la gracia divina! 
Añádase a esto que los vaivenes de aquella alma sacudían a cada instan­te 
la débil complexión de la Santa; porque Teresa padeció toda su vida
dolores y enfermedades sin cuento; la envoltura corporal parecía no poder 
contener los impetuosos latidos del espíritu. 
Llegó, finalmente, la hora de Dios: Teresa contaba ya cuarenta años. 
Hacía casi veinte que vivía en el claustro tratando de contentar a Dios y al 
mundo al mismo tiempo, dejando siempre para el día de mañana el darse 
totalmente al Señor. Cierto día, un Ecce Homo expuesto en su oratorio se 
unima. Teresa se postra a los pies de Cristo y le pide que se digne otorgarle 
de una vez fuerza bastante para no volver a ofenderle. Con la lectura de las 
Confesiones de San Agustín, a quien «era muy aficionada», acabó determi­nándose 
a mudar de vida irrevocablemente y sin dilación. Comenzó entonces 
«u irrefrenable afición «a estar más tiempo con Dios». 
«Habiendo estado un día mucho en oración y suplicando al Señor me 
ayudase a contentarle en todo, comencé el himno y, estándole diciendo, v í­nome 
un arrebatamiento tan súbito, que casi me sacó de mí, cosa que yo no 
pude dudar, porque fué muy conocido. Fué la primera vez que el Señor me 
hizo esta merced de arrobamiento. Entendí estas palabras: «Y a no quiero 
que tengas conversación con hombres, sino con ángeles». 
Cayó Teresa en la cuenta de lo que Cristo le exigía. Rompió sin más las 
últimas ataduras que la ligaban a sus caras amistades. Todavía tuvo amigos; 
pero ya no les demostró aquel inmenso cariño que el Señor quería reservarse 
para Sí. Aquí entró Teresa de lleno en la posesión de Dios. Jesucristo la 
escogió por esposa suya. 
Era el 18 de noviembre de 1572. Teresa iba a comulgar. Nuestro Señor 
le dijo estas palabras: «N o hayas miedo, hija; que nadie sea parte para qui­tarte 
de Mí». 
«Entonces —prosigue la Santa— representóseme por visión imaginaria, 
corno otras veces en lo interior, y dióme su mano derecha, y di jome: «Mira 
este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy. Hasta ahora no 
lii habías merecido. De aquí adelante, no sólo como de Criador, y como 
de Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía; mi 
honra es ya tuya y la tuya mía». Hízome tanta operación esta merced, que 
lio podía caber en mí y quedé como desatinada, y dije al Señor: que o 
ensanchase mi bajeza, o no me hiciese tanta merced; porque cierto no me 
parecía lo podía sufrir el natural. Estuve así todo el día muy embebida. He 
M-ntido después gran provecho, y mayor confusión y afligimiento de ver que 
lio sirvo en nada tan grandes mercedes». 
Se acabó; el ensueño ingenuo de la niña Teresa, las dolorosas ansias de la 
Carmelita sedienta de amor divino se satisfacen y cumplen ya en la tierra, 
(■«iza de la dicha, que dura «siempre, siempre». Visiones, arrobamientos, 
éxtasis serán ya estados casi habituales en ella, místicas mercedes que no 
debilitarán sus facultades; antes le prestarán fortaleza sobrehumana.
REFORMA DEL CARMELO. — FUNDACIONES 
ESÜS mandó a Teresa que se ocupase de reformar su Orden según U 
regla primitiva. L e prometió que en los nuevos monasterios se servir.'* 
a Dios fidelísimamente, y que Él tendría sus complacencias con !•>«, 
almas que en ellos morasen. También la Virgen y San José se le apare­cieron 
para alentarla. No obstante las dificultades de la empresa, y aunqu» 
era inaudito que una mujer se metiese a reformar una Orden religiosa impor­tante, 
Teresa se puso, sin razonar consigo ni considerar lo mandado, a enteri 
disposición del Divino Maestro. Con la venia de sus superiores y del pa)ii 
Pío IV, llegó a fundar en Ávila, venciendo mil adversidades, el primer con­vento 
de Carmelitas Descalzas, al que dió título de «su glorioso padre Sun 
José» — 27 de agosto de 1562— Fué la primera iglesia dedicada en Europi 
al santo Patriarca. 
Recorrió luego todos los caminos de España, llevando adelante sin treguu 
la obra de la Reforma, pasando de una a otra ciudad, sobrellevando fatiga*, 
venciendo obstáculos, peleando sin descanso contra los disgustos, desdeñe', 
pobreza y persecuciones. Con ayuda de otro Santo admirable, San Juan de Iii 
Cruz, extendió a los Carmelitas el beneficio de la Reforma. Hasta el postrer 
suspiro no cesó de trabajar por ella; a su muerte había ya fundado treinta y 
dos monasterios; diecisiete de religiosas y quince de frailes. 
MILAGROS Y LIBROS DE SANTA TERESA 
OBRÓ el Señor milagros sin cuento para confirmar la misión que diera 
a su fiel sierva Teresa. Estándose edificando el convento de Sun 
José, de Ávila, cayó un lienzo de pared sobre un muchacho llamado 
Gonzalo de Ovalle, sobrino de la Santa, la cual hizo oración por él. y luegi 
lo devolvió vivo a su hermana. 
Hablando de sus escritos, la Iglesia los llama «doctrina celestial». 
«Además de todos los dones de la divina munificencia con que plugo al 
Todopoderoso adornar a su amadísima esposa —dice Gregorio X V— . la llenó 
del espíritu de entendimiento, para que no solamente dejase en la Iglesia dt 
Dios ejemplos de sus virtudes, sino que la regase al mismo tiempo con la* 
fecundas fuentes que nos transmitió en sus escritos teológicos, místiiHJs y 
otros, de los cuales sacan los fieles abundantísimo provecho, y que no pueden 
leer sin sentir que en sus almas se enciende ardiente deseo de la patria ce­lestial. 
» La Universidad la ha declarado Doctora y Maestra sublime.
MUERE DE AMOR DE DIOS 
OR obediencia, fué la Santa a Alba de Tormes, a pesar de hallarse ya 
sin fuerzas —20 de septiembre de 1582— . El día de San Miguel llamó 
al Padre Antonio de Jesús y le pidió los últimos sacramentos. Mien­tras 
esperaban el santo Viático, dijo a las monjas que la rodeaban: 
—Hijas, por amor de Dios os pido que guardéis fielmente las Reglas. 
Al ver entrar al Santísimo Sacramento en su celda, quiso echarse de la 
cuma, pero se lo impidieron. 
—Señor y Esposo mío —dijo— ; por fin llegó el momento que tan ardien­temente 
deseaba. 
Dió gracias a Dios de haber nacido católica. A menudo repetía: «N o des­echéis, 
Señor, al corazón contrito y humillado». Se quedó luego arrobada en 
éxtasis de amor que duró catorce horas, hasta su tránsito. Fué tan grande el 
ímpetu de su espíritu en aquel último arrobamiento, que rompió el amor las 
utaduras del cuerpo, como lo reveló después la Santa a la Madre Catalina 
ile Jesús. Con esto, voló su bienaventurado espíritu al Señor, entre las nueve 
y diez de la noche, a 4 de octubre de 1582. Murió de sesenta y siete años y 
medio, habiendo vivido cuarenta y siete en la religión. 
El año mismo de la muerte de la Santa, enmendó Gregorio X I I I el ca­lendario. 
que a la sazón iba retrasado de diez días. Como esta reforma había 
de aplicarse precisamente del 4 al 5 de octubre, el día siguiente de su muerte 
fué el 15 de dicho ines, fecha que se determinó para su fiesta. 
El papa Gregorio X V la canonizó a 12 de marzo de 1622, juntamente con 
los Santos Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe 
Neri. Clemente IX , a 11 de septiembre de 1668, mandó celebrar su fiesta 
con rito doble. 
El corazón de Santa Teresa y su cuerpo se veneran en Alba de Tormes. 
SANTORAL 
Santa Teresa de Jesús, virgen y fundadora. Santos Bruno, obispo de Prusia y 
mártir; Severo, obispo de Tréveris, Antíoco, de Lyón, y Conogano, de 
Quimper; Tamaro, obispo de Benevento, y Sabino, de Catania; Deodato, 
obispo de Viena de Francia, y Canuto, de Marsella; Rogerio de Norman-día, 
obispo de Cannes; Leonardo ¿e Corbigny, abad; Calixto, de Huesca, 
mártir; Fortunato, presbítero, mártir en Roma; Agileo, mártir en Cartago 
bajo Diocleciano, Modesto y Lúpulo, mártires en Capua. Beato Eutimio, 
abad. Santas Aurelia, virgen, Tecla, abadesa en Alemania.
DI A 16 DE O C T U B R E 
S. GERARDO MARIA MAYELA 
HERMANO CONVERSO REDENTORISTA (1726-1755) 
SI prescindimos por un momento de los dones sobrenaturales, pura­mente 
gratuitos, con que el Señor adornó su alma, Gerardo fué uno 
de esos acabados modelos que se elevan a las altas cumbres de la 
virtud, aceptando sencilla y calladamente la voluntad divina. 
Gerardo Mayela nació en Muro Lucano, pueblecillo situado a unas veinte 
U-guas al sur de Ñapóles, el 22 de abril del año 1726. Su padre, humilde 
•ustre que, debido a la integridad de sus costumbres, gozaba de gran consi­deración 
entre cuantos le trataban, esmeróse en educarle cristianamente. 
A corta distancia de Muro se halla la capilla de Capotiñano, donde se 
venera a la Madre de Dios con el Niño Jesús en sus brazos. Cinco años 
npenas contaba Gerardo, cuando tuvo ocasión de visitar este piadoso san­tuario, 
en donde no bien se hubo arrodillado, desprendióse Jesús de los 
brazos de María y púsose a jugar familiarmente con él, y entrególe luego 
mi panecillo blanco. A l regresar el niño a su casa, hizo entrega del panecillo 
ii su madre, diciéndole al mismo tiempo que el hijo de una Señora hermosí- 
«ima, con quien había estado jugando, se lo había dado. Iba, desde enton­ces, 
cada mañana a la capilla, y cada vez el Niño Jesús jugaba con él y
le entregaba el regalito del panecillo blanco. Su hermana le siguió cierto 1 
día. ocultándose para observarle con más libertad, y vió con sorpresa qiM 
el Niño Dios descendía de los brazos de la Señora para acariciar a Gerardo, 
y después le entregaba el panecillo. 
Apenas frisaba Gerardo en los siete años, cuando experimentó descóno-cidas 
ansias y ardores espirituales de recibir el Pan Eucarístico. En cierta 
ocasión se mezcló con los fieles, dispuesto a comulgar. A l verle el celebrante 
tan pequeñito, pasó de largo, y sintiólo Gerardo tan hondamente que rompió 
en sollozos. A la noche siguiente, el arcángel San Miguel le trajo el Pan 
de los Ángeles. Otra vez, hallándose de rodillas cerca del altar, salió el Niño 
Jesús del Tabernáculo y le dió la Comunión. 
A los diez años fué oficialmente admitido a la Sagrada Mesa; desd* 
entonces comulgaba cada dos días, además de los domingos y fiestas. Pero 
entendió que, para participar de la gloria de Jesús, preciso era participar 
antes de su dolorosa Pasión; y así, como precio de cada comunión, se im­ponía 
una disciplina. 
Al ocurrir la muerte de su cristianísimo padre, acaecida en 1737, entró 
Gerardo en el taller de un sastre como aprendiz. El joven se entregó al tra­bajo 
con todo el ardor y aplicación, sin descuidar por ello la corresponden­cia 
a la gracia y la práctica de la frecuente oración. Golpeábale a veces su 
amo con furiosa violencia, pero en vez de sentir repulsión o encolerizan* 
por ello, contestábale Gerardo siempre con una discreta y resignada sonrisa. 
Sintiéndose atraído hacia la vida religiosa, solicitó Gerardo la admisión 
en los Padres Capuchinos, los cuales, vista la debilidad de su complexión, , 
rehusaron admitirlo. Esperando la hora señalada por la divina Providencia, j 
llegó Gerardo a los dieciséis años. Entró entonces al servicio del señor obispa 
de Laccdonia, que, anciano ya, descansaba en Muro; durante tres año«, 
(ierardo fué la admiración de toda la ciudad por su vida ejemplar y virtuosa. 
Un día que el obispo se hallaba ausente, cerró Gerardo la puerta de pu- 1 
lacio, y, mientras se ocupaba en sacar agua, lo hizo con tan mala fortuna, 
que la llave se le cayó en el pozo. Quedó un instante indeciso; pero después, 
recogido un momento, rezó una breve oración y corrió en busca de la estatua 
del Niño Jesús, y atándola al extremo de una cuerda la bajó al pozo 
diciendo: «A Vos, Señor, corresponde devolverme ia llave, no sea que el señor 
obispo se lleve un mal rato». Y , ;oh poder maravilloso de la oración con­fiada!. 
ante una multitud de espectadores, subió Gerardo la estatua del Niño 
Dios que en la mano traía la llave perdida. 
Al morir su señor, decidió Gerardo dedicarse al oficio de sastre; y, eos 
permiso de su madre, dividía el salario en tres partes: una para la famiUa( 
otra para distribuirla a los pobres; y la tercera para la celebración de misil! 
en favor de las almas del Purgatorio. Era tan ardiente su amor al sufrimientl
<i i io impulsábale con frecuencia a fingirse loco, con el fin de atraer sobre sí 
I»» injurias y golpes de los muchachos y personas irreflexivas. 
La devoción que profesaba a la Reina del cielo era señaladísima: «Mi 
Sniora me ha robado el corazón —repetía a menudo— y yo se lo he ofrecido 
«•unió regalo». Y como alguna vez se le hablase de matrimonio, respondía 
entusiasmado: «Pertenezco por completo a mi Señora». Andando el tiempo, 
rl solo nombre de María bastará para extasiarlo. Ponía sumo cuidado en 
conservar sin mancha la inocencia bautismal. 
LA VOCACIÓN RELIGIOSA. — UNA PEREGRINACIÓN 
EN el mes de agosto de 1748, llegaron a Muro dos Padres Redentoristas. 
Gerardo aprovechó la ocasión para exponerles el estado de su alma 
y hablarles de la vocación a que le parecía sentirse llamado. En vez 
ili* animarle, el Superior le aconsejó que renunciara a este pensamiento, y 
lu madre, temerosa de perderlo, lo retuvo en casa encerrado bajo llave, 
hallándose así el día mismo de la despedida de los misioneros. El prisionero, 
«¡ntiendo una voz interior que le hablaba irresistiblemente, decidió evadirse 
por una ventana y sirvióse para ello de un lienzo, al propio tiempo que de-juba 
sobre la mesa un papel con estas palabras: «V o y a hacerme santo; 
madre, no penséis más en mí». 
Habiéndose juntado a los misioneros, suplicóles le admitiesen en su 
compañía. Impresionado el Superior por el fervor e insistencia con que le 
implicaba, se decidió a enviarle, por vía de prueba, al convento de Deliceto, 
enn una carta concebida en estos términos: «Os envío un Hermano inútil 
pura el trabajo, pero cuya reputación de santidad me obliga a recibirlo». 
El 17 de mayo de 1749 llamaba Gerardo a las puertas del convento de 
Deliceto. Este convento, fundado por el bienaventurado Félix de Corsano. 
<lu la Orden de San Agustín, estaba dedicado a Nuestra Señora de la Conso­lación; 
hallábase abandonado hacía mucho tiempo, cuando Alfonso María de 
l.igorio, atraído por la imagen de María, estableció allí una residencia. En 
■ «te santuario pasó Gerardo la mayor parte de su vida. 
Ya desde el primer día. fué perfecto dechado de humildad, de paciencia, 
obediencia, modestia, afabilidad, mortificación y abnegación. No había ocu-pnción 
modesta y humillante, que no se apresurara a tomarla para sí. Hacía 
• I trabajo de cuatro, y tenía suma habilidad para recargarse con lo que 
correspondía hacer a los demás, diciendo: «Dejádmelo a mí; soy el más joven, 
v lo haré mientras vosotros descansáis». El trabajo no era para Gerardo un 
nhstáculo a su vida íntima de oración; y aunque durante el día no cesaba 
■le trabajar, por la noche pasaba largos ratos junto al Sagrario. 
nn __t
Sentía vivísimo deseo de llegar a ser un gran santo y alcanzar un alta 
grado de perfección. Con el permiso de su Director espiritual, había hecho 
el voto heroico de practicar siempre lo más perfecto. Por orden del mismo 
Director espiritual, escribió sus mortificaciones, resoluciones y sentimientos. 
He aquí algunos pasajes de ese código de perfección: 
Mortificaciones. — Cada día me daré la disciplina y llevaré el cilicio do 
hierro alrededor del cuerpo. Mezclaré con hierbas amargas mis comidas. 
Aplicaré un corazón de puntas de hierro a mi pecho. £1 sábado ayunaré a 
pan y agua. 
Sentimientos. — Todo cuanto se hace por Dios, es oración; unos se em­peñan 
en esto, otros, en aquello; mi único empeño será hacer en todo la 
voluntad de Dios. La ocasión de llegar a ser un santo no se me ha ofrecido 
más que una vez; si no la aprovecho, acaso me pierda para siempre. Si 
llego a perderme, perderé a Dios, y si pierdo a Dios, ¿qué me quedará? 
Resoluciones. — Repetiré en toda tentación y tribulación: «Fiat voluntas 
tua». No hablaré más que en tres casos: Cuando se trate de la mayor gloria 
de Dios, de favorecer al prójimo, o si existe verdadera necesidad. No me 
excusaré nunca, aun cuando tenga de mi parte toda la razón, siempre que 
mi silencio no cause ofensa ninguna a Dios ni perjudique al prójimo». 
Gerardo profesó siempre muy acendrada devoción a San Miguel. En 1753, 
los estudiantes redentoristas de Deliccto obtuvieron permiso para ir jun­tos 
en peregrinación al monte Gárgano, célebre por la aparición del Santo 
Arcángel, Gerardo, hermano profeso hacía un año, recibió el encargo de 
dirigir la comitiva. Los jóvenes, dispuestos a emprender el viaje, recibieron 
doce pesetas en total, como viático; eran doce, y la excursión debía durar 
nueve días. «Dios proveerá», decía Gerardo a cuantos objetaban lo módico 
de la cantidad recibida. Al llegar a Manfredonia no les quedaba más qus 
una peseta. Gerardo fué al mercado a comprar un ramillete, que colocó en 
la iglesia delante del Tabernáculo, diciendo en alta voz: «Jesús, a Vos 
corresponde cuidar de esta familia». 
El capellán del castillo, testigo de este acto, se llegó a Gerardo y le invitó 
a alojarse en su casa, junto con los compañeros que dirigía. El santo Her­mano 
recompensó la caridad del sacerdote, curando con la señal de la era» 
a su madre, que yacía enferma en el lecho. Pasaron dos días en el monta 
Gárgano. Al día siguiente de su llegada, observando la bolsa vacía, fui 
Gerardo a encomendarse a San Miguel y, tan pronto como hubo acabado j 
la súplica, se le acercó un desconocido y le entregó una cantidad de dinero. 
Al despedirse, como el posadero exigiera un precio excesivo, Gerardo, indig­nado, 
le dijo: «Si no os satisface el justo precio, presto recibiréis el castigo 
de vuestra avaricia con la muerte de vuestras muías». Al poco rato el hijo 
del fondista llegaba asustado, manifestando que las muías se revolcabas]
SAN Gerardo Mayela extiende misteriosamente su manteo en el 
suelo, manda al aventurero que se arrodille y, enseñándole su 
crucifijo, le dice: « Este es el tesoro de que te he hablado y que 
desde hace muchos años has perdido» . Contrito el pecador, rompe 
a llorar y va a confesarse.
por el suelo dando muestras de agudos dolores. Espantado el fondista *c 
humilló, y Gerardo hubo de insistir para que aceptara lo que le correspondí»! 
después, curó a las muías haciendo la señal de la cruz sobre ellas. 
CELO APOSTÓLICO. — PRUEBAS 
UN día que Gerardo llegaba a Deliceto, un aventurero, viendo vi 
aspecto desaliñado del Hermano, lo tomó por hechicero y le dijo: 
«Si buscáis algún tesoro, estoy dispuesto a ayudaros». «Pero, señor, 
¿tan valiente sois?» —le interrogó el Santo. El desgraciado hízole entonce* 
el relato de su triste vida. «Pues bien — le dijo Gerardo— ; sí, voy a buscar 
un tesoro para vos». 
Se internaron ambos por unos vericuetos que conducían a lo más intrin­cado 
de la selva vecina y, extendiendo Gerardo su manteo en el suelo oon 
gran misterio, hizo arrodillar al pecador; mostrándole el Santo Cristo, le 
dijo: «He aquí el tesoro que habéis perdido hace tantos años, y que yo 
quería mostraros en secreto». Rompió aquél a llorar como un niño y, llega­dos 
a Deliceto, postróse a los pies de un confesor y se reconcilió con Dios. 
En Castelgrande, el asesinato de un joven había enconado los ánimo* 
entre dos familias, y la ciudad entera giraba en torno de ambos partido* 
rivales; de una y otra parte era tan grande la inquina que parecía inminente 
una lucha sangrienta. El Hermano Gerardo, animado de celo apostólico, 
llegóse cierto día a casa del padre de la víctima y le habló con tal calor de 
Dios y de su infinita misericordia, que obtuvo la promesa de un perdón 
completo. La madre, empero, indignada de esta resignación y cambio, to­mando 
los vestidos tintos en sangre del hijo, los arrojó a los pies de su mari­do: 
«¡Mira — le gritó frenética— , contempla esa ropa empapada en sangre... 
y después reconcilíate, si tienes corazón!» 
Estas palabras produjeron al instante su efecto y consiguieron que un 
odio profundo renaciera al momento en aquel corazón sosegado por la* 
palabras del santo Hermano. «¡N o ha de triunfar el infierno!», exclamó 
Gerardo al saber la noticia; y seguidamente se entrevistó por segunda ve* 
con el padre de la víctima, y colocando el Crucifijo en tierra, exclamó: 
«Pisotead esta Cruz, hollad al que ha perdonado a sus verdugos... ¡Jesú* 
o el demonio! ¡El perdón o el infierno!... Vuestro hijo sufre en el Purgatorio 
y allí permanecerá mientras dure vuestro resentimiento... Si os negáis a 
perdonar, temblad, pues los castigos más terribles caerán sobre vosotros». 
A estas palabras, pronunciadas con todo el calor y celo de un Santoi 
los padres depusieron su actitud; con lo cual se calmaron los ánimos, y lu 
paz y conversión de la ciudad fueron completas.
UNA CALUMNIA. — LA LLAVE DEL CIELO 
LE V AB A cuatro años Gerardo en la residencia de los Padres Reden. 
toristas cuando se levantó contra él una infame calumnia. El inicuo 
ofensor de una joven pretendió difamar la conducta del Santo, di' 
fundiendo contra él una falsa acusación, sirviéndose para ello de la desgra­ciada 
cómplice de su pecado. Era el año 1754. San Alfonso, aunque sin 
dar fe al hecho, cambió a Gerardo de residencia, y prohibióle que comulga­ra 
hasta nueva orden y que tuviera relaciones con los extraños. El santo Her­mano 
se sometió con toda humildad, diciendo para sí: «Dios me justificará. 
»¡ así lo juzga conveniente». La prueba duró dos meses, al cabo de los 
cuales, los dos culpables escribieron al santo Fundador poniendo de mani­fiesto 
la inocencia de Gerardo y acusándose de haber seguido las instiga­ciones 
del demonio. Con este motivo, el santo Fundador hizo el siguiente 
t-logio de fray Gerardo: «Aunque nuestro Hermano no tuviera más virtudes 
que las que ha ejercitado en esta amarga prueba, ellas solas bastarían para 
que yo formara un profundo concepto de su santidad». 
Gerardo fué destinado a la residencia de Nápoles; pero al cabo de tres 
meses sus milagros y santidad le atrajeron tanta veneración, que San Al­fonso 
juzgó prudente enviarlo como portero a la residencia de Caposelo. 
«Esta llave será para mí la llave del Paraíso», solía decir. Gustábale esta 
ocupación, porque de este modo se relacionaba con los pobres; y, aunque 
ellos eran muchos, tenía tal tacto y habilidad, que sabía contentarlos a todos. 
Más de doscientos menesterosos se presentaban cada mañana en la portería 
pura recibir de él limosnas y consejos. 
Los víveres se multiplacaban en su mano. Así es que en más de una 
ocasión, después de una distribución de pan, las cestas aparecían llenas 
inmediatamente, sin mediación de nadie. Las provisiones del granero y 
almacén se hallaban en cierta ocasión completamente agotadas. Habiéndole 
dicho el Padre Rector que moderase su largueza: «Dios proveerá», respondió 
el Hermano. «¡Po r lo visto, Gerardo, deseáis milagros por la fuerza!», repli­có 
el superior; pero fué a inspeccionar el granero y, con grande pasmo y ad­miración, 
lo encontró lleno de trigo. 
A fines del invierno se le envió de nuevo a Nápoles; después de tres 
meses regresó Gerardo a Caposelo, en mayo de 1755; debía postular para el 
convento que se edificaba en este último punto. Sin embargo, su salud era 
débil. Sabiendo el Superior cuán grande era su obediencia, le llamó y, colo­cando 
la mano sobre la frente del Hermano, dijo interiormente sin pronun­ciar 
palabras: «En nombre de la Santísima Trinidad, quiero que recobres la 
Riilud y comiences la colecta que tanto nos urge». Y al punto curó Gerardo.
DONES SOBRENATURALES. — BILOCACIÓN 
PARECE que Dios quiso reunir en la persona del humilde Hermano, 
todos los carismas que suele distribuir entre los demás Santos. Bas­taba 
al bienaventurado pensar un instante en las perfecciones de Dios, 
contemplar el misterio de la Santísima Trinidad o el de la Encarnación, 
fijar los ojos en un Crucifijo o en el altar de la Santísima Virgen, estar 
unos instantes postrado ante el Santísimo Sacramento del Altar o contem­plar 
cualquier maravilla de la creación, para ser arrobado en éxtasis; y así 
permanecía largo rato suspendido en el aire. 
Su amor a Dios era como un fuego que le consumía; los ardores en que 
se hallaba inflamada su alma trascendían a la carne y producían en él 
lo que los místicos llaman incendio divino. En cierta ocasión el cuerpo de 
Gerardo aparecía tan inflamado, que la rejilla de hierro, ante la cual ha­blaba, 
se derritió como cera al contacto de sus manos. 
Dios le comunicó, asimismo, la ciencia infusa. Discutía y resolvía Ge­rardo, 
sin haber estudiado Filosofía ni Teología, con la pasmosa seguridad 
y acierto de eminentes teólogos, las más profundas e intrincadas cuestione* 
ascéticas y morales. Poseía también en alto grado los dones de profecía, dis­cernimiento 
de los espíritus y penetración de los corazones. 
Un fenómeno místico más raro todavía es la bilocación, por el que una 
persona se encuentra presente en el mismo instante en dos lugares distintos. 
Fray Gerardo fué favorecido varias veces con este don extraordinario. Du­rante 
una epidemia que invadió la ciudad, hallósele presente al mismo tiem­po 
en diferentes casas y lugares. 
PODER SOBRE LA NATURALEZA Y EL DEMONIO. 
SU MUERTE 
DIOS da a los Santos parte del dominio que el primer hombre en el 
estado de inocencia tuvo sobre la naturaleza. Bastaba a Gerardo; 
llamar a los pajarillos para que bajaran a posarse en su mano, y 
se pusieran a mirarle atentamente como si prestaran oído a sus palabras. 
Un díá que paseaba a orillas del mar, divisó a una muchedumbre que' 
miraba con espanto una barca cargada de pasajeros. Estaba a punto de 
zozobrar entre las embravecidas ondas; parecía que la tempestad iba a sepul*ii 
tarlos en el abismo. Hizo la señal de la cruz y se abalanzó en medio del ' 
oleaje, mientras gritaba: «En nombre de la Santísima Trinidad, deténte». j
V llevó la barca a la orilla como si arrastrara en pos de sí una leve pluma. 
Otro día que regresaba a Deliceto, se perdió en las selvas del Ofanto. 
l'Tit de noche y fácilmente podría haber caído en un precipicio. «¡Esta es 
Im hora de la venganza!», gritó una sombra que parecía de persona. «¡Mons­truo 
abominable! —replicó el Santo, pues comprendió que era el demonio— ; 
m nombre de la Santísima Trinidad te ordeno que guíes de la brida a mi 
i'iilmllo hacia Lacedonia, y guárdate de hacemos el menor daño». El demo­nio 
bajó la cabeza y, rechinando los dientes, obedeció aquella orden. 
(.os documentos que sirvieron al proceso de su beatificación relatan ma­ravillas 
no menos estupendas, como la resurrección de un animal muerto 
vil y descompuesto, la perfecta recomposición de objetos destrozados. Y ¿qué 
ilccir de su poder sobre las enfermedades? Según informes de sus contempo­ráneos, 
las curaciones milagrosas que obró durante su vida fueron tan nu­merosas, 
que serían necesarios volúmenes enteros para transcribirlas. 
Ya había anunciado el Santo repetidas veces que moriría de una enfer­medad 
de pecho. En julio de 1755 cayó enfermo, en el momento de hacer 
la colecta; regresó a Caposelo sin fuerzas y con gran decaimiento de cuerpo. 
Kl 6 de septiembre recibió una carta del Superior en la que le ordenaba 
■|ue curase en virtud de santa obediencia. «Debía morir el ocho — dijo— ; 
pero el Señor retrasará mi muerte». El 5 de octubre se acostó para no 
levantarse más. «Sufro todos los dolores de la Pasión de Jesucristo», decía. 
I'.l 15 del mismo mes anunció que sería el último de su vida. Entre diez y 
unce de la noche, exclamó: «Mirad a María», y levantando los ojos radian­tes 
de gozo quedó en éxtasis. Dos horas después su alma volaba al cielo. 
Gerardo María Mayela fué beatificado el día 29 de enero de 1893 por 
I i-ón X I I I , y canonizado el 11 de diciembre de 1904 por Pío X. 
SANTORAL 
dantos Víctor 111, papa; Gerardo María Mayela, confesor; Lulo, sobrino del após­tol 
de Alemania San Bonifacio, y arzobispo de Maguncia; Bertrán, obispo 
de Comminges, Antíoco, de Lyón, y Ambrosio, de Caliors; Mummolino o 
Mumoleno, sucesor de San Eloy en la sede episcopal de Tournai y Noyón ; 
Florentino, obispo de Tréveris; Bercario, abad y mártir; Anastasio de 
Venecia, cluniacense; Juniano, solitario; Balderico, presbítero y confesor; 
Galo, abad; Martiniano, Saturiano y otros dos hermanos suyos, mártires; 
Valeriano, Armogasto, Saturio y otros doscientos setenta y un mártires de 
los arríanos en Africa; Elifio, mártir, hermano de otros cuatro santos, tres 
de ellos mártires también; Saturnino, Nereo y trescientos sesenta y cinco 
compañeros, mártires en África. Santas Eduvigis, tía de Santa Isabel de 
Hungría, viuda; Máxima, virgen; Cerea, mártir en África Bolonia, virgen 
y mártir y Kiara, virgen irlandesa.
Sacratísimo Corazón de Jesús Kclieario de la Santa en Paray-le-Monial 
D IA 17 DE OCTUBRE 
STA. MARGARITA MARIA ALACOQUE 
RE LIG IO SA SALESA, V IR G E N (1647-1690) 
ANTES del nacimiento de esta Santa, hubo en la Iglesia muchas 
almas devotas del Sagrado Corazón de Jesús. Desde San Anselmo, 
Santa Matilde y Santa Gertrudis hasta San Juan Eudes, el gran 
precursor de Santa Margarita María, infinidad de santos se dis­tinguieron 
por esta devoción; así consta en las actas pontificias anteriores a 
lus revelaciones de la Santa. Pero no es menos cierto que las revelacio­nes 
y los hechos maravillosos de Paray-le-Monial fueron los que determina­ron 
a la autoridad eclesiástica a promover y reglamentar el culto al Sagrado 
Corazón, en forma tal que a partir del siglo X V I I I y sobre todo en los años 
que llevamos del X X , ha adquirido, a pesar de muchos obstáculos, un des-nrrollo 
verdaderamente asombroso. 
La familia Alacoque era oriunda de Charolais. Se hallaba a mediados 
del siglo X V I I diseminada por toda la comarca, y contaba entre sus miem­bros, 
agricultores, notarios, sacerdotes y comerciantes. Como muchas otras 
de su categoría, tenía esta familia su escudo de armas de oro en el que 
presidía un gallo en campo de gules, rematado por un león. 
En 1639 Claudio Alacoque, notario real y juez ordinario de la señoría
de Terreau, casó con Filiberta Lamyn, hija de Francisco Lamyn, notarte 
real de San Pedro el Viejo, cerca de Macón. Ocho años más tarde, el 22 do 
julio de 1647, nacía Margarita, quinto vástago de aquel matrimonio. Claudio 
vivía en la ciudad de Lauthecourt, en la actual diócesis de Autún. La caM 
está habitada hoy día por las Hermanas de San Francisco de Asís de Lyóa 
y la habitación en que nació la Santa es la actual capilla. 
La niña fué bautizada el 25 de julio con el nombre de Margarita. Fué 
padrino Antonio Alacoque, cura de Verosvres, primo hermano del padre de la 
niña; y madrina, Margarita de Saint-Amour, esposa de Claudio de Fautrieres, 
señor de Corcheval y diputado por la Nobleza en los estados de Charola!». 
La madrina, que profesaba gran cariño a su ahijada, se la llevó al castillo 
de Corcheval, donde la tuvo tres años (1652-1655). El horror de todo pecado 
y una inconsciente inclinación a la pureza de alma se manifestaron muy 
pronto en Margarita, en forma tal que años más tarde escribió ella misma 
hablando de este período de su vida: «Sin saber cómo ni por qué, me sentía 
continuamente como obligada a repetir estas palabras: «Dios mío, os con* 
sagro mi pureza y os hago voto de perpetua castidad». 
Tenía ocho años cuando perdió a su padre. Su madre púsola entonces 
interna con las monjas Clarisas Urbanistas de Charolles. 
PRIMEROS SUFRIMIENTOS 
OMO estaba ya admirablemente instruida en las verdades de la reli­gión, 
le permitieron recibir la primera comunión a los nueve años. 
«Después de esta comunión —escribe— , sentí tal amargor en todas 
las diversiones que, aunque las buscaba con pueril ansiedad, ya nunca pude 
encontrar en ellas gusto ni placer». 
Inteligente y. buena en sumo grado, pronto se ganó las simpatías y U 
amistad de la comunidad. Su candor infantil, santificado por la gracia, la 
impulsaba a la imitación de los actos de virtud que presenciaba, y en su 
sencillez, imaginándose que basta meterse en un convento para ser santa, 
soñaba con quedarse para siempre con las Clarisas de Charolles. Pero Jesús 
había dispuesto las cosas de otra manera. 
Principió por iniciarla en el misterio del sufrimiento. Una enfermedad 
—reumatismo o parálisis— la acometió en 1657 y durante cuatro años la 
retuvo en el lecho de dolor. «Los huesos —dice— me perforaban la piel 
por todas partes». La enfermita tuvo que volver a la casa materna. Para J 
verse libre de la enfermedad, hizo una promesa a la Santísima Virgen: «Sería | 
una de sus hijas si recobraba la salud». Durante estos años de sufrimiento, 
la Virgen ocupó en el alma de la niña un lugar especialísimo.
Acercábase la hora en que la Divina Auxiliadora debía proteger de ma­nera 
singularísima a su devota hija. Por aquella época, Margarita sufrió 
mui crisis moral. La alegría de haber recobrado la salud, por una parte, y, 
por otra, su ardiente temperamento, la impulsaban a darse «buena vida». 
Sin preocuparse de cumplir las promesas hechas durante la enfermedad, 
volvió al regazo materno, ansiosa de gozar las ternuras del hogar. Juan, su 
liennano mayor, entonces de veinte años, era procurador de Verosvres. 
Pero la Providencia, que la predestinaba para ser una gran santa, per­mitió 
que cayeran sobre el corazón de la joven penas mucho más fuertes 
y punzantes que las padecidas hasta entonces. 
La señora viuda de Alacoque, incapaz de llevar los asuntos de la familia, 
delegó su autoridad y la dirección de la casa en miembros de la familia 
<le su difunto marido; es, a saber, en su suegra, en sus cuñados, en una tía 
paterna y hasta en una antigua y perversa criada, los cuales, juntos y por 
•epurado, hicieron sufrir a Margarita la más cruel e insoportable tiranía. 
Ilastaba que se alejara para ir a la iglesia de Verosvres, distante apenas 
iK-hocientos metros de la casa materna, para que se le echase en cara tal 
proceder con malévolas sospechas; y hubiera permanecido sin comer días 
enteros si algunas pobres y generosas almas del pueblo no le hubiesen dado 
|M>r compasión y al anochecer un poco de leche o fruta. Apenas osaba la 
Joven alargar la mano para tomar un pedazo de pan de su propia mesa. 
Siempre expiada, y siempre víctima de las más ruines e infundadas 
«ospechas, trabajando como una criada cualquiera y sin otro consuelo que 
Ion silenciosos besos de su madre, llegó Margarita en un momento dado 
n temer por la vida de ésta, pues carecía de toda clase de cuidados y aten­ciones 
en su propia morada. Y aun tendrá más tarde el heroísmo de llamar 
h estas terribles «furias», «bienhechoras de su alma». 
Por una gracia especialísima, Jesús le dió a entender la felicidad que 
nos puede traer el sufrimiento, y Margarita lo saboreó a placer, llegando 
Imsta a privarse del consuelo de manifestar tales penas a su madre. 
EN EL MONASTERIO DE PARAY-LE-MONIAL 
ER A ya una mujer Margarita, iba a entrar en los diecinueve años, y, 
sin ser precisamente acaudalada heredera, permitíale su legítima as­pirar 
a vida muy desahogada e independiente. Por otra parte, no 
carecía de belleza física, y habíala dotado el cielo de carácter afable y 
■impático. Su propia madre le había propuesto varios y ventajosos partidos, 
con la ilusión de vivir a su lado y librarse de la odiosa persecución de que 
era víctima por parte de la familia de su difunto esposo.
Margarita deseaba compartir y enjugar las lágrimas de la infeliz madrei 
pero en este caso, ¿qué iba a ser de la promesa hecha durante su enfer­medad? 
Deseoso el demonio de triunfar de aquella voluntad vacilante, ten­dióle 
un lazo de falsa humildad. «¿Cómo — le dijo— por orgullosa elección 
te atreves a aspirar a la vida del claustro, e incapaz de vivir en estado 
tan santo, osas exponerte a la condenación eterna con el fútil motivo de 
una promesa que hiciste con sobrada ingenuidad a los catorce años? ¿Sabín» 
acaso a qué te comprometías?... ¿No? Pues, en ese caso, el voto fué nulo». 
La propia Margarita nos cuenta con gran sencillez estas acometidas del 
maligno espíritu, anotando el proceso de las mismas con atinadas observa­ciones 
psicológicas. En las noches de los días pasados en vanas distracciones, 
al hallarse sola, aparécesele Jesús, entre los tormentos de la flagelación; 
le revela la íntima belleza de las tres virtudes de pobreza, castidad y obe­diencia; 
c inspírale un gran deseo de mortificación con la idea purísima de 
que aquellas virtudes se deben practicar por amor y por obediencia. Entién­delo 
perfectamente la Santa. Por el momento siente que ha de llegar til 
amor divino por el amor a los pobres; acrecienta las limosnas, gánase I* 
confianza de los niños y obreros, a quienes reúne en su propia casa, afron­tando 
con valor los reproches de su abuela y de su tía. Pero los niños son 
por naturaleza revoltosos. Se murmura en la casa contra ella y Margan! 11 
se ve obligada a abandonarla junto con los bullangueros muchachos. En si 
pensar, es aquello como un primer ensayo de vida religiosa, vida de obedien­cia 
y humildad, vida de apostolado y abnegación. 
Sin embargo, no había comunicado aún a su madre los deseos y resolu­ciones 
que tenía formados de consagrarse a Dios. Tal silencio pudo haberle 
sido fatal. El hermano mayor oponíase a que entrase en religión, alegand i 
que ello ocasionaría la muerte de su madre. Esta idea desgarraba de dolnr 
el alma de la joven. En 1660 el obispo de Chalóns la confirmó en sus deseoni 
la Santa tenía entonces veintidós años. Por devoción a la Santísima Virgen, 
solicitó del prelado permiso para añadir a su nombre el de María. 
Dios nuestro Señor, que había probado ya suficientemente su fe. I* 
envió, para poner fin a estas vacilaciones, a un religioso de San Francisco quo 
había ido a Verosvres para predicar un triduo, con motivo del jubileo con* 
cedido por Clemente X , en el año 1670. Pronto se dió cuenta el religiomi 
del estado de conciencia de Margarita y, tras maduro examen de las gracia» 
con que Dios la había favorecido, declaró a la familia que serían res pon- < 
sables de la vocación de la Santa si seguían oponiéndose a que entra»! 
en la religión. Ellos le indicaron que ingresase en las Ursulinas; mas sen*' 
tíase ella fuertemente atraída hacia las religiosas Salesas. 
El 25 de mayo de 1671, acompañada de su hermano, visitó el convenid 
de Pnray-le-Monial. Se mostró durante la visita tan alegre, que varias 11 ff*
DICE Nuestro Señor a Santa Margarita María: «V e aquí mi 
Corazón que está apasionado de amor por los hombres y 
en particular por ti. Te he escogido como un abismo de indig­nidad 
y de ignorancia para cumplir tan grande designio, porque 
he de hacerlo Yo todo».
manas quedaron desfavorablemente impresionadas; pero la superiora estimé 
en su justo mérito a la futura novicia. El 19 de junio hizo la joven testa* 
mentó, dejando su dote de diez mil libras a su familia, reservando otra* 
cuatro mil para la comunidad en la que al día siguiente debía ingresar. 
EL NOVICIADO 
APENAS pisó el claustro, Margarita exclamó llena de júbilo: «Éste c* 
el lugar en donde Dios quiere que esté». Sentía mortales ansias (1« 
unirse a Dios. «¿Qué he de hacer para meditar?» Esta fué una d* 
sus primeras preguntas. La hermana Thouvant, maestra muy observadora, 
no creyó que Margarita ignorase el método de oración, y ésta tuvo qu*( 
repetir que nadie le había enseñado jamás la ciencia de los santos. Pero 
observando aquélla que la novicia vivía constantemente unida a Dios con 
íntimo trato sobrenatural, entrevio la verdad y el misterio de la gracia cuyut 
maravillas y prodigios había más tarde de comprender y penetrar. «Id —dijo 
sin titubear a la novicia— , id a los pies de Nuestro Señor y permaneced cu 
su presencia como un lienzo ante un pintor». No entendió esta expresión 
el espíritu de Margarita, mas intervino el Divino Maestro y le explicó qu» 
Él reproduciría en su alma como un pintor sobre el lienzo la imagen de MI 
vida terrena. Desde este momento, el único anhelo de la novicia fué demoa-trar 
el amor que sentía a su celestial Guía, y abrazó con decidida voluntad 
la cruz donde viviría muriendo de amor por su Amado. Tomó el hábito el 
25 de agosto de 1671. 
Sin embargo, la hermana Margarita contaba con cándida sencillez lo* 
favores con que el cielo la había enriquecido. Las Superioras le dieron a 
entender que era necesario sacudir aquel delicioso sopor que la envolvía, 
reteniéndola horas enteras en presencia de Jesús Sacramentado; impusiéronle 
las faenas más humillantes y frecuentes penitencias, tan opuestas a su extr*. 
mada sensibilidad, que, agobiada por el esfuerzo que exigían de ella, llegó • 
veces hasta desfallecer de fatiga para vencerse; pero Nuestro Señor la »<>*• 
tuvo animándola a sobreponerse a su propia naturaleza y a buscar por «I 
misma las ocasiones de humillarse más y más. Le inspiró, de una manera 
especial, ardiente devoción a Jesús Sacramentado. 
«Pasaba todos los tiempos libres en la capilla — escribe una testigo— , um| 
las manos juntas y sin hacer el más ligero movimiento». Los domingo* f 
días festivos, permanecía en el coro arrodillada, desde la hora de levantan* 
hasta la comida; y, pasada la hora de recreo que a ésta seguía, volvía a I* 
iglesia, en la que permanecía, siempre en la misma postura, hasta las Vio j 
peras. La Hermana Margarita María profesó el 6 de noviembre de 1672. 1
LAS GRANDES REVELACIONES (1673-1675) 
ON todo, la Superiora del convento — que lo era la Madre de Sau-maise— 
no se atrevía a emitir juicio alguno acerca de Margarita y 
los extraordinarios carismas que parecía recibir. Para informarse 
mejor, ordenó a Margarita en el mes de mayo de 1673 que escribiese cuanto 
pusaba en su interior. Por las copias de estas notas, sabemos que durante 
«•I primer año de vida religiosa de la obediente profesa de la Visitación, 
Jesucristo la había escogido ante todo como víctima expiatoria. 
El Corazón de Jesús se le manifestó poco a poco. Del año 1672 al 1673 
»c realiza la preparación lenta a las visiones espirituales. En esta época le 
parece oír una voz que le dice: «Mira las ofensas y heridas que he recibido 
de mi pueblo escogido»; y Jesús pronuncia estas palabras con acento severo. 
A partir de este momento, las intervenciones sobrenaturales se concretan y 
precisan más y más, y la humilde hermana de la Visitación, hasta entonce» 
reacia para admitirlas y creerlas, sométese a ellas con plena fe. 
El 4 de octubre de 1673, mostróle el Señor a San Francisco de Asís 
«en un trono de gloria superior al de los demás santos», por lo mucho que 
m* asemejó en la vida de sufrimiento a Nuestro Divino Salvador, siendo en 
recompensa uno de los más queridos y favorecidos de su Sagrado Corazón. 
En el siguiente mes de diciembre, probablemente el día 27, fiesta del 
Discípulo Amado, apareciósele Jesús, y le dijo: «Mi divino Corazón está 
<an inflamado de amor por los hombres, y particularmente por ti, que, 
no pudiendo contener en Sí mismo las llamas de su ardiente caridad, desea 
repartirlas sirviéndose de ti». «Después —añade la Santa— me pidió mi cora­zón 
y le colocó en el suyo adorable, donde lo v i como un átomo consumién­dose 
en ardiente horno». 
En esta ocasión, oyó al Divino Maestro llamarla «Diseípula queridísima 
ile su Sagrado Corazón». Desde este día hasta el fin de su vida, sufrió un 
vivo dolor de costado. Después de este primer éxtasis no encontraba gusto 
en la conversación, y sólo a fuerza de violentos y extraordinarios esfuerzos 
conseguía fijar la atención en los actos que, como religiosa salesa, tenía 
obligación de cumplir. Exhausta de fuerzas y devorada por continua fiebre, 
lu Hermana Margarita María se vió obligada a guardar cama. 
Al notificar a la Madre de Saumaise estas revelaciones y la recomenda­ción 
que el Salvador le hiciera de comulgar todos los primeros viernes de 
mes, replicóle la superiora con «cerrado desdén» como para humillarla. 
Mas no la abandonó Jesús y, para consolarla, prometió enviarle muy 
pronto un «siervo suyo». Este elegido del cielo fué el Beato Claudio de la
Colwnbiére, superior del colegio de Gray, dirigido por los beneméritos Padre* 
de la Compañía de Jesús, hombre de eminente virtud y de gran discerni­miento 
en la dirección de las almas, el cual llegó a Paray-le-Monial en el 
año 1675 en calidad de superior de la residencia de los Padres. Poco tiempo 
después, visitó el monasterio para predicar unos ejercicios espirituales. Con­fortó 
a la confidente del Sagrado Corazón y reanimó su confianza; por otra 
parte, las palabras que salieron de sus labios autorizados acreditaron anta 
la comunidad a la Hermana Margarita María. 
Uno de los días de la octava del Corpus —junio de 1675— , mientras ado­raba 
al Santísimo Sacramento, Nuestro Señor le descubrió su Divino Cora­zón 
diciéndole: 
«Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha 
perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y en 
cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes, por sus irreverenciai, 
sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es toda-vía 
más sensible, es que obren así hasta los corazones que de manera especial 
se han consagrado a Mí. Por eso te pido que el primer viernes después de la 
octava del Corpus se celebre una fiesta particular para honrar mi Corazón, 
comulgando en dicho día, y reparando las ofensas que he recibido en el augus­to 
sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abun­dancia 
las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este ho­menaje 
y trabajen en propagar dicha práctica». 
CARÁCTER DE LA SANTA. — SU MUERTE 
A R A comprender bien la verdadera personalidad de Santa Margarita 
María, conviene que insistamos algo acerca de su vida «externa». 
En efecto, era una religiosa inteligente, flexible, buena para todo y 
apta para desempeñar cualquier cargo o empleo. Viósela sucesivamente ayudar 
en la enfermería, dedicada a la educación de las internas, maestra de novi­cias 
(1685-1687), enfermera de nuevo y también, por segunda vez, con lu» 
pensionistas; asistente (mayo de 1687), y propuesta para superiora en «I 
año 1690. Pidió al Corazón de Jesús le librara de este último cargo, pero en 
todo lo demás procuró ajustarse a la máxima de San Francisco de Salem 
«N o pedir nada; nada rehusar». 
Si se tiene en cuenta que parte de la comunidad, imbuida por las ideal , 
estrechas de la época, era declaradamente hostil a la Hermana Margarita ] 
María, y que se lo demostró ostensiblemente en más de una ocasión, m j 
entenderá el efecto que podían producir aquellas revelaciones, los aviso» 
y las «innovaciones» que introducía en el noviciado.
í.as enfermedades, tm frecuentes como largas, que la aquejaron, exte­nuáronla 
de forma tal que a los cuarenta y tres años estaba completamente 
«i'hicosa. «N o viviré mucho más —decía en 1690— . pues ya no sufro». 
I'.l 8 de octubre vióse acometida por una ligera fiebre. Al día siguiente prin­cipiaban 
los ejercicios espirituales, y la Hermana enfermera le preguntó si, 
a pesar de la dolencia, se sentía con fuerzas para recogerse en la soledad: 
«Sí —respondió— , pero va a ser en la soledad más profunda». 
Al día siguiente, en efecto, mientras el sacerdote le administraba la 
K¡ rema unción, la amada del Corazón de Jesús expiró dulcemente, pronun­ciando 
el nombre de Jesús. 
RELIQUIAS Y CANONIZACIÓN 
LOS funerales de Santa Margarita María, se celebraron el 18 de octubre. 
Fué enterrada debajo del coro de la capilla, en uno de los doce nichos 
que en ella había. El año 1703 fueron exhumados sus restos, según 
costumbre cuando la necesidad así lo exigía; pero en vez de depositarlos 
rn el osario, los colocaron, pensando en el porvenir, en una caja de madera, 
donde permanecieron hasta el año 1792. 
La Revolución expulsó en el mes de septiembre de 1792 a las monjas 
«le Paray-le-Monial, y los restos de la Santa se guardaron en casa de una 
pindosa familia, junto con los del Venerable Claudio de La Colombiére. 
Fueron reconocidos aquéllos en 1830 y 1865. 
Introducida su causa en 1714, quedó interrumpida hasta 1821. 
Fué beatificada por Pío IX el 18 de septiembre de 1864. La canonización 
•olemne se verificó el 13 de mayo de 1920. día de la Ascensión. Su fiesta 
*<• celebra el 17 de octubre. 
SANTORAL 
'«intos Florentino, obispo de Orange; Víctor, obispo de Capua; Herón, sucesor 
de San Ignacio en la sede de Antioquía y mártir; Luterno, Leviano y 
Notelmo, obispos, y Escófilo, abad, en Inglaterra; Andrés, monje, mártir 
de los iconoclastas; Clemente, presbítero; Víctor, obispo, Alejandro y Ma­riano, 
mártires; Niño, Víctor, Lucio, Citino, Jubilitano, Jenaro, Rufiniano. 
Serviliano y doce compañeros, mártires en Marruecos. Beato Contardo 
Ferrini, confesor. Santas Margarita María Alacoquc. virgen; Solina, virgen 
y mártir en Aquitania; Mamelta, mártir en Persia, Anstrudis, virgen V 
abadesa, en L a on ; Prima, Donata, Severa, Victoria y Basilia, mártires en 
Marruecos. Beata Lucía, reclusa. 
■*» _ t;
Emblema del santo Evangelista Inspirado autor sagrado 
D ÍA 18 DE OCTUBRE 
S A N L U C A S 
EVANGELISTA (siglo I) 
EL hagiógrafo siente, al escribir de San Lucas, la misma perplejidad 
que le viene al querer trazar con algún detalle el cuadro biográfico 
de la mayor parte de los primeros varones apostólicos: hállase ante 
un vacío inmenso de noticias históricas, y las pocas fuentes de que 
dispone son las más de las veces confusas y aun contradictorias. 
San Jerónimo resume en pocas líneas la vida de nuestro Santo. «Era San 
Lucas —dice— discípulo y compañero inseparable de San Pablo; nació en 
Antioquía, ejercía la profesión de médico; al mismo tiempo, cultivaba las 
letras y llegó a ser muy versado en la lengua y literatura griegas. Su gusto 
literario resalta en esa preciosa Historia que nos dejó del origen del cristia­nismo, 
más completa en muchísimos puntos que la de los demás evange­listas, 
mejor ordenada y de más agradable lectura». 
Breve, pero elocuentísimo y autorizado elogio del santo Evangelista. 
Éstas son, en resumidas cuentas, las noticias históricas ciertas que 
poseemos de la vida de San Lucas, pero son esenciales y dan al tercer Evan­gelista 
un puesto preeminente entre los principales historiadores de los pri­meros 
tiempos del cristianismo.
EL ESCRITOR SAGRADO 
DOS libros del Nuevo Testamento debemos a la pluma inspirada de 
San Lucas: el tercer Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, a lo» 
que podría considerarse como partes de una misma obra. 
En el primero expone el sagrado Evangelista la vida de Jesucristo hasta 
su triunfante Ascensión a los cielos. En el segundo, trae los hechos refe­rentes 
al nacimiento o fundación de la Iglesia, y en particular al apostolado 
de San Pablo hasta su primer cautiverio en Roma. Gracias a él poseemo* 
un documento de inestimable valor: una preciosa síntesis histórica de lo* 
orígenes del cristianismo durante los dos primeros tercios del siglo I. En 
este punto andan acordes todos los autores antiguos. El testimonio mán 
remoto queda archivado en el Canon de Muratori. 
Llámase Canon de las Escrituras, a la lista auténtica de los Libro* 
inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. El Cunon th 
Muratori. así llamado del nombre del editor italiano que lo publicó en 1740. 
es el catálogo de los Libros Sagrados que fué formado en Roma por loa 
años de 180 a 200. Este documento de fines del siglo segundo, en el que 
se consigna la tradición de la Iglesia Romana, está en perfecta concordan­cia 
con los más antiguos testimonios del Occidente y del Oriente: San Ireneo, 
Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes y otros. 
En las primeras líneas de los Hechos de los Apóstoles, declara el autor 
ser el mismo que compuso el tercer Evangelio, y presenta su segunda obru 
como complemento de la primera. Dedica ambas a Teófilo, personaje desco­nocido, 
pero que debió existir, a pesar de la opinión de varios comentaristas. 
PRIMER PERÍODO DE SU VIDA 
SEGÚN el historiador Eusebio (267-338) y conforme hemos ya apim 
tado, nació el evangelista San Lucas en Antioquía, metrópoli de 
Siria, ciudad de las más célebres de Oriente. Debe esta urbe su nom­bre 
al amor filial de Seleuco Nicator, cabeza de la dinastía seléucida, que 
así quiso inmortalizar el nombre de su padre Antíoeo. Afortunada fué y 
celebérrima, gracias, sobre todo, a su privilegiada situación geográfica. Su 
proximidad al golfo de Alejandreta le ponía en comunicación, por mar, onii 
todo el mundo mediterráneo; y, hacia el este, tenía la ventaja de relaolo 
narse muy fácilmente, mediante buenas carreteras, con los países del Eufra­tes, 
de Persia y de la India.
En aquel entonces era muy celebrada por el esplendor de sus monu­mentos, 
la riqueza de su comercio, los progresos de su civilización, y, tam­bién 
— por desgracia— , a causa de sus costumbres paganas. Con todo, en ella 
debía el cristianismo multiplicar tanto sus conquistas, que estaba destinada 
a poseer cronológicamente la primera suprema Silla de San Pedro, y en ella, 
por primera vez, recibirían los creyentes el nombre de Cristianos. 
Rival de Roma en esplendor, era también la joya, madre, cabeza y 
metrópoli de todo el Oriente, como residencia del delegado imperial, hasta 
el punto de que varios emperadores llevaron allí su corte. Era ciudad cos­mopolita 
a la que afluían gentes de las más dispares regiones del mundo 
conocido, siendo especialmente numerosa y próspera la colonia judía. Tam­bién 
a ella concurrían los discípulos de Cristo, habiéndolos de Chipre y de 
(arene. Nicolás, uno de los primeros diáconos que consagraron los Apósto­les, 
era oriundo de Antioquía. Bernabé, enviado por los Doce, se esta­bleció 
en ella, llevando consigo a Saulo, el futuro Apóstol de las gentes, a 
quien fué a buscar a Tarso. También Pedro, cabeza del sagrado Colegio, 
fijó en ella su residencia para organizar la Iglesia naciente de Cristo, y, du­rante 
nueve años, fué Antioquía centro y foco principal de la nueva Reli­gión, 
hasta que el Príncipe de los Apóstoles se trasladó a Roma. 
No se sabe de cierto si era Lucas judío o gentil antes de abrazar el cris­tianismo. 
Del análisis de sus escritos parecería deducirse que era griego de 
raza y de educación. Sin embargo, conoce tan bien y tan detalladamente el 
judaismo, con sus ritos y ceremonias, que bien pudo ser que abrazase pri­mero 
la religión mosaica, y que, de prosélito o gentil judaizante, pasase a 
ser cristiano sin haber sido circuncidado. En la epístola a los colosenses, 
San Pablo deja entrever que San Lucas era gentil de nacimiento, porque 
en ella, después de enumerar a sus discípulos circuncisos, pasa a los demás, 
entre los cuales nombra a Lucas (Coios., X . 11-14). En este mismo pasaje 
le da San Pablo el título de médico: «Salúdaos, Lucas, médico carísimo». 
Ciertos comentaristas llegaron hasta ver en la terminología lucana uní 
imitación de la de Galieno; pero olvidan, sin duda, que este escritor vivió 
un siglo después que nuestro glorioso Evangelista. Cualesquiera que fueran 
sus maestros, es lo cierto, según testimonio de San Jerónimo y otros, que 
sobresalía en las letras humanas. 
Con razón se cree que no sólo frecuentó las célebres escuelas de Antio-quía, 
sino que también, según acostumbraban entonces, con intento de per-f 
fcecionarse, viajó por Grecia y Egipto, países afamados en las ciencias y 
en las artes. Era aficionado a la pintura y pasaba honestamente en ella 
algunos ratos. La tradición le atribuye varios retratos de Nuestro Señor y 
sobre todo de su excelsa Madre, María Santísima. Venéranse en varios luga­res. 
especialmente en Roma, algunas Vírgenes llamadas de San Lucas, las
cuales, ya sean auténticas, ya sólo atribuidas, le han merecido la honra 
de que los pintores cristianos le hayan tomado por santo patrono. Las Vír­genes 
de San Lucas han dado origen al tipo bizantino. 
CONVIÉRTESE AL CRISTIANISMO 
DE cuándo concedió el Señor a San Lucas la gracia de conocer y abra* 
zar la verdad de nuestra fe, no poseemos informes seguros. Ponen 
algunos su conversión en la época en que Pablo y Bernabé adoctri­naban 
con sus predicaciones a la naciente Iglesia de Antioquía. Según otru 
opinión, Lucas habría sido uno de los setenta y dos discípulos de Jesucristo, 
y , por consiguiente, habría recibido la buena doctrina de sus divinos labim 
mientras peregrinaba en la tierra; pero es harto palpable la inverosimilitud 
de esta versión para que paremos mientes en ella, tanto más cuanto que 
sólo se la trae para explicar cómo pudo el sagrado Evangelista informante 
tan por menudo acerca de la vida del divino Salvador; porque mucho» 
medios tenía Lucas para enterarse de cuanto le interesaba. Además, si w 
ponderan bien las palabras que el Evangelista dice hablando de sí en el 
principio de su Evangelio, se echará de ver que él mismo afirma positiva­mente 
haberlo escrito, no como testigo de vista, sino de oídas, y «conforme 
le informaron aquellos mismos que desde su principio fueron testigos de lu« 
obras del Señor y ministros de la palabra evangélica» (L u c ., I, 2). 
Con todas las indagaciones que hizo entre los testigos oculares, pudo per­fectamente 
reunir cuantos datos necesitaba para componer una narración 
seguida, verídica y completa, sin haber él conocido o tratado personal­mente 
a Jesucristo. A pesar de ello, es muy posible que se hallase en Jeru 
salen, como tantísimos otros prosélitos judíos, durante las grandes solemni­dades 
de Pascua y de Pentecostés, y que así fuera testigo de la Pasión y Itc 
surrección del Salvador y de la venida del Espíritu Santo; pero todo ello 
es mera suposición carente de base histórica. 
DISCÍPULO Y COMPAÑERO DE SAN PABLO 
ASI que Lucas hubo abrazado la fe cristiana, se encariñó con Sun 
Pablo, y llegó a ser su discípulo predilecto y compañero inseparablri 
de ello dan fe numerosos pasajes de los Hechos de los Apóstoles. 
Cuando, hacia el año 51, emprendió el Apóstol de las gentes su segunda 
misión, Lucas se le juntó en Troas, y embarcóse con él para pasar a Mace-donia. 
Vivieron algún tiempo juntos en Filipos; mas, habiéndose trasladada
CUENTA la tradición que él evangelista San Lucas pintó por 
vez primera la imagen de la Santísima Virgen. Venéranse 
principalmente en Roma varias vírgenes llamadas de San Lucas, 
que han constituido el tipo bizantino de la Virgen y por ellas ha 
obrado el Señor muchos milagros.
el Apóstol a Salónica con Silas, Lucas se quedó probablemente en aquella 
ciudad y en su comarca para afianzar a los fieles en la verdad del Señor. 
Seis años más tarde, hacia el 57, habiendo San Pablo emprendido su tercer 
viaje, volvió a Macedonia y halló en ella a nuestro Santo. Desde allí escri­bió 
su segunda epístola a los corintios, encargando a su discípulo Tito que 
la llevase a destino; en ella dice que dió a Tito por compañero un hermano 
muy célebre en todas las Iglesias por el Evangelio. Los comentaristas —San 
Jerónimo, en particular— afirman que este hermano era Lucas. 
Poco después volvió San Pablo, por mar, al Asia, y llevóse consigo a 
su discípulo predilecto. Juntos se llegaron a Troas; de allí se trasladaron a 
Samos y después a Mileto. 
Hiciéronse de nuevo a la vela, y navegaron derechamente a la isla de 
Cos; al día siguiente llegaban a Rodas y al otro a Pátara, en donde, habiendo 
hallado una nave que pasaba a Fenicia, se embarcaron en ella y arribaron 
a Tiro. Aquí permanecieron siete días, pasados los cuales emprendieron nue­vamente 
su navegación hasta Tolemaida —San Juan de Acre—, de donda 
partieron al día siguiente para Cesarea de Palestina. En ella, hospedáronaa 
en casa del diácono Felipe. 
CON SAN PABLO EN JERUSALÉN 
ENTRETANTO sobrevino de Judea cierto profeta llamado Ágabo, el 
cual anunció a Pablo que en Jcrusalén sería preso y entregado a loa 
gentiles, por lo que sus discípulos, y en particular Lucas, rogáronla 
que no subiese a Jcrusalén. Mas el intrépido Apóstol estaba pronto no sólo 
a ser aprisionado, sino a morir por el nombre del Señor. Pasados alguno* 
días, se encaminaron, pues, a la Ciudad Santa, donde, en efecto, esperaban 
grandes tribulaciones al adalid de Cristo. Prendiéronle los judíos en el tem- i 
pío, le arrastraron fuera y trataron de matarle; mas acudió el tribuno y lo ¡ 
presentó al Sanedrín. En aquel lance, Lucas no quiso abandonarle. ¡ 
Continuando las amenazas de muerte de parte del populacho, el mencio­nado 
tribuno, llamado Lisias, lo hizo conducir ante el gobernador román* , 
Félix, que residía en Cesarea. Más de dos años estuvo preso San Pablo ca 
Cesarea, sin que se separara de él su fiel discípulo; ya que no pudo Lucu* 
evitar el encarcelamiento de su maestro, quiso compartir con él las molestia* 
de la prisión y encerróse voluntariamente en ella para hacerle compañía y 
prodigarle algún consuelo. I 
Entretanto, fué sustituido Félix por Festo en la gobernación de Palestina. I 
Queriendo éste congraciarse con los judíos, dijo a Pablo: «¿Quieres subir a l 
Jerusalén y ser allí juzgado ante mí?» Mas Pablo, descubriendo las artl* I
mañas de sus enemigos, apeló al César. Entonces repuso Festo: «¿Al César 
has apelado?, pues al César irás». Al determinar que Pablo tomase el natío 
para Italia, entregósele a un centurión de la cohorte augusta, y embalá­ronle 
para Roma. Acompañó Lucas a su estimado maestro, sufriendo grandes 
incomodidades y peligros durante la travesía, que fué sobre manera difícil, 
larga, peligrosa y llena de desagradables peripecias. Llegaron hasta naufrajar. 
cerca de Malta; todo lo cual refiere con detalles interesantes y pintorescos 
en los Hechos de los Apóstoles. A los tres meses, se hicieron a la vela en 
una nave alejandrina, y, habiendo llegado a Siracusa, se detuvieron allí 
tres días, después un día en Reggio y por último desembarcaron en Puzol 
o Puzzuoli, cerca de Nápoles. Al cabo de siete días encamináronse a Roma 
por la vía Apia y, en llegando al pueblo de Tres Tabernas, hallaron a un 
grupo de hermanos que habían salido a su encuentro. 
EN ROMA. — EL EVANGELIO DE SAN LUCAS 
LEGADOS a Roma, se permitió a Pablo residir en una casa particu­lar, 
aunque con un soldado de guardia. Por espacio de dos años ente-ros 
permaneció San Pablo en la casa que había alquilado, esperando 
uudiencia del César. Entretanto, recibía a cuantos iban a verle, predicaba el 
reino de Dios y enseñaba con toda libertad sobre Nuestro Señor Jesucristo 
sin que nadie se lo prohibiese. Con estas palabras termina bruscamente San 
Lucas el libro de los Hechos de los Apóstoles, de donde deducen los comen­taristas 
que el Escritor sagrado lo compuso en Roma durante el primer 
cautiverio de San Pablo (62-64). 
Su silencio repentino después del cautiverio del Apóstol de las Gentes 
en Roma, hace suponer que recibiría de su maestro alguna misión especial 
(|uc le obligó a ausentarse de la Ciudad Eterna. Las circunstancias no le 
permitieron terminar el relato de los trabajos apostólicos de San Pedro y 
de San Pablo. 
No hay la menor duda que Lucas estuvo en Roma, durante el primer 
cautiverio de San Pablo y que voluntariamente prefirió verse privado de la 
libertad a separarse de él. Dan fe de ello las epístolas a los Colosenses 
(IV, 14) y a Filemón (24), en las que nombra el Apóstol a Lucas entre los 
que colaboraban con él en la propagación del Cristianismo. 
Respecto a lo que fué de San Lucas después que su maestro recobró la 
libertad, no poseemos ningún documento alusivo. Tan sólo nos consta, por 
lu segunda epístola a Timoteo (IV, 11) que se hallaba de nuevo en Roma 
cuando la segunda cautividad de San Pablo, el año 67, en tiempo de Nerón, 
lodos habían abandonado al intrépido adalid de la fe excepto el que fué
su fidelísimo compañero tanto en la adversidad como en los días de bonansa. 
Antes que el admirable libro de los Hechos de los Apóstoles, había salida 
de la pluma de San Lucas el tercero de los sagrados Evangelios. Ignoran» 
la fecha exacta en que lo escribió. Tal vez en los largos ratos que tenia 
libres mientras su maestro estuvo preso en Jerusalén y en Cesarea. 
El sagrado Evangelista tenía entonces facilidades para comprobar cuanta 
documentación había recogido, oyendo de boca de testigos oculares, como 
Santiago el Menor, primer obispo de Jerusalén, llamado «el hermano del 
Señor», las santas mujeres y los discípulos que más habían seguido al Divino 
Maestro, y la Virgen María, cuyas íntimas confidencias nos dan la clava 
de esa viveza y realidad de colorido y pormenores con que este Evangelista 
—cual ningún otro— nos refiere la infancia de Jesús. Aun poniendo aparta 
lo de la aparición del ángel a Zacarías y la natividad de San Juan Bautista, 
en ningún autor sagrado más hallamos detalles semejantes a los que no* 
ha transmitido San Lucas acerca de la encamación, nacimiento e infancia 
de nuestro divino Salvador. Este Evangelio vino a suplir importantes omi­siones 
que se advertían en los de San Mateo y de San Marcos, en punto* 
interesantísimos de la vida de Jesucristo, y de los prodigios que precedieron 
a su nacimiento. Sólo él describe la escena de la Anunciación; sólo él no* 
edifica con el cántico del Magníficat, al hablar de la visita de la Virgen 
Nuestra Señora a su prima Santa Isabel; sólo él nos recrea con los inten­santes 
pormenores de la Natividad del Niño Jesús en Belén, de la adoración 
de los pastores y los reyes; también es el único en hablar de la circuncisión, 
el único en referir la presentación del Niño en el Templo, la purificación d* 
María Santísima, la pérdida de Jesús a los doce años y su hallazgo entr* 
los doctores de la ley. Por esto, parece indudable que San Lucas debió d< 
escuchar de labios de la Madre de Dios todo lo que se relaciona con rl 
misterio de la Encarnación, nacimiento e infancia del Salvador, enseñan/u* 
que tan fiel y amorosamente guardaba y ponderaba Ella en su corazón. 
De ahí que haya merecido ser llamado el Evangelio de María Santísima. 
Destinó San Lucas su Evangelio principalmente a las Iglesias fundada* 
por su maestro San Pablo, deseosas de poseer en forma auténtica y dura* 
dera el Evangelio que oralmente se les había enseñado. Componían dicha* 
Iglesias una minoría de judíos convertidos y una mayoría, cada día ni A* 
numerosa, de cristianos venidos del paganismo. A unos y a otros compláoeos 
el sagrado Evangelista en mostrar en la persona de Jesucristo, al Hijo d* 
Dios, y, sobre todo, al Salvador del mundo, al Dios misericordioso qM 
ejercita con todos su inagotable bondad. En su relato, hallan cabida multi* 
tud de ejemplos, sucesos, dichos y parábolas que omitieron San Mateo f 
San Marcos; pero, conforme queda dicho, lo que más menudamente refiera 
son los misterios del nacimiento e infancia del Redentor.
ÚLTIMOS AÑOS 
(JÉ San Lucas testigo del martirio de San Pablo, en Roma, en el 
año 67; y, si no derramó la sangre con su maestro, no fué por falta 
de voluntad, sino por especial disposición de Dios, que le tenía reser­vado 
para que siguiera evangelizando a diferentes pueblos. Conócese muy 
imperfectamente esta última parte de su vida. San Epifanio dice que predicó 
en Italia, en las Galias, en Dalmacia y en Macedonia. Metafrastes afirma 
que extendió su apostolado a las regiones de Egipto, la Libia y la Tebaida. 
Aseguran algunos que coronó su vida con el martirio, otros le hacen morir 
plácidamente en Bitinia, a una edad avanzada que San Jerónimo fija en 
ochenta y cuatro años. Parece lo más probable que permaneciese ejerciendo 
au ministerio en países de lengua griega. 
Sus reliquias, que en el siglo IV se hallaban en Tebas de Beocia (Grecia), 
fueron trasladadas a Constantinopla, en 357, por requerimiento del empe­rador 
Constancio, hijo del gran Constantino, y depositadas, junto con las 
de San Andrés y de San Timoteo, en la iglesia de los Santos Apóstoles. 
Cuando el emperador Justiniano mandó restaurar este templo, los obreros 
descubrieron tres cofres de madera con los nombres respectivos de San Lucas, 
Sun Andrés y San Timoteo. El cardenal Baronio cuenta que San Gregorio 
Magno se llevó a Roma la cabeza de San Lucas, cuando volvió de su nuncia­tura 
de Constantinopla, y la depositó en la iglesia del monasterio de San 
Andrés en el monte Celio. Su sagrado cuerpo venérase hoy en Pavía. 
Además de los gremios de pintores y miniaturistas, lo han tomado por 
putrono los de libreros, encuadernadores y médicos. 
Celébrase su fiesta el 18 de octubre. La Iglesia le honra con el glorioso 
título de mártir, porque su vida fué como un prolongado martirio. 
SANTORAL 
Santos Lucas, evangelista; Atenodoro, hermano de San Gregorio Taumaturgo, obis­po 
y mártir; Asclepíades, obispo de Antioquía, mártir; Mauronio, obispo 
de Marsella; Pablo de la Cruz, fundador de los Pasionistas (véase en 28 de 
ab r il); Julián, ermitaño en Mesopotamia; Justo, niño, mártir; Menón, soli­tario 
y mártir; Lucas y Victorino, mártires en Ostia; Isaac Jogues y Juan 
de Lalande, jesuítas, mártires; Flaviano y noventa y un compañeros, már­tires 
en U lx ; Bróteno, en Inglaterra. Santas Inés, mártir en Ostia; Trifo­nía, 
esposa del emperador Decio; Guendolina, en Inglaterra Honesta, 
mártir en Monchel, con dos hermanos suyos.
Doctor e inspirado penitente Con Cristo crucificado 
DI A 19 DE OCTUBR E 
SAN PEDRO DE ALCANTARA 
REFORMADOR DE LA ORDEN FRANCISCANA (1499-1562) 
Afines del siglo XV gobernaba la ciudad de Alcántara un magis­trado 
llamado Pedro Garavito. Este nobilísimo varón era asimismo 
sabio jurisconsulto. Con la dignidad de su vida y excelente admi­nistración 
y gobierno, corrían parejas su caridad con los pobres y 
protección de sacerdotes y religiosos. Se casó con una virtuosa y noble don­cella, 
doña María de Sanabria y Maldonado. 
De tan ejemplar matrimonio nació, el año de 1499, un niño a quien 
llamaron Alonso. Otro hijo, llamado García, murió en la cuna, y a poco 
falleció también don Pedro Garavito. Alonso no tenía aún diez años. Su 
madre se casó entonces con un varón no menos noble, Alfonso Barrantes. 
Ya en su niñez empezó Alfonso Garavito a dar señales de las eminentes 
virtudes que había de practicar durante toda su vida. Siendo de diez años 
de edad, rezaba largas oraciones mañana y tarde, hincado de rodillas en 
el oratorio de su casa. Su madre le supo infundir grande afecto a la Reina 
de los Ángeles. Merced a su natural manso y pacífico y a su raro y vivo 
Ingenio, se ganó el cariño de cuantos le trataban. Era su mayor gozo rezar 
en las iglesias; cada tarde, al volver de la escuela, entraba en alguna para
cumplir sus devociones. En una de estas visitas quedó tan profundamente 
arrebatado en espíritu, que el criado que le buscaba no pudo ni con signos 
ni con palabras hacerle volver en sí. 
ESTUDIANTE EJEMPLAR. — FRANCISCANO 
VIENDO Alfonso Barrantes los notables progresos del niño en el estu­dio, 
determinó haccrlc seguir cursos superiores, y así, el año de 1513 
le envió a la Universidad de Salamanca. 
Alonso se hospedó en casa de una honrada familia cerca de la iglesia. Se 
acostumbró a levantarse temprano y toda la mañana hasta la hora de ir 
a cátedra, la pasaba orando. En las comidas gustaba ya de observar la 
abstinencia y mortificación de que dará más tarde asombroso ejemplo. Con 
visitar a los enfermos de los hospitales y tratar con los eclesiásticos, tenia 
bastante recreo y descanso. Cada tarde examinaba su conciencia y, siendo 
estudiante, usaba ya a menudo cilicios, disciplinas y otras asperezas. 
Huía con extremado cuidado de las malas compañías; evitaba escrupu­losamente 
las conversasiones frivolas, y, sobre todo, se señalaba entre lo* 
estudiantes por su modestia y compostura, virtud ésta que practicó siempre 
con extraordinaria perfección. 
Dos años llevó el virtuoso joven este modo de vida, pidiendo a Dios sin 
cesar que le mostrase el camino de su voluntad. Inspirado del cielo, deter­minó 
consagrar totalmente su vida al Señor. El año de 1515, siendo de 
dieciséis años de edad, entró en los Franciscanos Descalzos reformados por 
Juan de Guadalupe, y conocidos con el nombre de Frailes del Santo Evan­gelio 
o de la Capucha. No había, a la sazón, conventos donde se observase 
más rigurosamente la regla seráfica. 
El Padre Miguel Rocco, pariente del Santo, era por entonces Guardián 
del Convento de los Manjarretes. El postulante dejó secretamente la casa 
paterna, sin otro alimento que la sagrada Eucaristía, que recibió al salir 
de Alcántara. Llegó en esto a orillas del rio Tiétar, crecidísimo con Ihh 
lluvias; ni había puente, ni podía vadearse con barca por la fuerza de 1n 
riada. Empezó el Santo a rogar a Dios, y, de repente, sin ver ni entender 
quién le llevaba, se halló a la otra orilla con los pies enjutos. Prosiguió el 
viaje en ayunas, y llegó al convento de los Manjarretes, situado en los esca­brosos 
desfiladeros que separan a Castilla de Portugal. 
El Padre Guardián tuvo aquello en un principio por una calaverada del 
muchacho; pero, sondeando la conciencia de su primo, se convenció de que 
aquella determinación estaba inspirada del cielo, y así le dió de muy buena 
gana el hábito franciscano. Desde ese día mudó su nombre por el de fray
Pedro, seguido del de su ciudad natal de Alcántara, como suele hacerse en la 
Orden. En el tiempo de su noviciado, le atormentó el demonio con tenta­ciones 
sin cuento; pero con las armas de su ardiente fe, encendido amor 
de Dios, oración y mortificación, logró salir victorioso de todas ellas. 
SUPERIOR A LOS VEINTE AÑOS 
DESDE el primer día resolvió no mirar a nada ni a nadie sin absoluta 
necesidad. Pasaba por todas partes con los ojos bajos y el espíritu 
enteramente absorto en Dios; empleaba la inteligencia para meditar 
cosas celestiales, y la memoria para recordar y considerar los divinos mis­terios. 
Pasado el año de noviciado, no sabía si el techo de su celda era 
de ciclo raso o de teja vana; tampoco miró nunca la bóveda de la iglesia 
del convento. Vivió cuatro años en otra casa de la Orden sin ver un árbol 
plantado en el patio. Tenía tan prodigiosa memoria, que no necesitaba 
abrir los ojos para rezar el oficio, y se sabía de memoria la Sagrada Escri­tura. 
Desempeñó con extraordinario celo los humildes oficios del noviciado; 
fué sacristán y enfermero, y aun le ocuparon en tareas harto duras y pe­sadas; 
en todas se mostró ejemplar novicio. 
Profesó al acabar el año y le enviaron al convento de Belvís; dos años 
permaneció allí viviendo como solitario en una choza que se arregló él 
mismo con ramas y hojas. Tanto resplandecía su virtud que, aun antes de 
recibir los sagrados órdenes, los superiores le empicaban en oficios y minis­terios 
delicadísimos, y sus mismos compañeros le consultaban como a Padre 
espiritual. Por entonces empezó a trabar amistad con el conde de Oropesa, 
sobrino del Padre administrador del convento de Belvís y más adelante in­signe 
bienhechor y fundador temporal de la reforma franciscana llamada 
de la Estrechísima Observancia. 
Siendo de sólo veinte años, el Capítulo de la Custodia o provincia de 
Extremadura le nombró Guardián del recién fundado convento de Badajoz. 
Allí tuvo el primer éxtasis de su vida. Pronto se echó de ver el espíritu de 
profecía y la fuerza sobrenatural con que el Señor le había favorecido. De 
ello traen los historiadores testimonios irrecusables. 
El año de 1522, le ordenaron de subdiácono con mucha repugnancia 
suya, por el bajo concepto que de sí tenía. A los dos años, no obstante su 
deseo de permanecer diácono a ejemplo de San Francisco, fray Pedro recibió 
el sacerdocio de manos del obispo de Badajoz. Cada vez que celebraba, lo 
hacía con mucha devoción, y, a menudo, quedaba arrebatado en éxtasis. 
Mandóle el Provincial que predicase hallándose él presente, y fray Pedro 
lo hizo con tanto acierto, ingenio, espíritu y ortodoxia, que ya por aquel
primer sermón se echó de ver el maravilloso fruto que obraría con la predi­cación. 
Estas admirables prendas que sólo mostró por obediencia, fueron 
parte para que le nombrasen Guardián del convento de Nuestra Señora de 
los Ángeles de Robredillo. Era de los más pobres monasterios de la Orden, 
tanto que ni había claustro. Pero poco importaba esto al Guardián, que de­lante 
de todos los frailes recibía de mano de los ángeles el sustento de su 
comunidad, cuando faltaban las limosnas de los fieles. 
MISIONERO. — DOCTOR MÍSTICO 
TRES años después, el Padre Provincial le envió a predicar como mi­sionero 
a la provincia de Extremadura. El Santo dejó el convento 
de Robredillo, llevando consigo sólo una cruz y los santos Evange­lios. 
Allí renovó las prodigiosas conversiones de los primeros Apóstoles. 
Al oírle, se conmovían las gentes y las almas se convertían al Señor. Hacía 
fabricar cruces de madera y, llevándolas él sobre sus hombros, las colocaba 
en lugares eminentes y cumbres de los montes, adonde subía acompañado 
de mucha gente. El Capítulo general del año 1537 otorgó al celoso misio­nero 
lo que más deseaba: dióle licencia para retirarse y hacer vida eremí­tica 
en el convento de San Onofre de Lapa. 
Aquí escribió más tarde el Tratado de la Oración, y recibió entre otra» 
visitas, la del venerable y sin par escritor fray Luis de Granada. El Tratado 
de la Oración se publicó el año de 1561; la doctrina es tan sublime, que el 
papa Grcíorio XV dijo al beatificar al autor el año de 1623: Fué «luz res­plandeciente 
para llevar las almas al cielo, y poseía doctrina celestial dic­tada 
por el Espíritu Santo; es el doctor e ilustre maestro de la teología 
mística». Entre los libros ascéticos, el Tratado de la Oración es, efectiva­mente, 
uno de los más prácticos y excelentes. 
Poco tiempo permaneció Pedro en su amada soledad. Los superiores le 
sacaron de ella para que defendiese, ante el obispo de Plasencia, una causa 
judicial importantísima para la nueva provincia de San Gabriel. Aquí, como 
luego en Alcántara, apaciguó los ánimos y convirtió los corazones con su 
sabiduría y elocuencia. Su vida fué un tejido de milagros de que dieron 
fe testigos oculares, y que aún siguieron después de su muerte. 
El rey de Portugal, Juan I I I, deseó ver y hablar a tan eminente reli­gioso. 
Por orden de los superiores, Pedro hubo de pasar a Lisboa; el mo­narca 
se deshizo en honras y agasajos, pero el Santo llevó en aquella corte 
vida tan penitente como en el convento; y aprovechó de su estancia en 
la capital para convertir a algunos señores principales y fundar el hospital 
de Nuestra Señora de la Luz.
SAN Pedro de Alcántara ayuda denodadamente a la seráfica 
madre Santa Teresa en la reforma de su Religión. Aprueba su 
espíritu y le asegura que, si no era la fe, no podía haber cosa más 
verdadera. Desengañó a los que la tenían por engañada y la defendió 
de los que la perseguían.
DA PRINCIPIO A LA REFORMA FRANCISCANA 
EL Capítulo de los Observantes descalzos celebrado en Alburquerqu* 
el año de 1538, eligió Provincial a fray Pedro de Alcántara. Desem­peñando 
este cargo, emprendió la fundación de la Reforma, añadiendo 
a la regla de los Franciscanos de la Observancia mayor severidad y alguno* 
ejercicios que la dejaban mudada o poco menos, en nueva regla. 
El papa Alejandro IV permitió fundar conventos de Recoletos, o fraila* 
que podían darse a la contemplación y algo también a los ministerios Mi­grados, 
aunque con mayor reserva y recogimiento. El nuevo Provincial pre­paró 
el plan de la Reforma y lo presentó al Capítulo celebrado en Plasenel» 
el año de 1540. Pronto pudo fundar tres conventos. 
Tuvo que interrumpir, sin embargo, la obra de las fundaciones para 
asistir al nuevo Capítulo general convocado en la ciudad de Mantua. Partió 
el Santo a pie; pero obligado por una enfermedad, tuvo que pararse r » 
Barcelona. El General de los Franciscanos accedió a la petición de fray 
Pedro, y nombró por entonces al Padre Luis Carvajal Visitador de la pro­vincia 
de San Gabriel, con cargo de Comisario general. 
Apenas curado, partió el Santo para el convento de Rábidos edificado 
cerca de Lisboa, en un paraje desierto y sobre una peña cortada a pico * 
orillas del mar. En él vivían algunos frailes que se habían propuesto volver 
a la primitiva observancia. El Comisario general fué el primer maestro d* 
novicios. Aquí echaron de ver los frailes que realmente dormía el Santo 
apenas hora y media cada noche, sentado en los talones o del todo arrodi­llado, 
pero nunca acostado. La comida que tomaba, sólo cada dos o trr* 
días, bastábale apenas para no morirse de hambre. También advirtieras 
que sólo tenía una túnica remendada, y que siempre andaba descalzo, sin 
sandalias y con la cabeza descubierta; nunca le vieron calentarse. Éste fu4 
su modo de vida por espacio de cuarenta y cinco años. 
Absoluta pobreza reinaba en los convenios reformados por Pedro <1* 
Alcántara, y aun los mismos edificios parecen hoy día incapaces para alojar 
personas. Era tan rigurosa la abstinencia, que sólo cocinaban un día cada 
semana. El cocinero solía cocer ese día buena calderada de hortalizas, y lo* 
demás días tomaba de la olla y calentaba la ración necesaria para la comida» 
Demasiado sabroso le parecía al santo reformador aquel frugal sustento; pof 
eso, a lo que a él le daban, solía mezclar agua o ceniza para dejarlo insípido. 
Entre tanto, seguía predicando con grande fruto de las almas. El empe­rador 
Carlos V, que vivía retirado en el monasterio de Vusté desde #1 
año 1556, tuvo noticia de la santidad del siervo de Dios y le mandó Uamtf
para hacerle su confesor; pero el Santo no quería honras, sino desprecios, 
y así logró que el monarca desistiera de su propósito. Estaba a la sazón 
utareadísimo poniendo los fundamentos de una reforma todavía más austera 
con licencia del papa Julio III, a quien habló en Roma el año de 1555. 
Levantáronse persecuciones, pero las venció fray Pedro con su humildad, 
paciencia y confianza en Dios. Merced a la liberalidad de un generoso 
bienhechor, piído edificar su primer convento cerca del Pedroso, cuna de 
nuevas y muy preclaras glorias de la Orden Franciscana. El triunfo y 
progresos de aquella empresa quedaron asegurados cuando el General de 
la Orden nombró a fray Pedro Comisario general de la Reforma. Desde ese 
día, trabajó para que se fundasen en España conventos de Clarisas refor­madas 
por Santa Coleta. Algunas religiosas vinieron de la ciudad de Gante, 
llamadas por la infanta doña Juana, hija de Carlos V. 
Mas no sólo dentro de la familia franciscana, sino también fuera de ella, 
extendió este admirable siervo de Dios los beneficios de su celo y expe­riencia. 
Fué el colaborador de la seráfica madre Santa Teresa de Jesús, y 
verdadero Padre de la Reforma del Carmen, porque San Juan de la Cruz 
entró en la Orden, muerto ya San Pedro de Alcántara. 
AYUDA A SANTA TERESA A LA REFORMA 
EL año de 1560 y en Ávila, vió el Santo por vez primera a la futura 
reformadora: una virtuosa viuda llamada Guioniar de Ulloa, ofreció 
a la insigne Carmelita este inefable consuelo en medio de sus trabajos 
v sinsabores. El Franciscano conoció luego la santidad de aquella alma prí- 
>¡legiada. Habló al obispo de Ávila y le descubrió el tesoro que en ella tenía 
el Carmelo de su ciudad episcopal. Alentó a la santa Madre a la fundación 
ile conventos de la Reforma; escribió prudentísimos avisos y consejos para 
ayudarle a llevar a cabo la empresa; defendió a la Reformadora ante los 
Miperiores eclesiásticos; en suma, lo llevó todo con tanta cordura y pruden­cia, 
que la Reforma del Carmen llegó a ser un hecho a los pocos años. 
Muchas veces reveló Dios a la santa Madre la eminente santidad del 
l'adre espiritual que le había dado; tuvo una aparición en la que vió a 
Sun Pedro de Alcántara diciendo misa: se la ayudaban San Francisco de 
Asís y San Antonio de Padua. Otra vez Santa Teresa y otras siervas de Dios 
vieron cómo Jesucristo en persona partía la comida que estaba en la mesa 
v se la daba al Santo. 
El año de 1561 señaló el triunfo definitivo de la Reforma de la Estre­chísima 
Observancia, que fué erigida en Provincia por el papa Pío IV, y 
cuyas Constituciones son tales que asustan con sólo leerlas. Reglas sec-
rísimas aseguran la práctica de la pobreza; el número de ornamentos y 
vasos sagrados, así como las dimensiones de las distintas partes de lo* 
conventos, estaban clara y cuidadosamente limitados. 
I,á Reforma quedaba con esto fundada. En breve se dilató por Españu. 
América y por todo el mundo. Glorias de ella fueron San Pascual Bailón, 
patrón de las Obras eucarísticas; San Leonardo de Puerto Mauricio, insigne 
misionero y apóstol del Vía Crucis; San Juan José de la Cruz, los Beato* 
Andrés Hybemón y Gil de San José. Hijos de San Pedro de Alcántara son 
también cinco de los veintiséis gloriosos mártires crucificados en el Japón 
a 4 de febrero de 1597, el Beato Juan de Prado, quemado vivo en Marrue­cos 
a 24 de mayo de 1636, el Beato Buenaventura de Barcelona y el Venera- 
.ble Juan Bautista de Borgoña. 
Ésta fue la obra de San Pedro de Alcántara; en ella puso todo su empeño, 
y los frutos fueron tan extraordinarios y copiosos, que hasta ha sido consi­derado 
como fundador, puesto que en la basílica de San Pedro de Roma m 
Ihalla su estatua entre las de los santos Fundadores de Órdenes. 
La Reforma subsistió hasta el año de 1897, en que León X I I I ordenó lu 
unión de las distintas familias hijas de la Observancia franciscana, que tt 
agruparon con el nombre de «Franciscanos». 
No obstante sus enfermedades y achaques, fué el Santo varias veces » 
Toledo para consolar a algunas almas muy afligidas; también estuvo en 
Tiemblo para ayudar a la reforma del convento de Carmelitas, y en Ávila, 
por la misma causa. Emprendió después la visita general de sus monasterio* 
y fundó otros dos conventos. En este viaje alcanzó con sus oraciones el tér­mino 
de la peste que diezmaba a la ciudad de Alburquerque. 
MUERTE SANTÍSIMA 
HALLÁNDOSE el Santo en la visita general de sus conventos, tuvo 
que interrumpir el viaje. Padecía tales dolores y estaba tan des­fallecido, 
que fuéle menester viajar a caballo en vez de ir a pie, 
como lo había hecho siempre. Estaba entonces en el convento de San Juan 
Bautista de Viciosa. El conde de Oropesa le llamó a su palacio para q i« 
en él descansase; fray Pedro aceptó por no poder menos, y allí llegó mon. , 
tado en un pobre jamelgo. i 
No quiso acostarse en la cama que le tenían preparada, sino en una quf 
le hicieron sobre una tablas; con todo, obedeció al médico que le asistí», 
y tomó los alimentos y remedios por él prescritos. Sin embargo de todos lw 
cuidados se agravó su mal sobremanera, y, como el Santo deseaba morif 
entre sus religiosos, se hizo llevar a su convento de Arenas, a pesar de M
instancias del conde. El Guardián lo trasladó a una casita perteneciente a 
los frailes y distante una legua del convento. Era tan pobre aquella casucha, 
que no había en ella con qué decir misa. 
El viernes 16 de octubre, lo pasó el santo enfermo en oración. Toda la 
noche estuvo meditando la Pasión y disponiéndose al Viático, que recibió 
de rodillas, por estar tan flaco y agotado. Luego quedó abstraído en altísi­ma 
contemplación delante de su Crucifijo, A las cuatro de la madrugada 
del domingo pidió y recibió la Extremaunción. Ofreciéronle un vaso de agua 
para calmar algún tanto el ardor de la calentura que le consumía; el Santo 
lo aceptó, pero mirando al Crucifijo, devolvió el vaso sin haber bebido gota, 
diciendo: «¡Oh Dios mío! Vos también padecisteis sed en vuestra agonía». 
Llegada ya la hora de su muerte, llamó a los religiosos y los exhortó a 
todas las virtudes. La Virgen María se le apareció y también San Juan 
Evangelista, a quien tuvo siempre afectuosa devoción. Finalmente, hincado 
de rodillas y puestos los brazos en cruz, expiró al tiempo que entonaba el 
salmo CXXI: « Leetatus sum in his qutz dicta sunt tnihi: in domum Dómini 
íbtmus. Me alegré con lo que me dijeron: iremos a casa del Señor». Succdiói 
su iTluerte a las seis de la mañana del domingo 18 de octubre de 1562. A la 
hora que expiró, tuvo Santa Teresa, en Ávila, revelación de la muerte del 
Santo y de la grande gloria de que gozaba en el ciclo. 
El funeral fué una manifestación de triunfo. Obró el Señor infinitos mila­gros 
en el pobre sepulcro del Santo, que se halla en la capilla del convento 
de Arenas. Beatificó a este insigne Santo el papa Gregorio XV', a 14 de 
abril del año 1622, y le canonizó Clemente IX a 25 de abril de 1669. El 
mismo Sumo Pontífice señaló el día 19 de octubre para su fiesta en la Orden 
seráfica, y Clemente X I la extendió a la Iglesia entera a 16 de abril de 1701. 
Se invoca especialmente a San Pedro de Alcántara como protector de los 
niños, por los muchos milagros que en ellos ha obrado. Para consagrar los 
pequeñuelos a este Santo, se les lee sobre la cabeza el Evangelio de San 
Juan: In principio erat Verbum, como solía él hacerlo. 
SANTORAL 
Santos Pedro de Alcántara, confesor; Aquilino, obispo de Evreux; Verano, obispo 
de Orleáns; Eusterio, obispo de Salerno; Sadoth, obispo de Persia, mártir; 
Eadnoco, obispo en Inglaterra, y mártir; Sabiniano y Potenciano, discí­pulos 
de San Pedro, apóstoles y mártires; Tolomeo y Lucio, mártires; 
Etbino, abad; Varo, soldado, y seis monjes a quienes auxiliaba, mártires; 
Verónico y cuarenta y nueve compañeros, mártires en Antioquía; Aquilón, 
confesor, venerado en Gerona. Santas Fredesvinda, virgen; Pelagia, virgen, 
mártir en Antioquía. Beata Cleopatra de Siria, viuda.
m liiiltuiiii'K m: Mm.M'BU— —nnr 'K nim n. ri 
¡ 
lai ia h ija t i* . nr. i 11 m ivi 11 II uur mruiiL w i- k a k a h í 
Decano de la Universidad y sacerdote humildísimo y penitente 
D ÍA 20 DE OCTUBRE 
SAN JUAN C ANC I O 
PRESBÍTERO Y PROFESOR DE TEOLOGÍA (1397-1473) 
JUAN nació el 24 de junio de 1397 en el pueblo de Kenty, situado al 
pie de los montes Tatra, no lejos de las fronteras de Silesia y a más 
de ocho millas de Cracovia, en el reino de Polonia. Su familia era de 
las más notables de la provincia: su padre se llamaba Estanislao y 
su madre Ana. Ambos eran católicos fervorosos. Dieron a su hijo el 
nombre de Juan, por haber nacido el día de San Juan Bautista, y pusiéronle 
desde el primer instante bajo la protección del santo Precursor, de quien 
sería, tiempo andando, imitador fiel. 
Por cierto que constituyó para los padres de Juan una dicha grande, al 
propio tiempo que un deber muy grato, iniciarle desde la más tierna edad 
en el conocimiento de las virtudes cristianas, así como en la práctica de 
ejercicios devotos. En cuanto comenzó a hablar, enseñáronle el rezo del Padre­nuestro, 
Avemaria y Credo. Juan crecía dócil y obediente, era inteligente 
y de carácter bondadoso. Poseía un natural serio, impropio de sus años. 
Comenzó los estudios literarios en la casa paterna, bajo la vigilancia in­mediata 
de sus padres. Los progresos que hizo dejaron entrever el éxito que 
iba a obtener mediante su aplicación y capacidad para el estudio. Posterior-
504 20 de o c Tu n nH 
mente decidieron los padres que se trasladara a la Universidad de CraoovUi 
por parecerles que aquél era el centro más adecuado para que Juan terminar* 
con el máximo brillo su carrera. 
La Universidad de Cracovia, merced a la munificencia de Jagellón, gnul 
duque de Lituania, era en aquel entonces célebre por el saber de sus mura-tros 
y el número de los a'umnos. Juan Cancio trabajó con ardor, sostenida 
por el deseo de llegar a ser un sacerdote sabio y santo, aspiración noble na 
reñida con el trato amable que a sus compañeros dispensaba, y que le ganiil)* 
las simpatías de maestros y condiscípulos, a quienes edificaba con su humil­dad 
y recogimiento. 
Terminadas las humanidades, estudió filosofía y teología, doctoróse «N 
ambas disciplinas, y figuró poco después en el cuadro de profesores de la 
Universidad de Cracovia, donde había brillado como alumno distinguido. 
SACERDOCIO Y PROFESORADO 
ORDENADO sacerdote, el maestro de Teología dedicóse con arditr, 
no sólo a ilustrar las inteligencias, sino también a santificar la* 
almas de sus discípulos; su enseñanza era una verdadera predio* 
ción. Fué dechado de toda virtud, anhelaba constantemente llegar a mayo# 
perfección y ambicionaba ver a todos animados del mismo celo por la virtud 
y la santidad. 
Con frecuencia durante, la celebración del Santo Sacrificio de la MíMi 
veíasele derramar abundantes lágrimas al considerar las iniquidades de lo* 
hombres; muchos pecadores mudaron de vida a la vista de tales demostr». 
ciones de horror a la culpa. 
En alguna ocasión, el Señor puso de manifiesto la virtud de nuestro Santa 
otorgándole el don de presagiar acontecimientos futuros. En la ciudad di 
Cracovia, un formidable incendio amenazó cierto día destruir la poblaeidai 
ante la inminencia de la catástrofe, Juan acudió a la oración, y he aquí 
que un varón de aspecto venerable —que nuestro Santo tomó por San Esta» 
nislao, antiguo obispo de Cracovia— se le apareció y le hizo saber que 4 
incendio cesaría si los habitantes prometían mudar sus malas costumbres, f 
que, por el contrarío, la venganza divina se dejaría sentir terriblemente, 4 
la población seguía en su vida licenciosa. Debido a las oraciones del 
y a sus celosas amonestaciones, cesaron los desórdenes públicos y los castlfW 
del cielo quedaron en suspenso; mas pronto, olvidados los pronósticos 
mayores catástrofes si reincidían en sus pasadas viciosas costumbres, el «api 
tigo no se hizo esperar: un nuevo y más terrible incendio destruyó la miytf 
parte de la ciudad.
No lejos del Colegio en que el Santo sacerdote tenía su cátedra, se alzabi 
una especie de calvario sobre el que se erguía una cruz con la imagen de 
Jesús crucificado; frente a la cruz del Señor se hallaba una imagen de la 
Virgen María. 
A este lugar, frecuentado por piadosos visitantes, acudía Juan en las 
altas horas de la noche; y allí permanecía hasta el amanecer meditando 
sobre la Pasión del Señor. En esas horas de oración y recogimiento, grande­mente 
provechosas para su expansión espiritual, recibió el fervorosísimo pro­fesor 
singulares y extraordinarias mercedes. 
Varias veces la imagen del Señor se reanimó y con voz amorosa contestó 
a sus preguntas y peticiones; se refiere que este Crucifijo fué llevado más 
tarde a la iglesia de Santa Ana; pero pronto se restituyó milagrosamente al 
lugar santificado por las oraciones de Juan Cancio. 
PÁRROCO DE ILKUSCH 
DESEOSO el obispo de Cracovia de proporcionar más extenso campo 
al apostólico celo del santo sacerdote, le confió la parroquia de 
Ilkusch. 
Juan se consagró de lleno al cuidado de su rebaño. Enseñanza, predicación, 
obras de caridad, nada escatimaba en beneficio de sus feligreses. Por la 
conversión de los pecadores se imponía rigurosas mortificaciones y peniten­cias, 
acompañadas de fervorosa oración. 
Su caridad era inagotable; en las visitas que en virtud de su divino mi­nisterio 
practicaba, se le ofrecían múltiples ocasiones de aliviar al necesita­do, 
y vez hubo en que volvió con los pies desnudos por haber entregado su 
calzado a algún pobre en el camino. 
Una mañana, al ir a la iglesia, vió a un pobre mendigo tendido sobre la 
nieve, medio desnudo, a punto de morir de frío y de miseria. El caritativo 
sacerdote se despojó al instante de su manteo, envolvió con él al desgraciado 
y lo condujo a su casa, donde fué solícitamente atendido por el Santo. Algún 
tiempo después, hallándose el siervo de Dios en oración, se le apareció la 
Santísima Virgen y, con muestras de extremada bondad, le devolvió el man­teo 
prestado al pobre, y dejó su alma inundada de gozo. 
No obstante el celo desplegado al frente de su parroquia, temió por la 
rcsponsabildad grande a su cargo vinculada, y que, al no hacer lo suficiente 
liara salvar las almas de los demás, viniese a perder la suya propia. Fuese, 
pues, a encontrar a su obispo y le expresó sus inquietudes con tanta humil­dad 
y vivas instancias, que consiguió verse libre de la dirección de la parro­quia 
y reintegrado a su cátedra de la Universidad.
NUEVAMENTE PROFESOR EN CRACOVIA 
A enseñanza al frente de su cátedra había de ser la ocupación de Juan 
hasta el fin de sus días. Por dos veces fué elegido decano de la Faoul-tad 
de Filosofía; enseñó también la Sagrada Escritura y escribió tre* 
volúmenes de Comentarios sobre el Evangelio de San Mateo. 
La extraordinaria inteligencia del Santo aliábase con una profunda de­voción. 
Tales virtudes acarreáronle la envidia de otros profesores, que le (ru­taron 
de hipócrita y a menudo intentaron molestarle y humillarle. Mas lu 
mansedumbre y humildad de Juan sabían sobreponerse a todas las contraríe 
dades, y con aire apacible y sonriente permanecía imperturbable en medio 
de la tempestad. 
Cuando algo desagradable le acontecía, Juan tenía la costumbre de decir»* 
a sí mismo: vXJt suprav (como antes); es decir: No es cosa nueva, ¿por qu4 
desanimarse? No es la primera vez que me acontece lo mismo. Y ademái, 
antes que yo, Jesucristo padeció cosas mayores. 
A ejemplo de San Agustín, mostró siempre gran horror a la calumnia, 
la maledicencia y, en general, a cuanto tiende a ofender a la caridad con «I 
prójimo. 
Con frecuencia repetía la máxima que, a modo de proverbio, expresaba 
en los siguientes versos: 
Conturbare cave, — non est placare suave; 
Diffamare cave, — nam revocare grave. 
Es decir: 
Guárdate de molestar, — que es difícil aplacar, 
Guárdate de difamar, — que es difícil reparar. 
Señalóse siempre en la austeridad y mortificación, pues, como maestro 
de espíritu experimentado, sabía perfectamente que la carne no mortificada 
es manantial perenne de pecados. 
Vestía pobre y modestamente, ayunaba con frecuencia, se acostaba rn 
duro lecho, dormía lo indispensable y, a veces, pasaba las noches en fervo­rosa 
oración. 
Por espíritu de mortificación, no probó la carne en los últimos treinta 
años de su vida. Un día en que experimentó deseos de comerla, ¿ornó na 
pedazo, lo asó y, abrasando como estaba, lo aplicó a sus labios mientra* 
decía: «Carne mía, ya que tanto apeteces estos alimentos, gózate con clloMi 
Desde aquel momento, Dios le libró de semejante tentación de gula. 
El frío y los calores más rigurosos no afectaban para nada su estado dt 
ánimo; siempre llevaba consigo un cilicio y se disciplinaba con frecuenoUi
SAN Juan Cando llama a los bandoleros y les dice: uMe había 
olvidado de que en este bolsillo interior tenía estas monedas 
guardadas, y, como no quiero decir ninguna mentira, os llamo para 
que las toméis juntamente con las otras». Atónitos los bandoleros 
le devuelven todas y le piden perdón.
PEREGRINACIONES A JERUSALÉN Y A ROMA. 
LLEVADO no de vana curiosidad, sino de ardientes deseos de privacio­nes. 
fatigas y abatimientos, Juan solicitó de sus superiores una tem­porada 
de vacaciones para realizar, durante ellas, la peregrinación * 
Jerusalén. Este viaje no carecía de dificultades y peligros, incluso de lit 
misma vida; por eso sus amigos vieron con inquietud tal resolución y I' 
auguraron funestos resultados; pero él emprendió el camino a pie, muy ani­moso. 
Atravesó Hungría y Tracia, los territorios habitados por gentes cismá­ticas, 
hostiles a los latinos, las extensas provincias sometidas a los turón* 
y enemigas del cristianismo. Llegó al término de su viaje, en el que, con 
frecuencia, experimentó grandes ansias de inmolación y sacrificio en ara» ti* 
su amor a Jesucristo. Ardientemente deseoso del martirio, se puso resuelta­mente 
a predicar a turcos y musulmanes; pero éstos, admirados de su extra­ordinaria 
devoción y caridad, respetaron su vida. Volvió, pues, a Polonia. 
Después de Jerusalén, Juan Cancio quiso visitar la ciudad eterna, Rom*, 
la capital del orbe católico, la ciudad de los Apóstoles y de los mártires, U 
sede del Vicario de Jesucristo, encargado por Dios de guardar incólume <1 
depósito de la revelación. ¡Con qué admirable fe y humildad recibió el pimío 
so profesor la bendición del Sumo Pontífice, intérprete infalible de la Verdiull 
Oró fervorosamente ante el sepulcro de los santos Apóstoles, veneró las reli­quias 
de los mártires y regresó a su patria colmado de alegría. 
Cuatro veces durante su vida practicó el piadoso sacerdote la peregrina' 
ción a Roma, siempre a pie y cargado con las provisiones necesarias. 
A uno de sus compatriotas, a quien sorprendían tales viajes, le dijo: 
—Voy a Roma en esta guisa para satisfacer por las penas que del>erl* 
pasar en el purgatorio y lucrar las innumerables indulgencias que se guimH 
visitando las basílicas. Espero verme libre de este modo de las penas debi­das 
por mis pecados. 
En una de las peregrinaciones fué sorprendido por unos salteadores. Ittt 
cuales le despojaron de cuanto llevaba, a excepción del vestido. 
—¿Tienes alguna cosa más? —le preguntaron. 
—Nada más —respondió el peregrino. 
Ya se alejaban los bandidos, cuando Juan recordó que le quedaban algu­nas 
monedas cosidas en los pliegues de su capa; y como temía hasta 14 
sombra del pecado, temeroso de haberles mentido, corrió presuroso a ilnrM 
alcance y mostróles el dinero que le quedaba. 
Sorprendidos éstos de tanta sencillez, admiraron la santidad del desccuHN 
cido caminante y le devolvieron cuanto le habían quitado.
UN HUÉSPED INESPERADO. — ÚLTIMOS DÍAS 
DE s u s honorarios como profesor de la Universidad, Juan Cancio no 
reservaba para sus gastos más que una pequeña parte; lo demás lo 
distribuía en limosnas a los pobres. Entre los numerosos rasgos de 
caridad de que dió ejemplo, la LTniversidad de Cracovia conserva el recuer­do 
del hecho siguiente: 
Hallábase un día el santo profesor a la mesa con varios de sus alumnos. 
Hecha la distribución de las raciones, no quedaba más porción que la suya, 
cuando en esto, un pobre llamó a la puerta y rogó le socorrieran con algún 
alimento. Al instante se levantó el profesor y le entregó su ración. Los alum­nos, 
conmovidos, se preguntaban qué comería su maestro, cuyo plato veían 
vacío, cuando de pronto observaron en él una cantidad de alimento igual a 
la que tenía antes de servir al mendigo. La mano invisible de un ángel 
acababa de servir al hombre de Dios. 
Como recuerdo de este prodigio, los profesores del colegio de Cracovia es­tablecieron 
la caritativa costumbre de convidar a comer cada día a un pobre, 
al que consideraban como imagen de Jesucristo. Desde entonces, siempre 
que algún pobre llamaba a la puerta, un empleado debía comunicarlo del 
modo siguiente: «Ahí hay un pobre», a lo que se contestaba de dentro: «Ahí 
está Jesucristo», y le entregaban una limosna. 
Algunos profesores, deseosos de imitar la caridad de su santo colega, re­unieron 
fondos para vestir a cierto número de desvalidos. 
«Una mañana —cuenta Adam Opatoff—, al ir a la iglesia de Santa 
Ana, Juan (Rancio advirtió que la criada de una casa contigua había dejado 
caer el jarro de leche que llevaba, con lo que se hizo pedazos la vasija y 
derramóse la leche por el suelo. La muchacha, consternada, se deshacía en 
llanto, cuando se le acercó el Santo y le dijo: 
»—Recoge los cascos. 
«Obedeció la sirvienta y, conforme los juntaba, se iban milagrosamente 
pegando de modo que el jarro quedó entero como antes. La doncella, entre 
admirada y pesarosa, contemplaba la leche perdida por el suelo. 
»—Ve ahora al río —dijo el sacerdote— y llena de agua la vasija. 
»La criada bajó al río Dudawa, que corre junto a las murallas de Craco­via, 
llenó el jarro y, estupefacta, observó cómo el agua quedaba convertida 
en leche. Apresuróse a volver a su casa, y a cuantos hallaba al paso, les con­taba 
el hecho maravilloso obrado por el siervo de Dios.» 
Juan Cancio huía del trato del.mundo; pero mantenía estrecha y santa 
amistad con los personajes más virtuosos de Cracovia, tales como el Beato
Sventolas, gran devoto de María; Simón de Lipnicka, hombre de extraonll 
naria caridad; el Beato Estanislao Casimiro, de los Canónigos Regulares ili' 
San Agustín, y el Beato Isaías, de la Orden de Ermitaños de San Agust.n. 
Fué excelente predicador. De sus sermones nos ha dejado un volumen 
lleno de la admirable doctrina que explicaba en su cátedra de la Univcral-dad, 
y que nos da idea de su extraordinario fervor apostólico. 
Por fin, quebrantado por la edad y las enfermedades, las penitencias y 
los trabajos, dejó todo lo que no fuera prepararse a una santa muerte. Or­denó 
que se distribuyeran entre los pobres los pocos bienes que le quedaban! 
confesóse, deshecho en lágrimas; recibió la Sagrada Eucaristía y la Extrema 
unción; y, en presencia de sus compañeros, los profesores de la Universidad, 
que rodeaban su lecho, entregó su bella alma al Señor el 24 de diciembre 
de 1473, a la edad de setenta y seis años. 
Primeramente se le dió sepultura en la iglesia de Santa Ana, debajo drl 
pulpito desde donde tantas veces había predicado la palabra divina; pero, 
más tarde, en vista de los milagros obrados por su intercesión, y aprobado 
ya su culto, se abrió el sepulcro, que exhaló suavísimo olor, y las sagrad»* 
reliquias fueron encerradas en una preciosa urna y expuestas a la veneración 
de los fieles en un magnífico monumento. 
CULTO Y MILAGROS 
OS prodigios y gracias atribuidos a San Juan Cancio le han hecho 
célebre no sólo en su patria, sino en toda la Iglesia. Pocos años des­pués 
de su muerte, por su intercesión, alcanzaron la curación mucho* 
enfermos y desahuciados de los médicos y resucitaron varios muertos. Debió-sele 
también la curación de cinco paralíticos, un loco, un endemoniado y 
otros muchos. Los Bolandistas relatan, con mas o menos pormenores, haiitrt 
doscientos cincuenta prodigios análogos a los que a continuación se incn- 
cionan. 
Cierta joven de Prodniko, de resultas de una enfermedad, quedó loo* 
furiosa; lleváronla al sepulcro del Santo y obtuvo salud completa. 
Al tener conocimiento de semejante curación, un padre de familia, cuyo 
hijo se hallaba a punto de morir, tomó al niño en sus brazos, lo Uevó «I 
mismo lugar, mandó celebrar una misa en honor del Santo y su hijo recobró 
plenamente la salud. 
Una pobre viuda del pueblo de Ozyrin no poseía más fortuna que una 
vaca, cuya leche constituía el alimento cotidiano de ella y de sus hijos; p«ra 
un día la vaca, atacada de cierta enfermedad, estaba a punto de morir. 1.4 
pobre viuda postróse de rodillas y suplicó al Santo de Cracovia que tuviera
piedad de sus hijos. A los pocos instantes el animal se levantó y se puso 
a comer hierba con voraz apetito. 
Un religioso dominico, víctima de un accidente de trineo en una áspera 
tendiente, tuvo la desgracia de quebrarse una pierna por dos lugares dife­rentes; 
después de diez semanas de cuidados y agudos dolores, el mal iba 
empeorando, y el cirujano juzgó necesaria la amputación de la pierna. Honda­mente 
afligido el religioso, hizo voto de celebrar una misa en acción de 
gracias sobre el sepulcro de San Juan, si se veía libre _de este infortunio. 
Apenas hubo pronunciado tal promesa, sintió que los dolores se le iban cal­mando; 
la curación fué rápida y pronto pudo ir a la iglesia de Santa Ana a 
cumplir su voto. 
Cierta dama noble, llamada Sofía de Rusce, natural del pueblecito de 
Zimina Woda, que, desde hacía tres años, sufría una grave enfermedad, 
había gastado inútilmente parte de su fortuna en médicos y medicinas, 
i'uando un día rogaba al Señor se apiadase de su desgracia, se le presentó 
de improviso un personaje con hábitos sacerdotales que le dijo: «Si quieres 
verte libre de tu enfermedad, promete a Dios ir en pergrinación a mi sepul­cro 
en la iglesia de Santa Ana». Sofía reconoció en el sacerdote a Juan 
(Rancio. Hizo la promesa que se le indicaba y al poco tiempo pudo ir a dar 
gracias al sepulcro del Santo por su total curación. 
Juan Cancio fué inscrito en el número de los Santos por el papa Clemen­te 
X III, el 17 de julio de 1767. Su fiesta se celebra el 20 de octubre con rito 
doble, según lo prescrito por Pío V I en 1782. A instancias de monseñor 
Martín Szyszkowski, obispo de Cracovia, esta ciudad lo eligió por patrono. 
En la Universidad, se conservó durante muchos años su borla de doctor, 
que se imponía al decano de la Facultad de Filosofía en la fecha de su elec­ción. 
Debía prometer, en aquel acto, ser imitador de las virtudes de su ilus­tre 
predecesor. 
SANTORAL 
Santos Juan Cancio, presbítero y confesor; Vital, obispo de Salzburgo; Fintano 
Corach, obispo en Irlanda; Juan III, obispo de Como; Feliciano, obispo de 
Minde, mártir; Artemio, general romano, y Caprasio, mártires; Máximo, 
diácono, mártir en Alba en tiempos de Decio; Dacio, Zósimo y Jenaro, 
mártires en Puzoles (Italia) Eutiquio, Promaco, Lucio, Marcelino y Ber-miaco, 
mártires en Nicomedia, Alderaldo y Sindulfo, confesores. La tras­lación 
desde Roda a Zaragoza de un brazo de San Valero. Santas Irene, 
virgen y mártir; María y Saula, vírgenes y mártires, en Colonia; Dorotea, 
Susima y Jenara, mártires en Puzoles (Italia). Beata Isabel de Aguilar, cis-terciense, 
en Lisboa.
D IA 21 DE OCTUBRE 
S A N H I L A R I O N 
ABAD, PATRIARCA DE LOS SOLITARIOS EN PALESTINA 
(hacia 291-371) 
LOS pormenores de la vida y milagros de San Hilarión han brotado en 
el campo de la leyenda. Felizmente se conserva todavía la vida del 
ermitaño, escrita por San Jerónimo, que quiso dar a conocer su 
eminente santidad al mundo cristiano. Prescindiendo, pues, de los 
detalles legendarios que han podido introducirse en la historia, y teniendo 
en cuenta el valor indiscutible del ilustre Doctor en esta materia, podemos 
decidir, con toda certeza, la existencia y santidad de la vida del célebre 
ermitaño. 
San Hilarión, cabeza y patriarca de los religiosos cenobitas en Palestina, 
como San Antonio lo había sido en Egipto, y San Pacomio en la Tebaida, 
nació en Tabatha, aldea de Palestina, próxima a Gaza, por los años 291. 
Sus padres, gentiles y ricos, ambicionaban para su hijo la gloria del saber, 
y le enviaron muy joven a Alejandría para estudiar las humanas letras. No 
lardó en señalarse entre sus condiscípulos, corrompidos y ligeros, por su 
inteligencia viva y penetrante, realzada por un rico caudal de prendas na­turales. 
Uno de sus maestros, cristiano oculto y verdadero apóstol revestido con 
33. — V
la capa del filósofo, quiso rodear la inocencia de su discípulo de valla má» 
firme que las máximas corruptoras del paganismo; descubrióle las belleta* 
de la fe cristiana, y su aln^, no obscurecida aún por las pasiones, sometió­se 
dócilmente a la verdad e influencia de la gracia. 
Luego que recibió el bautismo, a los quince años, Hilarión avanzó rápi­damente 
por la senda de la ciencia y la virtud, y llegó pronto a ser modelo 
acabado de todos sus condiscípulos. Aborrecía las diversiones frívolas y pcli 
grosas del teatro y los juegos sanguinarios del circo; sólo conocía el camino 
de la iglesia y de la escuela, y su entretenimiento consistía en conversar con 
los verdaderos siervos de Dios. 
DIOS LE DA A CONOCER SU VOCACIÓN 
EN aquel tiempo, la fama repetía por doquiera el nombre del oelebéfffti 
mo solitario San Antonio, traspasaba los confines del desierto, dooda 
aquél hubiera querido sepultar sus admirables virtudes, y atraía M 
torno suyo a las muchedumbres, ávidas de imitar y contemplar aquel mt 
sobrehumano. Impulsado por la gracia, entró Hilarión en vivos deseos da 
conocer al patriarca del desierto. Al verle, conmovióse el corazón del neófito, 
y su espíritu, iluminado por la fe, comprendió que el mundo no es nada y 
Dios lo es todo: «Y o también seré ermitaño —exclamó— . ¡Dios lo quiere!» 
Vistió luego el sayal monástico y durante dos meses observó cautelo»* 
y atentamente la vida del patriarca de la Tebaida. La regularidad de San 
Antonio, su continuo recogimiento, su amor de la oración, su constan!» 
humildad en medio de las gentes que le visitaban, su firmeza suave en laa 
reprensiones, su ardor en la predicación, y sus perpetuos ayunos, inflamaron 
el corazón de Hilarión, que ardía en vehementes deseos de luchar, a lu 
órdenes de tan experto capitán, por la conquista del reino de Cristo. 
Con todo, no pudo soportar por más tiempo la vista de aquella mueht< 
(lumbre, atraída por el olor de santidad de su maestro espiritual. «¿He venida 
yo al desierto —díjose un día— para buscar el bullicio de las ciudades? ¿Ha 
justo que tenga parte en los triunfos del héroe no habiendo sido su eompa* 
ñero de armas?» Cuando se disponía a internarse más adentro en el desiertOi 
tuvo noticia de la muerte de sus padres. Si entonces regresó a su patria, »óla 
fué por dar a todos un alto ejemplo de desprendimiento: distribuyó *m|| 
bienes a los pobres, despidióse para siempre de sus parientes y retiróla t| 
una isla pantanosa, distante siete millas de Gaza. 
En el mismo lugar, pero con un fin muy distinto, habíase ya establecida 
una cuadrilla de salteadores, el terror de la comarca. Conocía Hilarión d j 
peligro en que se hallaba, pero no le importaba la muerte del cuerpo, uafl i
luí que pudiese evitar el pecado que mata al alma. Empero, sus terribles 
vecinos, indignados al ver la despreocupación de aquel jovenzuelo, que era 
casi niño, resolvieron escarmentarlo duramente. 
Con tal propósito, encamináronse, durante la noche, hacia el hueco de la 
roca en que moraba Hilarión. Pero Dios hizo pasar ante sus ojos un velo 
espeso de tinieblas, por lo que erraron hasta el amanecer sin que pudieran 
dar con su víctima. Ante hecho tan sorprendente, desvanecióse su furor, y 
cuando, ya de día, vieron a poca distancia, al joven ermitaño rezando de 
rodillas, se acercaron a él sin malas intenciones y le dijeron: «¿No temes a 
los bandoleros que frecuentan estos parajes? —¿Por qué temerlos, puesto que 
no tengo nada? —¡Pero podrían matarte! —¿Y qué? Estoy dispuesto para 
morir. Mas, ¿qué sería de vuestra alma, desgraciados, si en este instante 
cayera en las manos de Dios Todopoderoso?... ¡Haced, pues, penitencia, si 
110 queréis ir al fuego eterno!» Impresionados por estas palabras, volviéronse 
a Dios y procuraron reparar los perjuicios causados, 
HILARIÓN LUCHA CONTRA SATANÁS 
EL héroe que de este modo hablaba, era —según refiere el historiador— 
un pobre adolescente, de complexión delicada, que se resentía del 
más mínimo cambio de temperatura; los ardores del estío le abatían, 
y el frío del invierno paralizaba todos sus miembros. A pesar de esto, su 
vestido se reducía a un tosco cilicio y una túnica de piel de camello. Su 
alimento era, al principio, de solos quince higos, que tomaba después de 
puesto el sol; y, no obstante, el ferviente religioso seguía orando hasta muy 
entrada la noche.» 
No podía el ángel soberbio y caído permanecer insensible ante el celo 
de la gloria de Dios que consumía a Hilarión, y le declaró la guerra. No 
turdó el joven y austero ermitaño en sentir el ardor de la concupiscencia. 
Su corazón, hasta entonces inflamado sólo en el fuego del amor divino, 
vióse asaltado por imaginaciones impuras. Indignábase contra sí mismo y 
dábase tremendos puñetazos en el pecho como para desechar pensamientos 
tan importunos. Oíasele a veces decir a su mismo cuerpo: «Con la ayuda 
de Dios, yo te haré, asnillo, que no tires coces; te mataré de hambre y de 
Red, te cargaré y te haré trabajar, de tal manera que sólo pienses en comer 
y descansar y no en brincar ni refocilarte.» 
Cuando al fin de esas largas y fatigosas jornadas, el atleta de Cristo 
cuía rendido por el cansancio y el ayuno, sobre la estera que le servía de 
cuma, veía llegar hasta él a criaturas cuyos gestos y ofrecimientos su cora­zón 
inocente no podía comprender. Alzábase entonces, reiteraba sus plega­
rías y las torpes representaciones se desvanecían. Pero el espíritu del mui 
inventaba nuevos ardides para distraerle en la oración. 
Oía Hilarión los aullidos de los lobos y de las zorras que se precipitaban 
sobre su celda como para derribarla. Cierto día, vió que se llegaba hucl i 
él una lucidísima cuadriga, y al exclamar: «Señor Jesús» desapareció al in* 
tantc. Estando en cierta ocasión ocupado en el canto de los salmos, con **l 
semblante pegado contra el polvo, se distrajo algún tanto; ufano de su vic 
toria, el demonio se le echó encima y le azotó cruelmente, diciéndole con 
tono burlón: «Vamos, hombre, ¿te duermes? ¡Toma un poco de cebada purt 
que despiertes!», y al mismo tiempo redoblaba los golpes. 
El santo ermitaño lloró su falta, pero consolóse al ver que el misino 
demonio le ayudaba a hacer penitencia. Desde entonces estuvo tan sobre 
aviso, que su adversario hubo de recurrir a tentaciones de orgullo, y tendiolr 
un lazo, encomiando sus propias virtudes; pero fué inútil la porfía. 
EXPULSA A SATANÁS DEL CUERPO DE LOS POSESOS 
A medida que crecía en edad, el joven anacoreta redoblaba sus austr 
ridades. Desde los veintidós años, ya no se alimentó más que ti» 
raíces o legumbres remojadas. Su habitación era una celda de cuatro 
pies de alta y cinco de ancha, a manera de sepultura, en la que sólo podiu 
estar sentado o recostado: su cuerpo se consumía, pero su alma recobraba 
nuevo vigor y vida. 
«Cosa superflua es buscar la limpieza en un cilicio», decía el heroico 
penitente criado en medio del lujo; fiel a esta máxima, nunca lavó el tosco 
saco que le cubría, añadiendo así, voluntariamente, nueva causa de morti­ficación 
a muchas otras. Entregado por completo a la oración, aprendió <l«* 
memoria la Sagrada Escritura, y se mantenía tan íntimamente unido con 
Dios como lo puede consentir la flaqueza humana. 
Muy a pesar suyo, esparcióse a lo lejos la fama de sus virtudes, por ln 
que las gentes no tardaron en reverenciarle como el San Antonio de l« 
Palestina. AI cabo de quince años de esterilidad, vióse una pobre mujer 
abandonada de su marido. El dolor le dió alientos para quebrantar por vra 
primera el retiro del santo ermitaño y se presentó ante él. Al verla turbó*» 
Hilarión y apartó los ojos, mas la suplicante arrojóse a sus plantas,t y c o i i 
acento de dolor profundo, exclamó: «Perdona mi osadía; impulsada por l« 
necesidad a ti acudo como enfermo al médico. ¿Tienes reparo en mirar « 
una mujer? ¿No fué una mujer quien dió a luz a Cristo Jesús? En nombre 
de este divino Salvador, atiende a mis ruegos». Con caritativa paciencia *1 
santo ermitaño escuchó la cuenta de sus desgracias, y la despidió con c*(m i
SAN Hilarión cura a un mozo robustísimo, verdadero gigante, 
que está endemoniado y que ni con grillos, esposas ni cadenas 
han podido sujetar, porque todas las rompía. E l Santo le hace 
desatar, y el endemoniado, humildemente, se postra a sus pies y se 
los lame como mansa oveja.
palabras: «Ten confianza, pediré por ti, y el Señor te concederá lo que 
deseas.» Un año después, Hilarión bendecía al recién nacido que gozosa Ir 
presentaba la feliz madre. 
Un nuevo milagro puso más de manifiesto la eminente santidad del 
gran siervo de Uios. Una mujer ilustre de Gaza, por nombre Aristenetu. 
rica de bienes y de virtudes, encaminóse al desierto con toda su familiu 
para ver al patriarca de la Tebaida y recabar su bendición; mas, habiendo 
regresado a Gaza, fallecieron sus tres hijos. Afligida por el dolor, la descon­solada 
madre corrió a los pies de Hilarión y con acento desgarrador le dijo: 
«En nombre de nuestro clementísimo Salvador, en nombre de su santa Cru* 
y preciosísima Sangre, te suplico que vayas a Gaza y me devuelvas lo» 
hijos; al ver tu caridad se convertirán los paganos y los ídolos caerán hecho* 
pedazos. 
—Vete, yo desde aquí pediré lo que deseas, pero jamás entraré en vue«- 
tras corrompidas ciudades donde se corre tantos peligros de perderse. 
—Siervo de Cristo, devuélveme los hijos» —replicó la desgraciada—; y, 
asiéndose al sayo del solitario, le dijo que no le dejaría en libertad mientm» 
tanto no le prometiese ir a Gaza siquiera fuera durante la noche. Al ampuro 
de las tiniebles, llegóse el ermitaño a la morada de Aristeneta, hizo la señal 
de la cruz sobre los cadáveres de los niños, y al punto se los devolvió a iu 
madre llenos de vida. 
Vivía en Jerusalén un gigante, poseído del demonio, verdadero terror d* 
la comarca; cargado de cadenas y puesto en presencia de Hilarión postróte 
a sus plantas y, cual pudiera hacerlo un can, púsose a lamerle los p ic » r 
No pudo Satanás resistir a la autoridad del que tantas veces le había vcii 
cido en su propia persona, y tuvo que huir del cuerpo de
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Santos9 10

  • 1. D IA 1.9 DE S E P T I EM5 R E S A N GI L ANACORETA Y ABAD ( f 721?) SERIAS dificultades presenta el localizar exactamente la época en que vivió San Gil. A juicio de algunos hagiógrafos. vino al mundo en la primera mitad del siglo VI. En cambio, son más los que, apo­yándose en los términos con que se expresan sus Actas —de las cua­les afirma Mabillón que tienen muy poco de auténticas— y en el Comenta­rio que acerca de las mismas escribió el P . Stilting, creen haber sido este Santo contemporáneo de Carlos Martel, lo cual induce a creer que vivió San Gil por los siglos VII y VIII. Aceptaremos esta cronología por parecemos más verídica. Gil o Egidio —que con ambos nombres se le conoce— vió la luz en Atenas, y afirman sus más antiguos historiadores que descendía de linaje real. Se des­conoce la provincia griega que, en tiempos anteriores, gobernaran sus an te ­pasados, puesto que en los días del nacimiento de Gil estaba ya Grecia desde hacía varios siglos bajo el yugo romano. Fueron sus padres Teodoro y Pe-lagia, espejo de todas las virtudes cristianas para su hijo, al que educaron en la más sólida piedad. Nuestro Santo estaba dotado de las más bellas cualidades de cuerpo y
  • 2. alma, fruto de la brillante educación que recibiera. Se llegó a atribuirle la fundación de uno de los centros de cultura más importantes en Oriente. Compuso Gil notables obras poéticas y de medicina. Pero, ¡tantos hombres había ya visto Atenas eminentes en las ciencias humanas y que, a pesar de ello, no lo eran en virtud!... Precisamente iba a sobrepasar a todos ellos Gil, por el atractivo especial que sentía hacia las cosas divinas. Este su gran anhelo le impulsó al estudio de la santidad de la perfección evangélica, a meditar con gran provecho la Sagrada Escritura y a progresar más y más cada día en la virtud. No tardó mucho en ser recompensado por Dios con el don de milagros. Frecuentaba Gil la iglesia. Cierto día se encontró con un mendigo enfermo y medio desnudo, que imploraba su piedad, esperando la apetecida limosna. Compadecido nuestro generoso estudiante, le regaló su rica y hermosa tú ­nica. Ponérsela el mendigo y hallarse perfectamente sano, fué lo mismo. Por este milagro entendió Gil cuán agradable es a Dios la limosna; y cuando, por la muerte de sus padres, acaecida pocos años después, fué dueño de rica herencia, apresuróse a repartirla entre los indigentes y reservó únicamente para sí la pobreza voluntaria, los padecimientos y las humillaciones, a fin de seguir así más perfectamente a Jesucristo. Otros dos milagros por él realizados llamaron poderosamente la atención de sus compatriotas. Habiendo una serpiente picado a cierto hombre que veía por momentos hincharse sus miembros por efecto de la mortal ponzoña, oró por él San Gil y quedó el paciente repentinamente curado. Cierto do­mingo, un desgraciado poseso alborotaba el templo con sus dolorosos ayes. Gil, que se hallaba entre los fieles, obligó al maligno espíritu a salir de su víctima. Desde entonces rodeó al nuevo exorcista una gran aureola de pú­blica veneración. Apiñábase a su paso la muchedumbre, al tiempo que le presentaba los enfermos para que les devolviese la salud. Pronto, en vista de tales manifestaciones, quedó Gil sobrecogido de espanto, y, como su h u ­mildad no le permitiera seguir en aquel ambiente de glorias y honores, huyó de Atenas en el primer barco que salió con rumbo a Occidente. SAN GIL Y SAN VEREDEMO CONFIADO y seguro navegaba por el Mediterráneo, surcado en otro tiempo por San Pablo y por los apóstoles de las Galias San Lázaro y sus compañeros, cuando les sobrevino deshecha tempestad que ame­nazaba hundir el navio. No le asustaba a Gil la muerte; pero, conmovido ante los desesperados gritos de los pasajeros, elevó desde el fondo de su co­razón una fervorosa plegaria, que al instante amansó las encrespadas olas.
  • 3. Arribó la embarcación felizmente a Marsella, y el joven ateniense encaminó sus pasos a la ciudad de Arles. Recibió generosa hospitalidad en casa de una noble matrona llamada Teócrita. Mientras la caritativa señora disponía la comida, llegaron a los oídos de S an Gil gemidos de enfermo, procedentes de una habitación interior. «¡Ah, señor —exclamó afligidísima Teócrita—, es mi hija! Hace ya tres años que la atormenta la fiebre y han sido inútiles los enormes caudales que llevo gastados en médicos y medicinas». Imposible le fué resistir el dolor d e la apenada madre, que tan bondadosa se mostraba con él. Oró, pues, a Dios, y la enferma recobró al momento la salud. En cuanto al santo huésped» no quiso que Teócrita agradeciese el favor a nadie más que al Señor de qu ien lo había recibido, y fuése a sepul­ta r en los profundos desfiladeros del to rre n te Gardón, tributario del río Gard. ¿Ignoraba Gil, acaso, que aquellos solitarios lugares habían ya sido ho­llados por uno de sus compatriotas? Si así era, no cabe duda que debió sor­prenderle agradablemente la inesperada presencia de otro ermitaño, San Ve-redemo, futuro obispo de Aviñón. Veredemo, de nacionalidad griega tam ­bién, moraba en una caverna que dominaba la margen izquierda del Gar­dón, cercano a Collías. Por muy feliz se tuvo el fugitiv'o ateniense al poder colocarse bajo la sabia dirección de Veredemo, cuya em in en te santidad se manifestó a las p ri­meras palabras que entre ambos se cru z aro n . Con tal maestro, ascendió Gil ráp id am en te por el camino de la oración y unión con Dios. Sin embargo, de los fugares circunvecinos afluían a la gruta, de cuando en cuando, caravanas de aldeanos en busca del consejo y ayuda espiritual de los dos santos e rm itañ o s, así como también de la curación y alivio en sus dolencias corporales. P o c a s veces veía esta pobre gente falli­das sus esperanzas. Los frecuentes nnilagros con que Dios recompensaba las fervorosas oraciones de sus siervos e r ^ n atribuidas por San Gil a la santidad de su maestro. Tal sucedió con ocasión de una gran sequía que asolaba los campos, y que fué vencida gracias a- sus oraciones. A causa de tales portentos, su p ro fu n d a humildad se veía rodeada de los mismos peligros que había intentado ev ita r con su huida de Atenas. Cierto día que se hallaba solo en la gruta 3 e fué presentado un enfermo. A pesar de las protestas y explicaciones de *Gil para disuadir a los que le presen­taban al doliente, excusándose con s us enormes pecados y recomendándoles que volviesen en ocasión de que Veredemo estuviese en la caverna, no acce­dieron a sus ruegos, al contrario, raianifestáronle su determinación de no volverse a sus hogares sin haber logreado la curación del paciente. Cediendo, pues, Gil a sus insistentesi súplicas, orró a Dios desde el fondo de su corazón para que se dignase recompensar la f-e de aquellos fervorosos labriegos: Rea­lizóse el milagro, pero él, sin ‘vacilar un momento, se despidió de su queri­
  • 4. dísimo maestro en cuanto éste hubo regresado, y sin dar a nadie la menor idea del lugar que escogía por nuevo retiro, alejóse en dirección del Ródano, a unos 40 kilómetros del lugar donde tenía su residencia San veredemu, y fijó la propia en una hondonada, cercada de matorrales y próxima a dicho río, conocida con el nombre de «Valle Flaviano». EN EL VALLE FLAVIANO HABÍA Gil iniciado su formación religiosa con San Veredemo, director espiritual que la Divina Providencia le deparara. Terminada esta es­pecie de noviciado, estaba ya en disposición de seguir con paso seguro y fírme el camino de la santidad, y con fuerza suficiente para guardarse de las astucias y redes que el demonio le pudiese tender. Llegado al Valle Flaviano, descubrió en él otra cueva y, a pocos pasos, una fuentecilla. Dió efusivas gracias a Dios por tan precioso hallazgo e instaló su nueva morada con mayor alegría que si estuviese en lujosísimo palacio. Ya desprendido de todo lo terreno y entregado por completo a Dios, principió su vida de sostenido fervor y extraordinaria austeridad. Días y no­ches transcurrían veloces e inadvertidos para Gil, sumido siempre en ínti­mos coloquios con su Hacedor o abstraído en la contemplación de las verda­des eternas. Con sus frecuentes éxtasis parecía vivir más en el cielo que en el áspero valle que había elegido por morada. Tan espantosas fueron su» penitencias que siglos más tarde se ha creído encontrar en sus huesos inde­lebles huellas de ta n ta aspereza. Todos los días eran para él de riguroso ayuno. La tibia leche de una mansa cierva enviada por la Divina Providen­cia, junto con el agua de la fuentecilla, constituían todo su alimento. Tres años pasó en este género de vida el fervoroso anacoreta, ignorado del mundo, siendo causa de bendición para los hombres, sobre los que Dios derramaba abundantes gracias por intercesión de su siervo. En este tiempo —escribe Julio Kerval, en su Vida de San Gil— estable­cidos los visigodos en España, eran dueños de una parte del territorio meri­dional de las Galias. Estaban regidos por Wamba, rey que se gloriaba de contar entre sus antepasados al emperador Vespasiano, del que sin duda tomó el sobrenombre de Flavio. En 673 el conde Halderico, gobernador de Nimes, se rebeló contra él y expulsó de su diócesis al obispo Aregio que había permanecido fiel al soberano. Flavio Wamba, enterado de lo acaecido, se dirigió a la ciudad, la sitió y la obligó a rendirse. Permaneció unos días más en la comarca hasta dejarla completamente apaciguada. En aquellos días organizó una cacería y, acompañado de su comitiva, se internó en el bosque. La jauría descubrió y persiguió a la cierva que alimentaba a San
  • 5. AN (iil toma por maestro de espiritualidad al solitario Verede-k j uto, nru'ti° de nación. E n su gruta, que aun subsiste con las l>f i rut es grabadas en la roca que recuerdan el misterio de la San-ll wut Trinidad, nuestro Santo alcanza m u y elevados grados de piedad y de unión con Dios.
  • 6. Gil, hasta que, extenuada aquélla por la fatiga y a punto de caer en poder de los cazadores, llegó cerca de la gruta como implorando la protección del Santo con sus angustiosos gemidos. San Gil salió de la cueva y oyó clara­mente los ladridos de los perros y el griterío de los cazadores. Conmovióse por el dolor su corazón ante el peligro en que veía al inocente animal. Alzó al cielo los ojos bañados en lágrimas suplicando a Dios que le conservase la vida. No cesaba, sin embargo, el ladrido y avance de los perros hacia la gruta. Un cazador disparó el arco a través de las malezas con el fin de obli­gar a la cierva a salir de su escondrijo y la flecha fué a enclavarse en la mano de San Gil. Apoderóse al mismo tiempo del rey un secreto terror que, junto con el miedo a la noche que estaba encima, le obligó a retirarse y desistir de su empresa. Acompañado por el obispo de Nimes volvió al día siguiente muy de ma­ñana y ordenó desbrozar la entrada de la caverna. A sus ojos apareció en­tonces el Santo cubierto de sangre y la cierva guarecida a su lado. L a aureo­la de santidad que rodeaba al siervo de Dios y su majestad y dulzura obliga­ron al rey a postrarse de hinojos y pedirle perdón. Intentó, al mismo tiempo, restañ ar' la sangre de la herida; mas el Santo, recordando las palabras de San Pablo: «En los sufrimientos se perfecciona la virtud», no consintió en ello; antes bien, suplicó a Dios que jamás le sanase de aquella herida, sino que le probase con mayores dolores. Esta encantadora escena, impregnada de inefable poesía, quedó entre nuestros mayores como el más popular epi­sodio de la vida de San Gil. E n él vieron un símbolo de la beneficencia que la Iglesia h a ejercido y ejerce en la incesante defensa del débil contra el fuerte y del inocente contra el opresor. LA ABADÍA. — ESTANCIA EN ESPAÑA ASPIRABA el humilde anacoreta a terminar su carrera en aquella apa­cible y callada soledad, desconocido de los hombres, por lo cual fué para él enorme contratiempo que le produjo vivísimo dolor el verse de este modo descubierto; pero se resignó enteramente con la voluntad divina. Aprovechando el rey de su corta estancia en aquella región, visitaba frecuen­temente al siervo de Dios, cuya santidad le tenía tan admirado y cuyas con­versaciones eran de grandísimo provecho para su alma. A menudo le ofrecía los más variados regalos, que nunca logró fuesen aceptados por el Santo. En cierta ocasión, como el príncipe insistía con el mayor empeño para que los aceptase, le replicó San Gil: «Si deseáis, señor, demostrar vuestra generosi­dad con alguna buena obra, fundad un monasterio y traed a él fervorosísi­mos religiosos que día y noche sirvan a Dios y nieguen por vos al mismo
  • 7. tiempo». Muy complacido por la propuesta, respondió Wamba: «Lo haré a condición de que seáis el primer superior de la abadía y director espiritual de cuantos vengan a consagrarse en ella a Dios». Tal respuesta fué desconcer­tante para el Santo, que tal vez estaba en aquel momento planeando el bus­car nuevo retiro; mas, ante la insistente súplica del rey, no tuvo más re ­medio que aceptar, temeroso por otra parte de impedir con su obstinada negativa obra tan provechosa para la gloria de Dios y salvación de las iilmus. Aceptó, pues, la propuesta. Gozoso Wamba, ordenó la inmediata construcción de dos iglesias, cuya Hit nación y dimensiones le fueron indicadas por el ermitaño. Dedicóse la primera a San Pedro y a los santos Apóstoles, y la segunda fué erigida en honor de San Privado, obispo y má rtir. Construyóse ésta junto a la gruta, única celda que quiso admitir el Santo, y erigióse la abadía cabe la iglesia de San Pedro. Antes de volver a España, el rey Wamba dotó a la abadía de cuantiosas sumas para su construcción, y de gran extensión de terreno en un radio de 15 millas que abarcaba todo el Valle Flaviano. Un sinnúmero de discípulos, deseosos de entregarse a Dios por completo, poblaron en poco tiempo el monasterio. San Gil, ordenado de sacerdote y puesto a la cabeza de tan numerosa familia religiosa, dirigía a sus hijos con celosa y paternal vigilancia, firmeza y amabilidad incomparable, sin que nadie le aventajase en la oración, ayunos y vigilias. Para afianzar y consolidar cuanto fuese posible la obra, quiso ponerla Imjo la protección del Suino Pontífice; con ta l motivo se dirigió en pere­grinación a Roma, postróse de hinojos ante los sepulcros de San Pedro y San l ’ablo para venerar las reliquias de los mártires, y se presentó a San Bene­dicto II, quien le acogió con paternal bondad. Expidió éste una Bula con fecha del 26 de abril de 685, por la que ponía bajo la inmediata dependencia de la Santa Sede el Monasterio del Valle Flaviano, San Gil regresó a su nliadía colmado de bendiciones y regalos. Se dice que poco después de este viaje estuvo Gil en España. Existe en Cataluña una antiquísima tradición que parece confirmarlo así. A cslar con lo afirmado por dicha tradición, debió de ser poco años después ■Ir su viaje a Roma. AI ver perfectamente consolidada la abadía del Valle I l iviano, sintió de nuevo irresistibles ansias de soledad que le impulsaron a Imsciirla fuera de las Galias. En los montes de Nuria, término de la villa de Curalps y en los confines de la diócesis de Urgel, existe nn« profunda gruta. Atestigua un antiquísimo manuscrito que San Gil pasó parte de su vida i*n los citados montes, donde esculpió una estatua de la Virgen que hoy allí «o venera, y que al marcharse escondiera en una caverna, donde fué mila- Mninimente descubierta en 1079. Más ta rd e regresó a Francia, debido, según »< m-c, a las persecuciones movidas por Witiza contra los católicos. I V
  • 8. CON CARLOS MARTEL. — ÜLTIMOS DÍAS DEL SANTO CONQUISTADA la mayor parte de España, pasaron los musulmanes en 719 los Pirineos y apoderáronse del sur de Francia. San Gil halló refugio junto a Carlos Martel, duque de Austrasia. Con alegría in­mensa fué recibido por Carlos, que ya en distintas ocasiones había oído encomiásticas alabanzas de sus virtudes. Cuentan las crónicas que era el duque de Austrasia valiente y activo, pero que muy a menudo se dejaba do­minar por sus pasiones. En cierta ocasión había pecado gravemente y ni si­quiera a San Gil se atrevió a confesar su culpa; no obstante, recomendaba al Santo que en todas sus oraciones le tuviese presente. Cierto día, durante la Misa y mientras San Gil oraba por el duque, recibió de un ángel un papel en el que estaba escrito el pecado de Carlos junto con el perdón prometido a su arrepentimiento. Acabada la Misa, enseñóle el siervo de Dios el papel. A su vista cayó anonadado Carlos y confesó con dolor el pecado, del que fué absuelto. E n memoria de este milagro se invoca a San Gil antes de la con­fesión contra la vergüenza que induce a callar algún pecado. Por fin, en 721, después de la derrota de los sarracenos junto a las mu­rallas de Tolosa de Francia por el duque Elides de Aquitania, logró Gil, ayu­dado por sus religiosos, reconstruir el monasterio del Valle Flaviano para reanudar sus ejercicios piadosos en comunidad. En él acabó su peregrina­ción terrenal. Tenía a la sazón ochenta y cuatro años. SU CULTO.— LA ABADÍA Y LA CIUDAD LAS nuevas invasiones musulmanas n« impidieron la afluencia al Valle Flaviano de gran número de monjts. Los numerosos milagros obra­dos en el sepulcro del Santo extendieron su culto por todo el Occi­dente. La ciudad, en ruinas desde hacía nuchos años, fué surgiendo de sus escombros en derredor de la abadía y conrirtióse, debido a la ciencia de los monjes, en asiento de una célebre escuela le la Edad Media. P ara honrar al Santo acudíase en romería de todos los puitos de la cristiandad, en tal forma que, la ciudad de San Gil, después de un continuo crecimiento durante los siglos X I, X II y X III, llegó a contar más de cien mil almas, según se cree. En 1095 el Beato Urbano I I, papa, llegó a Francia con objeto de promover las Cruzadas y se detuvo en San Gil, dome consagró el a lta r mayor de una magnífica cripta sobre la cual, al poco ti*mpo, se erigió una hermosa basí* lica de estilo románico-bizantino.
  • 9. Habiendo enfermado, una vez conquistada Nioea (1096), Raimundo IV, conde de Tolosa y uno de los más valerosos caudillos de la primera Cruza-du —que por devoción al Santo había tomado su nombre, llamándose Rai­mundo de San Gil—, agravóse su mal de un modo alarmante y cundió rápidamente el desaliento por entre las filas. De improviso se presentó un cubullcro sajón en la tienda del enfermo y le dijo: «Vuestro patrón San Gil se me apareció a dos jomadas de aquí: Preséntate —me dijo— a mi siervo Rai­mundo de San Gil, y dile de mi parte que no pierda ánimos, pues no morirá ilc esta enfermedad. Dios me ha concedido esta gracia y seguiré protegién­dolo). La enfermedad, sin embargo, seguía empeorando sin esperanza de riirnción. y Guillermo, obispo de Orange, que le había dado la Extrema­unción. comenzó las oraciones de recomendación del alma juntamente con Ailcmaro, obispo de P uy y legado de la Santa Sede; pero Dios sólo había llevado a tal extremo la gravedad de Raimundo para que brillase más su |Hidi-r, ul devolverle de repente la salud. I'.tpuñn, Francia, Bélgica, Inglaterra, Escocia y Polonia edificaron en la l'.da<l Media iglesias y capillas en honor y gloria del santo abad. 1.11 ciudad de San Gil decayó más adelante de su primer esplendor, de­bido ul dominio d r lo» ulbigruses y, además, porque los mismos monjes lilillcron, i-ii IVIN, lu urciiliiri/iicióii. Posteriormente los protestantes la sa- ■Iih'iimim. |i>oliiniiron lu* reliquia* y, de lu hermosa basílica, sólo quedó en I>1 <1 |hiitlio I ii Itevolución dr I7H') terminó la desastrosa obra protestante ion nui «o* r«lni|¡o«. I I 2'> dr agosto de 1865, gracias a algunos documentos, piulo ciicoiilrur lu tunibu del Santo. Posteriormente, fué restaurada la crlplu del ftiglo XI y embellecida la iglesia parroquial. Se invoca a San Gil contra el espanto, la epilepsia y los incendios. SANTORAL ‘tintos Gil o Egidio, abad; Josué, jefe de los israelitas; Gedeón, juej de Israel; Prisco, discípulo de Nuestro Señor, consagrado obispo de Capua por San Pedro; Secundino y Prisco, obispos en África; Lupo, arzobispo de Sens; Sixto, consagrado obispo de Reims por el apóstol San Pedro y mártir, en tiempo de Nerón; Terenciano, obispo y mártir en tiempo de Adriano; Constancio, obispo de Aquino, y Victorio, de Mans; Gil de Casayo, abad cisterciense en Astorga; Amón, diácono y mártir en Heraclea; Vicente y Leto, mártires en España; Régulo, mártir en Toscana; los doce hermanos mártires, hijos de San Bonifacio y Santa Tecla (véase en día 30 de agosto); Plácido, acólito; Bosiano y Ambrosiniano, confesores. Beato Juan Carvalho y compañeros, mártires jesuítas. Santas Ana la Profetisa; Rustícula y Verena, vírgenes; cuarenta Santas Vírgenes martirizadas al tiempo que San Amón. Beata Juliana, abadesa.
  • 10. Estandarte y laurel del triunfador Emblemas del rey poderoso y justiciero DIA 2 DE S E P T I EM5 R E SAN E STE BAN I PRIMER REY Y APÓSTOL DE LOS HÚNGAROS (977P-1038) EN el siglo IX, los húngaros —procedentes de Asía, y de la misma raza que los temibles hunos que al mando de Átila habían recorrido y devastado siglos antes casi toda Europa— se apoderaron de Panonia y Dacia, dos provincias del Imperio Romano que desde aquella fecha turnaron el nombre de Hungría. Desde el año 972 hasta el 997, gobernó a los húngaros un duque llamado t.risii. Habíale deparado la Providencia una esposa excepcional, a quien «irisa conoció durante su estancia en la corte de Giula, duque de Transilva-iiin. Llamábase Sarolta, era hija del duque Giula y unía a los encantos de lu belleza corporal los atractivos de su clarísima inteligencia y firme volun- Iml, realzados por las virtudes de un alma profundamente cristiana. Tal i'onjiiuto de perfecciones rindieron el corazón de Geisa y lo ganaron para r.rihto. Hízose instruir en las verdades de la fe cristiana y recibió el bau-lUino. Siguieron su ejemplo tantos nobles caballeros, que el obispo Pelegrín mi t i f ic ó al papa Benedicto haber admitido en la milicia de Cristo, por la mliiiiiiistración del bautismo, a 5.000 nobles húngaros. Pero la conversión de • ••■luí no fué completa. Tal vez aconsejado por la política de transacción,
  • 11. quizá por error de juicio, al abrazar la fe cristiana no abandonó totalmente el culto de los ídolos. Presidía a la sazón la Iglesia de Praga el santo prelado Adalberto, ele­vado a aquella dignidad a los veintisiete años. Tales dificultades y contra­tiempos halló el joven obispo en el ejercicio de su ministerio entre aquellos rudos guerreros checos, que, desfalleciendo en su ánimo, logró del Papa autorización para retirarse a un monasterio de Roma. Mas por obediencia regresó a su diócesis hacia el 994. Nuevas persecuciones le obligaron a salir de su diócesis con unos cuantos religiosos, y acogerse a Hungría donde el duque Geisa los recibió con grandísima benevolencia. La princesa Sarolta, hallándose en Estrigonia, y ta l vez por los años 977 ó 979, dió a luz un niño al que llamó Esteban. Sobre él tenía el Señor espe-cialísimos y grandes designios. Quizá le bautizaron provisionalmente a poco de nacer, pero el bautismo solemne lo recibió de manos de San Adalberto a la edad de dieciocho años, cuando el santo prelado fué acogido en Hungría al huir de la persecución de los checos. De su ayo, el piadoso Teodato, conde de Italia, aprendió Esteban, ante todo, el amor a la religión y a la piedad. Ese principio fundamental de toda buena educación, los conocimientos con que ilustró su inteligencia y las virtu­des que adornaron su alma, hicieron de Esteban el príncipe más cabal y per­fecto de su siglo, de modo que ya próximo a los veinte años y augurando con su gobierno días felices para Hungría, reunió el duque a los nobles, pre­sentóles al príncipe su hijo e hizo reconocerle por heredero y sucesor. ADVENIMIENTO DE SAN ESTEBAN EN el año 997 murió el duque Geisa. En cuanto se vió Esteban al frente de su pueblo, tomó las providencias necesarias para concertar la paz con todos los estados vecinos y, conseguida ésta, dedicóse con infati­gable celo a establecer sólidamente la religión de Jesucristo en todos sus dominios. Unos cuantos señores, teiazmente adictos a las creencias de su» mayores, las defendieron con las am a s, se sublevaron contra su señor, sa­quearon varias ciudades y llegaron t poner sitio a Veszprem, que a la sazón era la ciudad más importante despiés de Estrigonia. Imploró Esteban la protección de lo Alto por el ayuno y la oración, eligió por patronos y capitanes a San Ma'tín de Tours, oriundo de Panonia, y a San Jorge; mandó grabar sus imágeles en los estandartes y marchó resuelto al encuentro de sus vasallos rebeldes a quienes desbarató, no obstante la su­perioridad numérica de las tropas qie le enfrentaban. En el lugar de la ba­talla y como prenda de gratitud, nandó levantar un monasterio dedicado a
  • 12. Sun Martín. Aquella victoria dióle nuevos alientos para continuar la ev gclización de sus estados. Fundó monasterios, levantó iglesias y llevó sac dotes y religiosos que adoctrinaron y civilizaron a su pueblo. Algunos «'son apóstoles lograron como término de sus afanes la corona del martirio. I .a idolatría desapareció por completo de Hungría. £1 territorio qu« dividido en obispados dependientes del arzobispado metropolitano de Estri, ni». Hombres eminentes por la ciencia y la virtud ocuparon aquellas sed y la religión católica floreció maravillosamente en todo el ducado. CORONACIÓN DE SAN ESTEBAN FAI,TÁBALE a San Esteban el reconocimiento de su autoridad por Sunta Sede. Al efecto envió a Roma al obispo de Kalocsa, Astric, c la misión de presentar a l Papa el nuevo estado cristiano, impetrar íl mi apostólica bendición, obtener la aprobación de las diócesis creadas y * . ir....... de los obispos en sus sedes respectivas, y recabar para su Inclino la dignidad o insignias de la realeza, a fin de enaltecer su autoridad ........... l/iir u«( inri* cumplidamente sus grandes y nobles propósitos. Tin <ii|im'IIoh inintion días Micocslao, duque de Polonia, convertido tu lili lí iiI riUiliinUiiio, nollcitühii del Pontífice el reconocimiento de análo t i lu l i i I I 1‘np a IhiIiIii mandudo preparar una corona magnífica de oro, ad< mnlii di’ ilipilnlinon esmaltes, para obsequiar al duque de Polonia, pero Ni iinr, por medio do un ángel, le manifestó que aquella corona no debía ( p. iin Mic e e s lu o , sino para Esteban, príncipe de Hungría, merecedor de I pi r ír r e i ie iu p o r sus grandes virtudes y por el ardor demostrado en la eva l>rli/iiiion d e su pueblo. No lardó, en efecto, en presentarse el obispo Astric a n te Silvestre II, e iui l oyó de sus labios las maravillas de conversión obradas en Hungría p ••I apostólico celo de su santo duque. Complacido y edificado el Sumo Po t i l ie e de tan grandes nuevas, dióle plenos poderes p a ra la fundación Iglesias y nombramiento de los prelados que las rigiesen, reconocióle con m v de Hungría y le entregó no sólo la preciosa corona qu e el mismo Dios Imliiii destinado, sino también una hermosa cruz que debía preceder al nue' n v cuino señal de su apostolado, «porque —decía el P ap a— yo soy el Apc i Mu us, pero él merece llevar el nombre de apóstol, pu esto que ha gana( Imi gran pueblo para Jesucristo». Aun existe la corona regalada por Silvestre II a San Esteban, pero i • o la forma primitiva, porque Geisa I le hizo añadir la diadema de oro cc <|iie el emperador de Bizancio, Miguel Ducas, le había honrado. Tiene p< u níale una cruz algo inclinada, expresamente mantenida en esa posicic!
  • 13. como recuerdo del accidente que lo motivó. Esa corona se ha conservado a través de los siglos como el más preciado tesoro nacional del pueblo húngaro. Acerca de la autenticidad de una carta escrita por el papa Silvestre II a San Esteban con tal motivo, suscitóse una controversia. «Los mensajeros de Vuestra Nobleza —le dice—, y principalmente nues­tro muy amado hermano Astric, obispo de Kalocsa, trajeron a nuestro corazón tanto mayor regocijo, y cumplieron su cometido con ta n ta mayor felicidad, cuanto que Nos mismo, yfl advertido por el cielo, esperábamos ardientemente su llegada desde esa nación que nos era desconocida... P o r eso, ante todas las cosas damos gracias a Dios Padre y a Nuestro Señor Jesucristo por haber suscitado en nuestros días un David, hijo de Geisa, un hombre según su corazón, al que, habiéndole iluminado con luz del cielo, le ha constituido pastor de su pueblo de Israel en la nación escogida de los húngaros. Además, alabamos vuestra piedad para con Dios y vuestro respe­to para con la Cátedra de San Pedro, donde presidimos por la misericordia de Dios y sin mérito alguno de nuestra parte. »Por eso. glorioso hijo, cuanto habéis pedido a Nos y a la Silla Apostólica, es a saber, la diadema, la dignidad real y los obispados, con la autoridad de Dios Todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y por habérnoslo advertido y ordenado el mismo Dios, os lo concedemos con magnánimo corazón, os enviamos la bendición apostólica y recibimos a la nación húngara bajo la protección di la Santa Iglesia Romana.» Al regresar Astric de su misión en Roma, juntáronse los prelados, los señores, el clero y el pueblo, y en su presencia el duque Esteban fué pro­clamado rey, consagrado y coronado solemnemente en el año 1000. En segui­da el nuevo rey hizo coronar como reina a su esposa Gisela, hermana del emperador de Alemania Enrique I I ¡1 Santo. LIBERALIDAD DE SAN ESTEBAN CON LAS IGLESIAS SIRVIÓSE Esteban del poder concedido por Silvestre II para la institu­ción de nuevos obispados con ticto verdaderamente exquisito. En torno al arzobispado de Estrigonia ¡urgieron diez obispados, regiamente do­tados con las rentas necesarias parí su decorosa existencia. No solamente las catedrales, sino las más humildes iglesias, quedaron servidas de vasos sagrados, ornamentos litúrgicos y rcursos suficientes para el sostenimiento del culto y de sus ministros. Pero el celo apostólico de San Esteban no cabía en el reino de Hungría. Desbordábase de sus fronteras, y así fundó un mo­nasterio en Jerusalén y le dotó de rentas en tierras y viñas; estableció en Roma una Colegiata de doce canóngos, y casas de hospedaje para los hún-
  • 14. SALE una noche el rey San Esteban sin acompañamiento con una bolsa llena de dinero para repartirla a los pobres, y ellos, por no conocerle o porque no les daba lo que querían, le mesan las barbas y le atropellan. E l Santo, entonces de hinojos en el suelo, da gracias a Dios por lo acaecido.
  • 15. garos que acudían en peregrinación al sepulcro de los Santos Apóstoles; e hizo construir una magnífica iglesia en Omstantinopla. Preocupado de la cultura intelectual y de la educación moral de su pueblo, cuya alta importancia comprendía, encomendó Esteban tan noble misión a los únicos educadores que entonces había, que eran los monjes. Cuantos religiosos ofreciesen garantías de vida verdaderamente cristiana y fuesen estudiosos, hallaban en el reino de Esteban la más cordial y jubilosa acogida. Y no solamente gozaba de plena libertad para el ejercicio de su ministerio, sino que el mismo rey mandaba construir conventos y dotarlos de las rentas necesarias para su subsistencia. A él se debió el convento de Pecsvar, fundado en 998 y destinado a los benedictinos, y algo más tarde la célebre abadía de Pannonhalma. Sin género de duda, la gran devoción de San Esteban fué la que siempre tuvo a la Madre de Dios, a la que consagró con voto particular su persona y su reino, que él llamaba con verdadero placer «la familia de Santa María». Y tal es el respeto que los húngaros tienen a la Virgen, que al hablar de ella la denominan siempre «la Señora» o «Nuestra Señora», e inclinan la ca­beza al propio tiempo y aun a veces doblan la rodilla. En honor de tan celestial Señora y como prenda del amor de su pueblo a tan excelsa Patrona, mandó San Esteban edificar una magnífica iglesia en Szekes-Fehervar, la embelleció con pinturas y esculturas de los mejores a r­tistas c hizo colocar en ella varios altares enriquecidos con pedrerías. SU CARIDAD PARA CON IOS POBRES A caridad del santo rey con los pobres, las viudas y los huérfanos era superior a toda ponderación. No era raro que repartiese limosnas ge­nerales por todo el reino, particularmente si quería impetrar del Señor el feliz resultado en algún asunto trascendental. Acudió al remedio de las familias necesitadas, con liberalidad y prudencia, y con ta l orden y dis­creción que parecía como que no había pobres en Hungría. Para satisfacer sus ansias de socorrer a los necesitados, quiso cierto día hacerlo por sí mismo, y al efecto, piovisto de una bolsa bien repleta, y convenientemente disfrazado para no ser conocido, salió gozoso a cumplir su deseo. Pero en cuanto dió con lo; primeros pobres y vieron éstos las blancas monedas que llenaban la bolsa, estimulados por la codicia, se arro­jaron sobre él violentamente, le derribsron al suelo, le molieron a golpes, le mesaron la barba y cabellos y, apodeiándose de la bolsa, huyeron. El p a ­ciente rey se dejó ultrajar sin proferir ina queja. Levantóse cubierto de lodo y sangre y, dirigiéndose a la Santísima Virgen, su dulcísima y querida
  • 16. Madre, la tomó por testigo de aquella afrenta y se la ofreció agradecido a mi amor y al de Jesucristo. La venganza de Esteban fué de las que estilan lo* santos; prometió no negar jamás la limosna a ningún pobre y ser en iniciante más generoso en su caridad. ¡Cuánto se equivocarían quienes atribuyesen a pusilanimidad el hecho i|iic acabamos de referir! Tenía el santo rey un carácter admirablemente n|iiilibrado, de modo que ni su bondad ni su inagotable generosidad degene­raron jamás ni en debilidad ni en despilfarro. A aquel pueblo nuevo y apenas establecido en la tierra que había conquistado, era preciso hacerle compren­der la necesidad del orden y del respeto a las leyes. De ahí que a veces se viese precisado a ejercer la justicia con severidad. Habíanse refugiado en Hungría después de la muerte de su jefe Kean, unos sesenta pechenecos, los cuales fueron asaltados y despojados por caballeros magiares. Llevado el asunto ante el tribunal del rey y cuidadosamente estudiada la causa, los caballeros fueron condenados a muerte y ejecutados, sin que pesaran en la decisión otros motivos que los de la más estricta justicia. TRIUNFA SOBRE SUS ENEMIGOS EL emperador San Enrique, cuñado e íntimo amigo de E steban, acababa de morir, y su sucesor Conrado II, deseoso de apoderarse de Hungría, envió contra ella un poderoso ejército. Preparóse E steban a la resis­tencia con todas las fuerzas de que disponía, pero convencido d e que sin la ayuda del cielo nada valen los ejércitos más aguerridos, acudió a su Reina y Señora pura obtener por su mediación el socorro que necesitaba, y lleno de confianza en su valimiento se puso denodado a la cabeza d e sus tropas. Bratislao, duque de Moravia y aliado del emperador, invadió a Hungría por el norte, penetrando por el valle del Vag; pero su propio padre, amigo de Esteban, invadió los estados de su hijo para obligarle a renunciar a su proyecto, con lo que Bratislao tuvo que volver a sus tie rra s. Avanzaba entretanto el ejército del emperador, y Esteban le dejó p en e tra r en su territorio sin presentarle batalla. Desconocedor del terreno, metióse el ene­migo en lugares casi desiertos y cubiertos de lagunas, donde, falto de ví- > eres y atacado por las fiebres, quedó desorganizado y deshecho, sin que víveres y atacado por las fiebres, quedó desorganizado y deshecho sin que las tropas húngaras tuviesen más intervención que la de perseguir al empe­rador fugitivo y diezmar aquellas tropas que volvían desbandadas en busca de sus fronteras. El emperador tuvo que firmar un tra tad o d e paz v en ta ­joso para Hungría. En 1002, Giula, duque de Transilvania y tío de Esteban, hostilizó en
  • 17. varías ocasiones las fronteras de Hungría. Esteban marchó contra él, 1c venció, le hizo prisionero con toda su familia e incorporó sus estados al reino de Hungría. Venció igualmente a Kean, duque de los pechenecos, y a los besos, fronterizos suyos en territorio de Bulgaria. ENFERMEDADES. — MUERTE Y CULTO JISO Dios probar la virtud de su siervo con grandes aflicciones. Vióse atormentado por agudos dolores que le duraron tres años y arrebatóle la muerte varios de sus hijos. Halló algún consuelo en el que le quedaba, llamado Imro o Emerico. nacido en 1007 en Szekes-Fehervar. Criólo con el mayor esmero y confió su educación a San Gerardo, abad del convento de San Jorge de Venecia y más tarde obispo de Csanad y mártir. El amor de padre le hizo componer para su hijo un admirable tratado de política y legislación cristiana titulado Admoniliones o Mónita —Advertencias para el duque Emerico—, verdadero testamento de Esteban en diez breves capítulos, destinados no solamente' a su hijo, sino también a sus sucesores. Tal provecho sacó el joven príncipe de la educación recibida que alcanzó piedad eminente y prometió a Dios permanecer virgen, aunque mantuvo secreta esa promesa, hasta que obligado a contraer matrimonio con la hija del rey de Polonia, Miecislao II, se lo declaró a su esposa, que se mostró digna de tan castísimo esposo. Y cuando Emerico empezaba a compartir con su padre el peso del gobierno, tuvo el santo rey la pe«a de verle morir sin descendencia en 1031. El reino entero quedó consternad} al saber tan dolorosa nueva, pero el rey, aunque afligido, besó la mano del Señor y no desmayó en su fe ni en su piedad. Enterró a Emerico en Szeíes-Fehervar, y en su sepulcro obró el Señor varios milagros. La Iglesia le hoira como santo el 4 de noviembre. Sintiéndose Esteban ya casi ajotado y sin heredero directo, nombró como sucesor a su sobrino Pedro, hijo de una hermana. Poco después, mientras yacía en el lecho postrado por una fiebre lenta y en extremo debilitado por elh, tuvo la inmensa amargura de ver que cuatro cortesanos atentaban conlra su vida, molestados por la rectitud con que hacía justicia sin acepción <fe personas. Uno de los conjurados entró de noche en el aposento del rey pira ejecutar su malvado proyecto. Llevaba oculta bajo el manto la espada con que iba a atravesarle, pero Dios, que velaba por su siervo, permitió qje el asesino dejara caer la espada, y, des­pertando Esteban al ruido, se di< cuenta de lo que aquél pretendía. El mise­rable se arrojó a los pies del Saito y obtuvo fácilmente perdón.
  • 18. Esteban vio en ello un aviso de que su fin se acercaba, aunque sólo trina sesenta años; llamó a los obispos y señores de su corte, les recomendó i-lica/.mente que conservasen siempre la religión católica en Hungría, recibió con gran fervor el Viático y la Extremaunción y su alma santa voló al cielo, «•I día de la Asunción de la Santísima Virgen del año 1038. Le enterraron junto a su hijo Emerico, y sobre su tumba se obraron muchos milagros. El cardenal Lambertini —que fué Papa con el nombre de Bene­dicto XIV— refiere, en su Tratado de Beatificaciones y Canonizaciones, i|ue cuarenta y cinco años después de la muerte de San Esteban, o sea en el año 1083, el rey de Hungría San Ladislao pidió al papa Gregorio VII permiso para «enaltecer los cuerpos» de los personajes que habían conver­tido a Panonia, es decir, permiso para honrarlos con culto público. No existe documento de esa concesión; pero debió revestir forma solemnísima, equiva­lente no sólo a una beatificación, sino a una canonización, puesto que con (al motivo fué enviado a Hungría un legado pontificio. Atendiendo a las instancias del emperador Fernando, en 1631, el papa ITrbano VIII hizo inscribir en el Martirologio la conmemoración de San l'.steban I. Y, a petición del emperador Leopoldo, rey de Hungría, el papa Inocencio IX, con fecha de 28 de noviembre de 1686, ordenó que en adelante se celebrase su fiesta el 2 de septiembre en toda la iglesia universal con rito semidoble. En otro decreto del 19 de abril de 1687 quedó ap ro ­bado el texto del oficio. Según se ha visto murió San Esteban el 15 de agosto. Su nombre fué inscrito en el Martirologio el 20 del misino mes, correspondiente a la fecha de la exaltación de sus reliquias. La elección del 2 de septiembre se hizo en recuerdo de la gran victoria obtenida en la citada fecha por el empe­rador Leopoldo sobre los turcos que sitiaban a Ruda. SANTORAL Santos Esteban, rey de Hungría, confesor; Antolin o Antonino, presbítero y már­tir; Agrícola, obispo de Aviiíón; Justo y Elpidio, obispos de L y ó n ; Jus-tiniano, obispo de Estrasburgo, y Justó, de Clermont; Guillermo, obispo de Roschild, en Dinamarca; Zenón y sus hijos Concordio y Teodoro, már­tires en Nicomedia; Ansano, mártir en Roma; Nonoso y Elpidio, abades, en I ta lia , Maws, monje irlandés Landelino, solitario Diomedes, J ulián, Felipe, Eutiquiano, Esiquio, Leónides,, Filadelfo, Menalipo y P an tág ap a s, mártires en Roma; Facundino, Juventino y Peregrino, mártires en Rími-n i ; Evodio y Hermógenes, hermanos, mártires. Santas Máxima, mártir en Roma, y Felicidad, en Rímini; Calixta, mártir juntamente con sus h e rm a ­nos los santos Evodio y Hermógenes. Beata Margarita, virgen.
  • 19. Atributos e insignias del apostólico y sabio prelado DIA 3 DE S E P T I E M B R E SAN M A N S U E T O OBISPO Y CONFESOR (siglo I o IV) ESTE San Mansueto, a quien no debe confundirse con el obispo San Mansueto de Tréveris, es considerado, desde tiempo inmemo­rial, en el este de Francia y en Canadá, como uno de los evangeli-zadores de las Galias y el primer obispo de Toul en Lorena. Su vida lu í de intenso apostolado, y obró Dios maravillosos prodigios por su interce- ■Inii en el lapso de más de cuarenta años que gobernó aquella Iglesia. I'.l Martirologio romano dice escuetamente el 3 de septiembre: «En Toul di Iiin (¡alias, San Mansueto, obispo y confesor». Sin datos concretos en que apoyarse, los hagiógrafos del Santo no han •nlililn precisar la época, pese a las minuciosas indagaciones que para escla-i . i . r e s e punto han llevado a cabo. l- iixlen, sobre este asunto, dos tesis igualmente respetables. Sostienen liw niiiiitenedores de la primera que San Mansueto fué enviado personal-hmmIc por San Pedro a la Galia Bélgica con los santos Materno, Eucario * V h I i to de Tréveris, Clemente de Metz y demás Padres apostólicos de i-i* » «ü Iíiih. Los partidarios de la segunda, y debido a las considerables ■ • • t i q u e se observan en las listas episcopales de los primeros siglos.
  • 20. afirman, aunque sin aducir pruebas decisivas, que San Mansueto no evange­lizó a los leucos —leuci— antes del siglo tercero y aun quizá del cuarto, esta tesis es la mantenida por los Benedictinos e historiógrafos religiosos más modernos. En cuanto a las fuentes históricas utilizables, dice Calmet en su notable Historia de Lorena: «En la abadía benedictina de San Mansueto, sita en el arrabal de Toul, existe un manuscrito del siglo once que contiene dos Vidas de San Mansueto.» La primera sirve de prolegómeno a la Vida de los Obispos de Toul; la segunda, de mayor extensión, fué escrita por Adsón o Asón, abad del monasterio benedictino de Montier del Der, que la dedicó a l obispo de Toul, San Gerardo, muerto el año 994. En una de ellas se lee —y así observa Adsón, que lo supo por testimonio de los antiguos monjes— que Mansueto pertenecía a una noble familia de Escocia —escoto de Irlanda, según otros autores—; que desterrado de su patria se encaminó a Roma, donde abrazó la religión cristiana después de oír la predicación del apóstol San Pedro, el cual le consagró obispo y le envió a las Galias en compañía de otros varones apostólicos. En la presente biografía nos atendremos a este segundo estudio. ACTIVIDAD APOSTÓLICA NUESTRO Santo escogió como centro de sus actividades el Tulesado, poblado por los lencos y cuya capital era la estratégica ciudad de Toul, famosa entonces por iu activo comercio, considerable riqueza y nutrida población. Junto a las murallas y al norte de la ciudad edificó una humilde choza que recubrió de ollaje; a ella solía retirarse para instruir en la fe cristiana a cuantos acudían a visitarle. Dirigía a la sazón los destinos de la plaza un gobernador —a quien el autor da equivocadamente el titilo de «rey»— llamado León, hombre bárbaro e idólatra. Su esposa, qu« por las conversaciones de sus criadas tuvo noticia de la presencia del si:rvo de Dios, entró en deseos de cono­cerle y escuchar sus palabras. Expicóle el Santo la doctrina de Cristo con ta n ta suavidad e interés, que la ncble matrona no sólo cobró afición a las nuevas enseñanzas, sino que, aprovechándose de ellas, se convirtió a la fe; y hubiese recibido entonces mism> las regeneradoras aguas del bautisno de no impedírselo el temor a su narido. No desmayó por ello el humild< misionero, sino que puesta la confianza en Dios y esperando ganar para Cristo nuevos adeptos, se retiraba a menudo en la choza que había edificado y pasaba largas horas del día
  • 21. y tic la noche en la meditación, oración y penitencia, p a ra renovar el fervor tic su alma y consolarse con Dios; allí reñía encarnizada lucha con Satanás l>.ira arrebatarle las almas y prepararse a nuevos combates. EL NIÑO RESUCITADO ESTANDO de fiesta la ciudad de Toul ocurrió un sensible accidente que llenó de consternación a todos sus moradores. El hijo único del gobernador, que jugaba en lo más alto de la muralla, vino a caer ti I fondo del río que por allí junto pasaba, y desapareció rápidamente bajo lus aguas, muy profundas en aquel lugar. Cuantos esfuerzos hicieron por salvar a la infeliz criatura, resultaron inútiles; ni siquiera pudieron dar con el cadáver. En vano el desventurado pudre imploró el auxilio de sus falsos dioses. I.a noche siguiente, su esposa, que había llorado amargamente la pérdi­da de su hijo, se durmió rendida por la fatiga y el dolor. En el reposo p.irecióle ver al Predicador de las cristianos, tan vilipendado en Toul, que, grave y majestuoso, prometía devolverle vivo al niño si estaba dispuesta ii creer en el único Dios verdadero. Despertó ansiosa y corrió a contar a su marido el sueño que había hecho brillar, en su apenado corazón, un ili-stello de esperanza. Impresionado el gobernador, mandó llamar a Mansueto, que acudió al momento. —¡Ah! -—exclamó el infortunado padre cuando le tuvo delante—; si con el poder de tu Dios me entregas al menos el cuerpo exánime de mi hijo para que le abrace por última vez y le dé tierra solemnemente, prometo recibir el bautismo que predicas. Oídas estas palabras, púnese en camino nuestro Santo acompañado p o r « I afligido padre, y. llegado que hubo al lugar del suceso, se arrodilla a la cra del río y suplica fervorosamente al Señor que manifieste su omnipotencia. Apenas terminada la oración, y ante el general asombro de los muchos curiosos que allí habían acudido, aparece flotando el cuerpo del niño. Sácan- !<■ «Id agua y lo depositan ante el magistrado, que no acierta a salir de s u .■Mimbro. Levántase entonces el obispo y dice al gobernador: —Ahí tienes el cuerpo de tu hijo; pero debo decirte que, si eres fiel a la iMimiesa que en tu casa me hiciste, mayor beneficio todavía recibirás de Dios. ¡Si mi pobre hijo resucita —dijo el gobernador con voz en tre co rta d a !••>• la emoción—, juro renunciar a los dioses y abrazar la religión cristian a ! Vnte declaración tan explícita, se arrodilla de nuevo el prelado a im p lo ra r •■i protección de lo Alto; le acompañan en su plegaria los primeros y esca sos i v
  • 22. adeptos logrados en la ciudad, y o tra vez es atendido su ruego, porque el cadáver, hasta entonces rígido, se agita suavemente y comienza a respirar; luego, y a una orden del Siervo de Dios, se levanta el niño y abraza a sus bienhadados padres, en tanto que los presentes prorrumpen, con desbor­dante entusiasmo, en atronadores vítores al Dios de los cristianos, el solo Verdadero, el Todopoderoso, el único Señor de la vida y de la muerte. El gobernador cumplió su palabra; instruido en la nueva religión, recibió con grandes muestras de contento el santo bautismo; lo propio hizo toda su familia y gran parte de la población, arrastrada por su ejemplo. NUEVOS ADEPTOS AS predicaciones de Mansueto y el celo desplegado por los recién convertidos, ocasionaron la casi total extinción del paganismo en la ciudad. Consecuencia de ello fué la construcción de dos iglesias, una dedicada a la Santísima Virgen y a San Esteban, protomártir; y la otra, cerca de la choza del santo varón, :il apóstol San Pedro. Sin embargo, su radio de acción no se limitaba al recinto amurallado de la ciudad; alcanzaba su animoso celo las ciudades y pueblos de los al­rededores, que recorría intrépido en todas direcciones sin reparar en traba­jos y fatigas. Para que su apostolado fuese más fecundo, ayudábase en sus ministerios de varios sacerdotes y diáconos que ordenó al efecto. Dios recompensó con creces su trabajosa labor, porque las conversiones, difíciles y escasas en los comienzos, fueron luego abundantísimas y tuvo que determinarse a construir más iglesias en diversas localidades. Una de ellas fué la de San Juan Bautista, situada al sur de la de San Esteban, cuyo baptisterio era probablemente, y por cuya razón se la llamó de San Juan de las F u e n te s . Calmet da cuenta de la fábrica de otro templo con estas palabras: «Noti­cioso de la muerte y martirio de San Pedro, su maestro, Mansueto levantó en aquel lugar —abadía de San Mansueto— un magnífico templo, en el que depositó el don que al partir de Roma le hiciera el Príncipe de los Apóstoles». El autor no especifica el «do»» a que alude, pero en la vida de San Gaucelino —uno de sus sucesores— se dice que era el «báculo de San Pedrj», báculo que San Gaucelino regale a Teodorico, obispo de Metz, en testi­monio de gratitud, por la ceskn hecha a su favor de los terrenos de Bouxieres de las Damas, cerca de Nancy, donde estaba emplazada la abadía del mismo nombre. Los hagiógrafos que ponen a San Mansueto en el siglo IV, interpretan los términos de esta manera: «enviado y entregado por el Papa, sucesor de
  • 23. A < >1 I / 1, a,’s al hijo resucitado — dice San Mansueto al gober-i .i,tm ti,■ la ciudad—. Conmovido el padre abraza al niño y i/< hrsos glorificando al mismo tiempo al Dios de los cris- -iii.'-. Sriitir de la v id a y de la muerte. E l pueblo todo imita el ejemplo del gobernador
  • 24. San Pedro», pues sabido es que el Romano Pontífice entregaba el báculo pas­toral a todo obispo misionero, a la manera que en nuestros tiempos regala frecuentemente una cruz pectoral a ciertos obispos recién electos. SU MUERTE. — ALGUNOS MILAGROS MANSUETO murió en su ermita de Toul tras más de cuarenta años de episcopado, consagrados a extender el reino de Dios. Se fija su tránsito de este mundo en el 3 de septiembre. Sus restos mortales se depositaron en la iglesia de San Pedro, por él cons­truida, y confiada más tarde a los benedictinos de la abadía de San Mansueto. Su tumba fué célebre a través de los tiempos, no sólo en la ciudad de Toul, sino también en su inmensa diócesis. Al lado fueron enterrados los cuerpos de varios de sus sucesores, muertos todos ellos en olor de santidad. Posteriormente, en el siglo XVI, el obispo Hugo de los Hazards mandó poner sobre la sepultura una magnífica estela con la efigie de su primer predecesor, de tamaño mayor del natural, obra que puede admirarse todavía en la sepultura que domina el antiguo sarcófago denominado «Túmulo de San Mansueto». A fines de la pasada centuria se construyó, en el barrio de San Mansueto, una capilla que es muy visitada por los habitantes del país. Muchos milagros ha obrado Dios, por intercesión de su siervo, en el transcurso de los años. El gran San Martín de Tours, que en sus viajes a Tréveris, adonde le llamaban diversos asuntos de la corte imperial, no dejaba de visitar la tumba del taumaturgo tulense y encomendarse a su protección, obtuvo señalados favores. San Gerardo, uno de los prir.cipales obispos de Toul, aquejado de una grave enfermedad, recobró la a lu d tan pronto como se la pidió a su santo predecesor. El piadoso Adsón, abad del Monasterio de Montier del Dcr, y otros cronistas del siglo X I y X II lelatan los principales milagros debidos al favor de San Mansueto. Citaremos algunos de ellos: Una mujer vecina de Walón, y ciega desde hacía siete años, recobró la vista cabe la tumba del apóstol misionero la víspera de su fiesta. Un muchacho, arrebatado de cólera, desobedeció a su madre con desca­rada insolencia, al tiempo que h injuriaba vilmente. No pasó la falta sin su merecido castigo, porque al nstante se hinchó la lengua del desnatura­lizado hijo ocasionándole agudísinos dolores que se le propagaron a la cara. Reconoció ser ello justo castigo de Dios, por lo que, arrepentido, prometió
  • 25. entrar al servicio de la iglesia y monasterio de San Mansueto si curaba. I n e s e , pues, a la iglesia, en plan de realizar el proyecto concebido, y al extender el mantel del a ltar sobre su cabeza, conforme al ceremonial Manido en esa especie de consagración, salió de la lengua del enfermo un borbotón de sangre corrompida y quedó completamente libre de su dolencia. I n hombre llamado Bruno sufría una triple enfermedad: era tartamudo, rojeaba de la pierna izquierda y tenía seca la mano derecha. De los tres ni.iIcs quedó libre orando ante la tumba del Santo. líl abad del monasterio de San Mansueto registró en los archivos el milagro siguiente, prodigio de mayor resonancia que los anteriores. Era el tres de septiembre, fiesta del Santo. Mientras los habitantes de la comarca tendían solícitos a los templos para honrar a su glorioso patrón, una pobre mujer de Kogeville lloraba desolada junto a la cuna de su hijito que yacía i'ndáver. La pobre madre acudió al celeste protector suplicándole, más con iileetos que con palabras, y con una fe igual a su dolor, que le devolviera vivo al hijo de sus entrañas. Pronto experimentó los efectos del maravilloso poder del Santo, porque acabada la plegaria, el niño se movió, abrió los o jo s y sonrió placentero a su madre. La feliz aldeana, cobrando fuerzas de mi alegría, salió de su casa, recorrió resueltamente la distancia de varías leguas que la separaban de Toul y fuése a presentar el niño resucitado a tu iglesia de San Mansueto. Cuentan que otra vez en que los vecinos de Grondeville celebraban la t ie s ta de San Mansueto, que era fiesta de guardar, acertaron a pasar por el pueblo unos campesinos del ducado de Bar conduciendo sendos carro-mulos cargados de sal. Los gondrevileses reconvinieron con buenas palabras ii los forasteros, a quienes instaron a respetar la santidad del día consa­g r a d o a tan gran Santo; pero ellos, lejos de aprovecharse de este prudente eons i ' jo , prosiguieron su camino, no sin burlarse antes descaradamente. I 'oeo duró, sin embargo, su insolencia, pues a punto estuvieron de perecer .o i ts( rudos con sus caballerías y cargamento al vadear el río Mosela. Y sin ■ liulii pagaran caro el desprecio al Santo, a no haber reconocido humilde- ..... . a tiempo que Dios estaba contra ellos. Por lo que arrepentidos de o iitrevimiento, encomendaron sus vidas al celestial protector y prometieron i'ii.iiilar la fiesta desde aquel momento. Al instante las bestias, dóciles a l . hits de sus amos, salieron sin dificultad del apurado trance, y libráronse i . >ilos así del inminente peligro que los amenazaba. simlebardo, conde de Toul, sentía atroces dolores en una m a n o y los ni* «líeos no hallaban otra solución al mal que acudir a la am putación del ......... Ante la triste perspectiva, el conde invocó confiadamente al santo i'.if u n ió de la ciudad, y su mano, aunque ya casi completamente se ca , quedó-i. • o.il si nunca la tuviera enferma.
  • 26. Más prodigios pudiéramos referir, pues están escritos en los anales de la abadía; pero bastan los transcritos para poner de manifiesto el valimiento que el obispo misionero goza ante Dios. Los numerosísimos devotos que aun tiene hoy en día, son, por otra parte, testimonio elocuentísimo de su gran poder. TRASLADO DE LAS RELIQUIAS EL primer traslado de las sagradas reliquias lo verificó Pibón, obispo de Toul, el 14 de junio de 1104, con la asistencia del duque de Lorena. Se transportaron a un «prado» llamado aún «de San Mansueto»; allí se celebraban antiguamente las ferias anuales de San Clodoaldo en abril, y de San Mansueto en septiembre; luego, devuelto el precioso relicario a la iglesia, fué colocado en sitio digno. En 1441, siendo obispo de Toul Luis de Haracourt, por iniciativa de su sufragáneo Enrique de Vaucouleurs, se verificó una nueva traslación de las reliquias. En 1500 fueron «reconocidas» por Hugo de los Hazards, quieu separó la cabeza del resto del cuerpo para depositarla en un precioso busto-relicario de plata. Dicho busto fué transferido en 1629 a la catedral de Toul y puesto en sitio preferente. Paréennos oportuno recordar aquí la famosa procesión llamada «del Go­bernador »; el día de la Ascensión, los restos del Santo eran llevados proce­sionalmente por los Benedictinos —de acuerdo con los magistrados— por las calles de la ciudad. Mientras duraba la ceremonia, una de estas autoridades quedaba en rehenes en el monasterio. El cuerpo del santo obispo se guardó en su relicario, en la abadía, extra­muros de la ciudad, hasta la Revolución francesa. Suprimido el monasterio, el obispo constitucional de la Meurthe, llamado Lalanda, transfirió, el 6 de agosto de 1792, todas las reliquiar de San Mansueto a la catedral de Toul. Muchas se perdieron o fueron destruidas en esta nefanda época; otras se dispersaron por varias iglesias de la diócesis donde se las venera aún en el día de hoy, como, por ejemplo, en el tesoro de la basílica de San Nicolás de Puerto, reliquias procedentes de la abadía de Bouxieres de las Damas. En la catedral de Toul y en el primer altar que se encuentra entrando a mano derecha, se conserva con horor la cabeza de San Mansueto, encerrada en precioso relicario, junto a las rdiquias de San Gerardo y Santa Apronia, hermana del obispo San Apro. Ya hemos dicho que la sepulura del obispo con su magnífica lápida efigiada existe en los vestigios de la importante abadía de San Mansueto.
  • 27. CULTO DE SAN MANSUETO LOS lencos —la gens óptima de Julio César—, con Toul como principal ciudad, tenían por vecinos a los verodunenses y a los mediomatrices que dieron su nombre a Verdún y Metz, respectivamente. Las diócesis «Ir Toul, Metz y Verdún, fundadas por los santos Mansueto, Clemente y Smitino, fueron reconocidas en la Historia con el nombre de «los Tres Obis­pados ». Incorporadas a la corona de Francia por Enrique II (1552), dejaron <•1 ducado de Lorena sin obispado, con una simple iglesia primacial hono­r íf ica en Nancy, hasta poco hasta de la Revolución (1777). Diecinueve sucesores de San Mansueto son venerados como Santos, de los cuales, ocho reciben culto público reconocido por Roma, y son los ■umtos Amón, Alcas, Auspicio, Apro, Bodón, Jacob, Gaucelino y Bruno de Dubo (el papa San León IX ). El último obispo de Toul murió en 1801. El obispo de Nancy lleva también el título de obispo de Toul, resta­blecido por León X II el 29 de febrero de 1824. En 1919, Monseñor Ruch ul dejar la sede episcopal de Nancy para trasladarse a la de Estrasburgo, ofició de pontifical en su segunda catedral, la de Toul, ceremonia que no He había celebrado allí desde muy remotos tiempos. Un indulto de la Sagrada Congregación de Ritos fechado el 27 de ujjosto de 1919 y valedero por diez años, fijó para la diócesis la fiesta ilc San Mansueto en el domingo siguiente al 3 de septiembre. SANTORAL ‘Quitos Mansueto, obispo y confesor; Ambrosio, obispo de Sens, y Ausano, de Milán; Remado, obispo de Maestricht (Holanda), y Macnisio, de Connor, en Irlanda; Godegrando y Emiliano, obispos y mártires, en Francia; Manió y Martiniano, obispos y confesores, en Italia; Aristeo, obispo de Capua, y Antonino, niño, mártires; Sandalio, mártir en Córdoba; Simeón Kstilita el Joven, presbítero; Aigulfo, abad y otros monjes del monasterio de Lerins, mártires; Frongencio, mártir, compañero de Aigulfo; Zenón y Cantón, mártires. Beatos Antonio Ixida, de la Compañía de Jesús, y cinco compa­ñeros —tres agustinos y dos franciscanos— mártires en el Japón; Andrés Dotti, servita; Bartolomé Gutiérrez, mártir en el Japón; ciento noventa y un mártires de la Revolución francesa, en septiembre de 1792. Santas Basi-lisa. virgen, mártir en Nicomedia; Serapia, virgen, y Sabina, viuda, mártires (véase en 29 de agosto), Febe, diaconisa en tiempos de San P ab lo ; Eufe­mia y Dorotea, hermanas, y sus primas Tecla y Erasma, mártires en Aqui-leyn ; y Prócula, virgen y mártir.
  • 28. Rosalía, florido nombre evocador de rosas y lirios DÍA 4 DE S E P T I E M B R E SANTA ROSALIA DE PALERMO VIRGEN Y SOLITARIA (1130P-1160) ROSA y lirio, dos flores simbólicas que parecen haberse entrelazado y aun compenetrado como en mística simbiosis, para formar el nombre característico y significativo de la santa P a tro n a de Pa-lermo. Fuego y candor, amor e inocencia, belleza y aromas de rosas y lirios: júntese a ellas el perfume delicado de la escondida violeta sr habrá formado el ramillete de agradable olor que, por quererlo para Si. cortó el Señor antes del mediodía y lo puso en rutilante búcaro de tumor en su palacio de la gloria. I sa flor, llamada Rosalía, abrió sus pétalos a la luz de e s te mundo li.n ia el año 1130 en el palacio de Roger II, rey de Sicilia. Fue su padre Mnilialdo, conde de los Marsos y descendiente de Carlomagno, a quien el ■ nimio Roger llamó a su corte y dió por esposa a una de sus más próxima» parientes. Nació y creció Rosalía, por lo tanto, entre grandezas y esplen­dores lerrenos que no cautivaron su corazón, antes fueron para ella objeto • li desdén y menosprecio. A los catorce años resplandecía con todos los > m antos de la belleza, de modo que el mundo presagiaba para e lla el más ludíante porvenir. Pero el mundo ignoraba que aquella flor tan fresca, tan
  • 29. lozana, tan hermosa, la tenía Dios reservada para Sí; no sabía que Jesús la había regado con la lluvia copiosa de sus gracias y que la Virgen velaba para que sus pétalos purísimos no sufriesen menoscabo ni aun por la mirada de aquel mundo que no merecía poseerla. Una noche se le apareció la Reina del cielo para mandarle que huyese de la casa paterna. HUYE A LA SOLEDAD CORTA, pero admirable vida, llena de encantos y dulzuras difíciles de comprender para la mayor parte de los hombres, aun de los cristianos. Ya declaró el Señor que «no todos pueden comprenderla». La tierna doncella da de mano a todas las esperanzas, triunfa sobre los sentimientos de la naturaleza por la docilidad a la gracia, y abandona decidida su hogar para seguir la voz divina que ha resonado en su alma. A la puerta del palacio de su padre están los mensajeros de la Reina del cielo: son dos ángeles; arrogante caballero el uno, con reluciente espada al cinto; humilde peregrino el otro, con báculo, conchas y calabaza. Precédele el primero y camina tras ella el segundo, amparados en aquella misteriosa huida por las sombras de la noche. Así, guardada por los celestiales guías, atraviesa Rosalía las silenciosas calles de Palermo; sin otro bagaje que sus instrumentos de penitencia, el crucifijo y algunos libros, sale de la ciudad sin el menor percance, se enca­mina a la sierra de Quisquina, distante algunas leguas de Palermo, y allí se sepulta en una gruta ignorada, escondida bajo las nieves que casi de continuo cubren la cima de la montaña. Allí no tiene la delicada virgen otras relaciones que las del cielo, ni otro alimento que el de las raíces que recoge en las cercanías de su retiro. Vive en familiar comunicación con los ángeles y en continua orac.ón y unión con Dios, anticipándose ya a la eterna ocupación de la bienaventuranza. Los trabajos manuales que le imponía la necesidad de remediar su desnudez y atender a su subsistencia, y el grabar en la roca la inscripciót que todavía se lee, fueron sus distrac­ciones en aquella vida de ángel. La inscripción dice así: Ego Rosalía, Sinibaldi Quisquine et Rosarum Domini filia, amore Dotnini mei Jesu Christi ini (in) hoc antro lac habitare decrevi. — Yo, Rosalía, hija de Sinibaldo, señor de Quisquina y de Rosa, por el amor de mi Señor Jesu­cristo, he resuelto habitar esta caverna. Vense también en la cueva, ura concavidad que labró para recoger el agua que se filtraba por las paredes de la gruta, un altarcito y un trozo de mármol que le servía de lecho, jn asiento tallado en la roca y una viña que, según la tradición, plantara la virgen solitaria.
  • 30. lu lre ta n to , buscábanla sus afligidos familiares por toda Sicilia; la voz »<«■ I pregonero prometió grandes recompensas al que descubriese su retiro, y Komiliu recibió de los ángeles el aviso de que no tardaría en ser conocido su ■ rindió, y debía, por tanto, buscar otro más seguro. Ellos mismos guiaron ■i mi inrotegida por oculta senda al monte Pellegrino, cuyas alturas escaló ) <n cuya cima casi inaccesible halló una gruta incómoda, de angosta •■lirrlura, de bajo techo, oscura, y en cuyo suelo apenas había lugar para ili-m-misar sin estar sobre el lodo. En aquella caverna, impropia para servir tlr guarida a las fieras y alimañas, pasó la solitaria los últimos años de su Milu. Alimentábase, como en Quisquina, de raíces y bellotas, pero fué aquí minutamente más afortunada, porque los celestes guardianes que la Virgen l< ilitra le llevaban con frecuencia la Santa Eucaristía. SU MUERTE DIECISÉIS años llevaba Rosalía en aquella vida extraterrena y aun no había alcanzado los treinta de su edad, cuando el Señor le dió a conocer que sus anhelos del cielo iban a verse plenamente cumplidos. Acostóse entonces Rosalía dentro de la gruta que iba a servirle ilti *<-pulcro, descansó la cabeza en su mano derecha, apretó con la izquierda 1 1 crucifijo contra su corazón, colocó sobre el pecho su crucecita de plata, i ni osa postura se durmió en el Señor el 4 de septiembre de 1160. aquel cuerpo que tan maravillosamente había vivido, reservaba el Si nor un sepulcro no menos maravilloso. Sobre aquellos virginales despojos lur rayendo gota a gota el agua de modo que en poco tiempo la cubrió ••<>•• una envoltura calcárea encerrándola en sepulcro de alabastro. ¿Hubie a .i.irtado su opulenta familia a dedicarle tan precioso mausoleo? No tardó en conocerse por doquier la santidad de la virgen de Palermo, > i pur medio de apariciones, ya por los repetidos milagros, y su culto se • p.in ii» con rapidez por Sicilia, por toda Italia y a través de E uropa , lle-r iiulti a ser su nombre popularísimo. I mías las pesquisas hechas para hallar su cuerpo fueron inútiles. Regis-i. iii.MM minuciosamente las dos cavernas en que vivió la solitaria , tan •. I. Iin s ya desde entonces y tan visitadas, pero la Providencia n o permitió •I", m descubriese su secreto. El bloque alabastrino que encerraba el cuerpo lii Santa quedó enterrado en los escombros que extrajeron d e la gruta i >it riiiil.idnsa como infructuosamente explorada. Dios quería rese rva r para " i i" ' Iirmpos el beneficio de hallar tan preciado tesoro, y poco a poco fué • "i........ . por toda Sicilia la creencia de qué sólo lo h a lla ría n el día • m ■ 111- lu ciudad de Palermo se viese en extrema necesidad.
  • 31. DESCÚBRESE LA TUMBA Sí transcurrieron cinco siglos. Cierto día, un anciano que solícito y confiad» andaba buscando el escondido tesoro, oyó estas palabras: «Aun no ha llegado el tiempo; hay que esperar a que Palermo se arranque los cabellos de desesperación». Por aquella misma época, era en 1625. durante las fiestas de Pentecostés, un tal Amodeo, vecino de Palermo, que visitaba a los ermitaños establecidos en torno a la gruta del monte Pellegrino, discurría con ellos sobre los medios de dar con el cuerpo de la Santa y deploraba la inutilidad de los trabajos llevados a cabo con tal fin, cuando se les acercó una mujer de Trapani llamada Jcrónima del Gatt'o, y les dijo: «Hallábame enferma en el hospital de Palermo y a punto de expirar, cuando vi junto a mi cama una hermosísima joven que me dijo con voz suavísima: «No temas, curarás si haces voto de ir en peregrinación al monte Pcllegrino y de visitar mi tumba». He venido y, allí una voz mis­teriosa me ha dicho: «Aquí está oculto mi cuerpo. Busca y te daré pruebas de mayor certeza». Ni Amodeo ni los ermitaños dieron gran crédito a las manifestaciones de aquella mujer; pero, por complacerla, decidieron seguirla a la gruta para ver el lugar que, según decía, le había sido indicado. Resolviéronse a intentar nuevas exploraciones y fijaron para iniciar los trabajos, el 29 de mayo. En ese mismo día llegaba a Trapani un navio procedente de África e infestado por la peste. Extendióse el azote rápidamente por toda Sicilia sin que sir­viesen a contenerlo cuantos medios puso en juego el virrey, Filiberto de Sa-boya, y la ciudad de Palermo vióse castigada espantosamente. Su arzobispo, el cardenal Juan Doria, que se hallaba en los baños de Términi, acudió pre­suroso a compartir los peligros de sv amado rebaño. Adelantaban entretanto, aunqu« lentamente, las excavaciones que se hacían en la gruta del monte Pellejrino, y sólo a los dos meses, es decir, el 15 de julio descubrieron por fin una piedra de alabastro de seis palmos de larga por dos de ancha, que al removerla se hendió por mitad y con gran sorpresa de los presentes dejó al descubierto huesos de un esqueleto humano de los que se desprendía ui perfume delicioso. AI instante llegó a Palermo la íoticia de tan feliz hallazgo. El mismo día acudieron a la gruta los comisicnados del Arzobispo y del Senado para comprobar la verdad de los hechos. Lenació en el pueblo la confianza y todos decían: «Por intercesión de Santa Rjsalía nos salvará el Señor». Pero no cesaba la plaga. En les meses de julio, agosto y septiembre hubo una mortandad atroz. Llegó :1 4 de septiembre, fiesta de la Santa. El Arzobispo y el Senado pusieron li ciudad bajo la protección de la Virgen
  • 32. Lili 111111111111 m m111m DOS ángeles del Señor, vestido uno con una cota de guerrero y con esclavina de piadoso peregrino el otro, guían a Santa Kosalia desde la casa paterna hasta un monte desierto y abrupto '■iluado a trece leguas de Palermo, en donde la Santa establece su residencia sin temor a las fieras.
  • 33. Inmaculada y de Santa Rosalía. In/mediatamente comenzó a decrecer la fuerza del mal, que sólo debía desaparece1, por completo el día en que la comisión de teólogos, médicos y sabicP® reconociera solemnemente la auten­ticidad de los preciosos restos. El ex am e n se prolongó hasta el nies de febrero del siguiente año y la peste n<P desaparecía. RECONOCIMIENTO ]DE LAS RELIQUIAS CON esa prudente lentitud que lé lesia empica siempre en las cosas referentes a la fe, esperaba e’> cardenal Doria que las decisiones de la Comisión quedasen confirmadas por alguna manifestación de lo Alto. El hecho siguiente dio la seguridad que el prelado deseaba, l 'n apes­tado de Trapani, apellidado Bonelli.- Pidi<i que ,e asistiera en su última hora un sacerdote llamado Pedro del* Monaco. Después de la confesión, el moribundo le habló así: «No hace m,uch° tiempo, el domingo de Carnaval, tuve el dolor de perder a mi esposa, ¡arrebatada por la peste en breves horas. Sentí una pena profunda y para distraerme de e**a resolví entregarme a la caza. Con ese fin me dirigí al monte Pellcgrino. Al llegar al punto denomi­nado Scala, vi ante mí a una joven i0011 hábito de eremita. «—¿A dónde vas? —me preguntó- —Voy de caza —respondí temblando- —Ven conmigo —añadió— y te rnost raré in' celda de ermitana. Trepé tras ella por el monte y me mostró la gruta. —He aquí —me dijo— el lugar 4°nde descansa mi cuerpo. ¿No me co­noces? —añadió con dulzura. —No, señora. —Pues soy Rosalía. Sólo mi turbación fué causa de que la reconociese hasta entonces. Me arrojé a sus plantas y me atreví a decirle: —¡Oh Santa Rosalía! ¿Cómo dejá'* perecer a vuestro desgraciado país? ¡Morimos a millares y yo mismo he perdido a mi esposa! —Hay que someterse a la voluntad de Dios, y este azote convertirá a muchos. Demasiado han estado dis¿ut ’el,d ° en *° referente a mi cuerpo. Si lo llevan en procesión por la ciudad, la plaga cesará. Te recomiendo que vayas a ver al cardenal o le envíes a ^ ú n fiel mensajero. En cuanto a ti, con­fiésate y comulga, pues como pruebs* de que lo que te digo es verdad, enfer­marás de la peste y a los cuatro días morirás. Tu confesor quedará encar­gado de manifestar lo que te he dicP0))- No pudo abandonar don Pedro 4el Monaco a los moribundos que implo­raban su asistencia, y por lo tanto envió a uno de sus compañeros llamado
  • 34. S ANT A R O S A L Í A DE P A L E R M O Vicente Setaiolo a cumplir el encargo de la S a n ta a n te el cardenal Doria, quien recibió la noticia con el más vivo interés. E n v ío ipso jacto a dos sacerdotes para que se entrevistasen con Bonelli, que aun vivía y que confirmó el relato. Decidióse entonces el cardenal a tom a r una determinación oficial, y el 28 de febrero de 1625, después de expone r las reliquias de la Santa a la pública veneración, mandó llevarlas en procesión por las calles de la ciudad de Palermo. En cuanto se cumplió aquella orden, comenzó la rápida desaparición de la peste. CULTO Y MILAGROS NO hubo recurso de que no echasen mano los agradecidos habitantes de Palermo para demostrar a la santa bienhechora su amor y devo­ción. Ofrecieron un relicario de p la ta p a ra guardar sus reliquias, construyéronle una magnífica iglesia, hicieron de sus dos grutas lugares de peregrinación y ocultaron la roca santificada por sus virtudes bajo un sin­número de exvotos pregoneros a la vez de la protección y valimiento de lu una y del agradecimiento y confianza de los otros. Tanto se extendió su culto, que, traspasando las fronteras de Sicilia, llegó a los últimos confines «le Europa. En 1628, Ana de Austria pidió y obtuvo una reliquia insigne, lín la misma fecha, Clemente de Bonzi, obispo de Beziers. recibió la mandí­bula inferior, y en cuanto entró la reliquia en la c iu d ad , cesó la peste. Lo mismo sucedió en otras ciudades. El rey de E sp añ a , Felipe IV, que lo era también de Sicilia con el nombre de Felipe I I I , recibió de su pueblo sici­liano algunos huesos de la Santa. El archiduque don Ju an de Austria fué cspccialísimamente protegido por Santa Rosalía d u ra n te el sitio de Barce­lona, de la que se habían apoderado los franceses. L a ciudad de Amberes, en Rclgica, se vió libre de la peste gracias a la protección de la misma Santa, y hasta Polonia conoció el valimiento que an te Dios tiene. CURACIÓN DEL HERMANO FRANCISCO DE CASTILLA LA curación del Hermano Francisco de Castilla, novicio de la Com­pañía de Jesús, en 1653, extendió el culto de Santa Rosalía a las Indias Orientales. Reducido al último extremo por una enfermedad ilil corazón, de tal modo que después de administrarle los últimos sacra­mentos había dispuesto ya el superior lo necesario p a ra su entierro; recibió • ii el momento en que parecía iba a expirar, la v isita de Santa Ro salía y ■•iros santos personajes, y aquélla le dijo: «Francisco, estabas a p u n to de
  • 35. morir, pero yo he obtenido para ti la curación, si así lo quieres:, servirá para la gloria de Dios. Pero has de hacer un voto en la forma que yo te indicaré». Y dócilmente repitió Francisco las palabras que iba oyendo: «Hago voto de ser devoto vuestro y extender vuestras alabanzas y vuestra gloria por todo el mundo». «Irás a pie a mi gruta —continuó la Santa— y comulgarás en ella. —Pero —replicó el novicio—, ¿qué prueba daré de la verdad de esta aparición para que me crean? —Cuando agonizabas —díjole la Santa—, el padre Grimoldi te ha administrado la Extremaunción, y algunos de los asistentes te toma­ron el pulso y dijeron que no había para ti esperanza de vida. Ahora ya estás curado». Y después de permitirle besar los pies, desapareció de la vista del novicio, que se puso a gritar: «¡Estoy curado!» Y, levantándose en el acto, contó lo que acababa de ver y oír. El Hermano Francisco se reintegró a los ejercicios del noviciado, y tres (Las después, conforme a la orden recibida y a pesar de los intensos calores de agosto, subió a pie hasta la gruta de su bienhechora. Ese milagro tuvo gran resonancia en toda Italia. Acuñáronse medallas para perpetuar su recuerdo, y la relación del mismo, traducida a todas las lenguas europeas, fomentó enormemente la universal devoción a la Santa. El Elector de Baviera envió un propio a Roma para que averiguase la exactitud del prodigio, ya reconocido por el arzobispo de Palcrmo tras de minucioso y maduro examen. Ordenado para entonces de sacerdote, el padre Francisco de Castilla se hallaba precisamente en Roma, adonde había llegado en demanda de la bendición del Sumo Pontífice, Alejandro VII, antes de embarcarse para las Indias Orientales, y certificó, con juramento, la verdad de las circunstancias de su íuración milagrosa. Al pasar por Lis­boa, llamóle el rey de Portugal, porque tenía vivos deseos de verle y oír de sus labios el relato del prodigio. Escuchóle conmovido, y tal confianza sintió en el poder de Santa Rosalía, que la eligió por patrona de su reino. Embarcóse el padre Francisco de bastilla en Lisboa, en abril de 1666, en el mismo buque donde viajaba el virrey de las Indias y conde de San Vicente, don Juan de Ñuño, que tuvo especial interés en llevarlo en su compañía por el gran afecto y veneración que le profesaba. Larga y difícil fué la travesía, porque al llegar al cabo de Buena Esperanza, se vieron envueltos en espantosa tempestad y, pasado ese peligro, les sobrevino otro no menos terrible, el de la peste. Uno de los primeros atacados fué el virrey, que no quiso ser asistido más que poi su fiel amigo el padre Castilla. Como el paciente empeoraba y no había a parecer esperanzas de remedio, pre­parólo el sacerdote para el último tnnee y le administró el santo Viático. Pero al mismo tiempo le exhortó a que hiciese con confianza un voto a Santa Rosalía, si recobraba la salud. Acogió gustoso Juan de Ñuño la pro-
  • 36. iniisla. y prometió a la Santa construir una iglesia en Goa y fundar en ■ llu una misa a perpetuidad si obtenía la salud. Apenas formuló el voto, *«■ sintió curado. Pero al mismo tiempo, y como el padre Castilla hubiese otn-iidado su vida por la de su amigo y aceptado el Señor su sacrificio, se vi» atacado por la peste y entregó su alma a Dios cuatro días después. Juan de Ñuño se apresuró a cumplir su promesa en cuanto desembarcó, v no tardó en verse a las puertas de la ciudad de Goa la magnífica iglesia Irvaiitada a expensas de tan agradecido como piadoso virrey. I.n el Martirologio romano quedó inscrita la fiesta el 4 de septiembre; | mti> la invención de sus reliquias, inscrita también en el Martirologio, el IS do julio, suele celebrarse en Palermo con grandes luminarias y regocijos. I mi fiesta de la invención de las reliquias reviste en Palermo caracteres ii |><>to<iticos por el entusiasmo desbordante, la esplendidez de las iluminacio­nes y la duración de los festejos, que suele ser de cinco días. El primero <lc ellos, las reliquias de la Santa se conducen proccsionalmente, y entre vítores y aclamaciones, por las principales calles de la ciudad. La voz ■míenme del cañón y los alegres disparos de los cohetes forman concierto con las aclamaciones de sus entusiastas paisanos. Suelen acondicionar al rli-cto un carro gigantesco tirado por cuatro muías, en el que se acomodan los músicos y cuya elevada cúspide alcanza a los tejados de los más altos rilifieios. Esa procesión se repite los cinco días. IÍI tercer centenario de la invención de las reliquias de Santa Rosalía, ■«<• celebró en Palermo con inusitado esplendor, del 2 al 7 de septiembre ili- 1924. y con un Congreso Eucarístico, el VIII nacional italiano. Pío XI. a petición del cardenal Lualdi. arzobispo de Palermo, decretó que lii fiesta de Santa Rosalía fuese de precepto para la ciudad de Palermo. SANTORAL ■intos Moisés, legislador y projeia; Ultano, obispo de Irlanda; Marcelo, obispo de Tréveris; Genebaldo y Sulpicio, obispos y confesores; Marino, diácono; Marcelo y Valeriano, mártires bajo Marco Aurelio; Magno, Casto y Má­ximo —discípulos, al parecer, del apóstol Santiago— mártires en España hacia el año 66; Rufino, Silvano y Vitálico, niños, mártires en Ancira <le Galacia; Tamel, antiguo sacerdote de los ídolos, y compañeros, mártires imperando Adriano; Teodoro, Océano, Ammiano y Ju lián , mártires en tiempos de Maximiano. Beatos Santiago Bonnaud, Guillermo Delfaut y otros 188 compañeros jesuítas, mártires durante la in fau sta Revolución Francesa. Santas Rosalía, virgen y solitaria; Rosa de Viterbo, Iringrada y Cándida la Joven, vírgenes; Cándida de Nápoles —convertida a la fe pur el apóstol San Pedro— e Ida, v iudas; Cándida, virgen y mártir en Kotna; Hermiona y Ausila, vírgenes y mártires.
  • 37. 1,1 Icón alado de San Marcos Insignias del patriarca DIA 5 DE S E P T I E M B R E SAN LORENZO JUSTINIANO PRIMER PATRIARCA DE VENECIA (1381-1456) EL noble linaje de los Justinianos, descendientes de los emperadores de Bizancio, se contó durante mucho tiempo entre lo más ilustre de la sociedad de la República veneciana. Distinguíanse no sólo por las riquezas y por las gloriosas gestas militares de sus individuos, •Imii luinhien por los magníficos dechados de virtud y de santidad con que Ih»h<> a la Iglesia esta nobilísima familia. I' I nuevo vástago de los Justinianos cuya vida vamos a bosquejar, vino «I mundo el primero de julio de 1381 y en ocasión de los grandes feste- |ua ion que la República de Venecia celebraba la reconquista de la isla de • Mujjiiiii <lcl poder de los genoveses. Al llegar a oídos de la madre —des- ■ • tullí nli- «le la noble estirpe de los Quirinos, cuyo historial no era menos llu«in «|iic el de los Justinianos— el clamoreo jubiloso de la muchedumbre •■un i|ii<' nc ensalzaba a los vencedores, impulsada por el ambiente p a trió ­la u < «Humó: «Dios y Señor mío, disponed que este niño sea un día el •i‘>iio ilr nuestro país y el terror de sus enemigos». Concedió el Señor benig-iiiHiiuir lo i|iic pedía aquella madre y aun mucho más, puesto que Lorenzo lii-iiuliiiio que tal se llamó aquel infante— fué una de las mayores him-
  • 38. breras de su patria; pero granjeóle u n a gloria y una celebridad ante la cual palidece toda la que pudieron ganar para Venecia sus gloriosos antepa­sados, ya que la aureola que rodea la persona de Lorenzo Justiniano es la de la santidad, de mayor trascendencia para una familia y para una nación que todas las glorias terrenales junta s. Es triste condición de este valle de lágrimas en que gemimos desterra­dos, que las breves horas de alegría y bienandanza se den la mano, casi sin solución de continuidad, con las amargas y prolongadas de tristeza y de dolor. El hogar linajudo y, al parecer, dichoso de los Justinianos com­probó muy pronto esta dolorosa verdad, pues su jefe, padre del futuro Santo, murió tempranamente dejando en el mayor desconsuelo a su esposa, de veinticuatro años a la sazón, con sus tiernos hijos, tres niños y dos niñas. La joven viuda soportó con ánimo varonil la tremenda desgracia, desechó las insinuaciones que se le hacían para que volviera a casarse, y consagró su fortuna y su vida entera a la educción de sus hijos. No tardó mucho en sobresalir Lorenzo por su formalidad y por lo avis­pado de su espíritu. No hallaba gusto alguno en cuanto agradablemente entretenía a sus hermanos; él necesitaba cosas de mayor importancia en que ocuparse. Alarmaron un tanto a la cristiana madre aquellas tendencias de Lorenzo, y así, le dijo cierto día, entre severa y cariñosa: «Hijo mío, sabe que la soberbia y la ambición conducen al infierno». «No te preocupes de ello en lo más mínimo, mamá —contestó el niño— , pues sólo pretendo una cosa, que es llegar a ser un fiel siervo de Dios y un gran Santo». VOCACIÓN RELIGIOSA TRANSCURRIERON los risueños años de la adolescencia y la florida juventud de Lorenzo en el hogar> bajo la solícita y cariñosa vigi­lancia de su cristiana midre, que hizo de su casa un templo de todas las virtudes. Pero iba ya a cumplir veinte años y el mundo ostentaba ante él, con todo su esplendor, l»s múltiples y falaces atractivos con que a tantos seduce y pierde. «Apareció¡eme entonces —lo cuenta el mismo Santo— una doncella radiante de belleza sobrenatural y me dijo así: «Oh mancebo, ¿por qué derramar tu corazón y poner tus aficiones en las cosas vanas y caducas de acá abajo? Yo poieo lo que tú anhelas; aquello tras lo cual corres desalado, yo prometo entrejártelo; despósate, pues, conmigo.» «Decidme quién sois —replicó el joven.» «Soy la Sabiduría divina —contestó ella; y al p unto desapareció.» A partir de tal momento, foínó Lorenzo el designio de volver las espal- • das al mundo y de ejercitarse ;n vivir vida de mayor recogimiento y de
  • 39. unst cridad más estrecha. Manifestó luego el estado de e s p íritu a su tío iiuiti-rno, el virtuoso Martín Quirino, canónigo regular, q u ie n le animó a Mullir sin vacilaciones la senda de perfección evangélica a que Dios sin iliidn le llamaba. No tardó mucho en percatarse la madre d e la evolución del espíritu de su hijo; convencióse plenamente de ello c u a n d o , al cabo de unos días, vió en la cama de Lorenzo un apretado haz de sarmientos, cuyo uso pronto comprendió. Turbóse sobremanera ante ta l descubrimiento y, miiu|iie cristiana y piadosa, intentó disuadirle de sus propósitos. I’uso, pues, a prueba, con harta temeridad, la vocación de Lorenzo, obli­gándole a alternar con las más nobles doncellas de Vcnccia, mientras le iipremiaba para que escogiese y aun le proponía ella misma como esposa a la que juzgaba como más digna de él y de su ilustre cuna. Lorenzo, empero, ayudado por la gracia divina, ponderó seriamente todo cuanto le ofrecía en bellezas y en venturas aquel mundo que le quería conquistar y. p o r otra parte, los sacrificios, la abnegación y las estrecheces de la vida del clau stro al cual he sentía tan fuertemente atraído... «Reflexiona y piénsalo b ien —se decía a sí mismo—; ¿te resignarás fácilmente a renunciar a ese cuadro de delicias y podrás conformarte con la vida monacal, llena de austeridad y sacrificio?...» No dudó ni vaciló un punto, sino que, arrojóse decididamente a los pies de un Crucifijo y exclamó con fervor encendido: «Señor, sólo Vos sois mi espe­ranza y mi refugio seguro.» V sin dar más largas al asunto, abandonó inmediatamente el hogar y a sus familiares y se dirigió al monasterio de San Jorge de Alga, p a r a vivir reco­gido y seguro, junto a su piadoso tío el canónigo regular. RELIGIOSO EJEMPLAR Y MORTIFICADO ARRIBADA la nao de su alma al abrigado y seguro p uerto de la vida religiosa, da Lorenzo rienda suelta a su fervor y e n tra de lleno en el sendero de la observancia regular, empezando co n u n a decla­ración de guerra sin tregua ni cuartel a su cuerpo, al que somete a toda suerte de privaciones y de austeridades, con el fin de reducirlo a servidumbre «• impedir que sea estorbo en sus avances a lo largo del áspero y espinoso t-ainino de la vida espiritual, pues, según él mismo dirá más ta rd e : «Dar satisfacción a los sentidos y querer ser casto, es igual que p re te n d e r apagar un incendio arrojando leña en él.» Consecuente con estos rígidos y verdaderos principios de perfección, obser­vaba una vida muy austera y penitente; flagelaba su cuerpo con sangrientas disciplinas, comía poco y, en muchas ocasiones, apenas se su s te n ta b a con lo necesario; nunca accedió a tomar, fuera de las comidas, algo con que
  • 40. calmar la sed, ni siquiera en la época de los máximos ardores estivales; y, si se le apremiaba a tomar algún refresco, respondía con evasivas o diciendo: «¿Cómo podremos sufrir los ardores del Purgatorio si ahora no podemos sopor­ta r la pequeña molestia de la sed?» En invierno jamás se acercó a la lumbre. Y no se crea que esta vida fuera efecto de un fervor pasajero, pues cuando anciano septuagenario y enfermo, se le verá continuar aún su vida abstinente y morigerada, a pesar de las advertencias y ruegos de los facultativos. Era siempre el primero en llegar a media noche al coro para el Oficio de Maitines, y permanecía en pie, mientras duraba el rezo, sin apoyarse siquie­ra en el asiento. Concluido el ejercicio, continuaba en oración hasta la hora de Prima, privándose por espíritu de mortificación, del segundo descanso permitido por las Reglas. Pero como la santidad verdadera debe cimentarse en la humildad, Loren­zo Justiniano puso todo su empeño en ejercitarse en la práctica de esta virtud. En cierta ocasión en que estaban los religiosos reunidos en Capítulo, uno de los presentes acusó falsamente a nuestro Santo de determinada trans­gresión a las Reglas; oído lo cual, Lorenzo se levanta al punto de su lugar, póstrase en medio de la Sala capitular, y en esta humilde postura dice: «Padres míos, he faltado contra Dios y contra vosotros, y estoy dispuesto a cumplir la penitencia que tuviereis a bien imponerme». Ante ejemplo seme­jante de virtud, el acusador arrojóse a los pies de Lorenzo y pidióle perdón con los ojos arrasados en lágrimas. Pero mucho mejor prueba el amor que el Santo tenía a la humildad y a la modestia, el hecho de que, sieido él de noble abolengo y su familia de lo más aristocrático de Venecia y, por tanto, sobradamente conocido de sus conciudadanos, no hallase inconveniente alguno ni vacilase lo más mínimo él, noble vástago de los Justinianos aunque simple religioso, en ir a mendi­gar de puerta en puerta por las «alies de la ciudad, el pan necesario para el sustento cotidiano de la Comunidad. Y demuéstralo más aún, lo ocurrido en cierta ocasión en que con un compañero cruzaba por una plaza de las más principales con el saco reple:o ya de las limosnas obtenidas. Como el compañero insinuara al Santo —por miramiento hacia él— que acaso fuese mejor apresurar el paso e ir por otros sitios menos frecuentados, replicóle Lorenzo con vivacidad: «Muy al contrario, hermano mío; vayamos ahora más despacio. Mostremos que henos renunciado al mundo no tanto con pa­labras cuanto con obras. Andemcs, pues, con el saco a cuestas a modo de cruz, y ganemos en esta ocasión una bella victoria sobre el mundo». Y sin más consideraciones, cruzó plaza adelante por entre aquellas gentes, mucho más edificadas por semejante hunildad que sorprendidas ante lo desusado y llamativo del espectáculo que ofrecía aquel nobilísimo y santo varón.
  • 41. SAN Lorenzo Justiniano va con un compañero mendigando d £ puerta en puerta el pan de la comunidad. Cuando pasan ant& su casa, ordena la madre que les llenen de panes los zurrones p a r fl que no hayan de pedir más, pero el Santo acepta sólo tres p a n e ¿ para poder seguir pidiendo.
  • 42. EL SACERDOCIO. — ELEVACIÓN AL EPISCOPADO NO se adquiere ni se conserva una virtud sólida sin el espíritu de piedad y el ejercicio asiduo de la vida anterior. Lorenzo era muy dado a la oración y a la contemplación. Su deseo hubiera sido pasar sus días en el templo o recogido en la silenciosa quietud de su celda; pero, como quiera que la obediencia y la caridad exigiesen su colaboración en obras de celo por la salvación de las almas, a ellas se dedicaba, aunque po­niendo sumo empeño en conservarse en santo recogimiento y aprovechando todos los ratos libres para dedicarse a orar. Ordenado ya de sacerdote, ofrecía cotidianamente el Santo Sacrificio de la misa con tan fervorosa devoción que edificaba a todos. Complacíase el Señor en su siervo, pues —según cuentan las crónicas— le otorgó entre otras mercedes la de mostrársele como un tierno Infante una Nochebuena. No podía predicar por ser débil de pecho, pero su conversación era edifi­cantísima por lo amable y llena de sabiduría, y obraba por este medio un bien muy grande entre sus Hermanos y en todos cuantos le consultaban. Un compañero de infancia del Santo, al saber, de regreso de un largo viaje, que su noble amigo había ingresado en un convento, decidió entrevistarse con él, a fin de disuadirle de su santa resolución. Pero sucedió todo al revés, pues el santo joven convenció a su amigo a que se consagrase a Dios del todo, conio así lo hizo en efecto. Lorenzo Justiniano fué, por dos veces, en 1413 y en 1421, promovido por sus Hermanos al cargo de Superior General de su Orden, de la cual redactó por sí mismo las Constituciones definitivas. Sus trabajos y esfuerzos en pro de la observancia regular, y lo mucho que llevó a cabo para propagarla y extenderla, valiéronle el ser considerado como un segundo fundador. En atención a sus grandes mértos, Eugenio IV eligió a nuestro Santo para ocupar la sede episcopal de Castello, situada en la isla de Olivoto en la región veneciana, y, previniendo la resistencia que ofrecería la humildad de Lorenzo, obligóle a aceptar el cargo bajo precepto formal de santa obediencia. Tenía el Santo cincuenta y do» años al tomar posesión de su sede. L i primera noche que habitó en el palicio episcopal pasóla de rodillas y en ora­ción, invocando con lágrimas la protección del Señor para cumplir cual convenía sus nuevos y gravísimos deberes. Quiso que el palacio ostentara el sello de la pobreza, pero que tanbién fuera ordenado y limpio. Sus habi­taciones particulares en nada se dferenciaban de la celda monacal y usaba como cama un pobre jergón. i Pero, si era austero y modesto m lo concerniente a su persona, su genero- ^ sidad y esplendidez no conocían Imites cuando de proteger las obras o de j
  • 43. ..... . en socorro de los menesterosos y desvalidos se tra tab a . Ya desde los • oimii'ii/.os de su pontificado mandó restaurar la catedral, reorganizó el Ca-luliln y aumentó notablemente el número de sacerdotes y de cantores, para • l.u imiyor esplendor al culto litúrgico. I avoreció también a otras muchas iglesias; restauró varios monasterios y lmulo otros nuevos; proveyó de recursos a algunos conventos de religiosos ■ iur casi vivían en la indigencia, y valióse de su influencia, a la par que de •n autoridad, para que las casas religiosas fueran mansiones de virtud y • Ir pa/. y reinara en ellas la perfecta observancia regular. Al posesionarse de ni M-ilc, sólo existían unos veinte monasterios de religiosas en la diócesis; <i la muerte del santo obispo, había treinta y cinco. Cuino padre y jefe de su clerecía usó de toda su energía para que siempre atu v ie ran los ministros del altar a la altura de su dignidad y de sus nobi-liMiuas funciones. Sus familiares, sobradamente acomodados por otra parte, en nada pen- Milian beneficiarse con la exaltación de Lorenzo al episcopado, pues sabían i» rlcetamente que jamás emplearía el prelado los bienes de la Iglesia en iimi distinto del servicio divino o el alivio de los pobres. No vaya a creerse • Itu’ 110 guardara afecto a su familia, pero lo posponía siempre a los deberes ■ Ir mi eargo y de su estado. Siguiendo el ejemplo de la primitiva Iglesia que para el ejercicio de la unidad echaba mano de las viudas de avanzada edad y de virtud bien imibada, el obispo de Castcllo solicitó también el concurso voluntario y ab-m ¡¡aclo de linas cuantas señoras virtuosas de su ciudad episcopal para aumen-lnr su acción caritativa en favor de los necesitados. Encargábales especial­me n t e la delicada misión de descubrir las miserias vergonzantes. I)e este nmilo, muchas familias que antes vivieran en la abundancia y que pasaban • tilintees terrible y humillante estrechez, pudieron ser socorridas o cu lta ­me n t e en momentos de verdadero apuro, por el caritativo y solícito prelado. Diariamente acudía al palacio una verdadera muchedumbre. Unos, deseo- •<>h ile consuelo en alguna aflicción; otros, para solicitar consejo en algún • iitn apurado y, los más, en busca de una limosna con que aliviar su po­lín Recibíalos el prelado tan bondadosa y paternalmente, que todos se ili.ui contentos. Un invierno de frío excesivo ordenó que se entregaran gran- • l< •• cantidades de leña a las familias pobres que lo solicitaran. Es más; hubo ur.i-.inii en que, abundando los indigentes y no teniendo ya nada que repar-i i i . decidió meterse en deudas, a pesar de la alarma de su mayordomo. «No ii .imisU-s —decía luego a éste el caritativo obispo—; no temas, pues sirvo -i un Dueño que las pagará con creces». Efectivamente, no pasó mucho i !• ni|hi sin que el dinero necesario para atender a las nuevas necesidades • lu i r í a a poder del Santo desde las más inesperadas direcciones.
  • 44. EL OBISPO Y EL DUX. — SUS ESCRITOS POR el bien espiritual de sus ovejas, juzgó el vigilante pastor que debía alzarse, como lo efectuó por escrito, co n tra el lujo irritan te de las se­ñoras venecianas, al par que contra la inmoralidad de las representa­ciones teatrales. Como era de esperar, el documento episcopal levantó una enorme polvareda y hubo quien se quejó an te el dux de lo que se dió en llamar «ingerencias del obispo en las atribuciones del poder civil». El primer magistrado de la República se sintió molestado y envió un propio a rogar al prelado que se sirviera personarse en el palacio presiden­cial. Acudió el Santo inmediatamente y tuvo que escuchar el lenguaje algo violento y destemplado del dux Foscari. de ca rácter un tan to impetuoso por naturaleza. Escuchóle el obispo mansamente y sin interrumpirle, y cuando concluyeron las invectivas del dux, tomó la palabra y habló con ta n ta calma y serenidad, al par que con sabiduría y verdad tan admirables, que, al terminar el venerable prelado su discurso, el dux, emocionadísimo, volvió el rostro a los asistentes, también hondamente conmovidos, y dijo: «No hemos escuchado a un hombre, sino a un ángel». Y vuelto al santo obispo, díjole con acento del más profundo respeto: «Id. señor, y continuad cumpliendo con vuestra obligación». A pesar de las graves preocupaciones inherentes a su cargo, todavía encontró tiempo el santo y docto prelado para escribir numerosas obras ascéticas que le dan derecho a figurír entre los más salientes de la falange gloriosa de doctísimos escritores de aquel tiempo. Tales son: El árbol de vida y sus Tratados acerca de la humildad, la Vida solitaria. Desposorios místicos del alma con el Verbo divito, la Eucaristía, el Desprecio del mun­do, etc. Casi al fin de su vida, consumo su obra Los grados de perfección. PATRIARCA DE VENECIA. — DICHOSO TRANSITO PARA terminar de una vez coc las divergencias que de antiguo surgían entre los patriarcas de Grado y la sede sufragánea de Castello, cuyos prelados usaban el título de ibispos de Venecia, el papa Eugenio IV ( f 1447) unió ambas diócesis, orde*ando que a la muerte de uno de los dos prelados que las regentaban, el ot'o le sucedería en todos sus derechos y títulos. Falleció primero el patriares Domingo Michieli. y Lorenzo Justiniano quedó investido «de jure» de la Jignidad patriarcal, y administró ambas sedes unificadas con el nombre de patriarcado de Venecia (1451).
  • 45. ICI Senado veneciano sintió al principio cierto resquemor p o r la impor-luiu'iu de los títulos y honores conferidos por el Papa al s a n to obispo. Celoso «Ir mis prerrogativas y privilegios, presentó sus reparos por t em o r de que los derechos y la dignidad patriarcales convirtieran al prelado e n u n a potencia peligrosa para el Senado. Mas, aconteció que mientras los á n im o s se encen-alliin y apasionaban por este motivo, el Santo se presentó a n t e la asamblea y ofreció resignar al momento su dignidad. Aquel acto d e humildad y modestia transformó del todo los espíritus y resonaron desde entonces uná­nimes los aplausos al nuevo Patriarca. ICI astro que tan vivos fulgores despedía, declinaba h a c ia el ocaso. La tulu tun fecunda en obras de vida eterna, gastada por las a u s te rid a d e s y por Ion grandes trabajos del apostolado, llegaba ya a su término. E l san to obispo I .orenzo Justiniano había cumplido setenta y cuatro años, y suspiraba por llegar al descanso merecido de la patria celestial. ICscuchó el Señor sus ruegos, y a poco fué presa de u n a fiebre altísima i|ii<- en breve redujo al Santo a la última extremidad. Recibidos con angéli­co fervor los santos sacramentos, exclamó: «¿Por qué tem e r la muerte ha­biéndola padecido por nosotros el adorable Redentor? ¡Oh b uen Jesús y Imcn Pastor!, acoged la oveja extraviada que a Vos vuelve. V u e stra miseri­cordia constituye mi única esperanza». ICI anuncio de su muerte inminente conmovió a toda V eneeia, que se congregó al momento alrededor de la mansión donde agonizaba el santo en-li- rnio. A poco, entregó éste su espíritu al Creador. Era el 8 d e enero de 1456. !• I cadáver exhalaba suavísimo aroma y permaneció in co rru p to durante los M-M-nta y siete días que se tardó en proceder a su sepelio. Clemente VII autorizó en 1524 el culto de San Lorenzo Ju s tin ia n o en la Kcpública veneciana. Canonizóle Alejandro VIII en octubre d e 1690. SANTORAL '•untos Lorenzo Justiniano, obispo y confesor; Avito, obispo de León Victorino, obispo de Amitemo (hoy Áquila); Anserico, obispo de Soissons, y Coren-tino de Tours; Bertino, sobrino de San Audomaro (Omer) y A itón, abades; Rómulo, mártir en Roma; Eudoxio, Zenón, Macario y mil c ien to cuatro soldados compañeros, mártires en Armenia; Herculano, soldado, mártir en P o rto ; Félix y Moderato, mártires en Francia Quincio, A r-ronric y Donato, mártires en C ap u a ; Urbano, Teodoro, Menedemo y seten­ta y siete compañeros, martirizados por los herejes en Constantinopla ; Víctor, niño mártir, honrado en Tudela. La traslación y conmemoración rln San Julián, obispo de Cuenca. Santas Obdulia y Grimonia, vírgenes y mártires; Proba, virgen. Beatas Margarita de Sulmona, clarisa Catalina, de Kaconi, terciaria de Santo Domingo, virgen; Madruina, abadesa.
  • 46. Medalla de Carlos VIII Convento de Áquila DIA 6 DE S E P T I E M B R E I5EATO VICENTE DE AQUILA CONVERSO DE LA ORDEN DE HERMANOS MENORES (hacia 1430-1504) EL Beato Vicente nació hacia el año 1430, en Áquila, ciudad que por aquel tiempo formaba parte del reino de Ñapóles. Sus padres ha­bitaban el barrio llamado Poggio o Cerro Santa María, encantador Edén coronado de verdura y refrescado por manantiales abundantes i n i i i s aguas se despeñan por continuadas cascadas hasta el río Aterno. Aquel .... . rincón, testigo de los primeros años del niño Vicente, fuélo tam-liti ii de sus grandes virtudes, noblemente favorecidas por el cuidado de sus imilirs, y estimuladas por el ambiente religioso en que se crió. Su alma, |in ilrslinada a gloriosa santidad, encontró desde el primer instante el clima •■i i • mirio; clima que supo aprovechar con generoso corazón. I ii casa paterna era contigua al monasterio cisterciense de Nuestra Se-ii.. i.i ili l Refugio. No obstante, cuando determinó entrar en la religión, no •i limpio a los hijos de San Bernardo, sino a los de San Francisco. L a extra-i. nliiiiiriii popularidad de San Bemardino de Sena, fallecido hacía pocos mii^. n i 2(1 de mayo de 1444, su tumba cada día más gloriosa, podrían expli-i. iiini... min prescindiendo de los llamamientos de la gracia, las preferen- .i.i. ili Vicente por la Orden franciscana.
  • 47. El incansable predicador sienes, cuyo celo no detenían la edad ni los achaques, se había presentado, en efecto, en mayo de 1444, en el reino de Ñapóles, con deseo de sembrar, también allí, la semilla evangélica. Pero ai llegar a siete millas de Áquila le traicionaron las fuerzas. Lograron sus com­pañeros que se dejase colocar en una camilla y en esta forma le llevaron, «triste y dolorido» —dice la antigua crónica—, a la ciudad. Albergado en el monasterio de los Hermanos Menores Conventuales, pronto vió Bernardino que se le acercaba su última hora, a pesar de los solícitos cuidados de los Hermanos y de los más hábiles médicos mandados por los magistrados. Incapaz de expresarse de palabra, manifestó por señas su deseo de que se le tendiese en el suelo de su celda, y en esta humilde postura, con los brazos cruzados, los ojos elevados al cielo, el semblante risueño, entregó apacible­mente en manos de Dios su santa alma a los 20 de mayo. Áquila no dejó escapar el tesoro que acababa de confiarle la Providencia; se quedó con el venerado cuerpo a despecho de las instancias de los dipu­tados sieneses que secretamente habían hecho preparativos para llevarlo a su patria. Las exequias de Bernardino se celebraron con ta n ta solemnidad —dice un testigo— que nunca rey ni reina las tuvo semejantes. Insignes milagros se realizaron alrededor del féretro. Vicente, que a la sazón tenía unos catorce años, conservaría de ellos un recuerdo imperecedero. EN EL CONVENTO DE SAN JULIAN EL convento de San Julián en que se presentó lo había fundado en 1415 el Beato Juan de Stroncone, comisario general de los Hermanos Me­nores Observantes de Italia. Edificantes recuerdos iban unidos a la fundación de este monasterio. Ha­bíanlo levantado los religiosos con sus propias manos; ellos habían labrado las toscas mesas y bancos que constituían, casi por completo, el ajuar, buena parte del cual, en consideración a la memoria de Vicente de Áquila, se ha conservado con religioso cuidado. 31 convento, proyectado según el severo plan de las primeras casas de la Orden, era de condiciones sumamente mo­destas: lo formaban unas cabañas jegadas a la falda de la montaña, sin luz apenas y parecidas a ermitas. Cabría preguntar cómo en refigio tan reducido pudo reunirse, en el año 1452, en tiempos de Vicente, ui Capítulo general de mil quinientos Her­manos Menores, si no se supiera que estas solemnes sesiones se celebraban las más veces al aire libre o debajo de improvisadas tiendas de campaña, donde la milicia franciscana iba a organiiarse para los santos combates.
  • 48. MORTIFICACIÓN. — EL HERMANO LIMOSNERO UNQUE educado en su casa con mucho esmero —había seguido las letras, caso raro en aquellos tiempos aun entre los hijos de fami­lia noble—, Vicente quiso por humildad permanecer Hermano lego. *«if biógrafos señalan como una de las características de su santidad el espí- • II ii tic mortificación. T an ta era su austeridad, que ni siquiera llevaba las indultas permitidas a los descalzos. Su hábito de color pardo, que aun hoy iliti puede verse, era el más pesado y basto de todos; no se lo quitaba d. <Ini ni de noche. Además, llevaba cilicio y se infligía frecuentes y crueles il.n.(Iliciones. Su alimento se reducía a p a n y agua con algunas hierbas ......tus, y, si a veces se le obligaba por obediencia a comer como la comu-iiiil. itl, hallaba no obstante medio de mortificarse, tomando sólo una parte ■ii ni porción y agregándole polvo o sustancias amargas. I'refería los trabajos humildes, ayudaba a los Hermanos en sus faenas ■ li.inrsticas y componía sus sandalias, pues, para ser más útil, había apren­dido el oficio de zapatero. Otras veces se dedicaba a las labores del campo i i ii los ratos de descanso, retirábase en la fragosidad de la roca, a unos i ii n pasos del convento, para entregarse a la oración. Más adelante se le encargó el oficio de limosnero, en que indudablemente Imlliihu Vicente múltiples ocasiones de sacrificio, dada su afición a la sole-il. ul y a la vida oculta. Su principal preocupación, en las diarias caminatas iiiimleii los cronistas—, fué siempre el bien de las almas, r n los demás conventos adonde más adelante fué enviado, Cittá, S an t’Án-iii tu. Iruncavilla y Sulmona, continuó Vicente en el cargo de limosnero: pasó, )■••• i. lu mayor parte de su vida de una puerta a otra, pidiendo limosna para • ni I Irruíanos, mendigando por obediencia, lo cual no fué obstáculo para que |him < ru en el más alto grado la estima y confianza de los príncipes de la i >i «Ir Aragón, soberanos de Ñapóles. PREDICCIONES VARIAS DI ’KANTE el período, tan revuelto para los Estados del sur de Ita lia , <|iie transcurrió desde el año 1458 al 1500, varios competidores a s ­piraban al reino de Ñapóles. La ciudad de Áquila, más que o tra s, • iiliin luí consecuencias de esas vicisitudes políticas, pasando sucesivamen-i. ,il |indrr de la Casa de Anjou, de la de Aragón y del Papa, y mudando ili .lu. no varias veces en el espacio de unos cuarenta años. F ra y Vicente,
  • 49. muy sensible a los innumerables males que aquejaban a sus paisanos, abru­mados de impuestos, diezmados por la guerra, aflgidos por el hambre y la peste, menudeaban las súplicas y penitencias en los momentos de crisis, y pasaba noches enteras en oración. Parecía como que quisiera cargar sobre sí toda la responsabilidad de aquel desequilibrio social, y tra ta b a de conquistar con el mérito de sus acciones la benevolencia y las misericordias del cielo. A Fernando I, duque de Calabria y rey de Nápoles, que fué a consultarle antes de emprender una expedición contra las tropas pontificias, predíjol'e un desastre. A pesar de esta advertencia, el príncipe inició la campaña y salió, en efecto, vencido. No fué ésta la única circunstancia en que el humilde lego pareció favo­recido con el don de leer en el porvenir. La historia conserva el texto de una de sus predicciones. Con mucha anticipación anunció al hijo del rey de Nápoles, Alfonso, duque de Calabria, que un rey de Francia (Carlos VIII) conquistaría su reino. Señaló al mismo tiempo los males que iban a des­cargar sobre la Iglesia. He aquí el texto, cuyos términos, algún tanto apocalípticos, requieren una explicación. Del conjunto se desprende una predicción bastante clara y concluyente. Cuando oigáis mugir el buey e<i la Iglesia de Dios (en las armas del papa Alejandro VI, designado aquí, figuraba un buey), entonces principia­rán las desgracias. Cuando veáis tres símbolos reunidos: el buey, el águila y la serpiente (alianza del papa Alejandro VI, del emperador de Alemania i Maximiliano I, entre cuyos blasones figuraba un águila, y de Ludovico Sforza, i llamado el Moro, quien por ser sucesor de los Visconti en el ducado de Milán, había dejado impresa en t)das partes la serpiente de su escudo), entonces vendrá del lado de Occidente un rey (Carlos VIII, llamado por Ludovico Sforza y que había de invadir a Italia en 1474). Asolará el reino (de Nápoles). y, recogido el botín, volverá a su país (1475) El destierro de César Borja y le Ludovico Sforza. vencidos por el rey Luis X II, va insinuado en las linos siguientes: Habrá cisma en la Iglesia de Lios, dos Pontífices, el uno elegido legíti­mamente, el otro cismático (alusión posible a la infame parodia que quiso hacer de I.Utero un antipapa, cuaido en 1527 los luteranos, con ayuda de los Imperiales, saquearon a Roma'. El verdadero Papa se verá obligado a desterrarse (Clemente VII tuvo qu< huir a Orvieto). La violencia se ensaña­rá contra la Iglesia de Dios. Tres ejércitos muy poderosos entrarán al mismo tiempo en Italia, uno procedente del Este, otro del Oeste, el tercero del Norte, se reunirán y habrá mucht sangre derramada. Después se realizará en la Ciudad (Eterna) una reforna que alcanzará a los clérigos (reforma
  • 50. EL bienaventurado Vicente de Áquila favorecido por el Señor con luces extraordinarias para la dirección de las almas, declara a la que será la bienaventurada Cristina de Lúcoli cuál es la voca-i ti'm especialísima de austeridad y penitencia que Nuestro Señor le ha concedido.
  • 51. de la disciplina eclesiástica preparada por el Concilio de Trento), y los mahometanos serán detenidos en su marcha. (Fueron, en efecto, vencidos en Lepanto, en 1571, durante el Pontificado de Pío V.) MILAGROS. — REGRESO A AQUILA EN vida, hizo Vicente varios milagros. En Áquila devolvió el habla a un mudo. En otra ciudad curó a un niño que por tener las piernas disformes no podía andar, y en S an t’Angelo le debieron la perfecta curación de parecida enfermedad tres personas. Pero el prodigio más admi­rable atribuido al poder de sus oraciones, fué la resurrección del obispo de Sulmona, Bartolomé della Scala, de la Orden de Predicadores. Si hemos de dar crédito a los historiadores de Áquila, contemporáneos del siervo de Dios, el obispo, a pesar de las oraciones del clero para implo­rar su curación, había sucumbido de resultas (le graves dolencias. Vicente, que gozaba de la estima particular del prelado y había recibido de él numerosas muestras de benevolencia, en cuanto se enteró de la noticia, pidió autorización para ir a rezar junto al cadáver. De súbito, como por inspiración de lo Alto, llamó por (res veces seguidas a su ilustre amigo, cuyos ojos se abrieron por fin, a Ib vez que iba entrando poco a poco la vida por todo el cuerpo. La curación no fué repentina, pero decreció el mal tan rápidamente que, a los quince días, el 29 de junio de 1491, fiesta de San Pedro, el que todos creían eliminado para siempre del mundo de los vivos, iba en persona al convento de los Franciscanos a dar gracias a su salvador. Conviene añadir que murió, y esta vez para siempre, a los pocos días» en lo cual se fundaron algunos cronistas para decir, con razón o sin ella, que dicho prelado había necesitado un plazo de veintidós días para arrepen­tirse y reconciliarse con Dios antes de arrostrar el tremendo juicio. Sea lo que fuere, el milagro tuvo grande repercusión en los Abruzos, y las visitas afluyeron al convento de San Nicolis de Sulmona, residencia en aquel tiem­po del taumaturgo. Le llevaban enfermos para que rogase por ellos, y al­canzaba su curación. Esta popularidad llegó a asustar a Vicente, quien, deseoso de la soledad, solicitó de sus superiores permiso para volver a su modesto oratorio de San Julián de Áquila, en donde esperaba terminar su vida religiosa del modo , que la había comenzado, en el retiio y la humildad. Apenas de regreso, tuvo que presenciar discordias civiles y grandes di­sensiones políticas. Acababa de ser desterrado el obispo, Juan Bautista Ga- | lioffí. En tan graves circunstancia juzgó Vicente que era deber suyo el '
  • 52. ■Ungir a los primeros magistrados, constándole que aceptarían sus consejos, Hialinas palabras llenas de fe. I^o hizo en términos que muestran su profunda piedad. Señor Gobernador, Señores: El cariño que profeso a vuestra ciudad me inspira estas pocas líneas. Acabáis de perder al padre de vuestras almas. Por tanto habéis de ser uliora, para vuestros súbditos, pastores a la vez espirituales y temporales. Estáis pasando crueles pruebas y las teméis más terribles aún. Ved si no suceden por causa de vuestras culpas, y enmendaos. Dios envió a Jonás ii Ninive, a la que quería aniquilar por sus pecados, y revocó la sentencia lim pronto como dicha ciudad se arrepintió. ¿No es propio de Dios el ser «iempre misericordioso? Cesemos de pecar y cesarán los azotes. Un la ciudad, en Collemaggio y en otros puntos tenéis religiosos. Pedidles procesiones de penitencia; misas en honor de la Santísima Virgen y de nuestros santos patronos. Pedid oraciones a las Hijas de Santa Clara. Tengo confianza de que, por estos medios, la infinita misericordia de Dios pondrá lin a estas calamidades. Si me postrara ante el rey para solicitar un favor y al mismo tiempo Ir diese disgustos con mi proceder, me echaría de su presencia. Así vosotros, por amor de Dios, dejad de blasfemar, si queréis ser escuchados. De aquí proceden todos vuestros males. Termino suplicándoos otra vez os hagáis dignos del cargo que se os ha impuesto. Vuestro hermano en Nuestro Señor, Fray Vicente. El que con ta n ta nobleza hablaba era entonces un anciano estimado y vrni'rudo de todos, con fama de santo, adornado con el brillo de los milagros. No es de extrañar, pues, que fuera escuchada su palabra. No dependió de él <1 que no volviera el obispo a Áquila. El infortunado pontífice pereció asesi-imilo por los facciosos en la misma ciudad de Roma, en casa del cardenal •lililí Rovere (el futuro papa Julio I I ) , el 23 de febrero de 1493. ÚLTIMA CONQUISTA. — MUERTE DEL BEATO UN día que andaba por la ciudad de Lúcoli pidiendo limosna, el cansancio le obligó a detenerse en una familia amiga. Allí to p ó con una niña, Matía Ciccarelli, que debía ser gloria de la Orden agustina. VI. . nlr que, para la dirección de algunas almas había recibido de Dios lin i » extraordinarias, reconoció en esta muchachita un alma selecta, y sus ■‘•■■■«'jo* la encaminaron resueltamente en las vías de la santidad. Le infundió
  • 53. aversión para las vanidades mundanas y gusto para las penitencias más he­roicas, de las cuales daba él ejemplo. A instigación suya, Matía rezó diaria­mente toda la vida el Oficio de la Santísima Virgen y el de difuntos. Después que hubo así afirmado sus primeros pasos, no cesó de sostenerla y animarla hasta conducirla al umbral del claustro. El 7 de agosto de 1504, hacia el anochecer, Matía, que todavía no había dejado el mundo, vió, desde la ventana de la casa que seguía habitando en, Lúcoli, el bosque inmediato al convento de San Julián completamente ilumi­nado y al alma de su santo consejero subiendo al cielo acompañada por magnífica corte. Supo el día siguiente, que en aquella misma hora había exhalado el postrer aliento. Esta revelación la llenó de alegría y la confirmó en la convicción de que su guía era verdaderamente un Santo. Dócil a sus consejos, no difirió su entrada en el monasterio agustino de Santa Lucía, en Áquila, y en él tomó el velo con el nombre de Sor Cristina. En dicho monasterio se venera el 12 de febrero a la Beata Cristina de Lúcoli. RELIQUIAS Y CULTO OS restos del piadoso Hermano lego se habían enterrado en la sepultura común de los Hermanos Menores. Catorce años después fueron exhu mados, por circunstancia fortuita, ta l vez para depositarlos en la nueva iglesia de San Julián que se inauguraba: se reparó entonces en el perfume que exhalaba el féretro de fray Vicente y la perfecta conservación de su cuerpo. Los vestidos que le cubrían se caían a pedazos y se deshacían en polvo, siendo así que la carne del siervo de Dios conservaba toda su blancura y consistencia. Este concurso de hechos movió a sus Hermanos en religión a depositar el cuerpo de Vicente en un arca de nogal y vidrio y trasladarlo a lugar honroso. Desde entonces empezó a brillar con milagros de que dan fe dona­ciones e inscripciones votivas. Después de más de un siglo, en 1634, seguía tan manifiesta como antes la conservación del cuerpo. De entoices d ata su colocación —o reposición— en una capilla situada a la entrada de la iglesia conventual, con esta inscripción: «D. O. M. — En el pontificaJo del papa Urbano V III, reinado del rey católico Felipe IV, y gobierno de! virrey de Nápoles, Excmo. Sr. D. Manuel de Fonseca y Zúñiga, conde de Monterrey y Fuentes. Cuerpo del Beato Vicente é Áquila, después de ciento treinta años, permanecido íntegro y sin corrupción desde mucho tiempo encerrado en un arca de vidrio y luego depositado en lugar más eminente, y desde tiempo inmemorial, objeto de la mayor veneración y devoción.
  • 54. Kl limo, y Rmo. D. Gaspar de Gayozo, obispo de Áquila y consejero ir.il. muy adicto a la Orden seráfica, y Padre misericordiosísimo de los l>i>liri-s Hermanitos reformados de este convento, cuidó, movido por piedad v devoción particular, de asegurar su conservación de modo más honroso y M-gur», y, mediante piadosas y liberales limosnas, dió a la tumba y capilla mi aspecto más decente y hermoso, volviéndolos así más venerables.—En el ...... del Señor 1634». Más recientemente, en 1868, dos médicos fueron comisionados por la uiiloridad eclesiástica para reconocer la continuidad del prodigio de la conser- YiU'ión del cuerpo de fray Vicente. ICti el lugar en que se le había depositado primitivamente, otra inscripción ni ¡tuliano decía: «<l.n este sepulcro descansa el cuerpo del Beato Vicente de Áquila, que l>!i*ó a mejor vida el 7 de agosto de 1504». l.n esta fecha del 7 de agosto hacen mención del Beato Vicente de Áquila l.ii Acta Sanctorum; en cambio, los Hermanos Menores Observantes, que • mu los únicos que, al fin del siglo X IX , celebraban la fiesta de este siervo • Ir Dios, lo hacían el día 6 de septiembre. lín el convento de San Julián, generosamente devuelto a los Hermanos Mi nores por el duque Francisco Ribera, noble de Áquila, brillaba en aquella miMiia época uno de los más florecientes escolasticados de la Orden de Her-in. iiios Menores. Kn el mes de agosto de 1904, celebróse solemnemente el cuarto centenario >l< la muerte del Beato Vicente de Áquila. Con tal ocasión, verificóse la 11 i'lueión de sus reliquias desde el convento de San Julián a la iglesia metro- IM.liliinu, en la que quedó expuesto tres días a la veneración pública. SANTORAL • míos /.ararías, profeta; Petronio, obispo de Verona Ciferiano, obispo de Aleth, en Francia; Tegoneco, obispo en la Baja B re tañ a ; Donaciano, Presidio, Mansueto, Germán, Fúsculo y Leto, obispos en África, mártires bajo el .uriano Hunerico; Eleuterio, Marciano, Imberto y Fausto, abades One-slforo, discípulo de San Pablo y má rtir; Fausto, presbítero, Macario, y diez iompañeros, mártires en Alejandría; Cótido, diácono, Eugenio y com- |i.iñoros, mártires en Capadocia; Agustín y Sanciano, mártires en Fran-i i.i Beatos Vicente de Áquila, confesor; Tomás Tzugui, y Miguel Nacaxima, ■ Ir la Compañía de Jesús, y otros dos compañeros, mártires en el Jap ó n ; llulicrto de Mirabella, obispo de Valencia, en Francia, y Pedro Acotanto, iimírsores. Santas Beata y Eva, vírgenes y mártires; Bega, abadesa. Beata I tmbania, virgen.
  • 55. Virginal y hacendosa pastoreilla Instrumentos y trofeos de la mártir DIA 7 DE S E P T I E M B R E S A N T A R E INA VIRGEN Y MARTIR (236-251) LA antigua Alesia, ciudad de los raandubios, tan mencionada por Julio César en su conocida obra «De bello gállico» y ta n renombrada en la Historia porque cabe sus muros se desarrolló la épica lucha del célebre caudillo de los galos Vercingétorix, es actualmente un modesto villorrio. Pero si las gestas del heroico jefe galo le granjearon la nombradla ile que merecidamente goza, sube ésta de punto por ser la patria de Santa Keiua o Regina, heroína de la fe católica que, a pesar de la debilidad natural ilr su sexo, empeñó dentro de sus murallas admirable combate contra las potencias infernales, hasta alcanzar sobre ellas una victoria de mayor tras­cendencia que las del general romano. Nació Santa Reina hacia el año 236, de linaje distinguido, pues su padre, lliiiiiüdo Clemente, descollaba entre los más principales señores del país. INitihi nos dice la Historia con respecto a su madre, salvo el detalle de haber tullecido al. dar a luz a la Santa. Confió, pues, su padre el tierno vástago a los cuidados de una nodriza, lii cual —aunque lo desconocía Clemente, terco y furibundo idólatra— era • lUliana fervorosa y no tardó mucho en procurar fuera administrado el santo
  • 56. bautismo a aquella criatura que la Procidencia había puesto en sus manos. Cuando años después llegó el hecho a oídos de Clemente, montó en cólera en grado tal que arrojó despiadadamente a la doncella del hogar paterno, y le prohibió en absoluto y para siempre regresar a él. Acogióse entonces la joven al ampairo de su cristiana nodriza y, dirigida por ésta, inicióse en el ejercicio de la virtud, y al poco tiempo andaba ya a velas desplegadas por la vía del amor de Dios. Con tales auspicios no es de maravillar que muy pronto quedara su corazón virginal prendido en las redes del amor del Esposo divino de las almas y, después de dar libelo de repudio a todas las cosas de la tierra, postróse cierto día a los pies del Divino Salvador y le consagró su virginidad. Otra virtud brillaba e s p l e n d o r o s am e n t e como no podía ser menos en esta alma de selección, y era la humildad, base y sostén de toda virtud y salva­guardia especialísima de la pureza. A pesar de su noble posición, encontraba la joven patricia todas sus delicias en ejercer el humilde oficio de pastora y llevar al campo el rebaño de su n o d r i z a , la cual accedía buenamente a los deseos de Reina, que manifestaba hallar mayores encantos y atractivos en la plácida soledad de la campiña, que no alternando con sus amistades y relaciones de la ciudad de Alesia, por cuanto tenía mayores facilidades para conversar a solas con Dios. Así, pues, iba deslizándose la vida de nuestra Santa en el ejercicio de la oración y en la lectura de las Actas (Je los Santos Mártires, cuyo magnífico heroísmo inflamaba su piadosa a lm í en anhelos ardientes de imitarlo*. No transcurrió mucho tiempo sin que se vieran cumplidos sus deseos. ARRESTO E INTERROGATORIO ERA en 251. Olibrio, prefecto d« las Galias, en viaje de incorporación a su destino, franqueaba con su escolta las montañas de la región «le Alesia y, al llegar junto al litgar conocido hoy día con el nombre de «Los tres Olmos», quedóse como arrobado al contemplar a poca distancia del camino a una doncella de maravillosa hermosura. Era la joven Reina que, según cotidiana costumbre, había salido a apacentar el rebaño, e iba siguiéndolo en sus movimientos mientras con el espíritu elevado hacia Dios se entretenía en hilar. Tan prendado quedó el prefecto d« los encantos de la joven, que concibió al punto la idea de desposarse con *lla, y, sin más preámbulos, ordenó su detención. La virgen cristiana, en ta l coyuntura y ante el temor no infundado de ser objeto de algún ultraje, l e v a n tó sus bellos ojos suplicantes al cielo y dirigió esta fervorosa plegaria a su Esposo celestial:
  • 57. ¡Oh Salvador mío! Tú eres, como divino Esposo de las almas castas, • I protector y defensor de la virginidad: ¿podrás acaso consentir que un hombre, prevaliéndose de la violencia y de la fragilidad de mi sexo y de lo ■ li MI de mi edad, te infiera la injuria de arrebatarme una joya de la que mi noy sino la depositaría y guardadora? No lo permitas, Señor; otórgame la ilnu'iu de perder antes la vida que este inestimable tesoro con que enrique-i'Ulr mi alma. Esta muerte, gloriosa para mí, me granjeará la nobilísima illljiiidiid de esposa tuya a doble título: como virgen y como mártir. <'¿inducida la joven ante el prefecto, preguntóle éste: ¿De qué linaje eres? Soy de noble estirpe —respondió la doncella. ¿Cómo te llamas? — Reina. -¿Cuáles son tus ideas religiosas? Adoro a la Santísima Trinidad. -¿Perteneces, pues, a la secta de ese Galileo o Nazareno y ostentas • u nombre? Sí —replicó la Santa—. Soy cristiana e invoco a Jesucristo para que se iliitnc mirarme y protegerme como sierva suya. Muy pronto se percató Olibrio de lo inútil de sus tentativas para obtener l« que se proponía, ante la solidez y el temple de las convicciones de la joven "M iiin a , y quiso variar de táctica y echar mano de todos los medios posibles i»iru hacerla vacilar en su fe. En tretan to , ordenó que, debidamente custo- ■Itiiilu, fuera puesta en prisiones, decidido a someterla a nuevo interrogatorio >i vlutu de toda la población de Alesia. No dudaba que esta providencia la iiitliniduría mucho. Al ulborear del siguiente día, sentóse Olibrio en su tribunal, después de IihImt ofrecido un sacrificio a los ídolos ante un concurso inmenso de espec-i. i.lorcn que habían acudido de todas partes, y ordenó que fuese traída la ■ •lilluiiii doncella, a la cual habló luego así: Joven, rinde prontamente homenaje a los dioses inmortales y ten piedad il< ti misma. Si atiendes a mis indicaciones, te colmaré de riquezas y disfru-liinti ii mi lado de una posición tan honrosa como envidiable. Mas, si te nlialhiiircn en tu terquedad, tengo medios a mi disposición con que doble-tf. nir y vencerte, pues no escatimaré ninguno, por doloroso que fuere, a fin ■ l< vindicar el honor de los dioses que tú menosprecias. A lo (|uc la magnánima virgen replicó noble y dignamente, pero con • M i l i • /!■ ! i riil ¡una soy; y sabe que antepongo este título y cualidad que recibí >ii <1 Ihiulisino, a cuanto de noble y honroso pudiera deber al nacimiento y x l.i loitiiim. Gloríome en ser humilde sierva de mi Señor Jesucristo, Dios
  • 58. verdadero, a quien he consagrado todo mi ser, y nada será capaz de separarme de su amor. Y ten por cierto que ratificaré esta declaración y la rubricaré con mi sangre si preciso fuere, pues dispuesta estoy a sufrir tu crueldad y a morir para mantenerme fiel a mi Dios. LA PRISIÓN. — INHUMANIDAD DE SU PROPIO PADRE EN este punto quedó el interrogatorio, pues Olibrio no quiso continuarlo. ¿Sería acaso porque sintiera su natural fiero y cruel apaciguarse por el amor que la bellísima y casta doncella había despertado en él, o porque se lisonjeara pensando en que ta l vez con el tiempo podría la joven cambiar de sentimientos?... Nada dicen las Actas a este respecto, pero lo cierto es que el prefecto se limitó a ordenar que la valerosa joven fuese puesta y guardada en prisión hasta su regreso de Germania. Ausente Olibrio, encargóse de cumplir sus disposiciones el propio padre de nuestra Santa, y a este fin dió las órdenes pertinentes para que fuera encerrada en una de las torres de su castillo de Griñón. Mandó el bárbaro y cruel padre rodear el cuerpo de su pobre e inocente hija con un aro de hierro y una cadena cuyos extremos fueron fijados a las paredes, de tal modo que la santa prisionera se vió impedida de todo movimiento y obligada a estar en pie continuamente de día y de noche y sin socorro humano alguno, salvo un poquito de pan y agua, que la caridad de los cristianos le procuraba, aunque a escondidas y no sin peligro de la vida. Fortalecida con la ayuda divina, soportó la heroica joven aquel indecible tormento con invencible paciencia. Por fin, regresó Olibrio y, apenas llegado, faltóle tiempo para informarse del estado de ánimo de la prisionera. ¡Cuál no fué su irritación al saber que el corazón de Reina seguía tan firme e invariablemente unido a Jesucristo, y con lazos más estrechos y sólidos qje los que sujetaban su cuerpo virginal a los muros de aquella mazmorra! NUEVO INTERROGATORIO. — TORMENTOS ATROCES INTENTA entonces el prefecto nu«va acometida a aquella constancia de la Santa, y ordena que sea concucida ante su tribunal para someterla a nuevas pruebas. Pone entonces en juego toda la ternura de palabras y todos los recursos de que es capaz in amor apasionado y píntale con vivos y sugestivos colores el cuadro de dichis y de honores a que se hará acreedora con tal que acceda siquiera a echar in grano de incienso en el pebetero que
  • 59. A vista de la rara hermosura de Santa Reina, Olibrio, prefecto de las Galias, le ofrece su mano de esposo sin otra condición •¡ur la de ofrendar, aunque sea sólo por fórmula, sacrificios a los Ídolos paganos. La Santa rechaza, noblemente indignada, la proposición del prefecto.
  • 60. está ante el altar de los dioses. Pero la virgen Reina permanece inquebran­table en su fidelidad a Jesucristo. Al ver burladas sus esperanzas, déjase a rrastra r Olibrio por su instinto sanguinario y ordena que se la someta a torturas tales que su sola lectura produce estremecimientos de espanto. Empiezan por extender y sujetar a la inocente víctima en el potro y unos verdugos la flagelaban tan cruelísima-mente que las virginales carnes saltan en pedazos y la sangre corre en verdaderos arroyos por el suelo; y mientras los circunstantes, paganos en su mayoría, lloran de emoción y de espanto ante aquel espectáculo inhumano, la dulce víctima dice, con los ojos puestos en el cielo: «En Ti, Señor y Dios mío, descansan mis esperanzas y no seré confundida». E ntretanto, algunos de los presentes no cesaban de decirle con aire entre compasivo y de reconvención: —¿Pero no ves, inconsiderada doncella, a qué te expones y de qué cosas te privas por no proferir un sencillo «sí» y ofrecer un sacrificio a los dioses? ¡Qué locura, perder la vida por sostener las teorías de un crucificado! —Callad, callad, malaventurados e insensatos consejeros —replicaba con energía la virgen cristiana, a pesar de la crudeza de sus horribles pade­cimientos—; jamás ofreceré sacrificios ante vuestros mudos e insensibles ídolos de piedra. Sólo adoro y adoraré a mi Señor Jesucristo, único Dios verdadero, de quien recibo consuelo y fortaleza en medio de mis tormentos. Exasperado el tirano ante la constancia de la santa mártir, da orden de que se le arranquen las uñas y de que, suspendiéndola en alto, se le rasgue la piel y las carnes con peines de hierro. Ejecutóse al momento el cruel mandato, y los verdugos hicieron ta l carnicería y tales destrozos en el santo cuerpo, que los espectadores no pudieron contenerse y lanzaron gritos de horror y compasión, y hasta el mismo Olibrio, acostumbrado a tales esce­nas, no pudo contemplarlo impasible y, por no verlo, se cubrió el rostro con el extremo de tu toga. NOCHE OSCURA DEL ALMA. — CONSUELOS CELESTIALES LLEGADA la noche, suspendióse la tortura y Santa Reina fué encerrada en un lóbrego e inmundo calabozo hasta el día siguiente, en que el prefecto pensaba proseguir el procedimiento contra la mártir. Quiso el Señor acrisolar la virtud de su fidelísima sierva disponiendo que gustase las hieles que acibararon su Alma santísima en la Agonía del Huerto de Getsemaní. Nuestro Señor exigió de su fiel esposa este nuevo rasgo de semejanza con Él. El corazón de la Santa debía prepararse así para luego gustar más intensamente las delicias del divino Amor.
  • 61. l'.n efecto: entre la lobreguez y oscuridad del calabozo, la soledad eu que ’< encontró sin que un alma ca ritativa mitigara la congoja de su espíritu, con • I recuerdo de las escenas horrorosas de aquel día y la temible perspectiva de In* tormentos a que la pasión decepcionada del cruel Olibrio la había de so-o ie t e r , todo unido al dolor acerbísimo que sus múltiples y tremendas heridas Ir ocasionaban, produjo en la pobre doncella una tristeza y un abatimiento ■ lilicilcs de ponderar. Y, por si fuera poco, vino a sumarse y aumentar aún muí su pena el hecho de no hallar el consuelo que esperaba encontrar claman­do ni ciclo, que parecía hacerse sordo a sus ruegos, gemidos y lágrimas. No mus alegrías celestiales, ni más extáticos arrobos, ni ninguna de las dulzuras divinas con que el Señor solía antes regalarla. Tristeza, aridez, oscuridad... i ! tirillentos indefinibles de la noche mística de la s almas! Ruda prueba para quien había pasado por ta n to s trabajos con ta l de per­manecer fiel a la fe y a su conciencia. Empero, resistió con valor y mantú­vole firme en su anhelo de seguir a Jesucristo y amarle a pesar de todos los obstáculos. Tan generoso y constante proceder iba pronto a recibir el justo premio. I lectivamente, cesan de pronto sus mortales congojas y desvanécese como un pesado sueño aquella tristeza y ansiedad que la oprimían, y el Señor inunda >n alma de consuelos tanto mayores cuanto más dolorosas fueran las anterio-n s pruebas. Una alegría celestial invade todo su ser y, arrebatada en éxtasis, »r nna cruz de enormes dimensiones que desde la tierra llegaba al cielo, y Mtlire ella al Espíritu Santo, en figura de paloma blanquísima, que le pro­metía en breve plazo la corona eterna. Y para que no dudara la Santa ni un momento de la realidad de los he- • líos , el Señor curó instantáneamente todas sus llagas y le infundió tal for-t ' i le /a y ánimo en el espíritu, que ardía en deseos de que despuntara la aurora I iiuevo día para volver a empezar la cruenta lucha y beber hasta las últi-m, r gotas el cáliz de sufrimientos que sus verdugos le reservaban. EL ÜLTIMO INTERROGATORIO VENIDA la mañana, manda Olibrio que comparezca la prisionera y queda mudo de asombro y de estupor el verla sana y sin señal al­guna de las heridas que le ocasionaran los tomentos a que fué some- .............teriormente. Ante hecho semejante que no sabía cómo explicarse, sien­ta tililirio encenderse la llama de su pasión por la doncella cristiana, y con ti'!"-, ternísimas conjúrale de nuevo a que ofrezca un sacrificio a los ídolos y m *pie consienta en desposarse con él. Mas la casta virgen rehúsa digna y va- Mi uit mente entrambas proposiciones que oye con desdén, con lo cual el amor
  • 62. del prefecto, una vez más decepcionado, cede de nuevo su lugar al odio y a la crueldad. — Desprecio tus falaces promesas — decíale la santa joven— ; alardeas y muestras celo por el honor de tus falsas divinidades, pero no es todo ello más que una máscara con que encubres tus criminales deseos. Ten por seguro que, pese a tus amenazas, a los tormentos y a la misma muerte, permaneceré fiel a mi Dios hasta el postrer segundo. La noble y sincera entereza de semejante lenguaje puso al tirano fuera de sí de cólera y rabia. Nuevamente tendida la santa doncella en el caballete, manda el cruel verdugo que le sean aplicadas antorchas encendidas a ambos costados del cuerpo hasta producirle horribles quemaduras. La Santa soportó tan bárbaro suplicio con ánimo tranquilo y su rostro se iluminó pronto con la alegría que colmaba su alma. Al percatarse Olibrio de la augusta serenidad de su víctima, ideó otro tor­mento para ver de turbarla. AI efecto, ordenó que la metiesen en un baño de agua helada, para que la brusca transición de temperatura causase mayores sufrimientos en aquellos torturados miembros. ¡Vana esperanza!, pues la santa mártir no perdió su celeste sonrisa ni se turbó en lo más mínimo. A mayor abundamiento, el cuerpo virginal flotaba mansamente sobre el agua y la Santa entonaba al Señor sus cánticos de alabanza: «E l Señor —decía— ha mostrado su poderío, el Señor ha manifestado su gloria. ¡Oh Señor y Dueño mío, Jesús, que tantas veces me preservaste de la muerte, bendito seas por los siglos de los siglos!» Era inútil toda porfía. Cuanto más se encarnizaba el tirano con su presa, tanto más resaltaban la fortaleza invencible de la mártir y la vergonzosa derrota del sanguinario verdugo. Porque cada nuevo suplicio parecía infun­dir ánimos nuevos en la santa doncella. SU MUERTE COMPRENDIÓ, a la postre, Olibrio, que no podía forjarse ilusiones ni podría conseguir nada de un alma de semejante temple, y quiso aca­bar ya de una vez, por no exponerse a nuevos fracasos y a más humi­llantes derrotas. En consecuencia, dictó sentencia por la que condenaba a la valerosa virgen a ser decapitada, aunque le concedía una hora de tregua para que se preparase a recibir el golpe fatal. Trasladóse el pueblo en masa al lugar señalado para la ejecución, situado a extramuros de Alesia. En cuanto llegó allí la Santa, pidió y obtuvo permiso para dirigir unas frases a los espectadores. Verificólo con tal gracia y majes­tad, a la par que con tanta suavidad y valentía, que muy pronto se apoderó
  • 63. ■ Ir Iiih corazones la emoción mas viva y todos los ojos se arrasaron en lágri- . . l odos admiraban la tranquilidad de ánimo que irradiaba de su rostro y • I Milor de aquella noble e ilustre patricia que enfrentaba la muerte con el li< loísmo de un veterano guerrero. Volvió luego el bello y amable rostro a los cristianos allí presentes, que li'iluim querido acompañar y ser testigos del triunfo de su santa hermana, y ■ oi'.olcs, con ahinco y en términos del más vivo afecto y de la mayor humil- • Ini. que se dignasen ofrecer a Dios sus oraciones y lágrimas, para que ella imitI ¡era alcanzar de la misericordia divina el perdón de los pecados. ¡Sublime .......ildail de un almu que iba a comparecer ante el Supremo Juez revestida ron el ropaje precioso de la inocencia bautismal! Exhortólos, además, a de- !■ mlrr con toda firmeza, aun arriesgando la vida, el honor de la única religión i ■ nladera, la religión de Jesucristo. Inclinó luego su cabeza y presentó el cuello al verdugo. Era el 7 de sep- Hi inlirc del año 251. I'.n el mismo instante los conmovidos espectadores vieron su alma bellí- • iniii ascender al cielo, acompañada de ángeles. Kccogieron los cristianos de Alesia los restos venerandos de su santa con- > iiiiludanu y los sepultaron con todo respeto al pie de la montaña contigua a l.i población. Más tarde, los sagrados restos fueron trasladados al monasterio >l< riavigny, donde quedaron definitivamente. Dios ilustró la tumba de la tilín ¡osa mártir obrando por su intercesión un sinnúmero de portentos. I .i diócesis de Autún, donde vió la luz primera Santa Reina, le tributa • ••1(0 cspecialísimo, y en toda la Borgoña es tenida en gran veneración. En i ipiiiiii tiene también muchos devotos. Los falsos cronicones colocaron erró-i »i límente en nuestra patria el lugar de su glorioso martirio. SANTORAL l'.vorcio, obispo de Orleáns, y Esteban, de Die, en Francia; Juan de Lodi, obispo de Gubbio, y Pánfilo, de Capua; Alemondo y Gilberto, obispos de llrxam, en Inglaterra; Vivencio y Augustal, obispos y confesores; Eunán, ol>ispo de Raphoe, en Irlanda; Eustaquio, abad; Clodoaldo, presbítero y i onfesor; Juan y Anastasio, mártires] Eusiquio, mártir en Cesarea de Capa-ilmia, cuando imperaba Adriano Nemorio, diácono, y compañeros, mar- Im/.ados por Átila; Sozonte, mártir en Cilicia bajo Galeno. Beatos Mateo, olaspo.de Agrigento; esteban Pongracz y Melchor Grodecz, jesuítas, y Mar-i " Crisino, mártires en Casovia de Eslovaquia. Santas Reina o Regina y • •riiimna, vírgenes y mártires; Medelberta — sobrina de Santa Aldegunda— , iili.iilrsa. Traslación a Oviedo de las reliquias de Santa Eulalia de Mérida, • n tiempo del rey Silo.
  • 64. D Í A 8 DE S E P T I E M B R E SAN A D R I A N MARTIR DE NICOMEDIA ( f 306?) LAS Actas del martirio de San Adrián están escritas en griego. De ellas se hicieron varias versiones; una se intitula: Actas de San Adrián y compañeros; otra, Martirio de los santos mártires Adrián y N a ­talia, la tercera, mucho más compendiada: D e l santo mártir Adrián, >!• Natalia y compañeros. I' r¡i por los años de 306; la cruel persecución decretada por Diocleciano mui rn los discípulos de Jesús empezaba ya a extinguirse, cuando su impío • ni i-Mir Maximiano Galerio volvió a avivarla en toda el Asia. I ii ciudad de Nicomedia de Bitinia estaba más expuesta que ninguna otra •i lu Irrocidad del cruel tirano, porque en ella residía ordinariamente. Los emi- «.ii Ion del emperador solían recorrer los barrios y casas de la ciudad, obliga-lniii ii los habitantes a participar en los sacrificios idolátricos .y detenían a i'iiii nrs a ello se negaban. Prometían grandes premios a cuantos denunciasen h iilijnn cristiano y, en cambio, proferían severísimas amenazas contra quienes ln« nriilliiscn; así que, empujados de una parte por temor de los suplicios i ili «.Ini, por la codicia de los premios, los paganos delataban aún a sus iiiixiniiH ilrudos y vecinos que seguían la religión cristiana.
  • 65. Del mismo modo, solían perseguir a los cristianos de los alrededores de la ciudad. Cierto día fueron denunciados veintitrés que se liabían juntado en una cueva para cantar salmos. Pronto llegó una compañía de soldados a de­tenerlos; cercaron la cueva, apresaron a aquellos inocentes adoradores del verdadero Dios y lleváronlos maniatados delante del emperador. Maximiano Galerio les hizo padecer cruelísimos tormentos; finalmente, no pudiendo vencer su constancia, mandó que, cargados de cadenas, los echasen a todos en lóbrega cárcel entre tanto llegaba la hora de hacerles morir en su­plicios atrocísimos que llenasen de espanto a los demás cristianos. ADRIAN AMBICIONA LA GLORIA DEL MARTIRIO EN TR E los testigos de los tormentos de aquellos mártires se hallaba Adrián, mozo de veintiocho años, caballero principal y ministro del emperador. Conmovido Adrián a la vista de la constancia y fortaleza de los cristianos, no pudo por menos de dirigirse a ellos. —Os conjuro, hermanos, en nombre de vuestro Dios —exclamó— , que me digáis la verdad. ¿Qué gloria y premio esperáis en pago de los crueles tormentos que sufrís ahora? Los Santos le respondieron: — Declarárnoste sinceramente que los labios no aciertan a expresar, ni el entendimiento a comprender la magnífica recompensa que esperamos recibir en el cielo. Siguieron hablando buen rato, y, al fin, transformado por la gracia, dijo Adrián a los soldados: — Poned mi nombre en la lista de estos santos varones, que yo también soy cristiano. Pronto llevaron los soldados aquella lista al emperador, el cual, al ver en ella el nombre de Adrián, se imaginó que dicho oficial deseaba alegar algún testimonio contra los mártires, por lo que dió esta orden: —Escríbase inmediatamente la acusación presentada por Adrián. Pero, habiéndole notificado el escribano que el oficial había abrazado el cristianismo, enfurecióse el tirano y, dirigiéndose al neófito, exclamó: —Pídeme pronto perdón; declara que dijiste aquellas palabras sin caer en la cuenta de lo que decías, y borraré tu nombre de la lista de los condenados. Adrián le respondió: —Sólo a mi Dios pediré yo de hoy en adelante perdón de los extravíos de mi pasada vida y de los pecados que cometí. Al oír estas palabras, Galerio mandó que le cargasen de hierros y le echa­sen a la cárcel.
  • 66. A N A D R I Á N 83 LA ESPOSA DE UN MÁRTIR ENTR ETAN TO , un criado de Adrián corrió a dar noticia de lo sucedido ii Natalia, esposa del ministro imperial. —Adrián, mi señor —le dijo— , acaba de ser detenido y encarcelado. I i tiintóse Natalia y rasgó sus vestidos, afligidísima con aquella noticia. -¿Qué delito ha cometido? —preguntó. Yo he visto atormentar cruelmente a algunos hombres por causa del niiiiilirc de aquel que llaman Cristo —respondió el criado— ; negábanse a sa- .1 linar a los dioses; entonces mi señor dijo: «Y o también moriré de buena i! i i i i i i con ellos». I lenóse de gozo Natalia al oírle estas palabras; había ella nacido de padres instituios, y hasta entonces no se había atrevido a confesar públicamente la (• . a causa de la violenta persecución. Mudó sus vestidos, corrió a la cárcel, echóse a los pies de su marido, besó . «in jubilo los grillos y cadenas, y con santas palabras le alentó a mostrarse • ‘.Inr/iido en la pelea. Adrián le prometió ser fiel a Jesucristo con la gracia de Dios, a pesar de • tullís los tormentos, y añadió: Amada esposa mía, vuélvete a casa, pues se acerca ya la noche. Y o te "tiiiiiv al tiempo que nos hayan de atormentar, para que te halles presente x mi martirio. Antes de salir de la cárcel, echóse Natalia a los pies de los veintitrés com- ...... ros de Adrián, y con entrañable devoción besó sus cadenas. Mostrándo­la < l u e g o a su marido, les dijo: < >s suplico, hermanos, que animéis y esforcéis a esta oveja de Cristo. I‘unidos algunos días, entendiendo Adrián que iba ya a ser llamado ante • I |u</, dijo a sus compañeros: iVruiitidme, hermanos, ir a mi casa y traer conmigo a mi hermana, i * *n • Ir prometí llamarla para que se hallase presente a nuestra lucha postrera. I o» mártires fueron de este parecer. Compró con dinero licencia de los jn.x.l.iv y salió de la cárcel en busca de su esposa. M‘i* untes que llegase a su casa, Natalia tuvo noticia que Adrián andaba I" " lu ciudad. Enternecióse sobremanera y derramó lágrimas de dolor, pare- <-i<-<hImIi i|iu- su marido había renegado de la fe y huía del martirio. Vió luego qin iliiuii se acercaba a casa, y levantóse para cerrarle la puerta. No quería liHlii.Kir ya palabra y acusábale de cobarde que había vuelto las espaldas «mi>- i|iie m* comenzase la batalla. iliiiiu estriba a la puerta oyendo gozoso las palabras de su esposa y co­
  • 67. brando con ellas ánimo y nuevo esfuerzo para cumplir su promesa. Final­mente, al ver a Natalia tan cruelmente afligida, le dijo desde fuera: — Abre ya, querida esposa, que no estoy aquí por huir de la muerte como cobarde; al contrario, vengo a buscarte como te lo prometí, pues se acerca ya la hora de la pelea. Satisfecha con lo que oía, abrió Natalia la puerta. — ¡Oh bendita esposa! —exclamó Adrián— . Tu valor sostiene el ánimo de tu marido para salvarle, tu corona será digna de la de los mártires, aun­que el tirano no te haga padecer ningún tormento. Los dos juntos se encaminaron a la cárcel. Yendo por la calle, vínole a Adrián el temor de que el emperador confiscase sus bienes y dejase a Natalia sin hacienda y desamparada. Dijo, pues, a su esposa: —Y ahora, hermana mía, ¿qué orden piensas dar a nuestro patrimonio y hacienda? —No quieras acordarte más de los bienes de este mundo, para que no te embaracen y cautiven el corazón; pon los ojos en los bienes perdurables y eternos que tan presto te dará el Señor. Él, que sustenta a los pajarillos del cielo, habrá disponer las cosas mejor de lo que nosotros pudiéramos idear. Llegaron a la cárcel, y luego Natalia se postró a los pies de los santos mártires y besó sus cadenas; y, viendo que por los grillos y prisiones tenían las carnes ulceradas y tan podridas que criaban gusanos, mandó a sus criados traer de su casa lienzos preciosos y delicados, y con ellos limpió las llagas de los mártires y las vendó con admirable devoción y ternura. Siete días per­maneció en la cárcel ocupándose en aquellos caritativos menesteres con los siervos de Jesucristo, sin que los soldados estorbasen su trabajo. EN EL TRIBUNAL DEL TIRANO LEGÓ la orden de que todos los presos cristianos fuesen presentados delante del emperador. Sacaron, pues, de la cárcel a los veintitrés már­tires y los llevaron a todos sujetos con una misma cadena y montados sobre jumentos; pues no podían sostenerse en pie, por tener el cuerpo molido y despedazado por los tormentos ya padecidos. Adrián iba tras ellos, atadas las manos a las espaldas. Otra vez quiso el cruel Galeno que los atormentasen, pero el presidente del tribunal le hizo notar que, por estar tan debilitados, no podrían, sin morir en breve, aguantar nuevos tormentos. Llamó sólo a Adrián, juzgando que por ser mozo sano y robusto tendría fuerzas para padecer mayores penas. Quitáronle el elegante uniforme de ministro imperial y, vestido como simple reo, se adelantó llevando él mismo sobre sus hombros el ecúleo o ca-
  • 68. 1111111111111 u 11111111 m j i i i i imi imlu l l l l l l i imi i i i i i i i i in i i J i i i i i i i i i i in i i i i i i i i i i i i r i i in i r i T i i n i n i i i i r DICE la admirable esposa a San Adrián: « E l tormento es breve y el premio dura para siempre, acuérdate que sirviendo al rey de la tierra padeciste grandes trabajos por una paga escasa y vil, por lo cual ahora, con mayor constancia, debes sufrir cualquier pena por el reino de los cielos.))
  • 69. bailete donde iba a ser atormentado. Entretanto, su esposa y los demás már­tires le alentaban con santas palabras. Fué presentado delante del empera­dor, el cual le preguntó: — ¿Persistes todavía en tu locura? —Ya renuncié a mi locura; por eso estoy pronto a dar la vida para salvar mi alma. — Sacrifica a los dioses inmortales —repuso el tirano— ; adóralos como nosotros; de lo contrario, mandaré que te atormenten con tanta crueldad que ni siquiera imaginarlo puedes. Tales amenazas no eran en boca de Galerio palabras sin sentido. Harto bien le conocían los cristianos. Pero no por ello se asustaba Adrián. —Me da lástima tu ceguera, ¡oh emperador! —le respondió— . Te ase­guro que nunca jamás reconoceré yo ser dioses unos bloques de piedra. Lo que has determinado hacer conmigo, hazlo, pues, prontamente. Aun tuvo que soportar el mártir otras varias razones y consejos. Viendo Galerio que no podía ablandarle con palabras, le mandó azotar. Natalia, que estaba presente, corrió a avisar a los demás mártires: — Mi marido ha comenzado la batalla —les dijo— ; rogad a Dios por él. Todos se postraron de hinojos y suplicaron al Señor diese al mártir for­taleza y valor. Entretanto los sayones arreciaban los golpes con palos duros y nudosos. Ya la carne del mártir caía a pedazos, cuando el tirano le gritó: —Hombres falaces y criminales te enseñaron esas doctrinas. — ¿Cómo te atreves a llamar falaces a quienes me enseñaron el camino de la vida eterna? Puedes creer que nunca les agradeceré bastante el bien in­menso que me procuraron con la fe cristiana. Enfurecióse el emperador al oír tales palabras, y mandó que le apaleasen más duramente. —Doblando los tormentos aumentas mi gloria y mi premio — le dijo Adrián. Diéronle recios golpes en el vientre, con que le rasgaron y descubrieron las entrañas. Quizá la vista de aquel cuerpo destrozado conmovió un tanto a Galerio. — Invoca, al menos, a los dioses —le dijo con aire de compasión— , e inmediatamente mandaré llamar a los médicos para que curen tus heridas y vengas luego a vivir en mi palacio. — En balde me prometes médicos que me curen, ni honras y dignidades, y aun habitar en tu palacio, pues has de saber que no cederé nunca ni por nada. Vencido y confuso, dejó Galerio para más adelante la venganza. Mandó que llevasen otra vez a la cárcel a todos los mártires, y determinó un día para interrogarlos más detenidamente.
  • 70. HEROÍSMO SIN PAR AL punto obedecieron los soldados y llevaron a los mártires a la cárcel, empujando violentamente a los que aun podían sostenerse en pie, y arrastrando a los que estaban ya totalmente extenuados. Natalia iba con Adrián, sosteniéndole con sus manos, pues el santo mártir inirccía más muerto que vivo. —Hienaventurado eres, Adrián, hermano mío —le decía— , pues que has <i<lo hallado digno de padecer por el Señor que murió por ti. Dentro de ;><■*•<> entrarás en la gloria de Aquel cuyos dolores compartes ahora. Llegados a la cárcel, los demás mártires se acercaron a su heroico herma­no para saludarle, y los que no podían andar, se arrastraban para ir a darle <1 parabién y el ósculo de paz. Natalia entre tanto limpiaba las heridas de su imirido y recogía la sangre que de ellas corría. I’or su ejemplo acudieron ótras santas mujeres a la cárcel para consolar, •rrvir y regalar a los mártires; mas, sabiéndolo el tirano, mandó cerrar la imrrta y que ninguna de ellas entrase. No se espantó Natalia por este man-il iio, antes, cobrando más ánimo, se cortó el cabello, vistióse de hombre y m ir ó en !a cárcel a alentar a su marido. Las demás hicieron lo mismo. Supo Galerio que a los mártires se les agotaban ya las fuerzas por los •lolores que Ies causaban las heridas gangrenadas, y mandó llevar un yunque i romperles manos y piernas con una barra de hierro. Ya procuraré yo que no acaben su vida con muerte tranquila —añadió. Km breve llegaron los sayones con los instrumentos del suplicio. Temió Natalia que Adrián se turbase y desmayase viendo padecer aquel tormento i'iii atroz a los demás y, porque nada deseaba tanto como ver a su marido ..... .. con la aureola del martirio, rogó a los verdugos que comenzasen por '•i'ian. Hiciéronlo así para agradarle. Colocaron el yunque junto al esforzado ....ti ir; Natalia tomó las piernas de su marido, y con heroico valor las puso -'•liir el fatal instrumento. Los sayones le dieron tan recios golpes, que en lo. vr cortaron los pies y rompieron las piernas del glorioso mártir. El biógra-lo <lrl Santo añade que, no contenta Natalia con esto, dijo a su esposo: Suplicóte, siervo de Jesucristo, que extiendas también la mano para que )• l i i-orlen, y así te parezcas en todo a los que detras de ti van a padecer. Xilriiín extendió su mano y la presentó a su esposa; ella la puso sobre el » .... . y la tuvo hasta que el verdugo se la cortó de un golpe. Con este tor- ...... ilio su espíritu al Señor. Era el día 4 de marzo. I n misma crueldad se ejecutó con los veintitrés compañeros de San Adrián. Al liniipo que presentaban los pies al verdugo, decían: ,< Mi, Señor Jesús!, recibe nuestro espíritu.
  • 71. Galerio mandó quemar sus cuerpos; pero levantóse luego un gran torbellino y recia tempestad con terremotos y granizo, con lo que algunos paganos mu­rieron y los demás huyeron de aquel lugar. Los cristianos recogieron enton­ces los cuerpos de los mártires; con suma reverencia los depositaron en un navio, y por mar los llevaron hasta Bizancio, que a poco se llamó Constan-tinopla, y les dieron honrosísima sepultura en aquella ciudad. Natalia guardó como rico tesoro la mano de su marido; envolvióla en paños preciosos y púsola a la cabecera de su cama. Cierto tribuno o maestre de campo del emperador pidió en matrimonio a la Santa, pero ella suplicó al Señor que la librase de algún modo de aquel importuno. Después de su oración se adormeció, y tuvo revelación d : I>ics por medio de aquellos santos mártires, que se embarcase y fuese a Bizancio donde estaban sus cuerpos. En llegando a dicha ciudad, fué a venerar las sa­gradas reliquias de los mártires, en particular las de su santo esposo; retiróse luego a un aposento a descansar del trabajo del camino y, estando dormida, dió su espíritu al Señor. Su fiesta se celebra el día 1.° de diciembre. Algunos cristianos enterraron el cuerpo de Santa Natalia juuto a los de los veinticuatro mártires, y ellos renunciaron al siglo; y trocando aquella casa en monasterio, permanecieron cabe las reliquias, dados de lleno a la penitencia. CULTO DE SAN ADRIÁN OS griegos rutenos honran a San Adrián y Santa Natalia el 26 de agosto. El mismo día hacen también conmemoración de otro mártir, homó­nimo del de Nicomedia, lo que dió lugar a confusiones, llegándose a creer que ambos no eran sino una sola y misma persona. El bienaventurado mártir San Adrián es patrono de los carniceros, cerve­ceros, carteros, carceleros y comerciantes en granos. Junto con los santos Ro­que y Sebastián, se le invoca contra las enfermedades contagiosas. L a ciudad de Walpeke de Alemania, en la diócesis de Magdeburgo, se glo­riaba de poseer la espada del oficial imperial; se refiere que, viéndose el em­perador San Enrique de Alemania obligado a dar batalla a sus enemigos, se encomendó a los santos mártires Adrián, Jorge y Lorenzo, y luego, durante la pelea, los vió que iban delante de su ejército, con un ángel que daba recios golpes a diestro y siniestro; la iglesia donde se guardaba la espada —sobre cuya autenticidad no nos toca resolver— fué destruida por un incendio, y la espada desapareció. El cuerpo de este glorioso mártir se trasladó de Constantinopla a Roma, a 8 de septiembre, fecha de su fiesta principal; parte de él se venera en la iglesia de San Adrián edificada en el Foro.
  • 72. Su culto se extendió sobre todo en Gramonte de Bélgica, donde la abadía ili Sun Pedro — que después se llamó de San Adrián— recibió sus reliquias a l i n t s del siglo X I . Además de su fiesta principal, que era el día 9 de septiem-l'ir, cclébranse allí otras dos, los días 4 de marzo y 27 de mayo, aniversario < •>!< de la llegada de las reliquias al monasterio. Cada jueves se decía misa «ulcmne con exposición de las reliquias; después de Completas, los monjes «■•luii i cantar una antífona con versículo y oración del Común de un santo iniirtir. Casi no pasaba día sin que llegase alguna peregrinación. I'.ntre los personajes que vinieron a Gramonte a implorar la protección de san Adrián cuéntanse la duquesa de Lancáster, el año 1376, y el Delfín de I rancia que fué luego el rey Luis X I , en el año 1457. Kl año de 1378, se fundó en dicha abadía una cofradía de Santa Natalia, ■ lili* desde 1627 se llamó cofradía de San Adrián y Santa Natalia. A ella per-irm- cieron la princesa Isabel, el arzobispo de Malinas y la nobleza de Bélgica. II ué aprobada por el papa Urbano V I I I ; decayó luego, pero renació en el ..«lo X V III. líl culto de San Adrián floreció en Gramonte por espacio de cinco siglos. I n las guerras de los siglos X V I y X V I I , fueron trasladadas las reliquias nada ■ik i ios que unas doce veces para guardarlas en lugar seguro, prueba evidente ■ Ir la gran veneración que tenían los fieles a este glorioso mártir. Desde el m ío premió San Adrián esta ardiente devoción con muchos y extraordinarios milagros, entre ellos algunas resurrecciones. SANTORAL I a Natividad de l a Santísima Virgen (véase en el tomo V II, «Festividades del Año Litúrgico», pág. 390). Santos Adrián y veintitrés compañeros, márti­res; Corbiniano, obispo en Baviera; Disibodo, obispo regionario en su patria -Irlanda— y luego abad de Disemberg (Alemania); Ensebio, Nestabo y Zenón, mártires en Gaza, bajo Juliano el Apóstata; Amón, Teófilo, Neote-rio y otros veintidós compañeros, mártires en Alejandría; Adrián, solitario en el Bierzo; Timoteo y Fausto, mártires en Antioquía; Sidronio, mártir en Roma bajo Aureliano, sus reliquias fueron llevadas a Flandes por Santa Adela Néstor, mártir en Gaza. Beatos Gudila, arcediano de Toledo; Do­mingo Castellet, Tomás de San Jacinto y Antonio de Santo Domingo, do­minicos, Antonio de San Buenaventura y Domingo de Nagasaki, francis­canos, mártires en el Japón; Antonio de los Ríos, de Écija, mínimo. Santas Adela, hija del rey Roberto de Francia y viuda de Balduino V, conde de Flandes; Belina, virgen y mártir. Beata Contesa, virgen. Dedicación de la Iglesia de Montserrat. Festéjase en Asturias a la V irg en d e C o v a d o n g a (véase en el tomo V II, «Festividades del Año Litúrgico»),
  • 73. litique de los traficantes negreros Angelical e incansable misionero D I A 9 DE S E P T I E M 5 R E SAN P EDRO CLAVE R JESUÍTA, APÓSTOL DE LOS NEGROS (1580-1654) Afines del siglo X V I, vivían en Verdii de Cataluña dos cristianos, ilus­tres por su nobleza, y más por sus virtudes y piedad. Eran don Pedro Cía ver y doña Ana. su esposa. En aquel hogar reinaban la paz y la concordia; pero faltaba algo a su alegría, porque hacía ya «i'ilm uños que pedían un hijo al Señor, y no se lo había concedido. En ■ li ■ l ii ocasión dijo Ana a su esposo: Sí consientes en ello, prometeré al Señor consagrarle el hijo que nos •....nlii; quizá oiga entonces nuestras súplicas... Oucrida Ana —respondió don Pedro— , si Dios nos otorga un hijo, suyo mil miles que nuestro; y, si es de su divino agrado llamarle luego a su •i i > irin, no seré yo quien se oponga a su vocación. I I (lucimiento de un hijo trajo al fin dicha y felicidad al hogar cristiano. I . I liiiulismo llamáronle Pedro. Ofrecieron a Dios aquel fruto de bendición, t ul.minie en la piedad y virtud. Pedro, en cuyo corazón había derramado ■ I i‘l< l<> los raudales de su gracia, recibió y asimiló perfectamente tan cris-iUm. i rilucución; era bueno, humilde, cariñoso y obediente y muy amante ■i> lii iiruuión y trato con Dios nuestro Señor.
  • 74. VOCACIÓN A LA VIDA RELIGIOSA CUANDO estuvo ya en edad de estudiar, enviáronle a la Universidad de Barcelona. Esta primera separación fué muy dolorosa para el cora­zón de su madre, pero la necesidad lo pedía. Huelga decir que los pia­dosos padres velaron con suma diligencia para poner a salvo la virtud de su hijo en la gran ciudad. Pedro obedeció dócilmente a sus avisos y consejos, evitó los malos ejemplos y fué modelo de sus condiscípulos. Los Padres Je­suítas tenían una residencia en aquella ciudad; de ellos eligió el joven es­tudiante director de conciencia, y en el convento gustaba de pasar los tiem­pos libres, en vez de perderlos en la disipación y los placeres. Aquella vida piadosa y retirada fué preparando más y más su corazón para la santidad a que le llamaba el Señor. Desapegado de las cosas del mundo, hacia las que no sentía afición alguna, entróse cada vez con mayor gusto por las de la religión; y, si bien continuaba dado de lleno a los estu­dios. dedicaba largos ratos a las expansiones de su alma, tan inclinada a la piedad y al trato íntimo con Dios. Determinóse por fin a abrazar el estado eclesiástico y recibió la tonsura de manos del obispo de Barcelona. Su talento, la estima del prelado y la pro­tección de un tío suyo canónigo, le hubieran abierto el camino de las digni­dades eclesiásticas; Claver prefirió dar de mano totalmente al siglo para per­tenecer a Jesucristo sin sombra de ambición mundana. Notificó a sus padres su inquebrantable resolución de hacerse Jesuíta. Con esta noticia inesperada contristáronse muchísimo tanto su padre como su madre; querían, sí, darlo al Señor, pero pensaban que se hubiera contentado con ser sacerdote secular. Pronto, empero, venció la fe; de buena gana ofrecieron al Señor aquel sacri­ficio, y así, Pedro, con la bendición de sus padres, y siendo de unos veinte años de edad, partió para Tarragona, donde se hallaba el noviciado de la Compañía. En él entró a 7 de agosto de 1602. Ya desde los primeros días entregóse el novicio sin restricción a la prác­tica de la Regla y a los ejercicios de vida religiosa. Admiraban todos su regu­laridad, modestia y amor al recogimiento y oración. Regla y sello de su con­ducta fueron desde entonces estas cuatro máximas: 1.a Buscar a Dios en todo, y en todo procurar hallarle; 2.a, hacerlo todo para mayor gloria de Dios; 3.*, ejercitarse en tan perfecta obediencia que, por amor a Jesucristo, someta mi voluntad y juicio al superior como a Jesús cuyo lugar ocupa; 4.a, no buscar en este mundo sino lo que Cristo buscó en él, conviene a saber, la salvación de las almas; y, para ello, arrostrar con buen ánimo y amor los padecimien­tos y aun la misma muerte.
  • 75. ENCUENTRO DE DOS SANTOS ABIENDO emitido los primeros votos y consagrado dos años a dar cabo a los estudios literarios, enviáronle al colegio de Mallorca para que en él asistiese a los cursos de Filosofía. A l llegar, recibióle un I Icrinuno lego anciano que a la sazón desempeñaba el cargo de portero. Lla-niiilmsc Alfonso Rodríguez. Era un santo y adivinó con sólo una mirada cuán lirriuosa alma tenía el religioso recién llegado; antes de hablarse, postráronse iiiiiImks de rodillas uno delante del otro. A este primer encuentro se sucedió ilun siglos más tarde otro muy providencial: ambos Santos fueron inscritos en • I iiilalogo de los Bienaventurados el mismo día 8 de enero de 1888, por la Santidad de León X I I I . Con la venia de los superiores, el santo anciano y el virtuoso joven solían Imitarse cada día en una hora determinada para hablar de cosas celestiales • inflamarse mutuamente en el amor divino. En aquellas admirables eonver- • liciones, Alfonso, veterano de la perfección religiosa, derramaba enteramente •ii ulina en la del bisoño soldado del Señor. Cierto día favoreció Dios al Hermano Alfonso con una visión maravillosa: • I Santo vió abrirse ante sus ojos parte del cielo; levantábanse en él magní-lii'os tronos, y sobre ellos había unos santos aureolados de gloria. Su ángel ■ l< la Guarda le señaló un trono más suntuoso que los demás, y que todavía i<lal>a vacío. Volvióse entonces Alfonso a su bondadoso y celestial guía, y le ■ li|u: «Este trono está seguramente aguardando a alguno; ¿para quién lo han pn parado? —Para tu discípulo Pedro Claver —respondió el ángel— . Llegará ii merecerlo por sus heroicas virtudes y por el prodigioso celo merced al cual iMiiará innumerables almas para Jesucristo en las Indias Occidentales». El liiniiilde lego sólo refirió esta visión al director de su conciencia; pero de allí mi Imite procuró despertar en el alma de su discípulo deseos ardientes de con­jurarse a las misiones de América. «Querido hermano —le decía— : no acierto •i expresaros el dolor que me aflige al pensar que hay tantos pueblos que no ■ iHioeen todavía a Dios nuestro Señor; aquellas gentes se condenan porque i'.nlic vn a alumbrarlas con la luz de la fe... ¡Cuántos obreros inútiles donde I I enseeha es escasa, y cuán pocos donde abunda la mies! ¿Acaso el amor al • ni v la plata que impulsan a tantos hombres a cruzar los mares, ha de ser m.!• Inerte que el amor a Nuestro Señor Jesucristo?... ¡Oh hermano de mi '■■mil!, ¡cuán hermoso y dilatado campo se ofrece a vuestro celo! Si algo os impurla la gloria de la casa del Señor, volad a las Indias; si amáis a Jesús, •pii ililn hermano, id a evangelizar a tantas almas que se pierden, enseñándo­la • .i aprovecharse de la sangre que el divino Redentor derramó por ellas».
  • 76. Aquellos ardientes anhelos apostólicos de Alfonso inflamaron el alma de Pedro, eí cual empezó ya desde entonces a pedir a los superiores le dejasen consagrarse a las misiones de América. Contestáronle que aguardase para ello a terminar el estudio de la Teología. Enviáronle, pues, a Barcelona, donde pasó dos años aprendiendo esta sublime ciencia. Finalmente, oyó el Padre Provincial sus ruegos; Pedro partió inmediatamente para Sevilla, donde debía embarcarse. Vino a pasar en este viaje cerca de Verdú, su pueblo, y como a una legua de distancia de su casa; asaltóle el deseo muy natural de ver por última vez a sus padres. Pero, ¿a qué — se dijo— renovar su aflicción con la desgarradora despedida? ¿No habían por ventura hecho ya una vez el sacri­ficio? ¿No era más meritorio para él y para ellos no disminuir el valor del mismo? Y prosiguió el viaje sin volver a ver su pueblo natal. EL MISIONERO, ESCLAVO DE LOS NEGROS EL navio que le llevaba dejó las costas españolas en abril de 1610. La travesía duró varios meses. El joven misionero se hizo apóstol y enfer­mero de sus compañeros de viaje. Confeccionaba las medicinas y cuida- I ba a los enfermos con ternura y abnegación de madre. Congregaba a los ma- ! rineros para enseñarles la doctrina, y la sesión terminaba con el rezo del ro- . sario. El capitán obligaba a Pedro a que comiese con él, y el Santo guardaba . lo mejor de la comida para los enfermos. Finalmente llegaron a las costas de América del Sur y desembarcaron en Cartagena de Colombia. Al pisar por primera vez el suelo del Nuevo Mundo, besó Pedro Claver aquella tierra que iba ya a regar con sus sudores. Enviáronle al convento de Santa Fe, para j que acabase el estudio de la Teología. Eran pocos los Padres en aquella re­sidencia, por lo que tenían hartas preocupaciones. Pedro se multiplicaba: fué sacristán, portero, enfermero, cocinero y más que nada teólogo; tras dos años, | tuvo un examen brillantísimo y se ordenó de sacerdote en Cartagena. ¡ Entre los Padres Jesuítas de Cartagena se hallaba a la sazón el admirable ¡ Padre de Sandoval, que había consagrado gran parte de su vida a la evan-gelización de los negros africanos vendidos en América como esclavos, y de ellos había bautizado más de treinta mil. El nuevo sacerdote pasó a ser dis­cípulo y coadjutor de aquel santo varón. No había cosa más lamentable que el estado de aquellas desdichadas víc­timas de la codicia humana. Cada año capturaban los mercaderes de esclavos millares de negros en las costas africanas de Guinea, Angola y el Congo, y los amontonaban en el fondo de sus navios, cargados de cadenas, sin camas y en medio de basura; dábanles poquísima comida y ningún vestido. Muchísimos enfermaban en el viaje, y casi todos ellos iban cubiertos de heridas ulceradas, i
  • 77. CALCÚLASE que el número de negros bautizados por San Pedro Claver asciende o cuatrocientos mil, lo que viene a dar "ni-, de diez mil por cada año de su apostolado. Además de bauti- ■irlos cuidábase de instruirlos, ampararlos y consolarlos para que siempre fueran buenos cristianos.
  • 78. Al abordar a un puerto de América, los negreros desembarcaban su mercan­cía y acorralaban aquel rebaño humano en algo así como amplios almacenes sombríos y húmedos, donde venían a comprarlos los colonos para enviarlos a trabajar al campo o a las minas. Dignos de admiración y loa fueron los esfuerzos de la Iglesia para suavizar la suerte de aquellos desdichados. A l anchuroso puerto de Cartagena llegaba cada año multitud innumerable de esclavos negros. El Padre Claver tenía amigos encargados de avisarle de la próxima llegada de los navios negreros. Inmediatamente empezaba enton­ces a recoger limosnas por la ciudad, y preparaba copia de bizcochos, dulces, tabaco, refrescos, aguardiente y mil cosas semejantes que sabía gustaban a los negros. Buscaba intérpretes que tradujesen sus palabras en el dialecto de los recién llegados; iba luego a recibirlos al puerto, los acogía con ternura ' paternal, hablábales con bondad, consolándolos y alentándolos, y ganaba su ( estima con los dulces y refrescos que les llevaba. A los niños tiemecitos los bautizaba. Atendía con predilección a los enfermos, acariciándolos uno tras otro, los lavaba, curaba sus llagas, les servía él mismo de comer, abrazá­balos y los dejaba tan maravillados de aquella caridad que no esperaban, que muchos de ellos se alegraban de ser esclavos. Cada día volvía a ejercitarse en aquellos servicios; iba por todas partes donde sabía que había negros, entraba en los almacenes donde los encerra­ban, y allí permanecía largo rato a pesar del fétido olor de aquellos insa­nos reductos. ¡Qué ardiente celo, qué ingeniosas invenciones para alumbrar aquellas pobrecitas almas y traerlas a que abrazasen nuestra fe sacrosanta! Tras rigurosas penitencias y largas y fervientes plegarias delante del Santísimo para lograr de Dios la conversión de los paganos, íbase a ellos llevando un Santo Cristo al cuello y diversos cuadros a propósito dibujados para dar a entender los misterios de la fe a aquellas inteligencias ignorantes. Iba pro­visto, además, de todo lo necesario para administrar a los enfermos. Era su celo tan ardiente, y caminaba con paso tan apresurado cuando iba a predi­car a los negros, que apenas podían seguirle los intérpretes y el Hermano en­cargado de acompañarle. En cuarenta años de trabajos semejantes convirtió y bautizó innumerables esclavos. Muchos de ellos, molidos por el cansancio del viaje, las llagas y las enfermedades, morían a poco de ser bautizados; parecía que la Providencia los dejaba con vida hasta aquella hora para que tuviesen la dicha de recibir tan singular beneficio. Seis años llevaba ya trabajando de aquella manera admirable, cuando los superiores le notificaron que estaba admitido a los votos solemnes. Fué en­tonces a postrarse a los pies del superior y le declaró el deseo grande que tenía de añadir a los votos ordinarios el de servir a los esclavos hasta I> muerte. Otorgáronle este favor; Pedro Claver firmó de esa manera la fórmu­la de su profesión: «Pedro, esclavo de los negros para siempre jamás».
  • 79. ' .1 en adelante consideró como obligación suya el servirlos con todas sus f tu i /i is y amarlos con todo su corazón. Los miles de negros de Cartagena ■ i.ni m i s hijos. Era cosa de admirar los domingos y días festivos, cómo iba .1 luisi-arlos por todas partes para juntarlos en la iglesia de los Padres, ha- • i t les oír misa, rezar con ellos, predicarles e instruirlos. En la cuaresma, •■■luí pasar en el confesonario desde las cuatro de la madrugada hasta medio-ilm. oyendo a los negros. A las dos volvía para confesar a las mujeres. Los esclavos tenían derecho a pasar por el confesonario del Santo antes ■|tir los demás. Sucedía a menudo que gente principal de la ciudad, deseosa • li Imhlar al varón de Dios, por la fama de Santo que empezaba a tener, •i presentaban para confesarse. Pero con frecuencia rogábales el humilde ti Idioso que aguardasen: «Señor —decía— , no le faltan a vuecencia confe- •i.iri iii la ciudad; yo soy confesor de los esclavos. Señora, mire mi confe- ■omirio; es demasiado angosto para sus faldas tan anchas; es el confesona- • i<« tic las pobres negras». Muchos aguardaban pacientemente a que hubiesen |i'i iitlo todos los negros para hablar ellos a su vez con el Santo. trabajo tan pesado y tan prolongado, junto con el mal olor y el calor de >n|iirlla aglomeración de negros en una región tropical, y los enjambres de ....n|u¡tos que le picaban sin que él los apartase, añadido a las demás aus-ii mi.ules voluntarias, le dejaba tan rendido de cansancio que muchas veces ■ 11 ii desfallecido. Llegada la noche no podía ya moverse y era menester lle-t .ulr ni refectorio. Su cena consistía en un pedazo de pan y unas patatas •i nliis. Ya en su celda se solazaba de las diarias fatigas con sangrientas ili .riplinas, y pasaba buena parte de la noche en oración. MILAGROS Y VIRTUDES DEL SANTO. — SU MUERTE LOS historiadores del Santo traen relatos admirables de milagros debi­dos al celo y caridad del Padre Claver. «—¿Qué tal está su escla­va? —preguntó cierto día a una señora. —Padre, está muy buena t. .|><>inlió. —Pues dígale que se confiese, porque hoy mismo morirá». La it..i .i obedeció; aquel mismo día murió de repente la esclava. I I.miáronle a toda prisa a casa de don Francisco de Silva, porque una i - i I . i « . i negra acababa de enfermar de apoplejía. El Santo acudió a verla, l'i ni t iicontróla muerta. «Padre mío —exclamó don Francisco— , no estaba li.oit i, ,i<1n; ¡qué desgracia!; pero ¿quién iba a prever el accidente? — ¿Pues ni» tlijo el Santo con sosiego— , ¿acaso es el brazo del Señor menos po-i4> i..'i. i|m* antaño?; tengamos un poco de fe y confianza; ¿dónde está la mi-I.ii.i » Lleváronle a presencia del cadáver. Tras breve y ferviente plega-d « l 'n l r o llamó a la difunta y le pidió si deseaba que la bautizase. Ella
  • 80. abrió entonces los ojos: «¡Oh, sí, Padre mío —respondió— ; lo deseo con toda mi alma». El Santo la bautizó, y la esclava se levantó llena de vida. Cuando San Pedro Claver iba por la calle, tenía por costumbre decir algunas palabras santas a cuantos encontraba, sobre todo a los negros, que eran «las ovejas de su rebaño». A los ancianos les decía: «Amigos míos, la casa está ya vieja y amenaza ruina; no os sorprenda la muerte; confesaos mientras tenéis facilidad y tiempo». Si topaba con algún pecador, solía amonestarle con estas palabras tremendas: «Dios cuenta tus pecados, hijo mío; el primero que cometas será quizá el último». Con estas y otras seme­jantes amonestaciones convirtió a muchísimos pecadores. Cuidaba con especial caridad de los esclavos enfermos y moribundos. «Avisadme a cualquier hora —solía decir al portero del convento— ; los que mucho trabajan, necesitan descansar; pero yo que no hago casi nada, 110 he menester descanso». Como se echa de ver por (as anteriores palabras, la humildad del Santo corría parejas con su celo y caridad. Un negro estuvo enfermo catorce años. El Padre Claver le cuidó todo ese tiempo. Lo tomaba en brazos, le arropaba con su manteo, le arreglaba la cama y luego le volvía a acostar en ella después de abrazarle con ternura. No echaba en olvido a sus queridos negros después de muertos; por el I descanso de sus almas ofrecía la misa, oraba y se mortificaba. Cuando los esclavos por él convertidos partían de Cartagena, afligíase el buen Padre cual si viese alejarse a sus hijos amadísimos; acompañábalos hasta el puerto, | dábales saludables consejos, los abrazaba uno por uno y los encomendaba'al cuidado del capitán. Aquellos pobrecitos se alejaban en medio de gemidos y lágrimas que conmovían hondamente al Santo; permanecían en el puente del navio, y le decían adiós con gritos y gestos de tan lejos como le veían. No detenía su celo y caridad a los esclavos, sino que lo extendía a los le­prosos, presos y enfermos de los hospitales. Recibió del Señor gracia y ta­lento particular para consolar, convertir y fortalecer a los ajusticiados. El Padre Sebastián de Morillo, rector del colegio, decía: «Nunca he sa­bido cuándo acaba la oración el Padre Claver. A cualquier hora que entro en su celda, le hallo rezando y tan absorto en Dios, que ni advierte que estoy ni me oye». Meditaba más que nada la Pasión del Señor. Cada vier­nes, a media noche, salía de su celda con gran sigilo, llevando una corona de espinas en la cabeza y una cruz sobre sus hombros, y recorría los lugare» menos frecuentados de la casa, haciendo tantas estaciones cuantas hizo el Divino Salvador yendo de Getsemaní al Calvario. No obstante sus muchí­simas ocupaciones, confesábase cada mañana derramando lágrimas; con media hora de oración se preparaba a decir misa, y luego subía al altar con tal devoción que enajenaba a los asistentes. Su obediencia era admirable, humilde, pronta e incansable. El cocinerfl
  • 81. U N l’ E D R O C L A V E R 99 ■ l< I convento no tenía criado más dócil que el buen Padre cuando iba a m tullirle. Como todos los Santos, era devotísimo de la Virgen Mar .'a. Repar­tí!. iliininte su vida miles y miles de rosarios, principalmente a los negros; menudo pasaba el recreo haciendo rosarios para que no le faltasen. Con ln nu iicia se le oía repetir en sus arrobamientos: «¡Oh, Madre bondadosa!, • nvnaine a amar a tu divino Hijo; te lo pido con toda mi alma. Alcán- ....... una chispa de su purísimo amor y préstame tu propio corazón, para •un- pueda yo recibirle dignamente». M día 6 de septiembre de 1654 sobrevínole recia calentura; al día si-rimiilc, recibió con fervor los últimos sacramentos. Pronto cundió por la • Mullid la noticia de que los médicos desconfiaban ya de su curación. El II.mío y sentimiento fueron generales, la muchedumbre se agolpó a'rededor >li I convento; todos querían entrar: «Queremos Ver al Santo — decían— ; ■ luc remos verle antes que se muera. Es nuestro Padre; es nuestro; queremos t<ilr». Los negros que lograron llegarse hasta él, le besaban los pies con '■mura indecible, y repetían entre sollozos que todo lo perdían al perder «al louuladoso padre que se iba hacia Dios y no los llevaba consigo». A 8 de septiembre, festividad del Nacimiento de Nuestra Señora, el alma • i' l ’cdro Claver dejó este mundo para ir a sentarse en el trono que antaño i milcmplara en celestial visión el bienaventurado Alfonso Rodríguez. Apenas muerto, salió de su cuerpo celestial fragancia que llegaba al •ilmii. lino de sus hijos espirituales, el duque de Estrada, quiso poner una i m I i i i i i en la mano del difunto. La mano se abrió de por sí y apretó la palma, linios querían guardar alguna reliquia del Santo. Fué menester el auxilio il< lu fuerza pública para impedir que la muchedumbre se llevase a pedazos • i fra ilo cuerpo. Pasó en América cuarenta y cuatro años, y bautizó más ■l« licscientos mil negros. El año de 1657, al abrir su sepulcro, hallaron su ■ i» i|m entero e incorrupto, a pesar de la cal viva en que estaba envuelto, y il> l.i humedad que había carcomido el ataúd. SANTORAL (nirgonio y Doroteo, mártires; Sergio I, papa; Pedro Claver, confesor; Audomaro u Omer, obispo de Teruane; Querano, abad; Gregorio, con- I- ir (hónrasele en Alcalá del Río, junto a Sevilla); Severiano, soldado, mártir en Sebaste; Jacinto, Alejandro y Tiburcio, martirizados cerca de liorna; Rufino y Rufiniano, hermanos, mártires en Grecia; Pedro, cama- ..... del emperador Diocleciano, mártir en Nicomedia junto con otros com-p. iíu-ros; Bertelino o Beccelino, Doroteo y Tucio, ermitaños; Estratón, m i i l i r ; Teófanes, confesor. Santas Wulfida, abadesa; Osmana, virgen, iv.itas Serafina y Violante, abadesas.
  • 82. DÍ A 10 DE S E P T I EMB R E SAN NICOLAS DE TOLENTINO CONFESOR, ERMITAÑO DE SAN AGUSTÍN (1245-1306) DIOS, que prepara a sus santos para la gloria eterna, sabe santificar no sólo su vejez y edad madura, sino también su nacimiento. Así obró con San Nicolás, cuyo nacimiento anunciaron los ánge­les. Compañón de Guarutti, su padre, y Amada Guaidiani, su ■ii.Hlir, vivían en el pueblo de Sant’Ángelo, en la Marca de Ancona, y llora-t* i•• Inicia mucho tiempo, la infecundidad de su matrimonio. Muy devotos .1 Sun Nicolás de Mira, esperaban, con su intercesión, ver cesar su dolor. • mi i >t( fin hicieron voto de ir a Bari, ciudad del reino de Nápoles, a ve-iii i ii iiis reliquias. Un ángel se les apareció entonces y les diio: «Vuestros imiiiii liuii sido escuchados; id a la tumba de San Nicolás y él os dirá quién ii'ii iiii ilc vosotros». I I iln/.o que les causó esta visión, despertó a los dos esposos, quienes, le-i iihMiuIomc al instante, dieron gracias al cielo por ello. Fiados en el mensaje itiilnu ili-juron su hacienda al cuidado de sus amigos y emprendieron a pie »n |n n i¡rinación. I li itmliis a Bari, fueron presurosos a cumplir sus devociones. Mientras m iliiin tiI pie del altar, quedaron dormidos, venc'dos por el cansancio.
  • 83. Abriéronse entonces los ojos de su alma a las cosas celestiales y vieron a ; San Nicolás. j —Vengo —les dijo— a confirmar las palabras del ángel. Pronto tendréis j un hijo. Dadle por nombre Nicolás, pues a mí me lo deberéis. Ese niño ale­grará al Señor por su vida de oración y penitencia. Será sacerdote y se hará célebre con numerosos milagros. Ahora regresad en paz a vuestra casa. Llenos de júbilo por tan halagüeña promesa, Compañón y Amada se vol­vieron a Sant’Ángelo, donde al cabo de nueve meses, en septiembre de 1245, la vieron cumplida con el nacimiento de un niño, a quien pusieron el nombre de Nicolás, y al que criaron en la práctica de las virtudes en que más se había distinguido su santo patrono y abogado. MODELO DE NIÑOS. — SU VOCACIÓN DESDE sus primeros años fué dedicado al estudio. Las mujeres in­modestas y los muchachos traviesos le causaban repulsión: huía de su compañía y se aplicaba a imitar las virtudes que brillan en los buenos cristianos. Atraía a los pobres a la casa paterna y les servía con sus propias manos. Frecuentaba las iglesias, oía misa, rezaba con mucha devo­ción y escuchaba la palabra divina con respeto de hombre. Su devoción] profunda y su porte hicieron creer a los fieles que veía a Cristo con los ojo*) corporales. «Si Dios conserva la vida a este niño —decían— , será algún día< un gran Santo». Desde sus primeros años, puso especialísimo cuidado en imitar al santo de su nombre, cuya vida se aprendió de memoria para ajustar mejor sus actos a los del glorioso bienaventurado a quien había tomado por modelo; y, habiendo leído que San Nicolás, cuando aun se hallaba en la infancia, ¡ ayunaba tres veces por semana, determinó hacer lo mismo, y así lo ejecutó! desde la edad de siete años hasta su muerte. Tanto como en la virtud de la piedad sobresalía en la de la pureza, sien­do tan perfecto en ella que jamás se vió turbado su espíritu por las tenta­ciones de la carne. Estos felices augurios le valieron ser agraciado con una canongía en Ui Colegiata de Sant’Ángelo. Allí recibió la tonsura y fué ordenado de menores^ Pedro, aunque muy joven aún, aspiraba a más alta perfección; buscaba un estado que pudiera levantarle a tal grado de virtud, que el mundo no fuer» digno de poseerle. Había a la sazón en el monasterio agustiniano de Sant’Ángelo, un priol cuyas palabras y vida eran la edificación del pueblo. Cierto día la multitud le escuchaba en la plaza pública: «N o améis el mundo —decía— , no améis «•
  • 84. .... *'«!<». pues el mundo y sus placeres pasarán veloces para nosotros». Nico- • i- «ntiil>u entra los oyentes. Este pensamiento impresionó su alma y le hizo ■ ••iK i liir el deseo de la vida religiosa. Acabado el sermón, se arrojó a los pies •ii l predicador y pidióle el hábito de San Agustín. < * y ó le atentamente el buen religioso y, conociendo por la sinceridad que l.minlm de las palabras de nuestro Santo que se trataba de una vocación « iiilmleru, decidió llevarle sin dilación a casa de sus padres para que de • Mus ne despidiera y recibiera la bendición, pues no quería que la felicidad • li I liij<> fuese la desesperación de los padres. Anuida y Compañón, que amaban demasiado a su hijo para oponerse al luí n de su alma, separáronse de él, bendiciendo a Dios, que así empezaba ■i i-iiiiiplir sus promesas. I I padre prior le condujo entonces al convento de su Orden, en el que lin mlmitido sin inconveniente alguno en vista de los informes que de él dió ■ I religioso que en aquella ocasión le servía de padrino y fiador. Desde el ...... lento mismo de su ingreso, entregóse Nicolás enteramente a su nueva %iil>i y u subir los caminos de la perfección. UN NOVICIADO FERVOROSO MERCED a la paz y recogimiento del claustro, nuestro Santo hízose pronto modelo de virtud. «N o vive — decían— como hombre, sino como ángel». Sin embargo, Nicolás se creía el último de todos, i •>ii*iricrándose así, obedecía a todos sus hermanos, y sentía especial incli- .......... hacia aquellos que le causaban alguna humillación imprevista. Hipido se deslizó el tiempo del noviciado y Nicolás fué admitido a emitir Iti-. olns solemnes del noviciado. El joven profeso comprendió que la lealtad ••Migu, tanto ante Dios como ante los hombres, a guardar compromisos tan •'■riiiilos. Por ello, previendo que no podría salvaguardar su pureza sino a • ••ti ii «le los más rudos sacrificios, sobrepujó a todos sus hermanos en auste- • M.iil Su oración, sus ayunos prolongados, sus crueles maceraciones le dieron l.i tii'loria. Entre los mefíticos aires de la tierra, conservó, en todo su fres- —•• lii/iinía, el lirio de la virginidad. I*i'juntáronle, algunas veces, si era posible al hombre rechazar todos l... ■• Millos de la lujuria, pero él se guardó mucho de manifestar sus triunfos ••••un de este punto. «Satanás es quien insinúa esa pregunta —pensaba— (•■••.i liuecrme caer en pecado; él quisiera enredarme en el lazo del orgullo y •l. I.i presunción». Nicolás fué enviado a San Ginesio para hacer los estudios de teología ln dirección del célebre Ruperto, y más tarde pasó a Macerata
  • 85. MISA VOTIVA DE DIFUNTOS EN DOMINGO UEGO de haber recibido los órdenes sagrados en la colegiata de Santa M^ría de Cíngoli de manos de San Bienvenido, obispo de Ósimo, Nicolás pasó al monasterio de Valmanente, cerca de Pisa. Henchido de radiante y constante devoción, celebró allí todos los días, contra la cos­tumbre de aquellos tiempos, el santo sacrificio de la Misa. Estando cele­brando, su rostro se inflamaba de fuego divino, y lágrimas de amor manaban de sus ojos. Los fieles acudían presurosos a oír su misa, para participar de sus oraciones. Pero no sólo la Iglesia militante acudía a él para pedir sufragios. Cierta noche, oía gemidos y suspiros confusos: «Hermano Nicolás, siervo de Dios» apiádate de mí —repetía una voz lastimera. — ¿Quién eres? —inquirió. —Soy el alma del Hermano Pelegrino de Ósimo, a quien conociste, y que hoy sufro en las llamas del purgatorio. Te lo suplico; di mañana la misa de difuntos para librarme de mis penas. — La sangre del Redentor caiga sobre ti; pero no puedo acceder a tus deseos. Mañana es domingo y no puedo cambiar el oficio del día. Además, esta semana debo presidir en el coro y cantar la misa conventual. —Ven, pues, venerable Padre, y ve si puedes rechazar tan cruelmente las súplicas de los infortunados que me envían». Nicolás fué entonces transportado a la soledad que rodeaba su convento. j Una multitud de niños, mujeres y hombres se agitaban como en un mar ] de dolores. «¡Piedad! ¡Piedad por los que imploran tu socorro! —exclama­ron al verle— . Mañana nos librarías a casi todos de nuestras penas, si qui­sieras decir la misa por nosotros». j El religioso fué presa de tal compasión, que volvió en sí. Inmediata- ; mente se postra de rodillas, dirige al Señor fervientes plegarias y vierte abundantes lágrimas por el alivio de las almas del purgatorio. A la mañana ' siguiente manifiesta a su superior las instancias que la Iglesia purgante le ha hecho y obtiene fácilmente ser relevado de todo cargo. De ese modo, durante toda la semana consagra sus misas, oraciones y penitencias por el rescate de los difuntos. El último día, el alma del Hermano Pelegrino vino a darle las gracias por haberle abierto el cielo, así como a un gran número i de sus compañeros. } Tales fueron las primicias de su apostolado. Disponíase por la mortifica­ción a hacerlo más fecundo en lo sucesivo. Nunca dejaba el cilicio; a me­nudo añadía un cinturón de hierro, cuyas aceradas puntas penetraban en sus carnes, y flagelábase todas las noches con unas disciplinas de acerado» garfios, con lo que hacía brotar la sangre de su inocente cuerpo hasta
  • 86. 1^ I. Señor premió la virtud y la santidad de San Nicolás de To- Icntino dándole poder para obrar en vida y en muerte muchos V ::>undes milagros. Dió vista a los ciegos, dió salud a enfermos afligidos de graves dolencias y curó a paralíticos como en el caso aquí representado.
  • 87. quedar casi extenuado. Se impuso la obligación de ayunar cinco días por semana y de guardar abstinencia perpetua. Ante tan subida santidad) los Superiores de la Orden confiáronle el im­portante cargo de maestro de novicios, que desempeñó durante un año y con gran satisfacción de todos, en el monasterio de San Elpidio. Posterior­mente fué enviado, como predicador, a Ferino, ciudad asentada en lo alto de una colina que domina el mar Adriático. Su primo, abad de un monaste­rio benedictino sito no lejos de allí, quiso llevarle a su convento, pero Nicolás se fué a la iglesia y armóse con el escudo de la oración. «¡Señor! —excla­mó— , ¡haz que siempre camine ante t i!» Al momento veinte jóvenes divididos en dos coros le rodearon y cantaron por tres veces: «En Tolentino, en To-lentino morirás. Persevera en tu vocación, en ella encontrarás la salvación eterna». El hombre de Dios comprendió que eran ángeles aquellos a quienes había oído. El mismo día, vuelto a Fermo, recibió la orden de trasladarse al convento de Tolentino. La mayor parte de los historiadores están acordes en señalar que la salida tuvo lugar en 1275. AMOR A LA MORTIFICACIÓN. — LOS PANECILLOS PA R A prepararse a la muerte que creía le había de llegar pronto en Tolentino, Nicolás entró en una vía aun más estrecha: prohibióse et uso de la leche, huevos, frutas y pescados; algunas hierbas hervidas eran su único alimento. Estas nuevas privaciones hiciéronle contraer una enfermedad grave. Su confianza en el médico divino. Nuestro Señor Jesu­cristo, hizo que no quisiera la visita de los de la tierra. Sin embargo, sus Hermanos, a pesar suyo, hicieron que le visitaran. Los hombres de ciencia diagnosticaron que, para recuperar la salud, el enfermo debía comer carne. Aquella solución iba en contra de las promesas que el Santo había hecho a Dios. Sin embargo, por imponerlo así las circunstancias y de acuerdo con la prescripción médica, el superior se lo mandó. Nicolás «prefería tener la muerte entre los dientes antes que un trozo de carne»; no obstante, por obe­diencia tomó un bocado de ella. En otra ocasión estuvo obligado a aceptar una perdiz asada. Ya el co­cinero había cortado un trozo, cuando el enfermo levantando los ojos al cielo exclamó: «¡Dios mío, vos conocéis mi corazón!» Al momento —refiere nno de su contemporáneos— las dos partes de la perdiz se volvieron a juntar, cubrióse de plumas su cuerpo, y el ave. recibida la bendición del] Padre, se voló del plato y de la habitación a vista de los presentes. Al mismo! tiempo, cesó la enfermedad y Nicolás se encontró perfectamente sano. | Algún tiempo después de aquello, tuvo otro ataque tan violento, que sel
  • 88. • ■«•yo a las puertas de la muerte. El temor del juicio de Dios vino a acre-t • r su mal. Mas la Santísima Virgen, San Agustín y Santa Mónica, aparecié- 'd e y le animaron. «N o temas —le dijeron— , tu Salvador te ama y nos­otros intercedemos por ti ante Él. La hora de tu muerte no ha llegado aún. I nvíu a la granja vecina por un pan del día; remójalo en agua, cómelo y ti i-upcrarás la salud». Nicolás obedeció y se levantó lleno de fuerza y il> vida, cual si nunca hubiera estado enfermo. Kn memoria de este milagro, los religiosos agustinos bendicen panecillos rl din de su fiesta. Los que los toman con fe, invocando el nombre de la irjjcn María y el de San Nicolás, se ven a menudo libres de sus males. I ii ni liién se hace comer de estos panecillos a los animales para preservarlos dr accidentes y epidemias. • VANAS TENTATIVAS DEL DEMONIO NICOLÁS aprovechó el tiempo que se le daba en este mundo para subir con más ardor por el camino de la santidad y dióse con mayor ahinco a sus mortificaciones. Para apartarle de estas prácticas salu- •l.ililcs, el demonio le sugería el pensamiento de que su género de vida ••irmlíu a Dios. «Sólo el orgullo te mueve a ello —le decía, transformándose • ■i ungel de luz— . Limítate a cumplir la regla común, pues de otro modo ii debilitas, te haces inútil al prójimo y eres carga onerosa para tu Orden», l ’liis reflexiones sumieron a Nicolás en grandes sufrimientos, pues su solo •i. i'ii era conformarse con la voluntad divina. El Señor se compadeció de >1 disipó sus temores y le animó a continuar sus mortificaciones. A sus trabajos, el hombre de Dios unía oración incesante. Terminadas l i Completas, la comunidad se retiraba del coro. Cuando volvía al día si­llón ule al romper la aurora, para el canto de Maitines, aun encontraba allí * Nicolás en oración. Después del Oficio decía Misa con aquella piedad en- ■ • ihImLi de que más arriba hemos hecho mención. Entregábase luego a ■ •lo iis de apostolado ya predicando, ya confesando, o ya dando consejos que li i. i iii germinar la virtud en los corazones. Volvía en seguida a su contem-l* i.i* Ion. Empero, cierta noche, el demonio le tiró y rompió la lámpara con •in* ->■- alumbraba. Sin la menor impaciencia, el hombre de Dios recogió los ti ..«o-,, ístos volvieron a soldarse tan íntimamente, que nadie hubiera creído ipo tii malicia infernal los hubiese separado. Dos veces más el espíritu de kt-i i mirillas renovó su fechoría y otras tantas Nicolás renovó el milagro. l nrinsn Satanás, fué a colocarse en el techo de la habitación en donde el ♦frliitloMi oraba. Para distraerle imitaba alternativamente el ruido de las tlii.i más feroces; aparentaba romper las tejas, cortar las vigas y hundir el
  • 89. monasterio. Pero, todo en vano; Nicolás permaneció invenciblemente unido a Dios. Lleno de rabia, el demonio se armó con una maza y abrumó a golpes al Santo, le arrastró por el claustro y le dejó cubierto de heridas. CARIDAD Y MILAGROS DEL SANTO NICOLÁS se levantó, pero quedó cojo. A pesar de este defecto no quiso disminuir en nada sus trabajos. Como antes, continuó visitan­do a los enfermos y procurándoles los socorros corporales y los es­pirituales; y, cuando llegaba su turno, iba humildemente, de puerta en puer­ta, pidiendo para el sustento de sus hermanos. Un día una pobre mujer le dió un pan entero, diciendo: «Sólo tengo harina para hacer otro pan como ése; cuando lo hayamos comido, morire­mos ». Conmovido por tal caridad, suplicó al Señor renovase, para su bien­hechora, el prodigio verificado por el profeta Elias en favor de la viuda de Sarepta. Fué escuchado y la generosa mujer encontró en su troj gran can­tidad de harina. Hacía también en el convento el oficio de hostelero. Recibía a los foras­teros como enviados de Dios. Para honrar a Jesucristo, besaban los pies y las manos de los que iban a pedir limosna a la puerta del convento. Los últimos años del siervo de Dios fueron señalados con milagros nu­merosísimos. Una mujer de Tolentino tuvo la desgracia de que su primer hijo mu­riera. Fué tal la aflicción que esta pérdida le produjo, que contrajo una grave enfermedad, y durante varios años no dió a luz más que hijos muer­tos. En su dolor, fué a arrojarse a los pies del Santo anciano. Éste la bendijo y, en lo sucesivo, fué madre de numerosa y floreciente prole. Otra mujer sufría desde hacía mucho tiempo de los ojos. Los remedios de los hombres no habían hecho más que agravar su mal: la habían vuelto loca y paralítica. El Santo puso la mano sobre la cabeza de esta desgraciada, rezó la oración dominical y quedó al instante curada. La señal de la cruz era el remedio que empleaba más a menudo. Un joven tuvo la desgracia de caer en el fuego. Cuando le sacaron estaba com­pletamente ciego. Nicolás hizo la señal de la cruz sobre sus llagas y el infortunado recobró la vista. Del mismo modo curó a un religioso de su comunidad, que por una caída contrajo una enfermedad intestinal. Entre estas brillantes recompensas, de las que su humildad se alarmaba, experimentaba otras más íntimas y de más precio. Nuestro Señor le colma­ba de consuelos espirituales. Una noche en que oyera cantar a los ángeles, exclamó repetidas veces: «Quisiera morir para vivir con Cristo».
  • 90. EL TRIUNFO NO tardaron en cumplirse sus deseos. Su mal aumentó hasta el punto de obligarle a usar muletas. Por fin, hubo de renunciar a todo mo­vimiento y permanecer tendido en cama. Sintiendo que su fin se ni rrciiha, hizo reunir a la comunidad. Hermanos míos —dijo gimiendo— : mi conciencia no me reprocha nada, • •• ro eso no quiere decir que yo sea inocente. Si he ofendido a alguno de ■>*<■( ros, le pido humildemente perdón. En cuanto a Vos, Padre Prior, iliiiinios absolverme de mis faltas y administrarme los santos sacramentos. Durante su agonía, pidió una reliquia de la verdadera Cruz y después ■ lijo al enfermero: «Repítame a menudo al oído las palabras del Salmista: i'Noior, porque habéis roto mis ligaduras, os ofreceré un sacrificio de alaban­t e » ; así mi corazón podrá permanecer unido a Dios». Oucdó varias horas en éxtasis; después su rostro se iluminó con alegría «cilircnutural. «Mi Señor Jesucristo, acompañado de su dulce Madre y de inirtlro padre San Agustín —dijo— , me convida a entrar en el gozo de mi Ihoi»; y, juntando las manos, miró nuevamente a la cruz y exclamó: «Padre ■•no, en tus manos encomiendo mi espíritu»; y expiró. Era el sábado 10 de *■ plii-inhre de 1306. I'.ugcnio IV le inscribió en el Catálogo de los Santos el 1.° de febrero >l< 1 (Ui. Las fiestas de su canonización se celebraron con gran pompa el i* «Ir junio siguiente, y Sixto V le incluyó en el Martirologio en 1585. SANTORAL i.i.itnf Nicolás de Tolentino, confesor; Hilario, papa; Teodardo, obispo de Lieja. mártir; Pedro de Mezonzo o Mesonzo, obispo de Santiago de Compos-tela; Salvio, obispo de Albi, y Agapito, de Novara Finano, Finián 0 Winin, obispo en Irlanda; Nemesiano, Lucio, dos Félix, Liteo, Poliano, Víctor, Jaderes y Dativo, obispos, mártires en África durante la octava persecución Sóstenes y Víctor, mártires en Calcedonia; Oglero, misionero «■II Bélgica y Holanda junto con San Plequelmo y San Wiron; Catulo, V a­lentín, Paulino, Silviano, Alejandro, Euplio, Apelio, Lucas y Clemente, mártires. Beatos Francisco de Morales (véase en 1.° de junio), Tomás Zu-m/ irraga, Alfonso de Mena, José de San Jacinto y Jacinto Orfanel, domini­os, Apolinar Franco, Pedro de Ávila y Vicente de San José, franciscanos, « arlos Spínola y compañeros, mártires en el Japón; Sebastián de Sevilla, 1 armelita. Santas Pulquería, emperatriz bizantina; Edilburga, hija de San l ililberto y esposa de San Eduíno, rey de Northumberland, en Inglaterra; Mmodora, Metrodora y Ninfodora, mártires en Bitinia.
  • 91. Celestial protectora y proveedora Emblemas de su vida santa DI A 11 DE S E P T I EMB R E BTO BUENAVENTURA DE BARCELONA RE FORMADOR FRANCISCANO (1620-1684) VINO al mundo en Riudoms, pueblecito de Cataluña, cerca de Tarra­gona, a 24 de noviembre del año 1620. Eran sus padres pobres labradores, pero muy temerosos de Dios. Llamáronle Miguel Bau­tista, nombre que mudó más adelante en el convento por el de llucnaventura. A l paso que crecía en la edad, sus piadosos padres le ense­naban las grandes verdades de nuestra fe, y excitaban en su corazón vivos H'iitimientos de amor a Dios, al par que una tierna y filial devoción a la Virgen María. Frecuentó algunos años la escuela del pueblo; después, empleáronle sus padres en las penosas labores del campo. No obstante sus muchas ocupa­ciones, el piadoso mancebo hallaba tiempo bastante para cumplir fielmente lus ejercicios devotos que se había impuesto para cada día. Antes y después de la cotidiana tarea, solía entrar en la iglesia a visitar al Señor sacramen­tado, y muchas veces, sobre todo en la víspera de las fiestas principales, per­manecía en oración ante el Santísimo toda la noche. Ya en su juventud hubiera deseado Miguel entregarse de todo en todo al Señor en la vida religiosa; pero tales razones alegó su virtuoso padre
  • 92. para disuadirle, que el Beato se convenció de que Dios le quería todavía en el siglo. Casóse con una doncella muy virtuosa; pero el día de la boda, des­pués de la ceremonia religiosa, se quedó en la iglesia por espacio de largas horas, de suerte que cuando fueron a buscarle, le hallaron totalmente absor­to en altísima contemplación, y fué menester hacerle volver en sí. Ambos esposos determinaron vivir como hermanos guardando virginidad perfecta, y así lo hicieron con la gracia de Dios. A los dieciséis meses de matrimonio, murió la virtuosa compañera de Miguel; antes de morir declaró formalmente a su madre, que el Señor le había otorgado la insigne merced de guardar intacta la azucena de su virginidad. LEGO FRANCISCANO ROTOS ya los lazos que le tenían atado al siglo, partió Miguel de casa con licencia de sus padres, y fué a llamar a las puertas del convento franciscano de San Miguel de Escomalbou. Echóse a los pies del Padre provincial y suplicóle con lágrimas que le admitiese como fraile con­verso. Negóse a ello el buen Padre, alegando falta de salud y estudios. Díjole entonces el Beato: «Razón tenéis de despedirme; pero al fin y al cabo menester será cumplir lo que el Señor ha determinado». Viendo el Su­perior la constancia de Miguel, admitióle en el convento, donde tomó el hábito el día 14 de julio, fiesta de San Buenaventura, cuyo nombre quiso llevar para merecer la protección del seráfico Doctor franciscano. Recién entrado en la religión, dió muestras del celo con que se proponía observar la pobreza de la Orden. A l hallar en el bolsillo cierta' moneda que guardaba sin advertirlo, la tiró por la ventana tan lejos como pudo, excla­mando: «Maldígame Dios si en los días que me quedan de vida llego a apropiarme semejante moneda». El fervor de los principios no se desmintió en todo el tiempo de su novi­ciado. Tanto sus compañeros como los religiosos antiguos le miraban como a modelo. Al año exacto de probación, profesó con los votos religiosos. CELO APOSTÓLICO. — PERSECUCIONES DEL DIABLO LOS superiores eligieron a fray Buenaventura para que, en compañía de otros religiosos fuese a fundar en Mora un convento de la Reforma franciscana. En esta nueva residencia llevó el Beato vida todavía más devota y mortificada, a pesar del mucho trabajo que suele acarrear una nueva fundación. Por sus cargos de limosnero y cocinero, tenía trato conti­nuo con el mundo, pero sabía enderezarlo todo a la mayor gloria de Dios.
  • 93. Lo que más le afligía era ver que la lepra del libertinaje se cebaba en imlil.ii'iones fieles hasta entonces a su fe y de sanas costumbres. Llegábales ■ I contagio de los ejércitos franceses que ocuparon a Cataluña en el último i» mulo de la guerra de los Treinta Años. Aunque mero fraile converso, llevado de celo ardiente, presentábase sin ti mor en medio de los mundanos concursos y saraos, y con sus palabras l riiln ni sendero del bien a los extraviados y trocaba en Magdalenas a las iniiyorcs pecadoras. <jisi todos los soldados franceses eran calvinistas. Fray Buenaventura Intentó convertirlos, y tuvo la dicha de traer a muchos de ellos al gremio de lu Iglesia Católica. Notable fué la conversión de uno de los principales jefes • le iiqucl ejército. Cierto día se llegó a él fray Buenaventura en ademán de ludirle limosna. El oficial mandó a su ordenanza que le diese algo. — No es esa limosna la que te pido —exclamó el siervo de Dios. —¿Pues qué quieres? —preguntó el hereje. —La limosna que deseo no es para el convento —repuso el fraile— , sino pura la salvación de tu alma. No se enojó el oficial con las palabras del Beato; antes, habiendo hasta entonces mostrádose rebelde a todas las exhortaciones, ahora oyó los con- «rjos de fray Buenaventura con docilidad y mansedumbre y , movido de la gracia, abjuró la herejía al poco tiempo. Con malos ojos veía el demonio escapársele tantas almas que creía po- »eer para siempre. Para vengarse del santo fraile, empezó a aparecérsele de noche en figuras espantosas, amenazándole, persiguiéndole y dándole recios itolpcs y toda suerte de malos tratos. Pero Buenaventura, confiando en el Señor y escudándose en su fe, menospreciaba la violencia del infierno em-liruvecido. «Nada podrás contra mí, maligno espíritu, porque Dios me ampa-t< i y defiende», solía decirle al demonio. Con hacer entonces la señal de la milita Cruz e invocar los sagrados nombres de Jesús y María, ahuyentaba ul punto a los espíritus infernales. ÉXTASIS Y MILAGROS i D• f i r j E aquellas violentas persecuciones del infierno, solía consolar el Señor a Buenaventura con mercedes y dones realmente admirables. Yendo un día de camino, paróse a hablar con algunos amigos y, ■ n la conversación, vinieron a tratar de las glorias de la Virgen María. De ii pente apareció el Beato cercado de extraordinario resplandor; alzóse en el «iré y recorrió unos cien pasos gritando con toda su fuerza: —¡Virgen Santísima! ¡Virgen Santísima! ¡Viva i. — v la Virgen Santísima!
  • 94. Un hecho más maravilloso todavia ocurrió un día de fiesta en la iglesia del convento, donde por mandato del superior explicaba la doctrina a los j niños. Mientras hablaba con fervor de los misterios de nuestra fe, miró un | instante a un cuadro de la Inmaculada colocado en el altar mayor. Lo mismo . fué verlo que lanzarse disparado como una flecha por el aire hasta besar con sus labios el purísimo rostro de la Virgen. Los niños empezaron a gritar asustados: acudieron los frailes y muchísimas personas vecinas de la iglesia, y todos contemplaron admirados aquel éxtasis maravilloso, hasta que el Padre Superior, para acabar con aquel tumulto y alboroto de la gente, man­dó al Beato que bajase. Al punto obedeció Buenaventura; pero extrañado y corrido a vista de la muchedumbre, se retiró a su celda para no oír las voces del pueblo, que le aclamaba ya como a santo. Favorecióle asimismo el Señor con el don de milagros. Siendo cocinero, dejó un día la comida en el fogón, y se fué a la iglesia a hacer una visita corta. Pero, estando allí, quedó arrobado en éxtasis, y se olvidó totalmente de las ollas y del fogón. Entretanto, la comida de la comunidad quedó del ‘ todo quemada y echada a perder. —¿Qué hacéis, fray Buenaventura? — díjole el hermano compañero, antes de tocar a comer— ; la comida está totalmente quemada, y así tendrán que contentarse hoy los frailes con pan y agua. —No tema, hermano — repuso humildemente el siervo de Dios— , todo se arreglará. Toque a comer como de costumbre, y el Señor proveerá al sustento de sus siervos. Fué a tocar el compañero, riéndose para sus adentros de la ingenuidad de fray Buenaventura. Pero, ¡cosa maravillosa!, llevaron al comedor aquello* alimentos carbonizados, y los frailes los hallaron tan exquisitos y en su punto, que declararon no haberlos comido nunca tan sabrosos. Otro día, recibió el Beato dos hermosos peces para la comida de los frailes. Ausentóse unos instantes, y al volver no halló sino las espinas. Habían sido los culpables los gatitos del convento. Buenaventura los llamó a todos sin enfadarse y, tomando mansamente en sus rodillas al más viejo, le echó un sermoncillo de encantadora sencillez: «¡A h goloso! — le dijo—; tú que eres el más viejo y deberías dar buen ejemplo a los gatitos, tus compa­ñeros, les enseñas a robar y comerse el pescado de los pobres franciscanos. Mira, no tengo más remedio que castigarte delante de todos tus compañeros para que escarmienten.» Diciendo esto, dióle unos golpecitos con la mano, pero con tanta suavidad, que más parecían caricias. Hallábase entonces en la cocina un tal Salmerón; al ver aquella escena, no pudo menos de reírse a carcajada limpia. Pero aquella risa se trocó en admiración, cuando al mirar al plato, vió, en lugar de las raspas, otros dos peces tan grandes y hermosos como los de antes.
  • 95. m * * 1 * ►►4 >4 4►4 4►4 »4> 4 » 4» 4 ►4 fr 4 ► 4 4» 4►4 4 ►4 ►4 4 4 ►4 CON mano pródiga y con ilimitada confianza en la Providen­cia, el Beato Buenaventura de Barcelona reparte a los nece- 'ihulos el pan preparado para la refección de la comunidad. « Señor ilu c— , yo proveo a las necesidades de los pobres, proveed Vos. a las de los religiosos.»
  • 96. Una señora, llamada Isabel Vila, criaba gusanos de seda; pero llegó a faltarle hoja de morera, con lo que temió perder el fruto de su labor. Acudió a fray Buenaventura, y el Beato fué con ella a ver de qué se trataba. Ante aquellos gusanillos muertos de hambre que levantaban sus cabecitas como pidiendo el sustento de que habían menester, dijo a la señora: —No os aflijáis, doña Isabel; estos minúsculos hermanitos nuestros están ahora alabando al Señor. Y , mirando a los gusanitos, les dijo: — Vaya, hermanos gusanos, puesto que ya no hay hojas que comer, haced vuestros capullos. No en balde les dijo el Beato estas palabras; porque la misma noche hicieron capullos tan grandes y de tan excelente calidad, que la señora* logró beneficio mayor que si la hoja no hubiera faltado. Salió cierto día a pedir limosna, y advirtió de pronto que el Ebro¡ arrastraba a una mujer con su borriquillo. Y a estaban a punto de perecer ahogados, cuando Buenaventura se fué a ellos andando sobre las aguas, y los trajo a la orilla. — ¡Prodigio, prodigio! —empezaron a gritar los transeúntes. — ¿A esto llamáis prodigio? — les dijo el Beato; y cándidamente añadió—I La prueba de que no es un milagro, es que todos podéis hacer lo mismo si tenéis fe EN EL CONVENTO DE TARRASA PARECIÓLE nada al humildísimo Buenaventura cuanto hasta entonce*] había hecho en la religión. Pensó reformar su vida, y para ello no vió mejor camino que fundar un convento donde se observase rigu­rosamente la primitiva regla de San Francisco. Un día estaba el Beato suplicando a la Virgen María que le diese a conocer cuál era la voluntad divina. Apareciósele entonces la Reina del cielo y le dijo: —Buscas, hijo, cómo fundar un convento de la perfecta observancia, Y o te lo diré. Parte para Roma. Allí quiere Dios fundar por tu medio un Instituto más austero. Aquel mismo día se le apareció Nuestro Señor, y le volvió a decir qu* partiese para Roma, donde podría llevar a efecto la reforma. Manifestó Buenaventura a sus Superiores la orden celestial y, como era modelo de obediencia, aguardó con ánimo sosegado que le llegase licenei^ de embarcarse para Italia. Mucho costó al padre Provincial darle el permúoi porque no quería perder un fraile tan virtuoso; y así, en vez de dejarle if a Roma, envióle como limosnero al convento de Tarrasa.
  • 97. <|iií tuvo ocasión de desplegar todo su celo. Llegóse cierto día hasta • I puerto de la cercana ciudad de Barcelona. Entró en una galera y, al ver ’■ lo» cautivos moros que hacían de remeros, movióse a compasión. Empezó .i li.Hilarles, y lo hizo con tanta mansedumbre y caridad, que todos ellos, . idos y persuadidos con las palabras de Buenaventura, acabaron pidiendo • I liuiitismo. I'¡intímente, diéronle licencia para embarcarse. Pronto cundió la noticia l*ni larrasa y sus alrededores, con lo que se afligieron sobremanera todas •itpiellas gentes. Llegó el día del embarco, y entonces se vió claramente ■ minio apreciaban todos al humilde fraile limosnero; porque al llegar al puerto, fué tal la aglomeración de gente que cercó a fray Buenaventura, •pie no podía dar un paso. Esta demostración popular le conmovió viva­mente. «Hermanos míos —les dijo al fin— , si no fuera porque así lo quiere • I Señor, nunca me separaría de vosotros. Ofrezcámosle todos el sacrificio *1* nuestra propia voluntad». Diciendo esto, se levantó en el aire, donde permaneció suspendido una hora entera a vista de la gente. Kntendieron con este prodigio que no debían oponerse más tiempo a ■ pie se embarcase el siervo de Dios y, en cuanto hubo bajado al suelo, se npiirtaron y le dejaron libre el paso. En medio de las lágrimas y gemidos ili los presentes, entró Buenaventura en un navio que se hacía a la vela i o n rumbo a Italia. REFORMADOR Y APÓSTOL. — SU MUERTE A punto estuvo el navio de caer en manos de los holandeses, enemigos entonces de España. El Beato lo salvó milagrosamente, porque con el Santo Cristo en la mano gritó a los perseguidores que se acercaban: I Meneos, enemigos de nuestra fe, y no os acerquéis más. Al punto se levantó un viento huracanado que barrió lejos los cuatro iii.iiules veleros holandeses, y empujó al navio español hacia las costas li.ili.mas. También sosegó una furiosa tempestad con sólo una palabra. Desembarcó en Génova, y prosiguió a pie hasta Roma, pasando por Lore-iii v Asís. Hospedóse primero en el convento de Ara Cceli, donde permaneció ■luí meses. De allí pasó al de San Mauricio, con el cargo de limosnero. Pero, •i poeo de llegar, se ganó de tal manera el aprecio de las gentes, que en impil acudían a verle al convento, lo que determinó a los Superiores a en-tl. irle a Capránica. Aquí premió el Señor la obediencia de su siervo, permi- H i i k Io que la sagrada Hostia volase de los dedos del sacerdote a los labios •lil liento después del Dómine non sum dignus. I n noticia de este milagro llegó hasta Roma. L o s . cardenales Facchinetti
  • 98. y Francisco Barberini — este último protector de la Orden— , con intento de asegurarse del hecho y estudiar de cerca el espíritu del Beato, le hicieron ir al convento de San Isidoro, del que fué cocinero. Los dos príncipes de la Iglesia acudieron a verle, hablaron con él largo rato y quedaron conven­cidos de la eminente santidad del humilde lego franciscano. A menudo iban a verle o le llamaban a palacio. Estas amistades fueron de gran provecho a Buenaventura para llevar a efecto la anhelada Reforma. Merced a la intervención de tan poderosos protectores, tuvo el humilde ' fraile una larga entrevista con el Sumo Pontífice Alejandro V II, el cual, ¡ maravillado de que un hermano lego le hablase con elocuencia tan extra­ordinaria, encargó al cardenal Barberini que apresurase la ejecución de aque­lla empresa. El cardenal llamó a Buenaventura. Díjole que redactase una súplica a la Congregación de Obispos y Regulares, y el mismo prelado la presentó a los Padres, los cuales la aprobaron a una voz. La fundación de la Reforma la sancionó Alejandro V I I a 8 de marzo de 1662, y el Capítulo provincial franciscano celebrado en Roma aquel mismo año, cedió al Beato y a sus compañeros el convento de Santa María de las Gracias, sito en Ponticelli. Quince religiosos, entre Padres y Hermanos legos, acudieron al primer llamamiento de fray Buenaventura. Su vida fué copia de la del santo Fun­dador: ni almacenaban provisiones, ni aceptaban estipendios por la predica-, ción, misas u otros ejercicios del santo ministerio, y contentábanse con lo que la Providencia les enviaba por mano de los bienhechores. Buenaventura no aceptó el cargo de Superior, sino por imposición d e l, cardenal Barberini; y por cierto que lo ejerció con vigilancia, prudencia y caridad tales, que todos se hacían lenguas ensalzando las virtudes de su amado Guardián. —¿Dónde habéis estudiado, fray Buenaventura? —preguntóle cierto día un Hermano. —En las llagas de Jesucristo —le contestó el Beato. Tanto prosperó la Reforma, que fué menester fundar otros convento* para recibir a los muchos que deseaban entrar en ella. El más famoso fui el de Roma, en el Palatino, llamado Convento de San Buenaventura, fundado el 8 de diciembre de 1677 con veinticinco frailes. Durante su estancia en Roma fué este santo y humilde religioso otro San* Felipe Neri. Solía enviar a los Padres a dar misiones en todas las iglesias de la ciudad y parroquias vecinas. Enseñaba la doctrina a los niños en el portal del Convento; visitaba a los enfermos en los hospitales, y a muchos lo* curaba milagrosamente con sólo rezar por ellos. Por eso, cuando alguien caía enfermo, solían decir: «Llamemos a fray Buenaventura», y tambiéni «Llevémosle a fray Buenaventura».
  • 99. V.;rud:íbale sobremanera el dar limosna a los pobres. Quería que cada h i .<i i >i i i i i se les repartiese abundante sopa; cuando los mendigos eran más "ii'iirrosos, las provisiones se multiplicaban milagrosamente en las manos l llmto. Cierto día que volvía al convento llevando a cuestas el pan de la . ••mnnidad, vióse cercado de tantos pobres que se le llevaron todo el pan. Señor — dijo entonces fray Buenaventura— , así como yo atiendo a las i • -'¡dudes de vuestros pobres. Vos proveeréis a las de mis frailes. usí fué; porque al llegar al convento, el cesto se halló lleno de tanto i mejor pan que antes. Al conde Tomás Barberini, le predijo que tendría pronto un heredero, ........ así sucedió el mismo año; y al cardenal Francisco Barberini le libró •l< (¡ruvísimo peligro, porque a pesar de cierta prohibición, entró el Beato • <1 uposento del prelado y, para despedirse, acompañóle el cardenal hasta l‘i iMicrta de palacio; y no bien habían salido del aposento, derrumbóse el (••luí del mismo estrepitosamente. ■ legó el Beato a la edad de sesenta y cuatro años. Previendo ya su '• • •■Mino fin, solía repetir amorosamente: «¡Paraíso, paraíso!» A 15 de agosto il- l()H4, sobrevínole recia calentura. Los médicos esperaban vencerla, pero llin iiiivcntura aseguraba que no sanaría. El día 11 de septiembre recibió ■mulos Sacramentos con admirable devoción, bendijo a los Frailes, y fué • m i lutado al éxtasis eterno de la vida perdurable. I' I Sumo Pontífice Pío X beatificó a fray Buenaventura de Barcelona, m Id de junio del año 1906. SANTORAL ¡'roto y Jacinto, mártires; Paciente, arzobispo de Lyón, y Marcelo, de l ’uy; Emiliano, obispo de Vercelli, en Italia, Pafnucio el Grande, obispo • I*- la Tebaida; Bodón, hermano de Santa Salaberga, y obispo de Toul ililfo, nieto de San Romaneo, abad; Diodoro, Diomedes y Dídimo, in/irtires en Laodicea; Vicente, abad en el Franco Condado, martirizado I■■ •! los arríanos; Martín de Aguirre de la Ascensión, mártir en el Japón; Mmiro, solitario. Beatos Buenaventura de Barcelona, confesor; Ambrosio I i inández, jesuíta, mártir. Santas María de la Cabeza, esposa de San i miro labrador; Teodora Alejandrina, penitente. Venerable Juana María i lii /.ard, fundadora de la Congregación del Verbo Encamado. La trasla- ■ mii de San Segundo, obispo de Avila.
  • 100. Madre y protectora de los pobres Medalla de Clemente V III D I A 12 DE S E P T I E M 5 R E UTA. M.A VICTORIA FORNARI VIUDA. FUNDADORA DE LAS ANUNCIADAS CELESTES (1562-1617) LA ciudad de Génova vió nacer en el siglo X V a Santa Catalina, que fué verdadero prodigio de amor divino. En el siglo X V I, y precisa­mente cuando el protestantismo llevaba por toda Europa con furor sus estragos, nació en la misma ciudad otra sierva de Dios, no un mis ¡lustre, cuyos despojos mortales se conservan intactos, como los de mi (¡Inriosa paisana. I.os padres de Victoria, Jerónimo Fornari y Bárbara Venerosa, ricos ■ n bienes temporales, eran más recomendables por sus virtudes que por su niililr/.a. y legaron a sus hijos rica herencia de fe y de piedad; empero, li lnria se distinguió entre todos. Su tierna devoción, su natural apacible i tranquilo, y una muy señalada inclinación a las obras de caridad, le tlmiijcaron pronto el amor de todos. IK-sde temprana edad mostró Victoria la confianza que tenía en la ora-iiiin. Fué durante toda su juventud modelo de oración, de virtud y de •lin ilu-ncia a sus padres. Frisaba en los diecisiete años, cuando, por obedecer ■i mi padre y a su madre, se casó con un noble genovés, Ángel Strata, de i'uiiit'liT bondadoso y pacífico, que era en un todo semejante al suyo.
  • 101. Pronto vieron ambos esposos alegrarse su hogar con numerosos hijos; jamás hubo familia más feliz; al llegar al mundo, el recién nacido era ofrecido a Dios y a la Santísima Virgen por su piadosa madre. A Ángel Strata le sonreía el porvenir lleno de esperanzas. En cuanto a Victoria, no conocía en este mundo más que a Dios, a su marido, a sus hijos y a los pobres. Aun en medio de los trabajos y contratiempos inherentes a su estado, sentíase cada vez más y más en posesión del amor divino que se los hacía soportar con valentía. Dicha tan pura no había de prolongarse. MUERTE DE SU ESPOSO EL treinta de noviembre de 1587, falleció Ángel Strata de súbita enfer­medad. Murió como un santo. Victoria sintió vivamente la muerte de su esposo. Contaba entonces veinticinco años, y llevaba ocho de casada en completa felicidad, era madre de cinco niños y estaba a punto de dar a luz el sexto. Después de haber rehusado todo consuelo humano, Victoria acudió a la que ya le había concedido tantas gracias: a María, consoladora de los afligidos. Postrada de hinojos ante un cuadro de la Madre de Dios que tenía en su habitación, conjuró con lágrimas a la gloriosa Virgen que la amparase a ella y a sus hijos. ¡Cuál no fué su alegría —como ella misma escribió más tarde— al ver animarse repentinamente la imagen!; tendióle María los brazos y le dirigió estas consoladoras palabras: «Victoria, hija mía, ten buen ánimo y no temas, pues es mi voluntad recibiros a ti y a tus hijos bajo mi protección. Vive feliz y sin cuidado alguno. No quiero de ti más que una cosa: que, confiando en mí en todo, no perdones medio alguno en lo sucesivo para amar a Dios sobre todas las cosas.» VIDA MORTIFICADA. — LA MADRE DE LOS POBRES ESTA maravilla inesperada y extraordinaria transformó a Victoria; la resignación sucedió a la tristeza. Hizo entonces el voto de castidad perpetua al que añadió el de no llevar en sus vestidos ni oro, ni seda, ni telas preciosas, y rompió con el mundo y sus exigencias. Por esta época fué presentada Victoria por piadosas amigas de su madre a un santo religioso que residía en Génova y gozaba de gran reputación de santidad: el Padre Bemardino Zanoni, jesuíta, que fué para la joven viuda un director bondadoso, prudente e ilustrado. Victoria le confió dos deseos muy secretos que tenía: que sus hijos obtuviesen la dicha de ser religiosos, y que ella misma fundase una Orden
  • 102. '•uru religiosas. El Padre Zanoni, dejando al porvenir el cuidado de justi-lli'iir estos presentimientos, sólo se ocupó, y con motivo, del momento |ii<-iH-iite. Victoria entre tanto se mortificaba más y más, luchaba consigo HtUinu, se humillaba y se desprendía de todo: los ayunos, las vigilias, las penitencias y disciplinas le eran familiares; en cambio, las tentaciones inte-i lores y exteriores y las astucias del demonio se estrellaban ante su deter­minación de amar a Dios y servirle. Los pobres y desgraciados hallaban en ella un apoyo poderoso, y su euridud se multiplicaba con la generosidad propia de su gran corazón. Vióse m estu noble dama ir, pobremente vestida, a los más ricos palacios de Ge­nova a pedir limosna para los más necesitados, y soportar con alegría infi­nitos desaires. Recogió en su propia casa enfermos abandonados que ella mi-una cuidaba, consolaba y ayudaba a bien morir; no escatimaba ni gastos ni diligencia alguna para sacar del vicio a los desgraciados que en él se Imllaban anegados; hasta a los esclavos turcos que deambulaban por las miles de Génova vendiendo baratijas les insinuaba e incitaba blandamente n que se bautizaran. ' Así preparaba Dios a la futura fundadora. FUNDACIÓN DE LAS ANUNCIADAS CELESTES DIECISÉIS años hacía que Victoria llevaba en su viudedad vida de santa: cuatro de sus hijos habían abrazado la vida religiosa y el quinto no había de tardar en seguir a sus hermanos mayores. ■‘ I último nacido, Alejandro, había muerto a los diez años, favorecido en mi lecho de muerte con apariciones celestiales. En medio de atroces tor­mentos, el angelito había dado muestras de heroica resignación; sin que luniás se le oyera exhalar la menor queja y sin que nunca desapareciera de •n« labios una admirable sonrisa que a todos encantaba y conmovía. Pero liubíti ido cubriéndose de úlceras y el desenlace no podía tardar. Cuando llegó, quiso el niño recibir por vez postrera la Divina Eucaristía y vió cómo neninpañando al Señor, multitud de ángeles vinieron a visitarle. Transfigu-míhc su semblante, iluminóse su frente y con voz suavísima dijo a su madre: -Mira cómo viene a verme la Reina del Cielo, la Virgen Santísima que tuntas veces me has dado por protectora. Aquí está con infinidad de ángeles i|tu- me van a llevar al paraíso. Y al decirlo cruzó los brazos sobre el pecho y emprendió el vuelo « la gloria. Sólo faltaba a Victoria para realizar su proyecto, fundar un monasterio ile religiosas en honor del misterio de la Anunciación de la Santísima Virgen.
  • 103. El Padre Zanoni animó a su penitertte y se ofreció a ayudarla con todo su poder. A pesar de la primera negativa del arzobispo de Genova, Monseñor Horacio Spínola, no se desalentó Victoria; y poco después, tras nuevas instancias, obtuvo el consentimiento del prelado. Tres penitentes del Padre Zanoni, formadas en una vida de (fervorosa piedad por su santo director, determinaron seguir a Victoria en su retiro. Todavía les envió la Provi­dencia una postulanta de alto valor en la persona de Vicenta Lameilini que, de común acuerdo con su marido Esteban Centuriani, dejaba el mundo por el claustro, y llevaba a la naciente Orden una virtud a toda prueba y cuantiosa fortuna. La entrevista de Victoria y Vicenta fué de las más con­movedoras, y la fundadora no pudo menífs de admirar cómo Dios le asegu­raba su protección. El Padre Zanoni fué el encargado de redactar las Constituciones de las Anunciadas; las sometió al examen detenido del arzobispo de Genova, quien las aprobó. Finalmente, la sanción del Sumo Pontífice llevó a su colmo tantos favores. El 15 de marzo de 1604, el papa Clemente V IH autorizó la erección del nuevo monasterio bajo el título de la Anunciada y según la Regla de San Agustín. El 19 de junio de 1604, Victoria y sus compañeras tomaron posesión del convento, situado en la colina del castillo, y el 5 de agosto del mismo año, el arzobispo les dió el santo hábito y nombró a Victoria Superiora de la nueva Orden. No tardó la Santísima Virgen en dar a sus humildes siervas una señal manifiesta de su protección. Los principios de esta Orden, con tantas penas fundada, fueron bendecidos visiblemente por Dios. Pronto, sin embargo, fué amenazada su existencia por el que hasta entonces había sido su insigne bienhechor. Después de la muerte Je su digna esposa, a la que había per­mitido hacerse religiosa de las Anunciadas, Esteban Centuriani persuadió a las nuevas monjas que no tendrían seguridad en el porvenir si no se unían con una Orden antigua de probado vigor: con las Carmelitas, por ejemplo. La mayor parte de las Anunciadas, inconscientemente por cierto, aviniéronse a este querer y redactaron una carta que, providencialmente, cayó en manos de la Superiora, ignorante hasta eiitonces del asunto. Esta noticia fué terrible. María Victoria comprendió en seguida todo su alcance. Sin vacilar un momento, íunque transida de dolor y con lágrimas en los ojos, fué a la sala donde s¿ habían dado las firmas y, allí mismo, postróse de hinojos ante un cuadro de la Sagrada Familia y contó a la San- ' tísima Virgen todas sus angustias. De repente se llenó su alma de aliento , y de consuelo; vió cómo la Madre ce Dios dirigía sus miradas benditas sobre | ella y oyó distintamente estas palabras: «¿Qué temes, Victoria? ¿Por qué j te quejas tan amargamente? Este monasterio es mío; yo lo he formado y I yo lo guardaré. No lo dudes, todo irá bien. Soy y seré madre de todas las j
  • 104. ESTANDO un hijo de la Beata María Victoria para exhalar el último suspiro, se le aparece la Santísima Virgen y, con los brazos abiertos, le llama, cariñosa, como dándole a entender que ha de morir sin cuidado ni temor ninguno, porque Ella misma quiere llevarle a la gloria eterna.
  • 105. religiosas de esta casa y protectora de toda la Orden para que mi Hijo sea en ella perfectamente honrado.» María Victoria se levantó grandemente consolada. Sus hijas, que no supieron sino más tarde la revelación con que había sido favorecida, se apresuraron a pedirle perdón y, con ellas, lo solicitó también Esteban Cen-turiani. Aquel día, 16 de junio, dejó memoria en la Orden y se celebra cada año con un fiesta intitulada «Protección de la Santísima Virgen». Desde entonces, gracias señaladas y numerosas han recompensado siempre la fe de cuantos se han postrado ante el cuadro milagroso, del cual posee cada Convento una copia fiel. Una vez pasada la prueba, la pequeña y fervdfosa comunidad reanudó la vida religiosa con nuevo ardor. El número de novicias y profesas aumentó rápidamente y la virtuosa fundadora tuvo la dicha de comprobar los pro­gresos que hacía la obra de Dios, de la que había sido humilde instrumento. La imagen venerada ante la cual nuestra Beata había obtenido tantas gracias y favores, ha concedido innumerables gracias a cuantos se han en­comendado a su poder y patrocinio. Recordaremos solamente la curación de una epiléptica. Había en un convento una hermana lega que sufría en tal forma que, cuando le venían los ataques, ni entre cinco monjas la podían sujetar y dominar. La Fundadora y todas las religiosas rogaban incesante­mente para obtener su curación sin que sus oraciones la consiguieran, pero un día la Beata se postró ante la estatua venerada y, con lágrimas en los ojos, dijo a la Santísima Virgen: «¡Oh Virgen compasiva!, ¿hasta cuándo habré de esperar para que me atiendas?» Entonces mismo oyó una voz que muy claramente le decía que su oración había sido ya atendida; en efecto, desde aquel momento la hermana lega no volvió a tener ningún ataque. FAVORES SOBRENATURALES. — CARIDAD Y HUMILDAD EN el oficio compuesto más tarde en honor de María Victoria al ser reconocida oficialmente su santidad por la Iglesia, se lee lo siguiente: Brilló entre todas sus Hermanas, por su fortaleza, por su paciencia, por la caridad y esplendor de todas las virtudes. Domeñaba su cuerpo con ayunos, cilicios y austeridades de todo género. Viósela a menudo arrobada en éxtasis y circundada de una luz extraordinaria. Fué favorecida con el don de profecía y descubrió el secreto de los corazones con penetración admirable. Dios, que es el señor de sus dones, concedía a María Victoria gracias en abundancia, y se cuentan varios milagros debidos a su santidad y a su fe. Su caridad no conocía límites: desempeñaba alternativamente los oficios de médico, de criada y de cocinera; siempre estaba dispuesta a
  • 106. •"Mlr a los enfermos y a dejar cualquier cosa más cómoda para ella; •mi niiinpía sus comidas, el sueño o la tranquilidad de las vigilias por la ■•oía pequeña necesidad de sus hijas enfermas. Afirma el Padre Spínola ■i ••>!«' propósito, que sin perturbar por la noche el descanso de las demás 11> i iniiiius, hacía ir a su celda, cuando era posible, a las Hermanas achacosas o i uterinas para cuidarlas con mayor esmero y poder tener con ellas todo it> m ro de bondades. I .ok seis años últimos de su vida vivió como simple religiosa — tal era l.i Kcgla de la Orden— . La priora que la sustituyó no le tuvo siempre las •ii< liciones que merecía. Fué humillada muy a menudo. Nuestro Señor era ■ Mionccs todo su consuelo. «Si se contemplase debidamente la Pasión de • ililn —decía ella— , moriría uno de dolor y de amor al instante mismo». Su amor no era igualado más que por el ansia que senda de comulgar. dunda en medio de sus achaques, desdeñar todos los sufrimientos para iii i-rciirse a la Sagrada Mesa, y su semblante, tan pálido de ordinario, • iiccndíasele entonces. Mortificábase aun más por amor de Jesús Sacramen-i. ulo; a sus alimentos frugalísimos ponía ajenjo y, durante los últimos años ■ li mi vida, no comió carne. Se privaba no sólo de oler las flores, sino hasta •I, mirarlas. A l profesar hizo el voto de no volver a ver más a sus hijos; ln» limaba, no obstante, con ternura, pero el placer demasiado vivo que luiliicse experimentado al verlos y abrazarlos, fué uno de los mayores y más lnírnosos sacrificios que ofreció al Señor. Así correspondía al amor del que linio lo sacrificó por los hombres. MUERTE DE LA BEATA pesar de tantas pruebas y sacrificios, María Victoria tuvo el consuelo de ver desarrollarse y extenderse su Orden de un modo admirable. Había conventos de las Anunciadas en Italia y en Francia. La muerte ■l> lit fundadora debía ser la señal de una extensión todavía más rápida. I ll.i, por su parte, deseaba esta muerte con ardor. Habiéndole revelado Nmutro Señor que no moriría hasta ver llegar a cuarenta el número de • •IIi{Ionus de su casa, límite fijado por las Constituciones, anunció clara-iu. ule nii muerte cuando se admitió a la cuadragésima postulante. I11 3 de diciembre de 1617, día para ella muy señalado por su devoción * Nmi Francisco Javier, comulgó por última vez estando levantada. Al volver .i mi aposento, tuvo un violento acceso de fiebre con un gran dolor de ■ ■••luilo; ella misma declaró que moriría al día décimocuarto de su enfer-mimIikI. Y como vinieran varios médicos a cuidarla, decía: «Van a tener fnimilta sobre mi enfermedad, pero la sentencia en última instancia está
  • 107. pronunciada en el cielo y por ella debo morir». El día duodécimo fué tan grande la postración, que los médicos la dieron por perdida. Recibió en­tonces los últimos sacramentos con grandísima devoción; pidió perdón a sus hijas por el mal ejemplo que les hubiera podido dar por sus defectos, y las exhortó a la exacta observancia de su Regla. Hizo colocar a sus lados una imagen de Jesús crucificado y otra de la Santísima Virgen, para que de cualquier lado que mirase tuviese ante su vista las llagas de Nuestro Señor o el corazón de la Dolorosa. £1 décimocuarto día de su enfermedad no se la podía casi oír una palabra y, no obstante, continuaba moviendo siempre los labios. Habiéndole pre­guntado la priora qué decía, respondió: «Los Padrenuestros del Oficio», queriendo decir que habiéndole conmutado el rezo del Oficio por un cierto número de Padrenuestros, desde su enfermedad, procuraba rezarlos. £1 con­fesor que la asistía le preguntó si no era importunada por alguna tentación, y respondió con un signo negativo de cabeza. Insistió el Padre, incitándola para el caso de que viniera alguna, a protestar de corazón de no querer jamás ofender a Dios gravemente, y ella, recogiendo su espíritu y aunando todas sus fuerzas, contestó: «¡Oh Padre!, ni siquiera venialmente, gracias a Él». En fin, teniendo a Dios en su corazón y en los labios los dulces nombres de Jesús y de María, aunque con voz medio apagada, lanzó tres suspiros y con el último entregó su hermosa alma al divino Esposo. Esto sucedía el viernes 15 de diciembre de 1617, hacia las cuatro de la tarde. María Victoria contaba entonces cincuenta años de edad. MILAGROS. — BEATIFICACIÓN CURACIONES de todas clases recompensaron la fe de cuantos acu­dieron a la sierva de Dios. Prelados, religiosos y seglares encon­traron remedio a sus males al aplicárseles el manto o velo de la santa fundadora o con el simple socorro pedido a su intercesión. Sería dema­siado largo enumerar aquí los insignes favores recibidos de María Victoria; muchas personas dignas de fe han dado testimonio y han proclamado su poder y el crédito de que goza en el cielo. Tras una difusión maravillosa de la Orden, recibió ésta su coronamiento con la beatificación solemne de la santa fundadora. La ceremonia tuvo lugar en San Pedro, en el Pontificado de León X I I , el 21 de septiembre de 1828. La incorruptibilidad del cuerpo de la Beata ha sido reconocida de un modo auténtico repetidas veces. Los peregrinos, a su paso por Génova, han podido verlo en perfecto estado de conservación, si no es la boca, algo desfigurada por un accidente que sufrió cuando la exhumación.
  • 108. ESPÍRITU DE LA ORDEN. — ESTADO ACTUAL EL espíritu de las Anunciadas celestes es de agradecimiento para con Dios y de celo ardiente para con el prójimo. Su fin esencial es dar gracias a Dios por el beneficio inmenso de la Encarnación y amar ron ardor a la Santísima Virgen, que cooperó de una manera tan íntima a rile misterio inefable. Es orden mañana por excelencia, hasta en el vestido mismo que es el que según una tradición llevaba la Santísima Virgen en Nuzaret. Las Hermanas de coro llevan hábito blanco, escapulario azul, con i'inlurón y manto del mismo color. En Italia se las llama «las Celestes». Después de haber tenido un magnífico desarrollo en Italia y Francia, ln Orden de las Anunciadas celestes, como tantas otras Órdenes, tuvo que •ufrir cruelmente los estragos de la Revolución. Actualmente sólo cuenta «'luco monasterios. El de Roma fué fundado en 1670 en el monte Esquilmo, •rrca de la basílica de Santa María la Mayor, por la munificencia de doña Cumila Orsini, viuda del príncipe Marco Antonio Borghese; esta generosa liirnhechora entró luego en la Orden con el nombre de María Victoria, por ili-vnción a la santa fundadora; sus virtudes la han hecho acreedora al título «Ir Venerable. Después de los acontecimientos de 1870, el convento fué ooiifiscado por el gobierno italiano y las religiosas tuvieron que buscar un milo cerca del Santuario de San Juan ante la Puerta Latina. Aquí, en unión con las Hermanas de los monasterios aun existentes, se celebraron ni diciembre de 1917 las fiestas del tercer centenario de la muerte de la Itmla María Victoria Fornari. SANTORAL l i D u lc ís im o N om b r e d e M a r ía (ver en el tomo V II, «Festividades del Año L i­túrgico », pág. 410). Santos-Albeo, compañero de San Patricio y arzobispo de Múnster; Autónomo, obispo de Bitinia, sacrificado, en tiempos de Dio-cleciano, mientras decía la santa Misa, Curonoto, obispo de Iconio, mártir; Silvino, obispo de Verona; los dos Tobías, padre e hijo; Guido, llamado «El pobre de Anderlecht» Macedonio, Teódulo y Taciano, mártires; Hieró-nidrs, Leoncio, Serapión, Salesio, Valeriano y Estratón, mártires en Ale­jandría bajo el emperador Maximiano; Reverencio, presbítero y confesor. Heato Mirón, monje en San Juan de las Abadesas. Santas Buena, virgen; Kanswida y Perpetua, vírgenes y abadesas. Beatas María Victoria Fornari, fundadora; María, cisterciense, honrada en Arroyo. u v
  • 109. D I A 13 DE S E P T I E M B R E SAN MAURI L IO OBISPO Y CONFESOR (336P-427) DESCENDIENTE de una familia senatorial, nació Maurilio en Milán (Ita lia ), hacia el año 336. Su padre, en posesión de grandes ri­quezas, era gobernador de la Galia Cisalpina. Su madre, mujer de rara prudencia, le crió en el santo temor de Dios, apartándo­la culi solícito cuidado, de los escollos que hacen naufragar la virtud de lu i i ioh jóvenes. 1‘nrii que la naciente flor abriera sus pétalos a los bienhechores rayos ••• lii gracia, sólo precisaban el rocío de los santos ejemplos y fraternales i i un ¡ns. Y esos ejemplos y esas enseñanzas los recibió con providencial opor-iimiiliiil de San Martín. Miro exorcista de la Iglesia de Poitiers, el futuro taumaturgo de las • nili.ii había pasado a Italia para impugnar la herejía de Arrio, que causaba ni in|iirl país horribles estragos. Fundó un monasterio cerca de Milán, en il i|in- numerosos jóvenes se formaban en la práctica de la virtud y en el • •iiiilin de las Sagradas Escrituras, Maurilio, que ansiaba poder entregarse |nn mitro a Dios, acudió también a ponerse bajo la dirección del sabio mui «I ro y seguir sus enseñanzas. Contaba a la sazón veinte años.
  • 110. EL CLÉRIGO DOS años más tarde, expulsado de Milán por el odio de Auxena, obispo arriano, Martín se volvió a Poitiers. Quedó Maurilio en espera de otro experimentado maestro, y dióselo muy pronto Dios en la persona de San Ambrosio, que lo llevó a su Iglesia y le ordenó de lector. Poco después el joven clérigo perdía a su padre. Determinado a seguifi los consejos evangélicos, renunció a sus cuantiosos bienes, y desoyendo los ruegos de su madre y aun las promesas del gran obispo de Milán, se fué en busca de San Martín, que ya entonces ocupaba la silla metropolitana de Tours, con grande honor y gloria de la Iglesia. Varios años pasó al servicio de aquella iglesia en calidad de cantor de la iglesia episcopal; tales fueron su aprovechamiento espiritual y la edificación] del prójimo, que San Martín, queriendo retenerle a su lado y constituirle su coadjutor en el gobierno de su diócesis, le confirió órdenes sagrados, hasta elevarle a la dignidad sacerdotal, no obstante la resistencia que a ello opuso su profundísima humildad. Pero los intentos de San Martín fallaron, porque, entendiendo Maurilio, que el cielo le tenía destinado a desenvolver sus actividades en otros países i espiritualmente más necesitados, descubrió los proyectos que abrigaba a su santo maestro. Costóle algún trabajo convencerle; mas logrólo al fin, y, des* pués de obtenida su bendición y abrazarse ambos en un mar de lágrimas, se separaron, yendo el discípulo a donde Dios le llamaba. LA LUCHA CON EL PAGANISMO EL Apóstol dirigió en seguida sus pasos hacia la provincia de Anjou. A pesar de los trabajos apostólicos de San Fermín y San Apotemo, casi toda la comarca habitada por los andegavos — tribu de las Ga-lias, que tenía por capital Juliomagnus, hoy Angers, situada a orillas del Loira— estaba todavía infestada del paganismo. El culto druídico se había enseñoreado en las márgenes del Loira, y el impenetrable cantón de lo* Manges, tierra de retamas y aulagas, poblada de seculares encinas y no sojuzgada por las legiones de César, era como el santuario de los druida». Cada año, en esa comarca en que el druidismo ha dejado vestigios hasta el día de hoy, llegada la estación propicia, los sacerdotes druídicos recogían con sendas hoces de oro abundante muérdago sagrado, símbolo para ello* de la inmortalidad del alma, creencia fundamental de su religión. Otra*
  • 111. «1.1. .ia y poblaciones y sobre todo en Chalonnes del Loira eran también otros i.ioio« tocos de superstición cuando San Maurilio llegó a Aujou. I o Iiih ciudades y villas más importantes que habían recibido la influencia ■li lo* romanos, no adoraban a los dioses galos, tales como el fuego y las • oiinii*, sino a las divinidades imperiales. i omplcja era, como se ve, la situación, puesto que tres religiones se ili-polulmn la supremacía. A l nuevo sacerdote milanés y glorioso discípulo Mi ‘iiin Murtín —también éste había vencido en Turena análoga dificultad— • -i.ilni reservada la gloria de apagar los focos de esas supersticiones en la tiiim <lc los andegavos y edificar sobre sus cenizas, altares y fundaciones, nodos de santidad que han subsistido hasta nuestros días. SOBRE LAS RUINAS DEL DRUIDISMO El druidismo había sentado sus reales en el famoso colegio druídico de Chalonnes, a orillas del Loira. Por espacio de doce años dirigió San Miiurilio sus ataques contra aquella ciudadela del mal, hasta que, I"" hn, cual nuevo Elias, y siguiendo las huellas de San Martín — de quien N o lp l c io Severo cuenta parecido milagro— , obtuvo que fuego misterioso bajara >l< I c i c lo y redujera a pavesas uno de los templos consagrados al culto de l » « lulsoa dioses. A vista de tan señalado prodigio, los gentiles de aquellos lnitiiirn convirtiéronse a la fe verdadera y formaron una grey, de cuya luí ou ic io i i espiritual se encargó nuestro bienaventurado, y en aquel mismo loi i . ir, ocupado actualmente por la iglesia de San Maurilio de Chalonnes, tiliiii'ó el primer templo al verdadero Dios. Numerosos cristianos poblaron en breve los alrededores del edificio, por lo ipir rl apóstol creyó que un monasterio seria en aquel paraje de gran oiiliiliiil. Construyólo en efecto y sirvióse de él como de residencia y cuartel 01 mi de las operaciones contra Satanás. Allí se recogía para entregarse a t«* . y preparar en la quietud y soledad sus planes de apostolado. No lejos de Chalonnes, en los confines parroquiales de San Maurilio y i*>- * Iniiidcfonds, muéstrase una roca llamada «Piedra de San Maurilio», ili-*ili lu cual el santo misionero distribuyó muchas veces el pan de la divina |itl>ilini ii la multitudes que acudían a oírle. M .1 pillos eran los progresos de la fe en aquellos contornos y, no obstante, • o lii cumbre de una próxima colina se erguía, como perenne desafío al pinli i <le Oisto, un templo pagano, más famoso que el yn destruido. Ani- Hm lii ilc apostólico celo y revestido de celestial fortaleza, concibió Maurilio »t i'i"pinito de acabar con él. Un día, tomando una antorcha encendida, subió 1*11 ill i apresuradamente la colina, se llegó al umbral de aquel templo, y
  • 112. liada muchedumbre: «¡V iva Maurilio, el electo del Señor! ¡En verdad es digno de ser nuestro Pastor!» La simbólica paloma no remontó su vuelo hasta que se acercó el prelado con el óleo sagrado a ungir la frente del nuevo pontífice. Este episodio está representado en una miniatura de un manuscrito que se conserva en la biblioteca de Tours. MILAGROS A partir de este momento y por espacio de más de treinta años, obró tantos prodigios que diñase que los prodigaba con las bendiciones. San Magnobodo —primer biógrafo de Maurilio— expresa fielmente este pensamiento al afirmar que por el número y magnitud de milagros que obró siendo obispo, sus contemporáneos no temían compararle con los Apóstoles. En la iglesia de San Pedro dió un día la vista a un ciego de nacimiento. Éste, reconocido a tal merced, hizo voto de pasar el resto de su vida al servicio de aquel templo. Un labriego que no tuvo reparo en profanar el domingo, notó de impro­viso que tenía la mano pegada a la herramienta que manejaba. Cinco meses soportó la dura prueba, hasta que se vió libre de ella con sólo postrarse a los pies del Santo. En Savenieres, villa importante de la diócesis de Angers, obró otro mila­gro que, por las circunstancias que le rodean, rememora el de la resurrec­ción del hijo de la viuda de Naím. Un forastero, de paso por la locali­dad, acababa de fallecer víctima de la peste. Colocado el muerto en el ataúd, I iba presto a ser sacado de casa. Los llorones contratados para el caso, habían j dado comienzo ya a sus dolientes y lastimeros gritos a usanza oriental» j cuando Maurilio, compadecido, se acerca al féretro y reza por el difunto; de pronto el cadáver toma vida, se levanta y el obispo lo reintegra a su familia, i I i LA LEYENDA DE LAS LLAVES. — SAN RENATO j AL relatar la siguiente historia no pretendemos hacer obra de crítici, sino simplemente referir a título puramente documental una leyenda antiquísima. Los Pequeños Bolandistas, que la resumen muy some­ramente, advierten que es de dudosa autenticidad. Una mujer, estéril desde mucho tiempo, obtuvo de Dios, por las ora­ciones de Maurilio, un hijo, que, a poco, cayó enfermo con grave peligro de muerte. Su madre se apresuró a llevarle a la iglesia de San Pedro para
  • 113. •un- «•! obispo le administrase el sacramento de la confirmación; pero éste, •iiHi<|iii- informado de la gravedad del caso, como quiera que celebraba misa Milrmne, juzgó no ser oportuno interrumpir la augusta ceremonia para aten- <l< r ni ruego de la pobre mujer. En aquel entretanto murió la criatura. No se puede creer fácilmente el dolor que sintió nuestro Santo al conocer lu triste nueva. Juzgaba que, por culpa suya, había muerto el niño sin n'i'ibir la confirmación. Fué tanto su sentimiento que no se podía consolar, |iur lo cual determinó de darse a mayores ayunos, asperezas y penitencias, |inrii así pagar la culpa que a su parecer había cometido. Para esto se salió •rm-t ámente de la ciudad en la primera ocasión que se le ofreció para ello; y, encaminándose al puerto de mar más cercano, embarcóse en un navio lironto a zarpar para Inglaterra; mas, antes de arribar a sus costas, advirtió ■|iir llevaba consigo las llaves de las arcas en que se hallaban encerradas lu* reliquias de varios bienaventurados, depositadas en su iglesia. Pensando estaba, con las llaves en la mano, cómo las enviaría a la cate­dral de Angers, cuando una fuerte oleada conmovió el barco que le conducía, y sin poderlo evitar se le escaparon las llaves de las manos, yendo a parar i i i lo profundo del mar. —En verdad — exclamó entonces nuestro Santo, lleno de desconsuelo— ; que no volveré a la tierra que dejé hasta que esas llaves parezcan. Así que desembarcó en Inglaterra, vistióse pobremente y, para más mcubrir quién era, .concertóse con un caballero por hortelano para tener cuidado de su huerta, y con aquella humildad y trabajó afligir su cuerpo y horrar el pecado que tanto le acongojaba. Grande fué la desolación de clero y pueblo al verse privados de su Munidísimo pastor, y mucho más después que el cielo les reveló de varios modos que grandes males afligirían pronto al país si no se daban prisa en buscar al fugitivo. Trataron de común acuerdo lo que procedía hacer, y convinieron que cuatro delegados le buscaran sin darse punto de reposo Imsta encontrarle. Siete años anduvieron recorriendo el continente europeo •in dar con el paradero del obispo, hasta que, llegados a un puerto bretón, ilispuestos a saltar a Inglaterra y proseguir sus pesquisas, hallaron en la l>lnya una piedra en la que vieron escritas estas palabras: «Por aquí pasó Miitirilio, obispo de Angers», y poco más abajo la fecha de su embarque. Esperanzados con tan prodigioso descubrimiento se embarcaron para Inglaterra, única nación de Europa que Ies quedaba por visitar. A los ¡m ic o s días de navegación saltó a la nave un pez grande, cuya vista les mlmiró por lo inopinado y extraño del caso; pero aun se maravillaron más i'inindo, al abrirle el vientre, vieron en él las llaves del relicario de la cate-ilrnl de Ansjers. Tan pronto como les fué posible, desembarcaron, y guiados por luz
  • 114. liada muchedumbre: «¡V iva Maurilio, el electo del Señor! ¡En verdad es digno de ser nuestro Pastor!» La simbólica paloma no remontó su vuelo hasta que se acercó el prelado con el óleo sagrado a ungir la frente del nuevo pontífice. Este episodio está representado en una miniatura de un manuscrito que se conserva en la biblioteca de Tours. MILAGROS A partir de este momento y por espacio de más de treinta años, obró tantos prodigios que diríase que los prodigaba con las bendiciones. San Magnobodo —primer biógrafo de Maurilio— expresa fielmente este pensamiento al afirmar que por el número y magnitud de milagros que obró siendo obispo, sus contemporáneos no temían compararle con los Apóstoles. En la iglesia de San Pedro dió un día la vista a un ciego de nacimiento. Éste, reconocido a tal merced, hizo voto de pasar el resto de su vida al servicio de aquel templo. Un labriego que no tuvo reparo en profanar el domingo, notó de impro­viso que tenía la mano pegada a la herramienta que manejaba. Cinco meses soportó la dura prueba, hasta que se vió libre de ella con sólo postrarse a los pies del Santo. En Savenieres, villa importante de la diócesis de Angers, obró otro mila­gro que, por las circunstancias que le rodean, rememora el de la resurrec­ción del hijo de la viuda de Naím. Un forastero, de paso por la locali­dad, acababa de fallecer víctima de la peste. Colocado el muerto en el ataúd, iba presto a ser sacado de casa. Los llorones contratados para el caso, habían dado comienzo ya a sus dolientes y lastimeros gritos a usanza oriental, cuando Maurilio, compadecido, se acerca al féretro y reza por el difunto; de pronto el cadáver toma vida, se levanta y el obispo lo reintegra a su familia. LA LEYENDA DE LAS LLAVES. — SAN RENATO AL relatar la siguiente historia no pretendemos hacer obra de crítici, sino simplemente referir a título puramente documental una leyenda antiquísima. Los Pequeños Bolandistas, que la resumen muy some­ramente, advierten que es de dudosa autenticidad. Una mujer, estéril desde mucho tiempo, obtuvo de Dios, por las ora­ciones de Maurilio, un hijo, que, a poco, cayó enfermo con grave p?ligro de muerte. Su madre se apresuró a llevarle a la iglesia de San Pedro para
  • 115. ■ |tn- el obispo le administrase el sacramento de la confirmación; pero éste, •i 1111 i I nc informado de la gravedad del caso, como quiera que celebraba misa «tilrnine, juzgó no ser oportuno interrumpir la augusta ceremonia para aten­der ni ruego de la pobre mujer. En aquel entretanto murió la criatura. No se puede creer fácilmente el dolor que sintió nuestro Santo al conocer lu triste nueva. Juzgaba que, por culpa suya, había muerto el niño sin recibir la confirmación. Fué tanto su sentimiento que no se podía consolar, por lo cual determinó de darse a mayores ayunos, asperezas y penitencias, para así pagar la culpa que a su parecer había cometido. Para esto se salió «nretamente de la ciudad en la primera ocasión que se le ofreció para ello; y, encaminándose al puerto de mar más cercano, embarcóse en un navio pronto a zarpar para Inglaterra; mas, antes de arribar a sus costas, advirtió ■|iie llevaba consigo las llaves de las arcas en que se hallaban encerradas la* reliquias de varios bienaventurados, depositadas en su iglesia. Pensando estaba, con las llaves en la mano, cómo las enviaría a la cate­dral de Angers, cuando una fuerte oleada conmovió el barco que le conducía, y sin poderlo evitar se le escaparon las llaves de las manos, yendo a parar en lo profundo del mar. —En verdad —exclamó entonces nuestro Santo, lleno de desconsuelo— ; que no volveré a la tierra que dejé hasta que esas llaves parezcan. Así que desembarcó en Inglaterra, vistióse pobremente y, para más encubrir quién era, .concertóse con un caballero por hortelano para tener cuidado de su huerta, y con aquella humildad y trabajó afligir su cuerpo y borrar el pecado que tanto le acongojaba. (irande fué la desolación de clero y pueblo al verse privados de su iiinadísimo pastor, y mucho más después que el cielo les reveló de varios modos que grandes males afligirían pronto al país si no se daban prisa en buscar al fugitivo. Trataron de común acuerdo lo que procedía hacer, y convinieron que cuatro delegados le buscaran sin darse punto de reposo hasta encontrarle. Siete años anduvieron recorriendo el continente europeo «¡n dar con el paradero del obispo, hasta que, llegados a un puerto bretón, dispuestos a saltar a Inglaterra y proseguir sus pesquisas, hallaron en la playa una piedra en la que vieron escritas estas palabras: «Por aquí pasó Miturilio, obispo de Angers», y poco más abajo la fecha de su embarque. Esperanzados con tan prodigioso descubrimiento se embarcaron para Inglaterra, única nación de Europa que les quedaba por visitar. A los |m>cos días de navegación saltó a la nave un pez grande, cuya vista les admiró por lo inopinado y extraño del caso; pero aun se maravillaron más ruando, al abrirle el vientre, vieron en él las llaves del relicario de la cate-ilral de Angers. Tan pronto como les fué posible, desembarcaron, y guiados por luz
  • 116. celestial, se fueron directamente a la casa del señor de quien Maurilio se había hecho jardinero; y, habiendo reconocido al Santo, se echaron a sus pies y le suplicaron que se fuese con ellos para bien y consuelo de las ovejas que Dios le había confiado. Negábase el prelado resueltamente, alegando el juramento que tenía hecho. Entonces los emisarios le mostraron las llaves y contaron cómo habían dado con ellas. Resistirse más tiempo a volver a su Sede, después del prodigio tan patente que envolvía el hallazgo de las llaves del relicario de su iglesia, era opo­nerse a la voluntad de Dios, y así lo comprendió nuestro Santo, cuya obe­diencia a los mandatos del Altísimo se sobrepuso al deseo de vivir ignorada en la condición humilde que había escogido. La noche anterior al día fijado para la partida, recibió la visita de un ángel que le dijo; «Levántate, Mau­rilio, y vuelve luego a tu iglesia. Por tus oraciones. Dios ha conservado tus ovejas y te restituirá el niño que tanto has llorado». Efectivamente, en cuanto llegó a la ciudad de Angers, el primer cuidado de Maurilio fué irse adonde el niño estaba enterrado; mandó abrir la sepul­tura en tanto que él hacía oración; terminada la cual el muerto resucitó y recibió allí mismo el sacramento de la confirmación. Llamóle Renato, como dos veces nacido; tuvo de él en lo sucesivo particularísimo cuidado y le destinó al culto de la iglesia; le formó en la práctica de las virtudes y mereció, por su santa vida, suceder a San Maurilio en la sede episcopal. Esta es la tradición seguida de muy antiguo en las Iglesias de Angers y Sorrento (Ita lia ), de las que fué obispo San Renato. Se apoya en una rela­ción atribuida sucesivamente, y desde luego con manifiesto error, a San Fortunato de Poitiers y a San Gregorio Turonense. MUERTE DE SAN MAURILIO LAS Actas de San Maurilio, tan explícitas en lo relativo a sus milagros, son breves al tratar de sus virtudes. Dan a entender, sin embargo» que su vida no fué sino una cadena de beneficios derramados con profusión en favor de los pobres, de los enfermos y de los apestados. Dicen también que, no obstante la avanzada edad de noventa años a que llegó, le sobrevino la muerte, en opinión de cuantos le conocieron, conservando, probablemente la inocencia bautismal. Cumplidor del compromiso contral», do a los pies de San Martín, fué siempre fiel amigo de la humilde pobreza; y hasta los últimos instantes de su vida trató su cuerpo con espantoso rigor)] su comida, si tal nombre se le podía dar, se reducía muy a menudo a un pedazo de pan de cebada que tomaba con sal y agua tibia. La mortificacidal y las penitencias parecían habérsele hecho connaturales.
  • 117. Sucedió que un domingo quiso celebrar de pontifical y, terminada la cere- ..... lin. se presentó ante todos sus clérigos reunidos y les habló de su muerte, l.i nnil presentó como muy cercana. Declaróles que por ser aquella la última *i'« que los había de ver y hablar juntos, les encarecía con toda su alma t I«>*!»* su afecto a vivir estrechamente unidos y amarse con tierna y cor- •llul afección. Dióles, además, paternales consejos y recomendaciones concer­nientes a la práctica de la castidad, de la obediencia y demás virtudes a que nlililtiin los consejos evangélicos. Cuando el pueblo supo la despedida que había hecho a sus clérigos, invadió «priuilumbrado la morada episcopal, y muchos lograron penetrar hasta el li ••lio del anciano para recibir por vez postrera su bendición y llorar la pér- •liilii de su santo pastor. Dió su bendita alma al Criador el 13 de septiembre, con toda probabi­lidad en el año 427. Su cadáver fué enterrado en una cripta que en vida ■i i i i ih Ió hacerse en la iglesia de San Pedro de Angers. Durante la revolución Imiieesa fueron sacrilegamente desparramadas las santas reliquias; consér- » .míe apenas algunas partículas insignificantes en Chalonnes. SU CULTO SAN Maurilio goza en Aujou de gran popularidad. Elegido, desde luego, como uno de los patronos principales de la diócesis, se instituyeron en la Edad Media varias fiestas en su honor para conmemorar diversos • i.niliulos de sus reliquias. Muchas iglesias y altares le están dedicados; y >1 desde fines del siglo X V I I ha perdido, con su discípulo San Renato, el Ululo de patrono principal, sigue siendo, no obstante, patrono secundario ile ln diócesis de Angers, en la que se le tiene en muy grande veneración. SANTORAL '.milis Maurilio, obispo y confesor; Eulogio, patriarca de Alejandría; Amado, obispo de Sión, en Valais; Lidorio, obispo de Tours, y Nectario, de Autún; Antonino, obispo de Carpentrás, y Amado, de Remimeront; Sacerdote, obis­po de L y ó n ; Israel y Teobaldo, canónigos de Limoges; Venerio, presbítero y solitario; Federico, presbítero Felipe, marido de Santa Claudia y padre de la virgen Santa Eugenia, mártir en Alejandría; Ligorio, solitario y már­tir; Macrobio, Julián, Gordiano, Luciano, Valeriano y Selencio, mártires. Meato Pedro, cisterciense de Moreruela. Santa Lucia, princesa de Esco-i iii, virgen.
  • 118. l.os tres varones de virtud y ciencia La barca del entierro D I A 14 DE S E P T I E M B R E SAN M A T E R N O OBISPO Y APÓSTOL DE ALSACIA (siglo I ) BKLLÍSIMA es la página de la historia religiosa de Alsacia que relata el apostolado de San Materno, obispo que fué de aquellos lugares. L'na tradición muy respetable nos dice que San Materno fué discí­pulo del apóstol San Pedro, de quien recibió la misión de evan-it> li/iir, en compañía de San Eucario y de San Valerio, las comarcas entonces fiiiiocidas con la denominación de primera y segunda Germania. No coinciden en esta opinión todos los autores. Hay quienes fijan los !•'im'ipios de la Iglesia de las Galias en el siglo I I I , en cuyo caso, el San Mnicriio que el Martirologio romano nos presenta como discípulo de San t'i ilrn, no sería el sabio obispo de Colonia, de este nombre, que vivió en <1 nijjlo IV , y que fué, por cierto, doctísimo varón, íntimo confidente del i m|irr:idor Constantino y muy considerado en su tiempo por su brillante unción en los concilios de Roma y de Arlés (313-314). Otros muy nota-l> lin eruditos se han declarado en sentido opuesto. I'.u esta breve historia nos atendremos a la antigua tradición que ha (•iTilurudo trece siglos y que distingue a San Materno, primer apóstol de la tixliii liélgica, de su homónimo el de Colonia.
  • 119. PATRIA DE SAN MATERNO SEGÚN algunos cronistas, sería este Materno aquel hijo único de la viuda de Naím que resucitó el Señor; no parece muy fundada esta afirmación. Opinan otros haber sido oriundo de Lombardía, pero confunden, sin duda, a San Materno de Tréveris con otro Materno hijo del conde Papías, que vivió en el siglo I I I . Hemos de convenir en que no están todavía aclarados los orígenes de nuestro Santo, pero tales pormenores no son de gran trascendencia para nuestro propósito. «Su más preciado título de nobleza y nuestra mayor gloria —dice el historiador Fisen— es el haber sido escogido por el apóstol San Pedro para ilustrar a nuestros mayorea con la esplendorosa luz de la verdadera fe». «En aquel tiempo — leemos en la vida de los santos Eucario, Valerio y Materno— habló el Espíritu Santo a Pedro, y el apóstol resolvió llevar la i luz de la fe cristiana a las Galias y a Germania». Sabido es que en el año 47 | el emperador Claudio expulsó a los judíos de Roma; la religión cristiana, pura superstición judaica para los romanos, quedó comprendida en la pros­cripción. No es inverosímil que, en estas circunstancias, saliera Pedro de Roma para predicar el Evangelio en diversas comarcas occidentales. Un autor siriaco del siglo V I, un biógrafo del siglo V I I y San Beda el Venerable afir­man en sus escritos que el glorioso apóstol evangelizó la Gran Bretaña. Y quizá en Roma, ya de vuelta —año 52 de nuestra era— , debió San Pedro, con el fin de acabar su obra, escoger a «tres doctos y virtuosos varo*) nes»: San Eucario, a quien confió el episcopado; a su diácono San Valerio y a Materno, joven clérigo de unos veinte años. VOCACIÓN APOSTÓLICA POR entonces las relaciones entre la Galia Bélgica — campo de aposto»| lado que San Pedro asignó a Materno— y la metrópoli, eran muy frecuentes. A esto contribuyó no poco el haber concedido Augusto i sus habitantes el derecho de ciudadanía romana, y Claudio el acceso a la* dignidades y a los empleos, en las ciudades y en el Senado. Numerosas y amplias vías de comunicación que cruzaban el país en todas direcciones, facilitaban la movilidad de las legiones e, indirectamente, la apostólica labor del misionero. Es muy verosímil que nuestros Santos aprovecharan esas magníficas víati con que Roma había dotado al país y hasta que acompañaran a las legionafl
  • 120. nmi.iinis en las que, a buen seguro, se contarían algunos cristianos fervo- ....... iiiio, con el ejemplo de su vida y el ejercicio de la caridad, dispon-iliuii Ihh ánimos para la inmediata acción del misionero. A las fatigas del .inudian la constante predicación. Atravesaron los Alpes, llegaron a SI ii'ln y se detuvieron en Helvetus, villa situada en la ribera derecha del iii> III, y a dos millas próximamente de la población de Benfeld, conocida i •••• i l nombre de Ehl. I n ella, según creencia popular, fué acometido de una fiebre maligna i|in i ,i pida mente lo llevó al sepulcro. Eucario y Valerio dieron sepultura » >ii compañero e inmediatamente se dirigieron a Roma para informar a 1 ,mi IVilro de la irreparable pérdida que acababa de experimentar la naciente ihU I i i i i . De este episodio arranca la interesante leyenda siguiente. EL BÁCULO DE SAN PEDRO liftN TA SE que el Príncipe de los Apóstoles, para consolar a los via­jeros, les entregó su báculo pastoral, indicándoles que lo pusieran sobre el difunto y le dijesen las siguientes palabras: «Materno, el h|m>s|oI l’edro te ordena, en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que h h Iviis a la vida y termines la misión que te confió su Vicario en la tierra». Muy gozosos acogieron los dos Santos el encargo del que sólo con su •■iintirii curaba a los enfermos y, llenos de confianza en Dios, llegaron al se- |nilrn> de Materno; colocaron el cayado sobre el cuerpo del difunto y, al '■"inunciar las palabras encomendadas, Materno abrió los ojos, miró fija-imiile a Eucario, ofrecióle la mano y, ante el asombro de la inmensa multi­tud i|iie presenciaba el milagro, se levantó vigoroso no obstante llevar más ■li cuarenta días encerrado en el sepulcro. Muchísimos paganos se convir- I Iim i i i a la fe cristiana por tan extraordinario prodigio. I' ilc precioso báculo se ha conservado con gran veneración hasta nuestros ■Iiik en las ciudades de Tréveris y de Colonia, que dirimieron la contienda ili- ni posesión guardando cada una la mitad. Diversos martirologios y escritos de los siglos IX y X recogen esta pia­do »,i tradición que sigue manteniéndose hasta nuestros días. Algunos autores creen que se funda en este hecho milagroso la tradi-ili’iiti I costumbre de los Papas de no usar báculo en las ceremonias y actos llllll|¡ÍCOS. Inocencio I I I (1198-1216), en un pasaje que inserta en la obra Corpus Imi ct clesiástici, da la razón siguiente: «E l bienaventurado apóstol Pedro i iitlo mi cayado pastoral a San Eucario, que por primera vez aplicó su ma-i. nilloha virtud».
  • 121. Y Santo Tomás de Aquino agrega que «el Papa llevaba el báculo sola­mente al visitar la diócesis de Tréveris». Existe además, en opinión del mis­mo Santo, una razón mística que abona tal costumbre: «E l ser la curvatura del cayado símbolo de jurisdicción limitada y no convenir de ningún modo a quien posee la soberanía más perfecta y universal». LABOR APOSTÓLICA DE SAN EUCARIO Y DE SAN VALERIO MATERNO y sus dos compañeros prosiguieron su fructuoso ministe­rio y lograron en tierras de Alsacia gran número de conversiones. En verdad que la palabra de un resucitado debía ejercer influencia decisiva en los corazones de los oyentes, y muy obstinado había de ser quien resistiera a la poderosa elocuencia apoyada en milagro tan estupendo. El radio de acción de nuestros misioneros iba extendiéndose cada vez más. Se hallaban a las puertas de Tréveris. La conquista para Jesucristo de esta gran urbe constituía sus más vivos anhelos. Era Tréveris en aquellos tiem­pos la primera ciudad de Germania; opulenta, poderosa, de gran renombre y, según expresión del mismo César, la más valerosa de todas. Tenía, como Roma, grandioso Capitolio, Senado, teatros y termas. Cien ídolos recibían culto público, y coronaban sus estatuas una de las colinas de Tréveris. Nada faltaba en ella de cuanto podía exigir entonces la grandeza de un pueblo. Lástima que tal grandeza fuera sólo material. Insuperables obstáculos tuvieron que vencer para la conquista espiritual de esta importante ciudad; los sacerdotes de los ídolos rugieron de ira al contemplar cómo el pueblo abandonaba a los dioses que a ellos les susten­taban, y pusieron en juego todas las artes diabólicas para desacreditar y echar de la ciudad a los misioneros. Allí hubieran perecido apedreados nuestros Santos si el cielo no hubiese paralizado los brazos de la enfurecida plebe. No desmayaron sus ánimos por estos contratiempos; esperaban que la Divina Providencia les depararía un momento más propicio para dar rienda suelta a su apostólico celo. Mientras tanto, Dios confirmaba con numerosos prodigios la santidad de sus siervos. San Eucario resucitó a la hija de Albana, noble matrona, viuda de un senador muy influyente. Tuvo el milagro enorme resonancia entre los paganos y contribuyó eficazmente a su conversión. Albana recibió el bautismo, así como toda su familia, y fué en adelante su casa el oratorio y centro apostólico de reunión. Los paganos y bárbaros se convertían en masa ante la clarividencia de las pruebas en pro de la doo-trina cristiana. Por tres días consecutivos sirvió un riachuelo que riega a Tréveris de bautisterio a innumerables neófitos.
  • 122. mu LLENOS de confianza en la virtud del báculo de San Pedro, los misioneros hacen abrir la sepultura de San Materno, que está enterrado desde hace cuarenta y cinco días, y ven admirados (ómo al tocar con la reliquia su cuerpo el apóstol difunto torna a la vida y se reincorpora. 10. — v
  • 123. A la muerte de San Eucario, acaecida veinticuatro años después de su consagración episcopal, sucedióle en aquella diócesis San Valerio. Por una piedad ardiente, ejemplarísima vida y la persuasión de su palabra, duranta quince años de duros trabajos, logró extender la semilla cristiana por lo* alrededores de Tréveris de tal modo que, a su muerte —según afirma un an­tiguo cronista—, el número de cristianos era superior al de paganos. Tal vez el entusiasmo del autor exagera algo la nota optimista. Dado el arraigo de las costumbres paganas y el halago de su doctrina, no es fácil *• consiguieran en tan corto tiempo éxitos tan lisonjeros; sea como fuere, lo cierto es que a la muerte de San Valerio (80 ó 90), aun quedaba amplia] campo de apostolado para el sucesor. EPISCOPADO DE SAN MATERNO ELEVADO a la dignidad episcopal, desplegó Materno sus alas al cela, que ardía en su corazón y le impulsaba a regiones muy apartadas da i su sede episcopal. Entretenida Roma en la defensa del Rin, dejó por entonces en paz a discípulos de Cristo de la Galia Bélgica y de Germania, los cuales pudi vivir y desarrollarse sin graves contratiempos, entre pueblos que ansií sacudir el yugo romano. Peor suerte cupo a los del sur, donde sufrí persecución dura y tenaz. Esta circunstancia fué aprovechada por Mat para llevar la buena semilla a las ciudades y pueblos enclavados entre ríos Mosela y Rin. En cada aglomeración, procuraba lograr de preferencia la conversiói los jefes, ya que, ganada la cabeza, fácilmente se atraen los demás miemt Su caridad y amable trato conquistáronle en seguida los corazones. Encaminóse otra vez a Alsacia, donde, según tradición respetable, fundí varios oratorios públicos. En el pueblecito de Ehl, cuna del cristianismo «• esta región, fué donde el antiguo resucitado conquistó mayores triunfos part la causa de Cristo. Estrasburgo, Worms y Maguncia fueron sucesivamente teatros de sul apostólicos trabajos. Conservóse muy vivo a través de los siglos, en estui cristianas ciudades, el recuerdo de las virtudes y milagros que obró a la (al de sus gloriosos antepasados. Si damos crédito al cronista Bertio, en la ciudad de Bonn logró con >• gran elocuencia apartar al pueblo del culto a Mercurio, que se hallaba a 14 sazón muy pujante en la ciudad. El mismo gobernador, que a la vez centurión de las legiones romanas, fué ganado para Cristo por la santiil de su siervo, y con el consentimiento del nuevo e ilustre convertido, abrió
  • 124. mil o cristiano una iglesia que se ha conservado hasta nuestros días, y es hoy m Importancia la segunda parroquia de dicha ciudad. APÓSTOL DE COLONIA Y DE TONGRES MATERNO soñaba también con ganar para Cristo la ciudad de Colo­nia. El acceso a ella era difícil para un cristiano. Delante de una de sus puertas, dedicada a la diosa Papia, se mantenía siempre encen­dido el fuego sagrado, y exigíase a todos los transeúntes la ofrenda del in- ■ li uno en honor a la falsa divinidad. Materno, muy deseoso de entrar, per­maneció durante diecisiete días a la expectativa, hasta que, por una feliz i .ismilidad, pudo franquear los umbrales sin cumplir la imposición idolátrica. I mii vez en la ciudad, entregóse con indomable entusiasmo a la predicación, •tu que cediera nunca su ánimo frente a las dificultades; y si bien los co-mlrii/. os fueron ásperos y poco halagüeños; pronto le compensó el Señor, pues l<>< frutos de salvación logrados fueron opimos y abundantes. este episodio de la vida del santo obispo se refiere una antiquísima de- » lición: las plegarias solemnes que, durante diecisiete días consecutivos, desde el 13 de septiembre hasta la fiesta de San Miguel—, aun en nuestros ■ liiiit, se hacen en las iglesias de Colonia, en honra de San Materno. I'.vangelizó también «la floreciente y noble ciudad de Tongres» —son pala- Ii i .is del cronista—. Cupo a esta ciudad la singular gloria de haber sido la pri-iniTi i de la Galia Bélgica que levantó un templo en honor de la Virgen María. Concurrían en Tongres tres vías romanas de importancia: una procedía di Colonia, otra de Nimega y la tercera costeaba la ribera selvática del Mona y seguía la dirección de Bavai. Por esta última debió dirigir los pasos Miilrrno en los comienzos del siglo II. Numerosos milagros confirmaron ln verdad de su doctrina: ciegos que recobraban la vista, demonios obliga­do* a salir de sus posesos, cinco hijos del gobernador de Ciney enterrados «Ivim entre los escombros de una casa que se desplomó, sacados sanos y • i i Ivok por el Santo, etc. A decir de su antiguo biógrafo, no había enferme­dad corporal o espiritual que no experimentara alivio por la virtud milagrosa ■li Materno. I'.n todas partes edificó altares a Cristo y a la Virgen. Solamente en Ton-il(<>, enumera setenta el cronista Gil de Orval. Aun suponiendo algo de exa- Mi un ión piadosa en tal afirmación, no cabe dudar que Materno, obispo di I Inmenso territorio comprendido por la primera y segunda Germania, esta-liln iii en Tongres y en Colonia cristiandades sólidamente organizadas, dotadas ■li templos suficientes y de abnegados sacerdotes que conservaron y des­tudiaron el fruto de sus trabajos en la numerosa y ferviente grey cristiana.
  • 125. VIRTUDES DEL SANTO HER1GERO pondera el gran celo por la salvación de las almas, la hu­mildad y sencillez de nuestro Santo. Según otro biógrafo, tres vir­tudes aquilataron su santísima vida con extraordinarios fulgores: la mansedumbre, la bondad y la austeridad; virtudes características del verda­dero apóstol. Porque, ¿cómo lograría un misionero conmover los corazones sin perfumar su palabra y sus actos con el suave aroma de la mansedumbre? Éste es el único medio de atraerse las voluntades, el respeto y la veneración de sus semejantes. El apóstol se hace todo para todos; olvídase de sí. mismo para concentrar sus energías y desvelos sólo en la gloria de Dios y en la salva­ción de las almas, y busca con preferencia las más desgraciadas y miserables. Materno consolaba a los afligidos y socorría a los menesterosos cuidando de las necesidades del cuerpo, para así introducirse mejor en las almas. Como todos los santos, fué benigno y compasivo con los demás y muy severo consigo mismo; imponíase duro régimen de privaciones y continuos ayunos; daba al sueño breves horas; velaba para orar y, apenas apuntaba la aurora, empezaba sus apostólicas correrías. Su gran celo quería abarcarlo todo, y multiplicábase para atender solícito a las iglesias de su predilección! Refiérese haber concedido Dios a su siervo el favor que en otros tiempo» otorgara a Habacuc, colmando sus anhelos de ver simultáneamente a sus amados fieles en ocasiones especialísimas de ser reclamada al mismo tiempo su presencia. Así, el día de la Resurrección del Señor pudo celebrar de pon-tifical a la vez en las iglesias de Tongres, Tréveris y Colonia. No se juzgue imposible este hecho de la bilocación, pues, aunque extra­ordinario, se ha dado muchas veces en las vidas de los Santos, especialmente en los primeros siglos del Cristianismo, en que por la suma escasez de pasto­res era casi de absoluta necesidad, so pena de quedar privados numeroso»] fieles de los divinos misterios. MUERTE DEL SANTO l A los cuarenta años de glorioso y fructífero pontificado, ejercido en «I ocaso de la vida, llamó Dios a su siervo a bien ganada recompensai Según un autor anónimo, entregó su alma en la ciudad de Coloniat siendo casi centenario. Cierta noche en que como de costumbre estaba en oración, sorprendióle el sueño y tuvo una visión celestial: Eucario y Valerio, compañeros suyos de apostolado, se le aparecieron con la frente orlada d»
  • 126. •■■•iituifica corona. «Dentro de tres días —le dijeron—, se acabará para ti el *l>il ierro y vendrás a gozar las delicias de la gloria eterna». Dicho esto, ráronle la corona que le estaba reservada y remontáronse al cielo. Entretanto una voz íntima confirmóle la verdad de esta visión y dió a • ii espíritu la dulce esperanza de su próxima partida. Fuera de esto, el ago­tamiento de sus fuerzas y la fiebre que le consumía desde algún tiempo, ...... indicios claros de que el alma trataba de romper las ligaduras que la tu jetaban al cuerpo. Reunió, pues, a sus amados discípulos, para expresarles ni ultima voluntad, y pasó los días siguientes en santos coloquios como padre mu.inte que prodiga sabios consejos con palabras iluminadas de eternidad. Al tercer día, conforme se le dijera en la visión, después de recibir el tiltil o Viático, exhaló plácidamente el último suspiro. Disputáronse la posesión de sus venerandas reliquias las tres iglesias ya mencionadas. Según una poética leyenda, la Providencia se encargó de re­solver el litigio. Fueron colocados los restos mortales del Santo en una • mharcación que abandonaron a merced de la corriente de río, conviniendo • ii que correspondería a Colonia si la embarcación volvía nuevamente a di-el i.i ciudad, a Tongres si proseguía la corriente hasta ella, y por fin a Tré- « e r í s si se dirigía hacia las fuentes del río. Contra toda previsión humana y sin que mediara piloto alguno, la em-li. ircación navegó contra corriente, en dirección a Tréveris. Los afortunados li.ilutantes de esta ciudad, que ya poseían los restos mortales de San Valerio v de San Eucario, depositaron las santas reliquias junto a las de aquéllos. De este modo los que habían vivido unidos en la caridad de Cristo y • n comunidad de apostolado, descansaron en la paz del Señor en la misma murada, para volar juntos a la gloria con sus cuerpos ya glorificados el *11*1 de la resurrección de la carne. SANTORAL i ' Kx a l t a c ió n d e l a Sa n t a Cr u z (véase en el tomo V II, «Festividades del Año Litúrgico», pág. 420). Santos Materno, Eucario y Valerio, obispos de Tré­veris; Odilardo, amigo y consejero de Carlomagno y obispo de Nantes; Cormac, obispo de Cashel y rey de Múnster, en Irlanda; Crescendo, niño mártir; Austrulfo, abad de Fontenelle; Cereal, soldado, mártir en Roma Crescenciano, Víctor y General, mártires en África. Santas Noitburga, vir­gen; Rósula, mártir en África; Salustia, esposa de San Cereal, mártir. Bea­tas Columba, Materna y Periña, vírgenes y mártires. Conmemórase hoy la traslación del cuerpo de San Juan Crisóstomo a Constantinopla; imperaba entonces Teodosio I I el Joven.
  • 127. D f A 15 DE S E P T I E M B R E ^ STA. CATALINA DE GENOVA VIUDA Y HOSPITALARIA (1447-1510) NACIÓ Catalina en Genova el año 1447. Su padre, Santiago Fieschi, era virrey de Nápoles. Esta preclara familia, fecunda en hombres ilustres, dió a la Iglesia dos papas, Inocencio IV y Adriano V; ocho o nueve cardenales y dos obispos; y a la patria muchos »n il!¡M rados y aguerridos capitanes. I.os padres de Catalina, a fuer de fervientes católicos, la educaron en el •iinlo temor de Dios. Correspondió la niña tan satisfactoriamente a sus de-iiin que, ya desde los ocho años, empezó a practicar las más rudas peniten-flm, aunque poniendo gran cuidado en ocultar sus rigores. Tenía por cama un mal jergón y servíale de almohada un duro leño; y esto, en su propia Kiim, donde tantas comodidades podía disfrutar. Siendo aún de pocos años; h I i i i i i i / ó un alto grado de oración. A los pies de un cuadro del Descendimien­to, «pie presidía su alcoba, deshacíase en lágrimas cuando lo contemplaba. A los doce años intensificó aún más su fervor y ya gozaba de los inefa-lili » urdores del amor divino, especialmente al meditar la Pasión del Sal-tMilur. Renunció enteramente a su propia voluntad y se consagró a las cosas ►•plril miles con tan fervoroso ahinco que las terrenales le causaban hastío y
  • 128. le parecían en todo desabridas. Queriendo darse más de lleno al Señor, anheló encarecidamente acogerse al abrigo del claustro. Mostraba preferencia por la contemplación, y así, sus ansias se dirigían al convento de Nuestra Señora de las Gracias, que seguía la Regla de San Agustín. Comunicó esta decisión a su director espiritual, y rogóle que procurara activar su ingreso en dicho monasterio, si lo juzgaba conveniente para su alma. Probó por algún tiem­po el discreto sacerdote, la vocación de su hija espiritual y, al ver que su decisión era inquebrantable, elevó la oportuna súplica a la superiora del con­vento. Pero Catalina no tenía más que trece años, y la Regla no autorizaba la admisión a tan tierna edad. A pesar de que las monjas estaban bien in­formadas de los dones singulares con que Dios favorecía a la postulante, pre­firieron renunciar a la posesión de tan preciado tesoro antes de quebrantar^ la Regla en punto tan explícito. MATRIMONIO DE CATALINA MUCHO contrarió a Catalina esta denegación; mas, sobreponiéndose enérgicamente a la primera depresión de ánimo, exclamó: «De Dio»'] me viene esta prueba; a Él entrego mi persona para que me guíe i por la senda que su infinita sabiduría juzgue más provechosa». Esta senda] debía ser dolorosa en extremo. Ya a los dieciséis años, entró en la calle de la Amargura experimentando los primeros golpes de dolor, al perder a su ama­dísimo padre y quedar en su orfandad bajo la tutela de su hermano mayor. Era a la sazón Génova teatro de sangrientas guerras fratricidas entra] güelfos y gibelinos. El duque de Milán aprovechó este estado anárquico paral apoderarse de la ciudad, con lo que renacieron la paz y la tranquilidad. Loa ' enconos entre las familias rivales fueron calmándose. Las de Fieschi y laa ' de Adorno hicieron las paces y, como prenda de reconciliación, concertaron] el matrimonio de Julián Adorno con Catalina Fieschi. Acostumbrada a ver la mano divina en todos los acontecimientos humanos, fué al altar y contra­jo la unión que sólo hubiera deseado contraer con el Divino Esposo (1463). Quizá pueda sorprender tan ciega conformidad de voluntad a situacio-j nes tan dispares; mas el iniciado en los estudios ascéticos y místicos, saba] muy bien que la absoluta conformidad a la voluntad divina es pauta segu­rísima de perfección cuando aquélla se conoce debidamente. Para Catalina fué base de gran santidad y fuente inagotable de mérito. En sus Diálogos, dice el Espíritu a la Humanidad: «Nunca consideres quién te llama ni para qué; jamás obres por propio gusto y somete en todo tu voluntad a la ajena». El matrimonio de Catalina no parece sino una aplicación de esta regla. ' Julio Adorno era un joven agraciado, rico, de ilustre prosapia; pero a
  • 129. i >i .ih bellas condiciones contraponía las de ser iracundo, voluptuoso y juga­do! empedernido. No es difícil comprender cuánto debió sufrir Catalina con t.il nutrido. Despreciada a poco de casarse, recluyóse en su propia casa, de- •Iti unióse de día y de noche a la oración. Hieles más amargas le esperaban i mili víii. A este desamparo humano iba a añadirse el aparente abandono del itor, durante cinco años. Por efecto de esta espantosa aflicción física y nmtiil se redujeron a tal punto las energías de su organismo, que quedó des- ■ iMiocidu. Alarmados los parientes al ver el triste y demacrado semblante ■l> ( '.alalina, acudieron a todos los medios humanos para disuadirla de su ■•l'itiiiiido retraimiento, creyendo que las auras del mundo la vigorizarían. Cedió por fin a tan premiosos ruegos, reanudó las relaciones sociales con Iim ncñoras de su categoría y usó con moderación de las diversiones y placé­is • que, aunque permitidos, hasta entonces había tenido tan alejados. Pero muy pronto notó Catalina que, lejos de saciar al corazón, estas pequeñas con-i-< iliiiics provocaban nuevo ardor abriendo en su alma un espantoso vacío. Oprimido su corazón por tan horrible angustia, entró el día de San Be­nito del año 1474 en la iglesia erigida bajo su advocación, postróse en tierra y •'«ni súplica de quien pugna por salir de una situación desesperada, exclamó •ilmgiidu por amargo llanto: «Glorioso San Benito, rogad a Dios que me dé lioi meses de enfermedad». Esta oración no fué oída, pero marcó definitiva­mente la ruptura violenta de las ataduras terrenales para elevarse en raudo «mío a las regiones de la más alta espiritualidad. VISITA DE JESÚS PRESA de indecibles tormentos abrió su corazón a su hermana Limba-nia, religiosa en Nuestra Señora de Gracia, y por su consejo se dispuso con resolución a limpiar su alma de los defectos y faltas con una sin- ■ • ni y general confesión, y seguir siempre los consejos de su confesor. «Apenas se puso de rodillas para empezar la confesión —dice el Padre Itilmdeneira— cuando el Señor se dignó alumbrar su mente con un rayo tan i l.irn y penetrante de su divina luz, y de encender en su corazón una llama imi urdiente de su divino amor, que vió en un momento y conoció con mu- ■ luí claridad de una parte cuán grande sea la bondad de Dios que merece mi Infinito amor, y por otra cuán grande sea la bondad de Dios que merece tu ne el pecado y cualquier ofensa de Dios, aun la que parece ligera y ve-iilnl; a la vista de estas dos cosas sintió excitarse en su corazón una contri­ción viva de sus pecados, y un amor tan grande a Dios, que quedó como t u r r i l de sí. Absorta en este amoroso éxtasis no sabía repetir más que esta i «cliiinación: «¡Amor mío, nunca jamás ofenderte!»
  • 130. Volvióse a casa, encerróse en su habitación, arrojó de sí con vehemente desdén los vanos adornos femeniles para no volver a mirarlos, y entre sollozos y suspiros no cesaba de exclamar: «Oh amor mío, ¿cómo es posible. Señor, que a mí, pecadora, me favorezcáis de tal modo con vuestra bondad, y que en un instante me hayáis dado a conocer tantas cosas que a mi lengua le es imposible expresar?» Diciendo estaba estas palabras cuando se le apareció el Señor cargado con la cruz, llagado de pies a cabeza y manando de sus heridas tanta sangre, que parecía inundar la habitación. «Mira, hija mía —le dijo el Señor—, la sangre que derramé en el Calvario por tu amor y como expiación de tus culpas». La vista de tal exceso de amor, provocó en su alma un odio in­extinguible a las propias culpas. «Oh amor mío —exclamó— , no más pecar. Dispuesta estoy a confesar públicamente mis culpas, si así lo queréis». Tres días después de esta aparición, hizo confesión general de sus pe­cados mientras derramaba copiosas lágrimas de arrepentimiento, después de lo cual sintió su alma totalmente trocada y ardiendo en deseos de unirse a Dios por medio de la Sagrada Comunión. Obtuvo el singular favor —grande de verdad en aquel tiempo— de comulgar todos los días. Este celestial manjar fué, durante veintitrés años, el único sostén de su cuerpo y, sobre todo, de su espíritu. Sólo bebía diariamente un vaso de agua mezclada con sal y vinagre para apagar el ardor que abrasaba su pecho, y que no era sino efecto del amor divino que la consumía. Tan extremado rigor, lejos de per­judicar su salud, la vigorizó notablemente. VIDA AUSTERÍSIMA. — SUS «DIALOGOS» OR testimonio de su confesor sabemos que nunca manchó su alma el pecado mortal; sin embargo, constantemente tenía sus faltas ante su vista, para llorarlas amargamente. Apartó de su lengua toda palabra inútil y, para castigar pretendidos abusos de su vida pasada, la frotaba en el suelo hasta sacar sangre. Redujo aún más las horas de sueño, y colocaba en su lecho zarzas y clavos para privarse del placer de un sueño tranquilo. Mas, como ella misma nos refiere, «la bondad de Dios torcía de tal forma sus propósitos, que era sueño más apacible que si durmiera sobre mullido colchón». Diariamente dedicaba a la oración, hecha de rodillas, de siete a ocho horas. Mayor todavía fué su mortificación interna. Ella misma nos dice en sus escritos que las «maceraciones aplicadas al cuerpo son del todo ineficaces cuando no están acompañadas de abnegación y sacrificio personal». Llevan­do al terreno de la práctica esta sentencia ascética, analizó cuidadosamente
  • 131. SANTA Catalina de Genova asiste a los pobres en sus casas par­ticulares y se ejercita en los servicios más repugnantes y fasti­diosos, con gran edificación de toda la ciudad, admirada de ver a un,i dama de tan alta posición humillarse y servir de día y de noche por amor a Jesucristo.
  • 132. las manifestaciones de su propia voluntad, para acometer las luchas con valor y decisión, y pronto logró tal dominio sobre sí, que automáticamente refrenaba todo deseo que no se dirigiera a Dios. Un alma de piedad común no puede sentir arranques por los que se crea capaz de imponerse un ideal de perfección tan contrario a las exigen­cias de la naturaleza. Ciertamente, no es dado a todos encauzarse por tal vía; y sería notoria imprudencia darse a tan noble empresa sin oír el llamamien­to interior y sin el previo consejo de un director experimentado y prudente. Aclaremos brevemente este punto trascendental: A Catalina, como a todos los santos y como a todos los cristianos de honda vida interior, se ofrece, el difícil problema de la valoración de los bienes naturales en orden a la salva­ción. ¿Pueden ser medios para elevarnos a Dios o por el contrario son obs­táculos que hemos de soslayar o vencer en la marcha hacia la unión con Él? Muchas veces se da una solución que responde al temperamento propio, a la simpatía y hasta al propio egoísmo. Muchos adoptan, como aspira­ción más ideal en este mundo, una solución ecléctica que quisiera armonizar ambos extremos; es decir, un punto medio en la piedad. La que abraza Ca­talina no es de términos medios. Franca y resueltamente va en dirección a Dios, hollando todo lo humano; sin ruindades ni atemperaciones; rechazan­do todo lo que no sea de Dios o para Dios, y llegando hasta el sacrificio total del egoísmo, aun del que se disfraza con cierto matiz espiritual. En los Diálogos que escribió por consejo de su director espiritual, y que son reflejo exacto de su vida íntima, muestra, con gran sencillez y verdad, las etapas de la vida purgativa y el ascenso a la cumbre de la perfección. La Santa pone en escena al Alma, al Cuerpo y al Amor propio, y escribe: —¡Oh alma!, para que puedas servirte del cuerpo es necesario que atien­das a sus necesidades; de otro modo, morirás. En cambio, si fueres generosa con él, también él te dejará tranquila... Responde el Alma a sus dos compañeros: —Muy contrariada y afligida estoy de verme en la precisión de condes­cender con vosotros en tantas cosas y temo, al daros satisfacción en lo que pedís so pretexto de necesidad, compartir yo vuestros placeres; pues bien .sé que, al saborear los bienes terrenales, piérdese el gusto de los espirituales... Arremete nuevamente el cuerpo con razones de justicia carnal. —...Ya comprenderás, oh alma mía, que Dios no hubiera creado las cosas, si perjudicasen al alma. Yo tengo exigencias que satisfacer, necesito vestirme, comer, dormir y hasta expansionarme un tanto, para que así atienda mejor a lo que es de tu incumbencia. No son nuevos estos argumentos de la carne; la humanidad entera oye sus argucias en todos los tiempos, y marcan bien los pasos de la caída que con tan sublime encanto nos describe la Santa. Finalmente, dice que «¡no
  • 133. <|ii«-daba al alma sino un leve remordimiento del que hacía poco caso!» Des­pués de ponderar en su justo valor las proposiciones del cuerpo, replica el «Imiii con decisión: —Ahora me propongo obrar contigo como con enemigo mortal... Sólo te otorgaré lo estrictamente necesario. «Más tarde tendrás todo lo que apeteces; te daré una felicidad para ti insospechada. Déjame hacer lo que quiero; así hallarás tú también la ver­dadera dicha, dicha tan grande que, ya te digo, ni soñarla puedes. La decisión es dura, pero las consecuencias que se siguen son altamente beneficiosas. Hasta este mundo viene a ser un anticipo del cielo. CON LOS ENFERMOS. — CONVERSIÓN DE SU MARIDO EXISTÍA por entonces en Génova una Sociedad llamada de la Miseri­cordia, compuesta por los más distinguidos caballeros y por ocho damas escogidas entre lo más noble y rico de la ciudad. Esta Sociedad cuidaba de atender a las necesidades de los pobres y a la administración de las limosnas que se recogían para tal fin. Ingresó Catalina en la carita­tiva asociación e inmediatamente empezó a ejercer su ministerio. Mostraba preferencia por los leprosos o llagados de úlceras gangrenosas, procurábales habitaciones sanas, camas, ropa blanca, alimentos, medicinas; oh una palabra, todo lo necesario; y quedaba en sus casas para asistirlos y desempeñar los humildes oficios de criada y enfermera. Mucho hubo de luchar para alcanzar aquel grado heroico de caridad, pues «cntía horror instintivo a todas esas hediondas calamidades. Revolvíasele el estómago a la vista de una úlcera purulenta, pero contestaba a esa protesta «le la naturaleza aplicando sus labios a las llagas. La repetición de estos actos heroicos le dió completo triunfo sobre sus nativas repugnancias. Habíase propuesto tres reglas principales de perfección. La primera: «No decir nunca: Quiero o N o quiero, ni tuyo ni m ío ; sino solamente: Haz esto, no hagas eso, « nuestro libro, nuestro háb ito ...» La segunda: «No excusar •lis faltas y estar siempre dispuesta a acusarse». La tercera: «Tomar por norma de toda su vida esta petición del Padrenuestro: Hágase tu v oluntad». Entretanto, su esposo, Julián Adorno, seguía llevando vida de desorden y despilfarro, por lo que el desenfreno de sus malos hábitos le trajo pronto ln ruina de su salud; mas, por la misericordia de Dios y las oraciones y pa­ciencia de su esposa, dió paso atrás en el mal camino, logró acabar con sus extravíos, pidió perdón de la reprobable conducta anterior, compartió las obras de caridad de Catalina e ingresó en la Orden Tercera de San Francisco. Sin embargo, no basta muchas veces un generoso acto de voluntad para
  • 134. romper de golpe con tantos lazos como aprisionan la naturaleza del vicioso. Hacia fines del año 1497 le acometió una grave enfermedad, a la que lo» médicos no pudieron hallar remedio. Los arrebatos de ira se recrudecieron con inusitada violencia. En todo este tiempo Catalina no se apartaba del lecho de su esposo) prodigábale amorosa los más solícitos cuidados, y procuraba calmar su irri­tabilidad con el bálsamo de sus oraciones, mansedumbre y dulzura; mui nada ponía remedio a aquella exasperación. Inquieta Catalina de que pu­diera llegar el temido desenlace en ese triste estado, retiróse a su habitación y, postrada de hinojos, con férvida súplica, pidió a Dios que no se perdiera aquella alma. «¡Señor, tuya es —le dijo— ; no consientas que se pierda; con­cédemela! ¡Tú lo puedes hacer!» Al volver a la alcoba del enfermo, lo halló perfectamente tranquilo y resignado. Julián oyó con gran conformidad la* recomendaciones de su esposa y expiró plácidamente entre sus brazos. De este modo compensaba Dios nuestro Señor a su fidelísima sierva. CATALINA, GERENTE DEL HOSPITAL. — SANTA MUERTE AL volver del entierro de su marido, había solicitado ya la dirección de los enfermos. Ocioso será decir que cumplió su cometido con ad­mirable celo y con edificación de cuantos la habían conocido. Entre los actos heroicos realizados por la Santa refiérennos sus contempo­ráneos el siguiente: Había en el hospital cierta enferma, terciaria francisca­na, aquejada de pestilente fiebre. Visitábala Catalina con frecuencia y la animaba a invocar el nombre de Jesús. Imposible era a la enferma el más i leve sonido, pero por la expresión de su mirada y el movimiento de sus labios, mostraba claramente que su alma estaba encendida de amor divino, I y que pugnaba por brotar de sus labios el nombre de Jesús. «Entonces —dice f uno de sus biógrafos— , no pudiendo contenerse Catalina, arrebatada, besó los labios de la moribunda para recoger en los suyos el adorable nombre de su Amado; pero al mismo tiempo tomó el virus de la peste, que la redujo al último grado de extenuación». Contra toda esperanza, por un verdadero mi­lagro, recobró la salud y pudo seguir aún en sus caritativas funciones. Como el Rey Profeta y el Pobrecito de Asís, Catalina invitaba a la na-naturaleza toda a alabar al Señor. Al contemplar la floresta amena de su hermoso jardín, decía a las florecillas: «Amiguitas mías, amad al Señor y bendecidle a vuestro modo». El fuego del divino amor la consumía hasta hacerla perder el habla. En medio de esos arrobamientos se le oía decir a veces, como en secreto: «Basta» Señor, mi alma se escapa, veo que me deshago».
  • 135. l ’iirlicularmente al hablar del Purgatorio su rostro parecíase a un serafín. Nti director espiritual la obligó a describir algunos de esos sublimes scnti-m i I i i i I o s , y, debido a esa piadosa imposición, poseemos el hermoso Tratado ■ i. ! I'u rga to rio y sus Diálogos. I .os diez últimos años fueron un continuado martirio. Tomaba las medi-i liM» que prescribían los facultativos, pero era para mayor tormento. Tan iirrihlc debía ser el efecto, que alguna vez se le oyó decir que al ingerirlas li inirccía «como si la colocaran entre las ruedas de un molino y la tritura-alma y cuerpo». Los únicos consuelos que experimentaba eran los espi- ■ II miles y los que la Divina Bondad le enviaba por medio de sus ángeles. Kl 25 de octubre de 1510, después de un largo desvanecimiento, suplicó nl>rk-ran la ventana para contemplar el cielo y cantó el Veni Creátor Spíri-lus, después de lo cual quedó en un arrobamiento estático que le duró más ilc hora y media. «¡Vamos! —decía— . ¡No más tierra!» Kl 14 de septiembre pareció que se reanimaba, mas no era sino la alegría «le la partida que se dibujaba en su rostro. Se le preguntó si deseaba recibir ii Jesús en la comunión y señaló con su dedo el cielo, como diciendo que allí lo recibiría para no dejarlo jamás. Tomó su semblante incomparable expre­sión de hermosura y con voz llena de celestial suavidad pronunció las últi­mas palabras de Nuestro Señor en la Cruz: «Padre mío, en tus manos enco­miendo mi espíritu», y, diciendo esto, entregó su alma a Dios. Dieciocho meses después de su muerte fué colocada entre los Beatos por «•I papa Julio II. La canonización se decretó el 30 de abril de 1737 por el papa Clemente X I I y la solemnidad se fijó para el 16 de junio siguiente. Su fiesta se vino celebrando el 22 de marzo, hasta que en 1922 se trasladó ul 15 de septiembre. SANTORAL l,os Sie t e D o lo r e s d e l a Sa n t ís im a V ir g e n . Santos Nicomedes, presbítero y már­tir; Albino, obispo de L y ó n ; Leobino o Lubino, obispo de Chartres; Apro, abogado y, después — según algunos autores— , obispo; Entilas o Emiliano y Jeremías, mártires en Córdoba; Porfirio, cómico y mártir, cuya conversión y tormento, similares a los de San Ginés — 25 de agosto— , sucedieron en Andrinópolis bajo Juliano el Apóstata; Aicardo y Riberto, abades; Juan de Dwarb, llamado «E l enano», solitario en los desiertos de Escitia Ni-cetas, godo, martirizado por el rey Atanarico; Valeriano, mártir en Chalons; Máximo, Teodoro y Asclepiodoto, mártires en Andrinópolis en los primeros años del siglo iv Santas Catalina de Génova y Eutropia, viudas; Edita y Apronia, vírgenes; Melitina, mártir en Tracia, cuando imperaba Anto-nino Pío.
  • 136. Con el maestro Cecilio Muerte gloriosa DÍ A 16 DE S E P T I EMB R E S A N C I P R I A N O OBISPO DE CARTAGO Y MARTIR (210?-258) SAN Cipriano es una de las figuras más excelsas de la floreciente Igle­sia africana del siglo I I de nuestra era. Siendo aún pagano, enseñó retórica. Fué de temperamento fogoso y entero, por lo que tendía a cierta intransigencia en la propagación de sus ideas. En el ardor de la lucha contra el cismático Novaciano y en las discusiones doctrinales con el l'iinlífice de Roma, arrastrado por su natural impetuoso, rozó un tanto los limites de la pura ortodoxia, pero la aureola del martirio que coronó su iirlivÍMina carrera es prueba elocuente de la rectitud de intención que en todo Ir guió y de su sincera voluntad de permanecer siempre fiel a Jesús y n ln doctrina de su santa Iglesia. Así nos lo dice en forma delicadísima y bajo los velos de la metáfora el Diiiii doctor de la gracia San Agustín, africano como él e ilustre lumbrera ■lo la Iglesia universal. Si alguna nube se levantó en el hermoso cielo de su alma, fué disipada |i»r el glorioso resplandor de su sangre derramada por Cristo, pues los que liimcm mayor caridad pueden tener, no obstante, algún retoño silvestre que *1 ilivino Jardinero arrancará tarde o temprano. II. — V
  • 137. CONVERSIÓN DE CIPRIANO NACIÓ Cipriano en Cartago (África) por los años 200 a 210, de fa­milia ilustre. Tascio Cipriano —el futuro Santo— distinguióse es­pecialmente en las letras y sentó cátedra de elocuencia ya desde joven. Rico e instruido, y de gusto depurado y fino, pronto aborreció las doctrinas y prácticas paganas, ya que, lejos de satisfacer las nobles ansias de su alma, le abrían un vacío inmenso. En este estado, buscó un amigo en quien desahogarse; tuvo la buena fortuna de hallarlo inmejorable en la per­sona del sacerdote Cecilio, quien supo pintar tan magistralmente las exce­lencias de la religión de Cristo, que ganó para él su nobilísimo corazón. Sumido en las lobregueces de una noche oscura —nos dice él mismo— y a merced del borrascoso mar del mundo, vagaba a la deriva sin saber cómu orientar la nave de mi existencia; la luz de la verdad aun no había ilumi­nado mis ojos. La bondad divina me decía que, para salvarme, debía renacer a nueva vida por las aguas santificadoras del bautismo; y que en ellas, sin cambiar de cuerpo, mi espíritu y corazón habían de purificarse. ¡Misterio insondable para mí, y espantoso dique que detenía la apacible corriente de mis halagadores vicios! Habituado a los refinados placeres de la mesa, ¿cómo podría ahora abrazarme a una severa austeridad? Hecho al lujo y ostenta­ción en el vestir y a ver brillar el oro y la majestad de la púrpura en todas partes, ¿cómo deshechar la fastuosidad de la vida, para cubrirme con ves­tidos humildes y sencillos? ¿Acaso puede el magistrado resignarse a la oscu­ridad, habiéndose visto siempre rodeado del honor, de fasces y lictores? Lo que el hombre no puede, lo puede la gracia de Dios. A un pagano ese cambio le parecerá locura; mas, considerado a la luz de la verdad cris­tiana, será lo más noble, lo más recto y lo más cuerdo. Cecilio le presentaba el admirable ejemplo de tantas vírgenes, viudas y varones de toda edad y condición, que Cristo ha trocado por entero en ver­daderos santos. Cipriano oyó admirado su elocuente relato y vió cómo des­aparecían sus dudas cual se esfuma la niebla herida por los rayos del sol. Maduro examen precedió a su firme resolución; mas, una vez emprendida la marcha, no retrocedió jamás. Vendió sus bienes, puso el producto a dispo­sición de la comunidad cristiana, según los principios de asistencia colectiva de los primeros tiempos de la Iglesia; hizo voto de continencia perpetua, y se dió a Jesucristo sin reservas de ninguna especie. Dice San Jerónimo —uno de sus biógrafos, refiriéndose a nuestro Santo— que «no es corriente cosechar tan pronto como se ha sembrado... pero en Cipriano todo corre veloz hacia la plena madurez. La espiga precedió a la siembra...»
  • 138. Recibió el bautismo, para el que estaba bien preparado, en el año 245 « 246, y quiso que fuera para él, según enérgica expresión suya, «muerte de los vicios y resurgimiento de las virtudes». Desde este instante puso al servi­cio del Cristianismo su privilegiado talento y su inagotable entusiasmo. Ali­mentó su espíritu con el estudio y la meditación de la Sagrada Escritura y ilc los escritores eclesiásticos, singularmente de Tertuliano, su compatriota. «Traedme al Maestro» —decía más tarde, hablando de los libros de éste. Nu es de admirar esa identificación con el gran apologista cristiano, pues eran muy afines su psicología, dotes intelectuales, temperamento y carácter. En esta época compuso su Tratado de la vanidad de los ídolos y el L ib ro rif los testimonios, en el cual prueba que la ley judaica terminó su misión con la venida del Salvador al mundo. OBISPO DE CARTAGO. — LOS «LAPSI» SIENDO neófito, fué elevado Cipriano al sacerdocio en atención a su gran saber y virtud. No había transcurrido un año desde su conver­sión cuando, sobreviniendo la muerte de Donato, obispo de la ciudad, el voto unánime de clero y pueblo lo llevó a ocupar la silla vacante. Mucho se resistió su humildad, mas hubo de acceder ante el clamor general. Gozaba entonces la Iglesia africana de no acostumbrada tranquilidad, circunstancia que aprovechó el celoso pastor para reavivar la disciplina ecle­siástica, un tanto relajada. Mas, como no bastaran sus exhortaciones para Macar a los cristianos del triste estado de abandono y relajación de costum­bres —parcial efecto de la paz y bienestar que por largo tiempo disfrutaron— . Dios los sacudió terriblemente con el azote de la persecución (250), siendo d cruel Decio el instrumento de su venganza. Llevaba un año de gobierno en su diócesis cuando estalló la deshecha tem­pestad. Creyendo ser más útil a su pueblo, y aconsejado por los que le ro­deaban, huyó de la furia de sus enemigos, y refugióse en un lugar seguro, no lejos de Cartago, mientras el alborotado oleaje del populacho reclamaba a ¿ritos que Cipriano fuera presa de los leones. Desde aquel retiro mantúvose en comunicación constante con sus fieles y sobre todo con el clero que había podido quedarse con ellos, invitando a la penitencia a quienes habían claudicado, alentando a los débiles y envian­do palabras de consuelo a los que yacían en las mazmorras de la prisión. Mucho tuvo que sufrir también Cipriano de sus enemigos personales, cuya rebeldía se manifestó ya desde su elevación a la silla episcopal y que iiliora arreció notablemente con la defección de los apóstatas que como vil ■ veoria dejó tras sí la hoguera de la persecución. Respecto a los últimos lapsi,
  • 139. Cipriano decidió ser exigente con aquellos que, a la primera insinuación, habían corrido a ofrecer el sacrificio impío, pero menos severo con quienes habían claudicado después de una larga resistencia, e indulgente con los que, sin sacrificar, habían obtenido un certificado de sacrificio; atenuaba asimismo las penas en caso de peligro de muerte y absolvía a los que, te­niendo posteriormente ocasión de sufrir por Cristo, lo hicieron con valor. Tuvo que combatir, asimismo, el pretendido derecho de algunos vanidosos cristianos que, habiendo salido victoriosos de la prueba, se creían con fa­cultad de expedir certificados de rehabilitación a los apóstatas. Las decisiones de San Cipriano, aunque prudentes y moderadas, suscita­ron larga controversia y sus ecos llegaron hasta Roma, en el pontificado de San Cornelio. Un Concilio, reunido en aquella capital, condenó el rigorismo de Novaciano, jefe de la secta y aliado de los enemigos de Cipriano. Saciada ya de sangre la fiera de la persecución, volvió Cipriano a su iglesia y recogió las ovejas descarriadas y amedrentadas. Señalóse su go­bierno por la prudencia, firmeza y paternal amor con que procuró atraer a la verdadera fe a los que andaban apartados del redil. REDENTOR DE CAUTIVOS. — LOS REBAUTIZADOS POR entonces, los bárbaros irrumpieron con ímpetu en las fronteras más débiles del Imperio; varias ciudades de Numidia fueron saquea­das y numerosos cristianos cayeron prisioneros de los invasores. En este trance, dirigiéronse ocho obispos a Cipriano solicitando socorros para la redención de los cautivos. Vivamente impresionado por los relatos de los martirios que sufrían, Cipriano habló amorosamente de ello a sus fieles y logró con su elocuencia cuantiosas limosnas con las que pudo atender plena­mente la súplica de sus colegas en el episcopado. Por la misma época suscitóse entre el papa San Esteban y Cipriano la delicada controversia de los rebautizados. Sin duda alguna para protestar contra el proceder de Novaciano que exigía el bautismo a los católicos que pasaban a su secta, Cipriano imponía lo propio a los extraviados que volvían a la verdadera fe, por creer que el bautismo de los herejes era nulo. En el mismo error habían incurrido algunos obispos africanos. Tal cuestión era no sólo disciplinaria como pensaba Cipriano, sino dog­mática; pero a buen seguro que sus adherentes no alcanzaron a ver toda la amplitud e importancia que en este aspecto tenía. Algún indicio de esta equivocada doctrina se hallaba ya en germen en el famoso tratado D e la Unidad de la Iglesia (251), debido a la pluma de Cipriano, y escrito con estilo vigoroso y vehemente, como obra de polémica
  • 140. LLEGADO al lugar del suplicio, San Cipriano se quita el manteo y la dalmática, manda dar veinticinco piezas de oro al ver­dugo, se tapa los ojos con un pañuelo y , de rodillas, recibe el l'olpe fatal. Los fieles, conmovidos, recogen con lienzos que traen preparados la sangre santa y veneranda.
  • 141. viva contra el hereje Novaciano. Asestaba rudos golpes al adversario; pero en el empeño de reducirlo, extremó el alcance de ciertos argumentos, sin caer en la cuenta de que con ello dañaba a la caridad. En 255 y 256 congregó dos Sínodos o Concilios en los que se resolvió mantenerse en las decisiones anteriores sobre los rebautizados. Las conclu­siones fueron rechazadas por el Papa en los siguientes términos: —Si alguno viene a vosotros de la herejía, no debéis innovar nada contra- < rio a la tradición; solamente le impondréis las manos para la penitencia. La decisión del Romano Pontífice era clara, terminante e inapelable. Debía cerrar ya toda discusión; mas Cipriano, demasiado aferrado a su pro­pio parecer, no cedió, y en un nuevo Concilio (257) se ratificó en sus an- * teriores ideas, lo que obligó al papa Esteban I a lanzar la amenaza de i excomunión sobre él y los obispos que le seguían en el punto debatido. La I controversia siguió en el mismo estado de tirantez hasta el sucesor del papa 1 Esteban, Sixto II, «hombre bondadoso y pacifico», según expresión de lo* I mismos obispos africanos. Una mayor comprensión por parte de éstos y I menos rigor, no en la doctrina, sino en los procedimientos, por parte del 1 Romano Pontífice, logró establecer la armonía entre las partes litigantes. I ‘ __________________1 « ar.a.. ^ R^ EST0’®DE-c iP R ;rN O r^ S r5 k sT IE R R d " “ I NUEVAS pruebas amargaron el corazón del buen pastor. El empe-fl rador Valeriano, que al principio de su gobierno se había mostrado I «blando y bueno con los siervos de Dios», no tardó en seguir las I huellas sangrientas de sus predecesores. Movido tal vez por la codicia d e j las fabulosas riquezas que erróneamente atribuía la voz pública a los cris- f l tianos, ordenó nueva y cruel persecución. En este doloroso trance todas las ■ miradas se dirigieron a nuestro Santo. Fortunato, en nombre de los obispos, ! solicitó un plan de conducta para la lucha que acababa de desatarse. Desdejfl el destierro de Curubis, escribió Cipriano, en respuesta, el opúsculo sublime ■ De la Exhortación al Ma rtirio (septiembre 257). Es una compilación de sen-l tencias de la Sagrada Escritura, distribuida en doce capítulos. Sólo agregaba! algún breve comentario, dejando amplio margen a las iniciativas de Fortunato I y demás obispos, para una explicación adecuada a las necesidades de cadttm comunidad de fieles. ■ «He enviado —dice ingeniosamente— lana purpurada con la sangre d e ll Cordero que nos ha salvado y vivificado; a vosotros os toca ahora tejer la l túnica apropiada a vuestras necesidades.» ]■ Los cristianos de África estaban bien dispuestos para la lucha entablada.» Cipriano no sólo los confortó de palabra, sino que les enseñó con el ejemplo.!
  • 142. I m 1(1 de octubre del año 257 fué llamado por Paterno, procónsul de África h cuyu autoridad molestaba la fama y crédito del Santo. Los augustos emperadores Valeriano y Galieno —dijo el procónsul— se l< ni dignado dirigirme una carta en la que me ordenan exija la práctica de l.i* ceremonias del culto a nuestros dioses. Yo soy cristiano y obispo —contestó el Santo— . A Dios servimos nos-iiiitm, y a Él dirigimos nuestras plegarias día y noche por todos nuestros liiiiniinos, por nuestros enemigos, y especialmente, por los emperadores. -¿Persistes en tu resolución? Resolución inspirada por Dios no puede variarse. Disponte, pues, para ir al destierro de Curubis. Allá iré —respondió el Santo. —Las órdenes recibidas son no sólo para ti, sino para los colaboradores luyo» en esta ciudad; ¿quiénes son ellos? ■ -Como vuestras leyes proscriben la delación, me niego a responder. —No me importa; yo los sabré buscar. Los emperadores —añadió el liiocóiisul— han prohibido toda reunión, incluso en vuestros cementerios, l imlquier resistencia a esta soberana disposición será castigada con la muerte. I.u antigua Curubis —actualmente Kurba— , lugar del destierro, estaba •II mida en la costa, cerca del cabo Bon; aunque es lugar apartado y solitario, un deja de ser ameno y de apacible estancia. En atención a los méritos y al ii nombre de que gozaba Cipriano aun entre los mismos paganos, conce-iluronle autorización para que pudiera entrevistarse con el clero y fieles de •ii diócesis. En Curubis, como en Cartago, Cipriano fué el alma de su pueblo, <1 no le honraba como a padre, ora promoviendo el celo de unos, ora dando normas a su clero, o exhortando a todos a permanecer fieles a Cristo. Al saber c om o sacerdotes y obispos venerables habían sido sepultados en las minas, • o donde morían en agonía lenta y espantosa, les dirigió profundamente ■ iiiiinovido una alocución, en la que Ies decía: «No me admira que los vasos de oro y plata hayan sido enviados donde ■ <ns metales se guardan; por lo visto las minas han cambiado de condición i cu vez de darnos metales preciosos, han determinado ahora recibirlos. m stros pies están encadenados; vuestros cuerpos, templos del Espíritu Vinto. están sujetos por serviles ataduras; pero dan a vuestro espíritu más lilicrtad para volar al cielo. ¿Acaso el contacto del hierro ha enmohecido t ucstro oro? ¡Lejos del cristiano las cadenas que deshonran! Con las vuestras Iciriniiréis la corona de vuestra victoria. ¡Oh pies gloriosamente atados!, ■ I Señor los desatará. Pies encadenados ahora, para quedar libres por toda la i i rrnulad; pies que ahora no pueden andar, pero que pronto emprenderán l,i gloriosa carrera hacia el Redentor. Desnuda tierra recibe vuestros cuerpos molidos por el trabajo y el dolor; pero, ¡qué descanso será recostaros con
  • 143. Cristo en la gloria! No abunda el pan, es cierto; pero el hombre no vive sólo de pan, sino también de la palabra de Dios. Carecéis de vestidos para protegeros del frío que os hiela; pero uno se halla bastante cubierto y rica­mente engalanado cuando está revestido de Cristo. Han colocado la ignominia sobre vuestra cabeza medio afeitada; pero, puesto que Cristo es la cabeza del hombre, cualquiera que sea ese ultraje, todo sienta bien en una cabeza ennoblecida por la confesión del nombre cristiano,.. Pedid —añadía al fia de su hermosa carta— , pedid al Señor que me lleve también hacia Él, que me saque de las tinieblas de este mundo para que nuestros corazones unidos por los lazos de la caridad y de la paz, después de haber luchado de consuno, se regocijen juntos en el cielo.» DESPEDIDA A SUS FIELES. — EL MARTIRIO PODRÍA creerse que el día de su martirio estaba aún lejos, ya que por entonces estaba en lugar seguro, y poco después le fué concedida una garantía mayor, al ser trasladado a un carmen situado cerca de Carta­go. Desde este nuevo asilo siguió atendiendo a los asuntos de su ministerio y dando a los pobres los pocos bienes que aún le quedaban. Circulaban con insistencia rumores alarmantes sobre la marcha de la persecución; tanto en Roma como en otras partes del inmenso Imperio, se aseguraba que las víctimas se contaban por millares. Inquieto por tales augurios, Cipriano envió una embajada a Roma para enterarse de la exactitud o falsedad de dichos rumores. Los informes que trajeron los emisarios fueron por demás desconsoladores. Un edicto de Valeriano ordenaba «dar muerte inmediata a los obispos, sacerdotes y diáconos». Trescientos cristianos —la célebre Masa cándida— perecieron en Ütica en una sola noche, unoc al filo de la espada y otros sepultados en una fosa de cal viva. Ante estas terribles noticias, muchos cristianos recomendaron a su santo Pastor que huyera de las furias de sus perseguidores. «De ningún modo —dijo Cipriano—; quiero dar mi vida por Cristo. Ha llegado para mí el momento de pensar antes en la inmortalidad que en la muerte». Sin embarga, obligado por sus amigos, al saber que el procónsul le buscaba, se escondió en la misma ciudad de Cartago. Acaecía esto a principios de septiembre del año 258. En su ocultamiento preparábase al martirio. Al saber que persis­tentemente se le perseguía y que los esbirros policíacos habían dado con su morada, nuevamente le apremiaban los amigos para que huyese, pero obedeciendo a un fuerte impulso que le llevaba a morir por Cristo, desoyó los ruegos, juzgando que a la prudencia humana se le había ya concedido lo que en justicia reclamaba.
  • 144. Snlió decidido a los jardines y dos oficiales del procónsul asieron al Santo, > I <-imI, gozoso y con risueño semblante, subió al coche que le debía conducir >i! campo de Sixto, donde el procónsul, entonces convaleciente, tenía una <|iiin(a de recreo. Este magistrado, impuesto de la captura del Santo, fijó ■ I juicio para el siguiente día y ordenó que fuera llevado al barrio de Saturno. La relación del martirio dice que el «pueblo de Dios» pasó toda la noche • ii vela mientras duró la pasión del santo mártir. Al día siguiente inmensa ■iiiill ¡tud de fieles le rodeó en el momento de ser llevado al pretorio. Llega el procónsul y le dice: «—¿Eres tú Cipriano? —Sí. —Los santísimos emperadores han ordenado que sacrifiques. —No lo haré. —Reflexiona. —Haz tú lo que se te ha ordenado —contestó el santo mártir». El procónsul, consultado su consejo, condenóle a ser decapitado. La multitud siguió hasta la llanura de Sixto. Habiendo llegado Cipriano iiI lugar de la ejecución se desprendió de su manto, y púsose en oración con rl rostro en tierra. Luego se quitó la vestidura, que era una túnica a la usanza dálmata, y se la entregó a los diáconos. Vestido de una túnica de lino, esperó al verdugo. A su llegada, ordenó el obispo que entregasen veinti­cinco piezas de oro a aquel infeliz. Durante estos preparativos, los fieles extendían lienzos y toallas alrededor del mártir para recoger su sangre. Cipriano se vendó por sí mismo los ojos; el presbítero Julián y un sub-iliúcono le ataron las manos; en esta actitud recibió la muerte. Por la tarde, fueron en procesión a recoger el cuerpo del santo mártir l>ura colocarlo en el mausoleo del procurador Macrobio Cándido. El Sacramentarlo Gregoriano fijó su fiesta el día 16 de septiembre. SANTORAL tintos Cornelio, papa y mártir; Cipriano, obispo y mártir; Niniano, príncipe bretón y obispo; Martín, abad cisterciense y obispo de Sigüenza; Rogelio y Servodeo, mártires; Abundio, presbítero; Abundancio, Marciano, Juan y Geminiano, mártires en Roma. Beatos Juan Macías y Juan Mariar, confe­sores. Santas Dulcísima, Eufemia de Calcedonia y Eumelia —hermana de Santa Librada (18 de enero)—, vírgenes y mártires; Sebastiana, convertida a la fe por el apóstol San Pablo y mártir en Heraclea; Lucía, viuda, mártir en Roma; Rosvinda, virgen, venerada en Alsacia; Eugenia, Gun-delinda y Eimbilda, abadesas e> Alemania; Ludmila, duquesa de Bohemia, mártir.
  • 145. Emblemas del Inquisidor La Seo de Zaragoza DIA 17 DE S E P T I EM5 R E SAN PEDRO DE ARBUES CANÓNIGO REGULAR, MARTIR (1441-1485) LA catolicidad de España, realidad histórica y actual que el mundo paganizante lleva clavada en su costado, ha sido origen de campa­ñas violentísimas por parte del infierno y con la complicidad de cuantos riñen las batallas del vicio y del error. Gracias a Dios, nunca nos ha faltado la prueba, yunque de la fe, crisol de virtudes y garantía para tu unidad religiosa y nacional. Una de las más poderosas máquinas alzadas por el mal frente a nos­otros, ha sido la llamada «leyenda negra», fábula imponente con la que han <iiii-rido aislarnos ante la conciencia universal; cúmulo de mentiras mal di- •imulado bajo la capa superficial de unos cuantos hechos que constituyen tu excepción de nuestra incomparable Historia; sofisma monstruoso incapaz de resistir los embates de una lógica elemental. El más firme de los asideros con que han contado, hasta hace poco, nues­tros impugnadores, ha sido la Inquisición, tribunal sobre cuyo tablado le- «untó la calumnia un monumento de falsedades para servicio de traidores y eruditos a la violeta. Modernamente han sido muchos los investigadores concienzudos, de todos
  • 146. los campos nacionales y aun del sector extranjero no católico, salidos a la palestra para desempolvar la verdad histórica y dar al traste con tanto in­fundio y mala fe. Y, al profundizar en las razones que la inspiraron y en las consecuencias derivadas de su actuación, han descubierto, algunos con no pequeño asombro, lo que para nosotros fué siempre meridiana claridad: la Inquisición Española, tribunal eminentemente popular, indiscutiblemente beneficioso, era absolutamente indispensable para mantener la unión reli­giosa y social de nuestro pueblo. Es ésta una importantísima verdad que ha necesitado cierta profundidad de tiempo para definirse históricamente. Luchaba entonces el español contra dos gravísimos peligros: el de lo* moriscos, que encarnaba la última y violenta reacción de lo musulmán tras siete siglos de ingente lucha, y el de los judíos, cuyo lazo de unión con lo nuestro se estableció al través de los falsamente conversos, gente sin fe, honor ni moral, que trataba de minar en sus primeros cimientos nuestra misma estructura. «¿Qué hacer en tal conflicto religioso —ha escrito Menéndez y Pelayo— con tales enemigos domésticos? El instinto de la propia conservación se sobrepuso a todo; y, para salvar, a cualquier precio, la unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa incertidumbre en que no podía distin­guirse al fiel del infiel, ni al traidor del amigo, surgió en todos los espíritus el pensamiento de la Inquisición». Hase pregonado con grande algarabía que aquella institución significó un oprobio para la conciencia y un atraso para la cultura. La primera de tales gratuitas afirmaciones descansa sobre el prejuicio creado por la leyenda; reducida la cuestión a su cauce histórico y al ambiente general de la época, fácil es comprobar que no hubo tribunal más benigno ni que con mayor interés y resultado obrara en pro de la humanización de los castigos. Y , con relación a su influjo en la cultura, ha dicho el incomparable crítico citado: «Nunca se escribió más ni mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición». Y aun puntualiza «que en el siglo XVI, inquisitorial por excelencia, España dominó a Europa, aun más por el pensamiento que por la acción, y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcara su garra». Cierto que las leyes de entonces parecen harto duras a nuestro modo actual de enjuiciar, pero eran leyes de época, creadas por la sociedad para su propio gobierno, según el temperamento del ambiente típico general. Por otra parte, jamás la Inquisición entró en aplicar penas, salvo las canónicas, extraordinariamente suaves. Se limitaba a inquirir, en cumpli­miento de un deber judicial que le incumbía. Luego, relegaba los contumaces al brazo secular, único que aplicaba las sanciones establecidas para los de­lincuentes en el código general de la nación.
  • 147. EL ESTUDIANTE EDRO de Arbués, de nobilísima familia emparentada con los condes de Aranda, había nacido en Épila, del reino de Aragón, el año 1441. Fueron sus padres don Antonio Arbués y doña Sancha Ruiz, excelen­tes cristianos de quienes el niño recibió muy felices ejemplos y educación esmerada. Y, como Pedro revelara magníficas disposiciones para el estudio, proporcionáronle muy luego maestros que le enseñaran no menos en la cien­cia del espíritu que en humanas letras. Nuestro joven tuvo así ocasión de lucir las bellísimas prendas de ingenio con que le adornara el Señor; pero, si sacó grandes provechos para la inte­ligencia, tuvo al mismo tiempo exquisito cuidado de que a par de ella flore­ciese el corazón en virtudes eminentes. Ya que le vieron en disposición de lanzarse a más dilatados estudios, luó enviado a Bolonia, donde estaba una de las más brillantes escuelas de mitinees. Muy pronto cundió la fama del joven aragonés, tan recio y disci­plinado en sus reglamentos de estudiante como ejemplar y fervoroso en los niiintos del alma. Compañero amable, corazón generoso y caritativo, talento liuniilde cuanto espléndido, centraba sobre sí la admiración de sus maestros y el aplauso de los condiscípulos, ante quienes pasaba como el mejor repre- ■mtante del mundo estudiantil. Cumplida, pues, con extraordinarios éxitos, su carrera universitaria, gra-iluóse como maestro en Artes y en Filosofía, y, en 1468, logró entrar como lircario en el colegio fundado en Bolonia por el cardenal Albornoz. Siguió aquí la serie de triunfos académicos durante los cinco años que ilnlicara a la ampliación de sus estudios teológicos, y, al cabo de ellos, rl 17 de septiembre de 1474, recibió el grado de doctor. De la categoría moral del estudiante Pedro de Arbués puede darnos una lili-n el testimonio de las actas de aquel centro; elogio no rendido a ningún nlro anterior ni posterior a él en dichos libros; fórmula concisa pero que i i presa admirablemente la opinión en que eran tenidos sus valores espiritua- !■«, y que hace referencia a «los multiplicados dones de virtudes con que el All taimo engrandeció la persona del maestro en Artes y en Filosofía». Aun Pedro ejerció por algún tiempo el magisterio en la capital boloñesa. Nrntía, sin embargo, la nostalgia de la patria y, en cuanto se hubo librado •li los compromisos que en Italia le retenían, emprendió el viaje de regreso. I)e esta manera venía preparando el cielo aquel vaso de elección que Inula gloria había de dar un día a la Santa Iglesia por la eminencia de sus *lr( udes y como glorioso mártir de la fe.
  • 148. CANÓNIGO REGULAR. — ^VIRTUDES DEL SANTO LOS grandes méritos del doctor Ar|bu®s habían saltado las fronteras, de modo que llegó a España precedido del renombre a que le hicieran acreedor su vasta ciencia y las gjrandes virtudes con que adornaba su alma. Y, el 30 de septiembre de 1474,» nombrado miembro del cabildo de la Santa Iglesia Catedral de San Salvador —llamada generalmente la Seo— de Zaragoza. Como dicho cabido lo formaran entonces canónigos regulares, hubo de profesar, dos años (después, en 1476. Las patrañas difundidas en torno a las fiéuras relevantes del tribunal de la Inquisición, han llegado a desff'^urar *a silueta histórica de ciertos 1 jueces de la misma; pero no pudieron1 destruir el personaje real tal como ■ lo conoció el pueblo, y tal como el puíe^ ° 1° l*a dado a conocer por la tra- 1 dición y por los documentos. I Pedro de Arbués, hombre extraordi'nar'° Por *a esplendidez de sus facul- ■ tades y por el brillo exterior a que fá«t:**rliente hubiera podido llevarlas, fué, m no obstante, sencillísimo en su vida y humilde, porque así se lo imponía ■ la vocación de santidad a que se sentí13 llamado. Sus contemporáneos todo» ■ están contestes en reconocerlo y se h,acen lenguas de sus virtudes así como ■ de la abnegación de sí mismo con cluc se entregaba a las exigencias del ■ deber sin parar mientes en compromi*sos ° dificultades. B Ayudábale a esta fidelidad la en«eráía indomable de su carácter, capa* H de todo cuando mediaba la obligación1* ^ en *as varias ocasiones en que vió H peligrar su vida por la causa del of?c'°< limitóse a poner su confianza en H Dios y a tomar el mínimo de preeauí2'0065 aconsejadas por la prudencia. H Fueron, asimismo, proverbiales, ?u industriosa caridad y el amor con que se daba a cuantos solicitaran o £uvieran necesidad de su ayuda. Y aun desde su cargo inquisitorial luchó lo1 indecible por librar a los enjuiciado* del brazo ejecutor, representado por l°s tribunales civiles. El pueblo, juez desinteresado a quien difícilmente escapan las razones que pesan en favor o en contra de quienes figuran en el tablado de la vida pública, intimó pronto con el bond^^oso canónigo en el que admiraba la espontaneidad y sencillez no menos *lue sus gloriosos antecedentes. Porque era forzoso reconocer la valía de qiuien en el extranjero había dejado tan alto el nombre español, y que, en el* escenario menor de la vida local, daba ejemplo de las más estupendas virtu<íes completamente olvidado de sí mismo. Muy por encima de cuanto los faIsf^‘ca(^ores han inventado para desprest i* giar su figura, queda la sentencia popular, la cual resumía su veredicto llamando familiarmente a Pedro «el santo maestro Épila».
  • 149. SAN Pedro de Arbués acudía puntualmente, cada noche, a la Seo para el rezo de Matines. Allí, al pie del altar y mientras absorto rezaba las oraciones preparatorias, sorprendiéronle los cri­minales que, pagados por judíos y judaizantes, venían a darle la palma gloriosa del martirio.
  • 150. INQUISIDOR GENERAL DE ARAGÓN YA hemos apuntado, páginas atrás, cómo el doble peligro con que lo* falsos conversos y el remanente musulmán atentaban a los interese» vitales de España, habían dado pie para crear, con carácter nacio­nal, el tribunal de la Inquisición. Tal iniciativa estaba en la raíz misma de lo popular, ya que el pueblo, harto cansado de ver cómo a sus expensa» medraba y se fortalecía una categoría social extraña al país y respaldada, la inmensa mayoría de las veces, en la falsedad y en el perjurio, deseaba interponer legalmente un cerco desde donde poder defenderse de aquello» malos enemigos. En 1484 publicóse el reglamento de la nueva institución, cuyo primer juez, Torquemada, seguía inmediatamente al Consejo Supremo, el cual, a su vez, dependía de los Reyes Católicos. El Santo Oficio tenía por divisa el «Misericordia et Justitia», lema desconocido por los tribunales civiles de aquel tiempo. Aunque la Inquisición, como obra humana, adoleciera de naturales de­fectos, suponía no pequeñas ventajas, a que también nos hemos referido. Es el caso que, una vez establecido, Torquemada eligió a Pedro de Ar-bués como delegado para el reino de Aragón. Concurrían en el nuevo inqui­sidor tales condiciones de ciencia, ponderación y virtud, que los Reyes Ca­tólicos refrendaron en seguida aquel nombramiento; con lo cual, el piadoso canónigo veíase, muy contra las inclinaciones de su natural condición, frente a preocupaciones y responsabilidades que de por sí no hubiera nunca buscado, A sabiendas, pues, de lo que le esperaba, pero alentado por la voz de la conciencia, asumió la función y proveyó a designar subalternos. El nuevo tribunal apenas encontró oposición entre los aragoneses; sin embargo, no pudieron éstos por menos de manifestarse en contra de determi­nados procedimientos que estaban en pugna con el carácter regional y contra lo establecido en los fueros. De donde surgió una tirantez que los neocon-versos judíos, numerosísimos y muy influyentes en la capital, Zaragoza, trataron de mantener y acrecentar en el pueblo. El nuevo magistrado hizo caso omiso de tales alborotos, cuya causa y razón principal no se le escondía, y entregóse de lleno a la labor sobrado dura que le había cabido en suerte. Llovieron los obstáculos sobre su ca­mino y, con el fin de entorpecerle el trabajo, pusiéronsele en contra las mál poderosas fuerzas movidas por la influencia y por el dinero; pero el celoso juez, atento siempre a cuanto significara caridad o justicia, estaba dispuesto a mantenerse fírme frente a la amenaza o el cohecho.
  • 151. DISPUESTO A MORIR POR LA FE AQUELLA oposición del pueblo aragonés a ciertas fórmulas del Santo Oficio que estaban en pugna con el propio carácter, fueron recogidas por los descontentos, quienes se sirvieron de ellas como de pretexto i....i exigir una revisión. Formaban, en el grupo de los confabulados, per- •■•iiujcft de nota y ricos comerciantes sobre los que pesaba la amenaza de l» Inquisición. Estaban todos ellos decididos a conseguir a cualquier precio, •i no una revocación total, por lo menos una atenuación suficiente como '•iini milvarse a sí mismos del riesgo. Con tal propósito, acudieron al Justicia Mayor a fin de que, en uso de •n« fueultades, inhibiera de proceder a los inquisidores. No titubearon en <>ii<eerlc grandes cantidades de dinero para ver de sobornarle; pero, como ■«•inri 110 se atreviera a pronunciarse contra una entidad nacida y ampa- ■ iiilii a la sombra del trono y por la voluntad de los mismos reyes, limitóse •i Interponer sus buenos oficios cerca de la corte. I.os demandantes no esperaron, sin embargo, a una superior determina-i iim. y resolvieron por sí dar solución tajante al enojoso pleito. A pesar del sigilo con que celebraban sus conciliábulos, no se recataron iiinlo como para que el santo inquisidor dejara de conocer la amenaza que |n Kiilm sobre su vida. No obstante, lejos de turbarse por ello, siguió traba- I nulo cual si nada supiera de todo aquello. «Si muero a mano de mis ene­migos —había dicho a sus informadores— , moriré por la fe». I.os conspiradores habíanse reunido en la casa de Luis Santángel, judai- • míe que se honraba en amparar aquellos criminales proyectos. Después •I- mucho tratar y discutir, temerosos por un lado del odiado tribunal, y, |.nr otro, del peligro a que se exponían con sus secretos planes, andaban •Ii «iiinscgados e indecisos cuando uno de ellos, García de Moros —que luego Hilvana poniendo tierra por medio— , inclinó definitivamente la balanza. "Mutemos —decía él— a un inquisidor; que con el miedo no habrán ya de unir otros». Acordóse, pues, pagar algunos asesinos, y allí mismo recogieron ■ I ilinero de la traición. Pedro de Arbués ya había tenido que sufrir algunos atentados. En cierta ....iión, logró descubrir a tiempo que habían tratado de limar las rejas de • i i misma habitación. Poco después, pudo salvarse como por milagro del l'iuiul asesino que le acechaba en una iglesia. Quizá le hubiera sido fácil • "■luirse de guardadores personales; mas, por encima de todo, ponía su con- Imii/ii en el Señor y se sometía con ánimo resuelto a la divina voluntad. Mu que su vida misma, importábale el puntual cumplimiento de su deber.
  • 152. MÁRTIR POR LA FE FUÉ la noche del 14 al 15 de septiembre de 1485 la escogida para d sacrilego atentado. Los grandes trabajos que, a causa de su oficio, recaían sobre el inquisidor general, no eran óbice para que, puntual­mente, acudiera cada noche al coro con la comunidad de los canónigos. Los enemigos conocían bien esta severidad del Santo para cuanto significaba disciplina del propio deber, y resolvieron aprovecharse de ella para su» designios. Después de la conjura tramada en casa de García de Moros, habían con­seguido comprar los infames servicios de un converso llamado Juan do Abadía, a quien debían acompañar otros dos cómplices, uno de ellos hijo de un penitenciado del Santo Oficio. Los asesinos habíanse escondido en el templo de la Seo, al amparo de las sombras y en espera de la hora de Maitines. Los canónigos, muy ajeno# a lo que se preparaba en su misma vecindad, fueron acudiendo al coro. Llegó a poco Pedro de Arbués armado de su farolillo y, antes de pasar a ocupar su puesto, arrodillóse delante del altar para rezar las oracione» preparatorias. Allí estaba absorto en su ejercicio cuando cayó sobre él, es­pada en mano, el citado Juan de Abadía y tiróle una cuchillada a la gar­ganta. Aunque gravísimamente herido, trató el santo inquisidor de ganar el coro, mas vino tras él otro de los criminales y dióle un nuevo tajo que le atravesó de parte a parte. Cayó el Santo a la nueva acometida, mientras exclamaba: «Muero por Jesucristo; alabado sea su santo Nombre». Huyeron luego los matadores a merced de la oscuridad, en el ínteria que los canónigos acudían prestamente en auxilio de su hermano. No murió Pedro de Arbués allí mismo, sino que aun sobrevivió dos días, durante lo* cuales sólo pensaba en solicitar misericordia para los asesinos y en implo­rar sobre ellos la gracia de Dios. El pueblo, cuyos nobles instintos explotaban tan inicuamente los com­prometidos en el sacrilegio, en vez de reaccionar como éstos esperaban, salié por la honra del santo maestro de Épila y dispuesto a limpiar la ciudad da judaizantes. E hizo falta que el arzobispo don Alonso de Aragón inter­pusiera toda la fuerza de su autoridad y prometiera, no obstante los ruego# del santo mártir, cumplir estricta justicia, para impedir una matanza general. Los asesinos fueron presos y decapitados. El principal ejecutor, de Abadía^ no esperó a la sentencia y se suicidó en la cárcel. Algunos de los instigado^ res lograron con tiempo escapar a la justicia. Y entretanto, el cuerpo d« San Pedro de Arbués recibía el homenaje de toda la ciudad.
  • 153. EL HONOR DE LOS ALTARES RONTO la tumba del glorioso mártir se convirtió en punto de cita para los fieles. La veneración que le acompañara en vida, transformóse en verdadero culto desde el momento en que Pedro de Arbués ca i rn al pie del altar como víctima propiciatoria de la maldad judía. Los i¡ i mides favores alcanzados por su intercesión acrecentaron más y más la ilrvoción del pueblo, el cual no tardó en solicitar para el ilustre compatriota lii glorificación definitiva. Tusaron, sin embargo, bastantes años antes de que se vieran satisfechas iiin justas esperanzas. Por fin, cuando corría el año de 1664, el Sumo Pon-iilii'r Alejandro VII, al que venían piadosamente importunando el monarca < ••puño! Felipe IV y el cabildo de Zaragoza, movido por las señales con que 1 1 cielo honraba de continuo al insigne mártir, dió cima a los procesos ca­nónicos publicando el correspondiente decreto de beatificación. Aun faltaba un paso para coronar los deseos del mundo cristiano. Pío IX. jjriiii admirador de la obra, vida y muerte de nuestro Santo, así como de lin prodigios con que se manifestaba la divina voluntad, publicó, el 29 de liiuio del año 1867, la tan deseada Bula de Canonización. Fijóse la fiesta del aniversario para el 12 de septiembre, pero en España vii-iie celebrándose tradicionalmente el día 17 del mismo mes. Kl sepulcro del Santo forma la mesa del altar en la capilla que le está i'iinsagrada en la catedral de La Seo. lian llegado hasta nosotros algunos de los escritos de San Pedro de Ar­tillé*; entre ellos, un «Libro de Sermones», «Memorias y Advertencias Ecle- •liknticas» y «El rezo de la Corona de Nuestra Señora». SANTORAL I <i impresión de las Sagradas Llagas en el cuerpo de San Francisco de Asís; San­tos Pedro de Arbués, mártir; Roberto Belarmino (véase en 13 de mayo); Iíeraclido y Mirón, obispos y mártires; Lamberto, discípulo de San Lando-aldo, obispo de Maestricht y mártir; Justino, presbítero y mártir; Rodingo o Crodingo, abad en Argona; Narciso y Crescención, mártires en Roma Sócrates y Esteban, mártires en Inglaterra; Valeriano, Macrino y Gordia­no, martirizados en Noyón; Flocelo, niño, mártir en Autún, bajo Anto­nino P ío ; Sátiro, hermano de San Ambrosio y confesor; Pedro y Ando-leto, compañeros de San Lamberto de Maestricht. Santas Coloma o Co­lumba, virgen y tnártir; Agatoclia, esclava, mártir; Hildegarda, virgen y abadesa; Ariadna, martirizada en Frigia en tiempos de Adriano; Teodora, matrona romana.
  • 154. DI A 18 DE S E P T I EMB R E SAN JOSE DE CUPERTINO HERMANO MENOR CONVENTUAL (1603-1663) POCOS santos han sido tan ridiculizados como San José de Cupertino por los racionalistas de todos los tiempos. Al igual que San Beni­to José Labre, le cabe el honor de haber provocado su fecunda y maliciosa ironía. Un humilde franciscano que durante cuarenta años admira a Italia entera con la fama de sus sorprendentes milagros, que casi diariamente se lanza a los aires como cándida paloma bajo el impulso del iimor divino, y a mayor abundamiento en el siglo de las grandes fastuosi­dades del magnífico monarca francés Luis XIV, y en los mejores tiempos del jansenismo, es por sí solo un solemne mentís para los incrédulos que, en nombre de la ciencia, niegan a Dios el derecho de derogar las leyes de la naturaleza que Él mismo ha impuesto. José María Desa, hijo de un humilde carpintero, nació en Cupertino, villa del reino de Nápoles. Como Nuestro Señor Jesucristo, y, según piadosa creencia, como el seráfico Padre San Francisco, su cuna fué un establo. Su madre se había refugiado en aquel lugar al ver allanado su domicilio por los acreedores del desgraciado carpintero, los cuales, para resarcirse de sus créditos, se llevaron violentamente los pobres enseres de la casa.
  • 155. Era su madre una de esas mujeres fuertes de las que nos habla la Sagrada Escritura. Los reveses temporales, lejos de quebrantar su fe viva y arraigada, la robustecían; como madre modelo, procuró infundir en el corazón de José solidad piedad, y en su voluntad, temple viril, empleando no sólo la suavidad y persuasión, tan propia de una mujer y más si es madre, sino también luí firmeza y rigor cuando las circunstancias lo exigían. Más tarde dijo el Santo, en cierta ocasión, que la educación que recibiera de su santa madre en los primeros años valía por el mejor noviciado. Desde niño fué favorecido del cielo con singulares dones de gracia; vivía solo para Dios; y estaba su es­píritu tan absorto y tan a gusto en pensamientos espirituales, que en ello exclusivamente experimentaba contento. Darse a los actos de devoción, visitar las iglesias y rezar rosarios y letanías ante la imagen de la Virgen que presidía su humilde oratorio familiar, era su mayor encanto. No sentía gusto alguno por la escuela, en la que apenas pudo aprender a leer y escribir medianamente. Prefería aprender la espiritualidad y el ma­gisterio divino de Jesús. Fué de constitución orgánica endeble y enfermiza. Siendo niño, quedó su salud muy quebrantada por cierta enfermedad que le cubrió el cuerpo de úlceras, reduciéndolo a un estado tan repugnante que su sola vista ofendía. Nuestra Señora de las Gracias se compadeció de su dilecto hijo y le curó milagrosamente. Después de este singular favor, ya no pensó sino en consagrarse por entero a Dios en el retiro del claustro; tardó, sin embargo, algún tiempo en realizar su deseo, pues juzgando sus padres algo precipitada tal resolución, acaso para afianzarlo más en su loable propósito, quisieron que probara las amar­guras de esta vida, y lo colocaron como aprendiz de zapatero, oficio en el cual fracasó rotundamente. No había nacido José ni para ese, ni para otros menesteres temporales; su pensamiento no salía de la iglesia; ingeniábase para hallar nuevos modos de mortificarse; su alimentación consistía en frutas, pan y yerbas sazonadas con ajenjo; olvidábase durante días enteros de comer y, al advertírselo, respondía con beatífica sonrisa «que no se había acordado». A los 17 años solicitó el ingreso en los Hermanos Menores Conventuales, donde tenía dos tíos religiosos. A pesar de tan valiosa recomendación, no pudo el pobre José franquear las puertas del convento, pues juzgaron que su ignorancia y cortedad de juicio eran insuperables obstáculos para em­prender la carrera sacerdotal. Llamó entonces a otra puerta, donde, de momento, vió cumplido su deseo. Los Padres Capuchinos del convento de Martina lo recibieron en calidad de Hermano lego. Al cabo de nueve meses decidieron los superiores despedirlo, pues veían que no servía en absoluto para los menesteres manuales de la comunidad. Hubiérase dicho que sus manos tenían la virtud de romper cuanto tocaban; al atizar el fuego volcaba
  • 156. I.t« i’iiciTolas; llegaba a confundir el pan blanco con el moreno, y, en suma, • •■i lili su ineptitud que resolvieron devolverlo al siglo. I.o más doloroso para José fué que la fama de inhábil, perezoso y necio •« divulgó tanto, que le cerraba todas las puertas. Tuvo, pues, que volver ■i Ciipcrtino y por cierto en malas circunstancias, pues al llegar a su pueblo k I m v o a punto de ir directamente a la cárcel, por causa de los nuevos acreedo-del ya fallecido carpintero, los cuales, exasperados al ver su dinero per-illilo, pretendían hacer detener a la esposa y sus hijos. ACUDE NUEVAMENTE A LOS CONVENTUALES RAS reiteradas diligencias y súplicas, consiguió su madre que fuera recibido en el convento de Santa María de Grottella como Oblato terciario. Los superiores, de mayor penetración de espíritu que los ilr antaño, no tardaron en apreciar en el nuevo sujeto hermosas dotes de iilina; profunda humildad, perfecta obediencia y espíritu de mortificación, por lo cual juzgaron que en el nuevo discípulo habían adquirido un tesoro; y. a pesar de su deficientísima instrucción y de las escasas disposiciones que Irma para el estudio, admitiéronle en el noviciado de clérigos. José, en el colmo de sus deseos, dióse con gran empeño al estudio y logró aprender n leer y escribir con bastante correccióu la lengua vernácula; en cuanto a lu latina, debió limitarse a preparar las traducciones más sencillas y consi­guió sólo dominar la del Evangelio de sus preferencias; aquel en que figuran estas hermosas palabras: «Bienaventurado el seno que te llevó...» Para alcanzar el diaconado, exigíase previo examen. El obispo de Nardo dirigió el interrogatorio. Tocóle a José por suerte, o, mejor dicho, por mila­gro, aquel único Evangelio que sabía bien. El 4 de marzo de 1628 fué ordena­do sacerdote sin nuevo examen, circunstancias que hacen ver con claridad la intervención divina, ya que es sabido cuán profundos y largos estudios impone la nobilísima carrera del sacerdocio. AMOR A LA POBREZA. — POPULARIDAD DEL SANTO DESDE esta fecha intensificó más aún el fervor y la mortificación; du­rante cinco años no comió pan, y durante quince se abstuvo de vino; su alimentación consistía en hierbas y legumbres ordinarias, condi­mentadas con líquidos amargos, y en algunas frutas secas. Los viernes se sa­tisfacía con una hierba de gusto tan extremadamente ingrato que, habién­dola gustado otro religioso con la punta de la lengua, tuvo náuseas durante
  • 157. todo el día. A imitación de su seráfico Padre, ayunaba durante siete cuares­mas cada año; desde el jueves hasta el domingo no tomaba alimento corpo­ral y sólo se sostenía con la Sagrada Comunión. Disciplinábase todas las no­ches hasta perder la respiración y ceñía su cuerpo con un cilicio de hierro. Es de admirar cómo el demonio, tan experto estratega, pretendiera abrir brecha en la fortaleza de su alma, precisamente donde estaba tan bien de­fendida. Ridicula tentación parece querer introducirse en un corazón despren­dido de bienes terrenales, para sembrar la cizaña de la avaricia; concíbese que pueda ser para un rico fácil ocasión de caída; pero, ¿cómo serlo para quien voluntariamente no posee más que un burdo y mísero sayal? —No sospechaba —decía-años más tarde— que la trama de las redes del diablo fueran tan sutiles. Ahora comprendo perfectamente que el mérito de la pobreza no está precisamente en no poseer nada, sino en no tener afecto a las cosas de la tierra. Si desde su juventud eran frecuentes los éxtasis, efecto de su unión ínti­ma con Dios, una vez sacerdote, multiplicáronse por modo extraordinario, y bastábale, a veces, oír el nombre de Jesús para quedar arrebatado en éxtasis. Aunque José no predicaba ni oía confesiones y huía de toda ostentación, la fama de su santidad se extendió rápidamente entre las gentes. Bastaba su presencia para conmover pueblos y ciudades. En todas partes veíase asediado por enfermos y necesitados, tanto del alma como del cuerpo; cortaban parte-citas de su vestido; hurtábanle el cordón, desgranaban su rosario para guar­dar las cuentas como reliquias o para remedio de sus dolencias. El Santo parecía no notar esas perdonables sustracciones. Para edificación y ejemplo de los religiosos, prescribiéronle los superio­res una peregrinación por los conventos del reino de Nápoles, debiendo que­darse en cada uno cuatro días. De este viaje puede decirse lo que se dijo de las correrías apostólicas del Señor: «Un hombre de treinta y tres años se lleva tras sí pueblos enteros y maravilla a todos con portentosos milagros». ANTE EL TRIBUNAL DE LA INQUISICIÓN CIERTO personaje eclesiástico creyó que el entusiasmo desbordante de la plebe por el Santo era efecto de la ignorancia y de la incapacidad para distinguir lo verdadero de lo falso. Con este criterio y para atajar el mal antes de que empeorara, delató al Santo al tribunal de la In­quisición. Con gran pesar, tuvo que volver fray José a Nápoles. Había sido informado por vía sobrenatural de la «enorme cruz» que allí le esperaba. Es expresión suya. Sin embargo, a pesar de tres rigurosos interrogatorios, el tribunal le proclamó irreprobable en la doctrina y en las costumbres.
  • 158. EN la dominica del Buen Pastor, San José de Cupertino se pre­senta ante el Padre Guardián con un corderito en los hombros, después se levanta en él aire hasta la altura de los árboles y queda como arrodillado y extático durante dos horas, con admiración de todos los religiosos del convento.
  • 159. Toda la ciudad de Ñapóles se había conmovido ante los hechos milagroso» de José de Cupertino. La Inquisición ordenó al Santo que celebrara la misa en la iglesia de San Gregorio el Armenio. Acudió, en efecto, pero apenas se hubo arrodillado, en presencia de los admirados fieles, lanzó un gran grito y elevóse por los aires yendo a ponerse por encima del altar sin que las velas encendidas prendiesen en sus vestidos. Nuevamente lanzó otro grito y voló alrededor del altar cantando: «¡Oh bienaventurada Virgen! ¡Oh bienaventu­rada Virgen!», y volvió a tomar el puesto que ocupaba primero. Quiso el virrey de Nápoles verle, pero el humilde religioso, temiendo com­parecer ante la corte, salió secretamente para Roma junto con su compa­ñero, frey Ludovico. Al acercarse a la ciudad, sintió su corazón inundarse de alegría y su mente de sublimes pensamientos. Creyóse indigno de pisar el suelo regado con la sangre de tantos confesores de la fe y, acordándose de su seráfico Padre, entró en estado de suma pobreza en aquellos sagrados recintos y exigió a su compañero que arrojase fuera de sí la única moneda que le quedaba del viaje: «Hermano —le dijo—, ya que hacemos profesión de estricta pobreza, hemos de presentamos en la ciudad de la fe en calidad de mendigos». Más tarde, al verse ante el Sumo Pontífice, conmovióle la augusta ma­jestad del Vicario de Cristo en la tierra y fué arrobado en éxtasis, quedando suspendido en el aire durante la audiencia. Luego recibió orden de trasladarse a la residencia del convento, de estric­ta observancia, de Asís. Mucho agradó al Santo ir a los santos lugares fran­ciscanos. Sin embargo, allí le esperaba la prueba más dura de toda su vida. Sin saber cómo, vióse envuelto de repente en la mayor desolación. Los supe­riores procedían con él injusta, dura y desconfiadamente; tratábanle de far­sante e hipócrita; las tentaciones le acometían con inaudita violencia; sintió vergüenza de ser objeto de curiosidad por la fama de sus milagros y hasta el cielo se sumó a tan general desamparo; todo era negrura, abandono y frial­dad espantosa. Dos años probó Dios a su siervo de este modo. Al fin, vien­do los superiores que la salud del Santo se resentía grandemente, decidieron trasladarlo a Roma por algún tiempo en 1644. Al cabo de algunos meses regresó a Asís. ¡Qué cambio tan maravilloso se había operado en todos, durante esa breve ausencia! Superiores, religiosos, autoridades civiles y el pueblo en masa se hallaban en la iglesia o en los al­rededores a su llegada. Al entrar el Santo y contemplar la imagen de la Virgen, parecida a la de Grottella, a la que profesaba tierna devoción desde su juventud, en un arranque impetuoso de amor se lanzó a los aires para besar a la imagen que se hallaba a dieciocho pies de altura, y saludóla con estas palabras: «¡Oh Madre mía, sois Vos quien me ha traído aquí!» La muchedumbre prorrumpió en gritos de admiración, diciendo: «Ha llegado el
  • 160. Nmilo». El municipio, por unanimidad, le otorgó el título de hijo adoptivo •!<’ Asís, honor que apreció José en gran manera, por ofrecerle el singular litvor de ser conciudadano de su glorioso Padre San Francisco. Un los nueve años que vivió en esta santa casa, los dones sobrenaturales ■mi que el cielo le enriqueció se manifestaron espléndidamente. CIENCIA MARAVILLOSA DE UN IGNORANTE EL humilde religioso era ignorante en las ciencias humanas, pero muy sabio en las de Dios. Con la mayor claridad explanaba las verdades más abstrusas de la religión, cuyo conocimiento sublime debía el Santo a la inmediata comunicación que tenía con Dios en la oración. Príncipes, carde­nales y prelados solicitaban su opinión y le exponían sus dudas. Juan Casimiro, príncipe de Polonia, pidióle consejo sobre el propósito que nlltcrgaba de abrazar el estado eclesiástico. «No lo haga —le dijo el Santo— , porque se verá obligado a abandonarlo. No tardará mucho Dios en darle a i'onoccr su voluntad». Así sucedió efectivamente, pues aunque fué elevado ilit'lm príncipe, por Inocencio X, a la dignidad cardenalicia, al poco tiempo ilcliió otorgarle el mismo Pontífice la dispensa para poder ocupar el trono de l'olonia, que se hallaba vacante por la muerte de su hermano. Kl duque de Brunswich, príncipe luterano, de veinticinco años de edad, giraba visita, en el año 1649, a las Cortes de Europa. Había oído hablar del Inumuturgo de Asís y le acució el deseo de presenciar algún milagro. El Pa-ilrc Guardián, para satisfacer su curiosidad, le invitó a asistir a la misa del ‘•.mío desde el umbral de la puerta. Nada de particular aconteció hasta el momento de partir la Sagrada Forma; trató de hacerlo y encontró gran re- •lulcncia; no pudo lograr su propósito y, sumamente afligido, con los ojos liiimidos en lágrimas, se levantó del suelo y en esta posición retrocedió del nllur algunos pasos. Dirigió al Señor ferviente súplica y volvió de nuevo al •illnr, pudiendo entonces realizar el fraccionamiento con la facilidad acostum-l> rmla. Quiso saber el príncipe la causa de este extraño suceso. «Me habéis l ruido —dijo el Santo al Padre Guardián— gente que tiene el corazón muy iluro y que se obstina en no creer lo que la Santa Madre Iglesia enseña. Ésta i « la causa de que el Cordero sin mancha se haya endurecido en mis manos, ■Ir forma que no podía dividirlo». ICstas palabras conmovieron el corazón del príncipe luterano y en visitas l«nrl ¡culares solicitó del siervo de Dios consejos espirituales para su alma. Aun tuvo ocasión de presenciar un nuevo milagro. Asistiendo a la misa del Himto otro día, apareció durante la elevación en la Sagrada Hostia una cruz m-gra. Lanzó un grito el celebrante, se transportó y quedó suspenso en el
  • 161. aire durante medio cuarto de hora. Este espectáculo aterró al protestante, que no pudo contener los sollozos. El Santo seguía suplicando: «Señor —decía mirando a la cruz— , esta obra es vuestra, no quiero sino vuestra gloria; tocad y ablandad, Señor, a ese corazón; haced que sea acepto a vuestra Di­vina Majestad». Su oración fué oída, pues el principe luterano se hizo católico. DE CONVENTO EN CONVENTO LAS curaciones, profecías, éxtasis y elevaciones se sucedían con tanta frecuencia, que el Sumo Pontífice Inocencio X decidió tomar cartas en el asunto, temiendo no fueran supercherías que, a la postre, se re­solvieran en desprestigio de la verdad y de la Religión. La Iglesia, en todos los tiempos, ha extremado la cautela y rigor en semejantes casos. En el pre­sente ordenó al inquisidor de Perusa, que el Padre José fuera al convento de Capuchinos de Pietra Rubia. Al separarlo de su familia religiosa y recluirlo en lugar retirado, pretendíase crearle un ambiente desfavorable. No por eso dejaron de producirse las acostumbradas maravillas. En esta nueva residen­cia realizó portentosos milagros ante el inquisidor, ante los soldados de guar­dia y ante el pueblo entero. La aglomeración de forasteros con motivo de los prodigios fué tanta, que hubo de construir albergues especiales, y en el loco frenesí de admiración llegaron a pretender levantar el techo de la igle­sia para poder contemplar al Santo durante la celebración de la misa. Al cabo de unos meses se le trasladó a otra residencia que se creyó estaría más al abrigo de la popularidad. Era ésta el convento de Fossombrone. Aun­que el traslado se hizo de improviso y en el mayor secreto, pronto halló el retiro la multitud. Debiendo celebrarse un Capítulo General en aquella casa, se dispuso que José fuera al convento de Montevecchio. En este nuevo asilo tuvo uno de los éxtasis más notables entre los numerosos de su vida. Era el domingo segundo de Pascua; al pasar por el huerto vió el Santo un corderito, que le recordó el buen Pastor de que habla el Evangelio de ese día, y con ese pensamiento sintióse arrobado; cogió amorosamente el corderillo y ex­clamó: «Ved la ovejita», y presuroso y contento la lleva al Padre Guardián, diciéndole: «Ved al buen Pastor que lleva en sus hombros la oveja descarria­da ». A estas palabras se le encendió el rostro de púrpura y emprendió el vuelo por encima de los árboles, permaneciendo con el cordero al hombro y de rodillas por espacio de más de dos horas. En esta misma localidad y en ocasión de celebrar el Santo Sacrificio en el día de Pentecostés, al leer el Himno del día Veni Sánete Spíritus, sintió un torrente de amor que le inundaba el corazón, y no pudiendo contenerse lanzó un grito y emprendió el vuelo alrededor de la iglesia.
  • 162. ÚLTIMOS VIAJES.— SU MUERTE LA hora de la partida se acercaba. El papa Inocencio X, mantuvo con firmeza la resolución tomada a propósito del Padre José; pero su sucesor le permitió que residiera en un convento de la Orden, por lo que los superiores le enviaron a Ósimo, donde debía terminar sus días. El minino de Montevecchio a Ósimo pasa muy cerca de la Santa Casa de Lo-rcto. Al divisar la cúpula de la iglesia, su compañero de viaje se la señaló con el dedo. Bastó esta sencilla indicación para que se sintiera arrebatado y en un prolongado éxtasis viera cómo bajaban y subían del cielo a la casa de Loreto multitud de ángeles. El 10 de julio entró en la casa de Ósimo. Residió en ella seis años en la reclusión más absoluta. Por sus continuos éxtasis, puede decirse que llevó vida extática más bien que natural. Las fuerzas de José se agotaban poco a poco y agregóse a esto, desde el primero de octubre del año 1663, una persistente fiebre. Conoció, por revela­ción, el día de su tránsito, y preparóse a él con extraordinario fervor. Celebró misa por última vez el día de la Ascensión. La fiebre aumentó desde esta fecha y fué minando las pocas energías de su organismo. El 17 de septiem­bre recibió el Viático. Llevaba varios días sin poderse mover, pero al oír la campana que anunciaba la visita del Señor, dejó la cama y sin tocar el suelo se fué a la puerta de la celda para recibirlo. En seguida entró en ago­nía y al día siguiente entregó su alma a Dios. Su cuerpo se guarda en la iglesia de Ósimo, donde hasta hoy se le venera. San José de Cupertino fué beatificado por el papa Clemente X I II, el día 16 de julio de 1767, y Clemente X IV extendió su fiesta a la Iglesia Universal el 8 de agosto de 1769. SANTORAL Santos José de Cupertino, confesor; Desiderio, obispo, y Rainfrido, arcediano, mártires; Eustorgio, primer obispo de Milán; Eumeno, obispo de Gortina, en Creta; Metodio, obispo de Olimpia, en Asia Menor, mártir; Sereno, obispo de Coutances; Isidoro de Bolonia, obispo; Ferreol, tribuno militar, mártir; Valberto, marido de Santa Bertila, confesor; Constancio y Víctor, mártires en Dronero (Ita lia ); Trófimo, mártir en Egipto; Mateo, anaco­reta ; Amón, Teófilo y veintitrés compañeros, mártires en Alejandría; Ti­berio, confesor. Beato Hernán o Fernando, trinitario descalzo. Santas Sofia e Irene, martirizadas en Chipre; Estefanía, virgen y mártir, Ricarda, em­peratriz ; Bertila, esposa de San Valberto.
  • 163. Admirable obispo y mártir Las ampollas de la sangre milagrosa DÍA 19 DE S E P T I E M B R E SA N J E N A R O OBISPO D E B E N E V E N T O Y MARTIR (-}- 305) SAN Jenaro, patrono veneradísimo de la ciudad de Nápoles, debe su nombradla universal principalmente a un fenómeno maravilloso que se renueva todos los años, con muy raras excepciones. Este fenómeno ha sido en todos los tiempos causa de las más calurosas polémicas. I'.s el milagro conocido con el nombre de «milagro de San Jenaro». Primero relataremos brevemente la vida del santo mártir, y luego des­cribiremos las manifestaciones populares que gravitan alrededor del hecho prodigioso y apuntaremos las pruebas morales y materiales, demostrativas de la sinceridad y del carácter sobrenatural del milagro de Nápoles. Jenaro nació muy probablemente en Nápoles, hacia el año 270. A los veinticuatro años fué ordenado de sacerdote, y fué su fervor tan notable que en 301, los beneventinos le eligieron por aclamación jefe de su iglesia. El joven obispo tenía treinta y un años cuando sucedió a San Teodato. Delicado era el cargo, pues entonces estaba en vigor con toda crueld id la persecución de Diocleciano. En la Campania, a cuya jurisdicción pertene­cía Benevento, gobernaba a la sazón Timoteo, que dió muestras particulares de crueldad. Sin exponerse inútilmente, Jenaro desplegó maravillosa activi­
  • 164. dad en el servicio de su pueblo. Habiendo ido a la eárcel a visitar a un santo diácono llamado Sosio, fué reconocido, arrestado y conducido ante el gobernador. Instado a sacrificar a los ídolos, rechazó tan indigna proposición, por lo que fué sometido sucesivamente a diversos tormentos: arrojado a un horno encendido, de donde salió sano y salvo; dislocados sus miembros; ex­puesto, con seis compañeros, a los osos del anfiteatro de Puzzol, que aun hoy podría contener 30.000 espectadores. Dícese que las fieras, mansas y tranquilas, se echaron a los pies de los mártires sin causarles daño alguno. Por fin, el gobernador los condenó a ser decapitados. La ejecución se veri­ficó a pocos pasos del anfiteatro. Los nombres de los compañeros de San Jenaro, siguen al de éste en el Martirologio romano, con la misma fecha 19 de septiembre. Son los santos Festo, diácono de la iglesia de Benevento; Desiderio, lector; Sosio, diácono de la iglesia de Misena; Próculo, diácono de Puzzol; Eutiquio y Acucio. Camino del último suplicio, acercóse al obispo de Benevento un anciano pidiéndole respetuosamente algún objeto como recuerdo; Jenaro no poseía más que un trozo de tela que guardaba para vendarse los ojos; con todo, prometió al anciano, en presencia de los verdugos incrédulos, que se lo en­tregaría después de la muerte. Ahora bien, este trozo de tela, tinto en la sangre de la víctima, hollado por los pies de la muchedumbre, vino a parar, por manos del santo mártir, a poder de aquel a quien había sido prometido: San Jenaro cumplió así su palabra. Ya decapitado el santo obispo, una cristiana, llamada, según parece, Eusebia, recogió gota a gota la sangre preciosa y la depositó en dos ampo- Hitas. Era costumbre entre los cristianos de los primeros siglos el colocar esas botellitas en la tumba de los mártires junto a sus venerables restos. Eusebia no hizo tal, sino que las guardó en su casa. HISTORIA DE LAS RELIQUIAS DE SAN JENARO DIEZ años más tarde, habiendo devuelto Constantino la paz a la Iglesia por el edicto de Milán, el cuerpo de San Jenaro fué exhu­mado, y, presididos por su obispo, los cristianos llevaron los pre­ciosos restos hacia Nápoles. El cortejo debió pasar por el pueblo de Anto-niana —hoy Antignano—, donde vivía Eusebia, que con tanto respeto guar­daba la sangre venerable. El cortejo se detuvo en este pueblo y Eusebia entregó al obispo las ampollitas que tenía en su casa. El prelado recibió este precioso don y lo depositó junto al cuerpo del mártir. Y , según una antigua tradición napolitana, esa sangre coagulada, seca y muerta desde hacía diez años, recobró al instante la vida, en presencia del cuerpo que en
  • 165. olro tiempo había animado. Fué la primera licuefacción, a la que tantas »lrus debían seguir, en el curso de los siglos, hasta nuestros días. Depositáronse juntos cabeza, cuerpo y sangre en una catacumba fuera ilo lu ciudad. Hacia el año 440, Juan, obispo de Ñapóles, trasladó estas reliquias al interior de la ciudad y las colocó en el hipogeo de un pequeño nriitorio anejo a la catedral de Santa Estefanía, que en lo sucesivo había <lc |>erder ese título para llevar el de San Jenaro. En 1309, el rey Carlos I I dió alto ejemplo de piedad haciendo construir •obre el emplazamiento del hipogeo derrumbado la gran catedral actual. La mheza fué encerrada entonces aparte, en un busto de plata, y las ampollitas de sangre, colocadas en la primera torre, a izquierda, junto a la puerta. El cuerpo tuvo historia muy accidentada. Primero fué llevado a Benevento, ri bado por Sicón, príncipe de dicha ciudad, que sitió y asaltó a Nápoles ii principios del siglo IX. A fines del siglo XV, siendo papa Alejandro VI, l'Vrnando, rey de Nápoles, hizo que Benevento devolviera su antiguo tesoro n la capital. El cuerpo fué depositado en la catedral el 13 de enero de 1497. I'.l mismo día cesó la peste que desde tiempo hacía azotaba a Nápoles. La capilla de la catedral en donde la reliquia fué depositada existe aún: hc la llama Soc-corpo o «Confesión». Debajo de su único altar yace el cuer­po del Santo. De este modo, desde 1497 las tres reliquias de San Jenaro: cabeza, cuerpo y sangre, se encuentran felizmente reunidas en la catedral napolitana que lleva su nombre. EL VESUBIO Y SAN JENARO LA devoción que todo buen napolitano profesa a San Jenaro es, sin comparación, muy superior a la que tenga a cualquiera de los muchos santos que Nápoles honra como patronos. Invócanlc en todos los peli­gros graves y, particularmente, contra el terrible Vesubio. Este volcán les produce, con razón, tal espanto, que todos huirían de tan peligroso vecino; pero bajo la protección de San Jenaro viven confiados y tranquilos. Cuando e! peligro parece inminente, corren a la catedral a solicitar que se organice una procesión, y ¡ay! de la autoridad civil y hasta del arzobispo, si muestran la menor resistencia. La Historia guarda el recuerdo de varias erupciones famosas, durante las cuales Nápoles se creyó en inminente trance de perecer. ¿Habrá que atribuir su preservación a la distancia de ocho kilómetros que la separan del volcán, o a alguna otra causa natural? La ciudad de San Pedro de la Martinica estaba más distante del peligro cuando la erupción tristemente célebre del monte Pelado (1902).
  • 166. Después de la erupción del año 79, que produjo la ruina de Herculano y Pompeya, y en la que murió el escritor latino Plinio el Viejo, la del año 1631 es la más terrible de cuantas hace mención la Historia. En la noche del 15 al 16 de diciembre, la tierra tembló de repente y con violencia; las sacudidas fueron tan grandes que se notaron en los confines más apar­tados de la Apulia. Al amanecer, una explosión formidable atronó los espacios; era la falda del cono lindante con el mar que acababa de abrirse; trombas inmensas de agua, gas y rocas inflamadas arrastraban consigo masas enormes de materias pulverizadas. Todas las poblaciones huían consterna­das. En medio de las tinieblas no se veía otra luz que la de los gases infla­mados bruscamente a la salida del volcán. En Nápoles, sumido en la oscuridad, las iglesias estaban atestadas y los sacerdotes exhortaban a los fieles a la penitencia final. El arzobispo, que era el cardenal Buon Compagno, mandó exponer el Santísimo Sacramento en todas las iglesias y colocar las reliquias de San Jenaro en el altar mayor de la catedral. Pronto se organizó una procesión con la cabeza y la sangre del Santo. Multitud inmensa, precedida por el virrey, el Consejo de Estado y la burguesía, clamaba misericordia. Llegado que hubo el cortejo cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, desde donde se divisaba el terrible monte que vomitaba sin cesar lava y humo, el arzobispo, levan­tando las santas reliquias, las presentó al volcán como quien le intimara, en nombre del Mártir, a apaciguarse. Vióse entonces a las nubes inclinarse de repente en sentido opuesto. Nápoles pareció por entonces salvado. Pero al día siguiente 17, la erupción se repitió. Se abrió nueva brecha; hubiérase dicho que la montaña se liquidaba. En menos de dos horas, el torrente ígneo llegó a orillas del mar en La Scala y en Granatello. Hoy día aún quedan vestigios de esta lava vomitada el 17 de diciembre de 1631: son canteras, cuyas piedras se emplean para la pavimentación urbana. El historiador belga Le Hon calcula en 73 millones de metros cúbicos el volu­men de lava que el volcán vomitó aquel día. Cuando la procesión llegó cerca de la puerta Capuana, viéronse las nubes de ceniza, que ocultaban el Vesubio, dirigirse hacia Nápoles. En verdad parecía que la ciudad iba a perecer enterrada bajo una montaña de cenizas. El cardenal volvió a repetir, con la sangre de San Jenaro, el mismo ademán del día anterior, y entonces, según el historiador citado> vióse que la nube cambiaba de rumbo para dirigirse hacia el mar. Nápoles debía una vez más su salvación a San Jenaro. Otras erupciones acaecieron en 1767 y en 1779. Renováronse en estas épocas los mismos actos de fe. Varios otros azotes han caído sobre Nápoles: inundaciones, hambre, guerras, pestilencias; nunca la confianza que el pueblo tiene en su protector ha sido desmentida.
  • 167. UN piadoso anciano pidió a San Jenaro un recuerdo de su persona en el momento en que le iban a decapitar E l Santo le promete lo único que tiene: el pañuelo con que le vendarán los ojos al ajusticiarle. Al día siguiente cumple su promesa y se lo entrega al anciano.
  • 168. EN QUÉ CONSISTE EL «MILAGRO DE SAN JENARO» A sangre de San Jenaro, conservada intacta desde hace dieciséis siglos. es la materia del milagro. Aun hoy día se conserva en dos ampo- Hitas de vidrio de desiguales dimensiones. La mayor, de cuello es­trecho, pero de cuerpo abultado, semeja una pera aplastada; su capacidad es de unos 60 centímetros cúbicos y contiene sangre hasta la mitad de su altura. La menor es angosta y alargada; la sangre está en ella en forma de de manchas rojizas sobre las paredes interiores. Estas dos ampollitas se guardan hoy día en un relicario de vidrio que produce la impresión de una gran lupa rematada por una corona real y una cruz. A través del cristal se ven netamente los dos frascos, así como la sustancia que contienen y puédese, por consiguiente, seguir muy claramente las diversas fases que sufre dicha sustancia, en las ceremonias del milagro y de la exposición: licuefacción, variación de volumen, ebullición y cambio de color. En estas diferentes fases, la licuación y la variación de volumen son las que tienen real importancia, puede decirse que la última es aún más sorprendente y milagrosa que la primera. Al licuarse, la sustancia dura, coagulada o blanda, pasa de ese estado más o menos sólido a otro más o menos flúido. El aumento de volumen de la sustancia se produce en las fiestas de mayo, de manera regular y progre­siva hasta llenar, en los últimos días, el frasco entero; después vuelve a su nivel habitual hacia el 19 de septiembre. El tiempo que la sustancia invierte para licuarse varía entre un minuto y varias horas. Su color ordinario, que es de un rojo oscuro, pasa a veces al rojo vivo; en este último caso, puede suceder que se advierta en la superficie cierta espuma. Ha sucedido, aunque muy raras veces, que la sustancia no se licúa. FE DEL PUEBLO NAPOLITANO EL milagro se verifica en tres épocas del año: mayo, septiembre y diciembre, en la amplia sala del Tesoro de San Jenaro. A las ocho, la puerta se abre. La multitud penetra ordenadamente entonando cánticos piadosos. AI dar el reloj las nueve, aparece por la puerta de la sacristía un cortejo imponente de prelados que van a tomar en los nichos el relicario de la sangre y lo depositan ante el altar. Tan pronto como el prelado oficiante lo tiene en sus manos, un sacerdote, colocado a su derecha, examina la sustancia con un cirio encendido, mientras el oficiante sostiene
  • 169. • I relicario en posición vertical invertida. Miles de ojos están fijos en el n lic-ario, sin pestañear. —E duro! —exclama el sacerdote—. «¡La sangre está dura!» Se reza con Icrvor y se habla al Santo en alta voz: «¡Ven, oh Santo nuestro, ven a nosotros! ¡Protégenos, oh Santito, Santo hermoso! Santino! Santo bello! ¡Viva Jesús! ¡Viva María! Viva El que ha criado a Jenaro y le ha hecho Smito. Habla confiado a la Santísima Trinidad; hazle presente tu martirio y alcánzanos perdón!» Las súplicas se hacen cada vez más humildes; sigue «•I Miserere: «Tened piedad de nosotros, Señor, según vuestra gran mise­ricordia... »; y vuelta de nuevo a los apostrofes más familiares: «¡Si no haces tu milagro, oh Santo nuestro, seremos castigados!» A veces, si la espera se prolonga, le dirigen un reproche afectuoso: «Haz tu milagro, ilumina ese semblante sombrío, ¡oh compatriota nuestro!» Sin embargo, el oficiante continúa mostrando al público el relicario con la sustancia obstinadamente coagulada en el fondo de la ampolla. Por fin, se produce cierto movimiento entre el clero; la emoción sube, se manifiesta en sus rostros; un murmullo corre entre los asistentes que con el dedo señalan la ampolla. De repente, teniendo siempre el relicario inver­tido, se ve que la sustancia, reblandeciéndose poco a poco, se despega del fondo y se desliza lentamente por las paredes de la ampolla hasta llegar al cuello; en ese preciso momento la licuación se produce instantánea y brusca­mente. Inmediatamente, el sacerdote acólito agita un pañuelo blanco; es la señal de que el milagro se verifica. Todos han comprendido. —El momento —dice un testigo— es solemne y difícil de describir con exactitud. Inmediatamente en las bóvedas del templo resuena el Te Deum. El oficiante que tiene el relicario, lo eleva por encima de las cabezas para que todos puedan verlo; lo gira de cuando en cuando con respeto de una parte a otra, a fin de que todos comprueben fácilmente que la sustancia licuada sigue los movimientos comunicados al relicario. La licuación es real: la prueba es incontrastable; en lo sucesivo, la menor duda es imposible. Todo el pueblo desfila entonces para besar la reliquia, empezando por los sacerdotes; de ese modo todos pueden ver y venerar el líquido milagroso. El desfile dura hasta las once. Para el hombre que sabe analizar sin prejuicios, y que ha sido testigo de ese espectáculo, repugna el creer haya en él una baja maniobra, una su­perchería de parte de los sacerdotes, cuyo semblante abierto muestra una convicción absoluta de la realidad sobrenatural del milagro. Sin embargo, oyendo a ciertos incrédulos sistemáticos, esta ceremonia grandiosa que cinco siglos ha se desarrolla públicamente en la sala del Tesoro, no sería sino una vil comedia, bien preparada y hábilmente representada. Si consideramos la situación social de las gentes encargadas de la
  • 170. custodia de las reliquias, no encontramos sino hombres de las más íntegra honradez. £1 alcalde de Nápoles es de derecho el presidente de las dos diputaciones encargadas de la guarda del tesoro, una seglar y otra eclesiás­tica. Los seglares pertenecen todos a familias de la más acrisolada honradez, conocidas en Nápoles. Durante la octava de septiembre, la sangre está confiada, toda la tarde, a un grupo de diputados. Desde hace siglos, el número de personas —arzobispos, prelados, canónigos, sacerdotes, segla­res— que se han acercado íntimamente a la reliquia es considerable. Si hubiese impostura, ¿se hubiera podido guardar el secreto por tanto tiempo y por tantos hombres a través de tantas revoluciones napolitanas? Esta fideli­dad en guardarlo seria tan extraordinaria, que Alejandro Dumas la conside­raba como más milagrosa que el milagro mismo. FENÓMENO INEXPLICABLE PERO, ¿qué valen las insinuaciones de esos partidarios de la super­chería? Entre ellos, unos rehúsan desdeñosamente estudiar el pro­blema; otros pretenden explicarlo químicamente. Lo más extraño es ver a varios de estos «intelectuales», segurísimos de sí mismos, dar cada uno una fórmula diferente: disolución de antimonio; mezcla de sebo y de éter, coloreado con bermellón o tierra de Siena; cuerpos grasos coloreados, disueltos en aceite ligero que puede fundirse a una temperatura de 30 a 35 grados, etc. Notemos que las hipótesis de las mezclas en las que entrase el éter no explicarían el milagro, pues el éter no fué descubierto hasta el año 1540, y el milagro napolitano se producía ya entonces desde hacía casi ciento cincuenta años. Como quiera que sea, hay una conclusión mucho más seria que resulta de los trabajos científicos verificados desde fines del siglo X IX sobre la sustancia encerrada en el relicario. Las experiencias verificadas por el quí­mico Pedro Punzo le han llevado a la conclusión de que el fenómeno es físicamente inexplicable y que la sola conformación del relicario, hermética­mente cerrado y soldado, demostraba que una superchería sería materialmente imposible. Montesquieu pensaba ya lo mismo; había presenciado dos veces, en 1728, la licuación, y se expresaba así en sus Viajes: «Puedo declarar que el milagro de San Jenaro no es una superchería; los sacerdotes son de buena fe y no puede ser de otro modo». En 1902, los profesores Sperindío y Januario, de la Universidad de Ná­poles, hicieron el análisis espectral de la sustancia contenida en la ampolla y reconocieron que era verdadera sangre. El mismo año, pesaron el relicario con la ampolla completamente llena, luego con la ampolla a mitad siguiendo
  • 171. su estado normal, y hallaron una diferencia de peso correspondiente a la diferencia de volumen, no obstante haber permanecido la ampolla siem­pre cerrada. Resultados que echan por tierra toda hipótesis de superchería y toda explicación física del «milagro de San Jenaro». Para ciertos espíritus engreídos o desconfiados, es dura prueba tener que aceptar lo sobrenatural, pero ahí está un testimonio palpable e incontrover­tible mil y mil veces repetido. ORDEN DE SAN JENARO EN el antiguo reino de Nápoles, que desapareció en 1860, existía una Orden de caballería denominada Orden de San Jenaro. Fué instituida en 1732 por Carlos VI, rey de las Dos Sicilias, más tarde rey de Es­paña con el nombre de Carlos III. Los caballeros llevaban como banda una cinta ancha de color rojo vivo de la que pendía una cruz de oro adornada con perillas de ocho puntas, esmaltada de blanco y angulada con flores de lis en oro; en el centro tenía el busto de San Jenaro con báculo y mitra, dando la bendición. En el reverso de la insignia, una corona de laureles rodeaba a un libro cerrado sobre el que descansaban las dos ampollas del «milagro» llenas de sangre hasta la mitad, con esta divisa: ln sánguine feedus («La unión en la sangre»); todo ello estaba rodeado por dos palmas verdes. El rey de Nápoles era el gran Maestre de esta Orden. SANTORAL Santos Jenaro, obispo y mártir; Teodoro, arzobispo de Cantórbery; Elias, Nilo y Peleo, obispos de Egipto, mártires en Palestina; Eustoquio, obispo de Tours, y Melecio, de Tréveris; Isermino y Juan, obispos y confesores; Rodrigo de Silos, abad; Félix, presbítero, mártir en Nocera, bajo Nerón, Secuano, presbítero; Mariano, confesor; Festo, Sosio y Próculo, diáconos, Desiderio, Eutiquio y Acucio, mártires al mismo tiempo que el obispo San Jenaro; Trófimo y el senador Dorimedontes, mártires en Sinnada; Sabacio, mártir en Antioquía. Beatos Alonso o Alfonso de Orozco, agus­tino, y Alfonso Palenzuela, franciscano. Santas María de Cervelló o del Socós (del Socorro), virgen y cofundadora; Pomposa, virgen y mártir en Córdo­ba en tiempos de Mahomed I; Constancia, matrona romana, mártir cuando imperaba Nerón; Lucía de Escocia, virgen y solitaria. Beata María Emilia de Rodat, fundadora de las Religiosas de la Sagrada Familia. La Aparición de la Santísima Virgen en el pueblo de la Saleta (diócesis de Grenoble), en el año 1846.
  • 172. DI A 20 DE S E P T I EMB R E BTO. JUAN CARLOS CORNAY MISIONERO Y MÁRTIIÍ' EN EL TONKÍN (1809-1837) JUAN Carlos Comay es uno de esos seres privilegiados que, tras algunos días de cautiverio y por unos momentos de tortura, alcanzan la palma del martirio y arrebatan así la gloria celestial. La sencillez y la alegría, rasgos peculiares de su carácter, se manifestaron hasta en el momento de su martirio, pues cantando aceptó los sufrimientos y re­cibió la muerte. Vino al mundo el 27 de febrero de 1809, en Loudun, en el Poitou, donde sus padres tenían un comercio de telas pintadas de Ruán. Nada realizó, durante los años de estudio en el colcgio de Saumur, ni más tarde en el seminario menor de Montmorillón, por donde se pudiera sospechar que el tranquilo joven llegaría a la altura del héroe; «De gran sencillez, lindante con la simplicidad de carácter, pacífico y dulce, no hería ninguna sensibilidad por extremada que fuese, pues en él no había el menor indicio de amor propio y era bien visto de cuantos con él vivían», según escribe uno de sus biógrafos. La posición acomodada de sus padres le ponía en situación de seguir una brillante carrera liberal, pero cuando llegó el momento de tomar una
  • 173. decisión, declaró sencillamente su deseo de estudiar para sacerdote. El 20 de octubre de 1827, a los dieciocho años, ingresó en el Seminario Conciliar de Poitiers. En él no se distinguió más que por una vida ordenada, estudiosa y devota, exenta de rarezas de carácter y de toda originalidad. VOCACIÓN MISIONERA PERO la gracia obraba en el interior de aquella alma, y sin poner de manifiesto sus cualidades latentes, Dios preparábase un vaso de elec­ción. Llegó el día en que el deseo del sacrificio empezó a brotar en él. Habiendo dado un misionero de la Compañía de María una conferencia en el Seminario sobre la Propagación de la Fe, el seminarista sintió despertarse en su alma el deseo de las misiones y del martirio. Madurado que hubo su proyecto, se lo comunicó a su familia, que en un principio se opuso a ello. Hay que leer las cartas a sus padres para ver con qué tierna firmeza las contesta el joven. Querida madre mía: No puedo menos de derramar un torrente de lágrimas por las penas que te ocasiono... Si Dios, en verdad, me llama, será para mí el mayor sacrificio el se­pararme de ti; lo único que me produce pena, sois vosotros... Ten presente que no hay ninguna razón que pueda oponerse 9 la vocación; que cuando Dios llama a alguno, sólo le da las gracias que le son necesarias para ello, y castiga con la esterilidad todo lo que no es según su voluntad; y si yo obedezco a la tuya, en desprecio de la de Dios, tendré toda mi vida el pesar de no obrar según su vo­luntad... Y aquí no es el caso de decir: «¿Por qué has de ser tú el que ha de ir?; deja que vayan otros». Dios no dice eso. A aquel a quien envía, no le da derecho de descargarse sobre los demás... Dios y una madre son dos terribles enemigos cuando se trata de disputarse un hijo. Cuando Jesucristo dijo: «Todo aquel que no deje a su padre y a su madre para seguirme cuando yo le llame, no es digno de ser mi discípulo», sabía perfectamente lo que era el corazón de una madre y que su negativa no era el signo de su voluntad. En otoño de 1830, salió para el Seminario de las Misiones extranjeras de París y en septiembre del año siguiente, diácono aún, fué enviado a la misión de Sechuén, en China. Llegó a Macao en marzo de 1832. Por falta de correos que le guiaran a través del Yunnán, hubo de residir cinco años en Hanoi, en el Tonkín occidental, donde fué ordenado sacerdote el 20 de abril de 1834. Atacado por las fiebres, se consideraba como inútil en la misión; mas por sus sufrimientos y por el sacrificio de su vida, iba a procurar a la Iglesia de Tonkín mayor gloria que darle pudiera con largos trabajos.
  • 174. ARRESTO. — RELATO DE SU PROPIA CAUTIVIDAD AUNQUE no tan violenta en Tonkín como en otras regiones, la perse­cución constituía una amenaza por causa de ciertos edictos antiguos que no habían sido derogados. Cierto jefe de piratas expulsado de la parroquia de Bau No, situada al luirte de la Misión en donde el joven Comay ejercía su ministerio, conocía el paradero de éste. El mandarín tampoco lo ignoraba, pero, complaciente por entonces, prefería disimularlo. La mujer del jefe de los piratas, para vengar la expulsión de su marido, acusó a la ciudad de Bau No de ser el foco de una insurrección fomentada por el cuerpo Cornay. La indigna mujer enterro secretamente armas cerca de su casa de Bau No y, segura de su feliz éxito, denunció al misionero. El gobernador estaba obligado a acoger la denuncia y, para dar muestra de su diligencia, el 20 de junio de 1837, envió un general y 1.500 soldados con orden de sitiar la reducida cristiandad. El misionero no podía escapar a las pesquisas que se hacían. Dejemos que él mismo nos relate con lenguaje sencillo, sosegado y festivo a ratos, los preliminares de su martirio, en algunas cartas escritas a sus padres y a uno de sus Hermanos en religión, lus cuales pudieron llegar a su destino gracias a la benevolencia de un mandarín: En el preciso momento en que vinieron a detenerme, salía para celebrar la santa misa. Como no había tiempo que perder, un cristiano me condujo a escape debajo de un espeso matorral, en donde me agazapé como pude. Pusiéronse a golpear y a ojear por todos los matorrales del pueblo, y ante la inminencia creciente del peligro que corría, me puse a rezar el rosario, y podéis suponer qué misterios medite; podéis asimismo imaginaros qué sacrificio ofrecí aquella mañana en vez del de la santa misa, y qué meditación hice en vez de la del día. Sin embargo, hasta las cuatro de la tarde, los soldados no llegaron adonde yo estaba. Cuando vi penetrar en las matas sus largas lanzas provistas de una punta de hierro, no pensé en que hubiera sido preferible haberme dejado atravesar allí mismo, pues hubiese ahorrado todas las miserias que se siguen de las circuns­tancias presentes; salí antes de que el hierro me hiriera y me entregué a ellos. ¡Vedme, pues, prisionero! Me sometieron al suplicio de la canga. Luego de haber permanecido por mucho tiempo expuesto a los ardores del sol, me senté y esperé pacientemente lo que de mí dispondrían. Hacia las cinco, viendo que mi ayuno se prolongaba, pedí al mandarín un poco de arroz. Diéronme tres cucharadas, que fueron toda mi refección. Así se terminó el primer día. Me dieron una mala estera rota. Sentéme sobre ella como pude con mi artefacto de tortura, pero me fué imposible cerrar los ojos en toda la noche.
  • 175. Sin embargo, el comandante de las tropas, queriendo dar a su captura más resonancia y tratar a Juan Carlos como a un gran criminal, le hizo construir una jaula. Vedme aquí, pues, encerrado cual si fuera un lobo —refiere festivamente el misionero—. En esta jaula, estuve al menos al abrigo de los golpes que repartían a troche y moche. Además, una vez la bestia en la jaula, sus guardas, viéndola segura, no se preocuparon más de ella. Los oficiales examinaron las prendas y ornamentos que me habían tomado y no los trataron naturalmente con la delicadeza de un sacristán. Sin embargo, a mis instancias me conccdicron seis tomitos que estaban ante mí. Preguntado sobre el uso que de ellos hacía, les contesté que eran libros de oraciones de los que me servía para rogar por ellos. Esta respuesta les agradó. —Devolvedme también la imagen de mi Dios —les dije, señalando un cruci­fijo entre los objetos quitados—. Me ayudará a soportar mi cautiverio. Los soldados accedieron a mis ruegos, y heme aquí en mi encerramiento lle­vado por ocho hombres, a Son Bay, capital de la provincia, situada a unas seis leguas de Bau No. El trayecto fué muy penoso. La jaula hecha de gruesos bambúes, era demasiado ancha para lo estrecho de los caminos, por lo que difícilmente podía pasar por ellos. Continuamente había que ir apartando las malezas, cortár las ramas y a menudo apartarse de los senderos para ir a campo traviesa. El avance era por fuerza lento. La primera noche la jaula y el en­jaulado la pasaron al sereno. Al día siguiente, al-amanecer —prosigue el mismo Cornay—. continué la mar­cha, que fue en cierto sentido demasiado aparatosa. Unos 150 soldados me prece­dían y otros tantos me seguían con mandarines en palanquín; mi jaula, llevada por ocho hombres, y sombreada por una alfombra roja, iba en el centro; detrá* de mí venían diez cristianos, que habían sido detenidos conmigo; andaban tristes, atados uno a otro por el extremo de su canga. En el camino multitud de gente acudía a presenciar la novedad del espectáculo. De este modo llegamos a una de las prefecturas del país; me pusieron ante un mandarín, el cual empezó ante todo por mandarme que cantara, pues tenía yo fama de ser un buen cantor. Aunque me excusé, por estar aún en ayunas, no me valió y hube de cantar. Desplegué, pues, toda la extensión de mi hermosa voz, seca por ayuno de dos días, y les canté lo que pude acordarme de las viejas canciones de Montmorillón. Todos los soldados me rodearon y numeroso gentío se hubiera agolpado alrededor de la jaula si el temor a la vara en actividad no los contuviera. A partir de este momento, mi papel cambió: fui un pájaro precioso de hermoso gorjeo. Después me dieron de cenar. Prosiguióse el camino y llegamos a la capital del gobierno de la provincia da Doai. Me pusieron ante el hotel del gobernador general. Este gobernador era un hombre de bastante estatura, de unos cincuenta años, imberbe y de cara hermo­sa, realzada por una blancura poco común en el Tonkín. Aproximóse gravemente
  • 176. EL Beato Juan Carlos Cornay, luego de apresado, es sometido al suplicio de la canga, y así, con las manos y la cabeza en los agujeros en forma que apenas puede moverse, habiendo de soportar además el pesado instrumento de tortura, le dejan varias horas expuesto a los rayos del sol.
  • 177. a mí y, después de haber examinado con interés cuanto tenía, se retiró. Más tarde me hizo saber que dentro de pocos días, me enviaría a la corte de Cochinchina, a la disposición del rey. Una vez que el gobernador se hubo alejado, fué rodeada mi jaula por una nube de chiquillos y satélites de los mandarines del lugar. Me compuse lo mejor que pude, y rehusando responder a las preguntas que me dirigían de todas partes, sólo pronuncié estas palabras: —No tengo miedo. Palabras que fueron repetidas de boca en boca. No. no tengas miedo —me decían—; no queremos hacerte daño alguno; sólo la curiosidad nos atrae junto a ti: nunca habíamos visto un europeo. En todas las visitas que recibí, una de las preguntas que me hacían los curio, sos era la de si yo tenía mujer e hijos; les contesté presto que no, y les expliqué la causa y la utilidad de esta privación, lo que no dejó de ser bien comprendido por mis oyentes. Aproveché de esta circunstancia para hablarles de Jesucristo y de su doctrina, y después canté una letrilla a la Santísima Virgen. EN EL TORMENTO.— SE DESPIDE DE LA FAMILIA LA basta jaula de bambú sólo era provisional. En la capital de la pro­vincia fuéle ofrecida otra más elegante, pero más incómoda para el mártir. Cuadrada, de cinco pies de alta por cuatro de ancha, no era ni bastante elevada para que pudiera estar de pie, ni lo suficiente larga para que pudiese tenderse. La tal jaula hacía sufrir al prisionero grandes dolores. Al cabo de ocho días de enjaulamiento —continúa el mártir—, estoy muy cansado de guardar siempre la misma postura en un espacio tan reducido; por la noche particularmente estoy molido por la dureza de las cañas, pero es necesario sufrir, sin más perspectiva que un aumento de dolores de día en día; tal es la voluntad de Dios. Fiat! En cuanto a mis ocupaciones, rezo el breviario, medito y me entrego a la vo­luntad de Dios; le pido perdón de mis pecados y que me dé fuerza para sufrir con paciencia; le ruego sobre todo que pueda confesar su santo Nombre ante los infieles. El misionero no se llamaba a engaño acerca de la suerte que le esperaba. Así se deja entrever en una admirable carta a sus padres: Cuando recibáis esta carta, queridos padres, no os aflijáis por mi muerte: al consentir mi venida, aceptasteis ya la parte más grande del sacrificio. Cuando leisteis relatos de los males que asolan a este desgraciado país, inquietos por mi suerte, ¿no habéis tenido que renovar este sacrificio? Pronto, al recibir esta última despedida de vuestro hijo, habréis de completarlo; pero ya, de ello estoy
  • 178. i... vencido, estaré libre de las miserias de esta vida y seré admitido en la gloria eclcstial. ¡Oh, cómo pensaré entonces en vosotros! ¡Cómo suplicare al Señor os dé Itrun parte de mi recompensa, puesto que la tenéis tan grande en el sacrificio! Hoi» demasiado buenos cristianos, para no comprender este lenguaje; absténgome, |Mir tanto, de toda reflexión. Adiós, queridísimos padres, adiós; ya en los grillos, nfrezco mis sufrimientos por vosotros. No olvido tampoco a mis hermanas; si en lu tierra, cada día os he encomendado a María, ¿qué no haré junto a Ella, si con-sigo la palma del martirio? Sin embargo, enterado el rey por los mandarines de la captura hecha' por los soldados, retardaba la respuesta. Quince días después, hizo saber que dejaba la sentencia al arbitrio de los mandarines. Empezaron entonces los interrogatorios; y se sucedieron las instancias para obligar al mártir a apostatar. Ante sus fracasos, le golpearon cruelmente. Por muy doloroso que haya sido este interrogatorio —escribe aún—, el mayor ilolor fué el que sentía en los brazos, atados por el puño y entumecidos, además, por la canga en la que estaban tendidos. Por fin me llevaron a mi jaula y, al llegar a ella, canté la Salve. Decid a mi criado Kim que no ha salido un solo ¡ay! tic mis labios; no he soltado un solo quejido hasta el fin, cuando ya el brazo me hacía sufrir lo indecible; esperaba ser sometido a nuevos tormentos al día siguien­te, según las amenazas que me hicieron, pero Jesús ha apartado de mí ese cáliz de amargura. En uno de los interrogatorios siguientes, quisieron obligarle a pisotear el crucifijo, pero él se negó rotundamente a semejante sacrilegio. El rey Ming Mang, apellidado el Nerón anamita, sabiendo que no podría vencer la constancia del europeo, ordenó que le cortasen los miembros. El Beato se preparó valerosamente al sacrificio y escribió al mismo tiem­po a su familia su última y conmovedora carta que puede considerarse como el «testamento del mártir»; Enjaulado, a 18 de agosto de ¡837 Queridos padres; Mi sangre ha sido ya derramada en los tormentos y aun debe derramarse dos <> tres veces antes de que me corten las cuatro extremidades y la cabeza. La pena «pie experimentaréis al enteraros de estos pormenores, me ha hecho ya verter lágrimas; pero también el pensamiento de que, cuando leáis esta carta, estaré con Dios intercediendo por vosotros, me ha consolado de vuestro dolor y el mío. No m-ñaléis con piedra negra el día de mi muerte; será el más feliz de mi vida, puesto que pondrá término a mis sufrimientos y será el principio de mi felici­dad. Incluso mis tormentos serán atenuados; no me golpearán por segunda vez, más que cuando mis primeras heridas estén ya curadas. No me pincharán, ni me desencajarán como a Marchand y, suponiendo que mutilen mi cuerpo, cuatro
  • 179. hombres lo harán a la par y otro me cortará la cabeza; de ese modo no tendré que sufrir mucho. Consolaos, pues; en breve todo habrá terminado y yo estaré esperándoos en el cielo. JUAN CARLOS EL MARTIRIO EL 20 de septiembre de 1837, miércoles de Témporas, verificóse la eje­cución, con ese aparato solemne y siniestro que caracteriza tales actos en el Extremo Oriente. Trescientos soldados forman el cortejo y alrededor de la jaula del mártir se ordenan los verdugos, sables y hacha en mano. Ante la jaula, un satélite lleva una tabla en la que se lee la sentencia. Un general cierra el cortejo. El padre Thé, un sacerdote anamita, está en medio de la multitud y a una señal convenida da al mártir la última absolución. A los veinte minutos de camino, el convoy se detiene en un campo; sacan al condenado de su jaula y le hacen sentar para quitarle las cadenas. Mien­tras los soldados llevan a cabo esta operación, los verdugos clavan en tierra cuatro estacas para con ellas sujetar las extremidades de la víctima. A una señal del mandarín, el mártir se despoja por sí mismo de sus vestidos y se tiende, contra tierra, sobre la estera de su altar que siempre le habían per­mitido tener en la jaula. Apenas se ha echado cuando los verdugos le atan los pies separados y las manos en los postes, mientras sujetan la cabeza entre otras dos estacas. Todos estos preparativos no duraron menos de veinte minutos. El mi­sionero estaba condenado a que le cortasen todas las articulaciones, y la cabeza debía ser cortada la última; pero el mandarín cambió la orden real y mandó que comenzasen por cortarle la cabeza. A una señal del general se oyó un toque de timbal, y el jefe de los ver­dugos, levantando el sable, de un solo tajo cortó la cabeza del mártir. Cogió­la en seguida por una oreja, la arrojó a algunos pasos de distancia y, llevando el sable a sus labios, lamió tranquilamente la sangre. Cortó luego el brazo izquierdo y dejó a sus subalternos el cuidado de hacer lo mismo con las res­tantes extremidades. Después partieron el tronco según mandaba la sentencia: los verdugos arrancaron el hígado, lo despedazaron y se lo comieron. «Comiendo su híga­do —decían— nos haremos valerosos como él». Terminada la ejecución, los cristianos recogieron los restos sangrientos, embebieron en la sangre cuanto tuvieron a mano: vestidos del mártir, pa­ñuelos, papel, etc. Hasta los paganos, sobreponiéndose a su horror profundo
  • 180. por los cadáveres de los ajusticiados, fueron a recoger algunas gotas de esa minare preciosa, a fin —decían— de «hacer, de estas reliquias raras, diversos Hortilegios contra el diablo». Por la tarde, un catequista llevó un ataúd, en <-l cual se depositaron los miembros, reunidos con tiras de tela, y los enterra­ron en el mismo lugar del suplicio. La cabeza, según la sentencia, debía estar expuesta durante tres días y Hcr después arrojada al río. Primeramente fué llevada por un niño, el cual, al pasar por las tiendas, se detenía para mostrarla. Los cristianos obtuvieron que fuese envuelta en una tela y colocada en una cesta. Al cabo de tres días, consiguieron sustraerla a los paganos y la llevaron a Chieu-ung, cristiandad próxima a Bau No, donde un compañero del mártir Cornay la encerró en un cofre precioso, que colocó en la choza de paja que servía de capilla al convento. Al año siguiente, en el mes de julio, esos mismos cristianos consiguieron llevarse, durante la noche, el cuerpo y lo transportaron también a Chieu-ung, en donde yace en la pequeña iglesia de ladrillo edificada en 1901 en honor del mártir. En el Seminario de las Misiones extranjeras se conserva un curioso cua­dro pintado por un testigo anamita; cuadro que representa fielmente la escena de la ejecución; y, entre otras reliquias, la estera sobre la cual el mártir fué decapitado y cortado en trozos. Difícilmente se domina una im­presión de horror a la vista de las grandes manchas de sangre que el tiempo ha vuelto casi negras y de las señales de los cortes producidos por el hacha de los verdugos al despedazar los miembros de la víctima. El 27 de mayo de 1900, Juan Carlos Cornay fué beatificado por León X I I I con otros 76 mártires misioneros de esta época. SANTORAL Santos Eustaquio y compañeros, mártires; Agapito, p a p a ; Clicerio, obispo de Milán; Mauricio, abad; Evilasio, verdugo de Santa Fausta, mártir; Máximo o Maximino, propretor, mártir juntamente con los santos Fausta y Evila­sio; Macrobio y Sabino, mártires en Damasco; Teodoro, mártir en Perga de Panfilia junto con su madre; Privado y Dionisio, mártires en Frigia, después de haber sido verdugos de los santos Teodoro y Filipa, durante cuyo martirio se convirtieron; Prisco, Artemidoro y Tabeleo, mártires; Montano, solitario. Beatos Juan Carlos Cornay, mártir; y Francisco de Posadas, dominico. Santas Fausta, Susana y Cándida, vírgenes y mártires; Filipa, madre de San Teodoro, mártir en tiempos de Antonino. 14. — v
  • 181. DI A 21 DE S E P T I EMB R E SA N MA T E O APÓSTOL Y EVANGELISTA (siglo I) FUÉ San Mateo uno de los doce afortunados Apóstoles que Jesucristo escogió para ser íntimos confidentes suyos durante su vida pública, y para continuar su obra evangelizadora después de su admirable Ascensión a los cielos. I)c entre los doce elegidos del Señor, tan sólo dos, San Mateo y San Juan, dejaron escrita la vida del Divino Salvador. Su testimonio es directo, mien­tras que los otros dos Evangelistas, San Marcos y San Lucas, narran lo que oyeron de María Santísima, de los Apóstoles y de otros testigos inmediatos. San Mateo fué el primero de los autores divinamente inspirados que puso por escrito lo que los Apóstoles acostumbraban a predicar de Jesucristo «•u sus ordinarias pláticas. La primacía cronológica de su Evangelio, afirmada por la tradición de los Santos Padres, pero impugnada en tiempos modernos por críticos protestantes y librepensadores, fué proclamada verdadera por Iii Comisión Bíblica el 19 de junio de 1911; de donde resulta que San Mateo «■s ciertamente el primero de los Evangelistas, y que su obra, redactada en iinimeo, pero cuyo texto original se ha perdido, se conserva fielmente en la traducción griega que aun existe.
  • 182. ALCABALERO Y PUBLICANO MATEO, hijo de Alfeo —según afirma San Marcos—, era oriundo de Galilea. Llamábase también Leví, pero desde su vocación al Apos­tolado, no se le conoce más que por el de Mateo, que en hebreo significa «dado por Dios». Antes que Jesús le llamase, era recaudador de impuestos, oficio muy odiado por cierto y sobremanera aborrecido entre los judíos, quienes desig­naban a estos funcionarios con el nombre despectivo de publícanos, conside­rándolos paganos, excomulgados y públicos pecadores. San Mateo tenía el despacho en Cafarnaúm, importante centro de tráfi­co a orillas del lago de Genezaret, por el que pasaban las caravanas de merca­deres que, desde Damasco y ciudades de Mesopotamia, iban a Palestina, a Egipto y a los puertos del Mediterráneo. Su empleo —y más siendo él jefe de oficina, según dice Metafrastes— era, pues, suficiente para que San Mateo fuese mal conceptuado entre los de nación, no por judío infiel —por el contrario, todo lleva a creer que era hombre religioso, irreprochable y aun muy señalado cumplidor de la ley de Moisés—, sino porque el odio de que era blanco su profesión le clasificaba entre los aborrecidos publícanos. En ninguna parte ve el pueblo con buenos ojos a los cobradores de gabe­las; pero tiempos hubo en que este oficio fué objeto de mayor execración. Ocurría esto, sobre todo, cuando en vez de cobrarse los impuestos según leyes o normas fijas y uniformes por medio de agentes oficiales, los percibía el Estado valiéndose de empresas o particulares arrendatarios, que tenían fama —no siempre inmerecida— de explotar el negocio y enriquecerse a cuenta de los demás. La Historia trae no pocos ejemplos de funcionarios a quienes el pueblo estigmatizaba con tacha indeleble por ejercer alguno de esos aborrecidos empleos públicos, aun cuando en su conducta personal pu­dieran aparecer como intachables. Ahora bien, antiguamente percibíanse los tributos y cargas por medio de compañías arrendatarias, y todos los agentes del fisco eran publícanos. El jefe de éstos entregaba al Estado la suma contratada, y él, según tasa que fijaba por individuos, propiedades y mercancías, recogía fondos por medio de sus agentes particulares, procurando —como es natural a la codicia hu­mana y más si la conciencia está depravada— sacar crecido beneficio, cuan­do no ganancias copiosas. Este sistema tributario era, entre los romano*, muy lucrativo y fuente de cuantiosísimos ingresos para los recaudadores, ut par que ocasión de cargas exorbitantes y de crueles vejaciones para el pueblo.
  • 183. Entre los judíos, agravaba esta impopularidad de los agentes del fisco, la sensibilidad excesiva del orgullo nacional; porque los tributos que se veían obligados a pagar a Roma les recordaban que eran pueblo conquistado y condenado a servidumbre afrentosa y detestable; y, además, porque juzga- Imn que, en su calidad de pueblo escogido de Dios, debían estar exentos de los impuestos y exacciones que otros pagaban. VOCACIÓN DE SAN MATEO PLUGO a Cristo, Señor nuestro sapientísimo, escoger en clase tan des­preciada a uno de su amados Apóstoles. Después de la milagrosa cu­ración del paralítico, que habían llevado ante Él descolgándolo por el lecho de la casa en que se hospedaba con sus discípulos y hablaba al pueblo, fuése nuestro divino Salvador al lago. De camino vió a Mateo sentado en la oficina de las alcabalas y tributos y le dijo: «Sígueme». Al punto se levantó Mateo y le siguió. Por cierto que fué este caso motivo de gran escándalo para los escribas y fariseos. Muy irritados estaban ya contra Jesús porque había elegido para discípulos suyos a pobres y despreciables pescadores como Pedro, Andrés, Santiago y Juan, y he aquí que al pasar por delante de la oficina de los desprestigiados publícanos, se lleva al que es cabeza de ellos. Pero aun creció su asombro cuando vieron a Jesús entrar en casa de Mateo y sentarse a la mesa con él y otros muchos publícanos. No pudiendo contener más su indignación, dirigiéronse a los Apóstoles con intento de abo­chornarlos. «¿Cómo es —les dijeron— que vuestro Maestro come con publica-nos y pecadores?» A lo que no sabían ellos probablemente qué responder. Mas, oyéndolos Jesús, dijo: «No son los que están sanos, sino los enfermos los que necesitan de médico»; y añadió para llevarlos a considerar la preeminen­cia que tiene la caridad con el prójimo sobre los sacrificios y ritos legales: «Id, pues, a aprender lo que significa: Más estimo la misericordia que el sacrificio»; palabras que se leen en el libro de Oseas (VI, 6). Por último declaróles la misión que había venido a cumplir en este mundo, diciendo: «No he venido a llamar a los justos a penitencia, sino a los pecadores». A partir de ese día, fué contado Mateo entre los Apóstoles del Señor. Nada sabemos de su vida antes de este llamamiento, sino que era publicano, como él dice de si mismo. Parece verosímil que conocía ya al Divino Maes- Iro por la fama de los milagros que había obrado en Galilea y en la propia <'«ifarnaúm, donde él vivía; que le había oído predicar en la sinagoga de dicha ciudad y se había conmovido por la palabra de aquel hombre que ha­blaba como nunca jamás hombre alguno había hablado.
  • 184. Así. no es de maravillar que, al ser llamado inesperadamente por Jesús, no vacilase un instante en dejarlo todo para ir en pos de Él; con lo cual nos dió ejemplo de la presteza con que debemos obedecer a la voz de Dios, y dar de mano a todas las cosas de la tierra para seguirle, cuando nos llama. No era Mateo persona inculta; las frecuentes citas que del Antiguo Testa­mento trae en su Evangelio, prueban que conocía las Sagradas Escrituras. Todo hace creer que también tenía fortuna holgada, ya que poseía casa propia, la cual fué sin duda, desde entonces, la predilecta del Salvador, mientras residía en Cafarnaúm. Muy poco se habla de San Mateo en el Evangelio. Tan sólo tres veces se hace mención de él: la primera, cuando Jesucristo le llamó al apostolado; la segunda, cuando el Apóstol agasajó al Maestro con un banquete; y la ter­cera, en la enumeración de los doce que componían el Colegio Apostólico. LISTA DE LOS APÓSTOLES DE cuatro fuentes sacamos la lista completa de los doce Apóstoles del Señor: son los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, y los Hechos de los Apóstoles. En todas estas listas forman, los doce, tres grupos de cuatro personas, con la particularidad de que los primeros de cada grupo son siempre los mismos, a saber: Pedro, Felipe y Santiago el Menor, respectivamente. Los demás miembros varían dentro de cada grupo, pero ninguno pasa de un grupo a otro. ¿Por qué esta clasificación? ¿Por qué tal ordenación? Difícil es dar con el motivo. ¿Sería, acaso, algún lazo de parentesco o de especial amistad entre ellos? ¿Sería, quizá, por las relaciones personales que tenía cada uno con el Divino Maestro, o tal vez según la fecha de su llamamiento al apostolado? Esta última razón parece la más aceptable, cuando menos para los del primer grupo: Pedro, Andrés, San­tiago el Mayor y Juan, que fueron los primeros llamados. Sea como fuere, cuanto se diga de esta clasificación resulta hipotético. San Mateo forma parte del segundo grupo. Es de notar que mientras San Marcos y San Lucas le nombran en tercer lugar, es decir, antes que Tomás, que figura el último, en la lista que el propio Mateo da, se coloca después de Tomás, sin duda por imposición de su humildad; y así, aparece el pos­trero en el segundo grupo que se lee en su Evangelio, acompañando su nom­bre con el epíteto desprestigioso de publicano, para manifestar más la gracia del Señor, que de tan despreciable estado le había llamado a ser discípulo suyo. La lista que traen los Hechos de los Apóstoles no contiene más que once nombres, porque se refiere al tiempo que transcurrió entre la defección de Judas Iscariote y la elección de San Matías.
  • 185. INSPIRADO por él Espíritu Santo, San Mateo escribe el Evan­gelio en la propia lengua de los hebreos, para enseñar y con­firmar más en la fe a los muchos que de aqtiel pueblo habían creído en el Señor Este Evangelio es el primero de los cuatro que se escribieron.
  • 186. EL EVANGELIO DE SAN MATEO COMO queda ya apuntado, el Evangelio de San Mateo es, en el orden cronológico, el primero de los cuatro. Si bien resulta imposible preci­sar con documentos contemporáneos la fecha y el lugar de su publi­cación, puédese afirmar que fué escrito en Jerusalcn antes de la dispersión de los Apóstoles, la cual se efectuó a lo que parece el año 42, consumada ya la degollación de Santiago el Mayor. San Mateo escribió su Evangelio en arameo o sirocaldaico, dialecto he­breo que se hablaba en Palestina desde la vuelta del cautiverio de Babilonia. Dedicábalo especialmente a los judíos cristianos. Esto que la tradición ase­gura, queda confirmado por los caracteres intrínsecos del escrito. Así, por ejemplo, el autor hace referencia a usos civiles y religiosos de su nación, pero sin entrar en pormenores ni explicarlos; menciona ciudades y lugares sin cuidar de fijar su posición topográfica, como quien escribe para lectores perfectamente informados de la Geografía de Palestina. Sin embargo, pronto llegaron a ser mucho más numerosos los cristianos de lengua griega, que los hebreos, lo que obligó a traducir el texto original en dicho idioma para que pudiera ser leído en las reuniones o asambleas. Ignórase el autor y la fecha de esta traducción; pero, desde luego es anti­quísima, puesto que, según testimonio de San Jerónimo, ya corría en manos de los sucesores inmediatos de los Apóstoles, como San Clemente de Roma, San Policarpo obispo de Esmima y San Ignacio de Antioquía. Hay fundamento para afirmar que, al separarse los Apóstoles, cada uno se llevó un ejemplar del texto primitivo de San Mateo, pues se hallan indi­cios o rastros del mismo en varios países. Así, San Panteno, célebre doctor alejandrino, que fué a la India para evangelizarla, en el siglo II, halló en ella el Evangelio de San Mateo en idioma arameo. Fué el apóstol San Barto­lomé quien, según afirma Eusebio en su Historia Eclesiástica (Cap. V, 10), adoctrinara aquellas apartadas comarcas y quien había dejado dicho texto hebraico a sus habitantes convertidos. En la librería de Cesarea se hallaba un ejemplar que los nazarenos prestaron al presbítero San Pánfilo, martiri­zado en 308. para que lo tradujese. En cuanto al texto griego —excelente en todos sus aspectos, el único que ha llegado hasta nosotros y que sirvió de original para la versión latina de la Vulgata—, conservóse durante mucho tiempo en el palacio de los empe­radores de Constantinopla. El lector Teodosio —en la Vida del Emperador Zenón— y el monje Ale­jandro —autor de las Actas de San Bernabé— refieren el maravilloso hallaz-
  • 187. ¿o de dicho original; y es como sigue: El glorioso apóstol San Bernabé re­cibió sepultura en la isla de Chipre, su patria; pero, con el tiempo, a con­secuencia de terribles y prolongadas persecuciones, borróse el recuerdo de hu sepulcro. Hacia el año 485, reinando el emperador Zenón, aparecióse tres veces el santo apóstol a Antemio, obispo de Salamina —en la ya nombrada isla de Chipre— , y le indicó el lugar de su sepultura, que era una cueva próxima a la ciudad. Díjole, además, que hallaría sobre su pecho el Evan­gelio de San Mateo, escrito de su propia mano. Todo sucedió conforme a lo ununciado, obrando Dios con este hallazgo muchos y grandes prodigios. Comunicó Artemio a Zenón el feliz suceso y. accediendo a las grandes instancias de éste, le envió el precioso manuscrito. Recibiólo el emperador con religiosísimo respeto, mandó guarnecerlo de láminas de oro y conser­varlo en el tesoro imperial. Todos los años, el día quinto de la semana de Pascua, durante los divinos misterios que se celebraban en la capilla impe­rial, leíase en tan preciado libro el Evangelio del día. No queda, pues, la menor duda de que dicho ejemplar estaba escrito en griego —lengua litúr­gica del rito oriental— , ni que dicha versión se hizo en los tiempos apostó­licos. Atribúyenla algunos a San Bernabé; otros, a Santiago el Menor, a San Juan Evangelista, o al mismo San Mateo. CARACTERÍSTICAS DEL PRIMER EVANGELIO QUIEN lea con espíritu observador el Evangelio según San Mateo, se percatará pronto de que en todo el relato, desde el principio hasta el fin, domina una idea: la de probar a los judíos que Jesu­cristo es verdaderamente el Mesías prometido, esperado por ellos. De continuo trae citas del Antiguo Testamento, sobre todo de los libros de los Profetas, para demostar el cumplimiento de los vaticinios en la per­sona del Divino Redentor. A menudo confirma los hechos que refiere valién­dose de éstas o parecidas fórmulas: Todo lo cual se hizo en cumplimiento de..., De suerte que se cump lió..., tal oráculo de las Sagradas Escrituras. Empieza San Mateo su libro dando primero la genealogía temporal de Jesucristo, con la cual demuestra perfectamente que el Mesías desciende en verdad de David y de Abrahán, conforme habían anunciado los Profetas. Al revelamos el misterio de la concepción de Dios Hombre en el seno de María por obra del Espíritu Santo, tiene cuidado de recordar el oráculo en que Isaías anunciaba que el Mesías nacería de una Virgen (I, 22-23). Al referir la huida a Egipto no se olvida de decir que así se realizó para que se cumpliese lo que había escrito Oseas: «De Egipto llamé a mi Hijo» (II , 15). Cuando habla de la vuelta de la Sagrada Familia, que fué a vivir a Nazaret
  • 188. y no a Belén, declara que, con ello, tuvieron plena realización las profecías según las cuales el Ungido del Señor sería llamado «Nazareno» (II , 23). Más adelante manifiesta San Mateo que Isaías anunció al Precursor del Mesías llamándole «Voz del que clama en el desierto» (II I, 3); que de este mismo libro profético sacó Jesús la respuesta que dió a los discípulos de Juan el Bautista, cuando le preguntaron quién era Él (X I, 5); que si Jesús usaba de lenguaje parabólico, era para que se cumpliese otro oráculo del mismo Isaías (X I I I , 14); que el Salvador se manifestaba manso y humilde de corazón, porque era aquel misterioso «siervo» de quien Isaías había dicho «que no contendería con nadie, no quebraría la caña cascada, ni acabaría de apagar la mecha aun humeante» (X I I, 18-20). En la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén ve San Mateo el cum­plimiento de una profecía de Zacarías (X X I, 4-5); en las particulares cir­cunstancias de la Pasión: su prendimiento ea el huerto, la huida de los Apóstoles, la traición de Judas, las treinta monedas de plata, las últimas palabras del Salvador...; en todas y en cada una insiste en que se realizaron para que se cumplieran las Escrituras. Este cuidado de parangonar con las profecías los hechos que refiere, es el sello característico del primer Evangelio. También lo es la sencillez del relato, al par que su majestad y grandeza. A pesar de su lenguaje popular, denotan estas páginas altísima dignidad. Además, contribuye a darle sello propio el solícito cuidado que tiene San Mateo de transcribir los grandes y sublimes discursos de Nuestro Señor. Asimismo importa tener presente que no pretende San Mateo seguir el orden cronológico en la narración de los hechos, sino que agrupa los mila­gros, las parábolas, los sermones, según un orden lógico y sistemático, para que mejor domine la personalidad humana del Hijo de Dios entre los hom­bres. Claro está que en el conjunto conserva la cronología general, desde el nacimiento hasta la muerte del Salvador, pero en los pormenores no hay que buscar un orden riguroso que el autor no pretendió seguir. APOSTOLADO DE SAN MATEO EL velo de la oscuridad envuelve la labor apostólica de San Mateo. ¿A qué naciones llevó la luz del Evangelio? En realidad de verdad, nada de cierto se sabe. Abundan, sin embargo, recuerdos tradiciona­les; pero se escribieron algo tarde, y, por esto, aparecen incoherentes, están vestidos con el ropaje de leyendas y son a veces contradictorios. Si hemos de creer al historiador Sócrates, San Mateo habría evangelizado la Etiopía, pero una Etiopía que debía hallarse al sur del mar Caspio. Según San Am-
  • 189. lirosio, fué apóstol de Persia; según San Isidoro, lo fué de Macedonia; y Simón Metafrastes dice que predicó a los medos y partos. Es probable que Sun Mateo, ardiendo en santo celo como los demás Apóstoles, llevaría la luz de la fe a varias naciones, pero no es posible precisar con exactitud cuáles lucron las adoctrinadas por él. Clemente de Alejandría, después de describir su austero género de vida, iincgura que murió de muerte natural. Nicéforo, por el contrario, trae larga relación de su maravilloso martirio por el fuego, en Etiopía; mientras que ncgún el Breviario Romano, fué víctima de hacha homicida al pie del altar, cuundo celebraba los Sagrados Misterios. CULTO. — RELIQUIAS LA Iglesia latina y la griega honran al evangelista San Mateo con el título de mártir; la primera, a 21 de septiembre; la segunda, a 15 de noviembre. Sus reliquias, llevadas en 954 de Etiopía a Salemo (Italia), fueron tan cui­dadosamente ocultadas, que se perdió todo rastro de ellas durante 120 años. l‘or el testimonio de San Gregorio V II, que lo escribe a Alfano, obispo de dicha ciudad, sabemos que fueron nuevamente descubiertas en 1080, durante el pontificado del mencionado Papa, en un sepulcro secreto. Allí mismo, en Salemo, después de consagrar la iglesia dedicada a San Mateo, murió santamente este ilustre Pontífice, perseguido y desterrado de Kiima por el emperador Enrique IV de Alemania. Él fué quien pronunció estas célebres y significativas palabras: «Amé la justicia y aborrecí la ini­quidad; por esto muero en el destierro». El cuerpo de San Mateo sigue siendo reverenciado en Salerno con gran devoción. Su sagrado cráneo fué donado a la catedral de Heauvais (Fran­cia), de donde desapareció durante la funesta revolución de 1793. Felizmente Imbía sido cedida una parte a Chartres. y allí se conserva en el convento (U- la Visitación. SANTORAL Santos Mateo, apóstol y evangelista; Jonds, profeta; Alejandro, obispo y mártir; Castor, obispo de Apt, en la Provenza; Isacio, obispo de Chipre y mártir; Melecio, obispo de Chipre, confesor; Vicente de Besalú, presbítero y már­tir (honrado el 1.° de septiembre); Eusebio, mártir en Fenicia; Pánfilo, mártir en Roma. Beatos Mártires de Corea; Agustín Adorno, fundador de los Clérigos Regulares Menores. Santas Ifigenia o Efigenia y Maura, vírgenes.
  • 190. DI A 22 DE S E P T I EMB R E STO. TOMAS DE VILLANUEVA AGUSTINO Y ARZOBISPO DE VALENCIA (1488-1555) MIENTRAS un ex monje agustino, el apóstata Martín Lutero, es­candalizaba, despedazaba y pervertía a Alemania, otro monje agustino, Tomás de Villanueva, edificaba y santificaba a España. Nació este insigne Santo en la villa de Fuenllana, provincia de Ciudad Real, el año de 1488, y se crió en Villanueva de los Infantes, de donde tomó el apellido al entrar en la Orden de San Agustín. Su padre se llamó Alonso Tomás García, y era caballero principal de Villanueva; su madre doña Lucía Martínez de Castellanos, natural de Fuenllana, era de familia importante de aquella villa. Ambos esposos se señalaron por su ca­ridad con los pobres, los cuales los llamaban los santos limosneros. Repar- / líales don Alonso las rentas de un molino, y a los labradores les prestaba Irigo para la siembra y luego se lo perdonaba. Doña Lucía era virtuosísima y muy devota señora. Confesábase y comul­gaba cada semana. Debajo de sus sencillos vestidos llevaba áspero cilicio, ayunaba cada sábado y, a ciertas horas del día, retirábase a un oratorio con sus sobrinas y criadas para darse a la oración. Trabajaba para los meneste­rosos; a menudo tomaba para sí la labor de pobres obreras, hacíala ella misma
  • 191. y se la devolvía junto con el salario. Con los pobres vergonzantes, presos y enfermos, tenía entrañas maternales, y tal misericordia y compasión, que el Señor la premió muchas veces con milagros. Había repartido cierto día a los pobres toda la harina que le habían traído del molino, cuando llegó otro mendigo; pero las criadas dijeron que ya se había dado toda la harina. «Volved al granero, hijas, por amor de Dios, y barredlo; que no permitirá el Señor que se vaya de mi casa este pobre sin limosna». Las criadas obedecieron y, admiradas al ver el granero lleno, empezaron a dar voces. «Pero, señora, ¿qué ha pasado? ¡Dejamos vacío el granero y lo hallamos lleno!» Diciendo esto prorrumpieron en alabanzas al Señor, que tan liberal se mostraba con los pobres. EL NIÑO LIMOSNERO Avista de tan maravillosos ejemplos de misericordia y piedad, y pre­venido con la gracia de Dios, creció también en el corazón de Tomás la cristiana virtud de la caridad para con los prójimos, y aun excedió mucho a sus padres en la misericordia con los menesterosos. Ya en su niñez mereció el nombre de Padre de los necesitados. Llevaba su almuerzo a la escuela, y se lo daba a los niños pobres. Muchas veces volvía a casa sin medias, ni zapatos, ni vestido, por habérselo dado a los que encontraba. Si llegaba algún mendigo después que se había repartido todo el pan, Tomás pedía a su madre que le diese la ración que a él le correspondía, como así lo hacía ella a menudo para probar la virtud de su hijo. Pero otras veces se lo negaba; entonces le pedía Tomás su ración de comida corno para co­merla con sus amiguitos, pero era para darla de limosna. Estando un día su madre fuera de casa, llegaron seis pobres. No hallando nada que darles, fuese el santo niño adonde estaba una gallina con seis pollos que criaba, y repartió los pollos entre los pobres, dando a cada uno el suyo. Vino su madre, y preguntándole cómo había hecho aquello, respon­dió sonriendo: —Señora, no me sufrían las entrañas que los pobres se fuesen como ha­bían venido. No hallando pan ni otra cosa que darles de limosna, les he dado un pollito a cada uno, y si viniera otro pobre, pensaba darle la gallina. Si en casa le regalaban algún dinerillo, iba a comprar huevos y los llevaba corriendo a los enfermos del hospital. En la época de la siega solían enviarle sus padres a llevar el almuerzo y comida a los segadores; y, sin que ellos lo echasen de ver, daba mucha parte a los pobres, que iban, como era costum­bre, a recoger las espigas; mas al llegar los segadores a comer, no lo echaban de menos, porque el Señor suplía milagrosamente la falta.
  • 192. Yá en tan tierna edad, ayunaba los días que manda la Iglesia y muchos más, y se disciplinaba con muchísimo rigor, aunque en secreto. Su madre, empero, lo sabía, por haber hallado un día las disciplinas junto a la cama, pero de ello se alegraba y daba gracias al Señor. Siendo de edad de quince años, enviáronle sus padres a la Universidad de Alcalá, fundada poco antes por el cardenal Cisneros. Tanto aprovechó en los estudios de Filosofía y Teología que, buscando el insigne Cardenal los mejores estudiantes para dar buen principio al colegio mayor de San Ilde­fonso, luego le nombró colegial. Vacando después la cátedra de Filosofía moral de la universidad de Salamanca, proveyóla el claustro en Tomás de Villanueva. Pero ya entonces empezó a meditar con atención aquellas palabras del divino Maestro: «Quien no renuncia a cuanto posee, no puede ser mi discí­pulo ». Con sus palabras y ejemplos trajo a muchos estudiantes a abrazar vida perfecta, y él mismo, deseoso de retirarse del mundo, pidió al Señor It- diese su divina luz para no errar en la elección de estado. RELIGIOSO AGUSTINO ESTANDO ocupado en los estudios, supo la muerte de su padre; y así, fuéle forzado volver a Villanueva para consolar a su madre, y dispo­ner del patrimonio. Viendo que había heredado una casa principal, rogó a su madre pusiese en ella camas y ropas, a fin de que sirviese de hospi­tal para pobres y peregrinos. Guardó cuanto necesitaba para el sustento de su madre, y todo lo demás lo repartió a los pobres. Entonces oyó más claramente la divina invitación: «Olvida tu pueblo y la casa de tu padre». A los veintiocho años, entró en la Orden de los Ermi­taños de San Agustín de Salamanca, donde tomó el hábito a 21 de noviem­bre del año 1516, festividad de la Presentación de Nuestra Señora, a quien tuvo toda la vida ardiente y filial devoción. Acabado el año de noviciado, en el que dió ejemplo de todas las virtudes, hizo su'profesión en 1517. Pasados tres años, se ordenó de sacerdote; celebró la primera misa en la fiesta del Nacimiento de Cristo nuestro Señor. Su fervor fué tal que, en el (■loria y Prefacio, parecía arrobado en éxtasis. El misterio de aquella fes­tividad, el Nacimiento del Verbo, hecho carne por amor a los hombres, «■iiiimovíale vivamente, y en sus últimos años no pudo celebrar en público lus tres misas de Navidad por los éxtasis que en ellas tenía. A pesar de su inclinación a la vida retirada y escondida, los superiores no le permitieron ocultar los talentos que había recibido del cielo. Mandá­ronle enseñar Teología eu el convento de Salamanca, y él explicó el Maestro
  • 193. de las Sentencias, Pedro Lombardo, según la mente de Santo Tomás de Aqui-no, llevando a sus alumnos a un tiempo a la ciencia y a la piedad. Solía decir que el recogimiento del claustro no excluye el estudio de las letras, pero que la ciencia sin la devoción es una espada en manos de un niño, el cual sólo puede dañarse con ella, sin hacer ningún bien a los demás. Empezó también a predicar en la ciudad. Por su espíritu y su celo, le comparaban con San Pablo y con el profeta Elias. El fruto de sus sermone» era increíble. De tal manera trocó la ciudad, que los cristianos no aspiraban sino a la penitencia. Don Juan de Muñatones, agustino, y a la sazón obispo de Segorbe, decía «que a quien mirase entonces a la ciudad de Salamanca, no le parecería ciudad de seglares, sino un gran monasterio de religiosos». Oyóle predicar un día el emperador Carlos V, y agradóle tanto el primer sermón, que ya quiso oírlos todos, y si no podía ir en público, iba en secreto y mezclábase con la muchedumbre. Luego le hizo su predicador. El Santo aprovechó aquella influencia para lograr el indulto de algunos reos. Dos veces fué prior de Salamanca y de Burgos, y muchas del convento de Valladolid; fué asimismo provincial de Andalucía y de Castilla, habiendo sido antes visitador de ambas provincias cuando estaban juntas. Desempeñó estos cargos con tanta humildad, mansedumbre y celo por la observancia religiosa, que todos los frailes le amaban como a padre y le respetaban como a superior. Fué enemigo de toda novedad; contentábase con hacer observar las leyes de los mayores y las buenas costumbres de las provincias y resi­dencias. Visitaba por sí mismo todos los conventos de su provincia, y en ellos solía recomendar cuatro cosas principales: la celebración devota, atenta y digna del oficio divino y de la misa; limpieza y aseo de las iglesias y al­tares, y cuanto se refiere al culto divino, afirmando que ésta era la puerta por donde entran las felicidades a los monasterios; la lectura y meditación de la Escritura sagrada, como propia para ahuyentar de los religiosos todos los disgustos, inquietudes y tentaciones; la unión y caridad fraterna verda­dera y no fingida, y el amor al trabajo, pues la pereza y ociosidad acaban con todas las virtudes religiosas. ARZOBISPO DE VALENCIA EN medio de sus apostólicas tareas, levantábase Tomás día tras día a mayor perfección; a muchas personas del siglo logró traerlas a vida santísima, y en los conventos a él encomendados, florecieron las vir­tudes religiosas. Pero el Señor le destinaba a mayores trabajos. Quedó vacante el arzobispado de Granada el año de 1528, y el empera­dor Carlos eligió para ocupar esta silla a Tomás de Villanueva, a la sazón
  • 194. AL entrar Santo Tomás de Villanueva en Valencia para tomar posesión de la silla del arzobispado, hácelo muy modesta­mente y en noche de gran lluvia. Como desde mucho tiempo se padecía gran sequía, en sabiendo que había llegado a la ciudad, atribuyeron todos este favor al Santo. 1 5 . - v
  • 195. provincial de Castilla. Llamóle para que la aceptase; pero fué tal la resisten­cia que hizo el Santo, que desistió esta vez el emperador. Dieciséis años más tarde, vacó el arzobispado de Valencia. El emperador se hallaba entonces en Flandes. Nombró por arzobispo de Valencia a un religioso jerónimo, y mandó a su secretario que despachase la cédula. Pero al hacerla, puso en ella el secretario a fray Tomás de Villanueva. Llevósela al emperador para que la firmase. —«¿Qué habéis escrito? —le dijo Carlos V—. Yo no os dije a un agusti­no, sino a un jerónimo. —Ciertamente, Señor, a mí me pareció haber oído el nombre de fray Tomás; pero haré otra cédula, y pondré el que Vuestra Majestad mande. —No —repuso el emperador—; no deshagamos lo que Dios ha hecho. Aquel primer arzobispo lo nombré yo; éste le nombra Dios». Firmó luego la cédula para fray Tomás (5 de agosto de 1544) y la des­pachó a Valladolid, donde estaba de prior el Santo. Entristecióse fray Tomás con esta noticia, y excusóse con tal resistencia, que ni bastaron los ruegos de los grandes señores, ni las razones del príncipe don Felipe; pero no tuvo más remedio que ceder, cuando el provincial se lo mandó en virtud de santa obediencia. El papa Paulo I I I confirmó la elección a 10 de octubre, y un mes después le envió el palio. El Santo dejó su celda con muchas lágrimas, se hizo consagrar, y partió a pie para Valencia, sin más acompa­ñamiento que el de un religioso y dos criados. El reino de Valencia padecía aquel año grande falta de agua. Fué cosa de maravillar que, al entrar el santo arzobispo por el distrito de su dióce­sis, luego empezó a llover con abundancia, como presagiando las muchas y grandes mercedes que el cielo reservaba a aquellas tierras. VIRTUDES DEL SANTO LLOVÍA a cántaros cuando llegó el Santo a la puerta del convento de Valencia con su compañero. El Hermano portero los vió llegar, y al preguntarles de dónde y a qué venían, fray Tomás sólo le dijo que pe­dían hospitalidad para un par de días. Pero el prior, que esperaba la llegada del arzobispo, empezó a sospechar si sería uno de aquellos dos padres. Con todo, al verlos tan sencillos, sin cartas de obediencia, sin acompañamiento ninguno, le daba qué pensar. Recibiólos, no obstante, al verlos tan modestos y compuestos, pero les pidió dispensa si no podía servirlos como merecían, por ser el convento muy pobre. —No se moleste, padre prior —le dijo fray Tomás—; este padre y vues­tro servidor nos contentaremos con una celdilla mientras duren las lluvias;
  • 196. por lo que al sustento se refiere, ya nos arreglaremos; pronto vendrá el criado encargado de los gastos del viaje. Al fin, el prior tuvo atrevimiento para preguntarle: —Os suplico, padre, por amor de Dios, que me saquéis de duda. ¿No « o ís por ventura el señor arzobispo? —Sí, lo soy —respondió Tomás, no pudiendo ya ocultar la verdad—; aunque muy incapaz e indigno. El prior se arrodilló ante él, admirado, y le besó la mano. Hizo su entrada en Valencia a 1.° de enero de 1545, vestido con el pobre hábito de monje. Todos admiraban su recogimiento y devoción. Los canó­nigos, viéndole tan pobre, le enviaron cuatro mil escudos para que amue­blase su casa, pero él los mandó al hospital para alivio de los enfermos. Parte del clero de aquella diócesis llevaba por entonces vida menos ejem­plar, por haberse administrado mucho tiempo por vicarios y visitadores, sin asistencia del propio pastor. Y no es pequeña prueba de la vitalidad divina de la Iglesia el haber atravesado los siglos con continuada prosperi­dad, a pesar de la flaqueza de los hombres. El Santo emprendió la reforma de su arzobispado con leyes santísimas y prudentísimas, y, sobre todo, con el ejemplo de su vida pobre y muy austera. No dejó con la dignidad de arzobispo las virtudes de religioso. Sólo man­jares ordinarios se ponían en su mesa. A más de los ayunos de regla que siguió observando rigurosamente, en el Adviento, Cuaresma y vigilias de las fiestas solía ayunar a pan y agua. Traía los mismos hábitos que en su convento y, siempre que podía ser, los remendaba él mismo. Si le rogaban que se vistiese más conforme a su dignidad, respondía que tenía hecho voto de pobreza. Una vez, con todo, dió gusto a los canónigos poniéndose bo­netillo de seda; pero luego decía con mucha gracia señalando el bonetillo: «Veis aquí mi arzobispado; porque no les parece a los señores canónigos que soy arzobispo, si no traigo bonetillo de seda. No consiste la autoridad de un prelado en lo precioso de las ropas, sino en el celo de las almas que Dios le ha encomendado». Su palacio era la mansión de la pobreza; jamás sufrió ni tapicería ni sobremesas. Dormía ordinariamente sobre un haz de sarmientos, con una piedra por cabecera. Esa fué la principal industria del santo arzobispo para reformar al clero: el ejemplo de su santa vida. Su primer acto oficial, al tomar posesión, fué anunciar la visita de la diócesis con una pastoral en la que exhortaba a todos a la perfecta conver­sión. Dos meses después de esta visita convocó sínodo provincial, para re­cordar a los sacerdotes las leyes eclesiásticas. Muchos se enmendaron, y con su ejemplo, benignidad y prudencia traía cada día alguno a vida fervoro­sa y santa.
  • 197. Hízose muy amigo de un canónigo que algo daba que hablar, y poco a poco le fué trayendo a ser ejemplo de la ciudad. Sabiendo que otro sacer­dote no se enmendaba, le llamó un día a su oratorio, y estando con él a solas, le dijo: «Hermano, yo tengo la culpa de vuestra obstinación, mis pe­cados son causa de que menospreciéis mis amonestaciones; y pues tengo yo la culpa, yo pagaré la pena». Dicho esto, se arrodilló delante de un cruci­fijo y, desnudando sus espaldas, empezó a herirlas reciamente. El clérigo, confuso y corrido, se echó a sus pies, y con lágrimas y sollozos prometió enmendar su vida, como así lo hizo. Un libro entero sería menester para referir ejemplos semejantes. Y, ¿qué diremos de su misericordia y caridad? El arzobispo de Valencia tenía de renta dieciocho mil ducados. El Santo pagaba tres mil ducados de pensión a su predecesor don Jorge de Austria, que había renunciado a la silla de Va­lencia para ser obispo de Lieja; daba dos mil para escuelas de los hijos de moros; diez mil para alivio de los pobres y enfermos, y lo demás, gastaba en el sustento de su casa. Quinientos pobres acudían cada día a palacio, y cada uno de ellos recibía una ración de carne con pan, vino y algún dinero. A menudo acompañaba esta caridad con milagros. Vió un pobre tullido entre los que acudían a pedir limosna a su puerta, y reparó que le miraba con mucha atención. Hízole llamar, y le preguntó: —He reparado, hermano, que me mirabas con atención. ¿Por qué lo hacías? ¿Acaso no te basta la limosna que te dan? —Señor —respondió el pobre— , para mí, harto me dan; pero tengo mujer y dos hijos, y, repartido con ellos, padecemos grande necesidad. —¿No sabes algún oficio para ayudar a tu familia con lo que te doy? —Sastre soy. señor, y si yo tuviera salud, con ella sustentara mi casa. —Pues, ¿qué quieres —le dijo el Santo— : salud o limosna? —¡Oh. si yo tuviera salud!... —repuso el pobre. —En el nombre de Jesucristo Nazareno crucificado —le dijo Tomás—. deja esas muletas, y vete con salud a trabajar en tu casa. Al punto sanó el tullido, y fué a vivir de su oficio. ÉXTASIS. — SU MUERTE A menudo premiaba el Señor con gracias extraordinarias todas estas obras hechas con tan viva fe y ardiente caridad. En la oración, rezo del breviario y aun en los sermones, tenía frecuentes éxtasis. Nunca temió tanto no salvarse como desde que fué arzobispo, y por eso quería renunciar a aquel cargo para vivir a solas con Dios retirado en su celdilla de fraile. Pero, ni el papa Julio II, ni el Emperador atendieron sus
  • 198. ruegos. Entonces acudió al Señor. Muchas noches pasó el Santo ante un Crucifijo, llorando y orando para que le librase Dios de carga tan pesada. I nu noche, en acabando de rezar el Miserere deshecho en llanto, le habló el Santo Cristo, y le dijo: «Ten buen ánimo, que el día del Nacimiento de mi Madre vendrás a mí y descansarás». Enfermó el día 29 de agosto de una grave calentura que fué subiendo día tras día. Fué a verle el obispo de Segovia, y le dijo que los médicos tenían ya poca esperanza de su curación. El Santo se puso de rodillas y exclamó: «Heme llenado de gozo con lo que acaba de serme dicho: Iremos u casa del Señor». Luego añadió moderando un tanto su alegría: «Señor, si todavía me necesita tu pueblo, no rehusó el trabajo; de lo contrario, ansio morir para llegarme a Ti». Recibió el Viático en presencia del clero, a quien recomendó guardar los mandamientos del Señor, llevar vida conforme con la santidad del ministerio sacerdotal y estar inviolablemente unidos con la Santa Sede romana, asegu­rándoles que, si Dios se apiadaba de él, como así lo esperaba, rogaría en el cielo para que en ningún tiempo desfalleciera la fe en la Iglesia de Valencia. Mandó que todos cuantos bienes le quedaban los repartiesen a los nece­sitados, y que a un pobre carcelero le diesen la cama en que yacía mori­bundo, porque dispuesto estaba a morir en el duro suelo. El carcelero aceptó la cama, y entonces el Santo le pidió que por amor de Dios se la prestase para morir en ella. También pidió que se pusiese un altar en su sala y se dijese misa. En la comunión del sacerdote empezó a decir el cántico Nutic dimittis, y añadiendo las palabras «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu», lo entregó a su Criador el día 8 de septiembre, Natividad de la Virgen María. Enterráronle en el convento de los Agustinos, y el Señor ilus­tró su sepulcro con innumerables milagros. Alejandro V II le puso en el catálogo de los Santos a I.° de noviembre de 1658. La Iglesia celebra su fiesta el día 22 de septiembre, pero la Orden ugustiniana suele celebrarla a 18 de septiembre. SANTORAL Santos Tomás de Villanueva, obispo y confesor; Mauricio y compañeros de ¡a l e ­gión Tebea, mártires; Emerano y Séptimo, obispos y mártires; Santino, discípulo de San Dionisio Areopagita, primer obispo de Meaux Lautón, obispo de Constanza Florencio, presbítero, Abadir y compañeros, marti­rizados en Antinoa; Jonás — compañero de San Dionisio Areopagita— , pres­bítero y mártir; Silvano, confesor. Beato Femando de Jesús, dominico. Santas Drosis, Digna y Emérita, vírgenes y mártires; Iraida, hermana de San Abadir, mártir; Salaberga, abadesa, Guntilda, virgen.
  • 199. Bestias fieras, sierpes venenosas y voraces elementos respetan a la Santa DIA 23 DE S E P T I EMB R E S A N T A T E C L A VIRGEN Y MARTIR (siglo I) MU Y celebrado fué en la antigüedad cristiana el nombre de esta insigne virgen. Por doquier la ensalzaban con alborozo y la hon­raban con pública veneración. Cuando querían ponderar las extra­ordinarias virtudes de una doncella cristiana, decían de ella que era otra Santa Tecla. Así llama San Jerónimo a Santa Melania y San Gre­gorio Niseno a su hermana Santa Macrina. A pesar de su fama tan universal, poco es lo que se sabe a ciencia cierta sobre la vida y martirio de Santa Tecla. Vivió en Iconio; la convirtió San Pablo; consagró al Señor su virginidad; padeció por la fe y la castidad; fué a Seleucia, donde murió en paz. Esas afirmaciones constituyen la trama histórica de las biografías y numerosos panegíricos escritos en honra de esta virgen mártir. No existen Actas auténticas de su martirio. En los escritos <le algunos santos Padres y Doctores de los primeros siglos, se anotan con precisión las principales circunstancias de su vida, pero fácilmente se echa »lc ver que las bebieron en un libro apócrifo intitulado Actas de San Pablo, cuya parte tercera trata particularmente de Santa Tecla, de su conversión, relaciones con el Apóstol y martirio.
  • 200. ACTAS DE PABLO Y TECLA. — LA VIRGEN DE ICONIO A esta tercera parte suele llamársele comúnmente Actas de Pablo y Tecla. Es muy antigua y fué sin duda compuesta por un sacerdote del siglo I I en Asia Menor, quizá en Antioquía de Pisidia. Se con­servó más o menos íntegra o exacta en los manuscritos siríacos, coptos y griegos, algunos de ellos anteriores al siglo V III. y contiene indicaciones, relatos e informes que cuadran con las costumbres de la época y con la Historia y la Geografía de aquellos lugares. Pero también hay en ella no pocos hechos inverosímiles y errores teológicos e históricos. Las Actas de P a b lo y Tecla no contienen, ni mucho menos, una historia íntegramente auténtica de la vida de nuestra Santa: no todos sus pormenores merecen crédito; pero sería exagerado negarles valor por el mero hecho de ser apó­crifos, y más algunos relatos que han sido ya comprobados por la crítica. Por lo que a la autenticidad de estas Actas se refiere, nunca las admi­tieron los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, a pesar de los elogio* que de ellas hicieron y de las muchas citas que de ellas tomaron. Asi, a fines del siglo I I decía Tertuliano: «Téngase por cosa cierta, que quien escribió las Actas de esta Santa —Tecla— fué un presbítero natural de Asia; las presentó como habiendo sido escritas por el apóstol San Pablo, pero convencido de falsario, acabó declarando que las había inventado por amor al santo Apóstol. Fué amones­tado y castigado por tal vileza.» Pasados algunos siglos, el historiador Eusebio, San Jerónimo y el autor del decreto gelasiano, dieron las Actas de Pab lo y Tecla y las Actas de San Pablo por libros apócrifos, pero no heréticos. Con todo, ya a fines del siglo IV, empezaron los herejes a echar mano de ese escrito y, para ponerlo a tono e°n sus doctrinas, lo arreglaron a su modo introduciendo en él algunas interpola­ciones y modificaciones. Desde entonces dió la Iglesia a los fieles la voz de alerta contra estos fraudulentos escritos, y las Actas de Pablo y Tecla no go­zaron ya del mismo crédito entre panegiristas o biógrafos de la santa mártir. En opinión general, fué oriunda de la ciudad de Iconio (hoy en día Kaniah), la cual se halla al noroeste del monte Tauro, en las altiplani­cies de Asia Menor y en la provincia de Licaonia. Hacía poco que era colonia romana cuando nació la niña, que fué por el año 30 del Señor. Su familia era de las más ricas de la ciudad, y aun dice San Metodio de Olimpo, que los padres de Tecla hicieron estudiar a su hija las Letras y la Filosofía. Concertaron luego de casarla, a juzgar por lo que dicen las Actas, con un mancebo llamado Tamiro, el cual pertenecía también a una familia muy principal de la ciudad de Iconio. Pronto, empero, iba a dar el Señor a bl
  • 201. ■ Hitísima doncella un esposo más digno de su amor y de su virginal corazón. I’or el año 45, Pablo y Bernabé pasaron a Antioquía de Pisidia, centro «le muchísimos barrios judíos. Predicaron ailí con grandísimo fruto. No obstante, fueron expulsados de aquel territorio apretados por algunos judíos ilr duro corazón. Volvieron atrás y se detuvieron en Iconio. Aquí perma­necieron muchos días y lograron convertir a un sinnúmero de griegos y ludios. El Señor obraba grandes milagros y prodigios por mano de los dos iipostóles, dando con ello testimonio de la verdad de la doctrina que predi­caban. En dos bandos se dividieron los de Iconio; unos eran partidarios de tos apóstoles y los defendían; pero los demás les eran hostiles, azuzados por los judíos, enemigos de San Pablo. Estos últimos lograron soliviantar al populacho contra los ministros del Evangelio. Para evitar el ser maltra­tólos y apedreados, Pablo y Bernabé se refugiaron en las ciudades de Listra y l)erbe, donde tuvieron muchísimos discípulos. Más de una vez volvió a pasar San Pablo por los caminos de Iconio y l.icaonia. La conversión de Santa Tecla y su larga conversación con San l’ablo se relacionan quiza con la primera permanencia del santo apóstol en Iconio, cuando dió la primera misión en dicha ciudad. Las Actas de Pablo V Tecla refieren que Pablo y Bernabé se hospedaron en casa de un varón virtuoso llamado Onesíforo. Empezaron luego a predicar la doctrina de Jesús en aquella casa y en la sinagoga, haciendo hincapié sobre todo en la excelencia y belleza de la castidad cristiana. Ecos de esta nueva filosofía religiosa llegaron a oídos de Tecla: su alma quedó desde luego maravillada y casi ya conquistada. Pero no podía llegarse hasta San Pablo por la estrecha vigilancia que sobre ella ejercía su madre pagana. Tecla se asomaba largas horas a la ventana de su casa, que estaba cerca de la de Onesíforo, para oír al santo apóstol y beber así en su pura fuente aquellas enseñanzas que tan bellas le parecían. Esta extraña con­ducta de la joven empezó a inquietar a sus padres. Pero fueron vanos sus esfuerzos para detenerla en el camino de la perfecta conversión. VISITA HEROICA Y BENÉFICA I hemos de dar crédito a las Actas de Tecla y al testimonio de San Juan Crisóstomo, San Pablo fué encarcelado en Iconio. Acusáronle de levantar turbulencias en la ciudad, de embaucar y encantar a las mujeres y de corromper a los jóvenes con sus nuevas y nunca oídas ense-iianzas. Los padres, y aun el mismo prometido de Tecla tenían mucha parte en aquellas calumniosas imputaciones. No se acobardó la casta esposa de Cristo con el encarcelamiento de San
  • 202. Pablo, antes cobró nuevo valor al tener de ello noticia. Queriendo a toda costa ver al ilustre preso para oír de sus labios la verdad divina, ofreció al carcelero sus preciosos pendientes y su espejo de plata, y con esto logró licencia para entrar en la cárcel y hablar con San Pablo. «Sacrificaba gustosa el oro y adornos que llevaba —dice San Juan Crisóstomo— , mostrándose de esta suerte más celosa de embellecer su alma con las invisibles gracias de la fe, que su cuerpo con el brillo de fulgente pedrería». Sin demora instruyó el Apóstol a esta alma ávida de luz, y la fortaleció en su naciente fe y en su determinación de guardar castidad perpetua. Al paso que hablaba Pedro —afirma San Gregorio Niseno— , Tecla «sentía apa­garse en ella la fogosidad de la juventud, los hechizos de la hermosura se le hacían indiferentes, y se iba desvaneciendo el atractivo de los sentidos: la palabra divina vivió ya en su alma, y en breve reinó en ella como sobe­rana, al dar de mano a todo lo demás». TRIUNFA DE LAS LLAMAS AQUELLA castísima doncella era ya perfecta cristiana, y estaba muy determinada a guardar virginidad por amor a Jesucristo, Salvador suyo. Con esta noticia inesperada que desbarataba todos sus pla­nes, la madre y el novio de Tecla se afligieron e irritaron sobre manera. J Solicitaciones, caricias, amenazas, rabia y furor, todo fracasó ante la inque-J brantable determinación de la neófita. Apelaron entonces a los magistrados con ánimo de asustarla y traerla más fácilmente a que se sometiese a la ' voluntad de sus padres. Acusáronla de ser cristiana e infiel al esposo con : quien estaba concertada de casarse. Mandóle el juez que renunciase a Jesu­cristo y aceptase la mano de su prometido; pero ella respondió que era cristiana y quería permanecer virgen. Todos los medios de que echaron mano para vencer su constancia, que sin duda fueron muchos, resultaron vanos. ' Finalmente, impulsado quizá por el clamoreo del populacho, el juez condenó- § la a ser quemada viva. Encendióse una hoguera en la plaza o en el anfiteatro. La santa doncella se armó con la señal de la cruz, y entró en ella de grado y con grande alegría y modestia, suplicando al mismo tiempo al Señor que se dignase recibir su alma: moría por su fe y por guardar su virginidad. Al ver los presentes que las llamas cercaban por doquier el cuerpo de Tecla, juzgaron que muy presto quedaría reducido a cenizas. Pero nada de eso ocurrió. El fuego respetó la carne virginal de la Santa: «¡Milagro de la virginidad!» —exclama San Gre­gorio Nacianceno. Levantóse de repente recia tempestad, y cayó del cielo tal copia de agua, que el fuego se apagó y la gente que allí había huyó
  • 203. SANTA Tecla oye desde su casa las enseñanzas de San Pablo en casa de Onesíforo. Las palabras de vida del Apóstol, y el espí­ritu divino y fervoroso con que las dice, trocan de tal manera el corazón de la doncella, que determina hacerse cristiana y consagrar al Señor su virginidad.
  • 204. despavorida. Con esto quedó Tecla milagrosamente libre, y fué recogida por una familia cristiana. Estando de camino de Iconio a Dafne, se encontró con San Pablo, el cual había sido echado de la ciudad con algunos discípulos, y se había refu­giado en un mausoleo de los alrededores. Suplicó al Apóstol que la dejase acompañarle en sus viajes y misiones, para ayudarle a ganar almas a Jesu­cristo. Pablo convino en que Tecla le acompañase hasta que le fuera dado re­sidir en alguna de las nacientes cristiandades; allí viviría al abrigo de las per­secuciones de su familia y seria como un apóstol en medio de los neófitos. CONDENADA A LAS FIERAS HALLÁNDOSE en Antioquía, la virgen cristiana fué blanco de inso­lentes y violentos asaltos por parte de un hombre principal que gozaba de mucho crédito cerca del gobernador romano. Insultóla un día en medio de la calle; pero Tecla, armándose de valor, rasgó la túnica de su agresor, le arrebató la corona que llevaba por ser ordenador de los festejos religiosos, y le dejó corrido y avergonzado delante de cuantos pre­senciaban aquella escena. Furioso de verse de aquella manera burlado y humillado, denunció a la casta doncella, acusándola ante los magistrados de ser cristiana y sacrilega. Condenáronla a ser echada a las fieras. Las amigas de la Santa y muchas otras mujeres, que tenían noticia de su inocente vida, protestaron con energía contra aquella inicua sentencia. Entretanto llegaba el día señalado para el tormento, la virgen cristiana se hospedó en casa de una princesa de sangre real, la cual se había retirado a Antioquía por haberse muerto su marido y su hija Falconila. Llamábase Trifena, y había logrado del gobernador licencia para acoger a la santa mártir, con lo que puso a salvo la virtud de Tecla. El día señalado la condujo con muchas lágrimas al anfiteatro. Allí des­nudaron a la Santa y la ataron a un poste al que estaba clavado un cartel con esta sola palabra: Sacrilega.. No obstante las voces de indignación de muchísimas mujeres presentes, soltaron contra ella una leona furiosa. Mas no se atrevió la fiera a tocarla, antes, olvidando su natural feroz, vino a lamer blanda y mansamente sus pies. Echáronla entonces un león y un oso. Pero la leona, postrada a los pies de Tecla, se volvió contra aquellos dos nuevos enemigos, en ademán de defender a la Santa; y riñó con cada uno de ellos mientras la virgen mártir oraba con fervor. En su famoso libro de las vírgenes, San Ambrosio pinta con palabras conmovedoras este triunfo de la castidad cristiana que obligó a las bestias sanguinarias al respeto y a la piedad. «Veíase —dice— al animal, lamer los
  • 205. pies de la santa doncella, postrarse ante ella, como para dar a entender <|ue no podía tocar el cuerpo de la virgen. Adoraba la bestia a su presa y, olvidada de su propia naturaleza, se había vestido de la naturaleza de que los hombres se habían desnudado. Con mudanza extraña vierais a los hom­bres crueles mandar a la bestia que lo fuese, y la fiera, besando los pies de la virgen, enseñar a los hombres lo que habían de hacer... Adorando a la inúrtir, dieron a entender cuánto significan la religión y la castidad». «SIERVA SOY DEL SEÑOR» DICEN las Actas que Tecla tuvo que padecer otro género de tormen­tos. Echáronla en una hoya que previamente llenaron de víboras, serpientes venenosas y otras alimañas nocivas. Pero de este tercer tormento quedó también libre milagrosamente. Atáronla después a dos toros ferocísimos para que, al echar a correr en opuestas direcciones, la despe­dazasen. Las ataduras se rompieron de por sí, sin causarle lesión alguna. Tantos y tan extraordinarios prodigios dieron al fin qué pensar al gober­nador. Llamó a Tecla y le dijo: «¿Quién eres? ¿Qué ven en ti las fieras que ni a tocarte se atreven?» Ella respondió: «Sierva soy del Señor, soberano del universo. Sólo tengo conmigo la fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Sal­vador del mundo». El procónsul dió por libre a la santa mártir, y ella volvió u casa de Trifcna, que era ya cristiana con toda su familia. Grande era el contento de los cristianos de Antioquía por tener entre ellos aquella valerosa mártir; pero Tecla sólo tenía un deseo, el de volver a ver ii San Pablo. Con este propósito,, pasó a la ciudad de Mira, acompañada de algunos discípulos. Llena de gozo refirió al santo Apóstol las gracias con que el Señor le favoreció en medio de los tormentos que le prepararon en Antioquía. Finalmente se despidió de él con muchas lágrimas, habiendo recibido su bendición y sus postreras recomendaciones. MUERTE DE LA SANTA VOLVIÓ Tecla a Iconio con ánimo de predicar el Evangelio a sus deudos y amigos. Tamiro, su prometido, hacía tiempo había muerto. Teoclia, su madre, vivía todavía. La Santa echó mano de todos los medios para traerla a la fe cristiana; pero viendo que de ninguna manera lograba convertir a sus deudos, dejó la casa paterna y su patria, y pasó a Dafne y de allí a Seleucia de Isauria, sita al sur del Tauro, junto al mar. Muy cerca de Seleucia edificó un eremitorio, donde vivió muchos años con
  • 206. admirable ejemplo de santidad, alumbrando con el resplandor de sus virtudes a cuantos venían a ella para oír de sus labios la doctrina evangélica. Murió en paz, cargada de años y merecimientos; y, si bien no dió su vida de manera sangrienta por la fe, con todo, mereció la corona y dictado de mártir por los atroces tormentos que tuvo que padecer por Cristo. En la vida de Santa Tecla, como sucede con aquellas que el pueblo toma por su cuenta y devoción, introdujo la fantasía ciertos datos o historias se­cundarias de carácter legendario que, aun siendo muy bellas de por sí y hasta quizá edificantes, no interesan al enfoque histórico crítico, y deben descartarse en lo posible. El episodio de la persecución levantada por los médicos de Seleucia contra Tecla, porque la Santa curaba a los enfermos sin exigirles honorarios; aquel otro de la roca que se abrió milagrosamente para proteger a la casta doncella contra algunos malvados que pretendían deshonrarla, y para servir de sepul­cro a su cuerpo virgen, y finalmente el viaje de Santa Tecla a Roma, no estriban en fundamento histórico ninguno. Son episodios añadidos al texto primitivo de las Actas de Pab lo y Tecla, sin duda a fines del siglo V. SEPULCRO Y RELIQUIAS SANTA Tecla murió en Seleucia. Allí veneran su sepulcro los fieles de la ciudad y de sus alrededores y también forasteros. A los pies de aquellas sagradas reliquias fué San Gregorio Nacianceno a buscar refu­gio contra los honores del episcopado que le perseguían. La virgen española Eteria, que por los años de 395 fué en romería a los Lugares Santos y que dejó escrito el relato de su larga peregrinación, dice que visitó el sepulcro o martirium de Santa Tecla en Seleucia. Basilio, obispo de esta ciudad en el siglo V, afirma que Tecla es preclarísima gloria de Seleucia, donde se guarda su sagrado cuerpo. Muchos y grandes milagros obraba el Señor por ella en su sepulcro, y de muchas partes concurrían los pueblos, porque la Santa oía siempre las peticiones que le hacían. En las Actas del V II Concilio ecu­ménico se habla de aquellas famosas peregrinaciones. Jaime II, rey de Aragón (1291-1327), pidió una parte de las reliquias de Santa Tecla al rey de Armenia, de quien dependía en el siglo X IV la ciudad de Seleucia de Tauro. Diéronle un hueso del brazo de la insigne mártir. Esta preciosa reliquia fué trasladada a Barcelona por los años de 1320, y más adelante depositada en la iglesia metropolitana de Tarragona, dedicada a la Santa. Hay reliquias de esta virgen y mártir en algunas iglesias de Francia, Italia y Alemania, y en las catedrales de Riez, Char-tres y Milán.
  • 207. VENERACIÓN UNIVERSAL A SANTA TECLA A antes del siglo IV se edificó una iglesia sobre el sepulcro de la Santa. Más tarde, el emperador Zenón (474-491) levantó en Seleucia un suntuoso templo en honor de la mártir, cuyo patrocinio le ayudó a vencer al usurpador Basilisco y a reconquistar el imperio. El culto de Santa Tecla se extendió por el Asia Menor, Egipto y Alta Italia; en Cons-lantinopla, Nicea, Milán, etc., le dedicaron iglesias. Había en Roma, en el Itorgo Santo Spírito, un monasterio y capilla llamados de Santa Tecla, los cuales fueron enriquecidos con muchísimos privilegios por los papas Juan X IX y Benedicto IX. La festividad de esta virgen «protomártir», émula de San Esteban, se celebra por doquier desde la más remota antigüedad, observa el cardenal Itaronio. Los más antiguos Padres de la Iglesia se hacen lenguas hablando de Santa Tecla. San Epifanio la pone después de la Virgen María; San Juan Crisóstomo hace hincapié en haber dado la Santa sus alhajas para poder hablar con San Pablo; San Ambrosio le tuvo especialísima devoción: habló de ella con admiración y conmovedora ternura; no cesó de proponerla como dechado de vírgenes cristianas y, en Milán, le edificó una iglesia. En su famoso libro intitulado E l Banquete, San Metodio ( f 311), obispo de Olim­po, pone en labios de Tecla un admirable elogio de la castidad. , La Iglesia griega, a lo menos desde el siglo V II, celebra su fiesta el día 24 de septiembre. También en Milán la celebran ese día. El Martirologio Romano la señala para el 23 de septiembre, y hace el elogio de «Santa Tecla, virgen convertida a la fe por el apóstol San Pablo». En la colecta que encomienda a la divina clemencia las almas de los agonizantes, la Iglesia dice: «Suplicárnoste, Señor, que libraste a la bienaventurada Tecla, virgen y mártir, de tres atroces tormentos —hoguera, fieras, agua—, te dignes librar á esta alma y concederle la gracia de gozar en tu compañía de los bienes celestiales». SANTORAL Santos Lino, papa y mártir; Liberio, p a p a ; Paterno, obispo de Constanza y már­tir; Proyecto, obispo y confesor; Adamnán, abad irlandés; Antonio y Pe­dro, hermanos, Juan, su padre, y Andrés, mártires en Siracusa; Socio, már­tir; Constancio, sacristán de la iglesia de Ancona, confesor. Santas Tecla, virgen y mártir; Jantipa y Polixena, hermanas; Albina y Tecla, vírgenes; Beata Elena de Oglioli, viuda.
  • 208. DIA 24 DE S E P T I EMB R E SAN G E R A R D O OBISPO Y MÁRTIR ( f 1046) ES San Gerardo uno de los muchos patronos de Hungría. Conocemos su vida por dos testimonio de muy distinto valor; es el primero de autor anónimo, casi contemporáneo del santo obispo y que, por lo tanto, pudo conocerle en su juventud, aunque sus escritos son poste­riores al año 1083, fecha del descubrimiento de las reliquias. Debemos el negundo, publicado en Venecia en 1597, a Arnoldo Wion, benedictino fia-meneo. Presenta éste muchos menos visos de verdad en los hechos relatados. Seguiremos, pues, como más segura, la primera fuente. Nació Gerardo en Venecia, probablemente por los años 970 ó 980. Una tradición no anterior al siglo XV, y de la cual se hace eco un documento local, lo da como verdadero descendiente de la familia Sagredo, aunque no prueba su aserto, por lo que su veracidad permanece velada por la incerti-dunibre. Mas de cualquier modo que sea, dejándonos de disquisiciones crono­lógicas, podemos afirmar que ya desde su más tierna infancia señalóse Gerar­do por su piedad angelical, lo que indujo a sus progenitores a llevarlo, eiiundo frisaba apenas en los cinco años, a los monjes benedictinos de la ulmdía de San Jorge el Mayor, en Venecia, con encargo de educarle e ins- 16. — V
  • 209. truirle en las ciencias divinas y humanas. Únicamente algún suceso maravi­lloso y para nosotros ignorado, seria la clave que nos permitiera explicar el hecho de su admisión, siendo tan niño, en Orden tan seria como la Benedic­tina, hecho que, por otra parte, no nos atrevemos a afirmar. De talento precoz, emprendió con ardor el estudio de las ciencias huma­nas, contentísimo de poder unir a sus ocupaciones el servicio del altar. De este modo hermanó perfectamente el cultivo de los piadosos sentimientos de su corazón con el de las ideas de su despejada inteligencia. Difícil es comprobar, como ya hemos dicho, el ingreso de Gerardo en la citada abadía benedictina y su profesión en la misma, sin que ello implique imposibilidad alguna. Lo que podemos dar como seguro es que Gerardo no fué nunca abad de su monasterio; y, si hubo un tal Gerardo de Sagredo« como abad de San Jorge el Mayor de Venecia, no debe confundirse coq nuestro biografiado, porque bien pudo ser su homónimo en nombre de pila o de religión. Cuéntase también que, siendo Gerardo todavía adolescente, y en vista de sus virtudes, unidas a la nobleza de su sangre, se le ofreció una silla cano­nical por el Cabildo de la basílica de San Marcos de Venecia; pero también en este punto carecemos én absoluto de pruebas. CON RUMBO A ORIENTE IMPELIDO por la gracia, resolvióse Gerardo a seguir el ejemplo de lo» muchos cristianos de Italia y de Francia que se encaminaban en peregri­nación a Tierra Santa, a principios del siglo XI. Reunió compañeros de camino y marchó a Jerusalén para venerar las huellas de Nuestro Divino Redentor. Sucedía esto probablemente hacia el año mil. Llegaron los peregrinos a Hungría, donde reinaba a la sazón el ilustre San Esteban, que había recibido el título de duque en 997 y que, tres años más tarde, había de ceñir la corona real. Cual celoso apóstol destruía Esteban los templos de los ídolos e implan­taba, al mismo tiempo que el lábaro santo de la fe católica, la verdadera civilización en medio de un pueblo yacente todavía en la barbarie. Buscaba desde hacía mucho tiempo, obreros apostólicos para desbordar la tierra que el Señor le confiara. Ansiaba también por su parte Gerardo saciar su ardiente sed de santidad en la contemplación e imitación de las heroicas virtudes del santo rey; éste a su vez no tardó en apreciar el valor del inmenso tesoro que el cielo acababa de enviarle, y logró persuadir a Gerardo a que permaneciese en su territo­rio y a que despachase con buenas razones a sus compañeros de romería.
  • 210. Preséntanos la Historia, con riquísima variedad de pormenores, la pere­grinación del siervo de Dios a Tierra Santa, su permanencia en el Monte Carmelo, la misión confiada a Gerardo por el patriarca de Jerusalén para los principes cristianos de Europa, su viaje a Roma, en donde el papa Bene­dicto VIH encargó a su vez al joven veneciano otra misión para el emperador de Alemania, San Enrique II; por lo cual no nos detendremos en referir episodios edificantes, pero desprovistos muchos de ellos de sólido fundamento; bastante amenidad se contiene en la narración histórica. No había, sin embargo, llegado la hora de emprender la evangelización metódica de Hungría: era necesario primeramente pacificarla. Esperando, pues, el momento propicio y atraído con vehemencia por el espíritu divino hacia la soledad, retiróse Gerardo a un lugar apartado, conocido con el nombre de Boel o Beel, en la diócesis de Veszprem, donde, cual otro Moisés, con los brazos de continuo tendidos al cielo, imploraba la conversión del pueblo húngaro. Unía a su fervorosa oración las más rigurosas penitencias: áspero cilicio ceñía en derredor de sus carnes y el duro suelo servíale de cama. Disciplinábase sin compasión como si fuera el peor de los malhecho­res. En este retiro y en tal género de vida, pasó siete años. Y , aunque embe­bida en tanto su alma en las dulzuras y estáticos coloquios celestiales, no dejaba de sentir las violentas acometidas del demonio y el aguijón de la carne. Dignóse Dios recompensar tan excelentes virtudes con notables prodigios. En las desérticas asperezas de Beel —dice un hagiógrafo— acercábanse al ermitaño los ciervos para servirle, como en otro tiempo servía el cuervo al profeta Elias, y obedecíanle las fieras como a Adán en el Paraíso. EL EPISCOPADO. — SU VIDA EN SOLEDAD. — DEVOCION A MARÍA HABIASE fortalecido el alma de Gerardo con nuevos acopios en los ejercicios de tan largo y fervoroso retiro y, templadas ya sus armas espirituales, se encontraba preparado para nuevos combates. Cedió, pues, a las instancias del rey Esteban, que le suplicó volviera a iluminar y a civilizar a su pueblo y se consagrara con todas sus fuerzas al ministerio de la evangelización. A pesar de su ferocidad, los idólatras húngaros, aman­sados en parte por la gran lealtad del Santo, experimentaron en poco tiempo los maravillosos efectos de su palabra. Para hacerla más eficaz, el celoso misionero imploraba sin cesar el socorro de la Virgen María, a quien honraba con culto especial imponiéndose en su honor las más rigurosas penitencias. A principios del siglo X I, para apresurar San Esteban la conversión de
  • 211. su reino, había dividido a Hungría en obispados por él mismo dotados, y su iniciativa fué ratificada y plenamente aprobada por el papa Silvestre II, En estas condiciones fué promovido Gerardo a la silla de Csanad, donde se consagró con sin igual ardor a la salvación de las almas cuyo cargo tenía. Viósele recorrer los campos del reino para anunciar la fe, y ponía Dios en sus labios tanta elocuencia y en sus palabras tanta suavidad, que convirtió a gran número de almas. El progreso de la fe se atestiguaba por la afluen­cia a las iglesias; y las poblaciones, poco antes idólatras y bárbaras, apren­dían a amar a Dios sobre todas las cosas y a los hombres como a hermanos, Csanad se enriqueció con una basílica suntuosa, dotada con inmensos bene­ficios por la largueza de San Esteban. No podía Gerardo olvidarse de Aquella a quien se había consagrado en sus más tiernos años. No contento con dedicar a María una capilla particular, estableció en la semana un día, el sábado, consagrado especialmente a hon­rarla; piadosa costumbre que después se extendió a muchas iglesias. En dicho día reuníase con todo el clero ante la imagen de María para cantar algún himno mañano. Por el celo de Gerardo, fué puesto todo el reino bajo la poderosa protección de la Madre de Dios. Era tal su respeto por Ella, que no pronunciaba su nombre sino de rodillas y besando el suelo. De tal modo sentía devoción a María que si algún pecador imploraba perdón en nombre de la Madre de Dios, derramaba Gerardo abundantes lágrimas y. como si fuese culpable él mismo, imploraba misericordia con extraordina­rio fervor. Brillaba de un modo especial en el corazón del devoto de María su admirable caridad. Ricos y pobres acudían a él; unos, en busca de consejos; otros, para implorar su caridad bienhechora. No apartaba de su vista el ejemplo del Hijo de Dios, que quiso, por amor nuestro, vivir pobre. Des­prendíase Gerardo de todos sus bienes para dárselos a los menesterosos. Pre­sentóse cierto día un leproso en el palacio del obispo; no sabiendo éste con qué socorrerle, pues todo lo había entregado, hizo descansar al pobre en su lecho. ¡Oh poder ingenioso de la caridad que siempre indaga y halla nuevas maneras de socorrer al prójimo! ¡Cuántas veces se le vió durante la noche salir del palacio y dirigirse a la cercana colina, cortar leña y acarrearla él mismo, tanto para ejercitar su humildad como para aliviar a sus criados! La intensidad de sus trabajos apostólicos le había ocasionado una gran debilidad; por lo que, no pudiendo andar, solía hacerse trasladar en un carretón. Aconteció un día que, el conductor, sea por descuido o por malicia, le dejó caer, y causóle con esta caída grandes dolores. Impulsado por un primer movimiento irreflexivo de impaciencia, ordenó a sus sirvientes que castigasen al culpable. Mas, ¡cuál no fué su dolor al ver que los criados, pro­pasándose, habían atado momentos después al desgraciado conductor a un
  • 212. TAN grande y tan admirable es la caridad de San Gerardo que, como en una ocasión se presentara a la puerta de su casa un pobre leproso pidiendo alguna ropa con que abrigarse y no pudiera darle ninguna porque ninguna le quedaba, llevóle a su misma cama para que no sufriera de frío.
  • 213. árbol y teníanle ya con los espaldas cubiertas de sangre! Ante el triste espectáculo, afligidísimo, arrojóse a sus pies, pidióle perdón con lágrimas en los ojos, besó sus heridas y le despidió después de haberle colmado de regalos. FIRMEZA DE GERARDO EN medio del progreso siempre creciente del catolicismo en Hungría, Dios llamó a Sí en el día de la Asunción del año 1038 al rey San Este­ban. Para substituirle, fué elegido un hijo de su hermana, llamado Pedro. Era éste de carácter afeminado, poco amante de la justicia y entrega­do por completo a sus pasiones, por lo cual fué pronto objeto del mayor desprecio para todo el pueblo. Su corazón, ya endurecido en el mal, no se dejó conmover por los paternales consejos de Gerardo. Después de tres años de escandaloso reinado, fué destronado por sus súbditos. Los húngaros pu­sieron entonces los ojos en Aba o Samuel, primo de San Esteban, y le pro­clamaron rey. Al principio los católicos pudieron con justo título fundar en él las mejo­res esperanzas; pero pronto también precipitóse éste con tanto ardor por la1 pendiente del vicio, que se llegó a echar de menos a su predecesor. Sospe­chando que algunos nobles se proponían reponer a Pedro en el trono, hízoles ahorcar en su presencia sin darles ningún medio de defensa. Tintas aun las manos en la sangre de sus víctimas, pidió a Gerardo, decano de los miembros del episcopado —y tal vez en ausencia del Arzobispo— , que le coronara el día de Pascua de 1042. El obispo de Csanad se negó con firmeza, mas no faltaron quienes tuvieron la triste osadía de ofrecerse a satisfacer tan culpa­ble deseo. Nada pudo Gerardo contra la violencia, pero al menos manifestó las protestas de su corazón indignado. En el día prefijado para la coronación, con el alma llena de indignación santa y olvidando por esta vez su habitual mansedumbre, subió al púlpito y, ante la multitud toda, dirigió al rey estas enérgicas palabras: «Príncipe, la Iglesia ha instituido el santo tiempo de cuaresma para que los pecadores hagan penitencia. No has pedido perdón a Dios de tus críme­nes; por ello te declaro ante su augusta presencia y ante el pueblo, indigno de ser llamado con el dulce nombre de hijo; tu cólera no me arredra y estoy dispuesto a morir ahora mismo, si es necesario, para vengar el honor de mi Dios; te predigo, sin embargo, que en el tercer año de tu reinado la espada que tan cruelmente has empleado contra tantos otros se volverá contra ti, y te verás obligado a abandonar ese cetro teñido aún en la sangre de tus in­justas crueldades.»
  • 214. Confuso y avergonzado, Aba disimuló su cólera y resolvió aplazar la hora de la venganza. Dios no le dió tiempo para ello, pues Pedro, su predecesor, creyó que había llegado el momento favorable para recobrar la corona y reunió las huestes de sus partidarios para presentar batalla a su enemigo. Salióle Aba al encuentro con un ejército formidable, pero la hora de la jus­ticia había sonado, y encontró la muerte durante la lucha. LOS ENEMIGOS DE LA FE. — EL MARTIRIO APROXIMÁBASE para Gerardo el momento de recibir la recompensa de todos sus trabajos apostólicos; pero, antes, quiso Dios que se unieran en su frente la corona de los confesores y la de los mártires. Pedro había sido repuesto en el trono de San Esteban. Su pueblo podía, con justo título, esperar de él una conversión sincera; pero quedó fallido en sus esperanzas. Hundido más y más en el abismo, el príncipe dió rienda suelta a sus injusticias y crueldades, a pesar de las advertencias de Gerardo. Al cabo de tres años de vergonzoso reinado, los húngaros resolvieron sacudir de nuevo el yugo intolerable que pesaba sobre ellos. Dos nobles jóvenes, Andrés y Leventa, desterrados desde la coronación de Pedro, esperaban un momento favorable para poder regresar a su patria. Rogáronles los señores de la corte que vinieran a compartir con ellos los honores del trono, pero con vergonzosas condiciones. «¿Prometéis —les dije­ron— emplear todas vuestras fuerzas para abolir la religión católica en el reino?» Prometiéronlo ambos pretendientes estimulados por el atractivo de la futura gloria y de los honores. Apoyábanse por otra parte en el falso principio de que el Estado puede acomodarse a todas las leyes. Llegados al término de sus deseos, apresuráronse a poner en práctica sus promesas ensa­yando desarraigar del corazón de sus súbditos los gérmenes de la fe católica que, gracias a los trabajos de Gerardo, habían producido frutos admirables. Parecía llegada la hora del triunfo para el mal y sus secuaces. Pronto el suelo de Hungría quedó convertido en campo de desolación. Los sacerdotes y religiosos fueron decapitados, profanadas las iglesias y, sobre esta tierra, fecunda hasta entonces en prodigios de santidad, se veía con tristeza resurgir nuevamente los templos de los ídolos. A pesar de las perse­cuciones de que eran promotores, ambos príncipes quisieron hacerse coronar, con inmenso dolor de todos los corazones católicos, en Buda, donde residía entonces la corte. Varios prelados, entre ellos Gerardo, salieron a su en« cuentro para saludarlos. Pasó Gerardo en oración la noche anterior a la entrevista en una iglesia dedicada a Santa Sabina. Allí, con la frente pegada en tierra y el corazón lleno de amargura, decía: «Señor, tened piedad de
  • 215. vuestros fieles y defended nuestra causa. —No temas —le respondió Nuestro Señor—; salta, al contrario, de júbilo, porque colocaré en tu frente la corona de los mártires». Animado por estas palabras revistióse Gerardo con los ornamentos sacer­dotales para celebrar los santos Misterios y dirigióse a los obispos que le acompañaban, para decirles: «Hoy mismo derramaréis vuestra sangre por la causa de Cristo; pero vos, Beneta —dijo a un obispo que así se llamaba—, no tendréis tal honor. Lo sé con certeza, pues esta noche he visto a Cristo distribuyendo a todos su cuerpo divino y el cáliz de su sangre: únicamente vos erais indigno de ser admitido a aquella mesa donde se encuentra la fuerza de los mártires». Preparáronse todos a la muerte y celebraron el Santo Sacrificio. Marcha­ron después hasta el Danubio para entrevistarse con sus nuevos caudillos. Llegaron a orillas del río cuando, de repente, vieron venir sobre ellos una caterva de paganos de aspecto feroz, cuyo jefe Vatha, había sido el primer apóstata de la verdadera fe. Al divisar a los pontífices del Señor, el apóstata Vatha se vió acometido de un acceso de violenta cólera. A su vista, excitáronse en su alma nuevos remordimientos, pero ordenó a sus huestes la muerte y exterminio de todos los obispos. Sólo Beneta logró escapar. La cólera de estas fieras humanas dirigióse particularmente contra Gerardo; sobre él arrojaron una lluvia de piedras lanzando a la vez aullidos y horribes blasfemias. Santiguóse el santo pastor de Csanad y, al momento, las piedras que cruzaban el aire, quedaron milagrosamente suspendidas en él. Pero este portentoso milagro no hizo más que excitar la rabia de los asesinos; arrojá­ronse sobre él como fieras, arrastráronle a la cima de las gigantescas rocas que dominan el Danubio, precipitáronle al abismo y contemplaron con si­niestra alegría el cuerpo magullado del mártir que, rebotando de roca en roca, iba cubriéndolas con su sangre. Otros soldados que le esperaban abajo, traspasaron con sus armas los sagrados despojos y los arrojaron por las grietas de las peñas. Durante siete años, las olas del río, que venían a romperse en la roca, no pudieron hacer desaparecer las manchas de sangre que permanecieron allí como para testimoniar el valor del obispo y la crueldad de sus verdugos. El relato según el cual los obispos salieron al encuentro de los príncipes apóstatas ha sido muy discutido por varios críticos, los cuales explican las circunstancias de la muerte de Gerardo, sin la belleza del ornato legendario. Según ellos, el obispo de Csanad, acompañado por algunos clérigos o monjes, habría buscado un refugio para esquivar el golpe de sus enemigos. Mientras intentaba llegar a Szekes-Fehervar, debió ser atacado cerca del Danubio, arrojado de su carruaje, apedreado y rematado con una lanzada en el pecho.
  • 216. l'.sla versión tiene en su favor la sobriedad del Martirologio romano, en donde nu se habla del despeñamiento. Asegúrase que, a ejemplo de San Esteban protomártir, también el mártir de Pan se arrodilló, diciendo en alta voz: «Señor, no Ies imputéis este peca­do, pues no saben lo que hacen». Y, habiendo así orado, cayó herido de una lanzada en el pecho y expiró. Quizá esta oración del momento de su muerte ha valido a Gerardo el título de protomártir de Panonia o Hungría, que figura en el Martirologio desde el siglo XVI, pero que es relativamente reciente. CULTO Y RELIQUIAS SAN Gerardo consiguió la palma del martirio el 24 de septiembre de 1046. En seguida fué llevado su cuerpo a Santa María de Pest. Pocos meses después, en 1047 ó 1048, los canónigos de Csanad procedieron a su traslación con el consentimiento de Andrés, que fué coronado en 1047, y que mereció ser apellidado pacificador del reino. El culto del Santo fué privado en un principio; empezó a hacerse público en el reinado de San Ladislao. En 1083 fué trasladado, al menos en parte, a Murano, cerca de Venecia, y depositado debajo de una losa sepulcral en la iglesia de San Donato. Parte de las reliquias conservadas en Murano fueron donadas a otras iglesias. También Praga se gloría de poseer dos huesos importantes de San Gerar­do, llevados de Hungría en el año 1304 antes del traslado de las reliquias a Venecia; lo mismo sucede con la iglesia de los Hermanos Menores Conven­tuales de Bolonia. SANTORAL N u e s t r a Se ñ o r a de l a M e r c ed (véase en el tomo V II, «Festividades del Año Litúrgico», pág. 430). Santos Gerardo, obispo y mártir; Rústico, obispo de Auvemia; Pafnucio, solitario, y compañeros mártires; Geremaro e Isar-no, abades; Andoquio, presbítero, Tirso, diácono, y Félix, mártires en Autún; Terencio y Gargilo, mártires; Caprio, confesor; Conaldo, presbí­tero ; cuarenta y nueve Santos que siguieron en su martirio y triunfo a Santa Eufemia (16 de septiembre). Beato Dalmacio Moner, dominico. Santas Antilia, virgen y mártir; y Amada, virgen.
  • 217. DI A 2 5 DE S E P T I EMB R E SAN FERMIN DE PAMPLONA PRIMER OBISPO DE AMIÉNS, MARTIR (siglo III) LA época en que vivió y murió San Fermín ha sido muy discutida. Hay quien dice que padeció el martirio imperando Trajano (+ 117), conviene a saber, a principios del siglo II. Los Bolandistas empero, fundamentan su argumentación en los documentos más verídicos de lu biografía del Santo, en que interviene San Honesto, discípulo de San Satur­nino, y vienen a decir en sustancia, lo siguiente: San Fermín es posterior a San Saturnino, y fué bautizado por San Hones­to, discípulo de San Saturnino. Ahora bien, lo que San Gregorio Turonense refiere de San Saturnino, no permite alejarlo de mediados del siglo I I I -entre 250 y 260—, ni menos situarlo en siglos anteriores. Por consiguiente, San Fermín no vivió antes de dicha época. Así opinan también Baronio y «Iros hagiógrafos. Para historiar su vida, seguiremos paso a paso las Actas ilc su martirio, escritas, al parecer, por los siglos V o VI. En el tiempo en que la fe cristiana empezaba a florecer por el mundo, Imbía en la ciudad de Pamplona un senador de noble linaje, riquísimo, equi­tativo y pacífico, llamado Firmo. Llevaba vida muy sosegada en compañía ile su esposa Eugenia, notable por su rara hermosura y buenas costumbres.
  • 218. Cierto día pasó Firmo al templo de Júpiter como solía, para asistir a un sacrificio. De repente, en medio de las ceremonias, abriéronse las puerta» del templo, y entró en él un extranjero, el cual interrumpió las alabanza» que los idólatras daban a sus dioses con un discurso sobre la falsedad de la religión pagana. Firmo se escandalizó con aquel hecho y pidió al extranjero que le ex­plicase aquello, lo que hizo el otro muy llana y francamente. Era el interrup­tor, San Honesto, natural de Nimes, discípulo de San Saturnino, obispo éste de Tolosa de Francia, y, a juzgar por la tradición, discípulo de los Apóstoles. Firmo era pagano de buena fe, así como dos compañeros suyos llamados Faustino y Fortunato. Los tres convinieron en rogar a Honesto que llamase al obispo de Tolosa, y Honesto accedió a ello de muy buen grado. Pronto se anunció al pueblo la llegada de Saturnino: la fama de sus mila­gros cundía por todas partes. A la semana siguiente, (os tres primeros sena­dores de Pamplona, Firmo, Faustino y Fortunato, siguieron a Saturnino, que acabó de enseñarles la doctrina cristiana y los bautizó con sus familias. El mismo día, decretaron la abolición del culto de los ídolos en la ciudad y se trocaron en incansables propagadores de la fe cristiana. DISCÍPULO DE SAN HONESTO. — SACERDOTE Y OBISPO RES hijos tenían Firmo y Eugenia: dos niños, Fermín y Fausto, y una niña llamada Eusebia. San Honesto se encargó de la educación del primero. Con las lecciones y ejemplos de tal maestro, aquel joven cristiano de diecisiete años salió muy aventajado en letras y virtudes. Má» adelante, San Honesto, ya entrado en años, le tomó como compañero de sus viajes apostólicos y, al ver su celo y demás eminentes prendas, le juzgó digno del episcopado y le envió al nuevo obispo de Tolosa San Honorato. Reconociendo éste en el nuevo clérigo todas las señales del verdadero apóstol y, habiéndole impuesto las manos, díjole públicamente: «Alegraos, hijo, por haber merecido ser vaso de elección para el Señor. Id por toda la extensión de las naciones, porque habéis recibido de Dios la gracia y fun­ciones del apostolado. No temáis, pues que el Señor os acompaña; pero sabed que tendréis mucho que padecer por su nombre ante's de alcanzar la corona de la gloria». No cabiendo en sí de gozo, vino Fermín a Pamplona y refirió a San Honesto todos aquellos sucesos. Lleno de santo celo por la gloria de Dios, emprendió la tarea de evangelizar a todo el pueblo navarro, lo cual logró en breve espacio de tiempo; pero, no bastándole esto para aplacar su sed de ganar almas para el cielo, traspuso los confines de su diócesis e, ínter-
  • 219. mtiidose en Francia, después de haber dejado en Navarra gran número de «mitos sacerdotes que consolidaron su obra, predicó allende los Pirineos la «unta doctrina de Jesucristo. Tenía por entonces unos treinta y un años. A juzgar por las Actas de su martirio, ésta debió ser la vida de San rVrmín antes de su salida definitiva de Pamplona. Algunos hagiógrafos mo­jemos la simplifican diciendo que le convirtió San Saturnino cuando vino a predicar el Evangelio a Pamplona, y que, después de bautizarle, le ordenó «le sacerdote y le nombró sucesor suyo en la sede de aquella ciudad. Esta ■minera de juzgar está acorde con el sentir de los pamploneses, que cuentan ■i San Fermín como a su primer obispo. Según parece, San Fermín empezó su apostolado en el mediodía de las dalias. Al llegar a la ciudad de Agennum —hoy en día Agen—, donde rei­naba todavía el paganismo, se encontró con un santo sacerdote llamado l .ustaquio. Permaneció una temporada en su compañía ayudándole a culti­var en aquellas comarcas la fe que en ellas había sembrado poco antes San Marcial de Limoges. De Agen pasó al país de los arvemos y se detuvo cerca de la capital, que era Augustonemetum —Clermont Ferrand— . Los dos más ardientes secta­rios de los ídolos, Arcadlo y Rómulo, no dejaron piedra por mover para mermar e impedir del todo el gran fruto que cosechaba el Santo con su predicación. Fermín entabló con ellos largas controversias sobre la falsedad de los ídolos y, finalmente, salió victorioso de aquella pelea. Los dos idólá-tras abrazaron la verdadera religión, abjuraron la suya vana, y luego traje­ron a muchísimos paganos a alistarse bajo la bandera de la cruz de Cristo. Cuando Fermín dejó al país de los arvernos, la mayoría de los habitantes profesaba ya el cristianismo. Pasó de allí al país de los angevinos, donde el obispo Auxilio le tuvo en su compañía por espacio de quince meses. Predicó en la ciudad y en todo aquel territorio, y convirtió en él a infinitas almas. Una cosa traía inquieto por entonces al enviado del Señor. San Honorato ile Tolosa le había predicho grandes padecimientos, y hasta entonces sólo había experimentado alegrías y consuelos, en cuya comparación parecíanle ligerísimas las fatigas de los viajes y del apostolado, y así, anhelaba que se cumpliera la profecía de quien le consagrara obispo. Tuvo a la sazón noticia de que Valerio»—gobernador de los belovacos, en el territorio de Beauvais— perseguía sañudamente a los cristianos, y conmovióse al oír el doloroso rela­to de sus tormentos. Ansioso de conquistar él también la palma de mártir, partió para dicha comarca y evangelizó a su paso todo aquel país. Los paga­nos le encarcelaron. Ya aguardaba gozoso el momento de dar su sangre por Cristo, cuando el pueblo lo sacó violentamente de la cárcel. Aquí nos apartaremos del relato de las Actas y echaremos mano de algu­
  • 220. nos documentos sacados de tradiciones locales que, a lo menos, tienen como fundamento de crédito el ser muy antiguas. Fermín usó de aquella libertad para anunciar sin demora la verdadera fe en el país de los caletos, y logró entrar en Beauvais. Empezó entonces a predicar con intrépido celo a los fieles de aquella Iglesia, abandonados a sí mismos desde el martirio del obispo San Luciano, y a alentarlos y esforzarlos en medio de los peligros y persecuciones. Creía Valerio haber anegado el cristianismo en sangre, pero hubo de quedar pasmado cuando supo que, gracias al celo de otro Luciano, la nueva religión amenazaba segunda vez con invadir la ciudad. Juró por los dioses derramar nuevamente ríos de sangre cristiana. Llamó al apóstol San Fermín a su tribunal y, por confesar valerosamente la fe de Cristo, hizóle azotar con crueldad, cargar de cadenas y echar en una cárcel oscura y hedionda. Fermín vislumbraba ya radiante de gozo la palma del martirio. Pero el Señor dispuso las cosas de otra manera. Las iniquidades de Valerio llegaron a su último colmo, y la sangre de los inocentes clamaba venganza. El cruel perseguidor pereció desastradamente en un alboroto popular. Su sucesor, Sergio, le imitó en la crueldad y pereció también de muerte repentina y desgraciada. Los cristianos se aprovecharon de aquellos sucesos para sacar de la cárcel a su amante Pastor. San Fermín volvió a predicar con increíble celo y valor, y aun se atrevió a edificar en el centro de la ciudad pagana una iglesia dedicada al protomártir San Esteban. Encendióse otra vez el fuego de la persecución. Los cristianos, empero, no querían que la Iglesia perdiese tan valeroso defensor, y obligaron a su intrépido obispo a dejar aquella ciudad. El pontífice llevó la buena nueva de la fe cristiana a los alrededores de Beauvais; allí le dejaron en paz sus enemigos. Finalmente, viendo que no podía dar su vida por Cristo en aquel lugar, pensó en ir a evangelizar los pueblos del norte de las Galias, que aun vivían en el paganismo. «Vámonos más lejos —dijo—; vamos a tierras de los ambianos y de los morinos, que derramarán nuestra sangre». SAN FERMÍN EN LA CIUDAD DE AMIÉNS EL día 10 de octubre llegó Fermín cerca de la capital de los ambianos. Refiere la tradición que se detuvo en el lugar donde hoy día se halla la plaza de San Martín. Paróse frente al bosque sagrado y la fortaleza, como para retar al templo de Júpiter, y predicó, por vez primera, a los ambianos admirados, la buena nueva del Evangelio. Un senador principal llamado Faustiniano le acogió con júbilo en su casa. San Fermín bautizó a su familia y recibió al mismo senador entre sus catecúmenos.
  • 221. ESPOSADO como se encuentra San Fermín, preséntase el ver­dugo, que de un tajo le corta la cabeza y le otorga asi la corona del martirio. Un ángel que desde el cielo viene a confortar al Santo en este trance, toma su hermosa alma y, triunfante, la presenta al Creador
  • 222. Emprendió la evangelización de aquellas comarcas con incansable celo. Juntaba a la gracia de su elocuencia el testimonio invencible de los mucho* y estupendos milagros que el Señor por él obraba. Cierto día se llegó al Santo un tal Casto, que era tuerto; Fermín le devolvió el ojo enfermo con sólo invocar sobre él las tres personas de la Santísima Trinidad. Al siguiente día curó a dos leprosos. Enfermos de todas clases: ciegos, cojos, sordos, mudos, paralíticos y posesos cobraban cada día la salud del alma junto con la del cuerpo. Fácilmente se concibe que con tales argumentos pudiese el nuevo apóstol convertir a más de tres mil hombres en los tres primeros día* que estuvo en la ciudad. Cuando Samarobriva —la antigua Ambriano, hoy día Amiéns— fué ya ciudad cristiana, salió de su muros el santo apóstol para evangelizar laa demás ciudades de la región. También efectuó algunos viajes apostólicos a Morinia, y predicó el Evangelio en las ciudades de Teruana, Boloña, Mon-treuil y parte de Ponthieu. No obstante, Amiéns seguía siendo la ciudad predilecta. A menudo repetía al pueblo estas palabras: «Hijos míos, sabed que Dios Padre, Criador de cuanto existe, me envió a vosotros, para que purifique a esta ciudad del culto de los ídolos, predique la fe de Cristo, crucificado en la flaqueza de la carne, pero vivo por la gracia y poder de Dios». A poco de llegar quedaron desiertos totalmente los templos de Júpiter y Mercurio. ANTE LOS PREFECTOS SEBASTIÁN y Lóngulo gobernaban a la sazón la provincia de la Galia Bélgica, a la que pertenecía Samarobriva. Fueron a ellos los sacerdotes de Júpiter y acusaron a Fermín y a sus discípulos de mil crímenes contra los dioses. Trasladáronse ambos presidentes a Amiéns, y mandaron que todos los ciudadanos se juntasen en el pretorio en el plazo de tres días. Cuando ya todos estuvieron congregados, Sebastián arengó a la muche­dumbre en estos términos: «Los sacratísimos emperadores han mandado que el honor y el culto debidos a nuestros dioses inmortales se guarden religiosa* mente en toda la extensión del imperio, en todas las partes del mundo, por todos los pueblos y naciones. Ofrézcaseles, pues, incienso en estos altares, y tribúteseles veneración conforme a la antigua usanza de los príncipes. Si alguien intentara desobedecer los decretos de nuestros santísimos emperado­res, o resistirse a cumplirlos de cualquier manera, sepa que le haremos pade­cer toda clase de tormentos y, a tenor de los decretos de los senadores y príncipes de la República romana, le condenaremos a pena de muerte». Auxilio, sacerdote de Júpiter y Mercurio, habló seguidamente:
  • 223. —Hay entre nosotros —dijo— un pontífice de los cristianos, el cual no •«lumcnte trata de apartar a la ciudad de Amiéns del culto y religión, sino i|in- uun parece querer arrancar el imperio romano y la tierra entera al culto ■l< los dioses inmortales. —¿Quién es ese impío? —preguntó Sebastián. —Se llama Fermín —repuso Auxilio—; es un español muy hábil, dó­mente y sagaz... Predica, y aleja de tal manera al pueblo de nuestra reli- «ton, que ya no se acerca nadie a orar y ofrecer incienso en los sagrados limpios de Júpiter y Mercurio; a todos los senadores los arrastra a que uliriiccn la religión cristiana. Si no atormentáis a este hombre con los más ni mees suplicios para escarmiento del pueblo, dentro de poco será un grave peligro para toda la república. Mandad que parezca el culpable en vuestro tribunal, delante de todo el pueblo. Mandó Sebastián a sus soldados que prendiesen a Fermín y se lo trajesen n los dos días a los juegos del circo, cerca de la puerta Clipiana. Al saber el valeroso mártir que los soldados le buscaban, presentóse de por sí en el l>r<-lorio, y aun antes de que le interrogasen proclamó ante sus jueces que era menester adorar a Jesucristo y abolir el culto de los ídolos. —¿Eres tú por ventura ese malvado, ese impío que pretende destruir los templos de los dioses y apartar al pueblo de la religión de los sacratísimos i mperadores? —le preguntó Sebastián—. Dime. ¿cómo te llamas y cuál es tu patria y estado? —Me llamo Fermín; soy español, senador y ciudadano de Pamplona; eristiuno por la fe y la doctrina. Soy obispo, y fui enviado a predicar el I'vangelio del Hijo de Dios, para que sepan los pueblos y naciones que no Imy ni en el cielo ni en la tierra otro Dios sino el que sacó todas las cosas • le la nada y a todas las conserva y gobierna. Los Ángeles y las Virtudes eelestiales le rodean; en su mano están la vida y la muerte, y es todo­poderoso. Toda rodilla se inclina ante Él en el cielo, en la tierra y aun en los infiernos. Humilla o destruye los imperios; rompe los cetros de los reyes. I iis generaciones pasan y se mudan en torno suyo: sólo Él es inmutable y permanece inmóvil frente a la movilidad de los siglos. Respecto a los dioses que adoráis, influidos por los pérfidos demonios, son vanos simulacros sor-ilcis, mudos e insensibles que engañan a los hombres y precipitan a sus ■■lloradores al fondo del infierno. Declaro, pues, libremente, que son hechu-nis del diablo a las que debéis renunciar si no queréis ser tragados vosotros mismos por los eternos abismos donde gimen las potestades infernales. Embravecióse el cruel Sebastián al oír tales palabras. —En nombre de los dioses y diosas inmortales y de su invencible poder le dijo— , te conjuro a que dejes tu locura y no desprecies la religión que profesaron tus antepasados; de lo contrario, tiembla ante los tormentos 17 — V
  • 224. que te aguardan y la ignominiosa muerte que padecerás en presencia do esta muchedumbre. —Has de saber —repuso Fermín— que no me arredra ni tu persona ni los tormentos; antes mé duelo sobremanera de tu locura y vanidad. ¿Cómo te atreves a pensar que la diversidad y multiplicidad de tormentos pueden hacer temblar a un siervo de Aquel que es Dueño del mundo? Junta cuantos suplicios te agrade: el Señor, en proporción de ellos, me dará su ayuda para que logre la corona de gloria imperecedera. No quiero, huyendo de los tor­mentos con que me amenazas, perder la eterna bienaventuranza que el Hijo de Dios me tiene reservada en su reino. Tú, en cambio, serás condenado a las llamas eternas del infierno, a causa de la crueldad con que tratas a los siervos de Jesucristo. Todos los presentes quedaron maravillados al ver la constancia del mártir y la firmeza de sus respuestas. De pronto se produjo fuerte tumulto en aquella muchedumbre: acordóse el pueblo de los grandes milagros que obra­ba Fermín cada día, y quiso arrebatarle violentamente de manos del presi­dente. Temió Sebastián que aquella gente se amotinase contra él; dió por terminado el juicio, y dejó libre al santo obispo. Empero, secretamente mandó a los soldados que le detuviesen al poco tiempo, le degollasen de noche, y ocultasen su cuerpo para que los cristianos no lo venerasen. MARTIRIO DE SAN FERMÍN CON el mismo ardor que antes siguió el Santo predicando en aquellai ciudad; pero a los pocos días detuviéronle los soldados y le encerra­ron en lóbrega cárcel; y a la noche personáronse allí los verdugos para cumplir las órdenes de Sebastián. Viólos llegar el valeroso confesor; inmediatamente cayó de rodillas derra'- mando lágrimas de gozo, y oró al Señor con esta súplica: «Gracias te doy, ¡oh Señor Jesucristo?, soberano remunerador de todo bien y mansísimo Pastor, por haberte dignado admitirme en la sociedad de tus elegidos. ¡Oh Rey piadoso y clemente!, vela por cuantos llamaste a la fe por mi predica­ción, y dígnate oír las preces de cuantos te invocaren en mi nombre». Al acabar su oración, un soldado le degolló en la misma cárcel. Con este tormento murió San Fermín, primer obispo de Amiéns, a los 25 de septiembre, fecha mencionada por la tradición de los antiguos marti­rologios. Faustiniano, senador cristiano de Amiéns, tomó secretamente el cuerpo del mártir, al que dió honrosa sepultura en un sepulcro nuevo. Más adelante, otro San Fermín, confesor, edificó sobre el sepulcro de San Fermín, mártir, una iglesia dedicada a la Virgen María.
  • 225. VENERACIÓN AL SANTO EL recuerdo del lugar preciso donde estaba enterrado el invicto mártir fué extinguiéndose en el correr de los siglos. Pasados cerca de qui­nientos años, siendo obispo de Amiéns el bienaventurado San Salvio, tuvo noticias ciertas de que el cuerpo del glorioso mártir español había sido sepultado en la iglesia de la Virgen María, edificada por el obispo San Fermín, confesor, hijo de Faustiniano. Ardía San Salvio en deseos de ver y venerar las reliquias de su insigne predecesor. Convocó cierto día a todo el pueblo, y exhortóle a orar para que el Señor se dignase revelarle el lugar del sepulcro del Santo. Publicó asimismo un ayuno general de tres días, pasados los cuales, vió que salía un rayo luminoso del lugar donde estaba el sepul­cro de San Fermín. £1 mismo San Salvio, luego de dar gracias a Dios, tomó un azadón y comenzó a cavar hasta que dió con el sagrado cuerpo. Por los años de 1110, siendo obispo San Godofredo, el cuerpo de San Fermín fué depositado en un relicario preciosísimo. Cinco años más tarde, fué casi reducida a pavesas la ciudad de Amiéns; la iglesia de San Fermín —entonces catedral— permaneció intacta. A fines del siglo X II, siendo obispo Teobaldo de Heilly, las sagradas reliquias fueron encerradas en otra urna, que aun existía poco antes de la Revolución francesa. La provincia de Navarra, y sobre todo la ciudad de Pamplona, de la que es patrón muy querido y venerado, celebran su memoria con cultos solemní­simos y festejos populares el día 7 de julio. SANTORAL Santos Fermín, obispo de Pamplona y de Amiéns, mártir; Solemnio, obispo de Chartres; Lope o Lupo, obispo de L y ó n ; Anatolón, discípulo de San Bernabé y su sucesor en el obispado de Milán; Anacario, obispo de Au-xerre Principio, hermano de San Remigio, y obispo de Soissóns Bar o Baroco, obispo; Juan de Pasamonte — «e l Niño de la Guardia»—, mártir; Pablo, martirizado en Damasco juntamente con su mujer y sus cuatro hijos; Formerio, solitario y mártir; Cleofás, discípulo de Nuestro Señor y mártir; Formerio, mártir de Capadocia, venerado en Treviño; Ceol-frido y Ermenfredo, abades; Pacífico, franciscano; Agamondo, Teodoro, Elfgeto, Egelredo, Asker y otros monjes, mártires en Croyland (Ingla­terra) ; Herculano, soldado, mártir en Roma; Bordomiano, Eucarpo y veintiséis compañeros, mártires en Asia. Beatos Casiodoro, abad • Camilo Costanzo, Agustín Ota, Gaspar Cotenda y los niños Francisco Taquea y Pedro Xeki, mártires en el Japón. Santas Tata, mártir juntamente con su esposo e hijos; Aurelia y Neomisia, hermanas, vírgenes.
  • 226. DI A 26 DE S E P T I EMB R E SAN NILO EL JOVEN ABAD DE GROTTAFERRATA (910-1005?) ORIUNDO de la península de Calabria, este monje basilio de rito griego, fundador de la abadía de Grottaferrata, cerca de Roma, es uno de los más excelsos santos de la Igesia bizantina del siglo X. Para no confundirlo con su homónimo del siglo V, San Nilo el Sinaíta, también monje y escritor ascético de gran valía, acostúmbrase a llamarle Nilo el Joven, o Nilo de Rosano. Un discípulo suyo, que tomó Imena parte en la fundación del monasterio de Grottaferrata y que más lurde fué su tercer abad, el monje San Bartolomé —mencionado en el Marti­rologio romano el 11 de noviembre— , escribió en griego la vida de su maestro, lista biografía, redactada poco años después de la muerte de San Nilo por un compatriota suyo, ofreció al hagiógrafo datos fidedignos y valiosos. Según se desprende de tales datos, vió Nilo la luz primera en Rosano, hermosa villa episcopal asentada en las arenas del golfo de Tarento, hacia «■I año 910. Rosano pertenecía a la provincia de Calabria, que fué la prime­ra y la última ocupada por los griegos en Italia. Recibió el niño en la pila bautismal el nombre de Nicolás y quedó desde entonces especialmente con­sagrado a la Reina de los cielos. Era su familia, como la mayoría de las de
  • 227. Calabria, de origen griego, y acomodábase en la liturgia al rito de la Iglesia constantinopolitana. Educáronle sus padres en los sentimientos caritativos y en las prácticas de la más sólida piedad. Su educación e instrucción cien­tífica y literaria fueron tan completas como los tiempos y los haberes, no escasos, se lo permitieron. Ocasiones tendrá más tarde fray Nilo, ya consagra­do a Dios con los sagrados votos, de dar irrefragables pruebas de la profun­didad de sus conocimientos en Sagradas Letras y en las demás ciencias. Ligado Nicolás desde los albores de su juventud con los lazos matrimo­niales, supo hermanar perfectamente las obligaciones del nuevo estado con la vida de oración y austeridad que integran el cristianismo. Reservábase a diario momentos de calma y solaz para consagrarlos a la meditación y al examen de conciencia en lugares solitarios. Sin embargo, poco a poco, el demonio y los seductores halagos mundanales dieron al traste con su primer fervor y con su fidelidad en el trato con Dios. Abandonó Nicolás sus ora­ciones, y su alma, falta de apoyo, cayó en la relajación y no pudo resistir a los atrayentes incentivos del placer. Cambió totalmente de rumbo la vida de nuestro joven, hasta entonces tan ejemplar, y principió a deslizarse rápi­do por la pendiente del vicio; olvidó el espíritu y las máximas evangélicas, y se dejó llevar únicamente por las mundanas. La muerte de su esposa hízole comprender la gravedad del peligro que le amenazaba por sus pecados. No fué sordo a la divina voz. Decidido a dar de mano al mundo, rompió de una vez sus duras amarras y se retiró a la soledad. MONJE BASILIO. — ANACORETA Y FUNDADOR OBEDIENTE a los consejos evangélicos, Nicolás abandonó su casa, sus amigos y su fortuna, y fué a llamar a las puertas del convento de San Juan Bautista de Rosano. Al poco tiempo, ingresó en el de San Mercurio, donde tomó el hábito monástico. Poco después, sin que sepamos el motivo, se retiró a la abadía de San Nazario, sita a unas cinco leguas del anterior. Hecha la profesión monástica, consagróse por entero a la vida de oración y penitencia, siguiendo puntualmente la regla de su padre y fundador San Basilio. Tras nueva residencia en el monasterio de San Mercurio, deseoso de llevar la vida de los antiguos Padres del yermo, solicitó y obtuvo permiso para vivir en un eremitorio contiguo a una capilla dedicada a San Miguel. Aquí empleaba la mayor parte del día en la oración y contemplación. Ya puesto el sol, el anacoreta comía un poco de pan y algunas hierbas cocidas o frutas, según la estación. En invierno como en verano, cubría su cuerpo con una vestimenta en forma de saco, hecha con pelo de cabra. Esta túnica
  • 228. rr» un hervidero de miseria que le servía de continuo instrumento de peni-inicia. Los muebles que usaba en aquella caverna, se reducían a una piedra que, según las horas, le servía de lecho y de mesa para escribir. Atraídas por la santidad del ermitaño, acudieron algunas personas de Itosano y de las cercanías a ponerse bajo la dirección, suave y fuerte a la vez, de Nilo. Éste exigía de ellas la más completa renuncia a todas las co­modidades y a la propia voluntad, y ejercitábalas sobre todo en la práctica «le la humildad. El desprecio de sí mismo y la perfecta obediencia eran, a su entender, las virtudes esenciales del verdadero religioso. Para proteger a sus discípulos contra las incursiones y destrozos de los piratas sarracenos, frecuen­tes en aquella época por el sur de la península itálica, construyó en la mon­taña una especie de ciudadela fortificada, adonde se retiraba con sus monjes cuando tenía noticias de que los enemigos merodeaban por sus cercanías. El tiempo que le dejaba libre la oración, empleábalo en el cumplimiento escrupuloso de las diversas prescripciones de la vida regular y en obras múltiples de caridad y celo. Pobres y ricos, sabios e ignorantes llegaban para pedirle socorro, consejos y consuelos, seguros de ser siempre acogidos con amorosa y fina bondad. Altos personajes, como el metropolitano de Calabria y el gobernador de la comarca, quisieron cerciorarse por sí mismos de la ciencia teológica y de la santidad del célebre monje. Reparó en ello fray Nilo y, después de haber pedido luces en la oración, presentó a los visitantes un manuscrito con distintos pasajes de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, relativos al reducido número de los elegidos. Explicó y de­mostró los diferentes textos y aprovechó para predicar la penitencia y el respeto a las leyes evangélicas a unos hombres que se preocupaban más de súber si Salomón se había salvado que de llevar ellos mismos vida cristiana. Habiéndose sublevado los habitantes de Rosano contra el representante <!el gobernador imperial de Constantinopla, alcanzaron el perdón gracias a la intervención de su compatriota. Cuando vacó la sede episcopal de Rosano, pidieron para Nilo ese puesto, pero éste rehusó el cargo y el que le ofrecían en la corte de Bizancio. CONFRATERNIDAD CON LOS HIJOS DE SAN BENITO PARA esquivar tanta veneración, que juzgaba peligrosísima para su hu­mildad y a fin de huir de los terribles destrozos que se avecinaban por el completo dominio que los sarracenos ejercían sobre Calabria, eonvocó Nilo a sus discípulos y les notificó su resolución de irse para siem­pre de aquellos lugares en donde hasta entonces había vivido. Púsose, pues, en camino hacia el noroeste la pequeña caravana que entre todos formaban.
  • 229. Tras largas y penosas jornadas llegaron a las inmediaciones de Capua. El gobernador y los habitantes de la ciudad recibieron con mucho respeto y caridad a los piadosos peregrinos, y ofrecieron a Nilo el título de obispo. Naturalmente, Nilo rehusó semejante honor y se apresuró a dejar a uno» amigos que ponían en peligro su humildad y su amor a la soledad, y enca­minóse al monte Casino. El gobernador de la comarca rogó a Aligeme, abad del célebre monasterio benedictino, que cediera a Nilo y a sus monjes, en el territorio de la abadía, el convento que les conviniese. Cuando los religiosos basilios hubieron llegado al pie de la colina donde está edificada la inmensa abadía, fueron recibidos con cánticos e himnos de júbilo por los hijos de San Benito, los cuales bajaron en procesión a espe­rarlos. Nilo curó varios enfermos apenas llegado al recinto en donde descansó hasta principios del siglo V III el cuerpo del gran patriarca, y gustó durante algunos días las dulzuras de una hospitalidad verdaderamente fraternal. Condujéronle al convento de Vallelucio, situado en las cercanías del monte Casino, y allí se estableció con su monjes. Para manifestar a sus bienhechores su agradecimiento, Nilo compuso en griego varios himnos en honor de San Benito y pasó una noche en la iglesia del monasterio benedictino cantando con sus discípulos el oficio litúrgico según el rito griego. A los religiosos que le visitaron, dió consejos de celestial sabiduría; pidiéronle con insistencia que sintetizara en una frase la función del monje, y dijo: «El monje es un ángel; su función es la misericordia y la alabanza de Dios por el sacrificio». Los religiosos Basilios permanecieron más de diez años en el monasterio de Vallelucio. No encontrando aún en esta morada la suficiente soledad, Nilo, acompañado de varios discípulos, la dejó y se retiró a Serperi, cerca de Gaeta; la nueva colonia se estableció en chozas o cabañas hechas con tablas mal ensambladas, refugio provisional de labradores y cazadores. CISMA DE CRESCENCIO. — NILO Y EL ANTIPAPA JUAN FILAGATO EL emperador Otón (980-1002) había ido a Roma para ser coronado por el papa Gregorio V. Éste había obtenido del monarca que perdonase, a pesar de sus crímenes, a Crescencio, patricio romano. Acto de tan generosa caridad fué muy mal correspondido. Apenas Otón pasó los Alpes, Crescencio se apoderó del papa Gregorio V, le arrojó de Roma y suscitó en !a Iglesia un cisma, haciendo elevar al trono pontificio (997) al obispo de Pla-sencia, Juan Filagato, que tomó el nombre de Juan X V II —o Juan X V I—.
  • 230. ADMIRADO de la piedad y de la prudencia de San Nilo, el emperador Otón I I I le pide la bendición y le ruega que so­licite algún favor «E l único que pido a Vuestra Majestad —le responde el Santo— , es que penséis todos los días en la salvación de vuestra alma».
  • 231. El antipapa, nacido en Rosano, había sido monje en el mismo convento que Nilo, y había llegado finalmente a ser obispo de Plasencia. Comisiona­do a Constantinopla para negociar el matrimonio del emperador Otón II I con la princesa Elena, hija de Constantino V III, fué tal circunstancia para él motivo de ambiciones, riquezas y honores. Enterado Nilo de la escandalosa conducta de su compatriota, escribióle aconsejándole que no se dejase cegar por el amor ¿w los honores y a los bienes de este mundo, antes bien, asegurase la salvación de su alma ofreciendo la cátedra de San Pedro al legítimo sucesor. Invitóle a volver al monasterio para hacer penitencia, pues de lo contrario no se haría esperar el castigo de Dios. El antipapa respondió con una carta en la que agradecía los caritativos consejos, pero no daba señal de seguirlos. A Dios tocaba realizar la pro­fecía de Nilo. TERRIBLE CASTIGO DEL ANTIPAPA HABIENDO vuelto a Roma el Emperador con su ejército, Crescendo y los suyos fueron derrotados (998). El antipapa huyó, y algunos soldados de Otón le hicieron prisionero. Cortáronle la lengua, la nariz y las orejas; le sacaron los ojos y así mutilado le arrojaron en un ca­labozo. Al saberlo Nilo salió para Roma profundamente apenado. Su deseo era obtener del Papa y del Emperador que le confiaran al desgraciado Fi- Iagato; el antipapa acabaría su vida en la penitencia, recluido en un mo­nasterio basilio, bajo la custodia de su compatriota. El Pontífice y Otón manifestaron gran respeto y afecto a su ilustre visitante; escucharon con benevolencia su demanda y perdonaron la vida al antipapa; pero, no que­riendo Nilo quedar en Roma, decidieron confiar la vigilancia de Filagato al abad del monasterio griego de San Sabas, existente en la capital romana. Mientras esto ocurría, el populacho consiguió apoderarse del prisionero, pa­seóle por las calles montado en un asno y con una vejiga inflada en el cuello. Terminada la afrentosa burla, fué devuelto a la prisión. Tan ignominioso trato, infligido a un sacerdote y obispo que ya había sido cruelmente castigado, sublevó el alma compasiva de Nilo. Creyó el monje que el Emperador era responsable de todo por cuanto nada había hecho para impedirlo, por lo cual sintió dolor profundo y no quiso ver más al monarca. Otón le envió un obispo de la corte para que le diese explica­ciones de su conducta. —Id —respondió Nilo— y decid al Emperador y al Papa: «Esta es la última palabra del anciano a quien llaman Nilo: Me habíais confiado al des­graciado ciego, no por la consideración que merezco, pues nada soy, sino
  • 232. l>nr un justo sentimiento de temor a Dios. A Él, pues, se lo habíais entre­oído, que no a mí. Ahora habéis agravado su pena, sin respeto alguno al mimbre del Señor; de Él recibiréis el castigo». Y' el ermitaño salió ocultamente de Roma. OTÓN III EN EL MONASTERIO DE SERPERI QUEDÓ el emperador Otón impresionado por las amenazas del hom­bre de Dios y, según parece, fué en peregrinación a San Miguel del monte Gárgano. Quiso Otón visitar a los monjes de Serperi y, a vista de las reducidas chozas que rodeaban a la pobre capilla, excla­mó: «¡Éstas son en verdad las tiendas de Israel en el desierto! Éstos son los ciudadanos del reino de los cielos; acampados están en la tierra, no como ha­bitantes, sino como extranjeros y viandantes.» Nilo, con sus religiosos, salió al encuentro del emperador. Condujéronle a la capilla y de allí a la habita­ción donde Nilo recibía a los visitantes. £1 príncipe demostró al anciano la conveniencia de mirar antes de su muerte por el porvenir de sus hijos espiri­tuales, a cuyo fin ofreció, en sus estados, lugar conveniente para un monas-lorio que dotaría de suficientes rentas. —Si los religiosos, mis hermanos —replicó Nilo— son monjes dignos de su vocación, no los abandonará Jesucristo cuando yo falte. Y con estas palabras rehusó las ofertas que le hacía. —Pedidme al menos, Padre, cualquier favor para darme ocasión de pro-buros mi filial amor. —No voy a pedir más que una gracia a Vuestra Majestad —replicó Nilo—; pensad en la salvación de vuestra alma. Aunque seáis emperador, moriréis como cualquier otro hombre, y daréis cuenta a Dios de vuestras acciones. El Emperador acató con respeto este grave aviso, quitóse la corona y re­cibió la bendición del anciano. Cuando salió, Nilo anunció a sus religiosos que el príncipe moriría pronto, lo que, en efecto, no tardó en verificarse. SAN NILO FUNDA LA ABADIA DE GROTTAFERRATA AL morir el bienaventurado Esteban, discípulo muy amado de Nilo por su candor y espíritu religioso, el maestro quedó profundamente ape­nado. Confió a la tierra los despojos de su querido hijo y hermano, y sintió muy vivo deseo de ser enterrado un día junto a él. Pero la Providen­cia lo dispuso de otro modo. La edad avanzada del anciano hacía pensar en ■u cercana muerte. Deseosos los nobles de la comarca de conservar en Gaeta
  • 233. los restos mortales de tan gran monje, preparáronle con diligencia un suntuo­so mausoleo. Enteróse Nilo de tal propósito y supo, por inspiración del cielo, que debía buscar en otra parte el lugar de su sepultura. Siempre había pedi­do a Dios que ese lugar fuese desconocido de los hombres, por lo cual notificó a sus discípulos que iba a marchar pára preparar un monasterio donde reuni­ría a sus hermanos y a sus hijos dispersos; y el anciano de más de noventa años salió de Campania con varios monjes, pudiendo apenas sostenerse a cu-hallo. Tomó la dirección de Roma, aunque sin entrar en ella; paróse en Tús-ciiliwn —hoy Frascati, ciudad del Lacio— y fué recibido en el monasterio de Santa Águeda. A petición suya, Gregorio, conde de Túsculum, le concedió gustoso el solar de una gran villa romana situada a pocos kilómetros al sur de la ciudad. Dió Nilo a sus monjes la orden de limpiar aquellos lugares, cu­biertos de malezas y de ruinas, y preparar los cimientos de un nuevo monas­terio. Animosamente se pusieron al trabajo a principios de 1004. Su padre y superior les había prometido que pronto iría con ellos. Pero, al igual que Moisés, no debía ver en vida su casa de bendición: la abadía de Grottaferrata que acababa de fundar al fin de sus días en este valle del dolor. Para el vigoroso temple espiritual del monje, no había de ser demasiado recia aquella prueba final; siempre había vivido desligado de las cosas de aquí abajo y buscaba únicamente el beneplácito divino. MUERTE DE SAN NILO ABIENDO recibido aviso de su muerte próxima, reunió Nilo a sus hijos más cercanos y les habló en estos términos: —Ruégoos, amados hijos, que cuando haya expirado no tardéis en enterrar mi cuerpo. No lo hagáis en iglesia alguna; es un honor que no me­rezco. No levantéis tampoco oratorio ni panteón en el lugar de mi sepultura; si queréis poner alguna señal que conserve el recuerdo, que sea una losa llana en la que los viajeros puedan sentarse, pues yo fui peregrino en la tierra todos los días de mi vida. Acordaos sobre todo de mí en vuestras oraciones. Y, dicho esto, bendíjolos y suplicóles que le llevasen a la iglesia del mo­nasterio, pues decía: un monje debe morir en la iglesia. El Divino Maestro llamó a Sí a su fiel siervo, probablemente el día de la fiesta de San Juan Evangelista, fijada en el calendario griego el 26 de septiembre. Corría el año 1004 ó 1005. Nilo tenía cerca de noventa y cinco años. Cuando el nuevo monasterio edificado en Grottaferrata pudo recibir en sus claustros a los discípulos del santo monje, éstos tuvieron cuidado de trasladar con ellos los mortales despojos de su Padre, universalmente venerado como santo. Verificóse la traslación con solemnidad inusitada.
  • 234. I.A ABADÍA DE GROTTAFERRATA. — CULTO A SAN NILO EL nombre de San Nilo está estrechamente unido al de la abadía de Grottaferrata, de la que era fundador. Había predicho que esta casa reuniría y cobijaría a sus discípulos dispersos. En efecto, todos fueron •i residir en el lugar bendito donde su cuerpo había sido depositado. No es i i i i i i vulgar piedra sepulcral, sino un monasterio imponente por su construc-rión y por su aspecto feudal lo que señala a los peregrinos de todos los siglos v países la tumba del ilustre monje Basilio. Situado el monasterio a unos .'7 kilómetros de Roma, cerca de Frascati, continúa siendo grato albergue de irligiosos que, como San Nilo, siguen la regla de San Basilio y celebran los oficios litúrgicos según el rito griego. Siempre se han distinguido por sus tra­pujos centíficos y por sus esfuerzos para volver a la unidad católica a los griegos disidentes o cismáticos. En la iglesia de la abadía hay una capilla consagrada al fundador. Fué en­riquecida en el siglo X V II con hermosos frescos de El Doménico, que repre-irntan diversos episodios de la vida de San Nilo. Uno de ellos es el encuen­tro del Santo y del emperador Otón III. En otro, se ve al monje de rodillas uiitc una roca, encima de la cual hay un Santo Cristo que, con la diestra desprendida, bendice a su siervo. En otra parte el pintor ha representado n San Nilo de rodillas, al lado de San Bartolomé, su discípulo, ahuyentando mu su oración una tempestad que amenazaba destruir las cosechas. En 1904, con ocasión del IX centenario de la fundación de la abadía, fué inaugurado en sus muros un monumento en honor del santo religioso. San Nilo n el principal patrón de la diócesis y de la ciudad de Rosano. que celebra mi fiesta en septiembre con oficio y misa propios. SANTORAL '••mtos Cipriano, mártir; Eusebio, papa; Nilo el Joven, abad; Eusebio, obispo de Bolonia, y Vigilio, de Brescia; Coimano, abad irlandés; Amando, presbítero; Juan de Oldrato o de Meda, reformador de la Congregación de los Humillados; Calistrato y cuarenta y nueve compañeros, mártires en Roma, bajo Diocleciano; Arcadio y Severiano, mártires en Mauritania; Senador, mártir en A lbano; Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y otros már­tires de la Compañía de Jesús, víctimas de los iraqueses en el Canadá. Santas Justina, virgen y mártir; y Áquila, mártir, esposa de San Seve­riano. La Iglesia de Huesca celebra en este día la traslación de las reliquias de San Orencio, hermano del glorioso mártir San Lorenzo y obispo de Auch, en el mediodía de Francia.
  • 235. Variados y espantosos instrumentos del glorioso martirio DIA 27 DE S E P T I EMB R E SAN COSME Y SAN DAMIAN Y SUS TRES HERMANOS, ANTIMO, LEONCIO Y EUPREPIO, MÁRTIRES ( f 297) COSME y Damián nacieron en Arabia, a mediados del siglo I I I. La Historia no nos ha transmitido el nombre de su padre; de su madre sólo sabemos que fué mujer hacendosa y de gran virtud y que, bas­tante joven aún, quedó viuda con cinco hijos, llamados Antimo, Leoncio, Euprepio, Cosme y Damián; estos dos últimos, gemelos, según opi­nión de San Gregorio Turonense. La desahogada situación económica de la familia permitió a su madre darles una educación distinguida y, como sus firmes convicciones religiosas requerían que a la vez fuera cristiana, a todos infiltró con la leche el santo temor de Dios. Junto con la ciencia de los santos cultivaron el saber profano con gran aplicación y aprovechamiento, señalándose Cosme y Damián por un ingenio más vivo y brillante. La madre hizo cuanto pudo para favorecer la inclinación ile éstos al saber, y, por no hallar en el país un centro de instrucción adecuado a la especialidad hacia la que sentían atractivo sus dos hijos, resolvió enviar­los a estudiar a Siria. Allí abrazaron la carrera de la medicina, animados por el deseo de hacer de su ejercicio un sacerdocio y procurar a un tiempo a sus semejantes la curación del cuerpo y la más preciosa salud del alma.
  • 236. La acción del Espíritu Santo fecundó esa ciencia comunicándole virtud, nu sólo para aliviar y sanar los males del cuerpo, sino para introducirse en las almas y lograr frutos de conversión y perfeccionamiento espiritual. Patente se hizo este divino influjo en las curaciones milagrosas que obraron y en el imperio que adquirieron sobre los espíritus inmundos que se habían posesio­nado de los cuerpos. Ejercieron su ministerio por amor a la pobreza evangé­lica que habían abrazado, siguiendo el consejo del Señor que dice de «dar gratuitamente lo que así se ha recibido» (M a t., X , 8 ). PIEDAD Y ABNEGACIÓN VIV ÍA por aquel tiempo una noble matrona, llamada Paladia, a quien aquejaba desde hacía mucho tiempo una persistente enfermedad para cuyo tratamiento había gastado la mayor parte de su cuantiosa for­tuna. sin resultado apreciable alguno; En esto, llegó a oídos de Paladia la fama de las curaciones maravillosas de Cosme y Damián; inmediatamente se dirigió a ellos con gran fe, muy esperanzada de obtener, de la ciencia y virtud de nuestros Santos, la salud que tanto ansiaba; echóse a sus pies y, vertiendo abundantes lágrimas, solicitó con gran humildad la curación. Cosme y Da­mián, conmovidos por la gran fe de la enferma, dirigieron a Dios una fer­viente súplica que fué oída inmediatamente. En el colmo de su dicha, al verse libre del terrible azote que hacía tiempo la torturaba, dió gracias al Señor y, como prueba de gratitud a sus insignes bienhechores, les ofreció una cantidad importante, la cual rehusaron, dándole a entender al mismo tiempo que se habían comprometido a no aceptar nin­gún honorario ni dádiva por sus servicios. No quedó conforme Paladia con esta explicación y, en el noble empeño de obtener su propósito, valióse de una estratagema. Hallando a Damián en ferviente oración en un lugar retirado, echóse de improviso a sus pies dejando en sus manos la bolsa de los dineros. Rehusóla con decisión el Santo, pero Paladia le suplicó que «en nombre de Jesucristo, a quien adoraba, admitiera el humilde obsequio como testimonio de su corazón agradecido». Ya no pudo rehusar lo que se le pedía en nombre de Jesucristo, y sólo por tal motivo se decidió a aceptar el donativo de Paladia. Transcurrido algún tiempo tuvo Cosme conocimiento de la acción de su hermano y, creyendo que era deshonrosa para ambos, se entristeció y llegó a decir que no quería de ningún modo verse enterrado en la misma sepultura que Damián. Mas el Señor se le apareció en la misma noche y quejóse de que hubiera hablado así de su hermano, y díjole que el proceder había sido recto y loable ya que había obrado sólo por respeto a su santo Nombre.
  • 237. ANTE EL TRIBUNAL DE LISIAS LA gloria de nuestros Santos debía brillar sobre todo en las persecuciones y entre las torturas del martirio que sufrieron. Los Bolandistas nos ofrecen tres relatos de diferente valor. En 297, en el reinado de Dio-clcciano y Maximiano, Lisias ejercía la prefectura de la ciudad de Egea de Cilicia. A oídos de los oficiales de esta autoridad había llegado el rumor de Ion portentos que realizaban nuestros Santos, y no tardaron mucho en de­nunciar esos hechos a su jefe. «Estos hombres —le dijeron— sanan toda clase ilv enfermedades y lanzan demonios en nombre de un Dios que llaman Cristo; las muchedumbres los siguen entusiasmadas y, por su consejo, abandonan los li-mplos de nuestros dioses omnipotentes; desprecian nuestros augustos sacri­ficios y consideran como impostura nuestro culto.» Sin mayores informes ordenó el prefecto que comparecieran ante él aque­llos supuestos perturbadores de la paz pública; los Santos se presentaron con gran serenidad de espíritu. —¿De dónde —les dijo el prefecto— esa incalificable osadía vuestra de recorrer los pueblos y ciudades y sembrar por doquiera el germen de la im­piedad, apartando al pueblo del culto de nuestros dioses inmortales, todo en nombre do no sé qué Dios crucificado? Tened entendido que, si no cesáis en vuestra propaganda impía, os atormentaré con tantos suplicios que os veréis forzados a pedirme a gritos misericordia y perdón. ¿Cuál es vuestro país, vues­tro nombre y la fortuna que poseéis? —Complaciendo tus deseos, te diré —respondió Cosme— que somos na­turales de la provincia de Arabia. Mi hermano se llama Damián y yo Cosme. Preguntas también por nuestra fortuna: Ignoramos cuál sea su cuantía; como cristianos, nos tienen muy sin cuidado las riquezas; nuestra mayor y más preciada fortuna es ser hijos de Dios y poseer el derecho a la herencia que nos corresponde por tal filiación. Esto, Lisias, es de infinito más valor que todos los bienes de la tierra. En cuanto a tu mandato, te diremos que, como cristia­nos, no podemos obedecerte. Contamos con tres hermanos más; se llaman An-timo, Leoncio y Euprepio y son también cristianos. El prefecto ordenó su inmediata detención. Pronto comparecieron ante el tribunal. —Escuchad mis órdenes —les dijo Lisias— . Estáis aún a tiempo para elegir lo que más os conviene; no sigáis el ejemplo de vuestros dos hermanos que neciamente rehúsan sacrificar a los dioses y que han despreciado mis ofre­cimientos ventajosos. Si os rendís a mi voluntad, os puedo prometer, en nom­bre del emperador, magníficos dones; mas si, por el contrario, desecháis mi 18. — V
  • 238. amable invitación, sufriréis los más atroces tormentos y, en el delirio del dolor, acabaréis por renunciar a ese Dios que llamáis Cristo. —Haz lo que quieras —respondieron los valientes confesores—; puedes agotar en nosotros todos los refinamientos de la crueldad; puedes inventar instrumentos de suplicio; los tormentos no nos causan miedo alguno; Cristo sostendrá nuestro valor en la lucha y, si Él está con nosotros, ¿qué habremos de temer? Si Dios omnipotente nos ayuda con su gracia, ¿qué nos puede im­portar la rabia de un tiranuelo? No, muy alto proclamamos que jamás que­maremos incienso ante vuestros falsos dioses. COMIENZA LA PRUEBA LA respuesta a tan valiente réplica fué ordenar a los verdugos que ata­ran a los mártires de pies y manos y los moliesen a latigazos. Mien-j tras sus cuerpos recibían una lluvia de azotes, cantaban muy alegres al Señor estos preciosos salmos del Rey David: , —Señor, tú eres nuestros refugio de generación en generación. Antes que fueran las montañas, y crearas el cielo y la tierra, existías en la inmensidad de los siglos. Señor, no alejes tu mirada de nuestra bajeza. y miseria, pues has dicho: «Convertios, ¡oh hijos de los hombres!» Dirige tus ojos hacia tus humildes siervos y oye sus ruegos. Líbranos de los lazos del demonio y de las asechanzas de su esclavo, el prefecto Lisias; ya que en Ti depositamos nuestra confianza. t Tan arrobado se hallaba su espíritu en esta fervorosa oración, que salieron de la dura prueba sin sentir el menor daño; luego, muy tranquilos, dijeron al tirano: —Si hallas otros tormentos que hacernos padecer, no tienes más que po­nerlos en ejecución. Estamos seguros de que la gracia de Dios nuestro Señor nos dará fuerza para sufrirlos, no sólo con paciencia, sino con alegría. —Creía reduciros —dijo el prefecto— con la aplicación de un ligero cas­tigo, mas veo que perseveráis en vuestra obcecación e impiedad al no obe­decer los decretos imperiales que ordenan sacrificar a los dioses; pues bien, quebrantaré vuestra terquedad y corregiré vuestra irreverencia cual se me­rece; y ya veréis cómo nadie resiste impunemente a mi voluntad. —Amarradlos y echadlos al mar —ordenó el tirano. ¡ —Vemos ya brillar la gloria del Señor —exclamaron contentos los gene­rosos atletas. Se les cargó de pesadas cadenas y, acompañados de un público muy nu-1 meroso, los llevaron al mar. En el camino, los discípulos de Cristo, transpor-1 tados de alegría, entonaban al Señor cánticos de alabanza: I
  • 239. ESTÁN los santos Cosme y Damián en medio de las llamas sin ser quemados, puestos en oración y alabando al Señor por la misericordia que con ellos usaba, cuando de pronto se apartan las Ilamas de aquel voraz incendio y queman a muchos de los paganos, que allí se encuentran.
  • 240. —Nos deleitamos, Señor, en la vía de tus mandamientos, como en la pose­sión de los más preciados tesoros. Aunque camináramos entre las sombras de la muerte, si es por Ti, nada tememos, pues estás muy cerca de nosotros en el dolor. Hasta tu látigo y tu cayado han sido para nosotros guía y consuelo, ¡oh celosísimo pastor! Has preparado para nosotros un suntuoso banquete para dar en cara a los que nos atormentan. Has derramado el óleo de la fuer­za sobre nuestras cabezas y nos has embriagado con el divino licor del Nuevo Testamento. Tu misericordia nos acompañará toda la vida y nos llevará al puerto de tu santa voluntad. Y así rogando, llegaron a la orilla del mar, al cual fueron lanzados brus­camente después de habérseles atado pies y manos con fuertes cordeles. La plebe asistía anhelante a este espectáculo; todos vieron cómo se hundían los cuerpos de los mártires en las aguas; mas, ¡oh sorpresa y maravilla!, al mo­mento, aparece un ángel radiante de hermosura que saca a los Santos hasta depositarlos en la ribera sanos y salvos en medio de la estupefacción general. NUEVOS INTERROGATORIOS PRESUROSOS corrieron los soldados a informar al prefecto del prodigio que habían presenciado. Lisias ordenó que comparecieran de nuevo ante él los cinco hermanos. —Por Júpiter —les dijo—, vuestros sortilegios han colmado ya la medida; los tormentos sop para vosotros un mero juego y las olas del mar no os hacen más que caricias. Si me enseñáis la virtud de vuestros artificios, yo mismo entraré en vuestra compañía. —Señor —le respondieron— , ignoramos en absoluto toda clase de sortile­gios y hechicerías; somos cristianos y sólo en virtud del nombre de Jesucristo se realizan esos prodigios. En ti está el poder hacer lo mismo; basta que sin­ceramente abraces su sacrosanta doctrina. —En nombre de mi dios Apolo —respondió el prefecto—, yo me atrevo a hacer los mismos prodigios. Todavía estaba hablando, cuando demonios invisibles le comenzaron a golpear tan cruelmente la cabeza, que, no pudiendo soportar el dolor, rogó a los santos mártires se apiadaron de él pidiendo a grandes gritos que le libra­ran de semejante tormento. Movidos a compasión, Cosme y Damián suplica­ron al Señor se apiadara de su perseguidor, y al instante cesaron los espíri­tus infernales y huyeron con gran estrépito. El corazón empedernido en los vicios no conoce delicadezas; el prefecto se encaró con los mártires y estú­pidamente les dijo: —Ya habéis visto cómo tan sólo por abrigar en mi pecho un vago deseo
  • 241. <l«* abandonar el culto de mis dioses, han descargado su furia contra mí. —¡Insensato! —le respondieron los invictos mártires— , ¿hasta dónde Ile-l¡ urá tu miserable ceguera? ¿No has visto claramente cómo nuestro Dios te luí mostrado su misericordia? ¿Te obstinarás aún en tu infidelidad? ¿Por qué luis de persistir en adorar ídolos que nada son? TERCER INTERROGATORIO. — SUPLICIO DEL FUEGO ESTAS vehementes exhortaciones de Cosme y Damián no produjeron otro efecto que irritar más aún su furor y refinar la crueldad del tirano. —Por mis dioses inmortales —dijo— , jamás me rendiré a vuestras insinuaciones; al contrario, desgarraré vuestras entrañas con uñas de hierro, os moleré a golpes y vuestros miembros se retostarán a fuego lento si no os doblegáis a mis mandatos. Tened entendido que vuestra vida está en mis manos. Mientras tanto, que os lleven a la cárcel. Al día siguiente vuelve Lisias a ocupar su sillón en el tribunal y dispone que se presenten los cinco hermanos. Como siempre, vienen gozosos y can­tando salmos. £1 prefecto les pregunta qué determinación han tomado. Con respeto y firmeza a la vez, le respondieron: —Escucha, enemigo de la verdad; ya te hemos dicho que somos cristia­nos y que así queremos morir. ¿Acaso crees tú que vamos a desertar de las filas de Cristo, nuestro glorioso capitán? Sólo Él posee la verdad y la vida, y por Él combatiremos hasta el último aliento. No, no lo esperes; no pode­mos abandonar a nuestro Dios para doblar la cerviz ante vuestros viles ídolos y aceptar el humillante yugo del príncipe de las tinieblas. Busca en tu ima­ginación nuevas formas de tortura y date prisa a ponerlas en ejecución, que ardemos en deseos de sufrir por Cristo, nuestro Rey y Señor. Ya no pudo contener su furor el prefecto ante tan valiente y atrevida ré­plica y, demudado el rostro por el odio, ordenó que se encendiera una inmen­sa hoguera con sarmientos y aulagas, y se los lanzara a ella. Ejecutóse la or­den sin demora, mas un nuevo prodigio iba a verificarse ante la multitud y los verdugos. El fuego los respetó y paseáronse entre las llamas como si estu­vieran en ameno jardín de flores, mientras entonaban a coro hermosos ver­sículos del Salmista. Llegó al trono de Dios esa fervorosa oración, pues cuando mayor era el griterío blasfemo de los paganos y verdugos contra el Dios verdadero, las lla­mas de la hoguera dividiéronse en dos partes; una se colocó por encima de las cabezas de los mártires a modo de aureola; y la otra, con furia devorado-ra, se dirigió hacia los paganos más exaltados y hacia los verdugos, reducién­dolos a cenizas.
  • 242. Los santos Cosme y Damián salieron completamente sanos. El fuego había fundido las cadenas que amarraban sus pies y manos y había comunicado a su semblante claridad y hermosura tales, que parecían más que hombres, se­rafines. A los cánticos de agradecimiento de los invictos mártires, se unió fer­voroso el pueblo fiel, testigo de estas maravillas, y gran número de paganos convirtiéronse a la fe. Sólo el prefecto se endureció más aún en su incredu­lidad. Con todo, cambiando de táctica, invitó a los mártires a renunciar a su obstinación y a cumplir las órdenes del emperador, prometiéndoles toda clase de honores si accedían a sus reiterados deseos. Más enérgicos que nunca, res­pondieron los mártires: —No has conseguido vencernos con torturas, ¿y ahora pretendes ganarnos con halagos y lisonjas? Has de saber que serán absolutamente inútiles cuan­tos medios emplees para seducirnos. No por arte mágico ni por influjo dia­bólico nos hemos librado del fuego, sino sólo por la bondad y poder de Jesu­cristo, a quien confesamos. Una vez más te decimos que no sacrificaremos a ídolos, que nada son. LOS SANTOS MÁRTIRES EN EL POTRO TAN rotunda respuesta exasperó al tirano. — Va que os resistís a mis insinuaciones y mandatos —les dijo—, no cesaré de atormentaros; habéis probado la flagelación, ahora os vais a «divertir» en el potro; veremos quién gana la partida. Ellos mismos se tendieron en el lecho del suplicio. Empezaron luego los verdugos la bárbara misión de desgarrar las carnes de los cuerpos de los már­tires; mas, por un nuevo e inaudito prodigio, no sufrieron el menor dolor, y un ángel curaba al momento las llagas que abrían los verdugos, hasta que, agotados éstos por el cansancio, cayeron al suelo sin fuerzas. Enterado el prefecto, ordenó que cesara el tormento y se presentaran ante él Cosme y Damián. No cedió el tirano en su incorregible furor, sino que se obstinó aun más en cerrar los ojos a la luz de la verdad, y neciamente siguió creyendo que todas aquellas maravillas eran efecto de manejos diabólicos. Por última vez requirió a los mártires que sacrificaran a los dioses y obedecieran a los decretos imperiales. —Antes son —respondieron con gran libertad— las leyes de Jesucristo, que están por encima de todas las órdenes de los hombres aunque se llamen emperadores. Las más altas dignidades no son nada ante su divina majestad y omnipotente poder. Viéndose desairado y burlado y pretendiendo jugar la última carta en este prolongado drama, ordenó que los sujetaran a una cruz y los lapidaran bru-
  • 243. lilimente hasta acabar con ellos; y dispuso que los restantes hermanos asistie- »cn como testigos, para que escarmentasen de una vez. Empezó el suplicio, y las piedras, en vez de llegar a los torturados mártires, se volvieron contra quienes las lanzaban. Entonces el gobernador dió orden de amarrarlos a dos árboles, y que cuatro compañías de soldados disparasen contra ellos sus fle­chas envenenadas. Aun permanecieron invulnerables, y los dardos disparados retrocedieron contra la multitud gentil que se complacía en el espectáculo y dieron muerte a muchos. EN LA MUERTE, EL TRIUNFO ENCIDO, al fin, por la heroica resistencia de los santos mártires, dis-fiestas. puso el juez que fueran decapitados. En camino del suplicio canta­ban gozosos, cual si en vez de ir a la muerte marcharan a regaladas Aquella entereza no podía por menos de llamar la atención de los testigos paganos. Terminado el cántico, levantaron sus manos al cielo, y, después de breve ruto de recogimiento interior, dijeron todos: «Amén». Ofrecieron sus cuellos a los verdugos y su hermosa alma voló al cielo al recibir el golpe fatal. Era el día 27 de septiembre del año 297. Los cristianos recogieron sus cuerpos para darles sepultura, mas algunos recordaron el deseo que había expresado Cosme de no ser enterrado junto a au hermano, por lo que dijimos más arriba, dando lugar esta discrepancia de pareceres a una intervención milagrosa, para que los cuerpos no se separaran habiendo estado sus almas tan unidas en vida. Posteriormente, fueron lleva­dos a Roma sus preciosos restos, y depositados en la cripta de una iglesia que hc construyó, en su honor, en el Foro. SANTORAL Santos Cosme y Damián, mártires juntamente con sus hermanos Antimo, Leon­cio y Euprepio; Juan Marcos, discípulo de los Apóstoles y obispo de Bi-blos, en Fenicia; Cayo, discípulo de San Bernabé y obispo de Milán, Ade-rito, obispo de Ravena; Eleázaro, terciario franciscano; Juan y Adulfo, mártires; Florentino, Hilario y Afrodisio, mártires en Autún. Santas Del-fina, esposa de San Eleázaro, terciaria franciscana; Artemia, madre de los santos mártires Juan, Adulfo y Aurea; Hiltrudis o Eltrudis y Lupita, vír­genes ; Epícaris, mártir en Rom a; y Gayena, virgen y mártir en Armenia.
  • 244. Miniatura del siglo X I: El hermano del Santo va a asesinarle DI A 28 DE S E P T I EMB R E SAN WENC E S L AO D U Q U E D E BOHEMIA , MARTIR (907P-929) EL primer duque cristiano de Bohemia fué Borivoj, abuelo de Wences­lao. Le bautizó San Metodio, apóstol de los moravos. Algunos sacer­dotes latinos y eslavos emprendieron la evangelización del país, pero los señores y el pueblo pagano se opusieron tenazmente y, durante un siglo, hubo luchas intestinas y sangrientas. La santidad, la política verda­deramente cristiana y el martirio del duque Wenceslao, debían conquistar definitivamente la nación checa a la religión del Crucificado. La acción reli­giosa y civilizadora del Patrón de Bohemia, padre de la patria y mártir de la fe, fué consignada por sus numerosos biógrafos poco tiempo después de su muerte. Nació Wenceslao hacia 907-908, según la tradición, en Stochov de Checos­lovaquia. Su padre, Wratislao, era un príncipe generoso, leal y buen cris­tiano, que gobernaba en nombre de su hermano, sucesor de Borivoj, la región situada al nordeste de Praga. Se había casado con Dragomira, probablemente cristiana, aunque varios escritores afirman lo contrario. Dragomira pertene­cía a una tribu que, so pretexto de defender la libertad nacional, había recha­zado durante mucho tiempo la fe cristiana. Mujer ambiciosa y apasionada,
  • 245. feroz y casi cruel, mostróse durante su regencia como una pagana fanática; la religión y los sacerdotes fueron perseguidos en su época. Wenceslao fué el mayor de los siete hijos, tres niños y cuatro niñas. Un sacerdote eslavo que vivía entre los familiares de Santa Ludmila, su abuela paterna, en el castillo de Tetín, bautizó al niño y fué su primer maestro. Por no se sabe qué móviles —muy posiblemente para sustraerle de la influen­cia poco edificante de la madre—, la abuela se encargó de un modo espe­cial de su nieto, y dióle esmeradísima educación, como para hacer de él un buen cristiano, de tal suerte que, más tarde, echóse en cara a Ludmila, injus­tamente por cierto, el haber formado un monje y no un príncipe. Además de las letras eslavas, el joven duque aprendió el latín, lengua internacional que usaba entonces la gente culta; también fué instruido y ejercitado en el manejo de las armas. En 915, Wratislao sucedió a su hermano en el gobierno de Bohemia. Cinco o seis años después perecía, cuando contaba apenas treinta y tres años, pro­bablemente en una expedición contra los húngaros invasores. La iglesia de San Jorge, que él mandara construir en el castillo de Praga, ha hecho per­durable la memoria de este príncipe. Su hijo Wenceslao era todavía dema­siado joven para asumir las responsabilidades del poder. Sin embargo, la nación le reconoció por su príncipe y duque heredero. Fijó su residencia en Praga. Los nobles rogaron a Ludmila que continuara la educación de su joven jefe al propio tiempo que Dragomira, madre de éste, ejercía la regen­cia durante la menor edad de su hijo. Ludmila, a quien satisfacía grande­mente aquella confianza, siguió con todo ahinco en su nobilísima función. MUERTE DE LUDMILA UN crimen horrible que iba a ensangrentar esta regencia, da testimo­nio de las costumbres paganas de la sociedad checa del siglo X . Por aquella época, no estaba Bohemia completamente convertida al cris­tianismo: el partido pagano, muy poderoso, era hostil a la obra de conver­sión proseguida por los príncipes cristianos y los sacerdotes eslavos o latinos. Varios señores o jefes de tribus, incluso algunos que estaban bautizados, veían con desagrado que Ludmila, cuya piedad reconocían todos, trabajase con denuedo en la cristianización del país favoreciendo las obras de los misio­neros y, sobre todo, dando a Wenceslao y a su hermano Boleslao formación cristiana. Todos estos descontentos y los enemigos de Ludmila, influían sobre la regente. Ahora bien, Dragomira era una mujer celosa de su poder y acaso pagana. Poco costó al partido anticristiano convencerla de que su suegra pretendía
  • 246. í«il>crnar sola el país, y que su influencia sobre Wenceslao era nefasta, pues Ir convertía en monje en vez de formarle como guerrero; y que, además, fa- ««recia Ludmila a los sacerdotes extranjeros, es decir, a los moravos o ger­mánicos, hostiles a la independencia de la nación. El 16 de septiembre ilrl 921, Dragomira hizo estrangular, por dos favoritos, a su suegra, que se linhía recluido en el castillo de Tetín, y los bienes de la víctima fueron < mlmrgados por los mismos conjurados. Éstos, al parecer, habían conseguido •ii principal propósito. MPERO, el asesinato produjo gran excitación. El pueblo se dolió de la muerte de Ludmila y fué a visitar su tumba. Pronto se empezó a hablar de multitud de prodigios. La regente, temiendo que la opi­nión pública le volviese las espaldas, hizo construir en el mismo sepulcro una iglesia dedicada a San Miguel para poder —al decir de ciertos cronistas— iitribuir los milagros al arcángel. En los albores de su reinado, Wenceslao i n u n d ó trasladar a Praga los restos de su abuela Ludmila. En opinión del monje Cristián, que vivía a fines del siglo X , emparentado con la casa del liríncipe y autor de una de las mejores biografías de Wenceslao, el cuerpo de l udmila se había conservado intacto, lo que contribuyó a aumentar más aún lit veneración en que siempre se la había tenido. Después de la muerte de Santa Ludmila, el partido que amparaba a la regente buscó la manera de adueñarse de Wenceslao, sustraerle de la influen-t iii de los clérigos y hacerle vivir más como pagano que como cristiano. Se prohibió a los sacerdotes la entrada en la morada del príncipe e incluso se los expulsó del país. También se impidió al príncipe proseguir sus prácticas piadosas, e invitáronle, en cambio, a participar en los sacrificios paganos. I'icl a su fe, Wenceslao se vió obligado a cumplir con sus devociones en se-rrcto y a recibir de noche a los sacerdotes que iban a animarle y sostenerle. I'i-mplábase su carácter con tales pruebas y con las luchas intestinas que irvolvían el país. En efecto; Drago mira tuvo pronto que castigar con rigor —y lo hizo con rrucldad— a algunos nobles, antiguos favoritos y aliados suyos que, después ilrl asesinato de Ludmila, se habían engreído hasta el punto de mandar como •i fueran dueños absolutos. Aprovechando la hostilidad y rivalidad de los par­tidos y facciosos, Arnulfo, duque de Baviera, invadió a Bohemia en 922. Wenceslao participó en la lucha contra el invasor, pero su país quedó debili-imlo con esta guerra. El imperio germánico permanecía como vecino terrible y amenazador. CONSECUENCIAS DE UN CRIMEN
  • 247. REINADO DE WENCESLAO. — SU CELO Y PIEDAD UANDO Wenceslao en 925, a la sazón de 18 años, tomó las rienda* del gobierno del ducado de Bohemia, el país, dividido por las in­trigas de los jefes de diferentes tribus y exhausto por varias inva- siones. necesitaba una dirección firme e inteligente. El joven duque habín heredado la energía de su madre; su piedad ilustrada compensaba la falta de experiencia. Anunció —según cuentan sus biógrafos— su firme propósito tic aniquilar por completo el partido que había dominado durante la regencia de Dragomira, y de no tolerar las intrigas y asesinatos de que se habían hecho culpables los señores. Para acabar con las maniobras y conjuras de los par­tidarios de la regente, obligó a ésta a abandonar la residencia de Praga y t> retirarse a Budec o al extranjero hasta que estuviese restablecido el orden. En efecto, se acusaba a su madre de fomentar tumultos y hasta alguien lo atribuía la intención de querer matar a sus dos hijos para reinar en su lugar. Conducta tan enérgica impresionó a los agitadores, altamente sorprendidoa de que un príncipe, cuya vida se deslizaba en la oración y buenas obra», manifestase semejante decisión. Posteriormente, restablecida la calma y con­vencido el hijo de que las acusaciones que se hicieran contra su madre eran falsas, la volvió a llamar «respetuoso —dice el monje Cristián— del man­damiento divino que nos ordena honrar padre y madre», pero privóla de la influencia que antes tenía. Dragomira, gozosa del celo, del acierto y de la clemencia de su hijo, se reconcilió con él. También se dejó sentir el cambio político por el llamamiento de los sacer­dotes que habían sido expulsados del país; fueron repuestos en sus cargos y beneficios los que anteriormente los desempeñaban. Acudieron de Baviera y de Suavia numerosos apóstoles con libros y reliquias, y Wenceslao les dió el oro y plata, ornamentos y vestidos que necesitaban para mayor esplendor del culto y ejercicio de su ministerio. Tenía veneración y respeto grandes para los sacerdotes y obispos; siempre que trataba con ellos de algún asunto, lo hacía con grande humildad y deferencia. Era muy íntima su amistad con el obispo de Ratisbona, cuya diócesi* alcanzaba también a Bohemia, y daba hospedaje a numerosos sacerdotes ale­manes. Lleno de santo celo por la conversión de su país no se olvidó dt construir iglesias, principalmente la de San Vito en el castillo de Praga. En­rique I, emperador de Alemania, le regaló para ella un brazo del Santo. Todos los biógrafos están unánimes al encomiar la santidad de Wenceslao que, con toda probabilidad, no contrajo matrimonio, pues tema la intención de entrar en un monasterio de Roma. Servíase de un áspero cilicio y comía
  • 248. SAN Wenceslao acepta un singular combate con su enemigo Ra-dislao y se presenta armado con sólo una loriga sobre el cilicio, y una pequeña espada. El contrario enristra la lanza para arremeter, pero súbitamente ve dos ángeles en favor de Wenceslao y oye una voz que le dice: «No le hieras».
  • 249. muy poco. Cuando le acontecía hallarse entre magnates, como un cordal entre lobos, y beber más que de costumbre, de mañanita iba a la iglesia m i próxima, daba limosna a un sacerdote, y luego, hincábase de rodillas y M suplicaba que rogase por él, para que el Señor le perdonase el pecado conuj tido la víspera. El amor que tenía a la oración y a la contemplación, le impulsaba a d » dicar a tan santo ejercicio todo el tiempo que podía, sobre todo por U noche; a asistir a los divinos oficios y a visitar las iglesias de Cristo; ailf iba durante la Cuaresma y hasta en invierno, descalzo, dejando impresa^ en el suelo, la nieve o el hielo, las huellas ensangrentadas de sus pies. Segú^ una piadosa tradición, al acompañante que, cierto día, se quejaba de no poder soportar el frío glacial que hacía, díjole Wenceslao que pasara por lal huellas que dejaban sus pies y no sentiría frío, y así fué. Su devoción a I» Sagrada Eucaristía era ardiente y estaba inspirada en el más delicado amor. Todos los días procuraba el príncipe que se ofreciese el santo Sacrificio de la Misa, y él mismo, con el trigo de su cosecha y las uvas de su viña, preparaba con sus propias manos las hostias y el vino que servían en el altar. Todos los autores pregonan a porfía su bondad, su afabilidad y su celo. Como verdadero padre de familia, invitaba a su mesa a sus súbditos; con* versaba con las gentes de bien; por la noche llevaba en secreto —según cuenta un cronista— leña de sus bosques a los pobres vergonzantes y a las viudal. Reformó la justicia limitando en lo posible el número de los condenados a muerte, pues creía que las costumbres eran demasiado severas y que los jue< ces recurrían a la pena capital con sobrada facilidad. Se le vió llorar con frecuencia por los culpados a quienes se veía forzado a condenar. Rescataba los esclavos paganos para que se bautizaran, y a todos manifestaba, pero con especialidad a los idólatras, pecadores y vagabundos, un celo no desprovista de fuerza en la reprensión y corrección, pero al propio tiempo impregnado de compasión y de abnegación sobrenaturales. VALIENTE EN LOS COMBATES; PRUDENTE EN EL GOBIERNO NO abandonó, sin embargo, los negocios temporales cuya responsabili­dad le atañía; por ello debe subrayarse su acción política. Para pro­teger su independencia, amenazada por la ambición de los empera­dores germánicos, necesitaba Bohemia un ejército poderoso y disciplinado! Wenceslao se dedicó con esmero a organizarlo y equiparlo. En los comieniiM de su reinado, para defender su patrimonio de la aguerrida tribu de loa
  • 250. «leíanos, que se había insurreccionado, hizo una campaña contra el duque ■Ir Kurín, que era tal vez el mismo Radislao, de que nos habla un cronista. Mucha sangre corrió por ambos bandos. Al fin se propuso un combate sin­gular entre los dos jefes. Cuando estuvieron frente a frente, Dios hizo que 1 1 de Kurín viera a Wenceslao con una cruz brillante y milagrosa en la Imite y custodiado por dos ángeles. Este milagro le abrió los ojos y le hizo arrodillarse ante su señor; Wenceslao le perdonó concediéndole la libertad y lii posesión de sus bienes. En 929, los ejércitos germanos, victoriosos de varias tribus eslavas, fran­quearon las fronteras y llegaron a las puertas de Praga. Comprendió Wen­ceslao que si continuaba la resistencia sería devastada Bohemia y reducida ii la triste suerte de los territorios eslavos ya conquistados. Sometióse, pues, espontáneamente y reconoció el vasallaje del Imperio, al que prometió dar un Iributo anual. MARTIRIO DE WENCESLAO NI la santidad, ni los innumerables beneficios dispensados a sus súbdi­tos, ni los servicios prestados a la patria, impidieron que Wenceslao tuviera enemigos hasta en su propia familia. El partido que en otros tiempos había sostenido a Dragomira, no había sido desarmado y esperaba ocasión propicia para tomar el desquite. La cristianización del país con tanto celo dirigida por el príncipe, la lucha contra las costumbres o prácticas del paganismo, el apoyo y los favores liberalmente concedidos al clero, la polí­tica de paz y conciliación con el Imperio, crearon al duque numerosas enemis­tades de parte de algunos nobles que formaron un grupo de descontentos; el jefe fué Bolcslao, hermano de Wenceslao, ansioso de adueñarse él mismo del poder. Por el carácter severo, por las pasiones no domeñadas y por su conducta casi pagana, Boleslao se parecía mucho a su madre; ésta le había tenido apartado de Ludmila para que no experimentase, como su hermano mayor, la influencia religiosa y saludable de su abuela. Odiaba tanto más a Wences­lao cuanto que éste hacía por corregirle y resolvió con los conjurados darle muerte, no en Praga, donde el soberano contaba con demasiados amigos, ■lino en su propia residencia de Boleslava —la actual Stara Boleslao. Con el pretexto de que la capilla de su castillo estaba dedicada a los Kuntos Cosme y Damián, Boleslao invitó a su hermano a celebrar la fiesta de estos dos mártires (27 de septiembre). Aceptó el duque, pero, conociendo las pérfidas intenciones de su hermano, se despidió de sus parientes y amigos 1 como si no hubiera de volverlos a ver más. I
  • 251. Asistió a misa en Boleslava, se encomendó a Dios y a la intercesión de los santos cuya fiesta se conmemoraba y luego entró plácidamente en la sala del banquete. Por permiso de Dios, los asesinos, excitados por la bebida, nada pudieron hacer ese día. Decidieron matar a Wenceslao al día siguiente por la mañana, cuando el duque fuera a la iglesia. Para impedir que buscara refugio, Boleslao había dado orden de que cerrasen la puerta. La víctima cayó, sin darse cuenta, en el cepo preparado por sus enemigos. En la mañana del 28 de septiembre del 929, mientras el duque llegaba sin escolta a la iglesia, Boleslao, apostado en una emboscada con sus cómplices, como respuesta al beso que le dió Wen­ceslao, asestóle dos golpes con su espada. El príncipe, que por nada quería ser ni aun aparecer fratricida, no quiso usar de su derecho de legítima de­fensa, que le hubiera sido fácil a pesar de hallarse herido, y prefirió ir a toda prisa a la iglesia. A una señal de Boleslao llegaron los conjurados, se arro­jaron sobre el duque y le mataron ante la puerta acribillándole de heridas. La sangre del mártir salpicó los muros del templo. El cuerpo fué enterrado apresuradamente cerca de la iglesia de los Santos Cosme y Damián, en Bo­leslava. Pronto se corrió la noticia del horrible crimen, causando angustia en todo el pueblo. El fratricida se hizo dueño del poder y persiguió cruelmente a los amigos y partidarios de Wenceslao; muchos fueron muertos o encarcelados o tuvie­ron que abandonar el país. El clero, en particular, tuvo mucho que sufrir, y los sacerdotes extranjeros fueron expulsados. No es absolutamente cierto que Dragomira estuviera complicada en el asesinato de su hijo mayor. CULTO DE LA NACIÓN CHECA A SAN WENCESLAO EL martirio de Wenceslao aumentó más aún la veneración que los fieles le tenían. Numerosos milagros y curaciones extraordinarias se obtuvie­ron por su intercesión. El culto que en Bohemia y en otros países se daba a la persona y sepulcro de Wenceslao, hicieron que Boleslao cambiara de actitud y mostrase un poco más de respeto a los restos de su hermano. Habiéndose ampliado ya la iglesia del castillo de Boleslava, la tumba del duque quedó en el interior de este edificio. Para satisfacer los deseos del pueblo, el cuerpo, que se había encontrado incorrupto, fué trasladado el 4 de marzo de 932, a la iglesia de San Vito de Praga, cuya reconstrucción se había comenzado en tiempos de Wenceslao. Juan XIII (965-972) elevó la iglesia de Praga a la dignidad de catedral j bajo la advocación de los santos mártires Vito y Wenceslao. Este último debió j
  • 252. ilc ser canonizado por el primer obispo de Praga, Detmar, o por San Adal- Ix-rto (982-997), pues los sacramentarlos del siglo X ponen la fiesta del mártir rl 28 de septiembre. Precisamente en esta misma fecha, y con rito semi-ilulile, lo celebra la liturgia romana. Hl culto del Santo se extendió por Bohemia muy rápidamente y, con |n<tta causa, de día en día, fué adquiriendo carácter nacional. En el siglo XIV. <•1 emperador Carlos IV, rey de Bohemia, mandó edificar en Praga en la ca­tedral de San Vito, cuya reconstrucción se estaba llevando a cabo, una capilla dedicada a San Wenceslao. El santo duque había cristianizado a su país, le Iniln'a colocado entre las naciones civilizadas, habíale alcanzado en el imperio germánico una situación honrosa, influyente; con justo título, pues, era en verdad padre, salvador y protector del mismo; Llevada su lanza a la van­guardia de las tropas, aseguraba la victoria; alrededor de su estandarte, ador­mid » con el águila negra, implorando su socorro con un cántico como himno iiucional, se han reunido siempre todos los checos patriotas. La corona de I o n reyes de Bohemia debía descansar sobre la cabeza del Santo cuando et príncipe no la llevara sobre sí; era ésta la corona de San Wenceslao. Cuando rn los siglos XVII y XVIII se tuvo que defender la fe de los mayores, esco­cióse al héroe nacional y mártir, como patrono de colegios, seminarios y aso­ciaciones. En 1919, Checoslovaquia recobró su independencia política. En 1929 cele­bró el milésimo aniversario del martirio de su ilustre patrón y héroe nacional, con fiestas y ceremonias religiosas y profanas, congresos, manifestaciones rucarísticas, una exposición de los recuerdos y curiosidades del culto secu­lar de San Wenceslao, y, finalmente, con la consagración de la nueva ca­tedral de Praga, la cual se realizó con solemnidad y pompa extraordinarias. SANTORAL Santos Wenceslao, duque de Bohemia y mártir; Teodomaro, arzobispo de Salzburgo y mártir; Exuperio, obispo de Tolosa, en Francia; Salomón, obispo de Génova, y Silvino, de Brescia; Enemundo, obispo de Lyón y mártir; Fausto y Alodio, obispos y confesores; Marcos, Alfeo, Zósimo, Alejandro, Nicón, Neón, Heliodoro y treinta soldados, convertidos a la fe por Marcos, y már­tires todos ellos; Privato, mártir en Roma bajo el emperador Alejandro; Máximo, mártir en Roma, bajo Decio; Estácteo y Turturino, mártires en Roma; Marcial, Lorenzo y otros veinte compañeros, martirizados en An-tioquia de Pisidia cuando imperaba Diocleciano. Beatos Simón de Rojas, trinitario; Bemardino de Feltro, franciscano, y Salomón, rey de Hungría. Santas Eustoquia o Eustoquio, hija de Santa Paula; Lioba, virgen. Fes­téjase en León a la Virgen del Camino. 10 — v
  • 253. 4U UL> J A ^ En la laura solitaria En el corazón del desierto DIA 29 DE SEP T I EMBRE S AN C I R I A C O MONJE DE PALESTINA (448-556) CON toda justicia se considera a San Ciríaco como discípulo y here­dero de los santos Eutimio y Gerásimo, pues ninguno como él ha practicado las virtudes heroicas de los dos grandes siervos de Dios. Había nacido en Corinto, capital de la provincia griega de Acaya, «■I 9 de enero de 448. Su padre, Juan, estaba ocupado en servicios de la cate­dral; y su madre, Eudoxia, tenía un hermano llamado Pedro, arzobispo de la ciudad, el cual se interesó vivamente por su sobrino. Con esta protección, adquirió Ciríaco vastos conocimientos de los Libros Santos: siendo aún niño, recibió el orden de lectorado, que requería estar muy versado en las Sagradas l'.scrituras. Difícilmente se da otro como San Ciríaco que, en tan tierna «■dad, haya podido adquirir las virtudes y la formación propia de los que lutn de pasar su vida consagrados al servicio de la casa de Dios. Un día oyó cantar en la iglesia este pasaje del Evangelio: «Si alguno «liiiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz y sígame», riríaco tomó para sí esta máxima del Divino Maestro y, con resolución irre­vocable, abandonó el mundo sin comunicar a nadie su proyecto, y se dirigió ni puerto de Corinto, donde embarcó con rumbo a Palestina.
  • 254. RELIGIOSO EN PALESTINA EN el mes de septiembre del 465 llegó Ciríaco a Jerusalén; aun m> había cumplido dieciocho años. Palestina era entonces, como Egipto Siria y Armenia, solar de numerosos monasterios. En estos paísr» vivían miles de hombres retirados del mundo: Cenobitas, que llevaban ihm vida común; Anacoretas, entregados de lleno a la penitencia, y Eremit.n dados a la contemplación. Estos últimos sentían fuerte atracción hacia lo* desiertos, como puede verse en la carta que San Jerónimo escribía a 11< liodoro: ;Oh desierto, esmaltado de flores de Cristo! ¡Oh soledad, donde se formnii las piedras con las que se construye la ciudad del Gran Rey! ¡Oh desierto venturoso, donde se goza mejor que en parte alguna la comunicación divina' ¿Qué haces en el mundo, amigo Heliodoro, tú que vales más que el mundo, ¿Cuánto tiempo permanecerás aún en suntuosas moradas? ¿Cuánto tiempo serás prisionero de las bulliciosas ciudades? ¿Temes martirizar tus miembrov extenuados por el ayuno, al extenderlos sobre la desnuda tierra? Pero Cristo está así a tu lado... ¿Acaso te espanta la inmensidad del desierto? Haz qu< tu alma recorra el paraíso; cuantas veces te eleves con el pensamiento hastn él dejas de vivir en el desierto. Ciríaco pasó el invierno de 465-466 en el monasterio que el abad Eustnr gio había construido poco antes en Jerusalén. Su constante inclinación a l>< vida solitaria le movió en la primavera del año siguiente a ir con San Euti mió, el cual le vistió el hábito religioso; pero, juzgando que su delicad.i juventud no podía sobrellevar la vida de los solitarios sometidos a su direr ción, le condujo al monasterio de San Gerásimo. Nueve años duró la formación, durante los cuales el fervoroso novicio aprovechó la sabia y prudente dirección de su experimentado maestro pan ejercitarse en los trabajos y costumbres monásticas; acompañó a San Ger.i simo a las landas incultas del desierto de Ruba. ayunando como él y procu rando reproducir su género de vida. Desde entonces, se contentó con pan agua, no probó nunca aceite ni vino, alimentos que se permitían alguini* veces los mismos anacoretas. Sus ocupaciones, fuera del rezo del Oficio Divino, eran ordinarias y sen cillas: cortaba leña, acarreaba agua, limpiaba las legumbres y ayudaba ni cocinero lo mejor que sabía. Lo hacía todo con tan sencilla humildad obediencia que San Gerásimo le proponía como modelo a los encanecidos cu la vida religiosa. En la noche del 19 al 20 de enero de 473, subió San Eutimio a la etcrn.i
  • 255. fotMiipcnsu. En la misma hora, estando San Gerásimo en oración, vió el alma áaj ¿riin solitario, según da fe un biógrafo, que dice haberlo recibido de ■ l io * de Ciríaco. «I'.l quinto año de mi estancia en el monasterio de Gerásimo —refiere lUflnco—, el 19 del mes de enero, un viernes por la tarde, iba a preparar la HHirt ilc los Hermanos, y aconteció que a la hora quinta de la noche, mien-yo velaba, ocupado en mondar las legumbres, vino corriendo Gerásimo liavlu mí y me dijo: Ciríaco, ponte las sandalias, toma la capa y sígueme. Aii lo hice. Cuando llegábamos a Jericé pregunté al anciano: •Venerado Padre; ¿cuál es el móvil de este viaje? Kutimio el Santo ha muerto —repuso Gerásimo. -¿Y cómo lo sabéis vos? Iwitonces el anciano me respondió: A la hora tercia de la noche, mientras estaba en oración, vi abrirse los »Mi)«, y una centella desgarró la nube y llegó hasta la tierra. El relámpago liiino forma de columna luminosa que desde la tierra llegaba hasta el cielo, l> |MTinunecía mucho tiempo así. Como yo estuviese indeciso sobre lo que Ul visión pudiera significar y pidiese a Dios que me manifestase el sentido, iri i i i i i i voz que me dijo: «Es el alma del gran Eutimio que hoy sube a los nlrltMi». Poco a poco, la columna luminosa fué elevándose de la tierra hasta •|iir desapareció en las nubes». I .on funerales del ilustre solitario fueron presididos por San Atanasio, (iiilriurca de Jerusalén; congregáronse todos los monjes de los alrededores, a*l como del valle del Jordán, y hasta el pueblo acudió en tan crecido nú-h i i t i i que los soldados hubieron de intervenir para contenerlo; todos estaban animados del mismo sentimiento, rendir al campeón de la Iglesia honras Innrlires dignas de su memoria. EN EL MONASTERIO DE SAN EUTIMIO LA muerte de San Gerásimo. acaecida el 5 de marzo del 475, dejó huér­fano a Ciríaco. Entonces nuestro Santo se dirigió a la morada de San Eutimio, donde el hegúmeno Elias le dió una celda aislada para que II* viiHo vida contemplativa. Sun Eutimio dejó al morir dos casas religiosas fundadas por él: un rao-imalrrío. el de San Teotista, y una laura, que llevaba su nombre. Ciríaco se tliilieii empeñosamente a transformar dicha laura en monasterio. Después de la consagración solemne de la iglesia de San Eutimio —7 de Hinyo de 484— , murió Longinos, superior de San Teotista, y sucedióle el
  • 256. monje Pablo. Éste no heredó ni la mansedumbre ni los sentimientos pacífi­cos de su predecesor. No tardó, pues, en estallar un conflicto entre los mo­nasterios de San Teotista y de San Eutimio. En los primeros meses del 485, murió el jeque o régulo de los árabes católicos, cuya curación milagrosa, obtenida por San Eutimio, había de­terminado, en otro tiempo, la conversión de toda la tribu. En sus últimos momentos, declaró de viva voz, que se repartiesen amistosamente entre los dos monasterios las grandes cantidades de dinero y las inmensas posesiones que le pertenecían. El abad Pablo, en vez de ponerse de acuerdo con el su­perior de San Eutimio, se adueñó del cuerpo del jeque, como también de su dinero y propiedades, y llevó su atrevimiento hasta construir una cerca y levantar una torre junto a San Eutimio. No se hicieron esperar enérgicas protestas, a las que siguieron vivas discusiones que pronto degeneraron en disputas violentas, las cuales terminaron con la separación de los dos mo­nasterios. Tanto tumulto no se avenía con el alma pacífica de Ciríaco, el cual se retiró a la laura de San Caritón —agosto de 485—. Durante su estancia en San Eutimio había recibido el diaconado. EN LA LAURA DE SAN CARITÓN A laura fundada por San Caritón en la primera mitad del siglo IV, está situada a tres kilómetros al este de Tecué, patria del profeta Amos, en un desfiladero rodeado de abruptas montañas. Durante los cuatro años primeros, Ciríaco desempeñó sucesivamente los empleos de pa­nadero, enfermero, hostelero y, finalmente, mayordomo. Como ejerciese estas diversas funciones a satisfacción de todos, se le confió el cuidado de los vasos sagrados, es decir, del «tesoro» de la laura, según la expresión consa­grada; al mismo tiempo, se le nombró canonarca. Canonarca era el que anunciaba los ejercicios de la comunidad, golpeando el hierro o la madera de las simandras, pero sobre todo, conforme a la etimología de la palabra, el nuevo dignatario dirigía el canto del «canon», y entonaba, es decir, daba el tono en las antífonas y salmos. Era, pues, músico y músico hábil, toda vez que conservó esta dignidad por espacio de treinta años. De ello se tiene por otra parte un testimonio fidedigno; dos siglos después de la muerte de Ciríaco, en el himno que en su honor compuso San Esteban el Sabaíta, le representa «cantando armo­niosamente las vigilias». La expresión empleada por San Esteban no puede considerarse como pura fórmula aplicable a todos los monjes muertos en olor de santidad, puesto que el himno sigue paso a paso la vida de Ciríaco, siendo por lo tanto una interpretación del oficio de «canonarca».
  • 257. CUENTA Cirilo, discípulo y biógrafo de San Ciríaco, que tenía el Santo en sus últimos años, como guardián de su retifo, a un poderoso león domesticado, que protegía su persona y su huer-tecillo contra las bestias dañinas y sobre todo contra los bandoleros del desierto.
  • 258. Fué también Ciríaco, al igual que todos los primeros cantores de la Igle­sia griega, poeta; a él se atribuye el hermoso poema litúrgico sobre la re­surrección de Lázaro de Betania, que se cantaba, entre los Orientales, el sábado que precede a la fiesta de Ramos. Mientras ejercía este empleo, hacia el año 500, el diácono Ciríaco fué elevado a la dignidad del sacerdocio. Aunque era tan grande la modestia de su palabra, dejóse decir un día, hablando con su biógrafo, Cirilo de Escitópolis, que durante aquellos treinta años, no se había enfadado nunca —¡virtud admirabilísima en un artista!—; ni había comido nunca antes de ponerse el sol. EN EL DESIERTO. — CONTRA LOS ORIGENISTAS EN el 525,-cuando contaba 77 años, Ciríaco desentendióse de los diverso» empleos que había desempeñado y poco después abandonó la laura, para dirigirse con un joven discípulo a las soledades del desierto de Natufa. Por espacio de cinco años alimentáronse ambos con cebollas al-barranas, que perdían su veneno y amargura, con la bendición de Ciríaco. Un día, uno de los principales habitantes de Tecué llevó a Ciríaco una provisión de pan; el discípulo continuó —sin avisar a su maestro— cocien­do y comiendo cebollas, pero éstas conservaron su amargor natural, y el joven religioso sólo curó con las oraciones de nuestro Santo y la recepción de la sagrada Eucaristía. Cuando se terminó la provisión de pan, las cebo­llas albarranas pudieron nuevamente ser comidas sin peligro. Después de sanar a un joven lunático de Tecué, Ciríaco cambió el de» sierto de Natufa por el de Ruba, donde vivió otros cinco años, siendo su alimento raíces de plantas silvestres y tallos de cañas verdes. Hasta aquel sitio llegaron gran número de personas, aquejadas de diversas dolencias • afligidas por espíritus diabólicos, y todas se volvieron aliviadas. Ordinaria­mente obraba estas curaciones invocando el nombre de Jesús y trazando sobre los enfermos el signo de la Redención. Como la multitud fuese cada día más numerosa, decidió Ciríaco apartar­se de ella lo más posible y, así, se sepultó en el corazón del desierto, en la confluencia de dos desfiladeros carentes de vegetación y tostados por un sol tropical. El lugar se llamaba Susakín. Allí permaneció siete años, hasta que las circunstancias le obligaron á ir a la laura de San Caritón, para haoer frente a los origenistas. t Sostenían estos herejes tres errores principales: la desigualdad de las Per. sonas Divinas; la eternidad de la creación de las almas, y la duración tem­poral del infierno. Estas doctrinas originaron grandes disputas que reper­cutieron en todos los conventos de Palestina.
  • 259. Nonos y Leoncio de Bizancio, los dos corifeos del error, sostenidos pop los obispos Domiciano y Teodor Askidas, buscaban adeptos en los monaste- ■ Io n , en los que deponían a los superiores* partidarios de la ortodoxia y nom­braban a secuaces suyos. Habiendo muerto el abad de San Caritón, Isidoro, los origenistas, arma-mu ardid sobre ardid para atraerse tan célebre monasterio, lo que lograron ni parte. Por la fuerza, impusieron como superiores a Pedro de Alejandría y IVdro de Grecia. Ante semejante atropello, la comunidad se levantó en pro-festa; por dos veces expulsó a los origenistas y eligió como abad a un monje ilc San Sabas, Casiano de nombre, cuya ortodoxia era irreprochable (540). Había, no obstante, mucho que temer de parte de los herejes, por lo que los religiosos fieles determinaron poner a cubierto la autoridad de Casiano Imjo el gran nombre de Ciríaco; para ello fueron a Susakín y llevaron al iiiiciano eremita a la laura de San Caritón, donde por espacio de cinco años, ile 542 a 547, fué el dique inconmovible contra la creciente herejía. Ciríaco ocupaba alternativamente la antigua celda de San Caritón o la ¿ruta del mismo nombre, hoy llamada Moghar Kareiton. HISTORIA DE LA ANACORETA MARÍA REPRODUCIMOS aquí la singular historia que trae el biógrafo de Ci­ríaco, San Cirilo de Escitópolis, el cual la coloca un poco antes de la muerte del santo monje. Tiene gran parecido con la de Santa María Egipcíaca, que viviera un siglo antes y a la que había encontrado en el de­sierto San Zósimo. «Acompañado del monje Juan —cuenta Cirilo— iba yo un día por la soledad ii visitar a San Ciríaco. En el camino me enseñó la tumba de la bienaventurada María. Como no hubiese oído hablar nunca de ella, le pedí explicaciones y me narró el hecho siguiente: —No hace mucho tiempo subía con el condiscípulo Paramón el desfiladero de Susakín, hacia el abad Ciríaco. De súbito, apareció ante nuestra vista, entre las plantas del desierto, una forma humana. Creimos que se trataba de algún ana­coreta y aceleramos el paso, cuando la aparición se nos ocultó repentinamente. Temiendo entonces encontrarnos ante algún espíritu del mal, dirigimos al cielo una fervorosa plegaria; en esto, divisamos una cueva, donde seguramente se había refugiado; a ella nos encaminamos y pronto se entabló entre el anacoreta y nos­otros el siguiente diálogo: —Padre, no nos privéis de vuestras oraciones, ni de vuestra compañía. —¿Qué deseáis de mí? Soy una mujer. ¿Adonde vais ahora? —Vamos al solitario Ciríaco. Dadnos a conocer vuestro nombre y el porqué habéis venido aquí.
  • 260. —Retiraos, os lo diré cuando volváis. —Abandonaremos la gruta, pero no antes de que hayáis satisfecho nuestras preguntas. —Me llamo María. Era cantora en la iglesia del Santo Sepulcro; muchas per­sonas eran tentadas por mi y, temiendo yo ser responsable de sus desvarios, tomé la resolución de huir. Descendí a la piscina de Siloé, donde llené este vaso de agua, tomé este cesto de legumbres cocidas, y durante la noche salí de Jerusalén. La Providencia divina me condujo aquí, donde he servido a Dios por espacio de dieciocho años, sin que durante tan largo tiempo, ni el agua ni las legumbres hayan disminuido. Sois las primeras personas que he visto desde entonces. Ahora, id a cumplir vuestra misión, y volved a verme a vuestro regreso. «Cuando llegamos a Susakín contamos a Ciríaco lo que nos acababa de acon­tecer, y tomamos de él consejo; recomendónos que nos conformáramos con la petición de María. A la vuelta, siguiendo la costumbre de los anacoretas, llama­mos a la entrada de la gruta: nadie nos respondió; penetramos y vimos inmóvil el cuerpo de María. No teníamos nada para cavar la fosa, ni ornamentos para celebrar los funerales. Vinieron en nuestra ayuda los de la laura de Suca y así pudimos enterrarla en la misma gruta, y nos retiramos después de cerrar la entrada.» »IIe aquí lo que me contó el monje Juan —añade Cirilo—. He juzgado opor­tuno traer aquí este relato para provecho espiritual de los lectores y mayor glo­ria de Dios. ÚLTIMOS DÍAS DEL SANTO A muerte de Nonos, jefe de los origenistas, devolvió alguna tranquili­dad a los conventos. Aprovechóla Ciríaco para cambiar una vez más su gruta de San Caritón por la ermita de Susakín —febrero del 547 a diciembre del 554— . En ella conoció al joven Cirilo, que había de ser su biógrafo y que aprovechó las largas conversaciones habidas con él para re­coger documentos preciosos y circunstanciados de San Eutimio, San Sabas, San Teodosio, etc., cuyas vidas quería escribir. El buen anciano acogió a su huésped con las más vivas muestras de simpatía y ternura. Un león que se había familiarizado con nuestro Santo, era buen guardián del huerto contra las cabras montaraces y, sobre todo, contra los beduinos; esto hacía, sin embargo, que Cirilo se llegara siempre con cierto temor a ver al Santo; hubiera preferido encontrar al solitario sin tan temible portero. A los ocho años de tal vida, los religiosos de San Caritón condujeron otra vez a San Ciríaco a la gruta del fundador, donde dió descanso a su cuerpo el 29 de septiembre del 556. Tenía 109 años y había pasado 90 en la vida religiosa. Hasta su última enfermedad, asistió con asiduidad al rezo del Oficio divino y sirvió por sí mismo a los que le visitaban.
  • 261. El Martirologio romano señala su fiesta el 29 de septiembre, lo mismo que el calendario griego. No acertamos a dar por terminada la vida admirable de nuestro Santo, din acabar por donde hemos comenzado y reiterar que nos parece represen­tativa como la que más, de la que llevaron los padres y santos del desierto; vida cuyo estudio y contemplación es tan poderosamente aleccionadora y edificante, para los que vivimos en esta sociedad de movimiento, de confu-nión y de delirio. Nimbados de claridades sobrenaturales, los fundadores del ascetismo cris­tiano han aparecido durante mucho tiempo casi exclusivamente rodeados de leyendas, como seres creados por una extraordinaria fantasía para deslum­brarnos con sus milagros, con sus penitencias y con sus éxtasis. Hoy día, gracias a los estudios de los orientalistas, se sabe que no hubo en su vida ni tunta fantasía ni tanta leyenda y que, por el contrario, fué su virtud tan real como admirable. No hay que creer que se trataba de algunos grupos repartidos por las soledades de Nitria, de la Tebaida, de Judea o de Capadocia, como se ha dicho durante mucho tiempo; tiénese, al contrario, por absolutamente cierto que hubo, en algunas épocas, cientos de miles de hombres que, abandonando la existencia de las ciudades y renunciando a los placeres del mundo, lleva­ban en aquellos espantosos arenales y en sus montañas inhospitalarias una vida de perpetua lucha por la perfección espiritual. Sentían en el fondo del alma una llama que los iluminaba, a las veces, con claridades sublimes y que los incendiaba con fuegos devoradores, formando realmente una humanidad superior. Como decía y repetía casi de continuo nuestro San Ciríaco, se considera­ban estrictamente cual viajeros de este mundo, y la tierra era para ellos lugar de paso. SANTORAL Dedicación de San Miguel Arcángel, protector de la monarquía española (véase en 8 de mayo). Santos Ciríaco, monje y anacoreta; Fraterno, obispo de Auxerre; Grimoaldo, presbítero; Dadas, mártir en Persia, juntamente con su esposa y su hijo Gabdelas, en tiempo del rey Sapor I I ; Eutiquio, Plauto, Plácido, Ambuto, Tracio y Donato, mártires en Tracia. Santas Casdoa, mártir juntamente con su esposo San Dadas y su h i jo ; Gudelia, martiri­zada al mismo tiempo que los anteriores; Teodora y Heráclea, mártires en Tracia; Ripsima y compañeras, vírgenes, mártires en Armenia.
  • 262. Sepulcro del Santo en Belén Santa María la Mayor DIA 30 DE SEP T I EMBRE SAN J E R O N IMO CONFESOR, PADRE Y DOCTOR DE LA IGLESIA (331-420) CON San Hilario, que le precedió de cerca de cuarenta años, y con San Ambrosio y San Agustín, contemporáneos suyos, forma San Jerónimo el grupo ilustre de los cuatro Padres de la Iglesia latina de los siglos IV y V. Benedicto XV, ya desde las primeras líneas ili lu Encíclica Spiritus Paráclitus de 15 de septiembre de 1920, publicada t "ii ocasión del XV centenario de la muerte de San Jerónimo, declara so-l. iiincmente que la Iglesia católica reconoce y venera en este santo insigne <>il máximo Doctor que le dió el cielo para interpretar la divina Escritura», titulo magnífico que podría compendiar cualquier apología del Santo. Nució Jerónimo por los años de 331 en Estridón, en los confines de Dal-iinu- ia y Panonia. Sus padres fueron nobles y ricos cristianos. Siendo Jeróni­mo «le diecisiete años, enviáronle a Roma, para que prosiguiese el estudio de lm letras, en el que sobresalió por la madurez y profundidad del juicio, vigor ili lu inteligencia y brillo de la imaginación. Estaba prendado de los libros y •ti i'lu no poder vivir sin ellos. Por eso revolvió cuantos pudo y, merced a una hilmr diligente y constante, copiándolos de su mano, formó para sí una rica liililiulcca que llenó de admiración a sus contemporáneos.
  • 263. Las seducciones de la gran urbe arrastraron un momento lejos del buM camino al joven estudiante, que por entonoes sólo era catecúmeno; pero muy luego volvió a mejores ideas. Pidió el bautismo, y lo recibió de manos dal papa Liberio, por los años de 366. A raíz de un viaje que para estudios ma­yores hizo a las Galias llegándose hasta Tréveris, determinó renunciar mI siglo para darse de todo en todo al servicio de Dios. Desde aquel momento empezó Jerónimo su rápido ascenso hacia la santidad. EN EL DESIERTO DE CALCIS TRAS breve estancia en Aquileya, metrópoli de su provincia natali viéndose en peligro de ser perseguido por algunos enemigos, determi­nó pasar a Grecia, sin duda por los años de 372, llevándose consigo únicamente su bien surtida biblioteca. Anduvo por las provincias de Tracia, Ponto y Bitinia, y cruzó la Galacia, Capadocia, Cilicia y parte de la pro­vincia de Siria. La enfermedad le obligó a permanecer una temporada en Antioquía. Aprovechó esos días para oír a los varones más sabios en la cien­cia de la Sagrada Escritura, y en particular a Apolinar, obispo de Laodieea, el mismo a quien más adelante combatió el Santo en el Concilio de Roma. Apenas repuesto, se fué al áspero y apartado desierto de Caléis, dond* permaneció por espacio de unos cinco años. Para poder desentrañar mejor el sentido de la divina Escritura y al mismo tiempo refrenar los ardores y ape­titos de la juventud, se hizo discípulo de un monje judío convertido, que le enseñó las lenguas hebrea y caldea. «Del trabajo que esto me costó; de la» dificultades que tuve; de las veces que perdí la esperanza de salir con ello, y de las que lo dejé y torné a comenzar, por el deseo y ansia de aprender, y» que lo pasé soy buen testigo, y los que lo vieron y viven conmigo lo son también. Doy gracias a mi Dios que me deja coger los dulces frutos de rali tan amarga como es el estudio de las lenguas». Hasta aquí lo que dice en una de sus cartas. Para sujetar su carne, se acostaba en el frío suelo, lloraba y gemía día y noche, ayunaba semanas enteras. Con tantas oraciones y lá­grimas logró total victoria, y aun de aquellas tentaciones sacó más acrisolada santidad. Las disputas disciplinarias y dogmáticas que tenían por entonces dividida la Iglesia de Antioquía, le obligaron a pasar a dicha ciudad por los año* de 377. Cedió a las instancias del obispo Paulino y consintió en ordenara* presbítero por mano de aquel prelado el año de 378; pero se reservó la facul­tad de volver al yermo y vivir como monje, para no contraer compromiso» con ninguna iglesia particular. Así, el año de 380 vérnosle en Constantinopla, discípulo de San Gregorio Nacianceno. El año de 382, al renunciar San Gre-
  • 264. g c i l i i i i I episcopado para retirarse a Arianzo, Jerónimo dejó a Constantinopla l Ihirlió para Roma, donde el papa San Dámaso había convocado un Conci- IIh c o n t r a los apolinaristas. SEGUNDA ESTANCIA EN ROMA SECRETARIO del Concilio había de ser San Ambrosio, obispo de Milán, con asentimiento unánime de la asamblea; pero enfermó estando ya para dar principio a los trabajos de su cargo. Buscaban los Padres un • ui>l<’iite, mas no lo hallaban. Levantóse entonces el papa San Dámaso, llamó •• Irrónimo que estaba humilde en el último asiento, lo presentó a la asam- Moi, y esta le proclamó a una voz para reemplazar al enfermo. Difícil tarea Ii incumbía, porque además de sostener la lucha contra los apolinaristas, ••.iliiti de traerles al arrepentimiento. Los herejes se defendieron porfiada-iniiilc en varias sesiones; pero con tan convincentes razones los apretó el Hiuiio, que acabaron firmando el formulario presentado por el Concilio. l'.Htc triunfo le granjeó la confianza del Pontífice, el cual le tomó como •■■Telurio y arcediano. Por orden del Papa emprendió este insigne doctor ln uliru cumbre de su vida, la traducción de los Sagrados Libros, que con el nombre de «Vulgata» adoptó oficialmente la Iglesia. Redactó asimismo la i «irespondcncia oficial del Pontífice; pero, por desgracia, hase perdido esta luirle de sus obras. Nada mudó el antiguo solitario de su tenor de vida en el nuevo estado; llevaba hábito de monje y ayunaba como en el yermo. Impulsadas por el ‘•nulo, algunas doncellas y viudas se agruparon formando congregaciones iiiniiásticas alrededor de unas cuantas señoras y matronas principales de niililc linaje y santísima vida, como Paula, Marcela y Eustoquia. Ante este ■ •cogido auditorio declaraba San Jerónimo los pasos más dificultosos de las Divinas Letras, con tanto aprovechamiento de aquellas virtuosísimas muje-in , que muchos sacerdotes iban a consultarlas para resolver las más intrin-niiliis cuestiones exegéticas. Merced a esta saludable influencia del Santo, iili>unas damas nobles dejaron el siglo para llevar vida escondida en Cristo. I>e su correspondencia con ellas nos quedan muchas cartas repletas de doctrina espiritual y escrituraria. San Jerónimo sabía infiltrar en sus hijas • I culto y amor a los Libros Sagrados que le consumía. La carta de Eustoquia, Imito por la amplitud de la materia como por la solidez del fondo, constitu­ye un verdadero tratado sobre la excelencia de la virginidad, y un código de ral y ascetismo para uso de las doncellas consagradas a Dios. Murió el papa San Dámaso a 11 de diciembre del año 384, cuando hacía •Al» tres años que ae hallaba Jerónimo en Roma. Los libertinos y vividores,
  • 265. los captadores de testamentos, cuya infamia había puesto de manifiesto el Santo con elocuencia mordaz, comenzaron entonces a levantar cabeza y ■ burlarse del secretario del Papa propagando contra él negras calumnias. Pero, como en ellas estaba interesado el honor de Paula y de su hija Eusto-quia, el insigne Doctor llevó aquel asunto ante el prefecto de Roma, y los calumniadores fueron condenados a pública retractación. No quiso Jerónimo sacar provecho alguno de aquel ruidoso triunfo, antes disgustado más que nunca del siglo, dejó definitivamente a Roma, y el me* de agosto de 385 se embarcó en Ostia para Palestina, adonde le llevaban su» gustos y sus anhelos. Al salir de Italia envió a las comunidades de vírgenes, angustiadas con su marcha, una bellísima carta de despedida. EL SOLITARIO DE BELÉN DETÜVOSE unos meses en Antioquía, huésped del obispo Paulino, y allí se le juntaron Santa Paula, Eustoquia y otras patricias romanas que también sentían la nostalgia de la Tierra Santa. En su compa­ñía, recorrió el Santo Galilea, Samaría y Judea, visitando los lugares santi­ficados por el Salvador y de los cuales se habla en los relatos evangélicos o bíblicos. De aquí pasaron los peregrinos a Egipto, donde deseaban consolarse con la vista de las legiones de ascetas que allí servían al Señor. Volvieron luego a Belén, por el otoño del año 386, con ánimo de vivir allí en adelante. San Jerónimo, habiendo visitado los monasterios de Nitria y Escitia, tomó por asiento la cueva del Nacimiento, en Belcn. Muchos discípulos se juntaron al santo cenobita, de suerte que en breve y merced a la liberalidad de Santa Paula, se fundaron dos monasterios, uno para hombres y otro para señoras. San Jerónimo dirigió el primero; Santa Paula, el segundo. En vez de ocupar el tiempo trenzando palmas y tejiendo cestos, como los solitarios de Tebaida, el ilustre Doctor siguió estudiando el hebreo, caldeo y siríaco, y acabó de traducir la Biblia del texto original. Para dar a su obra todo el perfeccionamiento necesario, acudió San Jeró­nimo a la ciencia de los rabinos de Tiberíades y de Lida, no sin escándalo de sus enemigos: «El secretario del papa Dámaso —decían— se ha trocado en digno miembro de la sinagoga de Satanás; a ejemplo de los judíos, amigos y maestros suyos, prefiere Barrabás a Jesucristo». Y por cierto que entre los rabinos había un doctor que Jerónimo llama indistintamente Baranina y Barrabás, y del cual dice que, por miedo a sus correligionarios, era «otro Nicodemo» que solía ir a ver a su discípulo amparado por la oscuridad de la noche. Estas malévolas calumnias no detuvieron el gran concurso de fieles que
  • 266. RETIRADO en la gruta de Belén, llevando una vida de extre­mada pobreza y austeridad, San Jerónimo emplea los teso­ros de su sabiduría, de su portentoso talento y de su pasmosa laboriosidad, para ilustrar a la Iglesia con sus escritos sobre las Sagradas Escrituras. 20. — v
  • 267. iban a ver a los solitarios de Belén. El inmenso hospitium por él edificad® era insuficiente, y así escribió en una carta: «Parece que Roma entera se ha dado cita en Belén; a José y María, si volviesen, costaríales hallar albergue tanto como la primera vez». Los solitarios trabajaban y comían separados unos de otros, pero rezaban juntos, y juntos cantaban el Oficio divino en la cueva del Nacimiento. JERÓNIMO Y EL ORIGENISMO EL presbítero Rufino de Aquileya dirigía a la sazón el famoso monaste* rio del Monte Olivete, poco distante de Jerusalén. Rufino había sido gran amigo y admirador de Jerónimo; pero la cuestión del origenismo, que entonces perturbaba el Asia, fué ocasión de que entre ambos amigos M levantase apasionada polémica y sobreviniera irremediable rompimiento. Los discípulos de Orígenes, exagerando sus doctrinas, sostenían que jamáa debe tomarse la Sagrada Escritura en su sentido literal; que no era sino un símbolo perpetuo, cuyo verdadero secreto revela el Espíritu del Señor a cada uno, según su mérito y su saber. Violentos contradictores se levantaron con­tra esta errónea doctrina; pero ellos mismos pasaron la raya y cayeron en la opuesta exageración, pretendiendo que todo en la Sagrada Escritura habí* de tomarse a la letra. Hasta llegaron a sostener que de tal modo reproducía el hombre la imagen y semejanza de Dios, que el mismo Dios era realmente el tipo sustancial del hombre. A estos acérrimos adversarios del origenismo Ies llamaron antropomorfitas. Por el tiempo en que la agitación llegaba a su colmo, conviene a saber, por los años 393 ó 394, uno de los antropomorfitas más exaltados, el monje Aterbio, pasó por Jerusalén, y acusó públicamente de origenismo al obispo Juan y a los presbíteros Rufino y Jerónimo. Hubo de esto grande escándalo en toda la provincia. Jerónimo se hallaba en trance apuradísimo por acusarla ambos bandos. Juan, obispo de Jerusalén, fulminó anatema contra el mo­nasterio de Belén. Rufino fué más ducho; supo ganarse la benevolencia del obispo, y nadie volvió a molestarle. El Santo obedeció al obispo Juan, no obstante ser la sentencia injusta. Los solitarios de Belén quedaron privados de la comunión por espacio de muchos meses como si fueran infieles; se les prohibía entrar en la iglesia, y no se les enterraba en cementerios cristianos. * Estos injustos rigores conmovieron a los católicos de todo el mundo. San Epifanio, obispo de Salamina, promulgó enérgica protesta. El Pap* estaba ya a punto de fallar en el asunto, cuando el obispo de Jerusalén, asustado por el sesgo que tomaba aquel negocio, Uevó la causa ante el
  • 268. l>u(r¡arca de Alejandría, Teófilo, conocido partidario del origenismo. Ansio- •ii mente se esperaba la decisión del patriarca, y Teófilo mudó de repente de i>|iinión, condenó los errores de Orígenes y se declaró en favor de Jerónimo. No se atrevió Juan de Jerusalén a resistir a la autoridad del metropoli-t nti«>; levantó el entredicho al monasterio y, para evitar nuevos conflictos, rugió a Jerónimo que aceptase el título de párochus de Belén. Ambos se reconciliaron por los años de 397. También Rufino se reconcilió con el solitario de Belén, pero fué cosa de Im ic o s días. Pronto, en efecto, se rompió la concordia entre los dos monjes n raíz de la publicación que hizo en Roma Rufino de una traducción del l ’rriarchón de Orígenes y de sus Invectivas contra Jerónimo. Éste respondió eon una Apología. San Agustín deplora el incidente en estos términos: «¿Qué corazones se atreverán ya a descubrirse el uno al otro? ¿Hay mnigo verdadero en cuyo pecho pueda uno sin temor derramar su alma? Dónde se halla el amigo que el día de mañana no pueda trocarse en enemigo, si entre Jerónimo y Rufino ha sobrevenido la discordia que deplo­ramos? ¡Oh miserable condición de los mortales, digna de compasión y liistima! ¿Qué cuenta tendremos con lo que aparenta ser el alma de los mnigos, no estando ciertos de lo que será en lo venidero?» JERÓNIMO Y SAN AGUSTÍN AS relaciones que tuvo Jerónimo con San Agustín merecen ser traídas. Fueron meramente epistolares, con harto pesar y sentimiento de Agustín, que se quejaba de la larga distancia entre Hipona y Belén, y de la lentitud de los correos que llevaban sus cartas. «Dos escritos tuyos que han venido a mis manos he leído —le dice—, y los he hallado tan ricos y llenos de cosas, que no querría, para aprovecharme en mis estudios, sino poder estar siempre a tu lado. Pero porque no puedo hucer esto, pienso enviarte algunos de mis hijos en el Señor, para que los enseñes, dado caso de que me respondas. Porque yo conozco que no hay en mí, ni puede haber ciencia de las divinas Letras como veo que hay en ti. La poca que tengo la reparto a los fieles. Darme yo a ese estudio más asiduamente que lo pide la instrucción de mi rebaño, se me hace imposible por mis ocupaciones de obispo.» La estima constante que mostró el obispo de Hipona a quien le llamaba «su hijo en la edad, su padre en dignidad», el respeto y miramiento con i|uc le trataba cuando juzgaba no deber rendirse a las razones del ilustre exegeta, hicieron su amistad inquebrantable. «No haya entre nosotros sino hermandad pura y limpia —responde Jeró­SAN
  • 269. nimo a Agustín a propósito de la conclusión de la controversia que tuvieron sobre la conducta de Pablo y Cefas en Antioquía—; enviémonos solamente mensajes de caridad. Ejercitémonos en el terreno de las Escrituras sin ofendernos uno a otro.» Y, efectivamente, ambos amigos pelearon juntos hasta el fin, en defensa de la fe católica y con el admirable acierto de que la historia nos habla. ÚLTIMAS PRUEBAS SIGUIÓ Jerónimo ayudando desde el fondo de su retiro a la noble causa por la que tanto había ya padecido. Venciendo todas las difi­cultades, prosiguió la traducción y comentarios de la Biblia. Todas las Iglesias de Occidente adoptaron aquella versión. Pero en medio de tantos trabajos, tuvo que sostener otras peleas. Nuevos herejes se levantaron contra el dogma católico y, principalmente, el famoso Pelagio. San Agustín había de dar el golpe mortal a aquel adversario; pero el solitario de Belén era muy celoso de la verdad para permanecer indiferente e inactivo en aquella pelea. Con todo el vigor de su ingenio se levantó contra los pclagianos que eran ya muchos en Palestina. Impotentes para responder con sólidos argumentos a la dialéctica de Jerónimo, los herejes echaron mano de la violencia para deshacerse de su contrario. Una noche del año 416, cayeron sobre el monasterio de Belén, a la cabeza de una tropa. Los siervos de Dios fueron maltratados y un diácono muerto. Prendieron fuego a los edificios del monasterio; las reli­giosas y los monjes tuvieron que refugiarse a toda prisa en una torre cercana al convento. Nada hizo Juan de Jerusalén para reparar aquel desastre; fué menester que el papa San Inocencio I interviniese enérgicamente cerca de los obispos de Palestina en favor de los perseguidos. Jerónimo sobrevivió a este atentado, pero fué para sufrir una de las mayores pruebas de su vida. A fines del año 418 ó principios del 419, murió Eustoquia, que había sucedido a su madre Santa Paula en la direc-ción del monasterio de Belén. Tras este golpe, añadido a tantos otros, y al agotamiento de fuerzas causado por su vida de mortificación y trabajo, el santo anciano fué desfalleciendo poco a poco. Apenas podía hablar; no podía moverse en la cama para instruir a los monjes, sino asiéndose a una cuerda colgada del techo. Dió su espíritu al Señor a los 30 días del mes de septiembre del año 420, según el cardenal Baronio, siendo de cerca de noventa años de edad. «Dícese que el mismo día estaba San Agustín meditando en su celda sobre la gloria que circunda las almas de los santos. Iba ya a escribir a
  • 270. Sun Jerónimo de este asunto, cuando oyó una voz celestial: «Agustín, Agustín —decía—, ¿en qué piensas?... Espera un poco, pero no intentes lo Imposible mientras no hayas terminado tu carrera en este mundo.» —¡Oh tú que eres tan feliz y tan excelso, que corres con tanto ardor ■i los goces celestiales, y cuyas palabras son tan suaves para mi corazón, ■ l.iiiie el que no pueda yo dudar de lo que te oigo decir! —Soy el alma del presbítero Jerónimo —repuso la voz—. A esta misma hora, he dejado la carga de la carne en Belén de Judá; ahora acompaño a It'Niicristo y a toda la corte celestial. Prosiguiendo esta celestial conversación, el alma predestinada descubrió ii I obispo de Hipona el estado de las almas bienaventuradas.» Se enterró su sagrado cuerpo en una cueva de Belén, cerca de la del Nucimiento, y luego fué trasladado a Roma y colocado en la iglesia de Smita María la Mayor, debajo del altar del Santísimo. Esta traslación se nuiiciona en el Martirologio el día 9 de mayo. Ningún Santo ha dado tan poco fundamento a las leyendas como el Doctor dálmata, puesto que conocemos toda su vida. No obstante, con­viene señalar la admirable aventura del león herido que, curado por el Santo, defendió luego a los monjes de Belén y les ayudó en las labores del campo. En el famoso cuadro del Doménico que hay en la pinacoteca del Vaticano, iipurece el león acostado junto al lecho mortuorio del Santo. No sin causa simboliza la pintura con un león a San Jerónimo. ¿Qué l’udre de la Iglesia se puede comparar tan justamente al león de la fábula, de la poesía y aun de la historia natural como el solitario de Belén? Intré­pido y generoso fué San Jerónimo; dió el rostro a sus adversarios sin contar * 1 1 número ni medir sus fuerzas; y, si a las veces lanzó rugidos espantosos, si tuvo estrepitosas iras, fueron sus rugidos gritos de un alma enamorada y ansiosa de la verdad, y fueron sus iras arrebatos de su amor. SANTORAL Santos Jerónimo, confesor y doctor; Honorio, arzobispo de Cantórbery; Grego­rio el Armenio, de la familia de los Arsácidas, obispo; Leodomiro, obispo de Chalons, y Antonino, de Meaux; Ismier o Ismidón, canónigo de Lyón y obispo de Die, muerto en 1115; Lauro, abad; Leopardo, mártir en Roma; Víctor, Urso, Antonino y algunos compañeros, soldados de la Legión Tebea, mártires. Beatos Conrado, abad cisterciense y cardenal; Benito, cisterciense de Moreruela; Juan de Montmirail, cisterciense; y Juan de Gante, ermi­taño. Santa Sofía, madre de las santas vírgenes y mártires Fe, Esperan­za y Caridad.
  • 271. DIA 1.2 DE O C T U B R E S A N R E M I G I O OBISPO DE REIMS, CONFESOR (436-532) DIOS nuestro Señor, como guía providente de los pueblos, síguelos a lo largo de los siglos con celo amorosísimo y paternal para proveer oportunamente a sus necesidades. Porque si bien son los hombres quienes, en uso de la propia libertad, van escribiendo una a una las páginas de la Historia, descúbrense en ésta evoluciones de carácter general en cuyo punto de origen aparece innegable la divina asis­tencia. Y es que, en un momento crítico para los intereses del mundo, el Cielo ha querido retraer a su cauce natural la marcha desviada por el influjo ile los humanos errores. Pero, no rompe Dios nuestra libertad: limítase a poner a nuestro lado ulgiin lazarillo, a fin de que, percatados de nuestro extravío y falsa orien­tación, podamos seguir los rumbos salvadores en pos de él. Son incontables los casos en que pudiéramos comprobarlo; y bastaría reducir tales movimientos a su fuente inicial para encontramos con el conductor inspirado, que es, a veces, una figura de mínima apariencia histórica, y otras, en cambio, un personaje de primera magnitud. Un ejemplo típico de ello lo tenemos en San Remigio, obispo de Reims.
  • 272. NACIDO PARA GRANDES COSAS REMIGIO, descendiente de muy noble y antiguo linaje, nació en Laon, ciudad del país de los Suesones, en las Galias, allá por los años de 436. Fueron sus padres Emilio, señor de aquel territorio, y Celina, mujer piadosísima a quien la Iglesia ha concedido el honor de los altares y a quien venera el 21 de octubre. Tanto uno como otra, resplandecían por sus prendas personales de virtud y por su generosidad en favor de los pobres, a ios que consideraban como hermanos. De cómo cumplieron ambos con los deberes que la paternidad les impo­nía, habla elocuentemente el hecho de haber tenido dos santos entre sus hijos: San Principio, que llegó a ser obispo de Soissons, y nuestro biografiado. Por aquel entonces, sufría la nación francesa una ruina moral que abarcaba a todas las capas sociales. No había desorden que no apareciera justificado; y aun entre los que, por su carácter o dignidad, debieran ser espejo de costumbres y pureza de vida, aceptábanse los escándalos como necesidades de la época o en categoría de males menores. Hubiérase dicho que pesaban sobre el pueblo las maldiciones de lo Alto. Las almas buenas clamaban pidiendo para su patria el perdón y la en­mienda; temían que el Señor, en respuesta a tanto pecado, apretara aún más en su castigo y se perdieran para la eternidad tantos prevaricadores. Entre los que con ardiente caridad importunaban al cielo, estaba Mon­tano, solitario fervorosísimo, cuya vida era un ejemplo para la región y un vivo reproche para la perversidad o indiferencia de muchos. Dolíase el santo penitente de aquel abandono en que el Señor parecía haber dejado a los hombres, e imploraba suplicante las misericordias divinas. Orando estaba cierta noche, cuando tuvo una revelación que le llenó de consuelo. Dios nuestro Señor le indicaba claramente que pronto vendría al mundo el que traía la misión de paz y salvación para el pueblo galo, y cuál sería el hogar honrado con aquel hijo de bendición. Gozoso San Montano por aquella nueva, corrió a comunicar a Celina que ella sería la madre de aquel vástago glorioso. Aunque de momento no quiso ella creer posible tanta felicidad por ser casi ancianos ambos con­sortes, rindióse al fin a la palabra del fidedigno mensajero y preparóse a esperar el cumplimiento de los planes divinos. Una prueba le daba Montano: quedaría él ciego, y sólo recobraría la vista por un milagro que la misma Celina habría de realizar en cuanto hubiera terminado la crianza del nuevo hijo. Todo se cumplió exactamente, y los padres de Remigio comprendieron que el cielo tenía grandes designios para la criatura.
  • 273. OBISPO A LOS VEINTIDÓS AÑOS O tardaron en revelarse en el niño prendas de su futura santidad. La dulzura de su carácter, decididamente inclinado hacia cuanto significara amor al prójimo, y el extraordinario apego con que se ■liilm a los ejercicios de virtud, hicieron que se le admirase ya casi desde la cuna. Sus felices padres, ganosos de corresponder al honor que el Señor Ir» hiciera, pusieron de su parte todos los medios a fin de favorecer en Nnnigio el desarrollo de la rica espiritualidad con que su corazón se mani-liiluba. Gracias a esta providencia, pudo el niño crecer rápidamente y sin iitorhos en virtud y en santidad. Completaron su propia obra proporcionándole buenos maestros, y, como «*l discípulo fuera de por sí aficionado a las letras y al recogimiento, apro-vrchó grandemente en los estudios, de manera especial en las lecciones de luí Libros Santos de los que sacaba razones y fuerzas para afirmarse' más v más en sus propósitos de lograr la perfección. Ya por entonces había empezado a cundir la fama de los grandes méri-lim de Remigio. Y como su categoría social y las gracias de su juventud concurrieran para crear en torno suyo un ambiente de admiración que no Ir agradaba, decidió cortar con semejante peligro y huyó a una apartada «oledad. Permaneció en ella entregado al ejercicio de la presencia de Dios V u penitencia rigurosísima hasta que cumplió los veintidós años. Era el 458. Había muerto Bennado, arzobispo de Reims, y todos, clero y pueblo, cual si se hubieran convenido, aclamaron para sucederle al joven miacoreta. Alborotóse Remigio con tales noticias y se negó desde luego a uccptar el cargo. Insistieron aquéllos en su decisión sin hacer caso de las razones alegadas por el elegido, que pretendía ser excesivamente mozo y de IHica ciencia. Como no le valieran tales pretextos, acogióse a los cánones, Ion cuales exigían para la consagración episcopal no menos de treinta años. Tampoco quisieron aceptarle tan legítima defensa, por parecerles que la mintidad innegable de Remigio supliría con creces la poca edad, y tomaron n pedirle que, para mayor gloria de Dios y bien del pueblo, tomara sobre •i la pesada carga que le ofrecían. En estas discusiones andaban uno y otros, cuando un rayo de divina luz. vino a posarse sobre la frente del Santo y a iluminarle el rostro, como •i el cielo hubiera querido demostrar que también aprobaba la elección. Al ver aquel maravilloso testimonio, hiciéronse aún más clamorosas las Instancias. Entendió Remigio que ya no podía oponerse a lo que el mismo Oíos parecía refrendar, e inclinóse a recibir el inesperado yugo.
  • 274. OBISPO SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS ASI, pues, fué consagrado obispo cuando corría dicho año de 458, Desde aquel mismo instante, ya no pensó Remigio sino en cumplir con infatigable caridad los deberes que su función le imponía. Y fué un padre para los menesterosos, que acudían a su casa con entera libertad y seguros de hallar en ella excelente acogida. Pastor celosísimo, velabii con exquisita atención por los intereses de su rebaño, sin que hubiera razón ni disculpa alguna que le apartara de su deber. Y, aunque se daba de llenu a sus obligaciones episcopales, jamás se descuidó a sí mismo, porque en­tendía que la propia santificación, a más de llenar una necesidad personal ineludible, tendría que redundar muy luego en beneficio del prójimo. Su palabra, briosa y elocuente por naturaleza, volvíase de fuego cuando trataba las cosas de Dios. Y si era espontáneamente eficaz en el corazón de los oyentes, tomábase irresistible por la vehemencia interior que lu inspiraba y porque era reflejo de una vida irreprochable y santa. Nunca es lección perdida la lección del ejemplo. Harto bien lo entendía el santo obispo, y, como fuera aquélla una época de tanta depravación moral y tan escasa en valores espirituales, pugnaba por rehabilitar lo* derechos de Dios, pero no ya sólo con la fuerza argumental de la razón, palanca deficiente para mover voluntades contrahechas por el vicio, sino con el discurso irrefutable de la propia conducta. Por disposición divina, habíale tocado en suerte una misión de campo muy extenso, puesto que su ministerio debía llegar mucho más allá de 1h jurisdicción episcopal propia; y, por tener que llevar tan lejos la luz del divino apostolado, era necesario levantar más y más el edificio de la propia perfección. Pero, no le dolían prendas al apóstol de Cristo. Acostumbrado a la» comodidades de un hogar rico, no había titubeado en elegir como nueva residencia el desierto con todas sus privaciones. Poco había de costarle, yit en plan de adelantamiento espiritual, seguir aquella vía de mortificación que se impusiera. Con tal fin, desterró de su casa cuanto podía servir al regalo de los sentidos; e hizo de la abstinencia un modo de vida; y trabajó con teso­nero afán sin darse otro descanso que el indispensable. Aun en el trabajo de visitar su vasta diócesis, nunca consintió en des­cargarse en hombros ajenos. Ni las preocupaciones ni los años fueron capaees de rendir su voluntad en este punto, pues, como buen pastor, juzgaba indispensable el personal conocimiento de su grey para mejor orientarla y para proveer atinadamente a sus necesidades.
  • 275. CUANDO San Remigio administraba el Bautismo a Clodoveo, verdadero fundador del reino de los francos, pronunció estas palabras que ha hecho célebres la Historia: «Dobla tu cerviz, orgu­lloso sicambro, y en adelante adora lo que has quemado y quema lo que has adorado». uMitis, depone collar, sicámbern.
  • 276. EL DON DE MILAGROS DIOS nuestro Señor acompañaba al santo obispó en todas sus obras, como lo demuestra el sinfín de prodigios que por su medio obró. No ya algunas, sino muchísimas veces fueron testigos, el pueblo y los acompañantes de Remigio, de aquella asistencia divina. Y se hizo pro* verbial su fama de taumaturgo hasta el punto de que las gentes acudían a él como a seguro remedio. Y el siervo de Dios se vió en apurados tranoM para salvar su humildad sin menoscabo de la caridad que le reclamaba. Un hombre de quien el demonio se había apoderado, y que duranl» mucho tiempo quedara ciego a causa de esta posesión, recobróse totalmente no bien el Santo hizo oración sobre él. A cierta joven, también endemoniada, lleváronla sus padres a San Benito para que la sanase. Remitióla éste a su vez al obispo de Reims, «porque él —decía— habrá de curarla». No bien leyó Remigio la misiva del santo patriarca, quedó profundamente turbado; y, como de ninguna manera que­ría acceder por juzgarse indigno de alcanzar de Dios tal favor, rogáron­le los padres de la posesa con tan vivas instancias, que acabó por ponen* en oración; y, apenas lo hizo, quedóse ella libre de su atormentador. Pero sucedió que la doncella murió poco después y, ante las lágrimas de lo* afligidos padres, tornó el Santo a implorar al Señor y volvióla a la vida. Habiéndose declarado un gran incendio en Reims, al no hallar los vecino* medio de combatirlo, acudieron a su amado pastor, que andaba por enton­ces ausente de la ciudad, y suplicáronle viniera a poner remedio. Vino él muy luego y, después de haber hecho oración en la iglesia de San Nicasio, antecesor suyo en la sede remense, fuése al lugar por donde el incendio avanzaba. Llegado allí, imploró nuevamente el auxilio de lo Alto, y entróse hacia el fuego. Las llamas, como temerosas de tocar su persona, dieron en retirarse delante de él hasta que se extinguieron del todo. Otro día, como a sus acompañantes les faltara el vino y vinieran a implo­rarle, compadecióse Remigio de ellos y, lleno de infinita y amable caridad, púsose en oración. Al punto, las cubas, que estaban completamente vacían, aparecieron colmadas, con no pequeña sorpresa de quienes fueron testigos. Otros muchos prodigios obró el Señor por la mediación de su siervo, y aun después de su muerte siguieron produciéndose abundantes junto a su sepulcro; que así quería demostrar cuán bien eran recibidas en su divino acatamiento las oraciones y súplicas de quien había hecho de su vida un perfecto holocausto en aras de la caridad, y de todas sus acciones un maravilloso ejemplo digno de perpetua recordación.
  • 277. CONVERSIÓN Y BAUTISMO DE CLODOVEO I, hecho más notable en la vida de Remigio, fué la conversión de Clodoveo al Cristianismo. Y decimos el más notable por las felices y trascendentales consecuencias que de ella se siguieron para la vida >li lu nación. Clodoveo, rey entonces de los francos, aunque casado con Niiiitu Clotilde, era y vivía como gentil. Su santa esposa, que había tra-liiijiido mucho para traerle a la fe, sólo había conseguido de él permiso '•iini bautizar a sus hijos. No obstante, sentíase cada vez más inclinado Iniriii aquella Religión cuyos principios morales tenía repetida ocasión de Hilmirur en la propia casa. El Señor, siempre propicio para las almas noble-iiK nte encaminadas, preparaba así los caminos para aquel a quien pronto «irptiiría en su Iglesia. I.us guerras, efecto natural de la evolución que el mundo sufría por aque- IIc 1 1 tiempos, ocupaban gran parte de las actividades de Clodoveo. Por los míos de 496, vióse frente a los atamanes, que habían invadido la Galia. I.os primeros encuentros con ellos habíanle sido desastrosos, y, cuando 1 1 duque de Orliens, su consejero —que era cristiano— , le propuso invocar ul verdadero Dios, hizo Clodoveo voto de convertirse a nuestra santa Reli-i( I i i i i si «el Dios de Clotilde» le daba la victoria. Venció y rindió efectiva­mente a los alamanes, cuyo rey pereció en la batalla. Fiel a su promesa, no bien regresó de su campaña comenzó a instruirse. I-Hé su primer maestro San Vedasto, quien luego le remitió a Remigio para ■ I no completara aquella preparación y le administrara el bautismo. Para la solemne ceremonia, que debía cumplirse en Reims, quiso el •iinto obispo desplegar extraordinaria pompa. Profetizó luego lo que había ilo suceder al rey y a sus descendientes y cómo los acompañaría la felicidad «i se mantenían fieles a Dios. Durante el acto faltaron los santos óleos. Remigio pidió al Señor prove­yese aquella necesidad, y luego apareció una paloma blanquísima. Traía en ■ I pico una ampolla con el crisma, y púsolo en manos del Santo. Este milagro llenó de admiración a los presentes, que hubieron de reco­nocer la asistencia divina en aquella solemnidad. Al mismo tiempo que Clodoveo, bautizáronse una hermana suya y tres mil guerreros francos. Fué aquél el núcleo inicial de un grandioso movi­miento que alcanzó a toda la nación. Y, si bien es cierto que el rey no consiguió dominar totalmente su brioso carácter, no lo es menos que, después ile su bautismo, cambió fundamentalmente en sus relaciones con las cosa* •le Dios, como quedó demostrado en su absoluto respeto hacia los prelados.
  • 278. SOLÍCITO POR EL BIEN DEL PUEBLO A inagotable caridad de Remigio llevábale a atender no sólo al bien espiritual de sus fieles sino aún a aquellos aspectos materiales il* la vida que se relacionaban con su bienestar. Cualquier punto tenia importancia para su corazón paternal si de él podían derivarse situaciones incómodas; porque, como se observa en la vida de los santos, son ellos tan sobrios y exigentes para consigo mismos como espléndidos y amables paru con los demás. En cierta ocasión, supo por revelación divina que habría de sobrevenir al país gran necesidad y hambre, y púsose en seguida al trabajo, a fin de acopiar trigo en graneros preparados especialmente para aquella ocasión. No faltaron gentes ruines que, ante aquella inusitada actividad, hicieron correr el ruido de que el Santo, atacado por una repentina codicia, *<' proponía acumular aquella riqueza para después explotar al pueblo. Y, res­paldados en tan infame calumnia, aprovecharon una ausencia del celoso pastor para prender fuego a los almacenes. Pronto le llegaron correos con el aviso de semejante desgracia. Como andaba de por medio el interés de sus hijos, corrió a ver si aun podíu salvarse algo, pero ya el fuego había alcanzado a todo. No se inmutó por ello; antes, acercóse a la inmensa hoguera para calentarse —pues él er« anciano y hacía por aquellos días mucho frío— y dijo luego muy sosegada­mente: «Dios se encargará de castigar a los culpables; porque esto que han quemado se lo quitan a los pobres». Y así sucedió, en efecto: los que partí-ciparon en el criminal suceso quedaron quebrados, lo mismo que sucedió después con sus hijos. Otros casos hubo en que gente de poca conciencia se apoderó injusta­mente de los bienes que, para los pobres y para el sustento de sus ministro*, iba guardando el Santo. En ninguno de ellos se hizo esperar la divina justicia; y así, algunos de tales desaprensivos vinieron a quedar en total miseria a poco de cometer su fechoría; y a los que se habían adueñado de tierras, o se les volvían éstas estériles para el cultivo, o se encar­gaban los elementos de arrasar las cosechas antes que pudieran aprove­charlas en nada. Todos estos ejemplos con que el Señor autorizaba la misión de Remigio, al mismo tiempo que aureolaban al santo pontífice, daban eficacia a nu labor pastoral y enriquecían su influencia. Jamás quiso aprovecharse d« ello para su propia gloria, a la que tan gustosamente había renunciado, y lo volcaba en beneficio directo de cuantos vivían encomendados a su caridad.
  • 279. SU MUERTE. — CULTO Y RELIQUIAS DIOS prueba a sus elegidos cual si el dolor fuera piedra de toque para reconocer la verdadera santidad. Era ya Remigio un vene­rable anciano cuando le sobrevino la ceguera. Aquella grave difi-mllad, que él aceptó con ánimo sereno y alegre, no le impidió seguir ‘ilriidiendo su trabajo en cuanto aquel estado se lo permitía. Como lámpara ■|iir se consume hasta el último resplandor, quería él mantenerse en su línea ■Ir combate hasta el suspiro final. Volvió, sin embargo, a recobrar la vista, pero el organismo iba debi-lii midose más y más. Cuando sintió próxima su muerte, despidióse terní- •iimimente de su pueblo, luego de darle los consejos últimos, y pidió en •rguida los Sacramentos de la Iglesia. Recibiólos con extraordinaria devo­ción y, mientras estaba en dulcísimo coloquio con el Señor, voló su alma ■i la eterna recompensa. Tenía el santo prelado noventa y seis años y había iIulH-rnado su diócesis por espacio de setenta y cuatro. Ocurrió su muerte ■ I día 13 de enero de 532. El cuerpo del Santo permaneció en un principio en la abadía de los be­nedictinos, donde recibió el fervoroso homenaje de cuantos le conocieran • n vida. De allí lleváronle más tarde a la catedral de Reims, solemnidad •|iic. per haber coincidido con el 1 de octubre, hizo se fijara en ese día l>i fiesta del Santo, si bien Reims sigue festejando el 13 de enero. Aun después de su muerte cuidó San Remigio de su querida diócesis, a l.i que libró milagrosamente de una peste que venía extendiéndose por el país. I iis sagradas reliquias fueron legalmcnte reconocidas en 1803 y 1824. SANTORAL Itl Santo Avgel Custodio de España. Santos Remigio, obispo y confesor; Ursicino, obispo de Maestricht; Virilo, abad del monasterio de Santa María de Leyre (Navarra); Fivarleo, abad; Severo, presbítero; Ananías, discípulo de Nues­tro Señor Wasnón o Wasnulfo, misionero; Bavón, penitente; Remedio, confesor Platón, apóstol de Toumai y mártir; Aretas y quinientos cuatro compañeros, mártires en Roma; Prisco, Crescente y Evagrio, mártires en Tomis Verísimo, martirizado en Lisboa juntamente con sus hermanas; Domnino, mártir en Tesalónica en tiempos de Maximiano. Beatos Gaspar Fisogiro y Andrés Gioscinda, mártires en el Japón. Santas Germana, virgen y mártir; Máxima y Julia, mártires junto con su hermano Verísimo, cuando imperaba Diocleciano; Montana, virgen y abadesa.
  • 280. Moneda de Childerieo II Moneda de Ebroin DIA 2 DE O C T U B R E SAN L E O D E G A R I O OBISPO Y MARTIR (hacia 615-678) NACIÓ el glorioso e ilustre Leodegario por los años de 615. Des­cendía de familia franca de las orillas del Rin y pertenecía, por sus tíos Atabrico y Bersvinda, a las tres primeras dinastías de Francia y a las casas imperiales de Habsburgo y de Austria. Su nombre quiere decir «ilustre campeón de guerra» y un día habría de justi-lii nrlo derramando su sangre por defender los derechos de la Iglesia. Carino, »n hermano, alcanzó como él la palma del martirio en 678. Preparóles el Señor desde la más tierna infancia para tan noble destino, li'iricndo que recibieran en el hogar cristianísima educación. Su madre, Si- Uniilu, que sería también elevada por la Iglesia al honor de los altares, es-imTÓse con cariñosa solicitud para despertar en el corazón de ambos un inofiindo afecto por las virtudes y ansia de conquistar las cumbres de la per- Irri'ión. El tiempo vino a demostrar cuánto habían aprovechado tan buenas li coiones. Muerto Rodilón, padre de nuestro Santo y marido de Santa Sigrada, acu-ilió ésta a su hermano Didón o Desiderato, obispo de Poitiers, para que le m udase en la delicada tarea de la educación de sus hijos.
  • 281. DESDE LA INFANCIA HASTA EL EPISCOPADO SEGÚN costumbre de entonces, el mencionado obispo encomendó ambo* niños al rey Clotario II, el cual los admitió en palacio, los sentó u su mesa y encargó su educación a su capellán, el obispo Pictavicnse. En esta célebre escuda palatina, Leodegario y Garino avanzaron rápidamente por la senda de la ciencia y de la virtud. No tardó en brotar de un modo patente en el alma de Leodegario lii semilla de la vocación que Dios en ella había depositado, por lo cual Didón, su tío, se lo llevó consigo a su obispado de Poitiers. Más tarde, cuando las pruebas del llamamiento divino resultaron evidentes, recibióle al servicio del altar. El joven corría más bien que avanzaba por el camino de I» perfección, y llegó a ser perfecto modelo de santidad y virtud. Abriéronse las puertas del Suntuario para dar paso al nuevo ministro del Señor, y el obispo Didón, deseoso de estrechar más fuertemente los lazos que le unían con su sobrino, recibióle al pie de su trono y le entregó, junto con la túnioa de lino y la corona clerical, su parte en la herencia del Señor. A los veinte años, por privilegio especial, fué consagrado diácono, y, poco tiempo después, el obispo le nombró arcediano de su Iglesia. La ciudad de Poitiers ratificó unánime y públicamente la elección hechu por su prelado. Encargado del gobierno de las parroquias, Leodegario veló para que el servicio de Dios y la dirección de las almas fuesen llevados con método y caridad. Dotado de elocuencia persuasiva, reforzada por unu convicción profunda, el joven arcediano atrajo a las muchedumbres en torno de la cátedra de Poitiers, ilustrada, poco antes, por San Hilario, con la predicación de sus célebres homilías. Muy hábil para atender a las má* diversas necesidades, calmaba los conflictos, animaba a los buenos, intimi­daba y paralizaba a los malos. El pueblo le veneraba como a un ángel, dice un cronista de entonces, y la frase: «Dios nos ha visitado en la persomi de este apóstol», pasaba de boca en boca. Conviene añadir que al poderos» atractivo de su acción apostólica juntábanse los encantos naturales de sil fisonomía, que reflejaba la nitidez de su alma, su afabilidad imparcial y su generosidad sin límites. Luego que recibió los órdenes sagrados, hubiera podido Leodegario pre­tender los honores del episcopado; mas una voz íntima dejóse oír en el fpndo de su alma. Para evitar las seducciones peligrosas de la vanagloria, pues gozaba de gran fama entre el pueblo, tomó la resolución de retiran* a la soledad. Prefirió un monasterio pobre e ignorado, conocido con *1 nombre de «celda de San Majencio». Al poco tiempo de llegar, sus n u e v o *
  • 282. hermanos quisieron nombrarle abad del monasterio. Mas él, que había ido • ii busca de la vida retirada y oculta, negóse rotundamente a aceptar seme-l. intc cargo; sin embargo, al fin, cedió ante la orden formal de su tío Didón. Deseoso en todo de perfección, el nuevo abad quiso dar a sus religiosos nuil carta de vida monástica, por lo cual introdujo en la casa la regla de Sun Benito. Quiso Leodegario que su abadía, al par que casa de oración, Itiesc morada donde pudieran hallar refugio todos los afligidos. Al efecto, ingenióse en socorrer, a pesar de sus menguados recursos, a las víctimas ilel hambre que cundió por el año 651. Ciertas almas difunden tal resplandor en torno suyo que, a pesar de sus uluerzos para ocultarlo cuidadosamente y rodearlo de humildad, traslúcese iil exterior y atrae solicitadores de todo género. También en Leodegario tuvo riunplimiento esta ley; fué acosado por gentes de toda condición que implo­raban su apoyo o le pedían consejo. Un día recibió Leodegario la visita de ilustres delegados: de parte de la reina Santa Batilde iban a solicitar el concurso de su profunda sabiduría y a rogarle que aceptase la administración de tres reinos. Ya se adivina que Leodegario rechazó con energía semejante proposición. No se desanimó la reina e hizo apoyar sus instancias por varios obispos, rn particular por el de Poitiers. La voluntad de Dios era manifiesta y I eodegario volvió al palacio real. Batilde había quedado viuda con tres hijos, entre los cuales tenía que repartir el patrimonio real. Necesitaba un hombre de ciencia y autoridad; l eodegario, avezado a la disciplina, era el hombre más indicado para re- Irenar las ambiciones rivales, ordenar una administración firme, corregir los abusos, y dar al poder prestigio y esplendor. Consiguió grandes refor­mas: el clero fué sometido a observancia; el episcopado, glorificado en la persona de los santos obispos, y los monasterios, reformados: Pax in virtute la paz en la fuerza—; tal fué la divisa del consejero real. OBISPO DE AUTCN. — EL CONCILIO DEL AÑO 670 EN 657, quedó vacante la silla episcopal de Autún por la muerte de San Ferreol. Llegó a ser esta diócesis un verdadero campo de bata­lla en el que hombres codiciosos y bandos ardientes se disputaban el poder. La reina Batilde reunió a los obispos que formaban su consejo, les manifestó su ansiedad y, apenas hubo insinuado el nombre de Leodegario, Indos unánimemente ratificaron elección tan acertada. Una vez más, el hombre anhelante de humilde retiro tuvo que doblegarse unte la orden del cielo y aceptar los honores que no quería (659).
  • 283. Al llegar a su ciudad episcopal, detúvose el recién elegido en una de lM cuatro diaconías destinadas a la recepción de los forasteros, pasó bajo l<* soberbios pórticos, e hizo una estación en el hospital de San Andoquio, domll juró solemnemente, por los santos Evangelios, respetar los privilegios con­cedidos en otro tiempo por el papa San Gregorio. Al día siguiente, los rell* giosos, en solemne procesión, condujéronle hasta la puerta del castillo; ulll el clero secular le esperaba para acompañarle hasta la basílica de San Nuzu-rio. Acto seguido dieron comienzo las augustas ceremonias de la consagro* ción; formóse luego la comitiva que acompañó al nuevo obispo al episcopium o palacio episcopal. Fiel a su sagrado deber de velar por la pureza doctrinal de la enseñanu en la Iglesia, fué uno de los primeros cuidados de Leodegario reunir un concilio, por los años de 670. En él, publicóse un canon que condenaba ii los clérigos, diáconos y sacerdotes que no recitasen de modo irreprochabl» el Símbolo de los Apóstoles y la «fe de San Atanasio». El santo pontífice aprovechóse de la presencia de sus hermanos en «I episcopado para redactar su testamento, que todos firmaron: distribuía dti antemano su patrimonio. El celo por el culto divino le llevó a ensanchar y ' embellecer su catedral. Mandó edificar en la ciudad de Autún gran número de iglesias y monasterios y, a pesar de las devastaciones sucesivas, aun que­daban tantos que el rey de Francia Luis XII llamaba a Autún «la ciudud de los esbeltos campanarios». Procedente del palacio merovingio, nacido de nobilísimos padres y gran justiciero, el obispo de Autún fué, en toda la fuerza de la palabra, «el defensor de la ciudad», como apellidaban a los obispos de aquel tiempo. Además de edificios religiosos, mandó construir el recinto fortificado y U atalaya que la tradición designa con el nombre de Torre de San Leodegario. EN DEFENSA DEL DERECHO AL mismo tiempo que Leodegario se alejaba del palacio, un bárbarn, por nombre Ebroín, había conseguido, a fuerza de intrigas, que la nombraran mayordomo mayor de la casa real. La elección del santo consejero para el obispado de Autún favoreció la ambición de este advene­dizo. Lo más lastimoso fué que deshizo el plan de unidad monárquica suge­rido a la reina por los obispos. Childerico había sido nombrado rey por lo» leudes austrasianos a petición de éstos. En Neustria, Ebroín intentó derri­bar la regencia que le molestaba. Despidió a los obispos consejeros, e hizo matar públicamente a Cigobrando, obispo de París. La reina Batilde, no pudiendo aguantar más tales excesos, retiróse a la abadía de Chelles.
  • 284. LLEGADOS al lugar del suplicio, dice San Leodegario a los ver­dugos: «Lo que habéis de hacer, hacedlo pronto.» Al oír tales Palabras tres verdugos se postran de hinojos y le piden perdón. El otro, cual nuevo Judas que no quiere perder la paga prometida, empuña la espada y decapita al Santo.
  • 285. Ebroín veía colmados sus deseos; pero temía mucho la influencia dvl obispo de Autún sobre los burgundos, por lo que a la muerte de Clotario lili rey de Neustria, dióse prisa para proclamar en su lugar a Teodorico III, con menosprecio de los derechos de Childerico II. Por temor a las represalia*) publicó un edicto que prohibía a los burgundos la entrada en palacio. Ésto*, desafiando al tirano, se unieron con los austrasianos y proclamaron a Chil­derico II rey de Neustria y Austrasia; Ebroín, vencido en 670, tuvo (|iia mendigar un asilo al pie de los altares. Merced a la generosa intervención de Leodegario, fué recluido en hábito monacal, cual lobo revestido con piel de oveja, en santa y magnífica prisión, en la abadía de Luxeuil. Soberano de tres reinos, Childerico II Humó a su lado a Leodegario, cuya autoridad era absolutamente indispensable para restablecer el orden moral y temporal de entonces. El primer cuidado del nuevo consejero real fué regularizar la situación del rey y ponerla de acuerdo con los sagrado* cánones de la Iglesia. (Ion menosprecio de las leyes, habíase desposado rl joven monarca con su prima Bclichilda; censuró Leodegario abicrtamcnla tan singular proceder, pero el rey permaneció obstinado y el obispo se alejó de la corte. Sin embargo, Childerico sintió más tarde profundos remordí* micntos por no haber escuchado los consejos de su antiguo maestro. En aquel entonces tenían por costumbre los reyes de Francia celebrar el santo día da Pascua en una de las ciudades reales. El año 672 Childerico escogió a Autún, a mudo de reparación. Mostróse el obispo muy sensible a esta consideración, mas se mantuvo inflexible. Para mayor desdicha, tramóse entonces una conspiración en la que, según decían, el obispo de Autún había tomado partido contra el rey. Childerico, irreflexivo, suspicaz y violento, dió crédito a tan absurda calum* nia hasta el punto de decidir apelar al asesinato para hacer callar a tan temible censor de su libertinaje. La noticia llegó a oídos de Leodegario rl Viernes Santo; el digno pontífice ofreció a Dios el sacrificio de su vida, y quiso intentar el último esfuerzo para convertir al rey extraviado. Hablóle como padre, pero también como depositario del mandamiento divino. Esta libertad irritó tanto al fogoso nierovingio que rehusó asistir a los oficios divinos y pasó las santas vigilias en festines escandalosos. Al día siguiente por la noche, cuando daban comienzo las solemnidades da Pascua, es decir, el bautismo de los catecúmenos y la recepción de los peni­tentes, un tropel de gente armada penetró en la basílica; al frente de elloa iba Childerico, ebrio y dando voces: «Leodegario, ¿dónde está Leodegario?* «Aquí estoy», respondió el pontífice impertérrito. Amedrentado y anona­dado el rey por tanta dignidad, retiróse, si no convertido, por lo menoa apaciguado.
  • 286. I li-tpués de la ceremonia, Leodegario intentó por última vez convencer . •) ir y, mas este, por respuesta, le desterró a la abadía de Luxeuil. | Allí encontró el obispo a su antiguo adversario, al famoso Ebroín, que enn cobrada razón justificaba el proverbio: «El hábito no hace al monje». S in lio de nuevo a su condición de religioso ejemplar, Leodegario revivió • in iluda las horas pasadas en San Majencio. Pero, ¡ay, cuán efímera había | il> i r su felicidad! La mano de Dios castigó al monarca infiel, pues Childe-tli" m i esposa y su hijo Dagoberto, perecieron en una partida de caza • ■i rptiembre de 673. I I país, en el último extremo, volvióse una vez más al árbitro que se ' ln>i<imía a todos por la santidad de su vida y su energía en defender los ■lux-líos de todos. Una diputación de los burgundos salió para Luxeuil. • i'ii rl fin de llevarse al glorioso cautivo. Enternecióse el corazón de Leode- 4 <ino ul oír llamamiento tan afectuoso y apremiante, y se puso de nuevo ni minino para Autún. Mas con él salía también de Luxeuil el falso conver-lliln. el famoso Ebroín que, después de haber disimulado largo tiempo, se K|Hr->tuba ahora a la venganza. Aun no había llegado el santo obispo a tul mi cuando los emisarios del embustero intentaron matarle. Algunos •minios afectos al pontífice frustraron este plan infernal. M poco tiempo de llegar a su ciudad episcopal, quiso Leodegario, con 1 1 iiicntimiento de los leudes y obispos, reponer en el trono al joven Teodo-ii. n. hijo menor de Santa Batilde. Luego salió con dirección a París, en il..inli' hizo reconocer sin dificultad al joven rey. Humillado Ebroín por el litiinfo del obispo de Autún, retiróse a Austrasia con objeto de fomentar iilru rebelión. Cuando juzgó el momento oportuno, dejó el hábito de monje, que indig-imiile vestía, y cayó impensadamente sobre la ciudad de Novientum o INi'iyiit, residencia entonces de Teodorico III. Deshizo completamente a la tfiMrilia real, apuñaló a Leuderico y se apoderó del monarca. Paseó por (mili Francia a un niño al que impuso el nombre ya célebre de Clodoveo. I mil fiero león, reinaba por el terror sobre los que rehusaban someterse a tu tiranía. Sólo un hombre se alzaba ante él y era el obispo de Autún. ('uní resistir al usurpador, el defensor de la ciudad vióse obligado a orga-iii/ nr precipitadamente un ejército. Ya era hora, pues el enemigo se hallaba « lus puertas, amenazador. A pesar de la valerosa resistencia, fué preciso i'iilir ante el número y la ferocidad de los sitiadores. I'.l 26 de agosto, aniversario del martirio de San Sinforiano, hijo de Aiitiin, los enemigos penetraron en la ciudad. No obstante las súplicas de •ii liel rebaño, Leodegario rehusó ocultarse. Por última vez encaminóse a la iMli-<lral, celebró los sagrados misterios, se despidió de los fieles, y, revestido •mu lus vestiduras pontificales, entregóse él mismo a sus enemigos. A pesar
  • 287. de los gritos y protestas del pueblo, Leodegario fué llevado hasta la fa de una montaña, no lejos de las murallas de la ciudad. Mientras las hor salvajes se dedicaban al pillaje en Autún, verdugos más crueles toda< se atrevieron a poner manos violentas en el venerable pontífice. Arran ronle los ojos y le agujerearon las órbitas con hierros candentes. Tal era sangriento preludio de un largo suplicio. LA PALMA DEL MARTIRIO EBROÍN entregó el prisionero a Waimcr, uno de sus oficiales, para (|I0 le llevase a lo más recóndito de un bosque y le dejase morir dft hambre; pero el oficial del rey tuvo compasión del ilustre prisionera! La milagrosa supervivencia del mártir encendió el furor en el corazón di Ebroín. Acusó al glorioso mutilado de haber participado con su hermant Garino en la muerte de Childerico II; halláronse falsos testigos, y los do* hermanos fueron condenados a muerte. Garino, atado a un poste y azotado, sucumbió luego bajo una lluvia de piedras. Leodegario hubiera preferido ser compañero de suplicio de su hermano. Así lo entendió Ebroín y, por un refinamiento de crueldad, difirió la muerta del obispo. Lentos y agudos tormentos, atroces suplicios, nada escatimó «I tirano para infundir la desesperación en el ánimo de su víctima. Arrojaron al santo obispo a una piscina, arrastráronle sobre puntiagudas piedras, par» tiéronle los labios y le arrancaron la lengua. Ni una queja brotó de sus labio», Desesperado y vencido Ebroín llamó a un humilde personaje, por nombra Warring, y le encargó la custodia del ilustre mártir. Mucho confiaba en om carcelero, pero Warring, recientemente convertido al cristianismo, había fun­dado un monasterio en Fecamp, a orillas de la Mancha, en el que encerró al obispo cautivo. Dícese que apenas el glorioso mártir oyó el canto de Un salmos, recobró el uso de la palabra, y la muchedumbre acudió presuma* para oírle. Al cabo de dos años, quiso Ebroín acabar de una vez con su temibla adversario. Por mandato de Roberto, conde de Artois, cuatro soldados lle­varon a Leodegario a la selva de Sarcing, para darle muerte. El santo mártir señaló él mismo el lugar del suplicio, y les dijo, repitiendo las palabras dol Divino Maestro: —Hijos míos, lo que tenéis que hacer hacedlo pronto. Al oír estas palabras, tres de los verdugos imploraron el perdón de tai santo obispo. El cuarto, llamado Wadhard, no pudo resistir al aliciente del lucro; alzó la espada y Leodegario se entregó sin resistencia, bendl* ciendo por última vez al asesino. Acaeció esto el 2 de octubre del año 67H,
  • 288. RELIQUIAS Y CULTO DE SAN LEODEGARIO A esposa del conde Crodroberto recogió piadosamente los restos del cuerpo de San Leodegario, y los depositó en un pequeño oratorio, donde permanecieron dos años y medio. Los milagros y prodigios que Ihü obró en este lugar, así como los favores sin cuento que dispensó, lo .....virtieron pronto en centro de romería muy frecuentada. Religiosos Car-mi Idus se encargaron del servicio del oratorio, que en el siglo XVI fué trans- I....... en una capilla más amplia, restaurada a principios del siglo X X . I I obispo Ansoaldo ordenó a Odulfo, abad de San Majencio y probable •in rilor de Leodegario en el gobierno de este monasterio, que fuese a recoger i Ir.msportar solemnemente a Poitiers las preciosas reliquias del mártir. Du-niiilr todo el recorrido y especialmente en Tours, multiplicáronse los mila-ilins. I'l cuerpo del obispo de Autún fué colocado debajo de un altar rcsplan-d. cíente de oro, en la cripta de la iglesia de San Majencio. 1.1 culto de San Leodegario se extendió por Suiza, Alemania, Bélgica y • <i>rc¡ulmcnte por Francia, donde se erigieron muchos templos en su honor. A fines del siglo XVI la ciudad de Autún fué milagrosamente libertada ■til yugo de los calvinistas por intercesión del Santo, que, según dicen, ■i|nirecióse sobre los muros de la ciudad. En la actualidad, todavía se cuen-i. in en Francia cincuenta y cinco pueblos que llevan el nombre de este Santo. I'ur lo común, la iconografía representa a San Leodegario cubierto con la •■iltrii, revestido con los ornamentos pontificales y con el báculo en la mano. veces colocan a sus pies los instrumentos del suplicio, en especial el hacha ■le que se sirvió el último verdugo. En ciertos lugares se le invoca para con-liirur la parálisis infantil. I S a n t o s á n g e l e s d e l a G u a r d a (Véase el tomo VII: «Festividades del Año Litúrgico», página 440). Santos Leodegario, obispo y mártir; Gerino, her­mano de San Leodegario e hijo de Santa Sigrada, obispo y mártir; Juan II, obispo de Como, y Tomás, de Hereford (Inglaterra); Saturio y Teófilo, confesores, Beregiso, abad de San Huberto, en Lorena; Eleuterio y compa­ñeros, mártires; Primo, Cirilo y Secundario, mártires en Antioquía; Otrano, hermano de San Medrano, y confesor, en Irlanda. Beatos Berenguer de Peralta, confesor; Luis Giakici y compañeros, mártires en el Japón. Santas Escariberga, esposa de San Amoldo de Ivenne; y Dioteria, virgen, vene­rada en Milán. SANTORAL
  • 289. DIA 3 DE O C T U B R E STA. TERESA DEL NIÑO JESUS VIRGEN CARMELITA. PATRONA DE LAS MISIONES (1873-1897) BIEN conocida es la vida de este ángel de candor, llamado la «floreci-ta del Carmelo». Ella misma la escribió por orden expresa de su su-periora. la Madre Inés de Jesús, en 1895 y 1896, y fué publicada con el título de «Historia de un alma», el año 1898. Completada luego por los informes que facilitó la familia y los que se tomaron del proceso de canonización, constituye el principal documento de la vida de la Santa. Su padre, Luis Martín, nació en Burdeos el año 1823 y a los veinte años solicitó el ingreso en los canónigos regulares de San Agustín del Monte San Bernardo de Suiza. No pudo admitirle el prior por no haber cursado el joven los estudios de latinidad, y así, de regreso a Alen^on, prosiguió el aprendizaje de relojero que había empezado. La madre, Celia Guerín, «maes­tra de punto», de Alcngon, también trató en su día de ingresar en la Congregación de Hijas de la Caridad, pero la Superiora del Hospital de Alenfon le declaró que su vocación era vivir como buena cristiana en el siglo. Celebróse el matrimonio el 13 de julio de 1858, en la iglesia de Nuestra Señora de Alen$on. Ambos consortes practicaban sus deberes cristianos sin ostentación, pero con entereza y piedad.
  • 290. La señora Martín no tuvo vocación para esposa de Cristo como su her­mana mayor, que ingresó en las Salesas; y pues llamóla el Señor a vivir en el siglo, pidióle ella desde el comienzo numerosa prole y la gracia d« poder consagrar todos sus hijos al divino servicio. Su demanda fué oídii, pues en pocos años alegraban el hogar nueve hijos, cuatro de los cualca no tardaron en ir a juntarse con los coros angélicos; los cinco restantes te consagraron a Dios en la vida religiosa. Cada hijo era, al nacer, consagrado a M iría, y recibía en el bautismo el nombre de la Reina del cielo. Cuando la cuarta hijita, María Elena, aun de corta edad, hubo muerto, los padre* pidieron al Señor un misionero. Dos infantitos vinieron sucesivamente n ocupar un puesto en la familia; pero, al igual que la niñita que les siguió, no hicieron más que aparecer y volar al ciclo. El «misionero» tan deseado iba a ser el noveno y último vastago de la familia. INFANCIA DE TERESA. — MUERTE DE SU MADRE ESE noveno vastago fué una niña que nació el 2 de enero de 1873, en Alen^on, y que fué bautizada dos días después en la iglesia de Nues­tra Señora. Recibió los nombres de María Francisca Teresa y actuó de madrina su hermana mayor María Luisa. • Teresa era de salud muy delicada. Para sacarla adelante, su madre, ago­tada ya, hubo de confiarla a una nodriza, campesina robusta y muy expe­rimentada. De regreso al hogar paterno, la niña, a quien el padre llamaba «su reinecita» y la madre calificaba de «diablillo» y de «huroncito», lo llenaba todo de alegría por su amable sonrisa, su corazón afectuoso y sil piedad precoz. Era de genio vivo, expansivo, franco y alegre. Cuando había pegado o empujado a su hermana María Celina, que le llevaba tres años y era su compañera inseparable, o cuando había rasgado un poco el empapelado, aun­que fuera por inadvertencia, tenía el convencimiento de que debía acusarse para que se le perdonara. Tampoco estaba exenta de defectillos, muy al contrario; ya se la podífl encerrar todo el día en el cuarto oscuro, que no soltaría un «sí» ni a tres tirones. A veces se portaba como una niña antojadiza y caprichosilla, pero no tardaba en apenarse de veras por su desabrimiento y palabras irrespetuo­sas, y corría a pedir perdón. Contaba apenas cuatro años y medio cuando murió su madre. Todo cuanto Teresa vió desde el día en que la viaticaron —días de amargo dolor y lágrimas— , la impresionó profundamente. Escuchaba en silencio lo que se decía en tomo suyo, aunque sin comprenderlo bien, y se daba cuenta
  • 291. •I> lu inmensa desventura que alcanzaba a la familia. Esta dolorosísima mui rle trocó por completo el carácter de Teresita. Ella, tan decidora y tan .ili f rc hasta entonces, volvióse tímida, retraída y sensible en extremo. Sin • mlmrgo, los años que transcurren desde 1877 a fines de 1886 son para la niña »n paréntesis en el penar, una época no interrumpida de tiernas efusiones i ii lu familia y de goces purísimos al recibir la primera Comunión. I'.N BUISSONNETS. — INTERNA CON LAS BENEDICTINAS O tardó el señor Martín en darse cuenta de la necesidad de procurar a sus huerfanitas una segunda madre, y pensó en su hermana. Liquidó, pues, su comercio, vendió la casa, y se impuso el sacrificio ■li alejarse de la compañía de sus amados difuntos, yendo a vivir al pueblo • l<> liuissonnets, en el término de Lisieux, al lado de su cuñado, el señor (•iicrin, farmacéutico de la localidad. En el aposento riente de flores, tan ili-l agrado de Teresa, y rodeada de cariño, recobró ésta su temple jovial y tlvaracho. Paulina, por su parte, hacía las veces de madre para con ella; i iiM'íiiíbala a leer, explicábale la doctrina y las festividades de la Iglesia; •• üiiia, en fin, formándola en la piedad y en el cumplimiento del deber y ,l< l sacrificio. La niña correspondía admirablemente a tantos desvelos esfor-i añilóse en agradar a Jesús en todas sus obras; por la noche, antes de reti-i. irse a descansar, examinaba ya su conciencia para ver si el Señor tenía motivo de estar satisfecho de ella, sin lo cual no hubiera descansado tran­quila. Habíase confesado por vez primera a los seis años. Solía el padre salir con su «reinecita», después de comer, a visitar el San­tísimo a una u otra de las dos iglesias de la población y, a veces, a la de l.ii Carmelitas. En las procesiones del Corpus estaba en su elemento la niña I cresa cuando derramaba flores al paso del Santísimo; arrojábalas muy «Un y nunca disfrutaba más que cuando veía que los pétalos alcanzaban lu custodia. lín octubre de 1881, el señor Martín inscribió a su hijita como pensio­nista en el monasterio de Benedictinas de Lisieux. Teresa, que sustituía en I I colegio a Leonia, encontróse allí con Celina y su prima María Guerín. Cuii esta última, futura carmelita como ella, es con quien más gustaba Imitar la vida penitente y silenciosa de los anacoretas. Los años de inter­mitió fueron una prueba muy ruda para esta alma tímida, sensible, plácida t escrupulosa cumplidora de sus obligaciones de colegiala. I n año después, en octubre de 1882, Paulina ingresaba en el Carmelo di l isieux, con el nombre de Inés de Jesús. Esta separación fué para Teresa motivo de vivo pesar; la vida se le presentó con toda su cruda realidad»
  • 292. sembrada de penalidades y continuas separaciones. Para consolarla, su her­mana mayor le había explicado en qué consistía la vida de la carmelita, * saber: orar, inmolarse, vivir íntimamente con Jesús. Prendada de lo qu* había oído, aquella niña de nueve años conservó en su mente la impresión de que el Carmelo venía a ser algo así como la soledad donde ella debut refugiarse para vivir con Dios. Animada de tan bellos sentimientos comu­nicó su vivo anhelo a Paulina y luego a la Madre priora, quien la consideró demasiado joven todavía. PRIMERA COMUNIÓN EL ingreso en religión de la segunda hija del señor Martín, fué para su «rcinccita» causa de grave enfermedad, enfermedad misteriosa a la cual, por divina licencia, no era ajeno el tentador. Acometiéronle dolores continuos de cabeza que, unidos a su extremada sensibilidad, lu inutilizaba por completo; no obstante de ello, prosiguió los estudios con toda aplicación. Al año siguiente, por Pascua, empeoró y fué presa de vio­lentas crisis, hasta el punto de que se temió por su vida. En tal estado, decía cosas ajenas a su modo de pensar y hacía otra* como forzada por superior impulso; quedábase desvanecida horas enteras y parecía estar delirando de continuo; visiones terroríficas le arrancaban espan­tosos gritos; a veces no conocía a su hermana María, que la cuidaba, ni 11 los demás parientes. El padre, inconmovible como una roca en su fe, mandó celebrar una novena de misas en Nuestra Señora de las Victorias de Parí». En el decurso de la novena y en un momento de crisis en extremo violenta y fatigosa, las tres hermanas de la enfermita cayeron de hinojos ante una imagen de la Reina del Cielo que adornaba la sala; mientras oraban, vió Teresa cómo la estatua, o. por mejor decir, la Soberana de los Ángeles en persona, le sonreía, se adelantaba radiante hacia ella y la miraba con inde­cible amor. Ante espectáculo tan maravilloso, prorrumpió en llanto consola* dor y logró, al fin, distinguir a sus hermanas: la Virgen Santísima acababa de curarla. Pasados breves días de discretas alegrías y distracciones, conveniente* para ayudar al total restablecimiento, y mejor dispuesta que nunca a reanu­dar su vida de intimidad con Jesús, prosiguió Teresa los estudios, aplicán­dose con todo esmero bajo la dirección atenta y delicada de su hermana María, a disponer su alma para la primera Comunión. Con tal objeto, l« tierna adolescente procuraba que su corazón fuera un vergel adornado con actos de amor y de sacrificio; oculta a veces tras las cortinas, pensaba en Dios, en la brevedad de la vida y en la eternidad que no ha de tener fin.
  • 293. ESTANDO con grave y misteriosa enfermedad Santa Teresa del Niño Jesús, ve cómo la Santísima Virgen va hacia ella con gran ternura y mirándola con indecible amor la cura de la enfer­medad y la libra de las muchas penas, aflicciones y dolores que desde hace tiempo padecía. 22. — v
  • 294. Bien se adivina el fervor y el cuidado escrupuloso con que haría los ejerci­cios preparatorios a la primera Comunión. Llegó, por fin, el 8 de mayo de 1884, en que le cupo la dicha de parti­cipar en el divino Banquete. Ella misma nos cuenta lo que fué en ese gran día el primer ósculo que Jesús imprimió en su alma; una verdadera fusión en que Teresa desapareció cual gota de agua en el océano, quedando sólo Jesús como dueño y Rey de su corazón; no le exigió sacrificio alguno, pero Teresa se entregó nuevamente a Él para siempre. Por la tarde de ese día feliz, llevóla su padre al Carmelo para ver a Paulina, que aquella mañana misma se había consagrado, como esposa, a Jesucristo. Teresa la contempló embelesada, envuelta en niveo velo como el suyo y ceñida la cabeza por una corona de rosas. Con ansia verdaderamente inenarrable, esperaba ella poder vivir a su lado. Un mes después recibió la Confirmación. Muy necesaria le era tal gracia, pues las pruebas de todo género no habían de abandonarla por espacio de varios años en forma, sobre todo, de enojosos escrúpulos. Mucho la afectó también la entrada, en el Carmelo, de María, su hermana mayor (octubre de 1886). En tan dolorosa separación no le faltó la asistencia del Señor, el cual le mostró, al propio tiempo, que sólo a Él hay que aficionarse. Reci­bida la confirmación, solicitó el ingreso en las Hijas de María. Por Navidad de 1886, obróse en Teresa un cambio sensible; recobró la fortaleza de alma que perdiera con ocasión de la muerte de su madre y triunfó decididamente de sí misma, con lo cual emprendió a pasos agigantados el camino de la perfección. INGRESA EN EL CARMELO DE LISIEUX APENAS cumplidos los catorce años, Teresa comunicó a Celina el pro­pósito irrevocable de ingresar en el Carmelo en las Navidades de 1887, día del primer aniversario de su «conversión». El día de Pen­tecostés comunicó tales proyectos a su padre. Éste acogió la noticia con lágrimas de alegría y de dolor a la vez; sin embargo, vencido por las razo­nes de la niña, dióle al fin su consentimiento. Su tío materno y tutor a la vez, si bien se opuso en un principio a las pretensiones santas de su so­brina, tocado de la gracia, consintió también en ceder al Señor aquella flor privilegiada. La priora del Carmelo, Madre María Gonzaga, no opuso reparo a la admisión de la postulante, pero el superior eclesiástico de la comunidad no autorizaba el ingreso hasta los veintiún años. Ante semejante contrariedad no se dió por vencida la niña, y acompañada de su padre fuése el 31 de
  • 295. ■id ubre a pedir audiencia al obispo de Bayeux y de Lisieux. Una vez en •ii presencia, Teresa solicitó con gran fervor autorización de ingresar a los I uños en el Carmelo, pero el prelado no juzgó conveniente manifestar su |h iisumiento en el acto y prometió hacerlo más tarde. Entretanto, acompa-iiiulo de sus hijas Celina y Teresa —por aquel entonces Leonia intentaba el ingreso en la Orden de las Clarisas, excesivamente rigurosa para su endeble • ‘ilud—, el señor Martín partió, a principios de noviembre, en peregri-iiiirión diocesana por Suiza, Italia y Roma. En la audiencia pontificia del .'0 de noviembre, arrodillada la santa niña a los pies del papa León XIII, l< dijo: «Santísimo Padre, en honor de vuestro jubileo, permitidme ingresar ■ n el Carmelo a los 15 años». «Hija mía, haz lo que dispongan los Superio-iih... que, si Dios quiere, ya ingresarás», fué la contestación del Sumo l’nntífice. Ante evasivas como éstas, Teresa se entristecía mucho, pero no perdía ln calma y, sumisa y confiada, se remitía a la Divina Providencia. Al ■egreso de la peregrinación escribió al prelado, el cual, con fecha 28 de ilirk-mbre, permitió su ingreso inmediato por carta dirigida a la priora, la mui, sin embargo, juzgó oportuno demorarlo hasta pasada la Cuaresma. I cresa quedó una vez más no poco contrariada. Por fin, el 9 de abril de 1888, ■ lin en que se celebraba la fiesta —trasladada— de la Anunciación, el señor Murtín acompañó a su «reinecita», la nueva sierva del Señor, a la capilla ■Id ('.ármelo. Toda la familia comulgó, incluso Leonia, que circunstancial-inriite se hallaba en casa; terminada la misa, la postulante fuése presurosa ii Humar a la puerta del monasterio y abandonó definitivamente el mundo iura vivir en adelante consagrada al amor de Jesús. EN EL HUERTECITO DEL CARMELO TERESA hallábase al fin en la morada tan apetecida; la vida reli­giosa resultó ser tal como ella se la había figurado: con más espinas que rosas. La sequedad de alma fué por mucho tiempo su pan coti-iliuno, pero la certeza que se le dió de no haber cometido jamás pecado murtal, le tornó de nuevo a la paz. La madre priora, que formaba a la puntillante en la humildad y desapego de las cosas terrenas, mostrábase a xccs indiferente, otras severa y pródiga en reproches. Teresa había venido ■il convento para salvar almas y, en particular, para rogar por los sacerdotes; * comprendió que Jesús no le otorgaría almas, sino por la cruz. Buscaba • n la Sagrada Escritura y en el Evangelio cuanto su alma necesitaba, y allí meontró el caminito llano del propio abandono. La toma de hábito, a la que asistió su padre, tuvo lugar el 10 de enero
  • 296. de 1889, y la presidio el prelado. Jesús otorgó a su desposada la alfombra de nieve que tanto había deseado para ese día. Para colmo de ventura, impu­siéronle el nombre que en lo secreto de su corazón había elegido: «Teresu del Niño Jesús», al cual le fué dado añadir: «y de la Santa Faz». Quedaba inaugurado el noviciado. Nb hablemos de las mortificaciones voluntarias de los sentidos, de las maceraciones y disciplinas, ni mencione­mos las luchas que sostenía en su corazón incluso evitando hasta el fin de su vida, cuanto le era posible, la compañía prolongada de sus hermanas: lo más terrible para ella fueron las arideces interiores y tribulaciones fre­cuentes, para las cuales no hallaba consuelo alguno. Diríase que Jesús dormía. Con todo, Teresa estaba satisfecha, e iba disponiendo su alma con el mayor cuidado para el día de sus místicos esponsales. Una vez más le aguardaba nuevo contratiempo: la poca edad retrasó sus legítimos y vehementes deseos hasta el 8 de septiembre de 1890, fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. En la víspera, movióle el demonio terrible tentación de desaliento, pero lo venció con un acto de humildad, Jesucristo, que no se deja vencer en generosidad, inundó con torrentes de paz el alma de la desposada. En la ceremonia simbólica de la toma del velo, que se celebró el 24 de septiembre siguiente, la ausencia del señor Martín hizo derramar lágrimas de profundo dolor a su hija: había abandonado este valle de lágrimas el 29 de julio de 1891. La larga enfermedad que padeció sirvióle, a no dudarlo, de purgatorio, conforme al deseo de Teresa. Asi las cosas, Celina pudo ingresar el 14 de septiembre siguiente en el Carmelo de Lisieux, con el nombre de Sor Genoveva de la Santa Faz. Por su parte, Leonia había de tomar también el velo en la Visitación con el nombre de Francisca Teresa. Entretanto, Teresa del Niño Jesús, tras haber desempeñado varios oficios, fué elegida, con gran sorpresa de su parte, para el cargo delicado de auxiliar de la maestra de novicias; de hecho, toda la responsabilidad recaía sobre ella. Su enseñanza a las novicias puede compendiarse en estas dos cosas: olvido de sí mismas y caridad, temas que resumen todas sus lecciones. ÚLTIMA ENFERMEDAD Y MUERTE DE LA SANTA EN la noche del Jueves al Viernes Santo (2-3 de abril 1896) Teresa arrojó sangre por dos veces. Con ello quería darle a entender el Señor que su entrada en la vida eterna estaba cercana. De allí en adelante, notóse que las fuerzas empezaban a faltarle; y tanto más cuanto que la heroica religiosa se empeñaba en seguir hasta completo agotamiento los ejercicios de comunidad, pues todavía no sospechaba la gravedad de su
  • 297. ■■iludo. Para colmo de males, a los sufrimientos del cuerpo se le agregaron IH 'iiu s morales causadas por repetidos asaltos del demonio, particularmente li-ntaciones de amor y desconfianza. La enferma lo sufría todo resignada; 1-Htuba satisfecha de padecer por su Jesús; de inmolarse por las almas, por Ion sacerdotes y, aun más, si cabe, por los misioneros. También ella solicitó un día partir para el Extremo Oriente, al remoto Carmelo de Hanoi. Hacia la primavera de 1897, los síntomas del mal fueron cada vez más ■alarmantes; el 8 de julio abandonó Teresa su aposento y se dirigió a la enfermería. En los postreros meses de su sacrificio, solía hablar del «cami-nito llano», del «caminito infantil» de toda buena carmelita. Anunció que, después de la muerte que debía unirla con Dios y dar principio a su felicidad eterna, haría caer sobre la tierra una «lluvia de rosas» y que pasaría la bienaventuranza eterna «haciendo bien a este mundo» (17 de julio). El 30 del mismo mes, recibió la Extremaunción. Desde el 17 de agosto, Itis frecuentes vómitos la privaron de la dicha de la Sagrada Comunión. Teresa había deseado morir de amor a Jesús crucificado y su deseo fué aten-dido; el 30 de septiembre, sufrió penosa agonía, exenta de todo consuelo humano y divino: ello era debido al vehemente deseo de salvar almas. En ese mismo día, después del Angelus vespertino, dirigió una prolongada mirada ii una imagen de María Santísima, y luego al Crucifijo exclamando: «;Oh cuanto la amo!» «¡Dios mío... os amo!» Fueron sus postreras palabras. Los funerales constituyeron un triunfo. Según su promesa, no tardó en eacr sobre su tumba copiosa lluvia de rosas de milagros y favores, que ace­leraron extraordinariamente su causa de beatificación. La canonizó Pío XI en 1925, y en 1927 la proclamó copatrona de las Misiones. La devoción a Santa Teresa del Niño Jesús hízosc rapidísimamente po­pular, tanto por los extraordinarios y múltiples prodigios obrados en favor ile sus admiradores, cuanto por la sencillez y encanto con que la santidad ne transparenta en su vida. SANTORAL cantos Cipriano, obispo de Tolón, y Maximiano, de Bagas, en África; dos Eval-dos, presbíteros y mártires; Gerardo, abad; Hesiquio, discípulo y compañero de San Hilarión; Jovino, ermitaño; Teógenes, Víctor, Urbano, Sapergo, Casto, Félix y Rústico, mártires; Cándido, mártir en Roma; Dionisio, Fausto, Cayo, Pedro, Pablo y cuatro compañeros más, mártires, a media­dos del siglo n i ; Fragano, confesor. Beatos Juan Massias de España, lego dominico; Utón, abad de Mettern, y Marcos Criado, mártir. Santas Teresa del Niño Jesús, virgen; Romana, virgen y mártir; Blanca, esposa de San Fragano.
  • 298. ----------------------------------------------------------------------------------------------- y------------------ Crucificado con Cristo Dios mío y mi todo D ÍA 4 DE OCTUBRE SAN FRANCISCO DE ASIS FUNDADOR DE LA ORDEN FRANCISCANA (1182-1226) EL acontecimiento más maravilloso, quizá, de la historia del catoli­cismo en la Edad Media, es la aparición en el mundo del seráfico Patriarca San Francisco. Nació en Asís, por los años de 1182, y fué hijo de Pedro Hernardone, mercader de tejidos, y de una honrada y devota señora llamada Pica. Creció el niño en medio de gustos y regalos por ser su padre riquísimo. Vestía suntuosamente, tenía dinero para derro­char, y nunca faltaba a las ruidosas fiestas y opíparos convites que solían organizar los hijos de los hacendados y mercaderes de Asís. Lo admirable fué que, a pesar de llevar vida tan dada al mundo, guardó, con el favor de Dios, una conducta siempre digna, sin soltar la rienda a los apetitos sensuales. Andaba por los veinte años cuando algunos sucesos desgraciados le hicie­ron entrar dentro de sí, y le movieron a renunciar a sus travesuras de mozo y aun a los negocios de su hacienda. Asís se levantó en armas contra la nobleza, la cual pidió socorro a los de Perusa. Hubo guerra entre ambas ciudades. Asís fué tomada, y Francisco, con algunos caballeros, llevado a Perusa y en día encarcelado. A poco de esta adversidad sobrevínole grave dolencia que le dió ocasión a mayores reflexiones aún. Salió de la enfermedad dispuesto
  • 299. a renunciar a los vanos pasatiempos del siglo. Sintió desde entonces en su espíritu como una aspiración indeterminada hacia nuevos y nunca soñados propósitos y, con una visión que tuvo de muchas armas y palacios, se le hizo que tenía vocación militar, y determinó pasar al reino de Nápoles en busca de hazañas y proezas. La víspera de la salida se encontró con un hombre de noble linaje, pero pobre y desarrapado. Francisco trocó su rico vestido con el del indigente. Aquella noche le pareció dormir en la gloria. La noche siguiente, en Espoleto, oyó una voz que le mandaba volver a su tierra. Volvió a Asís, y otra vez se ocupó en los negocios de su padre y tornó a ser el alma de los frívolos entretenimientos de sus compañeros. Con todo, la dulce voz que le hablaba en Espoleto, llamaba de cuando en cuando a su corazón. EL PASO DEFINITIVO UNA tarde de verano del año 1205, el joven mercader ofreció a sus compañeros un espléndido convite; la cuadrilla salió de él alegre en demasía y se dió a cantar por las calles de la ciudad. Francisco, en cambio, llena su alma de celestiales dulzuras, les dejó tomar la delante» y se detuvo. Permaneció inmóvil largo rato, como subyugado por la gracia que iba a mudar de todo en todo su vida. Pero el velo tendido sobre los futuros destinos del Santo no se corrió todavía. En vano lloraba sus pecados y clamaba al Padre celestial en las iglesias de Asís o en la cueva de Subiaco; fué a Roma a visitar la iglesia de San Pedro. Saliendo de ella tuvo una inspiración: llamó a un mendigo de los muchos que se agolpaban en el pórtico del templo, y le dió sus ricos vestidos; él se vistió de los andrajos del pobre, y se juntó con aquellos desgraciados, en cuya compañía permaneció hasta el anochecer. No cabía en sí de gozo. La pobreza será su amor; en adelante Francisco será el Poverello, el pobrecillo. Vuelto a Asís, repartió a los pobres el dinero que gastaba en fiestas y banquetes. Sus únicos amigos serán ya los hijos de la pobreza. Cierto día, a la vuelta de un paseo a caballo por el campo, encontró a un leproso que le causó asco y horror. Su primer pensamiento fué dar media vuelta y huir a galope de aquel lugar. Pero oyó una voz en el fondo de su alma; al punto se apeó del caballo, fué al leproso, y al darle limosna besó con devoción y ternura aquello que ya no parecía mano por las repugnantes úlceras que la cubrían. Al poco tiempo le dió el Señor otra señal de su voluntad. Hallábase el convertido arrodillado ante un hermoso santo Cristo, en una capilla medio arruinada dedicada a San Damián, poco distante de la ciudad. Mientras pedia
  • 300. u Dios que le descubriese su divina voluntad, oyó una voz que salía del Crucifijo y le decía: —Ve, Francisco; repara mi casa que se está cayendo. Inmediatamente, el amigo de los pobres, el servidor de los leprosos quiso Hcr además reparador de iglesias. Cargó su caballo con buena cantidad de puños, y partió al mercado de Foligno donde lo vendió todo: caballo y mer-cuncías. Ofreció el importe al clérigo que guardaba la iglesia de San Damián. Itero éste no quiso tomarlo por temor al padre del Santo. Resuelto Francisco, arrojó el dinero por una ventana de aquella iglesia. Logró, además, que aquel Hacerdote le dejara vivir unos días en su compañía. Enojóse Pedro Bemardone al saber las nuevas aventuras de su hijo y corrió a la iglesia de San Damián para ver de hacerle entrar en razón y llevárselo a casa. Pero Francisco, por temor a su padre, se escondió en una cueva, y en ella se mantuvo algunos días sin atreverse a abandonarla. TOTAL DESASIMIENTO. — EN LA PORCIÚNCULA ALIÓ de la cueva corrido de su cobardía y entró en la ciudad. La gente. al verle tan desfigurado y mal vestido, se iba tras él tratándole de loco. I)e esto cobró su padre mayor saña y, llevándole a casa, le maltrató de palabra y obra. Luego, pura desheredar a su hijo, entabló diligencias cuyo desenlace ocurrió en la primavera del año 1207, y constituye un drama bellísimo de la historia cristiana. Padre e hijo comparecieron ante el obispo de Asís, llamado Guido, el cual hizo que Francisco renunciase a la herencia paterna. No fué menester esperar mucho tiempo la respuesta del Santo. Al punto se desnudó de los vestidos, como llevado de divina inspiración, y los arrojó en montón a los pies de su padre con el dinero que le quedaba, diciendo: —Hasta aquí te llamé padre en la tierra; de aquí adelante diré con ver­dad: «Padre nuestro que estás en los cielos». A poco de esta escena admirable, salió Francisco a la calle. Vestía túnica como de ermitaño atada con cinturón de cuero y calzaba sandalias. Iba can­tando bellas tonadas para atraer al público, y luego pedía piedras para res­taurar la iglesia de San Damián. Cuando hubo reparado esta iglesia, el piadoso constructor restauró otras «los: la antigua iglesia benedictina de San Pedro y la capillita de Santa María ■le los Ángeles o de la Porciúncula. En este santuario recibió clara luz sobre mi verdadera vocación. Era el día 24 de febrero, fiesta de San Matías, francisco asistió a misa y oyó el Evangelio del día que aconseja la práctica do la más rigurosa pobreza. Sin dilación quiso el joven ermitaño de la Por-
  • 301. ciúncula llevar a la práctica los consejos evangélicos: arrojó lejos de sí las sandalias, el báculo y el cinturón de cuero que trocó por una soga, y así empezó a recorrer las calles y plazas de Asís, para exhortar a todos a peni­tencia; con estos sermones, se animaron muchos oyentes a mudar de vida. PRIMEROS DISCÍPULOS. — SUEÑO DE INOCENCIO III PRONTO se le juntaron algunos discípulos: Bernardo de Quintaval, varón principal y riquísimo; Pedro de Catania, canónigo de Asís; Egi-dio (fray Gil), hijo de un propietario de la ciudad. No les impuso largas prácticas. Bastábale una prueba: renunciar a todos los bienes e ir a pedir de puerta en puerta. Acudieron otros compañeros. El Santo empezó a enviarlos a misionar, de dos en dos, por los valles del Apenino y los llanos de Umbría, de las Marcas y de Toscana. Cuando llegaron a doce, ya no cabían en la Porciúncu-la. Pasaron a vivir a un caserón más amplio, cerca de Rivo Torto. Allí escribió Francisco una regla sencilla y corta, y quiso someterla al Papa. Los frailes partieron para Roma, donde reinaba Inocencio III. Los cardenales, no accedieron a aprobarla; el Papa, a pesar de su buena voluntad, sólo dió a Francisco esperanza de que algún día sería aprobada. Por entonces, sin duda, tuvo el Pontífice aquella visión que refieren los an­tiguos biógrafos y que representaron los artistas. Vió en sueños que la basíli­ca de Lctrán, madre y cabeza de todas las Iglesias, amenazaba gran ruina y se venía ya al suelo, cuando un pobrecito hombre vestido de tosco sayal, descalzo y ceñido con recia cuerda, puso sus hombros bajo las paredes de la iglesia, y de un vigoroso empujón la levantó y enderezó de tal manera que pareció luego más recta y sólida que nunca. Otra vez fué el Santo al palacio de Letrán y expuso al Papa su demanda. Con ver Inocencio III la humildad, pureza y fervor de Francisco, y acordán­dose de la visión, abrazó conmovido al Poverello, le bendijo a él y a todos sus frailes, confirmó su regla y les mandó que predicasen penitencia. Antes que dejasen a Roma, recibieron de manos del cardenal Juan Colonna la ton­sura con la que ingresaban en la clerecía, y aun San Francisco fué quizá ordenado diácono. Era el verano de 1209. La comunidad franciscana volvió a Rivo Torto; a los pocos meses pasó a residir cerca de la capilla de la Porciúncula, en un lugar que los Benedic­tinos de Subiaco cedieron al Santo y que fué la cuna de la Orden. Los frailes vivían en chozas construidas con ramas y lodo; a falta de mesas y sillas, i sentábanse en el suelo; por cama tenían sacos llenos de paja. Ocupaban el j tiempo en la oración y el trabajo. ]
  • 302. DESNÜDASE San Francisco de todos sus vestidos y se los da a su padre, diciendo: uHasta aquí le llamé padre en la tierra, de aquí en adelante diré seguramente: Padre nuestro que estás en los cielos, en quien he puesto todo mi tesoro y mi esperanzan. Todos derraman lágrimas ante tal fervor.
  • 303. El alma y la vida de Francisco, «el Pregonero del gran Rey», fueron las de un intrépido apóstol e insigne misionero de su siglo. No fué sin duda predicador profesional. No tenía los estudios teológicos necesarios para em­prender la predicación dogmática, y el Papa sólo le permitió predicar la moral de la penitencia. Pero, ¡con qué maravilloso poder de convicción trató este tema! Por una sociedad que era un hervidero de codicias y desenfrenados odios, pasaban Francisco y sus frailes con los pies descalzos, la soga en la cintura y los ojos clavados en el cielo, mostrando serenísimo gozo en medio de su absoluta pobreza, amándose con ternura, y predicando la paz y la caridad con la palabra y con el ejemplo. SANTA CLARA DE ASÍS AL predicar el amor de Dios en la catedral de Asís, el Poverello des­pertó ansias y resoluciones de darse a la perfección, en el alma de una noble doncella llamada Clara Scifi. Ésta apartó a cuantos jóve­nes la solicitaban por su hermosura y riqueza, y, por la poterna por donde sacaban a los muertos, huyó secretamente del palacio de sus padres para entregar a Jesucristo su corazón y juventud. La tarde del domingo de Ramos, 19 de marzo de 1212, en la capilla de la Porciúncula, alumbrada por la movida y fulgurante luz de las hachas de los frailes, Clara se postró ante el altar de la Virgen, dió libelo de repudio al siglo y se consagró al Señor. Tenía diecinueve años. A los pocos días se le juntó su hermana Ángela. El piadoso retiro de San Damián, adonde envió Francisco a las dos vírgenes, llegó a ser cuna de una Orden admirable de mujeres que al principio se llamó de las Señoras Pobres, y que hoy día todos conocen con el nombre de Clarisas, derivado del de la fundadora Santa Clara de Asís. APOSTOLADO MISIONAL. — UNA VISIÓN NO se habían extinguido en el corazón de Francisco los caballerescos anhelos de conquista. Corría por entonces la era de las Cruzadas. Sus ambiciones apostólicas y el ardiente amor a los prójimos, la empuja­ban hacia Palestina. En el otoño del año 1212 se embarcó en Ancona con ánimo de predicar a los musulmanes. Una tempestad le arrojó a las costas de Dalmacia, de donde volvió penosamente a Italia. El año 1214, se propuso predicar en Marruecos; pero, hallándose ya en España, le sobrevino gravísi­ma enfermedad que le obligó a volver a Italia. Finalmente, cinco años más
  • 304. tarde, cuando repartió sus discípulos entre las provincias que quería evange­lizar, no se contentó con enviar sus mejores amigos a Mauritania, Túnez, Egipto y Siria, sino que otra vez se embarcó él mismo para Palestina. Inten­tó convertir al Sultán de Egipto, llamado Melek-el-Kamel, el cual se limitó a recibirle y escucharle muy cordialmente. Con esto se volvió Francisco a Italia, no sin antes visitar los Santos Lugares. Al llegar a Italia le esperaban no pocas dificultades. Los frailes se habían multiplicado prodigiosamente. Ya por los años de 1215, cuando el Santo fué a Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán, sus hijos formaban numeroso ejército. Entonces renovó Inocencio III la aprobación de los «Frailes Meno­res », como empezaban a llamarlos. En Roma, se encontró con Santo Domin­go, fundador de los Frailes Predicadores. Al año siguiente, contribuyó el cielo con un favor extraordinario a con­solidar la obra humildemente comenzada en la Porciúncula. Una noche que Francisco se hallaba orando en la iglesia, apareciósele Cristo nuestro Señor en compañía de la Virgen María, y le inspiró que fuese a ver al papa Hono­rio III a Perusa, y le pidiese indulgencia plenaria para cuantos, contritos y confesados, visitasen aquella iglesia. No obstante la oposición de los car­denales, el Papa otorgó la indulgencia, aunque sólo para un día del año. Empero, con esas gracias y favores también sobrevinieron decepciones y tristezas. Hasta entonces, los frailes vivían en chozas de adobes, partían para las misiones o romerías, predicaban penitencia y conversión sin darse a es­tudios teológicos, se recogían ch cuevas para orar y, sólo de tarde en tarde, dependían de un superior, aunque, eso sí, debían observar estricta pobreza. Para aquellos discípulos del Santo que estaban animados del genuino es­píritu del Fundador, esta manera de vida les hacía realmente santos; pero para muchos frailes, no dejaba de tener graves peligros, siendo el mayor el exponerles a vivir como monjes errantes. Era menester introducir un género de vida más estable e imponer los estudios necesarios. Alentólos a ello el cardenal Hugolino, declarado protector de la Orden por el papa Honorio III, y Francisco accedió gustoso a las indicaciones del ilustre cardenal. ÚLTIMOS AÑOS.— EL BELÉN. — LAS LLAGAS YA por entonces empezó a sentir el santo Patriarca que tendría presto que renunciar a la predicación. Su acción había levantado radiante despertar de vida cristiana en Italia y en Europa entera. A más de tantos millares de almas fervorosas que habían abrazado la regla de los Frailes Menores o de las Clarisas, otros miles y miles de personas, que no po­dían dejar el siglo ni emitir votos monásticos, habían entrado en la cofradía
  • 305. de Penitentes laicos o Tercera Orden, fundada el año de 1221 por Francisco y el cardenal Iiugolino. El santo Fundador tomó morada en las ermitas de los contemplativos, sin por eso desentenderse, de los negocios de la Orden, a cuyo gobierno renunció ya en el año de 1219. En el mes de diciembre de 1223, yivió recogido en una ermita del valle de Rieti, y con licencia del Papa, celebró la fiesta de Na­vidad en una cueva, en la que hizo poner un pesebre, a semejanza del de Belén. Allí hizo decir misa con gran solemnidad de música y luces. Desde entonces fué tradicional en las iglesias franciscanas el representar el naci­miento en las fiestas de Navidad. En el verano de 1224 dejó Francisco el valle de Kieti, y se recogió en una cueva del monte Alvernia, rodeada de espesos bosques. Estaba cierto día meditando sobre la Pasión del Salvador, cuando vió que bajaba del cielo y volaba sobre aquellas rocas un ángel resplandeciente con seis alas encendidas; dos se levantaban sobre la cabeza del Crucifijo que aparecía entre ellas, otras dos se extendían como para volar, y las dos res­tantes cubrían todo el cuerpo del Crucificado. Oyó entonces una voz: decíale que el fuego del amor divino le transformaría en la imagen de Jesús crucifi­cado. Al mismo tiempo, sintió agudísimo dolor en sus miembros; unos clavos negros atravesaban sus manos y pies, y de una llaga abierta en su costado derecho empezó a manar abundante sangre. Llevaba impresas en su carne las llagas de la Pasión. Pasada la fiesta de San Miguel, se despidió del monte Alvernia; montado en un jumentillo, por no poder ya caminar, se llegó poquito a poco a la Por-ciúncula; iba sembrando milagros por donde pasaba. Aquí tuvo otra vez recias y dolorosas enfermedades. Consumido por los ayunos y abstinencias, abatido por frecuentes hemorragias, atormentado por una tenaz oftalmía que trajera ya de Egipto y le había dejado casi ciego, consintió le llevasen a una choza construida por Santa Clara en el huertecito de San Damián. «CANTO DE LAS CRIATURAS». — MUERTE Y TRIUNFO ALLÍ, en medio de las tinieblas de su ceguera, acostado en pobrísimo camastro y hostigado por sinnúmero de musgaños, compuso aquel divino trovador el Canto del Sol o Canto de las criaturas. Visitáronle afamados médicos, pero empeoró el mal. Sintiendo que se acercaba el fin, hízose llevar a Asís. Sucedía esto a principios del año 1226. Al avisarle el facultativo que ya le quedaban pocos días de vida. Francisco añadió al Canto del Sol una estrofa en la que alaba al Señor «por nuestra hermana la muerte corporal».
  • 306. A instancias del Santo, los magistrados dieron licencia para llevarle a Nuestra Señora de los Ángeles, donde deseaba morir. Trasportáronle en unas uiigarillas, desde las que se despidió de Asís y la bendijo entre sollozos. En la Porciúncula, al sentirse ya morir, como verdadero amador de la pobreza y por ser semejante a Cristo, se desnudó y así se postró en tierra. Su guardián le dió un hábito y el Santo lo recibió como de limosna y presta­do. Todos los frailes lloraban. Francisco los exhortó al amor de Dios, de la minta pobreza y paciencia. Cruzados ya los brazos, dijo: «Quedaos, hijos míos, en el temor del Señor, y permaneced en él siempre. Dichosos serán los que perseveren en el bien comenzado. Yo voy aprisa al Señor, a cuya gracia os encomiendo». Con esto aguardó a la «hermana muerte», que vino a 4 de octubre del mismo año 1226. Al día siguiente, ya al clarear el alba, una comitiva a la vez dolorosa y triunfal, subía hacia Asís. Las muchedumbres acudían presurosas para escoltar al sagrado cuerpo del Santo. El séquito se desvió con el fin de pasar por San Damián, para que Santa Clara y sus monjas tocasen y besasen las llagas del seráfico Patriarca. Sus reliquias fueron depositadas en la iglesia de San Jorge. Tantos y tan estupendos milagros obró el Señor por intercesión del glo­rioso San Francisco, que ya a los dos años de muerto, el cardenal Hugolino, a la sazón Papa con el nombre de Gregorio IX, fué personalmente a la ciudad de Asís, y con gran solemnidad le canonizó y puso en el catálogo de los Santos. Dos años después, el de 1230, en el Capítulo general en Asís, trasladaron su sagrado cuerpo con solemnísimas fiestas a la suntuosa iglesia de su nom­bre, recién edificada para recibirlo. SANTORAL Santos Francisco de Asís, fundador de la Orden de los Hermanos Menores; Petro-nio, obispo de Bolonia; Magdolveo, obispo de Verdún; Pedro, obispo de Damasco y mártir; Hieroteo, Crispo y Cayo, discípulos de San Pablo; Cayo, Fausto, Eusebio, Queremón, Lucio y compañeros —unos, presbíte­ros, y otros, diáconos— mártires bajo el emperador Valeriano; Eduíno, rey de Northumberland y mártir; Atnón, solitario; Aizano, rey de Etiopía; Amfelo, forjador de oficio, confesor; Marcos y Marciano, hermanos, y mu­chos otros compañeros, mártires; Joviniano, Alejandro, Restituto y Julio, mártires; Libio, protomártir de París. Santas Aurea, abadesa; Domnina y sus hijas Berenice y Prosdocia, mártires cuando imperaba Maximiano Ga­lerio ; y Calistena, virgen, venerada en Éfeso.
  • 307. DIA 5 DE O C T U B R E SAN P L A C I D O ABAD BENEDICTINO, Y COMPAÑEROS, MÁRTIRES ( f 541) EN los padres de Plácido, la nobleza de la sangre, la piedad y la fe se hermanaban a maravilla con la más compasiva caridad para con los desgraciados, a los que miraban como a propios hijos. Su padre, el patricio Tértulo, descendía quizá de la familia de los Anicios y desempeñaba, a principios del siglo IV, el cargo de prefecto de Roma; consta también que su madre era igualmente de noble alcurnia e ilustre prosapia. No obstante su calidad de Senador romano en un tiempo en que el país estaba sometido al arriano Teodorico, rey de los ostrogodos, Tértulo, que frecuentaba las iglesias y monasterios católicos, quiso que su hijo Plácido fuese instruido y educado en la misma religión. En aquel entonces afluían al desierto de Subiaco, a unos sesenta kilóme­tros de Roma, señores de la más alta situación social, ilustres guerreros, per­sonas humildes del pueblo y bárbaros de las más apartadas comarcas, con objeto de aprender a caminar por la senda de la penitencia y de la virtud, guiados por el ilustre San Benito, patriarca de la vida monástica en las regiones de Occidente. La fama de este siervo de Dios se había esparcido por toda Italia. Ilustres 23. — V
  • 308. personajes, ricos y piadosos, llevaban sus hijos al santo ermitaño, para qu« los formase desde su más tierna edad, según estudiado reglamento de vida cristiana y, para algunos, de vida religiosa. Tal fué el proceder de un patri­cio romano, amigo de Tértulo, llamado Equicio; había éste encomendado a los cuidados del ilustre monje a su hijo Mauro. EN LA ESCUELA DE SAN BENITO CUANDO Plácido hubo cumplido los siete años de edad, en 522, l« llevó su padre a Subiaco; postróse respetuosamente a los pies de San Benito y le suplicó que se dignase contar a aquel su hijo en el nú­mero de sus discípulos. Accedió gustoso el siervo de Dios a tal deseo, y el niño puso todo su empeño en seguir los actos de comunidad en la medida que sus fuerzas podían permitírselo; causaba la admiración de los religioso* más antiguos, en particular por su fervor y obediencia. San Benito, que le apreciaba y profesaba tierno y religioso cariño, le tomó por compañero en circunstancias memorables. SALVADO MILAGROSAMENTE cincuenta millas al suroeste de Roma, en el macizo de montaña* donde el Anio atraviesa el desfiladero profundo que separa la Sabinia del país en otro tiempo habitado por los ecuos y heniicos, el viajero que camina aguas arriba, llega a una especie de cuenca entre dos enorme* paredes roqueñas, de donde un raudal de agua fresca y cristalina se precipi­ta, de cascada en cascada, hasta el lugar llamado Subiaco. Este paraje grandioso y encantador llamó ya poderosamente la atención de Nerón, el cual ordenó la construcción de diques para retener las aguas del Anio y, al pie de aquellos lagos artificiales, mandó edificar baños y una villa deliciosa, que recibió por esta razón el nombre de Sublaqueum —hoy Subiaco— y de la cual todavía subsisten informes ruinas. El emperador residió en ella algunas veces... En este mismo lugar, cuatro siglos más tarde, cuando la soledad y el silencio habían ya reemplazado desde hacía mucho a las orgías imperiales, halló San Benito un refugio y la deseada soledad. La celda de Plácido, que a la sazón contaba 15 años de edad, estaba situada encima del lago. Cierto día que el joven había ido a sacar agua, se cayó con el peso de la herrada, y la rápida corriente le alejó pronto de la orilla. Estaba San Benito en su celda y supo por revelación divina el inmi­nente peligro en que Plácido se hallaba.
  • 309. liossuet, en su panegírico de San Benito, dice a este propósito: «San Benito llama a su fiel discípulo Mauro y le manda que prontamente ueuda a socorrer al niño Plácido. Dócil a la palabra de su maestro, llega Mauro al lago y, lleno de confianza en la orden recibida, camina intrépida­mente por las aguas con tanta seguridad como si sobre la tierra firme cami-miru, y retira a Plácido del abismo que estaba a punto de tragarle. ¿Cuál luc la causa de tan estupendo milagro? ¿El poder de la obediencia o la fuerza del mandamiento? Importante cuestión para San Benito y San Mauro -dice el papa San Gregorio a quien debemos este relato—; pero añadamos, pura decidirla, que la obediencia lleva consigo gracia para que el manda­miento surta su efecto, y que el mandamiento presta eficacia a la obediencia. Siempre que caminéis sobre las olas, por obediencia, hallaréis la estabilidad en medio de la inconstancia de las cosas humanas. Las olas 110 podrán derri­baros, ni los abismos sumergiros; permaneceréis inmutables y saldréis victo­riosos de todas las mudanzas temporales.» Efectivamente, sabemos por el relato de San Gregorio que el humilde Sun Mauro atribuyó ese portentoso milagro a su director San Benito, pero éste, a su vez, no vió en él sino un efecto de la obediencia de su discípulo. Plácido, empero —protagonista de este episodio— , refirió que, estando a punto de ahogarse, el santo abad le había tenido de la mano para que no se hundiese en el agua. Su testimonio prueba, pues, que San Mauro fué el ins­trumento de que se sirvió San Benito para obrar el milagro. La laguna de Subiaco desapareció mucho tiempo ha, pues los diques ce­dieron bajo la presión del torrente; mas en el lugar que fué testigo del prodigio, existe una capilla bajo la advocación de San Plácido. EL MONTE CASINO O tardó San Benito en sufrir persecución por parte de un clérigo en­vidioso y otras personas que, no pudiendo nada contra él, resolvie­ron armar asechanzas peligrosísimas para la virtud de sus jóvenes discípulos. En vista de ello y mirando, ante todo, por la inocencia de sus hijos espirituales, decidió el santo solitario abandonar aquellos lugares; acom­pañáronle Plácido, Mauro y los demás religiosos jóvenes. Detuviéronse en un paraje completamente distinto del de Subiaco, pero donde el alma se siente dominada por la grandeza y majestad de la natura­leza. Allí, en los confines del Samnio y la Campania, en el centro de una anchurosa hondonada rodeada, en parte, por escarpadas y pintorescas alturas, »e yergue una montaña aislada y abrupta, cuya extensa y redondeada cima señorea a la vez el curso del Liris, la llanura ondulada que se extiende al
  • 310. mediodía hacia las costas del Mediterráneo, y los estrechos valles que se internan por los otros tres lados en los repliegues del horizonte montañoso: es el monte Casino... En el centro de aquella naturaleza majestuosa y solem­ne, en aquella cima predestinada, el patriarca de los monjes de Occidente fundó la capital de la Orden monástica. VISITA DE TÉRTULO EL monte Casino, nueva morada de los monjes, pertenecía a Tértulo. padre de nuestro Santo. No cupo - en sí de gozo el patricio al saber que San Benito y los monjes se establecían en sus tierras. Pidió al santo patriarca, por mediación de su hijo, la autorización de hacerle una visita en la nueva fundación y, habiéndola obtenido, salió en compañía de Equicio y otros amigos. Plácido salió con San Benito y San Mauro al encuentro de los ilustres viajeros, que dieron a los cenobitas pruebas manifiestas de estima y respeto. Los distinguidos huéspedes permanecieron algunos días en su compañía, y, con esta ocasión, Tértulo hizo donación al monasterio de las propiedades considerables que poseía en aquella región; luego, a petición de su hijo, añadió cuantiosas posesiones que tenía en Sicilia, con sus fincas, dependen­cias y personal encargado de su cultivo y administración. Después de haber llevado a cabo tan hermosas obras de caridad, los ge­nerosos bienhechores regresaron a Roma; Plácido, por su parte, reanudó con más ardor y entusiasmo los estudios y ejercicios de regla. LOS MILAGROS DE CAPUA HABÍAN transcurrido algunos años, cuando llegó al monte Casino la noticia de que gente ambiciosa asolaba las posesiones que Tértulo les había legado en Sicilia y cuyas rentas empleaban los monjes benedictinos para nuevas fundaciones de monasterios y para desarrollo de la Orden. Juzgó San Benito que Plácido, hijo del donante, era el más indicado para girar una visita a los colonos, por lo cual le encomendó la misión de ir a hacer respetar sus derechos. t Partió el Santo acompañado de dos religiosos. Dirigióse primero a Capua-donde recibió la benévola hospitalidad del obispo San Germán; durante este viaje, según refieren los historiadores, Dios se dignó ensalzar a su humilde siervo y manifestar su santidad por medio de portentosos milagros.
  • 311. SAN Plácido va a llenar el cántaro de agua, y como pesa mucho, no puede sacarlo y cae dentro del lago. San Benito ordena en­tonces a San Mauro que vaya a sacar al joven, obediente y confiado, va por encima de las aguas y sin dificultad saca a nuestro Santo de la corriente que ya se le lleva.
  • 312. El canciller de la mencionada Iglesia padecía, hacía mucho tiempo, fuer­tes dolores de cabeza. Habiendo sabido que Plácido se hallaba en la ciudad, fué a verlo y se arrojó a sus pies, diciendo: —Te conjuro, ¡oh Plácido!, siervo de Dios omnipotente, por el nombre reverenciado de tu piadosísimo maestro Benito, que te dignes colocar tus manos sobre mi cabeza, y pedir por mí al Redentor y Salvador del mundo, pues creo firmemente que al punto recobraré la salud. Atemorizado Plácido al oír tales palabras, quiso disuadir al canciller, asegurándole que sólo era un pecador que tenía necesidad de las oraciones de los demás; no obstante, el enfermo persistió en sus ruegos, y habiendo Pláci­do invocado el nombre de Nuestro Señor, le curó de su enfermedad. La noticia de este milagro llegó a oídos de un ciego de nacimiento que pedía limosna por las calles de Capua; suplicó que le llevasen al lado del Santo, quien, al ver a este desgraciado, vertió abundantes lágrimas, y mien­tras invocaba el nombre del Divino Salvador, trazó la señal de la cruz sobra los apagados ojos del pobre infeliz que, al punto, abrió los ojos a la luz. Por todas partes iba nuestro Santo obrando estupendos milagros; pero, por humildad, atribuíalos todos a su santo patriarca. EL RELIGIOSO PERFECTO EN SICILIA OS tres monjes siguieron caminando hacia el estrecho y, habiéndole atravesado, desembarcaron en Mesina. Un noble señor del lugar re­cibió con las mayores muestras de respeto al hijo de su antiguo amigo; encargó a su propio hijo que juntase en Mesina a los coloaos e inten­dentes de las posesiones de Tértulo. Por más instancias que le hizo aquel caballero para que se detuviese algunos días en su casa, no lo pudo conse­guir; pues era máxima de nuestro Santo que los monjes nunca debían dete­nerse en casa de seglares. Al día siguiente fué Plácido en busca de un lugar favorable para la construcción de un monasterio; él mismo señaló el cerco de la capilla, mandó llamar al intendente del puesto de Mesina, y le ordenó que emplease para este objeto el dinero que había recibido por la administración de lot bienes de su padre. Reuniéronse numerosos obreros, bendijo el Santo los fun­damentos de la iglesia que dedicó a San Juan Bautista, y el resto del tiempo lo empleó en el cumplimiento de los deberes de su misión. A todos los que se habían establecido en las posesiones de Tértulo o que las trabajaban, les impuso por única obligación el proveer a las necesidades del monasterio. Mostróse Plácido en Sicilia perfecto discípulo de San Benito e implantó profundamente su espíritu y su regla en el monasterio por él fundado. Su
  • 313. única aspiración era el desasimiento de los bienes terrenales, y el tema habi­tual de meditación o predicación, el consejo del santo Evangelio, que dice: (i l'.l que no renunciare a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo». I’cro no perdía ocasión de recordar a los ricos el precepto de Nuestro Señor Jesucristo referente a la limosna: «El que tiene dos túnicas, dé una al que no tiene ninguna.» Apenas contaba veinte años de edad y, no obstante su poca salud y delicada complexión, trabajaba sin descanso; cuando el exceso de cansancio lo obligaba a tomar un poco de solaz, entregábase al sueño sobre una silla muy dura y sin respaldo. Su ropa interior consistía en un cilicio; nunca probaba el vino; más aún, en las cuaresmas no se contentaba con los ayunos y abstinencias de la Iglesia, y pasaba varios días sin comer ni beber. Hombre tan áspero consigo mismo, fué siempre blando con los demás. Auxiliaba presuroso y solícito a todos los que solicitaban ayuda o cuidado, y lo hacía con tanta amabilidad y dulzura, que uno no sabía qué agradecer más, si el servicio prestado o la gracia encantadora con que lo prestaba. Una de las cosas que más admiraban en él, era la exquisita prudencia, impropia de sus pocos años, con que regía a varones entrados en la madurez de la vida, y de distintos caracteres y temperamentos; pues, según regla muy extendida y en general bien fundada, el don de gobierno se adquiere con la experiencia que da la edad y el conocimiento del corazón humano que sólo se logra estudiando las pasiones y flaquezas del hombre. REUNIÓN DE LA FAMILIA CUATRO años había durado la construcción de la iglesia y del mo­nasterio. El obispo de Mesina hizo la solemne dedicación. Nume­rosos jóvenes de las más ilustres familias del país, ganados por el celo y santidad de Plácido, alistáronse entre sus discípulos y se congre­garon y consagraron al servicio de la Iglesia de Dios. Por entonces, dos hermanos suyos menores, Eutiquio y Victorino, que nunca le habían visto, y su hermana Flavia, hicieron el viaje desde Roma a Sicilia para visitarle y aprovecharse del ejemplo de sus eminentes virtudes, lis también probable que fueran atraídos por la fiesta de la Dedicación, que en aquel tiempo era la principal solemnidad litúrgica, así como para tratar de muchos intereses materiales que su familia poseía en la isla. Puede uno imaginarse el gozo que sintió el corazón del joven Plácido al abrazar y conversar con sus hermanos. Parece ser que sostuvo siempre rela­ciones no interrumpidas con su familia, como lo demuestra las visitas de ■u padre a Subiaco y al monte Casino.
  • 314. INVASIÓN DE LOS SARRACENOS ALGÚN tiempo después tuvo lugar una invasión de enemigos, no bien estudiada por los biógrafos posteriores a nuestro Santo, pero que tiene cabida y puede situarse en la Historia Universal. Los berbe­riscos o sarracenos del norte de África mostráronse siempre astutos piratas, cualquiera que fuese el gobierno que mandaba en su país. Durante largo tiempo, los pescadores de la isla Djerba, en Tunicia, ejercían igualmente tan lucrativa profesión, al igual que los rifeños de Marruecos, piratas en el siglo X IX . No es de extrañar, pues, que, por los años de 540, una poderosa escuadra de estas malas gentes llevase a cabo en Sicilia una operación de este género; sabemos, por otra parte, que, precisamente en aquel entonces, los sarracenos de África se hallaban en guerra con el emperador Justiniano, el cual intentaba, por mar y por tierra, restablecer su autoridal sobre las provincias que había perdido en África y en el sur de Italia. Nos han parecido necesarias estas explicaciones para entender que seme­jante expedición cabe dentro de lo posible cuando todas las costas del Mediterráneo dependían de gobiernos cristianos, cuando en las Galias domi­naban los francos, los visigodos en España, en la mayor parte de Italia los ostrogodos, y los griegos de Constantinopla en el resto de la península itálica y en el norte de África. Decíamos, pues, que, por los años de 540, una importante escuadra, pro­piedad del moro Abdalá y dirigida por su lugarteniente Manuca, desem­barcó, por sorpresa, en el puerto de Mesina. Los piratas se internaron luego en las tierras y se echaron sobre el mo­nasterio durante la noche, cuando los monjes iban a cantar Maitines. EL MARTIRIO LOS religiosos fueron apresados y, cargados de cadenas, presentados ante el jefe de la expedición. Plácido caminaba el primero, acompañado de sus dos hermanos v de su hermana; seguíanle dos diáconos, y luego treinta monjes benedictinos; en total treinta y seis personas. Con gente tan brutal, el interrogatorio no podía durar mucho tiempo; con todo aprovechóse Plácido para hacer la apología de la religión cristiana, lo cual le valió a él y a todos sus compañeros una cruel flagelación. Como todas las proposiciones de apostasía fuesen contestadas con el
  • 315. minino desprecio, y no hubiese llegado para ellos la hora del martirio, los («tnfesores de la fe fueron encerrados en lóbrego calabozo donde sufrieron privaciones sin cuento. Habíanse propuesto llevarlos al África, mas se lo Impidió el estado borrascoso del mar; permanecieron, pues, en la cárcel durante ocho días, sufriendo el hambre y continuos malos tratos. Otro día, colgados por los pies, fueron cruelmente azotados, encima ile una hoguera que despedía humo fétido y espeso; una vez más la muerte respetó a los valientes atletas de Cristo. Como las amenazas, promesas y halagos resultaran inútiles para vencer ■u constancia y separarlos del amor de Jesucristo, fueron por dos veces nuevamente azotados. Exánimes los dejaron en la plaza, volvieron luego ii ellos y los llevaron otra vez a la cárcel. Ordenó entonces el terrible cor- Mirio que cortasen a Plácido los labios y con duro guijarro le hiciesen pedazos las mandíbulas, y arrancasen la lengua hasta la misma raíz; pero, con asombroso prodigio, el caudillo de los mártires prosiguió hablando con voz más clara y más sonora que nunca. Finalmente, después de haber pasado a la intemperie toda la noche con pesos enormes sobre las piernas, mandó el corsario que a todos les cortasen la cabeza. Fueron conducidos a la orilla del mar, sitio señalado para la ejecución del suplicio. Luego que llegaron a él, se hincaron de rodillas y ofrecieron ii Dios el sacrificio de sus vidas. El martirio de estos confesores de la fe acaeció el 5 de octubre por los años de 539 ó 541. Plácido tendría entonces veinticinco o veintiséis años. Después de la partida de los bárbaros, los cristianos dieron a los mártires honrosa sepul­tura y, a poco, les tributaban culto religioso. Desde Sixto V el breviario romano celebra su fiesta el 5 de octubre. Las preciosas reliquias fueron halladas en 1586, durante el pontificado <lc Sixto V. En la gran familia benedictina, San Plácido lleva el glorioso título de protomártir de la Orden. SANTORAL Síintos Plácido y compañeros, mártires; Froilán, obispo de León; Atilano, obispo de Zamora; Apolinar, obispo de Valencia, en Francia; Jerónimo, obispo de Nevers, Tráseas, obispo de Eumenia y mártir en Esmirna; Marcelino, obispo de Ravena; Aimardo, abad de Cluny; Simón, monje; Meinulfo, diácono; Firmato, diácono; Palmacio y compañeros, mártires en Tréveris, en tiempos de Diocleciano. Beato Juan de Penna, franciscano. Santas Cari-tina, virgen y mártir; Flaviana, virgen, hermana del diácono San Firmato Gala, viuda romana; Mamelta, mártir en Persia, y Tula, virgen.
  • 316. D IA 6 DE OCTUBRE S A N B R U N O FUNDADOR DE LA ORDEN DE LOS CARTUJOS (1035-1101) LAS obras de beneficencia y apostolado han recibido tal empuje en nuestro siglo, y necesitan de tantos y tan robustos operarios, que, a las veces, aun personas católicas parecen lamentar que no pocas almas virtuosas consagren su briosa juventud a la observancia de reglas monásticas, y consuman su vigor dándose a la oración y a la penitencia. ¿A quién aprovecha ese total desasimiento? —pregúntanse las gentes—. ¿No sería mejor, tal vez, permanecer en la llanura y pelear con denuedo, que escalar la altura y en ella vivir sosegadamente sin participar en las luchas del siglo? Fácilmente reconoce el mundo ser de provecho el minis­terio del apostolado, la llamada vida activa; pero mira poco menos que como un escándalo la vida del claustro o contemplativa. La razón de tal vida es, no obstante, fácil de entender. Así como algunas inteligencias se sienten arrastradas por las especula­ciones artísticas o filosóficas, y pasan la vida recogidas en su estudio, así hay almas sublimes que ya desde este bajo suelo se dejan guiar por el utractivo de las verdades y esplendores divinos. Son filósofos o artistas del mundo sobrenatural que saben renunciar al apostolado y prefieren refugiarse
  • 317. en la sombra del claustro para vivir solos y entregados al trabajo ideal de su perfección. Eso es vida contemplativa. Sería desconocer de todo en todo su valor, tacharla de estéril o egoísta en sus fines. ¿Diremos acaso que los filósofos y artistas son seres pasivos por no dedicarse con preferencia a labores manuales? ¿Tendremos por inútiles sus trabajos porque no producen para la sociedad ni alimento, ni vestido, ni comodidades? No sólo de pan vive el hombre; los bienes materiales que se hallan como en las raíces de la vida, no deben ahogar las superiores aspiraciones domi­nándole totalmente. La verdadera vida humana florece muy por encima de estos bienes vulgares y terrenos, en atmósfera inmaterial, como la flor que, arraigada en el suelo, florece más en alto, a la luz del sol. Ley de esta vida superior es conocer y amar a las criaturas, y, por ellas, levantarse al conocimiento y amor del Creador, para glorificarle primero a Él, y, con Él, a todos los seres por Él tan admirablemente formados. Esa es la más noble actividad humana, y de ella son los insignes contemplativos campeones invencibles. Pero la naturaleza visible no nos llevará al amor divino si no contribui­mos nosotros mismos con renunciamientos libertadores; porque, desde la culpa original, nos seducen las criaturas desordenadamente y, aun descu­briéndonos al Creador, pueden arrancarnos su divino amor del corazón. De ahí esta lucha continua entre el hombre y su desordenada naturaleza. Y, si vencerse a sí mismo, es el triunfo más glorioso, campos del honor son los claustros, donde los triunfos constituyen el pan de cada día. Finalmente, los contemplativos oran y merecen por los demás. Pagan nuestras deudas y atraen sobre nosotros las misericordias y gracias divinas. Como Cristo que murió en el Calvario, después de predicar tres años, mejor salvan ellos al mundo inmolándose por él, que predicándole la salvación. No es, pues, inutilidad y estancamiento la vida contemplativa; antes, puede trocarse en vida pujante y activísima y en el más fecundo apostolado. PRIMERA ÉPOCA DE SU VIDA FUÉ Bruno natural de la ciudad de Colonia, donde nació por los años de 1035 de padres ricos y nobles. Mostró desde niño inclinación a la virtud y letras; para que las aprendiese mejor, enviáronle sus padre* a la Universidad de París, que a la sazón florecía en todas las ciencias. Allí se dió Bruno al estudio de la Filosofía y sagrada Teología con sumo cuidado y diligencia, y aventajó muchísimo a todos sus compañeros. Ordenóse de sacerdote en la misma Colonia por los años de 1056. Cuatro
  • 318. ■Inpués, como era maestro tan excelente y varón tan docto y afamado, nombráronle maestrescuela —director de estudios o inspector— de la ciudad ■l« Keims, en cuyo cargo desempeñó papel brillantísimo. Entre los oyentes •:uc asistían a su cátedra de Teología, se hallaba el futuro Papa de las < xuzadas, el bienaventurado Urbano II. Cerca de treinta años más tarde, repercutieron felizmente en Roma esas relaciones. El año de 1075, Manases, arzobispo de Reims, le nombró su canciller. Ilnino participó con ardor en las luchas a que dió lugar la gran reforma i inprcndida por el papa San Gregorio VII. La cristiandad entera le conoció entonces con el nombre de Bruno Gállicus. Era inclemente con los abusos, denunció por simoníaco al mismo Manases, de quien era canciller. Esto le i ilió persecuciones y la pérdida de su cargo y beneficio. Va entonces concibió Bruno deseos de vida mas perfecta. En Reims determinó abrazar la vida monástica coa algunos amigos suyos. En el huer-tcoito de la «casa de Adán», hablaban entre sí de lo caducos que son los bienes y placeres de la tierra comparados con los del cielo, que son eternos. Con esta consideración fueron poco a poco desasiéndose del siglo. Otro mo­tivo añade la tradición popular, y es el suceso maravilloso inmortalizado l>ur el pincel de Le Sueur y que traemos aquí sin atribuirle valor histórico. Entre los insignes doctores que profesaban en la Universidad de París, ■ulonde volvió Bruno el año de 1081, había uno muy amigo suyo llamado Knimundo Diocrés. Era un canónigo de París tenido en grande opinión de le- Irus y virtuosa vida, el cual vino a morir el año 1082. Llevándole a enterrar, m-ompañaron su cuerpo todos los miembros de la Universidad y mucha líente principal. Dícese que estando todos en la iglesia durante el canto del Oficio de difuntos, como se acostumbra, al tiempo que uno de los clérigos eiint;iha aquella lección de Job que comienza: « Respónde mihi, quantas hábeo uiujuitátír? Respóndeme: ¿cuántas son mis maldades», el cuerpo del difun­to. que estaba en las andas en medio de la iglesia, levantó la cabeza, y con voz espantosa dijo: «Por justo ju ic io de Dios soy acusado». Y reclinó su ca-l> c/.u en las andas, como antes estaba. Asombráronse los circunstantes con un suceso tan nuevo y extraño, y determinaron no enterrarle hasta el día siguiente. Con la noticia de seme- I.inte acontecimiento, concurrió a la iglesia mucha más gente que la víspera. Volvieron al canto del Oficio, y en la misma lección que el primer día y de I i misma manera, se levantó el difunto y dijo con voz más terrible: «P o r Iusto ju ic io de Dios soy juzgado», y luego se sosegó y se puso como antes. La turbación de los presentes fué mayor que la del día anterior. Convi­nieron dejar el entierro para el siguiente día, en el cual, en el mismo punto del oficio se levantó la tercera vez, y con voz más espantosa y tremenda •lijo: «P o r justo ju ic io de Dios soy condenado».
  • 319. Sea lo que fuere de este suceso, del que la Historia no quiere responder, y que fué escrito ciento cincuenta años después de la muerte del Santo, Bruno resolvió dar de mano a las cosas del siglo para entregarse a Dios. Eli adelante viviría sólo para su alma, lejos del trato de los hombres. CAMINO DE LA CARTUJA LLAMÓ a seis de los más amigos y familiares discípulos suyos, todo* ellos fervorosos cristianos: Landuino, que después de Bruno fué el primer prior de la Cartuja, dos canónigos llamados Esteban, un sacerdote, Hugón, y dos legos, Andrés y Guarino. Todos ellos se ofrecieron a seguirle, vendieron sus haciendas, dieron el precio de ellas a los pobres, se despidieron de sus parientes, conocidos y amigos y fueron a vivir al principio con la comunidad benedictina de MolesmeS de Champaña, fundada por San Roberto el año de 1083. Permanecieron otra temporada en Fuente Seca, cerca de Bar de Sena, y de allí partieron hacia los Alpes. El Señor dignóse revelar a San Hugo, obispo a la sazón de Grenoble, lu llegada de los siete compañeros. El mes de junio de 1084, tuvo el santo obispo, estando durmiendo, una visión admirable con que el Señor le despertó y le significó lo que había de ser. Parecióle ver cómo el Señor edificaba una casa para su morada en un yermo que se llamaba la Cartuja, sito en aquel obispado. Vió luego que siete estrellas resplandecientes caían a sus pies. Eran en color y claridad diferentes de las del cielo. Levantáronse del suelo algún tanto y, formando a manera de corona, iban delante de él, guiándole por entre los montes, hasta un lugar desierto y silvestre, que era aquel mismo en medio del cual estaba el Señor edificándose un templo. Esta visión la trae Guignes I, amigo j y confidente de Bruno, y, para recordarla, puso la Orden de los Cartujo» siete estrellas en su escudo de armas. , San Hugo quedó suspenso y perplejo con esta visión, por no saber lo que significaba, hasta que el día siguiente llegaron sudorosos los siete pere­grinos y, postrados a sus pies, le declararon la causa de su venida y su* piadosos intentos, suplicándole humildemente que les ayudase para llevarlo* adelante. El santo obispo reconoció en Bruno al que había sido su eminente maestro en Reims. Viéndolos tan encendidos en el amor de Dios y tan deseosos de servirle, entendió que serían en su diócesis astros resplande­cientes en ciencia y virtudes; acogiólos con singular gozo de su alma, alen­tólos y confirmólos en sus buenos propósitos, y dióles hospitalidad. En la capilla de San Miguel de la catedral de Grenoble recibieron Bruno y sus compañeros, de mano de San Hugo, la túnica de lana blanca. Guiado*
  • 320. ESTANDO de caza el conde Rogerio por un lugar desierto y apar­tado, descubre a San Bruno Puesto de rodillas en oración, y, enterado de quién era y cómo vivía, se le aficionó, le proveyó a él y sus compañeros de las cosas necesarias y gustó en adelante de oír sus consejos y encomendarse en sus oraciones.
  • 321. por el obispo, emprendieron el camino de la Cartuja. A la entrada de aque­lla soledad había un puente tendido sobre el río Guiers. San Hugo edificó una casita en aquel puente, y puso en ella un guarda que prohibía o per­mitía el paso. Con todo, los monjes tuvieron que hospedarse unos días en la aldea de San Pedro, poco distante de la Cartuja; Bruno se hospedó en casa de la familia Brun, que todavía subsiste. Los señores de la comarca, edifi­cados con la fama de santidad de los recién llegados, cedieron al «Maestro Bruno y frailes que le acompañaban» todos sus derechos sobre aquel yermo. Sin pérdida de tiempo pusieron manos a la obra. Pronto estuvieron edi­ficadas las celdas. Eran semejantes a las chozas que se ven hoy día en los Alpes; edificios sencillos, sólidos, compuestos de un fuerte armazón de tablas ensambladas, revestidas de otras más gruesas. Cerca de las celdas, sobre una roca, edificaron un oratorio de piedra, tan sólidamente construido que aún quedan en pie lienzos de sus muros. Poco más arriba de la capilla hay un roca apartada, en la que gra­baron una cruz. Allí gustaba Bruno de ir a practicar sus extraordinarias austeridades. > Mientras los monjes se establecían en sus celdas, el obispo de Grenoble edificó un verdadero monasterio de madera, del que sólo quedan ruinas. Únicamente el oratorio de San Bruno y la capilla actual de Santa María de Casálibus señalan el sitio donde estaba edificada esta primera Cartuja que desapareció arrastrada en parte por un alud, el año de 1132, y fué después varias veces incendiada. «Cada celda se componía de tres partes: un cuar-tito de trabajo que era también cocina, un dormitorio con oratorio, y un taller». La celda del cartujo es, aun hoy día, conforme en todo a ese plan primitivo del santo Fundador; permite al religioso vivir solo como un ermi­taño la mayor parte del día, sin por eso quitarle las garantías materiales y espirituales de la vida común. Así comenzó la sagrada Orden de la Cartuja. Los monjes vivían en ella más como ángeles que como hombres, en silencio, oración y contemplación y, sobre todo, en grandísima pureza de corazón y santidad de vida. A ratos se ocupaban en alguna obra manual, y especialmente en escribir y copiar libros provechosos. Andaban vestidos de cilicio y hábito de lana burda. Co­mían una sola vez al día, y determinaron jamás comer carne, aun en tiempo de enfermedad, juntando así a la oración rigurosa penitencia. Con las morti­ficaciones y oraciones alternaban, como se dijo, trabajos intelectuales y ma­nuales para diversión y solaz del espíritu, pues dice el reglamento de los novicios que «el espíritu del hombre, semejante a un arco, ha de estar tirante con discreción, para que cumpla su oficio y no afloje». San Bruno resplandecía entre todos con tan grande santidad, modestia y prudencia, que el obispo San Hugo tomaba su consejo en todos los negó-
  • 322. oi»s, y aun muchas veces se iba a vivir entre los monjes para gozar de su uonversación. Dícese que San Bruno le mandaba que se volviese a su iglesia: • Id a vuestras ovejas —le decía— y cuidadlas, pues que sois su pastor.» I'J santo obispo obedecía a su antiguo maestro como si fuera su abad. Tomaba su báculo y se iba; Bruno le solía acompañar hasta la salida del yermo, y allí se despedían. Una ermita llamada «capilla de San Hugo», seña­la todavía el lugar donde solían despedirse los dos Santos. EN ROMA IVÍAN aquellos santos monjes entregados a la oración y penitencia en su apacible retiro. En el mes de marzo del año 1090, un mensa­jero del papa Urbano I I se apeó en la puerta de la Cartuja. Traía orden formal de hacer que fuese Bruno a Roma para ser consejero del Pontífice. Bruno, muy afligido, se despidió de los monjes y dejóles por prior a Landuino. Al llegar a Grenoble supo que empezaba a cumplirse lo que ya se temía: los hijos, no hallándose sin su amado padre, le seguían camino de Roma. Algunos de ellos le acompañaron hasta Italia, y todos los demás se le juntaron a poco de llegar a Roma. Urbano I I los recibió con extraordinarias muestras de benignidad y benevolencia, y les cedió para alojarse las Termas <lj Dioclcciano, donde, más adelante, edificó Pío IV la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles y una Cartuja transformada hoy día en museo. El enjambre de monjes no se aclimató en Roma. San Bruno los atendía kúIo a medias. Vínoles la nostalgia de la Cartuja montaraz y de sus encan­tadoras bellezas,-y emprendieron el vuelo hacia su amada colmena. No llegó u seis meses el tiempo que permanecieron fuera de la Cartuja. El mes de septiembre del año 1090 ya estaban todos ellos de vuelta. Siempre hubo monjes en aquel monasterio, hasta el año 1903, en que, a consecuencia de las leyes perseguidoras, los Cartujos fueron expulsados de Francia. EN CALABRIA EL Sumo Pontífice trató a Bruno con todo el honor debido a su mérito y virtud; servíase de su consejo en todas las cosas arduas, para bien de la Iglesia. Pero el tráfago y bullicio de la corte romana, no podían agradar a quien había ya gustado las dulzuras de la soledad y de la con­templación. Habiendo vacado el año de 1090 la sede arzobispal de Reggio ile Calabria, el Papa quiso nombrar arzobispo a Bruno; pero el Santo le 24.— V
  • 323. suplicó que no le echase carga tan pesada; y lo hizo con tanta humildad y lágrimas, que el Pontífice desistió de su intento. También le concedió que se retirase a un desierto de Calabria. Bruno partió para el yermo de Torro con algunos que deseaban imitar su vida. Aconteció un día que Rogerio, conde de Sicilia y Calabria, hallábase de caza, y su jauría vino a dar en una cueva donde se oía un murmullo de cantos y oraciones. Rogerio reconoció a Bruno, y quedó tan admirado de la suma pobreza de aquellos solitarios, que prometió edificarles un monasterio; efectivamente, a 15 de agosto del año 1094, el arzobispo de Palermo con­sagró la iglesia de la nueva Cartuja, sita en la diócesis actual de Esquilache. Desde esc día quedó el conde tan aficionado a Bruno, que algunas veces le llamaba y otras iba a visitarle, para oír muy complacido sus consejos. Un día del año 1098 en que sus tropas pusieron sitio a la ciudad de Capua, las oraciones de Bruno le libraron milagrosamente de un gravísimo peligro. EL ALMA DEL SANTO DESDE Calabria escribió Bruno una carta a un amigo suyo de Reims llamado Raúl. En ella vierte su alma desbordante de poesía y ra­diante de paz y alegría celestiales. «Vivo —le dice— en un desierto de Calabria, bastante apartado del tráfico del mundo. ¿Cómo expresar­me ahora para pintarte esta soledad, con su risueña situación, su ambiente suave y templado? Es una hacienda graciosa y dilatada que se extiende a lo lejos por entre montes y contiene verdes praderas, campos sembrados de flores... No nos faltan ni fértiles huertos, ni numerosos y variados árboles frutales. Pero, ¿a qué parar mientes en todo eso? El varón prudente y sabio gusta de otros goces infinitamente más útiles y deliciosos: son los que halla en Dios. No deja por eso de ser cierto que estos espectáculos naturales suelea aliviar y avivar el espíritu, el cual siendo flaco, siente el peso de la regla austera y se cansa con los ejercicios espirituales... »I)e las ventajas y goces que la soledad y el silencio procuran a los amigos del desierto, sólo saben quienes lo han experimentado. Aquí es dado a los hombres generosos permanecer en sí mismos cuanto les place, vivir dentro de sí, cultivar sin tregua los gérmenes de virtud y deleitarse sabo­reando los frutos del paraíso. Aquí se logra el mirar sereno que hiere de amor al celestial Esposo, ojos limpios y luminosos que ven a Dios. Aquí la fiesta es perpetua, al descanso se une el trabajo, la actividad no conoce la agitación ni el desconcierto. Aquí premia el Señor los combates que por , Él pelean sus atletas con el premio que ellos mismos anhelan: la paz que ignora el mundo y el gozo del Espíritu Santo.»
  • 324. MUERTE DE SAN BRUNO CUANTO conocemos de la muerte de San Bruno lo refieren los Cartu­jos de Calabria: «Sintiendo ya el Santo que se acercaba la hora de pasar de este mundo a su Señor y Padre, juntó a todos sus hermanos los monjes, y les refirió sucesivamente cuanto había hecho desde su infan­cia... Confesóse públicamente e hizo profesión de fe de esta manera: «Creo firmemente en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Creo que la Virgen María fué pura antes del parto, quedó pura en el parto y se conservó virgen sin mancilla después del parto... Creo particularmente que lo consa­grado en el altar es el verdadero cuerpo, la verdadera carne y la verdadera sangre de Nuestro Señor Jesucristo... Profeso y creo que la santa e inefable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es un solo Dios, con una sola natu­raleza, una sola sustancia, un solo poder y majestad.» Dichas estas palabras, entregó su espíritu. Era el 6 de octubre de 1101. Siguiendo la costumbre de aquella época, un monje dió parte de la muerte del Santo a cuantos le conocían. A eso llamaban «denunciar su óbito». El mensajero del duelo llevaba consigo un extenso rollo de pergamino en el que los amigos del difunto escribían el elogio del mismo, y las oraciones que deseaban se dijesen por su eterno descanso. Los hijos de San Bruno guardan 78 rollos o títulos que glorifican a su fundador: es uno de los más intere­santes monumentos escritos de la Edad Media. A 19 de julio de 1514, los Cartujos obtuvieron del papa León X licencia para rezar el oficio de su Fundador, exponer sus reliquias y celebrar su fies­ta. todo lo cual equivalía entonces a canonizarle. Gregorio XV puso la fiesta en el Misal y Breviario romanos en el día 6 de octubre. SANTORAL Smtos Bruno, fundador de los Cartujos; Adalberón, obispo de Wurtzburgo; Ar-taldo, obispo de Belley; Ságar, discípulo de San Pablo y obispo de Laodi-cca. mártir; Román, obispo de Auxerre y mártir; Magno, obispo de Oderzo, y Probo, de Gaeta; Primo, Feliciano y quinientos compañeros, mártires en Agén (Francia) juntamente con San Caprasio y Santa Fe; Nicetas el Patricio, confesor; Marcelo, Cayo, Emilio y Saturnino, mártires en Capua; los monjes mártires de San Millán de la Cogulla; los mártires de Tréveris, que fueron numerosísimos bajo Diocleciano, por el ministerio del juez Riccio Varo; Ivo, diácono y solitario. Santas Fe, virgen y mártir; Enimia, hija de Clotario II, y Modesta, sobrina de San Modoaldo, vírge­nes y abadesas; Epifania, Valeria y Polena, vírgenes; María Francisca de las Cinco Llagas, terciaria franciscana; y Erótida, mártir.
  • 325. 11!i JlfppC4 zuccna de virginidad, encendida rosa de amor divino Palma gloriosa DI A 7 DE O C T U B R E SANTA JUSTINA DE PADUA V IR G E N Y M ART IR (entre 63 y 304) CASI en el centro de la inmensa llanura fecundada por las ondas espumosas del Po, río el más caudaloso de Italia, tiene su asiento la antigua ciudad de Padua, emporio intelectual y comercial de la región. Según la leyenda transmitida por Virgilio en la Eneida, dicha ciudad fue fundada por Antenor, hermano de Príamo; mas, prescin­diendo de la leyenda, tiene Padua un pasado histórico muy remoto; consta <|ue cayó en poder de Roma en el año 48 antes de Jesucristo y que de l'adua era oriundo el famoso historiador Tito Livio. Para el cristiano, el nombre de Padua recuerda el del gran taumaturgo portugués San Antonio, que en ella murió, y el de Santa Justina, gloriosa mártir de 16 años. Si damos crédito a tradiciones muy antiguas y respetables, cuando se hubo implantado en Roma la religión cristiana, San Pedro envió a la Alta Italia a Prosdócimo, que fué el apóstol de Venecia, predicó el Evange­lio a los habitantes de Treviso y llegó a ser el primer obispo de Padua. Con frecuencia hallamos el nombre de este Santo en las tradiciones de las Iglesias de aquella región. El Martirologio romano lo cita el 7 de noviembre y menciona la tradición de los tiempos apostólicos. Los Bolandistas se con­
  • 326. tentan con decir que el santo obispo vivió y murió en una época que no se puede precisar. La misma incertidumbre se cierne sobre la fecha del martirio de la doncella Santa Justina, hija espiritual de San Prosdócimo. No puede probarse que este acontecimiento tuviera lugar en el siglo I de nuestra era. en el año 63, durante el reinado del sanguinario Nerón. Podríase sin dificultad, retrasar la existencia de la Santa a fines del siglo I I I y su muer­te a los comienzos del IV, durante el reinado de Diocleciano, Lenain de Tille-mont, célebre critico hagiógrafo del siglo X V II, espíritu jansenista, pero, a las veces, de gran penetración y sentido, autor de las Memorias sobre la his­toria eclesiástica de los seis primeros siglos, lo pone durante la persecución de Diocleciano, y dice que fué condenada por el emperador Maximiano, que se hallaba a la sazón en Padua. Los Bolandistas, hablando de ella, dicen que «su culto es muy ilustre», pero que «los datos de su vida son casi inciertos». En vista de lo cual resulta muy difícil tomar partido. Lo cierto es que la joven Justina vivió santamente, conservó su virginidad, y regó con su sangre la flor de su inocencia y de su fe; su nombre se ha hecho famoso en toda la re­gión de Venecia, donde su fiesta se celebra con gran esplendor. Para evitar confusiones, conviene recordar que en la historia de los cuatro primeros siglos de la Iglesia se menciona a varias santas que tenían por nombre Justina, pero de todas ellas la más famosa es Santa Justina de Padua. NACIMIENTO Y EDUCACIÓN DE LA SANTA A predicación y milagros del obispo San Prosdócimo en Padua, conven­cieron a muchos, que luego reconocieron lo impío del culto a los ídolos y recibieron el santo bautismo. Entre los recién convertidos se hallaba el prefecto de la ciudad, llamado Vitalino, hombre distinguido por sus rique­zas e hidalguía. Hasta entonces había adorado a los falsos dioses; pero, apenas su recta inteligencia, iluminada por la gracia, hubo reconocido la verdad de la religión cristiana, abrazóla sinceramente y recibió gozoso el bautismo, junto con su mujer Propedigna. No tardaron ambos esposos en recibir del cielo nuevo y señalado favor que trajo la alegría al hogar doméstico. Hasta entonces su matrimonio había sido estéril; pero poco tiempo después de su conversión tuvieron una hija, a la que dieron el nombre de Justina. Estos fervorosos cristianos miraron a su hija como a un don del cielo, y la educaron con el mayor esmero en la práctica de todas las virtudes. Pronto se dieron cuenta de que Dios había depositado en el alma de Justina ricos tesoros de gracias. ¡Con cuánta docilidad correspondía ella a las sabias enseñanzas de sus padres! ¡Qué modestia, recogimiento y fervor en
  • 327. U oración! ¡Con qué atención y respeto escuchaba las instrucciones de San Prosdócimo, padre espiritual de su alma! Sin vacilar un momento hubiera ella renunciando a todos los goces de la tierra antes que ofender a Dios. Ávida de mayor perfección, quiso entregarse enteramente a Jesucristo; lejos de oponerse a ello su virtuoso director la ayudó a realizar tan santos deseos, y cuando, por ■u edad, pudo disponer libremente de su persona, consagróse al celestial Es­poso, con voto de perpetua virginidad. LA PERSECUCIÓN EN PAQUA ENTRETANTO, habíase desencadenado la persecución contra los cris­tianos; Vitaliano, padre de Justina, no era ya gobernador de Padua. Todo el que rehusaba sacrificar a los ídolos era condenado a los más atroces tormentos y, por último, a muerte. Gran número de cristianos fueron encarcelados; desgarrados unos con garfios de hierro, arrojados otros en calde­ras de aceite hirviendo o aplastados, como la uva, en prensas enormes que tri­turaban todos sus miembros. Algunos fueron inmolados en el Campo de Mar­te —hoy en día «Prato della Valle»—; sus despojos fueron arrojados a un pozo que los supervivientes y la posteridad veneraron largo tiempo con el nombre de «Pozo de los mártires». Otros, en fin, huyeron de la ciudad en busca de un asilo. Justina tenía, a la sazón, dieciséis años. Lejos de atemorizarse como ciertos otros cristianos, pedía a Jesucristo, su querido Esposo, que la asistiese con su gracia; resuelta e intrépida, penetraba en las cárceles para animar a los mártires, cuidarlos y llevarles limosnas. Maximiano —ignoramos si era el prefecto de Padua, o el emperador que se hallara de paso por la ciudad— ordenó que arrestasen a la joven, lo que fué ejecutado sin tardanza. ARRESTO Y MARTIRIO UN día que Justina regresaba del campo, donde había ido a visitar a algunos cristianos, y entraba en la ciudad por la carretera del Puente Marino, cayó en manos de los soldados que la buscaban. Había llegado para Justina la hora del gran combate y ella así lo entendió. Kin perder la serenidad pidió noblemente a los soldados que la dejasen orar du­rante breves instantes, y se lo concedieron. Arrodillóse la joven cristiana en una piedra, y con ferviente oración, que sólo Dios y los ángeles oyeron, suplicó a Jesucristo que le diese fuerza y valor para guardarle fidelidad hasta la muer­te. Dios atendió benigno ruego tan fervoroso. Según la tradición, ablandóse la
  • 328. piedra bajo sus rodillas y quedaron grabadas en ella hondas señales. Viendo Justina que Dios había oído su oración, alzóse llena de confianza y dejóse llevar por los soldados a presencia de Maximiano. Con acento paternal le pro­metió éste grandes riquezas con tal de que adorase a los ídolos, y terminó <1- ciendo que la tomaba por esposa. —He consagrado mi virginidad a Jesús, Hijo de Dios —respondió la vir­gen cristiana— ; a £1 sólo y sin reserva entregué mi corazón. Jamás adoraré a vuestros ídolos. Arrebatado de cólera, Maximiano prorrumpió en injurias contra ella, y or­denó que con una espada le traspasaran el corazón. Por este camino, la don­cella, arrodillada en presencia de numerosos testigos conmovidos por su cons­tancia y belleza virginal, entró en la vida que no tiene fin; cual virgen pru­dentísima, trocó Justina el reinado efímero de los palacios de los grandes de la tierra, por el sempiterno en las moradas del Rey de los cielos. Ocurrió su martirio el 7 de octubre. CELEBRIDAD DE LA MÁRTIR AL día siguiente. los cristianos recogieron su cuerpo, y San Prosdócimo ordenó que fuera sepultado con respeto en las catacumbas o en una iglesia que poco antes había consagrado a la Virgen María. Sobre las ruinas de un templo de Diana, el patricio Opilone, prefecto del pretorio en 453, edificó un oratorio en honor de Santa Justina. En este santuario pri­mitivo, del que se conserva una inscripción antiquísima, colocaron sus reli­quias; fué destruido en 601 por Agilulfo, rey de los lombardos, aunque más tarde volvió a ser reedificado. La mártir de Padua se había hecho célebre: así, el poeta San Fortunato escribió, a petición de San Gregorio Turonense, una colección de poesías. En su cuarto poema, Fortunato coloca a Santa Justina entre las vírgenes más ilustres, cuya santidad y cuyos triunfos adornaron y glorificaron la Igle­sia de Dios. «Fué —dice el mencionado autor— la gloria de Padua, como Santa Eufemia lo fué de Calcedonia, y Santa Eulalia, de Mérida». La iglesia de San Martín in Calo áureo —hoy en día San Apolinar el Nuevo— de Ravena, célebre por sus mosaicos, posee dos grandes procesio­nes », una de Vírgenes y otra de Santos; es de notar que una Santa, por nombre Justina, probablemente la de Padua, aparece en el primer cortejo. Por causa de un terremoto acaecido en 1177, cubrióse de ruinas la ciudad de Padua, derrumbóse la catedral y experimentó fuerte sacudida el santuario que se alzaba en el sitio en otro tiempo ocupado por el del patricio Opilone. La catedral, reconstruida luego, fué consagrada el 24 de abril de 1180, por
  • 329. LOS soldados encargados de arrestar a Santa Justina, admiran conmovidos cómo se encomienda al Señor y a sus ángeles y les ruega que le concedan fortaleza para permanecer hasta la muerte fiel esposa de Jesucristo. Dice la tradición que sus rodillas quedaron grabadas en la dura peña.
  • 330. Ulrico, patriarca de Aquileya; este monumento, que recibió el doble título de Santa María y Santa Justina, fué de nuevo reedificado en 1524. PÉRDIDA E INVENCIÓN DE LAS SANTAS RELIQUIAS A fuese por ingratitud, por indiferencia o por inquietudes causadas por las agitaciones humanas, guerras u otros acontecimientos, Padua había perdido el recuerdo de la Santa y hasta de sus reliquias. Nadie se acor­daba ya ni del sitio donde estaba el sepulcro. Inmensa fué la alegría de todos cuando, al cabo de una desaparición de cuatro siglos, las reliquias fueron halladas en 1177. No se sabe en qué circunstancias tuvo lugar tan fausto acontecimiento. Sin decidir el grado de autenticidad del relato, nos limita­remos a exponerlo a nuestros lectores. Dicen, pues, las críticas, que vivía en Verona una piadosísima doncella que profesaba tierna devoción a la Santísima Virgen. Apareciósele en sueños la Madre de Dios rodeada de espíritus bienaventurados, y le ordenó que fuese a Padua, a la iglesia de Santa Justina. Díjole que delante de un altar adornado con mosaicos, hallaría un espacioso círculo, casi invisible, en donde descansaba el cuerpo de la mártir. Despertóse maravillada la doncella, sorprendida por se­mejante visión y por las órdenes recibidas, turbada en su humildad, y con temor de ser juguete de algún desvarío. Al amanecer del día siguiente, estando ya despierta la joven, apareciósele otra vez la Santísima Virgen y le reprochó su vacilación. No dudó por más tiempo, e inmediatamente se puso en camino el 4 de octubre por la mañana. Recorrió en dos días las dieciocho leguas que dista Verona de Padua, adonde llegó por la tarde del 6 de octubre. Al día siguiente, si nos atenemos al relato que resumimos, entró en la iglesia llevando doce velas de cera. Refirió a los sacerdotes su visión; y notando el círculo indicado, que sólo ella veía, dispuso los cirios a su alrededor; luego, postrándose de hinojos, pidió a Dios que, en testimonio de la verdad de su misión, los cirios se encendiesen por sí solos, lo que al punto sucedió. Al mismo tiempo, para confirmar este milagro, todas las campanas de la iglesia, movidas por mano invisible, tocaron a vuelo como en las más solemnes festividades. Los sacerdotes, los monjes, las religiosas, la muchedumbre toda, acudió a presenciar prodigio tan singular. En presencia del obispo Gerardo, y por indicación de la mensajera María, cavaron el suelo con diligencia y, a poca profundidad, halláronse las reliquias de Santa Justina. Esto ocurrió el 7 de octubre, día consagrado desde entonces, a honrar la memoria de la mártir de Padua. Prodigiosas curaciones mostraron el valimiento de la Santa. Por lo que a
  • 331. la mensajera de la Santísima Virgen se refiere, poco tiempo después que hubo llevado a cabo su misión, descansó en el Señor, dejando en pos de sí perenne recuerdo de edificación. Cerca de la tumba de Santa Justina, halláronse tam­bién las reliquias de otros mártires que habían sufrido al mismo tiempo que ella, como lo atestiguan sus «Actas» y las de San Prosdócimo. UN MONASTERIO BENEDICTINO NO lejos de la iglesia donde descansaba el cuerpo de la santa mártir, edificóse un monasterio que llevó el nombre de Santa Justina y San Prosdócimo; fué derribado por los húngaros en el siglo X, y restau­rado por el obispo Gauscelino, que en 970 le otorgó privilegios. De su administración se encargaron los Benedictinos, a quienes los obispos sucesivos y los papas concedieron amplios favores. En el año 830 el papa Gre­gorio IV confirmó al abad diversas posesiones; San León IX, de paso por Padua en 1052, ofreció el Santo Sacrificio en dicho monasterio el 2 de agosto y se declaró su protector. Lo propio hicieron Calixto I I en 1123, Eugenio I I I en 1145, y Alejandro I I I en 1165. Al mismo tiempo, durante este período de poco más de un siglo, los abades obtuvieron el privilegio de calzar san­dalias durante la misa, llevar mitra, usar guantes y anillo. Fueron varias las vicisitudes que corrió la fundación. Éste y otros monasterios en Italia, eran propiedad de la Orden cluniacense. Kn el siglo XIV, se introdujo, como en otros muchos, la relajación en la disci­plina regular; con todo, bajo el patrocinio de la santa mártir, del monasterio i|tie custodiaba sus reliquias debía brotar un resurgimiento de nueva vida re­ligiosa, cuyos benéficos frutos perduran todavía después de varios siglos. Los tres últimos monjes de Cluny, fueron sustituidos, en 1407, por Bene­dictinos Olivetanos, que poco después fueron expulsados por el gobierno de Venecia. Luis Barbo, que recibió la abadía en encomienda, consiguió restable­cer la disciplina, juntando a los tres Cluniacenses, algunos Camaldulenses y (jinónigos regulares de Venecia. Con elementos tan dispares y contra toda rsperanza, el monasterio de Santa Justina llegó pronto a ser uno de los más florecientes, y a él se unieron los conventos de Bassano, Verona y Milán, l uis Barbo dimitió sus funciones de Presidente general de la Congregación y fué nombrado obispo de Treviso; murió en Venecia el año 1443 y su cuerpo fué inhumado en Padua, en el monasterio al cual había devuelto •ii antiguo esplendor. La Congregación por él fundada llevó, durante medio siglo, el nombre de Santa Justina de Padua; en 1504 se le unió la abadía del monte Casino que volvió a ser centro principal de la Orden a la que dió su nombre.
  • 332. LA IGLESIA ACTUAL DESPUÉS del terremoto de 1177, la iglesia de Santa Justina no ofrecía garantías de solidez; acordóse derribarla y reconstruirla luego, pero más amplia y espaciosa. La nueva iglesia, de estilo Renacimiento, se empezó en 1501 y fué terminada en 1522. A la fachada de ladrillo y sin revo­que precede una hermosa gradería de la misma anchura. Coronan el monumen­to cinco cúpulas, rematadas por estatuas de bronce, que representan a Santa Justina, a San Prosdócimo, a San Daniel, mártir de Padua, y a San Benito. El pavimento interior, de mármol negro, blanco y rojo, es de bellísimo efecto y mide 111 metros de largo por 30 de ancho y 76 en el crucero; presenta tres naves, y numerosas capillas laterales. Las reliquias de Santa Justina, guarda­das en hermoso relicario, fueron colocadas en 1502 debajo del altar mayor, y. en 1627, trasladadas definitivamente al nuevo presbiterio en una bóveda si­tuada debajo del altar principal, recién construido, y de más valor artístico que el anterior. De la primitiva iglesia subsiste el antiguo presbiterio, que tiene acceso por la puerta situada a la derecha del altar mayor. EL CULTO DE SANTA JUSTINA EN ITALIA ODOS los años, el domingo de Pasión sale una procesión en honor de los santos mártires de la ciudad de Padua. Los blancos velos de las doncellas, los estandartes de las cofradías y las banderas de las Ju­ventudes Católicas, contribuyen a dar una nota típica y alegre a este cortejo que avanza cantando himnos y dando escolta al relicario de nuestros Padres en la fe. No sólo la ciudad de Padua sintió los efectos de la protección de Santa Justina, sino también toda la comarca de Venecia, que la hab.'a escogido por patrona. La Serenísima República atribuía a su intercesión todas las victoria* contra el enemigo de los cristianos, y en hacimiento de gracias mandó grabar en las monedas la siguiente inscripción: Memor ero tui, Justina v irg o : «Ilus­tre virgen Justina, no te olvidaré jamás»; y esta otra: P a x tibí. Maree, Evan­gelista meus: «La paz contigo, Marcos, evangelista mío», asociando así en un mismo culto a la virgen mártir y al santo Evangelista. A fines del siglo XV la imagen de la Santa aparece estampada en una moneda de Padua acuñada en Venecia, atravesado el pecho con una espada y sosteniendo una palma y un libro en la mano.
  • 333. Después de la victoria de las islas Cursolarias, cerca de Lepanto, en 1571, en la que los venecianos, a las órdenes de Sebastián Veniero, participaron en el triunfo del nombre cristiano, todos los años, el 7 de octubre, el Senado nc trasladaba en procesión a la iglesia colegiata, dedicada a Santa Justina. De esta manera iba conservándose vivo y floreciente el recuerdo de la ilustre mártir que se mostrara tan eficaz en su protección hacia sus devotos] En diversas ciudades de Italia, hallamos, en el decurso de los siglos, testi­monios del culto que se le tributa, iglesias o monasterios que llevan su nom­bre. En un epitafio muy antiguo descubierto en Rímini, se lee lo siguiente: Aquí descansa en paz Inocencio que se encomienda a San Andrés, a San Donato y a Santa Justina para que castiguen a cualquiera que intentare des­poseerle de su sepultura. En el siglo IX existía en Bolonia un monasterio de Santa Justina; en el siglo X I el antiguo convento de San Salvador de Luca —fundado en el año 800—, al ser reconstruido, tomó el nombre de la Santa, y fué habitado por Benedictinas; en Sezzé, diócesis de Acqui, fundóse un monasterio de Santa Justina en 1030, no lejos de la basílica del mismo nombre; en el siglo XVI, esta abadía pasó a los Oblatos de San Ambrosio, fundados por San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Dios nuestro Señor quiso así testimoniar, por la obra de los hombres, cuán gratos habían sido a su corazón la vida y el martirio de la santa vir­gen paduana. Que así como la ingratitud y el olvido suelen barrer de la memoria humana muchos recuerdos que parecieran nacidos para la inmorta­lidad, acostumbra el cielo a mantener viva la influencia de sus héroes para gloria de los mismos y exaltación de las virtudes cristianas. Y así sucede que donde la mano sacrilega de los perseguidores ha que­rido borrar la huella del divino Sembrador, aparece aquélla más profunda y definitiva. Y la virtud que de otro modo hubiera quizá pasado inadvertida para la historia, conviértese en fanal cuyos fulgores han seguido iluminando a las conciencias por encima de los siglos. SANTORAL N u e s t r a Se ñ o r a d e l R o s a r io (véase en el tomo V II, «Festividades del Año L i­túrgico », pág. 450). Santos Marcos, papa y confesor; Martín Cid y Augusto, abades; Sergio y Baco, soldados, mártires; Marco y Apuleyo, mártires; Adelgiso, obispo de No v a ra ; Eterio y Paladio, obispos; Elano, presbítero y solitario; Geroldo, peregrino y mártir. Beato Mateo Carrieri, dominico. Santas Justina de Padua, Osita, princesa, y Julia, vírgenes y mártires; Sabina y Cristeta, hermanas de San Vicente de Avila (véase en 27 de octubre).
  • 334. D IA 8 DE OCTUBRE SANTA BRIGIDA DE SUECIA VIUDA Y FUNDADORA (1302-1373) NACIÓ Brígida hacia el año 1303, en el castillo de Finsta, cerca de Upsala, capital en aquel entonces de Suecia. Era su familia des­cendiente de los antiguos reyes del país, y unía a la nobleza de la sangre la pureza de vida, pudiéndose decir que la piedad era como hereditaria en ellos, ya que el abuelo, el bisabuelo y hasta el tatarabuelo de nuestra Santa fueron en peregrinación a Jerusalén y demás lugares santifica­dos por la presencia de Nuestro Divino Redentor. Fueron los padres de Brí­gida, el príncipe Birgerio y la princesa Ingeburga, dignos de sus antepasados. Confesaban y comulgaban todos los viernes y empleaban sus cuantiosas ri­quezas en construir iglesias y monasterios para que Dios fuera honrado y ser­vido. Tales virtudes fueron debidamente premiadas por el cielo, que les otor­gó bendiciones sin cuento y les concedió cinco hijos, modelos de virtud. Brígida fué la última. Antes de su nacimiento, naufragó su madre en las costas de Suecia, y no pereció por milagro, según revelación de un ángel que «c le apareció la noche siguiente al grave percance y le dijo: «Dios te ha guardado la vida en consideración a tu hija; edúcala en el amor de Dios y cuídala como preciosa joya que el cielo te envía.» El nacimiento de esta pri­
  • 335. vilegiada niña fué revelado al santo sacerdote Benito, cura de Rasbo, iglesia próxima a Finsta. Hallábase en fervorosa oración cuando se le apareció la Santísima Virgen en hermosa nube y le dijo: «Ha nacido a Birgerio una niña cuya voz se oirá en el mundo entero». Sin embargo, y a pesar de tal predic­ción, la niña, permaneció muda durante los tres primeros años; pero pasado este tiempo comenzó a hablar con la fluidez y soltura de una persona mayor. PRIMERAS APARICIONES PENAS contaba siete años cuando en el altarcito que adornaba la ca­becera de su cama, vió una mañana a la Santísima Virgen que llevaba una corona en la mano y le decía: «Vente conmigo». La niña obede­ció al instante. ¿Ves esta corona? —le preguntó la Virgen—. En señal afirma­tiva, la niña inclinó su cabecita, momento y ademán que aprovechó la Vir­gen para coronarla. En esta mística diadema, hemos de ver el símbolo de las virtudes que debían brillar desde aquel instante en la Santa, y que alcanza­rían todo su brillo y esplendor en el Paraíso. Corría la cuaresma del año 1314, cuando un religioso llegó a Finsta para predicar la Pasión de Cristo; los sermones del misionero fueron para Brígida una revelación del místico significado del dolor que, por amor a Jesús, de­seaba abrazar desde aquel momento; así mereció ver en revelación al Divino Maestro padecer el suplicio de la Cruz. «Mira —le dijo— cómo me han tra­tado. —¡Oh dulce Dueño mío! —exclamó la Santa— ; ¿quién os ha causado tanto mal? —Los que desprecian y olvidan mi amor» —fuéle respondido. Y a partir de aquel día, la imagen de Cristo crucificado se grabó profun­damente en el alma y en el corazón de Brígida. Su tía, la castellana de As-penais, que la había recogido al morir la madre de la niña (1314), entró una noche en el cuarto de Brígida y, en vez de encontrarla dormida, como espe­raba, la halló arrodillada a los pies de un crucifijo. Temiendo que su sobrina fuese víctima de alguna peligrosa manía, quiso imponerle una corrección con una verdasca de mimbres, según costumbre de la época, pero la vara m rompió en sus manos dejando admirada a la noble señora. «¿Qué hacía*?, preguntó a la niña. —Alabar a quien me asiste. —Y ¿quién es? —El divino Crucificado». Otro día se encontraba Brígida bordando unos ornamentos para la ¡glciin parroquial y, sintiéndose incapaz de reproducir con la aguja lo que en mi imaginación concebía, imploró la ayuda del cielo, y he aquí que una bclln y desconocida joven se acercó a la bordadora, y dió fin al bordado con flore» y frutos de perfectísima labor. La tía de Brígida, que atónita y admirada pri*. senciaba el hecho, se apoderó del bordado y lo guardó como preciosa reliquia.
  • 336. LUCHA CON EL DEMONIO MUÉSTRANNOS las vidas de los santos, en muchos de sus pasajes, cómo el demonio se complace en atormentar las almas que no puede arrastrar al mal. Una mañana tuvo Brígida una terrorífica visión: se le apareció un monstruo semejante a aquellos con que cándidos artistas, por devoto placer, decoraron los muros de la catedral de Upsala o los capiteles de «us columnas. Perseguíala con saña como intentando aprisionarla entre sus ¿arras, pero la joven corrió a refugiarse a la sombra de la cruz, y el demo-n'o, vencido, huyó. Nuestra Santa dió cuenta de la monstruosa visión a su tía, y ésta le ■consejó encarecidamente que guardase secretas las visiones que había tenido con los seres sobrenaturales, temerosa de provocar la admiración o la burla del mundo en el que iba a entrar. La joven se atuvo prudentemente al consejo. MARTIRIO DE BRÍGIDA BRIGIDA y su hermana Catalina habían sido prometidas por su padre a los dos hermanos Ulfo y Magno, príncipes de Nericia, de quienes ha­bía recibido hospitalidad en el castillo de Ulfasa. Pareciéronle ambos jóvenes tan valientes caballeros como fervorosos cristianos. Invitadas por su padre —según costumbre sueca— a «fabricar la cerveza de los desposorios», Catalina obedeció gustosa. Brígida, en cambio, «hubiera preferido cien veces la muerte»; mas no sabiendo todavía por entonces si es­taba llamada a la vida religiosa, y aconsejada por su confesor, sometióse al deseo de su padre, a quien tendió su mano para que la enlazara con la del príncipe Ulfo; contaba a la sazón la Santa trece años (1316). El matrimonio, conforme a la costumbre de la época, debía celebrarse el año mismo en que Re verificaban los esponsales, por lo que Brígida esperaba en Finsta que Ulfo viniese de un momento a otro a reclamarla. Llegado el caso montó con arrogancia en una jaca blanca de hermosa raza, domada en Gotia, y cabalgó ni lado de su futuro esposo hasta el castillo de Ulfasa; en la capilla del casti­llo, los dos cándidos muchachos recibieron la bendición del sacerdote; y así quedaron unidos por los lazos indisolubles del matrimonio cristiano dos jóve­nes corazones, unidos ya por un amor puro y ardiente a Jesús crucificado. Brígida, tierna y amante esposa, ejerció benéfica influencia sobre el cora-nin y espíritu de Ulfo. Juntos socorrían a los pobres y, de común acuerdo, gustaron sus riquezas en construir escuelas, fundar hospitales y erigir iglesias. >K ___ X /
  • 337. Los viernes, confesábanse ambos con el mismo sacerdote, y juntos se acerca­ban los domingos a la Sagrada Mesa. Recíprocamente pedían en sus oracionea la gracia de ser cada día mejores y adelantar más en santidad. También se mostró Brígida experta y hábil ama de casa. A todos atendía, y procuraba que nadie careciese de lo necesario. Caritativa con los pobres, antes de sentarse a la mesa servía diariamente por sí misma la comida a doce de ellos, y los jueves les lavaba los pies para imitar el ejemplo de Jesucristo. De continuo cumplió, con gracia encantadora, las leyes de la hospitalidad: re­cibía contentísima a los parientes y amigos de su esposo TJlfo; con igual es­mero atendía a los miembros de la nobleza, al clero, a los viandantes y a los monjes mendicantes; presentábase a todos con semblante jovial y atrayente y a todos trataba con exquisita cortesía y cristiana caridad; sólo para consigo misma usaba maceraciones y penitencias. Ocho hijos —cuatro varones y cuatro niñas— fueron el fruto de su ma­trimonio. Llamáronse los primeros: ('arlos, Birgcrio, Benito y Gudmaro, y la* hijas: Marta, Catalina, Ingeburga y Cecilia. Encontramos entre ellos los más variados temperamentos, por lo que, a pesar de los cuidados de su santa madre, hubo algunos que imitaron poco las virtudes de su santa vida. Carlos, por naturaleza impulsivo y apasionado, llevó una vida agitada y borrascosa; pero las oraciones de la madre, desolada por la conducta del hijo más y mejor amado, le alcanzaron la gracia de morir reconciliado con Dios. Bir-gerio, de carácter dulce y de espíritu reflexivo, y por ende serio, vivió cris­tianamente en medio de la corrompida corte de Estocolmo. Viudo desde muy joven, ayudó más tarde a su hermana Catalina a trasladar las reliquias de su madre desde Roma al monasterio de Vadstena (Suecia), y Catalina, que llegó a ser abadesa de ese monasterio, le escogió como administrador de la* fincas y bienes abaciales. Gudmaro y Benito murieron jóvenes siendo aún es­tudiantes: el uno en Estocolmo y el otro en el monasterio de Alvastra, donde había vestido el hábito cisterciense. Marta fué una joven veleidosa y casqui­vana, que no dió más que disgustos a su santa madre: su única afición eran las diversiones mundanas. Ingeburga murió piadosamente siendo religiosa claustrada. Cecilia, a quien Brígida anhelaba también consagrar a Dios, abandonó el claustro, y su hermano Carlos la casó con un joven de la corte; como tal acontecimiento la afligiera en exceso, el Señor se le apareció y le dijo: «Tú me la habías entregado; pues bien, yo la coloco donde me place». Pero a quien siempre amó la Santa con especial predilección fué a Cata­lina, la cual, casada con Edgardo de Eggartsnes, persuadió a su esposo a permanecer ambos vírgenes en el matrimonio. En el año 1350 se juntó con su madre en Roma; la acompañó después en sus peregrinaciones, y fué más tarde la primera abadesa del monasterio de Vadstena, fundado por Brígida, Murió en 1387 y fué canonizada hacia el 1476. Hónrasela el 24 de marzo.
  • 338. SANTA Brígida, que descendía de sangre real, no contenta con hacer grandes limosnas y repartir sus bienes a los pobres, lleva a tal extremo la pobreza de su vida, que va de puerta en puer­ta pidiendo pan por amor de Dios, sin cuidarse de los que la me­nosprecian y escarnecen.
  • 339. EN LA CORTE DE SUECIA AL casarse el rey Magno de Suecia con Blanca, hija del conde Namur, escogió a Brígida por ama de gobierno de la joven reina. Apenadí­sima al verse obligada a dejar su vivienda de Ulfasa y a su familia, presentóse en la corte del rey su primo, llevando consigo a Gudmaro, que poco después moría en fistocolmo. Los soberanos, de carácter inconstante y frívolo, despreciaron los auste­ros consejos de Brígida y ajustaron su conducta a otros menos rigurosos. Comprendió entonces el ama de gobierno que su presencia era inútil en la corte, y, de vuelta al seno de su familia, se impuso por espíritu de peniten­cia, y acompañada de su esposo, Ulfo, una larga romería. Mientras duró ésta, vistieron el hábito pardo y el manto de conchas, y contentáronse con una pobre y frugal comida. Sucesivamente veneraron en Colonia las reliquias de los Magos; en Tarascón, el sepulcro de Santa Marta; la gruta de María Mag­dalena en Pro venza, y vinieron por fin a nuestra Patria a orar ante el se­pulcro de Santiago en Compostela. De vuelta hacia Suecia, cayó Ulfo grave­mente enfermo en la ciudad de Arras; pero recobró milagrosamente la salud al hacer el voto de retirarse al monasterio de Alvastra para servir a Dios en él como penitente. Tres años más tarde, el 12 de febrero de 1344, des­pués de haber colocado en el dedo de su esposa un anillo de oro, como símbolo de mutua y eterna unión, expiraba en brazos de ella. Brígida permaneció un año ifiás en este lugar, y en él fué favorecida con prodigiosas revelaciones de los misterios de nuestra santa fe; pero cuando menos lo esperaba, le ordenó el Divino Maestro que abandonase la soledad y se reintegrase a la corte de Suecia. «Y ¿qué diré al rey?» —preguntó la Santa. —«Y o hablaré por tu boca» —le respondió el Señor. Sumisa y obediente. Brígida se presentó en la corte, vestida con el negro velo de viuda. Sin respeto humano habló con santa libertad y energía al débil monarca. Los campesinos abandonaban el cultivo de los campos, por­que el fisco les arrebataba sus salarios y ganancias. Brígida demostró al rey la injusticia que se cometía al transformar en impuestos ordinarios las rentas exigidas en un momento de penuria y extrema necesidad. No contenta con esto echó en cara al rey el falsificar moneda, despojar a los viajeros y per­mitir que fueran arrebatados a los náufragos los restos de sus bienes. Luego animó y casi obligó al rey a exceptuar de contribución territorial por diez años a cuantos volviesen a labrar y sembrar los campos. Y exigió de parte de Dios que el monarca respetase las costumbres tradicionales de la corte, por creer que podían servir de freno a la voluble fantasía del inconstante y
  • 340. caprichoso príncipe; en virtud de estas costumbres no debía en adelante comer solo, sino en compañía de sus consejeros, con quienes trataría los ne­gocios del Reino. Dichos consejeros debían ser escogidos entre lo mejor. La muerte de su hijo Benito, acaecida el año 1346, la obligó a salir de la corte de Suecia para trasladarse al convento de Alvastra; pero al año si­guiente fué llamada por el soberano, debido a que, habiendo éste preparado una expedición guerrera contra los rusos, quiso darle apariencias de cruzada. La Santa le aconsejó examinase su conciencia, para ver si verdaderamente utacaba a los rusos por defender la fe. Sin escuchar a Brígida, precipitóse d rey sobre aquéllos; pero la aventura acabó en vergonzosa derrota. Desde Roma —donde Brígida residía a partir de 1350— intervino en la política de Suecia y de Europa entera, aunque se limitaba a transmitir a los reyes las enseñanzas, profecías y amenazas que Dios le dictaba. INFLUENCIA DE LA SANTA BRÍGIDA fué encargada por Dios de comunicar a los Papas sus adver­tencias y deseos soberanos. Clemente VI, residente en Aviñón, aceptó en materia disciplinaria los consejos de esta mujer inspirada por Dios. I rbano V fué en Roma primero y más tarde en Aviñón, el confidente prin­cipal de las revelaciones de la Santa, y, dócil a cuantas órdenes le dictaba cu nombre del cielo, reprimió severamente los desórdenes de la corte ponti­ficia. A Gregorio X I, sucesor de Urbano V, conjuró muchas veces de parte il.' Dios para que abandonase Aviñón y volviese a Roma; pero el Papa, de naturaleza indecisa, no se resolvió a ello en vida de la Santa, y fueron ne­cearías las apremiantes instancias de otra santa —Catalina de Sena— para <|iic, cuatro años mas tarde, obedeciese por fin. El 17 de abril del año 1371 entró solemnemente en la ciudad de los Apóstoles, y Roberto Orsino, sobrino «Id Pontífice, que gobernaba la Ciudad Eterna, pudo decirle: «Hoy compren­do. Santísimo Padre, la profecía que la bienaventurada Brígida me notificó luce cinco años al anunciarme que no solamente os vería entrar en Roma, *ino que precisamente sería yo quien os acompañase en dicha entrada». Cuando la humilde sierva de Dios residía en la corte de Suecia, hablaba c o n santa audacia a los Ángeles de las siete Iglesias del reino, como San Juan lo había hecho a los Custodios de las siete Iglesias de Asia, y los obispos i 'cucharon con respeto las severas amonestaciones de la santa viuda. Recordaba a los sacerdotes y religiosos relajados que pagar las propias lleudas es estricto deber de conciencia, y, por lo tanto, que los derechos de los acreedores son antes que los de los pobres. Repetíales también que la pureza es indispensable a los ministros del Señor. De este modo, nada de
  • 341. cuanto se relacionaba con el bien de la Iglesia escapaba a la solicitud de esta alma iluminada por el espíritu de Dios. Santa Brígida fundó el monasterio de Vadstena y la Orden de San Salva­dor; la regla por que se rigieron fué recibida por la Santa del mismo Jesu­cristo. Diríase que la Orden, esbozada tan sólo a la muerte de la Fundadora, esperaba para su desarrollo y prosperidad que las reliquias de la Santa fuesen depositadas cual fermento en la tierra de Vadstena; desde entonces se pro­pagó rápidamente y fundáronse en poco tiempo cuarenta monasterios. Aun hoy día cuenta con once casas, repartidas entre España y Méjico. PEREGRINACIÓN A ITALIA Y A TIERRA SANTA BRÍGIDA y su hija Catalina vivieron catorce años en Roma, desde 1350 a 1364, entregadas por completo a la oración y buenas obras, en la» que, siguiendo cada una su inclinación y gusto particular, venían a ser complemento una de la otra. Del año 1364 al 1367, hicieron una larga pere­grinación por Italia. Detuviéronse en Asís, para venerar el sepulcro de San Francisco; en Ortona, que guarda las reliquias del apóstol Santo Tomás; en Monte Gárgano, célebre por la aparición de San Miguel; en Bari y Benevento, que conservan, respectivamente, las reliquias de San Nicolás y San Barto­lomé. Volvieron por fin a Roma camino de Nápoles. En todas partes dejaron la semilla de su edificante palabra, maravillosas revelaciones y milagros. Después de nueva permanencia de cuatro años en Roma, salió en 1376 para Tierra Santa, acompañada de su hija Catalina y de sus dos hijos Carlos y Birgerio. En Nápoles, Carlos, llevado de su carácter apasionado, prepará­base a concertar una culpable unión con la reina Juana I, cuando Dios le llamó a Sí; las lágrimas de su madre le alcanzaron el morir en estado de gracia. Brígida supo por revelación haber obtenido de Dios misericordia pura su hijo. Los tres viajeros continuaron su camino y, el 13 de mayo de 1372. entraron en Jerusalén. Mientras permaneció en la tierra en que Jesús dejuru las huellas de sus pasos, Brígida asistió en continuados éxtasis a las princi­pales escenas de la vida del Salvador, escenas que describió en términos sor­prendentes en el libro de sus Revelaciones. Las Revelaciones de Santa Brígida, escritas por ella misma en lengun sueca, han sido traducidas de un texto latino a todas las lenguas europea». ¿Con qué espíritu debemos leerlas? Véanse sobre este particular las enseñan­zas del papa Benedicto XIV: «No hay que dar a las revelaciones de Sania Brígida la misma fe que a las verdades de la religión; sin embargo, sería imprudente temeridad rechazarlas, pues están fundadas en motivos y prue­bas suficientes y razonables para que piadosamente se puedan creer».
  • 342. ÜLTIMOS DÍAS Y MUERTE DE LA SANTA BRIGIDA murió en Roma poco después de su peregrinación a Tierra Santa. Algún tiempo antes de morir, recibió la visita de Gerardo. Nuncio Apostólico de S. S. Gregorio X I, quien, desde Aviñón, le man­daba en busca de los consejos de la vidente. Ésta le respondió con las siguien­tes palabras, que no pueden ser ni más claras ni más precisas: «Una mirada imparcial al mundo cristiano dice claramente que, sólo por el retorno del Papa a Italia, volverá la paz y tranquilidad a esta tierra». Los últimos días de la Santa se vieron turbados por fuertes tentaciones de orgullo y de molicie, tentaciones que no sintió en su juvenud. Como Cristo en el Calvario, se creyó un momento abandonada de Dios; pero acudió, sin embargo, a la Comunión y recibió, junto con la gracia del sacramento, fuerza y voluntad para sufrir. Desde este momento, su vida fué un éxtasis no in­terrumpido; volvió en sí después de recibir la Extremaunción, instante que aprovechó para dar a sus hijos, familiares y amigos sus últimas y supremas recomendaciones. Murió un sábado, 23 de julio, a los 71 años de edad. Fué enterrada en Roma en la iglesia de las Clarisas, del monasterio de San Lorenzo «in Panispema», en el Viminal; un año más tarde sus restos fueron trasladados al cementerio de San Salvador, en Vadstena (Suecia). Venérase en Roma la casa que habitó y la mesa de madera sobre la que quiso morir; su recuerdo perdura aún en las Catacumbas de San Sebastián, adonde iba a orar con frecuencia, y en San Pablo extramuros, donde se con- ■crva el Crucifijo que le habló repetidas veces. Santa Brígida fué canonizada en 1391 por Bonifacio IX , y su fiesta, elevada a rito doble, fué establecida por Benedicto X I I I el 2 de septiembre de 1724. SANTORAL Santos Simeón, profeta; Evodio, obispo de Ruán, y Eterio, de L y ón ; Grato, obispo de Chalons, y Metropolo, de Tréveris; Artemón, presbítero y már­tir, en Laodicea; Pedro, mártir en Sevilla; Demetrio, procónsul, y Néstor, mártires en Tesalónica. Beato Alano de la Roche, dominico. Santas Brígida de Suecia, viuda; Tais y Pelagia, penitentes; Libaría — hermana de los santos Euquerio, Elofo y Susana— virgen, mártir en tiempos de Juliano el Apóstata; Triduana y Keina, vírgenes; Reparata, virgen, mártir en Cesarea de Palestina; Benedicta o Benita y Leoberia, vírgenes martirizadas cerca de L y ó n ; Palaciata y Lorenza, muertas en el destierro por la causa de la f e ; Porcaria y Paladia, vírgenes y mártires; Ragenfreda, virgen y abadesa en Flandes. Beata Beatriz de Silva, cisterciense y fundadora.
  • 343. D IA 9 DE OCTUBRE SAN LUI S B E L TRAN DOMINICO, APÓSTOL DE AMÉRICA MERIDIONAL (1525-1581) EN la nobilísima ciudad de Valencia vivía por los años de 1525 un no-taño muy honrado y virtuoso llamado Juan Luis Bertrán, que ahora decimos Beltrán. Por expresa voluntad de Dios, que se le manifestó con repetidas apariciones de San Bruno y San Vicente Ferrer, Juan l.uis casó en segundo matrimonio con Ángela Exarch. De esta unión, con­traída por obediencia, nació el niño Juan Luis el día de la Circuncisión del uño 1525. Era la primera bendición con que el Señor premiaba la obediencia ilc don Juan; este hijo fué el primogénito de los nueve que tuvo. Los cuatro hermanos y cuatro hermanas del Santo llevaron todos ellos vida virtuosísima. En la iglesia de San Esteban, y en la misma pila bautismal que San Vi-rente Ferrer, pariente suyo, recibió este santo niño, junto con la regeneración ili-l bautismo, el nombre de su padre Juan Luis. Ya en la niñez dió seguras muestras de su futura santidad; porque si llora- Im, el medio usado por su madre para acallarle era presentarle una imagen del Salvador, de la Virgen María o de algún Santo. Las lágrimas cesaban al punto, y se convertían en alegría. Enseñóle su madre a decir los nombres de Jesús y Muría, y él los repetía con tanto amor, que enternecía a cuantos le oían.
  • 344. Puede asegurarse que bebió con la leche materna el espíritu de oración y penitencia, pues casi desde la cuna viósele rezar y mortificarse. Siendo de siete años, tenía ya especialísima devoción a la Reina de los Ángeles, cuyo oficio rezaba diariamente con extraordinario fervor. Hasta su muerte con* servó tan piadosa costumbre. Era su entretenimiento visitar las iglesias y. conventos de Valencia, y no gustaba de la compañía y juegos de los niños; si le mandaban jugar con ellos, lo hacía con grande edificación, y reprendía a cuantos juraban o decían palabras descompuestas. Gustaba del retiro y de la oración. Sus padres le sorprendían con frecuencia arrodillado en los sitios más apartados de la casa, y se guardaban mucho de distraerle. Llegada la noche, burlaba la vigilancia materna y se acostaba en el duro suelo. LA PRIMERA COMUNIÓN. — SU HUIDA SIENDO ya de quince años, su director espiritual, el padre Ambrosio de Jesús, de la Orden de los Mínimos, admitióle a la primera comunión. El virtuoso mancebo preparóse con fervor extraordinario a esta acción importantísima que por entonces solía hacerse muy tarde. Cuando hubo reci­bido el cuerpo del Señor, sintió en su alma tales ansias de penitencia y sacri­ficio, que prometió vivir en adelante sólo para Dios. Desde ese día comulgó tres veces cada semana, lo cual no solía hacerse en aquel tiempo; y es que era tan ardiente el fuego de amor divino en el corazón de Luis, que su confesor lo avivaba gustoso cuanto podía. En la frecuente comunión bebió aquel santo joven la fuerza del sacrificio y los anhelos de abnegación que más adelante llenarían su alma. Su padre, no obstante ser varón virtuosísimo y piadoso, preparó a su hijo una carrera en el siglo. Admiraba en Luis la inteligencia despierta y el singular crédito y lustre que es galardón y premio de la virtuosa vida, y así le hizo estudiar las artes liberales. Sólo por obedecer a su padre se entregó Luis al estudio, en el que salió muy aventajado; pero al mismo tiempo ejercía estrecha vigilancia sobre sí mismo para no dejarse arrastrar al vicio. Leía con frecuencia libros devotos, porque en las lecturas espirituales hallaba su alma nuevo alimento que la henchía de fervor; ¡cuántas veces, a solas con el libro de las Sagradas Escri­turas, dejaba pasar largas horas en amorosos coloquios con el Divino Maes- ^ tro que se dignaba hablarle al corazón! I Cierto día, «el santo» —como le llamaban sus condiscípulos— salió de J la escuela y huyó de la casa paterna. Llevado del Espíritu de Dios, fué a encerrarse en una cueva donde hubiera querido pasar toda su vida; pero su padre le mandó buscar y le hallaron al fin a siete leguas de Valencia.
  • 345. LA GRACIA DE LA VOCACIÓN. — PRUEBAS CON este suceso entendió su familia que no estaba Luis para contraer matrimonio; propusiéronle que entrase en el clero secular. Era ello una estratagema de los padres, que pretendían guardar consigo a su amado hijo, enfermizo y de complexión débil. Luis vino en ello de buen grado, pero con el pensamiento puesto en días mejores. Vestido ya con la librea de Jesucristo, acudía a los hospitales de Valencia, donde permanecía el día entero y casi toda la noche curando las llagas de los enfermos y consolándolos a todos con santas palabras. Murió, entretanto, su confesor, el padre Ambrosio de Jesús, y eligió en­tonces para director espiritual al padre López, de la Orden de Predicadores. I)e este santísimo varón se sirvió el Señor para traer a Luis a vida perfecta. Efectivamente, al poco tiempo, entendió el Santo que Dios le llamaba a la familia de Santo Domingo. Ya bien determinada su vocación, habló resueltamente de ella a su padre, que le negó licencia para seguirla. Luis maduró aquel propósito con la ora­ción y la paciencia. Cuanto más tardaba en cumplirse, más crecía el ardor y la intensidad de sus deseos. La negativa de su padre no apagó la voz interior; el joven seguía oyendo que Dios llamaba de continuo a la puerta de su corazón. Finalmente, se decidió a hollar la carne y sangre, y darse generosamente al Señor como la gracia se lo pedía. Recibió el hábito en el convento de Va­lencia a 26 de agosto de 1544 sin saberlo su padre, el cual terminó por darle consentimiento algo después. NOVICIO Y PROFESO. — AMOR A LA MORTIFICACIÓN LUIS fué en el noviciado modelo perfecto de todas las virtudes reli­giosas. El silencio era su conversación —escribe su hagiógrafo—; su alimento, el ayuno; la oración, su recreo, y las obras de caridad, su más agradable ocupación. Propúsose por ejemplar de vida la de su padre Santo Domingo y de los demás Santos de la Orden, especialmente la de su ilustre compatriota San Vicente Ferrer, a quien imitó en todo tan perfectamente, que el maestro de novicios, fray Juan Micó, solía decir: «Luis será en Valen­cia otro San Vicente Ferrer». Cuindn algunes novicios extrañaban aquella facilidad en un principiante, siendo así que ellos sólo hallaban arideces y sequedades, solía consolarlos
  • 346. con estas palabras: «La paciencia en las sequedades y privaciones contribuye a menudo más a la salud del alma que los consuelos celestiales». Antes de terminar el noviciado tuvo la alegría de saber que sus padres le dejaban totalmente libre de entregarse a Dios. Más todavía: tuvieron bas­tante fortaleza de ánimo para asistir a la profesión solemne de Luis, y re­gocijarse con él en aquel sacrificio común (27 de agosto de 1545). El santo religioso trataba a su cuerpo enfermizo con asperísima austeri­dad. Vestía de ordinario un cilicio y otras veces se ceñía una cadena de hierro. No le bastaban los siete meses de ayuno de la Orden, sino que ayu­naba otros muchos días. Como para su alma, ávida de mortificación, era excesiva la frugal comida de los frailes, contentábase a menudo con pan y agua. Tomaba rigurosísimas disciplinas hasta derramar sangre. Con estas pe­nitencias conservó su carne sin corrupción y su alma pura, y murió virgen como había nacido. PRIMERA MISA ACABADO el estudio de la Teología, promoviéronle a los Órdenes Sa­grados y fué ordenado sacerdote en 1547, siendo de veintidós años de edad. Cantó la primera misa el 23 de octubre. Muy gozosa y consolada quedó su alma con recibir este sacramento subli­me; aun estaba Luis gustando interiormente estos divinos consuelos, cuan­do tuvo noticia de que su padre se hallaba gravemente enfermo. Partióse al punto a Valencia, y le asistió como buen hijo hasta que murió. A poco de morir, le reveló Nuestro Señor los grandes tormentos que pa­decía el difunto en el purgatorio. Luis empezó desde aquel día a ofrecer misas, oraciones, ayunos y penitencias para alivio del alma de su padre; esto hizo por espacio de ocho años, al fin de los cuales tuvo el consuelo inmenso de ver a su padre muy alegre, libre ya de aquellos tormentos. SAN LUIS, MAESTRO DE NOVICIOS CONOCÍAN los Padres de Valencia la extraordinaria virtud del siervo de Dios, y así le nombraron en 1548 primer prior del convento' de Lombay, fundado por el duque de Gandía, San Francisco de Borja. Por los años de 1550, volvió a Valencia nombrado maestro de novicios, aunque sólo tenía veinticinco años. Cumplió tan a gusto de los superiores y con tanto celo aquel cargo, que después le eligieron otras seis veces y siera» pre con grandísimo fruto de la Orden.
  • 347. DICE el indio a San Luis Beltrán. « Este mi niño se muere, y me ha dicho un buen espíritu en el monte, que tú has venido aquí y si le bautizas se salvará». Bautizóle y le puso por nombre Miguel. Murió luego, pero, quedó el Santo muy consolado de que el primero que bautizaba juera al cielo.
  • 348. Era muy rígido y exigente con los novicios en materia de observancia» pero con ser tan inexorable y austero, todos le amaban entrañablemente. Predicaba más con el ejemplo que con la palabra, y era tan humilde, que mandaba a los novicios que notasen sus faltas y se las dijesen, y les supli­caba no usasen con él de honras y muestras de respeto; ni siquiera permitía que le besasen la mano. Por haber sobrevenido la peste en Valencia, donde causó grandes estragot por espacio de tres años, determinaron los Superiores enviar unos cuanto* religiosos a lugares más sanos y saludables. Al padre Beltrán mandáronle ul convento de Albaida, del que fué superior. Volvió a Valencia en 1560. MISIONERO EN LAS INDIAS UVO por entonces noticia de la necesidad que había en las Indias de ministros evangélicos y, como le consumía el corazón el celo por lu salvación de las almas, dolíale el ver que tantos paganos vivían sin conocer al Dios verdadero. Determinó partirse para aquellas lejanas tierra»i oró al Señor y entendió ser aquella su divina voluntad. Previa licencia de su prelado, y con mucho sentimiento y lágrimas de sus hermanos y novicio», se embarcó en Sevilla el año de 1562. Destináronle primero al convento de Cartagena, en la actual Colombia, donde empezó el duro aprendizaje de los trabajos que exigía entonces la evangelización de los indios. Al verse solo en medio de los naturales, Luis Beltrán puso en el Señor su confianza. Fuéles a predicar, pero ni él sabía la lengua de los indios, ni ellos entendían el castellano. No tuvo más remedio que tomar consigo un intérprete. A los pocos días cayó en la cuenta de que éste le engañaba, dandi) a sus palabras sentido contrario; acudió al Señor, y el Espíritu Santo l« otorgó el don de lenguas. La gracia divina acompañó desde entonces >«»• sermones del apóstol y las conversiones se multiplicaron. El padre Beltrán evangelizó los territorios de Tubara, Cipacón, Paluate, Mompós, Serta, Santa Marta, Tenerife y algunos más. Sería difícil precisar el número de conversiones logradas por este insigne y valeroso misionero, Sólo en Tubara bautizó más de tres mil y en Santa Marta más de quino# mil. El primero que bautizó fué un niño moribundo. Su padre muy afligidp lo trajo en brazos y, postrándose a los pies del Santo, le dijo: «Un bue» espíritu me ha dicho que mi hijo se salvaría si Luis derramaba un poco ito agua sobre su cabeza». Bautizóle y luego murió. San Luis quedó muy con­solado de que el primero que bautizaba se iba derecho al cielo. Con ver tantas conversiones, andaba el demonio fuera de sí de odio J
  • 349. mojo contra el siervo de Dios. Primero incitó a los indios a que armasen luios a Iá castidad del Santo provocándole por medio de malas mujeres; ■l<'*pués se le apareció el mismo diablo en figura de ermitaño, diciéndole que drjuse aquel país, donde los indios premiaban su celo y sus padecimientos mostrándose con él brutales y llenándole de injurias. Luis Beltrán burló "<|iicllos artificios del maligno espíritu; con sólo hacer la señal de la cruz, uhiiyentó al ángel de las tinieblas transformado en ángel de luz. No fueron menos admirables las maravillas que obró en las misiones de ripticón, Paulate y demás poblados indios. Los naturales le vieron un día ■irrobado en éxtasis, levantado varios pies del suelo. A vista de tantos prodigios, muchísimos paganos dieron de mano a las nicrílegas supersticiones y abrazaron la religión cristiana. Por consejo del pudre Beltrán, quemaban los ídolos y los templos de los dioses, y juraban i|uc no volverían jamás a darles culto. Pasados siete años de tan maravilloso apostolado, pensó volverse a Espa-itu con licencia de su General. La principal razón que adujo para ello fué el no poder sufrir su caridad y celo la crueldad e impiedad de algunos gober­nadores, que a pesar de las órdenes formales de los Reyes Católicos, oprimían demasiado a los indios y embarazaban la predicación del Evangelio. VUELVE A ESPAÑA. — NUEVOS CARGOS HABIDA licencia de sus superiores, como dijimos, se embarcó el Santo con rumbo a la Península. Llegó felizmente a Sevilla a 18 de octu­bre de 1570. De aquí pasó a Valencia, donde le recibieron con gran­des muestras de cariño y alborozo. Ya el año siguiente fué elegido prior del convento de San Onofre, poco ■listante de aquella ciudad. Acabado su priorato, volvió el Santo a Valencia, y luego le hicieron maestro de novicios por segunda vez el año de 1573. Allí iniinifestó el Señor la santidad de su siervo con el don de profecía y penetra­ción de los espíritus. Los Padres de aquel convento envidiaban la suerte de los novicios, y lunibién ellos quisieron tener por superior a tan santo varón; así que se in­dustriaron para que le nombrasen prior del convento, como se hizo. Conven­cido de su ineptitud, corrió el padre Beltrán a echarse a los pies de los (railes, y les suplicó con lágrimas que se apiadasen de él. Finalmente, viendo <|tie los Padres no querían quitarle aquella carga del priorato, diciendo que nadie era más digno que él de llevarla, fuése el Santo ante una imagen de Sun Vicente Ferrer y, con grande fervor, le hizo esta oración: «Padre San Vicente, yo renuncio en vos al priorato; vos seréis el prior y yo ejecutaré
  • 350. vuestras órdenes». San Vicente oyó su ruego; la imagen se inclinó y abrazó al padre Beltrán, el cual se levantó lleno de consuelo y confianza. Favorecióle también el Señor con el don de la palabra, de la que siempre se aprovechó el Santo para mover los corazones al bien y convertir almas. Su manera de vida era por entonces sencillísima. La frugalidad y aun la austeridad presidían su mesa. Jamás consintió que le sirviesen carne o pes­cado; bastábanle unas legumbres y el agua clara de la fuente. Menos exigente era todavía respecto de la cama: una tabla nudosa y una arquita de madera donde reclinar la cabeza, eran su lecho «los días de relajamiento» —decía él decía— , porque de ordinario dormía en el duro suelo. POSTRERA ENFERMEDAD. — EL CIELO EN LA TIERRA TANTA mortificación en medio de trabajos tan penosos, acabó con la* pocas fuerzas que siempre había tenido. A poco de terminar el prio­rato, sobrevínole recia calentura, mas no por eso dejó sus penitencia* y austeridades. Vivió en adelante como simple religioso, edificando con su perfecta observancia a los frailes, entre los que se consideraba como el últi­mo, y a cuantos se le acercaban, grandes y pequeños. En 1580 tuvo aún fuerza para predicar la Cuaresma en Játiva; el año si­guiente lo hizo en la catedral el día de la Epifanía, y en la iglesia de los Templarios, con ocasión de la fiesta de la Orden de Montesa. No pudo, sin embargo, predicar la Cuaresma en la iglesia de San Esteban, donde había sido bautizado, y mandó a otro religioso, también enfermo, prometiéndole especial asistencia del Señor, como así sucedió. Su hermano Jaime, sacerdote y director del hospital de clérigos de Va­lencia, hízole entrar en aquel establecimiento en mayo de 1581; pero lo* médicos le aconsejaron otro clima y otros aires, y así le trasladaron al campo y alojaron en una quinta, propiedad del Beato Juan de Ribera, patriarca d« Antioquía y arzobispo de Valencia. Pero fué en balde; porque pasado poco tiempo tuvo que regresar al hospital más enfermo todavía, y, finalmente, al convento, donde murió a 9 de octubre de aquel mismo año. Aquella pérdida causó grandísimo dolor entre sus hermanos y en el pueblo todo, que admiraba su extraordinaria santidad. Muchos y grandes milagros obró el Señor en el sepulcro de San Luis Bel-trán; uno de los más notables fué la conservación de su sagrado cuerpo, coni* probada debidamente en 1582, 1647 y 1661. Beatificó a Luis Beltrán el papa Paulo V en 1608; el mismo Sumo Pontí* fice y su sucesor Gregorio XV, encargaron a los auditores de la Rota qua llevasen adelante la causa del siervo de Dios, examinando la validez del pro»
  • 351. «.•so incoado en Valencia el año de 1596. Los jueces delegados declararon que podía procederse a la canonización. Su informe fué presentado al Pon­tífice a 13 de agosto del año 1621, y el expediente entregado a los pocos meses a la Sagrada Congregación de Ritos. La causa permaneció inactiva por espacio de treinta años, hasta que el pupa Alejandro V II mandó llevarla adelante. Vinieron luego los decretos de Urbano V I I I y Clemente IX , que exigían para la canonización de los siervos de Dios, milagros posteriores a su beati­ficación, y esto fué causa de otro proceso sobre nuevos milagros atribuidos ul Beato Luis Beltrán. Finalmente, fué canonizado por la Santidad de Clemente X en la basílica Vaticana a 12 de abril de 1671, junto con los santos Francisco de Borja, (jiyetano de Tiene, Felipe Benicio y Rosa de Lima. Para el clero secular español, a la fiesta de este Santo le señaló Alejan­dro V III el día 10 de octubre, y no el 9, fecha de su fallecimiento. El mismo Sumo Pontífice declaró a San Luis Beltrán patrono de Nueva Granada (Co­lombia) el día 3 de septiembre de 1690, y mandó que su fiesta fuese de precepto en dicho país, y que se celebrase con rito doble de primera clase. El Martirologio romano trae su fiesta a 9 de octubre; en la archidiócesis ilc Valencia se celebraba el último domingo de octubre, pero desde que existe lu fiesta de Cristo Rey, la festividad de San Luis Beltrán se celebra el tercer domingo de dicho mes. Se suele representar a este Santo ya con un cáliz del que sale una serpien­te, ya con un Crucifijo cuya parte inferior aparenta una culata de escopeta: cutos objetos recuerdan dos milagros con los que el Señor protegió visible­mente a su fidelísimo siervo. SANTORAL ‘■•intos Juan Leonardo, fundador de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios; Dionisio Areopagita, obispo de París, Rústico, presbítero, y Eleuterio, diácono, mártires; Luis Beltrán, confesor; Abrahán, patriarca; Gisleno. obispo de Atenas y apóstol en Bélgica; Adalberón y Nidgario, obispos de Augsburgo; Bonnolo y Amoldo, obispos do Metz, y Víctor, de Verdún; Demetrio, obispo de Alejandría; Sabino de Barcelona, ermitaño; Diosdado, abad de Montecasino; Silvano y Flaviano, diáconos; Domnino, mártir en Milán; Lamberto y Valerio, discípulos de San Gisleno en Bélgica; Andró-nico — marido de Santa Atanasia— confesor. Beato Juan Lobedán, francis­cano. Santas Larda, mártir con San Dionisio Areopagita y muchos otros; Atanasia, mujer de San Andrónico; Publia, abadesa Austregikla, princesa y madre de San Lupo, obispo de Sens.
  • 352. Duque cuarto de Gandía Tercer prepósito General de la Compañía de Jesús DIA 10 DE O C T U 5 R E SAN FRANCISCO DE BORJA TERCER GENERAL DE LOS JESUITAS (1510-1572) CRISTIANO fervoroso; religioso observante y penitente; varón emi­nente e insigne Santo, que en hora providencia! contribuye al florecimiento de la Iglesia católica, así aparece San Francisco de Borja a quien de cerca lo estudia dentro del marco de su época y tic su ambiente. Su padre, nombrado Grande de España el año de 1521, era sobrino del papa Calixto III; por él emparentó también Francisco con Ale­jandro VI. Bisabuelo materno suyo fué el rey don Fernando V el Católico. Como muy acertadamente dice un biógrafo, la santidad penetró en la fa­milia Borja con la abuela paterna del Santo, doña María Enríquez, la cual permaneció en España con sus dos hijos mientras estuvo en Roma su mari-rido don Juan I, entonces segundo duque de Gandía, asesinado en dicha ciudad a 14 ‘de junio de 1497. La virtuosa viuda crió a los dos huérfanos, y más adelante dejó a su hija abrazar la Orden de las Clarisas, y siguióla ella ni poco tiempo. Murió santamente el año de 1537, habiendo anunciado que i el mayor de sus nietos «consolidaría la Casa de los Borjas, y llegaría a ser 1 «¡loria y prez de España y de la Iglesia». i En Gandía, ciudad del reino de Valencia, nació este ilustre Santo a 18 de
  • 353. octubre de 1510. Los duques de Gandía criaron a su primogénito en el santo temor de Dios. El mayor contento del niño era oír hablar del cielo. Gustába­le hacer altarcitos e imitar a los sacerdotes en las ceremonias eclesiásticas; y, siendo de diez años, repetía en casa los sermones que había oído. Su padre tenía las ideas de aquel tiempo respecto a la vocación de los primo­génitos de familia noble, y así solía decirle con donaire: «Armas y caballos te hacen falta, Francisco, y no Santos y sermones. Sé devoto, pero no dejes de ser cumplido caballero.» Con creces pagaba el niño a sus progenitores el trabajo de su educación. Queríalos con delirio, pero con amor verdadero y sobrenatural. Habiendo muerto su madre el año de 1520, tuvo tanto miedo Francisco de que se halla­ra padeciendo en el purgatorio que, para librarla de él, oraba y disciplinaba su cucrpecito sin compasión. A raíz de aquella muerte y de algunos trastornos políticos, llevóle el duque a Zaragoza y lo dejó en poder de su tío don Juan de Aragón, arzobis­po de aquella ciudad, para que continuase allí sus estudios. EL PRESO DE LA INQUISICIÓN. — MARQUÉS DE LOMBAY EMIÓ el duque don Juan que Francisco abrazase la carrera eclesiás­tica, y, así para impedírselo como para acostumbrarle a vida más conforme con las usanzas del siglo, solicitó de Carlos V, en favor de su hijo, el año 1522 las funciones de paje de honor de la infanta doña Catali­na. Pero ésta tuvo que dejar a España el año 1525 para casarse con Juan III, heredero de la corona de Portugal. Don Juan de Borja llamó a su hijo, y le hizo terminar los estudios con el arzobispo de Zaragoza. Menos de tres años después, a 8 de febrero de 1528, le envió su padre a la corte del emperador, a la sazón en Valladolid. En este viaje, al pasar por Alcalá, se encontró con un pobre caballero que los ministros de la Inquisición llevaban a la cárcel: el hijo del duque de Gandía se paró a mirar al desgraciado con aire tan bon­dadoso, que impresionó vivamente a un doctor de la Universidad. El preso era Ignacio de Loyola, futuro fundador de la Compañía de Jesús; aquel doctor fué después discípulo de Ignacio, y Francisco, su segundo sucesor. Sus cualidades morales, sus aptitudes físicas, tanto como su buen inge­nio, presagiaban al joven caballero brillante carrera en la corte. Pero menu­deaban los peligros morales en aquel ambiente, y pronto cayó en ello el santo mozo. Por eso determinó defenderse del vicio por todos los mediofc La recepción devota de los sacramentos y la devoción a María fueron su* armas principales. Aquella vida no le impedía, sin embargo, cumplir fiel­mente sus obligaciones.
  • 354. Prendado Carlos V de las virtudes y caballerosidad de Francisco, casóle con una señora portuguesa, doña Leonor de Castro, dama muy favorecida de lu misma emperatriz Isabel. Efectuóse el casamiento el mes de julio de 1529. I'.l siguiente año, ascendió el emperador a marquesado la baronía de Lombay, que Francisco había recibido como dote, y nombró al nuevo marqués mon-lero mayor de palacio y caballerizo mayor de la emperatriz. LECCIÓN DE LA MUERTE. — VIRREY DE CATALUÑA L joven marqués de Lombay siguió al emperador Carlos V en su expe­dición a Francia. Más tarde, afligióle en Segovia grave enfermedad, y con esto determinó apartarse del siglo cuanto le fuera posible. Fué desde entonces más dado a la piedad y a la lectura de libros santos y em­pezó a confesarse cada mes, cosa de muy pocos usada en aquel tiempo. No tru amigo de jugar; prefería la caza y la música. Desde el año 1532 comenzó ii componer algunas obras para órgano que han sido muy usadas en las igle­sias de España; la Missa sine nómine, atribuida a Rolando Laso, pertenece, a lo que se cree, a las obras del duque de Gandía * Poco a poco le iba el Señor trayendo a vida perfecta. Otro suceso, tan trágico como imprevisto, impresionó vivamente su alma: la muerte de la emperatriz doña Isabel, acaecida en Toledo el primero de mayo de 1539, es-lando el emperador en Cortes, con fiestas y regocijos extraordinarios. El cuerpo de la emperatriz se había de enterrar en la capilla de los reyes en Granada. Era costumbre hacer aquella jornada con grande acompaña­miento. Carlos V dió este delicado encargo al marqués de Lombay, caballe­rizo mayor de la emperatriz. Francisco partió para Granada con lucida es­colta de oficiales y caballeros nobles y principales. La gente acudía en tropel por donde pasaba, para dar el postrer adiós a su bienhechora. Llegados a (■ranada el 16 de mayo, la fúnebre comitiva adelantó hasta la catedral entre dos filas de soldados. Al hacerse al día siguiente en la capilla de los Reyes el reconocimiento del cadáver de la emperatriz, horriblemente descompuesto, sintió Francisco de Borja aquel hondo desengaño de la vanidad del mundo; momento decisi­vo que fué trasladado al lienzo por el inspirado pincel de Moreno Carbonero. Aquel desengaño, sin exteriorizarse en las actitudes dramáticas que fantasea Cicnfuegos, pasó todo en lo interior, obrando aquella insigne conversión no ile vida pecadora en cristiana, sino de vida buena en perfecta, que el Santo recordaba años adelante en su Diario espiritual* Todos los caballeros allí pre­sentes juraron que allí quedaba enterrado el cadáver de la emperatriz. Después que el marqués de Lombay oyó el elocuente sermón predicado
  • 355. al día siguiente —18 de mayo— por el apóstol de Andalucía, Beato Juan de Ávila, le comunicó toda su alma y el plan de vida que se había trazado de más oración, lección espiritual y mortificación conforme a la luz recibida del Señor. Entonces dióle Juan de Ávila un consejo que contenía tres: luchar contra la ambición, contra la envidia y contra la afición a los placeres. El marqués de Lombay se propuso seguirlos fidelísimamente. El día 26 de junio de 1539, Francisco fué nombrado virrey de Cataluña, y por aquel mismo año caballero de la Orden de Santiago, lo que le asegu­raba, aun materialmente hablando, grandísimas ventajas. (Cataluña se hallaba desde tiempo atrás infestada de bandoleros y salteado­res, y no había camino seguro. Francisco emprendió contra ellos una lucha sin tregua que le dió mucho que hacer. Algunos facinerosos pagaron con la vida sus crímenes; por cada uno de ellos mandó el virrey decir treinta misas. No se limitó a eso el trabajo de Francisco. Puso orden en la gente de guerra, arregló el puerto y baluartes de Barcelona, y fortificó el Rosellón. Tuvo también que luchar contra el relajamiento de algunos conventos. El marqué» de Lombay era esclavo de su obligación; no obstante, mostrábase bondadoso con los presos, suavizando cuanto podía ciertos castigos corporales usados en aquel tiempo. Con la muerte de su padre, acaecida a 7 de enero de 1543, pasó a ser cuarto duque de Gandía. PROFESIÓN RELIGIOSA Y SACERDOCIO HABIENDO administrado a Cataluña con notable acierto y llevado n feliz término algunas empresas militares, tomó ocasión de la muer­te de su padre, para retirarse. Suplicó al Emperador le diese licen­cia para irse a su estado, y conocer y gobernar a sus vasallos. El Emperador convino en ello, y, el mismo año de 1543, dejó Francisco el gobierno de Cataluña y se fué a Gandía. Murió la duquesa doña Leonor a 27 de marzo de 1546. Francisco no aspiró desde entonces sino a darse totalmente a Dios cuando sus obligaciones de estado se lo permitiesen. Entretanto, siguió llevando vida santa y sen­cilla dentro del fastuoso cuadro digno de su noble condición, y buscando colocación para sus hijos. Desde el año 1541 pertenecía a la Tercera Orden franciscana y seguía los consejos del humilde fray Juan de Trejeda; per» más íntimas relaciones tenía ya con los Padres Jesuítas y con su fundador San Ignacio; mostrábase con ellos sumamente liberal. El día 2 de junio de 1546 hizo voto de entrar en la Compañía, y, por consejo de San Ignacio, se dió al estudio de la Teología. El mismo santo fundador suplicó al papu Paulo I I I que diese licencia al duque para hacer los votos de la Compañía, ,
  • 356. AL abrir la caja de plomo descúbrese el rostro de la emperatriz tan desfigurado, que causa horror a los que le miran. Ante espectáculo tan lastimoso, penetra luz divina a San Francisco de Borja, que dice y repite en su corazón. « Nunca más servir a Señor que se pueda morir».
  • 357. aunque permaneciendo aparentemente seglar, y facultad para administrar por mientras disponía las cosas de sus estados y casa. Obtenido el privilegio. Francisco profesó a 1.° de febrero de 1548. A 20 de agosto de 1550 se graduó de doctor en la Universidad de Gandía por él fundada, y a 31 de agosto dejó a Gandía y partió para Roma, sin que nadie sospechara el principal motivo del viaje. En Roma le recibieron con los honores debidos a su noble condición, con­tra su voluntad que era entrar de nochc y sin ruido. Escogió para su habita­ción la casa de la Compañía de Santa María della Strada; dió principio al Colegio romano, que San Ignacio solía llamar Colegio Borja, y que, tomando nombre del papa Gregorio X I II, se llamó Universidad gregoriana. Quizá adivinó o conoció el papa Julio I I I el propósito del duque de Gandía; el emperador don Carlos pidió con grande instancia para Francisco el capelo cardenalicio. El Pontífice se resolvió a hacerlo con grande aproba­ción del colegio de los cardenales. Esto dió ocasión al Santo para hacer publica su determinación de entrar en la Compañía. Para ello necesitaba li­cencia del Emperador: el duque la pidió por carta de 15 de enero de 1551. Recibió la respuesta hallándose en Oñate a 11 de mayo del mismo año, con lo cual renunció a su bienes ante notario, quitóse la barba y se vistió el hábito de la Compañía. Merced a una dispensa, que le permitía recibir uno tras otro los sagrados órdenes, recibiólos en menos de dos semanas, y se ordenó de sacerdote en Oñate a 23 de mayo de 1551. RELIGIOSO. — PRUEBAS HABIDA cuenta de la influencia que podía ejercer un señor tan prin­cipal trocado en el humilde «Padre Francisco», el general de bi Compañía no le asignó Provincia alguna de la Orden, sino que le dió libertad para ejercer el ministerio como fuese de su agrado. El nuevo sacerdote se hizo apóstol de Guipúzcoa, donde logró indecible fruto con la predicación y el ejemplo. También predicó diversas veces en Pamplona a ins­tancias del virrey de Navarra don Bernardino de Cárdenas; en Burgos, Va-lladolid y otros pueblos de Castilla, y en Andalucía. Pasó luego a Portugal, llamado por los reyes, y admiró a todos con su humildad y doctrina. Otra vez se trató de ofrecerle el capelo cardenalicio; Julio I I I pidió al Emperador cuatro españoles para hacerlos cardenales, y Carlos V encabezó I* lista con el duque de Gandía. San Ignacio no se determinaba; Francisco ca­taba pronto a obedecer a su superior. Éste zanjó la cuestión en sentido ne­gativo. y por su orden, a 22 de agosto de 1554, el Padre Francisco emiH4 los votos simples que se añaden a los tres solemnes: de allí adelante n#
  • 358. podía aceptar dignidades eclesiásticas, a no ser que el Papa le obligase a ello no pena de pecado. Murió San Ignacio a 31 de julio de 1556, y fué elegido para sucederle el l’adre Laínez. Un voto tuvo en el escrutinio el Padre Francisco de Borja, quizá el del mismo padre Laínez que quería con ello designar de antemano ku futuro sucesor. Entretanto, Francisco fué confirmado en su cargo de comisario general de la Orden en España y en las Indias Orientales. Vió en Ávila a Santa Teresa de Jesús y aprobó su vida espiritual. El emperador Carlos V mandó llamar a Francisco a Yuste y a Valladolid los años 1555 y 1557, y le nombró testamentario suyo. Estando ya en la ugonía, llamóle otra vez. Falleció el emperador a 21 de septiembre de 1558, y el Padre Francisco predicó en los funerales que se celebraron. No le faltaron pruebas con las que el Señor quería desasir más y más su corazón de las cosas del siglo. El año de 1558 murió una hija suya, y, al año siguiente, uno de sus yernos. Vinieron luego sus propias enfermedades. En ftvora, donde predicó la Cuaresma del año 1560, le sobrevino un ataque de parálisis. Llamado a Roma en el mes de junio siguiente por el Padre Laínez, tuvo que detenerse en camino por haberle acometido la gota. PREPÓSITO GENERAL.— SU MUERTE URANTE la ausencia del Padre Laínez, que se hallaba en el Concilio de Trcnto, el Padre Francisco ejerció el cargo de Vicario general de la Orden. El papa Pío IV le trató con benevolencia; pero trabó amistad el Santo en Roma sobre todo con el dominico Miguel Ghisleri, que había de ser San Pío V. Francisco fué nombrado asistente general de España y Portugal el año de 1564. Sólo desempeñó este cargo unos meses, porque el Padre Laínez murió a principios de 1565, y luego el Asistente pasó a ser Vicario general por segunda vez. Cinco meses más tarde, a 2 de julio, se celebró en Roma Capítulo general de la Compañía, y en él fué elegido Francisco Prepósito general de la Orden por 31 votos de los 39 electores; entre éstos se hallaban San Pedro Canisio y el Beato Ignacio de Acevcdo. No fué San Francisco de Borja el superior melancólico y decrépito que ulguna vez se ha querido pintar, sino muy cumplidor, solícito de su respon­sabilidad, sumamente activo, mansamente autoritario, persuasivo, diplomá­tico, humilde y bondadosísimo. A los superiores solía aconsejar que fuesen muy afables: «No echéis recta la plomada —les decía— ; dejadla ondear...» Trabajó por espacio de dos años en la nueva redacción de la regla de la C/ompañía, dió principio a la casa noviciado de Roma, y entre los nuevo*
  • 359. novicios tuvo a San Estanislao de Kostka; a instancias del rey don Feli­pe II, dió fuerte impulso a las misiones de América, y, más adelante, juntó sus esfuerzos a los del papa San Pío V para provocar la necesaria reforma en la Iglesia. El año de 1571, mandóle Su Santidad que acompañase al cardenal Ale­jandrino, sobrino suyo, en su legación a España, Francia y Portugal, con el fin de formar una liga contra los turcos que amenazaban gran ruina a la cris­tiandad. En Valencia le recibieron sus hijos acompañados de la flor de la nobleza de la ciudad. A instancias del patriarca Beato Juan de Ribera, pre­dicó en la iglesia mayor con extraordinario concurso de fieles, deseosos de oír al «santo duque». A 8 de febrero, llegaron a Blois de Francia, residencia de la corte del rey Carlos IX. San Francisco exhortó a los reyes con vivas razones a con­servar la fe católica en su reino. La vuelta a Roma fué trabajosísima. Sobrevínole en este viaje recia calentura, con lo que fuéle menester pasar el verano en Ferrara en casa de su primo el duque don Alonso de Este. Su estado era tan grave que no quiso el duque participarle la muerte de San Pío V, a quien había sucedido Gregorio X I II. Pasando por Loreto, llegó a Roma ya moribundo, a 23 de septiembre de 1572. Muchos cardenales y embajadores acudieron a visitarle en su agonía. Finalmente, habiendo recibido el santo Viático y la Extrema­unción, y bendecido a todos los Padres presentes y ausentes, dió su alma al Creador, poco antes de media noche del 30 de septiembre de 1572, siendo de sesenta y dos años de edad. PROCESO DE SU CANONIZACIÓN. — CULTO UNA curación notable obrada el año 1607 en la persona de la duquesa de Cea, nuera del duque de Lerma, dió mucho que hablar en España y fué causa de la instrucción del proceso en varias diócesis desde 1608 a 1611. Hallándose la duquesa en un parto dificilísimo con grave peligro de muerte, trajéronle un hueso del bienaventurado Padre Francisco, y, habiéndose encomendado a la intercesión del siervo de Dios, quedó viva y sana, teniendo todos esto por milagro. El 22 de abril de 1617, las reliquias de San Francisco fueron entregadas a su nieto el duque de Lerma, que edificó en Madrid la iglesia de San Antonio, donde mandó arreglar un sepulcro para recibirlas. A 31 de agosto de 1624, se promulgó un decreto que declaraba poder proceder a la beatificación y canonización de Francisco de Borja; conforma a los usos de entonces, dicho decreto le otorgaba ya el título de Beato.
  • 360. Con fecha 23 de noviembre del mismo año, Urbano V II I concedió licen­cia a las casas de la Compañía de Jesús y a los estados de la familia Borja |turu venerar públicamente al nuevo Beato. La duquesa de Gandía ofreció para recibir las reliquias de San Francisco una urna de plata, la misma en que hoy día están depositadas. Solemní- ►I mas fiestas se celebraron en Madrid los meses de septiembre y octubre ilt'l año 1625. El famoso decreto del papa Urbano V III reformó el proceso de las causas tic los Santos, y retrasó de unos años el de Francisco de Borja; se llevó iniciante desde el 26 de febrero de 1647. El papa Clemente X canonizó al santo duque de Gandía y prepósito general de la Compañía de Jesús por Carta apostólica de 20 de junio de 1670; los cultos solemnes se celebraron en Roma a 12 de abril del siguiente año, ni mismo tiempo que para los santos Cayetano de Tiene, Luis Beltrán, Felipe Benicio y Rosa de Lima. Las solemnidades celebradas en Madrid el mes de agosto de 1671 con ocasión de la canonización de San Francisco de Borja, fueron extraordina­rias y solemnísimas: levantáronle no menos de diecisiete altares. El año de 1672, las reliquias de San Francisco de Borja fueron trasla-iludas a la nueva residencia de los Padres Jesuítas. Cuando la supresión ilu la Orden, el año 1767, pasó la iglesia a los padres del Oratorio. El rey .losé Bonaparte requisó, el año de 1809, los objetos preciosos de las iglesias; felizmente los Padres tuvieron idea de pintar el relicario de color de bronce y con eso lo salvaron del embargo. Cuando la Revolución de 1835, la urna ile plata fué también librada del pillaje; al siguiente año volvió a la iglesia ilc San Antonio. Unos años permanecieron las sagradas reliquias en ia Iglesia de Jesús Nazareno, y, finalmente, a 30 de julio de 1901, fueron depo­sitadas en la nueva iglesia de la Compañía de Jesús. SANTORAL 'Jintos Francisco de Borja, de la Compañía de Jesús; Paulino, obispo de York; Claro, primer obispo de Nantes; Cerbonio, obispo de Verona, y Paulino, de C a p u a ; Pinito, obispo de Cnosa; Eulampio, mártir; Gereón, Víctor, Casio, Florencio, Malo y compañeros — de la Legión Tebea— , márti­res; Daniel y compañeros, mártires, honrados en Ceuta; Juan de Brid-lington, confesor. Beato Hugo de Macón, compañero de San Bernardo y obispo de Auxerre. Santas Eulampia, mártir con su hermano Eulampio; Tancha, mártir de la virginidad en la diócesis de Troyes (Francia); Tel-quida, virgen y abadesa; Irene, virgen, mártir en Tesalónica (Véase en cinco de abril, pág. 372); Septimia y Segunda, mártires en África.
  • 361. DÍ A 11 DE O C T U B R E SAN ALEJANDRO SAULI B E R N A B IT A Y OBISPO D E A L E R IA Y P A V ÍA (1534-1592) LA noble familia de los Sauli era oriu Ja de la ciudad de Génova. Domingo Sauli, dotado de un carácter íntegro y gran habilidad para los negocios, se estableció' en Milán, donde bien pronto ganó el aprecio de Francisco I I Sforza y del mismo emperador Carlos V, que le nombraron Señor de Puteoli y miembro del senado de Milán; ejerció también durante varios años una de las más importantes magistraturas de la ciudad. Tomasa Espinóla, su mujer, era igualmente noble y estimada. El 15 de febrero del año 1534 tuvieron un hijo, al que llamaron Alejandro y educaron esmeradamente, como a un gentilhombre cristiano correspondía. A los catorce años le enviaron a Pavía en calidad de estudiante, para pro­seguir los estudios literarios, y dar principio a la Filosofía y al Derecho, ('orno era inteligente, dócil y piadoso, hizo rápidos progresos, y terminó brillantemente las humanidades cuando apenas contaba diecisiete años. Volvió entonces a Milán, y Carlos V le nombró paje suyo. Podía aspirar, en este mundo, al más lisonjero porvenir; empero, lo abandonó todo para consagrarse a Dios y a la salvación de las almas. En consecuencia, solicitó y obtuvo en el año 1551 autorización para entrar en religión, e ingresó en
  • 362. la Congregación de Clérigos Regulares de San Pablo, conocidos con el nombre de Bernabitas, por haber sido cuna de la Orden la iglesia de San Bernabé, en Milán. Antes de ser admitido, se le sometió a una prueba singular, que uno de sus biógrafos, cuenta de esta manera: «Como se dudase si admitir o no al joven gentilhombre por creerle educado muellemente, un Padre tuvo una súbita inspiración. Cogiendo una cruz de madera que le servía para predicar penitencia al pueblo, le ordenó que la tomase y cargado con ella recorriese las calles de Milán sin volver al convento hasta tanto que hubiese dado una prueba convincente de sus deseos de consagrarse al servicio de Dios. Era el 17 de mayo de 1551, fiesta de Pentecostés, por cuyo motivo había en la ciudad gran afluencia de forasteros. Alejandro no dudó un instante, tomó la cruz, cargóla sobre sus hombros sin reparar en el lujoso traje de paje imperial que vestía y, con paso grave, se dirigió al centro de la ciudad. En la plaza del mercado, entonces lugar de reunión, vió a un charlatán que entretenía a la multitud: le hizo descender de su tablado, ocupó su puesto, elevó la cruz en presencia de la multitud atraída por la novedad del espectáculo y dió principio a su sermón, hablando con acento vibrante de la fragilidad de las cosas de este mundo, de la necesidad de servir a Dios y salvar el alma, del valor infinito del tiempo y de la eternidad. La palabra convencida del improvisado predicador llegó a los corazones conmoviéndolos, ya que a su vuelta a San Bernabé iba acompañado de muchos de sus oyentes que pedían confesión para reconciliarse con Dios. Vencidas así las dudas que pudiera suscitar su vocación, fué admitido sin más dilaciones, e ingresó aquel mismo día en el noviciado.» En recuerdo de este hecho memorable, los postulantes Bernabitas llevan sobre sus hombros una larga y pesada cruz en la ceremonia de su admisión al noviciado, al ir del oratorio al coro de la iglesia. EL NOVICIADO. — LA PROFESIÓN PERPETUA NO faltó quién pusiera objeciones a la vocación del joven postulante. ¿Cómo —se decían— habiendo sido educado en un palacio y estando acostumbrado a que le sirvan muchos criados, va a poder soportar la vida religiosa, humilde y austera, y que exige, por otra parte, tantos renunciamientos? Además —añadían— , ¿por qué escoger una Congregación naciente en lugar de una Orden más antigua y más célebre? «Un año hace —respondía Alejandro— que Dios me inspiró el deseo de abandonar ti mundo: en todo este tiempo no he cesado de pedir a Nuestro Señor me hiciera conocer lo que fuese más conforme a su voluntad y más útil a mi
  • 363. salvación. Ahora bien, cada día me he sentido más inclinado a consagrarme al servicio de Dios en la Orden de los Clérigos Regulares; sin duda hubiera podido encontrar en otras Órdenes una regla más severa y austeridades corporales más rigurosas, pero aquí tendré sobre todo que inmolar mi propia voluntad, que es el sacrificio más agradable a Dios.» Cierto día, un padre Bernabita le hizo esta pregunta: —¿Qué virtudes os parecen más excelentes? —La humildad y la castidad —respondió Alejandro—, pues por ellas, y de manera especialísima, agradó la Virgen Santísima a Dios nuestro Señor. Durante su noviciado se esforzó generosamente en corregir sus defectos naturales y, muy en especial, el orgullo y la timidez. Para conseguirlo, supli­caba al maestro de novicios que le encomendase los empleos más humillantes y pesados del convento. Una de las cosas que más le costaban, era vencer el sueño a la hora de levantarse por la mañana; pero, no contento con ser puntual a la primera señal, pidió como favor especial el cargo de despertar a los Hermanos, con lo que se obligaba a levantarse antes que los demás. Asiduo en la oración y meditación, encontró en ellas fuerza y luz; y, perseverando en tales prácticas, todos los días de su vida hízose inagotable la fuente fecunda de su celo y fervor. Bastábale contemplar el crucifijo para sentirse inclinado a imponerse toda clase de generosos sacrificios por umor de Dios. El 29 de septiembre de 1554, a los tres años de prueba man­dados por las Reglas de los Bernabitas, Alejandro Sauli se consagró perpe­tuamente a Dios por los votos religiosos. SACERDOTE, PROFESOR Y PREDICADOR RECIBIÓ entonces orden de los superiores de prepararse para el sacer­docio mediante sólidos estudios de filosofía y teología; sus adelantos fueron tan rápidos que, aun no habían transcurrido dos años cuando, juzgando suficiente su preparación, fué ordenado el 22 de marzo de 1556. Creyéndole los superiores con disposiciones para ser un excelente profesor, le obligaron por obediencia a optar al grado de doctor en teología. En con- Hccuencia, le enviaron a Pavía para que se perfeccionase en las ciencias «agradas; allí sostuvo en 1563 varias controversias, y en 1566 fué elegido ilrcano de la Facultad de Teología. Entre los doctores escolásticos seguía ii Santo Tomás, cuya Suma se sabía casi de memoria; de los Padres de la Iglesia, leía con preferencia a San Gregorio, San Juan Crisóstomo y Casiano. I'.nseñaba con sencillez y humildad llevando siempre a sus discípulos el pensamiento de los grandes doctores y no el suyo propio. Dedicaba los ratos de ocio al ejercicio del ministerio sacerdotal con
  • 364. extraordinario celo apostólico; en la predicación distinguióle siempre una habilidad singular para conmover y convertir a los pecadores. Defendía I» fe contra todos sus detractores, y fué guía de la juventud estudiosa, qu« se reunía en la iglesia de Santa María de Campanova, centro de intensa vida cristiana; complacíase también el doctor de la Universidad en predicar el Evangelio a los niños y aldeanos de los pueblos del contorno. SUPERIOR Y OBISPO EN el mes de mayo de 1567 y cuando sólo contaba treinta y tres año* de edad, fué elegido por sus Hermanos rector del Colegio de lot santos Pablo y Bartolomé de Milán y Superior general de la Congr** gación. La ciencia y las virtudes del nuevo superior fueron descubierta! muy pronto por el arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, que le tomó por confesor y le dió pruebas de ilimitada confianza; poco después le invi­taba a predicar en la catedral de Milán, y tan maravillosos efectos produ­jeron sus sermones, que el santo arzobispo derramaba lágrimas de alegría. El Padre Sauli gobernaba la Congregación de la que era Superior, oon vigilante firmeza, manteniendo a toda costa la observancia de laa reglas y las primitivas costumbres de la Orden, pero juntaba al rigor una bondad tan paternal, que ganaba el afecto y estima de todos los corazones. Vigilaba con especial cuidado a los jóvenes religiosos, temeroso de que resultase defi­ciente la formación de los mismos, ya en lo tocante a los estudios, ya princi­palmente en el servicio de Dios; en más de una ocasión se le vió compartir sus juegos. Por orden suya, rezábase el oficio divino pausada y devotamenlr para que los fieles pudiesen seguirlo con mayor facilidad y provecho. La fama del celoso clérigo llegó pronto a oídos del papa San Pío V, quien, necesitado por aquellos días de un hombre verdaderamente apostó­lico para enviarlo a Córcega, escenario a la sazón de grandes males de orden religioso, eligió a Alejandro Sauli y nombróle obispo de Aleria el 23 df diciembre del año 1569. El Santo, que por una parte se espantaba de I* responsabilidad del obispado y por otra deseaba mantener entre sus Her­manos el desprecio a los honores y dignidades, escribió inmediatamente «I Papa, enviándole con todo el respeto debido la renuncia que hacía del cargo con que le había honrado y favorecido. Los Bernabitas, a su vez, suplicaron a Pío V que no privase a la Orden de un hombre, de quien tanta necesidad tenían. Por respuesta, recibió una orden formal del Papa por la que aa mandaba al humilde religioso aceptase el cargo en el que, sin duda ninguna, le esperaban más trabajos, peligros y disgustos que honores; sometióM Alejandro, y San Carlos Borromeo le confirió la consagración episcopal.
  • 365. SAN Alejandro Sauli, a quien todos denominan « ángel de paz» y « protector del pueblon, determina consagrarse a la evange-lización de la isla de Córcega, y dirige él mismo la construcción de la hermosa catedral y del edificio que le había de servir para residencia episcopal.
  • 366. APÓSTOL DE CÓRCEGA LA isla de Córcega recibió la luz del Evangelio en los primeros siglos del cristianismo, y la ciudad de Aleria fué uno de los obispados m4a antiguos de la isla; pero, al llegar a ¿lia Alejandro Sauli, la encontró arruinada, destruida y casi por completo deshabitada. No tenía catedral donde celebrar los divinos oficios ni vivienda dorfide habitar el obispo y loa religiosos Bernabitas que habían de ayudarle en lis misión. Provisionalmente fijaron su residencia en la pequeña aldea de Ta-Uone, y en casa alquilada) una vez establecido, el santo obispo giró inmediatamente visita a la diócesis. Mas, ¡qué espectáculo tan doloroso para su corazón de padre! Por doquier encontraba montañeses semibárbaros, violentos y vengativos, sumidos en la más crasa ignorancia, hasta el punto de que desconocían las verdades fun­damentales de la religión. El clero, escaso en número estaba poco impuesto en sus graves obligaciones; y las iglesias parecíain abandonadas. El mensajero de Cristo no se desanimó, antes bien confió en la protección y ayuda de Dios e, imitando al Buen Pastor, «mpezó por buscar a todua los extraviados, para lo cual, visitaba cada año toda la diócesis recorriéndola a pie, a veces por senderos escarpados e inaccesibles a las mismas caballerías. El acompañamiento del Santo en tales correrías «era pequeño, por no aumen­tar los gastos, ya que sólo consentía en aeepíar graciosa hospitalidad el primer día de la visita; si ésta se prolongaba, satisfacía de su peculio loa 1 desembolsos ocasionados. Pronto la gran bonda>d de Alejandro al afrontar tanta fatiga por salvar a los rudos insulares, conmovió, incluso a los m i* insensibles. Reunidos en cuadrillas, poníanse a l«os pies del Santo para escu­char sus enseñanzas, y prometían olvidar los (rencores y querellas y ol**> decer las leyes de la Iglesia Llamábascle, comúnmente, el «Ángel de Pa/.», Al llegar a una parroquia, dirigíase primeramente a la Iglesia para predicar al pueblo en ella reunido; luego, oía en confesión a los numeroM* penitentes que lo solicitaban. Al día siguiente celebraba misa, durante la cual distribuía la Sagrada Comunión. Terminado el santo sacrificio, confia maba en la fe a sus queridos diocesanos. Informábase de todo, reprimía sos. recordaba las prácticas verdaderas de la vicia cristiana e instruía en nnt deberes de estado a los propios párrocos. Como quiera que no se bastubf para la cvangelización de toda la diócesis, acud'ó al celo de los Padres ('.*« puchinos, los cuales le secundaron con gran abnegación. ■ Convencido de que, tarde o temprano, el jiueblo termina por imitar ■ ■ sus pastores, el santo obispo se propuso desde los primeros días de tW ministerio episcopal la reforma del clero; para ello, convocó sínodos dioewfl
  • 367. •unos en los que daba conferencias a los sacerdotes sobre las obligaciones «le su ministerio y los medios eficaces de apostolado. Durante ese tiempo, > siempre que algún sacerdote iba a visitarle, acogíale con generosa hospi-lululad y llegó a dormir en el suelo para cederles su propia cama. ('orno obra de gran importancia emprendió la fundación de un seminario: pura asegurar el porvenir de dicho establecimiento, no retrocedió ante los numerosos sacrificios pecuniarios que exigía. Residió sucesivamente en las ciudades de Tallone, Algajola y Corte, fijando por fin su residencia en (Vrvione, donde construyó una catedral cuyo culto encomendó a un cabildo tic Canónigos. Obra suya fué también la edificación del palacio episcopal. No contento con el trabajo de la predicación, escribió diversas obras para instrucción del clero y de los fieles; entre ellas: Constituciones diocesanas, i amen de ordenandos, D octrina católica romana. Compendio de las verda- <lfs necesarias para la salvación y Cartas Apostólicas. Aun tuvo tiempo el santo prelado para peregrinar varias veces a Roma, ron el fin de rezar sobre la tumba de los Apóstoles y dar cuenta de su diócesis al Sumo Pontífice. Estos viajes constituían verdaderas misiones, •i tenemos en cuenta el fruto que producían por doquier las predicaciones, consejos y ejemplos del santo obispo. En Roma convirtió a la fe cristiana ii cuatro judíos de los más influyentes en la sinagoga. Génova, Milán y Roma experimentaron también muchas veces los efectos de su celo apostólico. San Felipe Neri le profesó un tierno cariño y el mismo papa Gregorio X I I I , habiéndole oído predicar, quedó gratamente impresionado. Las ciudades de Cénova y Tortona le pidieron por obispo, pero el Santo no quiso aceptar y renunció también al cardenalato que le ofrecía el papa Gregorio X IV . Siempre que sus nuevas obligaciones se lo permitieron, mantúvose fiel ■i la regla que había profesado y llevaba en todo vida pobre y austera. Con muy poco satisfacía sus necesidades; el sobrante de las rentas empleá­balo en limosnas y buenas obras. Cierto señor de calidad, muy amigo suyo, ofrecióle un día costear el ornato de su habitación con tapices y colgaduras ilc fabricación española. «N o —respondió el austero prelado— , prefiero vestir ii los pobres a recubrir de telas las paredes de mi cuarto.» Partidario del esplendor en el culto divino, procuró a numerosas iglesias ilc su diócesis los ornamentos y vasos sagrados de que carecían para la celebración de los santos misterios. A todos acogía con bondad suma y paciencia inalterable; no rechazaba a nadie y siempre que estuvo en su mano dió largamente cuanto le pedían los menesterosos. Los padres Bemabitas le enviaron una vez un joven religioso de noble liimilia y le suplicaron le confiriera los sagrados órdenes. «—¿Por qué vienes a mí? —le preguntó el obispo de Aleria. —Por obedecer a mis superiores —respondió el religioso.
  • 368. — ¡Oh!, ¡qué feliz eres tú que puedes obedecer! —dijo el obispo suspi­rando— ; también yo quisiera estar sometido ai yugo de la obediencia.» Diariamente rezaba con gran fervor el oficio divino, de rodillas y descu­bierto durante todo el rezo. Con frecuencia añadía el resto del salterio, o. por lo menos, los salmos penitenciales. A no ser que estuviese enfermo, celebraba todos los días la santa misa, cosa no acostumbrada en aquella época, y preparábase a ella mediante la oración y la confesión. Tan piadoso acto realizábase con frecuencia en su capilla particular, con asistencia de un solo sacerdote, íntimo amigo suyo, el cual con frecuencia había de recor­darle cuando volvía de sus éxtasis ordinarios, la parte de las oraciones en la que había sido arrebatado. Dormía de cuatro a cinco horas; después se dirigía a la capilla y per­manecía en oración dos y hasta tres horas seguidas, rodeado a veces de luz y resplandor celestiales; al anochecer dedicaba otra hora a la plegaria, y los escasos tiempos libres que le dejaban sus ocupaciones consagrábalos también a Dios dirigiéndole fervorosas jaculatorias. EL SIERVO DE MARÍA. — EL PROTECTOR DEL PUEBLO AL igual que todas las almas que verdaderamente aman a Jesús, Alejandro Sauli profesaba tierna y filial devoción a la Santísima Virgen. Todos los días rezaba, en honor de la Reina del Cielo, el rosario, las letanías y otras oraciones; y, para alcanzar su protección, ayu­naba el sábado y las vigilias de sus fiestas, lo que no le impedía guardar ante todo y fielmente los ayunos prescritos por la Iglesia y otros muchos que él mismo se imponía. Cuando se veía precisado a viajar por mar, no consentía en embarcarse sin que antes se hubiesen confesado todos los marineros de la nave; cele­braba después la santa misa y distribuía en ella la Sagrada Comunión. Una sequía pertinaz amenazaba un año aniquilar las cosechas; en tan apurado trance, muchos habitantes del país acudieron al obispo para pedirle conjurase aquel peligro que iba a sumirles en la miseria. El santo prelad i ordenó un ayuno de tres días, al que se debía dar término con una proce­sión expiatoria: debía salir de la Catedral para terminar en la iglesia de San Francisco. El Santo recorrió aquel trayecto completamente descalzo. Cuando terminaron de rezar las oraciones para pedir la lluvia, se le oyó exclamar por tres veces seguidas: «¡Señor, misericordia!» Inmediatamente se obscureció el sol y comenzó a llover tan copiosamente que durante tre» horas seguidas no pudo salir la muchedumbre del recinto de la iglesia. Más de una vez fué la isla teatro y víctima de las devastaciones de loi
  • 369. corsario# y piratas. En cierta ocasión, veinte galeras berberiscas se acer­raban a Córcega con propósitos de robo y pillaje; el terror entre los natura'.es tuzóse general; incluso llegaron a ofrecer un caballo al obispo para que huyese y se pusiese a salvo; mas él, sin inmutarse, se puso a rezar en una rupilla; de allí se encaminó tranquilo y sereno a la playa, y recomendó a lodos que tuviesen confianza en Dios. Inopinadamente se desencadenó una fuerte borrasca que hizo naufragar a todos los barcos piratas. Por estos y otros hechos parecidos era conocido nuestro Santo con el sobrenombre de «Angel tutelar de la isla». OBISPO DE PAVÍA, — SU MUERTE DESEOSO el papa Gregorio X IV de conservar las fuerzas y la vida del santo obispo, trasladóle, en el mes de julio de 1591, al obispado de Pavía, en Italia. La salida de Alejandro fué un verdadero duelo |inrn Córcega, que le lloró como a padre. Murió Alejandro Sauli en Calosso, ni el condado de Asti, estando de visita pastoral, el 11 de octubre de 1592. El cadáver fué enterrado en la catedral de Pavía, donde aun se venera. Dios nuestro Señor honró su tumba con multitud de milagros. La causa de beatificación fué introducida, siendo papa Gregorio X V , rl 18 de marzo de 1623. Benedicto X IV le beatificó el 23 de abril de 1741; y. finalmente, el 11 de diciembre de 1904, Pío X le canonizó solemnemente til mismo tiempo que a San Gerardo María Mayela. SANTORAL I ii Maternidad de la Santísima Virgen María. Santos Alejandro Sauli. obispo y confesor; Bruno, arzobispo de Colonia; Nicasio, obispo de Ruán, Quirino, presbítero, y Escubículo, diácono, mártires; Fermín, obispo de Uzés; Germán, obispo de Besanzón y mártir; Gramacio, obispo de Salerno Mi­guel, monje propagador de la fe en Etiopía; Paldo y Cánico, abades; (¡umaro, confesor; Diego Alemán, dominico; Anastasio, presbítero, Plácido V Ginés, soldados, mártires Nectario y Sisinio I, patriarcas de (Y.nsíar.- tinopla, Agilberto, apóstol de Irlanda y obispo de París; Sármata, discí­pulo de San Antonio Abad y mártir; Taraco, Probo y Andrónico, mártires en Cilicia bajo Diocleciano; Emiliano de Rennes, confesor. Beato Andrés de Lozoya, franciscano. Santas Piencia, virgen y mártir; Edilburga, prin­cesa de Inglaterra, virgen y abadesa; Zenaida y Filonila, hermanas, que eran parientas y discípulas de San Pablo; Placidia, virgen, hermana <> San Leoncio.
  • 370. Solícito obispo e incansable apóstol civilizador D IA 2 DE OCTUBRE S AN WA L F R I D O OBISPO DE YORK (634-709) W ALFR IDO, uno de los santos ingleses más eminentes, condujo al camino de la verdad a gran número de almas sumergidas en las tinieblas del paganismo y del error. Fué, además, esforzado paladín de los derechos de la Iglesia Romana, cuya autoridad se estableció en Inglaterra gracias a sus apostólicos trabajos. En torno al Santo, gravita toda la historia del norte de la isla a fines del siglo V II. Vió Walfrido la primera luz, hacia el año 634, en Ripon, ciudad impor­tante del reino de Deira, uno de los dos que comprendía Nortumbria —hoy país de Yorkshire— . Su nacimiento fué célebre por un hecho maravilloso. La casa parecía que iba a ser pasto de las llamas; los vecinos, asustados, corrieron solícitos para apagar el supuesto incendio; mas pronto el susto se trocó en admiración al ver cómo las amenazadoras llamas respetaban el edificio y reuniéndose en apretado haz se elevaban hacia el cielo. Supieron entonces el nacimiento del niño y todos consideraron el prodigio como feliz presagio de los futuros y gloriosos destinos del recién nacido. Descendiente de una de las familias más nobles del reino nortumbriano, le hubiera sido fácil conquistar fama y renombre en la carrera de las armas,
  • 371. pero su carácter dulce y pacífico se avenía mal con la carrera militar. Na obstante, a los 13 años, y para librarse de los malos tratos que recibía de su madrastra, se fué a York a la corte del rey Oswy, rodeado de suntuoso acompañamiento. Pasado apenas un año, obtuvo, por mediación de la reina Eanfleda, consentimiento para retirarse al célebre monasterio de Lindisfame. Hasta entonces no había conocido y practicado otra disciplina religiosa que la de los Escotos; pero al cabo de algún tiempo, sospechó de la orto­doxia de sus prácticas y creyó ver algunas imperfecciones en la vida de los monjes celtas. No se engañaba; aquellos religiosos se apartaban, en muchos puntos, de la liturgia de la Iglesia romana, especialmente en la celebración de la fiesta de Pascua. Deseando saber a qué atenerse, y no queriendo obligarse temerariamente con lazos indisolubles a seguir una senda dudosa, resolvió abandonar el país natal para estudiar a fondo las tradi­ciones y reglas eclesiásticas en la propia Roma. El viaje a la Ciudad Eterna era entonces largo y no exento de peligros. Walfrido demostró con su reso­lución que, a pesar de sus cortos años —sólo tenía diecisiete— , no le faltab.i ni valor ni fe; así vino a ser uno de los primeros anglosajones que tuvieron la dicha y el honor de orar en la tumba de San Pedro y de recibir la bendición de su sucesor. Su ejemplo suscitó no pocos imitadores y las pere­grinaciones de Inglaterra a Roma fueron muchas durante el siglo V II. PEREGRINACIÓN A ROMA RECOMENDADO a Ercomberto, rey de Kent, por la reina Eanfleda, fué recibido con todos los honores por este monarca, que le retuvo a su lado cerca de un año, en la ciudad de Cantórbery. Dedicó Walfrido este tiempo al estudio de la disciplina de la Iglesia y de los intér­pretes de las Sagradas Escrituras, y reanudó luego su viaje a Roma acom­pañado de Benito Biscop. quien, a ejemplo suyo, quiso beber en los ma­nantiales de la verdad, y mereció que su nombre figurase más tarde entró­los más eminentes de su siglo, por su ciencia y santidad. Atravesaron a Francia y llegaron a Lyón, donde permanecieron otro año estudiando bajo la dirección del obispo San Delfín. Benito marchó primero, pero a Walfrido, que en gran manera había ganado el corazón de Delfín, quiso éste retenerle a su lado y ofrecióle su sobrina por esposa, y el nombramiento de gobernador o jefe de una provincia. Mas, por muy atrayentes y tentadoras que fueran semejantes proposiciones, Walfrido lux rechazó, pues ya había resuelto entregarse por completo a Dios. El obispo Delfín no insistió, antes bien animó a su huésped en sus buenos propósitos, y facilitó los medios de realizar su ansiada peregrinación a Roma.
  • 372. Corría el año 654 cuando Walfrido entró en la ciudad de los Papas: su primer acto fué ir a arrodillarse ante el sepulcro del Príncipe de los Após- Ics, visita piadosa que renovó cada día, mientras permaneció en la ciudad *anta, con el fin de encomendar Inglaterra a Dios y pedirle suscitase nuevos émulos del monje Agustín para evangelizar a aquella gran nación. Un día, ni salir del templo, entabló amistad con el arcediano Bonifacio, consejero y Nceretario del papa San Martín I, hombre muy docto en Sagrada Escritura y (linones. Walfrido se hizo su discípulo. Al año siguiente, suficientemente instruido, salió de Roma después de haber recibido la bendición del Papa. A su regreso, permaneció tres años en Lyón con San Delfín, quien le confirió la tonsura eclesiástica, acariciando la idea de tenerle por sucesor en la sede episcopal. Pero en el año 658 decretóse una cruel persecución, y el obispo fué martirizado en Chalóns del Saona por orden del cruel Ebroín, mayor­domo de Palacio del Rey. Cuando parecía que Walfrido iba a correr suerte Ncmejante, súpose que era sajón y fué puesto en libertad, circunstancia que aprovechó el Santo para volverse a su país natal. KS ORDENADO SACERDOTE. — CONFERENCIA DE WHITBY PENAS llegado a su patria, fué enviado a Edimburgo, a la corte del rey Alfrido, hijo y sucesor de Oswy. Este príncipe, partidario de los usos y costumbres de la Iglesia romana, veía con pena las divergencias existentes en su reino en lo tocante a disciplina eclesiástica. I’ura acertar en la obra de reforma tan meditada, érale necesario un hombre que hubiese bebido en las genuinas fuentes de la verdad; su acertada elec­ción cayó sobre Walfrido, y entre éste y el rey existió, de allí en adelante, estrecha unión y amistad. Concedióle el rey una gran propiedad en la ciudad «le Stamford para que edificase un monasterio, y confióle también la reforma de la abadía de Ripon, habitada por monjes escoceses de rito celta. Wal­frido estableció en ella la regla benedictina en toda su pureza, y pronto las prácticas celtas fueron reemplazadas por ritos romanos. Al monasterio acu­dieron muchos religiosos que vivieron en perfecta armonía de sentimientos con la Santa Sede. Vinieron a ser como la levadura que había de fermentar y producir un movimiento de reacción contra el falso proceder de los monjes bretones e irlandeses. Cinco años más tarde, cediendo al deseo del rey, Walfrido fué ordenado Hiicerdote en Ripon por Agilberto, obispo de los sajones occidentales. El nuevo ministro del altar dióse a conocer por un hecho que, al mismo tiempo que personalmente le llenaba de gloria, era presagio de lo que habían de oer sus futuros combates. Dividía a los irlandeses la fecha en que había de
  • 373. celebrarse la Pascua y, aunque no era cuestión de doctrina, el asunto en­cerraba cierta importancia para la unidad de la Iglesia, porque mientras una parte de los fieles celebraba ya la fiesta de Pascua, otros estaban aún en Cuaresma. Para terminar, pues, con estas anomalías, el rey Alfrido convocó en el año 664 una conferencia-controversia en el monasterio de San Hildo, Streaneshafen (hoy Whitby), a la orilla del mar. Los obispos irlandeses Coimano y Celdo acudieron a ella acompañados de sus clérigos. Mucho tiempo habló Coimano alegando en su favor las costumbres irlandesas y la autoridad del ejemplo dado por San Juan Evangelista y San Columbano. Walfrido, encargado por Agilberto de refutar tales argumentos, demostró la necesidad de seguir en todo a la Iglesia romana. El orador —según expresión de San Beda el Venerable— citó las palabras del Salvador: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia». El rey intervino entonces y, con intencionada y oportuna curiosidad, preguntó: — «¿Es verdad, Coimano, que el Señor dijo a Pedro esas palabras? —No lo puedo negar —respondió Coimano. — ¿Podrías —replicó el rey— citarme otras semejantes dichas a vuestro padre Columbano? —No. —¿Admitís, pues, los dos —prosiguió el soberano— que las llaves del reino de los cielos se dieron a Pedro? —Sí —respondieron.» Entonces el rey concluyó con estas palabras: «Pues yo os declaro que no quiero hacer la contra a quien es Portero del cielo, sino más bien obedí-cerle en todo». El rey, con la mayoría de la Asamblea y hasta el mismo obispo escocés Celdo, siguieron el parecer de Walfrido. Los monjes irlandeest y unos treinta nortumbrianos de la comunidad de Lindisfame, siguieron a Coimano, el cual, después de dimitir, se retiró a Irlanda. OBISPO. — EVANGELIZA LOS REINOS DE KENT Y DE MERCIA EL gran papel desempeñado por Walfrido en esta memorable asamblea] fué causa de su elevación al episcopado, ya que, un año más tarde, al vacar la silla de York, fué, por consentimiento universal, designado t para ocuparla; pero, no queriendo recibir la consagración de manos de nin* gún obispo del norte por creerlos cismáticos, pasó a Francia donde, en la ciudad de Compiegne, le confirió la dignidad episcopal Agilberto, obispo electo de París. Un año permaneció en las Galias, y, al volver a Inglaterra en el año 666, naufragó en las costas de Sussex, cuyos habitantes, aun paganos» le condenaron a muerte; pero el obispo logró volver a bordo y fué a desem*
  • 374. ?*>wrwrvrirL-nrirkrkj CUANDO el príncipe Dagoberto I I tenía cuatro años, quedó huérfano. Sus enemigos, envidiosos, le mandaron rasurado a un monasterio de Irlanda. San Walfrido le educó conforme a su dig­nidad y tras grandes luchas obtuvo que, según justicia, los francos de Austrasia le proclamasen rey.
  • 375. barcar en la ciudad de Sandwich, en el reino de Kent. AI llegar a Nortum­bría, encontró la sede de York ocupada por Ceadda —San Chad— . El rey Oswy había admitido las conclusiones de la conferencia de Whitby, pero con la segunda intención de aprovechar cualquier ocasión propicia que se presen­tase para favorecer de nuevo las pretensiones celtas. £1 proceder del recién elegido al ir al extranjero para recibir la consagración de manos de un pre­lado de rito diferente al suyo, le había herido y disgustado grandemente, y, tomando como pretexto la larga permanencia de Walfrido en las Galias, le sustituyó en el obispado por Ceadda, prelado, desde luego, muy virtuoso, pero que pertenecía al rito celta, cuyos inconvenientes no alcanzaba a comprender. Ante tales hechos, Walfrido no protestó; retiróse al convento de Ripon, en el que se entregó a una vida de oración y austeridad. Al cabo de tres años y cediendo a los ruegos del rey de los mercios, abandonó la soledad para evangelizar aquel pueblo. Fundó en él numerosos monasterios que fueron para la Gran Bretaña otros tantos focos de instrucción, apostolado y civilización. Entretanto quedó vacante el arzobispado de Cantórbery, y el rey de Kent llamó a Walfrido para que velase por la observancia de los sagrados cánones. Cumplió tan perfectamente con los deseos del monarca, que, cuando en el año 669, el papa San Vitalino nombró a San Teodoro primado de Inglaterra, encontró éste la metrópoli en estado muy floreciente. Permitió Dios de este modo que el desterrado obispo realizase, en la tribulación, mayor bien que el que podía haber llevado a cabo en la tranquila posesión de su silla episcopal. OBISPO DE YORK.— CELO EPISCOPAL UNO de los primeros actos del primado fué reparar la injusticia come­tida con Walfrido; escribió al rey Oswy, quien se apresuró a obe­decer al representante del Papa y, en consecuencia, el obispo se vió pronto al frente de su diócesis, pues Ceadda, al reconocer lo ilegal de la pro­pia elección, se retiró a un monasterio; poco después, y debido al apoyo del verdadero y legítimo obispo de York, que no se dejaba ganar en genero­sidad, fué nombrado obispo de Lichfield en Mercia. El primer período del obispado de Walfrido duró seis años; durante ellos tfdo el país de Nortumbria experimentó un maravilloso desarrollo; multi­plicáronse los monasterios y las bellas y magníficas catedrales de piedn en todo el territorio anglosajón. Aun hoy se admiran las iglesias de York y Ripon, y, sobre todo, la de Hexham. El infatigable obispo dirigía por si
  • 376. mismo la construcción de estos magníficos edificios, causando la admiración de aquellos pueblos semibárbaros. De Francia llevó artistas para ejecutar l ni delicados trabajos y enseñar la arquitectura a los naturales del país, Hiiicnes sólo sabían construir edificios de madera. La actividad del obispo civilizador no se limitó a organizar material­mente la Iglesia; procuró sobre todo el progreso intelectual y moral. Propagó l>or Inglaterra la Regla de San Benito, fundador de la vida monacal en Occidente, con lo que su jurisdicción espiritual se extendió tanto como el poder temporal del rey. Circunstancia que aprovechó para desarrollar sus ii postalíeos planes en toda la extensión del territorio que regía. ES DEPUESTO. — DESTIERRO Y MISIÓN EN SUSSEX EL príncipe Egfrido, segundo hijo de Oswy, sucedió a éste en el trono. Envidiosa la reina, su esposa, de la influencia de que gozaba en todo el reino el obispo de York, resolvió perderle ante el monarca y tomó como pretextos para perseguir al santo pastor la gran extensión de su dió-r -sis. la magnificencia de las iglesias y monasterios y. sobre todo, la adhesión de Walfrido al Papado. L o más doloroso fué que hombres eminentes en Runtidad y sin duda bien intencionados juzgaron o creyeron un deber apoyar aquella injusta política. San Teodoro, arzobispo de Cantórbery; San Juan de lleverley, San Bosa y otros, juzgaron útil y necesaria la división de la vasta diócesis de York en varios obispados; Walfrido, por el contrario, juzgaba i'bligación suya conservar íntegra la diócesis que la Iglesia le había confiado. Así las cosas, San Teodoro, primado de Inglaterra, excediéndose tal vez en m is poderes, subdividió la diócesis de York en tres obispados sufragáneos, a •rnber: Lindisfame, Hexham y Whitherne, y consagró a tres obispos en la misma catedral de York. Walfrido protestó y apeló a la Santa Sede. Embarcóse camino de Roma el año 678. Una tempestad le llevó a las costas de Frisia, cuyo rey, Adalgiso, le acogió con respeto y le dejó com­pleta libertad para predicar el Evangelio entre sus vasallos, paganos en su mayor parte. Muchos se convirtieron y el mismo rey pidió el bautismo. Diez años más tarde, el monje Wilibrordo, discípulo del Santo, terminó la evangelización de estos territorios. Walfrido abandonó aquel país en la pri­mavera del año 679 al reanudar el viaje a Roma. Llegó felizmente al tér­mino de su jornada, a pesar de las trabas de sus enemigos y de los secretos emisarios enviados por el mayordomo de Palacio, Ebroín — que entonces tira­nizaba a Francia— , con orden de llevárselo vivo o muerto. El Sumo Pontí­fice, que lo era San Agatón, le hizo justicia, y ordenó al Primado y al rey ile Inglaterra reintegrasen a Walfrido en todos sus derechos.
  • 377. De regreso a su patria, entregó las órdenes de Roma al rey, pero Egfrido le encerró en una prisión acusándole de haber comprado al Papa. Desterra- * do después de nueve meses de cárcel, el santo obispo se alejó de aquella ingrata tierra. Primero en la isla de Wight y después en el reino pagano d« Sussex, encontró campo extenso para sus trabajos apostólicos; en cinco años convirtió a toda la nación y, aunque el rey le ofreció varios episcopados, a todos renunció para permanecer fiel a su iglesia de York. REPUESTO EN SU SEDE. — APELA POR SEGUNDA VEZ AL PAPA TARDE o temprano, Dios venga la inocencia oprimida; el año 685, el rey Egfrido murió en un combate contra los pictos. Sucedióle en el trono su hermano Alfrido. Por el mismo tiempo el arzobispo de Cantórbery, Teodoro, cayó enfermo, y frente a la eternidad reconoció la injusticia cometida contra Walfrido y en la que por debilidad había parti­cipado. Arrepentido, intercedió ante el nuevo rey, de quien alcanzó permiso para que Walfrido volviese a Nortumbría. Nombrado primeramente obispo de Hexham, fué repuesto en la sede de York, al vacar este obispado. Teodoro murió en el año 690, después de reparar su falta, y Walfrido se encontró sin el apoyo del primado en las nuevas agresiones de que era objeto por parte del poder civil, pues al año siguiente, la cuestión de la subdivisión de la diócesis de York volvió a inquietar y dividir los espíritus. Opuesto a la decisión, fué Walfrido despojado de su diócesis y de sus bienes, y desterrado por segunda vez. Refugióse en Mercia, donde estuvo durante once años. El rey Etelredo dejóle en completa libertad para ejercer el minis­terio apostólico en todo el reino, y el santo varón, cual si nunca hubiera pesado sobre él otro trabajo, entregóse a la misión aquella con juvenil ardor. El año 703, el nuevo arzobispo de Cantórbery convocó en Norsterfield una reunión episcopal a la que invitó a Walfrido, con promesa de examinar y fallar el pleito de la diócesis de York. Walfrido aceptó sin recelo alguno; pero, abusando de su buena fe, se le quiso obligar a firmar una fórmula según la cual se comprometía a aceptar y someterse a cuantas decisiones tomase el primado. Antes de firmar pretendió informarse de las condicio­nes que querían imponerle; mas, como se lo impidieran, exclamó: «En ese caso, no comprometo mi firma; pero prometo obediencia a mi superior eclesiástico en todo aquello que no sea contrario a los cánones». Tan nobles como firmes palabras, en vez de calmar los espíritus, los agitaron aún más; y el príncipe inglés ratificó contra él la sentencia de deposición. Walfrido, al verse de nuevo condenado injustamente, apeló al papa Juan V I y por tercera vez emprendió el largo y penoso viaje a Roma en 704.
  • 378. Tenía entonces 70 años e hizo a pie todo el trayecto terrestre. El Papa de­claróle de nuevo inocente y ordenó al rey, bajo las más severas penas, le repusiera en el obispado de York, de que fuera tan injustamente desposeído. RECUPERA SU DIÓCESIS. — MUERTE DEL SANTO APROBADO por Roma el proceder de Walfrido, emprendió éste el regreso hacia Inglaterra, pero en Meaux cayó enfermo de tanta gra­vedad, que los médicos perdieron toda esperanza de salvarle. Mientras ñ u s amigos le rodeaban llorosos, se incorporó repentinamente sobre el lecho y les dijo: «Consolaos, hermanos, que Dios se ha dignado enviarme su arcán­gel Miguel, para anunciarme que moriré en mi diócesis». Curó, en efecto, y pronto pudo reanudar el viaje. En 705 llegó a Nortumbria, tomó posesión de su diócesis y ocupó los cuatro años que le quedaron de vida en reparar lo mucho que las continuas lurbulencias habían arruinado. Sintiendo que se acercaba su hora suprema, ya sólo pensaba en preparar el alma para la eternidad. Retiróse al monasterio de Dundle y allí, en la paz y el silencio, se durmió dulcemente en el Señor el 24 de abril del año 709. Los numerosos milagros obrados por su intercesión atrajeron al sepulcro del Santo peregrinos de todos los países. En los tiempos católicos de Ingla­terra, San Walfrido era uno de los santos más populares; y aun hoy día su recuerdo goza de gran veneración. Enterrado primeramente en la iglesia de San Pedro, en el monasterio de Ripon, se trasladaron sus reliquias a la catedral de Cantórbery el 12 de octubre del año 940. SANTORAL N u e s t r a Se ñ o r a d e l P il a r (véase el tomo de «Festividades del Año Litúrgico», página 460). Santos Maximiliano y Pántulo, obispos y mártires; Walfrido o Wilfredo, obispo de York; Cerbonio, Monás, Rodobaldo y Salvino, obispos respectivos de Piombino (Toscana), Milán, Pavía y Verona; Fiaco, obispo en Irlanda; Serafín de Montegranaro, confesor, capuchino; Eva-grio, Prisciano y compañeros, mártires en Roma; Edistio, mártir en el camino de Loreto; Gerino, mártir; Amico y Amelo, soldados, mártires en Italia; Eustacio, Opión y Opilo, confesores. Los cuatro mil novecientos setenta confesores y mártires enviados al cielo por Hunerico, rey de los vándalos. Santas Domnina, mártir; Exuperia, virgen y mártir; y Herlinda, virgen y abadesa.
  • 379. D IA 13 DE OCTUBRE SAN EDUARDO, REY REY DE INGLATERRA (1004-1066) DOS siglos de paz disfrutó Inglaterra con los reyes de raza anglo­sajona que iban sucediéndose en el trono, cuando con ocasión de la fiesta de San Bricio (1002), Etelredo II, previendo la invasión de los daneses, invitó a gran número de ellos a opíparos festines con el propósito de degollarlos durante la fiesta, como así lo hizo. Suenón I, rey de Dinamarca, vengó tal felonía conquistando a Inglaterra. Murió poco después y apoderóse Etelredo del cetro y la corona. A su muerte, Edmundo I I , hijo mayor, que heredó el trono de Ingla­terra, opuso una resistencia tenaz a las invasiones del rey danés y lo venció por dos veces. A no mediar la traición del pérfido Edrico, duque de Mercia, hubiera resistido; tuvo, sin embargo, que ceder al fin ante su rival, el cual le asesinó un mes más tarde(1016). Mientras sucedían estos desórdenes, la reina Emma, esposa segunda de Etelredo. se había retirado al lado de su hermano Ricardo I I , duque de Normandía. con sus dos hijos: Eduardo, nacido en Islip, cerca de Oxford y que mereció el honor de los altares, y Alfredo, su hermano menor. Eduardo permaneció en el destierro treinta y cinco años, y en todo tiempo 28. — V
  • 380. fué modelo perfecto de vida cristiana. Carecemos de documentos acerca da este largo periodo. Dotado de carácter bondadoso, amigo de la soledad y del estudio, se le veía largas horas en las iglesias, asistiendo con devoción a los divinos oficios y conversando con las personas consagradas a Dios. Inglaterra, entretanto, oprimida bajo el yugo danés, suplicaba al cielo que le devolviese la paz y con ella a su legítimo caudillo. Un santo obispo, especialmente, suplicaba al Señor, con lágrimas en loi ojos, qu retirara su muño vengadora y mirara benigno aquel reino doble­mente desgraciado. Encontrábase un día agotado por el cansancio y la» continuas oraciones y se quedó dormido; vio en sueños al apóstol San Pedro( y, postrado a sus plantas, a Eduardo, vestido con manto real y radiante de alegría. El Príncipe de los Apóstoles, después de consagrarle rey, le daba sabias instrucciones y delicados consejos; entre otras cosas le recomendaba i permanecer casto para merecer el apoyo y la ayuda del cielo. Animado el obispo con esta visión, rogó al Apóstol que le explicara el significado de la misma, y San Pedro, con singular y paternal dulzura, le dijo: «Los reinos son de Dios; Él los da a quien gusta; transforma los impe­rios y permite a veces que triunfe el impío. Inglaterra ha ofendido grave­mente al Señor y por eso la entrega a sus enemigos; sin embargo, el castigo aplacará su justicia. Dios se ha escogido un hombre según su corazón; será rey po r mi fav o r; será amado de Dios, agradable a los hombres, terrible a sus enemigos, afable con sus súbditos, muy útil a la Iglesia y acabará santa­mente su vida». El santo obispo esperó confiado la hora del Señor. Los acontecimientos parecían oponerse a la realización de tan bellm esperanzas. Seguían los daneses agotando las fuentes de producción y riquexai < devastaban iglesias y conventos, y no respetaban haciendas ni personas. Más que seres humanos parecían monstruos vomitados por el Averno. ( Por instigación de Godwín, fué asesinado Alfredo, hermano de Eduardo, < que, invitado por los ingleses, logró volver a su tierra natal para hallar ra ella la muerte. Por doquier cundía la consternación. El reino de los inglt* ses parecía hundirse para siempre, ahogado en el crimen. En vista de tamaños males, el alma del principe se anegaba en la mayof tristeza, y, bajo el peso de tanto dolor, se había dirigido suplicante al Ciclo! «Señor, atiende a mis lágrimas —exclamaba— ; ten piedad de Inglatcrrai líbrala de sus enemigos que son también los tuyos. Aun tienen las man<4 tintas en la sangre de mis hermanos y desean atentar contra mi personal< Si te place mi vida. Señor, te la ofrezco gustoso por la salvación de todoq y, si tienes a bien devolverme el reino de mis mayores, desde ahora M lo consagro. Tomo a San Pedro por patrono especial, te ofrezco el voto castidad que hago desde este momento, y el ir a Roma a postrarme anH la tumba de tus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.»
  • 381. RESTAURACIÓN DE 1042 NO faltaban en Inglaterra almas fervorosas que ardían en deseos de ver a Eduardo en el trono de sus mayores. Tan fausto día no se hizo esperar. Veamos en qué circunstancias se realizó. Cierto pastor de las selvas de Warwik, Godwín, había ganado el favor de Canuto el Grande, por haber salvado la vida a un jefe danés; éste se había perdido en el interior de las montañas, después de una victoria de Edmundo. Cota de Hierro. El pastor se convirtió con el tiempo en aguerrido soldado, por lo que obtuvo el título de conde y el gobierno de una provincia. Su ambición, desde entonces, no conoció límites; el asesinato y la felonía fueron los medios empleados para lograr sus propósitos. Había apuñalado a Ed­mundo I I y al adolescente Alfredo. Rebelado contra aquellos a quienes en otros tiempos había adulado, ayudado por su hijo Haroldo, soliviantó al pueblo, a la muerte de Canuto I I I , y pretendió apoderarse de la Isla. Parecía brillar ante sus ojos la corona de Inglaterra: un paso más y podía consi­derarse rey; pero su antigua condición le impedía llegar a tal dignidad. Por otra parte, los ingleses contemplaban consternados a su legítimo monarca en el destierro y suspiraban por su regreso. El intrigante, si no podía obtener la corona, podría al menos considerarse suegro del rey. Efec­tivamente, tenía Godwín una hija, Egdita, cuya piedad, afabilidad y modestia contrastaban con las bárbaras costumbres y la feroz crueldad del padre. Eduardo se casará con Egdita y ésta le abrirá las puertas del reino. El ma­trimonio se concertó solemnemente, y se llevó a cabo en la iglesia de Winchester en 1042. Los dos esposos, de común acuerdo, se comprometieron a guardar el voto de castidad. Eduardo fué coronado el día de Pascua —3 de abril de 1043— . La tiranía danesa había terminado. EN EL TRONO. — CASTIGO DE UN TRAIDOR APENAS sentado en el trono, Eduardo I I I aplicóse a desarrollar en su alma las virtudes propias de un príncipe cristiano; se propuso de un modo particular que la paz y la prosperidad reinaran entre sus súbditos, y, aunque por inclinación no era guerrero ni político, la pru­dencia y la fuerza evangélica le bastaron para hacerse temer de sus enemigos. Se impuso a los escoceses y rebeldes que se levantaron en armas, y fué tan respetado como temido por todos. El cielo le ayudó visiblemente en muchas circunstancias. En efecto, arrojados los daneses de la Isla, no
  • 382. habían perdido, sin embargo, la esperanza de volver a dominarla. Su rey reunió un poderoso ejército y simuló un ataque contra Eduardo; pero al embarcarse, al pasar del esquife a su barco, cayó al mar y se ahogó. San Eduardo, que estaba oyendo misa, pues era el día de Pentecostés, tuvo revelación de este acontecimiento y de la protección que Dios dispensaba a su reino. Sus cortesanos, maravillados, le preguntaron la causa de su alegría, y él les refirió con sencillez lo que había visto; los hechos vinieron a con­firmarlo plenamente. El ambicioso Godwín pretendía influir y hasta dominar al príncipe, pues si Eduardo disfrutaba el título, quería Godwín ejercer la autoridad. Trató de levantar en armas al pueblo inglés, pero la virtud de Eduardo se le había adelantado conquistando todos los corazones. Vióse por lo tanto el conde obligado a huir del país al frente de los rebeldes; gracias a la me­diación de la reina, obtuvieron el perdón de Eduardo. Sin embargo, no podían permanecer impunes tantos crímenes. Dios se encargó de vengar a los inocentes. El día de Pascua del año 1053, pocos meses después de haber obtenido el perdón del rey, hallábase Godwín entre los comensales de un banquete real. El paje que servía la copa al rey dió un paso en falso y habría caído seguramente con el aguamanil, si no se hubiera apoyado fuertemente en el otro pie. «Es el hermano que ha acudido en ayuda de su hermano» — exclamó Godwín riendo— . Al oír estas palabras, dijo el rey con rostro severo: «Sin duda el hermano necesita del hermano y ¡ojalá viviese aún el mío, que bien me ayudaría!» Por las palabras del rey se traslucía fácilmente la alusión al asesinato de Alfredo, pues siempre había aparentado ignorar Eduardo quién había sido su autor. El conde se dió por aludido y, con el fin de evitar toda sos­pecha, añadió: «Permita el cielo, oh príncipe, que no pueda tragar este trozo de pan, si he tenido arte ni parte en la muerte de vuestro hermano». El conde se llevó el trozo de pan a la boca, pero no pudo tragarlo y murió asfixiado, sin que pudiera auxiliársele. Con este castigo del Cielo, el rey Eduardo quedó libre de un enemigo doméstico, mas temible que los de fuera, y consagró todos sus esfuerzos a j procurar a su pueblo la felicidad y dicha completas. Eduardo suprimió un impuesto llamado el Danegeld —tasa de los daneses— . que había sido esta­blecido hacia fines del siglo X para alejar a fuerza de dinero a los pirata» daneses, o para pagar a las tropas que habían de contener y evitar las invasiones y que había pasado a aumentar las rentas reales. Recopiló las mejores leyes promulgadas por sus predecesores, particularmente las que eran mas favorables al orden y bien común de los súbditos —de donds tomaron el nombre de Leyes comunes—, y las promulgó de nuevo. Dichas leyes han formado la base de la Constitución inglesa.
  • 383. UN paralítico se hace llevar ante San Eduardo y le dice que si él mismo le transporta a la iglesia de San Pedro, el santo Apóstol le curará. E l bueno del rey carga con el desgraciado y le lleva gustoso a la catedral. Preséntale ante el altar como ofrenda, y el impedido se ve curado repentinamente.
  • 384. CONMUTACIÓN DE UN VOTO RESTABLECIDA y asegurada la paz en Inglaterra, Eduardo se pro­puso cumplir el voto que en otro tiempo formulara de ir a Roma a venerar las reliquias del Príncipe de los Apóstoles, su patrono pre­dilecto. Previamente, reunió el Consejo palatino, junto con los prelados del reino, y manifestóles su resolución. — Prometí ir a Roma y quiero cumplir mi palabra —les dijo. Ante semejante anuncio, asustáronse los presentes y uno de ellos exclamó: —Príncipe, en modo alguno debéis realizar vuestro propósito; tras largos sufrimientos, Inglaterra empieza a respirar bajo vuestra muy amada auto­ridad; alejaros sería abrir las puertas a los desmanes de los daneses y a las discordias y rencillas de toda clase. Suplicaron, pues, al rey que no los abandonase. Impresionado ante su insistencia, resolvió Eduardo someterse a la decisión del papa San León IX . Los diputados encargados de esta negociación llegaron a Roma al cele­brarse el Concilio del año 1051. El Papa los recibió en audiencia solemne, y entrególes una carta para el rey, por la que le condonaba el voto, orde­nándole que emplease el dinero del viaje en limosnas, o en restaurar algún monasterio consagrado al apóstol Pedro. Fué en abril de 1051. Gozoso de saber por el oráculo más autorizado, a qué debía consagrar su actividad, siguió Eduardo paso a paso las prescripciones del Papa. El Príncipe de los Apóstoles le señaló el lugar en que más le agradaría ver el monasterio, que era el mismo en que el rey Seberto había erigido un santuario, también en honor de San Pedro, y que había sido célebre en otro tiempo, por los muchos y extraordinarios milagros en él realizados. Eduardo erigió, pues, allí, en Westminster, una grandiosa basílica con un monasterio de benedictinos, ampliando el que ya existía anteriormente; la enriqueció con rentas magníficas y numerosos privilegios. EL DON DE MILAGROS LA caridad que llenaba su alma le hacía fácil el cumplir la orden del Papa. En cierta ocasión sorprendió el rey a un cortesano hurtando di­nero de los cofres reales y nada le dijo; le vió por segunda vez y tam­bién disimuló. Creyendo que nadie advertía el robo, acudió por tercera vez el ladrón a las arcas del rey, quien le dijo entonces: «¡Cuidad que no os vean!» Contristado el tesorero, al advertir el desfalco, acudió quejoso al príncipe,
  • 385. y éste, como ignorando el caso, se contentó con decir: «¿Por qué os ape- "ikisr ¡Sin duda, el que lo tomó tenía más necesidad del dinero que nosotros!» Otro día, un peregrino pedía limosna en nombre de San Juan Evange- IMu. Como después de San Pedro, San Juan era para el rey Eduardo su imlrón predilecto, nada sabía rechazar a quien se lo pedía en nombre del Discípulo Amdo. Pero hallábase ausente el limosnero del rey y, temiendo m> poderle atender con presteza, se quitó del dedo un precioso anillo y m' lo dió. ('.usos semejantes repitiéronse multitud de veces durante la vida del Santo. I i i su inagotable caridad abundaban los recursos para favorecer a cuantos necesitaban de su ayuda. El Señor, desde lo alto del cielo, contemplaba complacido las virtudes do su siervo y manifestó cuán agradables le eran, mostrando a los hombres la santidad del príncipe. Un irlandés' lisiado y contrahecho, hízose llevar cierto día a palacio, y dijo al rey que, habiendo pedido ya seis veces su euración a San Pedro, después de visitar su iglesia, el gran Apóstol le había respondido que quería tener por compañero del milagro al rey Eduardo, • i i umigo; por consiguiente, deseaba que le llevase desde el palacio real a l« iglesia. El rey cargó con el pobre y, en hombros, lo llevó con gran humildad y alegría, en medio de las risas y burlas no bien reprimidas de muchos. Una vez en la iglesia, ofreció el enfermo al bienaventurado apóstol Pedro, y al instante quedó sano. HACIA LA MUERTE N A vida tan santa pronto iba a lograr la corona. A dos ingleses que hacían la peregrinación a los Santos Lugares, y que se habían extraviado por caminos desconocidos, aparecióseles un anciano ve-iirruble y condújoles a la ciudad. A l día siguiente, agradecidos al desco­nocido, quisieron oír sus recomendaciones, y el anciano se las manifestó ilicicndoles: —Ánimo, amigos míos, seguid con valentía y constancia el camino; vol­veréis a Inglaterra sanos y salvos, yo os ayudaré y seré vuestro guía. Hoy Juan Evangelista, Apóstol de Jesucristo; amo con predilección al rey vuestro Señor, y sabed que el motivo del afecto que le tengo es su excelente i'ii'tidad. Entregadle este anillo, que es el mismo que el rey me dió en limosna en cierta ocasión en que le pedía ayuda yendo en hábito de pere­grino. Decidle también, de mi parte, que se acerca el tiempo en que debe *nlir de este mundo. Dentro de seis meses le visitaré y le llevaré conmigo • ii pos del Cordero sin mancilla.
  • 386. A estas palabras, el anciano desapareció. Los peregrinos cumplieron MI encargo a su vuelta de Tierra Santa; y, como prueba de la verdad del hechui entregaron al rey el anillo que habían recibido del santo Apóstol. Advertido por el oráculo divino de su muerte cercana. Eduardo M preocupó de dejar el trono de Inglaterra en manos de quien garantizara U paz, tan difícilmente restablecida. Haroldo, hijo de Godwín, pretendía suoa* derle, pero habiendo observado Eduardo que en él se transparentaban la* instintos feroces de su padre, procuró alejarle de la sucesión. Habiendo con. sultado confidencialmente con Roberto, arzobispo de Cantórbery, acerca dd duque Guillermo, decidió declarar a éste por legítimo heredero. ÜLTIMOS MOMENTOS NAD A quedaba a Eduardo sino prepararse a morir bien. Notaba cómo las fuerzas le iban faltando; y la misma tarde de Navidad del año 1065, un acceso de fiebre le señaló el fin de sus días. Sug Juan Evangelista, conforme le había anunciado, se le apareció prometió»» dolé, además, que en breve vendría a buscarle. A los veinticinco años dt obras, la abadía de Westminster se concluía, y tratábase de proceder a la dedicación y ordenar en ella el culto. A pesar de su quebrantada salud* el rey quiso presidir la ceremonia, y asistió hasta el fin. A la vuelta cayé sin sentido y permaneció en ese estado dos días consecutivos. Pudo confto marse después que fué un éxtasis, durante el cual Dios le reveló los futuro» males de Inglaterra. A la vista de la reina que, anegada en lágrimas, yacía al pie de 14 cama, exclamó: < —No llores, hermana mía, dejo la tierra, lugar de muerte, para ir al ciebi Después, dirigiéndose a los nobles y oficiales que rodeaban el lecha donde agonizaba, les dijo: 1 — Virgen recibí de manos de mi Señor Jesús a Egdita, mi esposa, f virgen se la devuelvo. En vuestras manos la dejo y la encomiendo a vuestr# respeto y cuidado. Las últimas palabras del rey, revelaron a la concurrencia todo el secraM de su vida angelical y perfecta, pues sin duda alguna, fué para Eduardo U aureola más brillante y la manifestación de la heroicidad de sus virtudes El príncipe señaló la hora de su muerte, y ordenó que se previnieM á su pueblo para empezar las oraciones por el eterno descanso de su alma. I Desde este momento enmudeció entre los hombres para hablar solameaM con los ángeles; y lleno de días y de buenas obras, pasó a gozar del S eM el 5 de enero de 1066, habiendo reinado veintitrés años. I
  • 387. CULTO Y RELIQUIAS DE SAN EDUARDO GUILLERMO el Conquistador, que subió al trono de Inglaterra en el año 1066, labró un magnífico sepulcro donde fué encerrado el cuerpo del Santo. En 1102, descubierta por el obispo de Rochester la caja ile oro y plata que lo contenía, hallóse incorrupto y flexible, y perfecta­mente conservados sus vestidos. Dios nutstro Señor quería así testimoniar la virtud del santo monarca, la cual hizo de él un dechado de reyes y un perfecto ejemplo para todos los cristianos. Alejandro I I I canonizó a Eduardo el 7 de febrero de 1161; su fiesta se fijó el 5 de enero. En 1163, el 13 de octubre, Santo Tomás Becket, arzobispo ile Cantórbery, verificó la traslación solemne, a la cual asistió el rey Enri­que II, acompañado de catorce obispos, cinco abades y la nobleza toda de Inglaterra. Este príncipe fué uno de los portadores del precioso depósito por el claus­tro de la abadía de Westminster. Desde entonces, la fiesta nacional del Santo se celebra el día de la traslación de sus reliquias. El Concilio nacio­nal de Oxford ordenó en 1122 que fuera de obligación en Inglaterra. Y desde rl glorioso reinado de Inocencio IX fué de rito semidoble en la Iglesia universal (6 de abril de 1680). En atención a la memoria del Santo, los reyes de Inglaterra recibían, en el día de su elevación al trono, la misma corona del rey Eduardo. Poste­riormente se cambió; pero la actual conserva el nombre del Santo. San Eduardo, Confesor, es uno de los patronos de Inglaterra y de la diócesis de Westminster. Se le invoca contra la escrofulosis y tumores blancos. SANTORAL Santos Eduardo III, rey de Inglaterra y confesor; Teófilo, obispo de Antioquía, y Antonino, de Marsella; Simberto, obispo de Augsburgo; Venancio y Gerbrando, abades; Fausto, Jenaro y Marcial, mártires en Córdoba; Flo­rencio, mártir en Salónica; Coimano o Columbano, príncipe escocés y mártir; Carpo, discípulo de San Pablo; Daniel, Samuel, Angel, Domno o Dónulo, León, Nicolás y Hugolino, franciscanos, martirizados en Ceuta por los mahometanos; Marcos, Marcelo y Adrián, mártires; Gerardo, con­fesor. Beato Regimbaldo, obispo de Espira (Alemania). Santas Celedonia, virgen; Faustina y Andria, mártires; Fincana y Findoquia, vírgenes irlandesas.
  • 388. D IA 14 DE O C T U B R E SAN P EDRO P AS CUAL MERCEDARIO, OBISPO DE JAÉN Y MÁRTIR (1227-1300) EL año de 1203, un noble caballero del Languedoc, llamado Pedro Nolasco, temeroso de perder la fe siguiendo las ponzoñosas doctrinas de los albigenses, pasó los Pirineos y fué a Barcelona, donde espe­raba vivir a gusto en ambiente más cristiano. No sospechaba que media España se hallaba todavía en poder de los ára­las, y casi no había familia que no llorase la muerte o cautiverio de algu­no de sus miembros. Ciertamente no era aquel daño tan perjudicial como el que acababa de milvar. Y como sobre todas las cosas apreciaba él los bienes inestimables «le la fe, gozóse mucho de poder al fin entregarse con tranquilidad y sosiego ii las prácticas cristianas que consideraba como la base primera y principal raíz de la felicidad familiar. Conmovióse, sin embargo, el corazón de Pedro Nolasco a la vista de tunta aflicción. Para aliviar de algún modo el dolor de los cristianos, inspi­rado por la Madre de Dios, fundó una Orden a un tiempo militar y religiosa, i|ue llamó de Nuestra Señora de la Merced de Redención de Cautivos. Muchos se alistaron bajo la dirección del nuevo fundador. Vivía a la sazón
  • 389. en Valencia un caballero casado y sin hijos, el cual deseaba hacerse religioso con consentimiento de su esposa. El apellido del caballero era Pascual; el escudo de armas de su familia representaba un «cordero pascual» y dos torres de oro juntas, levantadas sobre dos colinas igualmente de oro. También él se fué a ver a Pedro Nolasco y le pidió le admitiese en la Orden de los «Redentores». El Santo logró disuadirle, diciéndole que el Señor le quería en el siglo y no en un convento: «Dios te concederá un hijo que será religioso Mercedario —anadió el Santo— , un hijo que por la san­tidad de su vida y admirable doctrina dará mucha gloria a Dios y será honra y prez de la Iglesia y de la Orden de la Virgen María.» L'n año después se cumplió la promesa del santo fundador, pues nació el 6 de diciembre de 1227 el niño predestinado cuya vida nos proponemos relatar. En el bautismo le llamaron Pedro, nombre que guardó en la religión. Como eran sus padres muy virtuosos, criáronle en el amor y temor santo del Señor. Además, las buenas inclinaciones que Dios había puesto en su alma, favorecieron maravillosamente los desvelos de sus cristia­nos padres. Desde su niñez, aun antes de alcanzar la edad de la discreción, el Señor se sirvió de él para traer al redil a muchos extraviados, dando con ello u entender que dedicaría su vida entera al servicio de los prójimos. La histo­ria de su actividad es, en efecto, continua historia de apostolado. JUGANDO A MÁRTIR EL populacho moro de Valencia había quitado la vida, con atrocísimos tormentos, a seis religiosos Mercedarios, los cuales, no contentos con dedicarse al caritativo ministerio de la redención de cautivos, obraban muchísimas conversiones aun entre los mismos infieles. El niño Pedro oyó n sus padres contar el suceso y escuchó todos los pormenores del mismo con extraordinaria atención. Al día siguiente, como si quisiera preludiar con un juego infantil el glorioso combate que le había de costar la vida, le dió por jugar a mártir con algunos moritos de su edad; ellos hacían de verdugos, y el inocente Pedro era la víctima. Llevábalos a la huerta de su casa, y allí les decía que le prendiesen jr martirizasen lo mismo que sus padres habían martirizado a los frailes Mer- i cedarios. Tan a pechos tomaron los moritos un día aquel papel de verdugos, | que, a no haber acudido a tiempo los padres de Pedro, el niño hubiera en* i tregado el alma sin quejarse. Quisieron castigar a los culpables, pero el santo 1 niño se lo impidió, diciendo: «N o les hagan daño; me martirizaban porque yo quería».
  • 390. CANÓNIGO Y ESTUDIANTE. — ENTRA EN RELIGIÓN 28 de septiembre de 1238, tras cinco siglos de opresión, el valeroso rey don Jaime I de Aragón conquistó la ciudad de Valencia a los moros. Primera providencia del cristiano príncipe fué restituir los templos a la religión y a los cristianos la libertad. Favoreció también el religioso monarca el reclutamiento de vocaciones eclesiásticas y restauró suntuosamente la catedral de Valencia, de la que hizo canónigo a Pedro Pascua!, no obstando a ello los pocos años de éste. Entre tanto, prosiguió el estudio de las sagradas Letras. Por consejo de San Pedro Nolasco, en 1241 le enviaron sus padres a la Universidad de París. Por los años de 1249 recibió en ella el grado de Doctor en Teología, y se ordenó de sacerdote. Pasados ocho años desde su llegada a París, volvió a Valencia. Habían ya muerto sus padres, y habían nombrado a San Pedro Nolasco ejecutor testamentario. Tres partes hicieron de su hacienda: la una para redimir cautivos, la otra para los encarcelados, y la tercera para los huérfanos. Nada logaron a su hijo, porque les había suplicado que nada le dejasen, diciéndo-les: «N o quiero yo otra herencia fuera de Nuestro Señor Jesucristo». Para satisfacer cumplidamente este deseo de su alma, tomó el hábito de los Mercedarios en Valencia. Era el 6 de diciembre de 1250. Al siguiente año emitió los votos solemnes. San Pedro Nolasco llamóle en seguida a Barcelona. Mandóle primeramente leer Filosofía y Teología. El tiempo que le deja­ba libre este trabajo, empleábalo en la predicación y en ejercitarse en los ministerios propios de su religión, con admirable celo que el Señor premiaba a menudo con maravillosas conversiones. Pero su mayor deseo era trabajar en redimir cautivos cristianos. Con este fin recogió abundantes limosnas, y el año de 1252 pasó al reino de Granada, que estaba en poder de los moros, y allí dió principio a su caritativo ministerio. FUENTE MILAGROSA VOLVIENDO el Santo con los cautivos libertados de Granada a To­ledo, pasaron los viajeros por una dilatada llanura, a la sazón árida y seca. Habían ya caminado muchas horas con un sol abra-midor, cuando se les acabó el agua que llevaban. De pronto vieron un pozo en la orilla del camino; esta novedad los llenó de alegría; mas, ¡ay!, presto se trocó en tristeza y desaliento, al ver que en el pozo no había ni gota del agua tan deseada, ni aun señal alguna de humedad.
  • 391. El jefe de la caravana, Pedro Pascual, se arrodilló en el brocal del pozo., y pidió al Señor con humildes súplicas que se dignase dar agua a los que ] había dado libertad. Oyó Dios la oración de su siervo, y como en otro tiempo de la roca del desierto, brotó agua l í r™ P ¡ d a y clarísima del fondo de aquel pozo enjuto. El Señor demostraba así con cuánto amor asistía a su fidelísimo siervo. PRECEPTOR DE UN PRÍNCIPE MÁRTIR POR los años de 1253, el rey de Aragón', don Jaime, hizo a Pedro Pascual ayo y maestro de su hijo, el infante don Sancho, nacido el año de 1238. Era este príncipe muy inclinado a la piedad. Con eso y con las lecciones y ejemplos de su santo pr'eceptor, vino don Sancho a dar de mano al siglo, y abrazó la religión de l(Js Mercedarios. Años después fué electo don Sancho de Aragón obispo de T'oledo, en cuya silla sucedió a don Sancho de Castilla, y el año de 1266 pasó a Viterbo, para que el papa Clemente IV confirmase la elección; Perfro Pascual le acompañó en este viaje. Por acta de 21 de agosto de 1266 ratificó li* elección el Sumo Pontífice. Al posesionarse de su sede el nuevo arzobispo* su antiguo ayo y maestro pasó a residir habitualmente en Toledo. Hasc ílicho que Pedro Pascual fué consagrado arzobispo titular de Granada el aB® de 1269, pero la Historia no menciona ni el suceso, ni la fecha. Don Sancho siguió mostrándose en la silla de Toledo digno de tan santo maestro a quien tomó por consejero. A raíz de una desgraciada lucha contra los moros — 21 de octubre de 1275— cayó preso el prelado y le quitaron la | vida. El misal de Toledo de rito mozárabe, no solamente honra a don Sancho entre los Santos de su liturgia, sino que de él hace mención en el Canon j de la misa. I OBISPO DE JAÉN. — CAUTIVO DE LOS MOROS I SIE TE años hacía que había muerto el obispo de Jaén, don Juan I I I . 1 Ni el Cabildo, ni el rey de Castilla dabaP con un sucesor del difunto I prelado. Dos pretendientes se disputaban aquella sede: don Juan Mi. I guel, deán del Cabildo, y Fortunato García; pero ambos, de común acuer- I do, renunciaron a todos sus derechos en manos del papa Bonifacio l i l i I el primero, por mandatario, y el segundo, en persona. El Sumo Pontífice I usó de su derecho proveyendo él mismo a la síde vacante. Escogió a P e d r a l
  • 392. CIERTO día en que San Pedro Pascual iba a decir Misa, como le faltara ministro, ofreciósele para ayudarle un niño muy hermoso. Ofició el Santo con ternísima devoción, y al acabar hubo de enterarse con grande pasmo y consuelo que el gracioso monago era Jesús en persona.
  • 393. Pascual, a la sazón Abad titular de Trasmiras, diócesis de Braga — quizá San Juan de Trasmiras, hoy día de la diócesis de Orense— , y que por entonces se hallaba en Roma. Fué consagrado a 20 de febrero de 1296 por el cardenal Mateo de Acquasparta, obispo suburbicario de Porto, y enlró en su diócesis el mes de noviembre de aquel mismo año. No es para comentar el ardoroso celo que el nuevo cargo despertó en su alma, siempre dispuesta a sacrificarse por los demás. Comenzó sin dilación y con mucho empeño a reparar los daños causado* en aquella Iglesia por siete años de abandono y también por las frecuente* incursiones de los moros que dominaban todavía en el vecino reino de Granada. Visitó a pie la diócesis; no se contentaba con cumplir las obliga­ciones esenciales de su ministerio, sino que habiendo administrado el sacra­mento de la confirmación, oía de buen grado las confesiones, visitaba a lo* enfermos, consolaba a los afligidos, socorría a los necesitados, enseñaba a los fieles y los alentaba a defender la fe y la patria. Al volver de uno de esos viajes, y hallándose ya a las puertas de Jaén, en el momento en que menos lo sospechaba, salió de una emboscada una cuadrilla de moros que acometieron contra la escolta del prelado. Prendié­ronle sin dificultad y le llevaron preso a Granada. Sucedía esto el mes de septiembre de 1287. Era a la sazón rey moro de Granada Muley Mohamed Abu Abdalah, que se hacía llamar «emir Amuslamín», jefe de los musulmanes. No obs­tante ser tributario del rey de Castilla y de estar obligado a este príncipe con juramento, el moro solía invadir sin escrúpulos las tierras de cristiano* cuando sabía que podía hacerlo sin peligro. Consideró al Santo como cautivo suyo, confiando lograr buen precio por su rescate. Merced a la relativn libertad de que gozaba en Granada, el santo cautivo andaba por la ciudad visitando, consolando, esforzando y enseñando a sus hermanos de cautiverio. GENEROSIDAD ADMIRABLEMENTE PREMIADA LA diócesis de Jaén quedó afligidísima con la pérdida de tan santo pastor, pero a toda costa trataron de redimirlo. Hízose una colecta en todas las parroquias en favor del ilustre cautivo, y con eso sa recogió mucho más de lo necesario para su rescate. Secretamente llevaron al Santo el dinero exigido por el rey moro. «¿Qué haré yo con esto?» —*a dijo Pedro al recibirlo— . ¿Era acaso justo rescatarse a sí mismo con una suma que bastaba para redimir cien cautivos más desgraciados que él? Pero por otra parte, ¿no reclamaba el provecho de las almas que volvics* a apacentar su rebaño?
  • 394. listando así perplejo, fuése un día a enseñar la doctrina a los niños cristianos. Empezó a preguntarles acerca de los misterios de la fe, cuando advirtió que entre ellos había uno pequeñito y hermosísimo, que antes no venia a la doctrina. De pronto se levantó aquel rapazuelo, y le dijo: «¿Ignoras, por ventura, que en esta tierra nosotros los niños, estamos más ■-«puestos a morir que los adultos?» Era la respuesta del cielo a sus dudas. Sin más, con el dinero que llevaron para rescatarle a él, rescató cuantos niños pudo. Al día siguiente de haber enviado a tierra de cristianos casi todos loe iiinos cautivos de Granada, buscó en balde quien le ayudase a decir misa, lúi esto, vió llegar en traje de cautivo al hermoso pequeñín de la doctrina, rl cual se le acercó y le dijo: —¿Qué buscas? —Busco, hijo mío, un niño que me ayude a decir misa —le respondió rl prelado— ; pero, ¿quién eres tú que no te conozco? —Ya lo sabrás luego —repuso el niño— ; yo me ofrezco a ayudarte a misa. El Santo le hizo algunas preguntillas, para cerciorarse de que sabía «yudar, y quedó admirado de las respuestas del muchacho. Dijo la misa ron mayor ternura y devoción que solía, pues a la vista del misterioso niño, nució en su alma vivísimo sentimiento de la presencia de Dios. AI acabar ln misa, preguntóle acerca de los misterios de la fe; y habiendo explicado rl niño con admirable claridad quién era el Padre, le preguntó el Santo: —Y el Hijo, ¿quién es? —Y o soy el Hijo —le respondió— ; mira mis llagas y costado. Con los niños que has redimido quedándote cautivo por ellos, me has hecho pri- •iunero de tu amor. El Santo se postró a sus pies y quiso besarlos, pero el Niño Jesús des­apareció dejándole bañado en inefable gozo y arrebatado en dulcísimo éxtasis |Mir largo rato. ESCRITOR Y MÁRTIR PA R A sostener la fe de sus compañeros de cautiverio y apartarlos de lecturas perniciosas, escribió Pedro Pascual muchos devotos libros. Éstos son los títulos de algunos tratados compuestos por el Santo: Historia de San Lázaro resucitado; Historia del buen ladrón Dimas; Histo- >ia de los Santos Inocentes; L ib ro de Gamaliel, y tratado de la Pasión y Muerte del Salvador; Explicación del Padrenuestro, Explicación de los diez mandamientos de la ley de Dios ; Disputa con los judíos sobre la fe católica, lii fulación de la religión de Mahoma. •n — v
  • 395. Todas estas obras las compuso sin echar mano de ningún libro, ni siquiera de la Biblia. Por eso, al ver la ciencia teológica, bíblica y patrística vaciada en ellos por el autor, se queda el lector sobrecogido de admiración. El último libro mencionado lo leyeron no sólo los cristianos sino también los moros, moviéndose muchos de ellos a conversión con su lectura. Los alfaquíes y morabitos se quejaron al rey, y pidieron a gritos la muerte de quien amenazaba destruir el islamismo en breve tiempo. De haber dado oídos a su fanatismo, al punto hubiera ejecutado el rey moro sus sangui­narios propósitos; pero la codicia le inclinaba a dejar con vida a un cautivo, por cuyo rescate ofrecerían sin duda muy en breve nueva suma de dinero. Efectivamente, a 29 de enero del año 1300, el papa Bonifacio V I I I firmó cinco cartas en favor de la diócesis de Jaén; dos de ellas confirmaban lo* nombramientos hechos por el obispo cautivo en Granada y designaban ad­ministrador; las otras tres se referían al rescate de Pedro Pascual: el Sumo Pontífice daba órdenes precisas sobre el particular a los dos arcedianos y al Cabildo y al mismo tiempo enviaba al episcopado español viva reco­mendación en favor del santo cautivo. Pero el odio de sus enemigos crecía más y más. Creyó el rey que podría apaciguar los ánimos quemando públicamente todos los ejemplares del libro que fuera causa del alboroto popular; pero ni aun así lo consiguió. Viéndose obligado a ceder, mandó encarcelar a Pedro en una torre soli­taria poco distante de Granada, donde gemían ya otros cristianos aguar­dando la muerte. Con todo, le dió licencia para llevar consigo a la cárcel cuanto necesitaba para decir misa. Una tarde tuvo noticia de que los verdugos irían a matarle al amanecer del siguiente día. Pasó la noche en oración, y a la otra mañana dijo misa muy de madrugada. Aun estaba revestido cuando entraron los enviados del rey moro y ejecutaron la sentencia de muerte que traían, cortándole la ca> beza. Sucedió su martirio a 6 de diciembre del año 1300. SU CULTO LA cárcel donde fué martirizado San Pedro Pascual se hallaba en una colina que después de la Reconquista se llamó Cerro de los Mártires. Para perpetuar la memoria de todos los cristianos que fueran marti­rizados allí, los Reyes Católicos edificaron una iglesia en aquel sitio el año de 1492, y los Carmelitas, un convento a mediados del siglo X V I. El nombre del obispo de Jaén fué tenido en grande veneración como el ¡ de un santo y un mártir. En el siglo X V I I , los religiosos de la Orden de la Merced dieron muchos pasos para lograr el reconocimiento oficial de su culto. |
  • 396. Así fué cómo el año 1645 pidieron al cardenal Moscoso y Sandoval, obis­po de Jaén, que mandase restaurar la aureola que circundaba el primer re­trato del santo mártir, expuesto en el palacio arzobispal. Esta diligencia, al parecer tan sencilla, dió ocasión a tres procesos diocesanos que fueron lle­vados a la par; el postrero y más importante se concluyó a 31 de marzo de 1655 con un decreto del prelado declarando que el culto público de este Santo, conocido y tolerado por los Ordinarios de Jaén y Granada, se remon­taba a más de un siglo. El Sumo Pontífice Clemente X aprobó esta sentencia el 14 de agosto de 1670; Pedro Pascual quedaba así canonizado. I)e allí adelante menudearon los breves de la Santa Sede en favor del mártir de Granada: a 3 de septiembre de 1672, aprobación de varios tra­tados escritos por el mártir; a 17 de junio de 1673, concesión del Oficio y misa de un mártir con rito semidoble a la Orden de la Merced, y después a la diócesis de Toledo a 21 de abril de 1674, de Granada y Jaén a 18 de di­ciembre de 1675 y a la de Valencia a 28 de marzo de 1676. El rito doble lo concedió a 22 de junio de 1680, y el día 2 de octubre del mismo año exten­dió su culto a todos los reinos de España. A 20 de enero del año 1686, la Santa Sede dió licencia a los Mercedarios para insertar el nombre de San Pedro Pascual en la Conmemoración de los Santos de la Orden; su fiesta se celebra con rito doble de segunda clase desde el día 9 de julio de 1695, y, finalmente, un Breve de 3 de agosto de 1697 concedió para la fiesta de San Pedro Pascual el evangelio Eg o sutn pastor bonus con las homilías pro­pias sacadas de los Padres de la Iglesia. Entretanto, algunos escritores de la Orden de los Trinitarios, también meritísima en la obra de redención de cautivos, pretendieron que el obispo mártir de Jaén había pertenecido a su religión; pero la Santa Sede tuvo por mal fundadas estas pretensiones y las desestimó. Queda siendo, pues, San Pedro Pascual, insigne florón de la Orden de Nuestra Señora de la Merced. SANTORAL Santos Calixto I, papa y mártir; Pedro Pascual, obispo y mártir; Gaudencio, obis­po de Rimini y mártir; Burcardo, obispo de Wurtzburgo; Cosme — precep­tor de San Juan Damasceno—•, obispo de Gaza, en Palestina; Donaciano, obispo de Reims; Fortunato, obispo de T o d i; Rústico, obispo de Tréveris, y Celeste, de Metz; Carponio, Evaristo y Prisciano, mártires en Cesarea de Palestina; Saturnino, Lupo y compañeros, mártires en Capadocia; Lupo, mártir en Córdoba; Domingo Loricato y Bernardo, confesores. Santas Fortunata, hermana de los santos Carponio, Evaristo y Prisciano, virgen y mártir; Aurelia, mártir en Córdoba, Angadrema y Menequilde, vírgenes. Beata Magdalena Panatieri, terciaria de Santo Domingo, virgen.
  • 397. D Í A 15 DE O C T U B R E SANTA TERESA DE JESUS DOCTORA Y REFORMADORA DEL CARMELO (1515-1582) NACIÓ Santa Teresa a 28 de marzo de 1515 en Ávila de los Caba­lleros. Su padre, don Alonso Sánchez de Cepeda, dejó consignado este nacimiento en una cédula que dice así: «En miércoles, veinti­ocho días del mes de marzo de quinientos y quince años, nació Teresa mi hija, a las cinco horas de la mañana, media hora más o menos, que fué el dicho miércoles, casi amaneciendo. Fueron su compadre Ve!a Núñez y la madrina doña María del Águila, hija de Francisca de Pajares». Pertenecían sus padres a la más alta nobleza castellana y eran muy devotos cristianos. «Era mi padre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos, y aun. con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar ciin él tuviese esclavos...» Don Alonso murió santamente, diciendo cuánto sentía no ser fraile. De m i madre, doña Beatriz de Ahumada, habla Teresa en estos términos: «Tenía grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura, jamás dió a entender que hiciese caso de ella; porque con morir de treinta y tres años, ya su traje era' como de persona de mucha edad. Era muy apacible y de harto entendimiento... Murió muy cristianamente.»
  • 398. Doña Beatriz tuvo nueve hijos. Don Alonso se había casado con ella en segundas nupcias, teniendo ya una hija y dos hijos del primer matrimonio. Entre sus nueve hermanos y dos hermanas, había uno «casi de su edad, que era el que ella más quería»; era, probablemente, Rodrigo. Tenía poco* años más que ella y era también muy devoto. Juntos solían leer vidas de Santos. Los tormentos que las Santas padecían por causa de la fe, le daban envidia. «Parecíame —dice— que compraban muy barato el ir a gozar de Dios». Una cosa más que nada espantaba la imaginación de ambos niños: lu eternidad de las penas y de la gloria. «Gustábamos de decir muchas veces: «¡Para siempre, siempre, siempre!» De pronto, huyen cierto día de la casa paterna, pasan el puente del río Adaja, y caminan resueltos por la carrete­ra de Salamanca; era su intención irse «a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá los descabezasen». Pero a distancia como de un cuarto de legua de Ávila tienen la mala fortuna de dar con un tío suyo qu* les hace volver atrás y los lleva a casa. Rodrigo se excusa y culpa a su hermanita. «Madre, a mí la niña me ha llevado y me ha hecho tomar el camino». Dotes de caudillo tenía ya Teresa a los siete abriles; y de caudillo algo terco, porque el primer fracaso no la dasalentó. «De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenába­mos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa, procurábamos, como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecillas que luego se nos caían.» Era un alma joven, ansiosa de infinita dicha, y que para lograrla menos­preciaba los míseros bienes caducos; voluntad todavía tierna, pero capaz para pasar de repente de los generosos deseos a los actos heroicos y arrastrar a los demás en la carrera. Ya en estos rasgos infantiles se dibuja el tempera­mento y natural de la insigne Santa. Tenía poco menos de doce años cuando murió su madre. La niña fué a postrarse a los pies de una imagen de Nuestrii Señora, y le suplicó con muchas lágrimas que fuese su madre en adelante. Desde ese día, siempre que se encomendó a la Virgen tuvo visibles prueba* de su maternal protección. DONCELLA. — EN LA ENCARNACIÓN DE AVILA PASANDO de esta edad, comencé a entender las gracias de naturaleia . que el Señor me había dado, que según decían eran muchas. Cuando ] por ellas le había de dar gracias, de todas me comencé a ayudar para ofenderle, como ahora diré». 1 En esos términos comienza la Santa la confesión de lo que llama, extre* I mando los conceptos, «sus grandes pecados». Y a previno al lector, al prinol* I
  • 399. |iln de su vida, que al escribirla le mandaron pasar de largo sobre muchas ■mus, porque de lo contrario se hubiera pintado a sí misma con más negros ■ olores. Se acusa primeramente de ser aficionada a libros de caballerías. De in­ri riblc crédito gozaban aquellos libros en España en el siglo X V I; habría mi pocos en la biblioteca de doña Beatriz de Ahumada. El amante corazón de «i|iiclla muchacha cariñosa y ardiente se dilataba con tales lecturas. Leía sin •luda con encendido entusiasmo, como lo hacía todo, a la sombra de su in­dulgente madre, cuyo ejemplo la tranquilizaba. Pero alerta andaba Teresa i|uc no le viese leer su padre aquellos libros, porque le pesaba mucho a don Alonso aquella excesiva afición a las aventuras novelescas. «Era tan en extre­mo lo que en esto me embebía —dice— , que, si no tenía libro nuevo, no me luirccía tenía contento». Viene el otro «gran pecado»; «Comencé — dice— a traer galas, y a desear ■'■intentar en parecer bien; con mucho cuidado de olores y todas las vanida­des que en esto podía tener, que eran hartas por ser muy curiosa». Con todo, ■ I amor a la verdad le obliga a poner esta disculpa; «N o tenía mala inten- ■'ióii; porque no quisiera yo que nadie ofendiera a Dios por iní». La joven «deseaba contentar» y a fe que lo logró muy de veras. Tenía l>rimos hermanos de su misma edad, los cuales la querían muchísimo porque Ir-i parecía agraciada, cariñosa y simpática en alto grado. Teresa se duele de Imlicrse aficionado a aquellas vanidades y a la amorosa compañía de sus liriinos. ¿Qué daño podía seguirse de aquellas relaciones para la santa donce- II.i, cuyo purísimo corazón ansiaba tan de veras guardar intacto su honor? I .risa se contenta con declarar que jamás sintió atractivo ninguno hacia >•<Inello que pudiera mancillar su inocencia, y que ordenaba su conducta a la lu/ tic los consejos de su confesor. lista aclaración demuestra la extrema delicadeza de su alma. Finalmente, tuvo la debilidad de trabar íntima amistad con una parienta "<|iic era de livianos tratos» y ejercía perniciosa influencia sobre ella. «Es así ■|iic de tal manera me mudó la conversación con ella, que de natural y alma virtuosos, no me dejó casi ninguna señal. Querría escarmentasen en mí los inidres, para mirar mucho en esto». fistos son los «grandes pecados» de la juventud que lloró Teresa toda la vida. A menudo en su biografía sale a relucir la palabra pecado. No olvide-mus que no se debe tomar al pie de la letra su humilde confesión; cuanto lints santa es un alma, más suele temblar al menor roce del mal. Con todo, este natural hervor de la juventud duró poco tiempo. Don Alon- «n de Cepeda tomó pie del casamiento de su hija María para dejar a Teresa ile interna con las Agustinas de Nuestra Señora de Gracia. Tenía a la sazón dieciséis años. Pasados ocho días de profunda nostalgia, sosegóse el espíritu
  • 400. de Teresa: «Estaba muy más contenta que en casa de mi padre». Eso no Ir impedía ser «enemiguísima» en entrar monja. No obstante, el trato con unt santa religiosa, María Briceno, disminuyó aquella aversión al claustro, f «tornó a poner en su pensamiento deseos de las cosas eternas». Poco a poaf iba sometiendo su voluntad a la divina; mas todavía «deseaba no fuese 1)1*1 servido darle vocación de monja». En este tiempo cayó enferma y pasó unos días en casa de su tío Sancha de Cepeda, varón devotísimo. A raíz de las conversaciones que tuvo otqL aquel siervo de Dios, la nada de los bienes caducos se le presentó al espírll^ tan al vivo como en su niñez; empero, su voluntad, más tenaz que cuuiuto tenía siete años, se resistía al divino llamamiento. «Poco a poco —dice • me determiné a forzarme para tomar estado de monja». Empicó un urdt4 ci ntra sí misma, que fué declarar a su padre aquella determinación; «pori|iit era tan honrosa —dice— que me parece no tornara yo atrás por ninguM manera, habiéndolo dicho una vez». Don Alonso le negó su consentimiciilMi Teresa entendió que cediendo a su padre se perdería para siempre. Entom*| huyó de su casa con su hermano Antonio. Éste entró en los Dominicas, f Teresa llamó a la puerta de las Carmelitas del convento de la Encamuci,iH de Ávila. No quisieron admitirla de pronto, por no enemistarse con don Alonso, y, además, porque el convento era pobre, y Teresa no traía dote. Su padre se rindió al fin. tras dos meses y medio de resistencia. Ante n* tario firmó el acta de dotación. Teresa pudo ya vestir el sayal de postulanlai Era el 2 de noviembre de 1536. ETAPAS DE LA SANTIDAD DE TERESA EN tomando el hábito, luego me dió el Señor a entender cómo favorrjg a los que se hacen fuerza para servirle. A la hora me dió un tan graq contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy,^ Reacción saludable tras la fría inmersión de la vida claustral que tanlM asustaba a su alma; sosiego de la paz interior, pasada la dolorosa pcleafl íntima seguridad de ocupar el puesto a que le destinaba la Providencial temor del infierno desvanecido para siempre jamás, y, más que nada, (áfl inefable don de la divina gracia. Con todas estas causas de interior regoa(jfl estaba amasado aquel «grandísimo contento» de la joven postulante, cuan.lM puso la sandalia de monja en el primer escalón de la vía ascendente por don^fl iba a subir a la cumbre de la vida perfecta. Pero que no se traiga a engafl^J el dolor la había de acompañar de continuo hasta llegar a la misma cumbftfl La esencia de su alma era tal que no podía sustraerse al martirio intertalH
  • 401. REPRESENTÓSEME el Señor — dice Santa Teresa—, dióme su mano derecha y díjome: « Mira este clavo, que es señal <¡ue serás mi esposa desde hoy. De aquí adelante, no sólo como de Creador, como de Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mían.
  • 402. Había en ella, con mucha sensibilidad ansiosa e inquieta, muchísimo talento, brillante y agudísimo. Corazones tan ricamente dotados, cuando poseen la fe y, sobre todo, cuando se ven favorecidos con especiales ilustraciones de la gracia, no aciertan a permanecer en paz antes de gozar de la vista de su Dios. Ya muy temprano, desde su niñez, descubrió Teresa lo engañoso y falaz de los bienes terrenos. Pues se acabó; ya no los podrá saborear sosega­damente. Siendo ello así, ¿a qué vivir ya en este mundo? ¿Adonde irá a beber la verdadera felicidad que su corazón ansia? A la sombra del claustro; allí brota del pecho mismo del Señor. Pero, paciencia; nada menos que por espacio de casi veinte años se le mostrará Dios como de lejos y la tratará con frialdad. «Aun no tenía a mi parecer amor de Dios..., sino una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba, y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos.» Tenía las gracias que iluminan; pero no llegaban a llenar sus ansias. Entonces aquel pobre corazón privado de goces sobrenaturales, se aboca a los bienes delicados, pero humanos que no faltan en la vida común, y más cuando se tiene un natural privilegiado como el de la Santa. Preciso es reco­nocer, además, que el claustro de Ávila tenía muy abiertas sus puertas. En el locutorio y en su aposentito lindamente adornado con mil cosillas de devo­ción, recibe Teresa a su familiares y amigos. Hablan con fruición mientras están bordando mantelitos de altar, albas de lino y casullas de seda. ¡Oh!, no cabe duda que tanto la aguja como la lengua se mueven para glorificar al Señor y a los Santos. Pero, ¿qué predicador hay tan sobrenatural, que no escuche su propia voz, sabiendo que es elocuente? Y ¿dónde daremos con una monjita tan santa, que sea y permanezca insensible a los encantos de su ingenio y a las gracias ¿le su persona, aun haciendo gala de ellos para edificación de sus oyentes? Pero sobre todo, sobre todo, el corazón de Teresa se aficiona demasiada* mente a cuantos la admiran y le dan cariñosas pruebas de estimación. Evi­dente es a todas luces que su amor es como su alma: ideal purísimo. Pero se complace excesivamente en la dulcedumbre de amar. En el altar de su corazón arde incienso entre Dios y las criaturas; quiere probar las dos copas. De esta suerte, tenía que renovar día tras día el sacrificio total que creía haber hecho de una vez para siempre al tomar el velo de Carmelita. Porque pensaba haber dejado el siglo en la puerta del convento, y venía a resultar que las cosas del siglo ocupaban su corazón y se lo disputaban a Dios. A ella le parecía no tener valor para romper definitivamente con el mundo. ¡Tor­mento íntimo que sólo podía calmar la gracia divina! Añádase a esto que los vaivenes de aquella alma sacudían a cada instan­te la débil complexión de la Santa; porque Teresa padeció toda su vida
  • 403. dolores y enfermedades sin cuento; la envoltura corporal parecía no poder contener los impetuosos latidos del espíritu. Llegó, finalmente, la hora de Dios: Teresa contaba ya cuarenta años. Hacía casi veinte que vivía en el claustro tratando de contentar a Dios y al mundo al mismo tiempo, dejando siempre para el día de mañana el darse totalmente al Señor. Cierto día, un Ecce Homo expuesto en su oratorio se unima. Teresa se postra a los pies de Cristo y le pide que se digne otorgarle de una vez fuerza bastante para no volver a ofenderle. Con la lectura de las Confesiones de San Agustín, a quien «era muy aficionada», acabó determi­nándose a mudar de vida irrevocablemente y sin dilación. Comenzó entonces «u irrefrenable afición «a estar más tiempo con Dios». «Habiendo estado un día mucho en oración y suplicando al Señor me ayudase a contentarle en todo, comencé el himno y, estándole diciendo, v í­nome un arrebatamiento tan súbito, que casi me sacó de mí, cosa que yo no pude dudar, porque fué muy conocido. Fué la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamiento. Entendí estas palabras: «Y a no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles». Cayó Teresa en la cuenta de lo que Cristo le exigía. Rompió sin más las últimas ataduras que la ligaban a sus caras amistades. Todavía tuvo amigos; pero ya no les demostró aquel inmenso cariño que el Señor quería reservarse para Sí. Aquí entró Teresa de lleno en la posesión de Dios. Jesucristo la escogió por esposa suya. Era el 18 de noviembre de 1572. Teresa iba a comulgar. Nuestro Señor le dijo estas palabras: «N o hayas miedo, hija; que nadie sea parte para qui­tarte de Mí». «Entonces —prosigue la Santa— representóseme por visión imaginaria, corno otras veces en lo interior, y dióme su mano derecha, y di jome: «Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy. Hasta ahora no lii habías merecido. De aquí adelante, no sólo como de Criador, y como de Rey y tu Dios mirarás mi honra, sino como verdadera esposa mía; mi honra es ya tuya y la tuya mía». Hízome tanta operación esta merced, que lio podía caber en mí y quedé como desatinada, y dije al Señor: que o ensanchase mi bajeza, o no me hiciese tanta merced; porque cierto no me parecía lo podía sufrir el natural. Estuve así todo el día muy embebida. He M-ntido después gran provecho, y mayor confusión y afligimiento de ver que lio sirvo en nada tan grandes mercedes». Se acabó; el ensueño ingenuo de la niña Teresa, las dolorosas ansias de la Carmelita sedienta de amor divino se satisfacen y cumplen ya en la tierra, (■«iza de la dicha, que dura «siempre, siempre». Visiones, arrobamientos, éxtasis serán ya estados casi habituales en ella, místicas mercedes que no debilitarán sus facultades; antes le prestarán fortaleza sobrehumana.
  • 404. REFORMA DEL CARMELO. — FUNDACIONES ESÜS mandó a Teresa que se ocupase de reformar su Orden según U regla primitiva. L e prometió que en los nuevos monasterios se servir.'* a Dios fidelísimamente, y que Él tendría sus complacencias con !•>«, almas que en ellos morasen. También la Virgen y San José se le apare­cieron para alentarla. No obstante las dificultades de la empresa, y aunqu» era inaudito que una mujer se metiese a reformar una Orden religiosa impor­tante, Teresa se puso, sin razonar consigo ni considerar lo mandado, a enteri disposición del Divino Maestro. Con la venia de sus superiores y del pa)ii Pío IV, llegó a fundar en Ávila, venciendo mil adversidades, el primer con­vento de Carmelitas Descalzas, al que dió título de «su glorioso padre Sun José» — 27 de agosto de 1562— Fué la primera iglesia dedicada en Europi al santo Patriarca. Recorrió luego todos los caminos de España, llevando adelante sin treguu la obra de la Reforma, pasando de una a otra ciudad, sobrellevando fatiga*, venciendo obstáculos, peleando sin descanso contra los disgustos, desdeñe', pobreza y persecuciones. Con ayuda de otro Santo admirable, San Juan de Iii Cruz, extendió a los Carmelitas el beneficio de la Reforma. Hasta el postrer suspiro no cesó de trabajar por ella; a su muerte había ya fundado treinta y dos monasterios; diecisiete de religiosas y quince de frailes. MILAGROS Y LIBROS DE SANTA TERESA OBRÓ el Señor milagros sin cuento para confirmar la misión que diera a su fiel sierva Teresa. Estándose edificando el convento de Sun José, de Ávila, cayó un lienzo de pared sobre un muchacho llamado Gonzalo de Ovalle, sobrino de la Santa, la cual hizo oración por él. y luegi lo devolvió vivo a su hermana. Hablando de sus escritos, la Iglesia los llama «doctrina celestial». «Además de todos los dones de la divina munificencia con que plugo al Todopoderoso adornar a su amadísima esposa —dice Gregorio X V— . la llenó del espíritu de entendimiento, para que no solamente dejase en la Iglesia dt Dios ejemplos de sus virtudes, sino que la regase al mismo tiempo con la* fecundas fuentes que nos transmitió en sus escritos teológicos, místiiHJs y otros, de los cuales sacan los fieles abundantísimo provecho, y que no pueden leer sin sentir que en sus almas se enciende ardiente deseo de la patria ce­lestial. » La Universidad la ha declarado Doctora y Maestra sublime.
  • 405. MUERE DE AMOR DE DIOS OR obediencia, fué la Santa a Alba de Tormes, a pesar de hallarse ya sin fuerzas —20 de septiembre de 1582— . El día de San Miguel llamó al Padre Antonio de Jesús y le pidió los últimos sacramentos. Mien­tras esperaban el santo Viático, dijo a las monjas que la rodeaban: —Hijas, por amor de Dios os pido que guardéis fielmente las Reglas. Al ver entrar al Santísimo Sacramento en su celda, quiso echarse de la cuma, pero se lo impidieron. —Señor y Esposo mío —dijo— ; por fin llegó el momento que tan ardien­temente deseaba. Dió gracias a Dios de haber nacido católica. A menudo repetía: «N o des­echéis, Señor, al corazón contrito y humillado». Se quedó luego arrobada en éxtasis de amor que duró catorce horas, hasta su tránsito. Fué tan grande el ímpetu de su espíritu en aquel último arrobamiento, que rompió el amor las utaduras del cuerpo, como lo reveló después la Santa a la Madre Catalina ile Jesús. Con esto, voló su bienaventurado espíritu al Señor, entre las nueve y diez de la noche, a 4 de octubre de 1582. Murió de sesenta y siete años y medio, habiendo vivido cuarenta y siete en la religión. El año mismo de la muerte de la Santa, enmendó Gregorio X I I I el ca­lendario. que a la sazón iba retrasado de diez días. Como esta reforma había de aplicarse precisamente del 4 al 5 de octubre, el día siguiente de su muerte fué el 15 de dicho ines, fecha que se determinó para su fiesta. El papa Gregorio X V la canonizó a 12 de marzo de 1622, juntamente con los Santos Isidro Labrador, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe Neri. Clemente IX , a 11 de septiembre de 1668, mandó celebrar su fiesta con rito doble. El corazón de Santa Teresa y su cuerpo se veneran en Alba de Tormes. SANTORAL Santa Teresa de Jesús, virgen y fundadora. Santos Bruno, obispo de Prusia y mártir; Severo, obispo de Tréveris, Antíoco, de Lyón, y Conogano, de Quimper; Tamaro, obispo de Benevento, y Sabino, de Catania; Deodato, obispo de Viena de Francia, y Canuto, de Marsella; Rogerio de Norman-día, obispo de Cannes; Leonardo ¿e Corbigny, abad; Calixto, de Huesca, mártir; Fortunato, presbítero, mártir en Roma; Agileo, mártir en Cartago bajo Diocleciano, Modesto y Lúpulo, mártires en Capua. Beato Eutimio, abad. Santas Aurelia, virgen, Tecla, abadesa en Alemania.
  • 406. DI A 16 DE O C T U B R E S. GERARDO MARIA MAYELA HERMANO CONVERSO REDENTORISTA (1726-1755) SI prescindimos por un momento de los dones sobrenaturales, pura­mente gratuitos, con que el Señor adornó su alma, Gerardo fué uno de esos acabados modelos que se elevan a las altas cumbres de la virtud, aceptando sencilla y calladamente la voluntad divina. Gerardo Mayela nació en Muro Lucano, pueblecillo situado a unas veinte U-guas al sur de Ñapóles, el 22 de abril del año 1726. Su padre, humilde •ustre que, debido a la integridad de sus costumbres, gozaba de gran consi­deración entre cuantos le trataban, esmeróse en educarle cristianamente. A corta distancia de Muro se halla la capilla de Capotiñano, donde se venera a la Madre de Dios con el Niño Jesús en sus brazos. Cinco años npenas contaba Gerardo, cuando tuvo ocasión de visitar este piadoso san­tuario, en donde no bien se hubo arrodillado, desprendióse Jesús de los brazos de María y púsose a jugar familiarmente con él, y entrególe luego mi panecillo blanco. A l regresar el niño a su casa, hizo entrega del panecillo ii su madre, diciéndole al mismo tiempo que el hijo de una Señora hermosí- «ima, con quien había estado jugando, se lo había dado. Iba, desde enton­ces, cada mañana a la capilla, y cada vez el Niño Jesús jugaba con él y
  • 407. le entregaba el regalito del panecillo blanco. Su hermana le siguió cierto 1 día. ocultándose para observarle con más libertad, y vió con sorpresa qiM el Niño Dios descendía de los brazos de la Señora para acariciar a Gerardo, y después le entregaba el panecillo. Apenas frisaba Gerardo en los siete años, cuando experimentó descóno-cidas ansias y ardores espirituales de recibir el Pan Eucarístico. En cierta ocasión se mezcló con los fieles, dispuesto a comulgar. A l verle el celebrante tan pequeñito, pasó de largo, y sintiólo Gerardo tan hondamente que rompió en sollozos. A la noche siguiente, el arcángel San Miguel le trajo el Pan de los Ángeles. Otra vez, hallándose de rodillas cerca del altar, salió el Niño Jesús del Tabernáculo y le dió la Comunión. A los diez años fué oficialmente admitido a la Sagrada Mesa; desd* entonces comulgaba cada dos días, además de los domingos y fiestas. Pero entendió que, para participar de la gloria de Jesús, preciso era participar antes de su dolorosa Pasión; y así, como precio de cada comunión, se im­ponía una disciplina. Al ocurrir la muerte de su cristianísimo padre, acaecida en 1737, entró Gerardo en el taller de un sastre como aprendiz. El joven se entregó al tra­bajo con todo el ardor y aplicación, sin descuidar por ello la corresponden­cia a la gracia y la práctica de la frecuente oración. Golpeábale a veces su amo con furiosa violencia, pero en vez de sentir repulsión o encolerizan* por ello, contestábale Gerardo siempre con una discreta y resignada sonrisa. Sintiéndose atraído hacia la vida religiosa, solicitó Gerardo la admisión en los Padres Capuchinos, los cuales, vista la debilidad de su complexión, , rehusaron admitirlo. Esperando la hora señalada por la divina Providencia, j llegó Gerardo a los dieciséis años. Entró entonces al servicio del señor obispa de Laccdonia, que, anciano ya, descansaba en Muro; durante tres año«, (ierardo fué la admiración de toda la ciudad por su vida ejemplar y virtuosa. Un día que el obispo se hallaba ausente, cerró Gerardo la puerta de pu- 1 lacio, y, mientras se ocupaba en sacar agua, lo hizo con tan mala fortuna, que la llave se le cayó en el pozo. Quedó un instante indeciso; pero después, recogido un momento, rezó una breve oración y corrió en busca de la estatua del Niño Jesús, y atándola al extremo de una cuerda la bajó al pozo diciendo: «A Vos, Señor, corresponde devolverme ia llave, no sea que el señor obispo se lleve un mal rato». Y , ;oh poder maravilloso de la oración con­fiada!. ante una multitud de espectadores, subió Gerardo la estatua del Niño Dios que en la mano traía la llave perdida. Al morir su señor, decidió Gerardo dedicarse al oficio de sastre; y, eos permiso de su madre, dividía el salario en tres partes: una para la famiUa( otra para distribuirla a los pobres; y la tercera para la celebración de misil! en favor de las almas del Purgatorio. Era tan ardiente su amor al sufrimientl
  • 408. <i i io impulsábale con frecuencia a fingirse loco, con el fin de atraer sobre sí I»» injurias y golpes de los muchachos y personas irreflexivas. La devoción que profesaba a la Reina del cielo era señaladísima: «Mi Sniora me ha robado el corazón —repetía a menudo— y yo se lo he ofrecido «•unió regalo». Y como alguna vez se le hablase de matrimonio, respondía entusiasmado: «Pertenezco por completo a mi Señora». Andando el tiempo, rl solo nombre de María bastará para extasiarlo. Ponía sumo cuidado en conservar sin mancha la inocencia bautismal. LA VOCACIÓN RELIGIOSA. — UNA PEREGRINACIÓN EN el mes de agosto de 1748, llegaron a Muro dos Padres Redentoristas. Gerardo aprovechó la ocasión para exponerles el estado de su alma y hablarles de la vocación a que le parecía sentirse llamado. En vez ili* animarle, el Superior le aconsejó que renunciara a este pensamiento, y lu madre, temerosa de perderlo, lo retuvo en casa encerrado bajo llave, hallándose así el día mismo de la despedida de los misioneros. El prisionero, «¡ntiendo una voz interior que le hablaba irresistiblemente, decidió evadirse por una ventana y sirvióse para ello de un lienzo, al propio tiempo que de-juba sobre la mesa un papel con estas palabras: «V o y a hacerme santo; madre, no penséis más en mí». Habiéndose juntado a los misioneros, suplicóles le admitiesen en su compañía. Impresionado el Superior por el fervor e insistencia con que le implicaba, se decidió a enviarle, por vía de prueba, al convento de Deliceto, enn una carta concebida en estos términos: «Os envío un Hermano inútil pura el trabajo, pero cuya reputación de santidad me obliga a recibirlo». El 17 de mayo de 1749 llamaba Gerardo a las puertas del convento de Deliceto. Este convento, fundado por el bienaventurado Félix de Corsano. <lu la Orden de San Agustín, estaba dedicado a Nuestra Señora de la Conso­lación; hallábase abandonado hacía mucho tiempo, cuando Alfonso María de l.igorio, atraído por la imagen de María, estableció allí una residencia. En ■ «te santuario pasó Gerardo la mayor parte de su vida. Ya desde el primer día. fué perfecto dechado de humildad, de paciencia, obediencia, modestia, afabilidad, mortificación y abnegación. No había ocu-pnción modesta y humillante, que no se apresurara a tomarla para sí. Hacía • I trabajo de cuatro, y tenía suma habilidad para recargarse con lo que correspondía hacer a los demás, diciendo: «Dejádmelo a mí; soy el más joven, v lo haré mientras vosotros descansáis». El trabajo no era para Gerardo un nhstáculo a su vida íntima de oración; y aunque durante el día no cesaba ■le trabajar, por la noche pasaba largos ratos junto al Sagrario. nn __t
  • 409. Sentía vivísimo deseo de llegar a ser un gran santo y alcanzar un alta grado de perfección. Con el permiso de su Director espiritual, había hecho el voto heroico de practicar siempre lo más perfecto. Por orden del mismo Director espiritual, escribió sus mortificaciones, resoluciones y sentimientos. He aquí algunos pasajes de ese código de perfección: Mortificaciones. — Cada día me daré la disciplina y llevaré el cilicio do hierro alrededor del cuerpo. Mezclaré con hierbas amargas mis comidas. Aplicaré un corazón de puntas de hierro a mi pecho. £1 sábado ayunaré a pan y agua. Sentimientos. — Todo cuanto se hace por Dios, es oración; unos se em­peñan en esto, otros, en aquello; mi único empeño será hacer en todo la voluntad de Dios. La ocasión de llegar a ser un santo no se me ha ofrecido más que una vez; si no la aprovecho, acaso me pierda para siempre. Si llego a perderme, perderé a Dios, y si pierdo a Dios, ¿qué me quedará? Resoluciones. — Repetiré en toda tentación y tribulación: «Fiat voluntas tua». No hablaré más que en tres casos: Cuando se trate de la mayor gloria de Dios, de favorecer al prójimo, o si existe verdadera necesidad. No me excusaré nunca, aun cuando tenga de mi parte toda la razón, siempre que mi silencio no cause ofensa ninguna a Dios ni perjudique al prójimo». Gerardo profesó siempre muy acendrada devoción a San Miguel. En 1753, los estudiantes redentoristas de Deliccto obtuvieron permiso para ir jun­tos en peregrinación al monte Gárgano, célebre por la aparición del Santo Arcángel, Gerardo, hermano profeso hacía un año, recibió el encargo de dirigir la comitiva. Los jóvenes, dispuestos a emprender el viaje, recibieron doce pesetas en total, como viático; eran doce, y la excursión debía durar nueve días. «Dios proveerá», decía Gerardo a cuantos objetaban lo módico de la cantidad recibida. Al llegar a Manfredonia no les quedaba más qus una peseta. Gerardo fué al mercado a comprar un ramillete, que colocó en la iglesia delante del Tabernáculo, diciendo en alta voz: «Jesús, a Vos corresponde cuidar de esta familia». El capellán del castillo, testigo de este acto, se llegó a Gerardo y le invitó a alojarse en su casa, junto con los compañeros que dirigía. El santo Her­mano recompensó la caridad del sacerdote, curando con la señal de la era» a su madre, que yacía enferma en el lecho. Pasaron dos días en el monta Gárgano. Al día siguiente de su llegada, observando la bolsa vacía, fui Gerardo a encomendarse a San Miguel y, tan pronto como hubo acabado j la súplica, se le acercó un desconocido y le entregó una cantidad de dinero. Al despedirse, como el posadero exigiera un precio excesivo, Gerardo, indig­nado, le dijo: «Si no os satisface el justo precio, presto recibiréis el castigo de vuestra avaricia con la muerte de vuestras muías». Al poco rato el hijo del fondista llegaba asustado, manifestando que las muías se revolcabas]
  • 410. SAN Gerardo Mayela extiende misteriosamente su manteo en el suelo, manda al aventurero que se arrodille y, enseñándole su crucifijo, le dice: « Este es el tesoro de que te he hablado y que desde hace muchos años has perdido» . Contrito el pecador, rompe a llorar y va a confesarse.
  • 411. por el suelo dando muestras de agudos dolores. Espantado el fondista *c humilló, y Gerardo hubo de insistir para que aceptara lo que le correspondí»! después, curó a las muías haciendo la señal de la cruz sobre ellas. CELO APOSTÓLICO. — PRUEBAS UN día que Gerardo llegaba a Deliceto, un aventurero, viendo vi aspecto desaliñado del Hermano, lo tomó por hechicero y le dijo: «Si buscáis algún tesoro, estoy dispuesto a ayudaros». «Pero, señor, ¿tan valiente sois?» —le interrogó el Santo. El desgraciado hízole entonce* el relato de su triste vida. «Pues bien — le dijo Gerardo— ; sí, voy a buscar un tesoro para vos». Se internaron ambos por unos vericuetos que conducían a lo más intrin­cado de la selva vecina y, extendiendo Gerardo su manteo en el suelo oon gran misterio, hizo arrodillar al pecador; mostrándole el Santo Cristo, le dijo: «He aquí el tesoro que habéis perdido hace tantos años, y que yo quería mostraros en secreto». Rompió aquél a llorar como un niño y, llega­dos a Deliceto, postróse a los pies de un confesor y se reconcilió con Dios. En Castelgrande, el asesinato de un joven había enconado los ánimo* entre dos familias, y la ciudad entera giraba en torno de ambos partido* rivales; de una y otra parte era tan grande la inquina que parecía inminente una lucha sangrienta. El Hermano Gerardo, animado de celo apostólico, llegóse cierto día a casa del padre de la víctima y le habló con tal calor de Dios y de su infinita misericordia, que obtuvo la promesa de un perdón completo. La madre, empero, indignada de esta resignación y cambio, to­mando los vestidos tintos en sangre del hijo, los arrojó a los pies de su mari­do: «¡Mira — le gritó frenética— , contempla esa ropa empapada en sangre... y después reconcilíate, si tienes corazón!» Estas palabras produjeron al instante su efecto y consiguieron que un odio profundo renaciera al momento en aquel corazón sosegado por la* palabras del santo Hermano. «¡N o ha de triunfar el infierno!», exclamó Gerardo al saber la noticia; y seguidamente se entrevistó por segunda ve* con el padre de la víctima, y colocando el Crucifijo en tierra, exclamó: «Pisotead esta Cruz, hollad al que ha perdonado a sus verdugos... ¡Jesú* o el demonio! ¡El perdón o el infierno!... Vuestro hijo sufre en el Purgatorio y allí permanecerá mientras dure vuestro resentimiento... Si os negáis a perdonar, temblad, pues los castigos más terribles caerán sobre vosotros». A estas palabras, pronunciadas con todo el calor y celo de un Santoi los padres depusieron su actitud; con lo cual se calmaron los ánimos, y lu paz y conversión de la ciudad fueron completas.
  • 412. UNA CALUMNIA. — LA LLAVE DEL CIELO LE V AB A cuatro años Gerardo en la residencia de los Padres Reden. toristas cuando se levantó contra él una infame calumnia. El inicuo ofensor de una joven pretendió difamar la conducta del Santo, di' fundiendo contra él una falsa acusación, sirviéndose para ello de la desgra­ciada cómplice de su pecado. Era el año 1754. San Alfonso, aunque sin dar fe al hecho, cambió a Gerardo de residencia, y prohibióle que comulga­ra hasta nueva orden y que tuviera relaciones con los extraños. El santo Her­mano se sometió con toda humildad, diciendo para sí: «Dios me justificará. »¡ así lo juzga conveniente». La prueba duró dos meses, al cabo de los cuales, los dos culpables escribieron al santo Fundador poniendo de mani­fiesto la inocencia de Gerardo y acusándose de haber seguido las instiga­ciones del demonio. Con este motivo, el santo Fundador hizo el siguiente t-logio de fray Gerardo: «Aunque nuestro Hermano no tuviera más virtudes que las que ha ejercitado en esta amarga prueba, ellas solas bastarían para que yo formara un profundo concepto de su santidad». Gerardo fué destinado a la residencia de Nápoles; pero al cabo de tres meses sus milagros y santidad le atrajeron tanta veneración, que San Al­fonso juzgó prudente enviarlo como portero a la residencia de Caposelo. «Esta llave será para mí la llave del Paraíso», solía decir. Gustábale esta ocupación, porque de este modo se relacionaba con los pobres; y, aunque ellos eran muchos, tenía tal tacto y habilidad, que sabía contentarlos a todos. Más de doscientos menesterosos se presentaban cada mañana en la portería pura recibir de él limosnas y consejos. Los víveres se multiplacaban en su mano. Así es que en más de una ocasión, después de una distribución de pan, las cestas aparecían llenas inmediatamente, sin mediación de nadie. Las provisiones del granero y almacén se hallaban en cierta ocasión completamente agotadas. Habiéndole dicho el Padre Rector que moderase su largueza: «Dios proveerá», respondió el Hermano. «¡Po r lo visto, Gerardo, deseáis milagros por la fuerza!», repli­có el superior; pero fué a inspeccionar el granero y, con grande pasmo y ad­miración, lo encontró lleno de trigo. A fines del invierno se le envió de nuevo a Nápoles; después de tres meses regresó Gerardo a Caposelo, en mayo de 1755; debía postular para el convento que se edificaba en este último punto. Sin embargo, su salud era débil. Sabiendo el Superior cuán grande era su obediencia, le llamó y, colo­cando la mano sobre la frente del Hermano, dijo interiormente sin pronun­ciar palabras: «En nombre de la Santísima Trinidad, quiero que recobres la Riilud y comiences la colecta que tanto nos urge». Y al punto curó Gerardo.
  • 413. DONES SOBRENATURALES. — BILOCACIÓN PARECE que Dios quiso reunir en la persona del humilde Hermano, todos los carismas que suele distribuir entre los demás Santos. Bas­taba al bienaventurado pensar un instante en las perfecciones de Dios, contemplar el misterio de la Santísima Trinidad o el de la Encarnación, fijar los ojos en un Crucifijo o en el altar de la Santísima Virgen, estar unos instantes postrado ante el Santísimo Sacramento del Altar o contem­plar cualquier maravilla de la creación, para ser arrobado en éxtasis; y así permanecía largo rato suspendido en el aire. Su amor a Dios era como un fuego que le consumía; los ardores en que se hallaba inflamada su alma trascendían a la carne y producían en él lo que los místicos llaman incendio divino. En cierta ocasión el cuerpo de Gerardo aparecía tan inflamado, que la rejilla de hierro, ante la cual ha­blaba, se derritió como cera al contacto de sus manos. Dios le comunicó, asimismo, la ciencia infusa. Discutía y resolvía Ge­rardo, sin haber estudiado Filosofía ni Teología, con la pasmosa seguridad y acierto de eminentes teólogos, las más profundas e intrincadas cuestione* ascéticas y morales. Poseía también en alto grado los dones de profecía, dis­cernimiento de los espíritus y penetración de los corazones. Un fenómeno místico más raro todavía es la bilocación, por el que una persona se encuentra presente en el mismo instante en dos lugares distintos. Fray Gerardo fué favorecido varias veces con este don extraordinario. Du­rante una epidemia que invadió la ciudad, hallósele presente al mismo tiem­po en diferentes casas y lugares. PODER SOBRE LA NATURALEZA Y EL DEMONIO. SU MUERTE DIOS da a los Santos parte del dominio que el primer hombre en el estado de inocencia tuvo sobre la naturaleza. Bastaba a Gerardo; llamar a los pajarillos para que bajaran a posarse en su mano, y se pusieran a mirarle atentamente como si prestaran oído a sus palabras. Un díá que paseaba a orillas del mar, divisó a una muchedumbre que' miraba con espanto una barca cargada de pasajeros. Estaba a punto de zozobrar entre las embravecidas ondas; parecía que la tempestad iba a sepul*ii tarlos en el abismo. Hizo la señal de la cruz y se abalanzó en medio del ' oleaje, mientras gritaba: «En nombre de la Santísima Trinidad, deténte». j
  • 414. V llevó la barca a la orilla como si arrastrara en pos de sí una leve pluma. Otro día que regresaba a Deliceto, se perdió en las selvas del Ofanto. l'Tit de noche y fácilmente podría haber caído en un precipicio. «¡Esta es Im hora de la venganza!», gritó una sombra que parecía de persona. «¡Mons­truo abominable! —replicó el Santo, pues comprendió que era el demonio— ; m nombre de la Santísima Trinidad te ordeno que guíes de la brida a mi i'iilmllo hacia Lacedonia, y guárdate de hacemos el menor daño». El demo­nio bajó la cabeza y, rechinando los dientes, obedeció aquella orden. (.os documentos que sirvieron al proceso de su beatificación relatan ma­ravillas no menos estupendas, como la resurrección de un animal muerto vil y descompuesto, la perfecta recomposición de objetos destrozados. Y ¿qué ilccir de su poder sobre las enfermedades? Según informes de sus contempo­ráneos, las curaciones milagrosas que obró durante su vida fueron tan nu­merosas, que serían necesarios volúmenes enteros para transcribirlas. Ya había anunciado el Santo repetidas veces que moriría de una enfer­medad de pecho. En julio de 1755 cayó enfermo, en el momento de hacer la colecta; regresó a Caposelo sin fuerzas y con gran decaimiento de cuerpo. Kl 6 de septiembre recibió una carta del Superior en la que le ordenaba ■|ue curase en virtud de santa obediencia. «Debía morir el ocho — dijo— ; pero el Señor retrasará mi muerte». El 5 de octubre se acostó para no levantarse más. «Sufro todos los dolores de la Pasión de Jesucristo», decía. I'.l 15 del mismo mes anunció que sería el último de su vida. Entre diez y unce de la noche, exclamó: «Mirad a María», y levantando los ojos radian­tes de gozo quedó en éxtasis. Dos horas después su alma volaba al cielo. Gerardo María Mayela fué beatificado el día 29 de enero de 1893 por I i-ón X I I I , y canonizado el 11 de diciembre de 1904 por Pío X. SANTORAL dantos Víctor 111, papa; Gerardo María Mayela, confesor; Lulo, sobrino del após­tol de Alemania San Bonifacio, y arzobispo de Maguncia; Bertrán, obispo de Comminges, Antíoco, de Lyón, y Ambrosio, de Caliors; Mummolino o Mumoleno, sucesor de San Eloy en la sede episcopal de Tournai y Noyón ; Florentino, obispo de Tréveris; Bercario, abad y mártir; Anastasio de Venecia, cluniacense; Juniano, solitario; Balderico, presbítero y confesor; Galo, abad; Martiniano, Saturiano y otros dos hermanos suyos, mártires; Valeriano, Armogasto, Saturio y otros doscientos setenta y un mártires de los arríanos en Africa; Elifio, mártir, hermano de otros cuatro santos, tres de ellos mártires también; Saturnino, Nereo y trescientos sesenta y cinco compañeros, mártires en África. Santas Eduvigis, tía de Santa Isabel de Hungría, viuda; Máxima, virgen; Cerea, mártir en África Bolonia, virgen y mártir y Kiara, virgen irlandesa.
  • 415. Sacratísimo Corazón de Jesús Kclieario de la Santa en Paray-le-Monial D IA 17 DE OCTUBRE STA. MARGARITA MARIA ALACOQUE RE LIG IO SA SALESA, V IR G E N (1647-1690) ANTES del nacimiento de esta Santa, hubo en la Iglesia muchas almas devotas del Sagrado Corazón de Jesús. Desde San Anselmo, Santa Matilde y Santa Gertrudis hasta San Juan Eudes, el gran precursor de Santa Margarita María, infinidad de santos se dis­tinguieron por esta devoción; así consta en las actas pontificias anteriores a lus revelaciones de la Santa. Pero no es menos cierto que las revelacio­nes y los hechos maravillosos de Paray-le-Monial fueron los que determina­ron a la autoridad eclesiástica a promover y reglamentar el culto al Sagrado Corazón, en forma tal que a partir del siglo X V I I I y sobre todo en los años que llevamos del X X , ha adquirido, a pesar de muchos obstáculos, un des-nrrollo verdaderamente asombroso. La familia Alacoque era oriunda de Charolais. Se hallaba a mediados del siglo X V I I diseminada por toda la comarca, y contaba entre sus miem­bros, agricultores, notarios, sacerdotes y comerciantes. Como muchas otras de su categoría, tenía esta familia su escudo de armas de oro en el que presidía un gallo en campo de gules, rematado por un león. En 1639 Claudio Alacoque, notario real y juez ordinario de la señoría
  • 416. de Terreau, casó con Filiberta Lamyn, hija de Francisco Lamyn, notarte real de San Pedro el Viejo, cerca de Macón. Ocho años más tarde, el 22 do julio de 1647, nacía Margarita, quinto vástago de aquel matrimonio. Claudio vivía en la ciudad de Lauthecourt, en la actual diócesis de Autún. La caM está habitada hoy día por las Hermanas de San Francisco de Asís de Lyóa y la habitación en que nació la Santa es la actual capilla. La niña fué bautizada el 25 de julio con el nombre de Margarita. Fué padrino Antonio Alacoque, cura de Verosvres, primo hermano del padre de la niña; y madrina, Margarita de Saint-Amour, esposa de Claudio de Fautrieres, señor de Corcheval y diputado por la Nobleza en los estados de Charola!». La madrina, que profesaba gran cariño a su ahijada, se la llevó al castillo de Corcheval, donde la tuvo tres años (1652-1655). El horror de todo pecado y una inconsciente inclinación a la pureza de alma se manifestaron muy pronto en Margarita, en forma tal que años más tarde escribió ella misma hablando de este período de su vida: «Sin saber cómo ni por qué, me sentía continuamente como obligada a repetir estas palabras: «Dios mío, os con* sagro mi pureza y os hago voto de perpetua castidad». Tenía ocho años cuando perdió a su padre. Su madre púsola entonces interna con las monjas Clarisas Urbanistas de Charolles. PRIMEROS SUFRIMIENTOS OMO estaba ya admirablemente instruida en las verdades de la reli­gión, le permitieron recibir la primera comunión a los nueve años. «Después de esta comunión —escribe— , sentí tal amargor en todas las diversiones que, aunque las buscaba con pueril ansiedad, ya nunca pude encontrar en ellas gusto ni placer». Inteligente y. buena en sumo grado, pronto se ganó las simpatías y U amistad de la comunidad. Su candor infantil, santificado por la gracia, la impulsaba a la imitación de los actos de virtud que presenciaba, y en su sencillez, imaginándose que basta meterse en un convento para ser santa, soñaba con quedarse para siempre con las Clarisas de Charolles. Pero Jesús había dispuesto las cosas de otra manera. Principió por iniciarla en el misterio del sufrimiento. Una enfermedad —reumatismo o parálisis— la acometió en 1657 y durante cuatro años la retuvo en el lecho de dolor. «Los huesos —dice— me perforaban la piel por todas partes». La enfermita tuvo que volver a la casa materna. Para J verse libre de la enfermedad, hizo una promesa a la Santísima Virgen: «Sería | una de sus hijas si recobraba la salud». Durante estos años de sufrimiento, la Virgen ocupó en el alma de la niña un lugar especialísimo.
  • 417. Acercábase la hora en que la Divina Auxiliadora debía proteger de ma­nera singularísima a su devota hija. Por aquella época, Margarita sufrió mui crisis moral. La alegría de haber recobrado la salud, por una parte, y, por otra, su ardiente temperamento, la impulsaban a darse «buena vida». Sin preocuparse de cumplir las promesas hechas durante la enfermedad, volvió al regazo materno, ansiosa de gozar las ternuras del hogar. Juan, su liennano mayor, entonces de veinte años, era procurador de Verosvres. Pero la Providencia, que la predestinaba para ser una gran santa, per­mitió que cayeran sobre el corazón de la joven penas mucho más fuertes y punzantes que las padecidas hasta entonces. La señora viuda de Alacoque, incapaz de llevar los asuntos de la familia, delegó su autoridad y la dirección de la casa en miembros de la familia <le su difunto marido; es, a saber, en su suegra, en sus cuñados, en una tía paterna y hasta en una antigua y perversa criada, los cuales, juntos y por •epurado, hicieron sufrir a Margarita la más cruel e insoportable tiranía. Ilastaba que se alejara para ir a la iglesia de Verosvres, distante apenas iK-hocientos metros de la casa materna, para que se le echase en cara tal proceder con malévolas sospechas; y hubiera permanecido sin comer días enteros si algunas pobres y generosas almas del pueblo no le hubiesen dado |M>r compasión y al anochecer un poco de leche o fruta. Apenas osaba la Joven alargar la mano para tomar un pedazo de pan de su propia mesa. Siempre expiada, y siempre víctima de las más ruines e infundadas «ospechas, trabajando como una criada cualquiera y sin otro consuelo que Ion silenciosos besos de su madre, llegó Margarita en un momento dado n temer por la vida de ésta, pues carecía de toda clase de cuidados y aten­ciones en su propia morada. Y aun tendrá más tarde el heroísmo de llamar h estas terribles «furias», «bienhechoras de su alma». Por una gracia especialísima, Jesús le dió a entender la felicidad que nos puede traer el sufrimiento, y Margarita lo saboreó a placer, llegando Imsta a privarse del consuelo de manifestar tales penas a su madre. EN EL MONASTERIO DE PARAY-LE-MONIAL ER A ya una mujer Margarita, iba a entrar en los diecinueve años, y, sin ser precisamente acaudalada heredera, permitíale su legítima as­pirar a vida muy desahogada e independiente. Por otra parte, no carecía de belleza física, y habíala dotado el cielo de carácter afable y ■impático. Su propia madre le había propuesto varios y ventajosos partidos, con la ilusión de vivir a su lado y librarse de la odiosa persecución de que era víctima por parte de la familia de su difunto esposo.
  • 418. Margarita deseaba compartir y enjugar las lágrimas de la infeliz madrei pero en este caso, ¿qué iba a ser de la promesa hecha durante su enfer­medad? Deseoso el demonio de triunfar de aquella voluntad vacilante, ten­dióle un lazo de falsa humildad. «¿Cómo — le dijo— por orgullosa elección te atreves a aspirar a la vida del claustro, e incapaz de vivir en estado tan santo, osas exponerte a la condenación eterna con el fútil motivo de una promesa que hiciste con sobrada ingenuidad a los catorce años? ¿Sabín» acaso a qué te comprometías?... ¿No? Pues, en ese caso, el voto fué nulo». La propia Margarita nos cuenta con gran sencillez estas acometidas del maligno espíritu, anotando el proceso de las mismas con atinadas observa­ciones psicológicas. En las noches de los días pasados en vanas distracciones, al hallarse sola, aparécesele Jesús, entre los tormentos de la flagelación; le revela la íntima belleza de las tres virtudes de pobreza, castidad y obe­diencia; c inspírale un gran deseo de mortificación con la idea purísima de que aquellas virtudes se deben practicar por amor y por obediencia. Entién­delo perfectamente la Santa. Por el momento siente que ha de llegar til amor divino por el amor a los pobres; acrecienta las limosnas, gánase I* confianza de los niños y obreros, a quienes reúne en su propia casa, afron­tando con valor los reproches de su abuela y de su tía. Pero los niños son por naturaleza revoltosos. Se murmura en la casa contra ella y Margan! 11 se ve obligada a abandonarla junto con los bullangueros muchachos. En si pensar, es aquello como un primer ensayo de vida religiosa, vida de obedien­cia y humildad, vida de apostolado y abnegación. Sin embargo, no había comunicado aún a su madre los deseos y resolu­ciones que tenía formados de consagrarse a Dios. Tal silencio pudo haberle sido fatal. El hermano mayor oponíase a que entrase en religión, alegand i que ello ocasionaría la muerte de su madre. Esta idea desgarraba de dolnr el alma de la joven. En 1660 el obispo de Chalóns la confirmó en sus deseoni la Santa tenía entonces veintidós años. Por devoción a la Santísima Virgen, solicitó del prelado permiso para añadir a su nombre el de María. Dios nuestro Señor, que había probado ya suficientemente su fe. I* envió, para poner fin a estas vacilaciones, a un religioso de San Francisco quo había ido a Verosvres para predicar un triduo, con motivo del jubileo con* cedido por Clemente X , en el año 1670. Pronto se dió cuenta el religiomi del estado de conciencia de Margarita y, tras maduro examen de las gracia» con que Dios la había favorecido, declaró a la familia que serían res pon- < sables de la vocación de la Santa si seguían oponiéndose a que entra»! en la religión. Ellos le indicaron que ingresase en las Ursulinas; mas sen*' tíase ella fuertemente atraída hacia las religiosas Salesas. El 25 de mayo de 1671, acompañada de su hermano, visitó el convenid de Pnray-le-Monial. Se mostró durante la visita tan alegre, que varias 11 ff*
  • 419. DICE Nuestro Señor a Santa Margarita María: «V e aquí mi Corazón que está apasionado de amor por los hombres y en particular por ti. Te he escogido como un abismo de indig­nidad y de ignorancia para cumplir tan grande designio, porque he de hacerlo Yo todo».
  • 420. manas quedaron desfavorablemente impresionadas; pero la superiora estimé en su justo mérito a la futura novicia. El 19 de junio hizo la joven testa* mentó, dejando su dote de diez mil libras a su familia, reservando otra* cuatro mil para la comunidad en la que al día siguiente debía ingresar. EL NOVICIADO APENAS pisó el claustro, Margarita exclamó llena de júbilo: «Éste c* el lugar en donde Dios quiere que esté». Sentía mortales ansias (1« unirse a Dios. «¿Qué he de hacer para meditar?» Esta fué una d* sus primeras preguntas. La hermana Thouvant, maestra muy observadora, no creyó que Margarita ignorase el método de oración, y ésta tuvo qu*( repetir que nadie le había enseñado jamás la ciencia de los santos. Pero observando aquélla que la novicia vivía constantemente unida a Dios con íntimo trato sobrenatural, entrevio la verdad y el misterio de la gracia cuyut maravillas y prodigios había más tarde de comprender y penetrar. «Id —dijo sin titubear a la novicia— , id a los pies de Nuestro Señor y permaneced cu su presencia como un lienzo ante un pintor». No entendió esta expresión el espíritu de Margarita, mas intervino el Divino Maestro y le explicó qu» Él reproduciría en su alma como un pintor sobre el lienzo la imagen de MI vida terrena. Desde este momento, el único anhelo de la novicia fué demoa-trar el amor que sentía a su celestial Guía, y abrazó con decidida voluntad la cruz donde viviría muriendo de amor por su Amado. Tomó el hábito el 25 de agosto de 1671. Sin embargo, la hermana Margarita contaba con cándida sencillez lo* favores con que el cielo la había enriquecido. Las Superioras le dieron a entender que era necesario sacudir aquel delicioso sopor que la envolvía, reteniéndola horas enteras en presencia de Jesús Sacramentado; impusiéronle las faenas más humillantes y frecuentes penitencias, tan opuestas a su extr*. mada sensibilidad, que, agobiada por el esfuerzo que exigían de ella, llegó • veces hasta desfallecer de fatiga para vencerse; pero Nuestro Señor la »<>*• tuvo animándola a sobreponerse a su propia naturaleza y a buscar por «I misma las ocasiones de humillarse más y más. Le inspiró, de una manera especial, ardiente devoción a Jesús Sacramentado. «Pasaba todos los tiempos libres en la capilla — escribe una testigo— , um| las manos juntas y sin hacer el más ligero movimiento». Los domingo* f días festivos, permanecía en el coro arrodillada, desde la hora de levantan* hasta la comida; y, pasada la hora de recreo que a ésta seguía, volvía a I* iglesia, en la que permanecía, siempre en la misma postura, hasta las Vio j peras. La Hermana Margarita María profesó el 6 de noviembre de 1672. 1
  • 421. LAS GRANDES REVELACIONES (1673-1675) ON todo, la Superiora del convento — que lo era la Madre de Sau-maise— no se atrevía a emitir juicio alguno acerca de Margarita y los extraordinarios carismas que parecía recibir. Para informarse mejor, ordenó a Margarita en el mes de mayo de 1673 que escribiese cuanto pusaba en su interior. Por las copias de estas notas, sabemos que durante «•I primer año de vida religiosa de la obediente profesa de la Visitación, Jesucristo la había escogido ante todo como víctima expiatoria. El Corazón de Jesús se le manifestó poco a poco. Del año 1672 al 1673 »c realiza la preparación lenta a las visiones espirituales. En esta época le parece oír una voz que le dice: «Mira las ofensas y heridas que he recibido de mi pueblo escogido»; y Jesús pronuncia estas palabras con acento severo. A partir de este momento, las intervenciones sobrenaturales se concretan y precisan más y más, y la humilde hermana de la Visitación, hasta entonce» reacia para admitirlas y creerlas, sométese a ellas con plena fe. El 4 de octubre de 1673, mostróle el Señor a San Francisco de Asís «en un trono de gloria superior al de los demás santos», por lo mucho que m* asemejó en la vida de sufrimiento a Nuestro Divino Salvador, siendo en recompensa uno de los más queridos y favorecidos de su Sagrado Corazón. En el siguiente mes de diciembre, probablemente el día 27, fiesta del Discípulo Amado, apareciósele Jesús, y le dijo: «Mi divino Corazón está <an inflamado de amor por los hombres, y particularmente por ti, que, no pudiendo contener en Sí mismo las llamas de su ardiente caridad, desea repartirlas sirviéndose de ti». «Después —añade la Santa— me pidió mi cora­zón y le colocó en el suyo adorable, donde lo v i como un átomo consumién­dose en ardiente horno». En esta ocasión, oyó al Divino Maestro llamarla «Diseípula queridísima ile su Sagrado Corazón». Desde este día hasta el fin de su vida, sufrió un vivo dolor de costado. Después de este primer éxtasis no encontraba gusto en la conversación, y sólo a fuerza de violentos y extraordinarios esfuerzos conseguía fijar la atención en los actos que, como religiosa salesa, tenía obligación de cumplir. Exhausta de fuerzas y devorada por continua fiebre, lu Hermana Margarita María se vió obligada a guardar cama. Al notificar a la Madre de Saumaise estas revelaciones y la recomenda­ción que el Salvador le hiciera de comulgar todos los primeros viernes de mes, replicóle la superiora con «cerrado desdén» como para humillarla. Mas no la abandonó Jesús y, para consolarla, prometió enviarle muy pronto un «siervo suyo». Este elegido del cielo fué el Beato Claudio de la
  • 422. Colwnbiére, superior del colegio de Gray, dirigido por los beneméritos Padre* de la Compañía de Jesús, hombre de eminente virtud y de gran discerni­miento en la dirección de las almas, el cual llegó a Paray-le-Monial en el año 1675 en calidad de superior de la residencia de los Padres. Poco tiempo después, visitó el monasterio para predicar unos ejercicios espirituales. Con­fortó a la confidente del Sagrado Corazón y reanimó su confianza; por otra parte, las palabras que salieron de sus labios autorizados acreditaron anta la comunidad a la Hermana Margarita María. Uno de los días de la octava del Corpus —junio de 1675— , mientras ado­raba al Santísimo Sacramento, Nuestro Señor le descubrió su Divino Cora­zón diciéndole: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que nada ha perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y en cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes, por sus irreverenciai, sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es toda-vía más sensible, es que obren así hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando en dicho día, y reparando las ofensas que he recibido en el augus­to sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abun­dancia las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este ho­menaje y trabajen en propagar dicha práctica». CARÁCTER DE LA SANTA. — SU MUERTE A R A comprender bien la verdadera personalidad de Santa Margarita María, conviene que insistamos algo acerca de su vida «externa». En efecto, era una religiosa inteligente, flexible, buena para todo y apta para desempeñar cualquier cargo o empleo. Viósela sucesivamente ayudar en la enfermería, dedicada a la educación de las internas, maestra de novi­cias (1685-1687), enfermera de nuevo y también, por segunda vez, con lu» pensionistas; asistente (mayo de 1687), y propuesta para superiora en «I año 1690. Pidió al Corazón de Jesús le librara de este último cargo, pero en todo lo demás procuró ajustarse a la máxima de San Francisco de Salem «N o pedir nada; nada rehusar». Si se tiene en cuenta que parte de la comunidad, imbuida por las ideal , estrechas de la época, era declaradamente hostil a la Hermana Margarita ] María, y que se lo demostró ostensiblemente en más de una ocasión, m j entenderá el efecto que podían producir aquellas revelaciones, los aviso» y las «innovaciones» que introducía en el noviciado.
  • 423. í.as enfermedades, tm frecuentes como largas, que la aquejaron, exte­nuáronla de forma tal que a los cuarenta y tres años estaba completamente «i'hicosa. «N o viviré mucho más —decía en 1690— . pues ya no sufro». I'.l 8 de octubre vióse acometida por una ligera fiebre. Al día siguiente prin­cipiaban los ejercicios espirituales, y la Hermana enfermera le preguntó si, a pesar de la dolencia, se sentía con fuerzas para recogerse en la soledad: «Sí —respondió— , pero va a ser en la soledad más profunda». Al día siguiente, en efecto, mientras el sacerdote le administraba la K¡ rema unción, la amada del Corazón de Jesús expiró dulcemente, pronun­ciando el nombre de Jesús. RELIQUIAS Y CANONIZACIÓN LOS funerales de Santa Margarita María, se celebraron el 18 de octubre. Fué enterrada debajo del coro de la capilla, en uno de los doce nichos que en ella había. El año 1703 fueron exhumados sus restos, según costumbre cuando la necesidad así lo exigía; pero en vez de depositarlos rn el osario, los colocaron, pensando en el porvenir, en una caja de madera, donde permanecieron hasta el año 1792. La Revolución expulsó en el mes de septiembre de 1792 a las monjas «le Paray-le-Monial, y los restos de la Santa se guardaron en casa de una pindosa familia, junto con los del Venerable Claudio de La Colombiére. Fueron reconocidos aquéllos en 1830 y 1865. Introducida su causa en 1714, quedó interrumpida hasta 1821. Fué beatificada por Pío IX el 18 de septiembre de 1864. La canonización •olemne se verificó el 13 de mayo de 1920. día de la Ascensión. Su fiesta *<• celebra el 17 de octubre. SANTORAL '«intos Florentino, obispo de Orange; Víctor, obispo de Capua; Herón, sucesor de San Ignacio en la sede de Antioquía y mártir; Luterno, Leviano y Notelmo, obispos, y Escófilo, abad, en Inglaterra; Andrés, monje, mártir de los iconoclastas; Clemente, presbítero; Víctor, obispo, Alejandro y Ma­riano, mártires; Niño, Víctor, Lucio, Citino, Jubilitano, Jenaro, Rufiniano. Serviliano y doce compañeros, mártires en Marruecos. Beato Contardo Ferrini, confesor. Santas Margarita María Alacoquc. virgen; Solina, virgen y mártir en Aquitania; Mamelta, mártir en Persia, Anstrudis, virgen V abadesa, en L a on ; Prima, Donata, Severa, Victoria y Basilia, mártires en Marruecos. Beata Lucía, reclusa. ■*» _ t;
  • 424. Emblema del santo Evangelista Inspirado autor sagrado D ÍA 18 DE OCTUBRE S A N L U C A S EVANGELISTA (siglo I) EL hagiógrafo siente, al escribir de San Lucas, la misma perplejidad que le viene al querer trazar con algún detalle el cuadro biográfico de la mayor parte de los primeros varones apostólicos: hállase ante un vacío inmenso de noticias históricas, y las pocas fuentes de que dispone son las más de las veces confusas y aun contradictorias. San Jerónimo resume en pocas líneas la vida de nuestro Santo. «Era San Lucas —dice— discípulo y compañero inseparable de San Pablo; nació en Antioquía, ejercía la profesión de médico; al mismo tiempo, cultivaba las letras y llegó a ser muy versado en la lengua y literatura griegas. Su gusto literario resalta en esa preciosa Historia que nos dejó del origen del cristia­nismo, más completa en muchísimos puntos que la de los demás evange­listas, mejor ordenada y de más agradable lectura». Breve, pero elocuentísimo y autorizado elogio del santo Evangelista. Éstas son, en resumidas cuentas, las noticias históricas ciertas que poseemos de la vida de San Lucas, pero son esenciales y dan al tercer Evan­gelista un puesto preeminente entre los principales historiadores de los pri­meros tiempos del cristianismo.
  • 425. EL ESCRITOR SAGRADO DOS libros del Nuevo Testamento debemos a la pluma inspirada de San Lucas: el tercer Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, a lo» que podría considerarse como partes de una misma obra. En el primero expone el sagrado Evangelista la vida de Jesucristo hasta su triunfante Ascensión a los cielos. En el segundo, trae los hechos refe­rentes al nacimiento o fundación de la Iglesia, y en particular al apostolado de San Pablo hasta su primer cautiverio en Roma. Gracias a él poseemo* un documento de inestimable valor: una preciosa síntesis histórica de lo* orígenes del cristianismo durante los dos primeros tercios del siglo I. En este punto andan acordes todos los autores antiguos. El testimonio mán remoto queda archivado en el Canon de Muratori. Llámase Canon de las Escrituras, a la lista auténtica de los Libro* inspirados, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. El Cunon th Muratori. así llamado del nombre del editor italiano que lo publicó en 1740. es el catálogo de los Libros Sagrados que fué formado en Roma por loa años de 180 a 200. Este documento de fines del siglo segundo, en el que se consigna la tradición de la Iglesia Romana, está en perfecta concordan­cia con los más antiguos testimonios del Occidente y del Oriente: San Ireneo, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes y otros. En las primeras líneas de los Hechos de los Apóstoles, declara el autor ser el mismo que compuso el tercer Evangelio, y presenta su segunda obru como complemento de la primera. Dedica ambas a Teófilo, personaje desco­nocido, pero que debió existir, a pesar de la opinión de varios comentaristas. PRIMER PERÍODO DE SU VIDA SEGÚN el historiador Eusebio (267-338) y conforme hemos ya apim tado, nació el evangelista San Lucas en Antioquía, metrópoli de Siria, ciudad de las más célebres de Oriente. Debe esta urbe su nom­bre al amor filial de Seleuco Nicator, cabeza de la dinastía seléucida, que así quiso inmortalizar el nombre de su padre Antíoeo. Afortunada fué y celebérrima, gracias, sobre todo, a su privilegiada situación geográfica. Su proximidad al golfo de Alejandreta le ponía en comunicación, por mar, onii todo el mundo mediterráneo; y, hacia el este, tenía la ventaja de relaolo narse muy fácilmente, mediante buenas carreteras, con los países del Eufra­tes, de Persia y de la India.
  • 426. En aquel entonces era muy celebrada por el esplendor de sus monu­mentos, la riqueza de su comercio, los progresos de su civilización, y, tam­bién — por desgracia— , a causa de sus costumbres paganas. Con todo, en ella debía el cristianismo multiplicar tanto sus conquistas, que estaba destinada a poseer cronológicamente la primera suprema Silla de San Pedro, y en ella, por primera vez, recibirían los creyentes el nombre de Cristianos. Rival de Roma en esplendor, era también la joya, madre, cabeza y metrópoli de todo el Oriente, como residencia del delegado imperial, hasta el punto de que varios emperadores llevaron allí su corte. Era ciudad cos­mopolita a la que afluían gentes de las más dispares regiones del mundo conocido, siendo especialmente numerosa y próspera la colonia judía. Tam­bién a ella concurrían los discípulos de Cristo, habiéndolos de Chipre y de (arene. Nicolás, uno de los primeros diáconos que consagraron los Apósto­les, era oriundo de Antioquía. Bernabé, enviado por los Doce, se esta­bleció en ella, llevando consigo a Saulo, el futuro Apóstol de las gentes, a quien fué a buscar a Tarso. También Pedro, cabeza del sagrado Colegio, fijó en ella su residencia para organizar la Iglesia naciente de Cristo, y, du­rante nueve años, fué Antioquía centro y foco principal de la nueva Reli­gión, hasta que el Príncipe de los Apóstoles se trasladó a Roma. No se sabe de cierto si era Lucas judío o gentil antes de abrazar el cris­tianismo. Del análisis de sus escritos parecería deducirse que era griego de raza y de educación. Sin embargo, conoce tan bien y tan detalladamente el judaismo, con sus ritos y ceremonias, que bien pudo ser que abrazase pri­mero la religión mosaica, y que, de prosélito o gentil judaizante, pasase a ser cristiano sin haber sido circuncidado. En la epístola a los colosenses, San Pablo deja entrever que San Lucas era gentil de nacimiento, porque en ella, después de enumerar a sus discípulos circuncisos, pasa a los demás, entre los cuales nombra a Lucas (Coios., X . 11-14). En este mismo pasaje le da San Pablo el título de médico: «Salúdaos, Lucas, médico carísimo». Ciertos comentaristas llegaron hasta ver en la terminología lucana uní imitación de la de Galieno; pero olvidan, sin duda, que este escritor vivió un siglo después que nuestro glorioso Evangelista. Cualesquiera que fueran sus maestros, es lo cierto, según testimonio de San Jerónimo y otros, que sobresalía en las letras humanas. Con razón se cree que no sólo frecuentó las célebres escuelas de Antio-quía, sino que también, según acostumbraban entonces, con intento de per-f fcecionarse, viajó por Grecia y Egipto, países afamados en las ciencias y en las artes. Era aficionado a la pintura y pasaba honestamente en ella algunos ratos. La tradición le atribuye varios retratos de Nuestro Señor y sobre todo de su excelsa Madre, María Santísima. Venéranse en varios luga­res. especialmente en Roma, algunas Vírgenes llamadas de San Lucas, las
  • 427. cuales, ya sean auténticas, ya sólo atribuidas, le han merecido la honra de que los pintores cristianos le hayan tomado por santo patrono. Las Vír­genes de San Lucas han dado origen al tipo bizantino. CONVIÉRTESE AL CRISTIANISMO DE cuándo concedió el Señor a San Lucas la gracia de conocer y abra* zar la verdad de nuestra fe, no poseemos informes seguros. Ponen algunos su conversión en la época en que Pablo y Bernabé adoctri­naban con sus predicaciones a la naciente Iglesia de Antioquía. Según otru opinión, Lucas habría sido uno de los setenta y dos discípulos de Jesucristo, y , por consiguiente, habría recibido la buena doctrina de sus divinos labim mientras peregrinaba en la tierra; pero es harto palpable la inverosimilitud de esta versión para que paremos mientes en ella, tanto más cuanto que sólo se la trae para explicar cómo pudo el sagrado Evangelista informante tan por menudo acerca de la vida del divino Salvador; porque mucho» medios tenía Lucas para enterarse de cuanto le interesaba. Además, si w ponderan bien las palabras que el Evangelista dice hablando de sí en el principio de su Evangelio, se echará de ver que él mismo afirma positiva­mente haberlo escrito, no como testigo de vista, sino de oídas, y «conforme le informaron aquellos mismos que desde su principio fueron testigos de lu« obras del Señor y ministros de la palabra evangélica» (L u c ., I, 2). Con todas las indagaciones que hizo entre los testigos oculares, pudo per­fectamente reunir cuantos datos necesitaba para componer una narración seguida, verídica y completa, sin haber él conocido o tratado personal­mente a Jesucristo. A pesar de ello, es muy posible que se hallase en Jeru salen, como tantísimos otros prosélitos judíos, durante las grandes solemni­dades de Pascua y de Pentecostés, y que así fuera testigo de la Pasión y Itc surrección del Salvador y de la venida del Espíritu Santo; pero todo ello es mera suposición carente de base histórica. DISCÍPULO Y COMPAÑERO DE SAN PABLO ASI que Lucas hubo abrazado la fe cristiana, se encariñó con Sun Pablo, y llegó a ser su discípulo predilecto y compañero inseparablri de ello dan fe numerosos pasajes de los Hechos de los Apóstoles. Cuando, hacia el año 51, emprendió el Apóstol de las gentes su segunda misión, Lucas se le juntó en Troas, y embarcóse con él para pasar a Mace-donia. Vivieron algún tiempo juntos en Filipos; mas, habiéndose trasladada
  • 428. CUENTA la tradición que él evangelista San Lucas pintó por vez primera la imagen de la Santísima Virgen. Venéranse principalmente en Roma varias vírgenes llamadas de San Lucas, que han constituido el tipo bizantino de la Virgen y por ellas ha obrado el Señor muchos milagros.
  • 429. el Apóstol a Salónica con Silas, Lucas se quedó probablemente en aquella ciudad y en su comarca para afianzar a los fieles en la verdad del Señor. Seis años más tarde, hacia el 57, habiendo San Pablo emprendido su tercer viaje, volvió a Macedonia y halló en ella a nuestro Santo. Desde allí escri­bió su segunda epístola a los corintios, encargando a su discípulo Tito que la llevase a destino; en ella dice que dió a Tito por compañero un hermano muy célebre en todas las Iglesias por el Evangelio. Los comentaristas —San Jerónimo, en particular— afirman que este hermano era Lucas. Poco después volvió San Pablo, por mar, al Asia, y llevóse consigo a su discípulo predilecto. Juntos se llegaron a Troas; de allí se trasladaron a Samos y después a Mileto. Hiciéronse de nuevo a la vela, y navegaron derechamente a la isla de Cos; al día siguiente llegaban a Rodas y al otro a Pátara, en donde, habiendo hallado una nave que pasaba a Fenicia, se embarcaron en ella y arribaron a Tiro. Aquí permanecieron siete días, pasados los cuales emprendieron nue­vamente su navegación hasta Tolemaida —San Juan de Acre—, de donda partieron al día siguiente para Cesarea de Palestina. En ella, hospedáronaa en casa del diácono Felipe. CON SAN PABLO EN JERUSALÉN ENTRETANTO sobrevino de Judea cierto profeta llamado Ágabo, el cual anunció a Pablo que en Jcrusalén sería preso y entregado a loa gentiles, por lo que sus discípulos, y en particular Lucas, rogáronla que no subiese a Jcrusalén. Mas el intrépido Apóstol estaba pronto no sólo a ser aprisionado, sino a morir por el nombre del Señor. Pasados alguno* días, se encaminaron, pues, a la Ciudad Santa, donde, en efecto, esperaban grandes tribulaciones al adalid de Cristo. Prendiéronle los judíos en el tem- i pío, le arrastraron fuera y trataron de matarle; mas acudió el tribuno y lo ¡ presentó al Sanedrín. En aquel lance, Lucas no quiso abandonarle. ¡ Continuando las amenazas de muerte de parte del populacho, el mencio­nado tribuno, llamado Lisias, lo hizo conducir ante el gobernador román* , Félix, que residía en Cesarea. Más de dos años estuvo preso San Pablo ca Cesarea, sin que se separara de él su fiel discípulo; ya que no pudo Lucu* evitar el encarcelamiento de su maestro, quiso compartir con él las molestia* de la prisión y encerróse voluntariamente en ella para hacerle compañía y prodigarle algún consuelo. I Entretanto, fué sustituido Félix por Festo en la gobernación de Palestina. I Queriendo éste congraciarse con los judíos, dijo a Pablo: «¿Quieres subir a l Jerusalén y ser allí juzgado ante mí?» Mas Pablo, descubriendo las artl* I
  • 430. mañas de sus enemigos, apeló al César. Entonces repuso Festo: «¿Al César has apelado?, pues al César irás». Al determinar que Pablo tomase el natío para Italia, entregósele a un centurión de la cohorte augusta, y embalá­ronle para Roma. Acompañó Lucas a su estimado maestro, sufriendo grandes incomodidades y peligros durante la travesía, que fué sobre manera difícil, larga, peligrosa y llena de desagradables peripecias. Llegaron hasta naufrajar. cerca de Malta; todo lo cual refiere con detalles interesantes y pintorescos en los Hechos de los Apóstoles. A los tres meses, se hicieron a la vela en una nave alejandrina, y, habiendo llegado a Siracusa, se detuvieron allí tres días, después un día en Reggio y por último desembarcaron en Puzol o Puzzuoli, cerca de Nápoles. Al cabo de siete días encamináronse a Roma por la vía Apia y, en llegando al pueblo de Tres Tabernas, hallaron a un grupo de hermanos que habían salido a su encuentro. EN ROMA. — EL EVANGELIO DE SAN LUCAS LEGADOS a Roma, se permitió a Pablo residir en una casa particu­lar, aunque con un soldado de guardia. Por espacio de dos años ente-ros permaneció San Pablo en la casa que había alquilado, esperando uudiencia del César. Entretanto, recibía a cuantos iban a verle, predicaba el reino de Dios y enseñaba con toda libertad sobre Nuestro Señor Jesucristo sin que nadie se lo prohibiese. Con estas palabras termina bruscamente San Lucas el libro de los Hechos de los Apóstoles, de donde deducen los comen­taristas que el Escritor sagrado lo compuso en Roma durante el primer cautiverio de San Pablo (62-64). Su silencio repentino después del cautiverio del Apóstol de las Gentes en Roma, hace suponer que recibiría de su maestro alguna misión especial (|uc le obligó a ausentarse de la Ciudad Eterna. Las circunstancias no le permitieron terminar el relato de los trabajos apostólicos de San Pedro y de San Pablo. No hay la menor duda que Lucas estuvo en Roma, durante el primer cautiverio de San Pablo y que voluntariamente prefirió verse privado de la libertad a separarse de él. Dan fe de ello las epístolas a los Colosenses (IV, 14) y a Filemón (24), en las que nombra el Apóstol a Lucas entre los que colaboraban con él en la propagación del Cristianismo. Respecto a lo que fué de San Lucas después que su maestro recobró la libertad, no poseemos ningún documento alusivo. Tan sólo nos consta, por lu segunda epístola a Timoteo (IV, 11) que se hallaba de nuevo en Roma cuando la segunda cautividad de San Pablo, el año 67, en tiempo de Nerón, lodos habían abandonado al intrépido adalid de la fe excepto el que fué
  • 431. su fidelísimo compañero tanto en la adversidad como en los días de bonansa. Antes que el admirable libro de los Hechos de los Apóstoles, había salida de la pluma de San Lucas el tercero de los sagrados Evangelios. Ignoran» la fecha exacta en que lo escribió. Tal vez en los largos ratos que tenia libres mientras su maestro estuvo preso en Jerusalén y en Cesarea. El sagrado Evangelista tenía entonces facilidades para comprobar cuanta documentación había recogido, oyendo de boca de testigos oculares, como Santiago el Menor, primer obispo de Jerusalén, llamado «el hermano del Señor», las santas mujeres y los discípulos que más habían seguido al Divino Maestro, y la Virgen María, cuyas íntimas confidencias nos dan la clava de esa viveza y realidad de colorido y pormenores con que este Evangelista —cual ningún otro— nos refiere la infancia de Jesús. Aun poniendo aparta lo de la aparición del ángel a Zacarías y la natividad de San Juan Bautista, en ningún autor sagrado más hallamos detalles semejantes a los que no* ha transmitido San Lucas acerca de la encamación, nacimiento e infancia de nuestro divino Salvador. Este Evangelio vino a suplir importantes omi­siones que se advertían en los de San Mateo y de San Marcos, en punto* interesantísimos de la vida de Jesucristo, y de los prodigios que precedieron a su nacimiento. Sólo él describe la escena de la Anunciación; sólo él no* edifica con el cántico del Magníficat, al hablar de la visita de la Virgen Nuestra Señora a su prima Santa Isabel; sólo él nos recrea con los inten­santes pormenores de la Natividad del Niño Jesús en Belén, de la adoración de los pastores y los reyes; también es el único en hablar de la circuncisión, el único en referir la presentación del Niño en el Templo, la purificación d* María Santísima, la pérdida de Jesús a los doce años y su hallazgo entr* los doctores de la ley. Por esto, parece indudable que San Lucas debió d< escuchar de labios de la Madre de Dios todo lo que se relaciona con rl misterio de la Encarnación, nacimiento e infancia del Salvador, enseñan/u* que tan fiel y amorosamente guardaba y ponderaba Ella en su corazón. De ahí que haya merecido ser llamado el Evangelio de María Santísima. Destinó San Lucas su Evangelio principalmente a las Iglesias fundada* por su maestro San Pablo, deseosas de poseer en forma auténtica y dura* dera el Evangelio que oralmente se les había enseñado. Componían dicha* Iglesias una minoría de judíos convertidos y una mayoría, cada día ni A* numerosa, de cristianos venidos del paganismo. A unos y a otros compláoeos el sagrado Evangelista en mostrar en la persona de Jesucristo, al Hijo d* Dios, y, sobre todo, al Salvador del mundo, al Dios misericordioso qM ejercita con todos su inagotable bondad. En su relato, hallan cabida multi* tud de ejemplos, sucesos, dichos y parábolas que omitieron San Mateo f San Marcos; pero, conforme queda dicho, lo que más menudamente refiera son los misterios del nacimiento e infancia del Redentor.
  • 432. ÚLTIMOS AÑOS (JÉ San Lucas testigo del martirio de San Pablo, en Roma, en el año 67; y, si no derramó la sangre con su maestro, no fué por falta de voluntad, sino por especial disposición de Dios, que le tenía reser­vado para que siguiera evangelizando a diferentes pueblos. Conócese muy imperfectamente esta última parte de su vida. San Epifanio dice que predicó en Italia, en las Galias, en Dalmacia y en Macedonia. Metafrastes afirma que extendió su apostolado a las regiones de Egipto, la Libia y la Tebaida. Aseguran algunos que coronó su vida con el martirio, otros le hacen morir plácidamente en Bitinia, a una edad avanzada que San Jerónimo fija en ochenta y cuatro años. Parece lo más probable que permaneciese ejerciendo au ministerio en países de lengua griega. Sus reliquias, que en el siglo IV se hallaban en Tebas de Beocia (Grecia), fueron trasladadas a Constantinopla, en 357, por requerimiento del empe­rador Constancio, hijo del gran Constantino, y depositadas, junto con las de San Andrés y de San Timoteo, en la iglesia de los Santos Apóstoles. Cuando el emperador Justiniano mandó restaurar este templo, los obreros descubrieron tres cofres de madera con los nombres respectivos de San Lucas, Sun Andrés y San Timoteo. El cardenal Baronio cuenta que San Gregorio Magno se llevó a Roma la cabeza de San Lucas, cuando volvió de su nuncia­tura de Constantinopla, y la depositó en la iglesia del monasterio de San Andrés en el monte Celio. Su sagrado cuerpo venérase hoy en Pavía. Además de los gremios de pintores y miniaturistas, lo han tomado por putrono los de libreros, encuadernadores y médicos. Celébrase su fiesta el 18 de octubre. La Iglesia le honra con el glorioso título de mártir, porque su vida fué como un prolongado martirio. SANTORAL Santos Lucas, evangelista; Atenodoro, hermano de San Gregorio Taumaturgo, obis­po y mártir; Asclepíades, obispo de Antioquía, mártir; Mauronio, obispo de Marsella; Pablo de la Cruz, fundador de los Pasionistas (véase en 28 de ab r il); Julián, ermitaño en Mesopotamia; Justo, niño, mártir; Menón, soli­tario y mártir; Lucas y Victorino, mártires en Ostia; Isaac Jogues y Juan de Lalande, jesuítas, mártires; Flaviano y noventa y un compañeros, már­tires en U lx ; Bróteno, en Inglaterra. Santas Inés, mártir en Ostia; Trifo­nía, esposa del emperador Decio; Guendolina, en Inglaterra Honesta, mártir en Monchel, con dos hermanos suyos.
  • 433. Doctor e inspirado penitente Con Cristo crucificado DI A 19 DE OCTUBR E SAN PEDRO DE ALCANTARA REFORMADOR DE LA ORDEN FRANCISCANA (1499-1562) Afines del siglo XV gobernaba la ciudad de Alcántara un magis­trado llamado Pedro Garavito. Este nobilísimo varón era asimismo sabio jurisconsulto. Con la dignidad de su vida y excelente admi­nistración y gobierno, corrían parejas su caridad con los pobres y protección de sacerdotes y religiosos. Se casó con una virtuosa y noble don­cella, doña María de Sanabria y Maldonado. De tan ejemplar matrimonio nació, el año de 1499, un niño a quien llamaron Alonso. Otro hijo, llamado García, murió en la cuna, y a poco falleció también don Pedro Garavito. Alonso no tenía aún diez años. Su madre se casó entonces con un varón no menos noble, Alfonso Barrantes. Ya en su niñez empezó Alfonso Garavito a dar señales de las eminentes virtudes que había de practicar durante toda su vida. Siendo de diez años de edad, rezaba largas oraciones mañana y tarde, hincado de rodillas en el oratorio de su casa. Su madre le supo infundir grande afecto a la Reina de los Ángeles. Merced a su natural manso y pacífico y a su raro y vivo Ingenio, se ganó el cariño de cuantos le trataban. Era su mayor gozo rezar en las iglesias; cada tarde, al volver de la escuela, entraba en alguna para
  • 434. cumplir sus devociones. En una de estas visitas quedó tan profundamente arrebatado en espíritu, que el criado que le buscaba no pudo ni con signos ni con palabras hacerle volver en sí. ESTUDIANTE EJEMPLAR. — FRANCISCANO VIENDO Alfonso Barrantes los notables progresos del niño en el estu­dio, determinó haccrlc seguir cursos superiores, y así, el año de 1513 le envió a la Universidad de Salamanca. Alonso se hospedó en casa de una honrada familia cerca de la iglesia. Se acostumbró a levantarse temprano y toda la mañana hasta la hora de ir a cátedra, la pasaba orando. En las comidas gustaba ya de observar la abstinencia y mortificación de que dará más tarde asombroso ejemplo. Con visitar a los enfermos de los hospitales y tratar con los eclesiásticos, tenia bastante recreo y descanso. Cada tarde examinaba su conciencia y, siendo estudiante, usaba ya a menudo cilicios, disciplinas y otras asperezas. Huía con extremado cuidado de las malas compañías; evitaba escrupu­losamente las conversasiones frivolas, y, sobre todo, se señalaba entre lo* estudiantes por su modestia y compostura, virtud ésta que practicó siempre con extraordinaria perfección. Dos años llevó el virtuoso joven este modo de vida, pidiendo a Dios sin cesar que le mostrase el camino de su voluntad. Inspirado del cielo, deter­minó consagrar totalmente su vida al Señor. El año de 1515, siendo de dieciséis años de edad, entró en los Franciscanos Descalzos reformados por Juan de Guadalupe, y conocidos con el nombre de Frailes del Santo Evan­gelio o de la Capucha. No había, a la sazón, conventos donde se observase más rigurosamente la regla seráfica. El Padre Miguel Rocco, pariente del Santo, era por entonces Guardián del Convento de los Manjarretes. El postulante dejó secretamente la casa paterna, sin otro alimento que la sagrada Eucaristía, que recibió al salir de Alcántara. Llegó en esto a orillas del rio Tiétar, crecidísimo con Ihh lluvias; ni había puente, ni podía vadearse con barca por la fuerza de 1n riada. Empezó el Santo a rogar a Dios, y, de repente, sin ver ni entender quién le llevaba, se halló a la otra orilla con los pies enjutos. Prosiguió el viaje en ayunas, y llegó al convento de los Manjarretes, situado en los esca­brosos desfiladeros que separan a Castilla de Portugal. El Padre Guardián tuvo aquello en un principio por una calaverada del muchacho; pero, sondeando la conciencia de su primo, se convenció de que aquella determinación estaba inspirada del cielo, y así le dió de muy buena gana el hábito franciscano. Desde ese día mudó su nombre por el de fray
  • 435. Pedro, seguido del de su ciudad natal de Alcántara, como suele hacerse en la Orden. En el tiempo de su noviciado, le atormentó el demonio con tenta­ciones sin cuento; pero con las armas de su ardiente fe, encendido amor de Dios, oración y mortificación, logró salir victorioso de todas ellas. SUPERIOR A LOS VEINTE AÑOS DESDE el primer día resolvió no mirar a nada ni a nadie sin absoluta necesidad. Pasaba por todas partes con los ojos bajos y el espíritu enteramente absorto en Dios; empleaba la inteligencia para meditar cosas celestiales, y la memoria para recordar y considerar los divinos mis­terios. Pasado el año de noviciado, no sabía si el techo de su celda era de ciclo raso o de teja vana; tampoco miró nunca la bóveda de la iglesia del convento. Vivió cuatro años en otra casa de la Orden sin ver un árbol plantado en el patio. Tenía tan prodigiosa memoria, que no necesitaba abrir los ojos para rezar el oficio, y se sabía de memoria la Sagrada Escri­tura. Desempeñó con extraordinario celo los humildes oficios del noviciado; fué sacristán y enfermero, y aun le ocuparon en tareas harto duras y pe­sadas; en todas se mostró ejemplar novicio. Profesó al acabar el año y le enviaron al convento de Belvís; dos años permaneció allí viviendo como solitario en una choza que se arregló él mismo con ramas y hojas. Tanto resplandecía su virtud que, aun antes de recibir los sagrados órdenes, los superiores le empicaban en oficios y minis­terios delicadísimos, y sus mismos compañeros le consultaban como a Padre espiritual. Por entonces empezó a trabar amistad con el conde de Oropesa, sobrino del Padre administrador del convento de Belvís y más adelante in­signe bienhechor y fundador temporal de la reforma franciscana llamada de la Estrechísima Observancia. Siendo de sólo veinte años, el Capítulo de la Custodia o provincia de Extremadura le nombró Guardián del recién fundado convento de Badajoz. Allí tuvo el primer éxtasis de su vida. Pronto se echó de ver el espíritu de profecía y la fuerza sobrenatural con que el Señor le había favorecido. De ello traen los historiadores testimonios irrecusables. El año de 1522, le ordenaron de subdiácono con mucha repugnancia suya, por el bajo concepto que de sí tenía. A los dos años, no obstante su deseo de permanecer diácono a ejemplo de San Francisco, fray Pedro recibió el sacerdocio de manos del obispo de Badajoz. Cada vez que celebraba, lo hacía con mucha devoción, y, a menudo, quedaba arrebatado en éxtasis. Mandóle el Provincial que predicase hallándose él presente, y fray Pedro lo hizo con tanto acierto, ingenio, espíritu y ortodoxia, que ya por aquel
  • 436. primer sermón se echó de ver el maravilloso fruto que obraría con la predi­cación. Estas admirables prendas que sólo mostró por obediencia, fueron parte para que le nombrasen Guardián del convento de Nuestra Señora de los Ángeles de Robredillo. Era de los más pobres monasterios de la Orden, tanto que ni había claustro. Pero poco importaba esto al Guardián, que de­lante de todos los frailes recibía de mano de los ángeles el sustento de su comunidad, cuando faltaban las limosnas de los fieles. MISIONERO. — DOCTOR MÍSTICO TRES años después, el Padre Provincial le envió a predicar como mi­sionero a la provincia de Extremadura. El Santo dejó el convento de Robredillo, llevando consigo sólo una cruz y los santos Evange­lios. Allí renovó las prodigiosas conversiones de los primeros Apóstoles. Al oírle, se conmovían las gentes y las almas se convertían al Señor. Hacía fabricar cruces de madera y, llevándolas él sobre sus hombros, las colocaba en lugares eminentes y cumbres de los montes, adonde subía acompañado de mucha gente. El Capítulo general del año 1537 otorgó al celoso misio­nero lo que más deseaba: dióle licencia para retirarse y hacer vida eremí­tica en el convento de San Onofre de Lapa. Aquí escribió más tarde el Tratado de la Oración, y recibió entre otra» visitas, la del venerable y sin par escritor fray Luis de Granada. El Tratado de la Oración se publicó el año de 1561; la doctrina es tan sublime, que el papa Grcíorio XV dijo al beatificar al autor el año de 1623: Fué «luz res­plandeciente para llevar las almas al cielo, y poseía doctrina celestial dic­tada por el Espíritu Santo; es el doctor e ilustre maestro de la teología mística». Entre los libros ascéticos, el Tratado de la Oración es, efectiva­mente, uno de los más prácticos y excelentes. Poco tiempo permaneció Pedro en su amada soledad. Los superiores le sacaron de ella para que defendiese, ante el obispo de Plasencia, una causa judicial importantísima para la nueva provincia de San Gabriel. Aquí, como luego en Alcántara, apaciguó los ánimos y convirtió los corazones con su sabiduría y elocuencia. Su vida fué un tejido de milagros de que dieron fe testigos oculares, y que aún siguieron después de su muerte. El rey de Portugal, Juan I I I, deseó ver y hablar a tan eminente reli­gioso. Por orden de los superiores, Pedro hubo de pasar a Lisboa; el mo­narca se deshizo en honras y agasajos, pero el Santo llevó en aquella corte vida tan penitente como en el convento; y aprovechó de su estancia en la capital para convertir a algunos señores principales y fundar el hospital de Nuestra Señora de la Luz.
  • 437. SAN Pedro de Alcántara ayuda denodadamente a la seráfica madre Santa Teresa en la reforma de su Religión. Aprueba su espíritu y le asegura que, si no era la fe, no podía haber cosa más verdadera. Desengañó a los que la tenían por engañada y la defendió de los que la perseguían.
  • 438. DA PRINCIPIO A LA REFORMA FRANCISCANA EL Capítulo de los Observantes descalzos celebrado en Alburquerqu* el año de 1538, eligió Provincial a fray Pedro de Alcántara. Desem­peñando este cargo, emprendió la fundación de la Reforma, añadiendo a la regla de los Franciscanos de la Observancia mayor severidad y alguno* ejercicios que la dejaban mudada o poco menos, en nueva regla. El papa Alejandro IV permitió fundar conventos de Recoletos, o fraila* que podían darse a la contemplación y algo también a los ministerios Mi­grados, aunque con mayor reserva y recogimiento. El nuevo Provincial pre­paró el plan de la Reforma y lo presentó al Capítulo celebrado en Plasenel» el año de 1540. Pronto pudo fundar tres conventos. Tuvo que interrumpir, sin embargo, la obra de las fundaciones para asistir al nuevo Capítulo general convocado en la ciudad de Mantua. Partió el Santo a pie; pero obligado por una enfermedad, tuvo que pararse r » Barcelona. El General de los Franciscanos accedió a la petición de fray Pedro, y nombró por entonces al Padre Luis Carvajal Visitador de la pro­vincia de San Gabriel, con cargo de Comisario general. Apenas curado, partió el Santo para el convento de Rábidos edificado cerca de Lisboa, en un paraje desierto y sobre una peña cortada a pico * orillas del mar. En él vivían algunos frailes que se habían propuesto volver a la primitiva observancia. El Comisario general fué el primer maestro d* novicios. Aquí echaron de ver los frailes que realmente dormía el Santo apenas hora y media cada noche, sentado en los talones o del todo arrodi­llado, pero nunca acostado. La comida que tomaba, sólo cada dos o trr* días, bastábale apenas para no morirse de hambre. También advirtieras que sólo tenía una túnica remendada, y que siempre andaba descalzo, sin sandalias y con la cabeza descubierta; nunca le vieron calentarse. Éste fu4 su modo de vida por espacio de cuarenta y cinco años. Absoluta pobreza reinaba en los convenios reformados por Pedro <1* Alcántara, y aun los mismos edificios parecen hoy día incapaces para alojar personas. Era tan rigurosa la abstinencia, que sólo cocinaban un día cada semana. El cocinero solía cocer ese día buena calderada de hortalizas, y lo* demás días tomaba de la olla y calentaba la ración necesaria para la comida» Demasiado sabroso le parecía al santo reformador aquel frugal sustento; pof eso, a lo que a él le daban, solía mezclar agua o ceniza para dejarlo insípido. Entre tanto, seguía predicando con grande fruto de las almas. El empe­rador Carlos V, que vivía retirado en el monasterio de Vusté desde #1 año 1556, tuvo noticia de la santidad del siervo de Dios y le mandó Uamtf
  • 439. para hacerle su confesor; pero el Santo no quería honras, sino desprecios, y así logró que el monarca desistiera de su propósito. Estaba a la sazón utareadísimo poniendo los fundamentos de una reforma todavía más austera con licencia del papa Julio III, a quien habló en Roma el año de 1555. Levantáronse persecuciones, pero las venció fray Pedro con su humildad, paciencia y confianza en Dios. Merced a la liberalidad de un generoso bienhechor, piído edificar su primer convento cerca del Pedroso, cuna de nuevas y muy preclaras glorias de la Orden Franciscana. El triunfo y progresos de aquella empresa quedaron asegurados cuando el General de la Orden nombró a fray Pedro Comisario general de la Reforma. Desde ese día, trabajó para que se fundasen en España conventos de Clarisas refor­madas por Santa Coleta. Algunas religiosas vinieron de la ciudad de Gante, llamadas por la infanta doña Juana, hija de Carlos V. Mas no sólo dentro de la familia franciscana, sino también fuera de ella, extendió este admirable siervo de Dios los beneficios de su celo y expe­riencia. Fué el colaborador de la seráfica madre Santa Teresa de Jesús, y verdadero Padre de la Reforma del Carmen, porque San Juan de la Cruz entró en la Orden, muerto ya San Pedro de Alcántara. AYUDA A SANTA TERESA A LA REFORMA EL año de 1560 y en Ávila, vió el Santo por vez primera a la futura reformadora: una virtuosa viuda llamada Guioniar de Ulloa, ofreció a la insigne Carmelita este inefable consuelo en medio de sus trabajos v sinsabores. El Franciscano conoció luego la santidad de aquella alma prí- >¡legiada. Habló al obispo de Ávila y le descubrió el tesoro que en ella tenía el Carmelo de su ciudad episcopal. Alentó a la santa Madre a la fundación ile conventos de la Reforma; escribió prudentísimos avisos y consejos para ayudarle a llevar a cabo la empresa; defendió a la Reformadora ante los Miperiores eclesiásticos; en suma, lo llevó todo con tanta cordura y pruden­cia, que la Reforma del Carmen llegó a ser un hecho a los pocos años. Muchas veces reveló Dios a la santa Madre la eminente santidad del l'adre espiritual que le había dado; tuvo una aparición en la que vió a Sun Pedro de Alcántara diciendo misa: se la ayudaban San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. Otra vez Santa Teresa y otras siervas de Dios vieron cómo Jesucristo en persona partía la comida que estaba en la mesa v se la daba al Santo. El año de 1561 señaló el triunfo definitivo de la Reforma de la Estre­chísima Observancia, que fué erigida en Provincia por el papa Pío IV, y cuyas Constituciones son tales que asustan con sólo leerlas. Reglas sec-
  • 440. rísimas aseguran la práctica de la pobreza; el número de ornamentos y vasos sagrados, así como las dimensiones de las distintas partes de lo* conventos, estaban clara y cuidadosamente limitados. I,á Reforma quedaba con esto fundada. En breve se dilató por Españu. América y por todo el mundo. Glorias de ella fueron San Pascual Bailón, patrón de las Obras eucarísticas; San Leonardo de Puerto Mauricio, insigne misionero y apóstol del Vía Crucis; San Juan José de la Cruz, los Beato* Andrés Hybemón y Gil de San José. Hijos de San Pedro de Alcántara son también cinco de los veintiséis gloriosos mártires crucificados en el Japón a 4 de febrero de 1597, el Beato Juan de Prado, quemado vivo en Marrue­cos a 24 de mayo de 1636, el Beato Buenaventura de Barcelona y el Venera- .ble Juan Bautista de Borgoña. Ésta fue la obra de San Pedro de Alcántara; en ella puso todo su empeño, y los frutos fueron tan extraordinarios y copiosos, que hasta ha sido consi­derado como fundador, puesto que en la basílica de San Pedro de Roma m Ihalla su estatua entre las de los santos Fundadores de Órdenes. La Reforma subsistió hasta el año de 1897, en que León X I I I ordenó lu unión de las distintas familias hijas de la Observancia franciscana, que tt agruparon con el nombre de «Franciscanos». No obstante sus enfermedades y achaques, fué el Santo varias veces » Toledo para consolar a algunas almas muy afligidas; también estuvo en Tiemblo para ayudar a la reforma del convento de Carmelitas, y en Ávila, por la misma causa. Emprendió después la visita general de sus monasterio* y fundó otros dos conventos. En este viaje alcanzó con sus oraciones el tér­mino de la peste que diezmaba a la ciudad de Alburquerque. MUERTE SANTÍSIMA HALLÁNDOSE el Santo en la visita general de sus conventos, tuvo que interrumpir el viaje. Padecía tales dolores y estaba tan des­fallecido, que fuéle menester viajar a caballo en vez de ir a pie, como lo había hecho siempre. Estaba entonces en el convento de San Juan Bautista de Viciosa. El conde de Oropesa le llamó a su palacio para q i« en él descansase; fray Pedro aceptó por no poder menos, y allí llegó mon. , tado en un pobre jamelgo. i No quiso acostarse en la cama que le tenían preparada, sino en una quf le hicieron sobre una tablas; con todo, obedeció al médico que le asistí», y tomó los alimentos y remedios por él prescritos. Sin embargo de todos lw cuidados se agravó su mal sobremanera, y, como el Santo deseaba morif entre sus religiosos, se hizo llevar a su convento de Arenas, a pesar de M
  • 441. instancias del conde. El Guardián lo trasladó a una casita perteneciente a los frailes y distante una legua del convento. Era tan pobre aquella casucha, que no había en ella con qué decir misa. El viernes 16 de octubre, lo pasó el santo enfermo en oración. Toda la noche estuvo meditando la Pasión y disponiéndose al Viático, que recibió de rodillas, por estar tan flaco y agotado. Luego quedó abstraído en altísi­ma contemplación delante de su Crucifijo, A las cuatro de la madrugada del domingo pidió y recibió la Extremaunción. Ofreciéronle un vaso de agua para calmar algún tanto el ardor de la calentura que le consumía; el Santo lo aceptó, pero mirando al Crucifijo, devolvió el vaso sin haber bebido gota, diciendo: «¡Oh Dios mío! Vos también padecisteis sed en vuestra agonía». Llegada ya la hora de su muerte, llamó a los religiosos y los exhortó a todas las virtudes. La Virgen María se le apareció y también San Juan Evangelista, a quien tuvo siempre afectuosa devoción. Finalmente, hincado de rodillas y puestos los brazos en cruz, expiró al tiempo que entonaba el salmo CXXI: « Leetatus sum in his qutz dicta sunt tnihi: in domum Dómini íbtmus. Me alegré con lo que me dijeron: iremos a casa del Señor». Succdiói su iTluerte a las seis de la mañana del domingo 18 de octubre de 1562. A la hora que expiró, tuvo Santa Teresa, en Ávila, revelación de la muerte del Santo y de la grande gloria de que gozaba en el ciclo. El funeral fué una manifestación de triunfo. Obró el Señor infinitos mila­gros en el pobre sepulcro del Santo, que se halla en la capilla del convento de Arenas. Beatificó a este insigne Santo el papa Gregorio XV', a 14 de abril del año 1622, y le canonizó Clemente IX a 25 de abril de 1669. El mismo Sumo Pontífice señaló el día 19 de octubre para su fiesta en la Orden seráfica, y Clemente X I la extendió a la Iglesia entera a 16 de abril de 1701. Se invoca especialmente a San Pedro de Alcántara como protector de los niños, por los muchos milagros que en ellos ha obrado. Para consagrar los pequeñuelos a este Santo, se les lee sobre la cabeza el Evangelio de San Juan: In principio erat Verbum, como solía él hacerlo. SANTORAL Santos Pedro de Alcántara, confesor; Aquilino, obispo de Evreux; Verano, obispo de Orleáns; Eusterio, obispo de Salerno; Sadoth, obispo de Persia, mártir; Eadnoco, obispo en Inglaterra, y mártir; Sabiniano y Potenciano, discí­pulos de San Pedro, apóstoles y mártires; Tolomeo y Lucio, mártires; Etbino, abad; Varo, soldado, y seis monjes a quienes auxiliaba, mártires; Verónico y cuarenta y nueve compañeros, mártires en Antioquía; Aquilón, confesor, venerado en Gerona. Santas Fredesvinda, virgen; Pelagia, virgen, mártir en Antioquía. Beata Cleopatra de Siria, viuda.
  • 442. m liiiltuiiii'K m: Mm.M'BU— —nnr 'K nim n. ri ¡ lai ia h ija t i* . nr. i 11 m ivi 11 II uur mruiiL w i- k a k a h í Decano de la Universidad y sacerdote humildísimo y penitente D ÍA 20 DE OCTUBRE SAN JUAN C ANC I O PRESBÍTERO Y PROFESOR DE TEOLOGÍA (1397-1473) JUAN nació el 24 de junio de 1397 en el pueblo de Kenty, situado al pie de los montes Tatra, no lejos de las fronteras de Silesia y a más de ocho millas de Cracovia, en el reino de Polonia. Su familia era de las más notables de la provincia: su padre se llamaba Estanislao y su madre Ana. Ambos eran católicos fervorosos. Dieron a su hijo el nombre de Juan, por haber nacido el día de San Juan Bautista, y pusiéronle desde el primer instante bajo la protección del santo Precursor, de quien sería, tiempo andando, imitador fiel. Por cierto que constituyó para los padres de Juan una dicha grande, al propio tiempo que un deber muy grato, iniciarle desde la más tierna edad en el conocimiento de las virtudes cristianas, así como en la práctica de ejercicios devotos. En cuanto comenzó a hablar, enseñáronle el rezo del Padre­nuestro, Avemaria y Credo. Juan crecía dócil y obediente, era inteligente y de carácter bondadoso. Poseía un natural serio, impropio de sus años. Comenzó los estudios literarios en la casa paterna, bajo la vigilancia in­mediata de sus padres. Los progresos que hizo dejaron entrever el éxito que iba a obtener mediante su aplicación y capacidad para el estudio. Posterior-
  • 443. 504 20 de o c Tu n nH mente decidieron los padres que se trasladara a la Universidad de CraoovUi por parecerles que aquél era el centro más adecuado para que Juan terminar* con el máximo brillo su carrera. La Universidad de Cracovia, merced a la munificencia de Jagellón, gnul duque de Lituania, era en aquel entonces célebre por el saber de sus mura-tros y el número de los a'umnos. Juan Cancio trabajó con ardor, sostenida por el deseo de llegar a ser un sacerdote sabio y santo, aspiración noble na reñida con el trato amable que a sus compañeros dispensaba, y que le ganiil)* las simpatías de maestros y condiscípulos, a quienes edificaba con su humil­dad y recogimiento. Terminadas las humanidades, estudió filosofía y teología, doctoróse «N ambas disciplinas, y figuró poco después en el cuadro de profesores de la Universidad de Cracovia, donde había brillado como alumno distinguido. SACERDOCIO Y PROFESORADO ORDENADO sacerdote, el maestro de Teología dedicóse con arditr, no sólo a ilustrar las inteligencias, sino también a santificar la* almas de sus discípulos; su enseñanza era una verdadera predio* ción. Fué dechado de toda virtud, anhelaba constantemente llegar a mayo# perfección y ambicionaba ver a todos animados del mismo celo por la virtud y la santidad. Con frecuencia durante, la celebración del Santo Sacrificio de la MíMi veíasele derramar abundantes lágrimas al considerar las iniquidades de lo* hombres; muchos pecadores mudaron de vida a la vista de tales demostr». ciones de horror a la culpa. En alguna ocasión, el Señor puso de manifiesto la virtud de nuestro Santa otorgándole el don de presagiar acontecimientos futuros. En la ciudad di Cracovia, un formidable incendio amenazó cierto día destruir la poblaeidai ante la inminencia de la catástrofe, Juan acudió a la oración, y he aquí que un varón de aspecto venerable —que nuestro Santo tomó por San Esta» nislao, antiguo obispo de Cracovia— se le apareció y le hizo saber que 4 incendio cesaría si los habitantes prometían mudar sus malas costumbres, f que, por el contrarío, la venganza divina se dejaría sentir terriblemente, 4 la población seguía en su vida licenciosa. Debido a las oraciones del y a sus celosas amonestaciones, cesaron los desórdenes públicos y los castlfW del cielo quedaron en suspenso; mas pronto, olvidados los pronósticos mayores catástrofes si reincidían en sus pasadas viciosas costumbres, el «api tigo no se hizo esperar: un nuevo y más terrible incendio destruyó la miytf parte de la ciudad.
  • 444. No lejos del Colegio en que el Santo sacerdote tenía su cátedra, se alzabi una especie de calvario sobre el que se erguía una cruz con la imagen de Jesús crucificado; frente a la cruz del Señor se hallaba una imagen de la Virgen María. A este lugar, frecuentado por piadosos visitantes, acudía Juan en las altas horas de la noche; y allí permanecía hasta el amanecer meditando sobre la Pasión del Señor. En esas horas de oración y recogimiento, grande­mente provechosas para su expansión espiritual, recibió el fervorosísimo pro­fesor singulares y extraordinarias mercedes. Varias veces la imagen del Señor se reanimó y con voz amorosa contestó a sus preguntas y peticiones; se refiere que este Crucifijo fué llevado más tarde a la iglesia de Santa Ana; pero pronto se restituyó milagrosamente al lugar santificado por las oraciones de Juan Cancio. PÁRROCO DE ILKUSCH DESEOSO el obispo de Cracovia de proporcionar más extenso campo al apostólico celo del santo sacerdote, le confió la parroquia de Ilkusch. Juan se consagró de lleno al cuidado de su rebaño. Enseñanza, predicación, obras de caridad, nada escatimaba en beneficio de sus feligreses. Por la conversión de los pecadores se imponía rigurosas mortificaciones y peniten­cias, acompañadas de fervorosa oración. Su caridad era inagotable; en las visitas que en virtud de su divino mi­nisterio practicaba, se le ofrecían múltiples ocasiones de aliviar al necesita­do, y vez hubo en que volvió con los pies desnudos por haber entregado su calzado a algún pobre en el camino. Una mañana, al ir a la iglesia, vió a un pobre mendigo tendido sobre la nieve, medio desnudo, a punto de morir de frío y de miseria. El caritativo sacerdote se despojó al instante de su manteo, envolvió con él al desgraciado y lo condujo a su casa, donde fué solícitamente atendido por el Santo. Algún tiempo después, hallándose el siervo de Dios en oración, se le apareció la Santísima Virgen y, con muestras de extremada bondad, le devolvió el man­teo prestado al pobre, y dejó su alma inundada de gozo. No obstante el celo desplegado al frente de su parroquia, temió por la rcsponsabildad grande a su cargo vinculada, y que, al no hacer lo suficiente liara salvar las almas de los demás, viniese a perder la suya propia. Fuese, pues, a encontrar a su obispo y le expresó sus inquietudes con tanta humil­dad y vivas instancias, que consiguió verse libre de la dirección de la parro­quia y reintegrado a su cátedra de la Universidad.
  • 445. NUEVAMENTE PROFESOR EN CRACOVIA A enseñanza al frente de su cátedra había de ser la ocupación de Juan hasta el fin de sus días. Por dos veces fué elegido decano de la Faoul-tad de Filosofía; enseñó también la Sagrada Escritura y escribió tre* volúmenes de Comentarios sobre el Evangelio de San Mateo. La extraordinaria inteligencia del Santo aliábase con una profunda de­voción. Tales virtudes acarreáronle la envidia de otros profesores, que le (ru­taron de hipócrita y a menudo intentaron molestarle y humillarle. Mas lu mansedumbre y humildad de Juan sabían sobreponerse a todas las contraríe dades, y con aire apacible y sonriente permanecía imperturbable en medio de la tempestad. Cuando algo desagradable le acontecía, Juan tenía la costumbre de decir»* a sí mismo: vXJt suprav (como antes); es decir: No es cosa nueva, ¿por qu4 desanimarse? No es la primera vez que me acontece lo mismo. Y ademái, antes que yo, Jesucristo padeció cosas mayores. A ejemplo de San Agustín, mostró siempre gran horror a la calumnia, la maledicencia y, en general, a cuanto tiende a ofender a la caridad con «I prójimo. Con frecuencia repetía la máxima que, a modo de proverbio, expresaba en los siguientes versos: Conturbare cave, — non est placare suave; Diffamare cave, — nam revocare grave. Es decir: Guárdate de molestar, — que es difícil aplacar, Guárdate de difamar, — que es difícil reparar. Señalóse siempre en la austeridad y mortificación, pues, como maestro de espíritu experimentado, sabía perfectamente que la carne no mortificada es manantial perenne de pecados. Vestía pobre y modestamente, ayunaba con frecuencia, se acostaba rn duro lecho, dormía lo indispensable y, a veces, pasaba las noches en fervo­rosa oración. Por espíritu de mortificación, no probó la carne en los últimos treinta años de su vida. Un día en que experimentó deseos de comerla, ¿ornó na pedazo, lo asó y, abrasando como estaba, lo aplicó a sus labios mientra* decía: «Carne mía, ya que tanto apeteces estos alimentos, gózate con clloMi Desde aquel momento, Dios le libró de semejante tentación de gula. El frío y los calores más rigurosos no afectaban para nada su estado dt ánimo; siempre llevaba consigo un cilicio y se disciplinaba con frecuenoUi
  • 446. SAN Juan Cando llama a los bandoleros y les dice: uMe había olvidado de que en este bolsillo interior tenía estas monedas guardadas, y, como no quiero decir ninguna mentira, os llamo para que las toméis juntamente con las otras». Atónitos los bandoleros le devuelven todas y le piden perdón.
  • 447. PEREGRINACIONES A JERUSALÉN Y A ROMA. LLEVADO no de vana curiosidad, sino de ardientes deseos de privacio­nes. fatigas y abatimientos, Juan solicitó de sus superiores una tem­porada de vacaciones para realizar, durante ellas, la peregrinación * Jerusalén. Este viaje no carecía de dificultades y peligros, incluso de lit misma vida; por eso sus amigos vieron con inquietud tal resolución y I' auguraron funestos resultados; pero él emprendió el camino a pie, muy ani­moso. Atravesó Hungría y Tracia, los territorios habitados por gentes cismá­ticas, hostiles a los latinos, las extensas provincias sometidas a los turón* y enemigas del cristianismo. Llegó al término de su viaje, en el que, con frecuencia, experimentó grandes ansias de inmolación y sacrificio en ara» ti* su amor a Jesucristo. Ardientemente deseoso del martirio, se puso resuelta­mente a predicar a turcos y musulmanes; pero éstos, admirados de su extra­ordinaria devoción y caridad, respetaron su vida. Volvió, pues, a Polonia. Después de Jerusalén, Juan Cancio quiso visitar la ciudad eterna, Rom*, la capital del orbe católico, la ciudad de los Apóstoles y de los mártires, U sede del Vicario de Jesucristo, encargado por Dios de guardar incólume <1 depósito de la revelación. ¡Con qué admirable fe y humildad recibió el pimío so profesor la bendición del Sumo Pontífice, intérprete infalible de la Verdiull Oró fervorosamente ante el sepulcro de los santos Apóstoles, veneró las reli­quias de los mártires y regresó a su patria colmado de alegría. Cuatro veces durante su vida practicó el piadoso sacerdote la peregrina' ción a Roma, siempre a pie y cargado con las provisiones necesarias. A uno de sus compatriotas, a quien sorprendían tales viajes, le dijo: —Voy a Roma en esta guisa para satisfacer por las penas que del>erl* pasar en el purgatorio y lucrar las innumerables indulgencias que se guimH visitando las basílicas. Espero verme libre de este modo de las penas debi­das por mis pecados. En una de las peregrinaciones fué sorprendido por unos salteadores. Ittt cuales le despojaron de cuanto llevaba, a excepción del vestido. —¿Tienes alguna cosa más? —le preguntaron. —Nada más —respondió el peregrino. Ya se alejaban los bandidos, cuando Juan recordó que le quedaban algu­nas monedas cosidas en los pliegues de su capa; y como temía hasta 14 sombra del pecado, temeroso de haberles mentido, corrió presuroso a ilnrM alcance y mostróles el dinero que le quedaba. Sorprendidos éstos de tanta sencillez, admiraron la santidad del desccuHN cido caminante y le devolvieron cuanto le habían quitado.
  • 448. UN HUÉSPED INESPERADO. — ÚLTIMOS DÍAS DE s u s honorarios como profesor de la Universidad, Juan Cancio no reservaba para sus gastos más que una pequeña parte; lo demás lo distribuía en limosnas a los pobres. Entre los numerosos rasgos de caridad de que dió ejemplo, la LTniversidad de Cracovia conserva el recuer­do del hecho siguiente: Hallábase un día el santo profesor a la mesa con varios de sus alumnos. Hecha la distribución de las raciones, no quedaba más porción que la suya, cuando en esto, un pobre llamó a la puerta y rogó le socorrieran con algún alimento. Al instante se levantó el profesor y le entregó su ración. Los alum­nos, conmovidos, se preguntaban qué comería su maestro, cuyo plato veían vacío, cuando de pronto observaron en él una cantidad de alimento igual a la que tenía antes de servir al mendigo. La mano invisible de un ángel acababa de servir al hombre de Dios. Como recuerdo de este prodigio, los profesores del colegio de Cracovia es­tablecieron la caritativa costumbre de convidar a comer cada día a un pobre, al que consideraban como imagen de Jesucristo. Desde entonces, siempre que algún pobre llamaba a la puerta, un empleado debía comunicarlo del modo siguiente: «Ahí hay un pobre», a lo que se contestaba de dentro: «Ahí está Jesucristo», y le entregaban una limosna. Algunos profesores, deseosos de imitar la caridad de su santo colega, re­unieron fondos para vestir a cierto número de desvalidos. «Una mañana —cuenta Adam Opatoff—, al ir a la iglesia de Santa Ana, Juan (Rancio advirtió que la criada de una casa contigua había dejado caer el jarro de leche que llevaba, con lo que se hizo pedazos la vasija y derramóse la leche por el suelo. La muchacha, consternada, se deshacía en llanto, cuando se le acercó el Santo y le dijo: »—Recoge los cascos. «Obedeció la sirvienta y, conforme los juntaba, se iban milagrosamente pegando de modo que el jarro quedó entero como antes. La doncella, entre admirada y pesarosa, contemplaba la leche perdida por el suelo. »—Ve ahora al río —dijo el sacerdote— y llena de agua la vasija. »La criada bajó al río Dudawa, que corre junto a las murallas de Craco­via, llenó el jarro y, estupefacta, observó cómo el agua quedaba convertida en leche. Apresuróse a volver a su casa, y a cuantos hallaba al paso, les con­taba el hecho maravilloso obrado por el siervo de Dios.» Juan Cancio huía del trato del.mundo; pero mantenía estrecha y santa amistad con los personajes más virtuosos de Cracovia, tales como el Beato
  • 449. Sventolas, gran devoto de María; Simón de Lipnicka, hombre de extraonll naria caridad; el Beato Estanislao Casimiro, de los Canónigos Regulares ili' San Agustín, y el Beato Isaías, de la Orden de Ermitaños de San Agust.n. Fué excelente predicador. De sus sermones nos ha dejado un volumen lleno de la admirable doctrina que explicaba en su cátedra de la Univcral-dad, y que nos da idea de su extraordinario fervor apostólico. Por fin, quebrantado por la edad y las enfermedades, las penitencias y los trabajos, dejó todo lo que no fuera prepararse a una santa muerte. Or­denó que se distribuyeran entre los pobres los pocos bienes que le quedaban! confesóse, deshecho en lágrimas; recibió la Sagrada Eucaristía y la Extrema unción; y, en presencia de sus compañeros, los profesores de la Universidad, que rodeaban su lecho, entregó su bella alma al Señor el 24 de diciembre de 1473, a la edad de setenta y seis años. Primeramente se le dió sepultura en la iglesia de Santa Ana, debajo drl pulpito desde donde tantas veces había predicado la palabra divina; pero, más tarde, en vista de los milagros obrados por su intercesión, y aprobado ya su culto, se abrió el sepulcro, que exhaló suavísimo olor, y las sagrad»* reliquias fueron encerradas en una preciosa urna y expuestas a la veneración de los fieles en un magnífico monumento. CULTO Y MILAGROS OS prodigios y gracias atribuidos a San Juan Cancio le han hecho célebre no sólo en su patria, sino en toda la Iglesia. Pocos años des­pués de su muerte, por su intercesión, alcanzaron la curación mucho* enfermos y desahuciados de los médicos y resucitaron varios muertos. Debió-sele también la curación de cinco paralíticos, un loco, un endemoniado y otros muchos. Los Bolandistas relatan, con mas o menos pormenores, haiitrt doscientos cincuenta prodigios análogos a los que a continuación se incn- cionan. Cierta joven de Prodniko, de resultas de una enfermedad, quedó loo* furiosa; lleváronla al sepulcro del Santo y obtuvo salud completa. Al tener conocimiento de semejante curación, un padre de familia, cuyo hijo se hallaba a punto de morir, tomó al niño en sus brazos, lo Uevó «I mismo lugar, mandó celebrar una misa en honor del Santo y su hijo recobró plenamente la salud. Una pobre viuda del pueblo de Ozyrin no poseía más fortuna que una vaca, cuya leche constituía el alimento cotidiano de ella y de sus hijos; p«ra un día la vaca, atacada de cierta enfermedad, estaba a punto de morir. 1.4 pobre viuda postróse de rodillas y suplicó al Santo de Cracovia que tuviera
  • 450. piedad de sus hijos. A los pocos instantes el animal se levantó y se puso a comer hierba con voraz apetito. Un religioso dominico, víctima de un accidente de trineo en una áspera tendiente, tuvo la desgracia de quebrarse una pierna por dos lugares dife­rentes; después de diez semanas de cuidados y agudos dolores, el mal iba empeorando, y el cirujano juzgó necesaria la amputación de la pierna. Honda­mente afligido el religioso, hizo voto de celebrar una misa en acción de gracias sobre el sepulcro de San Juan, si se veía libre _de este infortunio. Apenas hubo pronunciado tal promesa, sintió que los dolores se le iban cal­mando; la curación fué rápida y pronto pudo ir a la iglesia de Santa Ana a cumplir su voto. Cierta dama noble, llamada Sofía de Rusce, natural del pueblecito de Zimina Woda, que, desde hacía tres años, sufría una grave enfermedad, había gastado inútilmente parte de su fortuna en médicos y medicinas, i'uando un día rogaba al Señor se apiadase de su desgracia, se le presentó de improviso un personaje con hábitos sacerdotales que le dijo: «Si quieres verte libre de tu enfermedad, promete a Dios ir en pergrinación a mi sepul­cro en la iglesia de Santa Ana». Sofía reconoció en el sacerdote a Juan (Rancio. Hizo la promesa que se le indicaba y al poco tiempo pudo ir a dar gracias al sepulcro del Santo por su total curación. Juan Cancio fué inscrito en el número de los Santos por el papa Clemen­te X III, el 17 de julio de 1767. Su fiesta se celebra el 20 de octubre con rito doble, según lo prescrito por Pío V I en 1782. A instancias de monseñor Martín Szyszkowski, obispo de Cracovia, esta ciudad lo eligió por patrono. En la Universidad, se conservó durante muchos años su borla de doctor, que se imponía al decano de la Facultad de Filosofía en la fecha de su elec­ción. Debía prometer, en aquel acto, ser imitador de las virtudes de su ilus­tre predecesor. SANTORAL Santos Juan Cancio, presbítero y confesor; Vital, obispo de Salzburgo; Fintano Corach, obispo en Irlanda; Juan III, obispo de Como; Feliciano, obispo de Minde, mártir; Artemio, general romano, y Caprasio, mártires; Máximo, diácono, mártir en Alba en tiempos de Decio; Dacio, Zósimo y Jenaro, mártires en Puzoles (Italia) Eutiquio, Promaco, Lucio, Marcelino y Ber-miaco, mártires en Nicomedia, Alderaldo y Sindulfo, confesores. La tras­lación desde Roda a Zaragoza de un brazo de San Valero. Santas Irene, virgen y mártir; María y Saula, vírgenes y mártires, en Colonia; Dorotea, Susima y Jenara, mártires en Puzoles (Italia). Beata Isabel de Aguilar, cis-terciense, en Lisboa.
  • 451. D IA 21 DE OCTUBRE S A N H I L A R I O N ABAD, PATRIARCA DE LOS SOLITARIOS EN PALESTINA (hacia 291-371) LOS pormenores de la vida y milagros de San Hilarión han brotado en el campo de la leyenda. Felizmente se conserva todavía la vida del ermitaño, escrita por San Jerónimo, que quiso dar a conocer su eminente santidad al mundo cristiano. Prescindiendo, pues, de los detalles legendarios que han podido introducirse en la historia, y teniendo en cuenta el valor indiscutible del ilustre Doctor en esta materia, podemos decidir, con toda certeza, la existencia y santidad de la vida del célebre ermitaño. San Hilarión, cabeza y patriarca de los religiosos cenobitas en Palestina, como San Antonio lo había sido en Egipto, y San Pacomio en la Tebaida, nació en Tabatha, aldea de Palestina, próxima a Gaza, por los años 291. Sus padres, gentiles y ricos, ambicionaban para su hijo la gloria del saber, y le enviaron muy joven a Alejandría para estudiar las humanas letras. No lardó en señalarse entre sus condiscípulos, corrompidos y ligeros, por su inteligencia viva y penetrante, realzada por un rico caudal de prendas na­turales. Uno de sus maestros, cristiano oculto y verdadero apóstol revestido con 33. — V
  • 452. la capa del filósofo, quiso rodear la inocencia de su discípulo de valla má» firme que las máximas corruptoras del paganismo; descubrióle las belleta* de la fe cristiana, y su aln^, no obscurecida aún por las pasiones, sometió­se dócilmente a la verdad e influencia de la gracia. Luego que recibió el bautismo, a los quince años, Hilarión avanzó rápi­damente por la senda de la ciencia y la virtud, y llegó pronto a ser modelo acabado de todos sus condiscípulos. Aborrecía las diversiones frívolas y pcli grosas del teatro y los juegos sanguinarios del circo; sólo conocía el camino de la iglesia y de la escuela, y su entretenimiento consistía en conversar con los verdaderos siervos de Dios. DIOS LE DA A CONOCER SU VOCACIÓN EN aquel tiempo, la fama repetía por doquiera el nombre del oelebéfffti mo solitario San Antonio, traspasaba los confines del desierto, dooda aquél hubiera querido sepultar sus admirables virtudes, y atraía M torno suyo a las muchedumbres, ávidas de imitar y contemplar aquel mt sobrehumano. Impulsado por la gracia, entró Hilarión en vivos deseos da conocer al patriarca del desierto. Al verle, conmovióse el corazón del neófito, y su espíritu, iluminado por la fe, comprendió que el mundo no es nada y Dios lo es todo: «Y o también seré ermitaño —exclamó— . ¡Dios lo quiere!» Vistió luego el sayal monástico y durante dos meses observó cautelo»* y atentamente la vida del patriarca de la Tebaida. La regularidad de San Antonio, su continuo recogimiento, su amor de la oración, su constan!» humildad en medio de las gentes que le visitaban, su firmeza suave en laa reprensiones, su ardor en la predicación, y sus perpetuos ayunos, inflamaron el corazón de Hilarión, que ardía en vehementes deseos de luchar, a lu órdenes de tan experto capitán, por la conquista del reino de Cristo. Con todo, no pudo soportar por más tiempo la vista de aquella mueht< (lumbre, atraída por el olor de santidad de su maestro espiritual. «¿He venida yo al desierto —díjose un día— para buscar el bullicio de las ciudades? ¿Ha justo que tenga parte en los triunfos del héroe no habiendo sido su eompa* ñero de armas?» Cuando se disponía a internarse más adentro en el desiertOi tuvo noticia de la muerte de sus padres. Si entonces regresó a su patria, »óla fué por dar a todos un alto ejemplo de desprendimiento: distribuyó *m|| bienes a los pobres, despidióse para siempre de sus parientes y retiróla t| una isla pantanosa, distante siete millas de Gaza. En el mismo lugar, pero con un fin muy distinto, habíase ya establecida una cuadrilla de salteadores, el terror de la comarca. Conocía Hilarión d j peligro en que se hallaba, pero no le importaba la muerte del cuerpo, uafl i
  • 453. luí que pudiese evitar el pecado que mata al alma. Empero, sus terribles vecinos, indignados al ver la despreocupación de aquel jovenzuelo, que era casi niño, resolvieron escarmentarlo duramente. Con tal propósito, encamináronse, durante la noche, hacia el hueco de la roca en que moraba Hilarión. Pero Dios hizo pasar ante sus ojos un velo espeso de tinieblas, por lo que erraron hasta el amanecer sin que pudieran dar con su víctima. Ante hecho tan sorprendente, desvanecióse su furor, y cuando, ya de día, vieron a poca distancia, al joven ermitaño rezando de rodillas, se acercaron a él sin malas intenciones y le dijeron: «¿No temes a los bandoleros que frecuentan estos parajes? —¿Por qué temerlos, puesto que no tengo nada? —¡Pero podrían matarte! —¿Y qué? Estoy dispuesto para morir. Mas, ¿qué sería de vuestra alma, desgraciados, si en este instante cayera en las manos de Dios Todopoderoso?... ¡Haced, pues, penitencia, si 110 queréis ir al fuego eterno!» Impresionados por estas palabras, volviéronse a Dios y procuraron reparar los perjuicios causados, HILARIÓN LUCHA CONTRA SATANÁS EL héroe que de este modo hablaba, era —según refiere el historiador— un pobre adolescente, de complexión delicada, que se resentía del más mínimo cambio de temperatura; los ardores del estío le abatían, y el frío del invierno paralizaba todos sus miembros. A pesar de esto, su vestido se reducía a un tosco cilicio y una túnica de piel de camello. Su alimento era, al principio, de solos quince higos, que tomaba después de puesto el sol; y, no obstante, el ferviente religioso seguía orando hasta muy entrada la noche.» No podía el ángel soberbio y caído permanecer insensible ante el celo de la gloria de Dios que consumía a Hilarión, y le declaró la guerra. No turdó el joven y austero ermitaño en sentir el ardor de la concupiscencia. Su corazón, hasta entonces inflamado sólo en el fuego del amor divino, vióse asaltado por imaginaciones impuras. Indignábase contra sí mismo y dábase tremendos puñetazos en el pecho como para desechar pensamientos tan importunos. Oíasele a veces decir a su mismo cuerpo: «Con la ayuda de Dios, yo te haré, asnillo, que no tires coces; te mataré de hambre y de Red, te cargaré y te haré trabajar, de tal manera que sólo pienses en comer y descansar y no en brincar ni refocilarte.» Cuando al fin de esas largas y fatigosas jornadas, el atleta de Cristo cuía rendido por el cansancio y el ayuno, sobre la estera que le servía de cuma, veía llegar hasta él a criaturas cuyos gestos y ofrecimientos su cora­zón inocente no podía comprender. Alzábase entonces, reiteraba sus plega­
  • 454. rías y las torpes representaciones se desvanecían. Pero el espíritu del mui inventaba nuevos ardides para distraerle en la oración. Oía Hilarión los aullidos de los lobos y de las zorras que se precipitaban sobre su celda como para derribarla. Cierto día, vió que se llegaba hucl i él una lucidísima cuadriga, y al exclamar: «Señor Jesús» desapareció al in* tantc. Estando en cierta ocasión ocupado en el canto de los salmos, con **l semblante pegado contra el polvo, se distrajo algún tanto; ufano de su vic toria, el demonio se le echó encima y le azotó cruelmente, diciéndole con tono burlón: «Vamos, hombre, ¿te duermes? ¡Toma un poco de cebada purt que despiertes!», y al mismo tiempo redoblaba los golpes. El santo ermitaño lloró su falta, pero consolóse al ver que el misino demonio le ayudaba a hacer penitencia. Desde entonces estuvo tan sobre aviso, que su adversario hubo de recurrir a tentaciones de orgullo, y tendiolr un lazo, encomiando sus propias virtudes; pero fué inútil la porfía. EXPULSA A SATANÁS DEL CUERPO DE LOS POSESOS A medida que crecía en edad, el joven anacoreta redoblaba sus austr ridades. Desde los veintidós años, ya no se alimentó más que ti» raíces o legumbres remojadas. Su habitación era una celda de cuatro pies de alta y cinco de ancha, a manera de sepultura, en la que sólo podiu estar sentado o recostado: su cuerpo se consumía, pero su alma recobraba nuevo vigor y vida. «Cosa superflua es buscar la limpieza en un cilicio», decía el heroico penitente criado en medio del lujo; fiel a esta máxima, nunca lavó el tosco saco que le cubría, añadiendo así, voluntariamente, nueva causa de morti­ficación a muchas otras. Entregado por completo a la oración, aprendió <l«* memoria la Sagrada Escritura, y se mantenía tan íntimamente unido con Dios como lo puede consentir la flaqueza humana. Muy a pesar suyo, esparcióse a lo lejos la fama de sus virtudes, por ln que las gentes no tardaron en reverenciarle como el San Antonio de l« Palestina. AI cabo de quince años de esterilidad, vióse una pobre mujer abandonada de su marido. El dolor le dió alientos para quebrantar por vra primera el retiro del santo ermitaño y se presentó ante él. Al verla turbó*» Hilarión y apartó los ojos, mas la suplicante arrojóse a sus plantas,t y c o i i acento de dolor profundo, exclamó: «Perdona mi osadía; impulsada por l« necesidad a ti acudo como enfermo al médico. ¿Tienes reparo en mirar « una mujer? ¿No fué una mujer quien dió a luz a Cristo Jesús? En nombre de este divino Salvador, atiende a mis ruegos». Con caritativa paciencia *1 santo ermitaño escuchó la cuenta de sus desgracias, y la despidió con c*(m i
  • 455. SAN Hilarión cura a un mozo robustísimo, verdadero gigante, que está endemoniado y que ni con grillos, esposas ni cadenas han podido sujetar, porque todas las rompía. E l Santo le hace desatar, y el endemoniado, humildemente, se postra a sus pies y se los lame como mansa oveja.
  • 456. palabras: «Ten confianza, pediré por ti, y el Señor te concederá lo que deseas.» Un año después, Hilarión bendecía al recién nacido que gozosa Ir presentaba la feliz madre. Un nuevo milagro puso más de manifiesto la eminente santidad del gran siervo de Uios. Una mujer ilustre de Gaza, por nombre Aristenetu. rica de bienes y de virtudes, encaminóse al desierto con toda su familiu para ver al patriarca de la Tebaida y recabar su bendición; mas, habiendo regresado a Gaza, fallecieron sus tres hijos. Afligida por el dolor, la descon­solada madre corrió a los pies de Hilarión y con acento desgarrador le dijo: «En nombre de nuestro clementísimo Salvador, en nombre de su santa Cru* y preciosísima Sangre, te suplico que vayas a Gaza y me devuelvas lo» hijos; al ver tu caridad se convertirán los paganos y los ídolos caerán hecho* pedazos. —Vete, yo desde aquí pediré lo que deseas, pero jamás entraré en vue«- tras corrompidas ciudades donde se corre tantos peligros de perderse. —Siervo de Cristo, devuélveme los hijos» —replicó la desgraciada—; y, asiéndose al sayo del solitario, le dijo que no le dejaría en libertad mientm» tanto no le prometiese ir a Gaza siquiera fuera durante la noche. Al ampuro de las tiniebles, llegóse el ermitaño a la morada de Aristeneta, hizo la señal de la cruz sobre los cadáveres de los niños, y al punto se los devolvió a iu madre llenos de vida. Vivía en Jerusalén un gigante, poseído del demonio, verdadero terror d* la comarca; cargado de cadenas y puesto en presencia de Hilarión postróte a sus plantas y, cual pudiera hacerlo un can, púsose a lamerle los p ic » r No pudo Satanás resistir a la autoridad del que tantas veces le había vcii cido en su propia persona, y tuvo que huir del cuerpo de