Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
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DESTIERRO Y EXILIO: CATEGORÍAS DEL PENSAR DE MARÍA
ZAMBRANO
Jesús Moreno Sanz
Resumen: Toda la obra de María Zambrano, desde el artículo de 1928, “Ciudad ausente”,
hasta el último libro publicado en vida, Los bienaventurados, es una reflexión sobre el
sentido del destierro y el exilio, a los que la propia autora se vio obligada desde 1939, tras
la guerra civil española, y hasta 1984 en que regresó a Madrid. Y por lo tanto tal reflexión
se incardinaría en el contexto de la realidad vivencial de los refugiados, desterrados y, al
fin, exiliados españoles, especialmente en Iberoamérica, y el concomitante pensamiento
que tal realidad suscitó entre escritores españoles exiliados de variado signo; además de
las diversas categorías con las que intentaron descifrar el sentido que tales refugio,
destierro y exilio tuvieron para ellos.
Alma pacificada, retorna a tu Señor, satisfecha y complacida
(Corán, 89:27-28)
1.- La cruz del exilio como el punto inicial del pensar: el enquiciamiento
de la razón.
De hecho, estas tres categorías mentadas responden, precisamente, a las
que, en una muy precisa determinación, acabará por realizar la propia
Zambrano en sus esenciales y explícitos escritos sobre tal exilio: “Un lugar
en la palabra: el idiota”1
, “Carta sobre el exilio”2
, “El exilio”3
, “Apuntes
1
En España, sueño y verdad
2
Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura, N.º 49, junio de 1961, Paris, págs.
65-70.
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2
sobre el lenguaje sagrado y las artes”4
,”El exilio, alba interrumpida”5
y
“Amo mi exilio”6
. Pero, además de estos escritos, y contando con los dos
primeros, dejó ya dispuesto un libro inédito con ese título de El exiliado que
incluía: “El tiempo y la verdad”;”Delirio, esperanza, razón”;”Momentos
históricos; La gestación del 14 de abril, Hora de España XXIII”; aquel
“Carta sobre el exilio”; “Los pasos del exilio”; “Ser exiliado”; “Poetas del
exilio: León Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda, Miguel Hernández (El
exilio interno)”;” Un guía del exilio: el doctor Gustavo Pittaluga”. En otro
esquema para este libro añade: “Speculum iustitiae” y “El espejo de la
historia”. Con la excepción del escrito sobre Pittaluga, los demás escritos
componentes de ese inédito libro están publicados por separado o formando
parte de otros libros.
Para comprender el sentido que ese libro inédito tuvo para Zambrano, no
sólo hay que involucrar esos mismos escritos en el contexto de lo que
podemos calificar como su pensamiento sobre el hispanismo, sino que este
mismo queda enraizado en la significación que alcanza todo su pensar, desde
su mismo inicio, en una radical opción por un camino exiliado de los usuales
y triunfantes modos conceptuales, lingüísticos y procedimentales del
pensamiento filosófico contemporáneo. El pensar de esta autora habita el
exilio como su raíz más propia. Más allá de los obligados refugio y destierro,
o, en terminología de Gaos, del asumido transterramiento —que se diría que
en Zambrano adquiere en sí mismo caracteres de hallazgo de la patria
prenatal, como de hecho calificará a Cuba en su escrito de 1948, “La Cuba
secreta”—, está el puro exilio; lugar del máximo abandono precisamente a esa
patria prenatal en la que se hallan los más ciertos vínculos con la tierra y con
el universo, y donde, por tanto, cree hallar el único posible impulso para
enquiciar de nuevo a la razón, tras la noche oscura nihilista en que considera
se debate la contemporánea cultura occidental, y tal como tan expresamente
enuncia ese enquiciamiento en todos sus textos sobre el exilio —y en los que
más adelante nos centraremos recorriendo las categorías vitales que en ellos se
establecen— y en múltiples escritos inéditos de los años setenta, de lo que, a
su vez, son los más fieles testimonios las Cartas de la Pièce, tal como las
editó su receptor, su amigo, el teólogo Agustín Andreu. Finalmente, tal
enquiciamiento de la razón hallará su lugar natural en Los Bienaventurados, la
3
Capítulo de Los Bienaventurados.
4
En Obra reunida, Aguilar 1972; y en Los lugares de la pintura, Acanto, Espasa Calpe,
1989.
5
Turia, Teruel, N.º 9, 1988, págs. 85-86.
6
ABC, Madrid, 28 de agosto de 1989.
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obra final de Zambrano, y la que, precisamente, compendia esa esencial figura
del exiliado, donde, a su vez, vienen a dar las esenciales categorías de la vida
y de la historia que, en realidad, miden la potencialidad fenomenológica de la
razón poética como el “otro” posible lugar y ámbito para un nuevo
enquiciamiento de la razón que permanece inédito y exiliado de los usuales y
cada vez más desquiciados lugares comunes de la racionalidad
contemporánea, sumidos, según Zambrano, en una profunda noche y al borde
de la más desquiciada indeterminación.
En variados ecos nietzcheanos —y ciertamente también de todo el
pensamiento de la nocturnidad que recorre todo el siglo veinte en variados
diagnósticos culturales desde la sociología, la filosofía, la psicología, no
menos que en muy serias indagaciones espirituales y “esotéricas”, como son
los casos tan incidentes en Zambrano de L. Massignon, R. Guènon, F. Schuon,
o el propio H. Corbin—, sintetizó aquella su pensamiento más trágico-místico
sobre esta noche y esta indeterminación en el breve prólogo que escribió en
1987 para la reedición de Persona y democracia, donde vincula la democracia
y la estructura sacrificial de la historia humana con la noche occidental y con
su raíz de orfandad:
Es más obvio que nunca que la democracia sea el único camino para
que prosiga la llamada cultura de occidente, y esta revelación pone al
descubierto hoy más que antes la estructura sacrificial de la historia humana.
Quien esto escribe ha ido desde el comienzo de su vida, antes que de un modo
consciente, a la búsqueda de una religión de régimen no sacrificial. El
sacrificio se había ya cumplido. Hoy vemos que no ha arrojado los frutos del
sacrificio cumplido, sino más bien de un cáliz que muy pocos están dispuestos
a aceptar.
“La crisis de Occidente” ya no ha lugar apenas. No hay crisis, lo que hay
más que nunca es orfandad. Oscuros dioses han tomado el lugar de la
luminosa claridad, aquella que se presentaba ofreciendo a la historia, al
mundo, como el cumplimiento, el término de la historia sacrificial. Hoy no se
ve ya el sacrificio: la historia se nos ha tornado en un lugar indiferente donde
cualquier acontecimiento puede tener lugar con la misma vigencia y los
mismos derechos que un Dios absoluto que no permite la más leve discusión.
Todo está salvado y al par vemos que todo está destruido o en vísperas de
destruirse. Es mi sentir. Mostrarlo requeriría superponer una meditación
entrecruzada y especialmente la reaparición de la memoria perdida. Aquello,
aquel monstruo, no podía volver a suceder, cumplido el sacrificio, mientras
que hoy vemos que sí, que es así, que no puede volver a suceder porque hoy se
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extiende como una llanura donde ni nostalgia ni esperanza pueden aparecer.
Algo se ha ido para siempre, ahora es cuestión de volver a nacer, de que
nazca de nuevo el hombre en Occidente en una luz pura reveladora que disipe
como en un amanecer glorioso, sin nombre, lo que se ha perdido. Hay que
esperar, sí, o más bien, no hay que desesperar de que esto pueda suceder en
este planeta tan chiquito, en un espacio que se mide por años luz, que se
repita el “fiat lux”, una fe que atraviese una de las noches más oscuras del
mundo que conocemos, que vaya más allá, que el espíritu creador aparezca
inverosímilmente a su modo y porque sí.
En realidad, este texto abre la espiral de toda la obra de Zambrano hacia
el más extremado lugar —el confín, el límite— del exilio humano, allí donde
la orfandad contemporánea y su profunda noche confina con el ámbito, la
danza y el vuelo que abre el lugar propio del bienaventurado, ese pájaro
improbable e impensable para la usual, instrumental y dialéctica razón. Ese
abismo blanco que Zambrano vincula al abismo de la blancura del
pensamiento en Nietzsche ya en Los bienaventurados, haciendo de estos
mismos la destilación en contrafigura del más-allá-que-el hombre. Y como
expresa en esa última obra, sería, precisamente, esta abierta espiral la que
daría nuevo cauce de apertura al, de lo contrario, círculo que se cierra de una
cultura suicida en la luz. Así se abre esa danza de lo acabado de nacer que son
los bienaventurados, esos, diríamos con Shakespeare, corazones tan blancos,
los abandonados al puro exilio respecto de la poderosa razón triunfante que
rigen tantas figuras del descenso a la raíz del infierno humano en los idiotas
de Laotsé, del propio Ibn Arabî —y en ambos preludios ciertos del más-allá
que-el hombre de Nietzsche—, del Idiota de Dostoievski, o del subterráneo
Trofonio en el propio Nietzsche, o tantas otras figuras que recorren la más
incisiva mística desde los más irónicos y desgarrados sufíes hasta el maestro
Eckhart, San Juan de la Cruz, Molinos o Böhme, sin obviar la Cábala y su
incidencia en el Hasidismo judío del siglo XVIII, de tan amplias repercusiones
en el pensamiento europeo posterior, y en tantos reverberos de un nivel de
conciencia, el más radical, abandonado por la razón, en los más puros
pensares del siglo veinte, dígase sólo por ejemplos paradigmáticos, en tantos
vieneses del primer tercio del siglo, o en los propios Scheler, Benjamin, y
desde luego en el más abismal Heidegger desde 1936, y sobre todo desde la
Carta sobre el humanismo.
Pero es que ese punto “imprevisible” y “pasivo” —“El punto oscuro y la
cruz”, conforme se enuncia en Claros del bosque como el radical punto del
más exigente pensar—, ese “milagro” de abandonarse a las más encendidas
fuentes de la experiencia humana, es precisamente el que rige el inicio del
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pensar de Zambrano, tal como ya lo escribe —muy intuitiva e
inocentemente—, en el tan significativo título de “Ciudad ausente”—la ciudad
exiliada sería, que tiene su centro mismo en el “corazón” humano...corazón
tan blanco, el que luego veremos es el corazón del idiota según Zambrano en
“Un capítulo de la palabra: el idiota”—, o conforme finaliza su primer libro,
Horizonte del liberalismo, cuando todavía cifra la cuestión en la “crisis
occidental” y la visión de un horizonte ennegrecido, pero donde encontramos
la raíz de la espiral abierta en aquel prólogo a Persona y democracia y con la
que exactamente se abre Los bienaventurados. Y así, se escribía en el final de
aquel primer libro:
Y es que cuando el mundo está en crisis y el horizonte que la
inteligencia otea aparece ennegrecido de inminentes peligros, cuando la
razón estéril se retira, reseca de luchar sin resultado, y la sensibilidad
quebrada sólo recoge el fragmento, el detalle, nos queda solo una vía de
esperanza: el sentimiento, el amor, que repitiendo el milagro, vuelva a crear
el mundo.
El exilio creador. Pues vemos que se trata de recrear aquella memoria
perdida, de reobrar, diríamos, aquel algo perdido para siempre por esa razón
estéril. De reabrir el alma desde su más recóndita fuente, su más oscuro logos,
el más apegado a la más radical experiencia de la condición humana. Y no es
inocua la utilización de ese algo que va a recorrer de parte a parte toda la obra
de Zambrano, precisamente vinculado a lo que queda. Y lo que queda es el
exilio respecto de una historia apócrifa que ha convertido la vida en esta tierra
en la barbarie (exactamente igual que en W. Benjamin) de una historia
sacrificial regida por la avidez de la posesión y del imperio humano, esa
suicida voluntad que arrasa las propias potencialidades humanas, a su vez,
arrasadoras de la tierra, y del Cosmos entero si fuera menester, en pro sólo de
ese color de imperio, como acabará por escribirse en el comienzo de Los
Bienaventurados, donde se pone de manifiesto la opción que la cultura
Occidental y su historia ha ido haciendo en pro de un exclusivo y excluyente
nivel de conciencia, arrasador de los otros niveles más inmediatos, pasivos y
aun visionarios; los que, en realidad, confinan con las fuentes de la
experiencia, los que la sostienen y la hacen danzar, cantar y ser ronda con el
universo todo; los que pudieran hacer del hombre hijo del universo, que eso es
lo que son los bienaventurados, esos exiliados de la pura voluntad de imperio
en que se ha convertido la cultura occidental:
Y hoy la conciencia y sus análisis alejan de lo inmediato la vida, la
simple vida. La sola vida ha quedado lejos también para los vitalistas del
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pensamiento y para los pensadores de la vitalidad, aun para todos aquellos
infinitamente respetables, amables, predispuestos al amor, que en esta nuestra
amenazada cultura, y amenazante allí donde llega, se aparecen. Indignos casi
de la vida, de la vida inmediata, nos presentamos hoy con técnicas, razones
técnicas, también análisis igualmente técnicos del alma reducida a psique, a
máquinas; invasores siempre, ayer todavía y aun hoy guerreramente y
enseguida pacíficamente, industrialmente, donde no nos llaman. Todo es color
de imperio, de comercial imposición7
.
Y allí donde llegamos la danza cesa, el canto enmudece, la ronda se
deshace…
El intento de recuperar lo que queda, la memoria perdida, arriesga
convertirse en Zambrano en una melopea de lamentos, en el radical
abismamiento en un exilio de toda esta historia apócrifa y sus unilineales
tiempos de una conciencia escindida por completo de la propia vida inmediata
y de su verdadera historia hecha de discontinuidades; de nuevo, igual que en
Benjamin y tantos otros “místicos” contemporáneos del pensar, o de la tan
excepcional visión de la historia espiritual anidada en la propia alma humana,
tal es la visión de H. Corbin8
. Y así es en tantos de los mejores escritos de
nuestra pensadora, como, en especial, el comienzo de De la Aurora, que
compone esa letanía de Ayes (esa queja del Ay, Ay, Ay, que tanto prolifera
Zambrano en cartas a sus amigos, casi todos exiliados, españoles,
hispanoamericanos o universales, como, por ejemplo es el caso de E. Cioran).
Ayes sibilinamente, se diría, respirados, exhalados frente a la amenazada y
amenazante cultura occidental.
Pero en esos melopeicos riesgos es donde más verazmente habita
Zambrano su exilio, donde, en efecto, se halla la raíz más profunda de eso que,
hemos visto, ella denomina su sentir, ciertamente el más visionario, incluso el
más delirante, el que habita ese otro espacio-tiempo, ese ámbito conciencial
hecho de plurales niveles de conciencia que van “condescendiéndose”,
7
Además de las obvias concomitancias con el pensamiento sobre la técnica de Nietzsche, y
más obvio aún, de Heidegger, es muy interesante remitirse, para este color de imperio, de
comercial imposición, al opúsculo de Kant, La paz perpetua.
8
Además de todas las grandes obras de H. Corbin, de entre las cuales especialmente dos —
La imaginación creadora y Templo y contemplación— tuvieron una gran repercusión en
Zambrano, el mejor libro que conozco sobre este autor, y que es buena guía para
comprender muchos de los grandes lineamientos de estos raros pensamientos no-dialécticos
(al modo hegeliano, se entiende), es el de C. Jambet, La lógica de los orientales, FCE,
México, 1989.
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7
dándose paso desde el más original sueño, el que se diría más vinculado a
llamadas “cósmicas”, en una danza onírica que asciende hasta esos espacios
intermedios —aquella metaxy platónica, o sobre todo el cuerpo de diamante
búdico o el barzaj sufí— donde la propia historia apócrifa es contemplada
impávidamente desde ese exiliado lugar de ella, desde el espacio-tiempo de
plurales dimensiones en que comparece “otra” historia, la del alma misma, la
del saber del alma, ese proseguido intento de la pensadora, desde 1934, de ir
Hacia un saber sobre el alma, más allá, como acabamos de ver, de la solo
considerada psique convertida en mero juego de reflejos y condicionamientos
y tecnificada en solo psiquemáquina, tal como ya titula su propio libro uno de
los mejores exégetas de Zambrano, M. Morey9
, bien es verdad que desde
puntos de partida muy disímiles a los de aquélla, pero en ruta hacia el límite,
como él dice; y así confluyendo en algunas cuestiones decisivas con ella,
como, sin más, y al fin en toda la obra ulterior de Morey, en esta del exilio de
toda patria, como sobre todo es el caso de Deseo de ser piel roja y en
Pequeñas doctrinas de la soledad.
El exilio es, entonces, el espacio-tiempo de la memoria perdida, del
“algo-alma”, como así es en tantas espiritualidades desde el Tao o el Vedanta
a los sufíes contemporáneos, tales los mencionados Guènon o Schuon, que
inciden en el reencuentro y diálogo de todas las formas de espiritualidad, cada
una regida por su propio Señor, como tan explícitamente escribe la propia
Zambrano en los dos capítulos finales de El hombre y lo divino (“Los templos
y la muerte en la Grecia antigua” y “El libro de Job y el pájaro”), donde se
cita y recorre el hadiz islámico “Quien se conoce a sí mismo conoce a su
Señor”; pero todas estas espiritualidades confluyendo desde su propia
perspectiva en la recuperación de esa memoria perdida en los más abismales
niveles de conciencia, donde habita ese “algo” que, tan explícitamente
también, Zambrano, siguiendo a Massignon, y éste a Gandhi, denomina, desde
La Confesión , y siendo ya el eje mismo de la segunda parte de El hombre y lo
divino, el eje invulnerable. Y es este eje el lugar al que incita a exilarse María
Zambrano, pues el es, precisamente, el lugar del quicio de la razón. Solo
desde el es posible adentrarse en esta noche oscura de la cultura occidental. Lo
que supone el ir condescendiendo (y así se dice en el decisivo prólogo de 1987
a la reedición de Filosofía y poesía) a los lugares más recónditos de la
conciencia, hasta la más extremada pasividad, lo que, por lo demás, es el santo
y seña de las primeras intuiciones de Zambrano, desde sus primeros artículos
hasta, ya muy explícitamente, Horizonte del liberalismo, donde ese lugar del
alma comparece ya como ancla y estrella de unión con el Universo. Y de aquí
9
Psiquemáquinas, Montesinos, 1990.
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8
dimanan los máximos retos y riesgos de Zambrano, concentrados en su intento
de recuperar una razón poética, que además de reiterar enunciaciones
explícitas de Nietzsche (la Dichtende vernunft) o de Schelling, y en realidad
con múltiples propuestas desde el romanticismo al surrealismo, entroncan
claramente con un modelo místico que en mi Logos oscuro he recorrido
pormenorizadamente como enraizado en propuestas taoístas, búdicas,
gnósticas, del primer cristianismo, sufíes (muy en especial, Ibn Arabî),
cabalísticas, y que en los guadianas de la historia “discontinua” tan claramente
aparece en Böhme, en el propio san Juan de la Cruz (y, asimismo, lo ve
Zambrano en el comienzo de Notas de un método), y lo que es tan decisivo
para nuestra pensadora, en el final de ese libro capital para ella: El puesto del
hombre en el cosmos, de M. Scheler. Y ahí, en ese modelo místico (y muy
trágico, y desde luego muy difícilmente asimilable al cristianismo triunfante y
eclesial), y en ese, al parecer, exilio cósmico que conlleva el hombre como su
lugar más propio, según Scheler, tenemos cifrada una clave esencial del exilio
según Zambrano, y aun de su consideración de la misma hispanidad con sus
dinámicas “exiliadas” de la historia más propia de Occidente.
Y así es como, precisamente, el exilio es el lugar mismo del nacimiento;
del re-nacimiento del hombre a su lugar más propio, desde su eje invulnerable,
el que parece haber sido desquiciado por la bárbara y tan sacrificialmente
trágica historia de todo un ciclo cultural que ahora, en estos precisos instantes
de su “cierre” como tal ciclo en una de las noches más oscuras del mundo que
conocemos, pudiera abrirse en la espiral del tiempo vivo hacia un nuevo
nacimiento del hombre. Tal vez como hijo del universo, de lo que, para
Zambrano, son señal y signo los bienaventurados. Se diría con C. Sini y su
memorable Pasar el signo10
(estrictamente contemporáneo de Los
Bienaventurados), tan cerca en algunos esenciales puntos filosóficos de
nuestra autora, que esos bienaventurados son en sí mismos signa
cosmológicos, más allá de los meros signos lingüísticos, ya sin sentido alguno.
Lugares de la palabra, más allá del mero lenguaje instrumental y aun solo
comunicativo, tal como Zambrano lo viene recorriendo, en especial, desde los
años sesenta en su inédito La Palabra, o ya en los pasajes a ella dedicados en
Claros del bosque y De la Aurora. Y en ambos, los Signos adquieren ese
carácter cosmológico que va a demandar Sini como primer paso para
adentrarse debidamente en el sinsentido del nihilismo. De forma que esos
pájaros impensables —siempre para el pensamiento dialéctico o
instrumental—, cifran en sí los signos del lugar del exilio cósmico del hombre
de una determinada era —la nuestra desde el siglo V A. C. hasta ahora
10
Carlo SINI, Pasar el signo, Mondadori, 1989.
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9
mismo— y, tal vez, su adentramiento en la posibilidad de otra forma de ser
hombre, más allá de la historia sacrificial y trágica, más allá de su conclusión
en el nihilismo contemporáneo.
Volver a nacer no es sólo en Zambrano el signo de una rendición o la
melopea que se lamenta de una impotencia que a su vez sería el signo del más
completo fracaso, la gran aporía de su pensamiento. Tal invocación —y lo
es— procede del más radical pensar. Precisamente, el que oscura e
impávidamente contempla el fracaso y las aporías del pensar occidental
“desquiciado” en una pura razón instrumental y externa, incapaz de dar
mínimamente fe de aquello que, en realidad, nos pasa, o quizá mejor dicho, de
lo que no nos acaba de pasar, de lo que no podemos acabar de hacer pasar, de
darle cauce de pensamiento, a la par que de vida. Ennudados y enmurados en
la cárcel de la clarté y en una raquítica y esquemática empiria
instrumentalizadora, incapaces de decirnos nada de aquello que realmente nos
ocurre, comenzando por nuestros propios sueños y ensueños, por nuestros más
radicales anhelos, tergiversados por los más externos “deseos” y por la más
unilineal dictadura del más superficial nivel de conciencia que solo puede
conducir a lo que Nietzsche denominó hombre gregario y ranas pensantes,
abandonados los otros múltiples niveles que nos constituyen, cuando no
directamente tapiados en la más elemental represión, comenzando, como tan
bien analiza Zambrano desde 1939 en “El freudismo, testimonio del hombre
actual”, por la del tiempo, de los plurales tiempos que conforman nuestra
experiencia. Es esta pluralidad, y la misma relatividad que conlleva de
perspectivas, la que nuestra pensadora recorre desde lo que vengo
denominando su propia lógica del sentir, la que se ha adentrado en el sentir
del “exiliado” y sus correlaciones históricas, psicológicas y profundamente
filosóficas, precisamente en esa meditación entrecruzada que dice no poder
desarrollar en el breve prólogo a Persona y democracia que antes vimos.
Pero esa superposición de una meditación entrecruzada ahí requerida fue
la que estuvo haciendo con toda su obra desde “Ciudad ausente”, donde ya
aparecen, in nuce, esa pluralidad y relatividad de perspectivas
correspondientes a tan plurales niveles de tiempo y de conciencia como, en
realidad, conforman nuestra real condición humana. Y es esa meditación
entrecruzada la que nos descifra el sentido de la cruz en Zambrano, al que no
hay que hurtar ni un ápice, ni una de las muchas perspectivas “esotéricas” que
realmente tiene, y para lo que se hace indispensable corroborar el permanente
diálogo que mantiene con la Tradición y la así llamada Philosophia perennis,
y de forma tan esencial con los mentados Massignon y Guènon, y de éste tan
especialmente La simbología de la cruz. Pues el exilio es la cruz misma del
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10
pensar y acorde con cuanto Zambrano escribe en el citado capítulo de Claros
del bosque, “El punto oscuro y la cruz”; y acorde con el que bien podemos
decir que todo el pensar de esta autora es el recorrido por “la cruz del exilio”.
Y aquí, como en Corbin, adquiere enorme relevancia una etimología
puramente espiritual del Occidente y del Oriente, del ocaso y de la aurora, de
la muerte y la resurrección. En esa potencialidad simbólico-fenomenológica se
juega la potencia misma del pensar vital de Zambrano, de su razón poética. Y
con ella el sentido que en esta autora adquiere la relación entre tragedia,
mística y filosofía.
Y es que es esta relación tan trágica como mística entre la raíz del
desquiciamiento de la razón en la cultura occidental y la propia del exilio la
que se juega en toda la obra de Zambrano. Dos trágicas raíces entrelazadas y
proseguidas hasta la que no cabe sino calificar de fuente primordial —o única
arjé—, mística. Como he señalado con el título y el subtítulo de mi
monografía sobre la pensadora11
, lo que se pone en juego en Zambrano es el
Logos oscuro, por contraposición a la búsqueda prometeica, unilineal y
unidimensional de una luz suicida y puramente exterior, al fin compendiada en
la clarté cartesiana, y no acabada de resolver por las diversas epojés
husserlianas ni por la ontología heideggeriana. Un logos oscuro12
hallado en el
descenso a las fuentes místicas de toda tragedia. Fuentes que, a su vez, dejan
ver, en sus más recónditos y “oscuros” trasfondos, en sus infiernos, el real
exilio “celeste” que el hombre de todo un ciclo cultural habita.
En la estela del Nietzsche que afirma la entraña celeste que todo infierno
cela —como tan expresamente recogerá Zambrano en Claros del bosque—, y
en un continuado diálogo muy crítico con el más ancestral Heidegger que
busca reconducir la pérdida de los signa cósmicos en meros signos sin sentido
mediante su Geviert —el intento de volver a constelar cielo y tierra, dioses y
mortales—, Zambrano hallará esa entraña celeste en la figura misma del
11
El logos oscuro: tragedia, mística y filosofía en María Zambrano; Madrid, Verbum,
2008.
12
Y valdría aquí —aunque sólo por lo pronto, y con todas las precisiones que haré en el
apartado 2— para esta relación entre el logos oscuro y el exilio lo que dijera Jean-Luc
Nancy en el Congreso Internacional que, bajo el título de Formas del exilio, organizó el
Departamento de Iberística de la Universidad de Ca` Foscari de Venecia a finales de abril
de 1995 (vid. en rev. Archipiélago, núms. 26-27, invierno 1996, pág. 37): Quizá nos es
dado pensar —don difícil, oscuro, como todo lo que es posible pensar— algo de un exilio
que sea él mismo lo propio, sin dialectización (...)En efecto, la existencia como exilio, pero
no como movimiento fuera de algo propio, a lo que se regresaría o bien, al contrario, a lo
que sería imposible regresar: un exilio que sería la constitución misma de la existencia, y
por lo tanto, recíprocamente, la existencia que sería la consistencia del exilio.
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11
“exiliado”, por entero el símbolo real mismo de las potencialidades humanas
cifradas en el “bienaventurado”, el que conllevaría en sí aquella conspiración
divino-humana que hace confluir cielo y tierra en el más encendido corazón
del hombre. Como hijo del Universo, tal lo acabará enunciando la pensadora
en Los bienaventurados y como colofón de toda su pesquisa a través de los
inacabados grandes proyectos, que al fin quedaron inéditos, desde Los
místicos y la mística, La Ética de la vida es sueño según la razón vital, La
Palabra, Historia y Revelación, Hijo del hombre, Los seres y el ser y Poesía e
historia.
Toda la obra de esta tan singular pensadora conculca ese desquiciamiento
de la razón occidental, su completa razón dialéctica desgajada y descentrada
del único “árbol de la vida”, y abocada, así, a la cruel paradoja de que en su
huida de lo trágico se convierte toda ella en la tragedia misma de la razón
incapaz de salir del círculo fatídico de sus vuelos en la luz, de su “suicidio en
la luz”, como se viene reiterando desde la primera edición de El hombre y lo
divino. Esta singularidad de Zambrano parece reptar sibilinamente bajo tantos
diagnósticos de la crisis a lo largo de todo el siglo XX, y se diría que es, a su
vez, el diagnóstico del sentir más profundo que subyace a tantos “exiliados”
de ese siglo, dígase sólo por eminentes ejemplos, W. Benjamin o el propio
Wittgenstein, y tanto más aún, quizá, tantas “exiliadas”, como Judith Stein,
Simone Weil, Ingeborg Bachman o la misma Hannah Arendt. Y desde luego
parece ser el más radicalmente trágico, en sus mismas inserciones místicas,
testimonio del significado del exilio español y sus relaciones con la inacabada,
y en ello mismo tan trágica, guerra civil española, no menos que con cruciales
aspectos exiliados de gran parte de la literatura latinoamericana
contemporánea, tan sustancialmente con la de su gran amigo, José Lezama
Lima.
Y así, exilio, desquiciamiento de la razón, mundo en crisis y tragedia
española e hispanoamericana (especialmente por lo que respecta a Cuba,
Puerto Rico y México) componen las órbitas críticas esenciales de
pensamiento de esta tan singular filósofa que en un momento clave de su
andadura —en septiembre de 1951, en plena elaboración de la primera edición
de su libro central, El hombre y lo divino— le dice de sí misma al filósofo
cubano Medardo Vitier:
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12
Y es cierto, muy cierto —ya que usted lo sabe debo decírselo— que no
voy, sino que vengo de la Filosofía. (...) La Filosofía es el purgatorio y hay
que recorrerlo yendo, viniendo, convirtiendo el laberinto en camino.13
Y es esa conversión del laberinto en camino la que mide el paso del
simple destierro a su conversión en exilio, como más adelante corroboraremos
en la distinción crucial —pues en ella se cifra la “cruz” por la que, en realidad,
toda vida humana camino de su cumplimiento ha de pasar— que Zambrano
realiza entre esas dos, para ella, categorías de la vida. Y así llegamos a
atisbar ya que el núcleo más vivo del pensar zambraniano, el que guarda su
más singular modo de “filosofar”, su más vivo secreto, es el propio exilio a
que lleva a la filosofía conduciéndola a su más encendido purgatorio. Ahí se
cifra, por decirlo con el título del magnífico libro de P. Harpur, El fuego
secreto de los filósofos, el fuego secreto de la propia filosofía, como, por lo
demás, y mucho antes que Harpur, se lo enuncia Zambrano a ese permanente
exiliado de los modos usuales de pensar, narrar y poetizar que es su gran par,
José Lezama Lima, al par que los más grandes amigos y exiliados españoles, y
paradigmáticamente tres: Emilio Prados, Rafael Dieste, y José Bergamín. Esta
cuaternidad, ciertamente, compone esa única figura del exiliado como hombre
verdadero, que, como tal, solo se lo aplicará explícitamente a Lezama, en el
artículo que sobre él escribió con motivo de su muerte, aunque todas sus
características pueden rastrearse en las cartas y los escritos sobre estos otros
amigos exiliados españoles, muy en especial los referentes a Prados.
Y así, el hombre verdadero es el desposeído de todas sus máscaras,
habiéndolas recorrido todas hacia su fuego más secreto y sumergido, hacia su
más recóndito y oscuro logos, solo asequible en el más cruel despojamiento,
en el desprendimiento y el exilio de los usuales —y tan puramente
instrumentales— modos de conciencia, y su inmersión en el purgatorio del
pensar, en esa cruz del pensar oscuro que hemos visto se cifra en “El punto
oscuro y la cruz” de Claros del bosque. El lugar móvil del pensar capaz de
velocísimos recorridos hasta el punto más infernal donde el fuego es ya, según
metáfora alquímica tan recorrida por Lezama y Zambrano, agua-llama de
redención vital. Esto es lo que patentiza la correspondencia de Lezama y
Zambrano entre los años 1974 y 197614
, al compás mismo de los últimos
grandes inéditos, y en especial los mencionados Los seres y el ser, Hijo del
13
Carta a Medardo Vitier de septiembre de 1951. La Cuba Secreta, edición de Jorge Luis
Arcos, Endymion, 1996.
14
Vid. la edic. de J. Fornieles Ten, Correspondencia. José Lezama Lima-María
Zambrano-María Luisa Bautista; Sevilla ediciones Espuela de Plata, 2006. Recorro con
pormenor esa correspondencia en mi cit. El Logos oscuro, vol. II, cap. 3.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
13
hombre y Poesía e historia, así como los finales escritos sobre el significado
de la guerra civil española, el exilio y los sueños.
2.- El exilio como apertura y salida: la desinversión del árbol de la vida y
el despertar de la ciudad ausente
Tras la enunciación del desquiciamiento de la razón en la cultura
occidental y la consiguiente tragedia de indeterminación y nocturnidad, laten
en Zambrano dos poderosos símbolos del exilio —la inversión del árbol de la
vida y una ciudad enraizada como el “algo” más puro que constituye el
alma—, que ambos afectan nuclearmente a la “lógica del sentir” que vengo
manteniendo es lo que esta pensadora trata de descifrar con toda su
fenomenología poética, que en esto, como en todo, muestra ser un
condescendimiento del concepto hasta sus raíces metafóricas y simbólicas, y
desde ellas hacia unas renovadas categorías de la vida. Y en ello, además de
“abismar” hacia la nuda vida las pautas fenomenológicas otorgadas, aunque
no plenamente desarrolladas, por Husserl, Scheler y el propio Ortega, y en
singulares combinatorias platónico-aristotéticas, cerca, muy cerca, de la
búsqueda de arquetipos en Jung, o de modo similar en K. Kereny, y mucho
más aún del mundus imaginalis que tan sustantivamente Corbin extrae de sus
exégesis espirituales de chiíes persas y sufíes como Ibn Arabî. Y desde luego,
esos dos símbolos del exilio se enraizan en las tradiciones más esotéricas —y
de muchos modos filosofadas en Platón, Aristóteles y Plotino—, al punto de
constituir los dos elementos esenciales de la Gran tradición y de la
denominada Philosophia perennis, algunos de cuyos representantes más
eximios durante el siglo veinte ya hemos visto, y a los que convendría añadir
dos autores, sin duda leídos por Zambrano, y en todo caso confluyentes con
ella en muchas cuestiones al respecto: los hindúes Ananda Coomaraswamy y
Sri Aurobindo.
No obstante, la singularidad zambraniana es precisamente esa
fenomenología del sentir que no se conforma con la enunciación, al fin
bastante, o del todo, dogmática de una serie de símbolos y significados
tradicionales —como es el caso de, y que tanto le discute la pensadora a,
Guènon—, sino que se arriesga a pensar de qué forma esos dos símbolos del
logos oscuro juegan en el humano sentir, en los niveles más profundos de
conciencia. Con lo que diríamos que lo que Zambrano realiza es una
inmersión y un desciframiento filosófico —por vía fenomenológico-
simbólica— de ese que llamaríamos “sentir tradicional” tal como todo ser
humano lo vive a través de plurales niveles de conciencia y de tiempos. Y aquí
es donde adquiere toda su potencia la propia categoría del exilio como un
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
14
universal humano. Y si bien desde el comienzo de su obra esos dos símbolos
—como su par, el de la sierpe, pues, en realidad, éste diríamos que está
conexionando a los otros dos, enroscando uno a otro— laten de modo
implícito, y aun en una cierta eclosión intuitiva, como es el caso en el mentado
artículo “Ciudad ausente”, aunque todavía aquella no los desarrolla en toda su
potencia simbólica, pero se diría que ya los “delira” y “sueña” el modo en que,
tal como lo verá Zambrano muy explícitamente después, han de desarrollarse
y desenroscarse esos delirios y sueños que llevan en sí el poder del despertar y
la salida y apertura del alma, que es lo que en ella va a significar,
precisamente, el exilio, además de decisivas connotaciones políticas y de
consideración de la historia que convierten a esta nueva categorización del
exilio en una renovación filosófica muy radical que cuestiona todas nuestras
más usuales maneras de pensar, y sí, tal vez haya que convenir con Zambrano,
tan desatentas a realidades cruciales y muy actuales, tanto desde perspectivas
puramente psicológicas, como sociológicas, históricas y políticas.
Sin duda, uno de los libros claves que le harán comprender a la pensadora
el propio camino —y así se lo dirá a Andreu en sus cartas a él recogidas en las
mencionadas Cartas de La Pièce— es El poder de la serpiente, de A. Avalon,
sobre los chacras hindúes y sus acepciones en el budismo tántrico, y el modo
en que Kundalini —bien la podemos denominar la serpiente del alma— va
desenroscándose hasta la corona arterial, el punto máximo de lucidez
humana, más allá del tercer ojo; tema éste que, por lo demás, es esencial en el
libro de Guènon, El rey del mundo. Y bien reconocemos a esa corona arterial
en el comienzo mismo de Los Bienaventurados, donde se declara al heredero
del exiliado, es decir, el bienaventurado, como corona de los seres, y con ello,
el hombre perfecto o verdadero, el que ha desinvertido en sí el árbol de la
vida, el caído a los pies del árbol de la vida, como se lee en “Apuntes sobre
el lenguaje sagrado y las artes” (1971), que se corresponde exactamente con
los caídos de nuevo al mar de De la Aurora.
Con esos dos símbolos esenciales y cuantos con ellos se conexionan —
diríamos que se conspiran y simbioizan con ellos— nos hallamos en el centro
de la significación filosófica del exilio en Zambrano. El exiliado es el que,
justo por desinvertir el árbol del conocimiento, deja de verlo como el “doble”
o la sombra del “otro” árbol del Paraíso, y lo resitúa en su único lugar, como
el único árbol de la vida que absorbe ese árbol del conocimiento, que vendría
a ser la pura expresión de la desnuda vida. Y por ello cae a sus pies. Y entre
estos caídos Zambrano incluye bien explícitamente al niño de Vallecas, a
Hölderlin, a Nietzsche, pero también a todas las figuras de abandonados y a
los que ella denomina procesión de grandes amadores, todos hijos del fracaso
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
15
vital más profundo ante la agresividad de la imperial historia triunfante; esas
no tan enigmáticas presencias andróginas y sobre todo femeninas, pues una a
una van deletreándose y descifrándose sobre todo en la tercera gran estación
de este pensamiento, desde los inéditos inmediatamente posteriores a la
entrega de los dos capítulos de El hombre y lo divino, es decir, desde 1953,
hasta los grandes inéditos de los años setenta. He recorrido con pormenor en
mi Logos oscuro todas y cada una de estas figuras que conciernen a ese modo
de estar exiliado de la escisión entre el árbol de la vida y el del conocimiento,
y que por tanto vienen a ser los grandes fracasados de la cultura occidental
desde Grecia a la más ardiente actualidad, donde es el propio pensar de
Zambrano el que parece asumir plenamente su condición de fracasado, y de
radical exiliado, ante la historia apócrifa, en su reiterada expresión de verse
como los restos de un naufragio. De un naufragio en las aguas de la vida, en
los mares de la aurora. Y en ello es capital el pensamiento de la feminidad y
de los hermanos en Zambrano. Pues todas estas figuras entrelazan esa
hermandad a un esencial componente femenino que constituye la matriz
misma del modelo místico de la pensadora, al igual que sucedía en el propio
Tao, de Laotsé y Zhuangsí, en cristianismos gnósticos iniciales, en
reconversiones puramente compasivas del budismo Mahayana y, quizá sobre
todo, por lo que respecta a su potencia filosófica, y de forma tan explícita y
compleja, en Ibn Arabí. En ese libro mío he recorrido con pormenor las
concomitancias y confluencias de estos pensamientos con la filosofía mística
—Hegel, mucho menos Schelling, de ninguna manera Bloch, me negarían
este calificativo de filosofía—de Böhme, con los vuelos pensantes de san Juan
de la Cruz, y los oscuros abismos tan necesarios de ser pensados de M. De
Molinos, con el propio Schelling, y hasta Scheler y A. N. Whitehead, e
incluso en modelos “ecológicos” —y tan gnósticos— tan actuales como los de
F. Kapra, H. Jonas, y mucho más aún en la psicología transpersonal de Ken
Wilber, por no hablar de esa tríada neoyungiana, prolongadora de los mundos
imaginales y daimónicos, que constituyen J. Hillman, P. Harpur y R. Tarnas; y
por lo que respecta a España, la incidencia del pensamiento de Krause en la
Institución Libre de Enseñanza, que tantas derivas mostrará en el pensamiento
y la poesía españolas, incluyendo a tres grandes maestros de Zambrano, es
decir, a su propio padre, Blas Zambrano, Antonio Machado, y al mismo
Ortega.
Y desde luego, en esta combinación de feminidad y hermandad entran en
juego diversos elementos que también se encuentran en múltiples pensadoras,
poetas y escritoras contemporáneas, como las ya citadas, y cuestiones bien
actuales planteadas, sobre todo, por el denominado “feminismo de la
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
16
diferencia”, algunas de cuyas representantes italianas prosiguen, a veces muy
explícitamente, estas exiliadas sendas femeninas zambranianas. Y así, desde
Nina (la de Misericordia de Galdós), pasando por Eloisa, o Diotima de
Mantinea, y hasta Antígona, Ofelia, Lucrecia de León o Ana de Carabantes,
encontramos en ellas los primeros pasos del exilio, los que llevan a caer a los
pies del árbol de la vida, en el seno de la vida desnuda, las fracasadas que caen
de nuevo al mar. Patentizaciones de la historia incumplida, de su tragedia, de
la historia que pudo haber sido y no fue, del otro modo de ser humano que fue
tapiado y asolado por la historia apócrifa, de la imposibilidad de unir poesía e
historia, de alcanzar la plena conciencia histórica que libraría a la historia
misma de su carácter apócrifo frente a la fuerza de la vida, del originario mar
de la vida, los mares de la aurora. Y la aurora misma como la esencial figura,
la sierpe de la aurora, de ese reiterado fracaso de la vida ante la historia
trágica, del exilio respecto de la propia vida.
Y así, se diría que paso a paso, sin saltarse ninguno, Zambrano va
componiendo, desde los mentados inéditos de 1953 a 1955, una
fenomenología de ese sentir tradicional, realmente vivido por cada hombre de
este ciclo cultural, del exilio como constitutivo de la existencia, de la
existencia en esta Era de la ocultación; ocultación acrecentada en la que
Zambrano, desde El hombre y lo divino, denomina era de la conciencia; de la
conciencia reducida a un único nivel , el más exterior y realmente ínfimo. De
forma que esa fenomenología que comienza —en tales inéditos—
estableciendo un programa filosófico completo que habría de recorrer la
pluralidad de niveles y tiempos que constituyen la real conciencia humana y,
por tanto, sus componentes trágicos y místicos y la posibilidad de una filosofía
integral —de una razón grande y total, al decir de Zambrano— que se hiciera
cargo de ellos, recala primero en la necesidad de realizar una Ética según la
razón vital, que de inmediato se le convierte en Ética de la vida es sueño
según la razón vital. Aquí está la raíz de la más compleja investigación que
Zambrano llevó a cabo, y que como tal dejó inédita, o en esas palabras suyas
citadas, como restos de un naufragio, que es lo que serían esas simples puntas
del gran iceberg de esa investigación sobre los sueños, que es lo que son sus
publicados El sueño creador y Los sueños y el tiempo.
Y en esa inmersión en la pluralidad de niveles del sueño humano,
vinculada a la pluralidad de tiempos y de niveles de conciencia que
constituyen la llamada alma, es donde van realizándose los decisivos pasos
que llevarán ya al explícito pensamiento sobre el exilio como constitutivo del
más trágico “vivenciario” humano, más allá de las consideraciones sobre los
“existenciarios” de Heidegger. Ya en los años sesenta la cuestión está
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
17
enteramente centrada a través de la secuencia que establecen con el exilio
como tema nuclear, con aquellos dos símbolos del árbol de la vida y de la
polis-alma (aunque éste como tal sólo se hará así de explícito en un inédito de
1972 sobre “La crítica de la razón discursiva”, aunque su sentido aparece
claro ya en todos los escritos de los años sesenta, en especial en los que
enseguida cito) como guías, los escritos mencionados: “Un lugar de la
palabra: el idiota”, “Carta sobre el exilio”, se diría que al completo los
escritos que componen España, sueño y verdad, y muy esencialmente
“Segovia: un lugar de la palabra” , que es el eco más preciso tanto del
“Ciudad ausente” de 1928 como del que mejor lo prosigue en 1939, “San
Juan de la cruz: de la ´Noche oscura’ a la más clara mística”. Ya en 1971,
será “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes” el que mejor delimitará
esa combinatoria de temas ancestralmente esotéricos y puramente
fenomenológicos, y en cuyo final comparece ya explícito, como antes vimos,
el árbol de la vida como el lugar mismo del exilio.
Pero ese lugar solo es plenamente comprensible remitiéndose al idiota,
como tan claramente hace Zambrano en una nota a pie de página de aquel
“Apuntes”. Él es el que centra todas las características distintivas que van a
categorizar el exilio como un universal originario y por entero vital de los
seres humanos y no el abstracto y heroico, que vendrá ejemplificado por
Edipo. Son dos muy diferentes universales humanos los que Zambrano pone
en toda esta secuencia en juego. De aquí a Notas de un método se irán
perfilando las más graves cuestiones sobre la constitución de la subjetividad,
en radical crítica a la razón dialéctica (al modo hegeliano) y a toda mera razón
discursiva. Es precisamente en este pensamiento sobre el exilio donde la razón
zambraniana más se exilia de los modos discursivos, psicologizantes,
historicistas y positivistas de la modernidad, hacia, diríamos, otro
fenomenología del Espíritu que ciertamente reserva un plano esencial a la
hierohistoria, a una metahistoria que así será enunciada, ciertamente en
prolongaciones filosófico-pneumáticas unamunianas, en la propia “Carta
sobre el exilio”, y sobre la que reflexionará de modos muy incisivos en
múltiples inéditos de los años setenta, y que rige por completo su visión del
más importante de esos inéditos, Historia y revelación. Con Zambrano
estamos ante la misma cuestión que se suscita C. Jambet ante la obra de H.
Corbin:
¿Sería posible descubrir otras fenomenologías del Espíritu que (...)
reserven el espacio de la hierohistoria, que revelen otros modos de
historicidad que el de la historia? O más aún: ¿se pueden revelar modos del
ser de la realidad humana que no sean reductibles a la superioridad
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
18
hegeliana? (...) una cuestión que está” más allá” de la lucha histórica por la
supremacía, si se la entiende como el acceso al sentido de la historia. Por esta
razón (H. Corbin) retoma las cosas en la Alemania de Hegel, de Schelling,
pero también sale, se expatría del país hegeliano...15
.
La respuesta a esta cuestión involucra toda la obra más madura de nuestra
pensadora y su intención de establecer un indispensable saber del alma. Y en
ello se involucra especialmente su propuesta de realizar una Ética, en la que
pone en juego una fenomenología de la persona, en la que, a su vez, va a
desarrollar toda su potencia gnóstica aliada de esa su capacidad
fenomenológico-poética, y en la que, sin duda, es capital la figura
“daimónica” esencial del Ángel. Ángel del límite, confín intermedio, como
titulé uno de mis libros sobre Zambrano en 1996 (Madrid, Endymión). Y ese
límite, en tal confín, con todas sus consonancias gnósticas, búdicas (no
olvidemos la recurrencia zambraniana desde los años cuarenta a la oración
Zen, Señor que yo vea mi rostro antes de que yo naciese) y sobre todo sufíes y
cabalísticas, es donde habita el exilio. Él es el lugar donde la persona se ve
destituida ya de toda máscara, al par que muestra la necesidad de que, como
tanto sigue Zambrano a Nietzsche en ello, todo lo profundo se revista de
máscaras, hasta ya no necesitar de ninguna, ya en el pleno destierro que se
convierte en el más desolado exilio, en la noche oscura del alma que revierte a
ser pura noche del espíritu donde el logos oscuro abre la más clara mística, es
decir, el despertar del alma, el desenroscarse de Kundalini hasta aquella
corona arterial.
Se producen muchos equívocos interpretativos acerca del lugar que
ocupa en Zambrano la persona, a la que se toma, equivocadamente, como el
punto de llegada de su pensar, siendo así —como veremos que ella misma nos
lo va a descifrar— que no es sino un tránsito, un paso, de ninguna manera una
“construcción”, una nueva arquitectura, frente a la que Zambrano es ya muy
explícita al final de Persona y democracia, oponiendo al saber arquitectónico
otro por entero musical. No hay en la pensadora ningún reclamo hacia el
llamado “personalismo” del tipo del de E. Mounier. Sí está mucho más cerca
de N. Berdiaev a quien leyó y admiró, como a tantos otros rusos bastante
recónditos para el pensamiento contemporáneo. Sin duda, la persona es para
Zambrano una realidad insoslayable éticamente, y en ello se cifra uno de los
esenciales aspectos antitotalitarios de Zambrano frente a cualquier
totalitarismo. Pero, al igual que de nuevo pone de manifiesto C. Jambet acerca
15
C. JAMBET, La lógica de los orientales (H. Corbin y la ciencia de las formas), México,
FCE, 1989, pág. 17.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
19
de Corbin16
, en ella la persona se descifra dentro de la gnosis, en el alter ego
del Ángel, tal como tantos gnósticos lo presentan, y como ella misma da a ver
desde su poema «A mi Ángel», de 1940, y en realidad a lo largo de toda su
obra desde esa fecha. De modo muy semejante a Corbin, y siguiendo pautas
espirituales muy similares a él, lo que le hará decirle a R. Nadal, por carta de
1974, que halla con él múltiples e impretendidas confluencias, la persona
auténtica es aquélla que la percepción visionaria y reveladora saca a la luz. E
inversamente, no hay visión auténtica que no funde, más allá de la mera
“existencia”, en la vida, la persona irreductible, singular, el verdadero “sí” del
sujeto. Hasta el punto de que ya el concepto de persona, con su connotación
enmascarada, se vuelve inservible. Podrían proliferar textos de Zambrano,
aparentemente contradictorios, sobre esta ambigüedad de este concepto en la
pensadora. Baste lo que le dice a Juan Soriano en una carta del 22 de agosto
de 1959, dando un paso más allá del Persona y democracia, de 1956:
Eso de ser persona es un necesario paso en el que no hay que detenerse
ni edificarse, ni construirse. Y si Dios me ayuda, quisiera mostrarlo o que se
sienta. Criatura viviente, ánima incendiada, chispita de luz, melodía, átomo
que danza la gloria del Creador...Persona...es la etapa ineludible humana.
Pero...trascenderlo, según san Juan de la Cruz diría.
Y es esta serie de connotaciones musicales, melódicas y fluyentes, de la
persona hacia ser esa ánima incendiada, esa crucial llama que rige Claros del
bosque y De la Aurora, la que precisamente se va recorriendo y connotando
en los mencionados escritos sobre el exilio; en puridad, sobre los sucesivos
destierros que recorren una pluralidad de tiempos y espacios que van a dar al
más radical exilio, donde se funda un espacio-tiempo presencial que es
propiamente desde el que el alma “sale” —naturalmente estando la casa
sosegada, al decir de san Juan de la Cruz—, comienza propiamente su
epistrofé, ya como alma pacificada que retorna a su propio Señor. Y esta cita
inicial de este mi escrito, tomada del Corán, y variadamente recitada por
Zambrano, en realidad, cifra un sentir rastreable en múltiples tradiciones, con
las que explícita o implícitamente dialogará Zambrano en sus escritos sobre el
exilio. El exilio, entonces, como el lugar de la salida y el retorno del alma, que
implica —al igual que en muchos movimientos del “Camino”, del Tao, y
singularmente en la Teosofía oriental de tantos seguidores de la religión de la
luz de Suhrawardî17
, esa tan similar religión filosófica a la que dice adherirse
16
Ibídem.
17
Para este nuevo recorrido por la religión perso-islámica de la luz y sus exégesis por parte
de Corbin, vid. C. JAMBET, óp. cit., págs 18-19.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
20
Zambrano en sus años finales— la anterioridad de la presencia (sâbiqat al-
hudur): el alma regresa a su patria verdadera, su Oriente, habiéndose evadido
del Occidente del exilio, porque ella permaneció allí en otro tiempo, antes de
caer en la villa cuyos habitantes son injustos (Corán, 4:77). No se trata,
evidentemente, para estos israqiyún, de ninguna patria geográfica definida
sino enteramente metafísica y mística. Es esta separación entre Oriente
metafísico y místico y Oriente geográfico la que permite al propio Corbin
plantear que, en primer lugar, existe una comunidad oriental fuera del Oriente
geográfico y de los lazos temporales de causalidad, pues tiene por lugar y
principio el universo transhistórico del mundus imaginalis . En segundo lugar,
este mundus imaginalis es entonces, a la vez, el objeto de la búsuqeda oriental
y el principio de la comunidad de los orientales, dispersados en el tiempo y el
espacio ordinarios en el mundo. Por esto, es lícito —al igual que hace
Nietzsche con aquellos que considera habitan un tiempo metahistórico de
isocronías— reagruparlos, según una fenomenología rigurosa, en círculos
cada vez mayores, hasta formar un continente oriental.
Estamos ante una muy semejante tesitura a la planteada por Zambrano
con sus exiliados-bienaventurados que son, precisamente, la corona del
sumergido continente, del logos sumergido, que es, con precisión, el logos
oscuro que enquicia a la razón, que la desinvierte de su banalidad puramente
externa, que trae la claridad y la presencia del árbol de luz, según tantas
tradiciones y expresado de la forma más magnífica en la sura de la luz
coránica y que, de tantas maneras, recita Zambrano hasta el final mismo de su
obra vinculándolo tan expresamente al olivo, al aceite y a la lámpara que no se
apaga. Tal vez, los pasos de Zambrano arriesgan, a estos respectos, más que
los del propio Massignon, y en su estela, los de Corbin, al fin quizá demasiado
apegados a todos los Orientales de las tres religiones del Libro. La
universalidad de Zambrano le lleva realmente a “fundar” con su pensamiento
sobre el exilio una verdadera religión cosmopolita, y desde luego muy
conveniente de comparar sociológicamente con el reciente libro de U. Beck,
El dios personal. Esa religión de la luz que la pensadora enuncia al final de su
vida y viene practicando, al menos, desde la primera edición de El hombre y lo
divino y es santo y seña, ya en pura razón poética, en los dos capítulos finales
de este libro según su segunda edición. Precisamente esa religión de toda
alma, más allá de la “persona” que ve reflejada en el mismo dicho plotiniano
—tan seguido por los sufíes más universales y cosmopolitas, como es el caso
de Ibn Arabì, y su haberse hecho capaz de todas las formas—, phigé mónou
pròs mónon, que realmente hay que traducir como el exiliado solo hacia él
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
21
Solo18
. Ahí, en el tránsito decisivo al fondo del alma, en su nivel más
profundo, es donde habita la propia polis, esa ciudad ausente que solo el exilio
de toda ciudad hace presente, es la presencia, esa patria prenatal en que se
orbitan todas las patrias y de la que el solo es testigo indomable e
insobornable, pues se diría con Heráclito que sabe que no se puede comprar el
corazón, porque lo que el corazón quiere se paga con la vida. Como las
antiheróicas figuras femeninas de Zambrano, que, todas, pagan con su vida la
insobornabilidad de lo que quiere su corazón, que es, nada menos, que
transgredir la historia en nombre de la desnuda vida, ese adolorido sentir que
cita Zambrano que Eloisa lanza como justamente lo que no le podrán quitar
nunca.
Testimonio entonces el exiliado absolutamente solo, pero en su soledad
encontrando la raíz misma de toda comunidad; testigo, se diría, en este
imposible presente, de un presente eterno y por ello el verdadero futuro, no
ese cruel ídolo del futurismo contemporáneo, hijo de la tan cruel divinización
de la historia, tal como Zambrano lo recorre en la primera edición de El
hombre y lo divino. Habitantes trágicos de la historicidad de los momentos
puramente exteriores, nosotros, los hombres contemporáneos de la Era de la
ocultación consagrada —recaída en el puro mundo sacro indeterminado, bien
lejos de la banalidad que se dice al hablar, sin más, de “secularización”— al
dios desconocido del futuro y el progreso puramente externo y material,
incapaces en casi todas nuestras formas de pensamiento de alcanzar a ver lo
que realmente nos pasa, lo que no acaba de pasarnos, de dar fluencia a lo que
oscuramente, o en relámpagos reveladores, nos traspasa, ese oscuro sentir de
que no vivimos solamente en esta sucesión sin sentido, en esta historización
lineal del tiempo. Bajo las muchas concomitancias existentes entre Heidegger
y Zambrano es, sin embargo, en esta crucial consideración del tiempo, y en
sus conexiones con una real Ética del pensar y el vivir, donde surgen las
mayores divergencias. He atravesado mi largo Logos oscuro, uno a uno en sus
cuatro volúmenes, por diversas perspectivas respecto de esta necesaria
comparación con Heidegger. No las puedo siquiera resumir aquí. Pero sí es
necesario recalcar dos de las esenciales críticas que Zambrano dirige bien
explícitamente a Heidegger, y sobre todo en los escritos sobre el exilio o los
inéditos con ellos conectados, o ya en su ensayo tardío sobre Emilio Prados,
recogido en Los lugares de la poesía19
. Se trata de la consideración del tiempo
18
Vid. Erik PETERSON, 1933, Philologus, “Origen y significado de la fórmula Mónos
pròs mónon en Plotino”. Lo comenta muy acertadamente, a mi entender, G. AGAMBEN
en “Política del exilio”, en la cit rev. Archipiélago, 26-27, págs. 41-52.
19
Los lugares de la poesía, edic. de J. F. ORTEGA MUÑOZ, Trotta, 2007.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
22
y su relación con la existencia, de una parte; y de otra, la finitud y el ser-para-
la-muerte. Pues si Heidegger ve en la temporalización de la existencia la
expresión de nuestra finitud, de este nuestro ser para la muerte, Zambrano
busca las temporalizaciones del tiempo que se aparta, precisamente, de ese ser
para la muerte, sino un más allá de la muerte que, en su misma aceptación de
ella, abre la más radical y trascendente vida en esta vida inmanente. La finitud,
ciertamente, esclaviza a una de las temporalidades posibles que, así, no es más
que el nivel o grado de la conciencia más esclavizada; diríamos con Nietzsche
que el más gregario; y también lo podemos decir con Laotsé o con Ibn Arabî,
que recorren muy penetrantemente la “ignorancia” que propulsa ese el más
superficial nivel de conciencia, el del hombre común y gregario. La Zambrano
más gnóstica es la que saca a la luz su teoría de la multiplicidad de los tiempos
(de la que ya ofrece una seria intuición en “De nuevo el mundo”, en 1932, y
desarrolla en “La multiplicidad de los tiempos”, recogido en Delirio y destino,
al compás que va desarrollando su teoría de los diversos niveles de sueños),
precisamente origen de la consideración de una temporalidad la más viva en la
que, como en tantos gnósticos visionarios orientales y occidentales, el acto de
presencia del espiritual funda un tiempo presencial, como dice Corbin, un
presente eterno, tal en gnóstica lo describe Zambrano. De nuevo podríamos
aplicarle, plenamente, a esta lo que Jambet escribe sobre Corbin20
:
La fenomenología del tiempo obra sobre el retorno diferente de una
misma metahistoria. Dice: no el retorno eterno del origen, sino el retorno de
un origen eterno. Este origen no es otro que la temporalidad metahistórica,
que insiste en y contra el tiempo objetivo, el tiempo de la naturaleza. He aquí
porqué Corbin tuvo el interés (...) en oponer a las filosofías de la historia que
no conocen más que un devenir único, y que transforman la historicidad en
temporalidad natural objetiva, una metafísica de la pluralidad de los niveles
del ser, de los tiempos y de los espacios.
La historia divinizada, tal como ponen de manifiesto Berdiaev, Corbin y
de la forma más explícita e incisiva Zambrano, solo puede rendirse ante sí
misma y santificar sus más trágicas y terribles abominaciones y aberraciones
en nombre de su dialéctica necesidad, de su destino. Ésta es, para Zambrano
(aquí de nuevo como deletreando la angustia ante tal barbarie de W.
Benjamin), la inmensa aporía de la historia trágica, de la que paso a paso, de
destierro en destierro, va liberando a sus idiotas, exilados y bienaventurados.
Y con ellos, a la razón misma, a la filosofía, diríamos que secuestrada en ese
exclusivo nivel de conciencia y de historización, máxime desde Hegel. Excede
20
C. JAMBET, óp. cit., pág. 20.
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al ritmo y la extensión de este escrito mío analizar los hitos en Zambrano que
escapan a ese secuestro de la filosofía —ese suicidio en la luz, según ella,
preludio de, también en sus palabras, la voluntad suicida de Occidente—, pero
es indispensable citar ya en plena modernidad a Spinoza, al según ella tan
perfecto Leibniz y su monadología y perspectivismo que tanto ella prolonga, y
sumamente a Nietzsche, origen de muchas de sus críticas al historicismo, y no
la menor a la razón histórica de Ortega no menos que a todos los
existenciarios de Heidegger que, al fin, no eluden ese secuestro del tiempo por
la historia. Algo más allá que la historia ha de ser pensado, reitera Zambrano
en los que bien podemos calificar de pasos indispensables previos para otra
filosofía que nos libere de ese tan gran totalitarismo del más banal, y por ello
el más trágico y terrible, nivel de conciencia, el que la superficializa en la sola
historia apócrifa, impidiendo que la real y verdadera, la que a todos nos
ocurre, aflore en la multiplicidad de tiempos correspondientes.
Y así, la tan debatida cuestión sobre si lo que hace Zambrano es o no
filosofía adquiere nuevos niveles de comprensión, y no solo el testarudo y más
bien burdo con el propio sentir humano, además de profundamente ignorante y
soberbio, que solo cifra la filosofía si es acorde a conceptos y categorías que
hoy vemos bien que de poco nos sirven frente a la barbarie, y ni siquiera para
analizar lo que este frenético y velocísimo tiempo histórico nos va deparando
con cambios que en milésimas de segundo —según esa mera medida externa y
lineal— ya han sido sobrepasados hacia mundos incomprensibles. Por esa
filosofía dialectizada que solo sabe decir del sinsentido de la necesidad, del
destino. En Zambrano se produce un muy radical —aunque no siempre igual
de logrado— cuestionamiento activo, precisamente en la más activa
pasividad, de los límites de la razón dialéctica, positivista, psicologizante e
historicista, por la razón misma. Y si dice con verdad, como vimos, que no va
sino que viene de la filosofía, hay en ese vaivén una muy innovadora
propuesta filosófica, que, como ella vimos decía, recorre todo el purgatorio de
la filosofía, yendo y viniendo. Vaivén que es ya muy claro en “Misericordia”,
de 1938, y que en tanto antecede a las propuestas de un nuevo pensar por
Heidegger en la Carta sobre el humanismo, con sus notas de pobreza,
ligereza, no-polemicidad, con su adentramiento en los surcos de la tierra, con
su no llamarse siquiera filosofía, o de hacerlo, agregando a su concepción del
mundo, de la tierra y de la condición humana, precisamente, la más radical
duda sobre las evidencias y las ideas claras y distintas, y aun los presuntos
existenciarios, de la filosofía tal como de Descartes a Kant, de Hegel a
Heidegger, y de él a la más profunda noche ya solo protocolaria de la
considerada filosofía actual.
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Se diría que Zambrano considera que la filosofía ha vuelto, como toda la
cultura, a una situación “prehistórica”, indeterminada y precisamente “sacral”
en su misma indeterminación y noche; y que ya sólo es capaz de moverse
entre definiciones primarias, muy arcaicas, de modo similar a como veía “La
destrucción de las formas” (1945) en la pintura, por lo demás artículo
contemporáneo de “Nietzsche o la destrucción de la filosofía”. Sin duda, para
ella, la filosofía ha de renacer con una razón más humilde y plegada a la vida,
desprovista de todo su triunfalismo luminoso, y re-plegada a su admiración
inicial hasta la más maravillada admiración, hacia el pasmo del “idiota”, hacia
su ligereza y movilidad, como enseguida veremos. Solo así podrá ofrecer en el
presente la conciencia de las Formas de la metahistoria, manifestando el
prisma o caleidoscopio de un eterno presente donde se origina el presente
histórico.
Tarea esta, para ella, de, sin dudarlo, idiotas, exiliados y bienaventurados
en el exilio de la trágica historia apabullante. Y me atrevo a decir que la
discusión filosófica con Zambrano es francamente difícil, pues siempre queda
el veneno —la cicuta, así en Claros del bosque— que sus recorridos por la
pasividad y el sentir originario destilan en esas insobornables cuestiones que
suscita más allá de la irruptora pregunta allanadora, en sus inmersiones en lo
previo a la idea, en la previa que va, se diría, danzando, a los más adecuados
ritmos musicales que el castellano ofrece, en sus pasajes más logrados como
son los de aquel libro, o en De la Aurora, del propio Los bienaventurados, y
casi al completo el más claro —pero también el más problemático— de los
libros de Zambrano: Notas de un método. Y habrá que lidiar en su propio
terreno, en el que tan expresamente acepta estar, dice ella, “en la picota de la
ambigüedad”, por librarse y librar de la unilinearidad y unidimensionalidad de
la filosofía al uso, por hallar el ritmo del alma concorde con ese mundo
intermedio que todos habitamos y que pocos dejan de reprimir en nombre de
una escuálida razón.
Y así, parece que viene a mediar simbólicamente con esos iguales
símbolos de Ibn Arabî (siguiendo directamente el Corán) —confluencia entre
dos mares— y de Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos —cresta entre dos
mares—, y enuncia en el “Hombre verdadero:José Lezama Lima”, en la parte
que dejó inédita y ha rescatado J. Forniels Ten, ese símbolo de símbolos que
es pico de ola. Habrá que aceptarle el reto filosófico a Zambrano, y ver —y es
lo que he intentado con mi Logos oscuro— si su ir y venir por la filosofía
logra unas nuevas categorías de la vida, comenzando por estas del idiota, del
destierro, el exilio y máximamente la del bienaventurado como el que logra,
de abandono en abandono, de exilio en exilio de los ideales trinfales y
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“edípicos” de nuestra cultura, desenroscar la sierpe de la vida en sí mismo y
liberar su corona arterial, esa real, en el doble sentido, glándula pineal
fantaseada por Descartes.
Habrá que medir a Zambrano por su propia capacidad de fracasar en tan
ingente tarea, viendo el modo en que naufraga en múltiples proyectos
inacabados, ellos mismos caídos de nuevo al mar, a los pies del árbol de la
vida. Y comprender este su cierto fracaso a las puertas de otra filosofía, y en la
misma potencia que esos naufragios y fracasos tienen para el filosofar, para
otro pensar que se adentre en las fuentes de la vida, exige que veamos,
siquiera mínimamente, las categorías de la vida que Zambrano extrae de esas
tres esenciales figuras: el idiota, el exiliado y el bienaventurado.
3.- El idiota, el exiliado y los bienaventurados
El idiota es la blanca faz que abre las Bienaventuranzas evangélicas, un
foco con la misma luz del reino, como lo ve y lo dice ese escrito, “El Idiota”:
un campo del reino. Y ese campo va nombrando, en sus esenciales
floraciones, los temas capitales de Zambrano, y por tanto concita todas las
cuestiones que, desde aquí, van a fluir ya como razón poética, convirtiendo así
al idiota en el heredero, hijo y foco de resolución del propio amor desvalido de
Diotima de Mantinea. Foco de luz integradora y hacia la unidad de fondo del
árbol de la vida que conduce ya hacia la consideración del hombre verdadero,
de la raíz misma de la “profecía” del hombre, de su condición universal que,
ya en De la Aurora, está figurada en el propio Adam Cadmón de la tradición
mística judía, como el ya de la realidad más amplia del hombre que habrá de
ser recuperado de nuevo, que puede ser alcanzado en cualquier instante, si es
que —en la pertinaz cita que Zambrano va haciendo de Angelus Silesius— se
ha ido escalando el propio corazón como si fuese una montaña, hasta alcanzar
su cima que linda con “lo celeste”, o que ella misma puede llegar a ser en
algunos seres humanos privilegiados —por su abandono de lo “propio” y por
su disponibilidad a su propio y real “Señor”—ara coeli, tal como ya se va a
extraer de toda esta secuencia sobre el exilio tanto en la segunda parte de El
hombre y lo divino como en su libro par, Claros del bosque.
Nos aproximamos a la singular Geviert zambraniana, esa irresuelta unión
de cielo y tierra, dioses y mortales en Heidegger, que en la pensadora se
resolverá en esta ara coeli que acabará siendo el hijo del universo, tal como ya
lo expone Los Bienaventurados. Pero la “raíz”, la tierra desde la que se erige
esa ara coeli no es sino el idiota, en radical contrapunro a la montaña invertida
en abismo en que se ha sumergido la cultura occidental, para la que el colmo
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de la irrisión —desde su abismado “valor” de lo exitoso, heroico, agresivo y
del “yo” imperativo— es ofrecer como modelo de lo humano al idiota, al tan
chamánico místico de Laotsé y Zhuansí, al viviente animal silencioso de Ibn
Arabî, al príncipe Mishkin, al, según Nietzsche, asno de Jesús, que solo sabe
decir sí, al propio Nietzsche diciendo “¡Qué importo yo!, al tonto del pueblo
sobrevolando nuestra gran inteligencia y nuestro constante estar pre-ocupados.
Y no tan curiosamente, sin embargo, todas las caracterizaciones que se hacen
en este escrito de este “idiota” son también atribuibles a la Nina de Galdós, la
más relevante personificación , según Zambrano, de los caídos al pie del árbol
de la vida, de los caídos de nuevo al mar; pero, aun con ello, la única que
cumple las condiciones del pájaro solitario, tal como las enunció san Juan de
la Cruz, en tan clara prosecución de todos los raros enunciadores sufíes persas,
desde Avicena, pasando por Farid-Uddin-Attar y hasta algunos de los sufíes
hispánicos.
Y por ello va de la mano Nina del idiota componiendo ambos la figura
que da paso al verdadero ya del hombre verdadero, el bienventurado, y cuyas
notas distintivas paso a enumerar: la abismática soledad en que se abren
tiempos germinadores y su correlación con la palabra recreadora; el “alma”
como diapasón que recorre todos los niveles de conciencia, haciendo epojé de
la “existencia”, a cuyas necesidades se atiende solo lo indispensable, y todo lo
indispensable que sea para la existencia de los demás, siendo realmente
vivientes conspiradores de una lejana y profunda respiración. Y están
prefigurados aquí los propios Claros, y la misma Aurora, en las reflexiones
sobre la melodía de lo indecible, el cuerpo sonoro de la palabra, sus
caracteres más sensibles, figurativos y musicales. Y el idiota, como Nina en
su constante ir y venir desamparado y misericordioso, muestra su móvil lugar
quieto como el confín adonde llevan los claros y la aurora. Ellos dan a ver
cuál es el límite de la condición humana, sin representar nada, sin mimar
imitativamente nada, ni a sí mismos. Ellos son el límite mismo de la filosofía,
del lenguaje, de la historia; y parecen llevar consigo todas las características
que Claros del bosque dará del alma: errantes, no vienen ni van propiamente,
aparecen y desaparecen, enviados o desprendidos de alguna otra patria. Son el
exiliado perfecto. Y así se describe al idiota, saltando y haciéndose visible en
un hueco, en un vacío, en una nada; y lo recorre todo, pasa por todo, luego es
el diapasón. Y así está en todas partes sin intención, privado de todo
pretender. Tal vez pensaba Zambrano en Nietzsche y en algunos relatos sobre
sus días postreros, ya postrado en la locura, al escribir:
A veces un temblor apenas perceptible le recorre ante alguna mirada o
ante algo que solo él ve. Y entonces se diría que se cierra, que se oculta
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entrándose más en sí mismo, retirándose sin moverse de la visibilidad. Puesto
que todas sus variaciones se reducen a hacerse más o menos visible, como
una luna en el cielo movedizo o en el agua remansada
Es la constelación lunar, acuática y de quietud que pertenece al idiota y
que es la que “siembra” la posibilidad del bienaventurado como ara coeli, el
inicio, pues, de la conspiración (dicho sea en término del gran “idiota” Rumi),
mejor que Geviert, que abre el lugar del bienaventurado. Y corrobora que en
ese pasaje piensa en Nietzsche cuando dice enseguida que su cuerpo se
asemeja a los astros y aparece y desaparece en un horizonte propio, siguiendo
su propia órbita. Es la misma condición astral y orbitada que en “Los seres de
la aurora” ve en la locura de aquél, en su haberse quedado en lo que presintió
y aun pensó: en cuerpo luminoso que en su interior queda oscuro. Desde esa
constelación astral, lunar y acuática, recorre el propio ir y venir del idiota
como viviente y no como existente:
Un hombre, pues, pero que no se conduce humanamente, ya que su
medio no es la historia, ni la sociedad. Tampoco puede, por tanto, presentarse
como individuo, siendo un caso de extrema individualidad. Y tampoco es
ninguno, ni lo que se llama un nadie: Es uno; un puro habitante del planeta, y
más que del planeta, de este que no acaba de serle propio, del sistema solar.
Avanzamos hacia el hijo del Universo con este simple viviente, esta sola
criatura. Y de nuevo resuenan estas palabras en las que veinte años después
escribiera sobre Nietzsche en “Los seres de la aurora”:
Se diría que se volvía criatura, librándose de ser persona, máscara.
Y con ello acabamos de entender lo que vimos, le decía a Juan Soriano,
sobre cómo hay que traspasar a la persona hacia la criatura viviente, el alma
incendiada, la chispita de luz, la melodía, el átomo que danza la Gloria del
Creador. Eso que entonces pedía tiempo para realizar es lo que de inmediato
escribe en “El Idiota” como la conversión de la persona en criatura, camino
ya de verla como hijo del universo, y desarrollando así las raíces de la
metafísica experiencial hacia la que se abocaba en los capítulos finales de la
primera edición de El hombre y lo divino, donde ya reclamaba esta conversión
del hombre en hijo, criatura. Estamos, pues, en la raíz misma de la Ética, de la
que solo va a ser un desarrollo muy parcial Persona y democracia, y que
varios inéditos van a prolongar hasta estos escritos sobre el exilio que son los
que encuentran su médula. Y desde ella es como comienza la más incisiva
confrontación con Heidegger que, como señalé, se va a prolongar en todos los
grandes inéditos —y en algunos muy explícitamente— de estos años sesenta y
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setenta y desembocará en las tan sibilinas referencias a él como el filósofo (se
entiende, por excelencia) en Los bienaventurados, y claramente contrapuesto
al exiliado y al bienaventurado, del que también es paradigma el propio
Nietzsche.
Bajo el dasein de Heidegger, Zambrano cree haber señalado un límite, un
confín de la experiencia y la condición humana. Y así ahonda los
existenciarios hasta, diríamos, llevarlos a ser vivenciarios, notas de la humana
criatura viviente (cerca, muy cerca de aquella propuesta de Ibn Arabî de
volverse animal, simbolizado en Enoch), categorías de la vida bajo las de la
existencia. Y aquí hallamos el núcleo más vivo del recorrido de Zambrano por
el sentir místico, pues, al igual que señala M. Hulin, en ese espléndido libro
que es La mystique sauvage, que los místicos conculcan los trascendentales
(yo, mundo y Dios), Zambrano también se sumerge bajo ellos, y traspasando
así la pura fenomenología de la percepción y de la intencionalidad. Y así
escribe:
No mira el idiota, privado de intención como va. No se diría que percibe,
sino que sabe. Y que en su interior los seres, las cosas y lo que entre ellos hay
y se mueve, se reflejan en una justa proporción, como un pasaje estelar. Que
la realidad movediza y ambigua, en vez de ser percibida, en esa nuestra sólita
conciencia temblorosa, discontinua, agitada por temores y apetitos, sea
simplemente sabida. Sabida al modo como llegan a saber los que no sienten,
ni despiertan interés alguno.
Un ser, una criatura de las aguas que puede respirar dentro de ellas, como
ya se decía en El hombre y lo divino. Es decir, plegado a las ocurrencias de
una realidad orbitada. Límite adonde ha descendido la condición humana para
encontrar su propia básica respiración, antes de toda percepción, su propio
saber infrahumano y suprahumano más remoto, estelar y entrañado: ara coeli
del silencio:
Un remoto saber, sumergido en el silencio.
Es el saber que revela al Cordero, ese centro simbólico-espiritual del
modelo místico de Zambrano, tal como lo expliqué con todo pormenor en mi
Logos oscuro, y que en El Idiota, como después en Claros del bosque, aparece
como la mirada remota. Y ese saber revela también a la aurora, preludiando
aquella raya de la aurora del libro de 1984:
El saber del idiota parece a punto de revelarse. Más se queda en la línea
de flotación, en la raya imperceptible de la aurora.
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Tan cerca del Tao y su plegado saber estacional y vinculado al
movimiento de los astros, a esa línea de flotación de la vida respirante. Desde
aquí hemos de irnos a Notas de un método, a las aguas en las que naufraga el
“sujeto”, pero no ese viviente que entre ellas vive; y a aquellas figuras del
pasmo y la admiración iniciales del saber, y su ruptura por la pregunta. No
pregunta el remoto e íntimo saber del idiota, pues él habita en el mundo
anterior a la pregunta, el que fue irrumpido por la primera filosófica, que,
como toda pregunta, supone –según se decía ya en la primera edición de El
hombre y lo divino- la pérdida de la intimidad y la ruptura de una adoración.
Reiterando Zambrano su propia adoración a las estaciones y las fases de
la luna, presenta al idiota como el nacido, siendo todo él del nacimiento. Y lo
que en la “mala” compasión —esa que zarandea Nietzsche— es creído decir
piadosamente por aquellos que dicen que no debe ser mirado como un
enfermo, entonces, sino como alguien que es así de nacimiento, se le convierte
a la pensadora en la señal distintiva de un nacimiento sin razón, y como el
hilván mismo que une esta nuestra vida en la Era de la ocultación con el
“antes” de ella y sus modos de sabiduría de las herencias chamánicas y
femeninas en el Tao, y las resonancias que ello adquiere en ciertos niveles de
nuestra propia conciencia, desde donde tal vez podamos comprender al
chamán, a lo femenino y al saber respiratorio y estacional del Tao. Pues desde
esos niveles podemos respirar, percibir y así comprender que todo está
naciendo, y cada uno de nosotros somos sus testigos y sus alentadores, que
nosotros somos el pasmado ser viviente tan silencioso y remotamente sabio, el
hijo mismo llovido del cielo, la piedra caída de una luna llena, nacidos porque
sí, o hijos de otra razón:
Parece que el nacimiento sea todo en el idiota. Y como del nacimiento no
hay razón, se queda así el idiota ante el sentir de la comunidad, suspendido
entre cielo y tierra, como dejado, al retirarse, por un mar desaparecido para
siempre, o como llovido del cielo; piedra caída de la luna en plenilunio.
Tal aparece en la “Carta sobre el exilio”, el idiota es el exiliado perfecto
y dispone de ese exilio como carta de presentación ante la bienaventuranza.
Más, de nuevo, la contraposición con Heidegger se impone, y en su estela
Sartre, que ven al hombre como arrojado, y en su mismo estado de-yecto,
absurdo, pasión inútil, o sometido a la angustia, único cauce para una posible
autenticidad. Nada de esto vive, así, el idiota, el caído del mar de la vida, del
plenilunio. Él, en su extrañeidad o extranjería, es el simple, el lugar de la pura
simplicidad. Y este lugar coincide con el de la intuitio mystica; y será que
todos los místicos, y de modo tan esencial Plotino, aspirasen, dicho en la
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simple glosa de P. Hadot sobre él, a la simplicidad de la mirada del idiota que
Zambrano describe aquí.
Si hay un lugar de la obra de la pensadora que corrobore que toda ella y
su “método” conducen a una filosofía de la respiración es éste. En él ya se
ponen en respiratorio movimiento las esenciales notas de un método para un
movimiento respirado y meditado en la experiencia de la vida. Abandonado, el
idiota —como el método de la vida—no tiene “camino” por no proyectar
nada; y diríamos, no sólo con Machado, que lo va haciendo, más que al andar,
al girar:
Pues que no va propiamente a ninguna parte, no tiene camino. Anda
siempre dando vueltas; su moverse es un girar.
La imagen que se impone de inmediato al que sepa la anécdota de el gran
sufí Rumi que se puso a girar por primera vez al ritmo de los astros y en su
órbita al oír el martillo de un herrero mientras caía la tarde, obedeciendo a su
feliz corazón hasta caer loco de alegría, pasmado, en medio de la calle,
iniciando así la danza de la imagen, la luz, el sonido, los astros inscritos en el
ara coeli del corazón humano; la danza de los sufíes giróvagos, la sama. Va y
danza y gira el idiota de Zambrano, como ya dijo haber ido el idiota de Lao
Tsé, al igual que el hombre divino de Zhuangsí, plegándose y girando al ritmo
de los astros y también pasmados. Y gira el idiota en torno de un salto, de algo
que no está, que constantemente se inspira y respira, un eje móvil e invisible,
alentador siempre, y sobre todo nada compacto, nada sustantivo, y que no va a
ninguna parte, no proyecta nada, o hace la nada en todo proyecto, y es capaz
de moverse de modo airoso en toda compacidad, y aun de airearse entre los
rigores del laberinto, siempre sin ser nada notable ni notado, pero que salta y
cuando se va del laberinto solo sonríe. Serán todas, además de notas de un
método, notas del “alma”, de su saber. Y de su misma condición alada y
respiratoria tal como se perfilan desde los años treinta, aún más en La
confesión, más en El hombre y lo divino, y del todo en Claros del bosque. Y
siempre orientadas a “algo” que aquí se ejerce con total soltura: primero, su
capacidad de airearse y saltar del laberinto que forma la multitud; segundo, de
sonreír y convertir la sonrisa en paloma que va de vuelo, simplemente, y nadie
se atrevería a decir que desorientada; y tercero, que lo que la orienta hace
coincidir amor y libertad. Todas estas notas se corresponden con las del pájaro
solitario. Así las anuncian tres textos de este escrito de Zambrano que hablan
de ese laberinto, el primero; de la sonrisa y la paloma, el segundo; y del lugar
de amor y libertad adonde se orientan sonrisa y paloma, el tercero.
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Y así, a través del primero, se cumple la etimología griega de la idiotez,
como el que no participa, mas no en el sentido político negativo en que lo
resalta Tucídides en la Oración fúnebre de Pericles, y como este lo ve desde
la concepción ateniense de la participación democrática. Pues sucederá la
paradoja de que el místico será radicalmente idiota en el sentido de que se le
impone la no participación en las motivaciones psicosomáticas gregarias
desde la ruptura que en sí mismo siente de los mecanismos mentales
representativos. Lo que no quiere decir que se niegue a participar de las tareas
éticas y políticas de la comunidad. Bien al contrario, parece que su liberación
de esas cargas le lleva a dedicarse más intensamente a la comunidad, de
maneras bien constatables en los grandes y “pequeños” místicos. En esa
tesitura de amor y libertad sitúa Zambrano al idiota y que a la muchedumbre
enlaberintada suele parecerle pura idiotez.
Y del alma y su mismo “lugar” en medio de la comunidad pasa
Zambrano a su raíz, la palabra. Las palabras “blancas” del idiota. Siguen
conformando esas palabras sueltas del idiota el mundo de la singular
gramática no representativa, manifestaciones, como lo son tantos relatos de
experiencias místicas, que tratando de decir su gran felicidad llegan al confín
de la palabra, ante lo “inefable” en palabras representativas y aun expresivas,
y dejan un no sé qué que quedan balbuciendo, y que a veces lo que balbucen
se concentra en una sola palabra, o en dos simples nombres conectados, como
aquel gemido tan claro: mi amado, las montañas, que también él parece
inscribirse en la misma parataxis taoísta tan frecuentada por los poetas-
pensadores sufíes. Esas son las manifestaciones de las blancas palabras,
puramente nacidas, que, a veces, parecen no decir sino lo obvio y evidente:
Blancas palabras sin carga alguna de expresión, puras palabras que
manifiestan cosas que están a la vista de todos. En su recorrer sin fin entre las
gentes, un mediodía, en un instante, se acerca a alguien, o se para en medio
de la plaza, y dice, dice señalando hacia arriba: el sol, el sol, el sol...Y si
sucede que alguien obedeciendo la palabra del idiota vuelve la vista al sol, ha
de cerrar los ojos enseguida, pues se deslumbra. Mientras que el idiota,
deslumbrado ya desde siempre, se queda mirándolo y sigue repitiendo a
intervalos, el sol, el sol, el sol, durante mucho tiempo. De su cara se van
borrando las facciones por la luminosidad que lo envuelve, blanca. Una luz
sin combustión alguna. Luz tan solo.
No pretendida ironía de unas palabras que deslumbran con el sol, pero
que ellas no proceden de el, señalan desde “otra luz” que ha caído en lo hondo
del alma del idiota, en su centro, en su vacío, en su hueco, y en las oquedades
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de la palabra. Es la luz que desciende su propio silencio desde los remotos
cielos haciéndose un centro, un vacío, un hueco de quietud. Y que ella misma
se convierte en el pozo oscuro de toda representación, pura luminosidad en el
oscuro corazón. De nuevo el ara coeli; el corazón mismo en el silencio que
trae este logos oscuro, de más allá que el sol, la luz del arriba en el más abajo.
El idiota, sin saber, habita el lugar del anonadamiento, el centro del vacío
que puede ser una fiesta de orden y conexión; el lugar “paradisíaco” del
hombre primero que no era, aún, ni embrión ni proyecto. Así lo expresa “La
Balanza” de Notas de un método en su hermenéutica del Génesis y de los dos
árboles del Paraíso. Pasaje que es el primer continuador de “Apuntes”,
correlativo a la visión que aparece en De la Aurora sobre el Adam Cadmón,
sobre el hombre primordial que es ya todo el hombre, antes de convertirse en
embrión que se va gestando a través de la historia. En estos pasajes están
planteados los dos planos esenciales del hombre que corresponden a dos
niveles diferentes de conciencia y que revisan el ser-en-el-mundo del Dasein
heideggeriano y sus caracteres, como fenómeno unitario, de ser mundo del
mundo (mundidad) y su comparecer como la totalidad de las remisiones,
frente a la que el pensar heideggeriano se mostrará impotente, según Sini21
,
por su confusión de los signos comunes, ya empíricamente establecidos como
clase de cosas aparte, con la relación sígnica; confundiendo lo ontológico de
ser signo (ser resuelto en relaciones sígnicas), que es pertinente a las cosas en
cuanto remisiones, con esos signos que son instituidos por convención (sobre
la base del lenguaje, a su vez, también instituido convencionalmente). Esta
última confusión es típica de la semiótica empírica de nuestros días, pues
ignora la necesidad de distinguir entre tres estratos del signo y que, a sus
modos raciopéticos, distingue muy bien Zambrano y es la que guía su
distinción entre palabra, lenguaje y signos convencionales. Para Sini, estos
tres estratos distintos del signo son: la relación sígnica (carácter ontológico
del remitir en el que están involucrados el hombre, el mundo y todas las
“cosas” del mundo, los pragmata); el lenguaje y los signos convencionales.
La teoría de Zambrano sobre la significación de la palabra involucra esa
dimensión ontológica que Sini denomina relación sígnica, y en la que la
pensadora incluye el carácter del remitir de todos los seres a la palabra;
mientras que el lenguaje es un conjunto de signos convencionales que ha de
volver una y otra vez a su fuente, a su remitir siempre a la palabra.
Adentrándose en el sentido del mito del Génesis, Zambrano encuentra
ese lugar que sigue habitando el idiota. Tal vez el mismo que una y otra vez
21
Pasar el signo cit., 1989, págs. 25-26.
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relatan cómo pueden en signos convencionales del lenguaje los místicos, y en
el que todo se resuelve en la que Sini denomina relación sígnica o carácter
ontológico del remitir en que se involucran hombre, mundo y pragmata. El
lugar, pues, del Jardín del Edén es el de la unidad misma, que no puede
decirse que haya sido desentrañado, pues en él aún no hay, como tal, entrañas;
y en su lugar lo que hay es ritmo, número, sonido. Puro lugar de la palabra
recibida en el que aún no hay lugar para el camino que sólo será necesario
cuando la historia, la sierpe enrollada en el árbol del conocimiento, despliegue
sus anillos en extensión. Ese pasaje de Notas de un método describe
imaginalmente cómo pudo haber pasado del nivel de la unidad y la inocencia a
la dualidad y extensión que la historia inaugura, en la que va sin decir ese
segundo nacimiento del hombre “caído”, esas segundas aguas amargas en las
que tendrá que renacer, entonces, por tercera vez; y apenas es aludida la
espiral de la historia en nueva evocación del libro de M. Schneider, El origen
musical de los animales símbolos. Y ahí resalta la contraposición de esa
espiral rescatadora con la figura del laberinto de la historia, el que recorre y se
salta el idiota, el inocente. En suma, aquí están los dos planos que el hombre
lleva consigo: el que le hace ser embrión y larva de aquello mismo que ya es:
el nacido, el hombre verdadero: el ser el que se iba a ser, según Píndaro, tan
recitado por Nietzsche, por Ortega y la propia Zambrano.
Algo resuena del principio y del Paraíso en la palabra del idiota. Su
figura del pobre de espíritu aparece como el rescate del lugar de la palabra,
como su inocente guardador; pastor, entonces, de la palabra, no del ser
exactamente. Y con ello, él también es contrafigura, o el envés, de la sierpe
del árbol de la ciencia. Él sería la sierpe sin el espejismo que malogró su
figura enroscada al árbol de la ciencia; que ha existido, pero que de ningún
modo puede vivir realmente, pues el único que vive es el continuamente
recreado —reverdecido— árbol del mundo, el de la vida. Sería oportuno
recordar simplemente los árboles invertidos que aparecen en el Purgatorio de
la Divina Comedia. Ahora recordemos la sierpe blanca y el disco blanco
amansados que acoge Diotima de Mantinea en el escrito de ese nombre
(1956), y preveamos la misma sierpe blanca de “El sueño de los discípulos en
el huerto de los olivos” (1971). La sierpe blanca rescatadora de sí misma, de
sus espejismos y caminos —los del deseo y la avidez, y el de la reductora e
instrumental inteligencia tal como se describen en “El camino recibido”
(1975)— en su desplegarse en la historia. Tal vez comprendemos así mejor los
versos de Lorca que encabezan “El idiota”: ojos de los idiotas / campos libres
donde silban mansas cobras deslumbradas. Campos del reino donde la sierpe
se libera en mansa cobra deslumbrada en su propio pasmo. Caminamos, pues,
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hacia el sentido de la vinculación entre este universal humano —que preserva
su más idiota y no participante figura, la que va desprendida del espejismo, la
avidez y el laberinto de la historia— y esos campos libres que en sus ojos ve
Lorca y que Zambrano revierte a la libertad del reino.
La concepción de la luz está en juego y todo el entramado de sus
relaciones sígnicas, sus signa (en el sentido de signos cosmológicos que le da
Sini, al igual que Zambrano), y lo que ellos dicen de la palabra inicial,
escondida y siempre germinante. De ello es signo real el idiota al que se
compara con una novia de entera inocencia, la extremada pasividad. Con el
idiota recae, ciertamente, la propia Zambrano a los pies del árbol de la vida,
como ve que recaen en ellos todas sus figuraciones de los restos, las ruinas de
eso que pudo haber sido el hombre y no fue y que, sin embargo, es lo mismo
que en un presente ya, aunque obviado —sin más camino que el tan oculto
recibido—, humillado y avasallado, conlleva el que el hombre pueda seguir
naciendo. Y entonces el idiota aparece como la figura de lo previo, de la pre-
vía hacia el Método. Él, en su pobreza de espíritu, conforma las notas
segundas del método que irán ya a dar a las que serán terceras: las que se
configuran entre Claros del bosque, Notas de un método —que es el que
mejor las concentra— y De la Aurora, y ya tocando el diapasón completo en
las figuras herederas de este idiota: el exiliado y los bienaventurados.
Era indispensable recorrer esta figura del idiota para avanzar hasta el
final del diapasón y hacer ver la verdad de ese lema de Zambrano: Nada de lo
real debe ser humillado. Y esencial es todo esto para ese método que busca
hacerse cargo de todas las zonas de la vida, como se enuncia en Claros del
bosque, pero también dando la clave de esta luz, al fin, tan diferente de los
claros de Heidegger. La luz que surge solo del re-comenzar total y que se hace
cargo de todos los niveles de conciencia, y más aún de los obviados y
avasallados, pues en ellos nace esa luz abisal que, sin embargo, puede ser la
del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad, como se
dice de el “Método” de aquel libro. Mas, concluye ese pasaje, ¿Cómo
sostenerse en ella?
Eso es lo que ya suscita este universal humano que es el idiota. De forma
que esta figura es decisiva en el proceso de “caotización” —dicho según la
propuesta taoísta que recorro en El logos oscuro— que fue descendiendo
Zambrano en los cinco descensos a las tinieblas que realizó en la primera
edición de El hombre y lo divino, y que conciernen a la liberación del sujeto y
sus máscaras y hacia una “personalización” a través de la más radical soledad
—la del solo con el Solo plotiniano y sufí—, que solo ella puede incardinar en
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el mundo de la vida, pues ya ella es una soledad en comunidad con toda la
vida. Avanzamos hacia el hijo del universo.
Y así, tras haber mostrado al idiota sumido en aquella luz sin combustión
alguna, introduce la pensadora en este escrito sobre el idiota el ya típico algo
que se correlaciona con la luz, con lo divino, con la palabra y con el alma. Es
lo que aquí significa ese algo que ha descendido sobre el idiota penetrando su
vacío. Estamos “penetrando” el propio atravesar de Heidegger, y en el centro
de su apertura, y penetrando, atravesando y abriendo su mismo silencio, el
silencio “ético” y “político” tan constatable en Heidegger. El silencio que
acalla toda trasmisión, y amenaza con hacer idiotés, en el propio sentido que
le dio Pericles, no partícipe, es decir, con separar, a quien lo recibe, de la
comunidad de sus semejantes.
El idiota zambraniano no se separa de su comunidad, tan solo queda
desposeído y como campo libre que si se muestra “separado” es porque de lo
que él no puede participar es de la avidez, llevando consigo la raíz de otra
forma de comunión. Pero antes de ver esto, veamos qué es el algo que ha
confluido con el alma del idiota, o ha configurado ese “alma” como lugar de la
palabra:
Algo ha debido descender sobre el idiota, penetrándolo, inundando ese
vacío, donde se forma la palabra, ese hueco donde resuena ya antes de ser
pronunciada: Esa mágica gruta donde la palabra reverbera, lámpara, cristal.
El lugar, pues, donde se ha trasfundido la luz misma en la apertura
propiciatoria —el sacrificio propiciatorio del ayuno del corazón, según
Zhuangsí, y que tanto cita Zambrano; de la pasiva disponibilidad—,
convirtiéndola en llama, en las lámparas de fuego sufíes y sanjuanistas, y de
tantos relatos místicos. Desde el “San Juan de la cruz” de 1939, se explica
esta correlación entre la palabra reverberante y la lámpara, y el resultado de
ese, según los sufíes, fanâ, esa extinción que, a través del baqâ, es creadora en
el propio vacío, destiladora de lo que queda: el resto, es decir, la propia real
figura, más allá de la “persona”, esculpida en cristal, diamante, en perla que
significa la concepción virginal del alma.
Ya en concentrado Sutra, Zambrano —cerca, muy cerca de Massignon—
eleva al idiota al mismo Fiat marial del que él es tan inocente y vitriólica
figura, tan silenciosa, quieta y sin siquiera afán alguno trasmisor, salvo avisar
de que ahí está el sol, cuando el sol está ahí, y corroborar de que si haciéndole
caso lo miramos directamente nos quedamos ciegos, mientras que él, mansa
cobra deslumbrada, se queda mirándolo sin peligro porque la propia luz de
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
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sus ojos sobrepasa a la luz del sol. ¿De dónde esa luz blanca que lo protege y
envuelve, esa luz sin combustión, esa luz tan sólo?
Algo ha caído en lo hondo del alma del idiota, en ese su centro, y en esas
sus oquedades en los lugares de la palabra, haciéndose su dueño. Un silencio,
sin duda: el silencio que desciende desde los remotos cielos. El silencio que
priva y suspende y que es como un lazo que fija en la quietud al ánimo y al
entendimiento, que llena el corazón como ninguna palabra o música (...) un
silencio que acalla todas las trasmisiones, aun las de los sentidos, y que
amenaza con sustraer al ser que lo recibe de la comunidad de sus semejantes.
Aún dará este escrito sobre el idiota cinco pasos más al fondo, hasta
aquella luz tan sólo, abriendo así otras tantas perspectivas del progresivo
significado de esta estación previa hacia el completo exiliado que es el idiota.
Esos cinco pasos son: primero, lo que les sucede a los comunes no idiotas
cuando ellos mismos hacen o dejan que llegue su silencio revelador; segundo,
qué cierta relación de violencia hay entre ese silencio y la palabra, y cómo la
tragedia griega logró hasta cierto punto abrirlo con algunas palabras; tercero,
Edipo y el idiota como dos universales del hombre, el uno de la elección y la
decisión que marca toda la historia, y el otro como sujeto pasivo bajo ella;
cuarto, la salida de la aporía a que se llega desde esa doble situación mediante
el camino que abre ese sujeto pasivo, nivel en que el hombre se muestra
disponible, en estado naciente; y quinto, la desposesión del idiota como el
campo donde germina la libertad sin avidez, ese abismo blanco de la sola
palabra, su guardador, por en medio de la historia trágica; el nivel, pues, que
preserva la resurrección de nuevas auroras por nacer —como dijera
Nietzsche—; de una historia ética inscrita en —o siendo ella misma-—espiral
de la historia atravesando la trágica historia lineal-sucesiva.
4.- Simples auroras por nacer desde el exilio como patria
Lo que abre al ser humano al silencio sin fronteras —recordemos el
Océano sin riberas del Corán— es otro género de espacio-temporalidad que
la histórica y la sucesiva, y la que de ninguna patria concreta. Un tiempo
compacto, en que los tres tiempos sucesivos se concentran en dos diferentes
modos según el velo que haya rasgado la revelación y la situación vital a que
ello conduce. De una parte, si lo que se manifiesta es una “culpa”, un yerro del
que uno pude ser inocente desde la sola perspectiva del conocimiento racional,
pero por entero culpable por haber sido irruptor de las propias demandas
vitales con ese solo conocimiento. Sobrevuela la imagen de Edipo. Si la
revelación nos sitúa ante tal culpa, es el pasado el que absorbe al futuro; y si
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“algo” no se remueve, esta compacidad del tiempo se hará regresión sin
salida, obsesión sin cauce. Intervendrá la parálisis, llegará la inmovilidad, una
fijeza peor que la muerte.
Si es la gracia o la evidencia de la verdad lo que envuelve todo, será el
futuro el que arrastrará todas las dimensiones del tiempo. Esta es la antesala
del presente perfecto. Y así, este futuro es como un presente desconocido que
libra del futuro como el previsible ídolo oscuro. El futuro hecho presente
desconocido e imprevisible sobrepasa toda instrumentalización, todo estar a la
mano; es inasible e inanalizable: no es posible asirse donde solo se puede
flotar. Pero esta flotación es muy distinta de aquella por la que se flota en el
extremo opuesto: en los infiernos de la luz. Es esta una flotación en los
abismos de las aguas primeras de la vida. Ahí flotan el idiota, el exiliado y los
bienaventurados. Hasta ellas acceden, señalo por mi parte y muy de acuerdo
con el psiquiatra italiano E. Borgna22
, los que han podido librarse de cualquier
y tan “normalizado” proceso psicótico, o simplemente obsesivo, en la
multiplicidad de obsesiones que nos paralizan el tiempo, u obsesivamente nos
conducen a regresiones sin salida, sin respiración posible, hasta la asfixia.
Sólo el naufragio en las respirables aguas de la vida saca de esa situación. Y
así, dice Zambrano que en ciertos naufragios el abismo de las aguas sostiene.
Resolviendo de antemano aquella especie de enigma que le va a lanzar a
Ortega en Notas de un método, donde le acepta que la vida humana sea un
naufragio, y que solo en él puede pensarse; sí, pero ¿en qué aguas se
naufraga? Pues, plegados a esas situaciones del silencio y de la gracia de la
vida, o de la evidencia —a veces sólo vislumbrada—, lo que naufraga es toda
nuestra fácil evidencia representativa, la mera historicidad y la tan reducida
convicción de ser sólo mecanismos sensoriomotores, manejables,
instrumentalizables y asibles, bien a la mano de todo poder; son las aguas
segundas las que naufragan, en las que somos los náufragos en las aguas de la
historia. Y así, naufragar en la vida es liberarse de las historias apócrifas
dueñas de nuestras obsesiones y fijezas.
Más, dice Zambrano que no es posible decir nada ni cuando el pasado
absorbe al futuro ni cuando el futuro se hace presente desconocido,
imprevisible e inescindible. No es posible “decir” nada en “lenguaje”, el solo
22
Quien en un muy perspicaz artículo, “La patria perdida en la Lebenswelt psicótica” —
en Archipiélago, págs. 53-60— señala la enorme importancia de las reflexiones de
Zambrano sobre el exilio en Los bienaventurados para la comprensión que tiene la
psiquiatría fenomenológica de los procesos psicóticos, y sus mismas relaciones con la
melancolía y sus vinculaciones con formas y halos semánticos, yendo hacia la dimensión
radical, eidética de estos fenómenos y sus liberaciones y metamorfosis.
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perteneciente al tiempo sucesivo y a la pura historicidad. Este tiempo ha sido
conculcado por las dos experiencias reveladoras, sea de la culpa o de la gracia.
Y así, para decir algo —y sobre todo, para decir el “algo” que ha llevado a esa
situación— tiene que intervenir cierta violencia, la que de por sí puede y suele
desencadenar la propia situación de “culpa”, u otra más sutil que implica la
violenta subversión de esos mecanismos psicofísicos en virtud de que se ha
visto con radical precisión que ellos son la carga misma, no viven, y si existen
es porque se alimentan con la propia avidez, hambre insaciable según ese
juego sensoriomotor y de las fantasías. Frente a ello surgen, a veces, desde el
sentir más originario profundas resistencias a dejarse someter por esos
criterios. Sibilinamente, dice Zambrano que no se le puede calificar sin más al
idiota de Edipo sin violencia, sobre todo desde la reduccionista versión
freudiana. Pues lo que el idiota muestra es, sin saberlo él, la extremada
resistencia que todo ir naciendo conlleva, la radical violencia con que se
impulsa la posibilidad de volver a ser sujeto pasivo, criatura. No es sin más un
Edipo sin violencia porque en él está cuajada un alba de quietud que al
hombre común, al no acabado de nacer todavía, el alcanzarla, por haberla
visto un instante en un presente inescindible, le costará el sacrificio de su
misma avidez, toda la violencia con que se confronta a la vida
imperializándola, erigiéndose él mismo en “rey”, siendo, en realidad, el
mendigo de su propio ser.
Pues se “dice” de dos modos la violencia. La plenamente irruptora —la
del “árbol de la ciencia”, la del lenguaje notificativo, instrumental,
comunicativo de lo usual— y que impone la realidad de lo que se puede decir;
diciendo que puede decir lo que ha decidido de antemano que se puede y no se
puede ver y sentir. Y una segunda violencia, corrosiva de ese modo de decir,
de ver y de sentir; una especie de contraviolencia resistente que violenta los
mecanismos sensoriales, psíquicos y mentales, y arrumba sus hábitos. Fanâ,
extinción, que abre lo resurrecto, el baqâ, que literalmente significa en árabe
lo que queda, y nos da una esencial clave de la utilización de esa expresión
tanto en san Juan de la Cruz (un no sé qué que quedan balbuciendo) como en
la propia Zambrano. Y eso es lo que significa el idiota, de donde parte ya el
exiliado, más allá de todo destierro: lo que ha quedado indemne de esa doble
violencia. De la violencia histórico-social, y que tanto recorren los transcursos
que van desde Los intelectuales en el drama de España hasta Pensamiento y
poesía en la vida española, pasando por La España de Galdós y hasta España,
sueño y verdad, aplicándoselo al devenir del “sueño” español, tan lleno de
violencia contrabalanceada por una “verdad” de quietud más allá de la
historia, y cifrada en momentos históricos en que el sueño y la verdad se dan
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la mano haciendo fluir un instante la liberación, diríamos de psicosis y
fatalidades colectivas, como tan claro deja Zambrano en los mejores
recorridos por esos instantes y momentos que son algunos pasajes de Delirio y
destino y, sobre todo ya en los años setenta, en “Hora de España XXIII” y
“Después de entonces”. Pero también el idiota y el exiliado son las figuras de
lo que ha quedado indemne personalmente, tras la desposesión de mecanismos
psicosomáticos “normales” y el abandono a otro plano más profundo del ser
humano. Un puro poso del silencio es su albergue. Así sí es un Edipo sin
violencia el idiota, no sin más.
Salir tanto de la “culpa” como del hechizo de la “gracia” exige
“decirlas” (Freud esto bien lo comprendió). Pero no se puede decirlas sin
grande violencia: de sí mismo, de la historia y del lenguaje. Hay que romperse
y romperlos. Pero lo que no hay que hacer es irrumpir, porque entonces lo
único que queda es, de nuevo, el “constructor” y el instrumento, aquello
mismo con lo que se ha irrumpido: lenguaje, historia y el temible “yo”. Los
polos opuestos —la base misma de lo que W. Benjamin denigró como la
barbarie de la historia conocida; la historia trágica, según Zambrano— de
estos abandonados y tan silenciados y silenciosos idiotas exiliados.
Pero no irrumpieron los trágicos griegos, aunque se quedaran,
trágicamente claro, en medio de esas dos violencias. Ellos, adoradores de la
palabra, no recogieron este inmenso silencio. Sófocles, según Zambrano, al
menos algo dio de la palabra que surge de la revelación, en su caso de la
“culpa”, y justamente algo le hizo hacer a Edipo un camino abierto a la
palabra que le abrió los labios y la conciencia, cegándole a todo lo demás. Al
borde, diríamos nosotros, de convertirse él también en un pre-idiota.
Edipo y el idiota: dos polos de la humana condición. Uno, el lugar de la
excelsitud sin inocencia, y el otro, el ínfimo lugar inocente, velado en otra luz
que la del sol que le permite mirarlo sin deslumbramiento. Dos estadios de la
sierpe en sus metamorfosis. Uno, en figura de serpiente irruptora en el enigma
que lo destruye; el otro, mansa serpiente que la re-vela en el misterio que él
mismo es en medio del laberinto. En un polo, el no nacido todavía, el embrión
de sí mismo que cree poseer palabras propias que hablan por sí, que ven,
miden y juzgan; ciegas palabras que se arrastran, yerguen y silban, engaños de
un fuego que sustituye a la luz: palabras del sol silbantes, que siendo tan
destructoras del depósito de sombra de la luz, más allá del sol, que se les había
confiado, en realidad no pueden destruir su propia solar coraza ni atravesar el
tiempo que en ella tienen cancelado, ni atravesarse ni penetrar en sí mismas
hasta aquel depósito de sombra de la luz que es el velo y el lazo en que aquel
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otro está abrazado a su luz más propia en la que es el nacido, el viviente. En
ese otro polo, pues, se es puro depósito de la sombra, el velo y el lazo de la luz
sin fijeza de existencia, o justamente en la fijeza lezamiana —tan gnóstica, y
que como tal la recorre Zambrano en el “Hombre verdadero” dedicado a la
auroral muerte de su gran amigo— se entrega a la luz recibida, fija la luz en
un alba cuajada; pues él mismo es ese albor, un signo, una signatura de la
palabra, un astro que recorre su órbita, desde una tan móvil fijeza, tan
orbitada, tan enquiciada. La órbita en que únicamente es posible resolver el
laberinto, el personal y el histórico, cum fuerit tempus, como finaliza ya en
1969 El libro de Job y el pájaro. Cuando otros espacios-tiempo se abren en la
pluralidad de niveles de la conciencia humana.
Se diría que con “El idiota” y su verdadero “par” que es “La carta sobre
el exilio” el campo está ya libre para pensar la resurrección del ya del hombre
en el bienaventurado, por en medio del todavía no de un gran ciclo de la
historia, que es adonde lleva toda esta aventura personal, intelectual y
espiritual del exilio en Zambrano. Para ello habría de consumarse el rescate en
la espiral de la historia de lo femenino y lo exiliado, concebir todo lo
desposeído en el mismo lazo misterioso que une la luz de más arriba que el sol
y el logos de Heráclito con los infiernos más subterráneos donde esa luz se
transforma y genera la resurrección de un modo de ser hombre que justamente
re-luce y re-suena como lo inédito, lo siempre profetizado en el corazón tan
blanco y simple del más profundo nivel de conciencia, más allá de todo
heroísmo, en el más acá profundo tan difícil de acabar y que, sin embargo,
requiere de una nueva desarticulación —lo que el taoísmo denomina
“caotización” y los derridianos posmodernos, “deconstrucción— del sentido y
las relaciones de las palabras. Para que ellas vuelvan a ser campos libres de
resurrección de un futuro que ya sí pueda irse diciendo, liberándolo de ser un
pasado en la eternidad de sus auroras. ¡Tantas auroras por nacer!, como
gritara Nietzsche al compás de ¡Pues sólo amamos la eternidad no mancillada
por No alguno, en el Sí eterno del Ser! Y así sentimos el Sí, el Fiat con que
inocente y en inesperados modos de confianza, siquiera sólo sea en
privilegiados instantes de no saber y en la paz de ínsulas extrañas, guardamos
y sostenemos el Fiat primero, el acto creador mismo en que la divinidad fue
Dios y Diosa cumplidamente, en nupcias que cada uno ha de volver a recrear,
recibiendo la única palabra –el único Señor- que en cada uno reside, conspira,
resiste. Dios en nosotros resiste, afirmó Boehme.
Las figuras femeninas en Zambrano (Nina, Eloisa, Diotima, Antígona,
Lucrecia de León), el idiota, el exiliado, el místico, el bienaventurado, el
andrógino que es una procesión de amadores que sacrificialmente recorren la
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historia, son todas ellas figuras del ya, del presente eterno, esa espiral de los
tiempos que parece mostrar, al fin, sólo la faz de un rotundo fracaso por en
medio del triunfante sol que guía a la sierpe extendida, por igual, en pura
extensión visible, en historia y en lenguaje. Son, pues, la figura del fracaso del
hombre en la historia conocida, en la historicidad del ser-ahí, del arrojado y
deyecto, del existente. Son los vivientes que, una y otra vez, caen a los pies del
árbol de la vida, los náufragos caídos de nuevo al mar de las aguas primeras,
desde su propio fracaso y sacrificio en las aguas segundas amargas de la
historia. Y así también la propia historia de España, hasta el punto en que la ve
Zambrano, adquiere caracteres de figura, ella misma como categoría de la
historia occidental, de ese fracaso conducente al destierro y el exilio de lo
mejor de ella hacia otro espacio-tiempo de liberación que hubo de asumir ese
desgarro, esa contraviolencia del fracaso para adquirir mejor memoria de sí
misma, adentrándose en su sueño más recóndito que era su verdad.
Pero ninguna de estas figuras se “salva”, ninguna halla consuelo alguno,
salvo, como rememora Zambrano de las cartas a Abelardo de Eloisa, el que se
aferra al más original sentir, y así dice que no me podrán quitar mi adolorido
sentir. Eso les queda sólo a estas figuras. Pero, como apunta Bargna
sirviéndose de Zambrano, ese adentramiento en la propia melancolía puede
suponer el inicio de otra aventura liberadora de la psicosis y las obsesiones. Y
por ello, si ni se salva, ni halla consuelo, tampoco buscan estas figuras
ninguna justificación, ni menos que ninguna la racional o histórica, es decir,
la que conlleva esos tan superficiales y agresivos niveles de conciencia. Su
único consuelo, como tan vívidamente mostrara Nietzsche, es el del hombre
subterráneo, el de Trofonio, al que guía una fe que lo indemniza de todas sus
penas. La fe que en estas figuras es su propia palabra recibida y dada en una
inacabable trasmisión que compone el eje que redime a la historia sucesiva de
su fatalidad y su tragedia, de su barbarie, según el “idiota” W. Benjamin, tan
trágico y desconsolado como atisbador de pasajes de la melancolía hacia la
oportunidad de la chispa de la esperanza, en este exilio.
Desde su propia experiencia como refugiada, en Francia y México
(1939), desterrrada en Cuba, Puerto Rico, Roma, Paris, en un constante
vaivén (1940-1953), ya sintiéndose plenamente exiliada en su ya larga
estancia en Roma (1953-1964) y en su ocultación en La Pièce, Ferney Voltaire
y Ginebra (1964-1984), y en la travesía de plurales tiempos y niveles de
conciencia que esta aventura conlleva, Zambrano va manifestando sus otras
razones, corrosivas de todo intento de justificación heroica, racional y
meramente histórica del exilio. De la forma más provocativa y esencial lo
centra ya por completo en su “Carta sobre el exilio”, escrita en Paris en 1961,
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y muy aclaradora sobre el todavía ahora mismo tan reivindicado como
presunto “exilio interior” en la España franquista. Deshace por completo
Zambrano ahí ese equívoco tan realmente dañino para una real memoria
histórica, a la que ella hace adentrarse en los infiernos tan reales del real
exilio, por supuesto previamente por completo desterrado sin ambages, e
insobornable a cualquier irruptor y condescendiente regreso a la “patria”. Ahí
se enfoca el exilio en toda su radicalidad, desde el mismo silencio y las
palabras guardadas por el idiota de Velázquez –inequívoca figura de España
misma, la realmente fracasada sin ningún consuelo ni subterfugio-, por el
místico, la mujer, el bienaventurado o la procesión de perseguidos amadores,
en la que sitúa Zambrano a Lorca. Son ellos los que aquí no se profieren, no se
pro-fanan, sino que se dejan caer como semillas que bien pudiéramos decir
que han cumplido, efectivamente, el papel que ahí se les pro-fetiza: el de ser
semillas que, en efecto, y a cierto nivel, ya han ido germinando hasta nuestro
actual momento histórico español, si no liberado de sus múltiples fatalidades
trágicas sí abierto a múltiples perspectivas capaces de, al menos, avizorar
aperturas y cauces de liberación. Tal vez la vía del silencio y del
despojamiento y la intemperie, de la radical soledad, de los reales exiliados
fue abriendo esos cauces en planos diversos de tiempo que confluyeron hacia
vías plenamente “históricas” de ese todavía por descifrar bien, en todos sus
signos tan eclosivos, momento histórico del renacer democrático español de
los años setenta. Y así decía Zambrano en 1961:
Nuestro silencio, el silencio de los exiliados (...) muestra que no se ha
seguido la vía de la justificación, por la que se desfila armado de
resplandecientes razones, sino esa otra que no parecía vía siquiera: la de irse
despojando de sinrazones y hasta de razones, de voluntad y de proyectos. Ir
despojándose cada vez más de todo eso para quedarse desnudo y
desencarnado; tan solo y hundido en sí mismo y al par a la intemperie, como
uno que está naciendo.
Y así todas esas figuras, al par que, desde el propio exilio de Zambrano,
se entretejen con sus reflexiones sobre el lugar de la historia de España en la
cultura occidental, labran una caleidoscópica respuesta, ni justificativa ni
unilineal, al qué es el hombre mismo, el que es el nacido-ofrecido sobre las
ondas de las aguas, el salvado de algún naufragio, el superviviente de alguna
isla sumergida, el que es llevado y sostenido por la vida.. No hay más última
metafísica justificación del hombre que ésta de tener que nacer como
superviviente, como “resurrecto”. Y según el sentido más abismal de toda esta
fenomenología de la vida, el hombre es el ser que consigo lleva la posibilidad
de un tercer nacimiento, desde el primero “inocente” y orbitado en música,
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número y medida, plegado al quicio y a la danza de oportunidades de
conexión, pasando por el segundo que es la “caída” en la “tentación” de la
avidez y del puro apetito de “ganar”, en el heroísmo que lo escinde, en haber
de ser “embrión” de sí mismo, inacabado desplegando el sueño de su unidad,
su perenne nostalgia del “paraíso perdido” desplegándose en sierpe de la
historia y de la extensión de lo visible, liberando un núcleo de potencia que así
muestra en la faz del Universo el cúmulo de impotencias a que el puro afán de
poder revierte; haciendo de lo real en sus múltiples dimensiones una única
dimensión violentísima, la que De la Aurora denomina la lanza de lo visible.
Y saltan a la vista en esta “Carta sobre el exilio” dos remisiones a “El
idiota”, que, a su vez, cuajarán en el final de “Apuntes sobre el lenguaje
sagrado y las artes”. En primer lugar, esa clara mirada a la historia desde el
lugar del abandono, del estar en ese mundo intermedio (aquella metaxy
platónica, o el barzaj sufí, indico por mi parte) entre la vida y la muerte, que
es el único desde el que la visión de la historia no deslumbra. El exiliado mira
al “sol” de la historia –y al lugar en ella de España- sin deslumbramiento,
porque todo él, como el idiota, es ya una mansa cobra deslumbrada:
Mientras que el idiota, deslumbrado ya desde siempre, se queda
mirándolo (al sol) y sigue repitiendo a intervalos, el sol, el sol, durante
mucho tiempo.
La mirada del idiota a la vida misma, desde una luz y una lucidez
singular más alta y anterior que el sol, la recoge el exiliado en su mirada a la
historia desde una luz que pertenece a los cielos suprahistóricos que se han
apoderado de su memoria, convirtiéndolo en luz-memoria que accede a la
conciencia. Hay una secuencia entre la mirada del idiota y la del exiliado a la
historia , y, con cierta malevolencia nietzscheana, podríamos proseguir el
texto de Zambrano diciendo que, al igual que el idiota va diciendo el sol, el
sol, el sol, sin deslumbrarse él y gastando la broma a los demás que de él se
ríen, que al mirar ellos al sol sí se deslumbran por completo, y en común caso
dan un traspiés, y hasta quizá se estrellan, así, el exiliado va diciendo la
historia, la historia, la historia, y casi nadie lo entiende, y se ríen de él, y
cuando van y miran a la tres dicha también se deslumbran, y, en tan sólidos
casos, fatalmente se estrellan y hacen que los demás, como mínimo, tropiecen
y caigan.
La segunda concomitancia con “El idiota” alude a la “solución” que
significan, para la vida y para la historia, esos idiota y exiliado. Aquél, siendo
la figura, desde su ser “sujeto pasivo” de su acción, del estado naciente, como
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un alba cuajada. El exiliado, habiendo resistido, no habiendo cedido a
cristalizar en personaje alguno, ni siquiera en héroe, también ha quedado
como cuajado en su abandono, como pura mirada exenta de las usuales y
convencionales razones y pasiones. Puras “memorias” ambos de otra forma de
vida y de historia, las atraviesan como símbolos del mundo intermedio que él
mismo es los otros dos esenciales símbolos en que veo el pensar de Zambrano:
del logos oscuro que conduce muy otra claridad que la del “sol” y las
evidencias unilineales, y el imán irradiante, pues él es el imán que atrae todo
el pensar hacia esa fuente de claridad que cautelosamente reverbera e irradia
su “lógica del sentir” más profunda, tanto que en esa su penumbrosa luz da a
ver el cielo que cela todo infierno.
En esa constelación del mundo intermedio aparece específicamente el
idiota como cierta figura más allá del bien y del mal, y como el corazón más
blanco y libre de secretos que en su alba cuajada es, en su misma falta de
inteligencia “solar”, como la misteriosa criatura heredera del hombre sin
entrañas aún del “Paraíso”. O del limbo en que ha quedado el Paraíso.
Mientras que el exiliado es una criatura del Purgatorio:
Ánimas del Purgatorio, pues hemos descendido solos a los infiernos,
algunos inexplorados, de su historia, para rescatar de ellos lo rescatable, lo
irrenunciable. Para ir extrayendo de esa historia sumergida una continuidad.
Somos memoria. Memoria que rescata.
No conviene perder de vista la ascendencia, además de gnóstica y mística,
nietzscheana de ese descenso, desde el que están escritos los Prólogos de
Aurora y La ciencia jovial, y en los similares componentes vivenciales de, al
decir de Nietzsche, parto maternal, de luces y llamas, de segunda inocencia,
como recién nacidos, en el mismo pudor, y, en fin, con la misma memoria que
es un ascenso a las profundidades, y que las rescata en sus máximas altura y
lejanía. Al igual que Nietzsche, corrobora Zambrano que la mejor memoria
suscita pavor. Y sin embargo, sólo la memoria impide que el pasado se
convierta en fantasma que si no se rescata el núcleo vivo de donde procede
vuelve con su amenazante carga de pasado. Ello mismo es lo que vimos
expresaba en en la carta a Medardo Vitier de septiembre de 1951: lo que no le
lleva hacia la filosofía sino de ésta a otra forma de pensar que recorre sus
laberintos y purgatorios.
La filosofía, como la historia, son el laberinto del hombre de Occidente
que hay que convertir en camino. Y eso mismo es lo que hace el “sujeto
pasivo” del exilio, el nada heroico sujeto que se ve libre para tener memoria.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
45
Es lo que le han dejado y lo que le ha permitido abandonar cualquier
“personaje”, todas las máscaras, todos los trajes. Quedándose-así sólo en ser
una lúcida memoria rescatadora de la vida que todo fantasma pide; el rescate
del pasado que impide ya la fatalidad de que haya fantasmas y hechizados por
ellos. Y para ello hay que dejar operar a la memoria, nunca en operación
quirúrgica extirpadora, nunca en condena, ni la peor de todas, el olvido, ese
tonto además de cruel borrón y cuenta nueva que nada borra y todo lo carga a
la cuenta de nuevos fantasmas, nuevas cargas:
Lo pasado condenado –condenado a no pasar, a desvanecerse como si no
hubiera existido- se convierte en un fantasma. Y los fantasmas, ya se sabe,
vuelven. Sólo no vuelve lo pasado rescatado; clarificado por la conciencia; lo
pasado de donde ha salido una palabra de verdad. La historia que va a dar a
la verdad es la que no vuelve, la que no pude volver. Ha ascendido a los
cielos, a los cielos suprahistóricos.
Esos cielos suprahistóricos, sin mengua de todos los componentes
espirituales que venimos viendo, tienen una esencia fenomenológica muy
clara, pero que hay que decir en términos “alquímicos” y no idealistas: y
disolución y destilación en la claridad de la conciencia de la tragedia histórica,
de su fatalidad hechizante y encantadora, creadora de fantasmas. Disolución y
destilación, no aufghebung, no absorción dialéctica de la negatividad. Vuelve
a suscitarse aquí el modo en que Zambrano disuelve, destila y “coagula” la
aufghebung hegeliana en el significado más claro que podemos decir en
castellano: asunción. No la gnoseológica idealista o materialista; al fin,
también realizada desde presupuestos en que triunfa, aunque “invertida”, la
Idea; y la idea que también supone que tanto “palabra” como “realidad” están
ya dadas una frente a otra, y bastará que la palabra vaya levantando el velo de
la realidad y la mera praxis que la constituye para que se vea la realidad de la
historia. La asunción zambraniana no parte del concepto pre-determinado, del
signo ya convencional, sino de su germinación en la palabra, en su
concepción, que es la que va generando la claridad en la conciencia. Aquí es
donde se subraya su distancia de todo idealismo y merced a su concepción de
los diferentes niveles o zonas de la conciencia, entendida como el diapasón,
como el espectro de incardinación del hombre en el mundo, en la totalidad de
las remisiones y de la mundidad, y contando con esa concepción no
convencional ni empirista de las relaciones sígnicas y su profundo y
amplísimo carácter ontológico del remitir que involucra al hombre, al mundo
y a todos los prágmata. Se trata de una escala de asunciones que, nivel a nivel
de conciencia, no humillan nada de lo real sino que lo van destilando en cada
uno de los niveles ascendentes. Visión de la polirritmia humana que trata de
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
46
integrar en y desde su “primordial” unidad, en y desde su propia visión
histórica, intrahistórica y metahistórica. Esa tríada corresponde al
abismamiento que realiza, según ciertas pautas unamunianas, de la concepción
orteguiana –tan “remitida” a M. Scheler- de vitalidad, alma y espíritu. Son
tres niveles de conciencia –y en la complejidad que cada uno de ellos integra-
lo que pone en juego. El nivel histórico corresponde a un plano conceptual
convencional y a una reducción del espíritu a ese sólo nivel de razón
“consciente” según signos convencionalizados. El intrahistórico es el nivel del
“alma” que va recorriendo toda la escala de la “vitalidad” desde el propio
sentir originario. Y el suprahistórico es la resolución en el espíritu como la
máxima dilatación que puede adquirir la conciencia humana, ya no sólo
“conscientemente” según meras pautas psicosomáticas y sígnicas
convencionales, “históricas”, sino en la supraconsciencia lúcida que se abre a
la Unidad, a la Universalidad. Sólo esta asunción de los distintos niveles de
conciencia permitiría la salida de la tragedia, es decir, de vivir aún la fatalidad
de unos nudos que no pasan, que no se disuelven, que impiden ver el sentido
del argumento que los ha atado y que, de destilar su núcleo más vivo al par
que “espiritual”, dirían su palabra encerrada, como cautiva por una red de
fatalidades, por una necesidad que el hombre, a su vez, necesita descifrar
desde sus trasfondos que —tan trágicamente— parecen exigirle “liberarse”.
Como si el hombre guardase en su más íntima memoria esa posibilidad de
liberación de las cargas de la fatalidad psicosomática e histórica, o de su
propia constitución psicosomática que revierte en historia trágica, guiada sólo
por la orexis —el segundo camino de “El camino recibido”—, el deseo y la
avidez de cumplirse en “ganancias” –Edipo casado con su madre y coronado-
y elevada a la excelsitud inapropiada por una razón calculante, instrumental,
usual; y cuya epistemé va de modo inexorable a dar a la pura razón técnica
que, como se dice en el final de la Introducción a Los Bienaventurados, nos ha
hecho casi indignos de la vida, invasores, color de imperio y atadores de un
nudo en que se ha confinado la danza de la vida y todo su posible canto a
meras razones técnicas. Esa asunción también del análisis heideggeriano del
dispositivo (Ge-stell) de la técnica ofrece la singularidad de esa clara
contraposición de “alma” y “psique”, que vendrá guiando una concepción
ética y política desde la inmersión en los dos niveles básicos para comprender
las motivaciones y elecciones presuntamente racionales del hombre. La
“psique” es el nivel psicosomático donde se concentran todas las “cargas” y
fatalidades del hombre que, así, queda reducido a máquina. El “alma” es ese
algo que enlaza al hombre en ese misterioso lazo con la luz más lejana y alta
más allá del “sol”, del nivel psicosomático que es “trascendentalizado” en yo,
mundo y Dios como sustancias.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
47
Ese es el umbral que ha de ser traspasado hacia una conciencia
suprahistórica que vea más allá de la historia sucesiva cómo desde el “alma”
humana –desde su nivel más móvil y capaz de ser testigo de sus mismos
argumentos psicisomáticos- va germinando una visión en espiral de la historia,
que ya es, en propiedad, suprahistórica por haber ascendido a esos cielos
suprahistóricos lo mismo que era requerido por los infiernos intrahistóricos.
Todo infierno cela un cielo, se dice en Claros del bosque, de modo similar a
en La ciencia jovial.
Así, la memoria que ofrece “Carta sobre el exilio” corresponde a ese
nivel de conciencia del “alma”, o lo que los budistas denominan el testigo
lúcido que en medio de los avatares vitales, de sus infiernos y tragedias. Y se
corresponde con aquello que Lezama Lima enunciase como la memoria
prepara su sorpresa. Y ello es lo que le conduce a Zambrano a realizar su
investigación sobre los sueños y el tiempo. Investigación de la que ya en esta
“Carta” asume una concentrada destilación que recorre sueño, memoria y
conciencia: vitalidad, alma, espíritu, ya desde el “empírico” (en su sentido
“experiencial” más amplio) abismamiento en la polirritmia humana, en sus
diversos niveles o zonas. Y así el exiliado puede ser el mejor testigo, el que se
ha abismado en su más radical abandono, el que preserve mejor ese nivel de
conciencia más indemne del hombre, el del ya, desde el que comienza a ver
los argumentos y nudos indescifrados que la historia lleva en su intrahistoria
más infernal, lo que hace que la historia no pase, no se tras-pase, no se tras-
luzca a verdadera conciencia, y sea aquel corso y ricorso de G. Vico. En el
símbolo de la sierpe que expande y contrae sus anillos. Siempre la misma
serpiente que reitera su tentación hechizadora. Todo lo contrario de la mansa
cobra deslumbrada que figura el idiota, que es en sí mismo un alba cuajada y
dispuesta a abrir las muchas auroras que en ella germinan. La historia sigue el
curso y recurso, las vueltas y revueltas de un mismo e indescifrado sueño que
todo él proviene y revierte al mal soñado sueño de los que la hacen. Sueño y
soñares fijados a la avidez, a los mecanismos sensoriomotores que casi todos
considerarán como el único nivel humano, e interpretarán así que, en realidad,
no hay salida alguna de la aporía misma de querer ganar más y ser más desde
la misma voluntad de no ser más que máquinas, o a lo sumo, como dice
Nietzsche, ranas pensantes. Ese es el sueño nihilista de fatalidades que podría
ser traspasado, mostrando cómo hay otros tipos de sueños en cada ser humano
que constantemente trascienden, pero que, o no son suficientemente atendidos,
o, sin más, son impedidos por el propio imperio confinador del generalizado y
únicamente admitido sueño psíquico, el que inexorablemente perpetúa la
fatalidad histórica.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
48
Solo una memoria impávida, y partiendo de la propia disponibilidad y
abandono a ser sujeto pasivo de la propia acción, puede descender a esas
minas sumergidas donde habita la oscura luz que puede guiar esta apertura de
puertas hacia ámbitos de realidad más amplios. Sólo el ascenso de esa luz
oscura que el hombre subterráneo va haciendo suya, redimiendo ahí mismo su
mañana, su propia aurora, como se lee en el Prólogo de Aurora de Nietzsche,
propiciaría una amplia conciencia que fuese abriendo los círculos de su espiral
cuanto más profundamente descienda la memoria hasta los niveles más
recónditos de los sueños, hasta —como en Ibn Arabî— rozarse con los
umbrales vegetativos y minerales en que el hombre entra en pasiva conexión
con el Universo. Ese es el punto de conexión del algo del alma con todas las
remisiones sígnicas del universo. El que hace del hombre, del plenamente
exiliado, y ya en la vía del bienaventurado —conforme se van enunciando en
Los bienaventurados los pasos del exilio como categorías de la vida— el hijo
del universo. Para alcanzar ese lugar le ha sido necesario a Zambrano —y
posiblemente así, o de modo similar, operamos cuando mínimamente nos
liberamos de tantas inútiles cargas y obsesiones— un movimiento
circunambulador, en espiral, hacia abajo y hacia arriba por el que la memoria
ha ido descendiendo hasta los intrincados sueños históricos vinculados a ese
nivel psicosomático y a las fatalidades y regresiones que conlleva. Ese
movimiento es el que permite traspasar ese umbral de la tragedia misma de la
historia:
Pues la tragedia no se repite. Cuando se repite es porque es la misma,
porque el umbral de la fatalidad no ha sido traspasado. A traspasarlo ayuda
la memoria, es conciencia cuando se ha entendido de verdad el sueño,
descendiendo cuantas veces haya sido necesario a su infierno hasta traerlo a
la luz, ese sueño ya no vuelve. Y todavía más: se sueña de otra manera.
Ahí radica la importancia de la investigación zambraniana sobre las
correlaciones entre los diversos tipos de sueños con los niveles de conciencia
y los diferentes tiempos, así como con el propio surgir de la palabra dadora de
conciencia y lucidez, y la que propiamente hace despertar. Lo que implica esa
serie de correlaciones es tanto que la historia se mueve al ritmo de
determinados sueños como que estos mismos, en sí, ofrecen una gran
plasticidad, aunque haya sido arrasada por una imperial y tecnificada historia.
Con lo que es la historia misma y sus convencionales imposiciones y usos la
que reprime otros tiempos en el hombre que están arraigados en sus propios
sueños. El hombre puede soñar de otra manera, y ello mismo lo lleva en él
“empíricamente”, de modo ineludible, pero sí reprimible, aunque
necesariamente surgirá por otro lado, temible y proliferante de fantasmas la
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
49
tragedia de la historia. Esa otra manera de soñar surge del más profundo nivel
de conciencia, de esos “sentidos” que la historia ha tapiado u ofuscado pero no
erradicado, pues para eso no tiene poder ni imperio. Son recuperables esos
sentidos que el hombre ha poseído alguna vez. Y para ello necesitaría
recuperar también otros medios de visibilidad, de apertura de esos sueños y
sentidos tapiados o avasallados.
Lo que el exiliado logra, a fuerza de descender a los infiernos de la
historia con la sola ayuda de su memoria sin afán. La móvil memoria de quien
se ha quedado a la intemperie y ha logrado reconducir sus propios sueños
hasta un sueño sin ensueño, o como dicen los budistas, un sueño sin sueños, la
pura lucidez. En él se está adentrando aquí Zambrano con estas leves
indicaciones acerca de cómo la salida de la tragedia –personal e histórica, y
desde luego por lo que concernía a la España de 1961- pende de lograr que los
sueños “digan” la prenda, la palabra que guardan y que sólo se entrega cuando
ha sido recorrido el diapasón y el espectro completo del color, y comparece
esa pura luz blanca del propio lúcido testigo. Y ya no se sueña más. Es el
despertar en la unidad de todos los sueños; lo que será la esencia misma de
toda la investigación de Zambrano sobre los sueños, y como, tan
mínimamente aparece en los libros sobre ellos publicados, por ser sólo la
punta del iceberg de tan amplia investigación; y esa es la esencia
“fenomenológica” misma del bienaventurado, como corona de los seres, el
testigo insobornable que, prosiguiendo a Heráclito, diríamos que carga él
mismo con el precio del corazón humano, y acepta, con el precio de su vida,
como los bodisattvas búdicos, asumir la tragedia y recorrer el mundo -lejos
muy lejos del “retiro” heideggeriano y su tan mal entendido habitar, tan falto
de toda ética, el monte del poeta- en pura irrequietud del más compasivo
amor. Por ello, prosigue Zambrano:
Mientras prosiga la historia, se sigue soñando. Pero la historia es algo
más que una serie de catástrofes, hay que aprender a soñar. Y ello es posible,
por extraño que parezca.
Aquí sólo se muestran las disponibilidades esenciales para ese
reaprendizaje, las que ha tenido que asumir el exiliado y lo han convertido en
un idiota: el abandono, la soledad, el vacío, el desierto, y el propio despertar
a ellos. Y precisamente esas son las esenciales características, las categorías
de la vida, que van marcando el paso del destierro al exilio en “El exiliado” ,
el capítulo de Los bienaventurados que va dando pasos del exiliado, el ser
exiliado como devorado por la historia, llegando a ser el desconocido,
soñando ya despierto y en estado de pasmo, habiéndose desposeído y
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
50
desenraizado de toda patria como refugio, más allá del destierro agonizando
ya libremente, yendo ya mecido sólo por el mar en que se revive.
Y así el exilio logrado es ya para Zambrano la propia patria, la real
palabra que ella misma tenía guardada en su mano, su propio billetito que
entrega a este tan oscuro tiempo, en el que ella cifra la esperanza de una
chispa auroral. Como el niño de Vallecas al pié del árbol de la vida,. De ella se
diría lo que ella escribió sobre este niño y la estirpe “femenina” que hemos
visto, y de todos los reales exiliados. Que van impávidos y ya sin llanto –
consumidos los sueños y las pasiones porque, antes, no incurrieron en la
irruptora pregunta que cancela el “cielo”, que busca cargarse de razones desde
la misma raíz de la pasión, la avidez, el afán des-velador y la construcción del
propio cielo. Y así el cielo se cierra en el mismo momento en que se lo
irrumpe. Sólo no lo irrumpe aquel que se asume a sí mismo desde su diapasón
y cuya pregunta es la inter-rogación desde su propio testimonio de abandono a
lo más íntimo de sí mismo: donde se ve libre de pregunta y de pasión, liberado
de la carga de siquiera tener que ser un alguien representable en sociedad y en
pensamiento. Y entonces el que comparece, el que –como el niño de Vallecas-
da la prenda y la prenda misma que da, esas palabritas que ni Velázquez ni
Zambrano llegaron a pintar y a descifrar su qué, qué decían, es un comenzar a
balbucir otra palabra que se ha gestado en el único lugar que traspasa la
fatalidad y la tragedia. Implicando esa palabra él un no sé qué que quedan
balbuciendo estos exiliados implica también la propia visión de Zambrano del
Hombre Universal –del diapasón en todo su espectro de conciencia-, y la
concepción y asunción que de él podamos realizar. Y esa es la prenda, la
palabrita que llevan escrita entre sus manos el niño de Vallecas y todos los
exiliados y exiliadas desde Lao Tsé y Antígona a Nietzsche o la propia
Zambrano. La prenda de su patria en el propio exilio, la raíz misma de su gran
amor, por lo que podrá escribir nuestra pensadora que “Amo mi exilio”. Pues
él era su patria y su prenda. Y esa es la patria y la prenda que Zambrano quiere
que le dejen trasmitir, ese es el algo precioso que en la “Carta sobre el exilio”
decía que quería remitir el exiliado sin necesidad de remitirse a sí mismo. No
a sí mismo sino a la figura del hombre Universal, que por en medio de la
fatalidad histórica, su barbarie, su tragedia y su ritornello del todavía-no,
todos llevamos como la unidad de nuestro propio ser en conexión con cuanto
hay. Hijos del Universo caídos, pero con la palabra del árbol de la vida que, al
fin, todos los hombres y mujeres llevamos y pugnamos en contraviolencia que
nos dejen darla, desde nuestro radical exilio como nuestra más vivenciaria
condición.
Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo
51
Jesús Moreno Sanz: Filósofo, poeta y crítico literario. Profesor, desde 1984, de Historia
de la Filosofía y de Historia de las Ideas Políticas en la UNED (Madrid). Ha centrado sus
investigaciones en la relación entre filosofía, literatura y mística. Ha impartido
conferencias, seminarios y cursos en Europa, Estados Unidos, Japón, México, Siria, Túnez,
y, en especial, en Cuba y Argentina. Entre sus libros de poesía figuran Rahmaniel (1994) y
Región de arena (1996), y entre los de filosofía las ediciones críticas de Louis Massignon
de Ciencia de la Compasión (1999) y Palabra dada (2005), y varios libros sobre María
Zambrano como Encuentro sin fin (1996) o El logos oscuro. Tragedia, mística y filosofía
en María Zambrano (IV vols.; 2008). Es el Director de las Obras Completas de María
Zambrano, de las que ha editado el vol. III (libros, 1955-1973) en 2011, y en prensa el vol.
VI (Escritos autobiográficos).

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  • 1. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 1 DESTIERRO Y EXILIO: CATEGORÍAS DEL PENSAR DE MARÍA ZAMBRANO Jesús Moreno Sanz Resumen: Toda la obra de María Zambrano, desde el artículo de 1928, “Ciudad ausente”, hasta el último libro publicado en vida, Los bienaventurados, es una reflexión sobre el sentido del destierro y el exilio, a los que la propia autora se vio obligada desde 1939, tras la guerra civil española, y hasta 1984 en que regresó a Madrid. Y por lo tanto tal reflexión se incardinaría en el contexto de la realidad vivencial de los refugiados, desterrados y, al fin, exiliados españoles, especialmente en Iberoamérica, y el concomitante pensamiento que tal realidad suscitó entre escritores españoles exiliados de variado signo; además de las diversas categorías con las que intentaron descifrar el sentido que tales refugio, destierro y exilio tuvieron para ellos. Alma pacificada, retorna a tu Señor, satisfecha y complacida (Corán, 89:27-28) 1.- La cruz del exilio como el punto inicial del pensar: el enquiciamiento de la razón. De hecho, estas tres categorías mentadas responden, precisamente, a las que, en una muy precisa determinación, acabará por realizar la propia Zambrano en sus esenciales y explícitos escritos sobre tal exilio: “Un lugar en la palabra: el idiota”1 , “Carta sobre el exilio”2 , “El exilio”3 , “Apuntes 1 En España, sueño y verdad 2 Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura, N.º 49, junio de 1961, Paris, págs. 65-70.
  • 2. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 2 sobre el lenguaje sagrado y las artes”4 ,”El exilio, alba interrumpida”5 y “Amo mi exilio”6 . Pero, además de estos escritos, y contando con los dos primeros, dejó ya dispuesto un libro inédito con ese título de El exiliado que incluía: “El tiempo y la verdad”;”Delirio, esperanza, razón”;”Momentos históricos; La gestación del 14 de abril, Hora de España XXIII”; aquel “Carta sobre el exilio”; “Los pasos del exilio”; “Ser exiliado”; “Poetas del exilio: León Felipe, Emilio Prados, Luis Cernuda, Miguel Hernández (El exilio interno)”;” Un guía del exilio: el doctor Gustavo Pittaluga”. En otro esquema para este libro añade: “Speculum iustitiae” y “El espejo de la historia”. Con la excepción del escrito sobre Pittaluga, los demás escritos componentes de ese inédito libro están publicados por separado o formando parte de otros libros. Para comprender el sentido que ese libro inédito tuvo para Zambrano, no sólo hay que involucrar esos mismos escritos en el contexto de lo que podemos calificar como su pensamiento sobre el hispanismo, sino que este mismo queda enraizado en la significación que alcanza todo su pensar, desde su mismo inicio, en una radical opción por un camino exiliado de los usuales y triunfantes modos conceptuales, lingüísticos y procedimentales del pensamiento filosófico contemporáneo. El pensar de esta autora habita el exilio como su raíz más propia. Más allá de los obligados refugio y destierro, o, en terminología de Gaos, del asumido transterramiento —que se diría que en Zambrano adquiere en sí mismo caracteres de hallazgo de la patria prenatal, como de hecho calificará a Cuba en su escrito de 1948, “La Cuba secreta”—, está el puro exilio; lugar del máximo abandono precisamente a esa patria prenatal en la que se hallan los más ciertos vínculos con la tierra y con el universo, y donde, por tanto, cree hallar el único posible impulso para enquiciar de nuevo a la razón, tras la noche oscura nihilista en que considera se debate la contemporánea cultura occidental, y tal como tan expresamente enuncia ese enquiciamiento en todos sus textos sobre el exilio —y en los que más adelante nos centraremos recorriendo las categorías vitales que en ellos se establecen— y en múltiples escritos inéditos de los años setenta, de lo que, a su vez, son los más fieles testimonios las Cartas de la Pièce, tal como las editó su receptor, su amigo, el teólogo Agustín Andreu. Finalmente, tal enquiciamiento de la razón hallará su lugar natural en Los Bienaventurados, la 3 Capítulo de Los Bienaventurados. 4 En Obra reunida, Aguilar 1972; y en Los lugares de la pintura, Acanto, Espasa Calpe, 1989. 5 Turia, Teruel, N.º 9, 1988, págs. 85-86. 6 ABC, Madrid, 28 de agosto de 1989.
  • 3. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 3 obra final de Zambrano, y la que, precisamente, compendia esa esencial figura del exiliado, donde, a su vez, vienen a dar las esenciales categorías de la vida y de la historia que, en realidad, miden la potencialidad fenomenológica de la razón poética como el “otro” posible lugar y ámbito para un nuevo enquiciamiento de la razón que permanece inédito y exiliado de los usuales y cada vez más desquiciados lugares comunes de la racionalidad contemporánea, sumidos, según Zambrano, en una profunda noche y al borde de la más desquiciada indeterminación. En variados ecos nietzcheanos —y ciertamente también de todo el pensamiento de la nocturnidad que recorre todo el siglo veinte en variados diagnósticos culturales desde la sociología, la filosofía, la psicología, no menos que en muy serias indagaciones espirituales y “esotéricas”, como son los casos tan incidentes en Zambrano de L. Massignon, R. Guènon, F. Schuon, o el propio H. Corbin—, sintetizó aquella su pensamiento más trágico-místico sobre esta noche y esta indeterminación en el breve prólogo que escribió en 1987 para la reedición de Persona y democracia, donde vincula la democracia y la estructura sacrificial de la historia humana con la noche occidental y con su raíz de orfandad: Es más obvio que nunca que la democracia sea el único camino para que prosiga la llamada cultura de occidente, y esta revelación pone al descubierto hoy más que antes la estructura sacrificial de la historia humana. Quien esto escribe ha ido desde el comienzo de su vida, antes que de un modo consciente, a la búsqueda de una religión de régimen no sacrificial. El sacrificio se había ya cumplido. Hoy vemos que no ha arrojado los frutos del sacrificio cumplido, sino más bien de un cáliz que muy pocos están dispuestos a aceptar. “La crisis de Occidente” ya no ha lugar apenas. No hay crisis, lo que hay más que nunca es orfandad. Oscuros dioses han tomado el lugar de la luminosa claridad, aquella que se presentaba ofreciendo a la historia, al mundo, como el cumplimiento, el término de la historia sacrificial. Hoy no se ve ya el sacrificio: la historia se nos ha tornado en un lugar indiferente donde cualquier acontecimiento puede tener lugar con la misma vigencia y los mismos derechos que un Dios absoluto que no permite la más leve discusión. Todo está salvado y al par vemos que todo está destruido o en vísperas de destruirse. Es mi sentir. Mostrarlo requeriría superponer una meditación entrecruzada y especialmente la reaparición de la memoria perdida. Aquello, aquel monstruo, no podía volver a suceder, cumplido el sacrificio, mientras que hoy vemos que sí, que es así, que no puede volver a suceder porque hoy se
  • 4. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 4 extiende como una llanura donde ni nostalgia ni esperanza pueden aparecer. Algo se ha ido para siempre, ahora es cuestión de volver a nacer, de que nazca de nuevo el hombre en Occidente en una luz pura reveladora que disipe como en un amanecer glorioso, sin nombre, lo que se ha perdido. Hay que esperar, sí, o más bien, no hay que desesperar de que esto pueda suceder en este planeta tan chiquito, en un espacio que se mide por años luz, que se repita el “fiat lux”, una fe que atraviese una de las noches más oscuras del mundo que conocemos, que vaya más allá, que el espíritu creador aparezca inverosímilmente a su modo y porque sí. En realidad, este texto abre la espiral de toda la obra de Zambrano hacia el más extremado lugar —el confín, el límite— del exilio humano, allí donde la orfandad contemporánea y su profunda noche confina con el ámbito, la danza y el vuelo que abre el lugar propio del bienaventurado, ese pájaro improbable e impensable para la usual, instrumental y dialéctica razón. Ese abismo blanco que Zambrano vincula al abismo de la blancura del pensamiento en Nietzsche ya en Los bienaventurados, haciendo de estos mismos la destilación en contrafigura del más-allá-que-el hombre. Y como expresa en esa última obra, sería, precisamente, esta abierta espiral la que daría nuevo cauce de apertura al, de lo contrario, círculo que se cierra de una cultura suicida en la luz. Así se abre esa danza de lo acabado de nacer que son los bienaventurados, esos, diríamos con Shakespeare, corazones tan blancos, los abandonados al puro exilio respecto de la poderosa razón triunfante que rigen tantas figuras del descenso a la raíz del infierno humano en los idiotas de Laotsé, del propio Ibn Arabî —y en ambos preludios ciertos del más-allá que-el hombre de Nietzsche—, del Idiota de Dostoievski, o del subterráneo Trofonio en el propio Nietzsche, o tantas otras figuras que recorren la más incisiva mística desde los más irónicos y desgarrados sufíes hasta el maestro Eckhart, San Juan de la Cruz, Molinos o Böhme, sin obviar la Cábala y su incidencia en el Hasidismo judío del siglo XVIII, de tan amplias repercusiones en el pensamiento europeo posterior, y en tantos reverberos de un nivel de conciencia, el más radical, abandonado por la razón, en los más puros pensares del siglo veinte, dígase sólo por ejemplos paradigmáticos, en tantos vieneses del primer tercio del siglo, o en los propios Scheler, Benjamin, y desde luego en el más abismal Heidegger desde 1936, y sobre todo desde la Carta sobre el humanismo. Pero es que ese punto “imprevisible” y “pasivo” —“El punto oscuro y la cruz”, conforme se enuncia en Claros del bosque como el radical punto del más exigente pensar—, ese “milagro” de abandonarse a las más encendidas fuentes de la experiencia humana, es precisamente el que rige el inicio del
  • 5. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 5 pensar de Zambrano, tal como ya lo escribe —muy intuitiva e inocentemente—, en el tan significativo título de “Ciudad ausente”—la ciudad exiliada sería, que tiene su centro mismo en el “corazón” humano...corazón tan blanco, el que luego veremos es el corazón del idiota según Zambrano en “Un capítulo de la palabra: el idiota”—, o conforme finaliza su primer libro, Horizonte del liberalismo, cuando todavía cifra la cuestión en la “crisis occidental” y la visión de un horizonte ennegrecido, pero donde encontramos la raíz de la espiral abierta en aquel prólogo a Persona y democracia y con la que exactamente se abre Los bienaventurados. Y así, se escribía en el final de aquel primer libro: Y es que cuando el mundo está en crisis y el horizonte que la inteligencia otea aparece ennegrecido de inminentes peligros, cuando la razón estéril se retira, reseca de luchar sin resultado, y la sensibilidad quebrada sólo recoge el fragmento, el detalle, nos queda solo una vía de esperanza: el sentimiento, el amor, que repitiendo el milagro, vuelva a crear el mundo. El exilio creador. Pues vemos que se trata de recrear aquella memoria perdida, de reobrar, diríamos, aquel algo perdido para siempre por esa razón estéril. De reabrir el alma desde su más recóndita fuente, su más oscuro logos, el más apegado a la más radical experiencia de la condición humana. Y no es inocua la utilización de ese algo que va a recorrer de parte a parte toda la obra de Zambrano, precisamente vinculado a lo que queda. Y lo que queda es el exilio respecto de una historia apócrifa que ha convertido la vida en esta tierra en la barbarie (exactamente igual que en W. Benjamin) de una historia sacrificial regida por la avidez de la posesión y del imperio humano, esa suicida voluntad que arrasa las propias potencialidades humanas, a su vez, arrasadoras de la tierra, y del Cosmos entero si fuera menester, en pro sólo de ese color de imperio, como acabará por escribirse en el comienzo de Los Bienaventurados, donde se pone de manifiesto la opción que la cultura Occidental y su historia ha ido haciendo en pro de un exclusivo y excluyente nivel de conciencia, arrasador de los otros niveles más inmediatos, pasivos y aun visionarios; los que, en realidad, confinan con las fuentes de la experiencia, los que la sostienen y la hacen danzar, cantar y ser ronda con el universo todo; los que pudieran hacer del hombre hijo del universo, que eso es lo que son los bienaventurados, esos exiliados de la pura voluntad de imperio en que se ha convertido la cultura occidental: Y hoy la conciencia y sus análisis alejan de lo inmediato la vida, la simple vida. La sola vida ha quedado lejos también para los vitalistas del
  • 6. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 6 pensamiento y para los pensadores de la vitalidad, aun para todos aquellos infinitamente respetables, amables, predispuestos al amor, que en esta nuestra amenazada cultura, y amenazante allí donde llega, se aparecen. Indignos casi de la vida, de la vida inmediata, nos presentamos hoy con técnicas, razones técnicas, también análisis igualmente técnicos del alma reducida a psique, a máquinas; invasores siempre, ayer todavía y aun hoy guerreramente y enseguida pacíficamente, industrialmente, donde no nos llaman. Todo es color de imperio, de comercial imposición7 . Y allí donde llegamos la danza cesa, el canto enmudece, la ronda se deshace… El intento de recuperar lo que queda, la memoria perdida, arriesga convertirse en Zambrano en una melopea de lamentos, en el radical abismamiento en un exilio de toda esta historia apócrifa y sus unilineales tiempos de una conciencia escindida por completo de la propia vida inmediata y de su verdadera historia hecha de discontinuidades; de nuevo, igual que en Benjamin y tantos otros “místicos” contemporáneos del pensar, o de la tan excepcional visión de la historia espiritual anidada en la propia alma humana, tal es la visión de H. Corbin8 . Y así es en tantos de los mejores escritos de nuestra pensadora, como, en especial, el comienzo de De la Aurora, que compone esa letanía de Ayes (esa queja del Ay, Ay, Ay, que tanto prolifera Zambrano en cartas a sus amigos, casi todos exiliados, españoles, hispanoamericanos o universales, como, por ejemplo es el caso de E. Cioran). Ayes sibilinamente, se diría, respirados, exhalados frente a la amenazada y amenazante cultura occidental. Pero en esos melopeicos riesgos es donde más verazmente habita Zambrano su exilio, donde, en efecto, se halla la raíz más profunda de eso que, hemos visto, ella denomina su sentir, ciertamente el más visionario, incluso el más delirante, el que habita ese otro espacio-tiempo, ese ámbito conciencial hecho de plurales niveles de conciencia que van “condescendiéndose”, 7 Además de las obvias concomitancias con el pensamiento sobre la técnica de Nietzsche, y más obvio aún, de Heidegger, es muy interesante remitirse, para este color de imperio, de comercial imposición, al opúsculo de Kant, La paz perpetua. 8 Además de todas las grandes obras de H. Corbin, de entre las cuales especialmente dos — La imaginación creadora y Templo y contemplación— tuvieron una gran repercusión en Zambrano, el mejor libro que conozco sobre este autor, y que es buena guía para comprender muchos de los grandes lineamientos de estos raros pensamientos no-dialécticos (al modo hegeliano, se entiende), es el de C. Jambet, La lógica de los orientales, FCE, México, 1989.
  • 7. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 7 dándose paso desde el más original sueño, el que se diría más vinculado a llamadas “cósmicas”, en una danza onírica que asciende hasta esos espacios intermedios —aquella metaxy platónica, o sobre todo el cuerpo de diamante búdico o el barzaj sufí— donde la propia historia apócrifa es contemplada impávidamente desde ese exiliado lugar de ella, desde el espacio-tiempo de plurales dimensiones en que comparece “otra” historia, la del alma misma, la del saber del alma, ese proseguido intento de la pensadora, desde 1934, de ir Hacia un saber sobre el alma, más allá, como acabamos de ver, de la solo considerada psique convertida en mero juego de reflejos y condicionamientos y tecnificada en solo psiquemáquina, tal como ya titula su propio libro uno de los mejores exégetas de Zambrano, M. Morey9 , bien es verdad que desde puntos de partida muy disímiles a los de aquélla, pero en ruta hacia el límite, como él dice; y así confluyendo en algunas cuestiones decisivas con ella, como, sin más, y al fin en toda la obra ulterior de Morey, en esta del exilio de toda patria, como sobre todo es el caso de Deseo de ser piel roja y en Pequeñas doctrinas de la soledad. El exilio es, entonces, el espacio-tiempo de la memoria perdida, del “algo-alma”, como así es en tantas espiritualidades desde el Tao o el Vedanta a los sufíes contemporáneos, tales los mencionados Guènon o Schuon, que inciden en el reencuentro y diálogo de todas las formas de espiritualidad, cada una regida por su propio Señor, como tan explícitamente escribe la propia Zambrano en los dos capítulos finales de El hombre y lo divino (“Los templos y la muerte en la Grecia antigua” y “El libro de Job y el pájaro”), donde se cita y recorre el hadiz islámico “Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor”; pero todas estas espiritualidades confluyendo desde su propia perspectiva en la recuperación de esa memoria perdida en los más abismales niveles de conciencia, donde habita ese “algo” que, tan explícitamente también, Zambrano, siguiendo a Massignon, y éste a Gandhi, denomina, desde La Confesión , y siendo ya el eje mismo de la segunda parte de El hombre y lo divino, el eje invulnerable. Y es este eje el lugar al que incita a exilarse María Zambrano, pues el es, precisamente, el lugar del quicio de la razón. Solo desde el es posible adentrarse en esta noche oscura de la cultura occidental. Lo que supone el ir condescendiendo (y así se dice en el decisivo prólogo de 1987 a la reedición de Filosofía y poesía) a los lugares más recónditos de la conciencia, hasta la más extremada pasividad, lo que, por lo demás, es el santo y seña de las primeras intuiciones de Zambrano, desde sus primeros artículos hasta, ya muy explícitamente, Horizonte del liberalismo, donde ese lugar del alma comparece ya como ancla y estrella de unión con el Universo. Y de aquí 9 Psiquemáquinas, Montesinos, 1990.
  • 8. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 8 dimanan los máximos retos y riesgos de Zambrano, concentrados en su intento de recuperar una razón poética, que además de reiterar enunciaciones explícitas de Nietzsche (la Dichtende vernunft) o de Schelling, y en realidad con múltiples propuestas desde el romanticismo al surrealismo, entroncan claramente con un modelo místico que en mi Logos oscuro he recorrido pormenorizadamente como enraizado en propuestas taoístas, búdicas, gnósticas, del primer cristianismo, sufíes (muy en especial, Ibn Arabî), cabalísticas, y que en los guadianas de la historia “discontinua” tan claramente aparece en Böhme, en el propio san Juan de la Cruz (y, asimismo, lo ve Zambrano en el comienzo de Notas de un método), y lo que es tan decisivo para nuestra pensadora, en el final de ese libro capital para ella: El puesto del hombre en el cosmos, de M. Scheler. Y ahí, en ese modelo místico (y muy trágico, y desde luego muy difícilmente asimilable al cristianismo triunfante y eclesial), y en ese, al parecer, exilio cósmico que conlleva el hombre como su lugar más propio, según Scheler, tenemos cifrada una clave esencial del exilio según Zambrano, y aun de su consideración de la misma hispanidad con sus dinámicas “exiliadas” de la historia más propia de Occidente. Y así es como, precisamente, el exilio es el lugar mismo del nacimiento; del re-nacimiento del hombre a su lugar más propio, desde su eje invulnerable, el que parece haber sido desquiciado por la bárbara y tan sacrificialmente trágica historia de todo un ciclo cultural que ahora, en estos precisos instantes de su “cierre” como tal ciclo en una de las noches más oscuras del mundo que conocemos, pudiera abrirse en la espiral del tiempo vivo hacia un nuevo nacimiento del hombre. Tal vez como hijo del universo, de lo que, para Zambrano, son señal y signo los bienaventurados. Se diría con C. Sini y su memorable Pasar el signo10 (estrictamente contemporáneo de Los Bienaventurados), tan cerca en algunos esenciales puntos filosóficos de nuestra autora, que esos bienaventurados son en sí mismos signa cosmológicos, más allá de los meros signos lingüísticos, ya sin sentido alguno. Lugares de la palabra, más allá del mero lenguaje instrumental y aun solo comunicativo, tal como Zambrano lo viene recorriendo, en especial, desde los años sesenta en su inédito La Palabra, o ya en los pasajes a ella dedicados en Claros del bosque y De la Aurora. Y en ambos, los Signos adquieren ese carácter cosmológico que va a demandar Sini como primer paso para adentrarse debidamente en el sinsentido del nihilismo. De forma que esos pájaros impensables —siempre para el pensamiento dialéctico o instrumental—, cifran en sí los signos del lugar del exilio cósmico del hombre de una determinada era —la nuestra desde el siglo V A. C. hasta ahora 10 Carlo SINI, Pasar el signo, Mondadori, 1989.
  • 9. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 9 mismo— y, tal vez, su adentramiento en la posibilidad de otra forma de ser hombre, más allá de la historia sacrificial y trágica, más allá de su conclusión en el nihilismo contemporáneo. Volver a nacer no es sólo en Zambrano el signo de una rendición o la melopea que se lamenta de una impotencia que a su vez sería el signo del más completo fracaso, la gran aporía de su pensamiento. Tal invocación —y lo es— procede del más radical pensar. Precisamente, el que oscura e impávidamente contempla el fracaso y las aporías del pensar occidental “desquiciado” en una pura razón instrumental y externa, incapaz de dar mínimamente fe de aquello que, en realidad, nos pasa, o quizá mejor dicho, de lo que no nos acaba de pasar, de lo que no podemos acabar de hacer pasar, de darle cauce de pensamiento, a la par que de vida. Ennudados y enmurados en la cárcel de la clarté y en una raquítica y esquemática empiria instrumentalizadora, incapaces de decirnos nada de aquello que realmente nos ocurre, comenzando por nuestros propios sueños y ensueños, por nuestros más radicales anhelos, tergiversados por los más externos “deseos” y por la más unilineal dictadura del más superficial nivel de conciencia que solo puede conducir a lo que Nietzsche denominó hombre gregario y ranas pensantes, abandonados los otros múltiples niveles que nos constituyen, cuando no directamente tapiados en la más elemental represión, comenzando, como tan bien analiza Zambrano desde 1939 en “El freudismo, testimonio del hombre actual”, por la del tiempo, de los plurales tiempos que conforman nuestra experiencia. Es esta pluralidad, y la misma relatividad que conlleva de perspectivas, la que nuestra pensadora recorre desde lo que vengo denominando su propia lógica del sentir, la que se ha adentrado en el sentir del “exiliado” y sus correlaciones históricas, psicológicas y profundamente filosóficas, precisamente en esa meditación entrecruzada que dice no poder desarrollar en el breve prólogo a Persona y democracia que antes vimos. Pero esa superposición de una meditación entrecruzada ahí requerida fue la que estuvo haciendo con toda su obra desde “Ciudad ausente”, donde ya aparecen, in nuce, esa pluralidad y relatividad de perspectivas correspondientes a tan plurales niveles de tiempo y de conciencia como, en realidad, conforman nuestra real condición humana. Y es esa meditación entrecruzada la que nos descifra el sentido de la cruz en Zambrano, al que no hay que hurtar ni un ápice, ni una de las muchas perspectivas “esotéricas” que realmente tiene, y para lo que se hace indispensable corroborar el permanente diálogo que mantiene con la Tradición y la así llamada Philosophia perennis, y de forma tan esencial con los mentados Massignon y Guènon, y de éste tan especialmente La simbología de la cruz. Pues el exilio es la cruz misma del
  • 10. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 10 pensar y acorde con cuanto Zambrano escribe en el citado capítulo de Claros del bosque, “El punto oscuro y la cruz”; y acorde con el que bien podemos decir que todo el pensar de esta autora es el recorrido por “la cruz del exilio”. Y aquí, como en Corbin, adquiere enorme relevancia una etimología puramente espiritual del Occidente y del Oriente, del ocaso y de la aurora, de la muerte y la resurrección. En esa potencialidad simbólico-fenomenológica se juega la potencia misma del pensar vital de Zambrano, de su razón poética. Y con ella el sentido que en esta autora adquiere la relación entre tragedia, mística y filosofía. Y es que es esta relación tan trágica como mística entre la raíz del desquiciamiento de la razón en la cultura occidental y la propia del exilio la que se juega en toda la obra de Zambrano. Dos trágicas raíces entrelazadas y proseguidas hasta la que no cabe sino calificar de fuente primordial —o única arjé—, mística. Como he señalado con el título y el subtítulo de mi monografía sobre la pensadora11 , lo que se pone en juego en Zambrano es el Logos oscuro, por contraposición a la búsqueda prometeica, unilineal y unidimensional de una luz suicida y puramente exterior, al fin compendiada en la clarté cartesiana, y no acabada de resolver por las diversas epojés husserlianas ni por la ontología heideggeriana. Un logos oscuro12 hallado en el descenso a las fuentes místicas de toda tragedia. Fuentes que, a su vez, dejan ver, en sus más recónditos y “oscuros” trasfondos, en sus infiernos, el real exilio “celeste” que el hombre de todo un ciclo cultural habita. En la estela del Nietzsche que afirma la entraña celeste que todo infierno cela —como tan expresamente recogerá Zambrano en Claros del bosque—, y en un continuado diálogo muy crítico con el más ancestral Heidegger que busca reconducir la pérdida de los signa cósmicos en meros signos sin sentido mediante su Geviert —el intento de volver a constelar cielo y tierra, dioses y mortales—, Zambrano hallará esa entraña celeste en la figura misma del 11 El logos oscuro: tragedia, mística y filosofía en María Zambrano; Madrid, Verbum, 2008. 12 Y valdría aquí —aunque sólo por lo pronto, y con todas las precisiones que haré en el apartado 2— para esta relación entre el logos oscuro y el exilio lo que dijera Jean-Luc Nancy en el Congreso Internacional que, bajo el título de Formas del exilio, organizó el Departamento de Iberística de la Universidad de Ca` Foscari de Venecia a finales de abril de 1995 (vid. en rev. Archipiélago, núms. 26-27, invierno 1996, pág. 37): Quizá nos es dado pensar —don difícil, oscuro, como todo lo que es posible pensar— algo de un exilio que sea él mismo lo propio, sin dialectización (...)En efecto, la existencia como exilio, pero no como movimiento fuera de algo propio, a lo que se regresaría o bien, al contrario, a lo que sería imposible regresar: un exilio que sería la constitución misma de la existencia, y por lo tanto, recíprocamente, la existencia que sería la consistencia del exilio.
  • 11. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 11 “exiliado”, por entero el símbolo real mismo de las potencialidades humanas cifradas en el “bienaventurado”, el que conllevaría en sí aquella conspiración divino-humana que hace confluir cielo y tierra en el más encendido corazón del hombre. Como hijo del Universo, tal lo acabará enunciando la pensadora en Los bienaventurados y como colofón de toda su pesquisa a través de los inacabados grandes proyectos, que al fin quedaron inéditos, desde Los místicos y la mística, La Ética de la vida es sueño según la razón vital, La Palabra, Historia y Revelación, Hijo del hombre, Los seres y el ser y Poesía e historia. Toda la obra de esta tan singular pensadora conculca ese desquiciamiento de la razón occidental, su completa razón dialéctica desgajada y descentrada del único “árbol de la vida”, y abocada, así, a la cruel paradoja de que en su huida de lo trágico se convierte toda ella en la tragedia misma de la razón incapaz de salir del círculo fatídico de sus vuelos en la luz, de su “suicidio en la luz”, como se viene reiterando desde la primera edición de El hombre y lo divino. Esta singularidad de Zambrano parece reptar sibilinamente bajo tantos diagnósticos de la crisis a lo largo de todo el siglo XX, y se diría que es, a su vez, el diagnóstico del sentir más profundo que subyace a tantos “exiliados” de ese siglo, dígase sólo por eminentes ejemplos, W. Benjamin o el propio Wittgenstein, y tanto más aún, quizá, tantas “exiliadas”, como Judith Stein, Simone Weil, Ingeborg Bachman o la misma Hannah Arendt. Y desde luego parece ser el más radicalmente trágico, en sus mismas inserciones místicas, testimonio del significado del exilio español y sus relaciones con la inacabada, y en ello mismo tan trágica, guerra civil española, no menos que con cruciales aspectos exiliados de gran parte de la literatura latinoamericana contemporánea, tan sustancialmente con la de su gran amigo, José Lezama Lima. Y así, exilio, desquiciamiento de la razón, mundo en crisis y tragedia española e hispanoamericana (especialmente por lo que respecta a Cuba, Puerto Rico y México) componen las órbitas críticas esenciales de pensamiento de esta tan singular filósofa que en un momento clave de su andadura —en septiembre de 1951, en plena elaboración de la primera edición de su libro central, El hombre y lo divino— le dice de sí misma al filósofo cubano Medardo Vitier:
  • 12. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 12 Y es cierto, muy cierto —ya que usted lo sabe debo decírselo— que no voy, sino que vengo de la Filosofía. (...) La Filosofía es el purgatorio y hay que recorrerlo yendo, viniendo, convirtiendo el laberinto en camino.13 Y es esa conversión del laberinto en camino la que mide el paso del simple destierro a su conversión en exilio, como más adelante corroboraremos en la distinción crucial —pues en ella se cifra la “cruz” por la que, en realidad, toda vida humana camino de su cumplimiento ha de pasar— que Zambrano realiza entre esas dos, para ella, categorías de la vida. Y así llegamos a atisbar ya que el núcleo más vivo del pensar zambraniano, el que guarda su más singular modo de “filosofar”, su más vivo secreto, es el propio exilio a que lleva a la filosofía conduciéndola a su más encendido purgatorio. Ahí se cifra, por decirlo con el título del magnífico libro de P. Harpur, El fuego secreto de los filósofos, el fuego secreto de la propia filosofía, como, por lo demás, y mucho antes que Harpur, se lo enuncia Zambrano a ese permanente exiliado de los modos usuales de pensar, narrar y poetizar que es su gran par, José Lezama Lima, al par que los más grandes amigos y exiliados españoles, y paradigmáticamente tres: Emilio Prados, Rafael Dieste, y José Bergamín. Esta cuaternidad, ciertamente, compone esa única figura del exiliado como hombre verdadero, que, como tal, solo se lo aplicará explícitamente a Lezama, en el artículo que sobre él escribió con motivo de su muerte, aunque todas sus características pueden rastrearse en las cartas y los escritos sobre estos otros amigos exiliados españoles, muy en especial los referentes a Prados. Y así, el hombre verdadero es el desposeído de todas sus máscaras, habiéndolas recorrido todas hacia su fuego más secreto y sumergido, hacia su más recóndito y oscuro logos, solo asequible en el más cruel despojamiento, en el desprendimiento y el exilio de los usuales —y tan puramente instrumentales— modos de conciencia, y su inmersión en el purgatorio del pensar, en esa cruz del pensar oscuro que hemos visto se cifra en “El punto oscuro y la cruz” de Claros del bosque. El lugar móvil del pensar capaz de velocísimos recorridos hasta el punto más infernal donde el fuego es ya, según metáfora alquímica tan recorrida por Lezama y Zambrano, agua-llama de redención vital. Esto es lo que patentiza la correspondencia de Lezama y Zambrano entre los años 1974 y 197614 , al compás mismo de los últimos grandes inéditos, y en especial los mencionados Los seres y el ser, Hijo del 13 Carta a Medardo Vitier de septiembre de 1951. La Cuba Secreta, edición de Jorge Luis Arcos, Endymion, 1996. 14 Vid. la edic. de J. Fornieles Ten, Correspondencia. José Lezama Lima-María Zambrano-María Luisa Bautista; Sevilla ediciones Espuela de Plata, 2006. Recorro con pormenor esa correspondencia en mi cit. El Logos oscuro, vol. II, cap. 3.
  • 13. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 13 hombre y Poesía e historia, así como los finales escritos sobre el significado de la guerra civil española, el exilio y los sueños. 2.- El exilio como apertura y salida: la desinversión del árbol de la vida y el despertar de la ciudad ausente Tras la enunciación del desquiciamiento de la razón en la cultura occidental y la consiguiente tragedia de indeterminación y nocturnidad, laten en Zambrano dos poderosos símbolos del exilio —la inversión del árbol de la vida y una ciudad enraizada como el “algo” más puro que constituye el alma—, que ambos afectan nuclearmente a la “lógica del sentir” que vengo manteniendo es lo que esta pensadora trata de descifrar con toda su fenomenología poética, que en esto, como en todo, muestra ser un condescendimiento del concepto hasta sus raíces metafóricas y simbólicas, y desde ellas hacia unas renovadas categorías de la vida. Y en ello, además de “abismar” hacia la nuda vida las pautas fenomenológicas otorgadas, aunque no plenamente desarrolladas, por Husserl, Scheler y el propio Ortega, y en singulares combinatorias platónico-aristotéticas, cerca, muy cerca, de la búsqueda de arquetipos en Jung, o de modo similar en K. Kereny, y mucho más aún del mundus imaginalis que tan sustantivamente Corbin extrae de sus exégesis espirituales de chiíes persas y sufíes como Ibn Arabî. Y desde luego, esos dos símbolos del exilio se enraizan en las tradiciones más esotéricas —y de muchos modos filosofadas en Platón, Aristóteles y Plotino—, al punto de constituir los dos elementos esenciales de la Gran tradición y de la denominada Philosophia perennis, algunos de cuyos representantes más eximios durante el siglo veinte ya hemos visto, y a los que convendría añadir dos autores, sin duda leídos por Zambrano, y en todo caso confluyentes con ella en muchas cuestiones al respecto: los hindúes Ananda Coomaraswamy y Sri Aurobindo. No obstante, la singularidad zambraniana es precisamente esa fenomenología del sentir que no se conforma con la enunciación, al fin bastante, o del todo, dogmática de una serie de símbolos y significados tradicionales —como es el caso de, y que tanto le discute la pensadora a, Guènon—, sino que se arriesga a pensar de qué forma esos dos símbolos del logos oscuro juegan en el humano sentir, en los niveles más profundos de conciencia. Con lo que diríamos que lo que Zambrano realiza es una inmersión y un desciframiento filosófico —por vía fenomenológico- simbólica— de ese que llamaríamos “sentir tradicional” tal como todo ser humano lo vive a través de plurales niveles de conciencia y de tiempos. Y aquí es donde adquiere toda su potencia la propia categoría del exilio como un
  • 14. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 14 universal humano. Y si bien desde el comienzo de su obra esos dos símbolos —como su par, el de la sierpe, pues, en realidad, éste diríamos que está conexionando a los otros dos, enroscando uno a otro— laten de modo implícito, y aun en una cierta eclosión intuitiva, como es el caso en el mentado artículo “Ciudad ausente”, aunque todavía aquella no los desarrolla en toda su potencia simbólica, pero se diría que ya los “delira” y “sueña” el modo en que, tal como lo verá Zambrano muy explícitamente después, han de desarrollarse y desenroscarse esos delirios y sueños que llevan en sí el poder del despertar y la salida y apertura del alma, que es lo que en ella va a significar, precisamente, el exilio, además de decisivas connotaciones políticas y de consideración de la historia que convierten a esta nueva categorización del exilio en una renovación filosófica muy radical que cuestiona todas nuestras más usuales maneras de pensar, y sí, tal vez haya que convenir con Zambrano, tan desatentas a realidades cruciales y muy actuales, tanto desde perspectivas puramente psicológicas, como sociológicas, históricas y políticas. Sin duda, uno de los libros claves que le harán comprender a la pensadora el propio camino —y así se lo dirá a Andreu en sus cartas a él recogidas en las mencionadas Cartas de La Pièce— es El poder de la serpiente, de A. Avalon, sobre los chacras hindúes y sus acepciones en el budismo tántrico, y el modo en que Kundalini —bien la podemos denominar la serpiente del alma— va desenroscándose hasta la corona arterial, el punto máximo de lucidez humana, más allá del tercer ojo; tema éste que, por lo demás, es esencial en el libro de Guènon, El rey del mundo. Y bien reconocemos a esa corona arterial en el comienzo mismo de Los Bienaventurados, donde se declara al heredero del exiliado, es decir, el bienaventurado, como corona de los seres, y con ello, el hombre perfecto o verdadero, el que ha desinvertido en sí el árbol de la vida, el caído a los pies del árbol de la vida, como se lee en “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes” (1971), que se corresponde exactamente con los caídos de nuevo al mar de De la Aurora. Con esos dos símbolos esenciales y cuantos con ellos se conexionan — diríamos que se conspiran y simbioizan con ellos— nos hallamos en el centro de la significación filosófica del exilio en Zambrano. El exiliado es el que, justo por desinvertir el árbol del conocimiento, deja de verlo como el “doble” o la sombra del “otro” árbol del Paraíso, y lo resitúa en su único lugar, como el único árbol de la vida que absorbe ese árbol del conocimiento, que vendría a ser la pura expresión de la desnuda vida. Y por ello cae a sus pies. Y entre estos caídos Zambrano incluye bien explícitamente al niño de Vallecas, a Hölderlin, a Nietzsche, pero también a todas las figuras de abandonados y a los que ella denomina procesión de grandes amadores, todos hijos del fracaso
  • 15. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 15 vital más profundo ante la agresividad de la imperial historia triunfante; esas no tan enigmáticas presencias andróginas y sobre todo femeninas, pues una a una van deletreándose y descifrándose sobre todo en la tercera gran estación de este pensamiento, desde los inéditos inmediatamente posteriores a la entrega de los dos capítulos de El hombre y lo divino, es decir, desde 1953, hasta los grandes inéditos de los años setenta. He recorrido con pormenor en mi Logos oscuro todas y cada una de estas figuras que conciernen a ese modo de estar exiliado de la escisión entre el árbol de la vida y el del conocimiento, y que por tanto vienen a ser los grandes fracasados de la cultura occidental desde Grecia a la más ardiente actualidad, donde es el propio pensar de Zambrano el que parece asumir plenamente su condición de fracasado, y de radical exiliado, ante la historia apócrifa, en su reiterada expresión de verse como los restos de un naufragio. De un naufragio en las aguas de la vida, en los mares de la aurora. Y en ello es capital el pensamiento de la feminidad y de los hermanos en Zambrano. Pues todas estas figuras entrelazan esa hermandad a un esencial componente femenino que constituye la matriz misma del modelo místico de la pensadora, al igual que sucedía en el propio Tao, de Laotsé y Zhuangsí, en cristianismos gnósticos iniciales, en reconversiones puramente compasivas del budismo Mahayana y, quizá sobre todo, por lo que respecta a su potencia filosófica, y de forma tan explícita y compleja, en Ibn Arabí. En ese libro mío he recorrido con pormenor las concomitancias y confluencias de estos pensamientos con la filosofía mística —Hegel, mucho menos Schelling, de ninguna manera Bloch, me negarían este calificativo de filosofía—de Böhme, con los vuelos pensantes de san Juan de la Cruz, y los oscuros abismos tan necesarios de ser pensados de M. De Molinos, con el propio Schelling, y hasta Scheler y A. N. Whitehead, e incluso en modelos “ecológicos” —y tan gnósticos— tan actuales como los de F. Kapra, H. Jonas, y mucho más aún en la psicología transpersonal de Ken Wilber, por no hablar de esa tríada neoyungiana, prolongadora de los mundos imaginales y daimónicos, que constituyen J. Hillman, P. Harpur y R. Tarnas; y por lo que respecta a España, la incidencia del pensamiento de Krause en la Institución Libre de Enseñanza, que tantas derivas mostrará en el pensamiento y la poesía españolas, incluyendo a tres grandes maestros de Zambrano, es decir, a su propio padre, Blas Zambrano, Antonio Machado, y al mismo Ortega. Y desde luego, en esta combinación de feminidad y hermandad entran en juego diversos elementos que también se encuentran en múltiples pensadoras, poetas y escritoras contemporáneas, como las ya citadas, y cuestiones bien actuales planteadas, sobre todo, por el denominado “feminismo de la
  • 16. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 16 diferencia”, algunas de cuyas representantes italianas prosiguen, a veces muy explícitamente, estas exiliadas sendas femeninas zambranianas. Y así, desde Nina (la de Misericordia de Galdós), pasando por Eloisa, o Diotima de Mantinea, y hasta Antígona, Ofelia, Lucrecia de León o Ana de Carabantes, encontramos en ellas los primeros pasos del exilio, los que llevan a caer a los pies del árbol de la vida, en el seno de la vida desnuda, las fracasadas que caen de nuevo al mar. Patentizaciones de la historia incumplida, de su tragedia, de la historia que pudo haber sido y no fue, del otro modo de ser humano que fue tapiado y asolado por la historia apócrifa, de la imposibilidad de unir poesía e historia, de alcanzar la plena conciencia histórica que libraría a la historia misma de su carácter apócrifo frente a la fuerza de la vida, del originario mar de la vida, los mares de la aurora. Y la aurora misma como la esencial figura, la sierpe de la aurora, de ese reiterado fracaso de la vida ante la historia trágica, del exilio respecto de la propia vida. Y así, se diría que paso a paso, sin saltarse ninguno, Zambrano va componiendo, desde los mentados inéditos de 1953 a 1955, una fenomenología de ese sentir tradicional, realmente vivido por cada hombre de este ciclo cultural, del exilio como constitutivo de la existencia, de la existencia en esta Era de la ocultación; ocultación acrecentada en la que Zambrano, desde El hombre y lo divino, denomina era de la conciencia; de la conciencia reducida a un único nivel , el más exterior y realmente ínfimo. De forma que esa fenomenología que comienza —en tales inéditos— estableciendo un programa filosófico completo que habría de recorrer la pluralidad de niveles y tiempos que constituyen la real conciencia humana y, por tanto, sus componentes trágicos y místicos y la posibilidad de una filosofía integral —de una razón grande y total, al decir de Zambrano— que se hiciera cargo de ellos, recala primero en la necesidad de realizar una Ética según la razón vital, que de inmediato se le convierte en Ética de la vida es sueño según la razón vital. Aquí está la raíz de la más compleja investigación que Zambrano llevó a cabo, y que como tal dejó inédita, o en esas palabras suyas citadas, como restos de un naufragio, que es lo que serían esas simples puntas del gran iceberg de esa investigación sobre los sueños, que es lo que son sus publicados El sueño creador y Los sueños y el tiempo. Y en esa inmersión en la pluralidad de niveles del sueño humano, vinculada a la pluralidad de tiempos y de niveles de conciencia que constituyen la llamada alma, es donde van realizándose los decisivos pasos que llevarán ya al explícito pensamiento sobre el exilio como constitutivo del más trágico “vivenciario” humano, más allá de las consideraciones sobre los “existenciarios” de Heidegger. Ya en los años sesenta la cuestión está
  • 17. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 17 enteramente centrada a través de la secuencia que establecen con el exilio como tema nuclear, con aquellos dos símbolos del árbol de la vida y de la polis-alma (aunque éste como tal sólo se hará así de explícito en un inédito de 1972 sobre “La crítica de la razón discursiva”, aunque su sentido aparece claro ya en todos los escritos de los años sesenta, en especial en los que enseguida cito) como guías, los escritos mencionados: “Un lugar de la palabra: el idiota”, “Carta sobre el exilio”, se diría que al completo los escritos que componen España, sueño y verdad, y muy esencialmente “Segovia: un lugar de la palabra” , que es el eco más preciso tanto del “Ciudad ausente” de 1928 como del que mejor lo prosigue en 1939, “San Juan de la cruz: de la ´Noche oscura’ a la más clara mística”. Ya en 1971, será “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes” el que mejor delimitará esa combinatoria de temas ancestralmente esotéricos y puramente fenomenológicos, y en cuyo final comparece ya explícito, como antes vimos, el árbol de la vida como el lugar mismo del exilio. Pero ese lugar solo es plenamente comprensible remitiéndose al idiota, como tan claramente hace Zambrano en una nota a pie de página de aquel “Apuntes”. Él es el que centra todas las características distintivas que van a categorizar el exilio como un universal originario y por entero vital de los seres humanos y no el abstracto y heroico, que vendrá ejemplificado por Edipo. Son dos muy diferentes universales humanos los que Zambrano pone en toda esta secuencia en juego. De aquí a Notas de un método se irán perfilando las más graves cuestiones sobre la constitución de la subjetividad, en radical crítica a la razón dialéctica (al modo hegeliano) y a toda mera razón discursiva. Es precisamente en este pensamiento sobre el exilio donde la razón zambraniana más se exilia de los modos discursivos, psicologizantes, historicistas y positivistas de la modernidad, hacia, diríamos, otro fenomenología del Espíritu que ciertamente reserva un plano esencial a la hierohistoria, a una metahistoria que así será enunciada, ciertamente en prolongaciones filosófico-pneumáticas unamunianas, en la propia “Carta sobre el exilio”, y sobre la que reflexionará de modos muy incisivos en múltiples inéditos de los años setenta, y que rige por completo su visión del más importante de esos inéditos, Historia y revelación. Con Zambrano estamos ante la misma cuestión que se suscita C. Jambet ante la obra de H. Corbin: ¿Sería posible descubrir otras fenomenologías del Espíritu que (...) reserven el espacio de la hierohistoria, que revelen otros modos de historicidad que el de la historia? O más aún: ¿se pueden revelar modos del ser de la realidad humana que no sean reductibles a la superioridad
  • 18. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 18 hegeliana? (...) una cuestión que está” más allá” de la lucha histórica por la supremacía, si se la entiende como el acceso al sentido de la historia. Por esta razón (H. Corbin) retoma las cosas en la Alemania de Hegel, de Schelling, pero también sale, se expatría del país hegeliano...15 . La respuesta a esta cuestión involucra toda la obra más madura de nuestra pensadora y su intención de establecer un indispensable saber del alma. Y en ello se involucra especialmente su propuesta de realizar una Ética, en la que pone en juego una fenomenología de la persona, en la que, a su vez, va a desarrollar toda su potencia gnóstica aliada de esa su capacidad fenomenológico-poética, y en la que, sin duda, es capital la figura “daimónica” esencial del Ángel. Ángel del límite, confín intermedio, como titulé uno de mis libros sobre Zambrano en 1996 (Madrid, Endymión). Y ese límite, en tal confín, con todas sus consonancias gnósticas, búdicas (no olvidemos la recurrencia zambraniana desde los años cuarenta a la oración Zen, Señor que yo vea mi rostro antes de que yo naciese) y sobre todo sufíes y cabalísticas, es donde habita el exilio. Él es el lugar donde la persona se ve destituida ya de toda máscara, al par que muestra la necesidad de que, como tanto sigue Zambrano a Nietzsche en ello, todo lo profundo se revista de máscaras, hasta ya no necesitar de ninguna, ya en el pleno destierro que se convierte en el más desolado exilio, en la noche oscura del alma que revierte a ser pura noche del espíritu donde el logos oscuro abre la más clara mística, es decir, el despertar del alma, el desenroscarse de Kundalini hasta aquella corona arterial. Se producen muchos equívocos interpretativos acerca del lugar que ocupa en Zambrano la persona, a la que se toma, equivocadamente, como el punto de llegada de su pensar, siendo así —como veremos que ella misma nos lo va a descifrar— que no es sino un tránsito, un paso, de ninguna manera una “construcción”, una nueva arquitectura, frente a la que Zambrano es ya muy explícita al final de Persona y democracia, oponiendo al saber arquitectónico otro por entero musical. No hay en la pensadora ningún reclamo hacia el llamado “personalismo” del tipo del de E. Mounier. Sí está mucho más cerca de N. Berdiaev a quien leyó y admiró, como a tantos otros rusos bastante recónditos para el pensamiento contemporáneo. Sin duda, la persona es para Zambrano una realidad insoslayable éticamente, y en ello se cifra uno de los esenciales aspectos antitotalitarios de Zambrano frente a cualquier totalitarismo. Pero, al igual que de nuevo pone de manifiesto C. Jambet acerca 15 C. JAMBET, La lógica de los orientales (H. Corbin y la ciencia de las formas), México, FCE, 1989, pág. 17.
  • 19. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 19 de Corbin16 , en ella la persona se descifra dentro de la gnosis, en el alter ego del Ángel, tal como tantos gnósticos lo presentan, y como ella misma da a ver desde su poema «A mi Ángel», de 1940, y en realidad a lo largo de toda su obra desde esa fecha. De modo muy semejante a Corbin, y siguiendo pautas espirituales muy similares a él, lo que le hará decirle a R. Nadal, por carta de 1974, que halla con él múltiples e impretendidas confluencias, la persona auténtica es aquélla que la percepción visionaria y reveladora saca a la luz. E inversamente, no hay visión auténtica que no funde, más allá de la mera “existencia”, en la vida, la persona irreductible, singular, el verdadero “sí” del sujeto. Hasta el punto de que ya el concepto de persona, con su connotación enmascarada, se vuelve inservible. Podrían proliferar textos de Zambrano, aparentemente contradictorios, sobre esta ambigüedad de este concepto en la pensadora. Baste lo que le dice a Juan Soriano en una carta del 22 de agosto de 1959, dando un paso más allá del Persona y democracia, de 1956: Eso de ser persona es un necesario paso en el que no hay que detenerse ni edificarse, ni construirse. Y si Dios me ayuda, quisiera mostrarlo o que se sienta. Criatura viviente, ánima incendiada, chispita de luz, melodía, átomo que danza la gloria del Creador...Persona...es la etapa ineludible humana. Pero...trascenderlo, según san Juan de la Cruz diría. Y es esta serie de connotaciones musicales, melódicas y fluyentes, de la persona hacia ser esa ánima incendiada, esa crucial llama que rige Claros del bosque y De la Aurora, la que precisamente se va recorriendo y connotando en los mencionados escritos sobre el exilio; en puridad, sobre los sucesivos destierros que recorren una pluralidad de tiempos y espacios que van a dar al más radical exilio, donde se funda un espacio-tiempo presencial que es propiamente desde el que el alma “sale” —naturalmente estando la casa sosegada, al decir de san Juan de la Cruz—, comienza propiamente su epistrofé, ya como alma pacificada que retorna a su propio Señor. Y esta cita inicial de este mi escrito, tomada del Corán, y variadamente recitada por Zambrano, en realidad, cifra un sentir rastreable en múltiples tradiciones, con las que explícita o implícitamente dialogará Zambrano en sus escritos sobre el exilio. El exilio, entonces, como el lugar de la salida y el retorno del alma, que implica —al igual que en muchos movimientos del “Camino”, del Tao, y singularmente en la Teosofía oriental de tantos seguidores de la religión de la luz de Suhrawardî17 , esa tan similar religión filosófica a la que dice adherirse 16 Ibídem. 17 Para este nuevo recorrido por la religión perso-islámica de la luz y sus exégesis por parte de Corbin, vid. C. JAMBET, óp. cit., págs 18-19.
  • 20. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 20 Zambrano en sus años finales— la anterioridad de la presencia (sâbiqat al- hudur): el alma regresa a su patria verdadera, su Oriente, habiéndose evadido del Occidente del exilio, porque ella permaneció allí en otro tiempo, antes de caer en la villa cuyos habitantes son injustos (Corán, 4:77). No se trata, evidentemente, para estos israqiyún, de ninguna patria geográfica definida sino enteramente metafísica y mística. Es esta separación entre Oriente metafísico y místico y Oriente geográfico la que permite al propio Corbin plantear que, en primer lugar, existe una comunidad oriental fuera del Oriente geográfico y de los lazos temporales de causalidad, pues tiene por lugar y principio el universo transhistórico del mundus imaginalis . En segundo lugar, este mundus imaginalis es entonces, a la vez, el objeto de la búsuqeda oriental y el principio de la comunidad de los orientales, dispersados en el tiempo y el espacio ordinarios en el mundo. Por esto, es lícito —al igual que hace Nietzsche con aquellos que considera habitan un tiempo metahistórico de isocronías— reagruparlos, según una fenomenología rigurosa, en círculos cada vez mayores, hasta formar un continente oriental. Estamos ante una muy semejante tesitura a la planteada por Zambrano con sus exiliados-bienaventurados que son, precisamente, la corona del sumergido continente, del logos sumergido, que es, con precisión, el logos oscuro que enquicia a la razón, que la desinvierte de su banalidad puramente externa, que trae la claridad y la presencia del árbol de luz, según tantas tradiciones y expresado de la forma más magnífica en la sura de la luz coránica y que, de tantas maneras, recita Zambrano hasta el final mismo de su obra vinculándolo tan expresamente al olivo, al aceite y a la lámpara que no se apaga. Tal vez, los pasos de Zambrano arriesgan, a estos respectos, más que los del propio Massignon, y en su estela, los de Corbin, al fin quizá demasiado apegados a todos los Orientales de las tres religiones del Libro. La universalidad de Zambrano le lleva realmente a “fundar” con su pensamiento sobre el exilio una verdadera religión cosmopolita, y desde luego muy conveniente de comparar sociológicamente con el reciente libro de U. Beck, El dios personal. Esa religión de la luz que la pensadora enuncia al final de su vida y viene practicando, al menos, desde la primera edición de El hombre y lo divino y es santo y seña, ya en pura razón poética, en los dos capítulos finales de este libro según su segunda edición. Precisamente esa religión de toda alma, más allá de la “persona” que ve reflejada en el mismo dicho plotiniano —tan seguido por los sufíes más universales y cosmopolitas, como es el caso de Ibn Arabì, y su haberse hecho capaz de todas las formas—, phigé mónou pròs mónon, que realmente hay que traducir como el exiliado solo hacia él
  • 21. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 21 Solo18 . Ahí, en el tránsito decisivo al fondo del alma, en su nivel más profundo, es donde habita la propia polis, esa ciudad ausente que solo el exilio de toda ciudad hace presente, es la presencia, esa patria prenatal en que se orbitan todas las patrias y de la que el solo es testigo indomable e insobornable, pues se diría con Heráclito que sabe que no se puede comprar el corazón, porque lo que el corazón quiere se paga con la vida. Como las antiheróicas figuras femeninas de Zambrano, que, todas, pagan con su vida la insobornabilidad de lo que quiere su corazón, que es, nada menos, que transgredir la historia en nombre de la desnuda vida, ese adolorido sentir que cita Zambrano que Eloisa lanza como justamente lo que no le podrán quitar nunca. Testimonio entonces el exiliado absolutamente solo, pero en su soledad encontrando la raíz misma de toda comunidad; testigo, se diría, en este imposible presente, de un presente eterno y por ello el verdadero futuro, no ese cruel ídolo del futurismo contemporáneo, hijo de la tan cruel divinización de la historia, tal como Zambrano lo recorre en la primera edición de El hombre y lo divino. Habitantes trágicos de la historicidad de los momentos puramente exteriores, nosotros, los hombres contemporáneos de la Era de la ocultación consagrada —recaída en el puro mundo sacro indeterminado, bien lejos de la banalidad que se dice al hablar, sin más, de “secularización”— al dios desconocido del futuro y el progreso puramente externo y material, incapaces en casi todas nuestras formas de pensamiento de alcanzar a ver lo que realmente nos pasa, lo que no acaba de pasarnos, de dar fluencia a lo que oscuramente, o en relámpagos reveladores, nos traspasa, ese oscuro sentir de que no vivimos solamente en esta sucesión sin sentido, en esta historización lineal del tiempo. Bajo las muchas concomitancias existentes entre Heidegger y Zambrano es, sin embargo, en esta crucial consideración del tiempo, y en sus conexiones con una real Ética del pensar y el vivir, donde surgen las mayores divergencias. He atravesado mi largo Logos oscuro, uno a uno en sus cuatro volúmenes, por diversas perspectivas respecto de esta necesaria comparación con Heidegger. No las puedo siquiera resumir aquí. Pero sí es necesario recalcar dos de las esenciales críticas que Zambrano dirige bien explícitamente a Heidegger, y sobre todo en los escritos sobre el exilio o los inéditos con ellos conectados, o ya en su ensayo tardío sobre Emilio Prados, recogido en Los lugares de la poesía19 . Se trata de la consideración del tiempo 18 Vid. Erik PETERSON, 1933, Philologus, “Origen y significado de la fórmula Mónos pròs mónon en Plotino”. Lo comenta muy acertadamente, a mi entender, G. AGAMBEN en “Política del exilio”, en la cit rev. Archipiélago, 26-27, págs. 41-52. 19 Los lugares de la poesía, edic. de J. F. ORTEGA MUÑOZ, Trotta, 2007.
  • 22. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 22 y su relación con la existencia, de una parte; y de otra, la finitud y el ser-para- la-muerte. Pues si Heidegger ve en la temporalización de la existencia la expresión de nuestra finitud, de este nuestro ser para la muerte, Zambrano busca las temporalizaciones del tiempo que se aparta, precisamente, de ese ser para la muerte, sino un más allá de la muerte que, en su misma aceptación de ella, abre la más radical y trascendente vida en esta vida inmanente. La finitud, ciertamente, esclaviza a una de las temporalidades posibles que, así, no es más que el nivel o grado de la conciencia más esclavizada; diríamos con Nietzsche que el más gregario; y también lo podemos decir con Laotsé o con Ibn Arabî, que recorren muy penetrantemente la “ignorancia” que propulsa ese el más superficial nivel de conciencia, el del hombre común y gregario. La Zambrano más gnóstica es la que saca a la luz su teoría de la multiplicidad de los tiempos (de la que ya ofrece una seria intuición en “De nuevo el mundo”, en 1932, y desarrolla en “La multiplicidad de los tiempos”, recogido en Delirio y destino, al compás que va desarrollando su teoría de los diversos niveles de sueños), precisamente origen de la consideración de una temporalidad la más viva en la que, como en tantos gnósticos visionarios orientales y occidentales, el acto de presencia del espiritual funda un tiempo presencial, como dice Corbin, un presente eterno, tal en gnóstica lo describe Zambrano. De nuevo podríamos aplicarle, plenamente, a esta lo que Jambet escribe sobre Corbin20 : La fenomenología del tiempo obra sobre el retorno diferente de una misma metahistoria. Dice: no el retorno eterno del origen, sino el retorno de un origen eterno. Este origen no es otro que la temporalidad metahistórica, que insiste en y contra el tiempo objetivo, el tiempo de la naturaleza. He aquí porqué Corbin tuvo el interés (...) en oponer a las filosofías de la historia que no conocen más que un devenir único, y que transforman la historicidad en temporalidad natural objetiva, una metafísica de la pluralidad de los niveles del ser, de los tiempos y de los espacios. La historia divinizada, tal como ponen de manifiesto Berdiaev, Corbin y de la forma más explícita e incisiva Zambrano, solo puede rendirse ante sí misma y santificar sus más trágicas y terribles abominaciones y aberraciones en nombre de su dialéctica necesidad, de su destino. Ésta es, para Zambrano (aquí de nuevo como deletreando la angustia ante tal barbarie de W. Benjamin), la inmensa aporía de la historia trágica, de la que paso a paso, de destierro en destierro, va liberando a sus idiotas, exilados y bienaventurados. Y con ellos, a la razón misma, a la filosofía, diríamos que secuestrada en ese exclusivo nivel de conciencia y de historización, máxime desde Hegel. Excede 20 C. JAMBET, óp. cit., pág. 20.
  • 23. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 23 al ritmo y la extensión de este escrito mío analizar los hitos en Zambrano que escapan a ese secuestro de la filosofía —ese suicidio en la luz, según ella, preludio de, también en sus palabras, la voluntad suicida de Occidente—, pero es indispensable citar ya en plena modernidad a Spinoza, al según ella tan perfecto Leibniz y su monadología y perspectivismo que tanto ella prolonga, y sumamente a Nietzsche, origen de muchas de sus críticas al historicismo, y no la menor a la razón histórica de Ortega no menos que a todos los existenciarios de Heidegger que, al fin, no eluden ese secuestro del tiempo por la historia. Algo más allá que la historia ha de ser pensado, reitera Zambrano en los que bien podemos calificar de pasos indispensables previos para otra filosofía que nos libere de ese tan gran totalitarismo del más banal, y por ello el más trágico y terrible, nivel de conciencia, el que la superficializa en la sola historia apócrifa, impidiendo que la real y verdadera, la que a todos nos ocurre, aflore en la multiplicidad de tiempos correspondientes. Y así, la tan debatida cuestión sobre si lo que hace Zambrano es o no filosofía adquiere nuevos niveles de comprensión, y no solo el testarudo y más bien burdo con el propio sentir humano, además de profundamente ignorante y soberbio, que solo cifra la filosofía si es acorde a conceptos y categorías que hoy vemos bien que de poco nos sirven frente a la barbarie, y ni siquiera para analizar lo que este frenético y velocísimo tiempo histórico nos va deparando con cambios que en milésimas de segundo —según esa mera medida externa y lineal— ya han sido sobrepasados hacia mundos incomprensibles. Por esa filosofía dialectizada que solo sabe decir del sinsentido de la necesidad, del destino. En Zambrano se produce un muy radical —aunque no siempre igual de logrado— cuestionamiento activo, precisamente en la más activa pasividad, de los límites de la razón dialéctica, positivista, psicologizante e historicista, por la razón misma. Y si dice con verdad, como vimos, que no va sino que viene de la filosofía, hay en ese vaivén una muy innovadora propuesta filosófica, que, como ella vimos decía, recorre todo el purgatorio de la filosofía, yendo y viniendo. Vaivén que es ya muy claro en “Misericordia”, de 1938, y que en tanto antecede a las propuestas de un nuevo pensar por Heidegger en la Carta sobre el humanismo, con sus notas de pobreza, ligereza, no-polemicidad, con su adentramiento en los surcos de la tierra, con su no llamarse siquiera filosofía, o de hacerlo, agregando a su concepción del mundo, de la tierra y de la condición humana, precisamente, la más radical duda sobre las evidencias y las ideas claras y distintas, y aun los presuntos existenciarios, de la filosofía tal como de Descartes a Kant, de Hegel a Heidegger, y de él a la más profunda noche ya solo protocolaria de la considerada filosofía actual.
  • 24. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 24 Se diría que Zambrano considera que la filosofía ha vuelto, como toda la cultura, a una situación “prehistórica”, indeterminada y precisamente “sacral” en su misma indeterminación y noche; y que ya sólo es capaz de moverse entre definiciones primarias, muy arcaicas, de modo similar a como veía “La destrucción de las formas” (1945) en la pintura, por lo demás artículo contemporáneo de “Nietzsche o la destrucción de la filosofía”. Sin duda, para ella, la filosofía ha de renacer con una razón más humilde y plegada a la vida, desprovista de todo su triunfalismo luminoso, y re-plegada a su admiración inicial hasta la más maravillada admiración, hacia el pasmo del “idiota”, hacia su ligereza y movilidad, como enseguida veremos. Solo así podrá ofrecer en el presente la conciencia de las Formas de la metahistoria, manifestando el prisma o caleidoscopio de un eterno presente donde se origina el presente histórico. Tarea esta, para ella, de, sin dudarlo, idiotas, exiliados y bienaventurados en el exilio de la trágica historia apabullante. Y me atrevo a decir que la discusión filosófica con Zambrano es francamente difícil, pues siempre queda el veneno —la cicuta, así en Claros del bosque— que sus recorridos por la pasividad y el sentir originario destilan en esas insobornables cuestiones que suscita más allá de la irruptora pregunta allanadora, en sus inmersiones en lo previo a la idea, en la previa que va, se diría, danzando, a los más adecuados ritmos musicales que el castellano ofrece, en sus pasajes más logrados como son los de aquel libro, o en De la Aurora, del propio Los bienaventurados, y casi al completo el más claro —pero también el más problemático— de los libros de Zambrano: Notas de un método. Y habrá que lidiar en su propio terreno, en el que tan expresamente acepta estar, dice ella, “en la picota de la ambigüedad”, por librarse y librar de la unilinearidad y unidimensionalidad de la filosofía al uso, por hallar el ritmo del alma concorde con ese mundo intermedio que todos habitamos y que pocos dejan de reprimir en nombre de una escuálida razón. Y así, parece que viene a mediar simbólicamente con esos iguales símbolos de Ibn Arabî (siguiendo directamente el Corán) —confluencia entre dos mares— y de Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos —cresta entre dos mares—, y enuncia en el “Hombre verdadero:José Lezama Lima”, en la parte que dejó inédita y ha rescatado J. Forniels Ten, ese símbolo de símbolos que es pico de ola. Habrá que aceptarle el reto filosófico a Zambrano, y ver —y es lo que he intentado con mi Logos oscuro— si su ir y venir por la filosofía logra unas nuevas categorías de la vida, comenzando por estas del idiota, del destierro, el exilio y máximamente la del bienaventurado como el que logra, de abandono en abandono, de exilio en exilio de los ideales trinfales y
  • 25. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 25 “edípicos” de nuestra cultura, desenroscar la sierpe de la vida en sí mismo y liberar su corona arterial, esa real, en el doble sentido, glándula pineal fantaseada por Descartes. Habrá que medir a Zambrano por su propia capacidad de fracasar en tan ingente tarea, viendo el modo en que naufraga en múltiples proyectos inacabados, ellos mismos caídos de nuevo al mar, a los pies del árbol de la vida. Y comprender este su cierto fracaso a las puertas de otra filosofía, y en la misma potencia que esos naufragios y fracasos tienen para el filosofar, para otro pensar que se adentre en las fuentes de la vida, exige que veamos, siquiera mínimamente, las categorías de la vida que Zambrano extrae de esas tres esenciales figuras: el idiota, el exiliado y el bienaventurado. 3.- El idiota, el exiliado y los bienaventurados El idiota es la blanca faz que abre las Bienaventuranzas evangélicas, un foco con la misma luz del reino, como lo ve y lo dice ese escrito, “El Idiota”: un campo del reino. Y ese campo va nombrando, en sus esenciales floraciones, los temas capitales de Zambrano, y por tanto concita todas las cuestiones que, desde aquí, van a fluir ya como razón poética, convirtiendo así al idiota en el heredero, hijo y foco de resolución del propio amor desvalido de Diotima de Mantinea. Foco de luz integradora y hacia la unidad de fondo del árbol de la vida que conduce ya hacia la consideración del hombre verdadero, de la raíz misma de la “profecía” del hombre, de su condición universal que, ya en De la Aurora, está figurada en el propio Adam Cadmón de la tradición mística judía, como el ya de la realidad más amplia del hombre que habrá de ser recuperado de nuevo, que puede ser alcanzado en cualquier instante, si es que —en la pertinaz cita que Zambrano va haciendo de Angelus Silesius— se ha ido escalando el propio corazón como si fuese una montaña, hasta alcanzar su cima que linda con “lo celeste”, o que ella misma puede llegar a ser en algunos seres humanos privilegiados —por su abandono de lo “propio” y por su disponibilidad a su propio y real “Señor”—ara coeli, tal como ya se va a extraer de toda esta secuencia sobre el exilio tanto en la segunda parte de El hombre y lo divino como en su libro par, Claros del bosque. Nos aproximamos a la singular Geviert zambraniana, esa irresuelta unión de cielo y tierra, dioses y mortales en Heidegger, que en la pensadora se resolverá en esta ara coeli que acabará siendo el hijo del universo, tal como ya lo expone Los Bienaventurados. Pero la “raíz”, la tierra desde la que se erige esa ara coeli no es sino el idiota, en radical contrapunro a la montaña invertida en abismo en que se ha sumergido la cultura occidental, para la que el colmo
  • 26. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 26 de la irrisión —desde su abismado “valor” de lo exitoso, heroico, agresivo y del “yo” imperativo— es ofrecer como modelo de lo humano al idiota, al tan chamánico místico de Laotsé y Zhuansí, al viviente animal silencioso de Ibn Arabî, al príncipe Mishkin, al, según Nietzsche, asno de Jesús, que solo sabe decir sí, al propio Nietzsche diciendo “¡Qué importo yo!, al tonto del pueblo sobrevolando nuestra gran inteligencia y nuestro constante estar pre-ocupados. Y no tan curiosamente, sin embargo, todas las caracterizaciones que se hacen en este escrito de este “idiota” son también atribuibles a la Nina de Galdós, la más relevante personificación , según Zambrano, de los caídos al pie del árbol de la vida, de los caídos de nuevo al mar; pero, aun con ello, la única que cumple las condiciones del pájaro solitario, tal como las enunció san Juan de la Cruz, en tan clara prosecución de todos los raros enunciadores sufíes persas, desde Avicena, pasando por Farid-Uddin-Attar y hasta algunos de los sufíes hispánicos. Y por ello va de la mano Nina del idiota componiendo ambos la figura que da paso al verdadero ya del hombre verdadero, el bienventurado, y cuyas notas distintivas paso a enumerar: la abismática soledad en que se abren tiempos germinadores y su correlación con la palabra recreadora; el “alma” como diapasón que recorre todos los niveles de conciencia, haciendo epojé de la “existencia”, a cuyas necesidades se atiende solo lo indispensable, y todo lo indispensable que sea para la existencia de los demás, siendo realmente vivientes conspiradores de una lejana y profunda respiración. Y están prefigurados aquí los propios Claros, y la misma Aurora, en las reflexiones sobre la melodía de lo indecible, el cuerpo sonoro de la palabra, sus caracteres más sensibles, figurativos y musicales. Y el idiota, como Nina en su constante ir y venir desamparado y misericordioso, muestra su móvil lugar quieto como el confín adonde llevan los claros y la aurora. Ellos dan a ver cuál es el límite de la condición humana, sin representar nada, sin mimar imitativamente nada, ni a sí mismos. Ellos son el límite mismo de la filosofía, del lenguaje, de la historia; y parecen llevar consigo todas las características que Claros del bosque dará del alma: errantes, no vienen ni van propiamente, aparecen y desaparecen, enviados o desprendidos de alguna otra patria. Son el exiliado perfecto. Y así se describe al idiota, saltando y haciéndose visible en un hueco, en un vacío, en una nada; y lo recorre todo, pasa por todo, luego es el diapasón. Y así está en todas partes sin intención, privado de todo pretender. Tal vez pensaba Zambrano en Nietzsche y en algunos relatos sobre sus días postreros, ya postrado en la locura, al escribir: A veces un temblor apenas perceptible le recorre ante alguna mirada o ante algo que solo él ve. Y entonces se diría que se cierra, que se oculta
  • 27. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 27 entrándose más en sí mismo, retirándose sin moverse de la visibilidad. Puesto que todas sus variaciones se reducen a hacerse más o menos visible, como una luna en el cielo movedizo o en el agua remansada Es la constelación lunar, acuática y de quietud que pertenece al idiota y que es la que “siembra” la posibilidad del bienaventurado como ara coeli, el inicio, pues, de la conspiración (dicho sea en término del gran “idiota” Rumi), mejor que Geviert, que abre el lugar del bienaventurado. Y corrobora que en ese pasaje piensa en Nietzsche cuando dice enseguida que su cuerpo se asemeja a los astros y aparece y desaparece en un horizonte propio, siguiendo su propia órbita. Es la misma condición astral y orbitada que en “Los seres de la aurora” ve en la locura de aquél, en su haberse quedado en lo que presintió y aun pensó: en cuerpo luminoso que en su interior queda oscuro. Desde esa constelación astral, lunar y acuática, recorre el propio ir y venir del idiota como viviente y no como existente: Un hombre, pues, pero que no se conduce humanamente, ya que su medio no es la historia, ni la sociedad. Tampoco puede, por tanto, presentarse como individuo, siendo un caso de extrema individualidad. Y tampoco es ninguno, ni lo que se llama un nadie: Es uno; un puro habitante del planeta, y más que del planeta, de este que no acaba de serle propio, del sistema solar. Avanzamos hacia el hijo del Universo con este simple viviente, esta sola criatura. Y de nuevo resuenan estas palabras en las que veinte años después escribiera sobre Nietzsche en “Los seres de la aurora”: Se diría que se volvía criatura, librándose de ser persona, máscara. Y con ello acabamos de entender lo que vimos, le decía a Juan Soriano, sobre cómo hay que traspasar a la persona hacia la criatura viviente, el alma incendiada, la chispita de luz, la melodía, el átomo que danza la Gloria del Creador. Eso que entonces pedía tiempo para realizar es lo que de inmediato escribe en “El Idiota” como la conversión de la persona en criatura, camino ya de verla como hijo del universo, y desarrollando así las raíces de la metafísica experiencial hacia la que se abocaba en los capítulos finales de la primera edición de El hombre y lo divino, donde ya reclamaba esta conversión del hombre en hijo, criatura. Estamos, pues, en la raíz misma de la Ética, de la que solo va a ser un desarrollo muy parcial Persona y democracia, y que varios inéditos van a prolongar hasta estos escritos sobre el exilio que son los que encuentran su médula. Y desde ella es como comienza la más incisiva confrontación con Heidegger que, como señalé, se va a prolongar en todos los grandes inéditos —y en algunos muy explícitamente— de estos años sesenta y
  • 28. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 28 setenta y desembocará en las tan sibilinas referencias a él como el filósofo (se entiende, por excelencia) en Los bienaventurados, y claramente contrapuesto al exiliado y al bienaventurado, del que también es paradigma el propio Nietzsche. Bajo el dasein de Heidegger, Zambrano cree haber señalado un límite, un confín de la experiencia y la condición humana. Y así ahonda los existenciarios hasta, diríamos, llevarlos a ser vivenciarios, notas de la humana criatura viviente (cerca, muy cerca de aquella propuesta de Ibn Arabî de volverse animal, simbolizado en Enoch), categorías de la vida bajo las de la existencia. Y aquí hallamos el núcleo más vivo del recorrido de Zambrano por el sentir místico, pues, al igual que señala M. Hulin, en ese espléndido libro que es La mystique sauvage, que los místicos conculcan los trascendentales (yo, mundo y Dios), Zambrano también se sumerge bajo ellos, y traspasando así la pura fenomenología de la percepción y de la intencionalidad. Y así escribe: No mira el idiota, privado de intención como va. No se diría que percibe, sino que sabe. Y que en su interior los seres, las cosas y lo que entre ellos hay y se mueve, se reflejan en una justa proporción, como un pasaje estelar. Que la realidad movediza y ambigua, en vez de ser percibida, en esa nuestra sólita conciencia temblorosa, discontinua, agitada por temores y apetitos, sea simplemente sabida. Sabida al modo como llegan a saber los que no sienten, ni despiertan interés alguno. Un ser, una criatura de las aguas que puede respirar dentro de ellas, como ya se decía en El hombre y lo divino. Es decir, plegado a las ocurrencias de una realidad orbitada. Límite adonde ha descendido la condición humana para encontrar su propia básica respiración, antes de toda percepción, su propio saber infrahumano y suprahumano más remoto, estelar y entrañado: ara coeli del silencio: Un remoto saber, sumergido en el silencio. Es el saber que revela al Cordero, ese centro simbólico-espiritual del modelo místico de Zambrano, tal como lo expliqué con todo pormenor en mi Logos oscuro, y que en El Idiota, como después en Claros del bosque, aparece como la mirada remota. Y ese saber revela también a la aurora, preludiando aquella raya de la aurora del libro de 1984: El saber del idiota parece a punto de revelarse. Más se queda en la línea de flotación, en la raya imperceptible de la aurora.
  • 29. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 29 Tan cerca del Tao y su plegado saber estacional y vinculado al movimiento de los astros, a esa línea de flotación de la vida respirante. Desde aquí hemos de irnos a Notas de un método, a las aguas en las que naufraga el “sujeto”, pero no ese viviente que entre ellas vive; y a aquellas figuras del pasmo y la admiración iniciales del saber, y su ruptura por la pregunta. No pregunta el remoto e íntimo saber del idiota, pues él habita en el mundo anterior a la pregunta, el que fue irrumpido por la primera filosófica, que, como toda pregunta, supone –según se decía ya en la primera edición de El hombre y lo divino- la pérdida de la intimidad y la ruptura de una adoración. Reiterando Zambrano su propia adoración a las estaciones y las fases de la luna, presenta al idiota como el nacido, siendo todo él del nacimiento. Y lo que en la “mala” compasión —esa que zarandea Nietzsche— es creído decir piadosamente por aquellos que dicen que no debe ser mirado como un enfermo, entonces, sino como alguien que es así de nacimiento, se le convierte a la pensadora en la señal distintiva de un nacimiento sin razón, y como el hilván mismo que une esta nuestra vida en la Era de la ocultación con el “antes” de ella y sus modos de sabiduría de las herencias chamánicas y femeninas en el Tao, y las resonancias que ello adquiere en ciertos niveles de nuestra propia conciencia, desde donde tal vez podamos comprender al chamán, a lo femenino y al saber respiratorio y estacional del Tao. Pues desde esos niveles podemos respirar, percibir y así comprender que todo está naciendo, y cada uno de nosotros somos sus testigos y sus alentadores, que nosotros somos el pasmado ser viviente tan silencioso y remotamente sabio, el hijo mismo llovido del cielo, la piedra caída de una luna llena, nacidos porque sí, o hijos de otra razón: Parece que el nacimiento sea todo en el idiota. Y como del nacimiento no hay razón, se queda así el idiota ante el sentir de la comunidad, suspendido entre cielo y tierra, como dejado, al retirarse, por un mar desaparecido para siempre, o como llovido del cielo; piedra caída de la luna en plenilunio. Tal aparece en la “Carta sobre el exilio”, el idiota es el exiliado perfecto y dispone de ese exilio como carta de presentación ante la bienaventuranza. Más, de nuevo, la contraposición con Heidegger se impone, y en su estela Sartre, que ven al hombre como arrojado, y en su mismo estado de-yecto, absurdo, pasión inútil, o sometido a la angustia, único cauce para una posible autenticidad. Nada de esto vive, así, el idiota, el caído del mar de la vida, del plenilunio. Él, en su extrañeidad o extranjería, es el simple, el lugar de la pura simplicidad. Y este lugar coincide con el de la intuitio mystica; y será que todos los místicos, y de modo tan esencial Plotino, aspirasen, dicho en la
  • 30. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 30 simple glosa de P. Hadot sobre él, a la simplicidad de la mirada del idiota que Zambrano describe aquí. Si hay un lugar de la obra de la pensadora que corrobore que toda ella y su “método” conducen a una filosofía de la respiración es éste. En él ya se ponen en respiratorio movimiento las esenciales notas de un método para un movimiento respirado y meditado en la experiencia de la vida. Abandonado, el idiota —como el método de la vida—no tiene “camino” por no proyectar nada; y diríamos, no sólo con Machado, que lo va haciendo, más que al andar, al girar: Pues que no va propiamente a ninguna parte, no tiene camino. Anda siempre dando vueltas; su moverse es un girar. La imagen que se impone de inmediato al que sepa la anécdota de el gran sufí Rumi que se puso a girar por primera vez al ritmo de los astros y en su órbita al oír el martillo de un herrero mientras caía la tarde, obedeciendo a su feliz corazón hasta caer loco de alegría, pasmado, en medio de la calle, iniciando así la danza de la imagen, la luz, el sonido, los astros inscritos en el ara coeli del corazón humano; la danza de los sufíes giróvagos, la sama. Va y danza y gira el idiota de Zambrano, como ya dijo haber ido el idiota de Lao Tsé, al igual que el hombre divino de Zhuangsí, plegándose y girando al ritmo de los astros y también pasmados. Y gira el idiota en torno de un salto, de algo que no está, que constantemente se inspira y respira, un eje móvil e invisible, alentador siempre, y sobre todo nada compacto, nada sustantivo, y que no va a ninguna parte, no proyecta nada, o hace la nada en todo proyecto, y es capaz de moverse de modo airoso en toda compacidad, y aun de airearse entre los rigores del laberinto, siempre sin ser nada notable ni notado, pero que salta y cuando se va del laberinto solo sonríe. Serán todas, además de notas de un método, notas del “alma”, de su saber. Y de su misma condición alada y respiratoria tal como se perfilan desde los años treinta, aún más en La confesión, más en El hombre y lo divino, y del todo en Claros del bosque. Y siempre orientadas a “algo” que aquí se ejerce con total soltura: primero, su capacidad de airearse y saltar del laberinto que forma la multitud; segundo, de sonreír y convertir la sonrisa en paloma que va de vuelo, simplemente, y nadie se atrevería a decir que desorientada; y tercero, que lo que la orienta hace coincidir amor y libertad. Todas estas notas se corresponden con las del pájaro solitario. Así las anuncian tres textos de este escrito de Zambrano que hablan de ese laberinto, el primero; de la sonrisa y la paloma, el segundo; y del lugar de amor y libertad adonde se orientan sonrisa y paloma, el tercero.
  • 31. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 31 Y así, a través del primero, se cumple la etimología griega de la idiotez, como el que no participa, mas no en el sentido político negativo en que lo resalta Tucídides en la Oración fúnebre de Pericles, y como este lo ve desde la concepción ateniense de la participación democrática. Pues sucederá la paradoja de que el místico será radicalmente idiota en el sentido de que se le impone la no participación en las motivaciones psicosomáticas gregarias desde la ruptura que en sí mismo siente de los mecanismos mentales representativos. Lo que no quiere decir que se niegue a participar de las tareas éticas y políticas de la comunidad. Bien al contrario, parece que su liberación de esas cargas le lleva a dedicarse más intensamente a la comunidad, de maneras bien constatables en los grandes y “pequeños” místicos. En esa tesitura de amor y libertad sitúa Zambrano al idiota y que a la muchedumbre enlaberintada suele parecerle pura idiotez. Y del alma y su mismo “lugar” en medio de la comunidad pasa Zambrano a su raíz, la palabra. Las palabras “blancas” del idiota. Siguen conformando esas palabras sueltas del idiota el mundo de la singular gramática no representativa, manifestaciones, como lo son tantos relatos de experiencias místicas, que tratando de decir su gran felicidad llegan al confín de la palabra, ante lo “inefable” en palabras representativas y aun expresivas, y dejan un no sé qué que quedan balbuciendo, y que a veces lo que balbucen se concentra en una sola palabra, o en dos simples nombres conectados, como aquel gemido tan claro: mi amado, las montañas, que también él parece inscribirse en la misma parataxis taoísta tan frecuentada por los poetas- pensadores sufíes. Esas son las manifestaciones de las blancas palabras, puramente nacidas, que, a veces, parecen no decir sino lo obvio y evidente: Blancas palabras sin carga alguna de expresión, puras palabras que manifiestan cosas que están a la vista de todos. En su recorrer sin fin entre las gentes, un mediodía, en un instante, se acerca a alguien, o se para en medio de la plaza, y dice, dice señalando hacia arriba: el sol, el sol, el sol...Y si sucede que alguien obedeciendo la palabra del idiota vuelve la vista al sol, ha de cerrar los ojos enseguida, pues se deslumbra. Mientras que el idiota, deslumbrado ya desde siempre, se queda mirándolo y sigue repitiendo a intervalos, el sol, el sol, el sol, durante mucho tiempo. De su cara se van borrando las facciones por la luminosidad que lo envuelve, blanca. Una luz sin combustión alguna. Luz tan solo. No pretendida ironía de unas palabras que deslumbran con el sol, pero que ellas no proceden de el, señalan desde “otra luz” que ha caído en lo hondo del alma del idiota, en su centro, en su vacío, en su hueco, y en las oquedades
  • 32. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 32 de la palabra. Es la luz que desciende su propio silencio desde los remotos cielos haciéndose un centro, un vacío, un hueco de quietud. Y que ella misma se convierte en el pozo oscuro de toda representación, pura luminosidad en el oscuro corazón. De nuevo el ara coeli; el corazón mismo en el silencio que trae este logos oscuro, de más allá que el sol, la luz del arriba en el más abajo. El idiota, sin saber, habita el lugar del anonadamiento, el centro del vacío que puede ser una fiesta de orden y conexión; el lugar “paradisíaco” del hombre primero que no era, aún, ni embrión ni proyecto. Así lo expresa “La Balanza” de Notas de un método en su hermenéutica del Génesis y de los dos árboles del Paraíso. Pasaje que es el primer continuador de “Apuntes”, correlativo a la visión que aparece en De la Aurora sobre el Adam Cadmón, sobre el hombre primordial que es ya todo el hombre, antes de convertirse en embrión que se va gestando a través de la historia. En estos pasajes están planteados los dos planos esenciales del hombre que corresponden a dos niveles diferentes de conciencia y que revisan el ser-en-el-mundo del Dasein heideggeriano y sus caracteres, como fenómeno unitario, de ser mundo del mundo (mundidad) y su comparecer como la totalidad de las remisiones, frente a la que el pensar heideggeriano se mostrará impotente, según Sini21 , por su confusión de los signos comunes, ya empíricamente establecidos como clase de cosas aparte, con la relación sígnica; confundiendo lo ontológico de ser signo (ser resuelto en relaciones sígnicas), que es pertinente a las cosas en cuanto remisiones, con esos signos que son instituidos por convención (sobre la base del lenguaje, a su vez, también instituido convencionalmente). Esta última confusión es típica de la semiótica empírica de nuestros días, pues ignora la necesidad de distinguir entre tres estratos del signo y que, a sus modos raciopéticos, distingue muy bien Zambrano y es la que guía su distinción entre palabra, lenguaje y signos convencionales. Para Sini, estos tres estratos distintos del signo son: la relación sígnica (carácter ontológico del remitir en el que están involucrados el hombre, el mundo y todas las “cosas” del mundo, los pragmata); el lenguaje y los signos convencionales. La teoría de Zambrano sobre la significación de la palabra involucra esa dimensión ontológica que Sini denomina relación sígnica, y en la que la pensadora incluye el carácter del remitir de todos los seres a la palabra; mientras que el lenguaje es un conjunto de signos convencionales que ha de volver una y otra vez a su fuente, a su remitir siempre a la palabra. Adentrándose en el sentido del mito del Génesis, Zambrano encuentra ese lugar que sigue habitando el idiota. Tal vez el mismo que una y otra vez 21 Pasar el signo cit., 1989, págs. 25-26.
  • 33. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 33 relatan cómo pueden en signos convencionales del lenguaje los místicos, y en el que todo se resuelve en la que Sini denomina relación sígnica o carácter ontológico del remitir en que se involucran hombre, mundo y pragmata. El lugar, pues, del Jardín del Edén es el de la unidad misma, que no puede decirse que haya sido desentrañado, pues en él aún no hay, como tal, entrañas; y en su lugar lo que hay es ritmo, número, sonido. Puro lugar de la palabra recibida en el que aún no hay lugar para el camino que sólo será necesario cuando la historia, la sierpe enrollada en el árbol del conocimiento, despliegue sus anillos en extensión. Ese pasaje de Notas de un método describe imaginalmente cómo pudo haber pasado del nivel de la unidad y la inocencia a la dualidad y extensión que la historia inaugura, en la que va sin decir ese segundo nacimiento del hombre “caído”, esas segundas aguas amargas en las que tendrá que renacer, entonces, por tercera vez; y apenas es aludida la espiral de la historia en nueva evocación del libro de M. Schneider, El origen musical de los animales símbolos. Y ahí resalta la contraposición de esa espiral rescatadora con la figura del laberinto de la historia, el que recorre y se salta el idiota, el inocente. En suma, aquí están los dos planos que el hombre lleva consigo: el que le hace ser embrión y larva de aquello mismo que ya es: el nacido, el hombre verdadero: el ser el que se iba a ser, según Píndaro, tan recitado por Nietzsche, por Ortega y la propia Zambrano. Algo resuena del principio y del Paraíso en la palabra del idiota. Su figura del pobre de espíritu aparece como el rescate del lugar de la palabra, como su inocente guardador; pastor, entonces, de la palabra, no del ser exactamente. Y con ello, él también es contrafigura, o el envés, de la sierpe del árbol de la ciencia. Él sería la sierpe sin el espejismo que malogró su figura enroscada al árbol de la ciencia; que ha existido, pero que de ningún modo puede vivir realmente, pues el único que vive es el continuamente recreado —reverdecido— árbol del mundo, el de la vida. Sería oportuno recordar simplemente los árboles invertidos que aparecen en el Purgatorio de la Divina Comedia. Ahora recordemos la sierpe blanca y el disco blanco amansados que acoge Diotima de Mantinea en el escrito de ese nombre (1956), y preveamos la misma sierpe blanca de “El sueño de los discípulos en el huerto de los olivos” (1971). La sierpe blanca rescatadora de sí misma, de sus espejismos y caminos —los del deseo y la avidez, y el de la reductora e instrumental inteligencia tal como se describen en “El camino recibido” (1975)— en su desplegarse en la historia. Tal vez comprendemos así mejor los versos de Lorca que encabezan “El idiota”: ojos de los idiotas / campos libres donde silban mansas cobras deslumbradas. Campos del reino donde la sierpe se libera en mansa cobra deslumbrada en su propio pasmo. Caminamos, pues,
  • 34. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 34 hacia el sentido de la vinculación entre este universal humano —que preserva su más idiota y no participante figura, la que va desprendida del espejismo, la avidez y el laberinto de la historia— y esos campos libres que en sus ojos ve Lorca y que Zambrano revierte a la libertad del reino. La concepción de la luz está en juego y todo el entramado de sus relaciones sígnicas, sus signa (en el sentido de signos cosmológicos que le da Sini, al igual que Zambrano), y lo que ellos dicen de la palabra inicial, escondida y siempre germinante. De ello es signo real el idiota al que se compara con una novia de entera inocencia, la extremada pasividad. Con el idiota recae, ciertamente, la propia Zambrano a los pies del árbol de la vida, como ve que recaen en ellos todas sus figuraciones de los restos, las ruinas de eso que pudo haber sido el hombre y no fue y que, sin embargo, es lo mismo que en un presente ya, aunque obviado —sin más camino que el tan oculto recibido—, humillado y avasallado, conlleva el que el hombre pueda seguir naciendo. Y entonces el idiota aparece como la figura de lo previo, de la pre- vía hacia el Método. Él, en su pobreza de espíritu, conforma las notas segundas del método que irán ya a dar a las que serán terceras: las que se configuran entre Claros del bosque, Notas de un método —que es el que mejor las concentra— y De la Aurora, y ya tocando el diapasón completo en las figuras herederas de este idiota: el exiliado y los bienaventurados. Era indispensable recorrer esta figura del idiota para avanzar hasta el final del diapasón y hacer ver la verdad de ese lema de Zambrano: Nada de lo real debe ser humillado. Y esencial es todo esto para ese método que busca hacerse cargo de todas las zonas de la vida, como se enuncia en Claros del bosque, pero también dando la clave de esta luz, al fin, tan diferente de los claros de Heidegger. La luz que surge solo del re-comenzar total y que se hace cargo de todos los niveles de conciencia, y más aún de los obviados y avasallados, pues en ellos nace esa luz abisal que, sin embargo, puede ser la del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad, como se dice de el “Método” de aquel libro. Mas, concluye ese pasaje, ¿Cómo sostenerse en ella? Eso es lo que ya suscita este universal humano que es el idiota. De forma que esta figura es decisiva en el proceso de “caotización” —dicho según la propuesta taoísta que recorro en El logos oscuro— que fue descendiendo Zambrano en los cinco descensos a las tinieblas que realizó en la primera edición de El hombre y lo divino, y que conciernen a la liberación del sujeto y sus máscaras y hacia una “personalización” a través de la más radical soledad —la del solo con el Solo plotiniano y sufí—, que solo ella puede incardinar en
  • 35. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 35 el mundo de la vida, pues ya ella es una soledad en comunidad con toda la vida. Avanzamos hacia el hijo del universo. Y así, tras haber mostrado al idiota sumido en aquella luz sin combustión alguna, introduce la pensadora en este escrito sobre el idiota el ya típico algo que se correlaciona con la luz, con lo divino, con la palabra y con el alma. Es lo que aquí significa ese algo que ha descendido sobre el idiota penetrando su vacío. Estamos “penetrando” el propio atravesar de Heidegger, y en el centro de su apertura, y penetrando, atravesando y abriendo su mismo silencio, el silencio “ético” y “político” tan constatable en Heidegger. El silencio que acalla toda trasmisión, y amenaza con hacer idiotés, en el propio sentido que le dio Pericles, no partícipe, es decir, con separar, a quien lo recibe, de la comunidad de sus semejantes. El idiota zambraniano no se separa de su comunidad, tan solo queda desposeído y como campo libre que si se muestra “separado” es porque de lo que él no puede participar es de la avidez, llevando consigo la raíz de otra forma de comunión. Pero antes de ver esto, veamos qué es el algo que ha confluido con el alma del idiota, o ha configurado ese “alma” como lugar de la palabra: Algo ha debido descender sobre el idiota, penetrándolo, inundando ese vacío, donde se forma la palabra, ese hueco donde resuena ya antes de ser pronunciada: Esa mágica gruta donde la palabra reverbera, lámpara, cristal. El lugar, pues, donde se ha trasfundido la luz misma en la apertura propiciatoria —el sacrificio propiciatorio del ayuno del corazón, según Zhuangsí, y que tanto cita Zambrano; de la pasiva disponibilidad—, convirtiéndola en llama, en las lámparas de fuego sufíes y sanjuanistas, y de tantos relatos místicos. Desde el “San Juan de la cruz” de 1939, se explica esta correlación entre la palabra reverberante y la lámpara, y el resultado de ese, según los sufíes, fanâ, esa extinción que, a través del baqâ, es creadora en el propio vacío, destiladora de lo que queda: el resto, es decir, la propia real figura, más allá de la “persona”, esculpida en cristal, diamante, en perla que significa la concepción virginal del alma. Ya en concentrado Sutra, Zambrano —cerca, muy cerca de Massignon— eleva al idiota al mismo Fiat marial del que él es tan inocente y vitriólica figura, tan silenciosa, quieta y sin siquiera afán alguno trasmisor, salvo avisar de que ahí está el sol, cuando el sol está ahí, y corroborar de que si haciéndole caso lo miramos directamente nos quedamos ciegos, mientras que él, mansa cobra deslumbrada, se queda mirándolo sin peligro porque la propia luz de
  • 36. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 36 sus ojos sobrepasa a la luz del sol. ¿De dónde esa luz blanca que lo protege y envuelve, esa luz sin combustión, esa luz tan sólo? Algo ha caído en lo hondo del alma del idiota, en ese su centro, y en esas sus oquedades en los lugares de la palabra, haciéndose su dueño. Un silencio, sin duda: el silencio que desciende desde los remotos cielos. El silencio que priva y suspende y que es como un lazo que fija en la quietud al ánimo y al entendimiento, que llena el corazón como ninguna palabra o música (...) un silencio que acalla todas las trasmisiones, aun las de los sentidos, y que amenaza con sustraer al ser que lo recibe de la comunidad de sus semejantes. Aún dará este escrito sobre el idiota cinco pasos más al fondo, hasta aquella luz tan sólo, abriendo así otras tantas perspectivas del progresivo significado de esta estación previa hacia el completo exiliado que es el idiota. Esos cinco pasos son: primero, lo que les sucede a los comunes no idiotas cuando ellos mismos hacen o dejan que llegue su silencio revelador; segundo, qué cierta relación de violencia hay entre ese silencio y la palabra, y cómo la tragedia griega logró hasta cierto punto abrirlo con algunas palabras; tercero, Edipo y el idiota como dos universales del hombre, el uno de la elección y la decisión que marca toda la historia, y el otro como sujeto pasivo bajo ella; cuarto, la salida de la aporía a que se llega desde esa doble situación mediante el camino que abre ese sujeto pasivo, nivel en que el hombre se muestra disponible, en estado naciente; y quinto, la desposesión del idiota como el campo donde germina la libertad sin avidez, ese abismo blanco de la sola palabra, su guardador, por en medio de la historia trágica; el nivel, pues, que preserva la resurrección de nuevas auroras por nacer —como dijera Nietzsche—; de una historia ética inscrita en —o siendo ella misma-—espiral de la historia atravesando la trágica historia lineal-sucesiva. 4.- Simples auroras por nacer desde el exilio como patria Lo que abre al ser humano al silencio sin fronteras —recordemos el Océano sin riberas del Corán— es otro género de espacio-temporalidad que la histórica y la sucesiva, y la que de ninguna patria concreta. Un tiempo compacto, en que los tres tiempos sucesivos se concentran en dos diferentes modos según el velo que haya rasgado la revelación y la situación vital a que ello conduce. De una parte, si lo que se manifiesta es una “culpa”, un yerro del que uno pude ser inocente desde la sola perspectiva del conocimiento racional, pero por entero culpable por haber sido irruptor de las propias demandas vitales con ese solo conocimiento. Sobrevuela la imagen de Edipo. Si la revelación nos sitúa ante tal culpa, es el pasado el que absorbe al futuro; y si
  • 37. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 37 “algo” no se remueve, esta compacidad del tiempo se hará regresión sin salida, obsesión sin cauce. Intervendrá la parálisis, llegará la inmovilidad, una fijeza peor que la muerte. Si es la gracia o la evidencia de la verdad lo que envuelve todo, será el futuro el que arrastrará todas las dimensiones del tiempo. Esta es la antesala del presente perfecto. Y así, este futuro es como un presente desconocido que libra del futuro como el previsible ídolo oscuro. El futuro hecho presente desconocido e imprevisible sobrepasa toda instrumentalización, todo estar a la mano; es inasible e inanalizable: no es posible asirse donde solo se puede flotar. Pero esta flotación es muy distinta de aquella por la que se flota en el extremo opuesto: en los infiernos de la luz. Es esta una flotación en los abismos de las aguas primeras de la vida. Ahí flotan el idiota, el exiliado y los bienaventurados. Hasta ellas acceden, señalo por mi parte y muy de acuerdo con el psiquiatra italiano E. Borgna22 , los que han podido librarse de cualquier y tan “normalizado” proceso psicótico, o simplemente obsesivo, en la multiplicidad de obsesiones que nos paralizan el tiempo, u obsesivamente nos conducen a regresiones sin salida, sin respiración posible, hasta la asfixia. Sólo el naufragio en las respirables aguas de la vida saca de esa situación. Y así, dice Zambrano que en ciertos naufragios el abismo de las aguas sostiene. Resolviendo de antemano aquella especie de enigma que le va a lanzar a Ortega en Notas de un método, donde le acepta que la vida humana sea un naufragio, y que solo en él puede pensarse; sí, pero ¿en qué aguas se naufraga? Pues, plegados a esas situaciones del silencio y de la gracia de la vida, o de la evidencia —a veces sólo vislumbrada—, lo que naufraga es toda nuestra fácil evidencia representativa, la mera historicidad y la tan reducida convicción de ser sólo mecanismos sensoriomotores, manejables, instrumentalizables y asibles, bien a la mano de todo poder; son las aguas segundas las que naufragan, en las que somos los náufragos en las aguas de la historia. Y así, naufragar en la vida es liberarse de las historias apócrifas dueñas de nuestras obsesiones y fijezas. Más, dice Zambrano que no es posible decir nada ni cuando el pasado absorbe al futuro ni cuando el futuro se hace presente desconocido, imprevisible e inescindible. No es posible “decir” nada en “lenguaje”, el solo 22 Quien en un muy perspicaz artículo, “La patria perdida en la Lebenswelt psicótica” — en Archipiélago, págs. 53-60— señala la enorme importancia de las reflexiones de Zambrano sobre el exilio en Los bienaventurados para la comprensión que tiene la psiquiatría fenomenológica de los procesos psicóticos, y sus mismas relaciones con la melancolía y sus vinculaciones con formas y halos semánticos, yendo hacia la dimensión radical, eidética de estos fenómenos y sus liberaciones y metamorfosis.
  • 38. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 38 perteneciente al tiempo sucesivo y a la pura historicidad. Este tiempo ha sido conculcado por las dos experiencias reveladoras, sea de la culpa o de la gracia. Y así, para decir algo —y sobre todo, para decir el “algo” que ha llevado a esa situación— tiene que intervenir cierta violencia, la que de por sí puede y suele desencadenar la propia situación de “culpa”, u otra más sutil que implica la violenta subversión de esos mecanismos psicofísicos en virtud de que se ha visto con radical precisión que ellos son la carga misma, no viven, y si existen es porque se alimentan con la propia avidez, hambre insaciable según ese juego sensoriomotor y de las fantasías. Frente a ello surgen, a veces, desde el sentir más originario profundas resistencias a dejarse someter por esos criterios. Sibilinamente, dice Zambrano que no se le puede calificar sin más al idiota de Edipo sin violencia, sobre todo desde la reduccionista versión freudiana. Pues lo que el idiota muestra es, sin saberlo él, la extremada resistencia que todo ir naciendo conlleva, la radical violencia con que se impulsa la posibilidad de volver a ser sujeto pasivo, criatura. No es sin más un Edipo sin violencia porque en él está cuajada un alba de quietud que al hombre común, al no acabado de nacer todavía, el alcanzarla, por haberla visto un instante en un presente inescindible, le costará el sacrificio de su misma avidez, toda la violencia con que se confronta a la vida imperializándola, erigiéndose él mismo en “rey”, siendo, en realidad, el mendigo de su propio ser. Pues se “dice” de dos modos la violencia. La plenamente irruptora —la del “árbol de la ciencia”, la del lenguaje notificativo, instrumental, comunicativo de lo usual— y que impone la realidad de lo que se puede decir; diciendo que puede decir lo que ha decidido de antemano que se puede y no se puede ver y sentir. Y una segunda violencia, corrosiva de ese modo de decir, de ver y de sentir; una especie de contraviolencia resistente que violenta los mecanismos sensoriales, psíquicos y mentales, y arrumba sus hábitos. Fanâ, extinción, que abre lo resurrecto, el baqâ, que literalmente significa en árabe lo que queda, y nos da una esencial clave de la utilización de esa expresión tanto en san Juan de la Cruz (un no sé qué que quedan balbuciendo) como en la propia Zambrano. Y eso es lo que significa el idiota, de donde parte ya el exiliado, más allá de todo destierro: lo que ha quedado indemne de esa doble violencia. De la violencia histórico-social, y que tanto recorren los transcursos que van desde Los intelectuales en el drama de España hasta Pensamiento y poesía en la vida española, pasando por La España de Galdós y hasta España, sueño y verdad, aplicándoselo al devenir del “sueño” español, tan lleno de violencia contrabalanceada por una “verdad” de quietud más allá de la historia, y cifrada en momentos históricos en que el sueño y la verdad se dan
  • 39. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 39 la mano haciendo fluir un instante la liberación, diríamos de psicosis y fatalidades colectivas, como tan claro deja Zambrano en los mejores recorridos por esos instantes y momentos que son algunos pasajes de Delirio y destino y, sobre todo ya en los años setenta, en “Hora de España XXIII” y “Después de entonces”. Pero también el idiota y el exiliado son las figuras de lo que ha quedado indemne personalmente, tras la desposesión de mecanismos psicosomáticos “normales” y el abandono a otro plano más profundo del ser humano. Un puro poso del silencio es su albergue. Así sí es un Edipo sin violencia el idiota, no sin más. Salir tanto de la “culpa” como del hechizo de la “gracia” exige “decirlas” (Freud esto bien lo comprendió). Pero no se puede decirlas sin grande violencia: de sí mismo, de la historia y del lenguaje. Hay que romperse y romperlos. Pero lo que no hay que hacer es irrumpir, porque entonces lo único que queda es, de nuevo, el “constructor” y el instrumento, aquello mismo con lo que se ha irrumpido: lenguaje, historia y el temible “yo”. Los polos opuestos —la base misma de lo que W. Benjamin denigró como la barbarie de la historia conocida; la historia trágica, según Zambrano— de estos abandonados y tan silenciados y silenciosos idiotas exiliados. Pero no irrumpieron los trágicos griegos, aunque se quedaran, trágicamente claro, en medio de esas dos violencias. Ellos, adoradores de la palabra, no recogieron este inmenso silencio. Sófocles, según Zambrano, al menos algo dio de la palabra que surge de la revelación, en su caso de la “culpa”, y justamente algo le hizo hacer a Edipo un camino abierto a la palabra que le abrió los labios y la conciencia, cegándole a todo lo demás. Al borde, diríamos nosotros, de convertirse él también en un pre-idiota. Edipo y el idiota: dos polos de la humana condición. Uno, el lugar de la excelsitud sin inocencia, y el otro, el ínfimo lugar inocente, velado en otra luz que la del sol que le permite mirarlo sin deslumbramiento. Dos estadios de la sierpe en sus metamorfosis. Uno, en figura de serpiente irruptora en el enigma que lo destruye; el otro, mansa serpiente que la re-vela en el misterio que él mismo es en medio del laberinto. En un polo, el no nacido todavía, el embrión de sí mismo que cree poseer palabras propias que hablan por sí, que ven, miden y juzgan; ciegas palabras que se arrastran, yerguen y silban, engaños de un fuego que sustituye a la luz: palabras del sol silbantes, que siendo tan destructoras del depósito de sombra de la luz, más allá del sol, que se les había confiado, en realidad no pueden destruir su propia solar coraza ni atravesar el tiempo que en ella tienen cancelado, ni atravesarse ni penetrar en sí mismas hasta aquel depósito de sombra de la luz que es el velo y el lazo en que aquel
  • 40. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 40 otro está abrazado a su luz más propia en la que es el nacido, el viviente. En ese otro polo, pues, se es puro depósito de la sombra, el velo y el lazo de la luz sin fijeza de existencia, o justamente en la fijeza lezamiana —tan gnóstica, y que como tal la recorre Zambrano en el “Hombre verdadero” dedicado a la auroral muerte de su gran amigo— se entrega a la luz recibida, fija la luz en un alba cuajada; pues él mismo es ese albor, un signo, una signatura de la palabra, un astro que recorre su órbita, desde una tan móvil fijeza, tan orbitada, tan enquiciada. La órbita en que únicamente es posible resolver el laberinto, el personal y el histórico, cum fuerit tempus, como finaliza ya en 1969 El libro de Job y el pájaro. Cuando otros espacios-tiempo se abren en la pluralidad de niveles de la conciencia humana. Se diría que con “El idiota” y su verdadero “par” que es “La carta sobre el exilio” el campo está ya libre para pensar la resurrección del ya del hombre en el bienaventurado, por en medio del todavía no de un gran ciclo de la historia, que es adonde lleva toda esta aventura personal, intelectual y espiritual del exilio en Zambrano. Para ello habría de consumarse el rescate en la espiral de la historia de lo femenino y lo exiliado, concebir todo lo desposeído en el mismo lazo misterioso que une la luz de más arriba que el sol y el logos de Heráclito con los infiernos más subterráneos donde esa luz se transforma y genera la resurrección de un modo de ser hombre que justamente re-luce y re-suena como lo inédito, lo siempre profetizado en el corazón tan blanco y simple del más profundo nivel de conciencia, más allá de todo heroísmo, en el más acá profundo tan difícil de acabar y que, sin embargo, requiere de una nueva desarticulación —lo que el taoísmo denomina “caotización” y los derridianos posmodernos, “deconstrucción— del sentido y las relaciones de las palabras. Para que ellas vuelvan a ser campos libres de resurrección de un futuro que ya sí pueda irse diciendo, liberándolo de ser un pasado en la eternidad de sus auroras. ¡Tantas auroras por nacer!, como gritara Nietzsche al compás de ¡Pues sólo amamos la eternidad no mancillada por No alguno, en el Sí eterno del Ser! Y así sentimos el Sí, el Fiat con que inocente y en inesperados modos de confianza, siquiera sólo sea en privilegiados instantes de no saber y en la paz de ínsulas extrañas, guardamos y sostenemos el Fiat primero, el acto creador mismo en que la divinidad fue Dios y Diosa cumplidamente, en nupcias que cada uno ha de volver a recrear, recibiendo la única palabra –el único Señor- que en cada uno reside, conspira, resiste. Dios en nosotros resiste, afirmó Boehme. Las figuras femeninas en Zambrano (Nina, Eloisa, Diotima, Antígona, Lucrecia de León), el idiota, el exiliado, el místico, el bienaventurado, el andrógino que es una procesión de amadores que sacrificialmente recorren la
  • 41. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 41 historia, son todas ellas figuras del ya, del presente eterno, esa espiral de los tiempos que parece mostrar, al fin, sólo la faz de un rotundo fracaso por en medio del triunfante sol que guía a la sierpe extendida, por igual, en pura extensión visible, en historia y en lenguaje. Son, pues, la figura del fracaso del hombre en la historia conocida, en la historicidad del ser-ahí, del arrojado y deyecto, del existente. Son los vivientes que, una y otra vez, caen a los pies del árbol de la vida, los náufragos caídos de nuevo al mar de las aguas primeras, desde su propio fracaso y sacrificio en las aguas segundas amargas de la historia. Y así también la propia historia de España, hasta el punto en que la ve Zambrano, adquiere caracteres de figura, ella misma como categoría de la historia occidental, de ese fracaso conducente al destierro y el exilio de lo mejor de ella hacia otro espacio-tiempo de liberación que hubo de asumir ese desgarro, esa contraviolencia del fracaso para adquirir mejor memoria de sí misma, adentrándose en su sueño más recóndito que era su verdad. Pero ninguna de estas figuras se “salva”, ninguna halla consuelo alguno, salvo, como rememora Zambrano de las cartas a Abelardo de Eloisa, el que se aferra al más original sentir, y así dice que no me podrán quitar mi adolorido sentir. Eso les queda sólo a estas figuras. Pero, como apunta Bargna sirviéndose de Zambrano, ese adentramiento en la propia melancolía puede suponer el inicio de otra aventura liberadora de la psicosis y las obsesiones. Y por ello, si ni se salva, ni halla consuelo, tampoco buscan estas figuras ninguna justificación, ni menos que ninguna la racional o histórica, es decir, la que conlleva esos tan superficiales y agresivos niveles de conciencia. Su único consuelo, como tan vívidamente mostrara Nietzsche, es el del hombre subterráneo, el de Trofonio, al que guía una fe que lo indemniza de todas sus penas. La fe que en estas figuras es su propia palabra recibida y dada en una inacabable trasmisión que compone el eje que redime a la historia sucesiva de su fatalidad y su tragedia, de su barbarie, según el “idiota” W. Benjamin, tan trágico y desconsolado como atisbador de pasajes de la melancolía hacia la oportunidad de la chispa de la esperanza, en este exilio. Desde su propia experiencia como refugiada, en Francia y México (1939), desterrrada en Cuba, Puerto Rico, Roma, Paris, en un constante vaivén (1940-1953), ya sintiéndose plenamente exiliada en su ya larga estancia en Roma (1953-1964) y en su ocultación en La Pièce, Ferney Voltaire y Ginebra (1964-1984), y en la travesía de plurales tiempos y niveles de conciencia que esta aventura conlleva, Zambrano va manifestando sus otras razones, corrosivas de todo intento de justificación heroica, racional y meramente histórica del exilio. De la forma más provocativa y esencial lo centra ya por completo en su “Carta sobre el exilio”, escrita en Paris en 1961,
  • 42. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 42 y muy aclaradora sobre el todavía ahora mismo tan reivindicado como presunto “exilio interior” en la España franquista. Deshace por completo Zambrano ahí ese equívoco tan realmente dañino para una real memoria histórica, a la que ella hace adentrarse en los infiernos tan reales del real exilio, por supuesto previamente por completo desterrado sin ambages, e insobornable a cualquier irruptor y condescendiente regreso a la “patria”. Ahí se enfoca el exilio en toda su radicalidad, desde el mismo silencio y las palabras guardadas por el idiota de Velázquez –inequívoca figura de España misma, la realmente fracasada sin ningún consuelo ni subterfugio-, por el místico, la mujer, el bienaventurado o la procesión de perseguidos amadores, en la que sitúa Zambrano a Lorca. Son ellos los que aquí no se profieren, no se pro-fanan, sino que se dejan caer como semillas que bien pudiéramos decir que han cumplido, efectivamente, el papel que ahí se les pro-fetiza: el de ser semillas que, en efecto, y a cierto nivel, ya han ido germinando hasta nuestro actual momento histórico español, si no liberado de sus múltiples fatalidades trágicas sí abierto a múltiples perspectivas capaces de, al menos, avizorar aperturas y cauces de liberación. Tal vez la vía del silencio y del despojamiento y la intemperie, de la radical soledad, de los reales exiliados fue abriendo esos cauces en planos diversos de tiempo que confluyeron hacia vías plenamente “históricas” de ese todavía por descifrar bien, en todos sus signos tan eclosivos, momento histórico del renacer democrático español de los años setenta. Y así decía Zambrano en 1961: Nuestro silencio, el silencio de los exiliados (...) muestra que no se ha seguido la vía de la justificación, por la que se desfila armado de resplandecientes razones, sino esa otra que no parecía vía siquiera: la de irse despojando de sinrazones y hasta de razones, de voluntad y de proyectos. Ir despojándose cada vez más de todo eso para quedarse desnudo y desencarnado; tan solo y hundido en sí mismo y al par a la intemperie, como uno que está naciendo. Y así todas esas figuras, al par que, desde el propio exilio de Zambrano, se entretejen con sus reflexiones sobre el lugar de la historia de España en la cultura occidental, labran una caleidoscópica respuesta, ni justificativa ni unilineal, al qué es el hombre mismo, el que es el nacido-ofrecido sobre las ondas de las aguas, el salvado de algún naufragio, el superviviente de alguna isla sumergida, el que es llevado y sostenido por la vida.. No hay más última metafísica justificación del hombre que ésta de tener que nacer como superviviente, como “resurrecto”. Y según el sentido más abismal de toda esta fenomenología de la vida, el hombre es el ser que consigo lleva la posibilidad de un tercer nacimiento, desde el primero “inocente” y orbitado en música,
  • 43. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 43 número y medida, plegado al quicio y a la danza de oportunidades de conexión, pasando por el segundo que es la “caída” en la “tentación” de la avidez y del puro apetito de “ganar”, en el heroísmo que lo escinde, en haber de ser “embrión” de sí mismo, inacabado desplegando el sueño de su unidad, su perenne nostalgia del “paraíso perdido” desplegándose en sierpe de la historia y de la extensión de lo visible, liberando un núcleo de potencia que así muestra en la faz del Universo el cúmulo de impotencias a que el puro afán de poder revierte; haciendo de lo real en sus múltiples dimensiones una única dimensión violentísima, la que De la Aurora denomina la lanza de lo visible. Y saltan a la vista en esta “Carta sobre el exilio” dos remisiones a “El idiota”, que, a su vez, cuajarán en el final de “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes”. En primer lugar, esa clara mirada a la historia desde el lugar del abandono, del estar en ese mundo intermedio (aquella metaxy platónica, o el barzaj sufí, indico por mi parte) entre la vida y la muerte, que es el único desde el que la visión de la historia no deslumbra. El exiliado mira al “sol” de la historia –y al lugar en ella de España- sin deslumbramiento, porque todo él, como el idiota, es ya una mansa cobra deslumbrada: Mientras que el idiota, deslumbrado ya desde siempre, se queda mirándolo (al sol) y sigue repitiendo a intervalos, el sol, el sol, durante mucho tiempo. La mirada del idiota a la vida misma, desde una luz y una lucidez singular más alta y anterior que el sol, la recoge el exiliado en su mirada a la historia desde una luz que pertenece a los cielos suprahistóricos que se han apoderado de su memoria, convirtiéndolo en luz-memoria que accede a la conciencia. Hay una secuencia entre la mirada del idiota y la del exiliado a la historia , y, con cierta malevolencia nietzscheana, podríamos proseguir el texto de Zambrano diciendo que, al igual que el idiota va diciendo el sol, el sol, el sol, sin deslumbrarse él y gastando la broma a los demás que de él se ríen, que al mirar ellos al sol sí se deslumbran por completo, y en común caso dan un traspiés, y hasta quizá se estrellan, así, el exiliado va diciendo la historia, la historia, la historia, y casi nadie lo entiende, y se ríen de él, y cuando van y miran a la tres dicha también se deslumbran, y, en tan sólidos casos, fatalmente se estrellan y hacen que los demás, como mínimo, tropiecen y caigan. La segunda concomitancia con “El idiota” alude a la “solución” que significan, para la vida y para la historia, esos idiota y exiliado. Aquél, siendo la figura, desde su ser “sujeto pasivo” de su acción, del estado naciente, como
  • 44. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 44 un alba cuajada. El exiliado, habiendo resistido, no habiendo cedido a cristalizar en personaje alguno, ni siquiera en héroe, también ha quedado como cuajado en su abandono, como pura mirada exenta de las usuales y convencionales razones y pasiones. Puras “memorias” ambos de otra forma de vida y de historia, las atraviesan como símbolos del mundo intermedio que él mismo es los otros dos esenciales símbolos en que veo el pensar de Zambrano: del logos oscuro que conduce muy otra claridad que la del “sol” y las evidencias unilineales, y el imán irradiante, pues él es el imán que atrae todo el pensar hacia esa fuente de claridad que cautelosamente reverbera e irradia su “lógica del sentir” más profunda, tanto que en esa su penumbrosa luz da a ver el cielo que cela todo infierno. En esa constelación del mundo intermedio aparece específicamente el idiota como cierta figura más allá del bien y del mal, y como el corazón más blanco y libre de secretos que en su alba cuajada es, en su misma falta de inteligencia “solar”, como la misteriosa criatura heredera del hombre sin entrañas aún del “Paraíso”. O del limbo en que ha quedado el Paraíso. Mientras que el exiliado es una criatura del Purgatorio: Ánimas del Purgatorio, pues hemos descendido solos a los infiernos, algunos inexplorados, de su historia, para rescatar de ellos lo rescatable, lo irrenunciable. Para ir extrayendo de esa historia sumergida una continuidad. Somos memoria. Memoria que rescata. No conviene perder de vista la ascendencia, además de gnóstica y mística, nietzscheana de ese descenso, desde el que están escritos los Prólogos de Aurora y La ciencia jovial, y en los similares componentes vivenciales de, al decir de Nietzsche, parto maternal, de luces y llamas, de segunda inocencia, como recién nacidos, en el mismo pudor, y, en fin, con la misma memoria que es un ascenso a las profundidades, y que las rescata en sus máximas altura y lejanía. Al igual que Nietzsche, corrobora Zambrano que la mejor memoria suscita pavor. Y sin embargo, sólo la memoria impide que el pasado se convierta en fantasma que si no se rescata el núcleo vivo de donde procede vuelve con su amenazante carga de pasado. Ello mismo es lo que vimos expresaba en en la carta a Medardo Vitier de septiembre de 1951: lo que no le lleva hacia la filosofía sino de ésta a otra forma de pensar que recorre sus laberintos y purgatorios. La filosofía, como la historia, son el laberinto del hombre de Occidente que hay que convertir en camino. Y eso mismo es lo que hace el “sujeto pasivo” del exilio, el nada heroico sujeto que se ve libre para tener memoria.
  • 45. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 45 Es lo que le han dejado y lo que le ha permitido abandonar cualquier “personaje”, todas las máscaras, todos los trajes. Quedándose-así sólo en ser una lúcida memoria rescatadora de la vida que todo fantasma pide; el rescate del pasado que impide ya la fatalidad de que haya fantasmas y hechizados por ellos. Y para ello hay que dejar operar a la memoria, nunca en operación quirúrgica extirpadora, nunca en condena, ni la peor de todas, el olvido, ese tonto además de cruel borrón y cuenta nueva que nada borra y todo lo carga a la cuenta de nuevos fantasmas, nuevas cargas: Lo pasado condenado –condenado a no pasar, a desvanecerse como si no hubiera existido- se convierte en un fantasma. Y los fantasmas, ya se sabe, vuelven. Sólo no vuelve lo pasado rescatado; clarificado por la conciencia; lo pasado de donde ha salido una palabra de verdad. La historia que va a dar a la verdad es la que no vuelve, la que no pude volver. Ha ascendido a los cielos, a los cielos suprahistóricos. Esos cielos suprahistóricos, sin mengua de todos los componentes espirituales que venimos viendo, tienen una esencia fenomenológica muy clara, pero que hay que decir en términos “alquímicos” y no idealistas: y disolución y destilación en la claridad de la conciencia de la tragedia histórica, de su fatalidad hechizante y encantadora, creadora de fantasmas. Disolución y destilación, no aufghebung, no absorción dialéctica de la negatividad. Vuelve a suscitarse aquí el modo en que Zambrano disuelve, destila y “coagula” la aufghebung hegeliana en el significado más claro que podemos decir en castellano: asunción. No la gnoseológica idealista o materialista; al fin, también realizada desde presupuestos en que triunfa, aunque “invertida”, la Idea; y la idea que también supone que tanto “palabra” como “realidad” están ya dadas una frente a otra, y bastará que la palabra vaya levantando el velo de la realidad y la mera praxis que la constituye para que se vea la realidad de la historia. La asunción zambraniana no parte del concepto pre-determinado, del signo ya convencional, sino de su germinación en la palabra, en su concepción, que es la que va generando la claridad en la conciencia. Aquí es donde se subraya su distancia de todo idealismo y merced a su concepción de los diferentes niveles o zonas de la conciencia, entendida como el diapasón, como el espectro de incardinación del hombre en el mundo, en la totalidad de las remisiones y de la mundidad, y contando con esa concepción no convencional ni empirista de las relaciones sígnicas y su profundo y amplísimo carácter ontológico del remitir que involucra al hombre, al mundo y a todos los prágmata. Se trata de una escala de asunciones que, nivel a nivel de conciencia, no humillan nada de lo real sino que lo van destilando en cada uno de los niveles ascendentes. Visión de la polirritmia humana que trata de
  • 46. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 46 integrar en y desde su “primordial” unidad, en y desde su propia visión histórica, intrahistórica y metahistórica. Esa tríada corresponde al abismamiento que realiza, según ciertas pautas unamunianas, de la concepción orteguiana –tan “remitida” a M. Scheler- de vitalidad, alma y espíritu. Son tres niveles de conciencia –y en la complejidad que cada uno de ellos integra- lo que pone en juego. El nivel histórico corresponde a un plano conceptual convencional y a una reducción del espíritu a ese sólo nivel de razón “consciente” según signos convencionalizados. El intrahistórico es el nivel del “alma” que va recorriendo toda la escala de la “vitalidad” desde el propio sentir originario. Y el suprahistórico es la resolución en el espíritu como la máxima dilatación que puede adquirir la conciencia humana, ya no sólo “conscientemente” según meras pautas psicosomáticas y sígnicas convencionales, “históricas”, sino en la supraconsciencia lúcida que se abre a la Unidad, a la Universalidad. Sólo esta asunción de los distintos niveles de conciencia permitiría la salida de la tragedia, es decir, de vivir aún la fatalidad de unos nudos que no pasan, que no se disuelven, que impiden ver el sentido del argumento que los ha atado y que, de destilar su núcleo más vivo al par que “espiritual”, dirían su palabra encerrada, como cautiva por una red de fatalidades, por una necesidad que el hombre, a su vez, necesita descifrar desde sus trasfondos que —tan trágicamente— parecen exigirle “liberarse”. Como si el hombre guardase en su más íntima memoria esa posibilidad de liberación de las cargas de la fatalidad psicosomática e histórica, o de su propia constitución psicosomática que revierte en historia trágica, guiada sólo por la orexis —el segundo camino de “El camino recibido”—, el deseo y la avidez de cumplirse en “ganancias” –Edipo casado con su madre y coronado- y elevada a la excelsitud inapropiada por una razón calculante, instrumental, usual; y cuya epistemé va de modo inexorable a dar a la pura razón técnica que, como se dice en el final de la Introducción a Los Bienaventurados, nos ha hecho casi indignos de la vida, invasores, color de imperio y atadores de un nudo en que se ha confinado la danza de la vida y todo su posible canto a meras razones técnicas. Esa asunción también del análisis heideggeriano del dispositivo (Ge-stell) de la técnica ofrece la singularidad de esa clara contraposición de “alma” y “psique”, que vendrá guiando una concepción ética y política desde la inmersión en los dos niveles básicos para comprender las motivaciones y elecciones presuntamente racionales del hombre. La “psique” es el nivel psicosomático donde se concentran todas las “cargas” y fatalidades del hombre que, así, queda reducido a máquina. El “alma” es ese algo que enlaza al hombre en ese misterioso lazo con la luz más lejana y alta más allá del “sol”, del nivel psicosomático que es “trascendentalizado” en yo, mundo y Dios como sustancias.
  • 47. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 47 Ese es el umbral que ha de ser traspasado hacia una conciencia suprahistórica que vea más allá de la historia sucesiva cómo desde el “alma” humana –desde su nivel más móvil y capaz de ser testigo de sus mismos argumentos psicisomáticos- va germinando una visión en espiral de la historia, que ya es, en propiedad, suprahistórica por haber ascendido a esos cielos suprahistóricos lo mismo que era requerido por los infiernos intrahistóricos. Todo infierno cela un cielo, se dice en Claros del bosque, de modo similar a en La ciencia jovial. Así, la memoria que ofrece “Carta sobre el exilio” corresponde a ese nivel de conciencia del “alma”, o lo que los budistas denominan el testigo lúcido que en medio de los avatares vitales, de sus infiernos y tragedias. Y se corresponde con aquello que Lezama Lima enunciase como la memoria prepara su sorpresa. Y ello es lo que le conduce a Zambrano a realizar su investigación sobre los sueños y el tiempo. Investigación de la que ya en esta “Carta” asume una concentrada destilación que recorre sueño, memoria y conciencia: vitalidad, alma, espíritu, ya desde el “empírico” (en su sentido “experiencial” más amplio) abismamiento en la polirritmia humana, en sus diversos niveles o zonas. Y así el exiliado puede ser el mejor testigo, el que se ha abismado en su más radical abandono, el que preserve mejor ese nivel de conciencia más indemne del hombre, el del ya, desde el que comienza a ver los argumentos y nudos indescifrados que la historia lleva en su intrahistoria más infernal, lo que hace que la historia no pase, no se tras-pase, no se tras- luzca a verdadera conciencia, y sea aquel corso y ricorso de G. Vico. En el símbolo de la sierpe que expande y contrae sus anillos. Siempre la misma serpiente que reitera su tentación hechizadora. Todo lo contrario de la mansa cobra deslumbrada que figura el idiota, que es en sí mismo un alba cuajada y dispuesta a abrir las muchas auroras que en ella germinan. La historia sigue el curso y recurso, las vueltas y revueltas de un mismo e indescifrado sueño que todo él proviene y revierte al mal soñado sueño de los que la hacen. Sueño y soñares fijados a la avidez, a los mecanismos sensoriomotores que casi todos considerarán como el único nivel humano, e interpretarán así que, en realidad, no hay salida alguna de la aporía misma de querer ganar más y ser más desde la misma voluntad de no ser más que máquinas, o a lo sumo, como dice Nietzsche, ranas pensantes. Ese es el sueño nihilista de fatalidades que podría ser traspasado, mostrando cómo hay otros tipos de sueños en cada ser humano que constantemente trascienden, pero que, o no son suficientemente atendidos, o, sin más, son impedidos por el propio imperio confinador del generalizado y únicamente admitido sueño psíquico, el que inexorablemente perpetúa la fatalidad histórica.
  • 48. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 48 Solo una memoria impávida, y partiendo de la propia disponibilidad y abandono a ser sujeto pasivo de la propia acción, puede descender a esas minas sumergidas donde habita la oscura luz que puede guiar esta apertura de puertas hacia ámbitos de realidad más amplios. Sólo el ascenso de esa luz oscura que el hombre subterráneo va haciendo suya, redimiendo ahí mismo su mañana, su propia aurora, como se lee en el Prólogo de Aurora de Nietzsche, propiciaría una amplia conciencia que fuese abriendo los círculos de su espiral cuanto más profundamente descienda la memoria hasta los niveles más recónditos de los sueños, hasta —como en Ibn Arabî— rozarse con los umbrales vegetativos y minerales en que el hombre entra en pasiva conexión con el Universo. Ese es el punto de conexión del algo del alma con todas las remisiones sígnicas del universo. El que hace del hombre, del plenamente exiliado, y ya en la vía del bienaventurado —conforme se van enunciando en Los bienaventurados los pasos del exilio como categorías de la vida— el hijo del universo. Para alcanzar ese lugar le ha sido necesario a Zambrano —y posiblemente así, o de modo similar, operamos cuando mínimamente nos liberamos de tantas inútiles cargas y obsesiones— un movimiento circunambulador, en espiral, hacia abajo y hacia arriba por el que la memoria ha ido descendiendo hasta los intrincados sueños históricos vinculados a ese nivel psicosomático y a las fatalidades y regresiones que conlleva. Ese movimiento es el que permite traspasar ese umbral de la tragedia misma de la historia: Pues la tragedia no se repite. Cuando se repite es porque es la misma, porque el umbral de la fatalidad no ha sido traspasado. A traspasarlo ayuda la memoria, es conciencia cuando se ha entendido de verdad el sueño, descendiendo cuantas veces haya sido necesario a su infierno hasta traerlo a la luz, ese sueño ya no vuelve. Y todavía más: se sueña de otra manera. Ahí radica la importancia de la investigación zambraniana sobre las correlaciones entre los diversos tipos de sueños con los niveles de conciencia y los diferentes tiempos, así como con el propio surgir de la palabra dadora de conciencia y lucidez, y la que propiamente hace despertar. Lo que implica esa serie de correlaciones es tanto que la historia se mueve al ritmo de determinados sueños como que estos mismos, en sí, ofrecen una gran plasticidad, aunque haya sido arrasada por una imperial y tecnificada historia. Con lo que es la historia misma y sus convencionales imposiciones y usos la que reprime otros tiempos en el hombre que están arraigados en sus propios sueños. El hombre puede soñar de otra manera, y ello mismo lo lleva en él “empíricamente”, de modo ineludible, pero sí reprimible, aunque necesariamente surgirá por otro lado, temible y proliferante de fantasmas la
  • 49. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 49 tragedia de la historia. Esa otra manera de soñar surge del más profundo nivel de conciencia, de esos “sentidos” que la historia ha tapiado u ofuscado pero no erradicado, pues para eso no tiene poder ni imperio. Son recuperables esos sentidos que el hombre ha poseído alguna vez. Y para ello necesitaría recuperar también otros medios de visibilidad, de apertura de esos sueños y sentidos tapiados o avasallados. Lo que el exiliado logra, a fuerza de descender a los infiernos de la historia con la sola ayuda de su memoria sin afán. La móvil memoria de quien se ha quedado a la intemperie y ha logrado reconducir sus propios sueños hasta un sueño sin ensueño, o como dicen los budistas, un sueño sin sueños, la pura lucidez. En él se está adentrando aquí Zambrano con estas leves indicaciones acerca de cómo la salida de la tragedia –personal e histórica, y desde luego por lo que concernía a la España de 1961- pende de lograr que los sueños “digan” la prenda, la palabra que guardan y que sólo se entrega cuando ha sido recorrido el diapasón y el espectro completo del color, y comparece esa pura luz blanca del propio lúcido testigo. Y ya no se sueña más. Es el despertar en la unidad de todos los sueños; lo que será la esencia misma de toda la investigación de Zambrano sobre los sueños, y como, tan mínimamente aparece en los libros sobre ellos publicados, por ser sólo la punta del iceberg de tan amplia investigación; y esa es la esencia “fenomenológica” misma del bienaventurado, como corona de los seres, el testigo insobornable que, prosiguiendo a Heráclito, diríamos que carga él mismo con el precio del corazón humano, y acepta, con el precio de su vida, como los bodisattvas búdicos, asumir la tragedia y recorrer el mundo -lejos muy lejos del “retiro” heideggeriano y su tan mal entendido habitar, tan falto de toda ética, el monte del poeta- en pura irrequietud del más compasivo amor. Por ello, prosigue Zambrano: Mientras prosiga la historia, se sigue soñando. Pero la historia es algo más que una serie de catástrofes, hay que aprender a soñar. Y ello es posible, por extraño que parezca. Aquí sólo se muestran las disponibilidades esenciales para ese reaprendizaje, las que ha tenido que asumir el exiliado y lo han convertido en un idiota: el abandono, la soledad, el vacío, el desierto, y el propio despertar a ellos. Y precisamente esas son las esenciales características, las categorías de la vida, que van marcando el paso del destierro al exilio en “El exiliado” , el capítulo de Los bienaventurados que va dando pasos del exiliado, el ser exiliado como devorado por la historia, llegando a ser el desconocido, soñando ya despierto y en estado de pasmo, habiéndose desposeído y
  • 50. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 50 desenraizado de toda patria como refugio, más allá del destierro agonizando ya libremente, yendo ya mecido sólo por el mar en que se revive. Y así el exilio logrado es ya para Zambrano la propia patria, la real palabra que ella misma tenía guardada en su mano, su propio billetito que entrega a este tan oscuro tiempo, en el que ella cifra la esperanza de una chispa auroral. Como el niño de Vallecas al pié del árbol de la vida,. De ella se diría lo que ella escribió sobre este niño y la estirpe “femenina” que hemos visto, y de todos los reales exiliados. Que van impávidos y ya sin llanto – consumidos los sueños y las pasiones porque, antes, no incurrieron en la irruptora pregunta que cancela el “cielo”, que busca cargarse de razones desde la misma raíz de la pasión, la avidez, el afán des-velador y la construcción del propio cielo. Y así el cielo se cierra en el mismo momento en que se lo irrumpe. Sólo no lo irrumpe aquel que se asume a sí mismo desde su diapasón y cuya pregunta es la inter-rogación desde su propio testimonio de abandono a lo más íntimo de sí mismo: donde se ve libre de pregunta y de pasión, liberado de la carga de siquiera tener que ser un alguien representable en sociedad y en pensamiento. Y entonces el que comparece, el que –como el niño de Vallecas- da la prenda y la prenda misma que da, esas palabritas que ni Velázquez ni Zambrano llegaron a pintar y a descifrar su qué, qué decían, es un comenzar a balbucir otra palabra que se ha gestado en el único lugar que traspasa la fatalidad y la tragedia. Implicando esa palabra él un no sé qué que quedan balbuciendo estos exiliados implica también la propia visión de Zambrano del Hombre Universal –del diapasón en todo su espectro de conciencia-, y la concepción y asunción que de él podamos realizar. Y esa es la prenda, la palabrita que llevan escrita entre sus manos el niño de Vallecas y todos los exiliados y exiliadas desde Lao Tsé y Antígona a Nietzsche o la propia Zambrano. La prenda de su patria en el propio exilio, la raíz misma de su gran amor, por lo que podrá escribir nuestra pensadora que “Amo mi exilio”. Pues él era su patria y su prenda. Y esa es la patria y la prenda que Zambrano quiere que le dejen trasmitir, ese es el algo precioso que en la “Carta sobre el exilio” decía que quería remitir el exiliado sin necesidad de remitirse a sí mismo. No a sí mismo sino a la figura del hombre Universal, que por en medio de la fatalidad histórica, su barbarie, su tragedia y su ritornello del todavía-no, todos llevamos como la unidad de nuestro propio ser en conexión con cuanto hay. Hijos del Universo caídos, pero con la palabra del árbol de la vida que, al fin, todos los hombres y mujeres llevamos y pugnamos en contraviolencia que nos dejen darla, desde nuestro radical exilio como nuestra más vivenciaria condición.
  • 51. Revista Kairós. Estudios del Nuevo Mundo 51 Jesús Moreno Sanz: Filósofo, poeta y crítico literario. Profesor, desde 1984, de Historia de la Filosofía y de Historia de las Ideas Políticas en la UNED (Madrid). Ha centrado sus investigaciones en la relación entre filosofía, literatura y mística. Ha impartido conferencias, seminarios y cursos en Europa, Estados Unidos, Japón, México, Siria, Túnez, y, en especial, en Cuba y Argentina. Entre sus libros de poesía figuran Rahmaniel (1994) y Región de arena (1996), y entre los de filosofía las ediciones críticas de Louis Massignon de Ciencia de la Compasión (1999) y Palabra dada (2005), y varios libros sobre María Zambrano como Encuentro sin fin (1996) o El logos oscuro. Tragedia, mística y filosofía en María Zambrano (IV vols.; 2008). Es el Director de las Obras Completas de María Zambrano, de las que ha editado el vol. III (libros, 1955-1973) en 2011, y en prensa el vol. VI (Escritos autobiográficos).